El estridente grito hirió los oídos de Jillian Marshall, justo antes de que un pegajoso dedo se posara sobre su falda.
Miró por debajo de la mesa de la cocina y vio a su sobrino Andy, de dos años y medio, con una tostada llena de mermelada en la mano.
– Toma, Jillian-dijo el pequeño, posando el preciado trozo de pan sobre la rodilla de su desconcertada tía.
La tostada se deslizó por su pierna y acabó sobre su sandalia, mientras la mermelada se colaba por entre los dedos de sus pies.
– Acabo de encontrar el desayuno perdido de Zach-le dijo a su hermana, levantando los restos del alimento aplastado.
Roxy suspiró.
– Vaya-se metió debajo de la mesa-. Me pregunto qué más habrá aquí. ¡Pero si hay tres monitos!
Los otros dos miembros del aterrador trío de su hermana se rieron a carcajadas.
– No puedes decir en serio que te quieres ocupar de los tres mientras Greg y yo estamos en Hawai, ¿verdad?-le preguntó Roxy.
– Claro que lo digo en serio-respondió Jillian.
Roxy la miró desde el suelo.
– Jillian, no tienes que demostrar nada. Sé que eres capaz de hacer cualquier cosa que te propongas.
«Ojalá eso fuera verdad», se dijo Jillian mientras bajaba del taburete y se dirigía al fregadero para lavarse los restos de mermelada. Se había pasado toda la vida tratando de hacerse un lugar en la familia Marshall y queriendo demostrar que era tan buena como su hermana.
Roxy era la simpática, la guapa, la hija que se había casado con un hombre estupendo y que, además, había dado a sus padres, no uno, sino tres nietos.
Jillian, sin embargo, era tremendamente tímida y una de esas chicas que pasan completamente desapercibidas. Sólo tenía una cualidad: su inteligencia. Era realmente brillante. Y, mientras Roxy, en sus años escolares, se había dedicado a conquistar chicos y a pasear modelitos, ella se había especializado en el cálculo avanzado y la informática.
Se había licenciado un año antes de lo que le correspondía por su edad y, en la fiesta de graduación, se había sentado al lado de su despampanante hermana, sintiéndose como el patito feo junto al hermoso cisne.
Aunque el tiempo la había dotado de un hermoso cuerpo, todavía arrastraba las heridas de sus complejos y seguía ocultándose tras sus ecuaciones. Las matemáticas se habían convertido en toda su vida y le habían proporcionado el reconocimiento social que nunca había tenido: se había convertido en una de las teóricas matemáticas más alabadas del país.
Pero, en los últimos meses, su trabajo parecía no llenar del todo un cierto vacío interior que sentía.
– Roxy, ¿tú crees que yo podría ser una buena madre?
– No veo por qué no. Aunque, antes, tendrías que aprender el arte de la desorganización y no sé si a ti te sería fácil.
Jillian miró de un lado a otro. La casa estaba hecha un verdadero desastre. Sin duda su hermana había perdido por completo la capacidad de ordenar. En sólo una hora con los trillizos a Jillian ya se le habían ocurrido un centenar de formas de mejorar la forma de vida de aquel hogar caótico.
– Pues yo creo que deberías poner un poco de control en tu vida-murmuró Jillian. Roxy se rió.
– ¡Eso es imposible con los trillizos! Se niegan a aceptar ningún tipo de organización, igual que se niegan a comer verdura. Es genético-Roxy miró a su hermana fijamente-. ¿Por qué quieres hacer esto? ¿Es que has estado pensando en casarte y en tener tus propios hijos?
Jillian hizo una pausa antes de responder.
Claro que había estado pensando en tener hijos. Lo del marido, sin embargo, no le parecía imprescindible. Lo único que necesitaba realmente era un banco de esperma.
– No-mintió Jillian-. Sólo que me gustaría pasar más tiempo con mis sobrinos, eso es todo.
La verdad era que los trillizos eran las tres únicas personas del mundo con las que siempre se encontraba a gusto. La aceptaban como era y ella los amaba incondicionalmente.
Jillian suspiró. Quizás si su vida hubiera sido diferente, a aquellas alturas ya sería madre. Pero las perspectivas de un posible matrimonio a sus veintinueve años no eran muy halagüeñas. Probablemente por culpa suya. Al acabar el doctorado, seis años atrás, había desarrollado una lista de los estándares de su posible pareja: elevado coeficiente intelectual, una brillante carrera en ciencias y alguien que pensara que el trabajo de ella era tan importante como el de él. Tendría que ser un hombre extraordinario, quizás un premio Nóbel.
Había salido con un respetable número de amigos, la mayoría colegas del Instituto de Nuevas Tecnologías de Nueva Inglaterra. Pero después de tres o cuatro citas siempre tenía la sensación de que faltaba algo esencial.
Había llegado a la conclusión de que aunque saliera con todos los hombres del planeta jamás encontraría a la persona adecuada.
– Los trillizos dan mucho trabajo. Sería un error que pensaras que es fácil. Diez días se te pueden hacer eternos.
– Es sólo cuestión de organización…
– Sí, ya, con organización lo arreglas todo-la interrumpió Roxy-. Tú eres la única mujer que conozco que lleva el horario de limpieza en la agenda del ordenador. Yo limpio si está sucio, y si no, me echo una siesta.
Jillian levantó la barbilla desafiante.
– Te apuesto a que, si me das diez días, te organizo esta casa para que todo vaya como la seda.
– Mamá dice que ella se ocupará de los niños-dijo Roxy-. Ha contratado ayuda extra, ha guardado la porcelana y le ha advertido a papá que no podrá ir a jugar al golf durante una semana. He tardado dos meses en convencerla pero, finalmente, ha accedido.
– Estoy segura de que no le importará que cambies tus planes. Además, si necesitara ayuda, siempre podría llamarla. Está a diez minutos de aquí. Sé que puedo hacer esto, por favor, Roxy.
Roxy sonrió y asintió.
– De acuerdo, pero tienes que prometerme que si tienes algún problema, llamarás a mamá inmediatamente.
Jillian se arrodilló en el suelo y los niños comenzaron a rodearla. Le dio a cada uno un beso.
– Te lo prometo. Pero estoy segura de que todo irá bien. Nos lo vamos a pasar estupendamente, ¿verdad, chicos?
– ¡Zach! ¡Suelta eso ahora mismo!-dijo Jillian, tratando de evitar que el pequeño introdujera una galleta en el reproductor de vídeo.
Zach tenía fama de ser el más travieso, pero, a lo largo de todo un día en compañía de los trillizos ya había podido comprobar que los tres tenían sus momentos terribles.
– Caca-dijo una voz pequeña detrás de ella-. En el pañal.
– ¿Caca en el pañal, Andy?-preguntó ella-. Pero, ¿cómo me haces esto? Si hace sólo un momento que te ha cambiado.
Agarró al niño y se dispuso a cambiarlo, mientras repasaba los consejos que el libro del doctor Hazelton, renombrado pediatra, le daba para aquellos casos. El doctor decía que había que incentivar a los pequeños a pedir sus necesidades haciendo de ello un juego.
– Andy, tienes que imaginarte que eres el conductor de un camión y la tía Jillian es el cliente. Cuando vas a descargar, avisas al cliente para que te diga dónde quiere que lo eches. ¿Qué te parece?
– Bien-respondió Andy asintiendo.
Jillian le dio unas palmaditas en el hombro y se levantó. Pero, antes de que pudiera disfrutar de su pequeño triunfo, Sam entró en la habitación con un trozo de papel pegado a la mejilla. Ella no tardó en reconocer el papel pintado de la pared del servicio.
– ¿Qué has hecho?-preguntó Jillian y corrió hacia el baño. Allí se encontró que la hermosa tira decorativa que rodeaba las paredes había sido partida en múltiples piezas.
– ¡No puedo más! Me resulta imposible seguiros a los tres al mismo tiempo. ¡Voy a llamar a mi madre!
Después de sólo seis horas de cuidados infantiles, los trillizos Hunter habían ganado la batalla.
En ese momento, el teléfono sonó.
– ¡Teléfono!-gritó Zach.
– ¡Yo!-gritó Andy.
Y Sam arrancó otro trozo de papel y se lo puso a Jillian en la mano con una sonrisa inocente.
Ella corrió a responder a la llamada antes de que ninguno de los pequeños tuviera ocasión de hacerlo.
– ¿Jillian? ¿Eres tú?
Jillian se sobresaltó al oír la voz de su hermana. ¿Por qué tenía que llamar cuando estaba en mitad de un absoluto desastre?
Tratando de recobrar la calma, respondió pausadamente.
– Hola, Roxy. ¿Qué tal estás? ¿Ya habéis llegado?
– Sí-le gritó su hermana como si tuviera que escucharla directamente desde Hawai-. Esto es increíble. Es precioso. No me puedo creer que esté aquí.
– Roxy, puedo oírte perfectamente, no hace falta que grites.
– ¿Cómo están los niños?-le preguntó-. ¿Va todo bien?
– Sí, muy bien-mintió Jillian-. Nos vamos organizando. No hay problema alguno.
– Déjame hablar con ellos.
Uno a uno, los pequeños fueron pasando por el teléfono y saludando a su madre.
Mientras, Jillian no dejaba de pensar en su estúpida y pretenciosa actitud de días atrás. Con que era todo cuestión de organización, ¿no? ¿Cómo se iba a organizar si apenas distinguía a los niños entre sí? Eso le dificultaba enormemente algo tan simple como poder reprenderlos.
De vuelta en el teléfono su hermana volvió a preguntarle si todo iba bien.
– No te preocupes.
– No estoy preocupada… bueno, quizás un poquito. Además, tengo la sensación de que se me ha olvidado comentarte algo.
– Tengo todo un cuaderno con tus instrucciones, me sé de memoria los números de urgencias y tengo suficientes pañales como para varios años.
– De acuerdo. Pero llámame si tienes alguna duda. Si no lo haces, yo llamaré mañana o pasado.
– Estás ahí para disfrutar en compañía de tu esposo, así que hazlo. No quiero que llames hasta dentro de tres o cuatro días.
– De acuerdo, lo intentaré.
Nada más colgar miró a los pequeños.
– Bueno, esta llamada no me ha salido tan mal.
Miró a los pequeños con espíritu resignado. Sólo era el comienzo. Todo iría mejorando según pasaran los días.
Trató de ponerles nombre a aquellos rostros idénticos. Imposible. En el instante en que les quitara la ropa de colores distintos que tan diligentemente su madre les había puesto, sería incapaz de diferenciarlos. ¡Eso sería una catástrofe! Según Roxy, confundir sus nombres podría crearles serios problemas de identidad.
Agarró un rotulador con decisión y le escribió a Zach una Z en la pierna. Luego hizo lo mismo con las respectivas iniciales de los otros dos.
Bien. Ya tenía un problema menos. Así podría identificarlos.
– ¿Quién necesita a vuestra abuela ahora? Organización. Esa es la clave.
Jillian se despertó repentinamente con la sensación de que algo no andaba bien.
Se había quedado dormida en el sofá del salón justo después de que los pequeños se acostaran. Estaba rendida.
Se incorporó y se quedó escuchando, en espera de oír a alguno de los pequeños.
Pero no fue eso lo que resonó en el silencio de la sala, sino unos pasos. Y no eran pies de niño enfundados en un pijama, sino alguien más pesado y con zapatos.
Se levantó del sofá con intención de llamar a la policía, pero sólo podía recordar el número del servicio toxicológico.
De camino hacia el teléfono se tropezó con un pequeño xilófono. Contuvo un gemido de dolor y se quedó unos segundos inmóvil, hasta que reparó en que aquello era justamente lo que necesitaba. Le serviría de arma. Agarró el juguete y volvió a encaminarse hacia el teléfono. Pero, en ese instante, los pasos se hicieron más cercanos.
Acurrucada entre las sombras, vio una negra silueta pasar. Sin pensárselo dos veces, saltó sobre el desconocido y lo golpeó con el xilófono.
Duke, el perro, miró desde su alfombra, junto a la chimenea y bostezó.
El intruso pareció tropezarse y cayó sonoramente al suelo.
Jillian aprovechó la confusión para encender la luz.
En ese instante reparó en que acababa de golpear al hombre más guapo que había visto en su vida. Tenía un rostro anguloso y bien definido, y unos brazos musculosos. La miraba completamente perplejo.
El respiró profundamente y trató de levantarse, pero ella lo amenazó con el juguete de nuevo.
– ¡Quédese inmóvil o le echo a mi perro!
El gruñó, pero no pudo contener una sonrisa.
– ¿Se refiere a Duke? Dudo que ni tan siquiera se levante-se tocó la cabeza-. ¿Con qué demonios me ha golpeado?
– Con un xilófono de juguete-dijo ella-. ¿Quién es usted y qué está haciendo en mi casa?
– Esta no es su casa. Conozco a los dueños. Jillian se removió inquieta.
– Pues usted tampoco lo es. Así que estaba en mi derecho de golpearlo por allanamiento.-Su nombre…
– Soy Jillian Marshall, la hermana de Roxy Hunter.
Él se tocó la cabeza.
– ¡Vaya, la famosa Jillian, la genial matemática! Sabía que odiaba a los hombres, pero no me imaginaba que se dedicara a torturarlos.
Jillian jadeó levemente. ¿Cómo se atrevía a ser tan impertinente?
– ¡No odio a los hombres! No puedo creerme que Greg le haya dicho eso. ¿Quién es usted para que se tome esas confianzas?
El extraño se sentó.
– ¿No le advirtieron que vendría?-volvió a frotarse la cabeza-. Soy Nick Callahan y le estoy haciendo una librería a los Hunter. Ellos me dejan dormir en la cabaña del jardín y, mientras, les hago de carpintero.
– ¿Cómo sé yo que no está mintiendo?
– ¿Qué quiere, que le enseñe el martillo?
– Con el carné de conducir me bastará.
Nick Callahan se sacó el carné del bolsillo del pantalón y ella lo miró con excesivo empeño, hasta que reparó en que su interés estaba más centrado en su trasero que en otra cosa. Alzó la mirada y se encontró con sus ojos de mirada irónica. Sabía exactamente lo que había llamado su atención.
Él le tendió el carné y ella lo agarró con mano indecisa.
Finalmente, comprobó que se trataba de Nick Callahan, de Providence, Rhode Island. También era la única persona del mundo que estaba guapo en la foto de su carné de conducir.
– ¿Satisfecha?-preguntó él.
Ella cerró su cartera y se la lanzó sobre el pecho.
– Espere en el porche mientras llamo a mi hermana y no intente hacer nada raro.
– No se preocupe-dijo él y tras levantarse, se estiró sinuosamente, dejando que su camisa marcara los músculos de su torso.
Quince minutos después, ya había despertado a su hermana de la siesta y le había confirmado que Nick era ese «algo» que se le había olvidado decirle.
Lo buscó hasta dar con él en el estudio, donde se había puesto manos a la obra con su trabajo.
– Le había dicho que esperara fuera-refunfuñó Jillian.
– Me cansé de esperar. He entrado con «mi» llave. ¿Ya le ha confirmado Roxy que soy quien digo ser y no un maniaco asesino?
Jillian levantó la barbilla con orgullo.
– Sólo estaba protegiendo a mis sobrinos. Roxy me ha dicho que es usted amigo de Greg y que está aquí exactamente para lo que afirma estar.
– Bien-respondió él, y se quedaron un rato mirándose fijamente-. En tal caso, ¿me da su permiso para ponerme a trabajar?
Ella apartó los ojos.
– Sólo le pido que no haga mucho ruido. He tardado dos horas en lograr que los pequeños se durmieran.
– Haré lo que pueda-respondió él, regalándole una de aquellas devastadoras sonrisas momentos antes de volver a su labor.
Jillian le lanzó una heladora mirada y salió del estudio.
Aquello era lo que le faltaba. ¿Cómo se suponía que podría organizarse cuando, además de tres niños imparables, tenía que enfrentarse a la enervante presencia de Nick Callahan?
Quizás si incorporaba a aquel nuevo elemento al cuadro seudo familiar que componían, podría elaborar un sistema de ordenamiento casero. Podría imaginar que Nick era el marido. Por supuesto, no ayudaría en nada con los niños, pero ese era el prototipo de hombre generalizado. Su labor de carpintería la asimilaría a la de ver los partidos de fútbol o a dormir la siesta. Representaría al típico macho humano en el contexto familiar y le serviría para confirmar lo que ya sabía: que no necesitaba un hombre en su vida.
Pero una inesperada imagen de él se iluminó en su cabeza: hombros anchos, cintura estrecha, rostro de ensueño. La borró rápidamente.
De acuerdo, tenía que admitir que un hombre podía aportar otras cosas. Pero, definitivamente, ella no podía sentirse atraída por un individuo como él. No era su tipo. Jillian prefería hombres de su talla intelectual.
Podía comprender la fascinación que alguien como Nick Callahan despertaba. Tantos músculos y masculinidad condensados en un solo individuo eran un poderoso reclamo.
Pero ella tenía muy claro lo que quería en la vida y, desde luego, no era compartirla con alguien como Nick Callahan.
Jillian bostezó. Era casi medianoche. Los niños se despertarían en cuestión de seis horas y ella estaba agotada. Lo mejor que podía hacer era acostarse y dejar a Nick que hiciera su trabajo.
Se dirigió a su dormitorio y se tumbó.
Inesperadas imágenes de Nick la tomaron por sorpresa. Se colocó varias veces la almohada y decidió que el mejor somnífero era recitar los números desde el uno. Finalmente, cuando ya había llegado a ochenta y nueve se quedó dormida y sueños cálidos de cuerpos musculosos inquietaron su noche.