Isabel adivinó que, a menos que el hombre se retirara, su madre empezaría a gritar y a agitar los brazos y él sería testigo de una de esas angustiosas escenas que ansiaba que nadie viera, salvo aquellos en quienes podía tener absoluta confianza.
Olvidando la orden de mantenerse oculta, la infanta salió de su escondite y volvió a la habitación.
El hombre de rostro purpúreo y expresión maligna se le quedó mirando como si estuviera viendo un fantasma. Cierta-
mente, debía de parecerle extraño verla de pronto ahí, como si se hubiera materializado de la nada.
Isabel se irguió en toda su estatura; jamás había tenido a tal punto el porte de una princesa de Castilla.
-Señor -dijo con frialdad-, os ruego que os retiréis... inmediatamente.
Don Pedro la miraba, incrédulo.
-¿Será necesario que os haga expulsar por la fuerza? -continuó la joven Isabel.
Tras un momento de vacilación, don Pedro hizo una reverencia y salió.
La infanta se volvió hacia su madre, que temblaba de tal manera que le era imposible hablar.
La acompañó hasta una silla y se quedó junto a ella, rodeándola con sus brazos en un gesto de protección.
-Alteza, ya se ha ido -le susurró dulcemente-. Es malo, pero se ha ido, no volveremos a verlo. No tembléis así. Dejadme que os lleve a vuestro lecho para que podáis descansar. Ese hombre maligno ya se ha ido.
La reina viuda se levantó y dejó que su hija la tomara del brazo.
Desde ese momento Isabel sintió que era ella quien debía cuidar de su madre, que en ella residía la fuerza que debía proteger a su madre y a su hermano de las perversidades de esa corte, de ese remolino de intrigas que amenazaba con arrastrarlos hacia... ¿dónde? La joven no podía imaginarlo.
Lo único que sabía era que se sentía capaz de defenderse sola, de sortear los años de peligro que la esperaban antes de alcanzar la seguridad de estar junto a Fernando.
La reina viuda mandó llamar a Isabel. Tras haberse recuperado del impacto producido por las proposiciones de Girón, ya no estaba atónita, sino muy enojada.
-Lamento, hija mía -se disculpó-, que hayáis debido presenciar tan desagradable escena. Ese hombre debe ser severamente castigado. No tardará en lamentar el día en que me sometió a semejante humillación. Vendíais conmigo ante el rey, a dar testimonio de lo que habéis oído.
Isabel se sintió alarmada. Se daba perfecta cuenta de lo lamentable que había sido la conducta del Gran Maestre de la Orden de Calatrava, pero había abrigado la esperanza de que, una vez desaparecido éste de la presencia de su madre, el incidente quedara olvidado, ya que recordarlo no podía servir para otra cosa que para excitar en demasía a la reina.
-Ahora iremos a presencia de Enrique -continuó su madre-. Le he hecho decir que debo verlo por un asunto de gran importancia, y se ha mostrado dispuesto a recibirnos -la reina viuda miró a su hija y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Mi querida Isabel -continuó-, me temo que muy rápidamente estáis dejando atrás la infancia. Y eso es inevitable, si debéis vivir en esta corte. Desearía, hija querida, que vos y yo y vuestro hermano pudiéramos regresar a Arévalo. Pienso que allí seríamos mucho más felices. Venid.
Enrique las recibió con muestras de afecto, haciendo cumplidos a Isabel por su apariencia.
-Vaya -exclamó-, si mi hermanita ya no es una niña. Va creciendo día a día. En nuestra familia somos altos, Isabel, y tú no eres la excepción.
Con igual ternura saludó a su madrastra, aunque al mismo tiempo se preguntara qué agravio la había movido a hablar con él; de que fuera un agravio no dudaba.
-Enrique -empezó la reina viuda-, tengo que presentaros una queja... de naturaleza muy grave.
La expresión del rey se hizo preocupada, pero Isabel, que lo observaba atentamente, advirtió que a duras penas conseguía ocultar su exasperación.
-He sido insultada por don Pedro Girón -anunció teatral-mente la reina viuda.
-Eso es algo muy desagradable, y que mucho me apena oír -respondió Enrique.
-Ese hombre vino a mis habitaciones para hacerme proposiciones vergonzosas.
-¿Qué proposiciones eran?
-De naturaleza inmoral. Isabel puede atestiguarlo, pues oyó todo lo que se dijo.
-Entonces, ¿os hizo esas proposiciones en presencia de Isabel?
-Bueno... Isabel estaba allí.
-¿Queréis decir que él no sabía que Isabel estaba allí?
-No... no lo sabía. Estoy segura, Enrique, de que no dejaréis que quede impune una conducta tan vergonzosa.
-¿Ño... os atacó? -preguntó Enrique, apartando los ojos del rostro de su madrastra.
-Atacó mi buen nombre. Se atrevió a hacerme sugerencias inmorales. Y si Isabel no hubiera salido a tiempo de su escondite... creo que es posible que me hubiera puesto las manos encima.
-¿Conque Isabel estaba escondida? -Enrique miró con serenidad a su media hermana.
-¡Gracias a Dios que lo estaba! -clamó la reina-. No hay mujer cuya virtud esté segura cuando hay hombres así en la corte. Querido hijo, sé que no toleraréis que una conducta como esa quede impune.
-Querida madre -respondió Enrique-, no os alteréis innecesariamente. No me cabe duda de que defendisteis vuestra virtud ante ese hombre. Pero sois todavía una mujer hermosa, y no puedo culparlo del todo, ni debéis hacerlo vos por haberlo advertido. Estoy seguro de que, si consideráis con calma este asunto, llegaréis a la conclusión de que hasta el mejor de los hombres olvida a veces el honor debido al rango, cuando la belleza se lo impone.
-Estáis hablando el lenguaje de la carne -gritó la reina-. Os ruego que no lo uséis en presencia de mi hija.
-Pues entonces, me maravilla que la hayáis traído con vos para presentarme semejante agravio.
-Pero os dije que ella estaba allí.
-Que se había escondido... ¿obedeciendo a vuestros deseos, o fue alguna travesura de ella? ¿Cómo fue, eh? Dímelo tú, Isabel.
Isabel miró a su madre; no se atrevía a mentir al rey, pero al mismo tiempo, tampoco quería traicionar a su madre.
Al ver su confusión, Enrique se apiadó de ella y le apoyó la mano en el hombro.
-No te inquietes, Isabel. Estamos haciendo una tormenta en un vaso de agua.
-¿Queréis decir -chilló la reina madre- que os proponéis ignorar el comportamiento insultante de ese hombre para con un miembro de la familia real?
-Querida madre, debéis mantener la calma. Me han llegado noticias de la forma en que os excitáis ocasionalmente, y he estado pensando que podría ser aconsejable que dejarais la corte para residir en algún lugar donde sea menos probable que ocurran las cosas que os alteran. En cuanto a don Pedro Girón, como es hermano del marqués de Villena, no se trata de un hombre a quien se pueda reprender sin más ni más.
-¡Os dejáis manejar así por Villena! -vociferó la reina-. Vi-llena es importante... ¡más importante que la mujer de vuestro padre! Que ella haya sido insultada, no importa. ¡Quien lo ha hecho es el hermano del gran Villena, a quien no se debe reprender! Había pensado que Villena pesaba menos hoy en día. Pensaba que empezaba a levantarse un nuevo sol, y que ante él debíamos prosternarnos todos, para adorarlo. Pensé que desde que Beltrán de la Cueva, el más obsequioso de los hombres, se hizo amigo del rey... y de la reina... el marqués de Villena había dejado de ser el que era.
Isabel, horrorizada, tenía los ojos entrecerrados. Esas escenas le parecían amenazadoras incluso en la intimidad de su aposento. ¿Qué sucedería si, en presencia del rey su madre empezaba a gritar y a reírse?
La infanta estaba deseosa de tomar de la mano a su madre y susurrarle con tono de urgencia que pidiera permiso para retirarse; sólo la rigurosa enseñanza que había recibido pudo impedir que lo hiciera.
Enrique advirtió su aflicción; además, estaba tan ansioso como ella por poner término a la discusión.
-Creo -dijo con suavidad- que sería bueno que pensarais en regresar a Arévalo.
El tono de su voz pareció calmar a la reina, que permaneció unos segundos en silencio.
-Sí -exclamó después-, sería mejor que regresáramos a Arévalo. Allí estaba yo a salvo de la lascivia de aquellos a quienes se complace en recibir Vuestra Alteza.
-Podéis partir cuando queráis -la autorizó Enrique-, pero es mi deseo que mis dos hermanos menores permanezcan en la corte.
Sus palabras acallaron completamente a la reina.
Isabel comprendió que la habían tocado en lo vivo. Uno de los
terrores más atroces de la desatada imaginación de su madre había sido, siempre, que pudieran separarla de sus hijos.
-Tenéis mi venia para retiraros -dijo Enrique.
La reina hizo una reverencia; Isabel la imitó y, silenciosamente, las dos regresaron a sus habitaciones.
ASESINATO EN EL CASTILLO DE ORTES
Había días en que el castillo de Ortes, en Bearne, aparecía a los ojos de Blanca como una prisión y los aposentos que allí ocupaba como la celda a los ojos de un condenado.
Encerrada entre esos muros, sentía como si hubiera asesinos ocultos tras los cortinajes acechándola desde oscuros rincones.
A veces, tras haber indicado a los sirvientes que se retirasen, la reclusa se tendía sobre su cama, tensa... a la espera.
¿Se oía crujir una tabla del piso? ¿No era eso el rumor de un paso?
¿Sería mejor cerrar los ojos y esperar? ¿Qué forma tomaría? ¿La de una almohada oprimida contra su boca, la de un cuchillo que se le hundiera en el pecho?
Sin embargo, se preguntaba Blanca, ¿qué vida es esta para afe-rrarme a ella? ¿Qué esperanzas puedo tener ahora?
Tal vez siempre hubiera esperanzas. Quizá Blanca creyera que su familia se arrepentiría; que la ambición que durante tantísimos años la había dominado, despojando a sus miembros de otros sentimientos más tiernos, desaparecería milagrosamente, para no dejar lugar más que al amor y la benevolencia.
Tal vez hubiera milagros, pero de esa clase no.
Blanca vivía en calidad de prisionera de su hermana y de su cuñado. Era terrible saber que lo que planeaban era deshacerse de ella, que estaban dispuestos a matarla con tal de adueñarse de Navarra. La provincia era rica, y había muchos que miraban con ojos codiciosos esa tierra donde el trigo abundaba, donde las cosechas de vino eran generosas. Pero, ¿qué tierra merecía que por ella se desintegrara una familia, que sus miembros se convirtieran, unos frente a otros, en sórdidos criminales?
Habría sido mejor, solía pensar Blanca, que su madre jamás hubiera heredado Navarra de su padre, Carlos III.
Con frecuencia la prisionera soñaba que Carlos venía a advertirle que huyera de ese castillo sombrío. A la mañana siguiente, Blanca jamás sabía con seguridad si había soñado que lo veía o si realmente su hermano había estado con ella. Decíase que su fantasma se paseaba por las calles de Barcelona. Tal vez las almas de quienes morían asesinados anduvieran efectivamente por la tierra, advirtiendo a los que amaban que corrían un peligro similar, o tal vez procurando vengarse de sus asesinos. Pero Carlos jamás había sido vengativo. Siempre fue demasiado pacífico; de haberlo sido menos, sin duda habría conseguido agrupar eficazmente al pueblo en contra de su padre y de su madrastra, y en ese momento sería él -y no el pequeño Fernando- el heredero de la corona de Aragón. Pero los sacrificados eran siempre los pacíficos.
Blanca se estremeció. Su carácter era muy semejante al de Carlos, y se sentía como rodeaba de advertencias: como a Carlos, a ella también le llegaría el momento.
Había ocasiones en que se sentía impulsada a viajar a Aragón y hacer el intento de razonar con su padre y su madrastra, o en que pensaba en acudir a su hermana Leonor y a Gastón de Foix, el marido de ésta, para hablarles de sus sospechas.
¿Qué os ha traído ese espantoso crimen?, diría a su padre y a su madrastra. Habéis hecho de Fernando, y no de Carlos, el heredero de la corona de Aragón, pero ¿qué ha sucedido con Aragón? El pueblo murmura continuamente en contra de vosotros. No han olvidado a Carlos, y la pugna continúa. Y un día, cuando estéis próximos al fin de vuestras vidas, recordaréis al hombre que murió por orden vuestra y os acometerá un remordimiento tal que preferiríais haber muerto antes que haber cometido semejante crimen.
Y a Leonor y su marido:
Queréis quitarme del medio para que Navarra pase a vuestras manos. Vuestro deseo es que vuestro hijo Gastón sea soberano de Navarra. Oh, Leonor, escucha a tiempo mi advertencia. Recuerda lo que sucedió con Carlos. Que no sea la tierra, ni las riquezas, ni la ambición, aunque la hayáis centrado en vuestro hijo, motivo para que mancilléis vuestra alma con el asesinato de vuestra hermana.
No se podía culpar al joven Gastón como tampoco al pe-
queño Fernando. Ellos no participaban de los crímenes, aunque por ellos estuvieran sus padres dispuestos a cometerlos. Y sin embargo, ¿qué clase de hombres llegarían a ser, puesto que finalmente habrían de saber que lo que para ellos se ambicionaba había constituido motivo de crímenes? ¿No harían también ellos, como sus padres, de la ambición el rasgo dominante de su vida?
«Soy una mujer solitaria y asustada», decíase Blanca.
Sí, estaba asustada. Hacía ya dos años que vivía atemorizada. Cada día, al despertarse, se preguntaba si sería el último, cada noche dudaba de volver a ver la mañana.
Cuando llegó a Bearne, Blanca estaba frenética, buscando desesperadamente una forma de escapar.
Había tenido la sensación de no contar con ayuda alguna... hasta que recordó a Enrique, el marido que la había repudiado. Era extraño haberse acordado de él, pero... ¿en realidad lo era? Enrique tenía una ternura que en otros no se encontraba. Era un libertino, era el hombre que engañosamente le había hecho creer que se proponía conservarla en Castilla, en el momento mismo en que hacía planes para deshacerse de ella y, sin embargo, hacia él se había vuelto Blanca en su desamparo.
En aquel momento le había escrito recordándole que ambos no eran solamente ex esposos, sino también primos. ¿Recordaba él alguna vez lo felices que habían sido cuando Blanca llegó a Castilla? Ahora estaban separados y ella era una mujer solitaria, obligada a exiliarse de su hogar.
Al recordar aquella carta la prisionera vertió algunas lágrimas. Durante aquellos primeros días de su matrimonio había sido feliz. Entonces no conocía a Enrique; era demasiado joven, demasiado inexperta para creer que un hombre tan afectuoso, tan decidido a complacerla como parecía su marido, pudiera ser tan superficial, tan poco sincero, tan incapaz de sentir en realidad las profundas emociones que falsamente había expresado.
¿Cómo podría haberse imaginado, en aquella época, la tragedia que la esperaba? ¿Qué imagen podía haberse hecho de los largos años de esterilidad, cuya conclusión inevitable había sido verse desterrada a ese castillo sombrío donde la muerte acechaba, en espera del momento de descuido en que pudiera abalanzarse sobre ella?
-Hace dos años que estoy aquí -murmuró-. Dos años... espe-
rando... percibiendo la maldad... sabiendo que me han traído aquí para acabar con mi vida.
En aquella última carta frenética dirigida a Enrique, Blanca había renunciado a sus derechos sobre Navarra en favor del marido que la había repudiado, pues le pareció entonces que, desaparecida la causa de la envidia, tal vez la dejaran vivir.
Aquella carta, ¿había sido un enjuiciamiento de Enrique? ¿Blanca estaba diciéndole que si le cedía Navarra era porque estaba en Bearne, porque era una prisionera solitaria y asustada? ¿Creía aún que Enrique era un noble caballero, capaz de acudir en rescate de una mujer amenazada, por más que hubiera dejado de amarla?
-Siempre fui una estúpida -murmuró tristemente Blanca.
En Castilla, Enrique llevaba su vida alegre y voluptuosa, rodeado de sus amantes y de su mujer que, al parecer, compartía sus gustos. Qué tonta había sido Blanca al imaginar que pudiera pensar, aunque fuera fugazmente, en el peligro que corría una mujer que había dejado de interesarle desde el momento en que estuvo satisfactoriamente (desde su punto de vista) divorciado de ella, y pudo alejarla de su lado. Ninguna ayuda le llegó de Enrique. Habría sido lo mismo que no le hubiera ofrecido Navarra: él era demasiado indolente para aceptarla.
Navarra siguió, pues, siendo su herencia, la tierra codiciada por cuya causa la muerte se paseaba por el castillo de Ortes, en espera del momento propicio para asestar el golpe.
Al llegar la noche, los temores de Blanca aumentaban.
Sus doncellas la ayudaban a acostarse y dormían en el mismo aposento de ella, porque así la prisionera se sentía más tranquila.
Era imposible que no percibieran la intensidad del miedo que penetraba el lugar; Blanca sentía cómo se sobresaltaban al oír un paso, las veía levantarse de un salto cuando oían voces o pasos de alguien que llamaba a la puerta.
A Ortes llegó un mensajero, portador de una carta de la condesa de Foix a su hermana Blanca. La carta era afectuosa y hablaba de un matrimonio que la condesa procuraba arreglar
para su hermana. El desdichado episodio de Castilla no debía ser motivo para que Blanca pensara que su familia la dejaría seguir en esa vida de ermitaña.
«No me importa llevar esta vida de ermitaña», pensó Blanca. «Lo único que me importa es vivir.»
El mensajero de la condesa de Foix estaba en una de las cocinas, bebiendo un vaso de vino.
El sirviente que se lo había llevado se demoró en retirarse, hasta que llegó el momento en que quedaron a solas. Entonces el mensajero abandonó la sonrisa placentera con que había estado bebiendo su vino, para dirigirse al sirviente con el ceño fruncido en un gesto de cólera:
-¿A qué se debe esta demora? Si esto continúa tendrás que darme explicaciones.
-Señor, es que no es fácil.
-No comprendo esas dificultades, ni las comprenden otros.
-Señor, lo he intentado... una o dos veces.
-Entonces eres un chapucero y no tendremos paciencia contigo. ¿No te imaginas cuál puede ser tu destino? A ver, saca la lengua. ¡Bien! La tienes bien rosada y creo que eso es signo de salud. Y juraría que te sirve. Juraría que ha desempeñado su buen papel para atraer a las doncellas a tu cama, ¿eh? Sí, ya lo sé. Por prestarles demasiada atención has descuidado tu deber. Pero te diré una cosa: podrías quedarte sin lengua y serías muy desdichado sin ella. Y esa, amigo mío, no es más que una de las desdichas que podrían acaecerte.
-Señor, necesito tiempo.
-Has estado perdiéndolo. Te daré otra oportunidad. Debe suceder antes de las veinticuatro horas de mi partida. Me quedaré en la posada cercana, y si en veinticuatro horas no me llevan la noticia...
-No... no tendréis de qué quejaros, señor.
-Así está bien. Lléname el vaso ahora... y recuerda.
El mensajero había partido y Blanca se sintió más tranquila al ver que se alejaba.
Siempre pensaba que su hermana o su padre enviarían a alguno de sus servidores para ocuparse de ella.
Llamó a sus damas para pedirles que le trajeran su bordado. Podían trabajar un rato, les dijo.
La labor de aguja era un consuelo; le permitía creer que estaba de vuelta al pasado, cuando había sido miembro de una familia feliz: en su hogar de Aragón, cuando su madre vivía, antes de que siniestros designios cundieran en su casa, o tal vez en Castilla, en los primeros días de su matrimonio.
Durante esas horas que siguieron a la partida del mensajero sus temores fueron menos apremiantes.
Cenó en compañía de sus damas, como era su costumbre, y poco después de la comida empezó a quejarse de dolores y mareos.
Las camareras la ayudaron a acostarse y, al sentir que los dolores se hacían más violentos, Blanca comprendió.
Conque era eso. No un cuchillo en la oscuridad, ni un par de manos asesinas en torno de la garganta. Qué tontería, una vez más, haber pensado que podría ser eso, cuando había una forma más segura... la misma que había servido para Carlos. Dirían que había muerto de un cólico, o de una fiebre. Y los que dudaran de que su muerte hubiera sido natural no se molestarían en dudar del veredicto... o no se atreverían.
«Qué sea rápido, imploró. Oh, Carlos... ahora me encontraré contigo».
A la posada llegó un mensaje y, cuando fue entregado a su destinatario, éste lo leyó con calma, sin dar señal alguna de sorpresa ni de emoción.
-Volveremos al castillo -dijo a su palafrenero y ambos partieron inmediatamente hacia Ortes tan rápido como se lo permitían sus cabalgaduras.
Al llegar, hizo reunir a los sirvientes para hablar con ellos.
-Os hablo en nombre del conde y de la condesa de Foix -les dijo-. Debéis seguir con vuestras ocupaciones como si nada hubiera sucedido. Vuestra señora será sepultada sin ruido alguno y la noticia de su muerte no debe salir de estas murallas.
Una de las mujeres se adelantó para hablar.
-Quisiera deciros, señor, que temo que mi señora haya sido víctima de un cruel asesino. Estaba bien cuando nos sentamos a
comer, pero inmediatamente después se descompuso. No sé si estáis de acuerdo en que debería hacerse una investigación.
El mensajero la miró fijamente, con los pesados párpados entrecerrados. En su mirada había algo tan frío, tan amenazante, que la mujer empezó a temblar.
-¿Quién es esta? -preguntó el hombre.
-Señor, estaba al servicio de la reina Blanca, que la amaba mucho.
-Tal vez eso explique su desvarío -el tono frío e implacable transmitía una advertencia que todos los presentes percibieron-. Pobre mujer-prosiguió el mensajero-, si es víctima de alucinaciones debemos ocuparnos de que esté bien atendida.
-Señor, es histérica y no sabe lo que dice -intervino otra de las mujeres-. Sentía mucho afecto por la reina Blanca.
-Sea como fuere, habrá que atenderla... a menos que recupere la cordura. En cuanto a vosotros, no olvidéis las órdenes del conde y de la condesa. Esta lamentable noticia debe mantenerse secreta mientras no se den órdenes en sentido contrario. Si alguien las desobedece será necesario castigarlo. Ocupaos de la pobre amiga de la difunta reina y haced que entienda bien los deseos del conde y de la condesa.
Un escalofrío casi palpable recorrió a quienes lo escuchaban.
Todos comprendieron. Entre ellos se había cometido un asesinato. Su dulce señora, que a nadie había dañado y había hecho tanto bien a muchos, había sido eliminada y a ellos se les advertía que una dolorosa muerte sería la recompensa para quien se atreviera a levantar la voz en contra de sus asesinos.
Los dedos de la reina Juana jugueteaban con el pelo oscuro y brillante de su amante. Beltrán se inclinó sobre ella y, mientras se besaban, Juana advirtió que no era ella el centro de sus pensamientos, sino la brillante materialización de sus sueños.
-Amado Beltrán -le preguntó- ¿estáis contento?
-Creo, amor mío, que la vida nos trata bien.
-Qué largo camino habéis recorrido, Beltrán, desde aquel día que os miré por mi ventana y os abrí las puertas de mi alcoba. Pues bien, hay un camino a la gloria que pasa por las alcobas de los reyes. Y de las reinas, como vos muy bien habéis descubierto.
Él la besó con pasión.
-¡Combinar el deseo con la ambición, el amor con el poder! ¡Qué singular fortuna he tenido!
-También yo. Me debéis vuestra buena fortuna, Beltrán, y yo debo la mía a mi buen sentido. De modo que ya veis que puedo felicitarme más de lo que vos mismo os felicitáis.
-Tenemos la suerte de tenernos el uno al otro.
-Y de tener al rey, mi marido. ¡Pobre Enrique! Con los años va haciéndose más áspero. A veces me lo figuro como un buen perro viejo, que se va poniendo un poco obeso, un poco ciego, un poco sordo... en sentido figurado, claro... pero que sigue teniendo tan buen carácter que nunca gruñe, aunque lo descuiden o lo insulten, y siempre está dispuesto a ladrar amistosamente o a menear el rabo si se tiene una pequeña atención con él.
-Es que comprende su buena suerte, al tener una reina como vos. Sois incomparable.
Ella soltó la i isa.
-Pues empiezo a creer que lo soy. ¿Quién más habría podido ser la madre de la heredera de Castilla?
-Nuestra queridísima Juanita... ¡qué encantadora es!
-Tanto, que debemos asegurarnos de que nadie le arrebate la corona. Porque lo intentarán, mi amor. Cada vez son más insolentes. Ayer, alguien habló de ella como la Beltraneja, de manera que yo pudiera oírlo.
-¿Y os enojasteis?
-Hice alarde de virtuoso enojo, pero en mi interior estaba un poco orgullosa, sentí cierto placer.
-Se trata de un orgullo y de un placer que debemos dominar, mi muy amada. Debemos planear con miras a ella.
-Es lo que me propongo hacer. Ya me imagino el día en que la veamos ascender al trono. No creo que Enrique llegue a vivir mucho. Se entrega en exceso a un tipo de placeres que, al tiempo que lo entretienen, van privándolo de salud y de fuerza.
Beltrán se quedó pensativo.
-Me pregunto a veces -murmuró- qué pensará para sus adentros cuando oye el mote de nuestra pequeña.
-Es que no lo oye. ¿No sabéis que Enrique tiene los oídos más acomodadizos de Castilla? No conocen más rival que sus ojos, igualmente empeñados en servirle. Cuando Enrique no quiere escuchar, es sordo; cuando no quiere ver, es ciego.
-¡Si pudiéramos dar con alguna fórmula mágica que hiciera igualmente acomodadizos los ojos y los oídos de quienes lo rodean!
Juana se estremeció fingidamente.
-No me gusta ese importantísimo marqués. Demasiadas ideas dan vueltas en esa orgullosa cabeza.
Beltrán hizo un lento gesto afirmativo.
-He visto una expresión alarmante en sus ojos cuando los posa en el pequeño Alfonso y en su hermana.
-¡Oh, esos niños! Y especialmente Isabel. Me temo que los años pasados en Arévalo bajo la extravagante y piadosa tutela de esa madre loca hayan dañado mucho el carácter de la niña.
-Casi se la puede oír murmurar: «Seré una santa entre las mujeres».
-Si eso fuera todo, Beltrán, yo se lo perdonaría. Pero creo que lo que murmura es: < Seré una santa entre las... reinas.»
-Alfonso es, sin embargo, el peligro principal.
-Sí, pero me gustaría que esos dos desaparecieran de la corte. La reina viuda ya no está. ¡Qué bendición, no tener ya que verla! Ojalá se quede mucho tiempo en Arévalo.
-Oí comentar que ha caído en una profunda melancolía y que está resignada a dejar a sus hijos en la corte.
-Pues que se quede allá.
-Os gustaría desterrar a Alfonso e Isabel a Arévalo, con ella.
-Y más lejos aun. Tengo un plan... para Isabel.
-Mi astuta reina -susurró Beltrán. Juana, riendo, apoyó los labios en los de él.
-Más tarde os lo explicaré -dijo en voz muy baja.
Beatriz Fernández de Bobadilla observaba con cierto desánimo a su señora. Isabel estaba trabajando silenciosamente en su bordado, como si no tuviera conciencia de todos los peligros que la rodeaban.
En Isabel, pensaba Beatriz, había una calma poco menos que sobrenatural. Isabel creía en su destino: estaba segura de que algún día Fernando de Aragón vendría en su busca y de que Fernando correspondería exactamente a la imagen idealizada que Isabel se había hecho de él.
¡Cuánto tiene que aprender de la vida!, pensaba Beatriz.
Al compararse con Isabel, Beatriz se sentía una mujer de experiencia. Los causantes de esa sensación no eran sólo los cuatro años de ventaja que le llevaba; Isabel era una idealista y Beatriz una mujer práctica.
Esperemos, pensaba Beatriz, que no quede demasiado desilusionada.
-Ojalá tuviéramos noticias de Fernando -comentó en ese momento Isabel-. Ya soy bastante mayor y sin duda nuestro matrimonio no podrá demorarse mucho.
-Podéis estar segura -coincidió Beatriz- de que pronto se harán planes para vuestro matrimonio.
Pero, ¿será con Fernando?, se preguntó para sus adentros mientras se inclinaba sobre su labor.
-Espero que todo esté bien en Aragón -continuó Isabel.
-Allí ha habido grandes disturbios desde la rebelión en Cataluña.
-Pero ahora Carlos ha muerto. ¿Por qué el pueblo no puede conformarse y ser feliz?
-No pueden olvidar cómo murió Carlos.
Isabel se estremeció.
-Pero Fernando no tuvo nada que ver en eso.
-Es demasiado joven -asintió Beatriz-. Y ahora ha muerto Blanca. Carlos... Blanca... De los hijos que dio al rey Juan su primera mujer, Leonor es la única que vive, y ella no se interpondrá en el camino de Fernando al trono.
-Ahora es, de derecho, el heredero de su padre -murmuró Isabel.
-Sí, pero...
-¿Pero qué? -quiso saber la infanta.
-¿Cómo se sentirá Fernando... o cómo se sentiría cualquiera... al saber que para que él pudiera llegar al trono fue necesaria la muerte de su hermano?
-Carlos murió de una fiebre... -empezó a decir Isabel, pero se detuvo-. ¿No fue así, Beatriz? ¿No fue así?
-Habría sido una fiebre cornudísima -señaló Beatriz.
-Ojalá yo pudiera ver a Fernando... hablar con él... -Isabel se había detenido, con la aguja en suspenso sobre el bordado-. ¿No podría ser que Dios hubiera elegido a Fernando para ser rey de Aragón, y que por esa razón hubiera muerto su hermano?
-¿Cómo podemos saberlo? -suspiró Beatriz-. Espero que Fernando no se sienta desdichado por la muerte de su hermano.
-¿Cómo se sentiría uno si sacaran de en medio a un hermano para que uno heredara el trono? ¿Cómo me sentiría yo si eso sucediera con Alfonso? -Isabel se estremeció-. Beatriz -continuó con solemnidad-, yo no tendría deseo alguno de heredar el trono de Castilla si no me correspondiera de derecho. Jamás desearía daño alguno a Alfonso, por supuesto... ni tampoco a Enrique, para poder alcanzar yo el trono.
-Bien sé que con vos sería así, porque sois buena. Y sin embargo, ¿si el bienestar de Castilla dependiera de que fuera destronado un mal rey?
-¿Te refieres a... Enrique?
-No deberíamos hablar siquiera de estas cosas -señaló Beatriz-. Pensad si nos oyeran.
-No, no debemos hablar de ellas -aceptó Isabel-. Pero dime una cosa primero. ¿Sabes tú de algún plan para... destronar a Enrique?
-Creo que Villena puede tener algún plan así.
-Pero, ¿por qué?
-Creo que él y su tío tal vez quieran poner a Alfonso en lugar de Enrique, como rey de Castilla, para poder ellos, a su vez, gobernar a Alfonso.
-Eso sería sumamente peligroso.
-Pero tal vez yo me equivoque y no sean más que rumores.
-Confío en que te equivoques, Beatriz. Ahora que mi madre ha regresado a Arévalo, muchas veces pienso cuánto más tranquila se ha vuelto aquí la vida. Pero tal vez yo me engañe. Mi madre no podía ocultar sus deseos, sus emociones, y quizás haya otros que desean y proyectan en secreto. Tal vez haya algunos silencios tan peligrosos como la histeria de mi madre.
-¿Habéis tenido noticias de ella desde que llegó a Arévalo?
-No por ella, sino por una de sus amigas. Con frecuencia se olvida de que no estamos allá, con ella, y cuando lo recuerda se pone muy melancólica. He oído decir que cae en profundas depresiones durante las cuales expresa su temor de que ni Alfonso ni yo ciñamos jamás la corona de Castilla. Oh, Beatriz, cuántas veces pienso en lo feliz que podría haber sido si no fuéramos una familia real. Si yo fuera tu hermana, digamos, y Alfonso tu hermano, ¡qué felices podríamos haber sido! Pero desde que aprendí a hablar me repitieron continuamente: «Tú puedes ser reina de Castilla.» Eso no nos ha hecho felices, para nada. Me parece que hubiéramos estado siempre en pos de algo que nos excede... de algo que si llegáramos a poseerlo, sería muy peligroso. Oh, tú sí que debes ser feliz, Beatriz. Y no te imaginas cuánto.
-Para todos, la vida es un combate -murmuró Beatriz-. Y vos seréis feliz, Isabel. Espero estar siempre con vos para verlo, y tal vez, modestamente, contribuir a vuestra felicidad.
-Cuando me case con Fernando y me vaya a Aragón tú debes venir conmigo, Beatriz.
Beatriz sonrió con cierta tristeza. No creía que le fuera permitido seguir a Isabel a Aragón; también ella tendría que casarse. Estaba prometida a Andrés de Cabrera, un oficial de la casa del rey, y su deber sería estar dónde él estuviera, no irse con Isabel... si alguna vez Isabel se iba a Aragón.
Afectuosamente sonrió a su señora. Isabel no tenía dudas; Isabel veía su futuro con Fernando con tanta claridad como veía la labor de aguja en que en ese momento trabajaba.
-Ahí está vuestro hermano -anunció Beatriz mirando por la ventana- que vuelve de una cabalgata.
Isabel dejó su labor para correr a la ventana. Al levantar la vista, Alfonso las vio y las saludó con la mano.
Isabel le hizo señas y el infante desmontó de un salto, dejó su caballo a un mozo y entró en el palacio.
-Cómo crece -comentó Beatriz-. Es increíble que no tenga más que once años.
-Ha cambiado mucho desde que vino a la corte. Creo que los dos hemos cambiado. Y él cambió también cuando se fue nuestra madre.
Ahora, pensó Beatriz, los dos tenían el corazón más aligerado. Pobre Isabel, ¡cómo debía de haber sufrido con la madre que tenía! Por eso era tan seria para sus años.
Alfonso, con la cara arrebatada y aspecto saludable después de la cabalgata, entró en la habitación.
-Me llamaste -dijo, abrazando a Isabel. Después se volvió a saludar a Beatriz-. ¿Querías hablar conmigo?
-Yo siempre quiero hablar contigo, aunque no haya nada en particular -respondió Isabel.
-Me temía que algo hubiera andado mal -respondió Alfonso, que pareció aliviado.
-¿Quizás esperabas algo? -preguntó ansiosamente su hermana y el infante miró a Beatriz.
-No te preocupes por Beatriz -lo tranquilizó Isabel-. No tengo secretos para ella. Es como si fuera nuestra hermana.
-Sí, lo sé -asintió Alfonso-. Tú me preguntas si esperaba algo y yo te diría que siempre estoy esperando algo. Aquí siempre está sucediendo algo o está a punto de suceder. Me imagino que todas las cortes no serán como esta, ¿no?
-¿En qué sentido? -preguntó Beatriz.
-No creo que en el mundo pueda haber otro rey como Enrique. Ni una reina como Juana... ni una situación como la que se plantea con la pequeña.
-Es posible que situaciones así se hayan producido antes -murmuró Isabel.
-Vamos a tener problemas, estoy seguro -declaró Alfonso.
-Alguien ha estado hablando contigo.
-Sí, fue el arzobispo.
-¿Te refieres al arzobispo de Toledo?
-Sí -respondió Alfonso-. Últimamente, ha estado muy amable conmigo... demasiado amable.
Beatriz e Isabel intercambiaron una mirada de aprensión.
-Me demuestra un respeto que jamás me ha demostrado -continuó Alfonso-. No creo que el arzobispo esté muy satisfecho con nuestro hermano.
-No está entre las atribuciones de un arzobispo estar insatisfecho con un rey -le recordó Isabel.
-Oh, pero con este arzobispo y este rey, podría suceder -la co-rrigió Alfonso.
-He oído decir que Enrique se ha mostrado de acuerdo en una alianza entre la princesita y el hijo de Villena. Así, estaría seguro de que Villena siga siendo su amigo.
-El pueblo jamás aceptará algo así -afirmó Beatriz.
-Además -continuó Alfonso-, se hará una investigación de la legitimidad de la princesita. Si resulta que no puede ser hija del rey, entonces... me proclamarán heredero del trono -Alfonso parecía perplejo-. Oh, Isabel -continuó-, cómo quisiera que no tuviéramos que preocuparnos. ¡Qué fatigoso es! Como cuando estaba con nosotros nuestra madre. ¿Recuerdas que con cualquier motivo nos decía que debíamos tener cuidado, que debíamos hacer esto y no hacer lo otro, porque era posible que algún día heredáramos la corona? ¡Qué cansado estoy de la corona! Cómo me gustaría cabalgar y hacer lo que hacen otros muchachos. Ojalá no me sintiera siempre mirado como una persona a la que hay que vigilar. No quiero que el arzobispo venga a decirme ostentosamente que es mi gran amigo y que siempre estará cerca de mí para protegerme. Quiero elegir mis amigos y no quiero que sean arzobispos.
-Hay alguien en la puerta -advirtió Beatriz.
Cuando fue hacia ella y la abrió rápidamente se encontró con un hombre que esperaba fuera,
-Tengo un mensaje para la infanta Isabel -anunció, y Beatriz se hizo a un lado para dejarlo entrar.
Mientras el mensajero se acercaba a ella, Isabel pensaba cuánto tiempo haría que estaba allí, junto a la puerta. ¿Qué habría oído? ¿Qué era lo que habían dicho ellos?
Alfonso tenía razón. Para ellos no había paz. Vigilaban sus movimientos, espiaban todo lo que hacían. Eran las servidumbres de un candidato al trono.
-¿Queríais hablar conmigo? -preguntó.
-Sí, infanta. Os traigo un mensaje de vuestro noble hermano, el rey, que quiere que vayáis inmediatamente a su presencia.
Isabel inclinó la cabeza.
-Podéis volver donde el rey y decirle que iré sin pérdida de tiempo -respondió.
Al entrar en las habitaciones de su hermano, Isabel comprendió que la ocasión era importante.
Enrique estaba sentado y junto a él estaba la reina. De pie detrás de la silla del rey estaba Beltrán de la Cueva, conde de Le-desma, y también se encontraban presentes el marqués de Vi-llena y su tío, el arzobispo de Toledo.
Isabel se arrodilló ante el rey y le besó la mano.
-Vaya, Isabel -la saludó afectuosamente Enrique-, qué placer me da verte. ¡Con qué rapidez crece! -comentó, volviéndose a la reina Juana, quien dirigió a Isabel una amistosa sonrisa que a la infanta le pareció totalmente falsa.
-Va a ser alta, como sois vos, mi señor -respondió la reina.
-¿Qué edad tienes, hermana? -preguntó Enrique.
-Trece años, Alteza.
-Ya una mujer, entonces. Es hora de dejar los juegos de infancia y pensar en... el matrimonio, ¿verdad?
Isabel sabía que todos la miraban, y se sintió molesta al darse cuenta de que se había ruborizado levemente. ¿Se notaría la alegría que la inundaba?
Por fin llegaría el momento de unirse a Fernando. Tal vez, se conocieran, por fin, dentro de algunos días. La infanta sintió
cierta aprensión. ¿Conseguiría agradar a Fernando tanto como -estaba segura- él habría de agradarle?
Cómo corrían los pensamientos, sin obedecer a la voluntad.
-A todos nos es muy caro tu bienestar... a la reina, a mí, a mis amigos y ministros. Y hemos decidido, hermana, concertar para ti un matrimonio que te encantará por su magnificencia.
Con la cabeza inclinada, Isabel esperaba, deseando ser capaz de contener su alegría y no mostrar un regocijo indecoroso por el hecho de ser la novia de Fernando.
-El hermano de la reina, el rey Alfonso V de Portugal, ha pedido tu mano en matrimonio. Yo y mis consejeros estamos encantados con este ofrecimiento y hemos decidido que no puede menos que traer felicidades y ventajas a todos los interesados.
Isabel creyó que no había oído bien. Percibió la oleada de sangre que le inundaba el rostro y los fuertes latidos de su corazón. Durante unos segundos pensó que iba a desmayarse.
-Bien, hermana, advierto que la magnificencia de este ofrecimiento te abruma. Eres ya una joven bien parecida y digna del buen matrimonio que me complazco en brindarte.
Isabel levantó los ojos para mirar al rey, que sonreía sin mirarla. Enrique estaba al tanto de la obsesión de su hermana con la idea del matrimonio con Fernando y recordaba lo mucho que se había alterado la infanta al saber que se había dispuesto una alianza entre ella y el príncipe de Viana. Por esa razón le había hablado de manera tan formal del proyectado matrimonio con la casa real de Portugal.
En cuanto a la reina, mostraba una amplia sonrisa; ese matrimonio le convenía. Juana quería a Isabel fuera de Castilla, ya que mientras eso no sucediera, la infanta era una amenaza para la hija de la reina... Por cierto que habría preferido sacar del paso al pequeño Alfonso, pero eso habría presentado, por el momento, demasiadas dificultades. Sin embargo, la posición del infante se vería debilitada ahora, al perder el apoyo de su hermana.
De todas maneras, uno de los dos no estorbará ya, pensaba Juana.
Isabel habló lentamente, pero con claridad, y ninguno de los presentes dejó de sentirse impresionado por la calma con que se dirigió a ellos.
-Agradezco a Vuestra Alteza que haya hecho por mí tales esfuerzos, pero me parece que ha dejado de tener en cuenta un he-
cho: yo estoy ya comprometida, y tanto yo como otras personas consideramos válido ese compromiso.
-¡Comprometida! -exclamó Enrique-. Querida hermana, tienes una visión infantil de estas cosas. Para una princesa se sugieren muchos maridos, pero nada hay que comprometa en tales sugerencias.
-Sin embargo, yo soy la prometida de Fernando de Aragón, y en vista de eso, cualquier otro matrimonio es imposible.
Enrique la miró, exasperado. Su hermana parecía dispuesta a mostrarse terca, y él estaba demasiado cansado de conflictos para soportar esa situación. De haberse hallado a solas con Isabel se habría mostrado de acuerdo con ella en lo referente al compromiso con Fernando y a que debían rechazar el ofrecimiento del rey de Portugal; pero tan pronto como su hermana lo hubiera dejado, él habría seguido adelante con las negociaciones conducentes al matrimonio, dejando que alguien más se encargara de darle la noticia.
Naturalmente, no era algo que se pudiera hacer en presencia de la reina y de sus ministros.
-¡Querida Isabel! -exclamó Juana-. Es que es muy niña todavía y no sabe que no se puede rechazar a un gran rey como mi hermano cuando la pide en matrimonio. Pero tienes suerte, Isabel; serás muy feliz en Lisboa.
Los ojos de Isabel fueron de Villena al arzobispo y después, con una mirada de súplica, volvieron a Enrique, sin que ninguno de los tres le sostuviera la mirada.
-El rey de Portugal vendrá personalmente a Castilla -anunció Enrique, mientras se observaba atentamente los anillos-. Dentro de pocos días estará aquí y debes prepararte para recibirlo, hermana. Quisiera que le demuestres tu placer y tu integridad por este gran honor que te ha conferido.
Isabel se quedó de pie, muy quieta. Quería articular sus protestas, pero tenía la impresión de que la garganta se le hubiera cerrado y no le dejara salir las palabras.
Pese a toda su calma natural, a la extraordinaria dignidad que exhibía allí, en la sala de audiencias, clavados en ella los ojos de los principales ministros de Castilla, la infanta parecía un animal que buscaba desesperadamente algún medio de escapar de la trampa que ve cerrarse a su alrededor.
Isabel estaba tendida en su cama, con las cortinas corridas para poder aislarse completamente. Durante largas horas había estado rogando de rodillas y durante todo el día había repetido su plegaria.
Había hablado con Beatriz, sin que ésta pudiera hacer otra cosa que entristecerse y decirle, a manera de consuelo, que tal era el destino de las princesas.
-Habéis llegado a obsesionaros con Fernando -le señaló-. ¿Cómo podéis estar segura de que no hay otro para vos? Jamás lo habéis visto y nada sabéis de él, más que lo que os ha llegado de oídas. ¿Acaso el rey de Portugal no podría ser buen marido?
-Es que amo a Fernando. Es posible que eso te suene a tontería, pero siento como si hubiera crecido conmigo. Tal vez la primera vez que oí pronunciar su nombre necesitara yo consuelo, tal vez me haya entretenido edificando un ideal... pero dentro de mí hay algo, Beatriz, que me dice que solamente podré ser feliz con Fernando.
-Si hacéis vuestro deber seréis feliz.
-No siento que sea mi deber casarme con el rey de Portugal.
-Es hacer lo que os mande el rey, vuestro hermano.
-Tendré que irme de Castilla... separarme de Alfonso... y de ti, Beatriz. Seré la más desdichada de las mujeres en Castilla y en Portugal. Tiene que haber una salida. Estaban decididos a casarme con el príncipe de Viana, pero se murió, y fue como un milagro. Tal vez si sigo rezando se produzca otro milagro.
Beatriz movió la cabeza; no era mucho el consuelo que podía ofrecerle. Pensaba que ahora Isabel debía dejar atrás los sueños de su infancia; debía aceptar la realidad, como habían tenido que hacerlo, antes que ella, tantas princesas.
Y como Beatriz no podía ayudarla, Isabel quería aislarse y orar, pidiendo que si no era posible que se le ahorrara ese matrimonio desagradable le fueran dadas al menos las fuerzas para sobrellevarlo.
Oyó ruido en su habitación y se enderezó en la cama.
-¿Quién está ahí? -susurró.
-Soy yo, Isabel.
-¡Alfonso!
-Vine sin hacer ruido, porque no quería que nadie nos molestara. Oh, Isabel... estoy asustado.
Las cortinas de la cama se separaron e Isabel vio a su hermano. Parecía tan niño que la infanta se olvidó de su propia pena e intentó consolarlo.
-¿Qué pasa, Alfonso?
-Estamos rodeados de conspiraciones e intrigas, Isabel. Y en el centro de todo eso estoy... estoy yo. Es la sensación que tengo. Y a ti te alejarán, para que no tenga yo el consuelo de tu presencia y de tu consejo. Isabel... tengo miedo.
Ella extendió la mano y su hermano se la tomó; después se arrojó en brazos de la infanta y durante unos segundos los dos se abrazaron.
-Y me harán heredero del trono -continuó Alfonso-. Dirán que la princesita no tiene ningún derecho. Ojalá me dejaran en paz, Isabel. ¿Por qué no pueden dejarnos en paz... a mí para que sea como los demás muchachos, a ti para que te cases con quien quieras?
-Nunca nos dejarán en paz, Alfonso. Nosotros no somos como otros jóvenes. Y la razón es que nuestro medio hermano es el rey de Castilla y que mucha gente cree que la niña a quien se da por su hija no es en realidad de él. Eso significa que nosotros estamos directamente en la línea sucesoria. Hay algunos que sostienen a Enrique y a su reina... y hay otros que quieren valerse de nosotros en su disputa con el rey y la reina.
-Isabel... escapemos. Huyamos a Arévalo, a reunimos con nuestra madre.
-De nada servirá. No nos dejarían que permaneciéramos allá.
-Tal vez pudiéramos todos escaparnos a Aragón... con Fernando.
Isabel se quedó pensativa, imaginándose su llegada a la corte de Juan, el padre de Fernando, en compañía de su madre histérica y de su hermanito. En Aragón reinaba la inquietud. Hasta podría ser que Juan hubiera decidido elegir otra novia para Fernando.
Lentamente, movió la cabeza.
-Nuestros sentimientos, nuestros amores y nuestros odios... no tienen importancia, Alfonso. Debemos tratar de vernos... no como personas, sino como piezas de un juego... piezas que se mueven hacia aquí y hacia allá... según lo que sea más beneficioso para nuestro país.
-Si me dejaran en paz y no trataran de obligar al rey a que haga de mí su heredero, seguramente eso sería beneficioso para el país.
-En Castilla están sucediendo cosas terribles, Alfonso. Los caminos son inseguros; la gente no tiene protección alguna; la pobreza es mucha. Podría ser que fuera beneficioso que te hicieran rey de Castilla y se designara un regente hasta tu mayoría de edad.
-Oh, no quiero, no quiero... -gimió Alfonso-, Quiero que estemos juntos... en paz y tranquilidad. Oh, Isabel, ¿qué podemos hacer? Estoy asustado, te digo.
-No debemos asustarnos, Alfonso. El miedo no es digno de nosotros.
-Pero nosotros no somos diferentes de otras personas -gritó apasionadamente Alfonso.
-Oh, sí, lo somos -insistió Isabel-, y cometemos un error si no lo reconocemos. Nosotros no podemos acariciar sueños de tranquila felicidad; tenemos que encarar el hecho de que somos diferentes.
-Isabel, la gente que se interpone en el camino de otros que desean ascender al trono, con frecuencia muere. Carlos, el príncipe de Viana, murió. Y he oído decir que fue para abrir camino a su hermano menor, Fernando.
-Fernando no tuvo nada que ver en ese asesinato... si es que fue un asesinato -dijo lentamente Isabel.
-Fue un asesinato -aseguró Alfonso, y cruzó las manos sobre el pecho-. Dentro de mí hay algo que me dice que lo fue. Isabel, si me designaran heredero... si me hicieran rey... -furtivamente, miró por encima del hombro, e Isabel pensó en Carlos prisionero de su propio padre, sintiéndose como se sentía ahora Alfonso, mirando por encima del hombro como miraba Alfonso, furtivamente, con miedo de la codicia y de la avidez que sienten los hombres por el poder-. También estuvo la reina Blanca -prosiguió Alfonso-. Me imagino lo que habrá sentido en su último día en la Tierra. Me pregunto como se sentirá uno encerrado en un castillo, sabiendo que tiene algo que los demás desean y que sólo pueden arrebatarle dándole muerte.
-Esas son palabras disparatadas -opuso Isabel.
-Pero a ti te casan y te envían a Portugal; no estarás aquí para
ver lo que suceda. Y sé que están haciendo planes referentes a mí, Isabel. Oh... cómo quisiera no ser hijo de rey. ¿Has pensado alguna vez, Isabel, qué maravilla no ser más que el hijo de un simple campesino?
-¿Y pasar hambre? ¿Tener que trabajar sin descanso para un amo cruel?
-En la vida no hay nada tan temible -reflexionó Alfonso-como el hecho de saber que hay quienes proyectan arrebatártela. Creo que si fuera posible preguntar a la pobre reina Blanca si tal es la verdad, lo confirmaría. Yo lo sé, fíjate, Isabel... Porque... en los ojos de los hombres que me miran he leído lo que piensan. Lo sé. Y a ti te apartan de mí porque te temen. Me quedaré sin un solo amigo, Isabel, porque aunque el arzobispo me dice que me ama, y lo mismo hace el marqués de Villena, no confío en ellos. Tú eres la única de quien me siento seguro.
Isabel estaba profundamente conmovida.
-Hermanito -declaró, como si sacara fuerzas y determinación de las melancólicas palabras de Alfonso-, no iré a Portugal. Ya encontraré manera de evitar ese matrimonio.
Al mirarla y ver la resolución pintada en su rostro, Alfonso empezó a creer que cuando Isabel tomaba una decisión, derrotarla era imposible.
Después que su hermano se hubo separado de ella, una inspiración asaltó a Isabel.
Comprendió que necesitaba consejo. Debía descubrir si era inevitable que tuviera que aceptar el matrimonio con alguien de la casa de Portugal o si había alguna manera de salir de esa situación.
Pese a su juventud y a su escaso conocimiento de las leyes del país, la infanta sospechaba que el rey y sus adictos intentaban empujarla precipitadamente a ese matrimonio, y si las cosas eran en verdad así, alguna razón debían de tener para tanta prisa.
Isabel seguía creyendo que su felicidad residía en ese matrimonio que había capturado su imaginación de niña, cuando hizo de Fernando su ideal; pero además el sentido común le decía que una boda para unir Castilla y Aragón podría traer los mayores beneficios a España. Durante la rebelión de Cataluña había habido roces entre Castilla y Aragón, e Isabel empezaba a darse cuenta de que una de las razones de que los moros siguie-
ran gobernando aún gran parte de España eran las rencillas y la desunión entre los españoles.
Si se unían, podrían derrotar a los infieles. La lucha entre ellos los debilitaba. ¡Cuánto más satisfactorio sería que los españoles se unieran para combatir a los moros, en vez de pelear entre ellos!
Por ende, un matrimonio entre príncipes de Castilla y Aragón debía ser una grandísima ventaja para España, e Isabel creía que la unión de ella y de Fernando sería el primer paso conducente a expulsar a los moros del país. Por consiguiente, ese matrimonio debía tener lugar.
Isabel estaba segura de que el príncipe de Viana había encontrado la muerte por decisión divina. Posiblemente el medio habría sido un caldo o un vino envenenado, pero ¿quién osaría poner en duda los designios de la Providencia? Dios había decidido que Aragón fuera para Fernando. ¿Habría decidido también que Isabel fuera para Fernando?
Dios se inclinaba más a tener en cuenta a los que intentaban valerse por sí mismos, porque eran más dignos de Su apoyo, que a quienes aceptaban ociosamente cualquier destino que sobre ellos se abatiera.
Por eso, Isabel tomó la decisión de que se empeñaría con todas sus fuerzas en hacer algo para eludir la boda con Alfonso V de Portugal.
Y no sólo tenía que pensar en sus propios deseos. Su hermano Alfonso la necesitaba. Había quienes lo consideraban como el heredero del trono, pero para Isabel era su hermanito asustado. Su padre había muerto, su pobre madre desequilibrada estaba aislada del mundo. ¿Quién, si no su hermana Isabel, había de cuidar del pequeño Alfonso?
Pero los dos eran niños y estaban en medio de una corte acosada por los conflictos. En una corte así, pensaba Isabel, lo difícil es saber quiénes son amigos y quiénes enemigos. ¿En quién podía confiar, a no ser en Beatriz? Isabel sentía crecer en ella la prudencia; comprendió que la única manera de estar segura del partido que tomaba la gente era considerar los intereses y motivos que los movían.
Sabía que el deseo del rey y de la reina era que ella, Isabel, se alejara del país, y la razón era obvia. Se habían dado cuenta de
que las diferencias de opinión respecto de los derechos al trono que asistían a la hijita de la reina podían llevar al país a la guerra civil; de ahí que quisieran sacar del paso a los rivales de la princesita. Todavía no podían deshacerse de Alfonso, porque hacerlo sería un paso demasiado drástico, pero ¡qué fácil era desplazar a Isabel encaminándola por la senda de un matrimonio que la apartara elegantemente del teatro de la acción!
El marqués de Villena se oponía al matrimonio de Isabel con Fernando por razones muy personales: buena parte de las propiedades que detentaba habían pertenecido antes a la Casa de Aragón y el marqués sospechaba que si Fernando llegaba a tener influencia en Castilla, encontraría algún medio de despojar de tales propiedades al marquesado de Villena para restituirlas a sus antiguos poseedores.
En Castilla había, sin embargo, una persona de quien Isabel creía que habría de respaldar su matrimonio con Fernando. Se trataba de don Federico Enríquez, almirante de Castilla y padre de la ambiciosa Juana Enríquez, la madre del propio Fernando.
Sería natural que el almirante apoyara el matrimonio entre su nieto y alguien a quien apenas unos cortos pasos separaban del trono de Castilla.
No cabía dudar, por ende, de hacia dónde se orientarían las simpatías del almirante, e Isabel sabía que si en ese momento había en Castilla alguien que pudiera ayudarla era ese hombre.
La infanta había aprendido la primera lección de arte del estadista.
Mandaría llamar a Federico Enríquez, almirante de Castilla y hombre de gran experiencia; él podría decirle con exactitud en qué situación se hallaba respecto del proyectado casamiento con Alfonso de Portugal.
En el amplio recinto iluminado por un centenar de antorchas que proyectaban sombras sobre las paredes cubiertas de tapices, Isabel se acercó a rendir homenaje a su visitante, el rey de Portugal.
Mantuvo la cabeza alta mientras se adelantaba hacia el estrado donde estaban sentados los dos reyes, y aunque sentía
que el corazón le latía tumultuosamente y amenazaba con subírsele a la garganta y sofocarla, consiguió mantener cierta serenidad.
«Yo soy para Fernando y Fernando es para mí», seguía diciéndose en ese momento, como había estado diciéndoselo mientras sus damas de honor la preparaban para la entrevista.
Enrique la tomó en sus brazos y la estrechó contra su ropaje de ceremonia, perfumado y recamado de joyas. La llamó «nuestra queridísima hermana», y le sonrió con un afecto que la mayoría de las personas habrían considerado auténtico.
La reina Juana exhibía una belleza resplandeciente y, como era de esperar, tras los asientos del rey y de la reina estaba Bel-trán de la Cueva, sobriamente apuesto, deslumbrante en su atuendo y... triunfante.
Cuando vio al hombre a quien deseaban convertir en su marido, Isabel se estremeció.
Desde sus trece años, le pareció muy viejo y de una fealdad repulsiva.
No, no, se decía la infanta. Si me obligan, tomaré un cuchillo y me mataré, antes que someterme.
Pese al tumulto de sus pensamientos consiguió que la mano no le temblara al ponerla en la del rey de Portugal.
Un tanto vidriosos, los ojos del visitante se posaron en ella: joven, virgen, los ojos resplandecientes de inocencia. Un bocado delicioso, pensaba el rey de Portugal, y además, no era improbable que esa niña trajera consigo una corona.
En Castilla había complicaciones. ¡Esa perversa Juana! ¿En qué se había metido? El rey lo imaginaba. Y el tal Beltrán de la Cueva era hombre tan apuesto que tampoco se la podía culpar demasiado, aunque Juana debería haber dispuesto las cosas de manera que no despertaran sospechas. Pero, ¿por qué habría él de lamentarlo? Era muy posible que esa deliciosa muchacha fuera un día la heredera de Castilla. Tenía un hermano menor, pero Alfonso podía perder la vida en alguna batalla, ya que indudablemente se avecinaban batallas en Castilla. ¿Y la pequeña Juana? Oh, las posibilidades de Isabel eran bastante considerables.
Los ojos de Isabel se encontraron con los del visitante y la infanta se estremeció. Los labios del rey estaban un poco húmedos, como si de sólo verla la boca se le hiciera agua.
Aunque toda ella era un clamor de protesta, Isabel devolvió respetuosamente la sonrisa a su hermano, a la reina y al hermano de ésta, que evidentemente no experimentaba ninguna aversión ante la idea de hacer de ella su esposa.
-Nuestra Isabel está abrumada de júbilo ante la perspectiva que se abre para ella -declaró Enrique.
-La emoción apenas si la ha dejado dormir desde que la hemos puesto en conocimiento de su buena suerte -agregó la reina.
-Tiene plena conciencia del honor que le hacéis -prosiguió Enrique-, y ahora que os ha visto, estoy seguro de que estará tanto más ansiosa de que la boda se realice. ¿No es así, hermana?
-Alteza -preguntó con seriedad Isabel-, ¿no consideraríais indecoroso que una joven hable de su matrimonio antes de haberse comprometido?
-Isabel ha tenido una educación muy cuidadosa -explicó Enrique, riendo-. Antes de reunirse con nosotros aquí, en la corte, llevó la vida de una monja.
-No conozco educación mejor -aseguró Alfonso V de Portugal, cuyos ojos no dejaban de recorrer a Isabel, de manera que la infanta tuvo la sensación de que estaba ya imaginándosela en muchas situaciones diferentes, todas de una intimidad de la que ella sólo tenía una idea muy vaga.
-Mi querida Isabel -expresó la reina-, vuestro hermano y yo no seremos tan estrictos con vos como lo fue vuestra madre en Arévalo. Os permitiremos que bailéis con el rey de Portugal y ambos podréis haceros amigos antes de que él os lleve consigo de vuelta a Lisboa.
En ese momento Isabel se obligó a hablar.
-No podemos todavía cortar con que haya acuerdo para el compromiso -dijo en voz tan pita y clara como para que pudieran oírla los cortesanos presente» en la habitación que se hallaban más próximos al grupo rea!
Enrique la miró sorprendido, su mujer enojada, el rey de Portugal estupefacto, pero Isabel continuó, audazmente:
-Sé que no habéis olvidado que, en mi condición de princesa de Castilla, mi compromiso no puede celebrarse sin consentimiento de las Cortes.
-El rey ha dado su consentimiento -se apresuró a intervenid Juana.
-Eso es verdad -admitió Isabel-, pero, como bien sabéis, es esencial que lo den también las Cortes.
-El rey de Portugal es mi hermano -le recordó orgullosa-mente Juana- y por consiguiente podemos prescindir de la formalidad habitual.
-Yo no puedo avenirme a un compromiso que no cuente con el consentimiento de las Cortes -afirmó Isabel.
Lo que le confirmó cuánta razón había tenido el anciano almirante al asegurarle que la única manera en que el rey y la reina podían atreverse a casarla era hacerlo a toda prisa, antes de que las Cortes hubieran tenido tiempo de recordarles que también ellas debían intervenir en el asunto, no fue la cólera y la sorpresa que leyó en el rostro de la reina y en el del rey de Portugal, sino la expresión de fatigada derrota que se pintó en el de Enrique.
Además, había agregado el almirante, era muy improbable que las Cortes dieran su consentimiento para el matrimonio de Isabel con el hermano de la reina. El pueblo no sentía gran amor por Juana; siempre habían considerado indecorosa su ligereza y ahora, próximo a estallar el escándalo provocado por la dudosa paternidad de su hijita, la culparían más que nunca.
Las Cortes jamás darían su aprobación a un matrimonio repugnante para Isabel, su princesa, y tan deseado por el rey, débil y lascivo, y por su mujer, no por menos débil menos lasciva.
Cuando Isabel se retiró de la cámara de audiencias sabía que había sembrado la consternación en el corazón de dos reyes y una reina.
¡Qué acertado había estado el almirante de Castilla! La infanta había aprendido una valiosa lección y una vez más dio las gracias a Dios, que la guardaba para Fernando.
FUERA DE LAS MURALLAS DE AVILA
Una brillante procesión cabalgaba hacia el norte, en dirección al río Bidasoa, limítrofe entre Castilla y Francia y, como lugar de reunión, próximo a la ciudad de Bayona.
En el centro de la comitiva cabalgaba Enrique, rey de Castilla, todo él reluciente de joyas, rodeado por su guardia, deslumbrante en sus coloridos uniformes.
Los cortesanos habían hecho todo lo posible para rivalizar en esplendor con su rey, aunque, excepción hecha de Beltrán de la Cueva, ninguno lo había conseguido. Pese a ello, la esplendidez era la característica del grupo que se había reunido para ir al encuentro del rey Luis XI de Francia, sus cortesanos y sus ministros.
La reunión había sido combinada por el marqués de Villena y el arzobispo de Toledo, con el propósito de zanjar las diferencias entre los reyes de Castilla y de Aragón.
Al plantearse el conflicto entre Cataluña y Juan de Aragón, con motivo del tratamiento que este último daba a su hijo mayor, Carlos, príncipe de Viana, Enrique de Castilla había enviado cierta cantidad de hombres y de fuerzas en ayuda de los catalanes. Ahora, Villena había decidido que debía reinar la paz, y que el rey de Francia debía actuar como mediador en la reconciliación.
Villena y el arzobispo tenían sus razones para disponer semejante reunión entre ambos monarcas. La entrevista respondía a los deseos de Luis, y los dos estadistas, profundamente respetuosos de los talentos del rey galo, habían aceptado de él ciertos favores, en retribución de los cuales no debían mostrarse indiferentes ante los deseos del monarca mientras se hallaran en la corte de su propio señor.
Luis estaba ansioso por tener voz en los asuntos de Europa.
Decidido a hacer de Francia el centro de la política del Continente y el más poderoso de los países, consideraba necesario, por consiguiente, no perder oportunidad de entrometerse en los asuntos de sus vecinos si al hacerlo podía reforzar la posición de Francia.
Le interesaban los asuntos de Aragón porque habían prestado al rey de esa provincia la suma de trescientas cincuenta mil coronas, tomando como garantía del préstamo las regiones del Rose-llón y la Cerdaña. Si debía haber paz entre Castilla y Aragón, Luis estaba ansioso de que fuera lograda sin perjuicio para Francia. Por esa razón, tenía «pensionados» -tales como Villena y el arzobispo de Toledo- en todos los países en que conseguía establecer alguno.
Luis estaba en la flor de la edad, ya que habían pasado poco más de tres años desde que ascendiera al trono, a los treinta y ocho, y estaba ya superando los estragos de la Guerra de los Cien Años. Sabía que Enrique era un hombre débil, que sus desatinos iban en aumento a medida que pasaban los años, y no podía menos de creer que, en una conferencia, le sería fácil sacarle ventaja, y tanto más cuanto que el rey de Castilla tenía como principales asesores a dos hombres ávidos de que él, Luis XI de Francia, les untara las manos.
Cuando Luis y Enrique se encontraron, entre sus comitivas se encendió inmediatamente la hostilidad.
Enrique, magníficamente ataviado y en compañía de un grupo realzado por el resplandor del brocado de oro y los destellos de las joyas, formaba un extraño contraste con la vestimenta sombría del rey de Francia.
Luis no había hecho concesión alguna a la ocasión, y llevaba las ropas que acostumbraba usar ordinariamente. Le divertía mostrarse como el menos conspicuo de los franceses, de modo que sus preferencias se inclinaban por una gastada chaqueta con forro de pana. Era evidente que el sombrero que llevaba le había servido tan bien y durante tantos años como cualquiera de sus seguidores, y la pequeña imagen de la Virgen con que lo adornaba no era, como podría haberse esperado, de diamantes ni de rubíes, sino de plomo.
Entre los franceses se cruzaron miradas burlonas al ver el atuendo de los castellanos; se oyeron risas y exclamaciones ahogadas:
-¡Qué ostentación! ¡Presumidos!
También los castellanos expresaron su disgusto de los franceses, preguntándose entre ellos si no habría habido algún error que hubiera llevado al rey de los mendigos, y no al rey de Francia, a acudir al encuentro de Enrique.
Los ánimos estaban caldeados y se produjo más de una disputa.
Entretanto, también los reyes se medían recíprocamente, sin que ninguno de ellos quedara muy impresionado.
Luis anunció sus condiciones para la paz, que no eran del todo favorables para Castilla. Por su parte, Enrique, siempre ansioso de seguir la línea que le exigiera menor esfuerzo, no deseaba más que una cosa: terminar de una vez con la conferencia y poder regresar a Castilla.
Entre su comitiva se elevaron murmullos de descontento.
-¿Por qué se permitió que nuestro rey hiciera semejante viaje? -se preguntaban entre sí los hombres-. Es casi como si tuviera que rendir homenaje al rey de Francia y aceptar por bueno su juicio. ¿Y quién es el rey de Francia? No es más que un prestamista, y ávido de beneficios, para el caso.
-¿Quién dispuso esta conferencia? ¡Vaya pregunta! El marqués de Villena, naturalmente, y ese pícaro de su tío, el arzobispo de Toledo.
Durante el viaje de regreso a Castilla el asesor de Enrique, el arzobispo de Cuenca, y el marqués de Santillana, jefe de la poderosa familia Mendoza, se acercaron al rey para implorarle que lo pensara dos veces antes de dejarse arrastrar de nuevo a tan humillantes negociaciones.
-¡Humillantes! -protestó Enrique-. Pero yo no considero que mi reunión con el rey de Francia haya sido humillante.
-Alteza, el rey de Francia os trata como a un vasallo -señaló Santillana-. No es prudente que tengáis demasiados tratos con él; es zorro viejo y astuto, e imagino que estaréis de acuerdo en que la conferencia ha sido de poco beneficio para Castilla. Y hay otra cosa, Alteza, que no debéis ignorar: que quienes prepararon esta reunión están al servicio del rey de Francia, al tiempo que fingen estarlo de Vuestra Alteza.
-Una acusación así es grave y peligrosa.
-La situación es peligrosa, Alteza. Estamos seguros de que el
marqués y el arzobispo están en connivencia con el rey de Francia. Hay quien ha oído conversaciones entre ellos.
-Es algo que se me hace difícil creer.
-¿No fueron ellos quienes prepararon esta conferencia? -preguntó Cuenca-. ¿Y qué ventajas han resultado de ella para Castilla?
Enrique lo miró, perplejo.
-¿Sugerís que los haga venir a mi presencia y que los enfrente con sus propias villanías?
-Negarían la acusación, Alteza -intervino Santillana-. Con eso no bastaría para hacerles hablar de verdad. Pero podemos traeros testigos, Alteza. Estamos seguros de que no nos equivocamos.
Enrique miró primero a su antiguo maestro, el obispo de Cuenca, después al marqués de Santillana. Los dos eran hombres de absoluta confianza.
-Lo pensaré -les prometió. Al ver que se miraban con desánimo, agregó-: Es un asunto de gran importancia y creo que, si estáis en lo cierto, no debo seguir haciendo a esos hombres depositarios de mi confianza.
El arzobispo de Toledo entró como una tromba en las habitaciones de su sobrino.
-¿Habéis oído lo mismo que yo? -le preguntó.
-Por vuestra expresión, tío, infiero que os referís a nuestra destitución.
-¡Nuestra destitución! Es una ridiculez. ¿Qué hará Enrique sin nosotros?
-Cuenca y Santillana lo han persuadido de que ellos pueden sustituirnos adecuadamente.
-Pero, ¿por qué... por qué...?
-Porque se opone a nuestra amistad con Luis.
-¡Qué estúpido! ¿Por qué no habríamos de escuchar a Luis antes de dar consejo a Enrique?
Villena sonrió ante la furia de su tío.
-Es un error común entre los reyes -murmuró-, y tal vez no sólo entre los reyes, insistir en que quienes los sirven no deben servir al mismo tiempo a otro.
-¿Y piensa acaso que hemos de someternos mansamente a este... este insulto?
-Si tal piensa, es más tonto de lo que creíamos.
-¿Qué planes tenéis, sobrino?
-Convocar una coalición, proclamar que la Beltraneja es ilegítima, erigir a Alfonso en heredero del trono... o...
-Sí, sobrino. O... ¿qué?
-No lo sé todavía. Depende de la medida en que el rey mantenga esa actitud de intransigencia. Puedo imaginar circunstancias en las que fuera necesario destituirlo para poner en su lugar un nuevo rey. Entonces, naturalmente, haríamos que el pequeño Alfonso ocupara el trono de Castilla.
El arzobispo asintió con una sonrisa. Como hombre de acción estaba impaciente por ver la realización de los planes.
Villena le sonreía.
-Todo a su tiempo, tío -le advirtió-. Este asunto es delicado y Enrique tendrá quien le dé apoyo. Debemos actuar con cuidado; pero no temáis: Enrique siempre escucha consejos y actuará. Sin embargo, desplazar a un rey para entronizar a otro es siempre una operación peligrosa. En situaciones así se generan las guerras civiles. Primero pondremos a prueba a Enrique. Antes de deponerlo, veremos si podemos llevarlo a una actitud razonable.
Colérica, la reina Juana se paseaba de un lado a otro por las habitaciones reales.
-¿Qué están haciendo vuestros ex ministros? -interpeló a Enrique-. Ya era hora de que los destituyerais de sus cargos. ¿O es que no veis que están en contra de nosotros? Intentan haceros a un lado y poner en vuestro lugar a Alfonso. Oh, fue una locura no obligar a Isabel a que se fuera a Portugal; allí, por lo menos, no nos habría estorbado. ¿Cómo sabemos qué es lo que aconseja a su hermano? Podéis estar seguro de que le repite las doctrinas de su madre, la loca. Esa muchacha está preparando a Alfonso, repitiéndole que él debe ser el heredero del trono.
-Pero no pueden hacer eso... ¡no pueden hacerlo! -gimió Enrique-. ¿Acaso no tengo yo mi propia hija?
-Claro que tenéis vuestra hija, la hija que yo os di. Y no había en Castilla muchas mujeres que pudieran haberlo conseguido.
Mirad vuestros intentos y vuestros fracasos con vuestra primera esposa. Pero ahora tenéis vuestra hija, nuestra pequeña Juana, que seguirá siendo la heredera del trono. No debemos aceptar a Alfonso.
-No -asintió el rey-. Está la pequeña Juana, que es mi heredera. En Castilla no hay ninguna ley que impida a una mujer ceñirse la corona.
-Entonces, debemos ser firmes. Uno de estos días, Villena caerá bajo el hacha del verdugo, y se llevará consigo a ese viejo bribón del arzobispo. Entretanto, debemos mantenernos firmes.
-Nos mantendremos firmes -le hizo eco Enrique, pero con incertidumbre.
-Y no olvidar quiénes están dispuestos a seguir firmes a nuestro lado.
-Oh, sí... ojalá hubiera más gente dispuesta a seguir firme junto a nosotros. Ojalá no fuera necesario librar esta lucha.
-Seremos fuertes. Pero asegurémonos de la fuerza de nuestros leales defensores. No dejemos de expresarles nuestro agradecimiento. Les estáis agradecido, ¿no es verdad, Enrique?
-Sí que lo estoy.
-Entonces, debéis demostrar vuestra gratitud.
-¿Acaso no lo hago?
-No en medida suficiente.
Enrique parecía sorprendido.
-Está Beltrán -prosiguió la reina-. ¿Qué honores ha recibido? ¡Ser conde de Ledesma! ¿Qué es eso para alguien que ha trabajado resuelta y devotamente con nosotros... y para nosotros? Alguien a quien debemos estar por siempre agradecidos... Debéis ofrecerle más honores.
-Esposa mía, ¿qué sugerís?
-Que lo hagáis maestre de Santiago.
-¡Maestre de Santiago! Pero... ése es el mayor de los honores. Se vería colmado de rentas y propiedades. ¡Si hasta tendría en sus manos la fuerza armada más poderosa del reino!
-¿Y pensáis que es demasiado?
-¿Lo que pienso yo, querida mía? Será el pueblo quien piensa que es demasiado.
-¿Vuestros enemigos?
-Es necesario aplacar a nuestros enemigos.
-¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Siempre habéis sido un cobarde! Os irritáis con vuestros enemigos, y olvidáis a los amigos.
-Dispuesto estoy a concederle honores, reina mía. Pero hacerlo maestre de Santiago...
-Es demasiado... ¡demasiado para vuestro amigo! Preferiríais hacerlo por vuestros enemigos.
La reina, con las manos apoyadas en las caderas, se rió de Enrique.
Ahora, se pondría de nuevo a pasear por la habitación. Una vez más, empezaría con esa diatriba que tantas veces había oído ya el rey. Que era un cobarde; que se merecía el destino que le esperaba; que cuando lo despojaran del trono se acordaría de que había hecho escarnio del consejo de ella; que aplacaba a sus enemigos y a quienes -como Beltrán de la Cueva- lo servían con todos los medios a su alcance los olvidaba.
Enrique levantó los brazos como para protegerse del diluvio de acusaciones.
-Bueno, basta -suspiró-. Que así sea. Concederemos a Beltrán el título de maestre de Santiago.
La nueva facción se había rebelado. Ya era bastante humillante, decían, verse obligados a sospechar de la legitimidad de la heredera del trono, pero ver que el rey olvidara su dignidad en tal medida que empezaba a acumular honores sobre el hombre a quien se consideraba generalmente como el padre de la princesita era intolerable.
Castilla oscilaba al borde de la guerra civil.
Los rebeldes entraron en Valladolid, y varios miembros del partido de confederados de Villena declararon que pondrían la ciudad en contra del rey. Sin embargo, aunque deploraran la debilidad de su rey, los ciudadanos de Valladolid no estaban dispuestos a aliarse con Villena y expulsaron a los intrusos. Pero cuando, mientras se dirigía a Segovia, escapó por un pelo de ser secuestrado por los confederados, Enrique se alarmó muchísimo. Él, que por nada se había esforzado tanto como por evitar las complicaciones, se encontraba ahora en medio de ellas.
Recibió una carta de Villena donde el marqués se manifestaba
apenado de que sus enemigos se hubieran interpuesto entre ellos. Si el rey accediera a verlo, y con él a los jefes de su partido, Villena haría todo lo que estuviera a su alcance por poner término a las contiendas que amenazaban con llevar al país a la guerra civil.
El rey deploraba haber perdido el asesoramiento de Villena; el marqués había sido junto a él el hombre fuerte que jamás podría ser Beltrán. Beltrán era encantador, y su compañía placentera, pero lo que necesitaba Enrique para apoyarse era la fuerza de Villena, de modo que cuando recibió el mensaje se sintió ansioso de volver a ver a su ex ministro.
Encantado al ver el giro que tomaban los acontecimientos, Villena se encontró con Enrique. Lo acompañaba su tío el arzobispo y también el conde de Benavente.
-Alteza -expresó Villena cuando todos estuvieron reunidos-, la Comisión que ha sido designada para comprobar la legitimidad de la princesa Juana tiene graves dudas de que la niña sea vuestra hija. En vista de ello, consideramos prudente que vuestro medio hermano Alfonso sea proclamado vuestro heredero. Vos mismo, debéis renunciar a vuestra guardia y llevar una vida más cristiana. Beltrán de la Cueva debe ser despojado del título de maestre de Santiago y, finalmente, vuestro medio hermano Alfonso debe serme confiado, para que pueda ser yo su guardián.
-Es demasiado lo que me pedís -contestó tristemente Enrique-. Demasiado.
-Alteza -lo apremió Villena- sería prudente de vuestra parte que aceptarais nuestros términos.
-¿Cuál es la alternativa? -preguntó Enrique.
-Mucho me temo que la guerra civil, Alteza.
Enrique vaciló. Era muy fácil aceptar, pero luego tendría que hacer frente a la furia de Juana, determinada a que su hija se ciñera la corona. Entonces, astutamente, Enrique ideó una manera de complacer tanto a la reina como a Villena.
-Consiento -declaró- en que Beltrán de la Cueva sea el privado del cargo de maestre de Santiago, y en que vos seáis el guardián de Alfonso. Que sea, pues, proclamado heredero del trono, pero con una condición.
-¿Cuál es la condición? -interrogó Villena.
-Que contraiga matrimonio, en su momento, con la princesa Juana.
Villena quedó atónito. ¡Que el heredero del trono se casara con la hija ilegítima del rey! Bueno, si lo pensaba, la sugerencia no estaba mal. Siempre habría quien afirmara que la Beltraneja había sido falsamente tachada de bastarda, y habría también quienes, en busca de una causa que les permitiera perturbar el orden, abrazaran la de ella. Además, pasarían todavía algunos años hasta que la princesita tuviera edad para casarse. Llegado ese momento, si era necesario, se podría pensar en algún otro arreglo.
-No veo para ello inconveniente alguno -aceptó Villena.
Enrique se quedó satisfecho con su pequeño esfuerzo diplomático; ahora le sería más fácil enfrentarse con la reina.
Sentado a los pies de su hermana, Alfonso la miraba mientras Isabel se dedicaba a su bordado. Con ellos estaba Beatriz Fernández de Bobadilla.
Últimamente, para el infante se había hecho habitual pasar largas horas en las habitaciones de su hermana.
Pobre Alfonso, cavilaba Isabel; ya tiene edad suficiente para entender las intrigas que dividen a la corte y sabe que en el centro de ellas se encuentra él, mucho más que yo.
-Alfonso -le dijo-, no estéis tan pensativo, que no os hace bien.
-Es que tengo la sensación de que no me permitirán permanecer aquí mucho tiempo.
-¿Por qué habrían de llevaros? -terció Beatriz-. Saben que aquí estáis seguro.
-Es posible que no les interese tanto mi seguridad.
-Os equivocáis en eso -observó Isabel-. Sois muy importante para ellos.
-Ojalá fuéramos una familia más normal -suspiró Alfonso-. ¡Por qué no habremos sido todos hijos de la primera mujer de nuestro padre! Creo que entonces Enrique nos habría amado como vos y yo nos amamos, Isabel, ¡Por qué no habrá tomado Enrique una esposa con mayores condiciones de reina, que le diera muchos hijos sobre cuya paternidad no se planteara duda alguna!
-Vos queréis que todos sean perfectos en un mundo perfecto -comentó Beatriz con una sonrisa.
-No, perfectos no... normales, simplemente -la corrigió tristemente Alfonso-. ¿Sabéis que los jefes de la confederación se reúnen hoy con el rey?
-Sí -asintió Isabel.
-Me pregunto qué será lo que decidan.
-Pronto lo sabremos -conjeturó Beatriz.
-Esos confederados -prosiguió Alfonso- me han elegido... ¡a mí...! como figura decorativa. Yo no quiero ser parte de la confederación. Lo único que quiero es quedarme aquí y disfrutar de mi vida. Quiero salir a caballo, practicar esgrima y sentarme de vez en cuando con vosotras dos, a conversar... y no de cosas desagradables, sino de algo grato y placentero.
-Pues hagámoslo -aceptó Isabel-. Podemos hablar ahora de algo grato y placentero.
-¿Cómo podríamos hacerlo -interrogó apasionadamente Alfonso-, cuando jamás podemos estar seguros de qué es lo que está por suceder?
Se hizo un silencio.
Qué pena, pensaba Isabel, que los príncipes y las princesas no puedan ser siempre niños. Qué pena que tengan que crecer y que tantas veces sean centro de peleas y rivalidades.
-¿Tanto odia la gente a Enrique? -volvió a preguntar Alfonso.
-En el pueblo hay descontentos -respondió Beatriz.
-Y tienen razón para estarlo -opinó Isabel, con cierta vehemencia-. He oído decir que no es seguro viajar por el campo sin tener escolta armada. Es algo terrible; es una indicación del estado de corrupción en que está cayendo el país. Me han dicho que secuestran a los viajeros para pedir rescate por ellos, y que hay incluso familias nobles que han accedido desvergonzadamente a tan infame comercio.
-Está la Hermandad, que fue establecida para restaurar la ley y el orden -le recordó Beatriz-. Esperemos que cumpla bien con su misión.
-Hace lo que puede -señaló Isabel-, pero su fuerza es todavía pequeña y las villanías se mantienen en todo el país. Oh, Alfonso, qué lección es esto para nosotros. Si alguna vez hubiéramos de vernos llamados a reinar debemos hacerlo con absoluta
justicia. Nunca debemos tener favoritos; debemos dar buen ejemplo y no ser jamás extravagantes en nuestras exigencias personales; debemos agradar siempre a nuestro pueblo, al tiempo que ayudamos a que todos sean buenos cristianos.
Un paje había entrado en la estancia.
Se inclinó ante Isabel y dijo que el marqués de Villena y el arzobispo de Toledo se encontraban abajo y que pedían ser recibidos por el infante Alfonso.
Alfonso miró con ansiedad a su hermana. Sus ojos expresaban una súplica: quería decir que no podía recibirlos, ya que ésos eran los hombres a quienes temía más que a ningún otro y el hecho de que hubieran venido a verlo lo llenaba de terror.
-Debéis recibirlos -le aconsejó Isabel.
-Pues entonces lo haré aquí -respondió Alfonso, casi desafiante-. Traedlos ante mí.
Con una reverencia el paje se retiró y Alfonso, presa del pánico, se volvió hacia su hermana.
-¿Qué es lo que quieren de mí?
-No lo sé yo más que vos.
-Vienen directamente de su audiencia con el rey.
-Alfonso -le dijo con seriedad Isabel-, tened cuidado. No sabemos qué es lo que van a sugerir, pero recordad esto: no podéis ser rey mientras Enrique viva. Enrique es el verdadero rey de Castilla; estaría mal que os pusierais a la cabeza de una facción que intente reemplazarlo. Eso significaría la guerra y vos estaríais del lado de la causa injusta.
-Isabel... -al muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas que no se atrevió a derramar-. Oh, ¡por qué no nos dejan en paz! ¿Por qué nos atormentan de esta manera?
Isabel podría haberle respondido. Porque a sus ojos, podría haberle dicho, no somos seres humanos; somos maniquíes colocados a mayor o menor distancia del trono. Ellos quieren el poder e intentan obtenerlo por mediación de nosotros.
Pobre, pobre Alfonso, más vulnerable incluso que ella.
En ese momento, el paje hacía entrar al marqués de Villena y al arzobispo de Toledo, que dieron la impresión de quedarse pasmados ante la presencia de Isabel y de Beatriz, pero Alfonso asumió inmediatamente el porte de un infante, y expresó:
-Podéis hablar de lo que queráis. Estas damas son de mi absoluta confianza.
El marqués y el arzobispo sonrieron, al borde de la obsequiosidad, pero su respeto inquietó aun más a los otros.
-Venimos directamente de ver al rey -empezó el arzobispo.
-¿Y traéis para mí un mensaje de Su Alteza? -quiso saber Alfonso.
-Sí, que debéis prepararos para abandonar vuestras habitaciones aquí y pasar a otras.
-¿De qué habitaciones se trata?
-De las mías -explicó el marqués.
-Pues no lo entiendo.
A modo de respuesta, el marqués se adelantó, se arrodilló y tomó la mano de Alfonso.
-Príncipe, vais a ser proclamado heredero del trono de Castilla -anunció.
Las mejillas de Alfonso se colorearon débilmente.
-Qué absurdo. ¿Cómo es posible? Mi hermano todavía ha de engendrar hijos, y además, tiene una hija.
El arzobispo, que deploraba la pérdida de tiempo, dejó escapar su risa breve y áspera.
-Vuestro hermano jamás engendrará hijos -precisó-, y una comisión designada para estudiar este asunto tiene graves dudas de que la pequeña Juana sea hija de él. En vista de ello, hemos insistido en que vos seáis proclamado heredero, y mi sobrino, aquí presente, tiene autorización para tomaros bajo su tutela con el fin de que seáis debidamente instruido en los deberes que os corresponderán como rey.
Se hizo un breve silencio. Cuando Alfonso habló, su tono era inexpresivo.
-Conque he de cobijarme bajo vuestra ala -murmuró.
-Servir a Vuestra Alteza será para mí el mayor de los placeres.
Alfonso sonrió, momentáneamente esperanzado.
-Pero yo soy capaz de cuidar de mí mismo, y me siento muy bien aquí, en las habitaciones que ocupo junto a las de mi hermana.
-Oh, -el marqués soltó la risa- no habrá muchos cambios. Nos limitaremos a cuidar de vos y a ocuparnos de que estéis
preparado para vuestro papel. Y seguiréis viendo a vuestra hermana. Nadie intentará privaros de vuestros placeres.
-¿Cómo podéis saberlo?
-Alteza, cuidaremos de que así sea.
-¿Y si mi placer fuera permanecer donde estoy, y no verme sometido a vuestra tutela?
-Vuestra Alteza bromea. ¿Podríamos partir inmediatamente?
-No. Deseo estar algo más con mi hermana. Estábamos conversando cuando nos interrumpisteis.
-Rogamos a Vuestra Alteza que nos perdone -expresó Vi-llena, fingiendo preocupación-. Os dejaremos que terminéis vuestra conversación con vuestra hermana, y esperaremos en la antecámara. Debéis traer con vos a vuestro servidor de más confianza. Ya le he dado instrucciones para que prepare vuestra partida.
-Vos... ¡le disteis instrucciones!
-En asuntos como éste hay que actuar con celeridad -intervino el arzobispo.
Alfonso pareció resignarse. Se quedó mirando cómo se retiraban los dos conspiradores, pero cuando se volvió hacia Isabel y Beatriz, las dos se quedaron consternadas al ver la desesperación que se pintaba en su rostro.
-Oh, Isabel, Isabel -gimió el muchacho, y su hermana lo rodeó con sus brazos, afectuosamente.
-Ya veis cómo son las cosas -prosiguió Alfonso-. Bien sé lo que intentarán hacer: me harán rey. Y yo no quiero ser rey, Isabel, porque les tengo miedo. Lo que tantos ambicionan, lo tendré yo sin quererlo. Un rey siempre tiene que ser cauteloso, pero nunca tanto como cuando se ve forzado a ceñirse la corona antes de que le pertenezca por derecho. Isabel, tal vez algún día corra yo la suerte que corrieron Carlos... y Blanca...
-Ésas son fantasías morbosas -se burló Isabel.
-No lo sé -suspiró su hermano-. Isabel, si tengo miedo es porque no lo sé.
Juana entró como una tromba en las habitaciones de su marido.
-¡Conque habéis tolerado que os impongan sus condiciones!
-vociferó-. Les habéis permitido que deshereden a nuestra hija, y que pongan en su lugar a ese joven intrigante de Alfonso.
-Pero, ¿no veis que he insistido en sus esponsales con Juana? -gimió Enrique, lastimero.
La reina soltó una risa amarga.
-¿Y pensáis que os lo permitirán? Enrique, sois un tonto. ¿No veis que una vez que hayan proclamado vuestro heredero a Alfonso ya no tendréis derecho alguno a decidir con quién se casa?
Yel hecho mismo de que accedáis a que sea proclamado here-
dero, puede deberse únicamente a que aceptáis esas viles calum-
nias contra mí y contra vuestra hija.
-Era la única manera -murmuró Enrique-. Era eso, o la guerra civil.
En ese momento, pensaba con tristeza en Blanca, que había sido tan mansa y afectuosa. Aunque físicamente no le entusiasmaba, ¡qué tranquila compañera había sido! Pobre Blanca, que sacrificada a la ambición de su familia había abandonado esta vida tormentosa. Aunque casi se podía decir «afortunadísima Blanca», ya que era indudable que debía de haber alcanzado su lugar en el Cielo.
«Si yo no me hubiera divorciado de ella», pensó Enrique, «tal vez estuviera viva en este momento. Y yo, ¿habría estado en peor situación? Verdad que ahora tengo una hija... pero no sé si es mía, y... ¡qué tempestad de controversias está provocando!»
-Sois un cobarde -gritaba la reina-. ¿Y qué hay de Beltrán? ¿Qué pensará él de esto? Bien merece ser maestre de Santiago, y vos habéis accedido a despojarlo de su título.
Enrique separó las manos en un gesto de impotencia.
-Juana, ¿querríais ver a Castilla desgarrada por una guerra civil?
-¡Eso no sucedería si hubiera en ella un rey y no un cobarde pusilánime!
-Vais demasiado lejos, querida mía -señaló indolentemente Enrique.
-Yo, por lo menos, no aceptaré los dictados de esos hombres.
Yen cuanto a Beltrán, a menos que queráis infligirle una ofensa
mortal, no hay más que una cosa que podáis hacer.
-¿Y es?
-Con una mano, lo habéis despojado; por consiguiente, de-
béis restituirle con la otra. Habéis jurado que le quitaríais el título de maestre de Santiago, de modo que debéis hacerlo duque de Albuquerque.
-Oh, pero... eso equivaldría a... a...
-¡A oponerse a vuestros enemigos! Claro que sí. Y si sois prudente, hay otra cosa que debéis hacer, y es impedir que esos enemigos planeen vuestra caída. Porque podéis estar seguro de que su plan no consiste simplemente en tener un heredero de su elección, en vez de vuestra hija; también querrán despojaros del trono.
-Es posible que tengáis razón.
-¿Y qué haréis al respecto? ¿Quedaros sentado en el trono... en espera del desastre?
-¿Qué puedo hacer? ¿Qué sucedería si nos viéramos arrojados a una guerra civil?
-Debemos pelear y debemos ganar. Por lo menos, vos sois el rey. En este momento podéis actuar con rapidez. En cambio, ellos no son populares. Son muchos los que odian al marqués de Villena. Mirad lo que sucedió cuando él y sus amigos intentaron apoderarse de Valladolid. Vos no sois impopular entre el pueblo, y sois rey de derecho. Haced que los cabecillas de la revuelta sean detenidos, rápidamente y sin ruido. Cuando ellos estén en prisión, el pueblo no estará tan dispuesto a rebelarse en contra de su rey.
Pensativo, el rey miraba a su furibunda mujer.
-Esposa mía -dijo lentamente-, es posible que estéis en lo cierto.
El marqués de Villena estaba solo cuando el hombre fue conducido a su presencia.
El visitante venía envuelto en una capa; cuando se la quitó pudo verse que se trataba de uno de los guardias del rey.
-Perdonad tan poco ceremoniosa intrusión, señor -se disculpó-, pero el asunto es urgente.
Le repitió entonces la conversación que acababa de oír entre el rey y la reina.
Villena hizo un gesto de asentimiento.
-Habéis cumplido bien con vuestra misión -expresó-. Con-
fío en que no hayáis sido reconocido mientras veníais hacia aquí. Volved a vuestro puesto y mantenednos informados. Ya encontraremos medios para evitar los arrestos que está planeado el rey.
Inmediatamente después de haber despedido al espía hizo llamar al arzobispo.
-Nos vamos sin pérdida de tiempo a Ávila -le informó-. No podemos esperar un minuto. Os esperaré allá, con Alfonso, y entraremos en acción inmediatamente. A de la Cueva se le concederá el ducado de Albuquerque, en compensación por haber sido despojado del título de maestre de Santiago. ¡Así es como cumple sus promesas el rey!
-Y cuando lleguemos a Avila con el heredero del trono, ¿qué haremos?
-Entonces Alfonso ya no será el heredero; ocupará el trono. En Ávila proclamaremos a Alfonso rey de Castilla.
Alfonso estaba pálido, y su palidez no se debía a la fatiga del viaje, sino al miedo del futuro. Se había pasado largas horas de rodillas, en plegaria, pidiendo una luz que lo guiara. Se sentía tan joven... y en verdad, era una situación lamentable para que tuviera que enfrentarse a ella un niño de once años.
No había nadie a quien pudiera pedir consejo. No podía ponerse en contacto con los que amaba. La mente de su madre estaba cada vez más envuelta en las tinieblas, de modo que aunque le hubieran permitido verla era muy dudoso que Alfonso pudiera explicarle su necesidad de una guía. Cuando recordaba su infancia, le parecía volver a escuchar los ecos de la voz de su madre: «No olvides que algún día puedes ser rey de Castilla.» Entonces, aunque él pudiera hacerle entender lo que estaba a punto de suceder, la reina viuda sólo sentiría por su suerte un gran placer. ¿Acaso no era eso lo que siempre había anhelado?
Pero Isabel, su hermana buena y querida... ella lo aconsejaría. Alfonso estaba ansioso por obrar bien y tenía la sensación de que Isabel le habría dicho:
-No está bien que os coronen rey, Alfonso, mientras nuestro hermano Enrique aún vive, porque Enrique es, indudablemente, hijo de nuestro padre y, por ende, el auténtico heredero de Cas-
tilla. Ningún bien puede provenir de una usurpación de la Corona, porque si Dios hubiera querido que vos fuerais rey, se habría llevado a Enrique, de la misma manera que se llevó a Carlos para que Fernando pudiera ser el heredero de su padre.
-Ningún bien puede provenir de ello -murmuró Alfonso-. Ningún bien... ninguno.
Esa ciudad, encerrada en sus largas murallas grises, lo deprimía. El infante miraba hacia los bosques de robles y hayas y otros árboles, recios, que habían sido capaces de soportar la crudeza del invierno.
Avila le parecía una ciudad cruel, una ciudad de fortalezas de granito, clavada muy por encima de las planicies para que recibiera plenamente la fuerza del sol de verano y la mordedura de los vientos de un invierno indudablemente largo y riguroso.
Alfonso tenía miedo, más miedo que el que había sentido en su vida.
-Ningún bien puede provenir de ello -repitió.
El sol de junio quemaba. Desde donde estaba, rodeado por algunos de los nobles más importantes de Castilla, Alfonso alcanzaba a ver, de un color gris amarillento, las murallas de Ávila.
Allí, en la llanura árida, a la vista de la ciudad, estaba a punto de representarse un espectáculo extraño en el cual él, el joven Alfonso, debía representar un importante papel.
Mientras seguía allí, de pie, experimentaba una sensación extraña. Tenía la sensación de que ese aire transparente lo embriagara. Cuando miraba hacia la ciudad que dominaba la llanura se sentía pleno de euforia.
Mía, pensaba. Esa ciudad será mía. Toda Castilla será mía.
Miró a los hombres que lo rodeaban. Hombres fuertes, todos ellos ansiosos de poder; y vendrían a él para tomarle la mano y al tomársela le rendirían homenaje, porque se proponían hacer de él su rey.
¡Ser rey de Castilla! ¡Salvar a Castilla de la anarquía en que estaba precipitándose! Hacerla grande... ¡conducirla tal vez a grandes victorias!
¿Quién podría decir si no le tocaría alguna vez conducir una
campaña contra los moros? Tal vez, en años por venir, el pueblo equiparara su nombre al del Cid.
Mientras seguía esperando ahí, en la llanura, en las afueras de Ávila, Alfonso se encontró con que su miedo iba siendo reemplazado por la ambición, con lo cual había dejado de ser un participante forzado en la extraña ceremonia que estaba próxima a celebrarse.
En la llanura se habían reunido multitudes, que habían observado cómo la cabalgata se alejaba de las puertas de la ciudad, encabezada por el marqués de Villena, junto a quien iba el joven Alfonso.
Tras haber erigido una plataforma en la planicie, sobre ella habían instalado un trono. En el trono, envuelto en negras vestiduras, había un muñeco de tamaño natural, que representaba un hombre; en la cabeza le habían puesto una corona, en la mano un cetro. Frente a él se veía una gran espada de estado.
Alfonso fue conducido a un punto a cierta distancia del estrado, en tanto que algunos nobles, que habían formado parte de la procesión encabezada por Villena y el infante, subían a la tarima y se arrodillaban ante el muñeco coronado, dándole el tratamiento de rey.
Después, uno de los nobles se adelantó hacia el estrado y entre la multitud se hizo un tenso silencio mientras el hombre empezaba a leer una lista de los crímenes cometidos por Enrique, rey de Castilla. El caos y la anarquía que seguían imperando en el país fueron atribuidos al deficiente gobierno del rey.
El pueblo seguía escuchando en silencio.
-Enrique de Castilla -gritó el noble, volviéndose a la figura instalada en el trono-, sois indigno de llevar la corona de Castilla. Sois indigno de ser portador de la dignidad real.
Tras eso, el arzobispo de Toledo trepó al estrado y arrebató la corona de la cabeza del muñeco.
-Enrique de Castilla -siguió proclamando la voz-, sois indigno de administrar las leyes de Castilla.
-El pueblo de Castilla no os permitirá ya gobernar.
El conde de Benavente quitó el cetro de la mano del maniquí.
El conde de Placencia ocupó entonces su lugar en el estrado para retirar la espada de estado.
-El honor debido al rey de Castilla no os corresponderá ya y del trono os veréis despojado.
Diego López de Zúñiga levantó al muñeco y lo arrojó al suelo y lo pisoteó.
Los espectadores se habían dejado ganar por la histeria que movilizaban en ellos tales palabras y un espectáculo tal.
-¡Maldito sea Enrique de Castilla! -gritó alguien entre la muchedumbre, que se hizo eco del grito.
Ahora había llegado el gran momento en que Alfonso debía ocupar su lugar en la plataforma. Allí, bajo ese cielo azul, se sentía muy pequeño. La ciudad le parecía irreal, con sus murallas de granito, sus postigos y sus torres.
El arzobispo levantó en brazos al muchacho, como si quisiera presentarlo al pueblo.
A los ojos de la atenta multitud Alfonso se veía bello; la inocencia del niño los conmovió y las lágrimas acudieron a los ojos de muchos de los allí reunidos, tocados por su juventud y por la magnitud de la carga que estaban a punto de imponerle.
El arzobispo anunció que se había decidido privar al pueblo de un rey débil y criminal para poner en lugar de él a ese niño noble y hermoso, a quien no dudaba de que, ahora que lo veían, todos estarían deseosos de servir con amor en el corazón.
Y allí, en las planicies que se extendían frente a Ávila, un grito se elevó desde miles de gargantas:
-¡Castilla! ¡Castilla para el rey don Alfonso!
Después instalaron a Alfonso en el trono donde, hasta pocos momentos antes, había estado el muñeco.
Volvieron a poner ante él la espada de estado, le pusieron el cetro en la mano y la corona en la cabeza. Y uno a uno los poderosos nobles que habían declarado ya abiertamente su intención de hacer de él el rey de Castilla se adelantaron a jurarle fidelidad al tiempo que iban besándole la mano.
Las palabras resonaban en el cerebro de Alfonso:
-¡Castilla para el rey don Alfonso!
DON PEDRO GIRÓN
Isabel estaba aturdida: se sentía desgarrada entre el amor que sentía por su hermano Alfonso y la lealtad que debía a su medio hermano, Enrique.
Tenía por entonces dieciséis años y los problemas que debía enfrentar eran demasiado complejos para que una niña de su limitada experiencia pudiera resolverlos.
Podía confiar en muy pocas personas; sabía que eran muchos los que la vigilaban, que el menor de sus gestos era observado, y que había espías incluso en su círculo más íntimo.
Había también una en quien podía confiar, pero últimamente, Beatriz se había mostrado un poquitín ausente. Era comprensible; recién casada con Andrés de Cabrera, era inevitable que las preocupaciones de Beatriz por su nuevo estado alteraran en alguna medida la devoción que podía dedicar a su señora.
Debo tener paciencia, decíase Isabel, y seguía soñando con su propio matrimonio, que indudablemente no podría demorarse durante mucho tiempo.
Sin embargo, no era ése el momento de pensar en sus propias expectativas egoístas, cuando Alfonso se había visto colocado en una situación tan peligrosa.
En Castilla, como cabe esperar cuando dos reyes se disputan el trono, había estallado la guerra civil y, al parecer, todo el mundo debía tomar partido. Y aunque en el reino había muchos que estaban en desacuerdo con el gobierno de Enrique, a muchos parecíales también que la teatral ceremonia celebrada fuera de los muros de Ávila era una muestra revolucionaría del peor gusto. Enrique era el rey, y Alfonso nada más que un impostor, declaraban muchos de los grandes nobles de Castilla. Al mismo tiempo, había muchos más que, por no haber sido favoritos del rey y de la reina, estaban dispuestos a probar fortuna bajo el
mando de un nuevo monarca que necesitaría de un regente para que lo ayudara a gobernar.
Enrique había sido llevado por la pesadumbre al borde de la histeria. Aborrecía los derramamientos de sangre y estaba dispuesto a evitarlos si le era posible.
-Se necesita la mano firme, Alteza -advirtióle su anciano tutor, el obispo de Cuenca.
Con cólera desusada, Enrique se volvió hacia él.
-¡Cuan propio de un sacerdote -le recriminó-, de quien no se requiere que participe en el combate, es ser tan liberal con la sangre ajena!
-Alteza, es lo que debéis a vuestro honor. Si no os mantenéis firme y combatís a vuestros enemigos seréis el monarca más humillado y degradado de la historia de España.
-Considero que es siempre más prudente resolver las dificultades mediante negociación -insistió Enrique.
Iban llegándole noticias de la inquietud que se difundió por el país. La situación se discutía en el pulpito y en la plaza pública. ¿No tenía acaso un súbdito derecho a cuestionar la conducta del rey? Si se estaban arrebatando a la tierra todas sus riquezas, si una situación de anarquía había sucedido a la ley y el orden, ¿no tenía el súbdito derecho a la protesta?
Desde Sevilla y Córdoba, desde Burgos y Toledo, llegaban nuevas de que el pueblo deploraba la conducta de su rey, Enrique, y se concentraban para prestar apoyo al rey Alfonso" y a un regente.
En su desesperación, Enrique lloró.
-Desnudo salí del vientre de mi madre -clamaba-, y desnudo he de descender a la tumba.
Pero deploraba la guerra y dio a entender que estaría muy dispuesto a negociar un acuerdo.
Una persona, por lo menos, no se sentía muy feliz con el giro que habían ido tomando los acontecimientos, por más que hubiera sido en gran medida responsable de ellos: el marqués de Villena.
El marqués había esperado que el joven Alfonso fuera hechura de él y que el gobernante virtual de Castilla no fuera
otro que el propio Villena, pero las cosas no habían resultado así.
Don Diego López de Zúñiga y los condes de Benavente y de Placencia -los nobles que habían desempeñado un importante papel en la parodia representada fuera de las murallas de Ávila- también estaban ávidos de poder.
El marqués empezaba a preguntarse si no sería buena idea buscar alguna forma secreta de comunicación con Enrique para, mediante una rápida volte-face, apuntarse una ventaja sobre los antiguos aliados que tan rápidamente se estaban convirtiendo en sus nuevos rivales.
En ello estaba pensando cuando vino a verlo su hermano, don Pedro Girón.
A don Pedro le escocía aún el rechazo que había encontrado, algún tiempo atrás, en la madre de Isabel. Por más que fuera Gran Maestre de la Orden de Calatrava, disfrutaba de la compañía de muchas amantes, pero ninguna de ellas era capaz de hacerle olvidar la afrenta recibida de la reina viuda, ni del conjunto de ellas tampoco.
Don Pedro no sólo era hombre vengativo, sino también muy vanidoso. La reina viuda había rechazado sus avances, y el ofendido se preguntaba con frecuencia qué podría hacer que la enojara tanto como ella le había enojado.
Pobre loca, decíase para sus adentros, que no sabe siquiera lo que es bueno para ella.
Su vanidad se calmaba un tanto al recordar que la locura era responsable de que ella lo hubiera rechazado y en alguna medida le complacía pensar que vivía recluida en Arévalo, a veces -según le habían dicho- sin saber quién era ni qué estaba sucediendo en el mundo.
Don Pedro quería también saldar cuentas con la niña, con esa calma criatura que había estado escondida en algún rincón mientras él se aventuraba a hacer sus proposiciones a la madre.
Y era verdad que a veces su hermano, el gran marqués, hablaba con él de sus planes.
-¿No van bien las cosas, hermano? -le preguntó en esa ocasión.
El marqués frunció el ceño.
-Son demasiados los poderosos que buscan más poder -respondió-. Enrique era mucho más fácil de manejar.
-He oído decir, hermano, que es mucho lo que Enrique daría por tener vuestra amistad. Se sentiría feliz si abandonarais a Alfonso y sus partidarios para volver a él. Pobre Enrique, me han comentado que está dispuesto a hacer mucho por vos, si accedéis a ser nuevamente su amigo.
-Enrique es tonto y débil -afirmó el marqués.
-Alfonso no es más que un niño.
-Eso es verdad.
-Marqués, es una pena que no podáis vincularos en forma más estrecha con Enrique. Claro, si no estuvierais ya casado, podríais pedir la mano de la joven Isabel. Estoy seguro de que una relación semejante complacería al rey y creo que estaría listo para prometeros cualquier cosa con tal de asegurarse de que volváis al redil.
Durante un rato el marqués permaneció en silencio, estudiando atentamente a su hermano con los ojos entrecerrados.
La reina y el duque de Albuquerque estaban con el rey. Uno a cada lado de Enrique, le explicaban qué era lo que debía hacer.
-Ciertamente -decía la reina-, debéis estar deseoso de terminar con esta contienda. Si no lo hacéis es posible que seáis vos el derrotado. Día a día el pueblo ama más a Alfonso y eso, querido esposo, no es cosa que pueda decirse de vos.
-Ya lo sé, ya lo sé -se lamentó Enrique-. Soy el más desdichado de los hombres, el rey más desdichado que jamás haya conocido España.
-Es menester poner término a esta lucha, Alteza -terció el duque.
-Y es posible hacerlo -insistió la reina.
-Pues explicadme cómo. Estaría dispuesto a recompensar con largueza a quien pudiera poner término a nuestras dificultades.
Por encima de la cabeza inclinada de su marido la reina sonrió a su amante.
-Enrique -comenzó-, hay dos hombres que organizaron la revuelta, que la encabezaron. Si se los pudiera apartar de los trai-
dores para inclinarlos hacia nuestro lado, la revuelta se extinguiría, Alfonso se encontraría sin el apoyo de sus partidarios y ése sería el fin de nuestros problemas.
-Os referís, naturalmente, al marqués de Villena y al arzobispo -suspiró Enrique-. Que antes fueron mis amigos... mis excelentes amigos. Pero hubo enemigos que se interpusieron entre nosotros.
-Sí, sí -lo interrumpió Juana, con impaciencia-. Hay que recuperarlos para nosotros y es posible recuperarlos.
-Pero, ¿cómo?
-Estableciendo un vínculo entre nuestra familia y la de ellos, un vínculo de tal solidez que nada pueda quebrarlo ni desatarlo.
-¿Cómo, repito?
-Alteza -intervino Beltrán, con cierta nerviosidad-, es posible que no os agrade lo que queremos sugeriros.
-Cualquier cosa que pueda poner término a sus problemas será del agrado del rey -respondió la reina, desdeñosa.
-Os ruego que me pongáis al tanto de lo que estáis pensando -pidió Enrique.
-Se trata de esto -explicó la reina-. El arzobispo y el marqués son tío y sobrino, es decir que pertenecen a la misma familia. Unamos a la familia real de Castilla con la de ellos... y entonces, tanto el arzobispo como el marqués serán por siempre vuestros más fieles partidarios.
-No os entiendo.
-Mediante el matrimonio -silbó la rema-. He ahí la respuesta.
-Pero... ¿qué matrimonio? ¿Entre quiénes?
-Tenemos a Isabel.
-¡Mi hermana! ¿Y con quién habría de casarse? Villena ya está casado, y el arzobispo es hombre de Iglesia.
-Villena tiene un hermano.
-¿Os referís a don Pedro?
-¿Por qué no?
-¡Que don Pedro se case con una princesa de Castilla!
-Son épocas peligrosas.
-Su madre enloquecería por completo.
-Qué importancia tiene, si está ya a mitad de camino.
-Y... él... es Gran Maestre de la Orden de Calatrava y ha hecho votos de celibato.
-¡Bah! Eso se arregla inmediatamente, con una dispensa de Roma.
-Pero no puedo acceder. Isabel... esa niña inocente, con ese libertino...
-¡Bueno estáis vos para hablar de libertinaje! -rió desdeñosamente la reina-. Isabel ya es mayor, y bien debe saber que hay libertinos. Después de todo, ¿no lleva ya cierto tiempo en esta corte?
-Pero Isabel... ¡casarse con ese hombre!
-Enrique, sois tan tonto como siempre. Tenemos una oportunidad para resolver nuestros problemas; Isabel debe casarse para salvar Castilla de la guerra y del derramamiento de sangre. Debe casarse porque así salvará el trono para quien es, de derecho, el rey.
Enrique se cubrió la cara con las dos manos; en su mente se pintaban imágenes aborrecibles. Isabel, la calma y un tanto mojigata Isabel, educada de manera tan rígida y piadosa... ¡a merced de ese hombre torpe, de ese libertino sin remedio!
-No -murmuró Enrique-, no. Yo no daré mi consentimiento.
Pero la reina sonrió a su amante. Los dos sabían que siempre era posible convencer a Enrique.
Isabel estaba en pie frente a su hermano. La reina estaba presente, y sus ojos brillaban... ¿con malicia, tal vez?
-Queridísima hermana -empezó Enrique-, ya no sois una niña y es tiempo de pensar en casaros.
-Sí, Alteza.
Isabel esperaba, ansiosa, mientras Juana la observaba divertida por la situación. La niña había oído mil historias del apuesto Fernando, el joven heredero de Aragón. Fernando era un pequeño héroe, y gallardo mozo además. Isabel pensaba que era ese muchacho el que le estaba destinado.
Así aprenderá a rechazar a mi hermano, el rey de Portugal, pensaba Juana. Cuando haya probado lo que es la vida de casada con don Pedro, pensará que ojalá no hubiera sido tan orgullosa, ni tan tonta, como para rechazar la corona que le ofrecía mi hermano. Tal vez cuando lo sepa quiera cambiar de opinión.
-He decidido -prosiguió Enrique- que os casaréis con don
Pedro Girón, quien está ansioso por ser vuestro marido. Se trata de una alianza que yo... y la reina... aprobamos, y como estáis ya en edad de contraer matrimonio no vemos razones para que haya demora alguna.
Isabel se había puesto pálida. Juana se divertía al ver que esa calma dignidad que siempre la caracterizaba la había abandonado en ese momento.
-No... no creo haberos oído bien, Alteza. Dijisteis que debo casarme...
La piedad nubló los ojos de Enrique. ¡Esa niña inocente con el brutal vejete! Imposible permitirlo.
-Con don Pedro Girón -completó, sin embargo.
¡Con don Pedro Girón! Isabel recordaba la escena en las habitaciones de su madre: don Pedro, haciendo sugerencias obscenas, para horror e indignación de su madre... y de la propia Isabel. Sin duda, todo eso era una pesadilla. No podía ser verdad que estuviera en las habitaciones de su medio hermano. Isabel tenía que estar soñando.
Un sudor frío le cubrió la frente y sintió que el corazón le latía de manera irregular. Su propia voz se burlaba de ella y se negaba a gritar las protestas que el cerebro le dictaba.
En ese momento habló la reina.
-Es un matrimonio excelente, mi querida Isabel, y además son muchos los que habéis ya rechazado. No podemos permitiros que rechacéis uno más, querida niña, porque si seguís de esa manera terminaréis por quedaros sin marido.
-Eso sería preferible a... a... -balbuceó Isabel.
-Vamos, si vuestro destino no es morir virgen -bromeó alegremente la reina.
-Pero... don Pedro... -comenzó Isabel-. Creo que Vuestra Alteza ha olvidado que estoy ya comprometida con Fernando, el heredero de Aragón.
-¡El heredero de Aragón! -la reina soltó la risa-. Poco le quedará por heredar al heredero de Aragón, si el triste estado de cosas en ese país se mantiene.
-Y aquí en Castilla, Isabel -volvió a intervenir Enrique- tampoco somos tan felices, ni tan seguros. El marqués de Villena y el arzobispo de Toledo volverán a ser nuestros amigos cuando seáis la prometida del hermano del uno y el sobrino del otro.
Bien sabéis, querida hermana, que las princesas deben estar siempre al servicio de su país.
-No creo que ningún propósito sensato pueda ser servido mediante una boda tan... tan cruel y descabellada.
-Isabel, sois demasiado joven para entender.
-No soy demasiado joven para saber que preferiría la muerte a un matrimonio con ese hombre.
-Creo que olvidáis el respeto que nos debéis, a vuestro hermano el rey y a mí -interrumpió la reina-. Tenéis nuestra autorización para retiraros. Pero antes de que lo hagáis, permitidme que os recuerde que se os han sugerido pretendientes que habéis rechazado. Debéis saber que el rey y yo no toleraremos más negativas. Os prepararéis para el matrimonio, porque en pocas semanas habéis de ser la novia de don Pedro Girón.
Con una reverencia, Isabel se retiró.
Seguía sintiéndose como si todo fuera un sueño. Ése era su único consuelo, que esa sugerencia terrible no podía ser de este mundo.
Era demasiado humillante, demasiado degradante, demasiado desgarradora para pensar en ella siquiera.
Ya en sus habitaciones, Isabel se quedó inmóvil, mirando sin ver.
Beatriz, investida de la autoridad que le daba el hecho de ser no sólo la dama de honor de Isabel, sino también su amiga, hizo salir a todas las mujeres, salvo a Mencia de la Torre, que la seguía en el orden de los afectos de la infanta.
-¿Qué puede haber sucedido? -susurró Mencia.
Beatriz sacudió la cabeza.
-Hay algo que ha sido un golpe para ella.
-Yo jamás la había visto así.
-Jamás ha estado así -confirmó Beatriz, mientras se arrodillaba para coger la mano de Isabel-. Mi señora, ¿no os sería más fácil hablar con quienes estamos dispuestas a compartir vuestras penas? -suplicó.
Los labios de Isabel temblaron, pero siguieron sin hablar.
Mencia se arrodilló a su vez y ocultó el rostro en las faldas
de Isabel, incapaz de seguir viendo la expresión desesperada que se pintaba en el rostro de su señora.
Beatriz se levantó para servir un poco de vino, que acercó suavemente a los labios de Isabel.
-Por favor, aceptadlo. Esto os revivirá, os ayudará a que podáis hablar. Dejadnos compartir vuestros problemas; quién sabe si no podremos hacer algo para resolverlos.
Isabel dejó que el vino le humedeciera los labios y, cuando Beatriz le pasó un brazo por los hombros, se dio vuelta para ocultar el rostro contra el pecho de su amiga.
-Creo que la muerte sería preferible -balbuceó.
Beatriz entendió inmediatamente que había sucedido lo que ella se temía: el compromiso con Fernando debía de haberse deshecho y la infanta se veía frente a una nueva propuesta matrimonial.
-Alguna manera tiene que haber de evitarlo -murmuró.
Mencia levantó la cabeza para decir apasionadamente:
-Haremos cualquier cosa... ¡cualquier cosa! por ayudaros... ¿no es verdad, Beatriz?
-Sí, cualquiera -confirmó Beatriz.
-No hay nada que podáis hacer -explicó Isabel-. Esta vez, es en serio. Lo he leído en el rostro de la reina. Esta vez no habrá manera de escapar. Además, es el deseo de Villena y eso es lo que decidirá la cuestión.
-¿Se trata de un matrimonio para vos?
-Eso mismo -respondió Isabel-. Y del más degradante que pudiera yo contraer. Creo que la reina lo ha decidido como venganza, por haber rechazado a su hermano y haberme ganado la aprobación y sanción de las Cortes por mi actitud. Pero esta vez...
-¿Con quién, Alteza? -susurró Mencia.
Isabel se estremeció.
-Cuando os lo diga, apenas si podréis creerlo. No puedo siquiera pronunciar su nombre. Lo odio, lo desprecio. Oh, preferiría morirme -desesperadamente, sus ojos iban de una a otra de sus amigas-. Ya veis que trataba de evitar deciros su nombre, porque sólo con hablar de él me invaden un terror y una repugnancia tales que verdaderamente creo que me moriré antes de que pueda celebrarse la ceremonia matrimonial... Pero si yo no
os lo digo, ya os lo dirán. Es posible que la corte entera esté ya hablando de eso... Es el hermano del marqués de Villena... don Pedro Girón.
Ninguna de las dos mujeres fue capaz de hablar. Beatriz se había puesto pálida de horror; Mencia se mecía sobre los talones, olvidada de todo lo que no fuera esa noticia que la abrumaba de espanto. Al imaginar a su señora entregada a un hombre cuya reputación era una de las más negras de Castilla, Mencia se cubrió la cara con las manos para no revelar toda la magnitud de su horror.
-Ya sé lo que estáis pensando -asintió Isabel-. Oh, Beatriz... Mencia... ¿qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer?
-Alguna manera debe de haber de salir de esto -intentó consolarla Beatriz.
-Ya está decidido. El marqués, naturalmente, hará todo lo que esté a su alcance para que el matrimonio se realice, y lo mismo el arzobispo de Toledo. Después de todo, ese... ese monstruo es su sobrino. Ya veis, queridas amigas, cómo se han llevado a Alfonso, cómo lo han obligado a aceptar la dignidad de rey de Castilla mientras el rey vive aún. ¿Quién puede saber qué precio pagará por eso? Y en cuanto a mí, debo ser víctima de la venganza de la reina, de la ambición de Villena y del arzobispo y... de la lujuria de ese hombre.
Beatriz se puso de pie; tenía una expresión de dureza y, aunque Isabel sabía bien que su amiga era de carácter fuerte, jamás le había visto un aspecto tan decidido.
-Debe haber una manera, y la encontraremos -declaró, y súbitamente su expresión pareció aliviarse-. Pero, ¿cómo puede tener lugar ese matrimonio? -objetó-. Ese hombre es Gran Maestre de una orden religiosa, y ha hecho voto de celibato. El matrimonio no es para él.
Mencia entrelazó fuertemente las manos y miró con ansiedad a Isabel, exclamando:
-Es verdad, Alteza, es verdad.
-Pero claro que es verdad -se regocijó Beatriz-. Ese hombre no puede casarse, así que ahí se acaba todo. No se trata de otra cosa que de un gesto de rencor de la rema, estad segura de ello. No habrá otro resultado. Y por poco que lo piense, ¿cómo podría haberlo? Es demasiado fantástico... demasiado ridículo.
Isabel les sonrió con desánimo. Le daba cierto placer el hecho de que sus amigas pudieran consolarse de esa manera, pues el afecto que le tenían haría que sufrieran con ella. Hasta se dejó levantar un poco el ánimo, ya que algo debía hacer para salir de la árida desesperación en que se había hundido.
Durante toda la noche, la infanta casi no pudo dormir. Cada vez que lo conseguía, se despertaba, y la terrible realidad seguía ahí, como un carcelero apostado junto a su cama.
Soñaba con Girón; lo veía poner las manos sobre su madre, haciéndole proposiciones obscenas y, en el sueño, la propia Isabel dejaba de ser espectadora para convertirse en la figura central de la repulsiva escena.
Cuando sus doncellas vinieron a atenderla, estaba pálida, y pidió que sólo Mencia y Beatriz se ocuparan de ella. Le habría resultado intolerable encararse con las otras, ver sus miradas compasivas, ya que indudablemente todas la compadecerían.
Beatriz y Mencia estaban angustiadas. Podían hablar en presencia de Isabel, ya que era frecuente que al dirigirse a ella, la infanta no les contestara: simplemente, no las oía.
-Esto se acabará aquí -insistía Beatriz-. Pedro Girón no puede casarse.
-¡Por cierto que no!
Se cuidaron mucho de contar a su señora que en la corte se había difundido la noticia de que el matrimonio no habría de demorarse, porque iba a ser el medio de apartar a Villena y al arzobispo de su contacto con los rebeldes.
-Una vez que se anuncie el matrimonio, los rebeldes perderán importancia. Y cuando sea un hecho, Villena y el arzobispo apoyarán firmemente al rey, porque serán familiares de él.
Las dos damas de honor se alegraban de que la infanta permaneciera en sus habitaciones, ya que no querían que Isabel oyera todo lo que se decía.
Con aire de satisfacción, la reina vino a visitarla.
Cuando ella entró, Isabel se había recostado, y Beatriz y Mencia la saludaron con una profunda inclinación.
-¿Qué sucede con la infanta? -preguntó Juana.
-Hoy se ha sentido un poco indispuesta -contestó Beatriz-. Me temo que esté demasiado descompuesta para recibir a Vuestra Alteza.
-Es una pena -comentó Juana-. Debería regocijarse ante la perspectiva que se le ofrece.
Beatriz y Mencia bajaron la vista, y la reina pasó junto a ellas para acercarse al lecho.
-Vaya, Isabel -la saludó-, me apena veros enferma. ¿Qué es lo que os pasa? ¿Quizás es algo que habéis comido?
-No es nada que haya comido -respondió Isabel.
-Bueno, pues tengo buenas noticias para vos. Tal vez estabais un poco ansiosa, ¿verdad? Hermana querida, no es necesario que os preocupéis más. Venía a deciros que ha llegado la dispensa de Roma. Don Pedro queda librado de sus votos, de manera que ya no hay impedimento alguno para el matrimonio.
Isabel no dijo nada. Estaba segura de que don Pedro no tendría dificultad alguna para conseguir la dispensa, puesto que su poderoso hermano la deseaba.
-Bueno -se burló Juana-, ¿no os sentís ahora lista para salir de la cama y danzar de alegría?
Isabel se enderezó, apoyándose en un codo, y la miró desafiante.
-No me casaré con don Pedro -afirmó-. Haré todo lo que esté en mi poder para evitar un matrimonio tan indigno de una princesa de Castilla.
-Virgencita obstinada -dijo la reina, con tono ligero y acercó su rostro al de Isabel para seguir hablando en un susurro-: En el matrimonio no hay nada que temer, mi querida niña. Creedme: como nos ha sucedido a tantas, encontraréis en él muchas cosas gratas. Ahora, levantaos de la cama y acudid al banquete que ofrece vuestro hermano para celebrar este acontecimiento.
-Como yo no tengo nada que celebrar, me quedaré aquí -contestó Isabel.
-Oh, vamos... venid, que os estáis conduciendo como una tonta.
-Si mi hermano desea que esté yo presente en ese banquete, tendrá que llevarme allí por la fuerza. Y os advierto que si lo hiciera, anunciaré que este matrimonio no sólo va en contra de mis deseos, sino que con sólo pensar en él me inunda la repugnancia.
La reina procuró ocultar su desconcierto y su cólera.
-Estáis enferma -admitió-, y debéis quedaros en cama. Cuidaos, Isabel, que no debéis sobreexcitaros. Recordad de qué ma-
nera quedó afectada vuestra madre. Vuestro hermano y yo deseamos complaceros de todas las maneras posibles.
-Entonces, quizás ahora consintáis en retiraros.
La reina inclinó la cabeza.
-Buenos días, Isabel. No es necesario que tengáis miedo del matrimonio; os tomáis con demasiada seriedad estas cosas.
Con esas palabras, se dio la vuelta y salió de las habitaciones de la infanta. Cuando Isabel llamó junto a ella a Beatriz y a Men-cia, la expresión de sus rostros le dijo que habían oído toda la conversación y que ahora incluso ellas habían perdido toda esperanza.
Los preparativos para la boda proseguían con toda celeridad.
Villena y el arzobispo habían puesto toda su tremenda energía en el asunto y Enrique estaba no menos ansioso. Una vez consagrado el matrimonio, los que eran jefes de sus enemigos pasarían a ser sus amigos.
Enrique había dicho siempre que a los enemigos había que cubrirlos de presentes para convertirlos en amigos, y tal era la política que en ese momento seguía, ya que ningún presente mejor podría ofrecer, ni a un enemigo más peligroso, que la mano de su medio hermana a don Pedro Girón.
Había sectores en donde hervían las murmuraciones. Algunos decían que a consecuencia de la boda, Villena y el arzobispo serían más poderosos que nunca, y que una situación tal era indeseable; había quien deploraba el hecho de que una muchacha inocente fuera entregada a un libertino de tan mala reputación, y muchos declaraban que ésa era la manera de poner término a la guerra civil, y que esos conflictos no podían acarrear a Castilla más que desastres.
Una vez que el matrimonio se hubiera celebrado y que Villena y su tío se hubieran apartado de los rebeldes para unirse nuevamente a los partidarios del rey, la revuelta se extinguiría, Alfonso quedaría relegado a su condición de heredero del trono y ya no se mantendría la peligrosa situación de dos reyes que «reinaban» al mismo tiempo.
En cuanto a Isabel, el dolor y el miedo la tenían cada vez más
aturdida a medida que pasaban los días. Apenas si podía comer, de manera que había perdido mucho peso, y se la veía pálida y tensa por efectos de la falta de sueño.
Se pasaba los días en sus habitaciones, tendida en la cama, sin hablar casi, y entregada largas horas a la oración.
-Permitid que me muera -imploraba-, antes que sufrir este destino. Santa Madre de Dios, que uno de los dos muera... que sea él o yo. Salvadme del deshonor que me amenaza y dadme la muerte para que no caiga en la tentación de dármela yo misma.
En algún lugar de España estaba Fernando. ¿Tendría noticias del destino que estaba a punto de abatirse sobre ella? ¿Le importaría? ¿Qué había pensado Fernando, durante todos esos años, del compromiso de ambos? Tal vez no hubiera visto la posible unión de la misma manera que Isabel la veía, y ella no fuera para él más que la posibilidad de un matrimonio que le resultaría ventajoso. Tal vez, si se enteraba de que la había perdido, Fernando se encogería de hombros e iniciaría la búsqueda de otra novia.
Mientras luchaba junto a su padre, en su propia y turbulenta tierra de Aragón, Fernando debía de tener otras cosas en que ocuparse.
En su condición de muchacha imaginativa y dada a perderse en sus sueños, Isabel se consolaba imaginando que él podría llegar para salvarla de ese matrimonio terrible, pero en sus momentos más razonables comprendía que no podía abrigar la esperanza de que Fernando -un año menor que ella, y no menos impotente- pudiera hacer nada para ayudarla.
Su gran consuelo durante esos días de terror fue Beatriz, que no se separaba de su lado. Por la noche, Beatriz se recostaba a los pies de su cama, y durante las primeras horas de la mañana, cuando para Isabel el sueño se hacía imposible, las dos conversaban y Beatriz formulaba los planes más descabellados, tales como una huida del palacio. Ambas sabían que tal cosa era imposible, pero obtenían cierto consuelo de esas conversaciones... o por lo menos, eso les parecía durante las horas sombrías que precedían a la aurora.
-Veréis que no sucederá -afirmaba Beatriz-. Ya encontraremos la manera de evitarlo, os lo juro. ¡Lo juro!
Su voz profunda y vibrante hacía estremecer la cama, y el poder de su personalidad era tal que Isabel casi le creía.
La sólida fuerza de Beatriz no iba acompañada del mismo amor de la ley y el orden que era una de las principales características de Isabel. En anteriores momentos, Isabel había puesto en guardia a su amiga, llamándole la atención sobre su actitud de rebeldía ante la vida; ahora se alegraba de ella, se alegraba de cualquier migaja de consuelo que pudieran ofrecerle.
A cada día que pasaba, Isabel sentía con mayor intensidad el peso de su congoja.
-No hay escapatoria -murmuraba-. No hay escapatoria y cada día está más cerca.
Andrés de Cabrera había venido a visitar a su mujer, a quien apenas veía desde que Isabel había sabido que debía casarse con don Pedro.
-No puedo separarme de ella -le había dicho Beatriz-; no... ni siquiera por vos. Debo permanecer toda la noche con ella, porque temo que si se quedara sola podría caer en la tentación de hacerse daño.
Isabel recibió a Andrés con todo el placer que en ese momento podía demostrar a nadie, y él se sintió conmovido al ver el cambio que se había operado en la infanta. La serenidad de Isabel había desaparecido; Andrés se entristeció al verla así cambiada y se alarmó doblemente al comprobar que no menos afectada estaba Beatriz.
-No podéis seguir de esta manera -las riñó-. Alteza, debéis aceptar vuestro destino. Triste es, lo sé, pero sois una princesa de Castilla y sabréis haceros obedecer de ese hombre.
-¡Cómo podéis hablar así! -se enardeció Beatriz-. ¡Cómo podéis decir que hay que aceptar semejante destino! Miradla... mirad a mi Isabel y pensad en ese... en ese... Ni siquiera quiero pronunciar su nombre. ¡Como si no bastara con que esté presente en nuestras mentes a todas horas del día y de la noche!
Andrés pasó un brazo por los hombros de su mujer.
-Beatriz, querida mía, debéis ser razonable.
-¡Y me decís que sea razonable! -clamó Beatriz-. Parece, Andrés, que no me conocierais, si podéis imaginar que voy a hacerme a un lado, y que seré razonable mientras ponen a mi amada señora en las manos de ese tosco bruto.
-Beatriz..., Beatriz... -al atraerla hacia sí, Andrés tocó algo duro oculto en el corpiño de su vestido.
Súbitamente, ella rió y después de un momento, metió la mano bajo los pliegues para extraer una daga.
-¿Qué es esto? -se horrorizó Andrés, palideciendo. Los ojos relampagueantes de su mujer no se apartaron de él.
-Os lo diré -respondió-. He hecho una promesa, esposo mío. He prometido a Isabel que jamás ha de caer en manos de semejante monstruo, y por eso llevo constantemente conmigo esta daga.
-Beatriz... ¿os habéis vuelto loca?
-Cuerda estoy, Andrés, y creo que soy la persona más cuerda que hay en este palacio. Tan pronto como el Gran Maestre de Calatrava se aproxime a mi señora, yo estaré entre ellos, pronta para hundirle esta daga en el corazón.
-Esposa querida... ¿qué es lo que estáis diciendo? ¿Qué locura es ésta?
-Es que no comprendéis. Alguien debe protegerla. Vos no conocéis a mi Isabel, tan orgullosa... tan... tan pura... Sé que se mataría antes de sufrir semejante degradación, y estoy dispuesta a salvarla matando a ese hombre antes de que haya tenido ocasión de mancillarla con su inmundicia.
-Dadme esa daga, Beatriz.
-No -se opuso ella, mientras volvía a ocultarla entre los pliegues de su corpiño.
-Os exijo que me la deis.
-Lo lamento, Andrés -respondió con calma su esposa-. En este mundo hay dos personas por quienes daría la vida si fuera necesario. Una de ellas sois vos, Isabel es la otra. He pronunciado un voto solemne: este matrimonio bárbaro no habrá de consumarse. Tal es mi voto, de manera que es inútil que me pidáis esta daga. Su hoja es para él, Andrés.
-Beatriz, os imploro... pensad en nuestra vida. ¡Pensad en nuestro futuro!
-Para mí no podría haber felicidad si no hiciera esto por ella.
-No puedo permitir que lo hagáis, Beatriz.
-¿Qué haréis, Andrés? Si me denunciáis, moriré de todas maneras. Y tal vez me torturen primero, pensando que hay
una conspiración para asesinar al novio de Isabel. ;De manera, Andrés, que denunciaréis a vuestra esposa?
Él se quedó en silencio.
-Sé que no lo haréis. Debéis dejar esto en mis manos. He jurado que ese hombre no la desflorará, y mi voto es sagrado.
Los ojos le brillaban y tenía las mejillas teñidas de escarlata; se la veía muy hermosa, investida del poderío de una joven diosa, alta, bella, llena de fuego.
Y Andrés la amaba tiernamente. La conocía bien y sabía que sus palabras no eran meros desatinos. Beatriz era audaz y valiente, y su marido no dudaba de que mantendría su palabra y de que, llegado el momento, sería capaz de alzar la mano para hundir su daga en el corazón del novio de Isabel. Cuando intentó disuadiría murmurando:
-¡Eso es imposible, Beatriz! -ella le respondió:
-No puede ser de otra manera.
En su casa de Almagro, don Pedro Girón estaba preparándose para su boda. Desde el momento en que llegara la dispensa de Roma no había perdido el tiempo.
Mientras sus servidores le preparaban el equipaje, don Pedro se paseaba por sus habitaciones, poniéndose las ricas vestiduras que usaría durante la ceremonia. Después empezó a pavonearse ante ellos.
-¡Mirad! -les gritó-. Aquí tenéis ante vuestros ojos al marido de una princesa de Castilla. ¿Qué os parece, eh?
-Señor -le respondieron-, no podría haber marido más digno de una princesa de Castilla.
-¡Ah! -se rió don Pedro-. Y encontrará en mí un marido como Dios manda, os lo prometo.
Y siguió riéndose al pensar en ella... en esa púdica muchacha que se ha mantenido oculta mientras él hacía ciertas proposiciones a su madre. Don Pedro la recordaba, irguiéndose ante ellos con sus azules ojos desdeñosos. ¡Ya le enseñaría él a mostrarse desdeñosa!
Complacido, se dio a imaginar su inminente noche de bodas, después de la cual, se prometía, Isabel sería una mujer diferente. Nunca más se atrevería a mostrarse desdeñosa con él. Por más
princesa de Castilla que fuera, su marido le enseñaría quién era el amo y señor.
Así se entregó a sus sueños de sensualidad, a la contemplación de una orgía que se le aparecía tanto más seductora cuanto que sería compartida por una princesa tan púdica y tan calma.
-Vamos -gritó-. Daos prisa, holgazanes, que es hora de partir. Es largo el viaje hasta Madrid.
-Sí, señor. Sí, señor -le respondían.
¡Qué dóciles eran, qué ansiosos estaban por complacerlo! Claro que sabían que, de no ser así, resultaría peor para ellos... e Isabel no tardaría tampoco en aprenderlo.
¡Qué bendición, ser hermano de un hombre poderoso! Pero nadie debía olvidar que también el propio don Pedro era poderoso, por derecho propio.
Una de las tareas que él mismo se había impuesto era transmitir a quienes le rodeaban la segundad de que, por más que su poder le viniera en parte del alto cargo que ocupaba su hermano, el propio don Pedro era hombre para tener en cuenta.
Impaciente por partir, siguió riñendo a sus sirvientes. Estaba ansioso de ver terminado el largo viaje, ansioso de que comenzaran las celebraciones de la boda.
Con gran pompa inició don Pedro su viaje a Madrid. Por el camino, el pueblo se acercaba a saludarlo y él aceptaba graciosamente los homenajes. Jamás se había sentido tan complacido de sí mismo. Vaya, se jactaba para sí, si había llegado incluso más lejos que su hermano el marqués. ¿Acaso el marqués había aspirado alguna vez a la mano de una princesa? Qué increíble buena suerte, haber ingresado en la Orden de Calatrava y haber escapado, por consiguiente, de las redes del matrimonio. Qué decepción no poder aprovechar una oportunidad como aquella por un matrimonio anterior. De esta manera, en cambio, con una simple dispensa de Roma todo se había arreglado.
Se quedarían a pasar la primera noche en Villarrubia, un pue-blecito en las inmediaciones de Ciudad Real, hasta donde habían venido a recibirlo algunos miembros de la corte del rey. Don Pedro observó con deleite su actitud obsequiosa; ya había dejado de ser simplemente el hermano del marqués de Villena.
Hizo llamar a su presencia al tabernero.
-Pues bien, amigo -le gritó, al tiempo que hacía ostentación de su deslumbrante vestimenta-, dudo de que alguna vez hayáis debido agasajar a la realeza, de manera que ahora tendréis ocasión de demostrarnos lo que podéis hacer. Y vale más que os esmeréis porque, de no hacerlo, podéis ser un hombre muy desdichado.
-Sí, mi señor... sí -tartamudeó el hombre-. Hemos sido advertidos de vuestra llegada y durante todo el día hemos trabajado para proporcionaros comodidades.
-Pues eso espero -vociferó don Pedro.
Se mostró un tanto altanero con los oficiales de la guardia del rey que habían venido para escoltarlo en su viaje a Madrid; había que hacerles entender que en pocos días don Pedro sería miembro de la familia real.
El festín del tabernero alcanzó el nivel suficiente para conformarlo y don Pedro se regodeó con las carnes deliciosas y bebió sin reservas del vino de la taberna.
Los presentes lo miraban con ojos furtivos, muchos de ellos pensando con tristeza en la princesa Isabel.
Sus servidores ayudaron a acostarse a don Pedro, que muy bebido y vencido por el sueño se jactaba incoherentemente de la clase de hombre que era y de cómo sometería a su casta y regia novia.
Durante la noche se despertó, sobresaltado. Tenía el cuerpo cubierto de sudor frío y se dio cuenta de que lo que lo había despertado era un dolor súbito.
Debatiéndose en su cama, llamó a gritos a los sirvientes.
Cuando Andrés de Cabrera llegó a las habitaciones de Isabel fue recibido por su mujer. Preguntó por la infanta.
-Está recostada -respondió Beatriz- y cada vez más ausente. -Entonces no sabe la noticia. Seré yo el primero en dársela. Beatriz aferró del brazo a su marido con los ojos dilatados. -¿Qué noticia?
-Dadme la daga, que ya no la necesitaréis -continuó él. -¿Queréis decir...?
-Que hace cuatro días, en Villarrubia, cayó enfermo, y ahora acaban de confirmarme la noticia de su muerte, que muy pronto se sabrá en todo Madrid.
-¡Andrés! -exclamó Beatriz, en cuyos ojos había una mirada interrogante.
-Baste con decir que no será necesario que echéis mano de vuestra daga -explicó él.
Beatriz se tambaleó un poco y durante unos segundos su marido la creyó a punto de desmayarse, debilitada por el exceso de emociones.
Sin embargo, pronto se recuperó. Volvió a mirarlo y en sus ojos se leían orgullo y gratitud y un infinito amor por él.
-Es un acto de Dios -exclamó.
-Podemos considerarlo así -respondió Andrés.
Beatriz le tomó la mano para besársela, y después, riendo, corrió al dormitorio de Isabel.
Se detuvo junto al lecho, mirando a su señora. Junto a ella estaba Andrés.
-¡Una gran noticia! -gritó Beatriz-. La mejor que pudierais esperar: no habrá matrimonio. Nuestras plegarias han sido escuchadas y el novio ha muerto.
Isabel se sentó en la cama, mirando alternativamente a sus dos amigos.
-¡Muerto! ¿Es posible? Pero... ¿cómo?
-En Villarrubia -explicó Beatriz-, donde enfermó hace cuatro días. Ya os dije, recordad, que nuestras oraciones serían escuchadas. Querida Isabel, ya veis que hemos temido algo que no podía suceder.
-No puedo creerlo -susurraba Isabel-. Es un milagro. Era tan fuerte que parece imposible que pudiera... morirse. Y me decís que enfermó. ¿De qué...? Y... ¿cómo?
-Digamos que fue obra de Dios -respondió Beatriz-. Es la mejor manera de considerarlo. Orábamos pidiendo un milagro, princesa, y nuestras plegarias han sido atendidas.
Isabel se levantó de la cama para ir hacia su reclinatorio.
De rodillas, dio las gracias por su liberación; tras ella, de pie, permanecieron Beatriz y Andrés.
ALFONSO EN CARDEÑOSA
El arzobispo de Toledo y su sobrino el marqués de Vi-llena se habían encerrado, decíase, para llorar juntos la muerte de don Pedro Girón.
Pero la emoción principal de esos dos ambiciosos no era el dolor, sino la cólera.
-Hay espías entre nosotros -clamaba el arzobispo-. Y algo peor que espías... ¡asesinos!
-Es deplorable -asintió sarcásticamente Villena- que también ellos tengan espías y asesinos y además, que sean tan eficaces como los nuestros.
-Castilla entera se ríe de nosotros -declaró el arzobispo- y nos escarnecen por haber presumido de emparentar nuestra familia con la familia real.
-¡Y pensar que nos hemos visto chasqueados!
-Yo haría prender y torturar a sus sirvientes. Así descubriría quién urdió esta conspiración en contra de nosotros.
-Sería inútil, tío. Un sirviente torturado os contará cualquier cosa. ¿Y acaso necesitamos dar con los asesinos de mi hermano? ¿No sabemos que son... nuestros enemigos? El rastro nos conduciría, indudablemente, al palacio real y la situación podría ser embarazosa.
-Sobrino, ¿estáis sugiriendo que aceptemos con mansedumbre este... este asesinato?
-Con mansedumbre, no. Pero lo que debemos decirnos es esto: Pedro, que podría haber establecido el vínculo de nuestra familia con la familia real, ha sido asesinado, es decir, que nuestro pequeño plan fue un fracaso. Pues bien, demostraremos a nuestros enemigos que es peligroso interferir en nuestros planes. Enrique aceptó ese matrimonio como alternativa de la guerra civil. Pues bien, ya que ha declinado una, pongámoslo frente a la otra.
Los ojos del arzobispo brillaron; estaba bien dispuesto a desempeñar el papel con que toda su vida había soñado.
-El joven Alfonso irá al campo de batalla a mi lado -expresó.
-Es la única manera -asintió Villena-. Les ofrecimos la paz y su respuesta fue el asesinato de mi hermano. Pues bien, ya han tomado su opción y ahora tendrán guerra.
Sobre las llanuras de Olmedo las fuerzas rivales esperaban.
Enfundado en su armadura, el arzobispo se envolvía en una capa de escarlata sobre la cual lucía, bordada, la cruz blanca de la Iglesia. Su estampa era magnífica y sus hombres estaban listos para seguirlo en el combate.
Alfonso, que no había cumplido todavía los catorce años, no podía dejar de sentirse fascinado por el entusiasmo del arzobispo. Vestía reluciente cota de malla y estaba dispuesto a saborear por primera vez la batalla.
Mientras los dos esperaban bajo la luz grisácea del amanecer, el arzobispo se dirigió a Alfonso.
-Hijo mío -le dijo-, príncipe mío, éste puede ser el día más importante de vuestra vida. Sobre esas llanuras se hallan reunidos nuestros enemigos. Es posible que lo que hoy suceda decida vuestro futuro, el mío y, lo que es más importante, el futuro de Castilla. Bien puede ser que después de hoy haya un solo rey de Castilla, y que ese rey seáis vos. Castilla debe engrandecerse; es menester poner término a la anarquía que va cundiendo en nuestro país. Recordadlo, llegado el momento de entrar en batalla. Venid, vamos a rogar por la victoria.
Alfonso unió las palmas de sus manos, bajó los ojos y, junto al arzobispo, en el campamento instalado en las llanuras de Olmedo, rogó para que les fuera concedida la victoria sobre su medio hermano, Enrique.
En el campamento opuesto, también Enrique esperaba en compañía de sus hombres.
-Cuánto parece demorarse el día -comentó el duque de Albu-querque.
Enrique se estremeció; su impresión era que el día se acercaba con demasiada rapidez.
El rey miraba al hombre que tan importante papel había desempeñado en su vida. Beltrán parecía tan ansioso de entrar en batalla como podía estarlo de participar en los regocijos cortesanos. Enrique no podía dejar de sentir admiración por ese hombre, que tenía toda la prestancia de un rey y que podía enfrentar la batalla sin dar la menor señal de temor, por más que no pudiera ignorar que él, personalmente, sería considerado como uno de los más preciados trofeos que podían caer en manos del enemigo.
No era de maravillarse que Juana lo hubiera amado.
Enrique deseaba que hubiera algún medio de impedir que llegara a librarse la batalla. Él estaba dispuesto a escuchar los términos de sus oponentes; estaba dispuesto a entrevistarse con ellos. Le parecía desatinado pelear, para después llegar a un acuerdo. ¿Qué podía significar la guerra, a no ser desdicha para cuantos participaban en ella?
-No temáis, Alteza, que los pondremos en fuga -lo animó Beltrán.
-Ah, ojalá pudiera yo estar seguro de eso -suspiró Enrique.
Mientras hablaba, le trajeron la noticia de que había llegado un mensajero proveniente del campo enemigo.
-Dadle salvoconducto y hacedlo pasar -respondió el rey.
El mensajero fue traído a su presencia.
-Traigo un mensaje del arzobispo de Toledo para el duque de Albuquerque, Alteza -explicó.
-Pues bien, entregádmelo -ordenó Beltrán.
Mientras el duque leía el mensaje y estallaba en una carcajada, Enrique lo observaba.
-Esperad un momento -dijo Beltrán-, que os daré una respuesta para el arzobispo.
-¿De qué mensaje se trata? -preguntó Enrique, esperanzado. ¿No podría ser algún ofrecimiento de tregua? Pero, ¿por qué habría de enviárselo al duque y no al rey? Sin duda, el arzobispo debía saber que nadie aprovecharía con más ansiedad que el rey un ofrecimiento de paz.
-Es una advertencia del arzobispo, Alteza -explicó Beltrán-. Me dice que será una temeridad de mi parte aventurarme en el
campo de batalla, porque no menos de cuarenta de sus hombres han jurado darme muerte. Y me asegura que mis probabilidades de sobrevivir a la batalla son mínimas.
-Querido Beltrán, hoy no debéis tomar parte en el combate. Es más, no debería haber combate. ¿Qué bien puede resultar de ello para ninguno de nosotros? Que se derrame la sangre de mis súbditos... tal será el resultado del esfuerzo de este día.
-Alteza, es demasiado tarde para hablar así.
-Nunca es demasiado tarde para la paz.
-El arzobispo no aceptaría vuestro ofrecimiento de paz, a no ser bajo condiciones más degradantes. No, Alteza. Hoy debemos ir a la batalla en contra de nuestros enemigos. ¿Me permitís que responda a esta nota?
Sobriamente, Enrique hizo un gesto afirmativo y, con una sonrisa, Beltrán escribió su respuesta.
-¿Qué habéis contestado? -quiso saber el rey.
-Le he dado una descripción de mi atuendo -respondió Beltrán-, para que aquellos que juraron matarme no tengan dificultades para distinguirme.
Enrique esperaba a algunos kilómetros de donde se libraba el combate; había aprovechado la primera oportunidad para retirarse del campo de batalla, cuando supo que sus fuerzas llevaban las de perder.
Porque, decíase para sus adentros, ¿de qué serviría poner en peligro la vida del rey?
Y cubriéndose la cara con las manos lloró por la locura de los hombres, siempre deseosos de ir a la guerra.
Entretanto, el joven Alfonso entraba por primera vez en batalla, junto al belicoso arzobispo.
El combate fue largo y la matanza cruel, sin que por ello se llegara a imponer una decisión. La valentía del arzobispo de Toledo no admitía comparación más que con la del duque de Albu-querque y, después de tres horas de una carnicería tan feroz como pocas veces se había visto en Castilla, las fuerzas encabezadas por el arzobispo y por Alfonso se vieron en la necesidad de dejar el campo de batalla en manos de los hombres del rey.
Pero Enrique no estaba ansioso de sacar ventaja del hecho de
que su ejército no hubiera sido derrotado y, en cuanto a Beltrán, por muy valiente que fuera no tenía pasta de estratega, de manera que lo que podía haber sido considerado como una victoria fue tratado como una derrota.
Ahora, Castilla era un país dividido. Cada rey gobernaba en el territorio que tenía bajo su dominio.
Y aprovechándose de la ventaja obtenida gracias a que el rey se hubiera negado a considerar como victoria suya la batalla de Olmedo, el arzobispo y el marqués, con Alfonso como figura decorativa, decidieron avanzar sobre Segovia.
Isabel, Beatriz y Mencia esperaban con ansiedad toda noticia de los avances de Alfonso.
-¿Qué está sucediendo en nuestro país? -preguntábase la infanta un día que estaba en compañía de sus amigas-. En todos los pueblos de Castilla pelean entre sí hombres que llevan la misma sangre.
-¡Y qué cabe esperar si nuestro país se encuentra sumido en la guerra civil! -se lamentó Beatriz.
-Mi sueño es una Castilla en paz -susurró Isabel-. Henos aquí, dedicadas a nuestras labores de aguja, pero, ¿no pensáis, Beatriz, que si nos viéramos llamadas a gobernar esta tierra podríamos hacerlo mejor que aquellos en cuyas manos se encuentra en este momento el gobierno?
-¡Si lo pienso! -exclamó Beatriz-. Más que pensarlo, estoy segura.
-Si Castilla pudiera ser gobernada por vos, infanta, y Beatriz fuera vuestro primer ministro -fantaseó Mencia-, entonces, realmente creo que todos nuestros problemas se solucionarían en muy poco tiempo.
-Me estremezco al pensar en mi hermano -prosiguió Isabel-. Mucho tiempo hace que lo vi. ¿Recordáis el día que el arzobispo lo hizo llamar para decirle que sería puesto bajo su tutela? Me pregunto si... si todo lo sucedido desde entonces habrá cambiado a Alfonso.
-Es difícil conjeturarlo -murmuró Beatriz-. En estos últimos meses se ha convertido en rey.
-No puede haber más que un solo rey de Castilla -le recordó
Isabel- y ese rey es mi medio hermano Enrique. Oh, cómo desearía que no hubiera esta guerra. Alfonso debería ser el heredero del trono, porque no cabe duda de que la hija de la reina no lo es del rey, pero jamás debería haber sido proclamado rey. Y... ¡dejarse llevar a la batalla en contra de Enrique! Oh, cómo desearía que jamás lo hubiera hecho...
-La culpa no fue de él -señaló Mencia.
-No -coincidió Beatriz-. Si no es más que un niño; apenas tiene catorce años. ¿Cómo se lo puede culpar si ellos lo han convertido en una pieza de su juego por el poder?
-Pobre Alfonso -murmuró Isabel-. Tiemblo por él.
-Todo saldrá bien -la tranquilizó Beatriz-, Amada princesa, recordad que en otras ocasiones también hemos desesperado y que todo ha salido bien.
-Sí -asintió Isabel-. Así me salvé de un destino terrible. Pero... ¿no es alarmante ver cómo un hombre... o una mujer... puede estar vivo y bien un día, y muerto al siguiente?
-Siempre ha sido así -declaró Beatriz con su sentido práctico-. Y a veces puede ser una bendición -agregó intencionadamente.
-¡Escuchad! -exclamó Mencia-. Se oyen gritos abajo. ¿Qué podrá ser?
-Ve a ver -sugirió Beatriz.
Mencia se levantó para salir, pero antes de que hubiera tenido tiempo de hacerlo uno de los hombres de armas se precipitó al interior de la habitación.
-Princesa, señoras... Los rebeldes avanzan hacia el castillo.
La resistencia fue escasa, ya que Isabel no podía exigir un enfrentamiento con las fuerzas a la cabeza de las cuales cabalgaba su propio hermano.
Mientras los hombres irrumpían en el castillo, se oyó la voz de Alfonso: profunda, autoritaria, muy cambiada desde la última vez que Isabel lo había oído hablar.
-Tened cuidado. Recordad que en el castillo está mi hermana, la princesa Isabel.
Después la puerta se abrió de par en par y apareció Alfonso -su hermano pequeño, que ya no parecía pequeño-, ya no un
niño, sino un soldado, un rey, por más que Isabel siguiera insistiendo en que no tenía derecho a llevar la corona.
-¡Isabel! -gritó el muchacho, y de nuevo pareció un niño. El rostro se le contrajo en una mueca que parecía pedir la aprobación de su hermana, como solía hacerlo cuando daba, vacilante, los primeros pasos en el cuarto de los niños.
-¡Hermano... hermanito!
Isabel corrió a sus brazos, y durante unos segundos ambos hermanos se abrazaron.
Después, la infanta tomó en sus manos el rostro de Alfonso.
-Estáis bien, Alfonso... ¿estáis bien?
-Claro que sí. ¿Y vos, hermana querida?
-Sí... y muy feliz de volver a veros, hermano. Oh, Alfonso... ¡Alfonso!
-Isabel, ahora estamos juntos. Sigamos estándolo. Os he rescatado del poder de Enrique, y en lo sucesivo seremos los dos... vos y yo... hermano y hermana... juntos.
-Sí -asintió Isabel-, sí -y perdió la calma, y en brazos de él empezó a reírse.
Los hermanos permanecieron juntos, y en más de una ocasión Isabel acompañó a Alfonso en sus viajes por ese territorio que lo consideraba su rey.
Sin embargo, la infanta estaba perturbada. Su amor a la justicia no le permitía cegarse ante el hecho de que su hermano, de grado o por fuerza, había usurpado el trono.
Durante esos turbulentos meses, le llegaron noticias de los disturbios que abundaban en Castilla. Se renovaban las viejas rencillas entre algunas familias nobles, y no era seguro, ni para hombres ni para mujeres, viajar a ninguna parte sin escolta. Incluso miembros de la alta nobleza se aprovechaban de la situación para dedicarse al robo y al pillaje, y la Hermandad se encontraba poco menos que impotente ante esa oleada de anarquía.
Alfonso tenía su cuartel general en Ávila, que se había mantenido leal a él desde el momento de la extraña «coronación» celebrada junto a sus murallas, y había concedido al ar-
zobispo y a Villena -a quienes debía su situación- los honores y favores que éstos le exigían.
Isabel lo reconvino seriamente.
-Mientras Enrique viva vos no podéis ser rey de Castilla, Alfonso -le recordó-, porque Enrique es el hijo mayor de nuestro padre y el único y legítimo rey de Castilla.
Alfonso había cambiado desde aquellos días en que le asustaba saberse una herramienta en manos de esos hombres ambiciosos. Ahora había saboreado los placeres que da el ser rey, y no estaba de ninguna manera dispuesto a renunciar a ellos.
-Pero, Isabel -señaló-, un rey gobierna por voluntad de su pueblo y, si no llega a agradar al pueblo, entonces no tiene derecho a la corona.
-En Castilla hay todavía muchos que se complacen en llamar rey a Enrique -contestó Isabel.
-Isabel querida -continuó su hermano-, sois muy buena y muy justa. Enrique no ha sido bondadoso con vos; ha procurado imponeros un matrimonio repugnante... y sin embargo, vos dais la impresión de defenderlo.
-Es que esto no es cuestión de bondad, hermano -precisó la infanta-. De lo que se trata es de lo que está bien, y Enrique es el rey de Castilla; vos sois el impostor.
Alfonso le sonrió.
-Debemos consentir en las diferencias -respondió-. Me alegro de que, aunque me consideréis un impostor, sigáis amándome.
-Sois mi hermano y eso nada puede alterarlo. Pero espero que un día se llegue a un acuerdo y que seáis proclamado el heredero del trono. Tales son mis deseos.
-Los nobles jamás lo aceptarían.
-Porque ellos van en busca del poder, no de lo que es justo y recto, y siguen valiéndose de nosotros, Alfonso, como de marionetas que les son útiles para sus planes. Al apoyaros, están apoyando lo que consideran mejor para sí mismos, y también los que defienden a Enrique lo hacen por razones egoístas. Pero el bien sólo puede llegar por la vía de la justicia.
-Bueno, Isabel, aunque parecería que estuvierais del lado de mis enemigos...
-¡Eso nunca! Estoy siempre con vos, Alfonso, pero vuestra
causa debe ser la causa justa, y en este momento no sois más que el heredero del trono, pero no el rey.
-Debo deciros, Isabel, que jamás os obligaría a contraer un matrimonio que os disgustara y que ningún obstáculo pondría a vuestra boda con Fernando de Aragón.
-Querido hermano, vos me deseáis felicidad, lo mismo que yo a vos. Por el momento, regocijémonos por el hecho de estar juntos.
-En breve partiré hacia Ávila, Isabel, y vos debéis venir con nosotros.
-Con gusto lo haré -consintió la infanta.
-Es una maravilla teneros a mi lado; me gusta contar con vuestro consejo. Y debéis saber, Isabel, que con frecuencia lo sigo. Nuestra discrepancia se limita únicamente a este importante punto. Dejadme, hermana, que os diga algo: no es mi deseo ser injusto. Si fuera un poco mayor, diría a esos hombres que no alegaré derecho alguno sobre la corona mientras mi medio hermano viva o mientras una voluntad común no le obligue a renunciar a ella. Eso haría, claro que sí, Isabel. Pero no tengo la edad suficiente y debo obedecer a esos hombres, bien lo veis, Isabel. ¿Qué sería de mí si me negara a hacerlo?
-¿Quién puede saberlo?
-Porque bien veis, Isabel, que en ese caso no sería ni el amigo de esos hombres, ni el de mi hermano Enrique; estaría en esa árida tierra de nadie que hay entre ellos, y no sería amigo de ninguno y sí enemigo de ambos.
En esos momentos era cuando Isabel advertía que un niño asustado seguía mirando por los ojos de su hermano Alfonso, el rey usurpador de Castilla.
Mientras Alfonso y sus hombres se dirigían hacia la pequeña aldea de Cardeñosa, a un par de leguas de distancia, Isabel se quedó en Ávila: había sentido la necesidad de detenerse unos días en el convento de Santa Clara, donde las monjas la recibieron, en compañía de Beatriz y de Mencia.
La infanta deseaba hacer unos días de retiro, para meditar y orar. Ya no rogaba por que se hiciera realidad su matrimonio con Fernando, porque cuando pensaba que debería dejar Casti-
Ha para dirigirse a Aragón no podía dejar de recordar que eso significaba también abandonar a su hermano.
-En este momento, él me necesita -comentaba con Beatriz-. Ah, cuando está con sus hombres, cuando se ocupa de los asuntos de estado, nadie creería que es poco más que un niño. Pero yo sé que muchas veces es apenas un chiquillo perplejo. Creo que si se pudieran arreglar las cosas para poner término a este desdichado conflicto nadie sería más feliz que Alfonso.
-En una corona -caviló Beatriz- hay cierta magia que hace que aquellos que la sienten pesar sobre su cabeza se resistan tercamente a abandonarla.
-Y sin embargo, en lo profundo de su corazón, Alfonso sabe que todavía no tiene derecho a ceñírsela.
-Vos lo sabéis, princesa, y yo de verdad creo que si quisieran ceñir con ella vuestra frente antes de que sintierais vos que es vuestra de derecho no la aceptaríais. Pero vos, querida señora, sois una en un millón. ¿No os he dicho acaso que sois buena... como pocos lo son?
-No me conocéis, Beatriz. ¿No me regocijé con la muerte de Carlos... y con la de don Pedro? ¿Cómo puede ser buena quien reacciona con júbilo ante la desdicha de otros?
-¡Bah! -exclamó Beatriz, olvidando la deferencia que se debe a una princesa-. En tales ocasiones habríais sido inhumana si no os regocijabais.
-Un santo no lo habría hecho, de manera que os ruego, Beatriz, que no me endoséis el sayo de la santidad, porque os veríais tristemente desilusionada. Y si ahora ruego por la paz de nuestro país no es porque sea buena, sino porque sé que con el país en paz seremos todos mucho más felices... Enrique, Alfonso y yo.
En el convento de Santa Clara se rezaron, a instancias de Isabel, plegarias especiales por la paz. Para la infanta, la vida del convento era estimulante; se sentía dispuesta a abrazar su austeridad y con agrado se entregaba a las oraciones y a la contemplación.
Isabel había de recordar esos días pasados en el convento como el término de cierto período de su vida, pero no podía saber, mientras recorría los corredores de piedra, mientras escuchaba las campanas que la llamaban a la capilla y el canto de las voces que en ella se elevaban, que estaban preparándose aconte-
cimientos que habrían de obligarla a desempeñar un importante papel en el conflicto desencadenado en torno de ella.
Quien le trajo la noticia fue Beatriz, a quien habían pedido que lo hiciera porque nadie más se atrevía a dársela.
Isabel vio acercarse a Beatriz con el rostro hinchado por las lágrimas que había vertido, incapaz, por una vez, de encontrar palabras para aquello que tenía que decir.
-¿Qué ha sucedido, Beatriz? -interrogó la infanta, sintiendo ya cómo la alarma le pesaba en el corazón.
Cuando Beatriz, sacudiendo la cabeza, empezó a llorar, volvió a interrogarla:
-¿Es Alfonso?
Su amiga hizo un gesto afirmativo.
-¿Está enfermo?
Beatriz la miró; su mirada era trágica.
-¿Muerto? -susurró Isabel.
Súbitamente Beatriz encontró las palabras.
-Se retiró a su habitación después de la cena y cuando sus servidores fueron a despertarlo les fue imposible hacerlo; había muerto durante el sueño.
-Veneno... -murmuró Isabel, y volviendo el rostro, susurró-: Entonces... ahora le ha tocado a Alfonso.
Se quedó mirando por la ventana fijamente, sin ver las negras siluetas de las monjas que se encaminaban presurosas a la capilla, sin oír las llamadas de la campana. Mentalmente veía a Alfonso despertándose de pronto en la noche con el conocimiento de lo sucedido. Tal vez hubiera llamado a su hermana; naturalmente, sería a ella a quien llamaría en su angustia.
Entonces... le había tocado a Alfonso.
Isabel no lloró. Se sentía demasiado aturdida, demasiado vaciada de sentimientos. Se volvió hacia Beatriz.
-¿Dónde sucedió? -quiso saber.
-En Cardeñosa.
-Y la noticia...
-Llegó hace unos minutos. Alguien que venía del pueblo llegó al convento. Dicen que Ávila entera lo sabe y que toda la ciudad está sumida en el dolor.
-Iremos a Cardeñosa, Beatriz-decidió Isabel-. ¡Iremos inmediatamente a despedirnos por última vez de Alfonso!
Beatriz se acercó a rodear a su señora con un brazo, moviendo tristemente la cabeza, y le habló con voz que se quebraba por la emoción.
-No, princesa, de nada os servirá. No haréis más que aumentar vuestro sufrimiento.
-Quiero ver por última vez a Alfonso -repitió Isabel, inexpresivamente.
-Os estáis torturando.
-Él desearía que yo fuera. Vamos, Beatriz. Saldremos inmediatamente hacia Cardeñosa.
Mientras Isabel salía a caballo de Ávila, la gente que se encontraba por las calles apartaba de ella su rostro. La infanta estaba agradecida de que todos entendieran su dolor.
Todavía no se había puesto a pensar lo que significaría para ella la muerte de Alfonso; se había olvidado de estos hombres ambiciosos, que de manera tan despiadada habían puesto término a la niñez de Alfonso para convertirlo en rey y que ahora volverían la atención sobre ella. En su corazón no había lugar más que para un solo hecho que la abrumaba: que Alfonso, su hermanito, su compañero desde los primeros años, había muerto.
Se quedó sorprendida al entrar en la pequeña aldea de Cardeñosa de no encontrar signo alguno de duelo. Vio un grupo de soldados que se llamaban a gritos, alegremente; al resonar en sus oídos, las risas le parecieron inhumanas.
Al advertir su presencia, los hombres interrumpieron su charla para saludarla, pero la infanta recibió el homenaje como si no se diera cuenta de que se lo ofrecían. ¿Era eso todo lo que les importaba Alfonso?
-¿Es ésta la forma en que demostráis respeto por vuestro rey? -les gritó Beatriz, súbitamente encolerizada.
Los soldados la miraron, perplejos. Uno de ellos abrió la boca como si tuviera intención de hablar, pero Isabel y su pequeña comitiva habían seguido la marcha.
Los mozos que les recibieron los caballos tenían el mismo aire despreocupado que los soldados que habían visto por las calles.
-En Cardeñosa no respetáis el duelo como en Ávila. ¿Por qué? -preguntó impulsivamente Beatriz.
-¿Qué duelo, señora? ¿Por qué hemos de estar de duelo?
A Beatriz le costó contenerse para no abofetear en plena cara al muchacho.
-¿Es que no amabais a vuestro rey? -insistió.
En el rostro del mozo asomó la misma mirada de perplejidad que habían visto en la cara de los soldados al atravesar la aldea.
Después se oyó una voz que venía del interior de la posada donde Alfonso había instalado su cuartel general:
-¿Qué sucede? ¿Se ha fatigado la princesa Isabel de la vida conventual y ha venido a visitar a su hermano?
Beatriz vio que Isabel palidecía y tendió un brazo para sostenerla, pensado que su señora estaba a punto de desmayarse. ¿Podría ser esa la voz de un fantasma? ¿Podía haber otro que hablara con la voz de Alfonso? Pero allí estaba Alfonso, lleno de salud y de vigor. Venía a la carrera, atravesando el patio, gritando:
-¡Isabel! No me han mentido, entonces. Estáis aquí, hermana.
Isabel se bajó del caballo para correr hacia su hermano; lo rodeó con sus brazos, cubriéndolo de besos y después, tomándole el rostro entre las manos, lo miró atentamente.
-Conque sois vos, Alfonso. Sois realmente vos, no un fantasma. Aquí está mi hermano... mi hermanito...
-Vaya, pues no sé quién más podría ser -bromeó Alfonso.
-Pero dijeron... Cómo... ¡cómo es posible que se difundan tan perversas falsedades! Oh, Alfonso... ¡me siento tan feliz!
Y allí, ante los ojos atónitos de mozos de cuadra y soldados. Isabel empezó a llorar, no con desesperación, sino calma y dulcemente, con lágrimas de felicidad.
También Alfonso se enjugó los ojos y rodeando a su hermana con un brazo la condujo al interior de la posada.
Junto a ellos entró Beatriz.
-Fue un rumor malvado -explicó-. En Ávila están llorando vuestra muerte. Oímos decir que habíais muerto durante la noche.
-¡Esos rumores! -exclamó Alfonso-. ¿Cómo se inician? Pero no nos preocupemos ahora por eso. Qué bueno es teneros conmigo, Isabel. ¿Os quedaréis aquí algún tiempo? Esta noche tenemos una fiesta especial... lo más parecido a un banquete que se
puede disponer en este lugar -dirigiéndose a sus hombres, continuó-: He aquí a mi hermana, la princesa Isabel. Ordenad que preparen un banquete digno de ella.
Alfonso estaba profundamente conmovido por la emoción de su hermana. El hecho de que Isabel fuera habitualmente tan dueña de sí le hizo tomar conciencia de la profundidad de los sentimientos de la infanta y temió ser él mismo incapaz de dominar los suyos. Constantemente tenía que recordarse que ya no era un niño, sino un rey.
Hizo venir al posadero.
-Deseo un banquete especial -ordenó- en honor de la llegada de mi hermana. ¿Qué podéis ofrecernos?
-Alteza, tengo algunos pollos... muy buenos y muy tiernos, y también hay truchas...
-Haced todo lo posible para ofrecernos un banquete como jamás hayáis servido, porque ha llegado mi hermana y esto es para mí muy importante.
Dicho esto se volvió hacia su hermana y de nuevo los dos se abrazaron.
-Isabel, cuánto me alegro de que estemos nuevamente juntos -susurró Alfonso-, Quisiera que lo estuviéramos con toda la frecuencia posible. Hermana, os necesito a mi lado. Sin vos... me siento todavía un poco inseguro.
-Sí, Alfonso, sí -respondió la infanta con la misma voz baja y tensa-; es menester que estemos juntos. Los dos nos necesitamos. En el futuro... no debemos separarnos.
Alegre fue la cena que sirvieron esa noche en la posada de Cardeñosa.
La trucha estaba deliciosa, al punto de que así lo comentó Alfonso, quien se sirvió una nueva porción.
Todo el mundo estaba alegre. Qué agradable, decían, era que se les hubieran reunido las señoras; además habían oído decir que la princesa Isabel tenía la intención de acompañar a su hermano en sus futuros viajes por sus dominios.
Cuando se retiraron a su cuarto Isabel y Beatriz hablaron de todo lo sucedido durante el día, maravillándose de que hubieran podido salir de Ávila sumidas en tal dolor, para encontrarse ese mismo día en Cardeñosa con tanto júbilo.
Mientras peinaba a su señora comentó Beatriz.
-Y sin embargo, me sorprende que puedan empezar a correr semejantes rumores.
-No es difícil entenderlo, Beatriz. Son tantos los que ocupan altos cargos y mueren de muerte súbita que se hace muy fácil creer la historia de que ha habido otra muerte así.
-Sí, debe ser -asintió Beatriz, y no quiso seguir con el tema, temerosa de estropear con ello el placer del día.
Sin embargo, se sentía un poco inquieta. Ávila estaba apenas a dos leguas de Cardeñosa, y el rumor se había adueñado de toda la ciudad. ¿Cómo era posible... estando tan cerca?
Pero no quiso demorarse cavilando en ese terrible momento en que le habían traído la noticia y se había dado cuenta de que tenía la obligación de dársela a Isabel.
La infanta se despertó temprano, y durante unos momentos no pudo recordar dónde estaba. Después, volvieron a su memoria los acontecimientos del día anterior, de ese día extraño que había empezado con tanto dolor y había terminado en el júbilo.
Naturalmente, estaba en la posada de Cardeñosa.
Se quedó tendida, inmóvil, pensando en el momento en que Alfonso salió de la posada y en que ella, por unos instantes, creyó estar viendo un fantasma. Ahora, pensaba, estaré siempre con él; lo asumiré como un deber, ya que después de todo es un niño y es mi hermano.
Tal vez pudiera influir sobre él, persuadirlo de que no podía ser legítimo rey mientras Enrique viviera. Si lo declaraban heredero del trono nada tendría que objetar Isabel, que creía sin ninguna duda que la pequeña Juana no tenía derecho alguno a ese título. En lo sucesivo, se dijo, Alfonso y yo ya no nos separaremos.
Se oyó un golpe a la puerta y la princesa invitó a entrar a su visitante.
Apareció Beatriz, pálida y alterada.
-Alteza, ¿queréis venir a la habitación de Alfonso? -preguntó.
Isabel se enderezó, aterrada.
-¿Qué ha sucedido?
-Me han pedido que os lleve junto a él.
-¡Está enfermo!
Volvieron a invadirla todos los temores del día anterior.
-No pueden despertarlo -explicó Beatriz-. No entiendo qué es lo que puede haber sucedido.
Arrojó una bata sobre los hombros de Isabel y ambas se dirigieron al cuarto de Alfonso.
Tendido en su cama, el muchacho tenía un aspecto extraño.
Isabel se inclinó sobre él.
-Alfonso... Alfonso, hermano, soy Isabel. Despertaos. ¿Es que algo os duele?
No hubo respuesta. La habitación, que apenas si tenía un ventanuco, estaba a oscuras.
-No puedo verlo bien -murmuró Isabel mientras le tocaba la frente, cuya frialdad la sobresaltó. Cuando intentó tomarle la mano, ésta se le escapó y volvió a caer, yerta, sobre el cobertor.
Horrorizada, Isabel se volvió hacia Beatriz, que estaba de pie tras ella.
La joven dama de honor se acercó más a la figura tendida sobre el lecho, le apoyó una mano sobre el corazón y allí la dejó inmóvil durante unos momentos, mientras pensaba cómo decir lo que ya sabía qué era inevitable decir.
Se volvió hacia Isabel.
-No -gimió ésta-. ¡No!
Beatriz no le respondió, pero la infanta sabía que no había manera de esquivar la verdad.
-Pero, ¿cómo... cómo? -balbuceó-. Pero... ¿por qué...?
Beatriz la rodeó con un brazo.
-Enviemos en busca de los médicos -suspiró, e irritada, se volvió hacia el paje de Alfonso-, ¿Por qué no hicisteis venir antes a un médico?
-Señora, cuando vine a despertarlo y no me respondió, me asusté y fui a buscaros. No habrán pasado más de diez minutos desde que entré en esta habitación y lo encontré tal como está. Entonces acudí a vos, seguro de que me diríais qué era lo que debía hacer.
-Id en busca de los médicos -ordenó Beatriz.
El paje salió e Isabel miró a su amiga con ojos acongojados.
-¿Ya sabéis que no hay nada que puedan hacer los médicos, Beatriz?
-Señora amada, me temo que así es.
-Entonces... -balbuceó Isabel-, entonces lo he perdido. Después de todo, lo he perdido.
Beatriz la abrazó, sin que Isabel le respondiera ni le ofreciera resistencia.
Cuando los médicos entraron en la habitación la infanta los observó con indiferencia mientras se aproximaban a la cama y cambiaban entre sí miradas significativas.
Beatriz sintió que perdía el dominio de sí.
-Pero, vamos, ¡decid algo! -los exhortó-. Está muerto... ¿no es eso? ¿Está muerto?
-Eso tememos, señora.
-Y... ¿no se puede hacer nada?
-Es demasiado tarde.
-Demasiado tarde -repitió para sí Isabel-. Qué tonta fui al pensar que podría ayudarlo, al creer que podría salvarlo. ¿Cómo podría haberlo salvado, a no ser teniéndolo junto a mí día y noche, probando yo cada bocado de su comida antes de que él se lo llevara a los labios?
-Pero, ¿cómo... cómo...} -gemía Beatriz, pero era una pregunta que ninguna de ellas podía responder.
La infanta comprendía ahora por qué se habían difundido los rumores en Ávila. Los conspiradores no habían trabajado con total unidad; algo debía de haberles fracasado en la posada, cuando los portadores de la noticia ya estaban en viaje y comenzaban a anunciarla de acuerdo con algún plan preestablecido.
Es decir que la noticia de la muerte de Alfonso había empezado a circular antes de que realmente sucediera.
¿Cómo era posible que Alfonso hubiera muerto en forma tan repentina, si no había habido alguien que interrumpiera deliberadamente su vida? Pocas horas antes rebosaba de salud y de vida y ahora había muerto.
Pobre Alfonso, pobre e inocente Alfonso; eso era lo que él había temido, en aquellos primeros días en que tanto hablaba del destino de otros. Y ahora le había tocado a él... de la misma manera que lo había temido.
Isabel confiaba en que su hermano no hubiera sufrido mucho. Era increíble que ella hubiera estado tan cerca y que él se hubiera despertado en su agonía mientras su hermana dormía tranquilamente, sin darse cuenta.
Vio que los ojos de Beatriz se posaban sobre ella, llameantes. Beatriz querría descubrir quién era el culpable de todo eso. Beatriz querría vengarse.
Pero, ¿de qué serviría? Aquello no les devolvería a Alfonso.
LA HEREDERA DEL TRONO
En el convento de Santa Clara, Isabel se entregó al duelo por su hermano.
Permanecía inmóvil, pensando en los días pasados cuando ella y su madre se habían recluido en Arévalo con el pequeño Alfonso. Ahora su madre aún vivía, si es que se podía llamar vivir a esa existencia. Y ella, Isabel, estaba sola para hacer frente a un mundo turbulento.
En ocasiones, la infanta miraba con envidia a las jóvenes monjas que estaban a punto de tomar el velo y de separarse para siempre del mundo.
-Ojalá pudiera yo aislarme así -comentaba con Beatriz.
Pero Beatriz, siempre libre en el hablar, negaba con la cabeza.
-No, señora mía, no es eso lo que deseáis. Bien sabéis qué gran futuro os aguarda y no sois mujer de volver la espalda a su destino. Ni es para vos la vida de las monjas de clausura. Un día seréis reina y vuestro nombre será recordado y reverenciado por las generaciones futuras.
-¿Quién puede decirlo? -murmuraba Isabel-. ¿No podríais, acaso, haber hecho la misma profecía a mi pobre Alfonso?
No había pasado mucho tiempo en el convento cuando hubo de recibir un visitante. El arzobispo de Toledo en persona, como representante de la confederación que se había alzado en contra del rey, había viajado hasta el convento para hablar con la infanta. Ella lo recibió con reservas y él se mostró desacostumbradamente humilde.
-Mis condolencias, Alteza -expresó al saludarla-. Sé cuánto sufrís por esta gran pérdida y mis amigos y yo nos unimos a vuestro dolor.
-Sin embargo -señaló Isabel-, es posible que en este mo-
mentó Alfonso estuviera vivo si jamás hubiera sido proclamado rey de Castilla.
-Es verdad que no habría estado en Cardeñosa y que tal vez no se hubiera contagiado la plaga.
-O comido la trucha -precisó Isabel.
-Ay, vivimos tiempos peligrosos -murmuró el arzobispo-. Por eso necesitamos un gobierno de mano firme y un monarca capaz de integridad.
-Los tiranos no pueden menos que ser peligrosos en un país donde se enfrentan dos gobernantes. Creo que tal vez mi hermano no habría muerto si hubiera contado en su intento con la bendición de Dios.
-Alteza, si tal como vos insinuáis su muerte fue debida a la trucha, entonces es, seguramente, obra de la maldad del hombre y no de la justicia de Dios.
-Acaso -insistió Isabel- si Dios hubiera mirado con buenos ojos el ascenso de Alfonso al trono hubiera evitado su muerte.
-Quién puede decirlo -suspiró el arzobispo-. Venía a recordaros, Alteza, la triste situación de Castilla y la necesidad de reformas.
-No es necesario que me lo recordéis -respondió Isabel-, pues sobre el estado de nuestro país me han llegado informes que me llenan de una consternación tal que, aunque lo intentara, no podría olvidarlos.
El arzobispo inclinó la cabeza.
-Alteza -aventuró-, nuestro deseo es proclamaros reina de Castilla y de León.
-Os lo agradezco -replicó Isabel-, pero mientras viva mi hermano Enrique nadie más tiene derecho a la corona. Durante demasiado tiempo se han prolongado en Castilla los conflictos, debidos en su mayor parte al hecho de que hubiera en ella dos soberanos.
-Alteza, ¿no querréis decir que rechazáis ser proclamada reina?
-Eso es, exactamente, lo que quiero decir.
-Pero... es increíble.
-Yo sé que es lo correcto.
-Pero, Alteza, si fuerais reina podríais empezar inmediatamente a enderezar todo lo que está torcido en Castilla. Conta-
riáis con mi apoyo y con el de mi sobrino y eso podría ser el comienzo de una nueva época para el país.
Isabel permaneció en silencio, imaginando todo lo que anhelaba hacer por su país. Más de una vez había proyectado que reforzaría la Hermandad, que intentaría atraer nuevamente a su pueblo a una vida más religiosa, que establecería una corte que fuera directamente lo opuesto de la corte de su hermano.
-Nuestra reina actual -murmuraba el arzobispo- está haciéndose notar por la vida de lascivia que lleva. Tiempos hubo en los que se contentaba con un solo amante; ahora, necesita muchos. ¿No veis acaso, Alteza, qué mal ejemplo está dando con ello a nuestro pueblo?
-Bien que lo veo -respondió Isabel.
-¿Por qué vaciláis, entonces?
-Porque, por buenas que sean nuestras intenciones, irán al fracaso a menos que tengan como fundamento una causa justa. Si hubiera yo de aceptar lo que me ofrecéis, sé que estaría haciendo algo malo y por eso rechazo vuestro ofrecimiento.
El arzobispo se quedó atónito; no había creído en la auténtica piedad de la infanta, ni pensaba que pudiera ella resistirse al ofrecimiento de la corona.
-Lo que me agradaría -prosiguió Isabel- sería llegar a una reconciliación con mi medio hermano. Nuestras dificultades provienen de la contienda entre dos facciones en guerra. Empecemos por tener paz, y puesto que creéis que la hija de la reina es ilegítima, quien sigue en el orden de sucesión soy yo.
El arzobispo levantó la cabeza.
-¿Estáis de acuerdo con eso? -preguntó Isabel.
-Naturalmente que estoy de acuerdo, Alteza. He ahí la raíz de todos nuestros problemas.
-Entonces, puesto que estáis seguros de que la reina ha cometido adulterio, yo debo ser proclamada heredera del trono. Así se pondría término a esta guerra y las cosas estarían como deben estar.
-Pero, Alteza, lo que os ofrecemos es nada menos que el trono.
-Jamás lo aceptaré -declaró firmemente Isabel- mientras viva mi medio hermano Enrique.
El azorado arzobispo tuvo que comprender, finalmente, que la infanta hablaba con absoluta seriedad.
Su hermana quería verlo, cavilaba Enrique. Pues bien, ya no era la tranquila chiquilla cuyo carácter sereno había interpuesto entre los dos una barrera de reserva.
Isabel era ahora una persona importante. Villena y el arzobispo querían convertirla en 'Peina y, al parecer, lo único que les impedía coronarla como habían coronado a Alfonso era la firme resolución adversa de ella.
Isabel había declarado que lo que quería era la paz.
¡La paz!, pensaba Enrique. Nadie podría desearla más que yo.
Estaba dispuesto a renunciar a cualquiera de sus posesiones, listo para consentir en cualquier propuesta que le hicieran, con tal de alcanzar tan anhelada meta.
Quería que Villena volviera a ser su amigo, porque tenía gran fe en él. El cardenal Mendoza, que desde la época de aquella ceremonia celebrada junto a las murallas de Ávila apoyaba la causa de Enrique con toda la fuerza de su enérgica naturaleza, no era su amigo, como lo había sido antaño Villena; Enrique temía al cardenal. Y en cuanto a Beltrán de la Cueva, duque de Albu-querque, era más amigo de Juana que de Enrique; los dos se apoyaban recíprocamente, y con frecuencia Enrique tenía la sensación de que no estaban de parte de él.
Ahora, Villena y el arzobispo de Toledo, que habían reemplazado a Alfonso por Isabel como figura decorativa, le pedían una entrevista, y Enrique estaba dispuesto a concedérsela.
Se sorprendió al recibir una visita de Villena la víspera misma de la entrevista. Tan pronto como fue conducido a presencia de Enrique, Villena rogó que lo dejaran a solas con el rey.
Enrique accedió de muy buena gana; la ocasión le traía a la memoria muchas otras del pasado.
-Alteza -empezó Villena, arrodillándose ante Enrique-, tengo grandes esperanzas de que entre nosotros las cosas vuelvan pronto a ser lo que fueron.
Enrique sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
-Levantaos, amigo mío -exhortó-, y decidme lo que os trae.
-En Toros de Guisando se os pedirá que aceptéis ciertas proposiciones, Alteza, y es posible que se os haga difícil acceder a ellas.
Villena se había puesto de pie y le sonreía, como solía sonreírle en la época de su antigua amistad.
Por el rostro de Enrique pasó una sombra de agotamiento.
-¿Quisierais aceptar mi consejo? -prosiguió Villena.
-Con placer lo tendré en cuenta -respondió Enrique.
-Alteza, si hubiera alguna condición que os parezca imposible, nos os preocupéis demasiado por ella.
-¿A qué os referís?
-A que en este momento lo necesario es la paz. Si más adelante sentís que las condiciones que os fueron impuestas eran injustas... -Villena se encogió de hombros.
Enrique sonrió. Le encantaba volver a tener a Villena de su parte. Villena era un hombre que podía hacerse cargo de todos los asuntos de estado, un hombre que atemorizaba a todos los que se ponían en contacto con él; y sería muy deseable dejar otra vez todo en sus manos, tan capaces.
-Es deseable, Alteza, que por el momento tengamos paz.
-Muy deseable -coincidió Enrique.
-Entonces, accederéis a los términos que se os planteen, y más adelante, si nos parecen insostenibles, volveremos a examinarlos.
-¿Os referís a que lo haremos... vos y yo?
-Si Vuestra Alteza quiere hacerme la gracia de escuchar mi consejo, será para mí una gran alegría ofrecerlo.
Lágrimas de debilidad brillaron en los ojos de Enrique. La larga rencilla había terminado; el astuto Villena había abandonado el campo contrario para ser una vez más su amigo.
La reunión se efectuó en una posada conocida como la Venta de los Toros de Guisando. El nombre de Toros de Guisando derivaba de los toros de piedra que habían quedado en el lugar desde que lo invadieran los ejércitos de Julio César, según rezaban las inscripciones latinas.
Allí, Enrique abrazó con gran ternura a Isabel, y se alegró al advertir que el encuentro de ambos no dejaba de conmoverla.
-Isabel -le dijo-, con tristeza nos encontramos. Los santos saben que no guardaba yo resentimiento alguno contra Alfonso. No fue él quien se ciñó la corona; otros se la impusieron. Como vos, estoy sediento de paz. ¿Será acaso imposible que logremos aquello que tan fervientemente anhelamos?
-No, hermano, no ha de serlo -respondió Isabel.
-He oído decir, querida mía -prosiguió Enrique-, que os habéis negado a permitir que os proclamaran reina de Castilla. Sois tan buena como prudente.
-Hermano -contestó Isabel-, en este momento no puede haber más que un monarca en Castilla y, de derecho, ese monarca sois vos.
-Isabel, ya veo que llegaremos a entendernos.
Todo eso era muy conmovedor, pensaba el arzobispo, pero ya era hora de pasar a los aspectos prácticos.
-El primer punto de nuestra declaración, y el más importante -anunció-, es que la princesa Isabel debe ser proclamada heredera de las coronas de Castilla y de León.
-Consiento en ello -aceptó Enrique.
Isabel se quedó admirada de su presteza en la aceptación, que sólo podía significar la admisión de que la hija de su mujer no era hija de él.
-Sería necesario -continuó el arzobispo- que se concediera una amnistía a todos aquellos que hayan participado en la contienda.
-Concedida -dijo Enrique-, y con alegría.
-Aunque me apene decirlo -siguió diciendo el arzobispo-, la conducta de la reina no es la que podría elevarla a los ojos de su pueblo.
El rey movió tristemente la cabeza. Desde que Beltrán se había dedicado con tanto interés a la política, Juana se había lanzado en busca de amantes mejor dispuestos a hacer de ella la principal preocupación de su vida... y los había encontrado.
-Debemos exigir un divorcio -precisó el arzobispo-, y que la reina sea enviada nuevamente a Portugal.
Enrique vacilaba, preguntándose cómo iba a hacer frente a la cólera de Juana si aceptaba semejante condición, pero confió en su capacidad para dejar semejante responsabilidad en manos de algún otro. Después de todo, en Portugal Juana podría encontrar amantes con tanta facilidad como en Castilla. Ya le aseguraría él -si es que tenía que hablarle del asunto- que la decisión no había sido de su incumbencia.
Sus ojos se encontraron con los de Villena, y entre los dos se cruzó una mirada de entendimiento.
-Sí... doy mi consentimiento -dijo el rey.
-Se convocarán las Cortes con el fin de dar a la princesa Isabel el título de heredera de las coronas de Castilla y de León.
-Así se hará -asintió Enrique.
-Además -prosiguió el arzobispo- la princesa Isabel no será obligada a casarse en contra de sus deseos, ni debe tampoco hacerlo sin vuestro consentimiento.
-De acuerdo -repitió Enrique.
-Entonces -proclamó el arzobispo- la princesa Isabel es la heredera de las coronas de Castilla y de León.
Beatriz se regocijaba de que su señora hubiera sido proclamada heredera de la corona.
Era la manera más segura de calmar su dolor, pues Isabel estaba empeñada en dominar sus emociones para poder consagrarse a la enorme tarea que, si llegaba a la madurez, iba a corres-ponderle.
La princesa estaba decidida a lograr durante su gobierno el engrandecimiento de Castilla.
Se entregó a la meditación y a la plegaria; se puso a estudiar historia: la de su país tanto como la de otros. Esa dedicación, decía Beatriz a Mencia, era como el leño al que se aferra alguien que se ahoga.
De otra manera Isabel no habría podido superar el tremendo golpe que había sido para ella la muerte de Alfonso, doblemente difícil de soportar por cuanto, tras haberlo dado por muerto, había tenido la enorme alegría de encontrarlo con vida, pero sólo para volver a perderlo pocas horas más tarde.
Beatriz estaba decidida a cuidar de su señora, ya que no dudaba de que habría muchos dispuestos a ensayar con ella alguna trucha envenenada. Estaban los partidarios de la reina Juana y su hija, a quienes nada podría venir mejor que la muerte de Isabel.
Pero Isabel no moriría, había decidido Beatriz y Beatriz se salía siempre con la suya.
Isabel, heredera de las coronas de Castilla y de León, ya no era simplemente la hermana de Alfonso, el rey-usurpador; ahora eran muchos los que pedían su mano en matrimonio.
A España llegaron embajadores de Inglaterra en busca de una
novia para Ricardo de Gloucester, hermano del rey Eduardo IV, que también, antes de casarse con Elizabeth Grey, había pensado en Isabel como posible reina. Isabel sería muy adecuada para Ricardo.
-Vaya, con ese matrimonio sería posible que algún día fuerais reina de Inglaterra -comentó Beatriz.
-Pero, ¿cómo podría servir a Castilla, siendo reina de Inglaterra? -objetó Isabel.
También había un pretendiente de Francia, el duque de Guiana, hermano de Luis XI, que ocupaba el primer lugar en la línea de sucesión del trono de Francia.
-Seríais reina de Francia -señalaba Beatriz, pero Isabel se limitaba a negar con la cabeza, sonriendo.
-¿Todavía pensáis en Fernando?
-Siempre me he considerado comprometida con Fernando.
-Os habéis hecho una imagen de él -decíale con ansiedad Beatriz-. ¿Y si fuera falsa?
-No creo que pueda serlo.
-Pero, princesa, ¿cómo podéis estar segura? ¡Son tantas las decepciones de la vida!
-Escuchadme, Beatriz -decía fervorosamente Isabel-. Para mí, no hay otro matrimonio que el matrimonio con Fernando. Mediante él uniremos Castilla y Aragón; ¿no comprendéis lo que significará eso para España? A veces, creo que es parte de un gran designio... de un designio divino. Ya veis de qué manera van desapareciendo todos los obstáculos que se interponen entre Fernando y el trono de Aragón. Y parecería que lo mismo sucede con mi camino hacia el trono de Castilla. ¿Es posible que sea simplemente coincidencia? No puedo creerlo.