Christian sigue conduciendo junto a unas casas de madera de planta baja bien conservadas, donde se ve a niños jugando a baloncesto en los patios y recorriendo las calles en bicicleta. Las casas están rodeadas de árboles y todo tiene un aspecto próspero y apacible. Quizá vayamos a visitar a alguien. Pero ¿a quién?
Al cabo de unos minutos, Christian da un giro cerrado a la izquierda y nos detenemos frente a dos vistosas verjas blancas de metal, enclavadas en un muro de piedra de unos dos metros de alto. Christian aprieta un botón de su manija y una pantallita eléctrica desciende con un leve zumbido en el lateral de su puerta. Pulsa un número en el panel y las verjas se abren dándonos la bienvenida.
Él me mira de reojo y su expresión ha cambiado. Parece indeciso, nervioso incluso.
– ¿Qué es esto? -pregunto, sin poder disimular cierta inquietud en mi tono.
– Una idea -dice en voz baja, y el Saab atraviesa suavemente la entrada.
Subimos por un sendero bordeado de árboles, con anchura suficiente para dos coches. A un lado los árboles rodean una zona boscosa, y al otro se extiende un terreno hermoso de antiguos campos de cultivo dejados en barbecho. La hierba y las flores silvestres han invadido el lugar, recreando un paisaje rural idílico: un prado, donde sopla suavemente la brisa del atardecer y el sol crepuscular tiñe de oro las flores. Es una estampa deliciosa que transmite una gran tranquilidad, y de pronto me imagino tumbada sobre la hierba, contemplando el azul claro de un cielo estival. La idea es tentadora, aunque por algún extraño motivo me provoca añoranza. Es una sensación muy extraña.
El sendero traza una curva y se abre a un amplio camino de entrada frente a una impresionante casa, de estilo mediterráneo, construida en piedra de suave tonalidad rosácea. Es una mansión suntuosa. Todas las luces están encendidas y las ventanas refulgen en el ocaso. Hay un BMW negro aparcado frente a un garaje de cuatro plazas, pero Christian se detiene junto al grandioso pórtico.
Mmm… me pregunto quién vivirá aquí. ¿Por qué hemos venido?
Christian me mira ansioso mientras apaga el motor del coche.
– ¿Me prometes mantener una actitud abierta? -pregunta.
Frunzo el ceño.
– Christian, desde el día en que te conocí he necesitado mantener una actitud abierta.
Él sonríe con ironía y asiente.
– Buena puntualización, señorita Steele. Vamos.
Las puertas de madera oscura se abren, y en el umbral nos espera una mujer de pelo castaño oscuro, sonrisa franca y un traje chaqueta ceñido de color lila. Yo me alegro de haberme puesto mi nuevo vestido azul marino sin mangas para impresionar al doctor Flynn. Vale, no llevo unos tacones altísimos como ella, pero aun así no voy con vaqueros.
– Señor Grey -le saluda con una cálida sonrisa, y le estrecha la mano.
– Señorita Kelly -responde él cortésmente.
Ella me sonríe y me tiende la mano. Se la estrecho, y me doy cuenta de que se ruboriza, con esa expresión de: «¿No es un hombre de ensueño? Ojalá fuera mío».
– Olga Kelly -se presenta con aire jovial.
– Ana Steele -respondo con un hilo de voz.
¿Quién es esta mujer? Se hace a un lado para dejarnos pasar a la casa y al entrar, me quedo estupefacta: está vacía… completamente vacía. Estamos en un vestíbulo inmenso. Las paredes son de un amarillo tenue y desvaído y conservan las marcas de los cuadros que debían de estar colgados allí. Lo único que queda son unas lámparas de cristal de diseño clásico. Los suelos son de madera noble descolorida. Las puertas que tenemos a los lados están cerradas, pero Christian no me da tiempo para poder asimilar qué está pasando.
– Ven -dice.
Me coge de la mano y me lleva por el pasillo abovedado que tenemos delante hasta otro vestíbulo interior más grande. Está presidido por una inmensa escalinata curva con una intrincada barandilla de hierro, pero Christian tampoco se detiene ahí. Me conduce a través del salón principal, que también está vacío salvo por una enorme alfombra de tonos dorados desvaídos: la alfombra más grande que he visto en mi vida. Ah… y hay cuatro arañas de cristal.
Pero las intenciones de Christian quedan claras cuando cruzamos la estancia y salimos a través de unas grandes puertas acristaladas a una amplia terraza de piedra. Debajo de nosotros hay una extensión de cuidado césped del tamaño de medio campo de fútbol y, más allá, está la vista… Uau.
La ininterrumpida vista panorámica resulta impresionante, sobrecogedora incluso: el crepúsculo sobre el Sound. A lo lejos se alza la isla de Bainbridge, y más lejos aún, en este cristalino atardecer, el sol se pone lentamente, irradiando llamaradas sanguíneas y anaranjadas, por detrás del parque nacional Olympic. Tonalidades carmesíes se derraman sobre el cielo cerúleo, junto con trazos de ópalo y aguamarinas mezclados con el púrpura oscuro de los escasos jirones de nubes y la tierra más allá del Sound. Es la naturaleza en su máxima expresión, una orquestada sinfonía visual que se refleja en las aguas profundas y calmas del estrecho de Puget. Y yo me pierdo contemplando la vista… intentando absorber tanta belleza.
Me doy cuenta de que contengo la respiración, sobrecogida, y Christian sigue sosteniendo mi mano. Cuando por fin aparto los ojos de ese grandioso espectáculo, veo que él me mira de reojo, inquieto.
– ¿Me has traído aquí para admirar la vista? -susurro.
Él asiente con gesto serio.
– Es extraordinaria, Christian. Gracias -murmuro, y dejo que mis ojos la saboreen una vez más.
Él me suelta la mano.
– ¿Qué te parecería poder contemplarla durante el resto de tu vida? -musita.
¿Qué? Vuelvo la cara como una exhalación hacia él, mis atónitos ojos azules hacia los suyos grises y pensativos. Creo que estoy con la boca completamente abierta, mirándole sin dar crédito.
– Siempre he querido vivir en la costa -dice-. He navegado por todo el Sound soñando con estas casas. Esta lleva poco tiempo en venta. Quiero comprarla, echarla abajo y construir otra nueva… para nosotros -susurra, y sus ojos brillan trasluciendo sus sueños y esperanzas.
Madre mía. No sé cómo consigo mantenerme en pie. La cabeza me da vueltas. ¡Vivir aquí! ¡En este precioso refugio! Durante el resto de mi vida…
– Solo es una idea -añade cauteloso.
Vuelvo a echar un vistazo hacia el interior de la casa. ¿Qué puede valer? Deben de ser… ¿qué, cinco, diez millones de dólares? No tengo ni idea. Madre mía.
– ¿Por qué quieres echarla abajo? -pregunto, mirándole otra vez.
Le cambia la cara. Oh, no.
– Me gustaría construir una casa más sostenible, utilizando las técnicas ecológicas más modernas. Elliot podría diseñarla.
Vuelvo a mirar el salón. La señorita Olga Kelly está en el extremo opuesto, merodeando junto a la entrada. Es la agente inmobiliaria, claro. Me fijo en que la estancia es enorme y que tiene doble altura, como el salón del Escala. Hay una galería balaustrada arriba, que debe de ser el rellano de la planta superior. Y una chimenea inmensa y toda una hilera de ventanales que se abren a la terraza. Posee un encanto clásico.
– ¿Podemos echar un vistazo a la casa?
Él me mira, parpadeando.
– Claro.
Se encoge de hombros, un tanto desconcertado.
Cuando volvemos a entrar, a la señorita Kelly se le ilumina la cara como a una niña en Navidad. Está encantada de proporcionarnos una visita guiada y poder exponer su elaborado discurso.
La casa es enorme: mil cien metros cuadrados en una finca de dos hectáreas y media de terreno. Además del salón principal, hay una cocina con zona de comedor -no, más bien sala para banquete-, con una salita familiar contigua -¡familiar!-, además de una sala de música, una biblioteca, un estudio y, para gran sorpresa mía, una piscina cubierta y un pequeño gimnasio con sauna y baño de vapor. Abajo, en el sótano, hay una sala de cine -uau- y un cuarto de juegos. Mmm… ¿qué tipo de juegos practicaremos aquí?
La señorita Kelly nos va señalando todo tipo de detalles y ventajas, pero en esencia la casa es preciosa y se nota que un día fue el hogar de una familia feliz. Ahora está un poco descuidada, pero nada que no se pueda arreglar con una buena reforma.
Subimos detrás de la señorita Kelly la magnífica escalinata principal hasta la planta de arriba, y apenas puedo contener la emoción: esta casa tiene todo lo que se puede desear en un hogar.
– ¿No podría convertirse la casa ya existente en una más ecológica y autosostenible?
Christian me mira parpadeando, desconcertado.
– Tendría que preguntárselo a Elliot. Él es el experto.
La señorita Kelly nos lleva a la suite principal, con unos ventanales hasta el techo que dan a un balcón, donde las vistas son también espectaculares. Me podría pasar todo el día sentada en la cama mirando a través de los ventanales, contemplando los barcos navegar y los sutiles cambios del tiempo.
En esta planta hay cinco dormitorios más. ¡Niños! Aparto inmediatamente esa idea. Ya tengo demasiadas cosas en las que pensar. La señorita Kelly está sugiriéndole a Christian que en la finca se podrían instalar unas cuadras y un cercado. ¡Caballos! Aparecen en mi mente imágenes terroríficas de mis escasas clases de equitación, pero Christian no parece estar escuchándola.
– ¿El cercado estaría en los terrenos del prado? -pregunto.
– Sí -contesta radiante la señorita Kelly.
Para mí el prado es un sitio donde tumbarse sobre la hierba alta y hacer picnics, no para que retocen malvados cuadrúpedos satánicos.
Cuando volvemos al salón principal, la señorita Kelly se retira discretamente y Christian vuelve a llevarme a la terraza. El sol ya se ha puesto y las luces urbanas de la península de Olympic centellean en el extremo más alejado del Sound.
Christian me toma entre sus brazos, me levanta la barbilla con el dedo índice y clava sus ojos en mí.
– ¿Demasiadas cosas que digerir? -pregunta con una expresión inescrutable.
Asiento.
– Quería comprobar que te gustaba antes de comprarla.
– ¿La vista?
Asiente.
– La vista me encanta, y esta casa también.
– ¿Te gusta?
Sonrío tímidamente.
– Christian, me tuviste ya desde el prado.
Él separa los labios e inhala profundamente. Luego una sonrisa transforma su cara, y de pronto hunde las manos en mi cabello y sus labios cubren mi boca.
Cuando volvemos en coche a Seattle, Christian está mucho más animado.
– Entonces, ¿vas a comprarla? -pregunto.
– Sí.
– ¿Pondrás a la venta el apartamento del Escala?
Frunce el ceño.
– ¿Por qué iba a hacer eso?
– Para pagar la…
Mi voz se va perdiendo… claro. Me ruborizo.
Me sonríe con suficiencia.
– Créeme, puedo permitírmelo.
– ¿Te gusta ser rico?
– Sí. Dime de alguien a quien no le guste -replica en tono adusto.
Vale, dejemos rápidamente ese tema.
– Anastasia, si aceptas mi proposición, tú también vas a tener que aprender a ser rica -añade en voz baja.
– La riqueza es algo a lo que nunca he aspirado, Christian -digo con gesto ceñudo.
– Lo sé, y eso me encanta de ti. Pero también es verdad que nunca has pasado hambre -concluye, y sus palabras tienen un tono de grave solemnidad.
– ¿Adónde vamos? -pregunto animadamente para cambiar de tema.
Christian se relaja.
– A celebrarlo.
¡Oh!
– ¿A celebrar qué, la casa?
– ¿Ya no te acuerdas? Tu puesto de editora.
– Ah, sí.
Sonrío exultante. Es increíble que lo haya olvidado.
– ¿Dónde?
– Arriba en mi club.
– ¿En tu club?
– Sí. En uno de ellos.
El Mile High Club está en el piso setenta y seis de la Columbia Tower, más alto incluso que el ático de Christian. Es muy moderno y tiene las vistas más alucinantes de todo Seattle.
– ¿Una copa, señora?
Christian me ofrece una copa de champán frío. Estoy sentada en un taburete de la barra.
– Vaya, gracias, señor -digo, pronunciando seguramente la última palabra con un pestañeo provocativo.
Él me mira fijamente y su semblante se oscurece turbadoramente.
– ¿Está coqueteando conmigo, señorita Steele?
– Sí, señor Grey, estoy coqueteando. ¿Qué piensa hacer al repecto?
– Seguro que se me ocurrirá algo -dice con voz ronca-. Ven, nuestra mesa está lista.
Cuando nos estamos acercando a la mesa, Christian me sujeta del codo y me para.
– Ve a quitarte las bragas -susurra.
¿Oh? Un delicioso cosquilleo me recorre la columna.
– Ve -ordena en voz baja.
Uau… ¿qué? Él no sonríe; permanece tremendamente serio. A mí se me tensan todos los músculos por debajo de la cintura. Le doy mi copa de champán, giro sobre mis talones y me dirijo hacia el baño.
Oh, Dios… ¿qué va a hacer? Quizá el club se llame así con razón: los que practican sexo a más de un kilómetro y medio de altura.
Los baños son el último grito en diseño: todo en madera oscura y granito negro, con focos halógenos colocados estratégicamente. En la intimidad del compartimento, sonrío mientras me quito la ropa interior. Nuevamente me alegro de haberme puesto el vestido azul marino sin mangas. Pensé que era el atuendo apropiado para ir a ver al doctor Flynn: no había previsto que la velada tomara este rumbo inesperado.
Ya estoy excitada. ¿Por qué este hombre tiene ese poder sobre mí? Me irrita un poco esa facilidad con la que caigo bajo su embrujo. Ahora sé que no vamos a pasarnos la noche hablando sobre todos nuestros asuntos y los recientes acontecimientos… pero ¿cómo resistirme a él?
Examino mi aspecto en el espejo: tengo el rostro encendido y los ojos me brillan de excitación. Asuntos, estrategias…
Respiro profundamente y me encamino de vuelta al salón. La verdad es que no es la primera vez que voy sin bragas. La diosa que llevo dentro va envuelta en una boa de plumas rosa y diamantes, y se pavonea con sus zapatos de fulana.
Cuando llego a la mesa Christian se levanta educadamente con una expresión indescifrable. Exhibe su pose habitual, tranquila, serena y contenida. Naturalmente, yo sé que no es así.
– Siéntate a mi lado -dice. Me deslizo en el asiento y él vuelve a sentarse-. He elegido por ti. Espero que no te importe.
Me entrega mi copa de champán mirándome fijamente, y su mirada escrutadora me enciende de nuevo la sangre. Apoya las manos en los muslos. Yo me tenso y separo un poco las piernas.
Llega el camarero con una bandeja de ostras sobre hielo picado. Ostras… El recuerdo de los dos en el comedor privado del Heathman aparece en mi mente. Estábamos hablando de su contrato. Oh, Dios. Hemos recorrido un camino muy largo desde entonces.
– Me parece que las ostras te gustaron la última vez que las probaste.
Su tono de voz es ronco y seductor.
– La única vez que las he probado -susurro con un evidente deje sensual en la voz.
En su boca se dibuja una sonrisa.
– Oh, señorita Steele… ¿cuándo aprenderá? -musita.
Toma una ostra de la bandeja y levanta la otra mano del muslo. Contengo el aliento a la expectativa, pero él coge una rodaja de limón.
– … ¿Aprender qué? -pregunto.
Dios, tengo el pulso acelerado. Él exprime el limón sobre el marisco con sus dedos esbeltos y hábiles.
– Come -dice, y me acerca la concha a la boca. Separo los labios, y él la apoya delicadamente sobre mi labio inferior-. Echa la cabeza hacia atrás muy despacio -murmura.
Hago lo que me dice y la ostra se desliza por mi garganta. Él no me toca, solo la concha.
Christian se come una, y luego me ofrece otra. Seguimos con este ritual de tortura hasta que nos acabamos toda la docena. Su piel nunca roza la mía. Me está volviendo loca.
– ¿Te siguen gustando las ostras? -me pregunta cuando me trago la última.
Asiento ruborizada, ansiando que me toque.
– Bien.
Me estremezco y me remuevo en el asiento. ¿Por qué resulta tan erótico todo esto?
Él vuelve a apoyar la mano tranquilamente sobre el muslo, y yo me siento morir. Ahora. Por favor. Tócame. La diosa que llevo dentro está de rodillas, desnuda salvo por las bragas, suplicando. Él se pasa la mano arriba y abajo por el muslo, la levanta, y vuelve a dejarla donde estaba.
El camarero nos llena las copas de champán y retira rápidamente los platos. Al cabo de un momento vuelve con el principal: lubina -no doy crédito-, acompañada de espárragos, patatas salteadas y salsa holandesa.
– ¿Uno de sus platos favoritos, señor Grey?
– Sin duda, señorita Steele. Aunque creo que en el Heathman comimos bacalao.
Se pasa la mano por el muslo, arriba y abajo. Me cuesta respirar, pero sigue sin tocarme. Es muy frustrante. Intento concentrarme en la conversación.
– Creo recordar que entonces estábamos en un reservado, discutiendo un contrato.
– Qué tiempos aquellos… -dice sonriendo con malicia-. Esta vez espero conseguir follarte.
Mueve la mano para coger el cuchillo.
¡Agh!
Corta un trozo de su lubina. Lo está haciendo a propósito.
– No cuentes con ello -musito con un mohín, y él me mira divertido-. Hablando de contratos -prosigo-: el acuerdo de confidencialidad.
– Rómpelo -dice simplemente.
Oh, Dios…
– ¿Qué? ¿En serio?
– Sí.
– ¿Estás seguro de que no iré corriendo al Seattle Times con una exclusiva? -digo bromeando.
Se ríe, y es un sonido maravilloso. Parece tan joven…
– No, confío en ti. Voy a concederte el beneficio de la duda.
Ah. Le sonrío tímidamente.
– Lo mismo digo -musito.
Se le ilumina la mirada.
– Estoy encantado de que lleves un vestido -murmura.
Y… bang: el deseo inflama mi sangre ya ardiente.
– Entonces, ¿por qué no me has tocado? -siseo.
– ¿Añoras mis caricias? -pregunta sonriendo.
Se está divirtiendo… el muy cabrón.
– Sí -digo indignada.
– Come -ordena.
– No vas a tocarme, ¿verdad?
Niega con la cabeza.
– No.
¿Qué? Ahogo un gemido.
– Imagina cómo te sentirás cuando lleguemos a casa -susurra-. Estoy impaciente por llevarte a casa.
– Si empiezo a arder aquí, en el piso setenta y seis, será culpa tuya -musito entre dientes.
– Oh, Anastasia, ya encontraremos el modo de apagar el fuego -dice con una sonrisa libidinosa.
Furiosa, me concentro en mi lubina, mientras la diosa que llevo dentro entorna taimadamente los ojos, cavilando. Nosotras también podemos jugar a este juego. Aprendí las reglas durante la comida en el Heathman. Me como un pedazo de lubina. Está deliciosa, se deshace en la boca. Cierro los ojos y la saboreo. Cuando los abro, empiezo a seducir a Christian Grey. Me subo la falda muy despacio, y enseño más los muslos.
Él se detiene un momento, dejando el tenedor con el pescado suspendido en el aire.
Tócame.
Después, sigue comiendo. Yo cojo otro trocito de lubina, sin hacerle caso. Entonces dejo el cuchillo, me paso los dedos por detrás de la parte baja del muslo, y me doy golpecitos en la piel con la yema. Es perturbador incluso para mí, sobre todo porque me muero porque me toque. Christian vuelve a quedarse muy quieto.
– Sé lo que estás haciendo -dice en voz baja y ronca.
– Ya sé que lo sabe, señor Grey -replico suavemente-. De eso se trata.
Cojo un espárrago, le miro de soslayo por debajo de las pestañas, y luego lo mojo en la salsa holandesa, haciendo girar la punta una y otra vez.
– No crea que me está devolviendo la pelota, señorita Steele.
Sonriendo, alarga una mano y me quita el espárrago… y es asombrosamente irritante, porque consigue hacerlo sin tocarme. No, esto no va bien: este no era el plan. ¡Agh!
– Abre la boca -ordena.
Estoy perdiendo esta batalla de voluntades. Vuelvo a levantar la vista hacia él, y sus ojos grises arden. Entreabro ligeramente los labios, y me paso la lengua por el superior. Christian sonríe y su mirada se oscurece aún más.
– Más -musita, y también entreabre los suyos para que pueda verle la lengua. Ahogo un gemido, me muerdo el labio inferior, y luego hago lo que me dice.
Él inspira con fuerza; puedo oírle… no es tan inmune. Bien, empiezo a ganar terreno.
Sin dejar de mirarle a los ojos, me meto el espárrago en la boca y chupo… despacio… delicadamente la punta. La salsa holandesa está deliciosa. Doy un mordisco, emitiendo un suave y placentero gemido.
Christian cierra los ojos. ¡Sí! Cuando los vuelve a abrir tiene las pupilas dilatadas, y eso tiene un efecto inmediato en mí. Gimo y alargo la mano para tocarle el muslo. Y, para mi sorpresa, me agarra de la muñeca.
– Ah, no. No haga eso, señorita Steele -murmura bajito.
Se lleva mi mano a la boca y me acaricia delicadamente los nudillos con los labios, y yo me retuerzo de placer. ¡Por fin! Más, por favor.
– No me toques -me advierte con voz queda, y me coloca de nuevo la mano sobre la rodilla.
Ese contacto breve e insatisfactorio resulta de lo más frustrante.
– No juegas limpio -me quejo con un mohín.
– Lo sé.
Levanta su copa de champán para proponer un brindis, y yo le imito.
– Felicidades por su ascenso, señorita Steele.
Entrechocamos las copas y yo me ruborizo.
– Sí, no me lo esperaba -murmuro.
Él frunce el ceño, como si una idea desagradable le hubiera pasado por la mente.
– Come -ordena-. No te llevaré a casa hasta que te termines la comida, y entonces lo celebraremos de verdad.
Y su expresión es tan apasionada, tan salvaje, tan dominante, que me derrito por dentro.
– No tengo hambre. No de comida.
Él niega con la cabeza, disfrutando sin duda, aunque me mira con los ojos entornados.
– Come, o te pondré sobre mis rodillas, aquí mismo, y daremos un espectáculo delante de los demás clientes.
Sus palabras me llenan de inquietud. ¡No se atreverá! Él y esa mano tan suelta que tiene… Aprieto los labios en una fina línea y le miro. Christian coge otro tallo de espárrago y lo moja en la salsa.
– Cómete esto -murmura con voz ronca y seductora.
Obedezco de buen grado.
– No comes como es debido. Has perdido peso desde que te conozco -comenta en tono afable.
No quiero pensar en mi peso ahora; la verdad es que me gusta estar delgada. Me como el espárrago.
– Solo quiero ir a casa y hacer el amor -musito desconsolada.
Christian sonríe.
– Yo también, y eso haremos. Come.
Vuelvo a concentrarme en el plato y empiezo a comer de mala gana. ¿En serio me he quitado las bragas solo para esto? Me siento como una niña a la que no le dejan comer caramelos. Él es tan delicioso, provocativo, sexy, pícaro y seductor, y es todo mío.
Me pregunta sobre Ethan. Por lo visto, Christian tiene negocios con el padre de Kate y Ethan. Vaya por Dios, este mundo es un pañuelo. Me alivia que no mencione ni al doctor Flynn ni la casa, porque me está costando concentrarme en la conversación. Quiero irme a casa.
La expectación carnal entre ambos no para de crecer. Él es muy bueno en eso. En hacerme esperar. En preparar la situación. Entre bocados, coloca la mano sobre su muslo, muy cerca de la mía, pero sin tocarme, solo para incitarme más.
¡Cabrón! Por fin me termino la comida y dejo el tenedor y el cuchillo en el plato.
– Buena chica -murmura, y esas dos palabras suenan muy prometedoras.
Le miro con el ceño fruncido.
– ¿Ahora qué? -pregunto con un pellizco de deseo en el vientre.
Oh, cómo ansío a este hombre.
– ¿Ahora? Nos vamos. Creo que tiene usted ciertas expectativas, señorita Steele. Las cuales voy a intentar complacer lo mejor que sé.
¡Uau!
– ¿Lo… mejor… que sabes? -balbuceo.
Dios santo.
Él sonríe y se pone de pie.
– ¿No hemos de pagar? -pregunto, sin aliento.
Él ladea la cabeza.
– Soy miembro de este club, ya me mandarán la factura. Vamos, Anastasia, tú primero. -Se hace a un lado y yo me levanto para salir, consciente de que no llevo bragas.
Él me contempla con su turbia e intensa mirada, como si me desnudara, y yo me regodeo en resultarle sensual. Este hombre guapísimo me desea: eso hace que me sienta tan sexy… ¿Disfrutaré siempre tanto con esto? Me paro deliberadamente delante de él y me aliso el vestido por encima de los muslos.
Christian me susurra al oído:
– Estoy impaciente por llegar a casa.
Pero sigue sin tocarme.
Al salir le murmura algo sobre el coche al jefe de sala, pero yo no estoy escuchando; la diosa que llevo dentro arde de expectación. Dios, podría iluminar todo Seattle.
Mientras esperamos el ascensor, se unen a nosotros dos parejas de mediana edad. Cuando se abren las puertas, Christian me coge del codo y me lleva hasta el fondo. Yo echo un vistazo alrededor: estamos rodeados de espejos negros con los vidrios ahumados. Cuando entran las otras parejas, un hombre con un traje marrón muy poco favorecedor saluda a Christian.
– Grey -asiente educadamente.
Christian le devuelve el saludo, pero sin decir nada.
Las parejas se sitúan delante de nosotros de cara a las puertas del ascensor. Es obvio que son amigos: las mujeres charlan en voz alta, animadas y alborotadas después de la cena. Me parece que están un poco achispadas.
Cuando se cierran las puertas, Christian se agacha un momento a mi lado para anudarse el zapato. Qué raro: no lo tiene desatado. Discretamente me pone una mano sobre el tobillo, sobresaltándome, y cuando se levanta hace que esa mano ascienda rápidamente por mi pierna, deslizándola de un modo delicioso sobre mi piel -uau- hasta arriba. Y cuando la mano llega a mi trasero, tengo que reprimir un jadeo de sorpresa. Christian se coloca detrás de mí.
Ay, Dios. Me quedo boquiabierta mirando a las personas que tenemos delante, contemplando la parte de atrás de sus cabezas. Ellos no tienen ni idea de lo que estamos a punto de hacer. Christian me rodea la cintura con el brazo libre, colocándome en posición mientras sus dedos, me exploran. ¡Madre mía…!, ¿aquí? El ascensor baja con suavidad y se para en el piso cincuenta y tres para que entre más gente, pero yo no presto atención. Estoy concentrada en cada movimiento que hacen sus dedos. Primero en círculo… y luego avanzando, buscando, mientras nos ponemos en marcha otra vez.
Cuando sus dedos alcanzan su objetivo, reprimo otra vez un jadeo. Me retuerzo y gimo. ¿Cómo puede hacer esto con toda esa gente aquí?
– Estate quieta y callada -me advierte, susurrándome al oído.
Estoy acalorada, ardiente, anhelante, atrapada en un ascensor con siete personas, seis de ellas ajenas a lo que ocurre en el rincón. Desliza el dedo dentro y fuera de mí, una y otra vez. Mi respiración… Dios, resulta tan embarazoso. Quiero decirle que pare… y que continúe… que pare. Y me arqueo contra él, y él tensa el brazo que me rodea, y siento su erección contra mi cadera.
Nos paramos en el piso cuarenta y cuatro. ¿Oh… cuánto va a durar esta tortura? Dentro… fuera… dentro… fuera. Sutilmente, me aferro a su dedo persistente. ¡Después de todo este tiempo sin tocarme, escoge hacerlo ahora! ¡Aquí! Y eso me hace sentir tan… lujuriosa.
– Chsss -musita él, con aparente indiferencia cuando entran dos personas más.
El ascensor empieza estar abarrotado. Christian nos desplaza a ambos más al fondo, de modo que ahora estamos apretujados contra el rincón; me coloca en posición y sigue torturándome. Hunde la nariz en mi cabello. Si alguien se molestara en darse la vuelta y viera lo que estamos haciendo, estoy segura de que nos tomaría por una joven pareja de enamorados haciéndose arrumacos… Y entonces desliza un segundo dedo en mi interior.
¡Ah! Gimo, y agradezco que el grupo de gente que tenemos delante siga charlando, totalmente ajeno.
Oh, Christian, qué estás haciendo conmigo… Apoyo la cabeza en su pecho, cierro los ojos y me rindo a sus dedos implacables.
– No te corras -susurra-. Eso lo quiero para después.
Pone la mano abierta sobre mi vientre, aprieta ligeramente, y sigue con su dulce acoso. La sensación es exquisita.
Finalmente el ascensor llega a la planta baja. Las puertas se abren con un tintineo sonoro y los pasajeros empiezan a salir casi al instante. Christian retira lentamente los dedos de mi interior, y me besa la parte de atrás de la cabeza. Me giro para mirarle y está sonriendo, volviendo a saludar con una inclinación de cabeza al señor del traje marrón poco favorecedor, que le devuelve el gesto y sale del ascensor con su esposa. Yo apenas soy consciente de todo ello, concentrada en mantenerme erguida y controlar los jadeos. Dios, me siento dolorida y desamparada. Christian me suelta y deja que me aguante por mi propio pie, sin apoyarme en él.
Me doy la vuelta y le miro fijamente. Parece relajado, sereno, con su compostura habitual… Esto es muy injusto.
– ¿Lista? -pregunta.
Sus ojos centellean malévolos. Se mete el dedo índice en la boca y después el medio, y los chupa.
– Pura delicia, señorita Steele -susurra.
Y están a punto de darme las convulsiones del orgasmo.
– No puedo creer que acabes de hacer eso -musito, al borde de desgarrarme por dentro.
– Le sorprendería lo que soy capaz de hacer, señorita Steele -dice.
Alarga la mano y me recoge un mechón de pelo detrás de la oreja, con una leve sonrisa que delata cuánto se divierte.
– Quiero poseerte en casa, pero puede que no pasemos del coche.
Me dedica una sonrisa cómplice, me da la mano y me hace salir del ascensor.
¿Qué? ¿Sexo en el coche? ¿Y no podríamos hacerlo aquí, sobre el mármol frío del suelo del vestíbulo… por favor?
– Vamos.
– Sí, quiero hacerlo.
– ¡Señorita Steele! -me riñe, fingiéndose escandalizado.
– Nunca he practicado el sexo en un coche -balbuceo.
Christian se para, me pone esos mismos dedos bajo la barbilla, me echa la cabeza hacia atrás y me mira fijamente.
– Me alegra mucho oír eso. Debo decir que me habría sorprendido mucho, por no decir molestado, que no hubiera sido así.
Me ruborizo y parpadeo sin dejar de mirarle. Pues claro: yo solo he tenido relaciones sexuales con él. Frunzo el ceño.
– No quería decir eso.
– ¿Qué querías decir?
De pronto su voz tiene un matiz de dureza.
– Solo era una forma de hablar, Christian.
– Ya. La famosa expresión: «Nunca he practicado el sexo en un coche». Sí, es muy conocida.
¿Qué le pasa ahora?
– Christian, lo he dicho sin pensar… Por Dios, tú acabas de… hacerme eso en un ascensor lleno de gente. Tengo la mente aturdida.
Él arquea las cejas.
– ¿Qué te he hecho yo? -me desafía.
Le miro ceñuda. Quiere que lo diga.
– Me has excitado. Muchísimo. Ahora llévame a casa y fóllame.
Él abre la boca y se echa a reír, sorprendido. En este momento parece muy joven y despreocupado. Oh, me encanta oírle reír, porque pasa muy pocas veces.
– Es usted una romántica empedernida, señorita Steele.
Me da la mano y salimos del edificio, donde nos espera el aparcacoches con mi Saab.
– ¿Así que quieres sexo en el coche? -murmura Christian cuando pone en marcha el motor.
– La verdad es que en el suelo del vestíbulo también me habría parecido bien.
– Créeme, Ana, a mí también. Pero no me gusta que me detengan a estas horas de la noche, y tampoco quería follarte en un lavabo. Bueno, hoy no.
¡Qué!
– ¿Quieres decir que existía esa posibilidad?
– Pues sí.
– Regresemos.
Se vuelve a mirarme y se ríe. Su risa es contagiosa, y no tardamos en romper a reír los dos con la cabeza echada hacia atrás, unas carcajadas maravillosas y catárticas. Él se inclina hacia mí y pone la mano en mi rodilla, y sus dedos expertos me acarician dulcemente. Dejo de reír.
– Paciencia, Anastasia -musita, y se incorpora al tráfico de Seattle.
Christian aparca el Saab en el parking del Escala y apaga el motor. De pronto, en los confines del coche, la atmósfera entre los dos cambia. Yo le miro anhelante, expectante, e intento contener las palpitaciones de mi corazón. Él se ha girado hacia mí y se ha apoyado en la puerta, con el codo sobre el volante.
Con el pulgar y el índice, tira suavemente de su labio inferior. Su boca me perturba, la quiero sobre mí. Me observa intensamente con sus oscuros ojos grises. Se me seca la boca. Él responde con una leve y sensual sonrisa.
– Follaremos en el coche en el momento y el lugar que yo escoja. Pero ahora mismo quiero poseerte en todas las superficies disponibles de mi apartamento.
Es como si me tocara por debajo de la cintura… la diosa que llevo dentro ejecuta cuatro arabesques y un pas de basque.
– Sí.
Dios, estoy jadeando, desesperada.
Él se inclina ligeramente hacia delante. Yo cierro los ojos y espero su beso, pensando: Por fin. Pero no pasa nada. Pasados unos segundos interminables, abro los ojos y descubro que me está mirando fijamente. No sé qué está pensando, pero antes de que pueda decir nada, vuelve a descolocarme.
– Si te beso ahora, no conseguiremos llegar al piso. Vamos.
¡Agh! ¿Cómo puede ser tan frustrante este hombre? Baja del coche.
Una vez más, esperamos el ascensor. Mi cuerpo vibra de expectación. Christian me coge la mano y me pasa el pulgar sobre los nudillos, rítmicamente, y con cada caricia me estremezco por dentro. Oh, deseo sus manos en todo mi cuerpo. Ya me ha torturado bastante.
– ¿Y qué pasó con la gratificación instantánea? -murmuro mientras esperamos.
– No es apropiada en todas las situaciones, Anastasia.
– ¿Desde cuándo?
– Desde esta noche.
– ¿Por qué me torturas así?
– Ojo por ojo, señorita Steele.
– ¿Cómo te torturo yo?
– Creo que ya lo sabes.
Le miro fijamente, pero es difícil interpretar su expresión. Quiere que le dé una respuesta… eso es.
– Yo también estoy a favor de aplazar la gratificación -murmuro con una sonrisa tímida.
De pronto, tira de mi mano y me toma en sus brazos. Me agarra el pelo de la nuca y me echa la cabeza hacia atrás suavemente.
– ¿Qué puedo hacer para que digas que sí? -pregunta febril, y vuelve a pillarme a contrapié.
Me quedo mirando su expresión encantadora, seria y desesperada.
– Dame un poco de tiempo… por favor -murmuro.
Deja escapar un leve gruñido, y por fin me besa, larga y apasionadamente. Luego entramos en el ascensor, y somos solo manos y bocas y lenguas y labios y dedos y cabello. El deseo, denso y fuerte, invade mi sangre y enturbia mi mente. Él me empuja contra la pared, presionando con sus caderas, sujetándome con una mano en mi pelo y la otra en mi barbilla.
– Te pertenezco -susurra-. Mi destino está en tus manos, Ana.
Sus palabras me embriagan, y ardo en deseos de despojarle de la ropa. Tiro de su chaqueta hacia atrás, y cuando el ascensor llega al piso salimos a trompicones al vestíbulo.
Christian me clava en la pared junto al ascensor, su chaqueta cae al suelo, y, sin separar su boca de la mía, sube la mano por mi pierna y me levanta el vestido.
– Esta es la primera superficie -musita y me levanta bruscamente-. Rodéame con las piernas.
Hago lo que me dice, y él se da la vuelta y me tumba sobre la mesa del vestíbulo, y queda de pie entre mis piernas. Me doy cuenta de que el jarrón de flores que suele estar allí ya no está. ¿Eh? Christian mete la mano en el bolsillo del pantalón, saca el envoltorio plateado, me lo da y se baja la cremallera.
– ¿Sabes cómo me excitas?
– ¿Qué? -jadeo-. No… yo…
– Pues sí -musita-, a todas horas.
Me quita el paquete de las manos. Oh, esto va muy rápido, pero después de todo ese ritual de provocación le deseo con locura, ahora mismo, ya. Él me mira, se pone el condón, y luego planta las manos debajo de mis muslos y me separa más las piernas.
Se coloca en posición y se queda quieto.
– No cierres los ojos. Quiero verte -murmura.
Me coge ambas manos con las suyas y se sumerge despacio dentro de mí.
Yo lo intento, de verdad, pero la sensación es tan deliciosa. Es lo que había estado esperando después de todos esos juegos. Oh, la plenitud, esta sensación… Gimo y arqueo la espalda sobre la mesa.
– ¡Abiertos! -gruñe apretándome las manos, y me penetra con dureza y grito.
Abro los ojos, y él me está mirando con los suyos muy abiertos. Se retira despacio y luego se hunde en mí otra vez, y su boca se relaja y dibuja un «Ah…», pero no dice nada. Al verle tan excitado, al ver la reacción que le provoco, me enciendo por dentro y la sangre me arde en las venas. Sus ojos grises me fulminan e incrementa el ritmo, y yo me deleito con ello, gozo con ello, viéndole, viéndome… su pasión, su amor… y juntos alcanzamos el clímax.
Chillo al llegar al orgasmo, y Christian hace lo mismo.
– ¡Sí, Ana! -grita.
Se derrumba sobre mí, me suelta las manos y apoya la cabeza en mi seno. Yo sigo envolviéndole con las piernas y, bajo la mirada maternal y paciente de los cuadros de Madonas, acuno su cabeza contra mí e intento recuperar el aliento.
Él levanta la cabeza para mirarme.
– Todavía no he terminado contigo -murmura, se incorpora y me besa.
Estoy en la cama de Christian, desnuda y tumbada sobre su pecho, jadeando. Por Dios… ¿nunca se le agota la energía? Sus dedos me recorren la espalda, arriba y abajo.
– ¿Satisfecha, señorita Steele?
Yo asiento con un murmullo. Ya no me quedan fuerzas para hablar. Levanto la cabeza y vuelvo mi mirada borrosa hacia él, deleitándome con sus ojos cálidos y cariñosos. Inclino la cabeza hacia abajo muy despacio, dejándole clara mi intención de que voy a besarle el torso.
Él se tensa un momento, y yo le planto un leve beso en el vello del pecho, aspirando ese extraordinario aroma a Christian, mezcla de sudor y sexo. Es embriagador. Él se mueve para ponerse de costado, de manera que quedo tumbada a su lado, y baja la vista y me mira.
– ¿El sexo es así para todo el mundo? Me sorprende que la gente no se quede en casa todo el tiempo -murmuro, con repentina timidez.
Él sonríe.
– No puedo hablar en nombre de todo el mundo, Anastasia, pero contigo es extraordinariamente especial.
Se inclina y me besa.
– Eso es porque usted es extraordinariamente especial, señor Grey -añado sonriendo, y le acaricio la cara.
Él me mira y parpadea, desconcertado.
– Es tarde. Duérmete -dice.
Me besa, luego se tumba, me atrae hacia él, y se pega a mi espalda.
– No te gustan los halagos.
– Duérmete, Anastasia.
Ah… pero él es extraordinariamente especial. Dios… ¿por qué no se da cuenta?
– Me encantó la casa -murmuro.
Permanece un buen rato sin decir nada, pero noto que sonríe.
– A mí me encantas tú. Duérmete.
Hunde la nariz en mi pelo y me voy deslizando en el sueño, segura en sus brazos, soñando con puestas de sol y grandes ventanales y amplias escalinatas… y con un crío con el pelo cobrizo que corre por un prado, riendo y dando grititos mientras yo le persigo.
– Tengo que irme, nena.
Christian me besa justo debajo de la oreja.
Abro los ojos: ya es de día. Me doy la vuelta para mirarle, pero ya se ha levantado y arreglado y se inclina, fresco y delicioso, sobre mí.
– ¿Qué hora es?
Oh, no… no quiero llegar tarde.
– No te asustes. Yo tengo un desayuno de trabajo -me dice, frotando su nariz contra la mía.
– Hueles bien -murmuro, y me desperezo debajo de él.
Siento una placentera tensión en las extremidades, que crujen después de todas nuestras proezas de ayer. Le echo los brazos al cuello.
– No te vayas.
Él ladea la cabeza y arquea una ceja.
– Señorita Steele… ¿acaso intenta hacer que un hombre honrado no cumpla con su jornada de trabajo?
Yo asiento medio dormida, y él sonríe, con esa nueva sonrisa tímida.
– Eres muy tentadora, pero tengo que marcharme.
Me besa y se incorpora. Lleva un traje azul oscuro muy elegante, una camisa blanca y una corbata azul marino que le dan aspecto de presidente ejecutivo… un presidente terriblemente sexy.
– Hasta luego, nena -murmura, y se va.
Echo un vistazo al despertador y veo que ya son las siete… no debo de haber oído la alarma. Bueno, hora de levantarse.
Mientras me ducho, tengo una nueva inspiración: se me ha ocurrido otro regalo de cumpleaños para Christian. Es muy difícil comprarle algo a un hombre que lo tiene todo. Ya le he dado mi regalo principal, y también está el otro que le compré en la tienda para turistas, pero este nuevo regalo será en realidad para mí. Cuando cierro el grifo, me rodeo con los brazos emocionada ante la perspectiva. Solo tengo que prepararlo.
En el vestidor me pongo un traje rojo ceñido con un gran escote cuadrado. Sí, no es excesivo para ir a trabajar.
Ahora, para el regalo de Christian. Empiezo a revolver en los cajones buscando sus corbatas. En el último cajón encuentro esos vaqueros descoloridos y rasgados que lleva en el cuarto de juegos… esos con los que está condenadamente sensual. Los acaricio cuidadosamente con la mano. Oh, la tela es muy suave.
Debajo descubro una caja de cartón negra, ancha y plana, que despierta mi interés al instante. ¿Qué hay ahí? La miro, y vuelvo a tener la sensación de estar invadiendo una propiedad privada. La saco y la agito un poco. Pesa, como si contuviera documentos o manuscritos. No puedo resistirme. Abro la tapa… e inmediatamente vuelvo a cerrarla. Dios santo, son fotografías del cuarto rojo. La conmoción me obliga a sentarme sobre los talones, mientras intento borrar la imagen de mi mente. ¿Por qué he abierto la caja? ¿Por qué guarda Christian esas fotos?
Me estremezco. Mi subconsciente me mira ceñuda: Esto es anterior a ti. Olvídalo.
Tiene razón. Cuando me levanto veo que las corbatas están colgadas al fondo de la barra del armario. Cuando encuentro mi preferida, salgo corriendo.
Esas fotografías son A.A.: Antes de Ana. Mi subconsciente asiente para darme la razón, pero me dirijo hacia la sala para desayunar sintiendo un peso en el corazón. La señora Jones me sonríe con afecto y luego frunce el ceño.
– ¿Va todo bien, Ana? -pregunta con amabilidad.
– Sí -murmuro, distraída-. ¿Tiene usted una llave del… cuarto de juegos?
Ella, sorprendida, se queda quieta un momento.
– Sí, claro. -Se descuelga un manojo de llaves del cinturón-. ¿Qué le apetece para desayunar, querida? -pregunta cuando me entrega las llaves.
– Solo muesli. Enseguida vuelvo.
Ahora, desde que he encontrado esas fotografías, ya no tengo tan claro lo del regalo. ¡No ha cambiado nada!, me increpa de nuevo mi subconsciente, mirándome por encima de sus gafas de media luna. Esa imagen que viste era erótica, interviene la diosa que llevo dentro, y yo le respondo torciendo el gesto mentalmente. Sí, era demasiado… erótica para mí.
¿Qué otras cosas habrá escondido? Rebusco en la cómoda rápidamente, cojo lo que necesito, y cierro con llave el cuarto de juegos al salir. ¡Solo faltaría que José viera esto!
Le devuelvo las llaves a la señora Jones y me siento a devorar el desayuno, sintiéndome extraña porque Christian no está. La imagen de la fotografía aparece en mi mente sin que nadie la haya invitado. Me pregunto quién era. ¿Leila, quizá?
De camino al trabajo, medito si decirle o no a Christian que he encontrado sus fotografías. No, grita mi subconsciente con su cara a lo Edvard Munch. Decido que probablemente tiene razón.
En cuanto me siento a mi escritorio, vibra la BlackBerry.
De: Christian Grey
Fecha: 17 de junio de 2011 08:59
Para: Anastasia Steele
Asunto: Superficies
Calculo que quedan como mínimo unas treinta superficies. Me hacen mucha ilusión todas y cada una de ellas. Luego están los suelos, las paredes… y no nos olvidemos del balcón.
Y después de eso está mi despacho…
Te echo de menos. x
Christian Grey
Priápico presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
Su e-mail me hace sonreír, y mis anteriores reservas desaparecen totalmente. A quien desea ahora es a mí, y el recuerdo de las correrías sexuales de anoche invade mi mente… el ascensor, el vestíbulo, la cama. «Priápico» es el término adecuado. Me pregunto vagamente cuál sería el equivalente femenino.
De: Anastasia Steele
Fecha: 17 de junio de 2011 09:03
Para: Christian Grey
Asunto: ¿Romanticismo?
Señor Grey:
Tiene usted una mente unidireccional.
Te eché de menos en el desayuno.
Pero la señora Jones estuvo muy complaciente.
A x
De: Christian Grey
Fecha: 17 de junio de 2011 09:07
Para: Anastasia Steele
Asunto: Intrigado
¿En qué fue complaciente la señora Jones?
¿Qué está tramando, señorita Steele?
Christian Grey
Intrigado presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
¿Cómo lo sabe?
De: Anastasia Steele
Fecha: 17 de junio de 2011 09:10
Para: Christian Grey
Asunto: Es un secreto
Espera y verás: es una sorpresa.
Tengo que trabajar… no me molestes.
Te quiero.
A x
De: Christian Grey
Fecha: 17 de junio de 2011 09:12
Para: Anastasia Steele
Asunto: Frustrado
Odio que me ocultes cosas.
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
Me quedo mirando la pequeña pantalla de mi BlackBerry. La vehemencia implícita en este e-mail me coge por sorpresa. ¿Por qué se siente así? No es como si yo estuviera escondiendo fotografías eróticas de mis ex.
De: Anastasia Steele
Fecha: 17 de junio de 2011 09:14
Para: Christian Grey
Asunto: Mimos
Es por tu cumpleaños.
Otra sorpresa.
No seas tan arisco.
A x
Él no me contesta inmediatamente, y entonces me llaman para acurdir a una reunión, así que no puedo entretenerme mucho.
Cuando vuelvo a echar un vistazo a mi BlackBerry, veo horrorizada que son las cuatro de la tarde. ¿Cómo ha pasado tan rápido el día? Sigue sin haber ningún mensaje de Christian. Decido volver a mandarle un e-mail.
De: Anastasia Steele
Fecha: 17 de junio de 2011 16:03
Para: Christian Grey
Asunto: Hola
¿No me hablas?
Acuérdate de que saldré a tomar una copa con José, y que se quedará a dormir esta noche.
Por favor, piénsate lo de venir con nosotros.
A x
No me contesta, y siento un escalofrío de inquietud. Espero que esté bien. Le llamo al móvil y salta el contestador. La grabación dice simplemente: «Grey, deja tu mensaje», en un tono muy cortante.
– Hola… esto… soy yo, Ana. ¿Estás bien? Llámame -le hablo tartamudeante al contestador.
No había tenido que hacerlo nunca. Me ruborizo y cuelgo. ¡Pues claro que sabrá que eres tú, boba! Mi subconsciente me mira poniendo los ojos en blanco. Me siento tentada de telefonear a Andrea, su ayudante, pero decido que eso sería ir demasiado lejos. Vuelvo al trabajo de mala gana.
De repente suena mi teléfono y el corazón me da un vuelco. ¡Christian! Pero no: es Kate, mi mejor amiga… ¡por fin!
– ¡Ana! -grita ella desde donde quiera que esté.
– ¡Kate! ¿Has vuelto? Te he echado de menos.
– Yo también. Tengo que contarte muchas cosas. Estamos en el aeropuerto… mi hombre y yo.
Y suelta una risita tonta, bastante impropia de Kate.
– Fantástico. Yo también tengo muchas cosas que contarte.
– ¿Nos vemos en el apartamento?
– He quedado con José para tomar algo. Vente con nosotros.
– ¿José está aquí? ¡Pues claro que iré! Mandadme un mensaje con la dirección del bar.
– Vale -digo con una sonrisa radiante.
– ¿Estás bien, Ana?
– Sí, muy bien.
– ¿Sigues con Christian?
– Sí.
– Bien. ¡Hasta luego!
Oh, no, ella también. La influencia de Elliot no conoce fronteras.
– Sí… hasta luego, nena.
Sonrío, y ella cuelga.
Uau. Kate ha vuelto. ¿Cómo voy a contarle todo lo que ha pasado? Debería apuntarlo, para no olvidarme de nada.
Una hora después suena el teléfono de mi despacho: ¿Christian? No, es Claire.
– Deberías ver al chico que pregunta por ti en recepción. ¿Cómo es que conoces a tantos tíos buenos, Ana?
José debe de haber llegado. Echo un vistazo al reloj: las seis menos cinco. Siento un pequeño escalofrío de emoción. Hace muchísimo que no le veo.
– ¡Ana… uau! Estás guapísima. Muy adulta -exclama, con una sonrisa de oreja a oreja.
Solo porque llevo un vestido elegante… ¡vaya!
Me abraza fuerte.
– Y alta -murmura, sorprendido.
– Es por los zapatos, José. Tú tampoco estás nada mal.
Él lleva unos vaqueros, una camiseta negra y una camisa de franela a cuadros blancos y negros.
– Voy a por mis cosas y nos vamos.
– Bien. Te espero aquí.
Cojo las dos cervezas Rolling Rocks de la abarrotada barra y voy a la mesa donde está sentado José.
– ¿Has encontrado sin problemas la casa de Christian?
– Sí. No he entrado. Subí con el ascensor de servicio y entregué las fotos. Las recogió un tal Taylor. El sitio parece impresionante.
– Lo es. Espera a que lo veas por dentro.
– Estoy impaciente. Salud, Ana. Seattle te sienta bien.
Me sonrojo y brindamos con las botellas. Es Christian lo que me sienta bien.
– Salud. Cuéntame qué tal fue la exposición.
Sonríe radiante y se lanza a explicármelo, entusiasmado. Vendió todas las fotos menos tres, y con eso ha pagado el préstamo académico y aún le queda algo de dinero para él.
– Y la oficina de turismo de Portland me ha encargado unos paisajes. No está mal, ¿eh? -dice orgulloso.
– Oh, eso es fantástico, José. Pero ¿no interferirá con tus estudios? -pregunto con cierta preocupación.
– Qué va. Ahora que vosotras os habéis ido, y también los otros tres tipos con los que solía salir, tengo más tiempo.
– ¿No hay ninguna monada que te mantenga ocupado? La última vez que te vi estabas rodeado de una docena de chicas que se te comían con los ojos -le digo, arqueando una ceja.
– Qué va, Ana. Ninguna de ellas es lo bastante mujer para mí -suelta en plan fanfarrón.
– Claro. José Rodríguez, el rompecorazones -replico con una risita.
– Eh… que yo también tengo mi encanto, Steele.
Parece ofendido, y me arrepiento un poco de mis palabras.
– Estoy convencida de eso -le digo en tono conciliador.
– ¿Y cómo está Grey? -pregunta, de nueve afable.
– Está bien. Estamos bien -murmuro.
– ¿Dijiste que la cosa va en serio?
– Sí, va en serio.
– ¿No es demasiado mayor para ti?
– Oh, José. ¿Sabes qué dice mi madre? Que yo ya nací vieja.
José hace un gesto irónico.
– ¿Cómo está tu madre? -pregunta, y de ese modo salimos de terreno pantanoso.
– ¡Ana!
Me doy la vuelta, y ahí están Kate y Ethan. Ella está guapísima, con un bronceado fantástico, tonos rojizos en su rubia cabellera y una preciosa y deslumbrante sonrisa. Viste una camisola blanca y unos tejanos ajustados del mismo color que le hacen un tipo estupendo. Todo el mundo la mira. Yo me levanto de un salto para darle un abrazo. ¡Oh, cómo la he echado de menos!
Ella me aparta un poco para examinarme bien. Me mira de arriba abajo y yo me ruborizo.
– Has adelgazado. Mucho. Y estás distinta. Pareces más mayor. ¿Qué ha pasado? -dice con una actitud muy maternal-. Me gusta tu vestido. Te sienta bien.
– Han pasado muchas cosas desde que te fuiste. Ya te lo contaré luego, cuando estemos solas.
Ahora mismo no estoy preparada para la santa inquisidora Katherine Kavanagh. Ella me mira con suspicacia.
– ¿Estás bien? -pregunta cariñosamente.
– Sí -respondo sonriendo, aunque estaría mejor si supiera dónde está Christian.
– Estupendo.
– Hola, Ethan.
Le sonrío, y él me da un pequeño abrazo.
– Hola, Ana -me susurra al oído.
– ¿Qué tal la comida con Mia? -le pregunto.
– Interesante -contesta, muy críptico.
¿Oh?
– Ethan, ¿conoces a José?
– Nos vimos una vez -masculla José mirando intensamente a Ethan al estrecharle la mano.
– Sí, en Vancouver, en casa de Kate -dice Ethan, que le sonríe afablemente-. Bueno, ¿quién quiere una copa?
Voy al lavabo, y desde allí le mando un mensaje a Christian con la dirección del bar; a lo mejor se viene con nosotros. No tengo llamadas perdidas suyas, ni e-mails. Eso es muy raro en él.
– ¿Qué pasa, Ana? -pregunta José cuando vuelvo a la mesa.
– No localizo a Christian. Espero que esté bien.
– Seguro que sí. ¿Otra cerveza?
– Claro.
Kate se me acerca.
– ¿Ethan dice que una ex novia loca entró con una pistola en el apartamento?
– Bueno… sí.
Me encojo de hombros a modo de disculpa. Oh, vaya… ¿ahora tenemos que hablar de eso?
– Ana… ¿qué demonios ha pasado?
De pronto Kate se interrumpe y saca su móvil.
– Hola, nene -dice cuando contesta. ¡Nene! Frunce el ceño y me mira-. Claro -dice, y se vuelve hacia mí-. Es Elliot… quiere hablar contigo.
– Ana.
Elliot habla con voz entrecortada, y a mí se me eriza el vello.
– Es Christian. No ha vuelto de Portland.
– ¿Qué? ¿Qué quieres decir?
– Su helicóptero ha desaparecido.
– ¿El Charlie Tango? -digo en un susurro. Me falta el aire-. ¡No!