SEGUNDA PARTE
Spitsbergen, el Ártico

Definición: un aventurero es una persona que disfruta asumiendo riesgos; alguien que viaja a regiones poco conocidas; alguien comprometido con aventuras peligrosas pero gratificantes; atrevido, impetuoso, alocado.


Diez

Spitsbergen, el Ártico, junio de 1811

Joanna sentía unas horribles, desagradables e insoportables náuseas. Aquello era repugnante, peor que sus peores expectativas, que ya habían sido bastante malas de por sí. Llevaba mareada casi un mes y a esas alturas lo único que quería era morirse, pero por desgracia la muerte no parecía demasiado interesada en reclamarla.

El barco dio otro bandazo. Joanna gruñó. Su boda, celebrada mediante una licencia especial la misma mañana de su partida, había empezado tan bien… Había estado absolutamente divina, con un precioso vestido rosa con mangas abullonadas y un enorme sombrero a juego. Alex había estado espléndido con su uniforme de marina. Lottie había ejercido de madrina, Merryn de dama de honor y Dev y Owen Purchase habían sido padrinos del novio. Luego habían subido a bordo de la Bruja del mar y la pesadilla había empezado.

Sin haber tenido experiencia de ningún tipo, Joanna había estado tranquilamente segura de que sería una buena marinera. Pero a las tres horas de travesía el tiempo había empezado a deteriorarse y una tormenta había estallado en el mar del Norte.

– Puede que tengamos un poco de movimiento -había informado el capitán Purchase con su sensual acento americano, escrutando un horizonte que de repente se había tornado de un gris plomizo, cubierto por cortinas de lluvia que barrían el mar-. Os sugiero que bajéis, madame.

Joanna lo había hecho y ya no había vuelto a subir desde entonces. Ignoraba cuántos días habían pasado o el progreso que habían hecho en su viaje. Seguía tumbada en su camarote mientras el mundo se alzaba y hundía en torno a ella, y con él su estómago. No podía moverse sin que una oleada de náuseas le subiera por la garganta. Se había metido en la cama, rezando para que el mundo terminara de una vez. No había sido así. En lugar de ello, su mundo había quedado reducido a los crujidos y chirridos del barco, al hedor a aceite y alquitrán y a un sentimiento de abyecta tristeza y desesperación.

Se volvió en su catre, de cara a la pared. Se sentía sola y desgraciada. Alex no había acudido a verla en varios días. Lo cual probablemente tendría algo que ver con el hecho de que le había prohibido que se acercara a ella mientras ofreciera un aspecto tan grotesco y lamentable. Aquella primera noche, se había mostrado extremadamente amable y delicado. Le había acariciado la frente bañada en sudor, le había acercado el cubo cuando lo había necesitado, e incluso había intentado que comiera algo para que se le asentara el estómago. Joanna se había muerto de vergüenza de que la viera pálida como un fantasma, vomitando como un borracho en la calle. Esas cosas le hacían sentirse vulnerable y desprotegida. Siempre se había enorgullecido de su estilo y elegancia, y sin ellos se sentía casi desnuda, sobre todo frente a la perceptiva mirada de Alex. Por una pura cuestión de orgullo le había prohibido que apareciera por allí, así que suponía que no podía culparlo de que no hubiera vuelto, excepto para llevarle los grasientos caldos que ella se negaba a ingerir.

Dio otra vuelta en su camastro mientras la náusea se alzaba como una ola. Todo indicaba que lord y lady Ayres habían tenido razón. Realmente era imposible mantener un mínimo de estilo y de reputación mientras se viajaba.

Recordó las montañas de equipaje que habían juntado aquella tarde en el muelle de Londres. Lottie se había llevado un baño de asiento y cajas de jabones con aroma a hierbas, veinte libras de bombones y golosinas, un pupitre para escribir con banqueta incluida, siete baúles, un mayordomo y un ama de llaves. Joanna había intentado ser más práctica, con su cajón de manzanas y naranjas, varios sacos de leña, una gran cesta forrada de piel para Max, una caja de juguetes para Nina y sólo cinco baúles. Nunca olvidaría la cara de pasmada incredulidad que puso Alex cuando vio sus equipajes. Dev y Owen Purchase se habían desternillado de risa. Alex había mirado entonces a Joanna y a Lottie, ataviadas con sus capas de piel de foca y sus botas esquimales, y se había limitado a menear la cabeza.

– Pareces un oso -le había dicho a Joanna.

– No es precisamente el más encantador cumplido que he recibido en lo que toca a mi atuendo -había repuesto ella, adoptando un tono formal en beneficio de la audiencia-. Aunque no había esperado menos de vos, milord.

– La comida se pudrirá en unos días -había añadido Alex-. El pupitre servirá para hacer leña, sin embargo. Debería haber pedido al almirantazgo dos barcos más en lugar de uno para transportar todo vuestro equipaje.

En aquel momento, la banda de música que el almirantazgo había enviado para despedirlos atacó una solemne pieza. La multitud estalló en vítores y lord Yorke aprovechó para soltar un discurso. Alex la había tomado entonces del brazo para bajarla al camarote que compartirían: un minúsculo cuchitril que Joanna había tomado al principio por una despensa.

– ¿Esperas que compartamos esto? -le había preguntado, incrédula-. Es más pequeño que cualquiera de los armarios de mi casa.

– No me sorprende.

– Y la cama es como un ataúd -se había quejado ella. No le había pasado desapercibida la mirada de resignación de Alex. Ya le había predicho él que no lo pasaría bien en el viaje, y en aquel momento había tomado conciencia de que le estaba dando la razón antes incluso de partir.

– Agradece que no tengas que dormir en una hamaca, como la mayoría de la tripulación -había replicado con frialdad antes de dejarla allí.

Por lo que se refería a Joanna, aquél había sido el mejor momento del viaje.

Echaba de menos a Merryn, que había preferido quedarse en Londres con su amiga la señorita Drayton, otra intelectual como ella. Como presente de despedida, Merryn le había regalado dos libros de su biblioteca: el libro de viajes del doctor Von Buch y el diario de la travesía de Constantine Phipps al Polo Norte en 1774.

– Son tremendamente interesantes -le había asegurado su hermana, entusiasmada-. Sé que te encantarán.

– Seguro que sí -había respondido Joanna antes de guardarlos en el fondo de su baúl.

Enseguida Lottie había acudido a visitarla, parloteando sin cesar sobre lo maravilloso que era el capitán Purchase, lo divertido de la tripulación, lo confortable de los alojamientos y lo maravillosamente bien que se lo estaba pasando a bordo. Hasta el punto de que Joanna había llegado a preguntarse si realmente viajaban en el mismo barco.

– Te perdiste las islas Shetland… aunque la verdad es que no ha sido para tanto. Tenían un aspecto amenazador y estaba lloviendo. Con la tormenta perdimos además al Razón, el navío del capitán Hallows, aunque Purchase está convencido de que al final nos alcanzará. Para mí, el verdadero gozo de este viaje es la compañía de tantos jóvenes y apuestos oficiales. ¡No sabría con quién quedarme! -se había quedado mirando a Joanna con el ceño fruncido-. Soy afortunada de poder contar con sus atenciones para distraerme, porque tú te estás convirtiendo en la compañera más aburrida del mundo, querida mía, siempre aquí encerrada, a oscuras… ¿No podrías hacer un pequeño esfuerzo, Jo querida? ¡Estoy segura de que tu mareo es más mental que físico!

Joanna se había abalanzado en aquel momento sobre el cubo y Lottie había soltado un chillido antes de desaparecer corriendo: desde entonces no había vuelto. De hecho, Max era el único que había permanecido a su lado durante todo el viaje, acurrucado en su cama, roncando, ajeno a todo y demostrándole una vez más que los perros eran mucho más fiables y dignos de confianza que las personas.

Abrió los ojos y se quedó mirando la lámpara de aceite que colgaba del techo, balanceándose al ritmo de las olas. La luz del sol moteaba de oro las paredes de tabla. De repente le entraron ganas de abandonar aquella fétida oscuridad y salir a respirar aire fresco. Estaba tan cansada de sentirse enferma…

Llamaron a la puerta. Joanna dio otra vuelta en la cama, presa de la familiar náusea, y rezó para que no fuera Lottie dispuesta a hablarle de su última conquista.

– Ya sé que no me has dado permiso para entrar, pero aquí estoy.

Era Alex. Lo primero que sintió fue un extraño embarazo de volver a verlo, como si fuera un desconocido que hubiera invadido su habitación. Lo segundo fue horror: no se había lavado en dos días, ¿o habían sido tres? Tenía el camisón sucio, el pelo enmarañado y probablemente olería mal. De hecho, estaba segura de que olía mal.

– Ya te dije que no podías entrar -la voz le salió como un graznido-. Tengo un aspecto espantoso.

Alex se echó a reír. Y ella lo maldijo en silencio.

– Sí, eso es absolutamente cierto. La verdad es que nunca te había visto en tan mal estado.

Joanna se volvió hacia él y se lo quedó mirando irritada. En contraste con su propio aspecto, él parecía en mejor forma que nunca, vital, bronceado: su cuerpo irradiaba salud por todos los poros. Llevaba consigo el aroma del mar, del aire fresco, del sol, de la brisa salobre.

– Podrías haberme mentido, ¿no? -enterró el rostro en la almohada.

– Yo nunca miento.

El camastro se hundió ligeramente bajo su peso. Joanna se quedó helada. ¿Por qué se quedaba? Quería que se marchara de una vez para hablar de tonelajes con Devlin, o de navegación con Owen Purchase, o de lo que fuera que hablaran los marineros en un viaje: temas todos ellos en los que no estaba interesada lo más mínimo.

– Te he traído gachas de avena.

Avena. Repugnante. El estómago le dio un vuelco.

– Por favor, llévatelas.

– No -el camarote parecía llenarse de su presencia-. Te las vas a comer. Ya basta. Frazer está harto de prepararte caldos y tú no cesas de rechazarlos. Además, si no comes pronto, te pondrás enferma de verdad.

– ¿Enferma de verdad? -Joanna se sentó en el camastro sin darse cuenta, con las heladas mantas resbalando hasta su cintura-. ¿Crees que estoy fingiendo?

Vio su sonrisa y casi lo odió.

– No, claro que no. Algunas personas son propensas a los mareos, pero una vez que pises tierra firme, los efectos se desvanecerán como por arte de magia.

Joanna se arrebujó de nuevo bajo las mantas.

– Entonces no vuelvas a despertarme hasta que toquemos tierra.

– No.

Se dio cuenta, incrédula, de que le estaba quitando las mantas: se aferró a ellas como si le fuera la vida en ello.

– Esto se ha acabado. Comerás y te levantarás. Estamos navegando por la costa oeste de Spitsbergen. Tendrás que estar preparada para cuando desembarquemos. Además… te gustará la vista. Es muy hermosa.

– La única vista que quiero ver es la de la tierra firme antes de pisarla.

– Deja de quejarte y de compadecerte de ti misma. Te estás comportando como una chiquilla.

Le arrojó la almohada. Riendo, Alex la atrapó al vuelo sin dejar caer el cuenco de gachas. Joanna volvió a sentarse, furiosa.

– Levántate de una vez -una traviesa sonrisa bailaba en sus labios-. ¿Quieres que te traiga un espejo para que veas lo urgente que es que te pongas presentable?

– ¡No! -Joanna sabía que era una frívola, aunque siempre había pensado que había peores pecados que desear lucir en todo momento la mejor apariencia posible. En aquel momento se sentía sucia, desarreglada, penosamente consciente de su propia imagen.

Pero además, Alex la miraba de una forma muy extraña… que la llenaba de vergüenza y la excitaba a la vez. Le recordaba la noche que habían pasado juntos en su hotel. Resultaba curioso que, ahora que estaba respetablemente casada con él, se sintiera tan cohibida en su compañía. Habían compartido tantas intimidades aquella ilícita noche, que en el instante en que se separaron, no había podido por menos que maravillarse de lo poco que se conocían.

– Oh, dame el cuenco -le pidió con tono brusco, capitulando finalmente. Ante la mirada de satisfacción de Alex, empezó a comer a rápidas cucharadas. La comida le supo sorprendentemente buena. El estómago se le asentó y de repente le entró más hambre: terminó apurando el resto-. Estaban sabrosas -pronunció a regañadientes-. Gracias -suspiró-. Lamento haber ofendido a Frazer.

– Estoy seguro de que lo olvidará si pruebas su estofado de alcatraz -vio que palidecía y añadió-: Aunque fui yo quien te preparó las gachas.

Joanna se lo quedó mirando asombrada.

– ¿Tú?

– Por supuesto. Los marineros somos gente de recursos -ladeó la cabeza-. Supongo que tú no sabrás cocinar, ¿verdad?

Joanna experimentó una punzada de disgusto por la manera en que formuló la pregunta, como esperando su negativa.

– Por supuesto que no. ¿Por qué habría de saber? Soy la hija de un conde -su tía había intentado enseñarle las mínimas habilidades domésticas que debía dominar la sobrina de un vicario: hornear o preparar conservas y encurtidos… pero había sido en vano-. No es necesario que me mires de esa manera -añadió a la defensiva-. ¿Realmente esperabas que tuviera esas habilidades? Ya sabías cómo era cuando te casaste conmigo.

Se hizo un silencio. Por alguna razón, Joanna se sintió pequeña y desgraciada. Nunca antes había lamentado su absoluta carencia de habilidades culinarias.

– Cierto. Ya lo sabía.

Aquellas palabras distaron mucho de procurarle el consuelo que esperaba. Alex se levantó de pronto de la cama y ella suspiró de alivio. Tenerlo tan cerca obraba efectos muy extraños en su equilibrio emocional.

– Haré que Frazer te traiga agua caliente. Te sentirás mucho mejor una vez que te hayas bañado -ya en la puerta del camarote, se volvió hacia ella-. ¿Joanna?

Su tono de voz le provocó un estremecimiento.

– Si no te levantas, volveré y te vestiré yo mismo -le advirtió con tono amable, pero con un peligroso brillo en los ojos-. Y creo que eso no te gustaría. Como doncella no soy precisamente muy hábil.

Esa vez el estremecimiento fue más intenso y prolongado. Pensó inmediatamente en la manera en que la había desnudado en Grillon's.

– Y, Joanna… -seguía mirándola con expresión turbadora- esta noche volveré a compartir tu… nuestro camarote -señaló a Max-. El perro tendrá que buscarse otro. Me niego a compartir tu cama con esa mata de pelo.

Se marchó, dejándola boquiabierta. No estaba segura de qué era lo que más la había sorprendido: si la orden de desalojo de Max o la perspectiva de que Alex viviera con ella en aquel minúsculo camarote, aunque sólo faltaba una semana para que tocaran tierra. Una semana podría hacérsele eterna. Nunca había imaginado que Alex pudiera llegar a forzar una intimidad con ella en las presentes circunstancias.

Se abrazó las rodillas. No deseaba tener intimidad alguna con él. Cada vez que la tocara se acordaría de su deseo de tener un heredero, así como de su propia capacidad para proporcionárselo. Le recordaría su traición y lo vacío de sus promesas. Lo había engañado de una manera odiosa, pero… ¿qué otro remedio le había quedado? Nina, abandonada y privada de amor, la necesitaba, y a cambio ella necesitaba desesperadamente acogerla. Había hecho lo que había tenido que hacer para asegurar un futuro para ambas, pero la culpa le pesaba como una losa de plomo en el pecho.

Pensó de nuevo en la noche que había compartido con Alex. En aquel momento le parecía algo lejano, distante, como si no hubiera sido nada más que un febril sueño. Aquella experiencia había despertado todos sus sentidos, descubriéndole las múltiples posibilidades que ofrecía la relación entre un hombre y una mujer. Había sido algo tan tentador como peligroso, porque le había hecho desear más de lo que Alex estaba preparado para darle. Y también porque le había hecho ver lo muy diferente que habría podido llegar a ser su vida si no se hubiera enamorado de David. Lo único que había querido ella había sido un amante marido y una familia. Un objetivo aparentemente sencillo que no se había revelado como tal; y ahora su segundo matrimonio también se presentaba envenenado, en esa ocasión por una horrible mentira.

Cerró los ojos, aspiró hondo y volvió a abrirlos. Mejor era no pensar en ello. Alex nunca conocería la verdad. Ella simplemente tendría que jugar su papel, entregarse en el lecho matrimonial y esperar que sus ansias de aventura lo alejaran pronto de su lado, por largo tiempo. Alex era un aventurero, después de todo. Como David, era muy improbable que pasara mucho tiempo en su compañía. Y ella tendría a Nina, a Merryn y a Chessie: la familia que necesitaba. El pensamiento debería haberla alegrado. Pero, en lugar de ello, la dejaba triste, desconsolada.

Se bajó del camastro. Milagrosamente, el mundo no se movía. Con agua caliente, ropa limpia y la ayuda de una doncella, pensó, todo volvería a arreglarse. Así tenía que ser. Tenía que seguir adelante con su viaje y con su matrimonio, continuar aquel rumbo hacia lo desconocido, porque no le quedaba otra opción.

Once

Alex se hallaba en el puente de mando, observando la costa de Spitsbergen. Navegar por aquellas aguas nunca dejaba de emocionarlo. Representaban el mayor desafío que había experimentado nunca, algo quijotesco, que podía cambiar con un simple cambio de viento: un plano mar azul que de pronto podía volverse de un gris furioso. Estaban las aves que seguían al barco, reclamándolo como los espíritus de los marineros perdidos en sus inmensidades. Y la montañosa línea de costa, cortada por las enormes cicatrices de los fiordos, con rocas tan afiladas que podían cortar una embarcación en dos.

Había navegado a Spitsbergen dos veces antes. En la primera ocasión, justo después de la muerte de Amelia, había encontrado en aquel crudo paisaje un eco de su propia culpabilidad y dolor. Su primer matrimonio había estado presidido por el amor. Amelia se había desposado con él cuando apenas había abandonado el internado. Su segundo casamiento había sido un asunto completamente distinto. Sólo él tenía la culpa de haber aceptado aquel matrimonio de conveniencia, que además se estaba revelando muy inconveniente.

No por primera vez en las últimas semanas, Alex se preguntó con rabia por lo que había esperado de Joanna Ware. Había decidido casarse con ella sabiendo perfectamente lo muy vana y superficial que podía llegar a ser. Se había casado sin ilusiones, esperando únicamente que le proporcionara el heredero del que Balvenie carecía.

Pero había esperado también que la incendiaria pasión que había estallado entre ambos en Londres, que tanto lo había sorprendido y agradado, seguiría ardiendo. Nunca había imaginado que Joanna respondería con tan desenfrenado deseo. Lo que había imaginado más bien era que se mostraría tan superficial en la cama como fuera de ella. En lugar de ello, sin embargo, había descubierto a una mujer de pasiones inesperadamente profundas, una mujer a la que ansiaba hacer el amor con un deseo feroz.

Pero no había sido capaz de satisfacer aquel deseo porque Joanna había sufrido de mareos durante la travesía… y porque la pasión que había ardido entre ellos parecía haberse reducido a cenizas. En aquel momento una incómoda sensación de alejamiento se interponía entre ellos, una reserva que se alzaba como una barrera que requeriría la voluntad de ambos para ser demolida. Por el bien de su matrimonio, esperaba que Joanna estuviera dispuesta a intentarlo. No quería una fría y distante relación con una virtual desconocida. Un matrimonio únicamente de nombre no le proporcionaría el heredero que necesitaba.

Tamborileó con los dedos en la borda. Dudaba seriamente que fuera a morir de deseo insatisfecho, por muy grande que fuera su frustración, aunque el hecho de que Devlin y Lottie Cummings estuvieran viviendo un indiscreto affaire delante de todo el mundo no hacía sino aumentarla. Más preocupantes eran las dudas que tenía sobre la capacidad que tendría Joanna de hacer frente a las privaciones del viaje al monasterio de Bellsund, así como de su reacción emocional a lo que encontrara allí.

Alex tenía el presentimiento de que todo ello iba a ser muy difícil. El comportamiento de Joanna una hora atrás, en el camarote, no había sentado un buen precedente. Se había mostrado tan mimada y caprichosa como una chiquilla, lo cual le había irritado, pese a sus esfuerzos por mostrarse tolerante. Claro que comprendía su situación: los mareos en un barco podían llegar a ser algo altamente desagradable. Habían tenido además la mala suerte de padecer un verano de tormentas, pero una vez que el mar se había serenado lo suficiente, había confiado en que Joanna se levantaría, comería algo y se prepararía para desembarcar.

Eso era lo que llevaba esperando durante las dos últimas horas. En aquel momento, sin embargo, ya se había resignado a la idea de que no se reuniría con él en cubierta. Se sentía tan furioso como decepcionado con ella. Joanna le había asegurado que haría lo que fuera con tan de rescatar y proteger a Nina. Pero, una vez más, había tenido que cuestionar sus propias expectativas. Joanna era como era, una mujer nada habituada a las privaciones. Y él, simplemente, había esperado otra cosa.

Oyó un rumor de voces en la cubierta de popa y se volvió rápidamente para ver acercarse a Joanna, escoltada por una falange de jóvenes oficiales, entre los que se contaba Dev. Era Joanna, no cabía duda, pero una Joanna restaurada en toda su gloria londinense, vestida con un abrigo rojo forrado de piel, con guantes a juego y con el cabello recogido bajo su sombrero, luciendo sendos coloretes en las mejillas en lugar de la fantasmal palidez de unas horas antes. Llevaba en brazos a Max, también ataviado con un abriguito rojo.

– Me siento maravillosamente bien -le dijo cuando llegó a su altura. Le sonrió más en beneficio del público que la rodeaba que del propio Alex, mientras le ponía una mano enguantada en el brazo-. No sé lo que tenían esas gachas, Alex querido… ¡pero el caso es que han obrado un milagro! Y… ¿quién habría imaginado que Frazer demostraría la aptitud de una diestra doncella?

Sus admiradores rieron la broma. Alex sintió que se le secaba la garganta.

– Alex querido…

Una cosa que no estaba dispuesto a tolerar era que se dirigiera a él con aquel falso y frívolo tono que tanto ella como sus amigas desplegaban a su capricho. Aquella sensual sonrisa suya le recordó inmediatamente a la mujer con quien había hecho el amor en Londres: lo que hizo que le entraran ganas de estrecharla en sus brazos y besarla hasta hacerle perder el aliento, con público o sin él. De repente sentía la necesidad de desgarrar aquella superficial fachada y redescubrir a la mujer dulce y sensible que había reaccionado a sus caricias aquella noche.

– Caballeros… -Alex despachó a los oficiales con un enérgico gesto: de repente todos parecieron recordar que tenían algún trabajo que hacer. Como resultado, enseguida se quedaron solos-. Dudaba ya que te reunieras conmigo. Has tardado mucho.

Joanna enarcó las cejas.

– Menos de dos horas.

Una traviesa sonrisa asomó a sus labios. Todos los sentidos de Alex se activaron de golpe.

– Si crees que eso es mucho tiempo… -añadió ella- ya verás lo que tardo en prepararme para un baile. Aunque, por supuesto, no creo que tengas que soportar eso -dejó de sonreír-. Me olvidaba de que, tan pronto como regresemos a Londres, seguro que presionarás al almirantazgo para que te adjudique otro destino. No me queda duda de que apenas nos veremos a partir de entonces.

Alex no pudo por menos que sorprenderse de lo mucho que le dolió la ligereza de su tono. Y eso que sabía que aquello no era más que lo que habían acordado como parte de su pacto.

– No te desentenderás de mí tan fácilmente -replicó con tono suave-. Tendremos que compartir la responsabilidad de la educación de Nina. Pienso, además, quedarme en Inglaterra hasta que te hayas instalado convenientemente en tu nuevo hogar… y estés encinta de mi heredero, claro está.

Vio que se ruborizaba intensamente. Y que bajaba la mirada, ocultando su expresión.

– No es nada delicado por tu parte hablar tan abiertamente de tales asuntos -dijo con tono helado-. Cualquiera podría oírte.

– Mi querida Joanna, me temo que tendrás que flexibilizar un tanto tu criterio sobre lo que es o no decoroso. No solamente pienso hablar de tales asuntos: pretendo hacerte el amor en cada ocasión disponible. No quiero que te quepa duda alguna sobre mis intenciones.

La oyó soltar un profundo suspiro, señal de que sus amorosas insinuaciones eran tan bien acogidas como la peste.

– Puede que tengas que pasar más tiempo del que imaginas en tierra firme, si lo que pretendes es que me quede embarazada.

Alex le sonrió, decidido a no ceder.

– La espera tendrá sus compensaciones. Dudo que llegue a aburrirme de frecuentar tu lecho.

Joanna frunció los labios con terca expresión. Resultaba obvio que no tenía ganas de seguir conversando: se había dado la vuelta para que él no pudiera verle la cara. Parecía estar estudiando la vista con concentrada atención. Alex esperó.

¿Qué debía esperar de ella ahora? ¿Que denigrara la cruda belleza de aquel escenario, de la misma manera que Lottie Cummings había hecho con las Shetland? Era bien consciente de que Spitsbergen era demasiado fría y estaba demasiado vacía para agradar a mucha gente. Había quien se asustaba, sobre todo si no había visto más que las suaves y verdes praderas del sur de Inglaterra. Como escocés que era, Alex estaba acostumbrado a paisajes que intimidaban a los hombres de otras tierras: le encantaban, en ellos encontraba tanta paz como inspiración. Pero sabía que no podía esperar que Joanna sintiera lo mismo.

Esperó, paciente, a que le dijera que aquel lugar era para ella el infierno en la tierra.

Joanna había alzado la cabeza hacia el cielo, y Alex recordó en ese momento que no había visto el sol durante varias semanas. No había subido ni una sola vez a cubierta. Se dio cuenta de que estaba absorbiendo el calor del ambiente con absoluta sensualidad, como habría hecho un felino, con los ojos cerrados y una leve sonrisa en los labios. Alex experimentó una súbita punzada de excitación. Los labios de Joanna eran suaves, rosados, y estaban abiertos en franca admiración. Quiso besarla. Anheló besarla.

Volvió a abrir los ojos.

– Qué maravilla volver a respirar aire fresco -comentó-. Ya casi me había olvidado de la sensación.

– No es tan maravilloso cuando hace mal tiempo -repuso él. Le intrigaba aquel repentino cambio de actitud: de la dama terca y petulante a la relajada y sensual-. Lo único bueno de las tormentas que hemos soportado es que siempre hemos tenido el viento detrás, con lo que hemos conseguido reducir considerablemente el tiempo de nuestro viaje. Yo había previsto que tardaríamos dos meses o más.

– Entonces puedo considerarme yo también afortunada -Joanna giró sobre sus talones y empezó a caminar por la borda de estribor, con una mano en la barandilla-. No sabía que hiciera tanto calor -exclamó por encima de su hombro.

Alex se echó a reír. Merryn le habría acribillado a preguntas sobre el clima, la media de temperaturas, los registros de presión. Joanna, en cambio, parecía contentarse con sentir a flor de piel que hacía un calor relativo para encontrarse en el Ártico. No tenía ninguna curiosidad intelectual, al contrario que su hermana.

– Probablemente dentro de una hora estará nevando.

Lo miró dubitativa:

– ¿De veras?

– Es posible -Alex se encogió de hombros-. La previsión del tiempo no es una ciencia exacta, sobre todo aquí, donde los fenómenos cambian dramáticamente en el espacio de media hora.

– Oh, bueno… -sonrió ella-. Disfrutaremos de lo bueno mientras dure, entonces.

No era, según reflexionó Alex con no poca sorpresa, una mala filosofía.

Joanna continuó caminando por el puente mientras admiraba la vista. El cielo era de un perfecto color azul.

– No hay humo aquí que oscurezca el paisaje -comentó-. Todo lo contrario que Londres, con sus nieblas. Todo es tan luminoso que hasta me duelen los ojos, y el aire es tan claro y fresco que corta como un cuchillo. ¡Todo centellea! -había una expresión de admirado asombro en su rostro mientras contemplaba las escarpadas cumbres de las montañas, cortadas por lenguas de glaciar, con los flancos cubiertos por amplias faldas de nieve-. Tanta nieve… -susurró- y tan blanca que casi parece azul. Nunca había visto nada parecido, ni siquiera cuando era niña y nevaba cada invierno en el campo -volvió a girarse rápidamente, como si no pudiera permanecer quieta-. ¿Dónde están los icebergs? -inquirió de pronto.

– Aquí no hay icebergs -dijo Alex-. No se forman de la misma manera que lo hacen en el noroeste. Nadie sabe por qué.

– ¿No hay icebergs? -hizo un mohín de decepción-. Pero habrá mar de hielo…

– Mucho más hacia el norte.

Su expresión volvió a iluminarse:

– ¡Oh, me encantaría verlo!

– Quizá puedas. Un barco de las pesquerías de Groenlandia se nos acercó esta mañana y nos dijo que este verano los hielos se estaban deslizando bastante hacia el sur -se acercó para acodarse en la borda, a su lado. Observó que le brillaban de entusiasmo los ojos, tan azules que parecían reflejar el cielo.

– Nunca había visto un lugar tan vacío -susurró, y se volvió espontáneamente hacia él-. Es muy hermoso.

Alex sintió que el corazón le daba un vuelco mientras contemplaba su rostro, tan vital y excitado. Jamás antes la había visto tan animada.

– ¿Lo dices en serio?

– Claro que sí -le aseguró estremecida, abrazándose como una niña que estrechara una mascota contra su pecho-. No tenía ni idea. Pensé que sería oscuro, frío y triste, o neblinoso, húmedo y horrible. O… simplemente horrible -estaba riendo.

– Puede ser también todas esas cosas -le advirtió Alex.

– Ya lo supongo -el brillo no llegó a morir en sus ojos-. Pero, en un día así, es mágico.

– Y sin embargo, tú odias el campo en Inglaterra.

Joanna se echó a reír.

– Es verdad. Soy muy veleidosa.

Se miraron durante un buen rato, y Alex sintió que algo cálido se despertaba en su interior.

– Estás llena de sorpresas, Joanna. Creí que odiarías este lugar.

– Yo también lo creía. Y probablemente lo odiaré cuando se ponga a llover. Y detesto el frío. Pero, por el momento, esto es como el paraíso -lo miró, ladeando la cabeza-. ¿Sabes? Antes me preguntaba por qué te convertiste en explorador. Una vez dijiste que sentías la compulsión de viajar y yo no lo entendí, pero ahora… -con una mano en la barandilla, se quedó contemplando el mar-. Es como si hubiera algo allí, algo oculto que te llamara y reclamara, incesante, sin dejarte descansar…

Alex sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Jamás en toda su vida había oído a nadie poner en palabras la pasión y el misterio elemental que sentía como aventurero en tierras lejanas. Y en aquel momento aquella mujer, que no compartía su pasión, y a la que había juzgado frívola y superficial, los había descrito con mayor precisión de lo que habría podido hacerlo él mismo. Nunca había compartido esos pensamientos con nadie, jamás se los había contado a Amelia, ni siquiera a Ware o a cualquiera de sus compañeros de viaje, tan encerrados como estaban en su interior: eran su secreto, la esencia de su alma.

Seguía mirando fijamente a Joanna y vio que sus ojos se abrían con asombro, sorprendida de leer aquella pasión en los suyos.

– Así es -reconoció con voz levemente ronca por la emoción-. Eso es exactamente lo que siento.

– Entonces casi lo lamento por ti -dijo ella, volviéndose de nuevo para contemplar la costa-. Porque imagino que no te dará ninguna paz.

– Pero… ¿cómo lo sabes? -le tomó una mano. Se sentía turbado, vulnerable de una forma que no conseguía identificar, como si ella hubiera visto demasiado en su alma-. ¿Te lo dijo acaso Ware?

– David -pareció sobresaltada por la sorpresa, antes de echarse a reír-. No. No creo que David explorara porque sintiera la compulsión de hacerlo. Muy pronto se dio cuenta de que era un medio para adquirir fama y riquezas, y lo explotó como tal. Pero tú… -una sonrisa asomó a sus ojos-. Tú eres diferente, ¿verdad?

– Sí. Yo no soy como Ware.

Se quedó asombrado tan pronto como lo dijo, como si hubiera sido de alguna forma desleal para con su amigo, y sin embargo sabía que era cierto. Había sido testigo de la manera en que David Ware había vivido y disfrutado de su popularidad. Había entendido sus valores, pero nunca los había asumido como propios.

Continuó mirando a Joanna. Durante un largo momento, la emoción afloró entre ellos como algo dulce y frágil, hasta que una expresión distante regresó a sus ojos al tiempo que se apartaba de él.

– Perdona -le dijo con tono contenido-. Prometimos no hablar de David y sé que es de mala educación en una dama hablar del esposo difunto… con el actual.

– Joanna… -empezó Alex. No estaba seguro de lo que quería decirle. De lo único que era consciente era de que, por unos instantes, había compartido con ella una poderosa afinidad que deseaba recuperar. Él era el primer sorprendido de la intensidad de aquel deseo. Pero Joanna había vuelto a apartarse y, siguiendo la dirección de su mirada, vio que Lottie Cummings se acercaba apresurada hacia ellos. Estaba envuelta en pieles hasta el cuello y tenía un aspecto cómico, como el de un hombre vestido de oso. Reprimió una maldición. La magia se había roto.

– Lottie, ¿qué te parece la vista de Spitsbergen? -le preguntó Joanna.

– Es absolutamente espantosa, Jo querida -se estremeció de manera exagerada-. ¡Estoy empezando a desear no haber venido!

El resto de viajeros, pensó Alex con ironía, llevaba pensando lo mismo durante semanas. Salvo Devlin, por supuesto. Resultaba imposible guardar secretos en un barco y el voraz apetito de Lottie por los jóvenes era un asunto ampliamente discutido por la tripulación, en medio de una procaz hilaridad.

Joanna acogió decepcionada la reacción de desagrado de su amiga.

– ¡Pero si hace tan sólo una semana me decías que te lo estabas pasando maravillosamente bien! -protestó.

– ¿Sólo una semana? -replicó, irritada-. ¡Tengo la sensación de que han transcurrido años! Yo creía que el Círculo Polar Ártico sería más agradable… Suena como si debiera resultar interesante, pero… ¿qué es lo que encuentro? ¡Nada! ¿Dónde está la gente, dónde las ciudades? -hizo un amplio gesto con el brazo-. ¿Dónde están los árboles? Dios sabe que jamás experimenté la necesidad de ver árboles… ¡hasta que he dejado de verlos por completo!

Por un instante, los ojos de Joanna se encontraron con los de Alex en una tímida mirada de diversión cómplice.

– Nada me dijiste hace un momento sobre la falta de árboles, Joanna -murmuró. No pudo evitar preguntarse si tendría la suficiente independencia de criterio como para expresar su propio punto de vista sobre el escenario ante la desaprobación de la señora Cummings.

– Cierto -reconoció Joanna-. Me parece ciertamente una lástima que haya tan poca vegetación que suavice la vista -aspiró profundamente-. Pero deberás admitir, Lottie, que el paisaje es espectacular. Es magnífico en su misma crudeza y desolación.

Alex sonrió, complacido, y vio que se ruborizaba. Ésa era Joanna, pensó de pronto: ingeniosa a la hora de contemporizar, siempre deseosa de mantener contento a todo el mundo. Recordando los esfuerzos que había hecho por consolar al señor Churchward por el asunto del testamento, volvió a experimentar una extraña punzada de emoción.

Lottie, mientras tanto, la estaba mirando con una expresión extremadamente desaprobadora.

– ¡Creo que tus mareos te han trastornado el juicio, Jo querida! Es el lugar más yermo y desagradable que he visto en mi vida.

– Lo que lleva obligatoriamente a la pregunta de por qué has venido -musitó Joanna antes de tomar del brazo a su amiga-. Venga, vamos abajo. Hudson nos preparará una tetera que te levantará el ánimo…

– Querida, Hudson abandonó el barco en las Shetland… ¡junto con Lester, mi doncella! ¿Acaso no recuerdas que me quejé de esto contigo durante todo el tiempo…?

– Debí de haber estado demasiado mareada para prestarte atención -repuso, lanzándole una mirada de disculpa-. Me preguntaba precisamente por qué Frazer tuvo que hacer de doncella, en lugar de Lester…

– Oh, Frazer ha demostrado ser un hombre maravillosamente polifacético -dijo Lottie, con un expresivo gesto-. Y con un gran talento a la hora de vestirme y peinarme, tan bueno como la mejor doncella.

– Y muy diestro con las tenacillas de rizar el pelo -convino Joanna.

– ¿Seguro que no es impropio que Frazer vea a una dama en paños menores? -inquirió Alex-. Me sorprende que su espíritu puritano pueda soportarlo.

– Oh, Frazer me ha asegurado que ha visto a muchas damas en paños menores -repuso Joanna con una traviesa sonrisa-. Antes de ingresar en la marina, trabajaba como sastre -se apresuró a explicarle al ver su expresión estupefacta. Frunció el ceño-. ¿No te lo dijo?

– No. El pasado de Frazer siempre ha estado envuelto en el misterio -se preguntó qué más le habría confiado su adusto mayordomo a su esposa-. Espero… -añadió, incapaz de contenerse- que no haya estado hablando de mí también.

– ¿Por qué habría de hacer algo así? -preguntó ella con tono ligero-. Es la discreción personificada.

– Por supuesto. Por supuesto que sí… Me deleita verte tan recobrada, Joanna, que hasta has recuperado las ganas de tomar un té. Pero lamento decirte que tu vajilla de porcelana se rompió durante las tormentas. Tendrás que usar platos y tazones de metal. Y… habrá que lavarlos bien antes, no vaya a ser que el cocinero los haya desinfectado con vinagre para evitar el gorgojo.

Joanna se estremeció.

– ¿Podría este viaje ser más desagradable, Alex querido?

– Muchísimo más -respondió, sombrío. Tal parecía que su esposa se estaba distanciando nuevamente, recuperado su personaje londinense, cambiando a ojos vista. Pero estaba decidido a recuperarla-. Joanna… -la tomó de la mano en el instante en que se disponía a pasar de largo por delante de él, y la atrajo hacia sí-. Te pido por favor unos minutos de tu tiempo.

Despachó a Lottie con un cortés asentimiento de cabeza y le sostuvo empecinado la mirada al ver que parecía reacia a marcharse. Al final lo hizo.

– ¿Sí?

– Por favor, no me llames «Alex querido» -le apretó la mano-. A no ser que lo digas en serio.

– Sólo es una expresión -replicó a la defensiva-. No significa nada.

– Precisamente -bajó la mirada a Max, que con su abriguito rojo estaba prácticamente apretujado entre ambos-. Y tampoco te sirvas del perro como escudo.

Acto seguido se inclinó y la besó. Percibió su sorpresa, pero ella no hizo ningún movimiento por apartarse, lo cual lo alegró sobremanera. De hecho, entreabrió ligeramente los labios bajo los suyos: sabía deliciosamente bien, dulce como la miel, fresca como la nieve. Al cabo de un momento le quitó a Max de los brazos, lo puso firmemente en cubierta y la estrechó contra su pecho para besarla más cómoda y largamente.

El enorme sombrero rojo le molestaba, así que le desató hábilmente el lazo y se lo quitó para hundir los dedos en su pelo… estropeando al mismo tiempo su delicado peinado, obra de Frazer. La oyó musitar una protesta ahogada y la besó con mayor insistencia hasta que la sintió rendirse de nuevo: su cuerpo había vuelto a ablandarse contra el suyo, e incluso le había agarrado de las solapas del abrigo. El mundo de Alex pareció contraerse de golpe. De pronto no comprendía más que a Joanna: su contacto, su aroma, su sabor y su propia irrefrenable necesidad, como si nunca pudiera saciarse de ella.

Una ráfaga de viento se alzó entonces, balanceando el barco hacia estribor y separándolos. Alex la sujetó a tiempo de evitar que cayera: vio que estaba sin aliento, las mejillas sonrosadas por el frío viento del norte, la melena rizada cayendo desordenada sobre sus hombros.

Permanecieron mirándose fijamente, y Alex leyó en su rostro sorpresa y algo más, algo primario y apasionado que le aceleró el corazón. Experimentó un impulso de posesión que lo dejó estremecido, asombrado de su intensidad. Alzó una mano para acariciarle tiernamente una mejilla. Justo en aquel momento se dio cuenta de que no estaban solos, así que al final la dejó caer, resignado.

– No hay intimidad ninguna en un barco -murmuró con tono triste, sonriendo.

Dev acababa de subir al puente: llevaba en una mano el sombrero rojo de Joanna, que había rodado por cubierta y a punto había estado de caer al mar. Se lo ofreció con una aparatosa reverencia.

– Lady Grant…

Joanna aceptó el sombrero con unas palabras de agradecimiento y una sonrisa. Había recuperado su elegancia y estilo habituales, pero cuando se despidió de Alex con una mirada, se mostró por un instante tímida a la vez que levemente sorprendida. O al menos eso le pareció a él. Después de recoger a Max, bajó apresurada los escalones para reunirse con Lottie.

– Venía a decirte que viajaré contigo hasta Bellsund -le dijo Dev-. A partir de allí, organizaremos una partida de hombres rumbo a la bahía de Odden, en busca del presunto tesoro de Ware. Se encuentra a corta distancia de allí.

Alex asintió con la cabeza y se quedó mirando fijamente a su primo.

– Espero que no le hayas contado a nadie lo del mapa.


Dev se apresuró a desviar la mirada, como si ocultara algo.

– ¡Por supuesto que no! -suspiró. En aquel preciso instante llegaron hasta ellos unas risas procedentes de la cubierta inferior-. Será mejor que le recuerde a la tripulación que entretener a lady Grant no forma parte de sus obligaciones. Están tan seducidos por ella que seguro que se habrán olvidado de que, supuestamente, trae mala suerte llevar una mujer a bordo -se echó a reír-. Eres un tipo con suerte, Alex. No hay un solo hombre en este barco que no te envidie.

– Excepto tú, imagino -repuso secamente.

Dev esbozó una mueca.

– Oh, la señora Cummings es muy… complaciente… pero lady Grant es… -se interrumpió, y Alex se quedó sorprendido al ver que su primo se había ruborizado.

– Lady Grant es… ¿qué?

– No me obligues a ponerlo en palabras -le pidió Dev, ruborizándose aún más-. Sabes que no soy bueno expresándome -frunció el ceño-. Hay algo como… inocente en lady Grant, pese a que ya era viuda cuando se casó contigo -sacudió la cabeza-. Parece como la princesa de un cuento de hadas. Y no se te ocurra tacharme de imaginativo, o de extravagante -añadió al ver que abría la boca para hablar-, porque sé que tú también lo sientes. Vi la manera en que la mirabas.

– Ves demasiadas cosas -no le apetecía compartir aquel momento con nadie más. Seguía intentando aclararse él mismo, ya que jamás en toda su vida había experimentado nada parecido.

– Eres consciente de que a Purchase le gusta, ¿verdad? -continuó Dev-. Con lo cual quiero realmente decir que está genuinamente enamorado de ella.

Alex entrecerró los ojos mientras evocaba la conversación que había mantenido con Owen Purchase en Londres. Ahora estaba seguro de que su amigo nunca había sido amante de Joanna, pero eso no quería decir que no quisiera serlo. Descubrió que no le gustaba la idea. No le gustaba en absoluto: un sentimiento que no tenía nada que ver con la necesidad que tenía de asegurarse un heredero.

– Purchase jamás me engañaría -dijo, intentando ignorar el instinto primario que lo impulsaba a ir a buscarlo para arrojarlo por la borda de su propio barco-. Hace años que es mi amigo. Y Joanna… -pensó en su esposa, tan dulce y apasionada en sus brazos, y en la expresión de sorpresa que había visto en su rostro cuando se separaron después de besarse, como si no pudiera creer que lo que estaba sintiendo fuera real. Había reconocido aquel sentimiento porque él también lo había experimentado-. Joanna tampoco me engañaría.

Dev lo miraba con una sonrisa burlona.

– ¿Por qué te casaste con lady Joanna, Alex?

– De labios de cualquier otra persona -gruñó-, habría considerado impertinente esa pregunta.

– Siento curiosidad -repuso Dev, impertérrito-. No me pareces el tipo de hombre que codicie bien la fama de Ware o de su esposa, bien… -dejó la frase sin terminar.

– ¿Es eso lo que piensa la gente? -Alex se había quedado estupefacto-. ¿Que aspiro a ocupar el lugar de Ware? -nunca prestaba atención a los rumores, pero ahora se daba cuenta de que las habladurías debían de tener por tema su supuesto deseo de sustituir a Ware como explorador heroico, tanto en la sociedad londinense como en su lecho-. No se trata de Joanna. Ni de Ware, por cierto. Se trata de acoger a la hija de Ware y de dar a Balvenie un heredero.

No le pasó desapercibida la extraña expresión que asomó a sus ojos.

– ¿Un heredero? -inquirió.

– Recuerdo que eso fue lo que tú mismo me aconsejaste en cuanto regresé a Londres -pronunció, frunciendo el ceño.

– Desde luego -Dev evitó su mirada-. Discúlpame -dijo bruscamente-. Seguro que Purchase me está buscando -y se marchó sin más, dejando a Alex aún más sorprendido. Y preguntándose por lo que habría dicho para suscitar aquella reacción en su primo.

Doce

– No sé muy bien -dijo Joanna después de cenar, mientras bebía su té en un tazón de metal- qué es lo que puede hacer una en un barco para pasar el tiempo.

Alex y ella estaban solos en el comedor, ya que Dev y Owen Purchase se hallaban en cubierta y Lottie había desaparecido para seleccionar alguna ropa que llevar a la lavandería. Joanna se había quedado sorprendida de descubrir que había vuelto a recuperar el apetito después de tantos días subsistiendo a fuerza de gachas y galletas secas. Pero eso fue hasta que vio la comida que había preparado el cocinero del barco, una especie de guiso de carne con guisantes que no se parecía a nada que hubiera visto antes. Consciente de la mirada de Alex, se había obligado a probar varios bocados sin quejarse, pasándolos con un poco de cerveza. La bebida le había sabido horrible, pero había conseguido distraerla del sabor de la comida.

– Podrías leer -sugirió Alex-. ¿Qué me dices de esos libros que te regaló tu hermana?

– Encuentro muy áridas las memorias de viaje del doctor Von Buch -explicó Joanna. Ya había empezado a usar las páginas para rizarse el pelo, enrollándolas convenientemente.

– ¿Y el relato de la expedición del capitán Phipps?

– Lleno de tediosos detalles sobre los víveres del barco y sobre el refuerzo del casco con vigas y cuadernas, sea lo que sea que signifique esa palabra -dijo Joanna-. Supongo que tú lo encontrarás fascinante, ¿verdad? -se burló.

– En absoluto. El pobre Phipps debería haberse limitado a navegar para dejarle la escritura a otro -jugueteó con su copa de brandy, observándola con un interés que le hacía estremecerse-. Podríamos jugar al ajedrez, si quieres -murmuró-. O hablar.

Hablar. El interés que de repente parecía demostrar Alex por su compañía al margen del lecho matrimonial le parecía algo extraordinario. Apenas ese mismo día no había tenido empacho en decirle que el único interés que tenía por ella era engendrarle un heredero. Joanna había supuesto entonces que se mostraría extremadamente atento con ella en el lecho, para ignorarla prácticamente fuera del mismo. E indudablemente conocía a muchos matrimonios que sobrevivían a base de hablar lo menos posible. Y sin embargo, ahora parecía que Alex deseaba hablar con ella, aparte de hacerle el amor.

– Supongo que preferirías estar trabajando -le dijo mientras lo veía colocar las piezas del ajedrez-. No pareces la clase de hombre que guste de permanecer ocioso.

– Tienes razón, por supuesto -sonrió-. La inactividad me desagrada. Pero esta tarde la deseo pasar contigo.

Extraordinario, sin duda. Joanna no conseguía imaginar por qué podía querer tal cosa. Fue consciente de su rubor, y tomó una de las piezas en un intento de disimular su confusión. Era de un color crema oscuro, de tacto suavísimo.

– ¿Son de hueso? -preguntó, incrédula.

– Hueso de ballena. Spitsbergen es territorio de balleneros -alzó la mirada-. ¿De dónde crees que proceden todos esos accesorios de moda que te gustan tanto, Joanna?

– Nunca había pensado en ello -admitió-. Te referirás supongo a los mangos de paraguas y parasoles, las varillas de los corsés…

– Y al aceite y los jabones.

Joanna se estremeció.

– Creo que a partir de ahora me negaré a llevar corsés.

Alex la miró con una sonrisa en los ojos.

– A mí no me oirás quejarme -se recostó en su silla, observándola-. Espera a ver una ballena, Joanna -una vez más adoptó el mismo tono de orgullo y placer que había utilizado cuando le habló de Spitsbergen-. Son las criaturas más espléndidas y sobrecogedoras del universo. Una ballena azul sería capaz de volcar un barco con un simple giro de su cola.

– ¿Y quién podría culparla por ello cuando el hombre las caza para convertirlas en mangos de paraguas? ¿Veremos ballenas azules aquí?

– Sería raro: es la ballena jorobada la que abunda en estas aguas. Pero tú eres una chica de campo -añadió-. Seguro que estarás familiarizada con la caza desde niña.

– Nunca me gustó. Es algo deliberadamente cruel -volvió a colocar la pieza de ajedrez en su lugar-. Una opinión, por cierto, que nunca contó con el favor de mi tío, me temo. Era el típico vicario de la vieja escuela.

Alex se echó a reír.

– ¿Te refieres a que era cazador, pescador… y además juraba y echaba sermones?

– Algo así -Joanna abrió la partida, avanzando el peón blanco-. Si aprendí a jugar al ajedrez fue precisamente porque la alternativa era leer sus libros de sermones.

Se hizo el silencio en cuanto comenzó el juego. Joanna se fijó en los dedos de Alex mientras movía las piezas por el tablero: unos dedos largos, fuertes y morenos, que enseguida se imaginó recorriendo su piel. Se obligó a concentrarse en la partida. La luz del camarote se había suavizado con la caída de la tarde. Owen Purchase le había dicho que, en aquellas latitudes septentrionales, el sol nunca llegaba a ponerse del todo en aquella época del año.

La luz proyectaba sombras sobre el rostro de Alex, destacando el perfil de sus pómulos y de su mandíbula, así como la hendidura de su concentrado ceño.

Joanna ganó finalmente la partida y pudo leer la sorpresa en sus ojos.

– ¿Otra? -le preguntó, sonriendo recatadamente-. Estoy moralmente obligada a concederte la revancha.

Alex se irguió y acercó un poco más su silla a la mesa mientras volvía a colocar las piezas.

– No esperabas que te ganara, ¿verdad? -añadió, mirándolo de reojo.

Alex soltó una reacia carcajada.

– Admito que no pensaba que el ajedrez fuera tu fuerte.

– Porque me consideras una estúpida, ¿verdad? -Joanna le indicó que abriera el juego, y enseguida sacó sus caballos.

– Una táctica agresiva -la miró por un momento-. Y no, nunca te he considerado una estúpida.

– Frívola entonces. Extravagante a irresponsable -se apoderó de un peón.

– Eso sí que lo pensé -admitió Alex-. Una actitud demasiado crítica por mi parte.

– Y arrogante -agregó ella con tono dulce.

– Eso también te lo concedo -la sombra de una sonrisa asomó a sus labios.

Esa vez Joanna advirtió que Alex le hacía el cumplido de concentrarse a fondo en el juego. Cuando ella se enrocó, entrecerró los ojos y reanudó su ataque.

– Jaque -dijo él, avanzando un alfil para amenazar el rey.

Le tomó entonces una mano y ella alzó la mirada para encontrarse con el brillante gris de sus ojos. Sacudiendo la cabeza, la liberó.

– Jaque mate -pronunció ella, moviendo su reina y gozando de su expresión de absoluto desconcierto.

– Que el diablo me lleve… ¿Qué jugada ha sido ésa?

– Se llama «la victoria de la reina» -explicó Joanna-. La inventó mi tío. Al principio generó un gran escándalo y un ir y venir de cartas entre los ajedrecistas, pero al final se aceptó como conforme a las reglas.

Alex reconstruyó mentalmente la jugada y se quedó mirándola pensativo. Y admirado.

– Debería haberla previsto.

– ¿Quieres que juguemos otra? Así tendrás la oportunidad de ganarme al menos una y salvar tu orgullo.

– No, gracias. Sé reconocer la superioridad de un rival.

– Entonces eres un hombre fuera de lo corriente.

– Eso espero.

Se hizo un tenso silencio, cargado de súbitas posibilidades.

– Creo que subiré a cubierta a respirar un poco de aire fresco antes de retirarme -dijo bruscamente Joanna, levantándose. Era consciente de lo que estaba a punto de suceder entre ellos, y le sorprendía lo muy nerviosa que eso le hacía llegar a sentirse. Había dormido con Alex antes, se recordó desesperada. Y había estado bien. Mucho mejor que bien. El término no hacía justicia a la experiencia. Realmente no tenía nada que temer…

Alex se levantó también.

– Excelente idea. Te acompaño.

Un nudo de pánico se le cerró en el estómago.

– No puedes retirarte cuando yo. Necesitaré al menos dos horas para prepararme para acostarme, y requeriré la ayuda de Frazer…

– Será mucho más divertido contar con la mía -le dijo él mientras le abría cortésmente la puerta-. Estoy seguro de que, cualquier cosa que pueda hacer Frazer, yo sabré hacerla mejor.

– Necesito que me calienten las sábanas -dijo, cada vez más nerviosa.

– Eso puedo hacerlo yo.

– Con una bolsa de agua caliente -se apresuró a aclarar-. Y alguien que me desabroche el vestido y me cepille el pelo… -se interrumpió.

– Insisto en que a mí me encantaría hacerlo.

– ¿Cepillarme el pelo?

– Y ayudarte a desnudarte -la tomó de la mano mientras la ayudaba a subir los escalones que conducían a cubierta-. Acepta mi ayuda, Joanna. Eres mi mujer y te deseo. Y si no hubieras estado tan mareada durante todo el viaje, me habría pasado en tu cama la travesía entera. Ésa es la mejor manera de pasar el tiempo en un barco… y al diablo con el ajedrez.

Aquella brusca aseveración la dejó sin aliento.

– Habrías estado en mi catre, mejor dicho -su propia voz le sonaba extraña-. Ese… cajón no merece el nombre de cama.

– La descripción no importa. Da igual como lo llames: soy tu marido y ocuparé tu camarote. Contigo -se interrumpió-. Por cierto… todavía no hemos discutido. ¿He de suponer que por una vez estamos de acuerdo en algo?

– ¿Me estás pidiendo que duerma contigo porque…?

– Estás respondiendo a una pregunta mía con otra. Además, la razón ya la sabes. Te lo estoy pidiendo porque siento una fuerte atracción física por ti y el deseo de volver a hacerte el amor.

Parecía impaciente, pensó Joanna: tal vez incluso ligeramente irritado. Lo cual no pudo por menos que irritarla a su vez.

– Bueno, eso es muy propio de ti. Admites que te gusto…

– No, admito que te encuentro muy atractiva. El verbo «gustar» no describe en absoluto la situación.

– Admites entonces que me encuentras muy atractiva y luego haces que parezca un insulto -terminó de subir los escalones, pisando fuerte-. Durante cerca de cinco minutos, mientras jugábamos al ajedrez, me sentí… reconciliada contigo en cierta forma, Alex, pero ahora… ¡todo eso se ha acabado!

Alex la acorraló entonces entre su cuerpo y la borda del barco.

– Reconócelo -le dijo-. Sabes perfectamente que tú también me deseas -en un impulso, la besó-. Eres mi esposa y quiero un heredero -susurró contra sus labios-. Hicimos un trato.

Aquellas palabras fueron como un cubo de agua fría que hubiera arrojado de repente sobre su piel ardiente. Recordó de pronto que la necesidad de Alex de tener un heredero constituía su única preocupación. Era por eso por lo que había consentido en casarse con ella, y la razón de que su matrimonio tuviera unos cimientos tan débiles, como si se hubiera edificado sobre arena. Alex y ella habían firmado un trato. Había llegado la hora de empezar a pagar.

Aspiró hondo. De una manera tan aterradora como traicionera, de repente descubrió que deseaba contarle la verdad a Alex. Aquella tarde había surgido entre ellos una frágil tregua que nunca podría repetirse ni durar si las mentiras y el engaño se empeñaban en atrofiarla. No podría volver a hacer el amor con él sabiendo que le estaba mintiendo deliberadamente sobre sus posibilidades de concebir un heredero.

– Alex, hay algo que debo decirte, yo…

– ¡Queridos!

Lottie se abalanzó sobre ellos, surgiendo de entre las sombras como una enorme polilla, y Joanna oyó a Alex jurar entre dientes. Un sentimiento de inmenso alivio la invadió. Ya le había estado fallando el coraje, y el momento de la verdad había pasado.

– Desde luego que no hay intimidad alguna en un barco -masculló Alex con tono triste, soltándola-. Señora Cummings… -improvisó una tensa reverencia- ¿qué podemos hacer por vos?

– Nadie puede dormir debido a tanta luz como hay -dijo Lottie-, así que he decidido organizar una pequeña fiesta -señaló al abigarrado grupo de tripulantes que la seguía, portando varios instrumentos musicales-. El señor Davy me ha asegurado que en la tripulación hay músicos prodigiosos.

– Curioso -dijo Joanna, mirando a Alex-. No tenía idea de que los marineros tuvieran tantas y tan diversas habilidades.

Alex se echó a reír.

– La tripulación de Purchase está formada en su integridad por antiguos marineros de la armada, y todos saben de todo: costura, carpintería, reparación de velas y redes, calzado, barbería… Y han demostrado además su competencia al menos en tres instrumentos musicales. Por no hablar de que saben conducir trineos y orientarse por las estrellas.

– Dios mío -murmuró Joanna, esbozando una mueca cuando la improvisada orquesta empezó a tocar-. No me lo esperaba. Supongo entonces que su habilidad para la costura superará con mucho a la mía.

Alex la llevó a un lado de cubierta mientras la banda acometía una giga, una danza popular. Para entonces, Lottie ya estaba bailando con el contramaestre. La tripulación reía y batía palmas mientras la música flotaba en el aire de la noche. Se encendieron faroles y linternas, y se distribuyeron raciones de ron que empezaron a pasar de mano en mano.

El licor abrasó la garganta de Joanna y la noche pareció de pronto más colorida y luminosa. En un determinado momento alguien la apartó de Alex y empezó a dar vueltas por cubierta, girando sin cesar de brazo en brazo, bajo la bóveda azul del cielo, con la brisa fresca en la cara y las risas alegres resonando en sus oídos.

Alex la alcanzó entonces y se puso a bailar con ella. Rechazó la petición de Dev de cedérsela: la abrazaba con tanta fuerza que Joanna podía sentir el firme latido de su corazón contra el suyo. El ron seguía circulando, ella volvió a beber y vio que Alex meneaba la cabeza con un gesto de censura, aunque sonriendo. Finalmente se quedó exhausta y Alex extendió una estera sobre cubierta, en un tranquilo rincón alejado de la fiesta, y la invitó a sentarse con él.

Se resentía de la dureza de la madera en la espalda, pero Alex le pasó un brazo por los hombros, envolviéndola en su calor. Relajada, apoyó la cabeza en su pecho.

– Imagino que no siempre será así -dijo con voz soñadora-. En invierno será de lo más deprimente, ¿no?

– Sí. Un invierno lo pasé en Spitsbergen como joven oficial en una de las expediciones de Phipps. Nos quedamos atrapados en los hielos: llegamos a temer que acabaran rompiendo el casco. Al final conseguimos cortar el hielo alrededor del barco, para que el casco no sufriera, pero de allí ya no pudimos escapar -soltó una corta carcajada-. Aquel año todo el mundo se puso muy nervioso.

– ¿Qué sucedió? -inquirió Joanna. Sentada al aire libre, disfrutando de aquella noche tan agradable y protegida por los brazos de Alex, le costaba creer que aquella tierra fuera al mismo tiempo capaz de matar… pese a que sabía que el propio David había muerto allí.

– Nuestros oficiales de mayor graduación nos mantuvieron a todos muy, pero que muy ocupados -le estaba diciendo Alex-. Con el primer toque de corneta, nos obligaban a correr por el hielo durante dos horas, alrededor del barco. Abrimos un paso a través del hielo, y lo señalamos con postes y antorchas. Lo bautizamos como el «Paso Podrido».

Joanna se echó a reír.

– ¿Sobrevivieron todos?

– Más que el hielo, fue la falta de comida lo que casi nos mató. Tuvimos suerte de escapar con vida.

Joanna se estremeció: la sombra de David se había cernido entre ellos. Alex no dijo nada, pero ella sabía que él también estaba pensando en su amigo. Se arrebujó aún más contra su pecho, en un intento por ahuyentar aquellos fantasmas. Por un instante, Alex no respondió: Joanna detectó cierta tensión en su cuerpo, como si se estuviera resistiendo a aquella intimidad, pero finalmente suspiró y la estrechó contra su pecho, con la mejilla contra su pelo.

La noche se estaba volviendo más fría. Joanna se estremeció levemente.

– ¿Tienes frío? -le preguntó él.

– No. Tengo miedo.

– ¿Del viaje?

– De lo que nos espera al final del viaje -le confesó ella-. Hay tantas cosas que me resultan desconocidas… -alzó la cabeza para poder mirarlo. No sabía por qué se estaba confiando a él: quizá fuera el efecto del ron, que le había soltado la lengua. Alex no era un hombre que invitara a las confidencias. Era demasiado reservado, demasiado celoso de su intimidad. El sol ya se había ocultado detrás de las montañas y la noche ártica se había llenado de sombras alargadas. Le resultaba imposible leer su expresión.

– Te queda encontrar a Nina y procurarle un buen hogar -dijo Alex-. Sería extraño que no estuvieras preocupada, ahora que estás tan cerca de hacerlo.

– ¡Preocupada! -exclamó, sin poder evitarlo-. ¡Estoy aterrada!

Tuvo la impresión de que sonreía.

– No hay vergüenza alguna en tener miedo. Te estás aventurando hacia lo desconocido. Eres muy valiente, Joanna.

Se quedó tan sorprendida que por un momento fue incapaz de pronunciar palabra.

– ¿De veras? Yo creía que aventurarse hacia lo desconocido era navegar los siete mares y explorar tierras desiertas, y que lo valiente era pelear con fieras salvajes…

– Te equivocas -se echó a reír-. El coraje lo demostramos al enfrentarnos con lo que nos asusta, con lo que no deseamos hacer. El coraje consiste en domesticar el miedo, en evitar que nos domine. Tú no querías venir aquí, pero lo has hecho. No has permitido que el miedo gobierne tus actos. Ésa es la verdadera valentía.

Joanna se estremeció al escuchar sus palabras: ella se sentía de todo menos valiente. Alex se quitó entonces su abrigo y se lo echó sobre los hombros. Inmediatamente se sintió enormemente reconfortada, protegida no sólo por su calor, sino por su presencia. El abrigo conservaba su olor, un aroma a colonia de cedro y a aire polar, y le entraron ganas de envolverse en él pese a que hizo un débil intento por rechazarlo.

– ¡Oh, no! -exclamó al ver que se quedaba en mangas de camisa-. ¡Te vas a congelar!

– Pronto bajaremos al camarote -repuso. Inclinó la cabeza para volver a besarla, y esa vez Joanna sintió que el calor nacía de su interior en una lenta espiral de placer sensual.

Pensó aturdida que las raciones de ron a bordo eran una cosa maravillosa. Aplacaban sus miedos y suavizaban las duras aristas de la culpa que la asaeteaba cada vez que pensaba en el engaño del que había hecho víctima a Alex.

– Me alegro de que hayas venido conmigo -susurró. Sintió que se quedaba muy quieto por un momento, hasta que volvió a frotar la mejilla contra su pelo.

– ¿De veras? -había una nota extraña en su voz.

– De veras. Gracias -se sentía reconfortada, agradecida y feliz-. Raspas… -añadió soñolienta, alzando una mano para tocar la sombra de barba que le cubría la mejilla-. Un caballero siempre se afeita, en todo momento y lugar.

Le pareció oír que gemía suavemente, como reacción al tierno contacto de sus dedos en su piel.

– Basta -dijo él, capturando su mano y besándole los dedos-. No es mi estilo hacer el amor con una mujer bebida, pero tú me tientas.

– No estoy tan bebida -susurró Joanna.

– Entonces no me dejas otra elección.

La había alzado en brazos antes de que tuviera tiempo de respirar, y en aquel momento la apartaba de las risas, de las luces y del tumulto, en dirección al camarote. Joanna se sentía acunada por el suave balanceo del barco sobre las olas. Una ardiente excitación hervía en su interior, con los brazos de Alex cerrándose sobre ella como una cincha de acero, seguros y firmes.

Una vez bajo cubierta, la bajó delicadamente al suelo y la apoyó contra la puerta del camarote antes de empezar a besarla. El placer la recorrió de pies a cabeza, arrancándole un gemido de necesidad. No tardaron en quedar ambos sin aliento. Finalmente, Alex abrió la puerta de una patada y entraron apresurados. Joanna miró el diminuto catre.

– ¿Cómo vamos a…?

Pero él la acalló poniéndole un dedo en los labios. Hundió los dedos en su pelo, obligándola a ladear la cabeza para poder besarle el cuello. Joanna podía sentir su sonrisa de placer contra su piel, mientras sus labios buscaban la sensible piel de detrás de su oreja. La mordisqueó levemente, y ella se apartó. Quiso decirle que tuviera cuidado y no le rompiera los volantes del corpiño… pero aquella preocupación quedó olvidada en una marea de sensaciones tan intensas que la dejó estremecida.

Alex le bajó el corpiño del vestido para desnudarle un seno: lo sostuvo durante unos segundos en su palma, pellizcando el pezón con delicadeza, frotándolo con dos dedos hasta que le arrancó un gemido. En sus veintisiete años de vida, pensó aturdida, jamás había imaginado que su propio cuerpo pudiera ser fuente de un deleite tan exquisito. Llegó incluso a temer que le fallaran las piernas.

Alex inclinó la cabeza para delinear lentamente el pezón con la punta de la lengua. Joanna ahogó una exclamación y ella misma se lo metió en la boca: era una tortura tan deliciosa… Podía sentir el ardor que se anudaba y crecía en su vientre, incendiándola por dentro. Y lo sintió luego levantarla nuevamente en vilo para sentarla en el camastro, antes de arrodillarse frente a ella.

Alex buscó de inmediato la cinta de su enagua, que procedió a bajar con habilidad. Le alzó luego las faldas con todos sus encajes y volantes, que formaron una suerte de espuma sobre la blanca piel de sus muslos, dejándola únicamente con las medias de seda. Aquello era demasiado. Joanna se sentía a punto de explotar. Se aferró a sus hombros, hundiéndole los dedos en la piel a través de la camisa, y lo acercó hacia sí para poder besarlo de nuevo: su boca contra la suya, con los pezones presionados con fuerza contra el muro de su pecho.

Sin interrumpir el beso, Alex se irguió entonces y ella se estiró tras él, suspirando por su boca.

– No te muevas -susurró, perverso.

Se apartó por fin, y Joanna abrió los ojos para descubrir que se la había quedado mirando fijamente. No tuvo problemas en imaginar el aspecto que debía de ofrecer: la melena derramada sobre los desnudos hombros, con un seno al descubierto, como suplicando las atenciones de su boca y de sus manos. Emitió un leve gemido y Alex bajó la cabeza para delinearle la curva del seno con la lengua y acariciarle el pezón, arrancándole un grito. El vello de la piel se le erizó al instante, sensible al más ligero contacto.

Sintió las manos de Alex viajando por su cuerpo, sentada como estaba en el borde del camastro. Sus dedos exploraban ya la cara interior de sus muslos, exponiéndola a sus caricias, antes de recorrer su vientre y sus caderas para volver nuevamente a su entrepierna, seduciéndola, atormentándola sin cesar. Instintivamente se inclinó hacia delante: justo entonces él empezó a hundirse en su húmedo calor, y ella suspiró de alivio. Anhelaba sentirlo todo él, como la primera vez, pero Alex parecía contenerse.

Con cada suave balanceo del barco sobre las olas, se fue hundiendo cada vez más profundamente en su interior, poco a poco… hasta que Joanna ansió desesperadamente encontrarse de nuevo en medio de una feroz tormenta. Quería mucho más que aquel delicioso tormento. Quería todo de él. Se removió, inquieta: Alex la mantenía en una posición tal que le impedía hundirse a fondo en ella. Apoyaba las manos sobre sus muslos desnudos, por encima de las medias, separándoselos todo lo posible, y ella tenía que sujetarse en el borde del catre si no quería caerse hacia atrás. Temblaba de pies a cabeza, presa de una intolerable necesidad.

– ¡Alex! ¡Basta! -estaba a punto de llorar. Aquello era demasiado-. Por favor… -rogó-. No puedo soportarlo.

Alex se inclinó entonces hacia delante para besarla con ternura: al hacerlo, se hundió más profundamente en ella, arrancándole un gimoteo de extasiado placer. Acto seguido deslizó las manos bajo sus caderas y la alzó en vilo para penetrarla por fin por completo, sin dejar de moverse, provocándole un tierno a la vez que aterrador clímax. Se sintió conquistada, dominada, y sin embargo experimentó al mismo tiempo una sensación de poder y de triunfo, estremecida hasta la médula por la fuerte emoción que la embargaba. Las lágrimas se le acumularon detrás de los párpados y no supo por qué. Sentía el cuerpo blando, lánguido, saciado. Sentía las manos de Alex recorriendo su cuerpo, desnudándola, tumbándola en el catre donde acto seguido se echó detrás de ella, con su pecho en contacto con su espalda.

– Podemos dormir así -le dijo, y la envolvió en sus brazos.

Se sentía asombrosamente cómoda. Ya ni se acordaba de la última vez que se había sentido tan segura.

Trece

El toque de corneta que sonó a las seis de la mañana siguiente casi le rompió la cabeza en dos.

– Maldito Purchase… -masculló Alex entre dientes. Se pasó una mano por la cara. Joanna había tenido razón la noche anterior: necesitaba urgentemente un afeitado.

Se dio la vuelta. Joanna yacía a su lado y el toque de corneta no la había afectado lo más mínimo. Olía tan bien que, por primera vez en su vida, se sintió tentado de ignorar la llamada para quedarse exactamente donde estaba. Había algo tan conmovedor y vulnerable en aquella imagen de Joanna dormida, tan diferente de la reservada mujer que escondía tras su elegante fachada… Él seguía vislumbrando atisbos de una Joanna distinta, pero cuanto más los perseguía, más parecían escapársele. Ni siquiera estaba seguro de por qué deseaba conocerla mejor. Del acuerdo al que se había comprometido con ella no le había pedido más que un heredero, pero a esas alturas le resultaba imposible guardar las distancias. La pasada noche, reflexionó, no había estado pensando en engendrar un heredero.

El deseo le había borrado todo pensamiento de la cabeza y había sido a Joanna a quien había querido, no el hijo que ella pudiera darle. Y, sin embargo, su situación no era tan sencilla como el deseo que lo embargaba. Estaba comprometido, cuando se había jurado que nunca más volvería a estarlo. Había pensado en un principio que su compromiso no se extendería más que a asuntos prácticos, como velar por la seguridad de Joanna durante el viaje, pero desde que la besó el día anterior, todo aquello parecía haberse convertido en algo mucho más profundo.

«Me alegro de que hayas venido conmigo», le había susurrado ella la noche anterior, y Alex se había sentido como si de repente le hubieran robado el aliento del cuerpo. Después de aquello, había esperado sentir la familiar sensación de ahogo asociada a la responsabilidad, así como la urgencia de ser libre. No había ocurrido nada parecido. De hecho, estaba incluso empezando a gustarle el pensamiento de estar con Joanna, y eso resultaba más aterrador que cualquier peligro al que se hubiera enfrentado anteriormente.

En aquel instante, su cuerpo se tensó con una sensación parecida a la ternura. Lentamente, reacio casi, alzó una mano para acariciarle una mejilla.

Pero, en lugar de ello, lo que tocó fue algo peludo. De repente descubrió que, en algún momento de la noche, Max se las había arreglado para escurrirse entre sus cuerpos: un bulto feliz y caliente que roncaba con placidez. El animal abrió un ojo, miró a Alex con una expresión de absoluto triunfo y continuó durmiendo.

La corneta volvió a sonar, esa vez con una nota aún más urgente. Algo pasaba. Se levantó del catre, recogió su ropa y se vistió a toda prisa. Podía escuchar gritos procedentes de cubierta, con un retumbar de pasos. Joanna se había despertado y estaba sentada en la cama, aferrando las mantas. Parecía confusa, soñolienta y asustada.

– ¿Alex? ¿Qué pasa? ¿Sucede algo malo?

– No. No te preocupes. Vuelvo enseguida -se inclinó para darle un apresurado beso. De repente, recordando que ella solía tardar unas dos horas en vestirse, le sugirió-: Pero quizá tú deberías levantarte también.

Una vez arriba, lo primero que hizo fue echarse un cubo de agua fría por la cabeza. Dev, luciendo un aspecto mucho más fresco que él, lo miraba con una taza de cacao caliente en la mano.

– Eres demasiado viejo para beber tanto ron -le comentó su primo-. Tienes un aspecto terrible. O quizá es que estás demasiado viejo para permitirte otros excesos…

– Basta -le espetó Alex, y desvió la mirada hacia donde Owen Purchase estaba enfrascado en una profunda conversación con el timonel-. ¿Cuál es la emergencia?

– Mar de hielo -respondió Dev, lacónico-. Hace una media hora que ha cambiado el viento y el hielo nos está empujando hacia la costa.

Alex se acercó a la borda. El cielo estaba gris y soplaba un viento muy frío. Enseguida detectó el problema: el viento del noroeste empujaba los bloques de hielo hacia el barco, acorralándolo contra la línea de costa. Apenas unos cuarenta metros hacia el oeste el agua estaba limpia, libre de peligro. Pero no podían llegar hasta allí y, al cabo de una media hora según sus cálculos, estarían completamente rodeados de hielo o bien se estrellarían contra las rocas.

– ¿Qué te parece? -le preguntó Purchase con tono urgente, acercándose.

– Que no tenemos elección -contestó Alex, sombrío-. Si esperamos, nos estrellaremos -miró hacia el mar abierto-. Tendremos que cortar el hielo hasta llegar a aguas limpias. Y empezar ya.

– Nunca había hecho esto antes -suspiró Purchase-. Es condenadamente peligroso. El hielo es inestable y…

– Yo sí lo he hecho, y no es tan peligroso como quedarnos aquí esperando a naufragar -se dirigió a Dev-. Trae las sierras.

Mientras su primo se alejaba corriendo, Alex se volvió para descubrir que Joanna había subido a cubierta. Reprimió un gruñido, arrepentido de no haberle ordenado que se quedara abajo. Lo último que deseaba era batallar con mujeres histéricas en un momento como aquél.

– ¡Alex! -se acercó a él y le puso una mano sobre el brazo; estaba muy pálida-. ¿Qué sucede?

– Nada. Vuelve abajo.

Se lo había dicho en un tono muy brusco. Vio que alzaba enseguida la barbilla y se lo quedaba mirando con expresión testaruda. Había un brillo de furia y obstinación en sus ojos azules.

– No. No bajaré. No hasta que me hayas contado lo que pasa.

– El barco está atrapado en el hielo, lady Grant -le informó Purchase-. Lord Grant va a abrirnos un paso hasta mar abierto.

Joanna lo miró y volvió a concentrarse en Alex.

– ¿Es peligroso?

– Sí. Pero si no lo hacemos, pereceremos todos.

Oyó a Purchase murmurar una protesta, no por el contenido de sus palabras, sino por la manera brutal en que las había expresado.

Joanna palideció todavía más. Sus ojos brillaban como zafiros. Alex la observaba, expectante.

– Podrías morir ahogado -dijo, y no era una pregunta. Volvió a mirar a Purchase y, detrás de él, a la tripulación, que esperaba: Dev con las sierras de hielo, hombres con sogas y escaleras.

Alex la vio estremecerse, como si palpara la tensión en el aire.

– No había imaginado que volvería a convertirme en viuda tan pronto -dijo Joanna-. Esto no me gusta nada -agarró a Alex de las solapas del abrigo y lo atrajo hacia sí. Su aliento le acariciaba los labios-. Ten cuidado -susurró con vehemencia.

Había algo en sus ojos que hizo que el corazón le diera un vuelco en el pecho. Lo besó en una mejilla, lo soltó y se instaló luego junto a la borda, como dejando claro que pretendía pasarse todo el día allí.

Los hombres se sonreían y Purchase le hizo un ligero guiño a su primo.

– Parece que ahora tienes algo por lo que volver, Grant.

– Sí -respondió, y miró de nuevo a su mujer.

Alguien había llevado una manta y un tazón de cacao a Joanna, que se había acurrucado en un rincón de cubierta. Lo estaba observando. Una vez más, Alex sintió que algo se removía y ardía en su interior. Algo por lo que vivir… Durante demasiado tiempo había estado convencido de que no había nada por lo que mereciera la pena seguir viviendo.

Dev lanzó entonces la escalera de cuerda. Tenía que bajar ya.


Joanna nunca había pasado tanto frío en toda su vida. Tenía la sensación de que las manos, pese a sus guantes forrados de piel, se le habían congelado sobre la borda del barco como pajarillos en una rama. El frío la calaba hasta los huesos, helándole la sangre en las venas.

No podía creer que aquel hermoso país del que se había enamorado el día anterior se hubiera convertido en un paisaje tan gris y hostil, con aquel viento cargado de nieve. El progreso de los trabajos de cortar el hielo había sido desesperadamente lento. Había observado con el corazón en la boca cómo Alex y Devlin, de pie en los inestables témpanos, abrían lo que parecía un estrechísimo camino en la superficie de hielo. Conforme el agua iba aflorando, Owen Purchase hacía avanzar centímetro a centímetro a la Bruja del mar, utilizando muy poco velamen para evitar que embarrancara. Cada ruido, cada crujido que hacía el barco parecía magnificarse mientras el hielo se deslizaba por los flancos del barco e iba quedando atrás. Y al fondo, siempre inalcanzable, la tentadora cinta azul de agua que significaría la liberación.

– Llevas todo el día aquí fuera -le recriminó Lottie, apareciendo de repente. Iba envuelta en tres abrigos de piel de foca y sostenía en las manos un cuenco de caldo para Joanna.

– No puedo bajar -repuso, castañeteando los dientes-. Necesito saber que a Alex no le ha pasado nada.

Lottie se marchó enseguida y Joanna se bebió el caldo. Luego, pese al frío, debió de haberse quedado dormida, porque no sabía cuánto tiempo había pasado. La despertó un fuerte crujido: el barco se estremeció mientras el viento inflaba las velas, hacia mar abierto. Alguien gritó en la proa, corrieron los hombres, la escalera de cuerda fue lanzada de nuevo por la borda y Alex y Devlin se apresuraron a subir de nuevo. La tripulación los recibió con aplausos y palmadas en la espalda mientras el barco ganaba velocidad rumbo al norte.

Joanna dio un paso adelante y se tambaleó, entumecida y aterida de frío como estaba. Al otro lado de la ancha cubierta, Alex la vio y se quedó inmóvil por unos segundos. Al momento siguiente estaba frente a ella, agarrándola de los brazos con un brillo de furia en sus ojos. Pero debajo también latía el asombro… y otro sentimiento que hizo que el corazón le diera un vuelco en el pecho.

– ¿Te has pasado todo el día aquí fuera? -le espetó.

Su abrigo estaba empapado y casi congelado bajo sus dedos. Tenía hielo hasta en las pestañas.

– Sí -respondió.

– ¡Has podido morir congelada! -rugió-. ¿Es que no tienes cabeza?

– Tanta como tú -replicó Joanna-, que ahora mismo me estás sermoneando cuando deberías estar abajo, quitándote toda esa ropa empapada.

Permanecieron mirándose fijamente con una expresión mezclada de furia y estupor, hasta que Alex la abrazó y la besó con tanta vehemencia que la dejó aturdida. Lo hizo luego con mucha mayor ternura: el beso se convirtió en una conversación sin palabras que hizo que Joanna se alegrara enormemente de no haber perdido la fe en él.

Cuando la soltó, le retuvo la mano, que apoyó sobre su corazón, y se la quedó mirando en silencio. Joanna podía sentir un frío helado y un ardiente calor a la vez. Estaba absolutamente desconcertada. Sabía que se estaba enamorando de Alex. Su cerebro la había advertido contra ello, pero su corazón no lo había escuchado y había dado el salto. Mientras sentía sus dedos enlazados con los suyos, viendo como los copos de nieve se derretían y resbalaban por su rostro, supo que se estaba enamorando cada vez más, irremediablemente.

«Es otro aventurero», le susurró una voz interior, y aunque sabía que Alex no era como David, se estremeció. No mucho tiempo atrás había querido perderlo de vista, para poder olvidar el engaño del que le había hecho víctima. Pero ahora ansiaba que se quedara con ella, pese a que le dolía cada día el conocimiento de que su matrimonio se fundamentaba sobre una mentira. Estaba atrapada.


Dos días después entraron en la bahía de Isfjorden.

– Partiremos mañana a las siete -dijo Alex, llevándose a Joanna a un aparte después de la cena habitual de estofado de carne y galletas deshidratadas-. El hielo es demasiado grueso para que podamos navegar hasta la sonda de Bellsund, así que echaremos el ancla aquí y continuaremos viaje por tierra.

Le pareció que Joanna acogía la noticia con desagrado.

– ¿A las siete? -suspiró-. ¡Y pensar que en Londres rara vez me levanto antes de las once!

– Me temo que mañana tendrás que madrugar mucho más para poder estar preparada para salir a esa hora. La señora Cummings y tú tendréis que viajar en el carromato de las provisiones. Sé que resultará incómodo, pero en Spitsbergen no hay carruajes, por no hablar de carreteras.

– Puedo montar a caballo -replicó Joanna-. Me habitué a hacerlo en Londres y no pretendo perder una costumbre tan sana. Hay pantalones especiales para que pueda montar a horcajadas, y una chaqueta de estilo militar que me queda muy bien…

Alex se perdió el resto de la descripción, impresionado por la imagen que sus palabras habían conjurado. ¿Joanna en pantalones y montando a horcajadas? La miró, intentando imaginar el efecto que causaría en la tripulación de Purchase. Durante tres noches había saciado su deseo en el lecho de Joanna, y sin embargo no había disminuido en absoluto. De hecho, desde el día en que tercamente había insistido en quedarse en cubierta mientras Dev y él liberaban el barco del hielo, la necesidad que había sentido por ella se había mezclado con algo mucho más profundo y complicado. Todo lo cual lo había impulsado a buscar su compañía durante los días siguientes, aunque no hubiera sido más que para dar un paseo por cubierta con buen tiempo, o para hablar, o para jugar al ajedrez. Juego al que ella siempre le ganaba, por cierto: a eso sí que se había resignado.

– Veremos cuánto tiempo aguantas encima de una silla -la miró, meneando la cabeza-. Esto no es como montar por Hyde Park.

Joanna arqueó las cejas y lo miró a su vez con una expresión de desafío que cada vez le resultaba más familiar.

– Tú mismo dijiste que era una chica de campo -le recordó-. Te apuesto lo que quieras a que aguanto tanto tiempo en la silla como tú.

– Cincuenta guineas a que no.

– Ganaré -le prometió con una sonrisa-. Ya lo verás.

A la mañana siguiente, Alex deseó haber hecho otra apuesta: la de que Joanna no estaría preparada a tiempo para salir a las siete. Purchase tocó diana a las seis: una hora después no había señal alguna ni de ella ni de Lottie Cummings.

– Supongo -se dirigió con tono sombrío a Dev- que no habrá la menor posibilidad de que la señora Cummings está lista para viajar dentro de otra hora…

– Efectivamente -repuso su primo, sonriendo-. Será mejor que pidas refuerzos y mandes a Frazer.

Lottie apareció hora y media después. Tras una espera de otra media hora, Alex bajó la escalera y entró en el camarote de Joanna sin llamar.

Y se quedó paralizado de sorpresa.

Su esposa, con el pelo recogido en una larga y gruesa trenza, estaba sentada en el borde del catre luciendo el más provocativo atuendo que había visto en su vida. Los pantalones de montar color beige se adherían perfectamente a sus bien torneados muslos. La chaqueta azul marino resaltaba su cintura de avispa, a la vez que acentuaba el volumen de sus senos. Se le secó la garganta. La mente se le quedó completamente en blanco. Todo su cuerpo se tensó de deseo.

– ¿Me he retrasado? -inquirió preocupada, malinterpretando su expresión-. Lo siento. No consigo calzarme las botas -añadió y señaló un par de brillantes botas negras de húsar, con alegres borlas.

– Es como intentar meter un cerdo grande en una conejera -dijo Frazer con tono amargo desde el suelo, donde estaba sentado-. Imposible, milord.

Sacudiendo la cabeza, Alex puso manos a la obra y, tras mucho tirar y empujar, consiguió calzarle las botas con ayuda de su mayordomo.

– Incluso la señora Cummings se ha dado más prisa que tú -le informó mientras la ayudaba a levantarse. La miró detenidamente. Ahora que estaba de pie, su traje de montar parecía aún más escandaloso que antes, debido a lo corto de la chaqueta. Tras lanzar una expresiva mirada a Frazer, y resistiendo el impulso de cubrirla con una manta, la sacó del camarote.

Para cuando Joanna hubo bajado por la escalera de cuerda hasta el bote, parecía como si hasta el último marinero de la Bruja del mar hubiera encontrado un motivo para hacer una pausa en el trabajo y contemplar la maniobra. Owen Purchase y Dev, apenas capaces de disimular su admiración, se encargaron de remar hasta la costa. Lottie, obviamente envidiosa de la atención que su amiga había suscitado, ignoró aposta a Dev y montó un escándalo cuando tuvo que desembarcar en la playa de guijarros. Insistió especialmente en que Purchase la cargara en brazos hasta donde estaban esperando los caballos, para no mojarse su traje de montar.

– ¿Se puede saber qué es eso? -inquirió con tono desagradable, señalando uno de los lanudos ponis que el guía ruso pomor había llevado hasta la playa-. ¡Eso no puede ser un caballo!

– Los más preciados purasangres se romperían las patas en un terreno tan duro como éste -explicó Alex-, donde nacieron por cierto estos pequeños y resistentes ponis. ¿Habéis cambiado de idea sobre montar con nosotros, señora Cummings?

– No -se apresuró a asegurarle Lottie, lanzando a Purchase una mirada seductora y presionando descaradamente su cuerpo contra el suyo mientras éste la ayudaba a montar-. Quiero conocer el país.

– Pues sólo verás la mitad si te empeñas en montar a la amazona, Lottie -señaló Joanna, instantes antes de que Alex se inclinara para ayudarla a subir al poni-. ¿No preferirías montar a horcajadas?

– En un caballo no, gracias -respondió, haciendo ruborizarse a Dev.

Joanna montó con tanta agilidad que Alex y su primo se la quedaron mirando asombrados. Recibió las riendas del guía y le dio las gracias en un más que correcto ruso. Alex no salía de su sorpresa, mientras una sonrisa de admiración asomaba al curtido rostro del guía.

– Merryn me enseñó unas cuantas frases en ruso antes de salir de Inglaterra -le explicó al ver su expresión de estupor-. Pensé que podría servir de algo.

Alex estaba impresionado. Y también algo avergonzado por haber supuesto que Joanna vivía tan pendiente de sí misma que jamás se le habría pasado por la cabeza aprender algunos rudimentos de aquella lengua. En ese momento vio que Owen Purchase sonreía a Joanna, y experimentó una punzada de posesivo orgullo, a la par que otra, igualmente violenta, de celos. Enseguida puso su poni al lado del de su esposa, adelantándose al capitán.

Cabalgaron durante todo el día. El paisaje de Spitsbergen nunca le había parecido tan hermoso. Soplaba una templada brisa del sur. Diminutas amapolas amarillas florecían entre las negras rocas.

– Hay ranúnculos -dijo Alex-. Salen muchos en el verano.

– Preciosos -comentó Joanna-. ¡Mira, Lottie!

– Querida -dijo su amiga-. Difícilmente puedo excitarme tanto por una planta tan pequeña.

No vieron a nadie durante todo el día. Al principio Joanna se mostró locuaz, haciendo preguntas y comentarios sobre la vista, pero conforme fue avanzando el día se fue quedando callada. Y, para cuando empezó a caer la tarde, Alex pudo ver que se estaba tambaleando de cansancio sobre la silla. Intentó persuadirla de que subiera al carromato de las provisiones, pero ella se negó en redondo, terca. No podía por menos que admirarla por su determinación, pero al mismo tiempo le entraron ganas de sacudirla por los hombros.

– No tienes que demostrar nada -le espetó cuando se detuvieron para que abrevaran los caballos-. Que el diablo me lleve… ¡Me has ganado al ajedrez y has demostrado que tienes resistencia suficiente para cabalgar por un terreno tan duro durante horas! -señaló el carromato, donde una malhumorada Lottie esperaba sentada entre cajones y sacos-. ¡Por el amor de Dios, tómate un descanso!

– No sería un descanso, porque entonces estaría obligada a escuchar las quejas de Lottie -repuso ella mientras volvía a montar-. Además, un carromato es un medio de transporte que no conviene nada a mi estilo -sonrió-. La reputación de Lottie nunca se recuperará cuando se sepa en Londres que ha estado viajando encima de un saco de galletas deshidratadas.

Para cuando Alex detuvo la marcha, al borde de una pequeña ensenada, pudo ver que Joanna casi se había quedado dormida sobre la silla. La ayudó a bajar, sosteniéndola delicadamente: sentía por ella ternura, piedad y también un punto de exasperación. Estaba pálida de cansancio.

– La culpa sólo la tienes tú -le dijo con mayor brusquedad de lo que había pretendido.

– Lo sé -le sonrió-. Como siempre, tienes razón.

Alex frunció los labios.

– Supongo que pensarás que ahora también estoy siendo demasiado crítico contigo.

– Puedes dejarme tranquilamente que cometa mis propios errores -dijo Joanna-, aunque te agradezco tu preocupación -miró a su alrededor-. ¿Dónde vamos a dormir?

Alex señaló un punto en la costa.

– En aquella cabaña de tramperos.

Era un edificio largo y aplastado, apenas mayor que un cajón grande; parecía casi un desperdicio que un mar furioso hubiera arrojado a la playa. A su alrededor había huesos dispersos blanqueados por el sol y las mareas. Nada más verlos, Lottie soltó un chillido teatral antes de lanzarse en brazos de Owen Purchase.

– ¿Se puede saber dónde nos habéis traído?

El guía se estaba riendo, Alex le tradujo la pregunta.

– Dice que era el hogar de un trampero noruego que estuvo cazando osos, zorros árticos y patos el pasado invierno.

– Pues dejó muchos restos detrás -rezongó Lottie.

– Oh… -exclamó Joanna-. Supongo que no habrá agua caliente.

– No hasta que la calentemos nosotros -dijo Alex.

– ¿Comida?

– Prepararemos unas gachas de avena y cacao -señaló el carro-, una vez que encendamos fuego.

Joanna esbozó una mueca. Alex esperó a que se quejara de las escaseces e incomodidades, pero no dijo nada. Lottie, por el contrario, gruñía por las dos.

– ¿En qué puedo ayudar? -preguntó Joanna al cabo de un momento.

– Podrías recoger madera de abedul para el fuego. Arde bien. Encontrarás alguna en la playa, de la que arrastra el mar. Pero no te pierdas de vista -añadió-. Siempre hay peligro con los osos.

La vio acercarse a donde estaba Lottie y le dijo algo. Su amiga negó con la cabeza.

– Querida -la voz de Lottie llegó hasta Alex-. ¿Qué sentido tiene estar rodeada de hombres tan fornidos y capaces si tenemos que alzar un dedo nosotras para hacer algo? No, ni hablar. Pretendo quedarme aquí hasta que alguien me dé de comer y de beber. Por si lo has olvidado, he pagado por hacer este viaje.

– Recuérdame -le dijo Owen Purchase a Alex al oído, muy serio- por qué diablos consentí que esa mujer nos acompañara.

– Porque es rica y porque Dev quería dormir con ella -respondió en el mismo tono.

Purchase se echó a reír.

– Se está comportando exactamente como imaginé que lo haría. A veces acertar es una verdadera desgracia.

– Mientras que con Joanna… -Alex siguió con los ojos la esbelta figura de su esposa mientras caminaba por la playa, agachándose para recoger ramas y maderas- ha sucedido lo contrario.

– No estoy de acuerdo -Purchase se lo quedó mirando durante un buen rato-. Lady Grant se está comportando también de manera exacta a como imaginaba. Tus expectativas eran las equivocadas, Grant -declaró, y se marchó, dejando a su amigo sin habla.


Joanna descansaba sobre las mullidas pieles del trineo tirado por perros, con Max ovillado a su lado. Alex había tenido razón: aquello era mucho más cómodo que cabalgar. La noche anterior le había dolido todo el cuerpo, pero despertarse por la mañana había sido todavía peor. Y además cubierta de polvo, sucia y con el pelo hecho un desastre. Había encontrado un plato de estaño para mirarse, y casi se arrepintió de haberse molestado, porque estaba pálida, más todavía que cuando padeció los mareos en el barco. No lo había creído posible, pero pudo verlo con sus propios ojos.

El desayuno había consistido en tiras de la carne más desagradable que había probado nunca. El tiempo había cambiado y, en medio de la niebla, el fuego se había negado a arder bien, chisporroteando y echando humo, así que no había habido cacao caliente.

– Es carne de foca en salazón -le había confiado Dev mientras le pasaba un plato de lo que le había parecido cuero hervido-. Pero, por favor, no se lo digáis a la señora Cummings. Cree que es carne de vaca.

Habían desayunado en silencio, incluso Lottie, a la que curiosamente parecían habérsele agotado los motivos de queja. Pero al menos ese día, pensaba Joanna mientras se estiraba perezosamente al calor de las pieles del trineo, estaban cruzando pasos de montaña, lo que significaba viajar sobre nieve, en vez de cabalgar por el rocoso terreno del llano.

No había absolutamente nada que ver. La niebla era demasiado densa: sólo ocasionalmente se alzaba para revelar montañas negras como el carbón. La nieve siseaba bajo los patines del trineo. Joanna no podía creer que un país que le había parecido tan hermoso apenas el día anterior, pudiera ahora mostrarse tan inhóspito, de color plomo de horizonte a horizonte, deprimente y oscuro.

– Todo es tan gris… -se había quejado ya antes de emprender la marcha.

– Y horrible -había añadido Lottie cuando se instaló a su lado en el interior forrado de pieles del trineo. Al principio se había negado a subir, pretextando que jamás había visto perros con unos ojos tan azules y que desconfiaba de ellos, no fueran a volcar el trineo.

– Según Alex, éste es el mejor tiempo que podía hacernos -comentó en aquel momento Joanna con tono triste, volviéndose hacia su amiga-. A veces llueve durante veinte días seguidos. Y eso cuando no nieva. Así que supongo que deberíamos considerarnos afortunadas.

– Querida, no hay nada mínimamente agradable en este condenado país. ¿Tú no te arrepientes de haber venido? No puedo creer que ese pequeño bribón de David merezca tantos trabajos por nuestra parte, cuando podríamos estar ahora mismo paseando por Hyde Park o probándonos sombreros en la tienda de la señora Piggott -no esperó su respuesta, sino que continuó-: ¿Te enteraste de que el sombrero parisién estará de moda este invierno? Es lady Cholmondeley quien patrocina la moda y sostiene que debería decorarse con flores, pero la verdad es que yo prefiero fruta. Pienso lucir el que he encargado de piel de castor y adornarlo con ciruelas y albaricoques. ¿Qué te parece?

Joanna, que había estado inquieta pensando en su primer encuentro con Nina, dio un respingo.

– Perdona, Lottie. No te estaba escuchando.

– ¿Y por qué no? -parecía ofendida.

– Estaba pensando en Nina -le confesó- y en si le gustarán los juguetes que he traído para ella.

– ¡Querida! ¡Por supuesto que sí! ¡Son de Hamley's! ¡Le encantarán! ¡Probablemente nunca habrá visto un juguete antes, encerrada en aquel horrible monasterio con un montón de monjes!

Joanna frunció el ceño.

– Supongo que no. Es cierto que puedo darle muchas cosas que seguro que nunca había tenido antes…

– Juguetes, ropa bonita -asintió Lottie-. Sólo piensa en lo bien que nos lo pasaremos cuando volvamos a Londres, querida, vistiendo a la pequeña con versiones en miniatura de los últimos modelos. ¡Porque será como una muñequita! -de repente pareció desanimarse-. Espero, eso sí, que sea bonita. Porque no sé lo que haremos con ella si no lo es.

– Lottie… -dijo Joanna- Nina no es un juguete.

Le dolía la cabeza. De repente le entraron ganas de llorar, y no sabía por qué. Seguro que Nina estaría encantada de recibir tantos juguetes y regalos… Y sin embargo… Pensó en el cajón de pelotas, peonzas y muñecas que viajaba en el carromato de las provisiones, y volvió a experimentar una inexplicable punzada de ansiedad. Quería hablar con Alex, compartir sus temores con él: cosa que no podía hacer porque en aquel momento cabalgaba a la cabeza del convoy, con Dev, Owen y el guía.

Aquella tarde llegaron a un pequeño poblado de cabañas, al pie de otro fiordo. Karl, el guía pomor, estaba que no cabía en sí de orgullo.

– Es su hogar, ¿verdad? -dijo Joanna cuando Alex las estaba ayudando a bajar del trineo-. Hasta ahí sí que alcanza mi ruso.

Miró a su alrededor. La aldea no era más que un grupo de cabañas alineadas a lo largo de la costa, pero parecían sólidas y estaban construidas de ladrillo y no de ramas, como la choza de los tramperos de la pasada noche. Había una fragua, un par de graneros y un edificio bajo que parecía un salón comunal. Sobre una pequeña colina, frente al mar, se alzaba una gran cruz de madera.

– El pueblo pomor es muy religioso -le explicó Alex-. El monasterio de Bellsund está a un solo día de viaje de aquí. Siempre ha habido lazos muy estrechos entre el pueblo y la abadía.

Los habitantes acudieron a saludarlos: cazadores con gruesas pellizas de pieles, mujeres con delantales blancos y niños que se escondían detrás de sus faldas.

– No sabía que hubiera gente viviendo aquí de manera permanente -Joanna estaba sorprendida-. Según el libro de Merryn, los asentamientos servían principalmente para pasar el invierno.

– ¡Así que lo leíste! -exclamó Alex, sonriendo-. Yo pensaba que los libros te aburrían.

– Leí por encima algunos capítulos -murmuró ella.

– Eso lo hacen los noruegos, que vienen sólo a cazar. Pero algunos pomores llevan aquí muchos años. Y, como puedes ver, acompañados de sus familias.

– Tiene que ser una vida muy dura.

Lottie no dejaba de mirar a su alrededor con su habitual expresión de desdén.

– Qué lugar tan primitivo y horrible… -empezó a decir, pero Joanna le soltó una patada en el tobillo.

– Qué deliciosa aldea -dijo Joanna, sonriendo a Karl-. Estamos muy contentos y agradecidos de poder quedarnos aquí.

– Esta noche celebrarán una fiesta en nuestro honor -le informó Alex, y señaló a Owen Purchase, que había sacado su fusil y estaba charlando con un par de cazadores pomor-. Purchase cazará unos ptarmigan para nosotros.

– ¿Ptarmigan? -Lottie arrugó la nariz-. ¿Eso no es un pájaro? ¿Qué vamos a hacer? ¿Roer sus huesos? Os recuerdo que no estamos en la Edad Media.

– Estoy seguro de que os sentiréis mucho mejor después de haber tomado un baño caliente, señora Cummings -le dijo Alex, señalando a las mujeres que se habían apelotonado en torno a ellas-. Están esperando a mostraros los baños de sudor, donde podréis bañaros y relajaros a placer.

– ¡Baños de sudor! -exclamó Lottie-. ¡Qué desagradable! ¡No pienso ponerme a sudar! -una niña pequeña se había agarrado a sus faldas y ella dio un tirón y las retiró bruscamente, con lo que la criatura se echó a llorar.

Alex se volvió hacia Joanna:

– Parece entonces… que el baño lo tendremos que disfrutar solamente nosotros, esposa mía.

La idea de tomar un baño, de sudor o de cualquier otro tipo, le resultaba extraordinariamente tentadora. Pero la idea de compartirlo con Alex, sin embargo, resultaba más que inquietante. Lo miró desconfiada:

– ¿Piensas acompañarme?

– Es la costumbre aquí, en el Polo Norte -respondió con una expresión sospechosamente inocente.

– ¿De veras?

– Tomar un baño juntos es algo perfectamente respetable en una pareja casada, Joanna -le tomó una mano-. Te aseguro que yo jamás haría nada que pudiera ofender la sensibilidad de nuestros anfitriones, y en todo caso… -bajó la voz- durante estos últimos días, nuestra relación ha ganado en intimidad. No tienes por qué mostrarte tan tímida.

– ¡No me estoy mostrando tímida! -exclamó, ruborizada.

– Claro que sí. Lo has hecho desde el principio -le acarició una mejilla-. Y eso me gusta. Pero insisto en que ya no hay ninguna necesidad.

Joanna cerró los ojos por un momento. Estaba encendida y excitada por la expresión de sus ojos, pero a la vez se sentía completamente desorientada. Los sentimientos que Alex estaba empezando a suscitarle se le antojaban demasiado complejos y difíciles de controlar. Al principio solamente había pensado en reclamar a Nina, pero cuando empezó a enamorarse de él, todo eso había cambiado. Recordaba haberle dicho en una ocasión a Merryn que los aventureros eran la última clase de hombres de los que debía enamorarse, porque para ellos lo único importante era viajar y explorar. Pensó en aquellas palabras con un escalofrío.

Sus anfitriones habían comenzado a descargar su equipaje del carro para llevarlo a una de las cabañas. Riendo y parloteando, las mujeres rodearon a Joanna y se la llevaron a la más cercana.

– Ya irán a buscarme cuando estés lista -le dijo Alex, sonriente, al ver su mirada de aprensión-. Les he dicho que nos hemos casado hace poco -añadió-. Quieren darnos el bania nupcial. El baño nupcial.

Tal parecía que la noticia de su reciente boda había llenado de entusiasmo a las mujeres de la aldea. Mientras la introducían en el cálido y umbrío interior de la cabaña del baño, no dejaron de admirar y de tocar su ropa y su pelo. Sus escasos conocimientos del idioma se revelaron totalmente inadecuados: lo único que podía hacer era sonreír y asentir con la cabeza. Las mujeres le indicaron que se sentara en un banco con cojines y se aprestaron a deshacerle la trenza.

La temperatura de la cabaña era extraordinariamente calurosa comparada con la del exterior, y además olía maravillosamente bien: un rico aroma a pino y abedul. La única luz era la que entraba por un alto ventanuco y por los resquicios de las paredes de tabla. Joanna empezó a relajarse conforme el calor se filtraba en sus venas. Una joven le sirvió una copa de vino con nuez moscada: una bebida fuerte a la vez que sabrosa. Para entonces ya le estaban cepillando la melena, admiradas de su longitud y belleza. La lenta cadencia del cepillado y el efecto del vino consiguieron relajarla. En la aromatizada oscuridad de aquel mágico espacio, sus temores por Nina y por la relación que establecería con ella se desvanecieron. Sus preocupaciones por el futuro se evaporaron por completo. Ni siquiera se dio cuenta del momento en que las mujeres empezaron a despojarla de su traje de montar. Las botas despertaron una gran hilaridad, sobre todo cuando fueron necesarias tres mujeres para quitárselas.

Sólo cuando comenzaron a quitarle la ropa interior tomó conciencia Joanna, con una sensación de absoluto asombro, de que pretendían desnudarla completamente. Se irguió de golpe: la cabeza le daba vueltas por el vino y el calor. Las mujeres revoloteaban a su alrededor como una bandada de pájaros, charlando y riendo, ignorando sus débiles esfuerzos por resistirse. Una joven que no debía de tener más de dieciséis años le sonrió mientras le ponía una mano suavemente sobre el brazo.

– Por favor, no os preocupéis, milady. Todo esto forma parte de los preparativos nupciales.

– ¡Hablas inglés! -exclamó Joanna. De repente se sintió enormemente aliviada, muchísimo menos sola-. ¿Cómo te llamas?

– Me llamo Anya y aprendí vuestra lengua en la escuela del monasterio de Bellsund -respondió la adolescente. Tenía unos ojos castaños de mirada risueña y la sonrisa más feliz que Joanna había visto en su vida-. La bania nupcial es una tradición muy bella -le confió-. Nos alegramos tanto cuando nos enteramos de que vos y el «lord severo» acababais de casaros…

– El «lord severo» -se rió Joanna-. Sí, es una buena descripción de Alex.

– Así que os pondremos bella para él -añadió la chica mientras una compañera terminaba de despojar a Joanna de su ropa interior, sin darle siquiera oportunidad de protestar-. Aquí tenéis jabón, y aceites de almendra para vuestro cabello…

– Gracias -se apresuró a responder Joanna, haciéndoles un gesto para que se apartaran-. Por favor, ya me lavaré yo misma y… umm… ¿podríais prestarme un albornoz?

Se alzó un murmullo de desconcierto. Evidentemente, su pudor británico había sorprendido a sus anfitrionas. Se retiraron sin embargo de buena gana, dejándole agua fresca y limpia para que se lavara y, lo más importante para Joanna: intimidad.

Una vez sola, se enjabonó lentamente el pelo, aspirando deleitada el aroma del aceite de almendras. El jabón era muy fino y olía a hierbas, y disfrutó bañándose concienzudamente. Al cabo de un buen rato, Anya llamó suavemente a la puerta y le entregó un albornoz de finísima lana, para indicarle a continuación que debía pasar a las estancias interiores del baño. Se levantó del banco tan aturdida y desorientada que a punto estuvo de caerse.

La cabeza le dio todavía más vueltas cuando entró en la estancia interior y Anya cerró la puerta sigilosamente a su espalda. Allí el calor era horrible, como el de las calderas del infierno. No había ventanas: sólo un largo banco corrido junto a la pared… y Alex estaba sentado en él. Estaba, por lo que Joanna podía distinguir a través de los vapores, completamente desnudo, aparte de la toalla que tenía sobre el regazo. Su torso brillaba ya de sudor.

– ¿Cómo has entrado aquí? -le preguntó estúpidamente mientras retrocedía hacia la puerta, palpando con los dedos la rugosa madera.

– Hay otra entrada -le explicó él al tiempo que estiraba una mano y la obligaba a sentarse a su lado.

Estaba tan aturdida y desconcertada que se dejó caer en el banco como si fuera una muñeca de trapo, y él tuvo que sostenerla. En la penumbra, distinguió el brillo de sus blancos dientes.

– ¿Te encuentras bien?

– Me siento muy rara -admitió-. Me temo que estas curiosas costumbres me resultan muy poco familiares.

– Por supuesto -le apartó el cabello de la cara y ella dio un respingo ante su contacto-. Relájate -le pidió en un murmullo-. Estás muy tensa. Esperaba que el baño hubiera hecho su efecto, es famoso por sus propiedades medicinales, ¿sabes?

– Medicinales -repitió. Eso sonaba más reconfortante.

– ¿Quieres que te cuente un poco de la historia de estos baños? -le propuso él-. Podría ayudarte a relajarte.

Joanna pensó que la historia nunca le había interesado especialmente… pero cualquier cosa serviría para distraerla de la poderosa presencia de Alex a su lado. El calor estaba aumentando. Alex se inclinó hacia delante para verter un poco de agua en el montón de piedras calientes que se alzaba en el centro de la habitación: el vapor se elevó de golpe, envolviéndolos, dificultando su respiración.

Echó luego un chorro de líquido transparente de una botella y el aroma y los vapores hicieron que Joanna sintiera unas terribles ganas de tumbarse. La habitación giraba lentamente a su alrededor. La sangre le latía con fuerza en las venas.

– Vodka -explicó Alex-. Un desperdicio, pero forma parte del ritual.

– ¿Qué es el vodka? -inquirió Joanna.

– Un licor tan fuerte que haría que el ron de anoche te supiera a la limonada de Gunter's -respondió, sonriendo.

– Vuelvo a sentirme embriagada -le confesó ella.

– Es sólo el aroma, y la intensidad del calor -explicó mientras se acercaba un poco más a ella-. Todos los escandinavos tienen la costumbre de tomar baños -murmuró al cabo de un momento-. Es una tradición que tiene siglos de existencia. En países con climas tan duros como éste, los vapores calientes relajan los músculos y alivian el alma.

– Delicioso -murmuró. Estaba empezando a acostumbrarse a la intensidad del calor. Sentía como si le vibrara la piel: una nueva y extraña conciencia de su propio cuerpo que parecía abrirse paso por momentos.

– Después de los baños de vapor -continuó él-, suelen golpearse unos a otros con varas de abedul, para activar la circulación sanguínea.

Joanna ahogó una exclamación. Su mente se llenó de sombrías imágenes… y la temperatura de su cuerpo subió un poco más.

– ¿Varas de abedul? -repitió con voz débil-. ¿Se golpean unos a otros?

– Es la costumbre. Por razones medicinales.

– Oh, claro. Por supuesto.

Joanna no pudo por menos que reflexionar sobre lo decadente de su pensamiento, por haber imaginado lo que había imaginado.

– Y luego -terminó Alex- salen fuera y corren completamente desnudos, o se revuelcan en la nieve. O bien se sumergen en las aguas del fiordo.

– Qué extraordinario -nunca se había sentido tan consciente de su propio cuerpo. El banco de madera le quemaba la piel. Estaba toda sonrosada, sudaba a chorros y la sensación del albornoz en contacto con su piel húmeda resultaba insoportablemente pegajosa. Los pezones se le habían endurecido con el roce de la lana. Se suponía que aquello, se recordó severa, era una experiencia relajante y medicinal… no sensual.

– Pareces incómoda -le dijo Alex con tono divertido-. Estarías mucho más relajada si te quitaras el albornoz.

Joanna se dio cuenta de que tenía las manos cerradas con fuerza sobre el cuello del albornoz. Alex, en cambio, apoyó la cabeza en las tablas de madera que tenía detrás y cerró los ojos con una expresión de absoluta serenidad que resultaba casi irritante. Se relajó un poco más. Era cierto que, si se quitaba la prenda, estaría muchísimo más cómoda. Y prácticamente estaban a oscuras allí dentro… Alex no sería capaz de verla si se quedaba desnuda. Además, era su marido…

Sigilosa, casi furtivamente, se bajó el albornoz por los hombros, sacó los brazos y lo dejó caer al suelo con un suspiro de alivio. Las columnas de vapor empezaron a enredarse en su cuerpo desnudo, y se sintió caliente y excitada… en absoluto relajada.

– Tradicionalmente -dijo Alex sin abrir los ojos-, el sudor de la novia se utiliza en el horneado del pastel de bodas. Eso después de haberla bañado en leche y sometido a baños de vapor.

– Sé que esto te va a sonar a Lottie… pero la verdad es que no me parece muy agradable que otros tengan que comerme.

Alex abrió los ojos de pronto y recorrió su cuerpo con una lenta mirada. Deteniéndola en la base de su cuello, se inclinó para lamerle las gotas de sudor que habían quedado allí.

– Yo te saborearé. Con eso bastará para los dos.

Joanna sintió que el corazón le daba un vuelco antes de empezar a latirle a toda velocidad. Con un profundo y violento latido que parecía reverberar en todo su cuerpo.

– Ummmm… -la voz de Alex era ronca, grave- salado.

Joanna se estremeció pese al intenso calor. Estaba como hechizada: la oscuridad, los aromas, la calidez del ambiente… Se sentía aturdida, lánguida, y sin embargo, al mismo tiempo más viva y despierta de lo que se había sentido nunca.

Recostada en el banco de madera, empezó a sentir las manos y los labios de Alex por todo su cuerpo: estaba tan caliente, húmeda y dispuesta que casi se puso a gritar de anhelo. Cuando lo sintió hundirse en ella, fue como un sueño febril: su mente empezó a vagar y a girar en lo oscuro mientras se entregaba por entero a él.

Más tarde, Alex la envolvió en el albornoz para llevarla a su cabaña, donde se vistieron para la fiesta. Comieron ptarmigan asado, pan recién horneado, fruta y miel. Los aldeanos bailaron y entonaron las canciones de boda de su tierra: a Joanna le regalaron una camisa con la que, según la tradición, tendría que arropar a su primer hijo para que le diera buena suerte. Joanna sintió una punzada de dolor, pero dobló la prenda y la guardó cuidadosamente al fondo de su arcón.

El festín nupcial se fue animando. Al ver a Lottie deslizarse sigilosamente fuera de la cabaña en compañía de un joven y apuesto pomor, Joanna no pudo por menos que preguntarse por lo que pensaría Dev. En aquel momento, sin embargo, el joven estaba rodeado por tres jóvenes aldeanas, con lo que ni siquiera pareció notarlo. Al cabo de un rato, Alex la llevó de nuevo a la cabaña y volvió a hacerle el amor.

Joanna yacía despierta, contemplando el tenue resplandor del sol de medianoche. Dormido, Alex mantenía una mano ligeramente apoyada sobre su vientre, en un gesto de posesión. Pronto le preguntaría si sabía si se había quedado encinta o no: estaba segura de ello. De repente el dolor le desgarró las entrañas como ya lo había hecho otras veces, y supo que sufría no sólo por la mentira que los separaba, sino por la amarga verdad. Que, por mucho que lo anhelara, nunca sería capaz de darle un hijo a Alex.

Catorce

Joanna se despertó en los brazos de Alex. Se sentía dolorida, entumecida. La magia de la noche anterior había desaparecido: la mañana era húmeda y gris, y ella sentía el corazón frío y triste también. Ese día no iba a ser fácil. Porque ese día irían a Bellsund a buscar a Nina, y tenía miedo. Y porque recordando como recordaba la ternura que le había demostrado Alex, ella se sentía una impostora, la mujer que lo había traicionado. Se despreciaba profundamente a sí misma.

Sintiendo el picor de las lágrimas en la garganta, se desasió de los brazos de Alex. Él emitió un leve gemido de protesta, pero no se despertó, y un momento después, Joanna se deslizaba fuera de la cabaña. Max, bostezando, saltó de su cesta para seguirla fuera. Se acercó a la costa para lavarse la cara y las manos: el agua estaba tan fría que le cortó el aliento.

Se preguntó cómo sería abandonar a la carrera el intenso calor de la cabaña de los baños para sumergirse en las heladas aguas del fiordo. Sólo los más duros, o los más locos, podrían sobrevivir a una experiencia parecida. Aunque ella misma, durante aquel viaje, había hecho cosas que provocarían un desmayo a las matronas de la alta sociedad que tan bien conocía.

Oyó un crujido de guijarros en la playa, ante ella: al levantar la vista del agua, el corazón casi se le congeló en el pecho. Se había olvidado de las instrucciones que le había dado Alex sobre su seguridad: de que en aquella tierra había más de una manera de hallar una muerte rápida.

Porque allí, frente a ella, estaba una de ellas: no del blanco purísimo que siempre había imaginado, sino de una suerte de color crema, brillando al sol de la mañana. El oso olisqueó el aire, volvió la cabeza y la miró directamente.

Era hermoso. Era también enorme y terrorífico… y sin embargo encantador en su poder, su fortaleza, su elegancia. El corazón comenzó a latirle desbocado. Se irguió y permaneció inmóvil, viéndolo acercarse. El animal se movía lentamente, sin dejar de mirarla. Se sentía como transfigurada, fascinada, aterrada. Sabía que debía moverse, correr para protegerse y dar la alarma en la aldea, pero las piernas se negaban a obedecerle. Abrió la boca y no emitió sonido alguno, excepto un leve jadeo.

Oyó entonces un ruido a su espalda: el rumor de unos pasos en la ladera de piedras que se hallaba detrás y volvió la cabeza. Alex estaba en lo alto de la pequeña colina, con un fusil en las manos. Estaba muy pálido, con los ojos brillantes. Max corría a su alrededor, sin dejar de ladrar: el eco de sus ladridos resonaba en las altas paredes de las montañas del fiordo.

Y, aun así, el oso continuaba acercándose.

Alex no se movió. El oso estaba a menos de cincuenta metros de ella: era inmenso. Se alzó entonces sobre sus dos patas traseras y pareció bailar por un momento como un boxeador en el cuadrilátero. El terror la anegó como si fuera una marea. Intentó escapar, subir la ladera, y resbaló con los guijarros. El oso estaba tan cerca que casi podía sentir su aliento en la cara.

Alex no iba a ayudarla.

El grito se negaba a salir de su garganta. Estaba aturdida de desesperación. Entonces él alzó el fusil y disparó por encima de la cabeza del oso. El tiro resonó en la montaña con el estruendo de un cañón. La bestia se detuvo y miró a Joanna durante lo que le pareció una eternidad antes de dar media vuelta y marcharse lentamente.

Joanna yacía inmóvil en el suelo, temblando, con el cabello en los ojos; el pulso le latía con tanta fuerza en los oídos que, por unos segundos, fue incapaz de escuchar nada más. Por fin se sentó y miró a Alex: estaba terriblemente pálido. Cuando bajó el fusil, pudo ver que estaba temblando.

– No podía matarlo -su voz sonaba extraña, remota-. Debí haberle disparado mucho antes.

Lo miró, conmovida por su tono.

– Alex… -empezó, vacilante. Sólo ahora estaba reaccionando. Quería gritarle por haber puesto en peligro su vida, pero no podía encontrar la voz. Quería agarrarlo por los hombros y zarandearlo por haber esperado tanto. Quería llorar. Y sin embargo, había algo en la inmovilidad de Alex y en la expresión de asombro con que seguía mirando la dirección en la que había desaparecido el oso, que la impulsó a quedarse callada.

– Fallé -pronunció él en voz baja. Volvió a mirarla, esa vez con dureza-. Fracasé otra vez -cayó de rodillas frente a ella y la agarró de los hombros con fuerza, clavándole los dedos-. No deberías haber venido. Sabía desde el principio que no deberías haber venido. No podía protegerte bien -la soltó bruscamente, se irguió y empezó a alejarse.

– ¿Adónde vas?

Pero no contestó. Ni siquiera se dio la vuelta.

Los otros, alertados por los ladridos de Max y por el disparo, corrían ya hacia ella: Dev como nunca había visto correr a nadie, Owen Purchase armado de un fusil, Lottie sujetándose su capa. Y, detrás de ellos, los habitantes de la aldea.

Joanna se levantó por fin y se sacudió el polvo de las faldas con manos temblorosas.

– ¡Jo! -la voz de Lottie había perdido su habitual confianza. Le tomó las manos-. Oímos el tiro. ¿Qué ha pasado?

– Salí yo sola. Una estupidez, cuando me habían dicho que tuviera cuidado. Me olvidé… -se estremeció convulsivamente-. Un oso, Lottie. Era tan hermoso… Alex dijo que no podía matarlo, y de verdad que yo no quería que lo hiciera, pero tenía tanto miedo… -se le quebró la voz.

Dev, que se había agachado para recoger el fusil que había dejado caer Alex, se la quedó mirando boquiabierto.

– ¿Alex no le disparó?

– Disparó por encima de la cabeza del oso -dijo Joanna. Volvió a estremecerse y Lottie le pasó un brazo por los hombros mientras la acompañaba de regreso a la cabaña.

– ¿Dónde está Grant? -quiso saber Purchase. Apretaba los labios con fuerza y tenía una expresión fiera en los ojos.

– Se ha ido -los dientes le castañeteaban tanto que apenas podía formar las palabras-. No sé adónde…

– No hables más -la reprendió Lottie-. No hasta que hayas vuelto a entrar en calor.

La arroparon con mantas y le dieron a beber brandy. Lottie se arrodilló frente a ella, frotándole las manos. Owen Purchase estaba furioso con Alex: quería matarlo por haber faltado de aquella manera a su deber.

– Nadie murió -señaló Joanna mientras bebía a sorbos el fuerte licor.

– No lo entiendo -dijo Lottie, que seguía sin salir de su asombro. Joanna nunca la había visto así: toda su pose de frivolidad se había desvanecido-. ¿Se puede saber por qué Alex no disparó antes? ¿Por qué no acabó con el oso?

– No lo sé -repuso Joanna, estremecida bajo las toscas mantas-. No lo sé… Dijo que me había fallado, no sé de qué manera, y luego… -hizo un débil gesto- se marchó sin más.

Por el rabillo del ojo, vio que Dev y Purchase intercambiaban una mirada. Alzó la cabeza, deseosa de defender a Alex de su censura. Pese a la furia que había sentido contra él, no podía soportar que lo culparan.

– Yo no quería que lo matara -pronunció, desafiante-. Era demasiado hermoso.

– Habría sido un espectáculo repugnante -dijo Lottie, recuperando su frialdad habitual.

– Pero un gran banquete -terció Dev, triste.

Joanna acercó las manos al fuego.

– Escucha, Dev. Alex dijo que había fallado antes… ¿qué querría decir con eso?

Vio que los dos hombres volvían a intercambiar otra mirada.

– No lo sé.

– Sí que lo sabes -dijo Owen Purchase, sombrío-. Los dos lo sabemos, Devlin. Quería decir que Amelia murió por su culpa, y ahora… -esbozó un gesto de rabia contenida- ha vuelto a fracasar a la hora de proteger adecuadamente a Joanna.

– La muerte de Amelia no fue en absoluto culpa de Alex -protestó Dev-. Resultó gravemente herido en su intento por salvarla. Su pérdida casi lo destrozó y…

– Bueno, pues ahora ha estado a punto de perder a su segunda mujer -repuso Owen, desdeñoso-. Corrió un riesgo innecesario. Debería haberlo disparado cuando lo tenía a cien metros por lo menos.

– Caballeros -Joanna se levantó para interponerse entre ellos-. Éste no es ni el momento ni el lugar para pelearse. Necesitamos encontrar a Alex -miró suplicante a Dev-. ¿Sabes tú dónde está, Devlin?

– Probablemente habrá ido a la bahía Wijde -murmuró el joven-. Hay un lugar allí del que me habló una vez. Se llama Villa Raven. No está lejos.

– ¡Una villa! -la expresión de Lottie se había iluminado de manera extraordinaria, como si de repente hubiera salido el sol-. ¿Por qué no me dijo nadie que había una villa aquí? ¡Qué maravilla! ¡Salgamos enseguida!

– Señora Cummings -dijo secamente Purchase-, no se trata de una villa como las del Támesis de Londres. Villa Raven no es mejor que esta cabaña: probablemente será mucho peor. El paraje es hermosísimo, pero se dice que trae mala suerte a los que se aventuran a visitarlo.

– Uno de los miembros de la tripulación de Sprague perdió allí un dedo por congelación -asintió Dev-. Y luego está Fletcher, que murió también allí de escorbuto…

– Suena encantador -repuso Joanna, irónica, y recogió su capa-. Yo iré. Necesito hablar con Alex.

– ¡No! -Lottie la sujetó de un brazo-. Jo querida… ¡pero si has estado a punto de perecer devorada por un oso polar! ¿Cómo puedes pensar en aventurarte sola por las heladas extensiones de Spitsbergen?

– Llevaré un fusil. Papá me enseñó a utilizarlo cuando era jovencita. Odiaba el ruido y el olor a pólvora, pero sabré usarlo.

– Yo os acompañaré, madame -Owen Purchase dio un paso adelante-. Hay unas cuantas cosas que quiero decirle a Grant.

– No -se opuso Joanna firmemente. Lo único que sabía era que resultaba imperativo que encontrara a Alex. La expresión que había visto en sus ojos cuando se marchó la había conmovido hasta el alma-. Gracias, pero reconvenir a Alex no solucionará este problema en particular, capitán Purchase.

Dev le tendió entonces su fusil.

– No intentaré deteneros -le dijo-, pero sí os daré un consejo. Llevaos a Karl de guía y enviadlo de vuelta cuando localicéis a Alex. Esperaremos aquí a que volváis. Oh, y si necesitáis disparar contra un animal, procurad hacerlo tumbada. Así soportaréis mejor el retroceso del arma.

– Lo tendré en cuenta cuando vuelva a atacarme otro oso polar -replicó, irónica.

Lottie, a su vez, le entregó la cartera de la que no se separaba nunca.

– Encontrarás algo de agua y de comida aquí. Asegúrate de volver sana y salva, Jo querida.

– Gracias -abrazó a Lottie y salió de la cabaña. Karl estaba descansando al sol, fumando un tabaco extremadamente fuerte y hediondo. Se levantó nada más verla y le hizo una torpe reverencia.

– Por favor, llevadme a Villa Raven -dijo Joanna, y enseguida vio desvanecerse su sonrisa. Masculló algo, malhumorado, y escupió en el suelo.

– Dice que el lugar está habitado por malos espíritus -tradujo Purchase.

– Haced el favor de decirle que no necesita acompañarme todo el camino, sino tan sólo mostrarme dónde está.

Entre los dos hombres se estableció un breve diálogo, al final del cual el guía asintió claramente reacio. Purchase se volvió hacia ella.

– Todo arreglado. Karl os llevará al lugar en cuestión y esperará a que lleguéis a la cabaña. Luego os acompañará de vuelta -meneó la cabeza-. Ojalá me permitierais acompañaros, lady Grant. Todo esto no me gusta nada.

– Necesito ver a Alex a solas -dijo Joanna-. Capitán Purchase… estoy segura de que lo entenderéis.

Vio asomar un extraño brillo a los ojos del capitán.

– Oh, claro que lo entiendo. Y Devlin tenía razón -añadió, reacio-. Grant es un buen tipo. Sólo dije lo que dije porque estaba furioso con él.

– Gracias -repuso ella, emocionada.

Recordó la insistencia con que Alex se había opuesto en Londres a que viajara a Spitsbergen. Y también la reflexión de Lottie cuando le comentó que la muerte de Amelia Grant explicaba su feroz determinación de disuadirla de que emprendiera el viaje.

«Fallé», le había dicho Alex. «No pude protegerte…».

Calzó un pie en el estribo y montó.

– Vamos.


– ¿Qué estás haciendo aquí?

Alex había esperado que alguien saliera en su busca. Había supuesto que se trataría de Dev o de Owen Purchase, y no habría tenido entonces el mejor escrúpulo en mandarlos al diablo.

Ni por un momento había imaginado que sería Joanna.

La vio desmontar, atar su montura a un poste y subir los podridos escalones de Villa Raven. Lanzó una mirada de disgusto a su alrededor, como desagradada por el aspecto de la destartalada choza, una pared de la cual estaba casi cubierta por la arena de la playa.

Alex sintió una punzada de furia. Sabía que no era justo desahogar aquella furia con Joanna, pero a esas alturas no le importaba. Todos los recuerdos que durante tanto tiempo había reprimido, toda la culpabilidad, todo el horror, habían regresado a su alma como una marea ponzoñosa. Había amado a Amelia y le había fallado. Había empezado a amar a Joanna contra todo sentido y razón… y había vuelto a fallar. La amargura le atravesaba y envenenaba las entrañas como un cuchillo oxidado.

– ¿No te quedaste contenta con haber estado a punto de morir devorada por un oso? -inquirió-. ¿Tan necesario te parecía volver a aventurarte fuera de la aldea, sin nadie para protegerte?

Joanna llevaba al hombro el fusil. Lo bajó para apoyarlo cuidadosamente contra la pared de la choza.

– Sé disparar -repuso ella.

A juzgar por la expresión de sus ojos azules, Alex tuvo la sensación de que quería dispararlo a él. Excelente. Eso era mucho mejor para su estado de ánimo.

– No te quiero aquí -le espetó, brutal. La culpabilidad y el dolor volvían a acosarlo, como le había estado sucediendo desde el momento en que se había alejado de ella. Furia contra Joanna, contra sí mismo, remordimientos… En un impulso la agarró por los hombros, y la sintió estremecerse-. ¿A qué has venido?

Alzó la mirada hacia él. Sus ojos tenían el mismo color azul, cándido e inocente, que recordaba de su encuentro en la oficina de Churchward. Le parecía que había transcurrido una eternidad desde entonces.

– He venido a buscarte -respondió sin más, sosteniéndole sin miedo la mirada-. Pensé que podrías necesitarme.

Cerró los ojos con fuerza. Sus palabras le dolían, y esa vez fue él quien se estremeció.

– No. No te necesito.

– Sí que me necesitas -repuso con toda tranquilidad.

Alex negó con la cabeza.

– Cúlpame. Discute conmigo -se pasó una mano por el pelo, desesperado-. Siempre estamos discutiendo.

– Esta vez no -ella se apartó y fue a sentarse en los escalones de la cabaña.

Había querido descubrir a la verdadera Joanna Ware, la mujer que había vislumbrado tras la fachada de dama elegante de la alta sociedad. Allí estaba: la tenía delante. Y se dio cuenta de que había cometido un error fundamental; no había fachada. La preferida de la sociedad londinense, la Lady of the Fancy del club de boxeadores, eran una y la misma. El estilo, la ropa, los bailes y las fiestas eran simples facetas de una personalidad capaz de un amor y una generosidad inusitadas por sus seres queridos. Él no lo había visto antes porque había estado predispuesto a juzgarla como una mujer vana y frívola. El odio que le había profesado Ware y su propia obstinación lo habían cegado.

Recordó las palabras que acababa de dirigirle: «Pensé que podrías necesitarme». Se había preocupado por él y había hecho a un lado su propio orgullo y su propia furia para ofrecerle su consuelo. En realidad, le había dado toda una lección. La miró. Tenía la mirada clavada en la bahía con una expresión ferozmente concentrada, resuelta.

Alex sintió una punzada de emoción tan sumamente violenta que incluso se tambaleó. Su esposa. Con estupor se dio cuenta de que, hasta ese momento, siempre había pensado en Amelia como su esposa: ese papel jamás se lo había adjudicado a Joanna. Aunque Amelia había muerto cinco años antes, la había entronizado en su corazón como su esposa… para siempre. No importaba que se hubiera casado con Joanna, que deseara que fuera la madre de su heredero. De alguna manera, había seguido pensando en Amelia como su verdadero cónyuge.

Hasta ahora… Porque todo eso había cambiado.

Se sentó junto a ella. Joanna lo miró de reojo, pero no dijo nada. Al cabo de un momento, Alex le tomó una mano. Vio una leve sonrisa asomar a sus labios. Quería besarla.

– Quiero hablarte de Amelia -le dijo bruscamente.

La oyó contener el aliento. Y le pareció distinguir un fugaz brillo de miedo en sus ojos.

– Tú nunca hablas de ella -le recordó.

– Bueno, pues voy a hacerlo ahora.

– ¿La amabas? -le preguntó, evitando mirarlo.

– Sí -respondió-. Sí que la amaba. Mucho. Nos conocíamos desde que éramos casi unos niños. Yo quería que ella viajara conmigo siempre que pudiera. Ella no se mostraba muy deseosa de hacerlo, pero yo insistía. Pensaba, en mi arrogancia, que el lugar de una esposa estaba siempre junto a su marido.

La brillante mirada de Joanna estaba en aquel momento fija en su rostro.

– ¿Qué sucedió? -preguntó con tono suave.

– Llevábamos cinco años casados cuando me destinaron a la India -explicó Alex-. El barco sufrió el ataque de la escuadra francesa al mando del almirante Linois. Escoltábamos a un par de mercantes que estaban anclados en la boca de Vizagapatam -se interrumpió-. Se produjo un accidente en el polvorín. Una chispa…

Todavía podía oír la explosión en su cabeza, sentir el sabor del humo y la pólvora en la boca, oler la sangre. Se estremeció. Los dedos de Joanna estaban cerrados sobre los suyos, su mano pequeña y caliente, dentro de la suya.

– Un terrible incendio destruyó el barco -continuó con tono inexpresivo-. Bajé a la sentina en busca de Amelia. La encontré, pero… -vaciló-. Había sufrido horribles quemaduras. Sabía que iba a morir. Casi con su último aliento, me pidió que la perdonara por haberme fallado -su voz se enronqueció-. Seguía disculpándose conmigo, una y otra vez, pidiéndome perdón por no haber podido escapar a las llamas. Pero fui yo quien le falló a ella. Yo había insistido en que me acompañara. Si se hubiera quedado en casa, en Inglaterra, ahora estaría viva.

Hubo un silencio. El viento estaba empezando a levantarse, azotando las paredes de la antigua cabaña.

– Estaba embarazada -terminó Alex-. Y nunca volví a querer otra esposa, ni otro hijo, hasta que fuiste a buscarme aquella noche al hotel para hacerme tu propuesta.

Por un instante, distinguió una vívida emoción en el rostro de Joanna. Sus dedos temblaron dentro de los suyos. Un momento después, ella inclinó la cabeza y la cortina de su pelo ocultó su expresión.

– Perdiste también un hijo -murmuró-. Oh, Alex… Lo siento tanto…

– Nunca le conté a nadie lo del niño -le confesó él.

El recuerdo de Amelia siempre había estado presente en su alma, poderoso. Ahora se daba cuenta de que se había aferrado a él porque, de alguna manera, había sentido que si empezaba a olvidarla, eso habría significado también sentirse menos culpable, menos responsable de su muerte. Durante años no había querido que nadie ocupara su lugar. Balvenie no podía tener un heredero porque él había perdido a su esposa y al niño que habría debido ser su sucesor. Pero entonces había aparecido Joanna, y todo había empezado a cambiar.

– Amelia era muy buena, muy dulce. No tenía fortaleza ninguna. No era como tú -hasta tiempos muy recientes, había pensando que Joanna era débil. También en eso se había equivocado-. Ella nunca habría cabalgado hasta aquí para buscarme, como tú acabas de hacer. Habría esperado a que yo volviera.

– Por tus palabras, debió de ser una mujer sensata y de buen sentido -comentó Joanna, bajando la mirada a sus botas esquimales-. ¿Qué mujer en su sano juicio habría cabalgado hasta aquí, estropeando sus bonitas botas y su traje de montar en el proceso?

Alex reconoció la profunda emoción que latía bajo aquellas aparentemente desenfadadas palabras. La obligó suavemente a levantar la cabeza. Sentía su piel caliente bajo sus dedos, tan tersa que le asaltaron unas irrefrenables ganas de besarla. De pronto, el impulso fue más fuerte. Ansiaba reconfortarla, expresarle su admiración por lo que había hecho.

– Me alegro de que hayas venido -le dijo con tono suave.

Sus miradas se enlazaron. La atrajo hacia sí, envolviéndola en sus brazos. Estaba admirado: ¿cómo podía una mujer que parecía tan frágil demostrar al mismo tiempo tanta resistencia? Apoyó el mentón sobre su pelo.

– Hoy, cuando vi acercarse al oso… no pude moverme. Fue terrible -sus manos se tensaron sobre su cuerpo-. Sabía lo que tenía que hacer, pero era como si una fuerza invisible me impidiera moverme. No consigo explicármelo. Sólo podía pensar en que había fallado antes y que en ese momento iba a volver a suceder, pero de diferente manera…

– Tú no le fallaste a Amelia, Alex -repuso Joanna-. Hiciste todo lo posible por salvarla. Dev me dijo que tú mismo estuviste a punto de perder la vida por ello. Y, hoy… tampoco me fallaste a mí.

– Tardé demasiado en disparar. Y debí haberlo matado -la furia lo barrió por dentro, pero esa vez la marea se mostró menos poderosa que antes. Algo había empezado a aflojarse en su interior, liberándolo.

– Si lo hubieras hecho… entonces sí que me habría enfadado contigo -fue la réplica de Joanna-. ¿Cómo habrías podido matar a una criatura tan hermosa? -suspiró, levemente estremecida por el viento que se había levantado del mar-. Deberíamos volver. Los otros estarán preocupados.

– Enseguida. Sólo quiero tenerte un poco más para mí. No sólo carecemos de intimidad en el barco. En la expedición también.

Joanna le sonrió.

– Pues ayer nos las arreglamos bastante bien -comentó recatadamente. Y añadió, cuando él se dispuso a besarla-: sin embargo, me niego a hacer el amor en esta repugnante villa. Seguro que estará llena de pulgas.

– No hay: hace demasiado frío -volvió a besarla.

Pero ella lo apartó con delicadeza.

– No. Me niego.

– Oh, como quieras -se incorporó y la ayudó a levantarse. Luego se quedó inmóvil, mirándola a los ojos-. Joanna Grant, eres la mujer más sorprendente que he conocido.

Una vez más, por un fugaz segundo, volvió a ver aquella sombra en sus ojos. Pero de inmediato sonrió.

– Me alegro de que seas consciente de ello -repuso con tono ligero. Bajó la mirada a sus pies. La suela de una de sus botas se había despegado-. Antes dijiste que los marineros sabían también fabricar y reparar calzado. ¿Crees que alguno podría arreglarme esta bota?

Quince

Fue a la mañana siguiente cuando continuaron viaje por la costa, hacia el asentamiento de Bellsund. Nada más regresar a la aldea, Alex había insistido en que Joanna descansara, y dado el estado de sus músculos, no había discutido con él.

Se había sentado al sol, a cubierto del viento, escuchando las voces de las mujeres mientras lavaban la ropa y reflexionando al mismo tiempo sobre la tragedia de Alex. No solamente había perdido a su esposa, sino también a su hijo. No había creído que pudiera sentir más remordimientos por su traición, pero en aquel momento la culpa la consumía. Alex no se merecía que lo engañaran así.

Él le había preguntado el día anterior por qué había acudido a buscarlo, y ella le había contestado que porque había pensado que podía llegar a necesitarla. Eso había sido verdad, pero no toda la verdad. Había ido a buscarlo porque su instinto la había empujado a ello. Había sabido que sufría de un dolor terrible. Y ella había querido aliviar aquel dolor porque lo amaba.

Estaba enamorada de él. Absoluta y desesperadamente.

Estaba enamorada de Alex Grant, el explorador, el aventurero, el hombre que carecía de lazos y de responsabilidades. El hombre a quien le había ofrecido un trato y a quien había estado engañando desde el principio.

– Ahora puedes ver por qué Purchase no quería navegar hasta aquí -le dijo Alex, interrumpiendo sus tristes reflexiones. Cabalgaban sobre guijarros hacia Bellsund. El carromato, con Lottie y el equipaje, avanzaba traqueteante detrás: hasta ellos llegaban sus gritos de queja, mezclados con los graznidos de las aves marinas-. Cuando el viento sopla del este, empuja los hielos hacia la bahía y los acumula en la entrada.

Joanna frenó su montura un momento para contemplar la vista. Enormes bloques de hielo se amontonaban unos encima de otros en la boca de la bahía, como arrojados por manos de gigante. Era fácil imaginarse el naufragio de un barco en aquel paraje. Se estremeció de miedo.

– Eso es lo que nos habría sucedido si no hubieras sacado del hielo a la Bruja del mar, ¿verdad? Los bloques de hielo nos habrían aplastado.

– O eso o nos habríamos estrellado contra las rocas de la costa. Estos mares son muy peligrosos. El poder de la naturaleza es inmenso.

Joanna asintió.

– ¿Cuándo quedará libre la bahía?

– Eso podría ocurrir en cualquier momento -respondió él-. En los meses del verano, el hielo puede desplazarse y desaparecer en cuestión de horas. Lo viste tú misma. Cuando el viento cambia, la corriente vuelve a empujar el hielo. Mira, ya se ve el monasterio de Bellsund -añadió-. Allá arriba, sobre el promontorio.

Joanna se volvió en la silla de montar.

– Parece más una fortaleza que un monasterio -susurró-. No me lo imaginaba así.

Los muros estaban construidos con enormes sillares. Había puertas monumentales y macizas torres redondas, rematadas por chapiteles. Tras la muralla exterior se distinguía un gran revoltijo de edificios más pequeños: el pueblo al que daba cobijo el monasterio. La misma existencia de una comunidad tan grande en aquellas vastas soledades resultaba algo impresionante, extraordinario.

Volvió a estremecerse. Ahora que ya casi había llegado al final del viaje, se sentía temerosa, aterrada ante la perspectiva de encontrarse por fin con Nina y reclamarla como hija. Irguiéndose en la silla, se dio cuenta de que Alex la estaba observando.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó con tono suave-. Ya sabes que no tienes por qué hacer esto. Puedo ir yo y…

– No, gracias. Tengo que hacerlo yo.

Clavó espuelas y puso su montura al galope, repentinamente desesperada por llegar a su destino. Al cabo de unos segundos, Alex la alcanzó y se puso a su altura: continuaron galopando juntos hacia las puertas del monasterio. El carromato y los demás jinetes quedaron atrás.

Las puertas se abrieron a un amplio patio empedrado rodeado de edificios. Un mozo de cuadra se adelantó para ocuparse de sus caballos. Alex bajó de un salto y la ayudó a desmontar. Joanna puso por fin los pies en el suelo, consciente de pronto de su enorme cansancio. Tan agradecida le estaba por su ayuda que por un instante se aferró a sus hombros antes de sacar la fuerza necesaria para apartarse y caminar sola.

Alex estaba hablando en ruso con un joven monje que había salido a recibirlos. Joanna se mantenía a un lado, discreta y callada. Sólo en aquel momento se daba cuenta de lo mucho que él le había facilitado las cosas, guiándola a través de aquellas extrañas tierras, protegiéndola y, por fin, hablando con los monjes en su nombre. La garganta se le cerró de emoción, consciente de lo mucho que le debía.

– Van a llevarnos a ver al padre Starostin -le explicó Alex-. Es el superior del monasterio, el abad. Es un hombre sabio y estudioso. Parece ser que lleva viviendo en Bellsund desde hace más de cuarenta años.

– Gracias -le dijo Joanna al monje. Aunque era joven, tenía un rostro de hombre mayor, sereno y contemplativo. Su escrutinio le hacía sentirse vulnerable, como si viera demasiadas cosas en ella, todas sus esperanzas y temores. Y a esas alturas se sentía cansada, demasiado para poder disimular sus sentimientos.

El monje los llevó a través de una serie de pasadizos porticados entre los edificios. Pasaron por delante de una preciosa iglesia, un campanario y varias puertas que se abrían a un frondoso jardín botánico.

– La temperatura de aquí es templada, dado que nos encontramos en un valle -murmuró Alex al ver su expresión de asombro-. También tienen un inteligentísimo sistema de canalización subterránea de agua caliente, que calienta el suelo fértil.

– Lottie estará encantada. Al fin verá árboles.

– Y también podrá tomar un baño caliente, lo cual sin duda le agradará todavía más, ya que rechazó los baños de vapor. El alojamiento de los invitados es muy cómodo.

Joanna también se moría de ganas de disfrutar de un buen baño caliente. «Pronto», pensó. «Pronto podremos calentarnos, cambiarnos de ropa y dormir en camas mullidas. Todo se arreglará».

Doblaron una esquina, pasaron bajo un arco tallado en piedra y llegaron ante una puerta de madera maciza. El joven monje llamó varias veces, murmuró algo y entró, dejándolos en el umbral.

– Sólo será un momento -le aseguró Alex-. Ha ido a avisar al abad de que estamos aquí.

Para entonces, Joanna tenía el corazón en la garganta. Sus pensamientos se atropellaban unos a otros como mariposas atrapadas en una red. Por primera vez se preguntó qué aspecto tendría Nina. ¿Habría salido a David, o se parecería más a su madre rusa? Se preguntó también por su reacción cuando se viera de pronto arrancada de aquel entorno; ella, una niña que era apenas mayor que un bebé y que ya había perdido a su madre. ¿Por qué no había pensado antes en eso? Otra oleada de ansiedad la barrió por dentro.

Justo en aquel instante, se abrió la puerta.

– El abad Starostin desea veros -informó el joven monje.

Joanna vaciló, pero Alex la tomó del brazo y dio un paso adelante.

– Coraje -le susurró.

Estaban en una especie de despacho, con amplios ventanales que daban a los jardines, con el mar de fondo. Un enorme fuego ardía en la chimenea. El suelo de piedra estaba cubierto de lujosas y coloridas alfombras; un gran libro abierto mostraba bellas ilustraciones miniadas con figuras de hombres y monstruos marinos, ballenas y sirenas. La habitación desprendía tal sensación de serenidad que, por un momento, el pulso de Joanna se tranquilizó y se permitió disfrutar de aquella paz.

Un hombre se levantó de una silla junto al fuego y se dirigió hacia ellos. Era viejo y algo encorvado; en una mano llevaba una carta cuya escritura reconoció Joanna, no sin un sobresalto, como la de David. Así que era cierto. Hasta aquel momento no había llegado a creérselo del todo, pero era verdad: su difunto marido había dejado instrucciones en el monasterio sobre todo lo relativo a su hija. Había advertido a los monjes que un día su esposa se presentaría a buscarla. Y ahora allí estaba…

Surgió el entusiasmo como una explosión de luz. Un estremecimiento la recorrió y supo enseguida que Alex también lo había sentido, por la mirada que le lanzó. Se adelantó, incapaz de esperar.

– Padre abad…

Pero la expresión grave del anciano monje no se inmutó. Sus ojos grises, vivos e inteligentes, escrutaron su rostro. Le estrechó la mano; Joanna sintió su piel áspera y fría en contraste con sus dedos febriles.

– Bienvenida a Bellsund, lady Grant -le dijo en un perfecto inglés, y se volvió hacia Alex-: Lord Grant, es un placer volver a veros -frunció levemente el ceño-. Tengo entendido, lady Grant, que habéis venido desde Inglaterra para recoger a Nina Ware, la hija de vuestro difunto marido, y llevárosla a vuestra casa, ¿es eso cierto?

– Lo es -apenas fue capaz de formular las palabras. El pulso le atronaba los oídos: tenía la sensación de que los demás podían oírlo, resonando en los muros de piedra. Estaba temblando.

El abad asintió lentamente.

– Es lo que dispuso el comodoro Ware en su carta -dijo con un tono de voz extraño, enigmático-. Os llevaré enseguida con Nina, dado el largo viaje que habéis hecho y… -sonrió débilmente- lo muy deseosa que seguro estaréis de verla.

Lo siguieron a través de interminables corredores hasta que volvieron a salir a cielo abierto. Joanna, que tantas cosas había querido preguntarle, se mantuvo durante todo el tiempo callada mientras caminaba al lado del abad. Su aprensión era ahora de una naturaleza distinta: procedía de la actitud de tranquila resignación del anciano, de aceptación de lo que había sucedido. No había detectado censura alguna en su voz. No se había opuesto a que viera a Nina, ni a que se la llevara. Pero había algo más, algo que no conseguía identificar. Joanna podía percibirlo, y sabía que Alex lo sentía también, porque en aquel momento se había acercado a ella, como ofreciéndole un tácito consuelo con la fortaleza de su presencia.

Doblaron una esquina y caminaron a lo largo de un edificio largo y bajo, hasta un jardín… donde se oían voces infantiles. Joanna parpadeó asombrada.

– Tenemos una escuela aquí -les informó el abad Starostin, y Joanna recordó que Anya le había dicho que ella aprendió su inglés en la escuela del monasterio-. Los cazadores y tramperos van y vienen continuamente. Pero aquí siempre habrá un lugar para sus hijos.

Los niños estaban jugando. Había unos diez u once; tenían aros y pelotas, pequeñas piedras redondeadas de la playa y peonzas pintadas que brillaban al sol. Joanna pensó de inmediato en el cajón de juguetes de Hamley's. Eran mucho más caros y sofisticados que aquellos juguetes caseros y artesanales. Podría regalarle a Nina cientos de juegos y muñecas diferentes, mimarla con regalos de todo tipo.

– Ésta es Nina -dijo el abad, señalando a una niña que estaba sentada con otros dos compañeros, charlando mientras jugaban con piedras de colores-. Tiene casi seis años.

Era morena como su madre, pensó Joanna, y no rubia como David…

Era una niña de aspecto delicado, de pelo negro y ojos del mismo color. Llevaba un vestido rosa, con un diminuto delantal blanco de encaje. «Ropa vieja», pensó Joanna. «Yo le compraré ropa nueva, la que le guste: vestidos de todos los colores del arco iris y sombreros con cintas a juego…».

Quiso correr hacia la niña, abrazarla, estrecharla contra su pecho. La urgencia de hacerlo le robó el aliento.

– El otro niño y la niña son sus primos -le estaba diciendo el abad-. Se llaman Toren y Galina.

– ¿Primos? -Joanna se volvió para mirarlo-. Pero yo creía que Nina era huérfana…

– Y lo es. Pero la madre vino originalmente a Spitsbergen con un hermano. Él tiene familia aquí, en la aldea, y cuando Nina quedó huérfana y a cargo nuestro, nos pidió que se la entregáramos. Nina estudia aquí, pero no vive con nosotros, sino con su tío y sus primos.

Joanna vio como Nina alzaba una de las brillantes piedras al sol, riendo mientras contemplaba sus reflejos dorados y rojizos. La otra pequeña, Galina, se mostraba seria, casi solemne. Entregó otra piedra a Nina y juntaron sus cabecitas morenas mientras la contemplaban.

Algo duro y frío pareció alojarse de repente en el pecho de Joanna. Primos, compañeros de juegos, amigos… Familiares en la aldea. Una escuela, una comunidad, gente que la quería. Todo aquello era muy diferente a lo que se había imaginado.

Nina estaba muy bien cuidada y alimentada. Era feliz.

El abad seguía hablándoles en voz baja de la familia de Nina, de la escuela y de los estudios que recibían los niños. Joanna intentó imaginársela en un escenario completamente distinto, paseando con su institutriz por un parque de Londres, o en su landó, o jugando con Max. Nina haría nuevas amistades. Haría incluso quizá estudios superiores, en uno de los seminarios de Bath. Los horizontes eran enormes, las posibilidades infinitas.

«Y yo la querré», pensó mientras la veía jugar con su prima. «La quiero. Le daré todo lo que necesite».

Pero algo en su interior había empezado a romperse y resquebrajarse. Intentaba ignorarlo, pero la grieta fue ampliándose por momentos hasta llenarla de una desesperación que amenazó con consumirla.

En todos sus pensamientos y planes, jamás se habían planteado lo que Nina podría querer. Nunca se había imaginado que ella pudiera tener otros parientes, y que éstos fueran gente que la amara y que la echaría de menos cuando se marchara de allí.

«He sido tan egoísta…», se recriminó. «Sólo he pensado en lo que yo quería». Podía sentir como su corazón se desmoronaba pedazo a pedazo. El abad la observaba con expresión perspicaz.

– Me doy cuenta, padre, de que Nina es muy feliz aquí. Tendremos que hablar de su futuro. Tanto lord Grant como yo nos aseguraremos de hacer todo lo posible para que la pequeña se quede con su familia durante todo el tiempo que desee. Pero ahora, si me disculpáis…

Dio media vuelta y se retiró antes de echarse a llorar.


– ¡Joanna! -Alex llegó prácticamente corriendo al patio interior del monasterio. Estaba terriblemente preocupado. Había detectado en su voz aquel tono crispado que tan bien estaba empezando a conocer. No significaba que la situación no le importara, sino todo lo contrario: era su defensa, su protección. Estaba seguro de que sufría horriblemente, y el simple pensamiento le ponía enfermo.

Había estado a punto de salir tras ella cuando el padre Starostin se lo impidió, poniéndole una mano en el brazo.

– Vuestra esposa es una mujer extraordinaria. Su comportamiento es generoso y desinteresado, al anteponer la felicidad de la pequeña a sus propios deseos y anhelos.

– Sí -había repuesto Alex, sacudiendo la cabeza. No podía dar crédito a lo que había hecho Joanna. No cuando sabía lo profunda, desesperadamente que había querido a Nina-. Hay otros asuntos que deberemos tratar, por supuesto. Formalidades, finanzas…

– No os preocupéis. Nos hemos arreglado muy bien hasta ahora. No tenéis ninguna obligación financiera para con nosotros, lord Grant -había mirado a Nina, que seguía absorta en su juego-. Yo me aseguraré de que, cuando sea lo suficientemente mayor, conozca la verdad. Tanto lo de su padre, como lo de la generosidad demostrada por lady Grant. Y ella siempre podrá escribirle, visitarla…

– Por supuesto.

– Vuelva a verme con su esposa cuando esté recuperada, lord Grant -le había pedido el abad-, y hablaremos de ello. Sois, por supuesto, bienvenido para quedaros en Bellsund durante todo el tiempo que deseéis.

Alex le había dado las gracias y se había marchado, impaciente por buscar a Joanna, pero para entonces había desaparecido. El cielo se había tornado denso y gris, con amenaza de nieve. Se había levantado viento del norte, de un frío que cortaba la piel.

Lottie estaba supervisando la descarga de su equipaje cuando Alex llegó a la puerta del pabellón de los invitados. Por una vez, la dama parecía encontrarse de buen humor.

– ¡Agua caliente! -le dijo a Alex, con expresión radiante-. ¡Calor! ¡Jóvenes mancebos! Creo que con gusto me quedaría a vivir aquí.

– Los jóvenes mancebos son monjes, señora Cummings. Os ruego que nos los corrompáis -se pasó una mano por el pelo con gesto impaciente-. ¿Habéis visto a Joanna? Estábamos hace un momento hablando con el abad y necesito localizarla urgentemente…

– ¡Oh, ha salido! -respondió Lottie, señalando vagamente la puerta-. Dijo que estaría fuera durante un buen rato…

Alex salió antes de que ella hubiera terminado de hablar.

No pudo encontrarla en la exuberante belleza de los jardines tropicales y se detuvo en seco, frustrado. Intentó pensar adónde podría haber ido, de haberse sentido lo suficientemente desesperada como para no querer ver a nadie. Iba a pie, así que era imposible que hubiera llegado muy lejos. Abandonando el monasterio, se dirigió hacia la costa.

La encontró en la playa: estaba de pie, inmóvil, contemplando el mar. No llevaba capa ni sombrero. Alex supuso que debió de habérselos dejado en el pabellón de los huéspedes, para salir tal y como estaba. La nieve se arremolinaba en torno a ella. El viento hacía ondear su oscura melena.

– Joanna -se detuvo a unos pasos de distancia y ella se volvió para mirarlo. Le dio un vuelco el corazón cuando vio su expresión: la mirada de sus ojos azules era aterradoramente vacía. Dudaba incluso de que lo hubiera visto, y mucho menos de que supiera quién era.

Parecía absolutamente reconcentrada en sí misma, y él no sabía cómo llegar hasta ella. El vestido se le pegaba al cuerpo, empapado ya por la nieve. Tenía copos en el pelo, la cara, los labios. Mirándola, experimentó una violenta punzada de emoción.

– Tenemos que ponernos a cubierto -le gritó para hacerse oír por encima del rugido del viento. Ya era demasiado tarde para volver al monasterio. La nevada se había convertido en ventisca, y había visto estallar muchas tormentas como aquélla. Si no se refugiaban pronto en alguna cabaña de tramperos, no tardarían en perderse en la nieve y, muy probablemente, morirían congelados antes de que tuvieran oportunidad de volver al pueblo.

Le pasó un brazo por los hombros, envolviéndola en su capa, y la guió a lo largo de la costa hasta la cabaña más cercana. Al contrario que la mayoría de las cabañas de los tramperos, era cómoda y estaba bien cuidada, perfectamente preparada para resistir los largos inviernos de Spitsbergen.

Una vez dentro, Joanna se sentó en el borde del camastro. No dejaba de abrazarse, aunque no temblaba de frío. Era como si no fuera consciente ni de ella misma ni de lo que la rodeaba. Alex deseó haber tenido algo con lo que encender un fuego, alguna bebida caliente que ofrecerle, pero no había nada que pudieran hacer excepto sentarse a esperar a que pasara la tormenta.

– Tienes que quitarte esa ropa empapada. Vamos. Si no, te pondrás enferma.

Se dejó desnudar dócilmente. Sólo cuando quedó únicamente vestida con la enagua alzó repentinamente los ojos y se encontró con su mirada. Había una furia tan ciega en su expresión, mezclada con un dolor tan fiero, que Alex no pudo evitar un estremecimiento.

– Alex…

Estiró los brazos con desesperada necesidad, y él la estrechó contra su pecho. Se sorprendió a sí mismo acunándola, susurrándole cariñosas palabras, besándole el cabello. La sintió estremecerse con el súbito asalto de las lágrimas; lágrimas que le empaparon la camisa, ardientes contra su piel fría.

Lloraba con tanta desesperación que las convulsiones sacudían todo su cuerpo. Y él continuó abrazándola con fuerza hasta que finalmente empezó a calmarse.

– Tenía que hacerlo -murmuró.

– Lo entiendo -estaba tan emocionado que apenas podía hablar-. Fuiste tan generosa… Mucho más de lo que nunca pude imaginar.

– No quería serlo -masculló, furiosa-. Quería llevármela conmigo… -sollozó una vez más.

– Shh… -Alex continuó acunándola en sus brazos. Viendo su rostro bañado en lágrimas, sus ojos hinchados y enrojecidos, sintió una enorme, inefable compasión por ella. Le acarició la mejilla, le hizo alzar la barbilla y la besó en los labios: y entonces el mundo pareció explotar.

Ni hubo amor ni ternura alguna en aquel beso. Fue algo profundamente físico, un desesperado grito de Joanna por liberarse de una intolerable tensión. Alex sabía que ella sólo lo deseaba como un escape para el dolor, pero su entrega era total y su propio deseo estalló en toda su plenitud. Si antes se había mostrado receptiva a sus caricias, en aquel momento se mostró tan vehemente y elemental como la misma tormenta.

La besó mientras sus manos buscaban su piel desnuda por debajo de su camisola. Ella le ofreció sus labios, arrebujándose en su regazo, y Alex dejó de pensar en nada que no fuera su aroma, o el sabor de su lengua en la suya. Reaccionó apoderándose de su boca con creciente exigencia, y el beso creció en intensidad.

Fue ella quien lo atrajo hacia sí y lo tumbó a su lado en la cama, deslizando las manos por los músculos de sus hombros y de su pecho. Alex sintió la presión de sus senos a través de la tela de su camisa, y su cuerpo se endureció e incendió hasta límites insoportables. Aún pudo, sin embargo, recuperar los últimos restos de autocontrol y se apartó después de sembrarle el cuello de besos.

Estaba ruborizada; su respiración se había acelerado y un fulgor de deseo ardía en sus ojos azules.

– Joanna… -susurró- espera…

– Te deseo -lo agarró de la camisa y tiró de él hacia sí para reclamar sus labios-. Oh, por favor… -su voz había cambiado: desprendía un tono desesperado mientras volvía a besarlo con renovado ardor y deslizaba las manos bajo su camisa.

Alex se estremeció bajo sus caricias. Cuando ella le sacó la camisa y aplicó la boca allí donde habían estado sus manos, soltó un gruñido en voz alta.

– Por favor, Alex… -en aquel momento, le estaba recorriendo el vientre desnudo con los labios.

Podía sentir la caricia de su aliento mientras la punta de su lengua trazaba un tentador sendero hacia la cintura de su pantalón.

– Por favor, hazme el amor.

¿Cuántos hombres habrían desoído aquel ruego?, se preguntó, aturdido. Sentía que debía hacerlo: un caballero le habría ofrecido su consuelo de otra forma que la puramente física. Debería hablar con ella, escucharla, animarla a que se desahogara con él. Y sin embargo, si lo único que deseaba Joanna en aquel momento era escapar al intolerable dolor que para ella suponía renunciar a Nina… entonces él no podía negarse a complacerla.

Al momento siguiente, todos aquellos pensamientos desaparecieron en el incendio conjurado por sus labios y sus manos. Le estaba abriendo ya el pantalón, y la oyó contener el aliento cuando descubrió por fin lo duro y dispuesto que estaba para ella. Arrodillándose frente a él, liberó su falo.

Fue entonces cuando descubrió, a la débil luz de la cabaña, que estaba desnuda. Estiró los brazos hacia ella y la sentó a su lado, en el camastro. Le dolía el corazón de sólo mirarla, tan bella y tan dulce, y al mismo tiempo con aquel aspecto tan insoportablemente lascivo, con aquella expresión de abandono…

– Ahora -dijo ella. El brillo azul oscuro de sus ojos parecía desafiarlo.

– No -si tenía que hacer aquello, no sería un rápido acoplamiento que la sacara de su dolor. Porque no estaba dispuesto a consentir que lo utilizara de aquella manera. Se aseguraría de que no olvidara nunca aquel momento.

Le demostraría a las claras lo mucho que la amaba.

Volvió a acariciarle una mejilla y deslizó los dedos por sus sensuales labios, viendo cómo sus ojos se oscurecían un poco más. Inquieta, nuevamente estiró los brazos hacia él, pero Alex se resistió. Inclinándose, la besó de nuevo: fue un beso que comenzó con delicadeza para acabar desplegando tanta dulzura como sensualidad. La sintió suspirar contra su boca y fue prolongando el beso hasta que la tensión y el apresuramiento desaparecieron al fin, reemplazados por un deseo de una naturaleza distinta, tierno, sereno. Su cuerpo entero pareció relajarse bajo sus manos, derretido de placer.

Sólo entonces le permitió que lo tocara a voluntad, con sus manos viajando por su cuerpo en caricias que no tardaron en excitarlo con excesivo apresuramiento. Un fuego rugía en sus venas y se obligó a apaciguarlo, controlándolo para no hundirse de pronto en ella y tomar lo que tanto quería. Fuera, mientras tanto, la tormenta desplegaba una rabia que amenazaba con arrancar la cabaña de sus cimientos.

Alex gruñó cuando Joanna se sentó sobre él, toda caliente y sudorosa. Incapaz de permanecer quieto, se medio incorporó para acudir a su encuentro y hundirse en ella. La oyó contener la respiración y reclamó nuevamente sus labios, sintiendo la presión de sus senos contra su pecho y afirmando las manos en sus caderas para sujetarla con fuerza.

– Te amo -susurró ella.

Alex escuchó las palabras y las sintió como una caricia en el alma. Algo en su interior, la última resistencia que había estado oponiendo, saltó como un resorte.

«Yo también te amo…».

Sintió como se tambaleaba al borde del abismo; la oyó luego gritar y cayó entonces con ella en un vertiginoso remolino de luz. Jamás había experimentado nada parecido.


Joanna se despertó con el calor del sol. Abrió los ojos y vio los rayos que se filtraban por las contraventanas cruzando su cuerpo en barras de luz y sombra. Por un instante fue consciente de una sensación de sublime bienestar y felicidad, hasta que recordó todo lo que había sucedido y algo en su interior se heló de pronto como una flor expuesta a la escarcha. Podía ver su propia ropa regada por el suelo. Ella estaba envuelta en la capa de Alex: debajo estaba desnuda. Él se había marchado.

Estremecida, recogió la ropa y se vistió lo más rápido que pudo. La temperatura de la cabaña era muy baja y estaba empezando a congelarse por dentro y por fuera. Estaba rígida y entumecida y se movía lenta, dolorosamente.

Abrió la puerta de la cabaña y la luz la deslumbró: el sol estaba alto en el cielo. Debió de haber dormido durante toda la noche y parte de la mañana. El viento, frío y cortante, jugaba con su pelo. Envolviéndose en la capa, echó a andar por la playa. El mar volvía a estar tranquilo, con la niebla rizándose sobre su superficie.

Se sentó en una roca y se abrazó las rodillas. La furia y el dolor que se habían apoderado de ella el día anterior habían desaparecido. Se sentía cansada, agotada, pero ya no sufría. Resultaba curioso, pensó, que David no le hubiera mentido. Efectivamente su hija la había estado esperando al final de su viaje. Probablemente nunca había esperado que ella tendría la tenacidad necesaria para hacer el viaje a Spitsbergen y reclamarla. Le había puesto la tentación delante de los ojos para hacerle sufrir, pero ella había sido más fuerte de lo que él había imaginado, porque había hecho el viaje y había sobrevivido. Y al final había hecho lo justo y lo adecuado, lo único que había podido hacer: renunciar a llevarse a Nina consigo.

Pues bien, ya había pasado todo. Lo que había sentido por David se le antojaba ahora remoto, frío. Era como si se hubiera vaciado de todo sentimiento por él. Ya no tenía el poder de herirla porque lo peor había pasado ya, porque había sobrevivido y porque había cambiado: se había vuelto más fuerte y valiente de lo que había soñado nunca, y además Alex había estado durante todo el tiempo a su lado.

Le dio un vuelco el corazón cuando se permitió recordar el abandono con que se había entregado a Alex, en medio de su desgracia. Se había entregado completamente y sin reservas. Al principio la causa había sido su necesidad de desahogar el dolor, de olvidar. Pero Alex se había negado a que lo utilizara de aquella forma. Él había conseguido que lo viera como era realmente, un hombre al que amaba por su integridad, su resolución y su sinceridad. Lo amaba por ser un hombre de principios y de honor, el héroe que siempre había anhelado desde que era niña, un hombre que había jurado protegerla y que había sido fiel a su palabra.

Por un instante experimentó una punzada de euforia y esperanza. Hasta que la verdad de su situación la barrió como una marea y le entraron ganas de gritar, porque sabía que enamorarse de Alex era probablemente la cosa más absurda que habría podido haber hecho. Él poseía todas esas admirables cualidades y muchas más, pero seguía teniendo un corazón de aventurero: explorar era lo que daba sentido a su vida, y nunca lo había ocultado. Él no quería un hogar estable, ni vínculos emocionales. Había sido escrupulosamente sincero con ella al dejarle claro todo eso desde el principio. Ahora la razón original de su matrimonio, rescatar a Nina y proporcionarle un hogar seguro, había desaparecido, y sin embargo seguían juntos. Y lo que era peor: la única condición y exigencia que él le había planteado, la de darle un hijo, nunca sería satisfecha por su parte.

Lo había engañado. Ésa era la peor traición de todas.

Tenía que decírselo. No podía soportarlo por más tiempo, y ahora que todo lo demás había terminado… sólo quedaba acabar aquello, también.

Un rumor de pasos en la grava la devolvió a la realidad. Alzó la cabeza y vio a Alex de pie a unos pocos metros de ella. Estaba en mangas de camisa, despeinado por el viento. Fue mirarlo y sentir como si cada fibra de su ser despertara a la vida. Alex, que había poseído su cuerpo con arrebatadora pasión y ternura desde el principio. Alex, el marido que se había convertido en su amante en todos los sentidos de la palabra…

Alex, el marido al que había engañado.

Sabía que tenía que poner punto final a aquello. Desvió la mirada, abrumada por la emoción, incapaz de encontrar las palabras.

– Siento no haber vuelto cuando te despertaste -le dijo él-. Fui al pueblo a buscar algo de comida y a dar recado al monasterio de que estábamos bien.

Joanna experimentó una punzada de culpabilidad. No había dedicado un solo pensamiento a sus compañeros, que probablemente habrían estado muy preocupados por ella. Miró la comida de poco apetitoso aspecto que llevaba en las manos.

– Gracias -aspiró profundamente e hizo lo que le pareció un esfuerzo colosal, sobrehumano-: Lo lamento. Lamento muchísimo que todo esto haya sido para nada.

Alex frunció el ceño.

– Joanna, tú tomaste la decisión correcta respecto a Nina -le aseguró con una ternura que le partió el corazón-. Nadie puede reprochártelo: al contrario. Ha sido muy valiente -le tomó una mano-. Me hago cargo de que renunciar a Nina es algo terriblemente difícil para ti. Pero, con el tiempo, tendremos hijos. Sé que tal vez no desees hablar de esto ahora, pero una vez que se haya aplacado tu dolor…

Joanna sintió de pronto que algo se rompía en su interior.

– No -le tembló la voz-. Por favor, no digas nada más. Tú y yo nunca tendremos hijos.

Alex se quedó paralizado. Joanna aprovechó para retirar la mano: le parecía indigno tocarlo. Entrelazó los dedos para evitar que le temblaran.

– Cuando estábamos en Londres, me preguntaste por qué David y yo nos habíamos peleado. La razón fue porque había fracasado en darle un heredero. En cinco años de matrimonio, ni una sola vez me quedé embarazada. David y yo discutimos porque yo era estéril.

La palabra, tan dura y tan fría, pareció quedar suspendida en el aire. Alex la miraba de hito en hito.

– Pero seguro que no sería más que… una casualidad. Tú misma dijiste… -su voz contenía una nota de esperanza- que concebir un hijo estaba en las manos de Dios. A no ser que estés segura de que no puedes concebir, y exista una buena razón para ello, tú…

Se interrumpió. Joanna sabía que debía de haber visto el cambio en su expresión, la culpabilidad que no podía ocultar.

– Hay una buena razón.

Alex sacudió la cabeza, estupefacto.

– Pero cuando yo te dije que deseaba un heredero para Balvenie… ¡tú no me dijiste nada de esto! -se la quedó mirando con incredulidad y creciente desdén. Como no lo contradijo, se levantó para alejarse de ella-. ¿Tengo que entender… -inquirió con un tono de tensión que ella apenas reconoció- que me engañaste conscientemente? ¿Que cuando fuiste a pedirme que me casara contigo e hiciéramos nuestro trato, ya sabías que yo te estaba pidiendo algo que jamás podrías darme?

– Sí. Lo sabía.

Alex se pasó una mano por la nuca.

– Entonces hiciste todo esto por…

– Por Nina -se le quebró la voz-. Y por mí misma, lo admito. Alex… ¡Era mi única oportunidad de tener un hijo! -lo miró suplicante-. Ya sabes lo desesperada que estaba…

– Pero tú sabías que, con nuestro acuerdo, me privabas al mismo tiempo de un hijo de mi propia sangre, de un heredero. Lo único que yo quería -soltó una amarga carcajada-. Oh, no fingiré ahora que sé lo que siente una mujer que se ve privada de la posibilidad de tener un hijo -sacudió la cabeza-. Pero sí sé lo que siente un hombre al verse privado del heredero que desea -la miró-. Compadezco tu situación -pronunció con voz áspera-. Diría que hasta entiendo tus motivos. Pero la deshonestidad de tu comportamiento… -se interrumpió-. Me mentiste -las palabras sonaron como piedras en el silencio reinante-. Ware me advirtió que eras egoísta y manipuladora. Qué irónico resulta que, cuando yo ya había llegado a creer que el manipulador era él… tenga que darle la razón al final.

– Divórciate de mí -dijo Joanna, impotente. Le rompía el corazón tener que pronunciar aquellas palabras, pero era lo único que podía hacer para devolverle su libertad-. Podrías volver a casarte y engendrar un heredero…

– No -la interrumpió-. Tú seguirás siendo mi esposa.

Joanna se lo quedó mirando de hito en hito.

– ¡Pero no puedes desear eso! ¿Por qué habrías de hacerlo?

Contuvo el aliento mientras Alex le daba la espalda y caminaba unos cuantos pasos a lo largo de la playa. Sabía cuáles eran las palabras que deseaba escuchar de sus labios; pero sabía también que, con su engaño, había perdido el derecho a reclamar su amor.

– Seguirás siendo mi esposa porque te tengo lástima, Joanna -le dijo Alex por encima del hombro-. Me doy cuenta de que debiste de estar muy desesperada para hacer lo que hiciste. No empeoraré las cosas organizando un monstruoso escándalo que pudiera arruinarte la vida -se volvió para mirarla con expresión pétrea-. Puedes volver a Londres. Te daré una carta para los abogados. Llevarás mi apellido y tendrás una pensión que te permitirá vivir como hasta ahora lo has hecho. Yo me dedicaré a viajar -se volvió de nuevo para contemplar el horizonte gris de la fría bahía-. Embarcaré aquí. El almirantazgo probablemente me juzgará por desertor, pero la verdad es que en este momento no me importa.

Echó a andar, y Joanna lo observó alejarse. Había creído haberlo perdido todo cuando renunció a Nina, pero se había equivocado. Aquello era todavía más doloroso: saber que amaba a Alex y verlo alejarse de ella. Y peor aún saber que la despreciaba por su engaño y que, muy probablemente, desearía no volver a verla nunca, pese a que seguirían atados para siempre en un matrimonio sin amor.

Permaneció sentada en la fría tierra. Así estuvo hasta que, cuando sintió que no quedaba ya nada por hacer, decidió volver al monasterio para hacer su equipaje.

Dieciséis

No vio señal alguna de Alex cuando regresó al monasterio, y se alegró enormemente de no tener que enfrentarse con él mientras estuviera tan afectada y fuera tan incapaz de disimular sus sentimientos. Tarde o temprano tendrían que reunirse y hablar, pero en aquel momento no estaba segura de que pudiera soportarlo. Habían vuelto a convertirse en dos extraños y además de la manera más dolorosa posible, destrozados por su engaño después de haber pasado juntos la noche más dulce y tierna del mundo. Le parecía demasiado cruel.

Deprimida, se obligó a dirigirse al pabellón de invitados del monasterio, preparándose para soportar la descarada curiosidad de Lottie y sus preguntas carentes de tacto. Cuando entró, sin embargo, no encontró a nadie. A nadie excepto a Frazer y a Devlin, cuya ropa estaba cubierta de polvo y lucía una expresión malhumorada. Caminaba de un lado a otro de la habitación mientras el mayordomo llenaba el baño de asiento con cubos de agua caliente.

– La muy embustera, mentirosa y manipuladora… -estaba diciendo Dev, y por un terrible instante, Joanna temió que Alex se lo hubiera contado todo a su primo, con lo que, en consecuencia, ahora la odiaría.

El corazón se le encogió en el pecho. Pero cuando el joven se volvió y la descubrió en el umbral, se ruborizó con gesto culpable.

– Os suplico me perdonéis, lady Grant -dijo-. Sé que es vuestra amiga.

– Te refieres a Lottie, supongo -adivinó Joanna, haciendo a un lado sus propias preocupaciones-. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?

– Abajo, en el puerto.

– Dios mío… ¿se ha escapado con alguno de los marineros?

– Se ha fugado con John Hagan -explicó Dev, sombrío-. Y con el tesoro de Ware -se pasó una mano por su espeso cabello rubio, dejándoselo en punta-. Que el diablo se la lleve -y añadió con tono triste-: Jamás llegué a creerme que me amaba. ¡Fui yo quien le dijo que todo había terminado! ¡Pero ahora resulta que fue ella quien me engañó!

– No juréis en presencia de una dama, señor Devlin -le reconvino Frazer, desaprobador-. Lo que no quita que la señora Cummings sea la mujer más descarada e inmoral que conozco.

– Necesito entender qué es lo que ha pasado -dijo Joanna, sentándose-. ¿Qué está haciendo aquí John Hagan? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Y cómo… -frunció el ceño, extrañada- cómo sabía lo del tesoro?

Dev se puso aún más colorado.

– Lottie debió de contárselo -musitó antes de secarse la cara con una toalla-. Ella… me persuadió… de que le enseñara el mapa del tesoro cuando estábamos en Londres.

– Sois un estúpido, muchacho -dijo Frazer, severo.

– Lo sé. Maldita sea… Lo he estropeado todo. Ayer por la tarde fui a la bahía de Odden a buscar el tesoro. Lo desenterré y lo traje hasta aquí, yo hice todo el trabajo sucio… ¡para que al final Hagan se presentara tranquilamente aquí esta misma mañana a reclamarlo en tanto que legítimo heredero de Ware!

– Sigo sin comprender cómo ha llegado hasta aquí.

– Compró un pasaje al capitán Hallows en el Razón -le explicó Dev-. Ya sabéis que los perdimos muy pronto con la tormenta, a la altura de las Shetland: llegaron apenas esta misma mañana -señaló el gran ventanal de la sala, que daba al mar-. El hielo desapareció en una noche. Cambió el viento, el hielo se deshizo y quedó abierto el paso para los barcos. El señor Davy nos ha traído a la Bruja del mar desde Isfjorden.

Joanna se acercó al ventanal. Toda la bahía de Bellsund, con las montañas de fondo, brillaba blanca y clara bajo el sol de la tarde. En aquel momento se veían dos barcos anclados en la boca. La diminuta Bruja del mar aparecía empequeñecida por la fragata de la Marina Real Británica.

– Purchase ha salido para encargarse de los aprovisionamientos -le informó Dev-. Estaremos listos para zarpar mañana mismo.

Parecía un tanto turbado, y Joanna adivinó enseguida que ya sabía que Alex no viajaría con ellos. Frazer, por su parte, fingió ocuparse con las toallas y el agua caliente, evitando su mirada.

– Lo siento -le dijo Dev-. Había esperado que Alex… -se interrumpió, y empezó de nuevo-. No entiendo cómo puede abandonar esta misión a estas alturas… y, sobre todo, abandonaros a vos.

Se calló, incómodo. Frazer estaba sacudiendo la cabeza y murmurando entre dientes unas palabras que a Joanna le sonaron a «maldito estúpido», por mucho que el severo mayordomo deplorara maldecir.

– Alex no me está abandonando -replicó Joanna, forzando un tono ligero. Lo menos que podía hacer, reflexionó, era proteger a su marido de la censura de sus amigos, cuando nada de todo aquello había sido culpa suya-. Fue algo que habíamos acordado desde el principio.

Apoyada en el alféizar de piedra de la ventana, se quedó mirando fijamente la vista… y parpadeando para contener las lágrimas. Sabía que su voz sonaba débil y poco convincente. Sabía que ninguno de los dos hombres creía en sus palabras.

Se volvió hacia ellos. Tanto Dev como Frazer la miraban con idéntica expresión de compasión.

– No me has dicho todavía… -se apresuró a dirigirse a Devlin- de qué clase de tesoro se trata.

– Oh… -el rostro de Dev se aclaró un tanto-. No es en absoluto lo que habíamos imaginado.

– ¿Por qué no me sorprende? Supongo que se tratará de otra de las desagradables bromas de David.

– Lo es, en cierta forma -repuso Dev, perplejo-. El tesoro es una pieza de mármol. Sospecho que Ware debió de encontrar una veta en el roquedo de la costa y se le ocurrió explotarla. Hagan parece deleitado ante la perspectiva. Dice que es de una calidad tan alta que sólo puede encontrarse en Italia, y que en Londres hará una fortuna -apretó la mandíbula-. Purchase y yo intentamos convencerlo de lo equivocado de sus planes, pero el abad nos advirtió de que sería inútil.

– El abad es un hombre sensato y de buen criterio -intervino Frazer-. ¿Vais o no a tomar ese baño, señor Devlin?

– Os dejo tranquilo -dijo Joanna con una sonrisa, y miró el baño de asiento-. Al menos el baño que trajo Lottie os proporcionará alguna comodidad, mal que os pese su traición.

– Lo siento. Ella es vuestra amiga.

– Me temo que Lottie siempre ha sido monstruosamente indiscreta.

– Y monstruosamente desleal -añadió el joven con tono amargo.

Joanna se encogió de hombros: nada de todo aquello le importaba demasiado. Encontrar a Nina para luego renunciar a ella, y luego terminar perdiendo a Alex representaba una pérdida tan inmensa que no tenía tiempo para ocuparse de la perfidia de Lottie Cummings.

Sacó a Max de su cesta y lo cargó bajo el brazo.

– Me bajo al puerto -anunció-. Necesito localizar al capitán Purchase y hacer algunos preparativos -salió al gran patio del monasterio. Se sentía enormemente aliviada de que el hielo hubiera despejado la boca de la bahía y pudieran regresar a Inglaterra antes de lo previsto. No se sentía capaz de quedarse allí, en Bellsund, con la hija de David tan cerca y a la vez tan lejos.

En cuanto a Alex, le pondría las cosas fáciles. Ella había contratado el viaje de vuelta en la Bruja del mar, pero no pensaba abordarla. En lugar de ello, le compraría un pasaje al capitán Hallows en el Razón. Sería un viaje ciertamente incómodo con Lottie y John Hagan a bordo, pero no le importaba. En aquel momento no sentía más que una inmensa tristeza por haber perdido a Alex para siempre. Con el poco dinero que le quedaba, pagaría a Owen Purchase para que llevara a Alex a donde se le antojara ir. Pequeña recompensa para una traición tan grande, pero era lo único que podía hacer por él.

Traspasó las enormes puertas del monasterio y se detuvo en lo alto de la ladera. Hacía otro luminoso día de verano, como aquél que había saludado su llegada a Spitsbergen. La brisa del sur jugueteaba con su melena y hacía ondear sus faldas. Podía sentir la caricia caliente del sol en la espalda. El cielo era de un azul vívido, con la silueta de las montañas nítidamente recortadas. La nieve era tan blanca que hería los ojos.

Volvía a casa. Había llegado el momento de las despedidas.

Miró los barcos anclados en el fiordo. Regresaba a Londres, regresaba a la misma vida que había conocido antes. Resultaba extraño que, al final, nada hubiera cambiado realmente. Viviría con su hermana en la capital y diseñaría bellos interiores para sus clientes y asistiría a eventos de moda, y sonreiría y bailaría, y patinaría por la superficie de su vida como había hecho antes. Sería lady Grant en vez de lady Joanna Ware, pero eso apenas tendría importancia porque Alex estaría en la India, o en la cuenca del Amazonas, o en Samarcanda, donde fuera. Ella tendría que pedirle a Merryn un atlas o comprarse un globo terráqueo para saber dónde quedaban todos aquellos lugares.

O quizá no, porque seguir con el dedo los viajes de Alex por el globo solamente serviría para recordarle lo muy lejos que estaba de ella.

Escuchó de repente unos pasos a su espalda y se volvió con rapidez: el corazón le aleteó de esperanza por un instante, hasta que descubrió que no era Alex, sino Owen Purchase quien había ido a buscarla. Permaneció a su lado, mirando el horizonte, y por unos segundos ninguno de los dos dijo nada.

– Pensáis huir, ¿verdad? Pretendéis iros con Hallows en el Razón.

Joanna negó con la cabeza.

– No huyo. Vuelvo a casa.

– Venid conmigo -le pidió de pronto él. Y añadió, para sorpresa de Joanna-: Tomaremos la Bruja del mar. Iremos a donde nos plazca. A cualquier lugar del mundo.

Joanna lo miró a los ojos y el corazón le dio un vuelco de estupor.

– Owen… -empezó, pero él negó con la cabeza.

– No digáis nada. Aún no -volvió de nuevo la mirada al horizonte-. Nunca pensé que haría algo así. Nunca imaginé que terminaría traicionando a un amigo para fugarme con su esposa -aspiró hondo y la miró de nuevo-. Pero la verdad es que vos sois demasiado buena para él, Joanna. No os merece, y eso casi me vuelve loco -soltó una amarga carcajada-. Suena algo tan trillado… pero es verdad.

– No -protestó Joanna-. No es verdad. Owen, si vos supierais…

– Yo lo único que veo -dijo Purchase con un tono casi feroz- es que vos estáis aquí y que os encontráis triste, y que Grant no aparece por ninguna parte y que, además, es el mismo canalla que os ha puesto en este estado de ánimo. Y eso no puedo soportarlo…

Joanna hizo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas.

– Owen… fuisteis vos quien me dijo que Alex era un hombre bueno, un gran tipo, y teníais razón -suspiró-. Yo no soy mejor que Alex. Lo que pasa es que él y yo no estamos hechos el uno para el otro. Algo sucedió entre ambos, algo que no puede arreglarse, y es por eso por lo que me marcho.

Owen le tomó entonces una mano. Sus ojos tenían un impresionante color verdiazul: el color del mar de verano. Era tan sumamente atractivo que Joanna se sonrió, triste, ya que… ¿cuántas mujeres no lo habrían dado todo por estar en aquel momento en su lugar? Y sin embargo ella nunca podría irse con Owen, porque amaba demasiado a Alex. No agravaría su traición con otra.

Liberó suavemente la mano y vio que Purchase sonreía también, como si aceptara resignado su rechazo. No dijo nada. No era necesario.

– Que el diablo me lleve -dijo el capitán al cabo de un momento, con un fondo de amargura en la voz-. La única ocasión en mi vida que una mujer me rechaza… y la única ocasión que realmente me importa.

Alzó una mano a modo de despedida y se alejó, con sus botas resonando en la grava.


Alex había pasado una hora de aquella tarde con el capitán Hallows, de la fragata Razón, un hombre al que siempre había considerado un insoportable estirado y que, en las presentes circunstancias, le había desagradado todavía más.

– Estoy deseoso por abandonar este lugar dejado de la mano de Dios, Grant -le había espetado cuando se encontraron en la biblioteca del monasterio-. El tiempo es malo y el hielo podría volver a cerrarse en cualquier momento. Nos estamos reaprovisionando a marchas forzadas. Pretendo zarpar mañana mismo, con la marea de la mañana.

– Por supuesto -había dicho Alex-. Spitsbergen no es lugar para marineros temerosos -observó como el indignado rostro de Hallows enrojecía por momentos. Y volvió a enrojecer con la misma o peor indignación, antes de que se retirara para volver a su barco.

Alex pidió luego recado de escribir y dedicó la siguiente hora a redactar una carta para sus abogados de Londres, con todas las disposiciones relativas a la pensión que recibiría su esposa. Joanna, pensaba, portaría aquella carta consigo cuando se marchara a bordo de la Bruja del mar. Por un instante sus pensamientos variaron de dirección, sombríos y furiosos, para concentrarse en la traición de su esposa, pero luego los hizo a un lado, ya que… ¿qué sentido tenía insistir en ello? Joanna lo había traicionado de la peor manera posible, deliberadamente, desde el principio. Le costaba sobremanera reconocer que si le dolía tanto su perfidia era precisamente porque se había enamorado de ella. Ésa era una debilidad que estaba perfectamente decidido a exorcizar. Los trazos furiosos de su escritura le ayudaron a expresar sus sentimientos: desgraciadamente estropearon también tres buenas plumas y varias hojas de papel en el proceso.

Pasó el resto de la tarde ocupado en conversaciones con el abad Starostin sobre los asuntos prácticos, económicos, sobre el futuro de Nina. Y eso porque aunque el abad le había asegurado que no tenía ninguna obligación que cumplir, Alex había insistido en lo contrario. Seguía siendo uno de los tutores legales de la niña, junto a su esposa, y estaba determinado a asumir sus responsabilidades. En cuanto al presunto tesoro de Ware, él también había visto el mármol que Dev había llevado de la bahía de Odden y sabía que John Hagan lo había reclamado como suyo en tanto era heredero de David. Poco después, tras volver a hablar con el abad, ambos habían convenido en que aquello no tendría ningún uso práctico para Nina y, en consecuencia, Alex no se opondría a la insistencia de Hagan de llevárselo a Inglaterra.

Alex pensaba para sus adentros que Hagan estaba loco al imaginar que podría explotar aquel mármol en cantidades suficientes para hacerse con una fortuna, porque el duro clima de Spitsbergen daría al traste con el plan. Por su parte, pensaba dejar que aquel canalla avaro y sin escrúpulos lo descubriera por sí mismo.

Todas aquellas conversaciones sobre asuntos prácticos lograron tranquilizar un tanto a Alex, frío y poco emocional como era, pero en el fondo de su alma seguía ardiendo algo terriblemente peligroso: odio contra Joanna por lo que le había hecho y estupor y consternación por la traición que había sufrido. Y, sin embargo, lo que seguía sintiendo por ella no era en absoluto tan simple.

Tenía que reconocer que Joanna había desplegado un enorme coraje y resistencia en aquel viaje, frente a lo que había esperado de ella. Había demostrado también una admirable generosidad al dejar a Nina con su familia. Era buena y cariñosa, y Alex sufría por la Joanna que había creído haber empezado a conocer y a amar. Deseaba volver a verla. Lo deseaba violentamente, más de lo que había creído posible.

Finalizadas las conversaciones formales, Starostin ordenó les sirvieran comida y un vino con especias, y pasaron a hablar de los viajes de Alex, de Spitsbergen y del futuro de Rusia, mientras la luz cambiaba de un blanco luminoso al azul claro que anunciaba la inminencia de la noche. Finalmente, Starostin se acercó a un pequeño armario de madera situado en una esquina del despacho y sacó dos vasos y una botella verde.

– ¿Me acompañaréis con una copa de vodka, lord Grant? Debo advertiros que es una bebida fuerte.

Alex se echó a reír.

– He bebido licores más fuertes en mis viajes.

– Por supuesto -el abad sirvió dos copas. Se acercó luego a los altos ventanales, donde se hallaba Alex, y le tendió una-. ¿Sabéis que da mala suerte no bebérsela de un solo trago?

Brindaron y Alex apuró el licor de golpe, a la manera tradicional… y casi se atragantó. Beber con aquel abad, reflexionó, bien podría convertirse en la prueba más dura y exigente de aquel viaje.

Varias horas y ocho copas de vodka después, Alex se sentía bastante más sosegado de lo que se había sentido en todo el día mientras volvía tambaleándose al pabellón de invitados del monasterio. Una vez allí, se derrumbó sobre las mantas de piel de foca de su camastro y al instante se quedó dormido. Se despertó para descubrirse en esa misma posición: ni siquiera se había quitado las botas.

Evidentemente, Frazer le había dejado por imposible: no podía culparlo por ello. Sabía que olía fuertemente a licor. Se sentía como si tuviera una caldera funcionando a tope en el cerebro. El edificio estaba silencioso. Acostumbrado al ruido de los viajeros, en particular a las quejas de Lottie Cummings, se quedó tumbado, disfrutando de aquellos momentos de tranquilidad. Hasta que se dio cuenta de que tanto silencio resultaba sospechoso. Se incorporó, miró el reloj de pared… y volvió a mirarlo horrorizado antes de levantarse de la cama, llamando a Frazer a gritos.

El mayordomo apareció inmediatamente en el umbral. Llevaba una navaja barbera en una mano, con una toalla al brazo, y una palangana de agua caliente en la otra, que dejó sobre la cómoda.

– Ya era hora, milord -comentó, frunciendo los labios.

Alex se pasó una mano por la nuca.

– ¿Dónde está todo el mundo?

Pasó de largo por delante de Frazer, hacia la otra habitación. Cada dormitorio se abría a una redonda sala central: las otras puertas estaban entornadas. Podía ver la espartana cámara que compartían Dev y Owen, con dos pequeños maletines en el centro. La habitación contigua, donde debería haber estado el equipaje de Joanna, se hallaba vacía. Una repentina y violenta punzada de terror atravesó su cerebro dolorido.

Lanzó una mirada a Frazer, que a su vez se la devolvió con lo que Alex no tuvo dificultad en interpretar como una expresión de enorme desaprobación.

– Frazer, ¿dónde está lady Grant?

– Se ha marchado, señor -respondió, y cerró la boca como un cepo que acabara de saltar.

Alex esperó. Como no parecía que Frazer fuera a decir nada más, inquirió:

– ¿No tienes ninguna otra información que darme, Frazer?

– El capitán Hallows terminó de aprovisionarse ayer, milord. Mientras vos estabais dormido, zarpó rumbo a Inglaterra -volvió a cerrar la boca con un audible chasquido que indicaba su poca disposición a seguir hablando.

– ¿Lady Grant se ha marchado con Hallows en el Razón? ¿Cuánto hace?

Hubo un silencio.

– ¿Cuánto? -bramó Alex.

– Cuatro horas, milord -respondió el mayordomo, reacio-. Quizá cinco.

– ¿Por qué diablos no me despertaste?

Frazer lo fulminó con la mirada.

– Lady Grant me pidió que no lo hiciera.

Alex se frotó las sienes. La ausencia de Joanna, las habitaciones, el silencio… todo aquello parecía una burla. Había sido él quien le había dicho a Joanna que volviera a Londres, se recordó. Él le había dicho que se embarcara en Spitsbergen. Y le había dicho también que no deseaba volver a verla. Enfermo de amargura por su traición, se había creído él mismo aquellas palabras. Y sólo ahora, cuando ya se había marchado, se daba cuenta de lo mucho que le habían cegado la decepción y la furia… para no ver lo que realmente deseaba.

Recogió su abrigo.

– Prepara mi equipaje, por favor, Frazer. Y haz que lo bajen al puerto junto con los demás. ¿Dónde está el capitán Purchase?

– El capitán Purchase está terminando de aprovisionar la Bruja del mar, milord.

Alex se apresuró a abandonar el edificio. Podía ver la Bruja del mar sola en la bahía una vez más, un diminuto barco en el mar azul, empequeñecido por los negros picos de las montañas. El mar estaba perfectamente tranquilo, con el sol arrancando cegadores reflejos a su superficie.

Encontró a Purchase en medio de sus hombres, ayudándolos a rodar los barriles de provisiones por la pasarela del barco.

– ¿Es cierto? -le preguntó con tono urgente-. ¿Se ha ido?

– Entiendo que te refieres a lady Grant -dijo Purchase, mirándolo con endurecida expresión-. Efectivamente. Zarparon esta mañana con la marea -una leve y fría sonrisa asomó a sus labios-. Me dejó pagados en tu nombre los servicios de otros seis meses: para ti, para que te lleve a donde se te antoje -le lanzó una mirada cargada de disgusto-. Te lo puso muy fácil, Grant. Te entregó la Bruja del mar. Así que dime, ¿adónde deseas ir?

Alex se volvió para mirar el pequeño y estilizado bajel. Joanna y él lo habían contratado juntos, como símbolo del acuerdo al que habían llegado en un principio. Un acuerdo por el cual él le había ofrecido su apellido y protección, mientras que ella le había prometido la libertad de perseguir sus sueños.

Pero ahora sus sueños habían cambiado.

Pensó en aquel acuerdo. Le había pedido y exigido a Joanna libertad para continuar con su vida de explorador, sin compromisos ni concesiones. Libertad para viajar a donde se le antojara, sin responsabilidades que lo constriñeran.

Había sido imperdonablemente egoísta.

¿Qué podía ofrecer un aventurero como él a la mujer que lo amaba tanto?, se preguntó. Podría ofrecerle su corazón, quizá. Podría entregarle su amor, a cambio del suyo.

Pensó en Dev, diciéndole en Londres que no era dinero lo que Chessie necesitaba, sino cariño y amor. Pensó en Joanna echándole en cara que hubiera atendido a su familia en un sentido material, descuidándola al mismo tiempo en el emocional. Pensó en el acuerdo que le había propuesto y en el engaño del cual le había hecho víctima, empujada por su desesperado deseo de tener un hijo al que amar, hasta el punto de que se había mostrado dispuesta a todo para conseguirlo. Pensó en los peligros que había arrostrado para acudir a buscarlo a Villa Raven, y en la manera en que había derribado las defensas que había erigido en torno a su corazón, después de la muerte de Amelia. Y, por encima de todo, pensó en el sacrificio que había hecho al renunciar a Nina Ware por el bien de la niña y de aquéllos que la querían. ¿Y qué le había ofrecido él a cambio? Le había proporcionado protección material, quizá. Y nada más.

Pero eso todavía podía cambiar. El corazón empezó a latirle acelerado.

– ¿Podrías alcanzar al Razón? -preguntó bruscamente a Purchase.

Una luz radiante asomó a los ojos del capitán.

– ¿Vas a salir tras ella?

– Sería un imbécil si no lo hiciera -repuso Alex.

– Llevas mucho tiempo comportándote como tal. ¿Por qué romper ahora esa costumbre?

– Porque la amo -miró a su amigo fijamente a los ojos-. Lo sabes perfectamente. Porque tú también la amas.

Purchase no se molestó en negarlo.

– Sé que ella es demasiado buena para ti… -replicó con amargura-, pero es a ti a quien ama -meneó la cabeza-. Ella te quiere y a cambio tú la has tratado tan mal como Ware. Le has hecho daño -apartándose, le dio la espalda. Tenía la espalda rígida, con todos sus músculos en tensión-. Me dan ganas de matarte, Grant. Puede que no la maltrataras físicamente, tal como hizo Ware, pero a tu manera has sido tan cruel como él…

– ¿Qué?

Purchase se volvió rápidamente. Su expresión no podía ser más dura.

– He dicho que has sido tan cruel como Ware…

– No me refería a eso, sino a lo de que Ware la maltrató físicamente.

Esperó. Purchase se quedó callado y Alex pudo sentir como el terror le corría por la espalda, hasta que ya no pudo soportarlo más.

– Por el amor de Dios, Purchase -estalló-. Dímelo.

– Intenté decírtelo antes -el capitán se pasó una mano por su pelo rubio-, pero tú no estabas dispuesto a escuchar una sola crítica contra él, ¿recuerdas, Grant? -le lanzó una mirada asesina-. Ware me lo contó él mismo, una noche que estaba bebido. Alardeaba de ello, el muy canalla: de la discusión que habían tenido porque ella no había sido capaz de darle un heredero, y de la manera en que le había pegado. Dijo que aquella noche la había dejado tumbada inconsciente en el suelo… -cerró los puños-. Estuve a punto de matarlo con mis propias manos.

– Debió habérmelo dicho -de repente, Alex se sintió enfermo, consternado… y absolutamente encolerizado. Pensó en Churchward y en la devoción que profesaba a Joanna, en Daniel Brooke y en los socios del club de boxeo que habían jurado protegerla, en Purchase y en su secreto. Y pensó también en David Ware, el héroe… Se había quedado estupefacto, desgarrado por la incredulidad y el desengaño.

– Ah, Grant… -dijo Purchase-. Debería habértelo contado ella, no yo. Si lo he hecho es porque estaba demasiado indignado para guardar silencio -suspiró-. En interés de nuestra amistad, debería confesarte también que le propuse a Joanna que se fugara conmigo.

– ¿Qué? ¿Cuándo?

– Anoche. Puedes decirme todo lo que quieras -esbozó un desdeñoso gesto-. Ahora mismo no puede importarme menos.

– De modo que ella te rechazó -murmuró Alex. La esperanza había empezado a arder en su pecho-. No se fue contigo.

– No hay necesidad de que me lo restriegues por la cara -su sonrisa sardónica se profundizó-. Es una gran mujer -le lanzó una mirada feroz-. Será mejor que no vuelvas a estropearlo todo.

– No lo haré. Te lo juro.

– Entonces, ¿a qué estás esperando? -Purchase señaló el barco-. ¡Vamos!

– No yo: tú. Por mucho que me duela admitirlo, tú eres mejor marinero que yo. Yo no podría dar caza al Razón. Tú sí -vaciló-. ¿O acaso estoy exigiendo demasiado de nuestra amistad?

Purchase se sonrió.

– Estás exigiendo demasiado, cierto. Pero… -de repente se echó a reír-. No andas equivocado: yo soy mejor marinero -le dio una palmadita en el hombro-. Venga. Por esta vez formarás parte de mi tripulación.

– Manda a un hombre a decirle a Frazer que traiga los equipajes -dijo Alex-. Y… ¿dónde está Devlin?

Dev llegó justo en aquel momento, a la carrera.

– ¡Lady Grant se ha ido!

– Lo sé -dijo Alex, sin aminorar el paso mientras se dirigía hacia el barco.

– Maldito imbécil… -masculló su primo, indignado.

– Todo lo que me digas es cierto. Pero no tenemos tiempo para eso ahora. Tenemos que aprovechar la marea.

Dev lo agarró entonces de un brazo.

– ¿Piensas salir tras el Razón?

– Yo no. Nosotros.

Dev pareció vacilar por un instante.

– ¿Quién capitaneará la Bruja del mar?

– Purchase.

– Ah, menos mal. Esto… quería decir…

– Querías decir que sólo así tendremos posibilidades de conseguirlo. ¿Es que nadie aquí aprecia mis cualidades como marinero?

– No es eso -dijo Dev, ruborizándose-. Tú eres el mejor. Pero es que Purchase es atrevido hasta la temeridad. Y eso es lo que necesitas ahora.

– Gracias -pronunció Purchase, apareciendo de pronto a su lado y haciéndole una irónica reverencia-. Lo preguntaré de nuevo: ¿se puede saber a qué estamos esperando?

Diecisiete

– ¡Jo querida! -exclamó Lottie mientras se deslizaba en el camarote de Joanna, a bordo del Razón, y cerraba sigilosamente la puerta a su espalda-. ¡Lo siento tantísimo! ¡Por favor, dime que me perdonas!

– ¿Por qué, Lottie? -Joanna no estaba de humor para perdonar nada-. ¿Te estás disculpando por haber conspirado con John Hagan para robar el presunto tesoro de David… o por alguna otra cosa que no sé? -enarcó una ceja-. ¿Intentaste acaso seducir a Alex durante el viaje, mientras estuve mareada y enferma? Todo Londres sabía que te acostaste con David la última vez que estuvo en la capital, así que supongo que desearías mejorar tu marca acostándote con mi segundo marido -suspiró-. Eres muy rara, Lottie. Tienes ya muchas cosas, y sin embargo siempre estás deseando apoderarte de lo de los demás.

– No es eso -Lottie ensayó su mejor expresión compungida-. Con David me mostré increíblemente discreta -soportó la mirada de desprecio que le lanzó Joanna y abrió los brazos en un gesto de impotencia-. Lo siento. Pero ya sabes que David era un rijoso inveterado, querida… ¡Yo sólo fui una de tantas, así que en justicia no puedes culparme por ello! Y en cuanto a John Hagan, si hubiera sabido lo horriblemente ordinario que era, te juro que nunca habría consentido en ayudarlo, pero sentía curiosidad por aquel tesoro, querida… Me parecía algo tan romántico, si sabes lo que quiero decir… -se interrumpió, descorazonada, viendo que Joanna arqueaba las cejas con escepticismo-. Me sentía desgraciada -murmuró-. Sabía que Devlin sólo estaba jugando conmigo y que pretendía poner fin a nuestro affaire ayer mismo. Me dijo que se aburría conmigo -de repente se mostró ofendidísima-. ¿Te imaginas? Y el encantador Owen Purchase estaba enamorado de ti, Jo querida, así que no me quedaba nadie con quien jugar…

Joanna volvió a suspirar.

– Esto parece una comedia de Shakespeare, donde todo el mundo está enamorado de la persona equivocada. Sólo que de graciosa no tiene nada.

– ¡Absurdo, querida! Tú estás enamorada de Alex y él ciertamente está enamorado de ti, lleva mucho tiempo estándolo… porque de lo contrario nunca me habría rechazado. Me insinué a él ya en Londres… -añadió, animada-, pero me temo que no estaba interesado en mí.

Joanna se quedó mirando fijamente a su amiga: ataviada con un riquísimo vestido de rayas color crema y rosa, las arrugas empezaban a dibujarse alrededor de sus ojos y en sus mofletudas mejillas. Ese día se había maquillado más de lo habitual: sólo la mirada apagada de sus ojos castaños traicionaba su infelicidad. Una infelicidad genuina: sólo en ese momento se daba cuenta Joanna de ello. Quizá había amado realmente a James Devlin, y cuando él dio por terminado su affaire, le había dolido algo más que el orgullo. O tal vez fuera cada vez más consciente de que el tiempo no perdonaba, y de que no siempre tendría a decenas de jóvenes suspirando por sus atenciones.

Quizá simplemente no fuera feliz con la vida de lujos que llevaba al lado del señor Cummings y estuviera buscando otra cosa: Joanna no estaba segura. «Un día», pensó, «arreglaremos nuestra amistad y le haré todas estas preguntas en persona: tal vez entonces pueda ayudarla…». Pero ese día, no. Ese día sus sentimientos estaban en carne viva. La traición de Lottie no era nada, un simple arañazo, al lado del dolor provocado por la pérdida de Alex, y se sentía tan vacía y tan cansada que no le quedaban fuerzas para nada.

Lottie, con aquella percepción suya que tan bien le había servido en el pasado, se dio cuenta de que era la ocasión de dejar las cosas tal como estaban… por el momento. Se levantó con un rumor de sedas.

– Bueno, no quiero atosigarte más. Pero me alegro de que volvamos a ser amigas, Jo querida… y te juro que a partir de ahora no tendré secretos para ti, y que nunca más intentaré seducir a ningún marido tuyo.

– Te lo agradezco, Lottie -repuso Joanna, cansada, mientras la veía abandonar su camarote-. Te veré en la cena.

Dado que estaban atrapados en el mismo barco y que lo seguirían estando durante semanas, reflexionó, lo más razonable era volver a tender puentes. No estaba, sin embargo, dispuesta a mostrarse igual de generosa con John Hagan. Eso sí que era pedir demasiado. Había ordenado a sus criados que cargaran a bordo las lajas de mármol, cuidadosamente envueltas en mantas, y las almacenaran en la sentina. No cesaba de hacer planes para explotar a fondo aquella veta, planes de los que Joanna no quería saber nada.

El mar estaba en calma. Con Max a su lado, Joanna continuó sentada en su camarote, mucho más lujoso que el de la Bruja del mar, mientras se preguntaba cómo se las arreglaría para soportar el viaje. Se sentía sola y vacía. Sin recursos para disfrutar siquiera de su propia soledad. «Me quedaré aquí encerrada, compadeciéndome a mí misma», pensó. «Y será sencillamente horrible».

Faltaba muy poco para la hora de la cena cuando escuchó unos pasos en la escalera, acompañados de la excitada voz de Lottie:

– ¡Jo, querida, sal rápido! ¡Tienes que venir a ver esto!

La puerta del camarote se abrió de golpe y apareció su amiga, toda entusiasmada. Entró y le tomó las manos entre las suyas.

– ¡Es la Bruja del mar! ¡Ha venido a buscarte, Jo querida! ¡Sabía que lo haría!

Joanna se sintió como si hubiera recibido un golpe en el plexo solar. No quería concebir esperanzas, no se atrevía.

– ¿Quién?

– ¡Alex, por supuesto! -Lottie le apretaba las manos, excitada-. ¡Nos han alcanzado a toda velocidad y creo que quieren abordarnos! Ni siquiera han lanzado la chalupa… Se han colocado a nuestro lado para saltar con sogas, ¡como los piratas! El capitán Hallows está furioso. ¡Ven a verlo!

En cubierta reinaba la misma agitación que Joanna habría imaginado en una batalla naval. La Bruja del mar se había acercado tanto al Razón que las bordas casi se rozaban. Desde el pequeño bajel habían lanzado sogas a la fragata. Alex había saltado ya a bordo y tiraba de ellas para acercar las dos embarcaciones. Dev lo ayudaba en la tarea.

El capitán Hallows gritaba colérico, todo colorado:

– ¡Eres un maldito pirata, Purchase! ¡Eres condenadamente peligroso! ¡Te colgarán por esto! -sentenció, y se volvió hacia Alex-. En cuanto a ti, Grant… ¡no puedes abordar mi barco! Esto llegará a oídos del almirantazgo… ¡no volverán a darte otro destino! ¡Te harán un consejo de guerra! -fulminó con la mirada a Dev, que se reía tanto que a punto estaba de caerse de la soga-. Y tú, Devlin… ¡Falta de disciplina, ése es tu problema! ¡No sois más que un puñado de piratas y os colgarán a todos!

– Entonces será mejor que me lleve lo que he venido a buscar y no te cause mayores problemas, Hallows -dijo Alex. Al volverse, su mirada se encontró con la de Joanna, cuyo corazón latía a toda velocidad. Decidido, dio un paso hacia ella.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le temblaba la voz-. Se suponía que estaba huyendo de ti. ¡No puedes haber venido a buscarme!

– Puedo y lo he hecho -le aseguró Alex. Sonrió de pronto, y Joanna sintió encenderse una leve llama de esperanza en su corazón-. He venido a preguntarte si todavía me amas.

Todo el mundo a su alrededor contuvo la respiración, ella incluida.

– No esperarás que te declare mi amor delante de toda esta gente -objetó con voz débil-. Eso sería de muy mal gusto.

– Pues es lo que espero de ti.

Todo el mundo la estaba mirando. Por un momento temió que fuera a desmayarse.

– Joanna… te amo. Siempre te he amado. Por ti iría hasta el último confín del mundo -sonrió-. Que quede eso claro entre nosotros.

Se alzó un pequeño aplauso.

– Bien hecho, Alex -aprobó Dev.

– Gracias.

Y volvió a sonreír, con aquella sonrisa de pirata que ella recordaba tan bien. El corazón de Joanna dio otro vuelco.

– Y ahora, vendrás conmigo -añadió él-. Antes de que Hallows nos fusile a todos.

La alzó en brazos. Joanna sintió el calor de su cuerpo, oyó el latido de su corazón. Se aferró a él, sin atreverse a creer todavía que era real, que estaba allí, que había ido a buscarla.

– ¡Espera! -le dijo, poniéndole una mano en el pecho-. ¡Mi equipaje! ¡Mi ropa! Alex…

– No los necesitamos.

– ¡No puedo marcharme sin mi equipaje!

– Joanna -pronunció con un tono tan firme que acalló toda protesta-. No voy a esperar dos horas a que termines de empaquetar tus cosas. Hallows me habrá cargado de grilletes para entonces.

– Oh, muy bien -repuso, resignándose a lo inevitable-. ¡Max! -gritó de pronto cuando Alex estaba a punto de entregarla a Purchase, que esperaba en su barco-. ¡Oh, Alex, no puedo abandonar a Max!

Alex juró entre dientes.

– Agarra el maldito perro, Devlin -gritó, pero Max ya había subido a cubierta y, de un salto, se plantó en la Bruja del mar.

– Ya lo ves -dijo Joanna, riendo-. Te dije que tenía mucha energía. Lo que pasa es que prefiere no cansarse demasiado.

De repente, a su espalda, se oyó un extraño y fantasmal gemido, que hizo detenerse a Alex por segunda vez. Una figura apareció en cubierta, aparentemente ajena a la conmoción reinante, toda ella cubierta de polvo y sosteniendo un pequeño pedazo de piedra en las manos.

– ¡Primo John! -exclamó Joanna-. ¿Qué…?

Ante sus ojos, la piedra se resquebrajó hasta convertirse en arena que se escurrió entre sus dedos. Alex bajó la mirada al montón de polvo blanco y meneó la cabeza.

– Creo que el señor Hagan acaba de descubrir que su presunto tesoro no vale nada.

– ¡Tú sabías que esto sucedería! -lo acusó Joanna, mirándolo a los ojos-. ¿Sabías que el tesoro de David no tenía ningún valor…?

– Lo supe tan pronto como me enteré de que era mármol. Se congela en el suelo, pero cuando se calienta, se parte y resquebraja hasta convertirse en polvo.

Una ráfaga de viento barrió la cubierta, dispersando el polvo blanco.

– Típico de David -comentó Joanna, suspirando-: dejarle a su hija una herencia falsa y vacía.

– Una herencia de la que se apropió su primo -añadió Alex-, y todo para nada -le sonrió-. Mientras tanto, tú y yo, amor mío, tenemos mucho que hablar.

Se acercó a la borda y la entregó por fin a Owen Purchase. El capitán la bajó delicadamente al suelo.

– Mucho lamento tener que soltaros, lady Grant. Pero me temo que he renunciado a mis pretensiones sobre vos.

– Antes de que me abandonéis del todo -repuso Joanna-, debo expresaros mi más sincero agradecimiento -estirándose, lo besó en una mejilla-. Fuisteis vos quien envió a Jem Brooke para protegerme contra la violencia de David, ¿verdad? -susurró-. No lo entendí hasta que recordé que habíais estado en la misma expedición que David aquel invierno y regresado a Londres con él. Debisteis de enteraros entonces de lo sucedido, pese a que él intentó mantenerlo en secreto.

Owen se la quedó mirando fijamente a los ojos durante un largo instante, hasta que al fin sonrió.

– No sé de qué estáis hablando -dijo, y se marchó para ponerse nuevamente al timón de su barco.

Alex saltó en ese momento a cubierta, a su lado. Devlin acababa de soltar las sogas y la Bruja del mar se impulsó de pronto hacia delante, dejando atrás al navío en cuestión de segundos.

– Si yo fuera Hallows… -dijo Alex mientras se volvía para mirar al Razón, cada vez más pequeño-, odiaría también a Purchase.

Se miraron en silencio. Fue como si el mundo se detuviera de golpe; hasta las montañas parecían contener el aliento.

– Tú me regalaste la Bruja del mar y la libertad para ir a donde se me antojara -sonrió Alex-. Fuiste muy generosa, Joanna, pero no quiero tu regalo. Te quiero a ti.

Joanna tragó saliva, emocionada.

– Te amo -susurró-. Pero no podía imaginar que fueras a perdonarme…

– Joanna, yo también te amo -tomó sus manos entre las suyas-. Entiendo lo que hiciste y por qué lo hiciste. Sí, claro que te he perdonado. Te juro que todo lo que te dije hace un momento no eran meras palabras y falsas promesas.

– Pero yo te mentí, Alex -estaba temblando-. Te engañé, te tendí una trampa.

– Y luego me confesaste la verdad -le sostuvo la mirada-. Hay muchas cosas que deseo decirte, Joanna -añadió con la voz ronca de emoción-, pero primero quiero que sepas que sé lo de Ware. Sé lo que te hizo.

El corazón de Joanna dio un vuelco de terror. Había un brillo feroz en los ojos de Alex, que la asustaba aun sabiendo que aquella furia no iba dirigida contra ella. Si David no hubiera estado muerto, sabía que Alex se habría encargado de que se reuniera prontamente con su Hacedor.

– ¿Quién te lo dijo? -inquirió antes de exhalar un leve suspiro-. Owen, supongo. Era un secreto. No eran muchos los que lo sabían.

– ¿Por qué? -le apretó las manos. Su contacto era cálido, fuerte-. ¿Por qué nunca me dijiste nada, Joanna? ¿Acaso no confiabas lo suficiente en mí?

– No -respondió, sincera-. Al principio no -alzó la mirada hacia él, como suplicándole que la comprendiese-. Sabía que no me creerías. ¿Por qué habrías de haberlo hecho, cuando David te había envenenado en mi contra? -suspiró-. Más tarde quise decírtelo, pero yo sabía que lo considerabas un héroe -bajó la vista a sus manos entrelazadas-. Y creer eso de él habría supuesto una horrible traición por tu parte.

– Maldito canalla… -masculló Alex. Joanna alzó una mano y le puso los dedos sobre los labios.

– No, Alex. Sólo era un hombre. Podía llegar a ser muy duro… tenía fallos y defectos, pero también virtudes -se interrumpió cuando Alex soltó una carcajada de incredulidad, y sonrió débilmente-. Y una de esas virtudes fue el coraje que demostró al salvarte la vida.

– Me asombra que seas tan generosa como para decir eso -gruñó él mientras la abrazaba.

Joanna ansiaba sumergirse en el calor y la intimidad de aquel abrazo, pero no se atrevió. Alex conocía ahora toda la verdad, pero eso no cambiaba nada. Aunque la había perdonado por su engaño, aquello no cambiaba la necesidad que tenía de un heredero.

– Fue por eso por lo que creíste que no podías tener hijos -pronunció de pronto Alex. Su tono seguía siendo áspero: la furia resultaba palpable en sus palabras-. Discutiste con Ware porque él te acusó de ser estéril, y luego el muy miserable te pegó y acabó por convertir tus temores en realidad -sus caricias no podían ser más tiernas, pese a la violencia de su voz-. Sólo por eso habría podido matarlo…

Joanna se puso a temblar.

– Conforme se fueron sucediendo los meses de matrimonio y yo seguía sin concebir, se puso más y más furioso -susurró-. No había razón ni explicación alguna, pero yo empecé a creer que la culpa era mía. Luego, cuando discutimos y me pegó, yo… -se interrumpió. Gruesas lágrimas rodaron silenciosamente por sus mejillas.

– Joanna, necesito preguntarte algo… -vaciló-. Después de que él te pegara… cuando te atendieron los médicos, ¿te dijeron ellos que nunca más podrías tener hijos?

Joanna apoyó la mejilla en su pecho. Sentía verdadero pavor a volver a abrir su mente a aquellos recuerdos, pero sabía que tenía que hacerlo. Tenía que dejar entrar la luz en su alma y confiar en que, esa vez, Alex estaría allí para ayudarla.

– No-no… Ya sabes cómo son los médicos. No podían estar seguros. Es sólo lo que sentía yo -se apartó de él-. Me sentía diferente. Vacía. Es difícil de explicar. Perdí toda esperanza, supongo.

– Pero ahora… -murmuró Alex con una ternura que la dejó maravillada-, ¿podrías permitirte a ti misma concebir alguna esperanza y esperar a ver lo que sucede?

Joanna desvió la mirada hacia el mar azul.

– No lo sé -contestó, honesta-. Alex, tengo miedo de tener esperanza, de recuperar aquellos sueños y anhelos que tenía. No quiero concederles el poder de herirme de nuevo…

– Sí, lo entiendo -la besó en el pelo-. Pero si tú me amas, Joanna, como yo te amo a ti, entonces no importa que no podamos tener un hijo: lo importante es que nos tengamos el uno al otro. Con eso me basta. ¿Será suficiente también para ti?

Joanna se sonrió.

– Hace apenas un rato yo estaba convencida de que te había perdido. Había abandonado toda esperanza. Pero sigo teniendo miedo, Alex. Tú eres un aventurero, un explorador. Tu primer amor será siempre viajar.

– Eso te lo dije yo mismo, ¿verdad? Fui terriblemente egoísta al no entregarme a ti, al no ofrecerte nada de mí mismo. Ni a ti, ni a Devlin, ni a Chessie, ni a nadie que me quisiera o se preocupara por mí -suspiró-. Es cierto que siempre desearé viajar. Es una pasión, pero no creo que vuelva a ser nunca mi primer amor. Tú misma cambiaste eso el día que fuiste a buscarme a Villa Raven. Yo ya estaba medio enamorado de ti en aquel entonces -le confesó-. Ya lo había estado en Londres, creo, aunque fingía que era sólo deseo, y no amor -le acarició la mejilla-. Sería deshonesto por mi parte prometerte que me quedaré en un mismo lugar durante el resto de mi vida. Pero he pensado que podríamos empezar poco a poco: volver a Londres, donde necesitaría hacer las paces con el almirantazgo, y luego ir a Balvenie y a Edimburgo. Podría enseñarte mi casa…

La soltó, sin hacer intento alguno por volver a tocarla. Joanna sabía que estaba esperando a que tomara una decisión. Miró su rostro de rasgos duros, el del mismo hombre al que antaño había tenido por un enemigo… y se sintió abrumada por la fuerza del amor que sentía por él.

– Tengo entendido que Edimburgo es una ciudad muy bella -dijo al fin-. Creo que sus tiendas son casi tan buenas como las de Londres -pero el miedo volvió a asaltarla; no podía evitarlo-. Oh, Alex… mucho me temo que no estamos hechos el uno para el otro…

– No. Somos diferentes, eso es todo. Que eso no te dé miedo -añadió-. Merece la pena que luchemos por este matrimonio, ¿no te parece?

Joanna se apoyó en la barandilla, sintiendo la caricia de la brisa y su sabor salado en los labios. Tal vez no funcionara, por supuesto. Ella era todo un personaje de la alta sociedad londinense y necesitaría del bullicio y la diversión de la capital. Alex amaba viajar por el mundo. Y, sin embargo, las cosas no eran blancas o negras: había matices. Alex había ensanchado sus horizontes y le había enseñado a sentirse verdaderamente viva. Le había enseñado también que había muchas más cosas que ver, mucho más que experimentar, de lo que había imaginado. Y, por ella, Alex estaba dispuesto a volver a Inglaterra y fundar un hogar. Eso le daba una buena medida del alcance de su amor.

– Bueno, no sé si estoy preparada para seguirte hasta los confines de la Tierra, pero sí que iré contigo a Escocia -le acarició tiernamente una mejilla, sintiendo el áspero y sensual tacto de su barba bajo sus dedos-. Gracias a ti, me he aficionado a viajar. Quizá me atreva a conocer otras tierras, si tú me acompañas. O podríamos volver al Ártico en invierno, para admirar la aurora boreal, Alex querido -sonrió, enfatizando la palabra-. Y esta vez te aseguro que lo de «querido» va en serio.

La estrechó de nuevo en sus brazos. Y con tanta fuerza que Joanna pudo escuchar el fuerte latido de su corazón en su pecho.

– La camisa que te regalaron en nuestro desayuno nupcial… la destinada a nuestro primer hijo para que le traiga buena suerte… ¿la conservas todavía?

Joanna se arrebujó contra él.

– Sí -respondió-. No pude romperla, ni dejarla allí. Porque representaba… -vaciló-. Representaba un pequeño rayo de esperanza para el futuro.

Alex la obligó delicadamente a alzar la mirada.

– Pues entonces vayamos al encuentro de ese futuro.

Le dio un beso cargado de dulzura y promesas. Un beso que hizo que Joanna sintiera la llama de la esperanza renacer en su corazón, para no volver a extinguirse nunca.

– Ah, y dado que te has dejado toda la ropa en el otro barco… -susurró él contra sus labios-. Me temo que solamente hay una manera de pasar el viaje de vuelta…

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