Supongo que puede parecer extraño pero aquella imagen, aquella inocente imagen, resultó al cabo el factor más esclarecedor, el impacto más violento.
Ellos, sus hermosos rostros, flanqueaban a derecha e izquierda al primer actor, que entonces no pude identificar, tal era la confusión en la que aquella radiante amalgama de cuerpos me había sumido previamente. La carne perfecta, reluciente, parecía hundirse satisfecha en sí misma sin trauma alguno, sujeto y objeto de un placer completo, redondo, autónomo, tan distinto del que sugieren esos anos mezquinos, fruncidos, permanentemente contraídos en una mueca dolorosa e irreparable.
Tristes, pensé entonces.
Ellos se miraban, sonrientes, y miraban la abierta grupa que se les ofrecía. En los bordes, la piel era tensa y rosa, tierna, luminosa y limpia. Antes, alguien había afeitado cuidadosamente toda la superficie
Aquella era la primera vez en mi vida que veía un espectáculo semejante. Un hombre, un hombre grande y musculoso, un hombre hermoso, hincado a cuatro patas sobre una mesa, el culo erguido, los muslos separados, esperando. Indefenso, encogido como un perro abandonado, un animalillo suplicante, tembloroso, dispuesto a agradar a cualquier precio. Un perro hundido, que escondía el rostro, no una mujer.
Había visto decenas de mujeres en la misma postura. Me había visto a mí misma, algunas veces.
Fue entonces cuando deseé por primera vez estar allí, al otro lado de la pantalla, tocarle, escrutarle, obligarle a levantar la cara y mirarle a los ojos, limpiarle la barbilla y untarle con sus propias babas. Deseé haber tenido alguna vez un par de esos horribles zapatos de charol con plataforma que llevan las putas más tiradas, unos zancos inmundos, impracticables, para poder balancearme precariamente sobre sus altísimos tacones afilados, armas tan vulgares, y acercarme lentamente a él, penetrarle con uno de ellos, herirle y hacerle gritar, y complacerme en ello, derribarle de la mesa y continuar empujando, desgarrando, avanzando a través de aquella carne inmaculada, conmovedora, tan nueva para mí.
Ella se me adelantó. Entreabrió los labios y sacó la lengua. Sus ojos se cerraron y empezó a trabajar. Siempre de riguroso perfil, como una doncella egipcia, recorría aplicadamente con la punta de la lengua la exigua isla rosa que rodeaba la sima deseada, lamía sus contornos, resbalaba hacia dentro, se introducía por fin en ella. Su compañero la miraba y sonreía.
Pero pronto la imitó. También el abrió la boca y cerró los ojos, y acarició con la lengua esa piel intensa, la frontera del abismo. Al mismo tiempo, con su mano libre, la única mano que estaba al alcance de la cámara, golpeó suavemente la grupa del desconocido, que comenzó a moverse rítmicamente, adelante y atrás, como si respondiera a un secreto aviso. El agujero, empapado de salivas apenas, se contrajo varias veces.
De vez en cuando, inevitablemente, sus lenguas se encontraban, y entonces se detenían un instante, se enredaban entre sí y se lamían mutuamente, para desligarse de nuevo, después, y volver por separado a su tarea original.
Ella dejaba que sus dedos, sus larguísimas uñas pintadas de rojo oscuro, color de sangre seca, se deslizaran lentamente de arriba abajo, dejando tras de sí leves surcos blanquecinos, marcando su territorio. El, mientras tanto, amasaba la carne clara con la mano, la pellizcaba y la estiraba, imprimiendo sus huellas en la piel. Ninguno de los dos permitió a su lengua el más breve descanso.
Repentinamente la cámara les abandonó, me abandonó a mí, a mi pobre suerte.
Tras la primera sacudida, asombro y alborozo, había experimentado la inefable sensación de un cambio de piel. Estaba muy alterada, pero comprendía. Era adorable así, mezquino, encogido, la cara oculta. Yo le deseaba. Deseaba poseerle. Aquélla era una sensación inaudita. Yo no soy, no puedo ser un hombre. Ni siquiera quiero ser un hombre. Mis pensamientos eran turbios, confusos, pero a pesar de todo comprendía, no podía dejar de comprender.
Luego, apenas un instante después de la metamorfosis, la acostumbrada sensación de estar portándome mal.
Un frío húmedo, un desagradable chasquido, la piel erizada, acabo de salir de un baño templado, asquerosamente tibio, y los baldosines están helados, y no hay toalla, no puedo secarme, tengo que permanecer de pie encogida, frotándome todo el cuerpo con las manos, con las yemas sarmentosas, arrugadas como los garbanzos del cocido familiar, el inevitable cocido de los sábados.
Desvalimiento. Quiero regresar al útero materno, empaparme en ese líquido reconfortante, encogerme y dormir, dormir durante años.
Siempre ha sido así, la misma repugnante premonición del arrepentimiento. Desde que tengo memoria, siempre lo mismo, aunque entonces, hace tantos años, sufría más. Atracarme de chocolate, pegarme con mis hermanos, mentir, suspender las matemáticas, apagar la luz, despegar ansiosamente los recónditos labios con la mano izquierda y rozar aquello cuyo nombre aún no conozco con la yema del índice diestro, describiendo círculos leves e infinitos, capaces de provocar al fin la escisión. Me parto en dos, una indescifrable espada me atraviesa y mis muslos se separan para siempre. Noto la grieta que me corre por la espalda. Me corro. Me abro, me escindo en dos seres completos. Como una ameba. Elemental, feliz y babosa.
Cuando vuelvo a ser una, un solo ser superior, las baldosas están gélidas y no tengo nada con que secar esas gotas de agua asquerosamente tibia, que me dan ganas de llorar.
Pero el desconocido ha vuelto, mi cuerpo se ha convertido nuevamente en un lugar caliente, confortable.
Lo tenía delante, en todo su esplendor. Sus acólitos permanecían a su lado, pero ya no se ocupaban en él. Se miraban sonrientes, como al principio.
Apenas un instante después comenzaron a besarse de una manera salvaje, urgente, insólita en una película pornográfica. Antes les había visto hablar, intercambiar gestos y gruñidos de tanto en tanto, como si en realidad se conocieran bien. Tal vez fuera así, no lo sé. De todos modos, el beso, su sorprendente y sincero beso, cesó pronto, bruscamente, tal y como había empezado. De nuevo retornaron a la formación original, y de nuevo fue ella quien tomó la iniciativa.
Súbitamente, sin previo aviso, la mirada fija en la de su compañero, introdujo uno de sus aguzados dedos en el desconocido, que esta vez no pareció acusar el cambio de situación. Las uñas eran tan largas y tan afiladas que resultaban animales, casi repugnantes. Supuse que debía hacerle daño, tenía que estar haciéndole daño cuando, a pesar de que él había engullido obedientemente todo el dedo, hasta la base, seguía empujando, retorciendo la mano en torno a la entrada, mientras increpaba jocosamente al otro hombre, que la miraba, aparentemente divertido.
Ella parloteaba y gesticulaba exageradamente, como una niña pequeña excitada por una sorpresa. Fruncía los labios en un morrito suplicante, ladeaba levemente su cabecita rubia y menuda, dejaba ver la aguda punta de su lengua.
Le metió al desconocido otro dedo, el segundo.
Entonces comenzó a mover la mano más deprisa, más enérgicamente, y su brazo comenzó a temblar, todo su cuerpo se movía en pos de su mano. Sus gestos se hicieron más explícitos, todavía más femeninos, sus labios se contrajeron en una mueca brutal, ridícula. Y penetró al desconocido por tercera vez.
Fue enloquecedor.
No fui capaz de experimentar ninguna sensación cercana a la compasión, a pesar de que me aferraba a la idea de que todo aquello debía de ser muy doloroso para él. Está siendo castigado, pensé, tan arbitrariamente como antes ha sido premiado. Era justo. Aquel pequeño dolor, un dolor tan ambiguo, a cambio de tanta belleza.
La visión del desconocido, penetrado al fin y al cabo, me nublaba el cerebro.
Solamente después, recobrada la calma, deseché la gozosa hipótesis del castigo y el sufrimiento. Recordé todos mis pequeños tormentos voluntarios, aquellos a los que quizá se entregan todos los niños pero que yo no he podido abandonar todavía. Apretar una goma en torno a la falange de un dedo, dar vueltas y vueltas hasta que la piel se vuelve morada y la carne empieza a arder. Clavar todas las uñas a la vez en la palma de la mano, hincar los dedos con fuerza y contemplar después las irregulares señales, pequeñas medias lunas cárdenas. Y el mejor, introducir una uña en la estrecha ranura que separa dos dientes y presionar hacia arriba, contra la encía. El dolor es instantáneo. El placer es inmediato.
El desconocido comenzó a moverse de nuevo. Seguramente se retorcía de placer.
Entonces el otro, el hombre de pelo amarillo y águila tatuada, azul, en el antebrazo, abandonó su pasiva condición de espectador y se puso de pie. Posó levemente su mano izquierda sobre el desconocido, cuyo rostro, sumido entre dos enormes hombros, no pude ver aún. Su mano derecha empuñaba una verga gloriosa.
La mujer extrajo muy lentamente sus tres dedos. Miró todavía una última vez al hombre rubio, ahora completamente erguido, y desapareció por la derecha, andando de rodillas como una penitente.
Los dos hombres se quedaron solos.
Fue entonces cuando advertí que seguramente el desconocido iba a ser sodomizado.
Sentí un extraño regocijo, sodomía, sodomizar, dos de mis palabras predilectas, eufemismos frustrados, mucho más inquietantes, más reveladores que las insulsas expresiones soeces a las que sustituyen con ventaja, sodomizar, verbo sólido, corrosivo, que desata un violento escalofrío a lo largo de la columna vertebral. Nunca había visto follar a dos hombres, a los hombres les gusta ver follar a dos mujeres, a mí no me gustan las mujeres, nunca me había parado a pensar que alguna vez podría ver follar a dos hombres, pero entonces sentí un extraño regocijo y recordé cómo me gustaba pronunciar esa palabra, sodomía, y escribirla, sodomía, porque su sonido evocaba en mí una noción de virilidad pura, virilidad animal y primaria.
Tanto el desconocido como su inmediato amante, sodomitas, eran sin duda ganado de gimnasio. Cuerpos intachables, músculos elásticos, ahora tensos, piel lustrosa, impecable bronceado, jóvenes y hermosos griegos de las playas de California.
Carne perfecta.
No había nada de femenino en ellos.
El hombre rubio fue a colocarse exactamente detrás del desconocido. El ritmo de su mano derecha acentuaba las enormes proporciones de su sexo, enorme, rojo y reluciente, tieso. Las gruesas venas moradas, torturadas por la piel escasa, parecían a punto de estallar, un magnífico presagio, pero él se acariciaba muy tranquilamente, los pies clavados en el suelo, los ojos, serenos, vigilando el movimiento de la mano, el rostro serio, sobrio incluso, mientras su compañero de reparto seguía esperando, clavado a gatas sobre la mesa.
Yo también esperaba.
Por un momento sospeché con horror que al final todo se iba a reducir a esto, a esta ridícula pantomima. Un par de meneos más y el rubio se correría sobre el desconocido, fuera del desconocido, salpicando su piel con chorros de semen mil veces inútil, rechazando esa carne deliciosa, obsesiva, objeto de mi mezquina iniciación, si es que se puede llamar así a un absurdo tan impreciso, que ahora amenazaba con terminar antes de haber empezado.
El hombre rubio se masturbaba lenta, concienzudamente. Al mismo tiempo, con la mano libre acariciaba monótonamente la grupa del desconocido. De pronto, sin alterarse en absoluto, la apartó de él, la levantó y la dejó caer nuevamente.
El azote resonó como un latigazo.
Aquel era un nuevo signo, la contraseña esperada. Todo volvía a ocurrir muy deprisa. El hombre rubio entreabrió los labios. Volvía a sonreír.
El desconocido se estremecía bajo los golpes, cada vez más violentos, que estallaban en mis oídos con el bíblico estrépito de las trompetas de Jericó. Su piel enrojecía, sus muslos se doblaban, su duro y liso cuerpo de atleta, machacado en tantas infernales máquinas de musculación, se agitaba ahora impotente. Su culo temblaba como los muslos de una virgen añosa en su noche de bodas.
El volumen de la banda sonora, un espantoso popurri de temas de siempre al piano, disminuyó progresivamente, hasta cesar por completo. El chasquido de los azotes la sustituyó. El desconocido resoplaba. El hombre rubio no había perdido la calma. Alguno de los dos gritó, y después se separaron.
Esta vez el intermedio fue muy breve, y sorprendente. El rostro del desconocido llenó de golpe toda la pantalla. Era hermoso, más guapo que su verdugo, moreno, los ojos castaños, las cejas y los labios perfectamente dibujados, casi femeninos, la mandíbula en cambio ancha y potente. Se desvelaba el secreto, el desconocido dejaba de serlo, acababa de nacer y, por tanto, necesitaba un nombre.
Le llamé Lester.
Le pegaba llamarse Lester, nombre de colegial británico, bello adolescente martirizado por la perversa vara de un maestro enjuto, levita raída y miembro miserable, que saboreaba de antemano cualquier travesura de nuestro pequeño, y le obligaba a que darse después de la clase para doblarle sobre un pupitre, bajarle los pantalones y descargar sobre su culo blanco y duro un alud de mezquinos golpes de vara, mientras su lamentable picha, tiesa solamente a medias, saltaba dentro de sus pantalones. Retrato robot del sodomita perfecto, Lester, que ya en la edad adulta sintió nostalgia de los ritos de la niñez y buscó un nuevo maestro, un hombre rubio, más fuerte que él, para que le enseñara cómo se hacen las cosas.
Allí estaba, Lester. Tenía las mejillas arreboladas, de color púrpura. Sudaba. Los regueros de sudor habían dibujado en su cara extrañas pistas, como las que nacen de las lágrimas. Miraba hacia ninguna parte. Seguía esperando.
Cuando la cámara volvió al hombre rubio, éste adelantaba de nuevo, pero ahora con suavidad, la mano libre, que se posó sobre la enrojecida piel, la acarició un instante y presionó después sobre la carne, carne perfecta y deliciosamente tumefacta, para abrirse camino con el pulgar.
El hueco me pareció enorme.
Se inclinó hacia delante. Lester se hundió todavía más, la cabeza ladeada, la mejilla pegada contra el tablero. Yo perdí los nervios.
El mando a distancia estaba sobre la mesa. Lo cogí y volví para atrás. Volví al principio, cuando aún la mujer los acompañaba.
Intentaba reconstruir la secuencia paso a paso, procurando mantener la cabeza fría y comprenderlo todo bien, seria y atenta como siempre que me planteo una tarea que está por encima de mis capacidades. Quería conocerlos, pero supe renunciar a tiempo. Al fin y al cabo, no eran otra cosa que actores, follaban por dinero, cualquier intento de atisbar dentro de ellos a partir de ahí resultaría inútil. No tenía sentido retrasarlo más.
Allí estaban, ambos, todavía dos siluetas distintas, separadas. Entonces, con una facilidad pasmosa, totalmente ajenos a mí, a mis convulsiones, el hombre rubio entró, literalmente entró, en el niño grande, le apoyó una mano en la cintura, le agarró con la otra de los pelos -eso me encantó; decididamente, Lester, eres un perro y comenzó a moverse dentro de él.
Les miraba, y no era capaz de procesar mis propias sensaciones. Poco a poco el hombre rubio dejó de serlo, su pelo se volvió negro, dentro de mi cabeza, salpicado de canas blancas y tiesas, se echó unos cuantos años más encima, de repente, y ahora tenía un nombre, pero yo no me atrevía a pronunciarlo, ni siquiera me atrevía a pensar en él.
La cámara se centró en el rostro de Lester. Sudaba más, ahora, los ojos casi cerrados, los labios tensos, se lo estaba pasando muy bien.
Yo se lo repetía sin cesar, en silencio.
Eres un niño malo, Lester. No deberías haberlo hecho. Eres tan cruel. Has enfadado a papá y esta vez va en serio. ¡Pobre papá! Tan joven aún, tan vigoroso, toda la vida mimando el césped, y tu lo has destrozado entero en un minuto. Este año ya no irás a Eton, y papá te castigará, lo está haciendo ya. Mírale, mírate en el espejo grande del comedor, Lester. Estoy segura de que él no hubiera querido hacerlo, pero es tan honrado, siempre tan riguroso. Te mereces los azotes, tú te los has buscado al perforar el jardín con el colador chino de la cocina para fabricar tu estúpido campo de golf
Lo he oído comentar antes, ése será el castigo supremo. Papá te va a penetrar con el chino, Lester, te va a meter por el culo ese gran embudo de aluminio perforado y lo va a sacar goteando sangre. No te lo imaginas. Pero todo tiene su lado bueno, no creas. El chino abrirá un hueco tal que cuando papá te ataque con la polla para resarcirse siquiera mínimamente de los irreparables daños que has infringido a su pradera, ni siquiera te vas a enterar, y eso es una ventaja, te lo digo yo, que lo sé por experiencia, hermanito, querido Lester…
Los acontecimientos de la pantalla me devolvieron a la realidad. El hombre rubio, rubio otra vez, se acababa de correr. Apenas el primer chorro de semen salió disparado, signo incontrovertible de la ausencia de fraude, penetró nuevamente en el que ahora, después de todo, no dejaba de ser un desconocido.
Pero mi cuerpo ardía.
Un denso hilo de baba transparente me colgaba del labio inferior.
Fue un día extraño, un día raro desde el principio, y no sólo por el calor, este calor seco, africano, tan poco habitual ya a mediados de septiembre.
Mi cuñada me llamó a primera hora. Quería saber si tenía un hueco para ella, y contarme de paso que a Pablo le iba muy bien con su chica nueva, la llamó así, su chica, a esa especie de musa desteñida que había sacado de no sé qué cenáculo intelectual de provincias, jovencísima, muy joven.
La agencia no andaba demasiado bien, yo sabía que Susana me había metido allí por amistad, y no porque realmente hiciera falta gente. Milagros, por lo que me contó, necesitaba mi tiempo más de lo que yo necesitaba su dinero, pero a pesar de todo, le contesté que estaba muy ocupada, que no podía hacerme cargo de otro libro, y aquello me hizo sentir mal durante todo el día.
Detesto comportarme arbitrariamente, pero no puedo evitarlo.
La mañana se complicó. No fui capaz de encontrar una mecanógrafa disponible, la composición no entregó a tiempo los positivos del anuncio de los alemanes y uno de nuestros clientes más constantes anuló un encargo de cierto volumen. Me pasé toda la mañana colgada del teléfono para nada.
El trabajo estaba mal.
A mediodía recibí una llamada del colegio de Inés. La tutora quería verme porque el comportamiento de mi hija le preocupaba, su conducta era excesivamente antisocial, por lo visto, para lo que es habitual en una niña de cuatro años.
Pablo tenía el contestador automático puesto.
Había pensado invitarle a comer con el pretexto de comentar la repentina minusvalía social de nuestra común heredera para comprobar hasta qué punto había perdido mi poder sobre él, pero no me atreví a dejarle ningún mensaje.
Chelo me llamó a primera hora de la tarde.
Estaba peor que yo, con una de esas depresiones húmedas que le disparan las secreciones, lágrimas, mocos, babas, la lengua gorda, sonidos ininteligibles, sórdidos sonidos viscerales que saltan no se sabe cómo a la línea telefónica, la víctima goza, saborea su último llanto sobre la piedra de los sacrificios, el acero sobre su cuello frágil, dispuesto para ejercer la justicia, la injusticia suprema.
Esta vez me contó algo acerca del tribunal de las oposiciones, casi se podrían llamar "sus" oposiciones, después de tantos años.
Le colgué el teléfono.
No la soporto, no soporto sus accesos de histeria.
No soy una persona sensible, al parecer. Me he acostumbrado a vivir bajo esa sombra.
Todavía soy capaz de recordarlo perfectamente.
Cuando volví del colegio, Marcelo estaba en la cama, y Pablo sentado a sus pies.
Tenía veintisiete años y acababa de publicar su primer libro de poemas, después del clamoroso éxito obtenido por la edición crítica del Cántico Espiritual, pero eso todavía no me impresionaba.
Era alto, grande, y ya tenía algunas canas.
Yo le conocía desde que tenía memoria, y le amaba de una manera vaga y cómoda, sin esperanza.
Un cantautor de moda iba a dar en Madrid un recital largamente esperado, todo un acontecimiento para la castigada oposición democrática. Pablo repetía que tenía que ir. Mi hermano insistía en que no se encontraba con fuerzas para moverse, arrastraba
una resaca horrorosa.
Entonces me ofrecí, era ya como un reflejo. Improvisé una expresión ansiosa, cerré los puños, intenté que mis ojos brillaran y repetí como un papagallo que me encantaría, me encantaría, me encantaría, de verdad que me encantaría ir.
Nunca había dado resultado.
Pero esta vez Pablo me miró de arriba abajo y le pidió a mi hermano su opinión. Marcelo, con una cara que, para mi asombro, expresaba más recelo que otra cosa, meditó un momento, le recordó mi edad y luego le dijo que hiciera lo que quisiera.
Pablo volvió a mirarme. Yo estaba tranquila porque sabía que me iba a rechazar.
No lo hizo.
Se levantó, me cogió del brazo y empezó a meterme prisa. Si no salíamos inmediatamente llegaríamos tarde, y no existían demasiadas garantías de que el recital durara más de diez minutos. Si nos perdíamos el principio, apenas llegaríamos a escuchar las sirenas de los coches de policía.
Yo me resistía. No me había dado tiempo a cambiarme, llevaba puesto el uniforme del colegio, y solamente el jersey era nuevo, de mi talla. Ya era la más alta de todas mis hermanas. La falda la había heredado de Isabel y me quedaba muy corta, un palmo por encima de la rodilla. La blusa era de Amelia, otra herencia, los botones amenazaban perpetuamente con estallar. Cuando comenzó el curso, mi madre se había mostrado menos dispuesta que nunca a gastar dinero; total, aquel era mi último año. Las medias estaban desgastadas, el elástico se había aojado y no podía dar dos pasos sin que se me enrollaran en el tobillo. Los zapatos eran espantosos, con una suela de goma de dos dedos de alto. Y todo, excepto la trenka verde, perteneciente en origen a uno de mis hermanos varones, de un espantoso color marrón.
Cuando una nace la séptima de nueve hermanos, sobre todo cuando los dos últimos son mellizos, no suele estrenar ni el uniforme.
Fue inútil. No estaba dispuesto a esperar ni un minuto, aunque teníamos tiempo de sobra.
– Estás muy guapa así.
Cuando salíamos por la puerta, Marcelo me llamó, y me dijo que era mejor que Pablo se fuera primero y que, mientras tanto, yo le contara algo a Amelia, que me iba a estudiar a casa de Chelo, o algún otro cuento por el estilo.
No comprendí el sentido de aquella advertencia, pero Pablo sí pareció entenderlo, se le quedó mirando y le dijo algo todavía más extraño.
– ¡Vamos, Marcelo, pero por quién me tomas!
Mi hermano se rió, y no dijo nada más.
El salió primero. Cuando bajé, me estaba esperando en el portal.
La trenka era ligeramente más larga que la falda, y el borde áspero me rozaba los muslos al andar. Faltaba poco para Navidad. Hacía frío.
Me abroché el primer botón y me levanté la capucha. Me miré de reojo en el pequeño espejo empotrado en la fachada de madera de una vieja mantequería, y decidí que la capucha no me favorecía. Me di cuenta también de que no se me veía una sola punta del uniforme. Podría no haber llevado ropa debajo del chaquetón verde.
Pablo tenía un 1500 de segunda mano, bastante destartalado, pero coche al fin. Yo estaba muy excitada, era la primera vez que salía con él, la primera vez que salía de noche y la primera vez que salía con un tío que tuviera coche.
El trayecto fue largo. La Castellana estaba atestada de coches repletos de niños y provisiones, familias enteras camino de un fin de semana en la sierra. El hablaba sin parar, abiertamente malévolo y chismoso, contándome chistes, historias inverosímiles, exagerando, el tipo de conversación con la que antes solía desarmar a mi madre cada vez que llegaba a casa y se encontraba a Marcelo castigado sin salir.
Entonces pensé que me trataba como a una niña.
Le pillé un par de veces mirándome las piernas y no fui capaz de sacar conclusiones.
Cuando aparcamos, bastante lejos del pabellón, se volvió hacia mí y me proporcionó una serie de instrucciones. No debería separarme de él para nada. Si aparecía la policía, no tenía que ponerme nerviosa. Si había hostias, no tenía que chillar ni llorar. Si había que correr, le daría la mano y saldríamos de naja, sin rechistar. Le había prometido a Marcelo devolverme entera a casa.
Dramatizaba deliberadamente, para excitarme con la perspectiva del riesgo y la carrera.
Me preguntó si sería capaz de comportarme como una niña buena y obediente.
Le contesté que sí, muy seria, me lo había creído todo.
Se inclinó hacia mí y me besó dos veces, primero levemente, en el centro de la mejilla izquierda, después sobre el borde de la mandíbula, casi en la oreja.
Había aprovechado mi rapto de muchachita en peligro para ponerme una mano en el muslo. Ya tenía una extraña facilidad para sobar a las mujeres con elegancia.
Cuando llegamos a la puerta, comenzó el rito de las salutaciones, los besos y las enhorabuenas. Me sentía ridícula entre tanta gente, con mi trenka verde y las medias enrolladas en los tobillos. Pablo parecía absorto en su propio éxito social, así que le solté el brazo e intenté retrasarme. Pero a pesar de las apariencias, estaba marcándome de cerca. Me agarró de la muñeca y me obligó a quedarme a su lado. Luego, siempre sin mirarme, me cogió de la mano, no me la dio como se la suelen dar los novios, los dedos entrecruzados, sino que tomó mi mano y la apretó entre su índice y su pulgar, como se coge a los niños pequeños en los pasos de cebra.
Nunca me daría la mano de otra manera.
Un hombre mayor de aspecto socarrón, un escritor consagrado que destacaba entre la multitud por su expresión desganada, como si en realidad le importara muy poco el acontecimiento, fue el único que reparó en mi presencia. Me miró mucho tiempo, sonriente. Cuando pasamos a su lado, ensanchó la sonrisa y se volvió hacia nosotros, hablando en voz muy baja.
– ¡Vaya, Pablito…!
El aludido soltó una carcajada.
– Le has gustado. ¿Sabes quién es?
Sí lo sabía.
La gente empezaba a desfilar, y fuimos a ponernos en la cola. Poco después comenzó el barullo. Los maromos de la puerta, servicio de orden, bloquearon la entrada y se pusieron a chillar que allí no entraba nadie sin pagar. Los causantes del conflicto, un grupo de quince o veinte adolescentes, contestaron que no se pensaban mover. Así estuvimos un buen rato, hasta que alguien empezó a empujar desde el fondo de la cola.
La primera carga me descolocó. Ahora estaba exactamente detrás de Pablo, pegada a Pablo, su nuca me rozaba la nariz. Los de atrás chillaron nuevamente, como tomando impulso, y desencadenaron una segunda avalancha. Los seis botones de mi trenka, una especie de barritas de plástico marrón veteado de blanco que pretendían imitar la apariencia del
cuerno de algún animal, supongo, se clavaron en su espalda.
Le pregunté si le había hecho daño. Me contestó que sí, un poco. Me desabroché la trenka. La multitud daba calor. Desde atrás seguían empujando. El aire se volvió espeso, olía a gente. Pablo me cogió de las muñecas y me obligó a abrazarle. Tenía que sentir mi cuerpo contra el suyo, y mi aliento sobre la nuca. Yo estaba bien. Sentía que aquella situación me proporcionaba impunidad. No me atrevía a besarle, pero comencé a restregarme contra él. Lo hacía por mí, solamente, para tener algo que recordar de aquella noche, estaba segura de que él no se daba cuenta. Me movía muy despacio, pegándome y despegándome de él, clavando mis pechos en su espalda y mordiendo diminutas porciones de su jersey granate hasta que la aspereza de la lana me chirrió en los dientes.
El tumulto se deshizo tan bruscamente como se había formado. Volvía a hacer frío. Me desasí de Pablo, lo más deprisa que pude. Y él comenzó a comportarse de una forma extraña.
Miró el reloj, estuvo un par de minutos mirándolo, luego se apartó de la cola y comenzó a caminar en dirección contraria, muy decidido.
– Vámonos.
Obedecí, sin comprender muy bien qué había pasado.
– ¿Fumas canutos?
El tono de su voz había cambiado, ya no lo reconocía. Permanecí callada porque no sabía qué decir.
– Contéstame.
Sí los fumaba, pero no se lo dije. Había dejado de confiar en él. Negué con la cabeza, muy seria.
Sin dejar de andar, sacó una china de un bolsillo, la calentó y me pasó un cigarrillo.
No me atreví a preguntarle qué quería que hiciera con él. Lamí el papel, lo despegué y vacié el tabaco en la palma de la mano.
Se detuvo un momento para cogerlo y liar un canuto. Lo encendió, le dio dos chupadas y me lo tendió.
Me quedé parada y volví a negar con la cabeza.
– ¡Por Dios, Lulú, te estás comportando como una imbécil!
El, Chelo y mi padre eran las únicas personas que me seguían llamando así. Marcelo solía llamarme pato, patito, porque era, lo sigo siendo, muy torpe.
Tomé el canuto, lo chupé un par de veces y se lo devolví.
Seguimos andando, y fumando. Al rato me atreví a preguntar.
– ¿Por qué no hemos entrado?
El me sonrió.
– ¿De verdad te gusta ese tipo?
– No… -solamente le dije la verdad a medias. En realidad, por aquel entonces ni siquiera sabía que cantaba en catalán.
– A mí tampoco me gusta. Así que… ¿por qué íbamos a entrar?
Pasamos al lado de su coche pero él siguió adelante.
– ¿Adónde vamos?
No me contestó. Nos metimos por una calle pequeñita. A pocos pasos de la esquina había un toldo rojo con letras doradas. Pablo abrió la puerta. Antes de entrar me fijé en los dos laureles pochos que flanqueaban la entrada, y en la luz amarillenta que despedía el quinqué atornillado en el muro. Dentro estaba oscuro.
– ¡Ten cuidado, pato! Hay escalones -a pesar de todo, estuve a punto de caerme. Pablo descorrió una pesada cortina de cuero y entramos en un bar.
Me quedé paralizada de vergüenza. La mayoría de los tíos llevaban corbata. La edad media de las mujeres no debía bajar mucho de los treinta años. Las mesas camillas, diminutas, en torno a las que estaban sentados, casi todos por parejas, llevaban faldas de tonos rojizos. La luz era escasa y la música muy baja.
Los pelos se me habían escapado de la coleta y me caían sobre la cara. La conciencia del uniforme me torturaba. Todos me miraban.
Aquella vez era verdad. Todos me estaban mirando.
Nos sentamos en la barra. El taburete era alto y redondo, muy pequeño. La falda se tensó sobre mis muslos. Parecía todavía más corta. Crucé las piernas y resultó peor, pero ya no me atreví a moverme otra vez.
Pablo hablaba con el camarero, que me miraba de reojo.
– ¿Qué quieres? -me quedé pensando, en realidad no lo sabía-. No me irás a decir que también eres abstemia…
El camarero se rió y me sentí mal. Engolé la voz y pedí un gin-tonic.
Pablo se dirigió al camarero, sonriendo.
– Se llama Lulú…
– ¡Oh!, le pega llamarse Lulú…
– Lo que pasa es que me llamo María Luisa -no sé por qué me sentí en la obligación de dar explicaciones.
– Lulú, saluda al caballero -Pablo apenas podía hablar, se reía ruidosamente, yo no comprendía nada.
– Tengo hambre -no se me ocurrió nada mejor. Tenía hambre.
Me pusieron delante un platito con patatas fritas y comencé a devorar.
– Las señoritas bien educadas no comen tan deprisa.
Volvía a mostrarse amable y risueño, pero su voz seguía sonando distinta. Me trataba con una desconcertante mezcla de firmeza y cortesía, él, que nunca había sido firme conmigo, y mucho menos cortés.
– Ya, pero es que tengo hambre.
– Y las señoritas bien educadas siempre dejan algo en el plato.
– Ya…
Bebía ginebra sola. Apuró su copa y pidió otra. Yo había terminado la mía e hice ademán de imitarle.
– Tú hoy ya no bebes más -antes de que dispusiera del tiempo necesario para despegar los labios y empezar a protestar, lo repitió con firmeza-. No bebes más.
Cuando nos marchamos, el camarero se despidió de mí muy ceremoniosamente.
– Eres una niña encantadora, Lulú.
Pablo volvió a reírse. Yo ya estaba harta de sonrisitas enigmáticas, harta de que me trataran como a un corderito blanco con un lazo rosa alrededor del cuello, harta de no controlar la situación. No es que no fuera capaz de imaginarme posibles desarrollos, es que los descartaba de antemano porque me parecían inverosímiles, inverosímil que él quisiera de verdad perder el tiempo conmigo, no entendía por qué insistía de hecho en perder el tiempo conmigo, porque lo perdía.
Fuera hacía mucho frío. El me pasó un brazo por el hombro, un signo que no quise interpretar, derrotada por el desconcierto, y anduvimos en silencio hasta el coche.
Cuando estaba abriendo la puerta volví a preguntar, aquélla fue una noche cargada de preguntas.
– ¿Me vas a llevar a casa?
– ¿Quieres que te lleve a casa?
En realidad sí quería, quería meterme en la cama y dormir.
– No.
– Muy bien.
Dentro, todavía se quedó un instante mirándome. Después, en un movimiento perfectamente sincronizado, me metió la mano izquierda entre los muslos y la lengua en la boca y yo abrí las piernas y abrí la boca y traté de responderle como podía, como sabía, que no era muy bien.
– Estás empapada…
Su voz, palabras sorprendidas y complacidas a un tiempo, sonaba muy lejos.
Su lengua estaba caliente, y olía a ginebra. Me lamió toda la cara, la barbilla, la garganta y el cuello, y entonces decidí no pensar más, por primera vez, no pensar, él pensaría por mí.
Intenté abandonarme, echar la cabeza atrás, pero no me lo permitió. Me pidió que abriera los ojos.
Se volvió contra mí e insertó su pierna izquierda entre mis dos piernas, empujando para arriba, obligándome a moverme contra su pantalón de algodón.
Yo sentía calor, sentía que mi sexo se hinchaba, se hinchaba cada vez más, era como si se cerrara solo, de su propia hinchazón, y se ponía rojo, cada vez más rojo, se volvía morado y la piel estaba brillante, pegajosa, gorda, mi sexo engordaba ante algo que no era placer, nada que ver con el placer fácil,
el viejo placer doméstico, esto no se parecía a ese placer, era más bien una sensación enervante, insoportable, nueva, incluso molesta, a la que sin embargo no era posible renunciar.
Me desabrochó la blusa pero no me quitó el sujetador. Se limitó a tirar de él para abajo, encajándomelo debajo de los pechos, que acarició con unas manos que se me antojaron enormes.
Me mordió un pezón, solamente uno, una sola vez, apretó los dientes hasta hacerme daño, y entonces sus manos me abandonaron, aunque la presión de su muslo se hacía cada vez más intensa.
Escuché el inequívoco sonido de una cremallera.
Me cogió la mano derecha, me la puso alrededor de su polla y la meneó dos o tres veces.
Aquella noche, su polla también me pareció enorme, magnífica, única, sobrehumana.
Seguí yo sola. De golpe, me sentía segura. Esa era una de las pocas cosas que sabía hacer: pajas. El verano anterior, en el cine, había practicado bastante con mi novio, un buen chico de mi edad que me había dejado completamente fría.
Procuré concentrarme, hacérselo bien, pero él me corrigió enseguida.
– ¿Por qué mueves la mano tan deprisa? Si sigues así, me voy a correr.
No entendí su advertencia.
Yo creía que había que mover la mano muy deprisa. Yo creía que él quería correrse y que nos iríamos a casa. Yo creía que eso era lo natural, pero, por alguna extraña inspiración, no lo dije.
Su mano agarró mi muñeca para imprimirle un nuevo ritmo a mi mano, un ritmo lento y cansino, y la condujo hacia abajo, ahora le estoy tocando los huevos, y otra vez hacia arriba, ahora tengo la punta del pellejo entre los dedos, muy despacio. Estuvimos así un buen rato. Yo miraba mi mano, estaba fascinada, él me miraba a mí, sonreía.
Habían desaparecido las ansias, la violencia inicial. Ahora todo parecía muy suave, muy lento. Mi sexo seguía hinchado, se abría y se cerraba.
– Siempre he confiado mucho en ti -su voz era dulce.
Aquel pedazo de carne resbaladiza y enrojecida se había convertido en la estrella de la velada. El ya no me tocaba, no me hacía nada. Se había ido moviendo imperceptiblemente, para no estorbarme, hasta recuperar la posición inicial. Volvía a ocupar el asiento del conductor, el cuerpo arqueado hacia delante, los brazos colgando hacia atrás.
Acercó la boca a mi oreja.
– ¿Has…? -no terminó la frase, se quedó callado, pensativo, como si estuviera eligiendo las palabras-. ¿Le has comido la polla a un tío alguna vez?
Dejé de mover la mano, levanté la cabeza y le miré a los ojos.
– No -aquella vez no mentía, y él se dio cuenta.
No dijo nada, seguía sonriendo. Alargó la mano y giró la llave de contacto. El motor se puso en marcha. Los cristales estaban empañados. Fuera debía de estar helando, una cortina de vapor se escapaba del capó.
Se volvió a reclinar contra el asiento, me miraba, y yo me daba cuenta de que el mundo se estaba viniendo abajo, el mundo se me estaba viniendo abajo.
– Me da asco.
– Lo comprendo -puso un pie encima del acelerador y lo apretó dos o tres veces.
Me mordí la lengua. Siempre me muerdo la lengua durante una fracción de segundo antes de tomar una decisión importante.
Humillé la cabeza, cerré los ojos, abrí la boca, y decidí que, después de todo, no había nada malo en asegurarse primero.
– No me mearás, ¿verdad? -aquello le hizo mucha gracia, casi todas mis palabras, casi todas mis acciones le hicieron mucha gracia, aquella noche.
– No, si tú no quieres.
Me puse muy seria.
– No quiero.
– Ya lo sé, imbécil, era sólo una broma.
Su sonrisa no me tranquilizó demasiado, pero ya no podía volverme atrás, de modo que volví a humillar la cabeza, y a cerrar los ojos, abrí nuevamente la boca y saqué la lengua. Era mejor empezar con la punta de la lengua, primero, la idea de lamerla me resultaba más tolerable.
Pablo se arqueó más, se estiró como un gato y me puso una mano encima de la cabeza.
La empuñé con la mano izquierda y empecé por la base, apoyé la lengua contra la piel y la mantuve quieta un momento. Después comencé a subir, muy despacio. La mayor parte de mi lengua seguía dentro de mi boca, de forma que, según ascendía, barría la superficie con la nariz, pasaba la lengua y después, el labio inferior seguía el surco de mi propia saliva. Cuando llegué al reborde, regresé abajo, a la base, para volver a subir muy despacio.
Pablo suspiraba. Los pelos me hacían cosquillas en la barbilla.
La segunda vez me atreví con la punta.
Sabía dulce. Todas las pollas que he probado en mi vida sabían dulce, lo que no quiere decir exactamente que supieran bien. Estaba dura y caliente, pringosa desde luego, pero en conjunto y sorprendentemente resultaba menos repugnante de lo que había imaginado al principio, y yo me sentía progresivamente mejor, más segura, la idea de que él estaba vendido, de que me bastaría cerrar los dientes y apretarlos un instante para acabar con él, resultaba reconfortante.
Recorría su hendidura con la punta de la lengua, bajaba por lo que parecía una especie de invisible costura al grueso reborde de carne y me instalaba justo debajo de él, para seguir su contorno. Lo hacía todo muy despacio -en coyunturas como ésta nunca ha sido necesario decirme las cosas dos veces-, y estaba empezando a pensar que muy bien.
Objetivamente, no extraía ningún placer de aquella actividad, si acaso el contacto con una carne nueva, que mi lengua percibía mucho más nítidamente de lo que habían percibido jamás mis manos.
Objetivamente, no extraía ningún placer de aquella actividad y sin embargo estaba cada vez más excitada. En algún lugar de mi cabeza, lo suficientemente lejos como para no molestar, lo suficientemente cerca como para hacerse notar, palpitaban mi minoría de edad, seis años todavía para los veintiuno (la mayoría de edad estaba entonces en los veintiuno, a mí me daba igual, total no votaba nadie), el drama del pantano, cuando me desmayé dentro del agua y Pablo me salvó la vida, recuerdos de los veranos de mi infancia, él y mi hermano metiéndole mano a dos tías en el columpio del jardín mientras yo les espiaba, y las palabras de mi madre, hablando con sus amigas, Pablo es de la familia, casi como uno de mis hijos…
Marcelo, en casa, debía pensar que estábamos todavía haciendo el gilipollas con un mechero. Yo procuraba no olvidar que estaba dentro de un coche, en plena calle, chupando la polla de un amigo de la familia y sentía oleadas de un placer intenso. Me reconocía a mí misma, deshonrada, era delicioso, recordaba las acostumbradas amonestaciones -los chicos sólo se divierten con esa clase de chicas, no se casan con ellas-, y era consciente también de la peculiar relación que se había entablado entre nosotros. Tras los besos y demostraciones estrictamente necesarios para ganarme, él observaba una pasividad casi total. Sentado, erguido y vestido, se dejaba hacer. Yo, tirada encima del asiento, medio desnuda, encogida e incómoda, aceptaba sin dificultad aquel estado de cosas.
Mi madre solía repetir que me hubiera dejado ir con él al fin del mundo, y yo estaba empezando a verlo ya.
Cuando comenzaba a preguntarme si estaría lo suficientemente familiarizada con ella como para metérmela en la boca, él decidió nuevamente por mí. La mano que reposaba encima de mi cabeza se dirigió bruscamente hacia abajo. Me pilló desprevenida y me tragué un buen trozo. Retiré los labios instintivamente pero su mano seguía ahí, inalterable, presionando hacia abajo. Repetimos el juego cinco o seis veces.
Era divertido, intentar resistirse.
Tenía la boca llena. Notaba los pequeños bultos de las venas, los imperceptibles accidentes de la piel rugosa, que subía y bajaba obedeciendo los impulsos de mi mano, sabía dulce y sabía a sudor, la punta me golpeaba el paladar, intenté tragármela entera, metérmela toda en la boca y tuve que contener un par de arcadas.
Pablo me quitó la goma, deslizó la mano debajo del pelo y, un poco más arriba de la nuca, la cerró, atrapando un puñado de cabellos muy cerca de las raíces. Los estrujaba y tiraba de ellos hacia sí, guiándome nuevamente. Sus nudillos se me clavaron en la cabeza. Me dolía, pero no hice nada por evitarlo. Me gustaba.
Ahora él también se movía, levemente, entraba y salía de mi boca.
– Siempre he sabido que eras una niña sucia, Lulú -hablaba despacio, masticando las palabras, como si estuviera borracho-, he pensado mucho en ti, últimamente, pero nunca creí que sería tan fácil…
– mi sexo acusó inmediatamente el golpe, acabaría estallando en pedazos si seguía engordando a ese ritmo.
Mantenía los ojos cerrados y estaba completamente concentrada en lo que estaba haciendo, me había doblado tanto hacia adelante que estaba prácticamente tumbada de costado encima del asiento, con las piernas encogidas, la manivela de la ventanilla contra el muslo, intentando que mi mano siguiera acompasadamente el movimiento de mi boca, desafiando abiertamente mi natural torpeza, tan intensamente que tardé algún tiempo en advertir el profundo cambio de la situación.
Nos estábamos moviendo.
Al principio supuse que era solamente una sensación subjetiva, aquella noche habían pasado muchas cosas, estaban pasando muchas cosas, pero, de repente, el coche se llenó de luz, abrí los ojos y miré hacia arriba, allí estaban, todas las farolas de la Castellana, devolviéndome la mirada.
Estupor, primero. ¿Cómo podía mover la palanca de cambios sin que yo me diera cuenta`? Pero es que debajo de mí no había ninguna palanca de cambios, me llevó algún tiempo recordar que en aquel coche la palanca estaba sujeta al volante.
Terror, después. Pánico.
Salté como impulsada por un resorte invisible. Cuando por fin pude acomodarme en el asiento de la derecha, me di cuenta de que estaba medio desnuda. Me tapé como pude, con el jersey y con las manos, para componer una estampa seguramente patética.
Pablo pisó el freno bruscamente. Nos detuvimos en el carril central, entre los estridentes pitidos de un autobús que nos esquivó por la derecha. Cuando pasaba a nuestro lado, pude distinguir al conductor, gesticulando con un dedo sobre la sien.
Mi opinión no era muy diferente de la suya.
– Pero ¿que haces? -estaba muy asustada-. Nos hemos podido matar.
– Lo mismo que tú.
– No te puedes parar así, en medio de la calle…
– Tú tampoco podías, y te has parado.
De repente me di cuenta que ya no parecía un adulto. Había perdido todo su aplomo para convertirse en un adolescente contrariado, enfurruñado. Su plan había fallado y era conmovedor contemplarle ahora, con la bragueta abierta y el gesto serio, mirando con expresión ofendida un punto fijo, en la lejanía. Por primera vez en mi vida, primera y última vez en mi vida con él, sentí que era una mujer, una mujer mayor. Era una sensación agradable, pero no podía detenerme en ella. Pablo estaba furioso.
Traté de recuperar la calma para evaluar correctamente la situación. Me volví hacia la ventanilla y comprobé que los conductores que desfilaban a mi lado eran solamente torsos, cuerpos cortados poco más allá del sobaco.
Dudaba.
– Te voy a llevar a casa. Perdóname,- estoy borracho.
De repente sentí unas terribles ganas de llorar.
El espejismo se había disipado. Su voz era grave y serena, la voz de un adulto que pide perdón sin sentirlo, perdón, estoy borracho, una fórmula de cortesía para una niña que, después de todo, no ha estado a la altura de lo que se esperaba de ella, me miró un momento, sonriéndome, y la suya era una sonrisa formal, amable, desprovista de cualquier complicidad, una sonrisa de adulto condescendiente, un amigo de la familia, de toda la vida, sinceramente apenado por haber sacado los pies del plato.
Empequeñecí de golpe, me hacía cada vez más pequeña, más pequeña, y lloraba, no podía contener las lágrimas. Ahora íbamos bastante deprisa, mi casa no estaba tan lejos, después de todo, mi casa no está lejos, estaba bloqueada, no podía pensar pero tenía que hacerlo, tenía que pensar deprisa, el tiempo se me escapaba, se me escurría entre los dedos, y aquello era importante, era importante.
Me volví para mirarle. En algún momento se había subido la cremallera sin que yo me diera cuenta.
Me abalancé sobre él, dejé caer todo mi cuerpo hacia la izquierda y empecé a manipular su pantalón, pero estaba muy nerviosa, lloraba, y mis manos se trababan continuamente. Conseguí abrirle el cinturón y me golpeé yo misma en la mejilla con uno de los extremos. Seguía llorando, lloraba de rabia porque no conseguía hacer las cosas deprisa. Le desabroché el botón, le bajé la cremallera y se la saqué, y estaba pequeña, nada que ver con el agudo esplendor de hacía tan sólo unos instantes, y me la metí en la boca y ahora me cabía entera, y comencé a hacer todo lo que sabía, y más, quería congraciarme con ella a toda costa, pero no crecía, la maldita no crecía y así, pequeña y blanda, era todo más difícil.
La tenía en la boca, volvía a tenerla en la boca y la chupaba, y de repente pensé que ahora me gustaba, y luego rechacé la idea, no era eso, no me gustaba en realidad, era sólo que tenía que crecer, tenía que crecer como fuera, me la sacaba a ratos de la boca y la lamía como había hecho al principio, la recorría entera con mi lengua, la rebozaba de saliva, de la punta a la base y otra vez a la punta, y me la volvía a meter en la boca, la sacudía enérgicamente entre mis labios, me la tragaba y movía la lengua dentro de mi boca, solamente la lengua, como si chupara la sangre de una herida inexistente, y después, desde fuera, mientras la sostenía firmemente con una mano, buceaba más allá de la base, y seguía penetrando en el exiguo espacio que mediaba entre la tela y la carne, hasta llenarme la boca de pelos, para volver otra vez al principio…
Lo primero que noté fue que habíamos empezado a ir mucho más despacio, y que nos movíamos continuamente de un lado a otro, cambiando de carril. Luego sentí su mano encima de la cabeza, nuevamente. Solamente al final me di cuenta de que estaba empalmado otra vez, de que lo había empalmado yo, otra vez.
Nos paramos. Un semáforo. No me atreví a levantar la cabeza ni un instante, pero entreabrí los ojos para intentar calcular dónde estábamos. Un puente metálico cruzaba la calle, en dirección perpendicular a la nuestra.
Soy madrileña. Me sé la Castellana de memoria.
El fantástico Papá Noel de neón de El Corte Inglés nos debía de estar saludando con la mano. Me la metí en la boca y empecé a moverme sobre ella, de arriba abajo, mecánicamente, para poder pensar. Teníamos que seguir un buen trecho, de todos modos. Aquel era el camino obligado para ir a mi casa, para ir a la suya también.
Desde entonces traté de calcular cada metro Que avanzábamos, a ciegas, y la calle ya no era la calle, no había gente y si había gente no importaba, era solamente una distancia, la distancia era lo único importante ahora.
La primera contraseña fue el ruido de la fuente, ya estaba empezando a pensar que no llegaría a es cucharlo jamás, nos movíamos tan lentamente que aquella inmensa mole gris había llegado a parecer me eterna.
Dejamos el ruido del agua y seguimos adelante.
Primer sobresalto gozoso. Había dejado a la derecha el camino más corto. Avanzábamos en línea recta.
Unos minutos más tarde volví a mirar de reojo para asegurarme de que habíamos llegado a Colón. Certeza. No íbamos a mi casa. Sorpresa. Tampoco íbamos a la suya.
¿Adónde me llevaba? Agua. Dejamos atrás a la vieja señora y seguimos adelante. Aquello empezaba a parecerse al chiste del paleto que solamente sabía conducir en línea recta.
Todavía pasaríamos junto a otra fuente, agua, pero aquella sería la última.
Doblamos hacia la izquierda, torcimos un par de veces y el morro del coche, ¡alehop!, pegó un bote. Aquella vez casi me la trago de verdad.
El motor se detuvo, pero no me atreví a imitarle. Pablo me cogió de la barbilla, me sostuvo mientras me enderezaba, me abrazó y me besó.
Cuando nos separamos, se echó un momento hacia atrás y me miró. No dijo nada, interpreté que trataba de adivinar si tenía miedo.
– Esta no es mi casa -intentaba parecer ingeniosa.
– No -rió-, pero tú ya has estado aquí.
Cuando salimos a la calle, vi que había atravesado el coche en diagonal encima del bordillo. Siempre ha sido muy fino para eso.
La casa, un edificio gris y oscuro, con un siglo a sus espaldas más o menos, no me decía nada. El portal, un hermoso portal modernista, culminaba en una enorme puerta doble de madera, con vidrieras emplomadas de cristal de colores. El pomo de la puerta, un gran pomo dorado que terminaba en una cabeza de delfín, sí me resultaba vagamente familiar.
Él caminaba delante de mí. Se detuvo ante una puerta con una placa dorada en el centro y entonces recordé.
Entrábamos en el taller de su madre, el atelier como solía llamarlo ella, una modista de cierta fama, que diseñaba ya cuatro o cinco colecciones al año, y repetía como un lorito lo de la tensión de la creación, la responsabilidad social del creador y el impacto del "pret-a-porter" en los modos de vida urbanos contemporáneos, una auténtica imbécil. Mi madre había sido clienta suya hacía años, antes de que se subiera a la parra. Yo la acompañaba a veces a las pruebas, y me sentaba en un enorme sillón con una pila de gruesas revistas francesas, espléndidas modelos con pendientes enormes y aparatosos sombreros, me encantaba mirarlas.
Él caminaba delante de mí. Al pasar junto a uno de los sofás del pasillo cogió con la punta de los dedos, sin detenerse, dos grandes cojines cuadrados. Al final se abría una gran puerta doble, la sala de pruebas. Encendió la luz, tiró los cojines en el suelo, me hizo un gesto vago con_ la mano para indicarme que entrara, y desapareció.
El sillón seguía allí, en el mismo sitio, habría jurado que era el mismo, con otra tapicería.
– Lulú…
No recordaba los espejos, sin embargo, las paredes estaban forradas de ellos, espejos que se miraban en otros espejos que a la vez reflejaban otros espejos y en el centro de todos ellos estaba yo, yo con mi espantoso jersey marrón y la falda tableada, yo de frente, yo de espaldas, de perfil, de escorzo…
– ¡Lulú! -ahora chillaba, desde no sé dónde.
– Qué…
– ¿Quieres una copa?
– No, gracias.
…yo, un corderito blanco con un lazo rosa anudado alrededor del cuello, como la etiqueta del detergente que anunciaban, todavía lo anuncian, en televisión.
Pablo volvió con un vaso en la mano y se sentó en el sillón, a mirarme.
Yo estaba colorada pero no se me notaba, nunca se me nota, soy demasiado morena, y seguía allí plantada en medio de la sala, no me había movido porque no sabía qué tenía que hacer, adónde tenía que ir.
– Desde luego, en mi vida he visto unos zapatos tan horribles.
No bajé la vista porque me los sabía de memoria y desde luego eran horribles.
– ¿No os dejan llevar tacones en el colegio?
No, evidentemente no, menuda tontería, no podías llevar zapatos de tacón en un colegio de monjas, ni siquiera en sexto, aunque te dejaran salir a fumar en los recreos.
– No, no nos dejan -le respondí, de todas formas.
– Quítatelos -sus palabras sonaban como si fueran órdenes, eso me gustó, y me descalcé-. Ven aquí
– se dio una palmada sobre el muslo.
Me acerqué y me senté encima de él, encajando mis piernas entre su cuerpo y los brazos del sillón.
Antes, instintivamente, nunca he llegado a saber por qué, ni tampoco importa, me levanté hacia atrás la falda, que quedó colgando sobre sus rodillas, mientras la parte posterior de mis muslos rozaba directamente la tela de sus pantalones.
Aquel gesto le sorprendió mucho:
– Dónde has aprendido eso? -su cara reflejaba nuevamente una especie de asombro complacido.
– ¿El qué? -no entendía, no era consciente de haber hecho nada en especial.
– A levantarte la falda antes de sentarte en las rodillas de un tío. No es un gesto natural.
Posiblemente tenía razón, no era un gesto natural, pero no sabía de qué me estaba hablando.
– No sé, no te entiendo.
– Da igual -daba igual. Estaba contento. Sonreía. Me besó en los labios suavemente-. Quítate el jersey y ahora pórtate bien, no hables, no te rías. Voy a llamar por teléfono.
Me saqué primero la manga izquierda, luego me lo pasé por el cuello; cuando estaba terminando con el brazo derecho me quedé helada.
– Marcelo? Hola, soy yo -al otro lado debía de estar mi hermano, no hay muchos Marcelos por ahí-. Nada, muy bien…
Me arrancó el jersey de las manos, se encajó el teléfono entre la barbilla y el cuello y empezó a desabrocharme la blusa, apenas dos botones cojos, yo no me movía, no respiraba siquiera, estaba paralizada, completamente bloqueada.
– No, no ha estado mal, en serio, al tío no hay un Dios que lo aguante, ya sabes, pero la gente se lo ha pasado bien, ha chillado, ha llorado y se ha ido a casa contenta -adoptó un tono épico, como los locutores de televisión cuando transmiten un partido de la selección nacional-, en suma, te has perdido otra jornada de gloria para el socialismo español, camarada, una más, estamos embalados… -podía escuchar las carcajadas de mi hermano, al otro lado del teléfono, Pablo también se reía, ni siquiera yo soy capaz de mentir mejor.
Me pasó las manos por detrás y me desabrochó el sujetador, un Belcor enorme, modelo inevitable años setenta, color carne, cuadraditos en relieve y tres florecitas de tela en el centro, cuya contemplación le había provocado exagerados y mudos espasmos de horror. Tapó el auricular con la mano, me pasó un dedo por debajo de la hombrera y me susurró al oído:
– ¿Esta es la pérfida estrategia de tu madre para que lleguéis todas vírgenes al matrimonio, o qué?
Me quitó la blusa y el sujetador, cambiándose el teléfono constantemente de sitio.
– ¡Ah! Lulú…, Lulú ha sido mi buena acción del día… -me miraba y sonreía, estaba guapísimo, más guapo que nunca, encantado con su papel de concienzudo pervertidor de menores satisfecho de sí mismo-. Una roja más, tío, he hecho una roja más, sin cursillo, ni Gorki, ni nada. Se lo ha pasado de puta madre, en serio -hablaba despacio, mirándome, y recalcando las palabras, hablaba para Marcelo y para mí al mismo tiempo, y me pasaba el vaso por los pezones, dejando una estela húmeda, gratuita, porque tenía los pechos de punta desde que empezó, aunque el hielo provocaba una sensación contradictoria y agradable-, no te lo imaginas, ha levantado el puño, ha chillado como una histérica, ha venido cantando la Internacional en el coche todo el tiempo, en fin, el repertorio completo, ya sabes -me miró-, y nunca he visto a nadie mover la boca con tanto entusiasmo, estaba encantada de la vida… -son reía, y yo le devolvía la sonrisa, ya no tenía miedo, y sí ganas de reírme, aunque no podía hacerlo.
Traté de acelerar las cosas y me desabroché la hebilla del primer cierre de la falda, pero Pablo movió negativamente la cabeza y me dio a entender que me la abrochara otra vez.
– Lo que pasa es que nos hemos encontrado con mucha gente, hemos estado bebiendo por ahí, y ahora está con un pedo que no se sostiene -me metió la mano libre debajo la falda y comenzó a acariciarme la cara interior de los muslos con la punta de los dedos-. ¡No me jodas, Marcelo! Y yo que sé… -me coló el dedo índice debajo del elástico y comenzó a moverlo de arriba abajo, muy despacio, recorriendo con el nudillo la línea de la ingle-. ¿Pero qué dices? Yo no la he llevado a beber, hemos ido a tomar una copa, solamente, y se ha emborrachado ella solita, ya es mayor, ¿no?, pero, ¿tú qué te has creído? No iba a estar toda la noche pendiente de la cría, por muy hermana tuya que sea. Se ha escabullido un par de veces, ha bebido de mi copa y de las de los demás, yo qué sé…, estaba muy excitada, le entraba bien, y al llegar aquí se ha quedado frita, no se tenía en pie. Ahora está dormida, la hemos acostado y he pensado que se podía quedar aquí, si no te importa, no me apetece nada llevarla a casa, ahora -la punta de su dedo seguía barriendo lentamente la grieta de mi sexo, y con la otra mano, sin soltar el teléfono me empujó hacia él, tuve que apoyar las manos en el respaldo del sillón para mantener el equilibrio-. ¿Qué? No, estamos en Moreto…, y no me jodas, Marcelo, ¿qué más te da? No tiene por qué enterarse nadie. ¿No ha dicho ella ya que se iba a estudiar a casa de una amiga? Pues se queda a dormir con la amiga y ya está. Total, la boda era en Huesca ¿no? No creo que tu madre tenga las antenas tan largas… No, no sé dónde está su colegio, pero ella me lo dirá, creo recordar que tiene lengua… Que no, Marcelo, te lo juro, que no le he hecho nada, nada, ni se lo pienso hacer.
Se movió hasta que mis pechos le quedaron justo encima de la cara.
Suponía que quería chuparlos o morderme, como antes, en el coche, pero no hizo nada de eso. Metió la cara en el surco y la restregó sobre mi piel, notaba su mejilla, su boca, cerrada, y su nariz, enorme, moviéndose sobre mí, apretándose contra mi carne, escondiéndose en ella como si estuviera ciego y manco, como un recién nacido que solamente dispone del tacto, el engañoso tacto del rostro, para reconocer el pecho de su madre, y cuando volvió a hablar distinguí por fin una leve sombra de alteración en su voz.
– No, no podía ir a casa, Merceditas está estudiando. Tiene un examen mañana y no quería molestarla. Además… -me regaló una mirada cómplice-, además, estoy con una tía… Sí; sí la conoces, pero me está haciendo gestos con la cabeza… no quiere que sepas quién es… -en su rostro se dibujó una expresión de cansancio-. ¿Tu hermana? Pero tío, ¿tú no sabes pensar más que en tu hermana? Tu hermana está durmiendo la mona dos cuartos más allá. La estoy oyendo roncar. No se entera de nada -Marcelo debió decir algo gracioso, porque él se rió-. Pero tío, en serio, no te pases de sensible. ¿Qué coño le importa a Lulú que yo le ponga los cuernos a mi novia? ¿Por qué se iba a sentir herida? Aunque ella crea que está enamorada de mí, no es más que una niña. Los tíos no se acuestan con niñas pequeñas, sólo en las novelas, y ella se dará cuenta, supongo, no es tonta -me puse todavía un poco más colorada, la cara me quemaba-. Además… ¿cuántos años tiene? Si nos ve, mejor para ella, ya tiene edad para matar se a pajas -de momento, no reaccioné-. ¿Sí?, no me
digas…
Abrió la boca y se agarró firmemente a uno de mis pezones, estirando de tanto en tanto la carne entre los dientes. Luego, de repente, se separó de mí, se echó para atrás y se quedó mirándome, con los ojos como platos y la boca entreabierta, pasándose la lengua por el borde de los dientes. Su dedo cambió de posición. Salió del elástico y se posó en el centro de mi sexo. Su movimiento se hizo inequívoco.
Ya no me rozaba, ni me acariciaba. Me estaba mas turbando por encima de las bragas.
– Pero… ¿qué cojones es una pauta dulce?
Sentí que me moría de vergüenza. Nunca hubiera creído que Marcelo fuera capaz de hacer una cosa así, pero lo hizo. Se lo contó. Se lo contó todo. Pablo me miraba con expresión incrédula. Yo me sentía mal. Tenía los ojos fijos en mi falda.
– ¡Qué pena de país, tío, qué vergüenza! -aquello era como una jaculatoria, Marcelo y él lo repetían a cada paso, por cualquier cosa-. Una flauta dulce… ¡Pobre Lulú, qué bestia!
Me sentía dividida entre dos sensaciones muy distintas. Muerta de vergüenza por un lado, incapaz de mirar a Pablo a los ojos, y a punto de correrme, de correrme con las manos quietas, al mismo tiempo, porque me lo estaba haciendo muy bien, a pesar de la tela, o quizás precisamente gracias a la tela, su dedo presionaba con la intensidad justa, no me hacía daño, ni me irritaba la piel, como el contacto zafo, exasperante pero no agradable, de todos los demás.
– ¿Cómo te enteraste? ¡Te lo contó ella…! Y por cierto, ¿de quién era la flauta? ¡De Guillermito! ¡Bien por Lulú! Lenta pero segura…
Sin dejar de tocarme, me cogió por la barbilla y me levantó la cara.
– Mírame -un susurro casi inaudible.
Le miré. Estaba sonriendo, me sonreía. Volví a bajar la vista.
– No me extraña que te la pusiera dura, tío, me estás poniendo burro tú a mi por teléfono… Sí, tiene gracia, es una nueva experiencia, después de tantos años. Y tú ¿qué hiciste? Si yo hubiera estado en tu lugar, te juro que me la hubiera follado sin pensarlo… Ya, siempre he sido peor hermano que tú, o mejor, vete a saber. En fin, tío, pobre Lulú -risitas- no te preocupes, yo la llevo al colegio mañana, ya te llamaré, hasta luego.
– Una flauta dulce… -había colgado el teléfono. Me estaba hablando a mí-. Mírame -y su dedo se detuvo.
No me atrevía a mirarle, ni a hacer nada, aunque le echaba de menos entre las piernas.
Me sujetó por los hombros y me sacudió.
– ¡Me cago en la hostia! Lulú, mírame porque te juro que te visto ahora mismo y te llevo a tu casa.
La misma amenaza, el mismo resultado.
Levanté otra vez la cabeza y le miré. Salía de una bañera llena de agua tibia, templada, y no tenía toalla para secarme…
Le brillaban los ojos. Tenía un aire casi animal.
Me estaba haciendo daño en los brazos.
– Por dónde te la metiste, por la boquilla o por el extremo de abajo?
– Por arriba -las palabras salieron espontánea mente de mi boca.
– Y ¿te gustó?
– Sí, me gustó, aunque era demasiado estrecha, no la notaba mucho, de verdad, sólo la boquilla, lo demás no lo notaba; de todas maneras Amelia me pilló enseguida, casi no me había dado tiempo a enterarme, de verdad, Pablo, te lo juro…
Empecé a verle borroso. Tenía dos lágrimas enormes en la punta de los ojos. Cambió de tono, aflojó los brazos, y me habló, me dijo casi lo mismo que me había dicho Marcelo, aquella noche, cuando fui a contárselo, aterrada, porque su cuarto era el único sitio del mundo adonde podía ir.
– Perdóname, no quería asustarte, en realidad no hay de qué asustarse. Vamos, pero si no pasa nada. Es que tiene gracia, una flauta dulce, la flauta de Guillermito, todavía me acuerdo, cuando nacieron los mellizos, los odiabas, habías dejado de ser la pequeña y los odiabas, ahora te has vengado de él en su flauta, me he reído solamente por eso, en serio. Las demás no tienen tanta imaginación, se conforman con un dedo. Eres una chica mayor, una chica sana, ejerces un derecho y…, y…, no me acuerdo, las feministas tienen una frase para casos como éste, pero ahora no me acuerdo, de todas maneras da igual, está bien, es lógico… Todo el mundo lo hace, aunque las mujeres no lo digan -me secó las lágrimas con la punta de los dedos-. Si dejas de llorar, te portas bien y me lo cuentas todo, te compraré en alguna parte un consolador de verdad, para ti sola.
– Nunca he tenido nada para mí sola.
– Ya lo sé, pero yo te lo regalaré para que pienses en mí cuando lo uses. Ya sé que no es una idea muy original, pero me gusta -la última observación la debió de hacer para sí mismo, porque no la entendí. Por lo demás, casi siempre pensaba en él cuando me masturbaba, aunque, obviamente, no se lo podía decir-. ¿De acuerdo?
Asentí con la cabeza, sin saber exactamente en qué estábamos de acuerdo. Nunca en mi vida había estado tan confusa.
– Ponte de pie.
Me levanté.
Nos besamos un rato muy largo, frotándonos el uno contra el otro.
Me enrolló completamente el borde de la falda en la cintura, dejando mi vientre al descubierto. Los espejos me devolvieron una extraña imagen de mí
misma.
– Siéntate y espérame, ahora vengo.
Se dirigió a la puerta y entonces, a pesar de mi aturdimiento, me di cuenta de que tenía algo importante que decir. Le llamé y se volvió hacia mí, encajando el hombro contra el quicio de la puerta.
– Nunca me he acostado con un tío, antes…
– No vamos a acostarnos en ninguna parte, boba, por lo menos de momento. Vamos a follar, solamente.
– Quiero decir que soy virgen.
Me miró un momento, sonriendo, y desapareció.
Me senté y le esperé. Traté de analizar cómo me sentía. Estaba caliente, cachonda en el sentido clásico del término. Cachonda. Sonreí. Me había llevado cientos de bofetadas sin entender por qué, después de pronunciar esa palabra, uno de los términos más habituales de mi vocabulario. Cachonda, sonaba tan antiguo… La pronuncié muy bajito, estudiando el movimiento de mis labios en el espejo.
– Pablo me ha puesto cachonda -era divertido. Lo dije una y otra vez, mientras me daba cuenta de que estaba guapa, muy guapa, a pesar de las espinillas de la frente.
Pablo me había puesto cachonda.
El estaba ahí, con una bandeja llena de cosas, mirando cómo movía los labios, quizás incluso me había oído, pero no dijo nada, cruzó la habitación y se sentó delante de mí, con las piernas cruzadas como un indio. Pensé que iba a comerme, al fin y al cabo me lo debía, pero no lo hizo.
Me quitó las bragas, me atrajo bruscamente hacia sí, obligándome a apoyar el culo en el borde del sofá, y me abrió todavía más, encajándome las piernas sobre los brazos del sillón.
– Venga, empieza, te estoy esperando.
– ¿Qué quieres saber?
– Todo, quiero saberlo todo, de quién fue la idea, cómo te pilló Amelia, qué le contaste a tu hermano, todo, vamos.
Tomó una esponja de la bandeja, la sumergió en un tazón lleno de agua tibia y comenzó a frotarla contra una pastilla de jabón, hasta que se volvió blanca.
Yo ya había comenzado a hablar, hablaba como un autómata, mientras le miraba y me preguntaba qué pasaría ahora, qué iba a pasar ahora.
– Bueno… es que no sé qué decirte. A mí me lo dijo Chelo, pero la idea fue de Susana, por lo visto.
Quién es Susana? ¡Una alta, castaña, con el pelo muy largo?
– No, ésa es Chelo.
– Ah, entonces… ¿cómo es Susana? -sumergió la esponja en la taza hasta que se llenó de espuma.
– Es baja, muy menuda, también castaña pero tirando más a rubia, tienes que haberla visto en casa.
– Ya, sigue.
No me podía creer lo que estaba pasando. Había alargado la mano y me estaba enjabonando con la esponja. Me lavaba como a una niña pequeña. Aquello me descolocó por completo.
– Pero… ¿qué haces?
– No es asunto tuyo, sigue.
– Si el coño es mío, lo que hagas con él también será asunto mío -mi voz me sonó ridícula a mí misma, y él no me contestó. Seguí hablando-. Pues, Susana lo hace mucho, por lo visto, quiero decir, meterse cosas, y entonces le contó a Chelo que lo mejor, lo que más le gustaba, era la flauta, entonces decidimos que lo probaríamos, aunque la verdad es que a mí me parecía una guarrada, por un lado, pero lo hice, Chelo al final no, siempre se raja, y bueno, ya está, ya lo sabes, no hay nada más que contar.
Colocó una toalla en el suelo, justo debajo de mí.
Me resultaba imposible no mirarme en el espejo, con el pelo blanco, fantasmagóricamente cana.
– ¿Cómo te pilló Amelia?
– Bueno, como dormimos en el mismo cuarto, ella, yo y Patricia…
– Patricia, ella y yo… -me corrigió.
– Patricia, ella y yo -repetí.
– Muy bien, sigue.
– Creí que estaba sola en casa, sola por una vez en la vida, bueno, Marcelo estaba, y José y Vicente también, pero viendo la televisión, y como estaban poniendo un partido, pues pensé… -se sacó una cuchilla de afeitar del bolsillo de la camisa-. ¿Qué vas a hacer con eso?
Me miró a la cara con su mejor expresión de no pasa nada, aunque me sujetó firmemente los muslos, por lo que pudiera suceder.
– Es para ti -contestó-. Te voy a afeitar el coño.
– ¡Ni hablar! Me eché hacia adelante con todas mis fuerzas, intentaba levantarme, pero no podía. El era mucho más fuerte que yo.
– Sí -parecía tan tranquilo como siempre-. Te lo voy a afeitar y te vas a dejar. Lo único que tienes que hacer es estarte quieta. No te va a doler. Estoy harto de hacerlo. Sigue hablando.
– Pero… ¿por qué?
– Porque eres muy morena, demasiado peluda para tener quince años. No tienes coño de niña. Y a mí me gustan las niñas con coño de niña, sobre todo cuando las voy a echar a perder. No te pongas nerviosa y déjame. Al fin y al cabo, esto no es más deshonroso que calzarse una flauta escolar, dulce, o como se llame…
Busqué una excusa, cualquier excusa.
– Pero es que en casa se van a dar cuenta y como Amelia me vea se lo va a cascar a mamá, y mamá…
– ¿Por qué se va a enterar Amelia? No creo que os hagáis cosas por las noches.
Yo -me había puesto tan histérica que ni siquiera tuve tiempo de ofenderme por lo que acababa de decir-, pero ella y Patricia me ven cuando me visto y cuando me desnudo, y los pelos se transparentan
– aquello me tranquilizó, creí haber estado brillante.
– Ah, bueno, pero no te preocupes por eso, te voy a dejar el pubis prácticamente igual, sólo pienso afeitarte los labios.
– ¿Qué labios?
– Estos labios -dejó que dos de sus dedos resbalaran sobre ellos. Yo había pensado que haría exactamente lo contrario, y me pareció que el cambio era para peor, pero ya había decidido no pensar, por enésima vez, no pensar, al paso que íbamos el cerebro se me fundiría aquella misma noche.
– Ábretelo tú con la mano, por favor… -lo hice-, y sigue hablando. ¿Qué hiciste cuando te vio Amelia?
Noté el contacto de la hoja, fría, y sus dedos, estirándome la piel, mientras volvía a hablar, a escupir las palabras como una ametralladora.
– Bueno, pues, no sé… Cuando quise darme cuenta, ella ya estaba allí delante, chillando mi nombre. Salió corriendo de la habitación, con el paraguas, dando un portazo… -la hoja se deslizaba suavemente, encima de aquello que acababa de aprender que se llamaban también labios. No sentía dolor, era más bien como una extraña caricia, pero no lograba quitarme de la cabeza la idea de que se le podía ir la mano. Apenas le veía la cara, sólo el pelo, negro, la cabeza inclinada sobre mí, y yo salí corriendo detrás de ella. No fue al cuarto de estar, menos mal, se fue directamente por la puerta de la calle, con el paraguas, debía de haber venido solamente a buscarlo. Entonces pensé que no tenía a nadie más que a Marcelo, y fui a contárselo, todavía llevaba la flauta en la mano… -la cuchilla se desplazó hacia fuera, me estaba rozando el muslo-, él estaba en su cuarto, tenía un montón de papeles encima de la mesa y no sé qué hacía con ellos, se rió, se rió mucho, y me dijo que no me pusiera nerviosa, que él le taparía la boca a Amelia, que no se chivaría por la cuenta que le traía, y me habló como tú hace un rato…
Yo pensaba que no me escuchaba, que me hacía hablar a lo loco, como cuando me operaron del apéndice, para tenerme ocupada en algo, pero me preguntó qué me había dicho exactamente.
– Pues eso, que era normal, que todo el mundo se hacía pajas y que no pasaba nada.
– Ya… -su voz se hizo más profunda-. ¿Y no te tocó?
Recordé lo que había dicho antes por teléfono -yo en tu lugar me la hubiera follado sin pensarlo-, y me estremecí.
– No… -debía de haber dado por concluido mi labio derecho porque noté el escalofrío helado de la hoja sobre el izquierdo.
– No te ha tocado nunca?
– No. ¿Pero tú qué te has creído? -sus insinuaciones me sonaban como a ciencia ficción.
– No sé, como os queréis tanto…
– ¿Tocas tú a tu hermana? -me respondió con una carcajada, tuve miedo de que le temblara la
mano.
– No, pero es que mi hermana no me gusta…
– ¿Y yo sí te gusto? -mis amigas decían que jamás se debe preguntar eso a un tío directamente, pero yo no lo pude evitar. El se echó para atrás y me miró a los ojos.
– Sí, tú me gustas, me gustas mucho, y estoy seguro de que le gustas a Marcelo también, y quizás hasta a tu padre, aunque él jamás lo reconocería -sonrió-. Eres una niña especial, Lulú, redonda y hambrienta, pero una niña al fin y al cabo. Casi perfecta. Y si me dejas acabar, perfecta del todo.
Fue en aquel momento, a pesar de lo extravagante de la situación, cuando mi amor por Pablo dejó de ser una cosa vaga y cómoda, fue entonces cuando comencé a tener esperanzas, y a sufrir. Sus palabras -eres una niña especial, casi perfecta- retumbarían en mis oídos durante años, viviría años, a partir de aquel momento, aferrada a sus palabras como a una tabla de salvación.
Él se inclinó nuevamente sobre mí e insistió en voz muy baja.
– De todas maneras, creo que nos lo deberíamos montar alguna vez los tres, tu hermano, tú y yo…
– la cuchilla se volvió a desplazar hacia fuera, esta vez al lado contrario-. Muy bien, Lulú, ya casi está.
¿Ha sido tan terrible?
– No, pero me pica mucho.
– Lo sé. Mañana te picará más, pero estarás mucho más guapa -se había echado un instante hacia atrás, para evaluar su obra, supongo, antes de esconderse otra vez entre mis piernas-. La belleza es un monstruo, una deidad sangrienta a la que hay que aplacar con constantes sacrificios, como dice mi madre…
– Tu madre es una imbécil -me salió del alma.
– Indudablemente, lo es… -su voz no se alteró en lo más mínimo y ahora estáte quieta un momento, por favor, no te muevas para nada. Estoy terminando.
Podía imaginar perfectamente la expresión de su cara aun sin verla, porque todo lo demás, su voz, su manera de hablar, sus gestos, su seguridad infinita, me eran muy familiares.
Estaba jugando. Jugaba conmigo, siempre le había gustado hacerlo. El me había enseñado muchos de los juegos que conocía y me había adiestrado para hacer trampas. Yo había aprendido deprisa, al mus éramos casi invencibles. El solía hacer trampas, y solía ganar.
Cogió una toalla, sumergió un pico en otra taza y la retorció por encima de mi pubis que, fiel a su palabra, estaba casi intacto. El agua chorreó hacia abajo. Repitió la operación dos o tres veces antes de comenzar a frotarme para llevarse los pelos que se habían quedado pegados. Me di cuenta de que yo misma podría hacerlo mucho mejor, y más deprisa.
– Déjame hacerlo a mí.
– De ninguna manera… -hablaba muy despacio, casi susurrando, estaba absorto, completamente absorto, los ojos fijos en mi sexo.
Me besó dos veces, en la cara interior del muslo izquierdo. Luego, alargó la mano hacia la bandeja y cogió un bote de cristal color miel, lo abrió y hundió dos dedos, el índice y el corazón de la mano derecha, en su interior.
Era crema, una crema blanca, grasienta y olorosa.
Rozó con sus dedos mis labios recién afeitados, depositando su contenido sobre la piel. Sentí un nuevo escalofrío, estaba helada. Entonces pensé que quedaba todavía mucho invierno y que los pelos tardarían en crecer. No iba a ser muy agradable. Pablo recopilaba tranquilamente todos los objetos que habían intervenido en la operación, devolviéndolos a la bandeja, que empujó a un lado.
Entonces, también él se desplazó hacia mi derecha, desbloqueando el espejo que tenía delante.
Mi sexo me pareció un montoncito de carne roja y abultada. A ambos lados de la grieta central, se extendían dos largos trazos blancos. La visión me recordó a Patricia, de bebé, cuando mamá le ponía bálsamo antes de cambiarle los pañales.
Pablo me miraba y sonreía.
– ¿Te gustas? Estás preciosa…
– ¿No me la vas a extender?
– No. Hazlo tú.
Alargué la mano abierta, preguntándome qué sentiría después. Mis yemas tropezaron con la crema, que se había puesto blanda y tibia, y comenzaron a distribuirla arriba y abajo, moviéndose uniformemente sobre la piel resbaladiza, lisa y desnuda, caliente, igual que las piernas en verano, después de la cera, hasta hacer desaparecer por completo aquellas dos largas manchas blancas.
Después, me resistí a abandonar. La tentación era demasiado fuerte, y dejé que mis dedos resbalaran hacia dentro, una vez, dos veces, sobre la carne hinchada y pegajosa. Pablo se acercó a mí, me introdujo un dedo muy suavemente, lo extrajo y me lo metió en la boca. Mientras lo chupaba, le oí murmurar:
– Buena chica…
Estaba arrodillado en el suelo, delante de mí. Me cogió de la cintura, me atrajo hacia él, bruscamente, y me hizo caer del sillón.
El choque fue breve. Me manejaba con mucha facilidad, a pesar de que era, soy, muy grande.
Me obligó a darme la vuelta, las rodillas clavadas en el suelo, la mejilla apoyada en el asiento, las manos rozando la moqueta. No podía verle, pero le escuché.
– Acaríciate hasta que empieces a notar que te corres y entonces dímelo.
Jamás había imaginado que sería así, jamás, y sin embargo no eché nada de menos. Me limité a seguir sus instrucciones y a desencadenar una avalancha de sensaciones conocidas, preguntándome cuándo debía detenerme, hasta que mi cuerpo comenzó a partirse en dos, y me decidí a hablar.
– Me voy…
Entonces me penetró, lentamente pero con decisión, sin detenerse.
Desde que lo había anunciado, desde que me lo había advertido -vamos a follar, solamente-, me había propuesto aguantar, aguantar lo que se me viniera encima, sin despegar los labios, aguantar hasta el final. Pero me estaba rompiendo. Quemaba. Yo temblaba y sudaba, sudaba mucho. Tenía frío.
Mi resistencia fue efímera.
Antes de que quisiera darme cuenta, le estaba pidiendo que me la sacara, que me dejara por lo menos un momento, porque no podía, no lo soportaba más.
Ni me contestó ni me hizo caso. Cuando llegó hasta el fondo, se quedó inmóvil, dentro de mí.
– No te pares ahora, patito, porque voy a empezar a moverme y te va a doler.
Su voz desarboló mis últimas esperanzas. No iba a servir de nada protestar, pero tampoco me podía quedar allí parada, sufriendo. No estoy hecha para soportar el dolor, por lo menos en grandes dosis. No me gusta. De forma que decidí seguir sus instrucciones, otra vez. Intenté recuperar el ritmo perdido.
Él me imprimía un ritmo distinto, desde atrás. Aferrado a mis caderas, entraba y salía de mí a intervalos regulares, atrayéndome y rechazándome a lo largo de aquella especie de barra incandescente que ya no se parecía nada al inocuo juguete con resorte que me había llenado la boca un par de horas antes, y mucho menos todavía a la célebre flauta dulce.
El dolor no se desvanecía, pero, sin dejar de ser dolor, adquiría rasgos distintos. Seguía siendo insoportable en la entrada, allí me sentía estallar, resultaba asombroso no escuchar el rasguido de la piel, tensa hasta la transparencia. Dentro, era distinto. El dolor se diluía en notas más sutiles, que se manifestaban con mayor intensidad a medida que me acoplaba con él, moviéndome con él, contra él, mientras mis propios manejos comenzaban a demostrar su eficacia.
El dolor no se desvaneció, siguió allí todo el tiempo, latiendo hasta el final, hasta que el placer se desligó de él, creció y, finalmente, resultó más fuerte.
Cuando sentía ya los últimos espasmos, y mis piernas dejaban de temblar para desaparecer del todo, Pablo se desplomó sobre mí, emitiendo un grito ahogado, agudo y ronco a la vez, y mi cuerpo se llenó de calor.
Permanecimos así un buen rato, sin movernos.
Él había escondido la cara en mi cuello, me cubría los pechos con las manos y respiraba profundamente. Yo era feliz.
Se separó de mí y le oí caminar por la habitación. Cuando intenté moverme advertí que me dolía todo. Me volví trabajosamente porque algo parecido a las agujetas, unas agujetas espantosas, me paralizaban de cintura para abajo.
El me ayudó a levantarme. Cuando le rodeé el cuello con los brazos para besarle, me levantó por la cintura, me encajó las piernas alrededor de su cuerpo y comenzó a andar conmigo en brazos, sin hablar.
Salimos al pasillo, que era largo y oscuro, un clásico pasillo de casa vieja, con puertas a un lado. La última estaba entornada. Entramos, se las arregló para encender la luz de alguna manera, y me depositó en el borde de una cama grande. Me quitó la falda y las medias, sonriéndome. Luego apartó la colcha y me empujó dentro. Se despojó de su camisa, lo único que llevaba puesto, y se deslizó conmigo debajo de las sábanas.
Aquellas notas de clasicismo, la cama y mi propia desnudez, me conmovieron y me aliviaron a un tiempo. Se habían acabado las rarezas, por lo menos de momento.
Ahora me besaba y me abrazaba, haciendo ruidos extraños y divertidos. Me peinaba con la mano, estirándome el pelo hacia atrás, y se detenía un instante, de tanto en tanto, para mirarme. Era delicioso. Notaba su piel fría y dura, su pecho desnudo -a pesar de lo establecido al respecto, siempre me han repugnado los hombres peludos-, e intuía por primera vez que aquello acabaría pesando sobre mí como una maldición, que aquello, todo aquello, no era más que el prólogo de una eterna, ininterrumpida ceremonia de posesión.
La profundidad de ese pensamiento me sorprendió a mí misma mientras rodábamos encima de la cama, que ahora resultaba un reducto caliente y cómodo, lo que me devolvió a planos menos trascendentales, sugiriéndome que en la calle debía hacer un frío espantoso, idea placentera por excelencia, mientras yo seguía allí, cobijada y segura.
En realidad no me había dolido tanto.
Aproveché una pausa para indagar acerca de algo que me venía obsesionando desde hacía tiempo.
– ¿He sangrado mucho?
– No has sangrado nada -parecía divertido.
– ¿Estás seguro? -su respuesta me había desconcertado absolutamente.
– Sí.
– ¡Vaya por Dios!
No había sangrado nada. Nada. Aquello sí era terrible. Había pasado algo importantísimo, decisivo, algo que no se volvería a repetir jamás, y mi cuerpo no se había dignado a conmemorarlo con un par de gotas de sangre, un mínimo gesto dramático. Me había defraudado mi propio cuerpo. Yo había imaginado algo más truculento, más acorde con la vertiente patética de la cuestión, toda una hemorragia, un desmayo, algo, y solamente había tenido un orgasmo, un orgasmo largo y distinto, incluso de algún modo doloroso, pero un orgasmo más al fin y al cabo.
El se reía, se estaba riendo de mí otra vez, así que escondí la cara contra su hombro y renuncié a contarle lo que pensaba. Alargó la mano hacia el suelo y recogió un paquete de tabaco.
– ¿Un pitillito de película francesa? -su voz era risueña todavía.
– ¿Por qué dices eso?
– No sé…, en las pelis francesas siempre fuman después de follar.
– ¿Y por qué dices siempre follar, en vez de hacer el amor, como todo el mundo?
– Ah, ¿y quién te ha dicho a ti que todo el mundo dice hacer el amor?
– Pues no sé…, pero lo dicen. -Había aceptado, por supuesto. Era un placer adicional, fumar, otra cosa que no se debía hacer.
– Decir "hacer el amor" es un galicismo y una cursilada -había adoptado un tono casi pedagógico-, y además, aun siendo una expresión de origen extranjero, en castellano "hacer el amor" ha significado siempre tirar los tejos, no follar. "Follar" suena fuerte, suena bien, y además tiene un cierto valor onomatopéyico, se parece mucho a fuelle… Joder también vale, aunque últimamente, está muy desvirtuado, se ha quedado antiguo.
– Como cachonda…
– Exacto, como cachonda, pero esa palabra me gusta -me sonrió, seguramente me había oído, antes-. Finalmente, el sexo, es decir, follar, follar a secas, es algo que no está necesariamente relacionado con el amor, de hecho son dos cosas completamente distintas…
Entonces comenzó la clase teórica, la primera.
Habló y habló en solitario, durante mucho tiempo. Yo apenas me atrevía a interrumpirle, pero me esforzaba por retener cada una de sus palabras, por retenerle a él, en mi cabeza, mientras hablaba del amor, de la poesía, de la vida y de la muerte, de la ideología, de España, del Partido, de Marcelo, del sexo, de la edad, del placer, del dolor, de la soledad.
Después apagó el último pitillo, se quedó mirándome de una forma extraña, especialmente intensa, sonrió, como si quisiera borrar de su rostro la expresión anterior y me dijo algo así como bah, no me hagas ni caso.
Apartó la sábana y comenzó a recorrer mi cuerpo con una mano. Yo miraba su mano y le miraba a él, y le encontraba hermoso, demasiado hermoso, demasiado grande y sabio para mí. Le habría acariciado, le habría besado y mordido, le habría arañado, no sé por qué, sentía que debía hacerle daño, atacarle, destruirle, pero tenía miedo de tocarle.
Me penetró otra vez, de una forma muy distinta, suavemente, lentamente, encima de mí, moviéndose con cuidado, como si quisiera evitar hacerme daño.
Fue un polvo extraño, dulce, casi conyugal, casi.
Me pedía constantemente que abriera los ojos y que le mirara, pero yo no podía hacerlo, sobre todo cuando mi sexo comenzaba a hincharse, a engordar ostentosamente, y me imponía la estúpida obligación de estar a solas, sola con él, para poder advertir plenamente su grotesca metamorfosis, de todas maneras lo intentaba, intentaba mirarle, y abría los ojos, y le encontraba allí, la cara colgando sobre la mía, la boca entreabierta, y veía mi cuerpo, mis pezones erguidos, largos, y mi vientre que temblaba, y el suyo, veía cómo se movía su polla, cómo se ocultaba y reaparecía constantemente más allá de mis pocos pelos supervivientes, pero el mero hecho de ver, de mirar lo que estaba sucediendo, aceleraba las exigencias de mi sexo, que me obligaba otra vez a cerrar los ojos, y entonces volvía a escuchar su voz, mírame, y si me obstinaba en mi soledad, notaba también sus acometidas, mucho más violentas de repente, nuevamente hirientes, por no abrir los ojos, dejaba caer sobre mí todo el peso de su cuerpo, resucitando el dolor, moviéndose deprisa, y bruscamente, hasta que le obedecía, y abría los ojos, y todo volvía a ser húmedo, fluido, y mi sexo respondía, se abría y se cerraba, se deshacía, yo me deshacía, me iba, sentía que me iba, y dejaba caer los párpados inconscientemente, para volver a empezar.
Hasta que una vez me permitió mantener los ojos cerrados y me corrí, mis piernas se hicieron infinitas, mi cabeza se volvió pesada, me escuché a mí misma, lejana, pronunciar palabras inconexas que no sería después capaz de recordar, y todo mi cuerpo se redujo a un nervio, un solo nervio tenso pero flexible, como una cuerda de guitarra, que me atravesaba desde la nuca hasta el vientre, un nervio que temblaba y se retorcía, absorbiéndolo todo en sí mismo.
Fue un polvo dulce, casi conyugal, casi, pero al final, cuando ya estaba exhausta y mi cuerpo amenazaba con retornar cuerpo, extenso y sólido, a partir de aquel único nervio erizado y harto, él salió de mí, dio un par de zancadas hacia adelante sobre las rodillas, apoyó la mano izquierda en la pared y me la metió en la boca.
– Trágatelo todo.
Apenas tuve que hacer nada más, aguantar cinco o seis empellones que no habría podido evitar ni aun queriéndolo, porque me mantenía sujeta entre sus piernas, cerrar los labios en torno a la carne pegajosa, percibir su sabor, mi propio sabor, distinto al de antes, y tragar, tragar aquella especie de pomada viscosa y caliente, dulce y ácida a la vez, con un remoto regusto a las medicinas que amargan la infancia de los niños felices, tragar y aguantarme las ganas de toser a medida que avanzaba a través de mi garganta aquel fluido espeso y asqueroso, asqueroso, al que jamás me he acostumbrado ni me acostumbraré, jamás, a pesar de los años y de la firme autodisciplina que imponen los buenos propósitos.
A él le gustaba, sin embargo. Mientras escuchaba sus gemidos apagados y acompañaba sus movimientos con mi propia cabeza, para evitar la náusea que me sacudía cuando me quedaba quieta, trataba de segregar la mayor cantidad de saliva posible para impulsar hacia dentro la última dosis, igual que con las coles de Bruselas; que saben a podrido, y pensaba, pensaba que a él le gustaba, al fin y al cabo, y me venía a la mente una de las eternas jaculatorias de Carmela, la tata que mi madre había aportado al matrimonio, una vieja beata que olía mal y estaba reventada de esclerosis, imbécil perdida ya, e iba repitiendo como un fantasma por el pasillo, el Señor nos la da y el Señor nos la quita, con el ABC en la mano, abierto por la página de las esquelas y de los "Gracias, Espíritu Santo", el Señor nos la da y el Señor nos la quita, él me lo da y él me lo quita, está bien, se cierra el ciclo, todo comienza y termina en el mismo sitio, a él le gusta y está bien así.
La primera clase teórica había sido todo un éxito.
Después bebí, bebí litros de agua, siempre bebo agua después, y no sirve de nada, pero es lo único que se puede hacer, beber agua. Estaba muy cansada, muy contenta también. Me di la vuelta, tenía sueño. El me arropó, se tendió del mismo lado que yo, me abrazó, respirando contra mi cabeza y me dio las buenas noches, a pesar de que estaba amaneciendo ya.
Me dormí con un sueño placentero y pesado, como el que me vencía después de pasar un día en el monte.
No recuerdo nada más, en especial.
Me despertó la luz del sol y él no estaba a mi lado.
Preferí no imaginar que hubiera desaparecido, dejándome allí tirada, en el taller de su madre, donde por cierto no se oían ruidos, no parecía que estuviera trabajando nadie, y me concentré en calcular la hora.
Debía de ser muy tarde ya, no iba a llegar ni a la tercera clase.
Al rato, escuché el ruido de una cerradura vieja y falta de grasa, estaban abriendo la puerta. Podía ser él, pero también podía ser cualquier otra persona. Me tapé la cabeza con la sábana, y procuré permanecer inmóvil, escuché pasos y ruidos, no parecían tacones pero nunca se sabe, venían hacia mí, luego noté el peso de algo, me habían tirado algo encima.
– Las porras frías suelen estar incomibles… -era su voz. Asomé la cabeza y le vi allí, encajado en el quicio de la puerta, sonriente-. ¿Qué quieres desayunar?
– Café con leche -yo también le sonreí, nunca había sido tan feliz en toda mi vida, nunca.
Desapareció. Me vestí deprisa, estaba hambrienta.
No despegué los labios hasta que hube engullido siete enormes y exquisitas porras todavía calientes, uno de mis alimentos favoritos, mientras él me miraba e insistía en que no quería más, en que solía tomar solamente una.
– ¿Sabes? A mi madre le revienta que nos gusten más las porras que los churros, porque dice que ensucian más, que son más grasientas, como más bastas, ¿comprendes? -me reía yo sola, al acordarme-, dice que un churro se puede comer con dos deditos, porque siempre lo dice en diminutivo, deditos, y queda bien, queda fino, pero comer porras en público, aunque sea con dos deditos… -no pude seguir, me atragantaba, se me saltaban las lágrimas de risa, él se reía conmigo.
– Eres muy lista, Lulú…
– Muchas gracias -pero mientras le contestaba comprendí que alguna vez debería volver al mundo real-. ¿Qué hora es? -en realidad, casi prefería no saberlo.
– La una menos veinte.
– ¡La una menos veinte! -las piernas me temblaban, se iba a organizar una escandalera de mucho cuidado- pero… yo tenía clase hoy.
– He decidido perdonártela, anoche te portaste muy bien -sonreía, me di cuenta de que para él aquello no tenía ninguna importancia, el colegio, la falta de asistencia, un día más o menos.
Quizás tenía razón, no era para tanto.
Seguramente, Chelo colaboraría, siempre lo hacía, le contaría a mi madre que me había despertado con empacho y que en su casa habían decidido dejarme en la cama; lo de la tutora tenía peor solución. En cualquier caso, existían riesgos mayores que ése.
– ¿Se lo vas a contar a Marcelo?
– No, se moriría de celos -se sonrió para sí mismo, de una manera extraña-. Además, lo que hemos hecho no deja de socavar los cimientos del régimen…
Salimos a la calle, hacía un día excelente, frío pero limpio, el sol calentaba a pesar de la fecha. Le pedí que me llevara a la puerta del colegio, tenía que ver a Chelo, prepararme una coartada antes de volver a casa.
Condujo en silencio todo el tiempo, yo tampoco tenía ganas de hablar, pero cuando se detuvo al otro lado de la calle, enfrente de la verja, se volvió hacia mí.
– Quiero que me prometas algo -su voz se había vuelto repentinamente grave.
Asentí con la cabeza.
– Quiero que me prometas que, pase lo que pase, recordarás siempre dos cosas. Dime que lo harás.
Asentí nuevamente.
– La primera es que el sexo y el amor no tienen nada que ver…
– Eso ya me lo dijiste anoche.
– Bien. La segunda es que lo de anoche fue un acto de amor -me miró a los ojos con una intensidad especial-. ¿De acuerdo?
Me paré a meditar unos segundos, pero fue inútil. No sabía qué quería decir con todo eso.
– No te entiendo.
– No importa, prométemelo.
– Te lo prometo.
Me sonrió, me dio un beso en la frente, me abrió la puerta y se despidió de mí.
– Adiós Lulú, sé buena, y no crezcas.
No entendía absolutamente nada y volví a sentirme mal, como un corderito blanco con un lazo rosa alrededor del cuello.
No sabía qué decir. Al final, salí sin decir nada.
Caminé deprisa, en dirección a la verja, sin mirar para atrás. Vi a Chelo, y ella me vio a mí, se quedó mirándome con cara de extrañeza. El coche de Pablo se perdió entre centenares de coches.
Me sentía mal, todavía.
– Pero tú, ¿de dónde sales? -Chelo estaba asombrada y entonces pensé que a lo mejor se me notaba en la cara, que me había cambiado la cara.
La cogí del brazo y comenzamos a andar en dirección a casa.
Se lo conté, se lo conté a medias, omitiendo la mayor parte de los detalles, ella me miraba con ojos de alucinada, intentaba interrumpirme, pero yo no se lo permitía, ignoraba sus constantes exclamaciones, y seguía hablando, hablé hasta llegar al final, y a medida que hablaba desaparecía aquella desagradable sensación, volvía a estar contenta, y satisfecha conmigo misma.
De repente se paró en seco, me resbaló un pie sobre un alcorque y estampé la nariz contra una acacia. Clásico de mí, no tengo reflejos.
Se quedó quieta mirándome. En su cara se dibujó una expresión conocida. Estaba enfadada, enfadada conmigo, enfadada sin motivos, pensé.
– Pero, bueno, ¿cómo lo hicisteis?
– Pues ya te lo he contado, yo estaba a gatas, es decir, no exactamente a gatas, porque no tenía las manos apoyadas en el suelo…
– No quiero saber eso. Eso no me importa, lo que quiero saber es cómo lo hicisteis.
– Pero si ya te lo he contado. No te entiendo.
– ¿Estás tomando la píldora?
– No… -me quedé estupefacta, de repente. No estaba tomando la píldora, claro, no se me había ocurrido, no había pensado para nada en complicaciones de ese estilo mientras estaba con él.
– Se puso una goma? -sus ojos brillaban con furor inquisitorial.
– No, no sé, no me fijé, no le veía…
– ¿Y no te importa?
– No.
– ¡Tú estás como una cabra! -se estaba poniendo furiosa, ella sola, cada vez más furiosa, porque yo no movía un músculo de la cara, ni estaba preocupada ni iba a conseguir preocuparme, y además sus accesos de histeria ya me ponían enferma. -¡Tú…,
tú…, tú eres como un tío! Sólo vas a lo tuyo, hala, sin pensar en nada más. ¿No comprendes que te ha tomado el pelo? Es un viejo, Lulú, un viejo que te ha tomado el pelo. Échale un galgo, ahora. ¿Sabes lo que dice mi madre? Los chicos sólo se divierten…
– ¡Basta! -ahora era yo la que estaba furiosa-. No debería habértelo contado. No entiendes nada.
– ¿Qué no entiendo nada? -chillaba en medio de la calle, la gente se paraba a mirarnos-. La que no entiendes nada eres tú, que te has portado como una imbécil, tú, Lulú, que perdona que te lo diga, hija, pero es que no tienes ni pizca de sensibilidad…
La llamé, la llamé yo antes de salir del trabajo, la llamé porque es mi amiga, mi mejor amiga, y porque la quiero.
Seguía llorando, hipando, sorbiéndose los mocos.
La consolé.
Le dije que desde luego el jefe del tribunal era un cabrón y que no había derecho a que le hubieran cambiado la fecha del examen. Le dije también que estaba segura de que esta vez aprobaría, aunque no era verdad.
También yo me sentía sola aquella tarde, y no quería seguir así, acabaría llamando a Pablo, alguna vez desconectaría el contestador, la excusa estaba
fresca todavía.
Al final, propuse un plan clásico.
Si Patricia accedía a quedarse a dormir en mi casa, cobrando desde luego, menuda fenicia estaba hecha, para cuidar a Inés, nos iríamos a comer, a comer como dos gordas felices, y luego beberíamos hasta ser capaces de reírnos, reírnos por nada, como dos locas felices, y, si nos quedaban fuerzas, intentaríamos ligar en un bar de moda, ligar a lo tonto, como dos putas felices, y mañana sería otro día.
Me dijo que le parecía muy bien.
La velada resultó un desastre, un completo desastre.
Comer sí comimos, comimos un montón de cosas venenosas, cientos de miles de calorías, y con pan, pero eso no consiguió ponernos de buen humor.
Beber sí bebimos, pero nos dio triste, una borrachera llorona y triste. Chelo no sabía qué iba a hacer con su vida si suspendía las oposiciones, después de tantos años. Yo había abandonado a Pablo para disponer de la mía, de mi propia vida, y ahora tampoco sabía qué hacer con ella.
Me sobraba por todas partes.
Bebíamos en silencio, cada una con lo suyo, Chelo tenía todavía los ojos brillantes. A mí me estaban brotando las lágrimas cuando me levanté, la copa a medias, y anuncié que nos íbamos, que ya estaba bien.
Nunca lloro en lugares públicos, si puedo evitarlo.
Cuando arranqué, había decidido volver, dejar a Chelo en casa y volver otra vez. Por aquel entonces, mis días consistían en dos ocupaciones básicas, decidir volver y decidir que no volvería, ininterrumpidamente.
Era muy tarde, pero la calle estaba llena de gente, gente que se reía en grupitos, gente que recorría las terrazas de arriba a abajo, mirando en todas direcciones al acecho de una mesa libre, gente que se había sacado las copas a la calle, para mirar y dejarse ver, gente corriente que parecía divertirse.
Hacía mucho calor todavía, parecía que el verano no iba a terminar nunca.
Chelo seguía viviendo en el mismo barrio de cuando éramos pequeñas. Enfilamos una calle muy familiar para las dos, ancha y elegante, aparentemente desierta, pero ellos estaban allí.
Estaban allí, semiescondidos en los portales, emperifollados y tambaleantes sobre los tacones puntiagudos, pantalones brillantes y ceñidos, fantasmagóricos leopardos sintéticos sobre una superficie inverosímilmente lisa, escotes magnánimos, telas perfectas, perfectas, envidiables, labios rojísimos, pestañas postizas empastadas de rimmel de colores y peinados infantiles, se debían haber pasado de moda las melenas de leona y ahora casi todas llevaban coletitas, con gomas y lazos de colores, sus cabecitas cosidas con horquillitas, maripositas y manzanitas.
Obedeciendo un impulso incontrolable, disminuí la velocidad y me pegué a la acera. Chelo protestó, pero no le hice caso.
Entonces le vi, estaba muy arriba, casi en la esquina con Almagro, vestido con una especie de pijama naranja, un cinturón negro muy ancho, adornado con cadenas y monedas doradas, en medio de un grupito, besando a todos los demás, su melena intacta todavía, era un clásico.
Me acerqué a su lado, llamándole a gritos por la ventanilla.
Ely se volvió, tardó algún tiempo en reconocerme, yo no solía conducir, conducía siempre Pablo antes, y luego vino hacia mí con grandes aspavientos.
– ¡ Lulú! ¡Qué alegría!
En el coche aparcado al lado del mío, un hombre apenas un par de años mayor que yo, bien vestido y con aspecto de ejecutivo en ascenso, feliz padre de familia quizás, negociaba discretamente con dos travestis, uno alto y corpulento, el otro pequeñito, con aspecto aniñado.
Ely me plantó dos besos sonoros, uno en cada mejilla. Saludó a Chelo luego, también muy efusiva mente. No tenía buen aspecto, estaba muy avejentado, siempre habíamos sentido miedo por él, Pablo y yo, presentíamos que acabaría mal.
– ¿Qué haces aquí? -se había marchado al Sur aproximadamente un año antes-. Creí que estabas en Sevilla…
– ¡Ahg! No me hables -se echó el pelo para atrás, con una mano, llevaba las uñas pintadas de blanco nacarado, nunca se las había visto así, a lo mejor se creía que le hacían más joven-. Los sevillanos son demasiado… sevillanos, para mí. Me cansé de ellos muy pronto, echaba de menos la corte, el ambiente, no sé. Además, estoy enamorada otra vez, no puedo evitarlo, en fin, ya sabes…
Había bajado la voz para confesarlo, estoy enamorada, como si esa circunstancia fuera capaz de explicar por sí misma su traslado, estoy enamorada, lo dijo en un tono dulce y tímido, casi con unción, menuda zorra estás hecha pensé, cuando hablaba de amor olvidaba que era un hombre en realidad y no podía evitar pensar en ella en femenino.
Chelo la felicitó estruendosamente, añadiendo que tuviera cuidado, que los hombres eran muy malos. Ely le contestó que a quién se lo iba a decir, pero que de todos modos, no podía vivir sin ellos.
Eso sí, Chelo estaba de acuerdo. Yo escuchaba su diálogo, pendiente del trato que se estaba cerrando a mi izquierda. Pensé que tendría que mover el coche para dejarles salir, pero se instalaron los tres en el asiento de atrás, el cliente en el centro, y empezaron a meterse mano los unos a los otros.
– ¡Oye! -el potente acento extremeño de Ely me obligó a volverme hacia él-. ¡Vi a tu chico en la tele, hace un par de meses, en Sevilla! Sale mucho, ahora…
Asentí con la cabeza, sonriendo. Pablo tenía ya cuarenta y dos años, pero para Ely siempre sería mi chico, igual que para Milagros la desteñida era la chica de Pablo, por lo visto. Por lo demás no me extrañó, se había puesto de moda, de repente.
– Pero ¿por qué sale siempre hablando del cura ése?
– ¿De qué cura? -no le entendía. Además, últimamente procuraba no ver a Pablo por la televisión.
Los restantes participantes del coloquio, el debate, el programa o lo que fuera, solían resultar tan imbéciles que el aplomo de mi marido, su sabiduría, su media sonrisa torcida, cargada de mala leche, me recordaban que le quería, que le quería terriblemente, a pesar de todo, y eso me producía insoportables deseos de volver, me hacía añorar el lazo rosa y la piel blanca, suave, aborregada, que había vestido durante tanto tiempo.
– Pues de ese cura, de ése que lleva muerto tantos años, ahora no me sale el nombre, por Dios, sí, tienes que saber quién es, ése que estaba liado con la monjita, ésa sí que me cae bien, debía de ser muy buena persona, la monjita, y muy lista.
– Pero ¿qué monja?
– ¿Cuál va a ser? Esa de las yemas, mujer, la santa, la de Avila…
– ¡ Ah! San Juan…
– Eso, San Juan de no se qué, siempre sale hablando de lo mismo, no sé cómo no se aburre, claro que el otro día estuvo muy bien, salió un yanqui diciendo que, en realidad, cuando se machacaban con el látigo y esas cosas, lo hacían para correrse, que al final se corrían, eran masocas, ¿comprendes? -asentí con la cabeza, sabía de cuál imbécil me estaba hablando-. A mí me pareció muy simpático, dijo cosas muy graciosas, pero tu chico se cabreó mucho con él, estuvo grosero incluso, yo encantada, ya sabes que me encanta Pablo cuando se altera, se pone muy guapo, y además las canas le dan ahora algo especial, no sé qué, pero está muy bien.
Mi vecino estaba muy ocupado. Había deslizado las manos debajo de la ropa de sus dos acompañantes para extraer sus respectivos sexos, que sostuvo un momento sobre las palmas, contemplándolos apreciativamente. Uno de ellos -el pequeñito de aspecto aniñado- tenía una polla muy respetable. El otro, alto y llamativo, devoto de la estética de la vedette de revista, con boa de plumas y todo, poseía un pequeño pene tonto y encogido, que constituía a todas luces el más endeble y miserable de todos sus miembros. Desde luego nunca se sabe, eso debió de pensar también su cliente, que emitió un pequeño grito de sorpresa y alborozo antes de comenzar a acariciarles equitativamente, sin discriminar, todos son criaturas de Dios al fin y al cabo, a cada uno con una mano, mientras ellos hacían lo propio con él, besándose en la boca todo el tiempo. Ely me preguntó algo, pero no le escuché. Repitió la pregunta, en voz más alta.
– ¡Que dónde está Pablo!
– La verdad es que no lo sé. Ya no vivimos juntos.
Si le hubiera dicho que la tierra se estaba abriendo debajo de sus pies, no se habría sorprendido más. Se quedó callado, mirándome a los ojos, sin saber qué decir. Luego, comprendí que era más fuerte que él, acercó su cabeza a la mía muy sigilosamente.
– No se habrá pasado a la acera de enfrente, ¿verdad? -sonreí, allí iba a estar él, la Ely, para sacarse la primera entrada, casi sentí darle un disgusto.
– No, lo siento pero creo que no, anda liado con una pelirroja.
– Más joven que tú, claro.
Estuve a punto de mandarle a la mierda, pero me contuve.
– Sí, más joven que yo.
– Así que Pablo te ha dejado por una pelirroja…
– No -procuré hablar despacio, recalcando las palabras-, yo le he dejado a él, y él, después, se ha liado con una pelirroja.
Me había equivocado en mis apreciaciones antes. Ahora me miraba mucho más sorprendido que antes, la cabeza torcida, sonriéndome con sorna.
– ¿Que tú has dejado a Pablo? -él también recalcaba las palabras-. ¿Te piensas que yo me voy a creer que tú has dejado a Pablo…? ¡Venga ya, Lulú!
– ¡Vete a tomar por culo! -Eso es todo lo que fui capaz de contestarle, vete a tomar por culo. Estaba furiosa, y no quería que me viera llorar, el maricón ése, ¡venga ya, Lulú!, me cago en sus muertos, vete a tomar por el culo y a ver si te lo rompen de una puta vez; él me miraba como si estuviera loca, generalmente respondía con un ¡muchas gracias! o un ¡Dios te oiga!, y me hacía reír, pero aquella vez se dio cuenta de que iba en serio, vete a tomar por culo, arranqué de golpe, casi nos estrellamos con el de atrás, menos mal que acababa de recoger la mercancía e iba todavía despacio, a mi izquierda había empezado el movimiento, el ejecutivo vestido de azul se había puesto al pequeñito encima, se la iba a meter de un momento a otro, el otro se la meneaba con la mano, lo sentí por eso, me iba a perder lo mejor.
Chelo me miraba, asustada.
– ¿Qué te pasa? -no contesté-. Pero… ¿por qué te pones así? Al fin y al cabo, Ely siempre ha estado enamorado de Pablo ¿no?, eso dice él, por lo menos. ¡Por favor, Lulú, ten cuidado! Nos vamos a matar…
Conduje como una bestia, como una auténtica bestia, saltándome los semáforos, no los veía, tenía los ojos llenos de lágrimas.
No había sido capaz de encontrar mi blusa blanca, cuando me marché de casa.
Una noche, casi un año después de nuestro primer encuentro, Pablo apareció con él. Había estado firmando en la feria, una obligación que detestaba, y se lo había encontrado, Ely se había presentado con uno de sus libros en la mano y se había quedado haciéndole compañía toda la tarde, porque como de costumbre no se acercó casi nadie a la caseta. Pablo en compensación le invitó a cenar, y él mismo hizo la cena.
Llevaba una camiseta de raso rosa pálido, con tirantes muy finos y encajes en el escote, muy bonita.
– Es preciosa, la camiseta.
– Te la regalo -estaba muy gracioso, con uno de mis delantales, cociendo raviolis-. Va en serio, Lulú, quédatela, tengo otras iguales, de colores distintos.
– Me estará pequeña, seguro, soy mucho más tetona que tú…
– Uy, no creas.
…pero podrías decirme dónde la has comprado, me gusta mucho.
Así que quedamos para ir de compras, una tarde.
Fuimos a merendar tortitas con nata, primero, a mí también me encantan, confesó, y luego me llevó a cuatro sitios. Solamente uno de ellos era una tienda, con puerta en la calle y cartel luminoso, dependientas y todo eso, los demás eran tres pisos, todos bastante cerca de Sol, y el último estaba en un sexto sin ascensor.
Cuando llegamos allí no tenía ningunas ganas de subir en realidad.
Había comprado kilos de ropa interior, Pablo me había dado bastante dinero, sabía que me apetecía, y la verdad es que me había divertido mucho, probándome delantales minúsculos, de tela brillante, con cofias a juego, corsés de los que se abrochan por detrás y bragas altas hasta la cintura pero completamente abiertas por debajo. Ely me ayudaba y me aconsejaba, eso no te sienta bien, eso sí, cómprate algo de cuero negro, da muy buenos resultados…
No le hice ni caso, debía de estar harto de mí.
No escogí nada negro, ni rojo, en realidad me hubiera gustado tener algún liguero de aquellos, chillones, me sentaban bien, y eran tan clásicos, pero a Pablo le horrorizarían esos colores, y me mantuve firme en el blanco, casi todo blanco, algo beige, rosa, amarillo, incluso una especie de cosa indescriptible, híbrido de camisón y bañador, lleno de tiras y de agujeros por todas partes, incomodísimo pero divertido por lo barroco, de color verde agua, muy pálido.
No me apetecía nada subir a un sexto andando, pero subí, resoplando sobre los peldaños de madera que olían a lejía rancia, subí por no decepcionar a Ely, porque él me dijo que ese sitio, que ni siquiera tenía un cartel encima del balcón, ni una placa de latón en el portal, nada de nada, era el mejor y por eso lo había dejado para el final.
La dueña tenía aspecto de haber sido flamenca en otros tiempos, el pelo teñido de negro azulado, estirado hacia atrás y recogido en un moño aplastado, justo encima de la nuca. Llevaba las cejas dibujadas de gris claro y los párpados pintados de azul rabioso, el lápiz de labios era muy parecido al que solía usar Ely, rojo escarlata pasión o un nombre similar, colorete a juego, muy morena, con un par de dientes de oro, su cara parecía el mapa físico de algún país muy accidentado.
Me preguntó si era andaluza.
Cuando le contesté que no, me miró, un tanto decepcionada. Luego quiso saber dónde trabajaba. No supe qué contestar, seguía luchando con Marcial por aquel entonces, y no supuse que mis batallas fueran a interesarle mucho. Ely me sacó del apuro explicándole que yo era una mujer decente, bueno, decente más o menos. Ya, retirada, la flamenca se quedó satisfecha con su deducción, pero me miró con cierta desconfianza.
Por alguna razón, yo no le gustaba.
A pesar de eso, gorda como una foca, vestida con una bata estampada, nos guió a través de un pasillo eterno hasta el que parecía el único cuarto exterior de la casa, una sala bastante grande con un par de vitrinas-mostradores de cristal y biombos en las esquinas, en las que, además de ropa, se podían ver toda clase de artilugios destinados a procurar placer.
La vi enseguida, colgada de una percha.
Era diminuta, blanca, casi transparente, la batista era tan Fina que parecía gasa.
El cuello, cerrado por arriba, terminaba en dos solapas minúsculas, rematadas con volantes. Justo debajo de éstos, dos mariposas sostenían una guirnalda de flores muy pequeñas, bordadas con hilo satinado y perlitas. A ambos lados del bordado, cuatro jaretas muy finas. Y nada más. Las mangas eran cortas, de farol, terminaban en una tira que se abrochaba con un botón pequeño, de nácar. La blusa también era muy corta, se abrochaba por detrás, con botones de reflejos rosados, y el último, a la altura de la cintura, no se veía, un lacito ocultaba el ojal sobre una tira de tela similar a la que remataba las mangas pero más ancha.
Era una camisita de recién nacido, hecha a la medida de una niña grande, de once o doce años.
Cuando me volví hacia atrás, con ella en la mano, Ely me miraba con extrañeza. La flamenca no, ésa ya debía de haber visto de todo, a sus años.
– ¿Le gusta?
– Sí, me gusta mucho, pero no me la puedo llevar, es muy pequeña. ¿No las tiene más grandes?
– No, fue un encargo que nunca vinieron a recoger.
– ¿Quién la encargó? -de repente me asaltó una sospecha estúpida.
– Oh, no sé cómo se llamaba. Un señor como de cuarenta y cinco años, con acento catalán, no sé.
– Vino con la niña? -ahora sentía curiosidad, solamente. La flamenca empezaba a estar molesta.
– ¿Con qué niña?
– Bueno, por el tamaño esta blusa es para una niña, ¿no?
– El trajo las medidas apuntadas en un papel, yo nunca hago preguntas, oiga, no me importa para quién era la blusa, solamente sé que me he quedado con ella, y no la voy a colocar fácilmente… -se me quedó mirando con cara de susto y se volvió hacia Ely-. Oye… ésta no será de la madera, ¿verdad?, no serás tan hijo de puta como para haberme metido una madera aquí, ¿verdad?
Ely negó con la cabeza, yo intervine.
– No, lo siento, perdóneme, era sólo curiosidad.
– Ya… -pareció tranquilizarse-. Podemos hacérsela, si quiere.
Asentí con la cabeza y salió por la puerta, ya aparentemente segura de la bondad de mis intenciones, anunciando que iba a buscar un metro.
Ely se acercó, la cogió con la mano, y la miró detenidamente.
– Te gusta de verdad, esto?
– Sí, y a Pablo le encantará, estoy segura, más que cualquier otra cosa que hayamos visto hoy.
– ¿Esto? -estaba auténticamente perplejo-. ¿Estás segura? Nunca me lo hubiera imaginado, tu chico debe de ser todavía mucho más cerdo de lo que parece…
La flamenca, metro en ristre, estaba escuchando nuestra conversación desde el umbral de la puerta.
Encargué tres blusas, iguales, todas blancas, eso ya le sorprendió más. Después de exigirme una señal abusiva, me dijo que podría ir a recogerlas a los quince días. Como Ely se había encargado una especie de quimono corto, negro, con dibujos de dragones de colores, horroroso, que a él le parecía muy elegante, se ofreció a recogerme las blusas. Cuando tendí la mano a la dueña de la casa para despedirme, ella me cogió por los hombros, me dio dos besos y me tuteó inesperadamente.
– Si dentro de una temporada necesitas volver a trabajar, ven a verme. Te podrías sacar una pasta, ahora que las morenas se han vuelto a poner de moda, sobre todo en verano, los guiris, ¿sabes?, nórdicos, belgas, alemanes, también franceses, parece mentira, aunque están tan cerca les gustan mucho las tías como tú, a los franceses, tendrías que decir que eres andaluza, pero de todas formas… -se detuvo para sonreírme, creyó haber interpretado correctamente la expresión de mi cara. Yo no estaba enfadada, ni ofendida, simplemente no me lo podía creer-. No te hagas ilusiones. Te dejará pronto, con esos gustos que tiene… Eres guapa, muy guapa, eso sí, y él no debe de ser muy viejo todavía, pero con los años le gustarán cada vez más jóvenes, rubias y delgadas, y al final, las niñas pequeñas, como al catalán, que andaba liado con su hija, el muy cerdo, una niña preciosa, daba pena verla… La verdad es que no entiendo por qué te ha elegido a ti, aunque no le conozco, no lo entiendo, hay por ahí tantas tías mayores que parecen parvulitas y tú, que debes ser tan joven, aparentas más años de los que tienes, no lo entiendo -ahora me hablaba con simpatía, como una anciana tía sinceramente preocupada por mi futuro-.
En fin, ven a verme, si necesitas volver a trabajar…
Yo ya había pensado en todo aquello muchas veces, pero nunca le había dado importancia. Lo comenté con Ely cuando salimos a la calle, al fin y al cabo Pablo me había conocido en la cuna, era distinto, había jugado conmigo muchas veces de pequeña, y podía seguir considerándome una niña, si quería, no le debía de costar mucho trabajo, yo no creía hacer nada especial para fomentárselo, en realidad.
Ely me miraba sin comprender bien lo que decía.
Entre airadas protestas -pero cuántos años te crees que tengo yo, a estas horas, ni que fuera una abuela, a mí todavía no me gustan esas cosas-, le arrastré a tomar una taza de caldo mientras pensaba que para llevar tantos años dedicado a la prostitución, a veces resultaba increíblemente torpe.
Había pensado en todo aquello, muchas veces, sin darle mucha importancia, pero aquella noche, mientras conducía como una bestia, las palabras de la flamenca, y las de Ely también -mucho más joven que tú, claro-, se me clavaban en el cerebro como agujas, agujas largas y dolorosas.
Mi blusa blanca no había aparecido, la última que quedaba, las otras se habían ido rompiendo y a ésta le faltaba poco, cinco años y pico, casi seis, había durado, no estaba mal. Al principio pensé que era un buen presagio, no había aparecido, Pablo la había guardado para quedársela, yo no me iba para siempre, no sabía si me iba para siempre, en realidad no sabía para qué me iba, ésa era la verdad, pero ella a lo mejor la llevaba puesta ahora, mi camisita de recién nacida, seguramente le sentaría mejor que a mí, era más joven.
Cuando llegamos, Chelo me obligó a subir -no te puedes ir así a casa. Estaba un poco asustada incluso, siempre he sospechado que sospecha que estoy loca, un poco desequilibrada, como ella diría.
La cinta estaba metida en su estuche, encima de la televisión, la vi nada más entrar. Chelo me dijo que se iba a duchar y me preguntó si quería ducharme yo también. Le dije que no, era lo último que me faltaba aquella noche, que Chelo se me pusiera tonta. Ya acepté la última vez que salimos a cenar juntas, y luego me costó un sino quitármela de encima.
– Tiene gracia… -me había dicho-, vuelves a tener pelos en el coño, después de tanto tiempo.
Me serví una copa, la enésima, y cogí el estuche. En la cubierta aparecían tres seres resplandecientes, morenos y sanos. A la izquierda se veía a un hombre muy guapo, de pie, con una toalla blanca enrollada a la cintura y otra sobre un hombro. Era Lester, pero yo aún no le conocía. A su lado otro tío, más alto y más guapo todavía, castaño y risueño, impresionante, con unos vaqueros viejos, blanquecinos, me pareció el hombre más guapo que había visto en mi vida. Una mujer rubia, pequeña, de expresión graciosa y totalmente desnuda, sentada en una silla, completaba la composición por la derecha. Más o menos encima de su cabeza aparecía un símbolo que no había visto nunca, tres circulitos, los dos primeros con una flechita, el tercero con una crucecita también ascendente, entrelazados entre sí.
– ¿Qué es esto, Chelito?
– ¿Qué? -cruzó desnuda la habitación, en dirección a mí-. ¡Ah!, eso, es una película, la trajo Sergio ayer, pero no la vimos, porque, bueno, da igual, no sé de qué va… -en su voz había un ligero acento de disculpa.
La miré más detenidamente.
Tenía un arañazo largo encima del pecho izquierdo. Aunque se había colocado deliberadamente de espaldas a la luz, pude distinguir otras señales repartidas por todo su cuerpo. Estaban frescas.
Me miró a los ojos y me puso la mano encima del hombro.
Sabía lo que yo estaba pensando y sabía también que no haría ningún comentario. Era inútil, después de tantos años, me aseguraría que había sido algo accidental, pero que nunca más, como otras veces.
Pablo nunca me había pegado.
– Oye, mira Chelo, si no te importa, me acabo la copa y me voy a casa. Estoy muy cansada y ya es tarde…
– Sí, bueno, haz lo que quieras, por supuesto -me interrumpió antes de que fuera capaz de terminar la frase. Estaba dolida conmigo, ella era así, yo ya me había acostumbrado a su manera de pensar, a ese blando y ambiguo, lacrimoso concepto de la amistad. El camarero de turno, anoche, le había pegado una buena paliza, y ahora necesitaba consuelo y cariño, algo suave y delicado, un placer puramente sensitivo, como ella decía. Formaba parte del juego, por lo visto, fingir desvalimiento y ternura, adobar la piel amoratada con lágrimas y suspiros para impresionar a cualquier jovencita incauta, en las exactas antípodas del animal doble que la había embestido obedientemente unas pocas horas antes, porque aquella era su forma de hacerlo, había contemplado alguna vez los prolegómenos, les provocaba y les insultaba, iba soltando cuerda poco a poco, hasta que ellos entraban al trapo, y entraban siempre, porque ya se cuidaba ella de buscarlos suficientemente inocentes, siempre los elegía de la misma clase, camareros, motoristas, botones recién desembarcados en Madrid, inocentes todavía, como inocentes debían de ser ellas, para tragarse el cuento de la violación y las dolorosas cicatrices, a mí ya ni siquiera intentaba colocármelo, ni siquiera cuando calculaba mal y él resultaba menos manejable de lo previsible, que también los había de ésos, con ideas propias.
Ella trataba de vengarse de mi estricta impasibilidad frente a sus trucos recordándome que no soy una persona sensible, pero eso tampoco me afectaba ya, después de tantos años.
Escuché el portazo, y el ruido del agua, escapando de la ducha. Todavía tenía la cinta en la mano, y seguía intrigada por el símbolo desconocido, la cadena de circulitos iguales y distintos.
Me acerqué a la puerta del baño y chillé.
– Te importa que me la lleve? La película, quiero decir.
No me contestó. Insistí otras dos veces.
– ¡Haz lo que te dé la gana! -estaba enfadada conmigo, en efecto.
Metí la cinta en el bolso y salí sin hacer ruido. Ya estaba empezando a pensar que quizá no me estaba comportando como una buena amiga, después de todo, y ella era perfectamente capaz de lanzar súbitamente un último ataque a la desesperada.
Eran conmovedores, conmovedores absolutamente, por encima de cualquier otra cosa, conmovedores más que hermosos, conmovedora su carne, deglutible, y su piel bronceada, el vientre duro y liso, el pelo muy corto, belleza conquistada milímetro a milímetro, sudor y más sudor para prolongar la adolescencia más allá de los veinte, de los treinta quizás, eran adolescentes crecidos, niños grandes, una pequeña pandilla de jovencitos aburridos, están tan solitos, pensé, se aburren, pobrecitos, y se entretienen de la única manera que saben, con sus enormes sexos enhiestos, el único juguete a su alcance, se masajean, se besan, nunca en la boca, se acarician pero no se abrazan, se miran, se gustan, no pueden evitar gustarse, les sorprendí alguna vez palpándose los músculos, frotándose los brazos, comparándose con el compañero que estaba a su lado, mirándole de reojo en el curso de sus juegos, eran deliciosos, conmovedores, me hubiera gustado consolarles, recogerles entre mis brazos y apretar fuerte, me inspiraban una especie de furor maternal, me conmovían profundamente, parecían tan jóvenes, y eran tan hermosos, perfectos, aunque seguramente me rechazarían, rehusarían mis abrazos y mi afecto, déjanos en paz, dirían, ya somos mayores, nosotros sabemos divertirnos solos, a nuestro aire, serían egoístas y soberbios, como todos los jovencitos, tontitos, y volverían a sus juegos, a cabalgarse los unos a los otros, era conmovedor verles jugar, una pandilla de adolescentes eternos, intercambiándose los papeles entre sí, sonriéndose, provocándose, rechazándose incluso, a veces, ay déjame, en serio, déjame, no quiero, no está bien, uno de ellos era un comediante nato, miraba a sus amiguitos con ojos asustados, medrosos, él no quería, y ellos se relamían ante él, eran encantadores, tan divertidos, los dos, se acariciaban el uno al otro, estaban muy graciosos, de pie, tan formalitos, un brazo colgando a lo largo del cuerpo, el otro tendido hacia el cuerpo del otro, los dedos enredados en los pelos del otro, se tocaban recíprocamente, se estimulaban con sus manitas, y advertían al pequeño cobarde que permanecía encogido en el sofá, tapándose los ojos con una mano entreabierta, miraba por la rendija, qué tramposo, te lo vamos a hacer, sí, sí, te lo vamos a hacer, es inútil que te resistas, y se reían a carcajadas, eran conmovedores, una chica rubia, rubia y pequeña, palmoteaba de alegría, joven y hermosa ella también, pero no le hacían caso, ésa era la actitud correcta, desde luego, lo aprobé enérgicamente a distancia, ignorarla, ¿qué pintaba ella en aquellos juegos de chicos? me hago pis, pero ¡qué horror!, cómo podía ser tan vulgar, aquella chica, me hago pis, repetía, y ellos la miraban con atención, claro, es normal, pensé, son tan jóvenes todavía, sienten curiosidad por el sexo opuesto, ella era vulgar, decididamente vulgar, el comediante se quitó la mano de la cara, una reacción encantadora, conmovedora, él también quería saber qué pasaba, y ella repetía, me hago pis, los otros dos también la miraban, de pie, uno de ellos había apoyado la cabeza sobre el hombro de su compañero, y le acariciaba la espalda con la mano libre, qué chico tan cariñoso, el otro se hacía el duro, era el gallito de la pandilla, fue él quien tuvo la idea, ven aquí, ponte delante de mí, ella obedeció, qué gracia, tenía dotes de líder, tan joven y ya mostraba la firmeza de sus criterios, era conmovedor, tan seguro de sí mismo, sonrió a su compañero, déjame ahora un momento, luego seguiremos jugando, espera y verás, he tenido una idea genial, ella estaba ya delante de él, era delgada y frágil, qué curioso, pensé, en los países anglosajones los niños se hacen grandes antes que las niñas, la levantó sin esfuerzo, no pesaba nada, la tomó de las corvas y separó los brazos, la mantuvo en vilo, qué malo, pero qué malo eres, ya entiendo, la chica era muy lenta, yo lo adiviné antes que ella, ya entiendo, quieres que me haga pis, aquí, ahora, el corderito intentó escapar, pero el compinche del jefe le detuvo, ya ves, tenía que haberte dejado, tonto, ella dijo que iba a aguantar un ratito más, luego da más gusto, pero ¡qué afán de protagonismo el de esta chica!, al final no fue capaz de cumplir sus amenazas, se apretó el vientre con una mano y se hizo pis, regó generosamente al infeliz que con tanto interés le había mirado antes, se lo tenía merecido por hacer trampas, los otros se reían, era sólo una broma, claro, una broma propia de sus pocos años, cómo se divertían, era maravilloso, verles reír, luego volvieron a colocarse uno al lado del otro, ella se frotaba contra ambos, con mucho descaro, ellos se frotaban entre sí, entonces el corderito intentó huir, qué ingenuo, el líder le agarró por la cintura, no, no, recuerda, te lo vamos a hacer, ahora, ahora mismo, su cuerpecito temblaba, pero era todo comedia, jugaba a no querer, dejaba que le acariciaran el pecho, dejaba que le acariciaran el sexo, fingía una expresión resignada, era conmovedor en su inocencia, y el jefe de la pandilla le levantó en vilo, le tiró sobre el sofá, su compinche le felicitó, claro, admiraba al líder, era una reacción normal, mientras se frotaba las manos, él también se iba a divertir, por supuesto que lo haría, para eso había apostado por el ganador, el rebelde tenía buena pasta, sin embargo, y por eso se arrodilló en el suelo, se puso a cuatro patas, muy bien, he perdido, pago prenda, era noble, un buen chico él también, el gallito se sostenía la barbilla con las manos, estaba pensando, su amigo se tiró en el suelo, cerró el puño, alargó la mano hacia el perdedor, y le dejó sentir los nudillos contra el agujero, los apretó contra sus nalgas, dejándole débiles señales y regresó al centro, el objeto de tales acciones lloriqueaba, y suplicaba, no, no, eso no, por favor, lo que queráis, en serio, pero eso no, el jefe miró a su amigo, que seguía en el suelo, sonreía, yo me daba cuenta de que lo del puño no iba en serio, no iba en serio, claro, era todo una broma, y por eso el suplicio terminó pronto, date la vuelta, ¿qué?, no lo entendía, estaba alterado por el miedo, pobrecito, era conmovedor, date la vuelta, siéntate encima del sofá y abre las piernas, ahora obedecía a la primera, es mejor así, o se juega bien o mejor no se juega, tú, le dijo a la jovencita, que seguía por allí dando la lata, coqueteando con ellos todo el tiempo, tú, repitió y le hizo un ademán con la cabeza, ella se sentó en el suelo, acuclillada, y dio inicio a unos extraños manejos, sus dedos desaparecían dentro de sí para reaparecer un instante y volver a esconderse dentro de aquel jovencito conmovedor, que esperaba sobre el sofá, bien erguidas las piernas, los brazos sosteniéndolas en vilo, ¡pero qué habilidosos son estos chicos, qué de cosas saben!, ahora la piel del corderito relucía, era suficiente, basta ya, el mayor, aquel que ejercía funciones de líder, dio algunos pasos hacia adelante, flexionó las piernas, e intentó proseguir a través del cuerpo encogido sobre el sofá, una vez tras otra, pero no parecía posible, aquel jovencito díscolo contraía caprichosamente los músculos, o quizá no era lo suficientemente grande, pobrecitos, qué contratiempo, pero no, ya, ya ha podido, menos mal, ahora incluso puede apoyar las rodillas sobre el sofá, qué bien, estaría cansado, angelito, con tanto forcejeo, entra y sale de su amiguito, qué gracioso, ¡pero, mira!, el colchoncito de carne mullida levanta la cabeza para mirar, ¡qué sinvergüenza!, ahora sonríe con la boca medio abierta, pone cara de bobito, le gusta, aunque a veces se le crispa la boca en un gesto de dolor, bueno, nada es gratis en esta vida, hijo, hay que sufrir, y él sufre, pero cierra los ojos y la saliva se le escapa por una de las comisuras de la boca, qué conmovedor, a él también le gusta, su resistencia era sólo comedia, ahora es sincero, ha alargado la mano hacia su sexo, lo ha tomado entre los dedos, el tercero de los jovencitos contempla la escena, alarga uno de sus pulgares hacia la boca de la presunta víctima y él lo chupa, qué gracioso, se ocupará ahora de hacer la vida agradable a este pobre corderito que tanto ha padecido bajo sus amenazas?, no, se coloca detrás del jefe, le empuja hacia adelante, precipitándole contra el cuerpo de su común víctima, y flexiona las rodillas él también, qué bien, van a hacer acrobacias, ahora, pero no, no puede ser, sencillamente no parece practicable, y, sin embargo, lo consigue a la primera, penetra limpiamente, una buena cura de humildad para este gallito, pensé, hay que estar al tanto de todo, muchacho, cualquiera puede arrebatarte el centro en un momento dado, aunque en realidad es él, el líder, quien se ha llevado la mejor parte, ya ni siquiera se mueve, el vagón de cola lo hace por los dos, y él permanece emparedado entre sus dos amiguitos, son conmovedores, conmovedores absolutamente, tan jóvenes, tan perfectos, se divierten tanto ellos solitos…
Cuando la habitación comenzó a iluminarse con la débil luz lechosa que penetraba a través de los balcones, decidí intentar dormir un rato.
Hacía frío.
Me metí en la cama muy ceremoniosamente, mullendo las almohadas y estirando muy bien las sábanas, me tumbé boca arriba, muy tiesa, cerré los ojos apretando fuerte y convoqué en mi imaginación toda clase de alimentos deliciosos, helado de turrón, leche merengada, tocino de cielo, tarta de merengue de limón, generalmente daba resultado pero aquella noche resultó inútil.
Cuando me cansé de dar vueltas salté de la cama resignada a prolongar la vigilia, me envolví en una manta y fui a la cocina, buscando algo que comer, porque mi fallido intento de conciliar el sueño me había despertado un hambre feroz. En la despensa encontré una caja de pastas hojaldradas que Carmela me había traído de su pueblo. Las pastas que me regala de vez en cuando constituyen la única cualidad positiva que soy capaz de reconocer en ella. Me encantan los dulces de pueblo, pastaza, harinaza, aceitazo, etc., me encantan. No debería, pensé, pero es una ocasión especial, y me llevé la caja conmigo, a mi observatorio del cuarto de estar.
Mordí la esquinita de una pasta recubierta de piñones, me las como siempre muy despacio para que me duren más, y les recuperé nuevamente, a distancia, allí estaban, danzando para mí, ya no parecían capaces de sorprenderme, me había empapado de ellos antes, y ahora conseguía mirarles con una cierta frialdad objetiva, aunque su sinceridad, la sinceridad que distorsionaba sus rostros anegados en sudor, la sinceridad que se escapaba de entre sus dientes, sus jadeos discretos y entrecortados, roncos, me conmovían aún profundamente.
Su arrogancia no me impresionaba. Me inspiraban una extraña compasión, teñida de envidia y de violencia, un sentimiento oscuro y denso. Y, más allá de mi delirio inicial, persistía la certeza de su juventud y su inexperiencia. Tontitos. Me sentía muy superior a ellos, mayor, no podía erradicar de mi cabeza la idea de que no eran más que un grupo de niños grandes que jugaban, niños, si uno de ellos me rozara la cara con el dorso de la mano podría estamparme contra la pared sin despeinarse, pensé, pero ni siquiera eso podría cambiar las cosas.
Su arrogancia no me impresionaba. Cuatro azotes y una semana sin ver la televisión les bajarían los humos durante una temporada. Igual que a Inés.
Escuché en alguna parte el débil pitido del despertador. Me había dormido, estaba mirándoles, a través de la mirilla de una gruesa puerta de madera, les había encerrado allí y ahora uno de ellos, escogido antes al azar, mostraba a los demás las cicatrices, su grupa surcada por estrías blancas sobre la piel enrojecida, y todos lloraban y le acariciaban, se comportaban como animales, incapaces de arrepentirse y rectificar su conducta, sería necesario tratarles con más severidad en el futuro, meditaba sobre todo aquello cuando sonó el despertador, la televisión emitía una confusa amalgama de rayas blancas y negras, tengo que despertar a Inés, lavarla, vestirla, obligarla a desayunar y llevarla al colegio, el ritual cotidiano se impuso finalmente y conseguí levantarme, fue entonces cuando la sangre comenzó a fluir a borbotones, mi cara se llenó de imaginarios hematomas, la piel de mis mejillas se estiró, tensa y ardiente.
Sentí vergüenza, y miedo también, una sensación desconocida y desagradable, imprecisa, pero a medida que conseguía despertarme, todo parecía recuperar su lugar, y la sangre abandonaba mi rostro para volver a circular por todo el cuerpo.
Tengo que despertar a Inés, pensé. Es una pena que anoche me peleara con Ely, porque me encantaría ir a un combate de boxeo, y él, seguramente, sabe dónde se sacan las entradas para ir a esos sitios…
Había sido uno de mis juegos favoritos tiempo atrás, cazar travestis.
Sabía que se trataba de un pasatiempo absurdo, una tontería e incluso algo injusto, maligno, pero me parapetaba detrás de mi solidaridad, una vaga solidaridad de sexo para con las putas clásicas, mujeres auténticas con tetas imperfectas, descolgadas, y muelas picadas, que ahora lo tenían cada vez más difícil, con tanta competencia desleal, las pobres.
Pablo me lo consentía, siempre me lo ha consentido todo, y se pegaba a la acera, conducía muy despacio, mientras yo me arrebujaba en mi asiento, para no llamar demasiado la atención, para que le vieran solamente a él, y entonces salían de sus madrigueras, los veíamos a la luz de las farolas, se plantaban, con los brazos en jarras, sólo unos metros por delante del coche, Pablo iba casi parado, ellos se abrían la ropa, despegaban los labios, movían la lengua, y cuando estaban a la distancia justa, zas, acelerábamos, les dábamos un susto mortal, razonablemente mortal, porque nunca nos acercábamos tanto como para que pensaran que iban a morir atropellados, no, solamente queríamos, quería yo, en realidad, que era la inventora del juego y de sus normas, verles saltar, salir corriendo, con todos sus complementos, collares, pamelas de ala ancha, chales que flotaban al viento, eran graciosos, resbalando sobre los tacones, se caían de culo, pesados, y grandes, no estaban todavía demasiado familiarizados con sus ropas y corrían levantándose las faldas, cuando las llevaban, con el bolso en la mano, corrían, con los me ñiques estirados, era divertido, algunos, con cara de odio, nos insultaban agitando el puño en el aire, y nos reíamos, nos reíamos mucho, siempre me he reído mucho con él, siempre, y nunca con él me sentía culpable después.
Hasta que debieron de aprenderse nuestras caras, quizá nuestra matrícula, de memoria, y una noche, cuando estábamos empezando y nos movíamos muy despacio al lado de la acera, vino uno por la izquierda y le soltó a Pablo la hostia que llevábamos tanto tiempo buscándonos.
Apenas tuve tiempo de verlo, un puño cerrado, un puño temible, rematado por una enorme uña roja, a través de la ventanilla, y Pablo que se tambaleaba, pisaba el freno y se llevaba las manos a la cara.
Me salió la raza, todavía no entiendo por qué, pero me salió la raza.
Salí del coche y empecé a increpar a la vaporosa figura que se alejaba rápidamente calle abajo. Tú, hijo de puta, ven aquí si te atreves.
Los testigos de la escena, colegas del agresor, formaban corrillo en las aceras. Yo seguía chillando. Te mato, cerdo, te mato, cobarde, maricón, te voy a matar.
Se detuvo y se dio la vuelta lentamente. En las casas de los alrededores comenzaron a encenderse las luces, ¡ya está bien!, ¡todas las noches igual!, los vecinos no parecían disfrutar con las escenas pasionales.
Pablo, con la mano en la mejilla todavía, se reía a carcajadas.
Comenzó a subir en dirección a mí. Los espectadores estaban desconcertados. Yo estaba furiosa, borracha perdida y furiosa. Tú, hijo de la gran puta, cómo te has atrevido tú a pegar a mi novio -no podía llamarle mi marido, aunque lo fuera, llevábamos ya casi tres años casados, pero no me salía-, te advierto que como le vuelvas a tocar un pelo de la cabeza te voy a sacar los ojos, te saco los ojos, por éstas, chulo de mierda.
Ahora le tenía delante. Su cara reflejaba la misma expresión de extrañeza que se había dibujado antes en los rostros de sus compañeros. Pablo me chillaba que volviera al coche que lo dejara ya.
Le estudié un instante. No era muy alto para ser un hombre, pero sí para una mujer, abultaba poco más o menos lo que yo. Era muy joven, o al menos lo parecía, uno de los travestis más jóvenes que había visto en mi vida, yo tenía veintitrés, entonces, y él aparentaba casi los mismos. Tenía la cara redonda, cara de torta, no había nada agudo en aquel rostro, a pesar de la espesa capa de colorete con la que había pretendido crear la ilusión de unos pómulos salientes. Era guapa, no guapo, antes de pasarse de bando debía de haber sido un hombre feo, chocante, con esa cara de niña de primera comunión.
No me daba miedo.
Nos agarramos del moño. Nos agarramos del moño, era divertido. El olía a Opium. Yo no olía a nada, supongo, no uso nunca colonia.
Forcejeamos un buen rato, abrazados el uno al otro. Los espectadores le animaban a que me matara, escuchaba sus gritos, gritos de odio, violentos, me llamaban de todo, pero él no quería hacerme daño, me di cuenta de que no quería pegarme fuerte, y abandoné la idea de soltarle una patada en los huevos. Al final, todo terminó en un par de bofetadas.
Pablo nos separó. Estaba serio. Me agarró por los codos y me apretó contra sí, para que no me moviera. Seguí pataleando un par de segundos, por inercia.
Entonces mi contendiente dijo algo, exactamente lo último que yo podía esperar, pero es que entonces no sabía que coleccionaba frases de John Wayne. Le fascinaban los sheriffs de las películas del oeste.
– Cuídala tío, tienes suerte, no es una mujer corriente.
Sus asombrosas palabras me tranquilizaron. Pablo se desenvolvía muy bien en este tipo de situaciones, con este tipo de personajes.
– Eso ya lo sé -trataba de parecer sereno-. Perdónanos, ha sido todo culpa nuestra, pero es que ésta es como una niña pequeña, le gusta jugar a juegos crueles.
– Culpa vuestra desde luego, más que culpa, es una cabronada vamos, lo que hacéis… -nos miraba con curiosidad, no parecía enfadado, el corrillo se disolvía ya, decepcionado-. Me llamo Ely, con y griega.
Alargó la mano. Pablo la tomó, sonriendo, le había gustado lo de la y griega, estaba segura.
– Yo me llamo Pablo, ella Lulú.
– ¡Ay, qué gracia! A mí también me encantaría que mi novio me llamara así…
Incurría en un error muy frecuente. La mayor parte de la gente que me había conocido con Pablo pensaba que Lulú era un nombre reciente, que había sido él quien me había bautizado así, nadie parecía dispuesto a creer que se tratara en realidad de un diminutivo familiar, derivado de mi propio nombre, involuntariamente impuesto en mi infancia.
Yo también le di la mano, y le pedí perdón. Era todo muy divertido.
Pablo le dijo que íbamos a cenar, en realidad esa noche habíamos salido a celebrar uno de los infrecuentes pero generosos donativos espontáneos de mi suegro, y le invitó a venir con nosotros. Dudó un momento, en realidad estaba trabajando, dijo, pero al final aceptó.
Nos lo pasamos muy bien los tres, nos reímos mucho.
Fuimos a un restaurante tirando a fino, típico de Pablo, donde nos miraba todo el mundo. Ely también estaba encantado, le encanta escandalizar. Llevaba una minifalda azul eléctrico de plástico, imitando cuero, unas sandalias altísimas atadas con cordones y una blusa de gasa con dibujos blancos, morados y azules; al cuello, un foulard de la misma tela.
Se sentó muy erguido, estirado, fumaba con boquilla y se tocaba constantemente el pelo, largo y cardado, inflado como un algodón de azúcar, las puntas estiradas hacia atrás como si hubieran padecido segundos antes una descarga eléctrica. Llevaba mechas rubias, pero le hacía falta un repaso, se le veían mucho las raíces oscuras.
Yo no podía quitarle la vista de encima. Los pezones se le transparentaban a través de la tela. El se dio cuenta.
– ¿Quieres que te las enseñe?
– ¿El qué?
– Las tetas.
– ¡ Ay, sí!
Se estiró la blusa hacia delante y metí la nariz dentro de su escote. Vi dos pechos perfectos, pequeños y duros, que terminaban en punta. Debía de estar estrenándolos todavía. Tuve ganas de tocarlos, pero no me atreví.
– Impresionante -le dije-. Ya quisieran muchas…
– Desde luego. ¿Tú quieres? -se dirigía a Pablo.
El negó con la cabeza, se reía y me miraba.
Ely empezó a contarnos su vida, aunque no quiso desvelarnos su edad, ni su nombre de pila. Hubiera preferido llamarse Vanessa, o algo así, pero estaba ya muy visto y había optado por un diminutivo, que' quedaba fino. Parecía andaluz, pero era de un pueblo de Badajoz, cerca de Medellín. Tierra de conquistadores, dijo, guiñándome un ojo.
Cuando tuvo la carta en la mano, dejó de hablar y la estudió detenidamente. Luego, con una voz especial, melosa y dulce, tremendamente femenina, miró a Pablo y preguntó.
– ¿Puedo pedir angulas?
Podía pedirlas, y lo hizo.
Comió como una lima, tres platos y dos postres, estaba muerto de hambre, aunque intentaba disimularlo, sostenía que no solía comer mucho para guardar la línea, y que se reservaba para ocasiones especiales como aquélla, pero los hombres habían cambiado mucho, por eso le gustaban tanto las películas antiguas, en blanco y negro, ahora era distinto, cada vez había menos caballeros dispuestos a pagarle una cena decente a una chica, hablaba y comía sin parar.
Sobre la mejilla de Pablo empezó a dibujarse una mancha sonrosada que luego se volvería morada, con rebordes amarillentos y reflejos verdosos.
Le había atizado bien.
– ¡Qué horror, cuánto lo siento! -le acariciaba la cara con la mano-. Esto no he conseguido arreglarlo, con las hormonas, quiero decir…
– No importa -Pablo se dejaba acariciar, por no rechazarlo. Era siempre así, con las extrañas criaturas que iba recogiendo por la calle.
Entonces, Ely dio un brinco y se le ocurrió que para celebrarlo podíamos terminar en la cama, gratis, claro.
Pablo le dijo que no. El insistió y Pablo volvió a rechazarle.
– Bueno, pues por lo menos déjame que te la chupe… Podemos hacerlo en el coche mismo, no es muy romántico pero estoy acostumbrada…
Yo me reía a carcajadas. Pablo no, se limitaba a mover la cabeza. Ely sonreía.
– Este chico es muy clásico -me hablaba a mí.
– Sí, qué le vamos a hacer… -decidí pasarme al enemigo-. ¡Anímate Pablo, vamos! Hay que probarlo todo en esta vida -me volví hacia el solicitante-, te advierto que es una pena, tiene una buena pieza…
– ¡Ahg, por Dios!
Echó todo el cuerpo hacia atrás, ahuecándose la melena con la mano, exageraba todos sus gestos, ahora se estaba haciendo la loca, deliberadamente. Era muy divertido.
– ¡Por Dios, déjate! -fingía desesperación, aunque también él se reía ruidosamente-. ¡Pero qué más te da! Si no te voy a hacer nada raro, te lo juro, en la boca solamente tengo lengua y dientes, como todo el mundo. ¡Déjate, déjate! ¡Oh, qué país éste! Vamos, te pagaré la cena, y te gustará, soy muy buena…
Estábamos chillando, armando un escándalo considerable. Nos trajeron la cuenta sin haberla pedido. Pablo pagó y salimos a la calle.
Nos pidió que le dejáramos donde le habíamos cogido. Era pronto, podía ligar todavía, dijo, pero durante el camino siguió dando la lata sin parar. Había bebido bastante. Nosotros también.
Yo dudaba.
Ignoraba si me estaría permitido hacerlo o no, no quería pasarme de la raya. En realidad, no sabía dónde estaba la raya. A él parecía divertirle todo lo que yo hacía, pero debía de existir un límite, alguna raya, en alguna parte.
al final, le pedí que parara y me pasé al asiento de atrás. Preferí no mirarle a la cara. Ely me dejó sitio. Estaba sorprendido. Me abalancé sobre él y le metí las dos manos en el escote. Levanté la vista para encontrarme con los ojos de Pablo clavados en el retrovisor. Me estaba mirando, parecía tranquilo, y su puse, me repetí a mí misma, que eso significaba que la raya estaba todavía lejos.
La carne estaba tan dura que casi se podían notar las bolas, las dos bolas que debía de llevar dentro. Le estrujaba y le amasaba las tetas, estirándole los pezones y lamentando, en algún lugar recóndito, no tener las uñas largas, para clavárselas y marcarle con su propia sangre.
Aquel ser híbrido, quirúrgico, me inspiraba una rara violencia.
Me dio un beso en la mejilla pero aparté la cara.
Nunca he sido tan considerada como Pablo y no quería besos de él. Le puse la mano en la entrepierna. Estaba empalmado. No me pareció lógico. Pablo seguía inmóvil, mirándonos por el retrovisor a la luz lechosa de las farolas. Volví a tocarle. Estaba empalmado, desde luego. Entonces le levanté la blusa y me metí una de sus tetas en la boca sin apartar la mano. Era monstruoso. Me colgué de su teta, la besaba, la chupaba, la mordía y movía la mano sobre él, le frotaba a través del plástico azul, tan arremangado sobre sus muslos que rozaba el borde con la muñeca, y le notaba crecer.
Me cogió la mano e intentó llevarla debajo de la falda, pero no le dejé, no tenía ganas.
– Eres una mujer de carácter, ¿eh?
Le pegué un mordisco en el pezón que le hizo chillar. Estaba como loca.
El empezó a sobarme las tetas, mis propias tetas mucho más grandes que las suyas, por encima de la camiseta, y le dijo a Pablo que siguiera, que iríamos a tomar la última a un bar que él conocía, y le dio una dirección.
Pablo arrancó. Ely siguió comportándose de una forma extraña. Me acariciaba los muslos. Yo también llevaba falda, una falda larga, blanca, de verano. El sí me metió la mano por debajo, me la metió hasta el final, y noté sus uñas, primero dos, luego tres dedos, dentro, haciendo fuerza contra el fondo, moviéndose hacia delante y hacia atrás, despacio al principio, luego cada vez más deprisa, más deprisa, me cortaban la respiración, sus dedos, y le escuchaba, hablaba con Pablo -esta tía es una zorra-, él se reía, -te va a costar la salud, seguir con esta tía-, mientras yo permanecía colgada de su teta, ya me dolía el cuello por la postura, tanto tiempo, pero seguía colgada de él, balanceándome contra su mano, y él me clavaba los dedos, las uñas, hablando sin alterarse, como si estuviera en la peluquería -deberías probar con una de nosotras, en serio, nos conformamos con mucho menos, nosotras-, hasta que me corrí.
Debíamos llevar un buen rato parados. Cuando abrí los ojos, vi los de Pablo, vuelto hacia mí, que me miraban. Luego abrió la puerta y salió.
Caminamos en fila india, Pablo delante, Ely detrás y yo en medio. Estábamos en un barrio caro, moderno y elegante, que de noche se poblaba de putas caras, modernas y elegantes. Resultaba difícil imaginar que un travesti callejero se moviera mucho por allí.
Llamó con los nudillos a una puerta de madera, de estilo castellano, con cuarterones. Se abrió una ventanita y asomó la cara de un tío. Empezaron a hablar. No vi lo que pasaba porque Pablo me había abrazado y me besaba en la mitad de la acera.
Ely le preguntó si le quedaba dinero, nos había salido por un pico la cena, con todo lo que había comido. Pablo movió afirmativamente la cabeza, sin sacarme la lengua de la boca, tenía dinero, en momentos como aquél siempre tenía dinero.
Se abrió la puerta y entramos. Aquello no era un bar propiamente dicho, había una especie de vestibulito, un mostrador diminuto, como en algunos restaurantes chinos y una puerta con un cristal que daba a un pasillo, un pasillo largo, forrado de moqueta verde tono relajante, con puertas a los lados, un pasillo que terminaba bruscamente, y no llevaba a ninguna parte.
– ¿Qué vamos a beber? -Ely había recuperado la compostura, aunque llevaba la blusa desabrochada. Hablaba con tono de anfitriona elegante.
– Ginebra.
– ¡Ay, no!, ginebra no, qué horror, champán.
– No me gusta el champán -era verdad, no le gustaba, y a mí tampoco, me había acostumbrado a beber ginebra sola, como él-, pero tú puedes tomar lo si quieres.
– Sí, sí, sí, sí -movía los ojos y los labios a la vez-, entonces dos botellas, una de cada…
Pablo estaba parapetado detrás de mí, me abrazaba así muchas veces, me rodeaba la cintura con su brazo izquierdo, me acariciaba el pecho con la otra mano y me frotaba la nariz contra la nuca, repitiéndome al oído una de las frases favoritas de mi madre, la sentencia fulminante, definitiva, con la que daba por concluidas todas las broncas en tiempos.
– Tú acabarás en el arroyo…
El hombre que había hablado con Ely colocó dos botellas y tres vasos en una bandeja de metal y comenzó a andar por delante de nosotros. Abrió la tercera puerta a la derecha, depositó las bebidas en una mesa pequeña y baja, con superficie de cristal, y desapareció.
Estábamos en un cuarto bastante pequeño y completamente ciego. El respaldo de un banco muy ancho, de aspecto mullido, tapizado de un terciopelo azul eléctrico que se daba patadas con el verde de la moqueta, corría a lo largo de una de las paredes. Alrededor de la mesa, cuatro taburetes tapizados con la misma tela completaban el mobiliario con excepción de un buró, un buró bastante feo, de madera, con puerta de persiana, que estaba adosado a una esquina, un buró completamente vacío -registré a conciencia todos los cajones-, que no pintaba nada en aquel sitio. No había ninguna silla.
Nos sentamos en el banco, los tres, Pablo en medio. Ely se puso serio, dejó de hablar. Un espejo muy grande, situado exactamente enfrente de nosotros, nos devolvía una imagen casi ridícula. Ely miraba hacia abajo, Pablo fumaba, siguiendo el humo con los ojos, y yo miraba al frente, estaba preocupada de repente, no sabía cómo iba a terminar todo aquello, hasta que empecé a reírme, a reírme estruendosamente yo sola, una risa incontenible, Pablo me preguntó qué me pasaba y a duras penas pude articular una respuesta.
– Parece que estamos en la sala de espera de un dentista…
Mi comentario aflojó momentáneamente la tensión, y los dos rieron conmigo. Ely volvió a parlotear y descorchó el champán con muchos ¡oh! y estrépito. Se sirvió una copa, se la bebió y se volvió a callar. Pablo también callaba, me miraba con una expresión divertida, casi sonriente, pero sin despegar los labios.
La verdad es que yo había supuesto desde el principio que él haría algo, él siempre solía dirigir la situación en casos como éste, pero aquella vez no parecía dispuesto a mover un dedo, y al rato volvimos a estar los tres quietos y callados, como en la sala de espera de u dentista, yo cada vez más nerviosa, Ely cortado, y supongo que cabreado, debía estar pensando que le habíamos llevado, que le había llevado yo hasta allí para nada, y Pablo imperturbable, como si la cosa no fuera con él.
Cuando el silencio se me hizo insostenible, me acerqué a su cara y le dije al oído que hiciera algo, cualquier cosa.
Me respondió con una carcajada sonora.
– No querida, la que tiene que hacer algo eres tú, tú te has montado todo esto, tú solita, yo me he limitado a invitar a tu amiga a cenar…
Ely me miró. Estaba perplejo.
Yo no. Yo había comprendido perfectamente.
Le miré un momento. No parecía enfadado con migo, si acaso sorprendido.
Me arrodillé delante de él con las piernas muy juntas, me senté sobre mis talones y le desabroché el cinturón. Le miré. Me sonrió. Me daba permiso.
Seguí adelante y miré a Ely, que se había inclinado hacia mí, pero él no me miraba, tenía los ojos fijos en los movimientos de mis manos.
Mientras, yo trataba torpemente de analizar la repentina impasibilidad de Pablo. Antes, durante la cena, había rechazado a Ely varias veces seguidas, le había rechazado de plano, me había sentido incluso un poco avergonzada de su inflexibilidad, de sus tajantes negativas de machito, estirado en la silla, hacia atrás, moviendo la cabeza solamente, no, sin ninguna broma, ni un comentario jocoso, simplemente no, un no mudo, no quiero.
Ahora, en cambio, se dejaba hacer.
Lo cierto es que era yo quien actuaba, Ely no se había movido de su sitio, pero éramos tres.
Quizás no fuera la primera vez. A lo mejor se había acostado alguna vez con un hombre. A lo mejor muchas veces. A lo peor con mi hermano.
Marcelo y Pablo en una cama de matrimonio desnudos, besándose en la boca…
Era divertido, supongo que debería haberme parecido horrible pero me pareció divertido, sonreí para mis adentros y decidí no pensar en más tonterías.
Ely no se había movido ni un milímetro cuando volví a mirarle, con la polla de Pablo en la mano ya.
Sacudí los hombros hacia atrás, me erguí todo lo que pude, levanté la cabeza y dejé caer la mano izquierda sobre mi falda blanca, esparcida sobre el suelo. Trataba de adoptar una actitud sumisa y digna a la vez, mirando a Ely a los ojos, con el sexo de Pablo en la mano, los fantasmas se habían disipado, estaba segura de que nunca le habían gustado los hombres, le gustaba yo, mírame, es mío, hace lo que yo quiero, y yo le quiero, le hablaba en silencio pero él se negaba a mirarme, Pablo había desaparecido, ocurría a veces, nunca desaparecía completamente; una sola palabra suya habría bastado para trastocarlo todo, pero desaparecía, y yo seguía mirando a Ely y se lo repetía en silencio, mírame, hace lo que yo quiero, y sabía que no era exactamente así, aquello no era verdad, pero la verdad también desaparecía, y yo seguía pensando lo mismo, y era agradable, me sentía alguien, segura, en momentos como ése, era curioso, tomaba conciencia de mi auténtica relación con él cuando había alguien más delante, entonces él siempre me distinguía, y yo comprendía que estaba enamorado de mí, y lo encontraba justo, lógico, algo que casi nunca ocurría cuando estábamos solos, aunque él se comportara igual, porque yo recelaba siempre, le seguía encontrando demasiado hermoso, demasiado grande y sabio, demasiado para mí.
Le amaba demasiado. Siempre le he amado demasiado, supongo.
Me metí su polla en la boca y empecé a desnudarle. Nunca le ha gustado follar vestido. Le quité los zapatos, uno con cada mano, y los calcetines, mientras movía los labios aplicadamente, con los ojos cerrados. Le puse las manos en las caderas y se irguió levemente, lo justo para que yo pudiera tirar de sus pantalones hacia abajo. Después con las manos libres otra vez, me volqué encima de él, superada ya cualquier pretensión de componer una grácil figura de tanagra adolescente, un objetivo por otra parte muy superior a mis capacidades de gracilidad, que son nulas, y me concentré en hacerle una mamada de nota, tenía que ser de nota, porque quería que Ely me viera.
Cuando consideré que ya había sacado a relucir habilidades suficientes como para infundir el debido respeto, cuando, después de habérsela chupado, mordido, besado y frotado contra mis labios y mis mejillas, toda mi cara, me la tragué entera y aguanté con ella dentro un buen rato, que mi trabajo me había costado aprender, aprender a engullirla toda, a mantenerla toda dentro de mi boca, presionando contra el paladar, engordando contra mi lengua, cuando por fin la devolví a la luz, morada ya, tumefacta y pringosa, dura, y escuché a Pablo, sus ruidos adorables la respiración frágil, y miré a Ely, y vi que por fin él me devolvía la mirada, y me miraba a los ojos, con la boca entreabierta, le hice una señal con la cabeza y le sugerí que se uniera a la fiesta.
Podría haberse tirado sobre Pablo sin levantarse del asiento, pero prefirió arrodillarse a mi lado.
Siempre ha sido un esteta.
Yo no la había soltado, mantenía la polla de Pablo firmemente sujeta con la mano derecha y no permití que mi nuevo acompañante la tocara siquiera. Yo decidiría cuándo le correspondía o no entrar en el juego. Era mía, y por eso la recorrí nuevamente con la lengua, de abajo arriba, y torcí la cabeza Para hacerla correr sobre mi boca, moviendo los labios cada vez más deprisa, como si me lavara los dientes con ella, hasta que me dolió el cuello, y empezó a quemarme la oreja, comprimida contra el hombro, sólo entonces se la acerqué a la boca a él que estaba a mi lado, la dirigí con la mano hasta colocársela encima de los labios, la besó, pero apenas la rozó me la llevé, para acercársela otra vez, y ver cómo la lamía, con toda la lengua fuera, y entonces saqué mi propia lengua, para lamerla yo, y se la pasé de nuevo, estuvimos así un buen rato, hasta que él la atrapó con los labios y ya no me atreví a tirar, fui yo hacia ella y empezamos a chuparla entre los dos, cada uno por una cara, cada uno a su aire, era imposible ponerse de acuerdo con Ely, era una loca hasta para eso, cambiaba de ritmo cada dos por tres, de forma que decidí comérmela, comérmela yo sola, un ratito, y luego se la ofrecí a él, yo la seguía sujetando con la mano, y él mamaba, me encantaba verle, los pelos teñidos, la barra de labios, rojo escarlata, corrida por toda la cara, la nuez moviéndose en medio de su garganta, come hijo mío, aliméntate, pero no abuses, y presionaba con la mano hacia arriba hasta que le obligaba a abandonar, y volvía a tragármela, la tenía un rato dentro y se la volvía a meter en la boca, ya no se la pasaba, se la metía en la boca yo directamente, que ría verle, ver cómo se le ahuecaban las mejillas, cómo mamaba de un hombre como él.
Me aparté un momento, sin soltar todavía mi presa, para mirarle. Miré a Pablo también, pero él no podía verme, tenía los ojos fijos en algún punto del techo. La expresión de su cara me llevó a pensar que Ely se hacía propaganda justamente, parecía muy bueno, muy buena, como él decía. Decidí dejarle el campo libre, después de todo. Aflojé la mano poco a poco, hasta desprenderla por completo. Me tiré en el suelo y, apoyada sobre un codo, me dediqué a mordisquear los huevos de Pablo. Antes de empezar miré un segundo a mi izquierda.
Ely se estaba masturbando.
Debajo de la falda azul, empuñaba con su mano izquierda un pene pequeño, blancuzco y blando. Me estaba preguntando si sus tetas tendrían algo que ver con el penoso aspecto que ofrecía aquella especie de apéndice enfermizo cuando los muslos de Pablo temblaron una vez.
Me incorporé inmediatamente. Quería ver cómo se corría en su boca. Me coloqué a su lado, una rodilla clavada en el banco, el otro pie en el suelo, me veía en el espejo, de perfil, veía su cabeza encajada entre mis pechos y mi barbilla. Tomé su rostro con una mano y me incliné hacia él. Le besé, movía la lengua dentro de su boca mientras saboreaba anticipadamente el momento de volverme hacia Ely, sumido allí abajo, en el suelo, y empezar a dar órdenes, a chillarle, trágatelo todo, perro, trágatelo, pero aquel momento no llegaría nunca, le abofetearía si una sola gota se quedaba fuera, pero nunca lo haría, porque Pablo me cogió por sorpresa, me izó de repente por debajo de la rodilla izquierda, me hizo girar bruscamente hasta colocarme enfrente de él, me soltó un momento para romperme las bragas, estirando la goma con las manos, y me obligó a montarle.
Le rodeé el cuello con los brazos y comencé a subir y bajar sobre él.
Siempre que lo hacíamos así me acordaba de cuando mucho tiempo atrás, a mis cinco, a mis siete, a mis nueve años, tras rogárselo yo machaconamente horas y horas, me sentaba encima de sus rodillas me cogía por las muñecas y me atraía hacia sí primero, dejándome caer luego, hasta que mi cabeza rozaba el suelo, aserrín, aserrán, los maderos de San Juan, los del rey, sierran bien, los de la reina, también, la última vez que lo hicimos yo tenía casi catorce años, y él veinticinco, no había nadie en el cuarto de Marcelo, él estaba sentado en la cama, y yo se lo pedí, y me contestó que no, que ya era muy mayor para jugar a esas cosas, y yo insistí, la última vez, por favor, la última vez, y accedió, pesas mucho ya, aserrín, aserrán, y aquella vez fue muy largo, duró mucho tiempo, y cuando terminamos yo estaba mojada y él tenía algo duro, inhabitual, debajo de los vaqueros, aquélla iba a ser la última vez, pero fue la primera.
Se lo repetía muy bajito, aserrín, aserrán, los maderos de San Juan, al oído, mientras bajaba y subía encima de él. Me levantó completamente la falda por detrás y me cubrió la cabeza con ella, el borde me rozaba la frente, me asió firmemente por la cintura y me chupó los pezones por encima de la camiseta de algodón, hasta dejar una gran mancha húmeda al rededor de cada pezón.
Apenas un instante después, todas las cosas comenzaron a vacilar a mi alrededor. Pablo se apoderaba de mí, su sexo se convertía en una parte de mi cuerpo, la parte más importante, la única que era capaz de apreciar, entrando en mí, cada vez un poco más adentro, abriéndome y cerrándome en torno suyo al mismo tiempo, taladrándome, notaba su presión contra la nuca, como si mis vísceras se deshicieran a su paso, y todo lo demás se borraba mi cuerpo, y el suyo, y todo lo demás, por eso tardé tanto en identificar el origen de aquellas caricias húmedas que de tanto en tanto me rozaban los muslos como por descuido, contactos breves y levísimos que tras segundos de duda y un instante de estupor me indicaron que Ely seguía allí abajo, clavado de rodillas en el suelo, lamiendo lo que yo no aprovechaba, meneándose aquella pequeña picha suya, tan blanca y tan blanda, mientras yo follaba como una descosida, indiferente a aquel pintoresco animal callejero que, de espaldas a mí, se cebaba en las sobras de mi banquete particular, hasta el punto de que había llegado a olvidar por completo su existencia.
Me hubiera gustado verlo, ésa fue la última idea coherente que fui capaz de concebir antes de dejarme ir, cuando comencé a sentir los efectos de mis choques con Pablo, cada vez más bruscos, progresivamente cerca de la cabeza, y ya no pude controlar más, me dejé ir, para que él, tres o cuatro empellones más, agónicos y brutales, los últimos, me triturara por fin la nuca, me la rompiera en millares de pequeños pedacitos blandos, antes de dejarse atrapar él también entre las paredes elásticas de mi sexo, repentinamente autónomo, que estrangularon el suyo más allá de mi propia voluntad.
Después, consciente de mi incapacidad para hacer otra cosa que no fuera quedarme allí, quieta, tratando de recuperar el control sobre mí misma, me mantuve inmóvil un buen rato, abrazada a Pablo, colgada de él, echando de menos mi casa, estar en casa, una cama próxima, pero era agradable de todas formas, el calor, el roce con su piel todavía caliente.
Él volvía mucho antes que yo, su cuerpo era más obediente que el mío, y no estábamos en casa, de manera que me besó en los labios, me levantó un momento para desligar mi sexo del suyo, y me empujó muy suavemente hacia un lado, para dejarme tumbada encima del banco.
Me quedé allí un buen rato, encogida, las rodillas apretadas contra el pecho, los ojos cerrados, mientras él se vestía, y de nuevo recordé a Ely, que se me había vuelto a olvidar.
Cruzaron unas pocas palabras en voz baja, una voz que no era la de Pablo musitó una expresión de despedida y escuché el ruido de una puerta que se
cerraba.
Me incorporé. El estaba apoyado contra la pared, los brazos cruzados, y sonreía. Me puse de pie para vestirme y me di cuenta de que estaba vestida. Mis bragas, rotas, estaban en el suelo. Las cogí, no sé por qué, era indecente ir dejando bragas rotas por ahí, y las metí en el bolso. Al pasar junto a la mesa me di cuenta de que la botella de ginebra seguía allí, intacta, ni siquiera habíamos roto el precinto. La cogí, y también la metí en el bolso. No están los tiempos como para ir dejando botellas llenas y pagadas por ahí. Pablo se echó a reír con una risa transparente, sin dobleces, se reía solamente. No estaba enfadado, y eso me hizo sentirme bien, así que yo también reí, y salimos juntos, riéndonos, a la calle.
Cuando nos metimos en el coche, volví a pensar en Ely y sentí curiosidad.
– ¿Le has dado dinero?
– Sí.
– ¿Y lo ha cogido?
Contestó a mi pregunta con una carcajada.
– ¡Claro que lo ha cogido! -me miró como diciéndome eres tonta, y yo sabía que quería decir precisamente eso, pero en él no era un insulto, más bien lo contrario, mientras siguiera riéndose de mis tonterías, de ese tipo de tonterías, todo iría bien. ¿Por qué no lo iba a coger? Vive de eso, ¿sabes?… Oye, ¿dónde hay una gasolinera?
– ¿Por aquí…? Cerca de Jumbo hay una, pero no sé si estará abierta a estas horas.
Circulábamos por calles amplias y desiertas, flanqueadas por altos edificios de esqueleto de acero y hormigón, rostros de cristal, todos parecidos, limpios, casi higiénicos, como recién salidos del paquete. De una pequeña isla verde, precedida por una hilera de setos bien recortados, arrancaba un caminito de cemento que culminaba en una puerta acristalada.
Mi madre siempre había querido vivir en una casa así, con un portal así, una descarnada pero enorme estancia de mármol de color neutro, a mí no me gustan, siempre los he encontrado muy parecidos a los vestíbulos de los ambulatorios nuevos de la Seguridad Social, la misma atmósfera neutra y aséptica, iguales, excepto por el mármol y el mostrador del portero, de madera barnizada de oscuro. Los portales son extraordinariamente importantes para las señoras madrileñas de cierta edad, al parecer, mi madre siempre abominaba del portal de casa, largo y estrecho, oscuro y sin mostrador para el portero. Eugenio, que era adorable, sesenta años y subía las bombonas de butano de dos en dos por la escalera, no tenía un mostrador, sólo un chiscón al otro lado de la puerta, y además iba siempre vestido con un mono azul, yo siempre le he querido mucho, a Eugenio, de pequeña me daba caramelos, y cuando me casé me regaló un joyero horroroso, artesanalmente fabricado con conchas de moluscos teñidas con anilinas de colores, Recuerdo de El Grove, escrito con letra cursiva sobre la tapa, su mujer era gallega y lo había encargado expresamente para la ocasión, es uno de mis objetos favoritos, pobre Eugenio, siempre tan simpático, tan atento con mamá, subiéndole las bolsas de la compra hasta el tercero, y ella abominando de su mono azul, pero en el pecado lleva la penitencia, pobre mamá, no se moverá ya de Chamberí en la vida, se le ha pasado la época de tener portal de mármol, portero con traje azul y gas ciudad.
Circulábamos por calles amplias y desiertas, lo único que se movía a nuestro paso eran las banderas de las embajadas, trapitos pequeños y ridículos contra la potencia uniformadora de las grandes fachadas de cristal. No son Madrid -era una idea que me asaltaba con frecuencia, cada vez que pasaba por allí-, no caben en esta ciudad-no ciudad, caótica e híbrida, desastre teórico y práctico, desastre urbanístico, desastre viario, desastre circulatorio, desastre educativo, desastre político, desastre sanitario, desastre eclesiástico -no hay catedral-, desastre pornográfico -tampoco hay barrio chino-, en suma, un auténtico desastre, el único sitio donde se puede vivir a gusto, en medio del desastre, donde nadie pregunta nada, porque todo el mundo es nadie, y puedes salir a comprar el pan con zapatillas y bata de boatiné y no te mira nadie, y te regalan un par de boquerones en vinagre con las cañas, en bares ruidosos con el suelo alfombrado de servilletas de papel arrugadas, y huele siempre a garbanzos cocidos en los patios de las casas, las vecinas cantan tendiendo la ropa, Ay Campanera, aunque la gente no quiera, en los patios de las casas de Madrid, no en éstas que son casas de pueblo, de un pueblo fantasma de porteros preguntones, y usted a qué piso va, y a usted qué coño le importa, un pueblo provinciano, aburrido y pretencioso en medio de una ciudad una ciudad enorme de la que todos dicen que es un pueblo.
Un par de calles más allá estaba Tetuán, Tetuán de las Victorias, bonito nombre, Bravo Murillo, el caos, gambas a la plancha y tiendas con un cartel amarillento ya por el tiempo, liquidación por cambio de negocio, nunca cambian de negocio, pero siempre hay algún incauto que pica al reclamo de las rebajas perpetuas, inexistentes, nosotros seguíamos del otro lado, atravesamos la Castellana, pasamos junto al Bernabeu, Pablo sacó la mano por la ventanilla, el índice y el meñique en alto, le puso los cuernos al estadio del enemigo, era como un rito, nunca se le olvidaba, y seguimos, chalecitos a izquierda y derecha, y entonces volví a acordarme de Ely, seguramente sería del Madrid, como todos los recién llegados, ¿podría un hombre español reprimir la pasión por el fútbol al decidir convertirse en una mujer?, pero a los maricas por lo general no les gustaba el fútbol, ¿o sí?, se lo pregunté a Pablo, oye,¿ a los maricas les gusta el fútbol?, y yo qué sé, él tampoco lo sabía, teníamos algunos amigos a los que no les gustaba el fútbol pero yo sospechaba que era por pura pose, una trasnochada pose de progre, porque habíamos sido progres mucho tiempo, progres de libro, y hacíamos muchas cosas solamente por eso porque quedaba progre…
La idea seguía allí, en la parte posterior de mi cabeza, golpeando contra mis sienes. Pensé en ir dando rodeos, pero al final lo solté a bocajarro.
– Pablo, ¿te has acostado alguna vez con un hombre?
Risitas, risas luego, más consistentes, y al final carcajadas, carcajadas largas y ruidosas.
Yo no me reía. No me hacía ninguna gracia.
– Lo malo de jugar al aprendiz de brujo es que al final se te suele ir la mano…
Nada más. Pero yo no pensaba darme por satisfecha con eso.
– No me has contestado -sus ojos me miraron con una expresión risueña, me está tomando el pelo, pensé, y no me gustó, porque eso significaba que podrían pasar horas, días, semanas, antes de que obtuviera una respuesta.
Estaba equivocada, sin embargo. Aquella noche tenía ganas de hablar.
– Si lo que quieres saber es si alguna vez he deseado a un hombre lo suficiente como para meterme en la cama con él, la respuesta es no, no lo he hecho nunca. Nunca me han gustado los hombres.
– Y sin embargo… -había aprendido a detectar las menores oscilaciones de su voz, al menos cuando decía la verdad, y me di cuenta de que quedaba algo colgando detrás de sus palabras.
– ¿De verdad lo quieres saber todo? ¿No te da miedo enterarte de algo que no te guste?
Sí, ciertamente me daba miedo, un poco, pero quería saberlo. Pablo se había puesto serio, pero eso no significaba nada, podría estar mintiéndome durante horas si quería, así que denegué con la cabeza, quería saberlo todo.
– ¿Dónde fue?
– En el trullo, hace muchos años.
La cárcel. Lo recordaba muy bien, un domingo a las siete de la tarde, chocolate con picatostes y un concurso por televisión. El teléfono, la histeria de mi madre, llantos, gritos, pisadas, han detenido a Marcelo otra vez, Pablo estaba con él, han detenido a Pablo también, y a un montón de gente más. Detenidos, procesados y condenados, cuatro años, cuatro, para cada uno. La primera vez los cargos habían sido insignificantes, posesión de propaganda subversiva, más o menos, y mi padre había intercedido había recurrido a todas las viejas amistades de su padre, mártir de la cruzada, y había conseguido muchas promesas y una celda individual. Ocho meses.
Para Pablo tampoco era la primera vez. El también había cumplido ocho meses, siempre ocho meses antes que Marcelo. Ahora, por lo menos, les habían trincado juntos.
Aquella vez, primavera del 69, yo tenía once años y mi padre se negó a intervenir a pesar de los ruegos de mi madre, que en casos extremos siempre se volcaba del lado correcto, como todas las madres. A mí se me cayó la casa encima. Marcelo en la cárcel cuatro años. Eso era la soledad más absoluta, algo peor que la soledad, la orfandad, una orfandad cruel y repentina en una casa llena de gente. Pero mi padre fue tajante, allí le enderezarían, en la cárcel, a ese cabrón, que le pagaba así todos sus esfuerzos por darle una educación, una carrera, una…, ahí siempre le fallaba el discurso, se quedaba colgado, no se le ocurría nada más. Y, además, ni un duro, ni un duro, repetía, en Carabanchel no le haría falta dinero, allí estaría comido y vestido, no necesitaba nada más.
Pablo me tocó el hombro. Habíamos llegado a la gasolinera y había cola, las cinco y veinte de la mañana y teníamos tres coches delante. Yo estaba sorprendida. El jamás hablaba de la cárcel, a pesar de que se habían chupado treinta meses, dos años y medio al final, les redujeron la condena por no sé qué y salieron a la calle con libertad provisional a los treinta meses, les habían robado treinta meses, treinta y ocho meses de vida en total, a los dos. Marcelo volvió a casa, nunca entendí por qué vivía en casa si pagaba un piso de alquiler que usaba para follar y para poco más, años después me enteré de que era por algún asunto político, lo de seguir en casa. Pablo me zarandeó, ¡eh! ¡qué te pasa?, no me pasaba nada, y se lo dije, nada.
– Pues tú tuviste mucho que ver en todo eso…
– estaba de buen humor, todavía.
– ¿Yo…?
– Sí, tú. Nos escribías todas las semanas, primero sólo a Marcelo, luego una carta para cada uno, al final una sola, muy larga, para los dos… ¿no te acuerdas?
Sí, me acordaba. Me acordaba de la angustia también, de lo que contaba la gente, yo me lo creía todo, palizas, torturas, violaciones, mi hermano, que era como mi padre y mi madre a la vez, y mi novio, porque me gustaba pensar que era mi novio, allí, en la cárcel, a merced de esa pandilla de hijos de puta, sangrando por la nariz, por la boca, retorciéndose bajo los golpes de una toalla mojada, me acordaba, yo les escribía y les contaba todo lo que me pasaba, para que se rieran un poco, para que se acordaran de mí. Me contestaban, de vez en cuando.
Pablo siguió hablando, hablaba sin parar.
– Cuando cumpliste doce años, mandaste una carta en la que anunciabas la llegada de un giro postal. Siempre parecías muy preocupada por el dinero…
– Claro, papá le contaba a todo el mundo que no le mandaba ni un duro a Marcelo.
– Pero no era verdad.
– Ya, de eso me enteré después…
– Teníamos dinero, pero tú nos ibas a mandar todo el que habías sacado por tu cumpleaños, para que comiéramos bien, te encantaba jugar a las mamás, con nosotros.
Me acarició la cara, yo no le miré, me daba vergüenza acordarme de aquello, le había dicho a mi madre que iba a hacer una obra de caridad aquel año, pedí dinero a todo el mundo en vez de regalos, dije que las monjas del colegio nos habían propuesto hacer canastillas y llevarlas a un barrio de chabolas, más allá de Vallecas, mamá se quedó sorprendida, canastillas en abril, eso se solía hacer en Navidad, pero era una obra de caridad al fin y al cabo, y no podía negarse, mentí con convicción y me creyeron, saqué 1575 pesetas,1575 pesetas del 69, una pasta, y las mandé a Carabanchel, para que comieran bien, era verdad.
– Te juro que al principio nos quedamos de piedra, nos llegó al alma, de verdad, a Marcelo casi se le saltaron las lágrimas, pero luego tuvo un arrebato de genialidad, una de esas chifladuras que le dan a tu hermano de vez en cuando, y me llevó a un rincón, y me dijo, el dinero de Lulú nos lo gastamos con el portugués, ¿qué te parece?, yo me reía, pero él iba en serio, y pensé que, después de todo, lo podríamos intentar, llevábamos allí once meses ya, -se me estaba empezando a hacer un callo en la mano…
El coche de delante se movió.
– ¿Quién era el portugués?
– Un marica, no sé, estaba allí porque había apuñalado a su novio, en una bronca, celos, creo, no le había matado y el otro iba a verle cuando podía, le había perdonado, el portugués repetía que había sido por amor.
– Pero vosotros erais políticos…
– ¿Y qué? Los homosexuales estaban en nuestra galería, y también veíamos a todos los demás, en el patio, en el comedor, la verdad es que eran mucho más interesantes que los presos del partido. Allí encontré a Gus, y a más gente que conoces.
– ¿Gus? ¿Pasaba ya?
– No, abría coches, era un chorizo de poca monta, muy joven, empezó a drogarse allí, en Carabanchel.
– ¿Y qué pasó? -ya no estaba preocupada, solamente sentía curiosidad.
– Nada, el portugués era la novia de la prisión, algún funcionario que otro incluido. Era muy versátil. Hacía pajas, mamadas, daba y tomaba, según lo que estuvieras dispuesto a pagar. Se sacaba un pastón, estaba ahorrando para comprarle un piso a su novio, como desagravio, supongo. No era el único, había más como él, pero éste era joven, bastante guapo, y tenía la boca sana. Tenía un pollón, además, por lo que se contaba por ahí, y era el que más éxito tenía.
Pablo me miraba sonriendo, como si hubiera estado de vacaciones, en la cárcel, una temporadita. Yo estaba desconcertada.
– Y os gastasteis mi dinero con el portugués…
– no era una pregunta, lo repetía solamente para creérmelo de una vez.
– Sí, casi todo, en tu honor, como decía Marcelo. Estuvimos discutiendo bastante sobre el procedimiento. Una paja era demasiado poco, así que optamos por un francés, un francés con un portugués, quedaba muy internacional, pero yo estuve a punto de estropearlo todo, porque cuando fuimos a la enfermería, a contratar, digamos…
– ¿Por qué a la enfermería?
– El trabajaba allí, que era uno de los sitios más cómodos, siempre conseguía lo mejor, tenía muchos amantes, en todas partes, bueno, yo le pregunté que si nos hacía alguna rebaja por chupárnosla a los dos a la vez, y entonces se cabreó.
De repente se puso serio. Calló un momento, me miró.
– No sabes cómo era aquello, no lo sabes.
Un sitio triste, pensé, sobre todo triste.
Llegamos al surtidor, llenamos el depósito y nos fuimos a casa. Pablo siguió callado todo el camino. Luego, cuando yo ya estaba en la cama, se tumbó a mi lado.
– ¿Quieres saber el final de la historia?
No me atreví a admitir que sí, pero él me lo contó, de todas maneras.
Mi dinero había dado para diez mamadas, ni una más ni una menos, a 150 pesetas unidad, cinco para cada uno. Le habían gustado, y a Marcelo también le gustaron, de forma que siguieron pagándoselas ellos solos, de su propio dinero, racionándose el placer, para no enviciarse, tenían miedo de enviciarse, e iban a la enfermeríá una, dos veces al mes, cada uno por separado, hasta que un día, el portugués le propuso a mi hermano que dijera que tenía la gripe o algo así, que le conseguiría una cama, que le cuidaría bien y que no le cobraría. Estaba encoñado con Marcelo por lo visto, pero él dijo que no le apetecía, le dio miedo, y lo dejó. Pablo no, siguió hasta el final, llegó a pensar incluso en follar con él, me lo dijo sin inmutarse, meditó durante cierto tiempo sobre la posibilidad de darle por culo, qué pasaría, no podía ser una sensación muy distinta a la de metérsela por el culo a una mujer, y eso era agradable, hasta que un día, cuando estaba casi decidido, tuvo un rapto de lucidez, lo llamó así, un rapto de lucidez, viéndole desnudo de cintura para arriba, el pecho lleno de pelos, coqueteando con un par de cincuentones en el patio, y entonces se dijo que él estaba en la cárcel por ser comunista, como si el comunismo fuera un seguro de virtud, aquello le sostuvo y se echó para atrás.
– De todas maneras, ya sabíamos que no íbamos a cumplir la condena entera, que saldríamos pronto. Si hubiera sabido que me quedaban diez años más, o veinte, como a algunos, seguramente lo habría hecho, y supongo que me habría gustado. Lo que haces, dices, o piensas fuera no vale en la cárcel, ése es un mundo distinto.
Se quedó un momento callado. Luego siguió hablando, daba la impresión de que quería vaciarse, contarlo todo, después de años sin mencionar aquella época, no le gustaba, podía haber ido de mártir, años atrás, cuando todo el mundo presumía de que también a ellos les habían detenido una vez, en la Puerta del Sol, y les habían enseñado la ventana, y era mentira, podía haber presumido él también, y llorado, pero no lo hizo, nunca, nunca me había hablado de aquello hasta entonces.
– Prométeme que no le dirás jamás a Marcelo que lo sabes. Cuando le conté que estaba enrollado contigo fue lo primero que me pidió.
Se lo prometí con la cabeza. Estaba conmovida por todo aquello. No les quería menos, si acaso más que antes, y ya no me importaba en qué se hubieran gastado mi dinero.
– Creo que fue allí donde empecé a enamorarme de ti.
– ¿De mí? Pero si era una cría.
– Tenías once años, y luego doce, y luego trece, cuando salí ya habías cumplido los trece, pero escribías cartas de persona mayor, tan preocupada, eran las más sinceras que recibí allí dentro, y apenas tenían tachaduras, eso era un consuelo, las de Mercedes y los demás eran casi ilegibles, las tuyas no, y además, tenía tus olores.
– ¿Qué olores?
– ¡No me digas que no te has llegado a enterar nunca! -me miró con asombro, sonriendo.
– ¿De qué me tenía que enterar?
– Lo llamábamos el episodio surrelista, Marcelo y yo… -se recostó contra el cabecero de la cama y encendió un cigarrillo. Me lo pasó, lo cogí y encendió otro para él, aquello iba para largo-. Un buen día, el abogado de tu hermano, que era también el mío y el de otros diez o doce de por allí, le anunció una visita de tu madre para la semana siguiente. Quería consultar con él un problema familiar, el abogado no sabía de qué se trataba, era algo privado, dijo. Marcelo se preocupó. Tu madre no había ido a verle desde la primera semana, tu padre se lo tenía prohibido. Venían Lola, e Isabel, algunas veces, tú nunca viniste.
– No me dejaron.
– No importa, te hemos perdonado -se volvió un instante para mirarme, me dio un beso ligero, en la mejilla, y después volvió a clavar los ojos en el techo y siguió hablando-. Vino tu madre por fin, y la visita fue muy corta. Yo estaba en la celda, no había venido nadie a verme aquel día, y Marcelo subió al poco rato, descojonándose de risa, se le saltaban las lágrimas de risa. El problema familiar grave y privado consistía en que te había pillado una mañana desnuda, sentada en la cama, con el camisón pegado a la nariz, repitiendo todo el tiempo, me ha cambiado el olor, y le pusiste el camisón a tu madre, la pobre, debajo de las narices, diciendo, mira mamá, huele, me ha cambiado el olor. Se reía a carcajadas, y yo también me reía, era una historieta divertida, ¿no te acuerdas de eso?
Sí, me acordaba, aunque hacía mucho que no pensaba en ello, fue hace tanto tiempo. Un buen día, como tres semanas antes de la primera regla, noté que me había cambiado el olor, era una sensación muy extraña, me había cambiado el olor, por completo, me sentí una persona diferente y me concentré plenamente en investigar el fenómeno. No olí solamente el camisón, olí también mi sudor, mi ropa, mis sábanas, las de mis hermanas… Las cosas de Patricia no olían a nada, las de Amelia tenían un olor parecido al mío, pero distinto, desde entonces me esfuerzo en almacenar en la memoria los olores de las personas, el de Pablo sobre todo, él ya lo sabía, era capaz de reconocer su olor casi en cualquier circunstancia.
– Sí, me acuerdo -confirmé-, pero no entiendo
por qué mamá fue a ver a Marcelo por eso, a mí no me dijo nada, se negó a oler mi camisón, me dijo que no hiciera más tonterías, y salió de mi cuarto, nada más.
– Pues estaba muy preocupada, por lo visto
– Pablo alternaba su discurso con breves accesos de risa, carcajadas contenidas que no me dejaban entender bien lo que decía-, quería que Marcelo te escribiera y te aconsejara que no volvieras a hacerlo, jamás, porque era peligroso, o algo parecido.
– Pero ¿por qué? -no acababa de entenderlo.
– Tú todavía no tenías doce años, y ella pensaba que aquello estaba conectado con algún turbio conflicto sexual, no fue capaz de precisar, no tenía la imaginación suficiente como para formular una hipótesis concreta, pero estaba aterrada. Según tu hermano, tenía miedo de que aquello degenerara en un vicio, de que te convirtieras en una viciosa, y además, en cualquier caso, no estaba bien -carcajada, ya no podía más, esperé unos segundos a que se recuperara, sonriendo yo también-, Carmela te había sorprendido olisqueando la cama de tus padres, su propia cama…
– Sí, la verdad es que resultó menos interesante de lo que yo esperaba… -mi tono objetivo, casi científico, le hizo reír- y Marcelo se negó, ¿no?
– Por supuesto que se negó, se negaba a todo lo que le pedía tu madre, eso por principio, y luego, además, todo aquello resultaba tan ridículo… -su expresión se suavizó poco a poco, la risa se deshizo en una sonrisa melancólica-. El en la cárcel, hecho polvo, cumpliendo una condena absurda, en un país absurdo, y tu madre preocupada porque tú ibas oliendo todo lo que se te ponía por delante… Le ha cambiado el olor, le dijo, bueno y qué, a todo el mundo le cambia, antes o después, y además sus olores son suyos, ella puede hacer lo que quiera con ellos, se dio la vuelta, muy digno, y se volvió arriba, ahogado de risa =estuvo callado durante unos segundos. Yo no me atreví a decir nada. Yo me reí con él, al principio, pero acabé pensando igual que tu madre, presentí que eras una pequeña viciosa, una perdida potencial. La imagen se me quedó grabada en la cabeza, tú, desnuda, oliendo el camisón y repitiendo en voz baja, me ha cambiado el olor, aquella noche me masturbé con eso, fui construyendo una fantasía sólida, enloquecida, alrededor de esa imagen, una noche detrás de otra, me quedaba colgado de aquella imagen, tú escondiéndote por los rincones, despistando a todos tus hermanos y hermanas, para desnudarte y olerte, barriendo con la nariz la cama de tus padres para tocarte después, eras encantadora, claro que te imaginaba más mayor, cuando salí y te volví a ver, me asombré de que fueras todavía tan pequeña, pero ya había decidido que merecía la pena esperar, para intervenir en tu perdición, y esperé…
Los ojos se me habían llenado de lágrimas.
Como no quería que me viera, me di media vuelta, me arrebujé debajo de las sábanas y procuré no hacer ningún ruido.
Fue inútil.
El se dio cuenta de todo, se acercó a mí, me abrazó, me besó en la frente y apagó la luz, para que pudiera llorar a gusto.
Ya me habían desaparecido las agujetas.
No sabía si alegrarme o entristecerme, sentí algo de las dos cosas, supongo, cuando por fin conseguí sentarme en una silla sin el acostumbrado y agudo pinchazo, la única consecuencia objetiva de la noche de Moreto, nunca hasta entonces había mantenido las piernas tan abiertas, durante tanto tiempo.
Me habían desaparecido las agujetas. Habían pasado dieciséis días, me acuerdo perfectamente porque los había ido contando, hasta aquella tarde, aquella tarde hacía la tarde número diecisiete.
Cuando llegué del colegio, me encontré con que Amelia desfallecía, deshecha en llanto, entre los fofos brazos de mi madre. Razonablemente familiarizada con el patetismo de escenas como aquélla, me fui a la cocina, me preparé un bocadillo de tomate y cebolla en rodajas con aceite de oliva y sal, mi bocadillo preferido, y regresé a mi cuarto con la intención de estudiar un rato, filosofía, tenía un examen al día siguiente.
Ellas no se habían movido. Fue mi madre quien habló, con el tono frío y aséptico que solía adoptar para comunicar las noticias inesperadas.
– Supongo que a ti también te interesa, Marisa, al fin y al cabo, él siempre dice que eres su niña favorita… -los sollozos de Amelia me impidieron es' cuchar el final de la frase.