– ¿El qué? -Okham estaba bien, no tan entretenido como los sofistas pero mucho más tolerable que san Agustín, desde luego, comenzaría por Okham.

– Pablo se va, se marcha a vivir al extranjero.

– ¿Qué Pablo?

– ¿Qué Pablo va a ser? -mi madre se me quedó mirando, perpleja-. Pablo Martínez Castro, el amigo de Marcelo, no sé qué te pasa últimamente, Marisa, estás como atontada, hija…

No contesté, ni me moví, no quería enseñarle la cara a nadie.

Escondí la nariz en el libro y procuré reaccionar deprisa, París, pensé, seguramente París, está muy pasado de moda, pero tampoco se llevan mucho los místicos, ni irse a vivir fuera de España últimamente, ahora que el viejo está ya más para allá que para acá, a punto de diñarla… A París se puede ir en tren, el Puerta del Sol, lo sé, no debe salir muy caro un billete de tercera, o de lo que sea, de lo último, no puede ser muy caro, está cerca, París…

– Se va a una universidad americana, no sé cómo se llama, en Filadelfia, o cerca de Filadelfia, no sé dónde ha dicho tu hermano…

En alguna parte se había roto algo de cristal. Escuché un ruido como de campanilla y el repique de los fragmentos sobre el suelo.

Me quedé sin fuerzas para preguntarme a mí misma cuánto costaba un billete en avión para ir a Filadelfia.

Levanté la cara del libro y decidí conservar la calma. Nadie tenía por qué enterarse, y menos ellas dos, de nada. Se me escapó una especie de reproche universal, sin embargo.

– No puede ser, pero si ni siquiera tiene treinta años…

– ¡Anda! -mis palabras despertaron la curiosidad de mi hermana, que hasta entonces había permanecido en el doliente mutismo que mejor convenía a su papel- ¿y eso qué tiene que ver?

– Bueno, todos se van a una universidad americana, pero más mayores…

– ¿Y tú qué sabes?

– No hay más que leer los periódicos…

Me lo repetí otra vez, todos se van, él también. ¿Por qué no iba a irse él también? Las piezas encajaban, los detalles completaban una historia verosímil, seguramente cierta.

Era verdad. Pablo se iba. A Filadelfia. Filadelfia, en la otra punta del mundo.

– Profesor de literatura española, ¿no?

Mi madre asintió con la cabeza.

– El Siglo de Oro, creo…

– ¡ Qué original!

El llanto de Amelia se recrudeció, mi madre se volvió hacia ella, yo estaba de pie, en el centro de la habitación, con la mente en blanco. Tenía el libro todavía en la mano, el bocadillo mordisqueado me daba náuseas, pero aún no me daba cuenta de nada, no tenía ni idea de la que se me venía encima.

– ¿Está Marcelo en casa, mamá?

– No, hace dos días que no se le ve el pelo, ésa es otra, tu hermano se cree que esta casa es una pensión, me trae la ropa sucia y se vuelve a marchar, me va a matar a disgustos…

– Bueno, pues me voy a su cuarto a estudiar. Mañana tengo un examen de filosofía.

Cuando salía por la puerta, las oí cuchichear. Amelia instaba a mi madre -díselo mamá, díselo-, ella la tranquilizaba -no te preocupes.

– Oye, Marisa… ¿a que no te importa que Amelia se ponga esta tarde tu vestido amarillo, ése que te regaló la abuela?

– Sí que me importa, no lo he estrenado todavía.

– Pero mujer, si nunca vais juntas, ni tenéis las mismas amigas, ¿qué más te da?

Cualquier otro día hubiera peleado, protestado, chillado y amenazado, tal vez llorado, y no me habría servido de nada. Aquel día accedí a la primera. Lo único que me apetecía era estar sola, encerrarme en el cuarto de Marcelo para estar sola, sola, pero no habían pasado ni diez minutos cuando la vi entrar por la puerta.

Generalmente, no se tomaba la molestia de anunciarse.

– Marisa, hija, tengo que hablar contigo -reconocí al instante el tono de además de tu madre soy tu mejor amiga recientemente adquirido en sus retiros espirituales para padres de familia numerosa de signo postconciliar.

– Ahora no, mamá, no tengo ganas de hablar -movía rápidamente las pestañas para alejar las lágrimas de mis ojos-. Tengo que estudiar, y además no me importa que Amelia se haya puesto mi vestido, si es eso lo que te preocupa, te juro que no…

– No jures, Marisa.

– Perdona, mamá, quiero decir que no me importa, en serio, con tal de que no me lo reviente…

– Sí, Amelia está más gorda que tú, y es mucho más fea, también… -hablaba casi en un susurro-. Mírame, hija, deja ese libro.

La miré. Me habían intrigado mucho sus últimas palabras. Ella advirtió las señales del llanto en mis ojos enrojecidos. Estaba sentada encima de la cama de Marcelo, acababa de cumplir cincuenta y un años, pero aparentaba casi quince más. Llevaba un vestido camisero de lana estampado en azul marino y negro, y medias gruesas, de color tostado, de esas que venden en las farmacias, especiales para las varices. Tenía las piernas reventadas, las sangre formaba una intrincada red de charcos rojizos y morados, bajo su piel blanquecina, transparente. Nueve hijos y once embarazos, once, en diecisiete años. Ya no tenía cuerpo, solamente un saco encorvado, relleno de vísceras agotadas, rendidas, dadas de sí. Y todavía lloraba por los hijos que no había tenido, aquel que nació muerto entre Vicente y Amelia, y los dos abortos, en sólo cuatro años, dos abortos, entre los mellizos y yo. Me daba pena, pero también, en momentos de lucidez extrema, momentos como aquél, aquella tarde, al mirarla atentamente, sentía una impresión cercana al asco. Años atrás, creí haber llegado a odiarla. Ahora no, ahora me daba cuenta de que no había dejado de quererla nunca, pero no la soportaba.

– ¡Claro que te ha molestado lo del vestido! -me ofreció una sonrisa compasiva-, tienes quince años, es lógico que te moleste… Yo pienso mucho en ti aunque no lo creas, te quiero mucho, Marisa, ven aquí conmigo.

– No, si no te importa, casi prefiero seguir sentada -habían pasado unos cinco meses, pensé, desde su arranque maternal más reciente.

– Tú tienes muchas cosas de qué darle gracias a Dios, hija -susurró-. Eres guapa, eres lista, te gusta estudiar, sacas buenas notas, tienes carácter, y fortaleza, sabes encarar los problemas, los disgustos… No me preocupas, aunque eso no quiere decir que no

te quiera.

Se quedó callada un momento. Entonces intervine, traté de acelerar su confesión.

– Ya… -era evidente que yo no la preocupaba.

– Quiero decir que tú no me necesitas, tú saldrás adelante sin la ayuda de nadie, irás a la universidad, terminarás la carrera con buenas notas, y tendrás éxito, te casarás con un chico guapo y rico, en fin, tendrás un montón de hijos sanos, y no engordarás. Serás un gran apoyo para mí, cuando sea vieja…

– me sonrió, yo no le devolví la sonrisa, aquello me parecía el colmo de la desfachatez-. Amelia, en cambio, está tan acomplejada, ella me necesita, necesita mi ayuda, todavía, igual que Vicente, que tiene poco orta, débil, y José, tan impulsivo, y los pequeños, por supuesto. Marcelo no, Marcelo es como tú, fuerte e inteligente, aunque se nos ha hecho un rojo, todavía no entiendo por qué, no sé qué ha visto de malo en esta casa -aquí estuvo a punto de echar se a llorar-, y un gamberro, trasnochador, y un golfo se rehizo para mí, seguramente le aterraba que yo intentara averiguar qué quería decir exacta mente-, lo de la política me preocupa mucho. Isabel, que era tan formalita, se está metiendo cada vez en más follones… En fin, Dios me ha dado nueve hijos y todos los días le doy las gracias por ello, pero no puedo ocuparme de todos vosotros a la vez, y tú eres tan inteligente, tan responsable, y tan dura a la vez, no quiero decir que no seas sensible, pero pareces tan segura de ti misma, no te dejas afectar por nada. Marisa creas tan pocos problemas… hija mía, ¿en tiendes lo que quiero decir?

Asentí con la cabeza. Me hubiera gustado con testarle, gritarle que mi aspecto físico y mis buenas notas no significaban que no necesitara una madre sacudirle y chillarle que no podía seguir así toda la vida, con un hermano como única familia, me hubiera gustado abrazarla, refugiarme en sus brazos, y llorar, como Amelia antes, decirle que la quería, que la necesitaba, que necesitaba que me quisiera, saber que me quería, pero me limité a asentir con la cabeza porque ya era inútil demasiado tarde para todo lo demás.

Se acercó a mí, me besó y me dijo que tenía que irse a la cocina a pelar judías verdes. Antes de que atravesara la puerta, le pregunté cuál había sido la causa de la llorera de Amelia.

Se me quedó mirando. Dudaba.

– ¡Me prometes que nunca te reirás de ella?

– Sí, mamá.

– Amelia está enamorada de Pablo, desde hace muchos años. El nunca le ha hecho caso, pero la pobre no se lo puede quitar de la cabeza.

Estupendo, pensé, en esta casa ni siquiera se puede llorar sola.


Ella, la directora del internado, sufrió diversas transformaciones antes de estabilizarse como una mujer de treinta y cinco años más o menos una con gafas, de tipo nórdico, el estereotipo de bibliotecaria ninfómana que había visto alguna vez en las revistas de Marcelo, yo saqueaba sistemáticamente sus estanterías por aquel entonces, devoraba todos los libros forrados, él se daba cuenta, supongo, pero nunca me dijo nada.

El pelo estirado, recogido en un moñito alto, una blusa blanca y una falda oscura, aspecto severo, sentada muy tiesa, detrás de una mesa enorme, atiborrada de papeles, ella, la directora, era siempre quien hablaba primero.

– Lo siento mucho, pero tiene que hacerse usted cargo de ella, no podemos tenerla aquí por más tiempo.

Pablo la miraba. No estaba enfadado, la historia le parecía divertida, y eso irritaba todavía más a la directora del internado. El tenía cuarenta años, pero curiosamente conservaba el aspecto de cuando tenía veintisiete. Su personaje también había cambiado bastante. Al principio, era mi tutor, el albacea del testamento de mis padres, o algo así. Luego resultó que me había comprado en algún sitio y se gastaba el dinero en hacerme estudiar por alguna razón desconocida. Al final era mi padre, simplemente, y mantuvo ese cargo durante la mayor parte de mi adolescencia.

– ¿Le importaría volver a contármelo con más de talle? No me he enterado bien de cuál es el problema exactamente. Hace muchos años que no veo a mi hija…

– Bueno, Lulú…, es una niña muy sucia -la directora se inclinó hacia delante, y miró a mi padre por encima de las gafas. Estaba muy excitada, siempre se excitaba cuando hablaba de mí-. ¿Comprende lo que quiero decir?

– No -Pablo le sonreía.

– Pues… es muy precoz, está obsesionada por el sexo, no lleva nada debajo de la falda,

¿sabe?, dice que la tela le molesta, y se sienta siempre con las piernas muy abiertas, en clase, se acaricia constante mente, obliga a las demás a que la acaricien, revuelve a sus compañeras, en fin, me da vergüenza admitirlo, pero se lió con la profesora de matemáticas, yo misma las sorprendí, y no se lo va usted a creer, pero era ella, Lulú, la que llevaba la voz cantante…

– ¿Se quedó usted mirándolas, entonces? -Pablo la interrumpió. En sus labios se dibujaba una sonrisa maligna.

– Sí, yo… tenía que estar segura antes de tomar una decisión, y las vi, su hija estaba desnuda, tumbada en la cama, se pellizcaba los pezones con los dedos, lleva las uñas largas,

¿sabe?, y pintadas de rojo, está prohibido pero no hay manera de que obedezca las normas, su hija, y Pilar, la profesora, tenía la cabeza escondida entre sus muslos, se la estaba comiendo, hasta que se detuvo, levantó la cara y dijo algo así como no puedo más, mi amor, en serio, me duele la lengua, ya te has corrido tres veces, entonces Lulú se incorporó y le pegó una bofetada, y yo intervine.

La directora se callaba, en este punto. Estaba muy salida y se frotaba con la mano. Aquí había una variante. En la versión clásica no pasaba nada. En la versión rápida, cuando yo notaba que me iba a correr irremediablemente antes de que me tocara salir a escena, Pablo bromeaba con la última frase de la directora, que incluía el verbo intervenir -¿quiere eso decir que se metió usted en la cama con ellas?- y la otra contestaba afirmativamente, y le contaba el episodio, levantándose lentamente la falda para que mi padre viera los horrorosos cardenales que yo le había impreso en la piel.

Pero eso casi nunca ocurría.

La directora llamaba por teléfono y, al rato, yo aparecía por la puerta. Pablo se volvía para mirarme. Mi figura también experimentó vaivenes considerables, sobre todo en lo referente a la edad. Al principio yo era muy mayor, quince años, los que tenía en realidad. Eso no concordaba muy bien con algunos aspectos de la historia, así que me quité un año, catorce. Me daba miedo seguir bajando hasta que un día pensé, pero qué estupidez, si es todo mentira, y decidí quedarme en los doce años, aun conservando un cuerpo demasiado definido para una niña de esa edad. Llevaba un uniforme muy distinto al mío, a mi uniforme de verdad, una falda tableada cortísima, azul marino, con tirantes en forma de H en el delantero.

Pablo me miraba atentamente.

– ¡ Cómo has crecido, Lulú!

Yo me acercaba a él, le besaba en la cara, y me sentaba en el brazo de su silla. El deslizaba discretamente una mano por detrás, debajo de mi falda, para comprobar que, efectivamente, no había nada debajo.

La directora le preguntaba qué pensaba hacer.

– Había pensado llevarte a casa conmigo, una temporada -Pablo me parecía maravilloso-. Hemos estado separados mucho tiempo… ¿tú qué opinas?

Yo le contestaba, quiero irme contigo, a tu casa

nos despedíamos de la directora y montábamos en un coche enorme, oscuro, que conducía un chófer a veces negro, a veces rubio, muy guapo siempre.

– Así que tu coñito no te deja vivir en paz, ¿eh?

Entonces yo comprendía que él me deseaba, aun que fuera mi padre, y yo le deseaba a él, terrible mente, y sobre todo no quería estudiar, no quería volver a ningún internado, era una desaprensiva total, yo, y además siempre tenía ganas, se lo explicaba con mi vocecita inocente, retorciendo entre los dedos un pico de mi falda, echando la cintura hacia delante y levantando ligeramente la tela para que él pudiera observar mi vientre desnudo.

– Yo no tengo la culpa, papá, eran ellas, siempre, no me dejaban ni un momento, la directora también ésa era de las peores, me pegaba con una vara cuando me negaba a comérmela, es una puta, la tía esa Pero me daba tanto gusto, cuando estaba de buenas yo no puedo evitarlo, es que me pica tanto, aquí -tomaba su mano y alargaba hasta que rozaba mi sexo, seleccionaba uno de sus dedos y me frotaba con él-, ya soy mayor, lo necesito, papá…

– Ya lo veo -Pablo me miraba con los ojos brillantes, se inclinaba sobre mí y me besaba, bromeaba con el chófer- ¿qué te parece mi hija? -me había desabrochado la blusa y me acariciaba los pechos, encajados en el travesaño de tela que unía los dos tirantes-, es preciosa, señor, será magnífico tenerla entre nosotros, nos hará muy felices, -y entonces atravesábamos una verja muy grande, negra, con boliches dorados, llegábamos a una casa enorme, Pablo me cogía en brazos y me la enseñaba. Estaba vacía llena de habitaciones vacías, no había casi muebles, todo era muy espacioso, y yo vivía allí, no tenía hermanos ni hermanas, solamente a mi padre, y los criados, muchos criados, y siempre había percebes para cenar, y podía comerme una bandeja entera sin que nadie me dijera nada, yo sola.

Todos sabían que yo me acostaba con mi padre lo encontraban natural. El me llevaba a la ciudad, de vez en cuando, y me compraba ropa, mucha ropa que me gustaba, y chocolate, me mimaba, y yo era una completa malcriada, a él le divertía, le gustaba mimarme, yo era feliz, andaba por la casa medio desnuda, le quería mucho, y follaba con él todo el tiempo.

En este punto, casi siempre muy cercano al orgasmo, se desplegaban infinitas variantes.

Estábamos sentados a una mesa de gala, tres o cuatro señores mayores, él y yo, yo con un vestido blanco y vaporoso, algunas veces yo me levantaba la falda y me acuclillaba encima de la silla, con las piernas muy abiertas, para que él pudiera empapar cada bocado en mi sexo antes de llevárselo a la boca, otras veces él me sentaba sobre sus rodillas, me levantaba la falda, me enseñaba a sus amigos, todos coincidían es una preciosidad, tu hija, él me besaba en la mejilla, no podría vivir sin ella, yo me acariciaba lenta mente con mi dedito, para que me vieran todos aquellos señores, Pablo me izaba hasta sentarme encima de la mesa, apartaba de un manotazo copas, platos y floreros, me echaba para atrás, y me penetraba allí mismo, delante de todo el mundo, yo me corría cuando él terminaba invitaba a sus amigos, podéis seguir vosotros, si queréis, no soy celoso, y ellos venían, me penetraban todos, uno detrás de otro, pero ninguno me daba tanto placer como él.

Otras veces estaba enfadado. Yo había hecho algo malo, no importaba qué, y él me castigaba, me ponía encima de sus rodillas, me levantaba la falda y me pegaba en el culo, eran humillantes, sus azotes, me daba fuerte, yo lloraba y me retorcía, le prometía que no lo haría nunca más, pero él solía mostrarse implacable entonces, me ataba a alguna parte, y se iba, me dejaba sola durante horas, días incluso, a veces venía una criada, o un criado, me traían comida pero yo no podía comer porque tenía las manos atadas; a veces me pegaban ellos también, otras veces me obligaban a que les hiciera cosas, o me las hacían ellos a mí, y luego Pablo volvía, volvía siempre, me metía la polla en la boca, yo me la tragaba sin rechistar, hasta que se ablandaba, me desataba y me follaba encima de un suelo de piedra, eran deliciosas, las reconciliaciones.

Nos despertábamos juntos, en una cama muy grande, él me acariciaba un rato, luego me destapaba, sigue tú sola, quiero verte, bajábamos a desayunar por una escalera enorme, tengo una sorpresa para ti estoy muy contento contigo, te he comprado un juguete, ahora lo verás pero termínate el desayuno primero, y me cogía de la mano, me llevaba a la biblioteca, nos esperaba un jovencito vestido con un mono azul, es tuyo, puedes hacer lo que quieras con él, me acercaba al aprendiz de jardinero, le bajaba la cremallera, tenía una hermosa verga, yo estaba desnuda, él me abrazaba, torpemente, parecía un oso, me chupaba las tetas y me mordía, no sabía hacerlo, me hacía daño, nos tumbábamos en el suelo, se movía sobre mí como un animal, estaba hambriento, al principio tenía gracia, pero luego se volvía aburrido, déjame, Pablo estaba sentado en su sillón, nos miraba, no me gusta, papá, no me gusta, atrapaba su sexo con la mano y me sentaba encima, recibía un placer instantáneo de él, sabía moverse tan despacio, eres deliciosa, Lulú, me hablaba en un susurro, deliciosa, te quiero tanto…

Mi profesor de griego me examinaba con expresión irónica, apoyado en una de las gruesas columnas del vestíbulo.

– ¿Adónde vas con esa pinta?

Le sonreí mientras buscaba una excusa discreta para justificar mi aspecto, pero no la encontré. Noté que me temblaban las manos, y me las metí en los bolsillos. Me temblaban los labios también, así que me decidí a hablar.

– Anda, Félix, invítame a un café…

– Estás muy equivocada si piensas que voy a comprometer la sólida reputación que me he labrado en esta casa dejándome ver con una chica vestida así.

– Pero ¿de qué reputación hablas? Vamos, invítame a un café -le cogí del brazo y comenzamos a andar en dirección al bar del sótano.

Félix era un excelente profesor de griego, un individuo muy inteligente, dotado de un sentido del humor especialmente sutil, y un viejo amigo mío. Me había acostado con él tres o cuatro veces y me había gustado hacerlo. Pero tenía un defecto. Era terriblemente cotilla, y, por tanto, la última persona con quien habría querido toparme allí, aquella tarde.

Las cosas no estaban saliendo muy bien.

Me había puesto tan nerviosa yo sola, esperando en casa, que finalmente decidí salir media hora antes de lo previsto. Como mis cálculos ya incluían llegar a la facultad con media hora de adelanto para poder sentarme en el centro de la primera fila, en el momento de mi encuentro con Félix disponía de casi una hora libre, demasiado tiempo para seguir dando vueltas delante de las puertas de la sala, cerradas a cal y canto.

No se me había ocurrido pensar que las puertas pudieran estar cerradas. No se me había ocurrido comprobarlo, y eso que pasaba por delante todas las malditas mañanas. `

Lo mejor era bajar al bar, sentarse en una mesa un poco apartada y chismorrear un rato.

Tenía tantas ganas de registrar presagios favorables que llegué a pensar que, después de todo, mi encuentro con Félix había sido afortunado.

– Llevas algo debajo del abrigo? -me examinaba con auténtico interés.

– ¡Pues claro que llevo algo! Ropa. Voy completamente vestida -intenté parecer ofendida-. De verdad, no adivino por qué le das tanta importancia a mi aspecto, ni que fuera disfrazada de…

– Vas disfrazada. Desgraciadamente no sé de qué, pero desde luego vas disfrazada -no iba a ser capaz de engañarle, así que me limité a cambiar de tema.

Cuando me acerqué a la barra a pedir los cafés, los ocupantes de una de las mesas delanteras, un grupito de alumnos de primero, dejaron escapar risitas sofocadas a mi paso, mientras se llamaban la atención los unos a los otros con el codo.

Me pregunté si no habría cargado demasiado las tintas.

El abrigo no me preocupaba demasiado, siempre resulta bastante llamativo, un abrigo de lana blanca, pero lo había pedido prestado precisamente por eso, porque necesitaba llamar la atención.

Lo peor eran las medias de sport, de un beige indefinido, que se me enrollaban constantemente en los tobillos. Los elásticos habían opuesto una resistencia verdaderamente tenaz, pero al cabo, después de haberlas hervido tres veces y embutido a presión en la base de sendas botellas de champán durante un par de días, logré que se me deslizaran pierna abajo con auténtica naturalidad, a pesar de que las acababa de comprar y era la primera vez que me las ponía.

Aunque quizá las medias no resultaran tan ridículas en sí mismas, y lo peor fuera el conjunto que formaban con los zapatos. Recordé el corrillo de dependientas que se formó en la zapatería cuando, después de pedir que me trajeran el treinta y nueve del modelo con más tacón que tuvieran en marrón, saqué una media del bolso, me la arrugué en el tobillo y me probé un montón de zapatos estudiando detenidamente el efecto en los espejitos adosados a las columnas, antes de decidirme por un modelo de salón, muy sencillo, que me levantaba unos nueve centímetros por encima de mi estatura habitual.

Y eso que el día de la zapatería llevaba medias de nylon, normales. Aquella tarde no me había puesto nada, las piernas desnudas, en febrero, y el abrigo, en cambio, abrochado hasta el último botón.

Tal vez había cargado demasiado las tintas, pero ya no había remedio, así que me senté junto a Félix y esperé. Un bedel me había informado de que las puertas de la sala solían abrirse unos diez minutos antes de la hora que figuraba en las convocatorias.

Cinco minutos antes de los diez minutos, me escabullí anunciando que tenía que ir al baño. Caminé lentamente hasta las escaleras, llegué al vestíbulo y me colé por las puertas abiertas para sentarme exactamente en el centro de la primera fila.

Durante un buen rato fui la única persona de todo el auditorio.

Me había enterado por pura casualidad del acontecimiento. La Facultad de Filología Hispánica organizaba cada dos por tres jolgorios de este estilo y nunca había prestado excesiva atención a los folletos y carteles que aparecían en el corcho. Pero andaba buscando clases particulares, necesitaba dinero, estaba decidida a irme a Sicilia como fuera, en verano, y me habían comentado la aparición de un par de anuncios nuevos, dos nuevas bestias bachilleres encasquilladas con toda probabilidad en los usos del dativo.

Entonces vi su nombre, letras pequeñitas, en medio de muchos otros nombres.

Miedo, pánico a la realidad, a una decepción definitiva, porque luego ya no podría recuperarle, no podría devolverle a la casa grande y vacía donde nos amábamos, miedo a perderle para siempre.

Había pasado mucho tiempo.

Para mí había sido muy fácil retenerle, porque yo vivía una vida trabajosa y monótona, estaba sola, sobre todo después de que Marcelo se marchara de casa, mis días eran todos iguales, grises, la eterna lucha por conquistar un espacio para vivir en una casa abarrotada, la eterna soledad en medio de tanta gente, la eterna discusión -no pienso hacer derecho, papá, te pongas como te pongas-, el eterno interrogatorio sobre la fortaleza de mi fe religiosa, sobre la naturaleza de mis ideas políticas -me había afiliado al Partido, por razones más sentimentales que de otra índole, aunque ellos, los dos, se habían marchado ya, Marcelo me sonrió de una extraña manera cuando se lo conté-, la eterna invitación a llevar a mis sucesivos novios a cenar una noche -mi madre se empeñaba en creer que eran mis novios todos los tíos con los que me acosté durante aquellos años-, el eterno ejercicio solitario de un amor triste y estéril, todos los días lo mismo.

Quizás hubiera podido ser feliz si él no hubiera intervenido en mi vida, pero lo había hecho, me había marcado veintitrés días antes de marcharse a Filadelfia, y todo el tiempo transcurrido desde entonces no contaba para mí, no era más que un intermedio, un azar insignificante, un sucedáneo del tiempo verdadero, de la vida que comenzaría cuando él volviera. Y había vuelto.

Vi su nombre en el corcho, en letras pequeñitas, y desde entonces mi cuerpo era un puro hueco. Me retorcía de deseo por dentro.

La ambición de mis objetivos había ido disminuyendo alarmantemente, un día tras otro, mientras preparaba la puesta en escena. Fui a ver a Chelo para pedirle la bolsa de plástico que me había guardado en su armario durante los tres últimos años, desde aquella tarde en que mi madre me comentó que el vestido amarillo que llevaba Patricia era aquel que estrenó Amelia, el que me había regalado la abuela, cómo ha crecido esta niña, está casi tan alta como tú.

No esperé a que me lo reclamara, lo quité de en medio un par de meses antes, y después anduve todo el verano con cara de alucinada, repitiendo que parecía cosa de brujas, el misterio del uniforme desaparecido.

Cometí el error de preguntarle a Chelo si estaría dispuesta a hacerme un favor muy gordo, claro que sí, ya lo sabes, aféitame el coño, ¿qué?, es que me da un poco de miedo hacérmelo yo sola, ¿qué?, que me afeites, entre las dos sería más fácil, se negó, por supuesto que se negó, ya me lo esperaba, porque le había contado lo de Pablo, sabía que era para él, y le ofendió mucho mi proposición, jamás, jamás le perdonaría su negligencia contraceptiva, que ella siempre había creído doble, en aquella época Chelo no había descubierto todavía las delicias de la carne macerada, y sólo le gustaban los chicos muy, muy progres, valoraba el coitus interruptus como una mezcla de gesto cortés y declaración de principios en la igualdad de oportunidades, y al final me lo tuve que hacer yo sola, furtivamente, en el cuarto de baño, descolgué el espejo sin hacer ruido, a las tres de la mañana, para que nadie aporreara la puerta, tardé casi dos horas porque iba muy despacio, como soy tan torpe, pero al final conseguí un resultado bastante aceptable, sentía mi piel desnuda y lisa otra vez, mientras permanecía allí, sentada en el centro de la primera fila, rogando a todos mis adorados dioses muertos que intercedieran ante él para que me aceptara, para que no me rechazara, ya solamente me atrevía a pedir eso, que no me rechazara, que me tomara por lo menos una vez, antes de volver a marcharse.

Poco a poco, la sala se fue llenando de gente.

Un señor bajito, calvo y con patillas fue el primero en sentarse sobre el estrado. Pablo, que llegó hablando con un barbudo de aspecto histórico que le abrazó efusivamente al pie de la escalerilla, ocupó uno de los extremos, en último lugar.

Habían pasado cinco años, dos meses y once días desde la última vez que le vi. Su rostro, la nariz demasiado grande, la mandíbula demasiado cuadrada, apenas había cambiado. Las canas tampoco habían prosperado mucho, su pelo seguía siendo mayoritariamente negro. Estaba bastante más delgado, en cambio, eso me extrañó, Marcelo comentaba siempre que en Filadelfia se comía bastante bien, pero él había adelgazado y eso le hacía todavía más alto y más desgarbado, ésa era una de las cosas que más me habían gustado siempre de él, parecía eternamente a punto de descoyuntarse, demasiados huesos para tan poca carne.

Le sentaban bien los años.

Mientras el tipo de las patillas presentaba a los asistentes con una lentitud exasperante, él encendió un cigarro y echó una ojeada a la sala. Miraba en todas las direcciones con excepción de la mía.

El hueco me devoraba.

Tenía mucho calor. Y mucho miedo.

No me atrevía a mirarle de frente, pero detecté que se había quedado quieto. Me miraba fijamente, con los ojos semientornados, una expresión extraña. Luego me sonrió y sola mente después movió los labios en silencio, dos sílabas, como si pronunciara mi nombre.

Me reconocía.

Actué según el plan previsto, me desabroché el abrigo lentamente, dejando al descubierto mi horroroso uniforme marrón del colegio. Trataba de parecer segura, pero por dentro me sentía como un malabarista viejo y malo, que mantiene a duras penas las apariencias mientras espera a que las ocho botellas de madera que mantiene bailando en el aire se le desplomen, todas a la vez, encima de la cabeza.

Pablo se tapó la cara con una mano, permaneció así durante unos segundos, y luego volvió a mirar me. Seguía sonriendo.

Habló muy poco, aquella tarde, y habló muy mal, se quedó en blanco un par de veces, balbuceaba, daba la sensación de que tenía que esforzarse para construir frases de más de tres palabras, no me quitaba los ojos de encima, mis vecinos me miraban con curiosidad.

Cuando el viejo de las patillas inauguró la ronda de ruegos y preguntas, me levanté de mi asiento. Las piernas aún me sostenían, sorprendente mente.

Recorrí muy despacio, sin ningún tropiezo, el pasillo y abandoné la sala. Crucé el vestíbulo sin mirar para atrás, atravesé las cristaleras de la entrada y sólo tuve tiempo de dar ocho o nueve pasos antes de que él me detuviera. Su brazo se posó sobre el mío, me cogió por un codo, me obligó a darme la vuelta y, tras estudiarme durante unos segundos, me tocó con la varita mágica.

– ¡Qué bien, Lulú! No has crecido nada…


Aceptó todos mis dones con una elegancia exquisita. Interpretó todos los signos sin hacer ningún comentario. Habló poco, lo justo. Cayó voluntariamente en mis trampas. Me dejó enterarme de todo lo que quería saber.

Me llevó a su casa, un ático muy grande pero atestado de cosas, en el centro.

– ¿Qué ha pasado con Moreto?

– Mi madre lo vendió hace un par de años -parecía lamentarlo-. Se ha comprado un chalet absolutamente hortera, en Majadahonda.

Después, sus ojos me recorrieron en silencio, lentamente, de punta a punta. Sostuvo mis brazos con sus manos por encima de mi cabeza. Los mantuvo en esa posición mientras tiraba de mi jersey hacia arriba, hasta despojarme de él. Me desabrochó la blusa, me la quitó y me miró a la cara, sonriendo. No llevaba sujetador y él se acordaba de todo, todavía. Se inclinó hacia adelante, me asió por los tobillos, y los levantó bruscamente, haciéndome perder el equilibrio. Tiró de mis piernas hacia sí, hasta colocarlas encima de las suyas. Me quedé tumbada, atravesada encima del sofá. Me desabrochó los cierres de la falda. Antes de quitármela, me cogió una mano, la acercó a su cara y la miró con atención, deteniéndose en las puntas de mis dedos, redondas y romas. Se me había pasado por alto ese detalle. Aun a sabiendas de que no debería hacerlo, rompí el silencio.

– ¿Te gustan las uñas largas, y pintadas de rojo?

Todavía con mis dedos entre los suyos, me dirigió una sonrisa irónica.

– ¿Importa mucho eso?

No podía contestarle que sí, que sí importaba, mucho, así que hice un vago gesto de indiferencia con los hombros.

– No, no me gustan -admitió al final; menos mal, pensé.

Terminó de desnudarme, despacio. Me descalzó, me quitó las medias, y volvió a ponerme los zapatos. Me miró un momento, sin hacer nada. Luego alargó una mano abierta y la deslizó suavemente sobre mí, desde el empeine de los pies hasta el cuello, varias veces. Parecía tan tranquilo, sus gestos eran tan sosegados,- tan ligeros, que por un momento pensé que no me deseaba en realidad, que sus acciones eran solamente el reflejo de un deseo antiguo, irrecuperable ya. Tal vez había crecido demasiado, después de todo.

Me pasó un brazo por debajo de la axila y me incorporó. Me quedé sentada encima de sus rodillas. Me rodeó con sus brazos y me besó. El solo contacto de su lengua repercutió en todo mi cuerpo. Mi espalda se estremeció. El es la razón de mi vida, pensé. Era un pensamiento viejo ya, trillado, formulado cientos de veces en su ausencia, rechazado violentamente en los últimos tiempos, por pobre, por mezquino y por patético, existían tantas grandes causas en el mundo, todavía, pero entonces, mientras me besaba y me mecía en sus brazos, era solamente la verdad, la verdad pura y simple, él era la única razón de mi vida.

Atrapé su mano y me la llevé a la cara, cubrí mi rostro con ella, la mantuve quieta un momento, notaba la presión de sus yemas, deposité un beso largo y húmedo encima de la palma, luego doblé los dedos, uno por uno, escondí el pulgar bajo los otros cuatro, rodeé su puño con mi mano y apreté mis mejillas y mis labios contra los nudillos. Trataba de explicarle que le quería.

– Tengo una cosa para ti…

Me apartó con mucho cuidado, se levantó y cruzó la habitación. Sacó una caja larga y estrecha de uno de los cajones del escritorio.

– Te lo compré hace tres años, más o menos, en un momento de debilidad… -me sonrió-. No se lo cuentes a nadie, creo que ahora hasta me da vergüenza, pero entonces me daba la ventolera de vez en cuando, sobre todo cuando estaba solo, cogía el coche y me largaba a Nueva York, a la calle 14 con la octava avenida, un sitio muy divertido, ¿cómo te lo podría explicar para que lo entendieras…? -se quedó callado, pensando, un momento; luego su cara se iluminó – sí, verás, la calle 14 es como una especie de Bravo Murillo a lo bestia, lleno de gente, de bares y de tiendas, y yo me metía dos horas y pico de ida y otro tanto de vuelta para comer empanada de bonito y cantar "Asturias, patria querida" en un bar de un tío de langreo, bebía hasta caerme y luego me sentía mejor. En uno de esos estúpidos arrebatos nostálgicos, te compré esto -se sentó a mi lado y me alargó la caja. Aunque resulte una grosería decirlo, me costó mucho dinero, y no lo tenía, entonces, pero te lo compré de todos modos, porque te lo debía. Me he sentido extrañamente responsable de ti todos estos años. Nunca me atreví a mandártelo, sin embargo. La verdad es que me esperaba encontrarte hecha una mujer, y las mujeres no siempre saben apreciar los juguetes…

La caja, cuidadosamente envuelta en celofán transparente, contenía una docena de objetos de plástico de color blanco, beige y rojo; un vibrador eléctrico con la superficie estriada, rodeado por una serie de fundas y accesorios acoplables. Había también dos pilas pequeñas, metidas en una bolsa.

No me costó ningún trabajo mostrarme satisfecha. Estaba muy contenta, y no solamente porque él se hubiera acordado de mí.

– Muchas gracias, me gusta mucho -le sonreí abiertamente-. Pero deberías habérmelo mandado, me hubiera venido muy bien. Supongo que será de mi talla… -me miraba y se reía-. Si te apetece Puedo probármelo…, ahora.

Rasgué el celofán y examiné cuidadosamente el contenido. Encontré sin demasiada dificultad el depósito para las pilas y cargué el vibrador. Giré una ruedecita que tenía en la tapa de abajo y comenzó a temblar. Incrementé la potencia hasta hacerlo bailar en la palma de mi mano. Era divertido, igual que en la mañana de Reyes, de pequeña, cuando después de encajar dos pilas en su espalda, una muñeca normal y corriente, inerte, comenzaba a hablar o a mover la cabeza. Me di cuenta de que estaba sonriendo.

Miré a Pablo, él sonreía también.

– ¿Cuál crees que será el mejor de todos? -no me contestó, simplemente se levantó y fue a sentar se en un sillón adosado a la pared opuesta, unos tres metros y medio más allá, exactamente enfrente de mí.

Ahora verás, pensaba yo, ahora verás si he crecido o no he crecido, me sentía bien, muy segura, presentía que aquélla era mi única baza, había pensado a menudo en ello los últimos días y no había sido capaz de elaborar un plan definido, una táctica con creta, pero él me lo había puesto todo muy fácil, le gustaba yo, todavía me acordaba, y le gustaban las niñas sucias, pues bien, yo le demostraría que podía ser sucia, muy sucia, recordé las palabras de la directora del internado y me di ánimos a mí misma, lo único que me preocupaba era que mi actuación resultara excesivamente teatral, incluso levemente histérica, poco convincente, lo demás me daría igual, soy una criatura de extraños pudores, una señora que exclama ¡qué hermoso está ya! ante la sillita de un niño deficiente, un nuevo rico que le monta un escándalo al camarero de quince años de un chiringuito playero porque no tienen pan integral, una pareja de gordos bien vestidos que dan limosnas de duro, ésas son las cosas que me producen pudor, el otro pudor, el pudor convencional, no lo he tenido nunca.

Abrí las piernas lentamente y deslicé uno de mis dedos a lo largo de mi sexo, sólo una vez, antes de empezar a parlotear.

– Creo que voy a empezar con éste -extraje de la caja una especie de funda de plástico color carne que constituía una representación bastante fidedigna del original, con nervios y todo-. ¿Sabes una cosa? Ya no me gusta ser tan alta, antes estaba muy orgullosa pero ahora me encantaría medir unos veinte centímetros menos, como Susana, ¿te acuerdas de

Susana…?

– ¿La de la flauta? -su expresión, sabia y risueña a la vez, era la misma que yo me había esforzado por retener durante todos aquellos años.

– Justo, la de la flauta, tienes buena memoria…

– le miraba a los ojos todo el rato, trataba de aparentar el aire de frío cálculo que distingue a las mujeres lascivas y expertas, pero mi sexo, vacío aún, crecía y se esponjaba sin parar, y esa sensación nunca ha sido demasiado compatible en mí con la impasibilidad-.

Ya está, pero ¡ahora es enorme!… Supongo que no te dará vergüenza que me lo meta aquí mismo, ¿verdad? -negó con la cabeza. Yo me froté un par de veces con el nuevo juguete antes de enterrarlo parsimoniosamente dentro de mí. A pesar de que se trataba del objetivo principal de todo aquello, me despisté y no pude observar su reacción. Era la primera vez que usaba un utensilio semejante y las mías, mis propias reacciones, me absorbieron por completo.

– ¿Te gusta? -su pregunta deshizo mi concentración.

– Sí, me gusta… -Callé un momento y le miré, antes de seguir hablando-. Pero no es tan parecido a la polla de un tío como yo pensaba, porque no está caliente, en primer lugar, y además, como tengo que moverlo yo misma, no existe el factor sorpresa ¿comprendes?, no hay cambios de ritmo, ni paradas, ni acelerones bruscos, eso es lo que más me gusta, los acelerones…

– Has follado mucho en estos años, ¿no?

– Bueno, me he defendido… -ahora agitaba la mano más deprisa, bombeaba con fuerza aquel simulacro de hombre contra mis paredes y me gustaba más, cada vez más, me estaba empezando a gustar demasiado, por eso me detuve bruscamente y decidí cambiar de funda, no quería precipitar las cosas-. ¿Esta que tiene púas es para hacer daño?

– No lo sé, no creo.

– Bueno, veremos…, pero yo te estaba contando algo, ¡ah, sí! lo de Susana, que como mide solamente metro y medio, todos los tíos le parecen enormes, es genial, siempre que le pregunto me contesta lo mismo, la tenía así -separé exageradamente las palmas de mis manos-, gordísima, pero quejándose, no lo entiendo, siempre se está quejando, a mí me en cantaría, pero como soy tan grande, pues nunca me llenan del todo, por eso creo que es una desventaja, ser tan alta, lo tienes todo demasiado largo…

– Ya… -se reía a carcajadas, y me miraba, le gustaba todo aquello, estaba segura de que le gustaba, y entonces decidí empalmar aquella historia con otra de procedencia bien distinta, nunca me habría creído capaz de contárselo, pero entonces no me pareció importante.

– Oye, ¿sabes que las púas no hacen daño? Ahora voy a ponerle esto encima, a ver qué pasa -tomé una especie de capuchón corto, de color rojo,- recubierto de pequeños bultitos, y lo encajé en la punta-. Por cierto, que tiene gracia, hablando de Susana, hace un par de meses soñé contigo una noche, y los con soladores tenían mucho que ver con el sueño -me detuve un momento, quería estudiar su rostro, pero no fui capaz de leer nada especial-. El caso es que Susana se ha vuelto muy formalita de un tiempo a esta parte, era la más guarda del curso, de pequeña, pero hace un par de años se echó un novio formal muy formal, un tío supertarra, de veintinueve tacos…

– Yo tengo treinta y dos… -al principio me miró con la misma sonrisa que solía dedicarme mi madre cuando me pillaba hurgando en la despensa, luego la reemplazó con carcajadas francas y sonoras.

– Ya, pero tú no eres tarra.

– ¿ Por qué?

– Porque no, igual que Marcelo, él tampoco es tarra, aunque ya tenga un hijo y todo, bueno, da igual, el caso es que el novio de Susana tiene mucho dinero, una agencia de servicios editoriales y ni una pizca de sentido del humor, y la otra noche fuimos a cenar, ellos dos, Chelo, que llevó un tío bastante gracioso, y yo, que no tenía nadie con quien ir, en serio, mira, si lo hubiera tenido, a lo mejor me habría llevado esto puesto -extraje el consolador de mi interior y comencé a despojarle de sus vestidos. Quería probarlo sin nada, seguramente resultaría menos efectivo así, las púas estaban empezando a alterarme demasiado-. El caso es que nos emborrachamos, Susana también, y le contamos la historia de la flauta el amigo de Chelo se rió mucho, le encantó aquello, pero él se cabreó, dijo que no tenía ninguna gracia y que, desde luego, no le excitaban ese tipo de tonterías, yo comenté que me parecía muy extraño que tú, cuando te enteraste, te habías puesto muy cachondo, ¿verdad? -me dio la razón con la cabeza-. ¿Me has traído también una flauta de Nueva York?

– No.

– ¡Qué pena! -en ese punto no pude evitar la risa, pero a los pocos segundos conseguí rehacerme y seguí-. Bueno, el caso es que aquella noche soñé que íbamos los dos en un coche muy grande y muy caro, conducido por un chófer negro muy guapo, que te llamaba señor y la tenía muy gorda, no sé por qué pero yo sabía que la tenía muy gorda -la expresión de su sonrisa, distinta ahora, me hizo temer que sospechaba a qué categoría pertenecía realmente mi sueño, así que empecé a disparatar, intentando dar a todo aquello un barniz de verosimilitud-. Yo llevaba un vestido largo, gris perla, a la moda del siglo xv? un escote enorme, gola blanca y falda armada con alambres, con un polisón de tul encima del culo y un montón de joyas por todas partes, pero tú ibas vestido con unos pantalones y un jersey grueso, rojo, normal y corriente, y parábamos en la calle Fuencarral, que era Berlín, aunque todos los carteles estaban en castellano, igual que ahora, todo era igual en realidad, y entrábamos en una zapatería, con los escaparates llenos de zapatos, claro… Oye, ¿no te ofenderás si sigo con el dedo, un ratito nada más? Necesito descansar.

– Tú misma…

– Gracias, muy amable, en fin ¿por dónde iba? ¡ah, sí!, dentro de la zapatería había un dependiente vestido de paje, de paje antiguo, pero sus ropas no se parecían demasiado a las mías, llevaba un traje de aspecto francés, como Luis XIV mucho encaje y peluca empolvada, ya sabes, y entonces yo me senté muy modosita en un banco tú te quedaste de pie a mi lado y el dependiente se acercó y te dijo, usted dirá, porque lo más divertido de todo es que no te puedes imaginar qué relación teníamos tú y yo, esa no te lo imaginas…

– ¿Padre e hija?

– Sí… balbucí. ¿Cómo lo has adivinado?

– Bah, he dicho lo primero que se me ha pasado por la cabeza.

– ¿Y no te parece increíble? -el estupor, un estupor con el que se mezclaban algunas notas de vergüenza, vergüenza auténtica, pese a mi proverbial falta de pudor, amenazaba con paralizarme de un momento a otro.

– No. Es encantador -sus palabras disiparon mis dudas-. Y ¿qué pasaba? Supongo que no fui a equiparte para el curso escolar.

– No, qué va -reí, aquella desagradable sensación se había disuelto por completo, y yo me sentía cada vez mejor, más convincente, volví a acariciarme para que él me viera, moviéndome lentamente sobre la moqueta, calentándole a distancia, eso me excitaba mucho, pero sentía unas terribles ganas de ir hacia él, de tocarle-. Tú le dijiste al dependiente que te ibas a Filadelfia un par de semanas, para dar un cursillo sobre san Juan de la Cruz a aquellos pobres salvajes, los indios, quiero decir, y que te daba miedo dejarme sola así, sin más, porque estaba muy salida y era capaz de cualquier cosa, y que por eso habías pensado en insertarme una prótesis que me consolara y me hiciera compañía durante tu ausencia, el dependiente te dio la razón, estas niñas de hoy día, ya se sabe, dijo, su actitud me parece muy prudente. Entonces aquel individuo se marchó a la trastienda y volvió con dos percheros, bueno, no eran eso exactamente, pero no sé cómo definirlos, un par de palos de metal que terminaban en un redondel, y los puso delante de mí, uno a cada lado, entonces yo, que sabía lo que tenía que hacer, me levanté las faldas, abrí las piernas y metí cada uno de mis tacones en los agujeros de la parte superior de los percheros, y me quedé en una postura parecida a esa que está generalmente reservada a los ojos de los ginecólogos, llevaba unos pololos blancos, largos hasta la rodilla, pero abiertos por debajo, con un ojal bordado con florecitas, y el dependiente me metió un dedo, te miró y dijo, así no puedo probarle nada, está completamente seca, si a usted le parece bien, puedo intentar arreglarlo, y tú asentiste, entonces él se arrodilló delante de mi y empezó a comerme el coño, y lo hacía muy bien, y me daba mucho gusto, pero cuando estaba empezando a correrme le dijiste que ya estaba bien, y él paró…

– ¡Qué actitud tan desagradable, la mía! -sonreía, tamborileando con los dedos encima de su bragueta.

– Desde luego -le contesté-, estuviste muy grosero. Bueno, entonces el tío aquél empezó a calzarme consoladores dorados, grandes, cada vez más gordos, y como yo estaba muy puesta ya, pues me corrí en medio de la prueba, a ti te gustó, sin embargo al dependiente no le pareció muy bien aquello, pero no dijo nada, al final me metió uno horrible, me hacía mucho daño, pero a ti te encantó y dijiste, ése, ése, entonces él empujó un poco más y se me quedó dentro, todo, y no podía sacármelo, lloré y protesté, no quiero éste, te lo dije bien claro, pero tú te fuiste a la caja, pagaste, me ayudaste a levantarme y me sacaste fuera, diciendo que ibas a perder el avión, porque te ibas a Filadelfia en avión, desde París, ¡uy!, quiero decir Berlín, y yo no podía andar, no podía, tenía que mantener las piernas abiertas, y la notaba dentro, aquella mole, cuando entramos en el coche el chófer se interesó por mí y tú me levantaste la falda para que lo viera, él me metió la punta de un dedo y exclamó, la talla 56, magnífico, ésa es la mejor, y yo te dije, lloriqueando, pero cómo vamos a despedirnos si llevo esto dentro, y tú me dijiste, no te preocupes, existen otras vías, y me obligaste a arrodillarme encima del asiento trasero, me levantaste la falda, me metiste un dedo en el culo…, y entonces me desperté, estaba chorreando y me acordé de ti

– le miré, le miré durante mucho tiempo, él no decía nada, me sonreía, solamente, luego volví a hablar-. ¿Te ha gustado, el sueño?

– Mucho, sería muy feliz si tuviera una hija como tú.

– Oye, Pablo… -sus palabras, y sus ojos, me convencieron de que había tenido éxito, ahora él ya lo sabía, sabía lo sucia que podía llegar a ser, y seguramente sabía también algunas cosas más, pero todavía no era suficiente, tenía que llegar hasta el final-, me encantaría chupártela. ¿Me dejas?

Se bajó la cremallera, extrajo su sexo con la mano derecha y comenzó a acariciarlo.

– Te estoy esperando…

Recorrí de rodillas la distancia que me separaba de él, me incliné sobre su polla y me la metí en la boca. Aquello empezaba a parecerse a un reencuentro de verdad.

– Lulú…

– Hummm -no tenía ganas de hablar.

– Me gustaría sodomizarte.

Ni siquiera abrí los ojos, no quise enterarme de lo que decía, pero sus palabras se quedaron bailando en mi cabeza durante unos segundos.

– Me gustaría sodomizarte -repitió-. ¿Puedo hacerlo?

Liberé mis labios de su absorbente ocupación y levanté los ojos hacia él, mientras deslizaba su sexo contra mi mano, suavemente.

– Bueno, no hay que tomarse las cosas tan a la tremenda… -solamente pretendía impresionarle, pensé, eso era cierto, quería impresionarle, pero no tanto-. Creer en los sueños no es racional, y además, ya te he dicho que estoy acostumbrada a que no me llenen del todo, no hace falta que te tomes tantas molestias…

– No es ninguna molestia -me miró, riéndose, me había pillado, me había pillado bien, sentí que nunca llegaría a ser una mujer fatal, una mujer fatal como Dios manda, mi estrategia se había vuelto contra mí, y ahora ya no se me ocurrían más suciedades, nada ingenioso que decir-. Además, por lo que he podido ver, y escuchar, supongo que ni siquiera sería la primera vez…

– Pues, ya ves, creo que sí… -ahí me quedé callada, le miré un momento, y luego decidí que lo mejor era restablecer el orden de antes, así que volví a cerrar la boca alrededor de su sexo y desplegué todo el catálogo de mis habilidades, una detrás de otra, muy deprisa, pensando que así a lo mejor se le pasaban las ganas, pero apenas unos minutos más tarde la presión de su mano me obligó a abandonar.

– ¿Y bien? -insistió en tono cortés.

– No sé, Pablo, es que… -trataba de despertar su compasión mirándole con ojos de cordero degollado, no tenía que esforzarme mucho, estaba confundida, porque no podía decirle que no, a él no se lo podía decir, pero no quería, eso lo tenía muy claro, que no quería-. ¿Por qué me preguntas esas cosas?

– ¿Hubieras preferido que no te lo preguntara?

– No, no es eso, no quiero decir que me parezca mal que me lo hayas preguntado, pero es que yo, yo qué sé, yo…

– Da igual, no importa, era sólo una idea -sus brazos se deslizaron bajo mis axilas, para indicarme que me levantara. Cuando estuve de pie, frente a él, hundió su lengua en mi ombligo, un instante, y luego él también se levantó, me abrazó y me besó en la boca, durante mucho tiempo. Sus manos fueron ascendiendo lentamente desde mi cintura, a lo largo de mi espalda, hasta afirmarse en mis hombros. Entonces me dio la vuelta bruscamente, me puso la

zancadilla con su pie derecho, me derribó encima de la alfombra y se tiró encima de mí. Aprisionó mis muslos entre sus rodillas para bloquearme las piernas y dejó caer todo su peso sobre la mano izquierda, con la que me apretaba contra el suelo, entre mis dos omoplatos. Noté un pegote blando y frío, y luego un dedo, alarmantemente perceptible por sí mismo, que entraba y salía de mi cuerpo, distribuyendo finalmente el sobrante alrededor de la entrada.

– Eres un hijo de puta…

Chasqueó repetidamente la lengua contra los dientes.

– Vamos, Lulú, ya sabes que no me gusta que digas esas cosas.

Lancé las piernas hacia delante. Conseguí golpearle en la espalda un par de veces. Intentaba hacer lo mismo con los brazos cuando noté la punta de su sexo, tanteándome.

– Estáte quieta, Lulú, no te va a servir de nada, en serio… Lo único que vas a conseguir, si sigues haciendo el imbécil, es llevarte un par de hostias -no estaba enfadado conmigo, me hablaba en un tono cálido, tranquilizador incluso, a pesar de sus amenazas-, pórtate bien, no va a ser más que un momento, y tampoco es para tanto -me abrió con la mano derecha, notaba la presión de su pulgar, estirándome la piel, apartándome la carne hacia fuera-, además, tú tienes la culpa de todo, en realidad, siempre empiezas tú, te me quedas mirando, con esos ojos hambrientos, yo no puedo evitar que me gustes tanto…

Su mano derecha, que imaginé cerrada en torno a su polla, presionó contra lo que yo sentía como un orificio frágil y diminuto.

– Eres un hijo de puta, un hijo de puta…

Luego ya no pude hablar, el dolor me dejó muda, ciega, inmóvil, me paralizó por completo. Jamás en mi vida había experimentado un tormento semejante. Rompí a chillar, chillé como un animal moribundo en el matadero, dejando escapar alaridos agudos y profundos, hasta que el llanto ahogó mi garganta y me privó hasta del consuelo del grito, condenándome a proferir intermitentes sollozos débiles y entrecortados que me humillaban todavía más, subrayando mi debilidad, mi rotunda impotencia frente a aquella bestia que se retorcía encima de mí, que jadeaba y suspiraba contra mi nuca, sucumbiendo a un placer esencialmente inicuo, insultante, usándome, igual que yo había usado antes aquel juguete de plástico blanco, me estaba usando, tomaba de mí por la fuerza un placer al que no me permitía ningún acceso:

Aunque no pensé que fuera posible, el dolor se intensificó, de repente. Sus embestidas se hicieron cada vez más violentas, se dejaba caer sobre mí, penetrándome con todas sus fuerzas, y luego se alejaba, y yo sentía que la mitad de mis vísceras se iban con él. La cabeza me empezó a dar vueltas, creí que me iba a desmayar, incapaz de soportar aquello ni un solo minuto más, cuando empezó a gemir. Adiviné que se estaba corriendo, pero yo no podía sentir nada. El dolor me había insensibilizado hasta tal punto que solamente era capaz de percibir dolor.

Luego, se quedó inmóvil, encima de mí, dentro de mí todavía. Me mordió la punta de la oreja y pronunció mi nombre. Yo seguía llorando, sin hacer ruido.

Noté que me abandonaba, lentamente, pero permaneció allí dentro al mismo tiempo, el hueco que había abierto se resistía a cerrarse.

Me dio la vuelta, moviéndome con suavidad. Yo no le ayudé en absoluto, mi cuerpo era un peso completamente muerto, no me movía, seguía quieta, con los ojos cerrados, lloraba todavía.

Me apartó las lágrimas de los ojos, acariciándome la cara con una mano. Se inclinó sobre mí y me besó en los labios. No le devolví el beso. Me besó otra vez.

– Te quiero.

Sus labios recorrieron mi barbilla, descendieron por mi garganta, se cerraron en torno a mis pezones, su lengua prosiguió hacia abajo, resbalaba a lo largo de mi cuerpo, atravesó el ombligo y recorrió mi vientre. Sus manos me doblaron las piernas y las separaron después.

Me sentí avergonzada, muy infeliz. Mi sexo estaba húmedo.

Sus dedos se posaron encima de mis labios y los aplastaron, uno contra otro. Relajaron un instante la presión para juntarse de nuevo, iniciando un movimiento de pinza que se desplazó poco a poco cada vez más arriba, produciendo un sonido sordo, parecido a un gorgoteo. Cuando llegó al final, su mano estiró mis labios para desnudar completamente mi sexo, dejando al descubierto la piel rosa, tirante, que me escocía como una herida a medio cerrar.

La aplacó con la lengua, recorriéndola despacio, de arriba a abajo, y luego se concentró en el insignificante vértice de carne al que se reducía ya todo mi cuerpo, resbalando, presionando, acariciándolo, notaba el extremo de su lengua, dura, frotándose contra él, y mi carne que engordaba, engordaba escandalosamente, y palpitaba, entonces lo atrapó entre sus labios y lo chupó, volvió a hacerlo, y lo sorbió para adentro, lo mantuvo dentro de su boca y siguió lamiéndolo, y eso me obligó a moverme, a doblarme, a impulsar mi cuerpo en vilo hacia él, ofreciéndome por fin, para no desperdiciar ningún matiz.

Introdujo dos dedos en mi sexo y comenzó a agitarlos siguiendo el mismo ritmo que yo imprimía a mi cuerpo contra su lengua. Poco después, deslizó otros dos dedos un poco más abajo, a lo largo del canal que él mismo había abierto previamente.

El recuerdo de la violencia añadió una nota irresistible al placer que me poseía, desencadenando un final exquisitamente atroz.

Su lengua siguió allí, firme, hasta que cesó la última de mis pequeñas sacudidas. Sus dedos aún me penetraban cuando apoyó la cabeza encima de mi ombligo.

Hemos hecho tablas, pensé, hemos intercambiado placeres individuales, me ha devuelto lo que antes me había arrebatado.

Este pensamiento me reconfortó.

Era un punto de vista, discutible desde luego, pero no dejaba de ser un punto de vista.

– Te quiero.

Entonces recordé que ya me lo había dicho antes, te quiero, y me pregunté qué significaría eso exactamente.

Se tumbó a mi lado, me besó y se dio la vuelta, quedándose boca abajo. Me encaramé trabajosamente encima de él, me dolía todo el cuerpo, coloqué mis piernas encima de las suyas, cubrí sus brazos con los míos y apoyé la cabeza en el ángulo de su espalda.

Me recibió con un gruñido gozoso.

– ¿Sabes, Pablo?, te estás convirtiendo en un individuo peligroso -me sonreí para mis adentros-. Últimamente, cada vez que te veo, me tiro una semana sin poder sentarme.

Todo su cuerpo se agitó debajo del mío. Era agradable. No había terminado de reírse, cuando me llamó.

– Lulú…

Le respondí con algo vagamente parecido a un sonido. Estaba demasiado absorta en mis sensaciones. Nunca lo había hecho antes, tenderme encima de un hombre, de aquella manera, pero me produjo una impresión deliciosa, su piel estaba fría y el relieve de su cuerpo bajo el mío, diametralmente opuesto al habitual, resultaba sorprendente.

– Lulú… -comprendí que ahora hablaba en serio.

No me sorprendió, incluso lo esperaba, pese a mi exhibición previa, estaba preparada para digerir una nueva despedida, era inevitable.

A pesar de todo, acerqué mi boca a su oído. No estaba segura de que mi voz no me traicionara.

– ¿Sí?

– ¿Quieres casarte conmigo?

Habíamos jugado al mus de pareja muchas veces años atrás. Era el mejor mentiroso que había conocido jamás. Estaba segura, casi segura de que iba de farol, pero acepté su oferta, de todos modos.

Encontré un sitio Para aparcar a la primera, algo realmente sorprendente en viernes. Cuando estaba cerrando la puerta del coche, uno de ellos tropezó

conmigo.

– Perdón -el tono de su voz, dulce y afectada, me pareció inequívoco.

Les miré con atención mientras bajaban la cuesta.

Eran dos. El único que se había disculpado tenía el pelo castaño, rapado por encima de las orejas. Un flequillo largo y lacio, teñido de rubio, le tapaba completamente un ojo. El otro, cuya cara no pude ver, era moreno. Se había recogido el pelo, rizado, en una pequeña coleta, a la altura de la nuca.

Caminaban acompasadamente, por el centro de la calzada empedrada. El más pequeño se retiraba constantemente el flequillo de la cara. Llevaba una camisa muy bonita, con reflejos brillantes pantalones oscuros, ajustados al cuerpo. Su amigo, que me pareció mucho más interesante, por lo menos de espaldas, estaba muy moreno. Un foulard naranja, atado a modo de cinturón, ponía el toque un punto llamativo a su sobrio atuendo, una camiseta negra de tirantes, profundamente escotada, y unos pantalones también negros, muy anchos, con una goma en los tobillos.

Les seguí a distancia. Tenía tiempo de sobra.

Dos esquinas más allá, un tío apoyado en un coche, debajo de una farola, les saludó levantando el brazo. Este iba vestido de blanco, totalmente de blanco, desde las alpargatas hasta la cinta del pelo.

Era muy guapo y muy joven.

Conservaba el aire frágil de los adolescentes.

Me paré delante de un escaparate y les miré a través del cristal. El más bajo llegó primero y depositó un ligero beso en los labios del jovencito. Este se levantó, entonces, y se dirigió hacia el que iba vestido de negro, que se hallaba cruzado de brazos, en medio de la acera. Se colgó de su cuello y le besó en la boca. Pude ver cómo se mezclaban sus lenguas mientras se abrazaban arrebatadamente.

Siguieron caminando hacia abajo, los tres, el del flequillo solo, a un lado, los otros dos entrelazados por la cintura, el moreno acariciaba con una mano de vez en cuando el trasero del que iba vestido de blanco, propinándole pequeños azotes.

Yo les seguía, sin un propósito determinado. Estaba encantada de haberlos encontrado, había tenido suerte.

Torcieron por una callejuela. Atisbé desde la esquina y vi cómo entraban en un bar que yo había frecuentado bastante, en los tiempos de la facultad.

Me hizo gracia, no me imaginaba aquel nido de rojos convertido en un salón de gays.

Pasé por delante de la puerta y no les vi. Un par de cuarentonas con pinta de funcionarias progresistas, lo que en otro tiempo se hubiera llamado solteronas modernas, ocupaban un par de taburetes, en la barra. A su lado había una pareja de jovencitos, chico y chica, que coqueteaban apaciblemente.

Entré para llamar por teléfono.

Ellos estaban de pie, en una esquina. Eché un vistazo al local. Allí había de todo, gente de todos los plumajes, así que decidí quedarme. Me acodé en la barra y pedí una copa.

– ¿Sí? -escuché la voz de mi hermano, al otro lado de la línea.

– ¡Marcelo? Oye, soy yo, mira, lo siento mucho pero no voy a poder ir a cenar -procuré hablar con la boca pastosa-. Llevo toda la tarde tomando copas con una amiga recién separada y estoy bastante mal ¿sabes?, prefiero irme a casa a dormir, dile a Mercedes que lo siento muchísimo, que la semana que viene…

– Pato -parecía preocupado. Ya sabía lo que me iba a preguntar-… Pato, ¿estás bien?

– Claro que sí, borracha pero bien -desde que había dejado a Pablo, Marcelo parecía obsesionado por mi bienestar.

– Seguro? -no me creía.

– Que sí, Marcelo, que estoy bien, me he pasado bebiendo, nada más.

– ¿Quieres que vaya a buscarte?

– Oye tío, que ya tengo treinta años, puedo volver sola a casa, vamos, creo yo…

– Es verdad, siempre se me olvida, perdóname -nunca había dejado de tratarme como a una niña era igual que Pablo para eso, pero a mí tampoco me molestaba, también le he adorado siempre, a mi hermano-. Llámame mañana, ¿vale?

– Vale.

Mientras empezaba la copa, me preguntaba a mí misma para qué había entrado allí, por qué había renunciado a cenar en casa de Marcelo, qué podía esperar de todo aquello. Al rato me contesté que no esperaba nada. Había entrado allí para mirarles

me concentré en ello.

Seguían de pie, en la otra punta del bar. Podía observarles a gusto, ellos seguramente no me veían estaba medio escondida al final de la barra.

El jovencito y el de negro eran novios, estaba casi segura de eso. Hacían muy buena pareja. Aproximadamente de la misma altura, ligeramente por encima del metro ochenta ambos, compartían cierto aspecto sano y relajado. El moreno tenía un cuerpo magnífico, griego, hombros enormes, torso macizo, piernas y brazos largos y fuertes, ni una sola gota de grasa, los músculos en el límite exacto de lo deseable. Se lo trabaja a conciencia, pensé, como mis niños californianos. Tenía la cara larga y angulosa, los ojos oscuros, muy grandes, no era feo, desde luego, pero en conjunto su rostro resultaba demasiado duro, no pegaba mucho con la coleta, ni con su condición de sodomita. Para bien o para mal, tenía cara de macho mediterráneo, de esos que atizan a la mujer con la correa, y eso no se lo iban a arreglar en ningún gimnasio.

Su novio era adorable, absolutamente ambiguo. Muy delgado, su cuerpo poseía un cierto toque lánguido, evocador del encanto de los efebos clásicos, aunque resultaba demasiado grande, demasiado voluminoso, demasiado masculino en suma como para asociarlo al modelo tradicional. Eso era lo que más me gustaba de él, no soporto a los efebos aniñados, afeminados, no me dicen nada. Tenía un culo perfecto, duro y redondo, sus líneas se dibujaban nítidamente bajo la leve tela del pantalón abombado, réplica exacta del que lucía su compañero. El óvalo de su rostro era también perfecto. Las mejillas sonrosadas, las pestañas largas y rizadas sobre dos ojos castaños, almendrados, de expresión dulce, los labios, sin embargo, finos y crueles, la nariz pequeña, el cuello sutil, interminable, debe volverles locos, pensé.

Hablaban entre ellos, mirándose de frente, al principio se sonreían cariñosamente, pero luego su conversación pareció cambiar de rumbo. El del flequillo teñido, que no me gustaba nada, demasiado parecido a los mariquitas de toda la vida a pesar de la ausencia de signos convencionales, uñas largas, colore te, etcétera, se metió por medio. El jovencito adoptó entonces una actitud sumamente complaciente. Acariciaba los brazos de su amigo, deslizaba las manos sobre sus músculos, escondía la cabeza en su hombro, le besaba en el cuello, parecía decirle que le amaba, le amaba sin ninguna duda, pero el moreno iba de duro. Sus gestos eran distantes, luego incluso bruscos, sobre todo a medida que avanzaba lo que creí identificar como una discusión. El adolescente parecía dispuesto a todo para congraciarse con él, parecía pedir perdón con su cara, con sus manos, con todos sus gestos, pero era inútil, llegó un momento en que fue rechazado, los brazos del atleta le alejaron de sí, el del flequillo hizo un gesto de alborozo estaba contento, pero también se llevó lo suyo, el moreno le chilló y le zarandeó sin demasiadas contemplaciones. Parecía harto de los dos. El más joven le dio la espalda, se apoyó en la repisa de la pared y escondió la cabeza entre los brazos, como si estuviera desesperado. Eso ablandó a su compañero, que al final se acercó y le abrazó por detrás, acariciando su pelo, rubio natural. El jovencito se dio la vuelta finalmente, y se besaron tan apasionadamente como cuando se habían encontrado. Al rato, estaban como si tal cosa.

Me estaba divirtiendo mucho. Pedí otra copa, sin quitarles los ojos de encima.

– Los homosexuales solamente son personas humanas como cualquiera -me volví muy sorprendida, no tanto por la peculiar construcción de la frase como por la misteriosa identidad de mi interlocutor.

Detrás de la barra, un jovencito de aspecto similar al tío del flequillo me dirigía una mirada furiosa.

– Sin duda alguna -le contesté, mientras me colocaba frente a él.

– Pues entonces, no sé por qué miras tanto a Jimmy -éste era francamente feo, el pobre.

– No sé quién es Jimmy.

– ¿En serio? -mi respuesta le había descolocado profundamente, al parecer.

– En serio.

– Es ése de negro, pero no entiendo, si no le conoces…, ¿por qué le miras tanto?

– Porque me gusta.

– ¿Que te gusta? -soltó una carcajada-. Pues lo llevas claro, tía, es gay ¿sabes?, de toda la vida, ese rubito de ahí es su tronco.

– De eso ya me he dado cuenta -le miré con ojos serios e hice una pausa-. Soy una tía, pero no soy gilipollas, ¿está claro? -no le di tiempo para asentir-. Además, me gusta porque es gay, solamente por eso, ¿entiendes?

– No -su desconcierto era tan abrumador que me hizo sonreír.

– Me gustan los homosexuales, simplemente. Me gustan, me excitan mucho.

– Sexualmente… ¿quieres decir?

– Sí -se quedó inmóvil, con el vaso en la mano, paralizado, fulminado por mi respuesta-. No creo que sea nada del otro mundo, a los hombres, quiero decir a los hombres heterosexuales, les gustan las lesbianas, las lesbianas guapas por lo menos, y a todo el mundo le parece natural.

– Pues yo es la primera vez que lo oigo en mi vida…

– Habrás vivido poco -aunque no tenía datos al respecto, me negaba a creer que mi deseo fuera inédito.

Los deseos inéditos no existen.

– La primera vez… -repitió aturdido, moviendo la cabeza, mientras me ponía la copa.

Unos minutos después, volvió sobre el tema.

– Quieres decir que te gustaría acostarte con ellos…, aunque no te hicieran nada, quiero decir, estar allí solamente, mirándoles, por ejemplo? -su cara no había recuperado la expresión normal, me miraba como a un bicho raro, espantado todavía.

– Por ejemplo -le contesté-, eso me encantaría.

– ¿Quieres que hable con ellos? -le estudié disimuladamente. Parecía solícito, pero desprovisto de móviles mercantiles, por lo menos en aquel momento.

– Por favor -le contesté, y solamente entonces me di cuenta de la movida en la que me había metido yo solita, sin ayuda de nadie.

Desapareció por una puerta abierta, detrás de la barra. Le volví a ver unos segundos después, hablando con Jimmy y con su novio, o lo que fuera.

El camarero les contaba el episodio como si se tratara de un chiste, riéndose estrepitosamente todo el tiempo. El rubito también lo encontró gracioso. Jimmy no. El sólo me miraba. Le sostuve la mirada mientras me preguntaba qué haría si me pedían dinero. Era vergonzoso, pagar para acostarse con un hombre, mucho más vergonzoso que cobrar, desde luego, pero, por otra parte, ellos no eran hombres, es decir, no contaban en ese sentido.

Estuvieron deliberando un rato, los dos, el camarero se mantenía al margen. Entonces Jimmy llamó al individuo del flequillo, y éste se unió a la discusión, mirándome todo el tiempo, con los ojos como platos. Tardaron mucho tiempo en llegar a un acuerdo. Luego, el rubito intercambió unas palabras con el camarero y vinieron hacia mí los dos juntos.

El novio de Jimmy se me acercó y me plantó dos besos en las mejillas.

– Hola, me llamo Pablo.

– ¡ Ah! Cojonudo…

– ¿Por qué dices eso? -mi observación, poco cortés desde luego, le había ofendido.

– No, por nada, es una manía, en serio…, no tiene importancia -no movió un solo músculo de la cara, así que se lo conté-. Verás, es que mi marido también se llama Pablo, y como le acabo de dejar…

– Ya -me sonrió-. ¡Vaya, qué coincidencia!

– Sí… -no sabía qué decir.

– ¿Te puedes poner de pie? -me preguntó-. Mi amigo quiere verte.

Eso sí que no me lo esperaba.

Me levanté y di una vuelta completa, girando sobre mis tobillos lentamente. Luego me volví a sentar y miré en dirección a Jimmy. Su novio también le miraba. El levantó una mano con el pulgar alzado. El tipo del flequillo seguía a su lado.

– Bueno -el rubio me miró-. ¿Habría pasta?

– Podría haberla… -creo que nunca en mi vida he pronunciado una frase con menos convicción.

– Treinta talegos para cada uno.

– ¡Sí hombre! ¿Y qué más? -era consciente de mi inexperiencia, y hasta podía comprender que aprovecharan la ocasión para robarme, pero no tanto-. Veinte, y vais que os matáis.

– Veinticinco…

– Veinte -le miré a la cara, pero no pude leer nada en ella-. Veinte talegos. Es mi última oferta; total, sólo voy a mirar…

– De acuerdo -contestó rápidamente. No parecía descontento en absoluto.

Bravo, Lulú, pensé, ya hemos vuelto a hacer el canelo.

– Veinte para cada uno -repitió.

Hubiera aceptado quince, incluso doce, pensé.

– Cuarenta… -lo dije dos o tres veces, con aire pensativo, como si fuera capaz de valorar la cifra. Me parecía carísimo, una auténtica burrada, pero en fin, podía permitirme ese capricho, no muy a menudo desde luego, pero, bueno, una vez en la vida… En realidad, ni siquiera tenía idea de cuánto valía una puta, y estos debían ser más caros, o a lo mejor no, pero al ser una mujer el cliente, serían más caros, o no lo serían, ¿cómo iba a adivinarlo? Pablo segura mente sabría qué hacer, pero ni siquiera había querido decirme cuánto le había dado a Ely, aquella noche. Ely era un travesti pero estos ni siquiera parecían profesionales, estaba hecha un lío.

– No. Sesenta -la sorprendente afirmación del rubito puso un brusco final a mis elucubraciones.

– ¿Cómo que sesenta? -le miré con cara de indignación-. Hemos quedado en veinte para cada uno. Veinte y veinte, cuarenta.

– Es que somos tres.

– ¿Y quién es el tercero?

– Mario, ése que está con Jimmy…

– ¿El del flequillo? -asintió con la cabeza-. Ni hablar, ése no entra, no me gusta nada.

– Es que… -me miraba con expresión suplicante, parecía en un compromiso- es que, si no viene él, Jimmy no va a querer.

– Y ¿por qué no?

– Bueno, es que… -se estaba poniendo colorado-. Mario es su tronco.

– Pero, ¿Jimmy no estaba liado contigo?

– Sí… -afirmó-, pero también está liado con Mario.

– ¿Sois un trío? -era una posibilidad, pero él de negó rápidamente con la cabeza-. Ya… -de repente comprendí, la discusión de antes me dio la clave-. Sois dos parejas con un miembro intercambiable, y nunca mejor dicho… -le miré detenidamente. De cerca era todavía más guapo-. Lo que no entiendo…, lo que no entiendo es cómo eres tan gilipollas, tú. Tú no tendrías por qué compartir un tío con nadie, en la vida, jamás, tú debes tenerlos a cientos, esperando…

– Eso no es asunto tuyo.

– Eso es verdad -admití-. Bueno, al del flequillo no lo quiero, si tiene que venir que venga, pero os voy a dar cuarenta papeles, ni uno más, luego, si queréis, os apañáis entre vosotros, yo no quiero saber nada.

Me miró un momento, en silencio. Luego se dio la vuelta, y fue a informar al comité, con la cabeza gacha. Los otros dos discutieron con él, no les debía parecer un buen trato, el rubito se encogía de hombros, al final se pusieron de acuerdo y él regresó para hablar conmigo.

– Bueno, de acuerdo, pero les he dicho que eran cuarenta y cinco, quince para cada uno -me miró como pidiendo disculpas-. No podía hacer otra cosa, en serio… Tú luego me pagas a mí, yo me quedo sólo con diez, y ya está.

– ¡Tú eres imbécil, chaval! -estaba realmente indignada, lo de aquel chico me parecía un desperdicio.

Se quedó parado, sin decir nada. Pero yo todavía tenía que averiguar algunas cosas.

– ¿Dónde lo vamos a hacer?

– En tu quel -me miró sorprendido. ¿O no?

Tuve que pensármelo un rato. Inés estaba con Pablo, pasando el fin de semana, así que eso no era problema, pero no estaba muy segura de querer meterlos en casa. Claro que ir a un hotel decente me saldría mucho más caro, tendría que pagarlo yo, y con las cuarenta mil pelas que me iba a costar la broma ya tenía bastante. Tampoco podía dejarles elegir a ellos, no podía fiarme de la clase de antro en el que me meterían. Así que, al final, pensé que lo mejor era ir a casa.

– Vale -le dije-. No tenéis coche, ¿verdad?

– No, pero Jimmy tiene una moto. Puede ir a buscarla. Yo iré contigo, si no te importa, y no vuelvas a insultarme, por favor.

Le apunté mi dirección en una servilleta de papel y se la llevó a su amigo. Le dio un largo beso de despedida en la boca.

Me dieron asco, Jimmy me dio asco, de repente. Estaba a punto de arrepentirme de todo y salir corriendo cuando el rubito volvió y se me colgó del brazo.

Salimos a la calle. Caminamos hacia mi coche, en silencio al principio, luego saqué un tema de conversación vulgar, el encanto del Madrid viejo o algo así, y él se animó.

Fuimos charlando por el camino, y me contó su vida, como todos.

– Soy un tío muy raro, no creas -me confesó-. No quiero a mi vieja, por ejemplo.

– Yo tampoco quiero a mi madre -le contesté-. Así que, ya ves, ya tenemos algo en común.

Me dijo que tenía veinticuatro años, pero no le creí, tal vez ni siquiera había cumplido los veinte. Estaba muy enamorado de Jimmy, era su primer hombre, me contó la historia, y su relato me confirmó en la impresión de que su novio no era más que un macarra repugnante.

– A veces daría cualquier cosa porque me gustaran las tías, de verdad, cualquier cosa.

Era solamente un crío, un crío torpe y encantador, me recordaba mucho a Ely.

Le echaba unos huevos tremendos a la vida.

Paré en un banco con el portal iluminado y saqué treinta mil pelas de un cajero automático. Quería quedarme con diez para la compra del día siguiente, y en casa solamente tenía cinco mil duros.


Recuerdo retazos, fragmentos, detalles insospechadamente intensos.

El era el favorito, estaba segura, a pesar de las humillaciones, constantes.

No le dejaron intervenir, al principio. Sentado a mi lado, tuvo que verlo todo. Jimmy calentó a Mario durante mucho tiempo. Sus labios le susurraban frases tiernas, palabras de amor y de deseo, sus brazos le abrazaban con suavidad, luego la presa se hizo más intensa, al final le dio la vuelta bruscamente, le obligó a dar un par de pasos casi en volandas y se colocaron enfrente de nosotros. Entonces una de sus manos presionó el sexo de su amigo, que separó las piernas, la otra se deslizó a lo largo de su grupa y ambas comenzaron a moverse, a frotar la carne por encima de la tela, las puntas de los dedos se rozaban entre los muslos y regresaban al punto de partida, las palmas se agitaban sobre el pantalón oscuro como si quisieran abrillantar su superficie, cada vez más rápido, el sexo crecía, adquiría consistencia, se dibujaba netamente más allá de su envoltorio, tenso ahora, a punto de reventar, de sucumbir a la presión de la carne aguda, los muslos le temblaban, la lengua le asomaba entre los labios, su rostro se deformó hasta adquirir una expresión bestial, la cara de un retrasado mental que gruñe y jadea, incapaz de hablar, de mantener los ojos abiertos, de sostener la cabeza.

Son como animales, pensé, como animales, pequeñas y hermosas bestias sumidas hasta las cejas en el fango de un placer inmediato, absoluto, suficiente en sí mismo.

Le bastaron un par de segundos para deshacerse de cualquier obstáculo, entonces asió firmemente el sexo de su amante con una mano, hundió el índice de la otra en el canal de su grupa, lo dejó resbalar lentamente hacia abajo y le penetró con él al mismo tiempo que comenzaba a masturbarle, mirándome a los ojos.

Mario se dobló hacia delante en un gesto incontrolado, yo dejé caer los párpados un instante y miré a Pablito, él les miraba con los ojos enrojecidos, mordiéndose el labio inferior, amoratado ya, era el favorito, sin duda, pero no se daba cuenta, demasiado joven para comprender, me hubiera gustado hablarle, contarle, los hombres mayores tienen extrañas formas de amar a veces; sé cómo te sientes, yo también he pasado por eso, pero la compasión no fue capaz de desterrar ni siquiera un instante el deseo así que me limité a darle la mano, él la apretó sin mirarme, Jimmy se dio cuenta de todo, le llamó, me miró con una expresión desafiante, le devolví la mirada, estaba de acuerdo, no volvería a inmiscuirme en su compleja vida sentimental, él daría las órdenes, yo miraría solamente, y entonces dio comienzo la previsible ceremonia del envilecimiento de Pablito, muñeco articulado, objeto entre los objetos, recuerdo retazos, fragmentos, detalles insospechadamente intensos, los otros se miraban a los ojos, se acariciaban lánguidamente, mientras él los satisfacía a la vez, sus labios finos, y crueles, deformados en una mueca grotesca, hasta que un pie le rechazaba, lanzándole con fuerza, lejos, caía a mis pies, se que jaba, y esperaba a ser requerido nuevamente, obedecía, retornaba a darles placer a cambio de golpes y de insultos, Jimmy le amenazaba mientras abría con sus manos la grupa de Mario encaramado a cuatro patas sobre el sofá, él acercaba la cabeza, sacaba la lengua y la hundía obedientemente en la carne detestada, lamiendo a su rival, que gimoteaba como un bebé insatisfecho, las manos de Jimmy no le soltaban, seguían clavadas en su grupa, pero eso no le impedía cambiar de posición, se retorcía para poder llegar con la boca al sexo enhiesto, morado y tieso suspiraba para anunciarse y luego lo chupaba, despacio, mucho tiempo, haciendo mucho ruido, para que Pablito, que no le podía ver, le escuchara, y lo supiera, supiera por qué el tercero entre ellos se deshacía de gusto, se estaba deshaciendo, y después finalmente la humillación suprema, cuando yo ya no me podía contener, había decidido no hacérmelo hasta que se hubieran marchado, me parecía indigno retorcerme allí, ante sus ojos, tan sola, y tan distinta a ellos, resultaría cómico y triste, pero ya no podía más, me rozaba los pezones con la punta de los dedos, me acariciaba los muslos, vestida aún, y advertía que todo mi cuerpo estaba duro, y tenso, entonces Jimmy me preguntó si no pensaba desnudarme, su voz parecía una invitación, lo hice, me desnudé completamente, y le escuché -mira, eso de ahí es una tía, y está bastante buena además-, Pablito me miraba, estaba inquieto, Mario se reía a carcajadas, -¿no te gusta?-, Pablito no contestó, yo me sentía infinitamente sucia, porque era un macarra repugnante, un chulo de la peor especie, pero en aquel momento le habría limpiado las suelas de los zapatos con la lengua si me lo hubiera pedido, lo hubiera hecho, simplemente, y me acerqué a él, me tumbé en la mesa, una mesa baja, boca arriba, siguiendo sus instrucciones, él seguía hablando, -tú nunca te has follado a una tía, ¿verdad?-, Pablito protestó, dijo que sí, que por supuesto que lo había hecho, pero mentía, hasta yo me di cuenta -pues ya va siendo hora, ya eres mayorcito para probar-, Mario se ahogaba de risa, -no te preocupes, yo te ayudaré-, me incorporé sobre los codos para mirarles, Pablito estaba llorando, rogaba y suplicaba, no quería hacerlo, Jimmy le sujetaba, sonriendo de una forma siniestra, yo me preguntaba cómo pensaba obligarle a follarme con aquel sexo flojo, completamente flácido, que le colgaba entre los muslos, -ponte de rodillas encima de la mesa-, él vino hacia mí y lo hizo, los hombros encorvados, los brazos colgando a lo largo del cuerpo, la cabeza inclinada, lloraba y me miraba, yo ya no sentía ninguna compasión por él, ya no, ahora era solamente un animal, un perro apaleado, maltratado, infinitamente deseable -y ahora te voy a romper el culo, mi vida-; se acercó a él por detrás, le acariciaba el pecho, pellizcándole los pezones con las uñas, -te la voy a meter por el culo y te vas a morir de gusto-, sus dos manos atraparon el sexo de Pablito al mismo tiempo, y comenzaron a acariciarlo y masajearlo con gestos expertos pero se resistía a crecer de todas formas, Jimmy tenía una voz acorde con su cuerpo, una magnífica voz de hombre -se te pondrá dura, ya lo sabes, no lo vas a poder evitar, cuando yo te la meta se te pondrá dura, seguro, y entonces lo único que tendrás que hacer es metérsela a esta chica por el coño, ese agujerito de ahí, vamos, a lo mejor te gusta y todo-; Mario volvió a reír, Pablito cerró los ojos, ya no lloraba pero estaba sufriendo, eso no impidió que su sexo comenzara a crecer, Jimmy se inclinó sobre él y le habló al oído, no pude escuchar sus palabras, pero sí observé sus efectos, una erección fulminante, luego le empujó hacia delante, le obligó a permanecer a cuatro patas encima de mí y le penetró, arrancándole un alarido impropio de un ser humano, su mano no abandonó el sexo de su amigo, le masturbó al mismo tiempo que le barrenaba hasta que decidió que ya era suficiente -tú, levanta el culo-, inserté mis puños cerrados debajo de mis riñones y me elevé sobre ellos todo lo que pude, mis piernas temblaban, mi sexo temblaba, él mismo guió a su novio, y fue su mano la que sostuvo la polla de Pablito mientras entraba en mí, y entonces, casi al mismo tiempo noté que algo presionaba contra mi cabeza, levanté los ojos y comprendí que eran los muslos de Mario, se había acercado a la mesa por el otro lado y ahora sostenía su sexo en la mano, lo acariciaba delante de las narices de Pablito, que lo miró un segundo y luego, con una especie de suspiro de resignación, se lo metió en la boca, estuvimos así un buen rato, él lleno, exprimido, aprovechado hasta el último resquicio, complaciéndonos a los tres, transmitiéndome a la fuerza, contra su voluntad, los impulsos que recibía de su amante, la conciencia de que él no disfrutaba de mí no disminuía en absoluto la intensidad del placer que yo recibía de él, al contrario, estaba satisfecha, se cumplían todas mis expectativas, eran como animales, deliciosos, brutales, sinceros, violentos, esclavos de una piel ansiosa, caprichosos como niños pequeños, incapaces de aguantarse las ganas de nada, y ahora yo tampoco me aguantaba nada, me deshacía de placer debajo de Pablito, mientras veía cómo pagaba su última prenda, la polla de Mario entrando y saliendo de su boca, luego el estremecimiento definitivo, yo inicié la cadena, no podía más, y me abandoné a un orgasmo furioso, un coro de gemidos se unieron a los míos, y todo comenzó a estremecerse a mi alrededor, todo se movía, una gota de semen me resbaló por la mejilla al mismo tiempo que Pablito conseguía culminar satisfactoriamente su tardía y forzosa iniciación, vaciándose por fin dentro de mi cuerpo.


Mañana pensaré en todo esto.

Estaba mordisqueando una pasta hojaldrada, ya no me quedaba ninguna con piñones, cuando escuché el timbre de la puerta.

Mañana pensaré en todo esto, en la horrible resaca que se me ha venido encima, la sensación de frío y de vergüenza que me invadió al final, cuando me dejaron sola, desnuda, encima de la mesa, y sólo podía pensar en que tenía que pagarles, me sentía tan mal, tan desamparada, ellos hablaban entre sí, no significaban nada para mí, no les conocía, ni ellos me conocían a mí, pero tenía que pagarles y lo hice, luego me despedí, torpemente, dejé a Pablito contando los billetes, y me metí en el cuarto de baño, pensando que todavía había tenido suerte, podían haberme robado, yo qué sé, sólo a mí se me ocurre meterles en casa, abrí la ducha y esperé, cuando escuché el portazo salí para comprobar que me había quedado sola y me metí debajo del chorro caliente humeante, para derretir las gotas de agua tibia que pudieran quedar sobre mi piel, mañana pensaré en todo esto, me lo repetía a mí misma, mañana, mientras me dirigía a abrir la puerta.

Pablito lloraba, la cara oculta por un brazo, apoyado en el marco.

Tras unos minutos de silencio, totalmente rotos por los descontrolados sollozos que parecían a punto de reventarle el tórax, busqué algo que decir. Como no encontré nada mejor que una estupidez, la solté de todos modos.

– ¿Te has dejado algo?

Se quitó el brazo de la cara, me miró y negó con la cabeza. Cuando ya parecía que se estaba calmando, rompió a llorar nuevamente, y su llanto creció se magnificó, elevándose hasta adquirir un volumen estentóreo. Entonces le obligué a pasar. Si seguía llorando de aquella manera, iba a despertar a todos los vecinos.

Le pasé un brazo por el hombro, estaba conmovida, nunca había visto llorar a nadie de esa manera nunca había percibido un desvalimiento semejante, es infeliz, muy infeliz, pensé, y por eso le pasé un brazo por el hombro, pero él cerró los dos en torno a mi cuello, y se abandonó sobre mí, siguió llorando, como pesaba mucho más que yo, desconsolado y todo, me di cuenta de que nos íbamos a caer, nos caíamos, pero no me parecía correcto decirle que me soltara, así que maniobré rápidamente con los pies, y por lo menos nos caímos encima del sofá.

Le acaricié el pelo, recogido todavía en una coleta diminuta, durante casi veinte minutos, hasta que estuvo en condiciones de hablar.

– ¿Puedo quedarme a dormir aquí? -su petición me sorprendió casi más que su ataque de llanto-. Es que no tengo ningún sitio adonde ir…

– Claro que puedes quedarte a dormir, aunque no lo entiendo -le miré un buen rato, busqué heridas, señales, picotazos, algo que se me hubiera escapado antes, pero no descubrí nada nuevo, nada capaz de explicar su situación, parecía cualquier cosa menos un tirado-. ¿No tienes casa?

– Sí, vivo con Jimmy, pero hemos discutido…, me ha dicho que no piensa aguantar mis ataques de celos, que soy una histérica…, va a dormir con Mario…, hoy…, después de lo que me ha obligado a hacer…, ahora ni siquiera me deja dormir con él…

– su discurso apenas era tal, más bien una confusa sucesión de palabras inconexas, ahogadas, desfiguradas por el llanto- yo no puedo ir allí, me moriría…, si fuera a casa me moriría, no lo soportaría, y además, me ha quitado todo el dinero, lo tuyo, por cierto, oye… -levantó los ojos hacia mí y se esforzó por hablar más claro-, muchas gracias de todas formas, por las cinco mil de más, me las ha quitado también, y otras tres mil pelas que llevaba encima, estoy sin un duro, por favor, déjame quedarme aquí…

– Menudo regalo de novio que tienes, hijo… -sabía que mis palabras le hundirían todavía más, pero me sentí en la obligación de pronunciarlas-. Puedes quedarte, por supuesto.

Movió la cabeza para darme las gracias, y continuó llorando, hasta que se quedó sin lágrimas.

Cuando le juzgué lo suficientemente sosegado como para volver a emitir sonidos articulados, le pregunté dónde prefería dormir.

– Puedes acostarte conmigo, en una cama grande o dormir en el cuarto de mi hija, que no está en casa, como quieras…

– ¿Tú tienes un hijo? -parecía muy sorprendido por la noticia.

– Sí, tengo una hija de cuatro años y medio, Inés -la expresión de su cara se acentuó-. ¿Te extraña?

– Sí, nunca hubiera pensado que fueras mamá, no te pega nada…

– Muchas gracias, me encanta que me digan eso.

– ¿Por qué? -ahora sonreía-. No lo entiendo siempre se tienen los mismos -años, con hijos o sin ellos.

– Supongo que no puedes entenderlo, tú estás en otra parte -con eso di por zanjada la cuestión-. Bueno, ¿dónde prefieres dormir?

– Pues, no lo sé… Supongo que es mejor que duerma contigo, meterme en la cama de una niña de cuatro años, no sé, me da cosa… -remató la frase con una carcajada.

– Muy bien, pues vámonos a la cama, estoy muy cansada, y supongo que tú estarás cansado también hoy ha sido un día especial -intenté imprimir a mi sonrisa una nota de complicidad-, las primeras veces siempre son agotadoras…

Volvió a reírse. Su risa me sentaba bien, resultaba reconfortante, me sentía muy cerca de él; en definitiva, pensé, los dos somos ovejitas del mismo rebaño, blancas y lustrosas, mullidas, con un lacito alrededor del cuello, el mío de color rosa e insoportablemente cómodo, el suyo supongo que rosa también, aunque mucho más doloroso.

Cuando volví de lavarme los dientes le encontré acurrucado en mi lado de la cama.

– ¿Te importaría correrte hacia la derecha? -me quité el albornoz y las zapatillas-. Ese es mi lado…

– No te vas a poner nada encima, para dormir?

– No, siempre he dormido desnuda -no era cierto, hasta los veinte años dormí vestida, con camisones de tirantes que me llegaban un palmo por debajo de la rodilla, pero Pablo no quería camisones, no quería más ropa que la estrictamente necesaria, y para dormir no hace falta ninguna, esa fue una de las primeras cosas que aprendí-. ¿Por qué…? ¿Te doy asco?

– No, no es eso… -me dio la sensación de que estaba incluso ligeramente asustado-. Es que nunca he dormido con una mujer…

– No te preocupes -trataba de tranquilizarle, pero no pude evitar reírme-, no te voy a atacar por la espalda, te lo prometo.

Me metí en la cama, él me miraba, sonriéndome. Me besó en los labios suavemente y se acurrucó lo más lejos que pudo de mí, a pesar de todo.


Cuando me desperté, era él quien me atacaba por la espalda.

Notaba sus brazos, alrededor de mi cintura, apretándome, y su sexo, erguido, golpeándome entre las nalgas, todo su cuerpo se movía rítmicamente contra mí, estaba profundamente dormido.

Le tomé una mano y la puse encima de uno de mis pechos. La dejó caer apenas la solté, aunque el contacto con una de las zonas más inequívocamente femeninas de mi cuerpo no pareció desanimarle. Mira qué bien, pensé, igual me toma por un travesti. Lo intenté de nuevo con los mismos resultados, y dejé escapar una risita, estaba regocijada por el resultado de mi experimento, hasta entonces había sido tan inexorable como una ley física, lo primero que hace un tío al despertarse pegado a la espalda de una tía es alargar una mano para aferrarse a sus pechos, no me había fallado nunca hasta entonces, pero éste se negaba a hacerlo, era divertido.

Cuando estaba a punto de insertar una de sus manos entre mis muslos para averiguar si se le bajaba o seguía igual de tiesa, sonó el timbre de la puerta.

De repente me di cuenta de que ya lo había es cuchado antes, me había despertado por eso, seguramente, era ya la segunda vez que llamaban, miré el reloj, las doce menos cuarto, me eché encima el albornoz a toda prisa, pensé que sería Marcelo, no se había quedado muy convencido con mi disculpa telefónica, pero el caso es que los timbrazos, una ensordecedora avalancha de sonidos agudos, cortos y repetidos, parecían solamente dignos de Inés.

Era Inés.

Pablo la llevaba en brazos, envuelta en una gabardina mojada, él estaba completamente empapado, el agua le chorreaba sobre la cara.

– Hola -el tono de su voz hubiera podido inducir a cualquiera a creer que hacía solamente un par de horas que no nos veíamos-. ¿Te hemos despertado? -asentí con la cabeza-. Lo siento, pero es que se ha echado el frío encima de repente, se ha puesto a llover, y en la bolsa de Inés solamente había ropa de verano, hemos venido a coger un impermeable, y un par de jerseys…

Esperaba un beso, pero no lo hubo.

– Hola, mi amor -Inés sí se me echó encima para besarme, y Pablo le quitó el impermeable antes de trasvasarla de sus brazos a los míos. Luego entró en mi casa como si fuera la suya.

– Esta es Cristina -me miró un instante, con los ojos duros-. Cristina, te presento a mi mujer…

Entonces me di cuenta de que eran tres. Ella, la pelirroja, no tan desteñida como Chelo me había contado, estaba semiescondida detrás de la hoja de la puerta. Avanzó un par de pasos y luego amenazó con seguir, le tendí la mano antes de que llegara a acercarme los labios a la cara. Ella la estrechó, confusa. Pablo intervino en su auxilio.

– Marisa no soporta los besos no sentidos…

– No me llames Marisa, por favor -últimamente cultivaba con asidua crueldad esa pequeña técnica de venganza personal, sumamente efectiva por cierto, se me rompía algo por dentro cada vez que le escuchaba.

– Por qué no? Es un diminutivo cariñoso -se volvió hacia su novia-. Bueno, ella no deja que la bese cualquiera, es muy especial para eso, elige siempre, ¿sabes? No está muy bien educada, claro que eso es más culpa mía que suya…

Inés empezó a reírse como una loca. Tenía ese defecto, de repente estallaba en carcajadas sin ningún motivo. Aquella vez, su explosión resultó oportuna, sin embargo.

El cuarto de estar conservaba intactas las huellas de la batalla nocturna. Un chorro de semen seco dibujaba una extraña ese sobre el cristal de la mesa.

No hubo comentarios, sin embargo.

– Me voy a hacer un café -deposité a Inés en el suelo. Pablo se sentó en el sofá, la pelirroja se dejó caer a su lado, intentó cogerle el brazo, él se lo impidió-. ¿Queréis tomar algo?

Querían café, ambos.

Era guapa, muy guapa, y muy joven, desde luego, veinte o veintiún años, podría ser su hija, yo jamás habría podido pasar por su hija, ni siquiera aunque lo hubiera intentado, que nunca lo hice, pero ella era delgada y flexible, elástica, ágil, tenía las piernas feas, demasiado flacas, eso me reanimó, pero sus ojos verdosos eran enormes, y su pelo rojizo espeso y brillante, era muy guapa y tenía las tetas de punta, los pezones se le adivinaban a través del jersey, pechos de adolescente todavía.

Inés arrastró a Pablo a su cuarto para enseñarle la carpeta en la que guardábamos sus trabajos del colegio. Ella me siguió hasta la cocina y se quedó en el umbral de la puerta, mirándome.

– Yo te admiro mucho, ¿sabes? -parecía tranquila y segura de sí misma.

– No, mira, por favor… -no iba a soportarlo, eso sí que no-. Soy una borde, ya lo sabes, y si hay algo que me ponga de mala leche son las sesiones de confidencias de mujer a mujer, así que te agradecería que me ahorraras las tuyas.

– No me refería a nada de eso -su voz todavía era firme-. He leído tu libro.

– Lo dudo -le contesté-. Yo no he escrito ningún libro.

– Claro que sí -insistió, parecía sorprendida-. Pablo me lo dejó, el libro de los epígrafes. Y me gustó mucho.

– Epigramas.

– ¿Qué? -daba la sensación de que no le importaba mucho nada.

– Epigramas, no epígrafes.

– Ah, bueno -emitió una risita-, es lo mismo.

– No -chillé-, no es lo mismo, por supuesto que no es lo mismo.

Calló y bajó los ojos. Ofrecía un blanco perfecto ahora.

– Ese libro no es mío -se me estaba desparramando todo el café, me iba a costar una fortuna aquella cafetera-. Yo solamente lo traduje, escribí las notas y un prólogo, nada más. El texto es de Marcial -me miró con extrañeza, Marco Valerio Marcial, un tío de Calatayud, y no te gustó ni mucho ni poco porque no lo has leído, y no tengo ganas de proseguir esta conversación, tú no me admiras solamente sientes curiosidad por mí, pero ese sentimiento no es recíproco, lo cierto es que me pareces una jovencita bastante vulgar, así que no tiene sentido seguir hablando, lárgate y déjame en paz de una puta vez.

Yo jugaba con ventaja.

Ella tenía las tetas de punta, solamente.

Yo tenía treinta años, y estaba casada con él.

Me miró un momento, roja como un tomate, luego se dio la vuelta y desapareció.

Marcial. La época dorada de mi vida, aquel maravilloso trabajo, económicamente ruinoso, más de un año de pequeñas satisfacciones personales, estaba tan orgullosa de mí misma cuando por fin salió el libro, Pablo estaba tan orgulloso de mí…

Cerré la cafetera y la puse en el fuego. Es guapa, muy guapa, pensé, y muy joven, conserva el aire frágil de los adolescentes.

Medité un momento, tratando de recordar quién me había producido la misma impresión, no hacía mucho tiempo.

La cafetera pitaba. Apagué el fuego y salí corriendo. Cuando llegué a mi cuarto, era ya demasiado tarde.

Pablito seguía dormido, desnudo, espléndido y rotundamente empalmado, su sexo parecía el poste central de una carpa de circo.

Inés, sentada en el borde de la cama, lo señalaba con un dedo.

– Qué es eso, papá?

Pablo, acuclillado a su lado, le sonreía.

– Oh, eso…, es que echa de menos a mamá.

– ¿Es huerfanita, la pobre? -lo preguntó con un tono de sincera compasión.

– No, Inés -Pablo se rió-. No es huerfanito, echa de menos a mamá, a tu mamá, a Lulú, ¿comprendes?

– Tú no tienes de eso cuando duermo contigo, y también dices que echas de menos a mamá…

– se volvió hacia él, parecía intrigada.

– ¡Pero si es una chica, tonto! -se volvió regocijada, le encantaba pillarnos en un renuncio, a cual quiera de los dos-. Lleva coleta, como yo… -se tocó el pelo, me gustaba mirarla, se parecía mucho a mí, Pablo solía decírmelo, quiero tener una hija igual que tú, yo me tocaba la tripa y me reía, pero se salió con la suya al final, y tuvimos una hija igual que yo.

– No, Inés -hablaba en voz muy baja, con un tono muy sereno, sedante, el que usaba para explicar las cosas importantes, a ella le fascinaba aquella voz, y a mí también-. Eso no tiene nada que ver, yo también podría llevar coleta, si dejara de cortarme el pelo. Es un chico, mírale bien, tiene una bolita en la garganta…

– Elisa también tiene bolita y es una chica -Inés siempre había llamado Elisa a Ely, le quería mucho encontraba muy divertidos sus gestos, su acento, su forma de andar y, sobre todo, su nuez.

– Pero Elisa tiene tetas y éste no, mira -Pablo señaló el pecho liso de Pablito e Inés se quedó mirándolo, asintiendo con la cabeza, ése era un argumento definitivo para ella.

Yo me había preguntado muchas veces si aquella era la manera adecuada de educar a una niña, se lo pregunté a Pablo también, una noche que Ely es taba en casa, había venido a ver Cómo casarse con un millonario la daban por la tele. -¡Me pido ser Marilyn!- había anunciado, nada más pasar por la puerta, entonces llamó por teléfono un amigo francés, de los tiempos de Filadelfia, estaba en Madrid de paso, quería vernos, no encontrábamos canguro, y al final aceptamos el ofrecimiento de Ely, se quedó cuidándola, Inés acababa de cumplir dos años, entonces le pregunté a Pablo si aquélla era la manera adecuada de educar a una niña, y él me contestó que sí. -Es que yo soy mucho más viejo que él. le parecía mejor que educarla como me habían educado a mí para luego haber acabado dando con un tío como él, pero la estamos privando del placer de ser pervertida, objeté, él insistió, creo que es mejor en cualquier caso, sonreía.

– ¿Cómo se llama? -Inés creía ciegamente que su padre lo sabía todo, en mis conocimientos confiaba mucho menos.

– Pablo -ambos se volvieron para mirarme-. Se llama Pablo, igual que papá, y está muy cansado, así que vamos a dejarle dormir. Además -me dirigí a Inés-, Cristina te estaba buscando antes, me ha dicho que quería jugar contigo al escondite inglés…

– Pero si nunca le apetece… -balbuceó. No me extraña nada, pensé, era una auténtica tortura jugar al escondite inglés con Inés, no se cansaba nunca y hacía trampas todo el tiempo.

– Pues hoy lo está deseando -Pablo soltó una carcajada-, yo que tú aprovecharía la ocasión…

Se levantó y salió corriendo. El también se levantó, y salimos de la habitación.

– ¡Vaya, vaya! -su voz era cruel, otra vez-. ¿De dónde has sacado ese pedazo de carne?

Todas mis esperanzas se desvanecieron de golpe.

– Yo podría preguntarte lo mismo… -musité.

– ¿Cristina? -me miró sorprendido-. No, por Dios, en ella es mucho menos evidente, y tú lo sabes.

– Pero es muy joven, eso es lo que te gusta, ¿no?

– me miró con ojos duros, todavía más duros. Luego pareció tranquilizarse. Se preparaba para hacerme daño.

– Tiene diecisiete años, pero está creciendo muy deprisa.

– Todas crecemos -le dirigí una mirada de triunfo pero me dio miedo sostenerla. Los ojos le echaban chispas, las aletas de la nariz, de su nariz demasiado grande, palpitaban cada vez más deprisa, sus labios estaban tensos, conocía bien todos esos síntomas, iba a estallar en cólera de un momento a otro.

– ¡Tú no! -sus palabras hirieron mis oídos, sus dedos se me clavaron en los brazos, sus ojos fulminaron los míos, dejé caer los párpados, me encogí y me mantuve inmóvil, blanda como un muñeco de trapo, sabía que iba a zarandearme y permití que lo hiciera-. Tú no, Lulú, tú no has crecido nunca, ni crecerás en tu vida, maldita seas, tú no has dejado de jugar jamás, y sigues jugando ahora, juegas a ser adulta, solamente estás haciendo unos extraños deberes que te has impuesto a ti misma, no entiendo por qué, has dejado de ser una niña brillante para convertirte en una mujer vulgar, no comprendo por qué, no lo he comprendido todavía, te asustaste y te marchaste con la gente corriente, pero has fracasado porque no has entendido nada, tú no has crecido, Lulú, tú no, nosotros no éramos gente corriente, no lo somos, aunque tú ya lo hayas echado todo a perder…

– me soltó, yo no me atrevía a moverme, me tomó de la barbilla y me levantó la cara, pero no quise mirarle-. Nunca te lo perdonaré, nunca.

Se dio media vuelta y se alejó de mí, pero regresó, de repente. Yo me había apoyado en la pared. Le miré. Parecía derrotado.

– No pensaste mucho en mí, ¿verdad?

Entonces me di cuenta de que estaba borracho, a las doce y media de la mañana, borracho, controlaba muy bien pero a mí no me engañaba, a mí no, y me sentí mal, porque pensaba que ahora, con lo de la pelirroja y el simple paso del tiempo, lo habría dejado, prefería no acordarme de todo aquello, cuando me fui de casa, Marcelo me dejó de hablar una temporada, mi propio hermano, todos me señalaban con el dedo, Pablo no, él nunca lo hizo, pero bebía mucho, mucho, estaba todo el día borracho, entonces.

– No me queda mucho tiempo, ¿sabes? Me estoy haciendo viejo, me siento cada vez más ridículo, con todas estas niñatas, no tengo de qué hablar con ellas, y no me apetece enseñarles nada, ya, a ninguna… A veces pienso que estoy empezando a chochear, no me cuesta trabajo, eso sí, las consigo fácilmente, esa es una de las pocas cosas para las que sirve ser un poeta que no vende libros en estos tiempos, para ligar y para tomar copas gratis, ya sabes, pero estoy cansado muy cansado…

Esperé cualquier señal, cualquier indicio, para arrojarme a sus pies, pero no dijo nada más, me dio la espalda y se dirigió al cuarto de estar. Estoy perdiendo facultades, pensé. En ese momento Pablito salió por la puerta y me miró con sus habituales ojos de disculpa. Lo había oído todo.

– ¿Quieres tomar un café? -asintió con la cabeza.

El desayuno fue muy breve. El no volvió a despegar los labios. Cristina intentaba tan disimulada como infructuosamente ligar con mi invitado, que se la quitaba de encima con suma facilidad. Inés estaba muy pesada. Quería que todos jugáramos al escondite inglés, aseguraba que siendo muchos era más divertido.

Pablo ni siquiera se despidió de mí cuando se fueron.

– ¿Ese es tu marido? -Pablito se había arrellanado en un sillón, no mostraba intenciones de marcharse. Le contesté que sí-. Ah, pues está muy bueno, con esas canas, me gusta mucho, los hombres mayores tienen un morbo especial…

No sabía si reírme o echarle de casa, al principio, pero no quería quedarme sola.

Tal vez ya no pueda volver, no pueda volver nunca, pensé.

– Bah, no creas -me esforcé por desechar instantáneamente aquella hipótesis-, tu novio la tiene mucho más gorda.

– Bueno, eso es sólo psicológico.

– Ya -le contesté-, y los Reyes Magos son los padres.

Me miró con cara de extrañeza, no sabía por dónde iba.

– Tú le pedías juguetes a los Reyes Magos cuando eras pequeño, ¿no? -movió la cabeza afirmativa mente, le sonreí-, y seguiste pidiendo juguetes a tus padres cuando te enteraste de que lo de los Reyes era un camelo ¿no? -volvió a asentir-. Y ¿cuándo te hacían más ilusión los juguetes, antes o después de enterarte de todo?

– Antes, pero eso no tiene nada que ver con el tamaño de la polla de tu marido…

Solté una carcajada, me estaba divirtiendo.

– Con el de la suya específicamente no, pero sí tiene que ver con el tamaño de las pollas de los tíos en general, porque las dos cosas, las pollas grandes y los Reyes Magos, son la misma cosa, son dos mitos ¿comprendes? -no, no comprendía, lo leí en sus ojos-. Mira, el rollo de los camellos, de los zapatos en el balcón, la cabalgata, no alteraba la cantidad ni la calidad de los juguetes, pero les añadía algo, a ti te hacían más ilusión, ¿no?, pues es lo mismo el tamaño de la polla de Pablo no altera la calidad ni la cantidad de sus polvos, pero Jimmy la tiene más gorda, ¿lo entiendes ahora?, vivimos en un mundo repleto de mitos, el mundo entero se asienta sobre ellos, y ahora tú me sales con que es sólo psicológico… ¿por qué empezar por el mito de las pollas grandes, por qué derribar ése antes que los demás? Los mitos son necesarios, ayudan a vivir a la gente…

– Pues ¿sabes lo que te digo? -adiviné que no le había convencido-, que me encantaría acostarme con tu marido, aunque no la tenga tan gorda como el mío.

– A mí también me encantaría acostarme con él

– aquello iba en serio, ya no tenía ganas de seguir jugando-, pero está cada vez más difícil, de un tiempo a esta parte…


la segunda vez recurrí a Sergio, reciente novio

de Chelo, camarero en un bar de moda.

Quería mantenerme fuera del lumpen, quedarme en Malasaña, allí me sentía cómoda, segura, allí me habían salido los dientes, horas y horas sentada en aquellos insoportables bancos de fábrica recubiertos por delgados cojines de gomaespuma, tan ineficaces bebía vodka con lima, repugnante pero muy femenino, entonces, cuando hice las primeras risas, las primeras borracheras, las primeras vomitonas, allí viví con Pablo todo el tiempo, en un ático enorme, con las vigas al aire, ¿ se" viviendo él, uno de los últimos supervivientes, y mi figura formaba ya casi

parte del paisaje, allí mis propósitos podían pasar perfectamente desapercibidos, y aún conocía a mucha gente, a casi toda la gente de antes, éramos muchos todavía, aunque muchos también se habían quedado por el camino, y todos comentábamos lo mismo cómo ha cambiado el barrio, ya no es igual, aunque quizás los únicos que habíamos cambiado éramos nosotros, todos nosotros, diez, doce, quince años después, los estigmas de la edad, calvas, barriguitas canas, sujetadores debajo de las blusas, arrugas en la cara, cada noche un poco más profundas, la carne irreparablemente fofa, cada noche un poco más fofa Pero éramos los mismos, casi los mismos, nos reíamos mucho, todavía, y, en realidad, la plaza seguía igual, las calles, los bares seguían igual, poco más o menos.

Quería mantenerme fuera del lumpen, porque me daba pánico que Pablo se enterara de que yo andaba por ahí sola, de noche, soltando pasta para meterme en la cama con un par de maricones, o con tres, o con cuatro, me aterraba la posibilidad de que lo llegara a saber, y él tenía muchos contactos con el lumpen, extraños amigos, delincuentes habituales, gente que se había encontrado en la cárcel y fuera de la cárcel, gente que le adoraba y que me conocía, gente que le hubiera ido con el cuento a las primeras de cambio.

Quería quedarme en Malasaña, allí había conocido a Jimmy y a Pablito, conocí a algunos más, pocos, bisexuales ávidos y bien alimentados, no todos hermosos, dispuestos sin embargo a compartir su novio conmigo por pura diversión, pero el filón se agotó pronto, muy pronto, y yo no tenía bastante, incumplí la regla de oro, una sola dosis de cada cosa, y no tenía bastante, entonces sucedió lo peor que podía ocurrir, renuncié a actuar a través de intermediarios; me dediqué a buscarlos yo misma, los resultados fueron nefastos, algunos se rieron en mi cara, ellos solamente iban por allí a tomar copas, y mi cuerpo no les interesaba, mi dinero no les interesaba, mi curiosidad no despertaba su curiosidad, otros me despreciaban, y me lanzaban su desprecio a la cara, me hice famosa, eso fue lo peor, que me hice famosa, y algunos de mis amigos dejaron de saludarme, circularon rumores, Marisa está cada día más rarita, al final una vieja compañera de la facultad que se había apuntado muchos años atrás al multitudinario gremio de la hostelería, me lo dijo a las claras, mira, si quieres tíos de ésos, págatelos, debe de haberlos, a puñados, tiene que haber de todo, pero no aquí, joder, que aquí lo único que haces es espantarme a la clientela…

– Sin una sola pluma, eso lo primero, altos, un metro setenta y ocho como mínimo, grandes, convencionalmente guapos de cara, ya sabes, el tipo de chicos que les gustan a las colegialas, delgados pero musculosos, sin pasarse, culturistas no, de veinticinco a treinta y cinco años, uno de ellos puede ser más joven, solamente uno, y ninguno más viejo, piel preferiblemente morena, pelo preferiblemente oscuro, las piernas largas y, por favor, poco velludos, lo menos posible. Sería mejor que no estuvieran enamorados entre sí, lo ideal sería que se conocieran y que se gustaran, aunque ya sé que no se puede pedir de todo, la raza me da igual, siempre que no implique una subida de precio, con tal de que ninguno sea oriental, no me gustan los orientales, ¡ah! y, si puede ser, me gustaría que al menos uno de ellos fuera bisexual, o si no bisexual, por lo menos capaz de hacérselo con una tía, vamos, conmigo, quiero decir, aunque no le guste, eso no me importa, no puedo aspirar a que encima le guste, luego, bueno, cuanto…, cuanto mejor dotados estén, pues… en fin, ya sabes, mira a ver lo que puedes hacer, la pasta no es problema, creo…

Lo solté de carrerilla, atropellándome, sin pararme a escuchar lo que decía, como una lección expresamente aprendida para un examen oral.

Quería terminar pronto.

Me daba mucha vergüenza, haber llegado hasta ese punto.

Él asintió con la cabeza a cada uno de mis requisitos, dándome a entender que comprendía exactamente la naturaleza de mis exigencias, pero insistí por última vez, de todos modos.

– Quiero sodomitas, no mariquitas. ¿Está claro?

– Está claro -me contestó.

Era un tipo siniestro, Pablito ya me lo había advertido, siniestro, pero era también uno de los amos de la calle, controlaba a mucha gente, a muchos corderitos necesitados, descarriados, hermosos, conmovedores.

Yo pretendía mantenerme fuera del lumpen, que ría quedarme al margen y lo intenté, pero no pude.

Cuando comprendí que ya no quedaba más remedio, tomé ciertas precauciones, renuncié a servirme de mis propios amigos, y rechacé a Ely, eso desde el principio, porque él no me lo habría con sentido jamás, estaba segura. Al fin y al cabo, yo era todo lo que él intentaba ser, tenía todo lo que él quería tener, y a él le costaba tanto, tanta vergüenza, tantos quirófanos, tantas lágrimas… Para él, la humanidad se dividía en dos secciones perfectamente delimitadas, y a mí me tocaba estar en el lado de los bienaventurados, jamás habría tolerado tanto derroche.

Procuré moverme con discreción, citarme en lugares apartados de los circuitos clásicos; evitar todos los riesgos previsibles, pero tardé bastante tiempo en conocer a la gente adecuada en los lugares adecuados, transcurrieron meses antes de que el teléfono fuera suficiente.

Me daba pánico que él se enterara de todo, y tomé ciertas precauciones, pero éstas resultaron fallidas en todos los casos, la torpeza me ha perseguido siempre como una maldición.

Me topé con Ely una vez, al principio.

A Gus, un camello amigo de Pablo, me lo encontraba por todas partes, mientras hacía la calle yo también, aunque en sentido inverso, solicitando en lugar de ofrecer, en busca de algo que llevarme a la cama. Llegué a sospechar que tanta coincidencia no podía ser casual, pero terminé por descartar esa hipótesis. Al fin y al cabo, contaba con indicios suficientes para suponer que algunos de mis mejores contactos podían hallarse también entre sus mejores clientes.

Luego, un buen día, Pablito me habló del chulo aquél, Remi.

A su lado, Jimmy parecía la madre superiora de las mercedarias con toca y todo, pero eso no impidió que llegáramos a entablar una larga y provechosa relación comercial. La primera vez me consiguió una pareja de tíos realmente buenos, muy guapos, muy caros también. Disfruté mucho con ellos. Después, uno, el más viejo, no mucho mayor que yo en cualquier caso, me interrogó cortésmente acerca de lo que él consideraba también una estrambótica pasión, qué sacas tú en claro de todo esto, dijo exactamente.

Yo me lo había preguntado ya muchas veces, y lo haría todavía muchas más, a lo largo de las oscuras, febriles noches que sucedieron a aquella primera noche, qué sacaba yo en claro de todo aquello, qué me daban ellos, más allá de la saciedad de la piel.

Seguridad.

El derecho a decir cómo, cuándo, dónde, cuánto y con quién.

Estar al otro lado de la calle, en la acera de los fuertes.

El espejismo de mi madurez.

Había otras vías, intuía muchas otras vías, caminos menos barrocos, menos intensos, menos agotadores, para acceder al mismo sitio, pero ninguno era tan cómodo para mí, porque yo no sabía exactamente hasta dónde quería llegar. Me había tropezado con ellos y me había dejado ir, pensaba, nada más, en cualquier momento podría volver sobre mis pasos, sin traumas y sin lamentaciones, era un pasatiempo inocente, sólo un pasatiempo inocente, y me sentía bien, tan mayor, tan superior, tan entera, mientras jugaba con ellos…

Tenía miedo, sin embargo, tenía cada vez más miedo, y no sólo por la cuestión del dinero, eso llegaría a convertirse en un problema serio, con el tiempo, cuando se agotó la cuenta de Inés, el dinero que Pablo ingresaba todos los meses en aquella cuenta, yo nunca le había pedido dinero, no quería más dinero que el estrictamente necesario para pagar a medias los gastos de la cría, pero él ingresaba de más, mucho más, de todas formas. Me resistí a gastármelo, al principio lo intenté, pero en aquellos tiempos mis buenos propósitos adolecían de una estructura excesivamente endeble, y lo tenía tan a mano… Al final, me lo gasté todo, me lo fundí muy deprisa, hasta la última peseta, entonces la pasta comenzó a ser un problema, aunque nunca sería el más grave de los problemas.

Tenía miedo, miedo de no ser capaz de reaccionar, de no saber detenerme a tiempo, a ratos me sentía inútil para determinar la frontera entre la fantasía y la realidad, amenazada por las sombras de un mundo sucio y ajeno al que jamás había creído poder pertenecer, pero que ahora estrechaba un cerco cruel, obsesivo, en torno a mí.

Debería haberlo hecho, me daba cuenta de que debería haberlo hecho, pero no podía renunciar a ellos, no podía, porque nada se les parecía, ningún deseo era comparable al que me inspiraban, ninguna carne era comparable a la que me ofrecían, ningún placer era comparable al que me proporcionaban, ellos eran lo único que tenía, ahora que había vuelto a vivir una vida trabajosa y monótona, hecha de días grises, todos iguales, ellos, un pasatiempo inocente, eran mi única posesión y mi única diversión al mismo tiempo.

La raya, una línea progresivamente nítida, concreta, perceptible, estaba cerca, muy cerca, y me daba miedo.

Pensaba mucho en Pablo entonces, porque con él siempre había sido todo muy fácil.

Les brillaban los ojos y se reían por cualquier cosa, estaban tan guapos los dos, y parecían tan jóvenes, que les reconocí como los mismos de veinte años antes, aquella mañana de primavera, El Retiro, habíamos ido con las monjas a ver la Casa de Fieras, excursión, lo llamaban, cuatro paradas de autobús y lo llamaban excursión, pero era una auténtica fiesta en día lectivo, las jaulas apestaban, las fieras no eran tales, apenas pobres bestias degradadas y flacas, la piel deslustrada, llena de mataduras, las moscas revoloteaban alrededor de sus cansadas cabezas, el elefante era ya como de la familia, toda la vida mirándole, dándole unas pocas pesetas a su cuidador para que lo malalimentara con los mismos trozos de pan duro, los mismos cacahuetes, lo sentí mucho cuando murió por fin el pobre, de viejo, como murió aquel desastre de zoológico que llevaba toda la vida cayéndose a cachos, era bonito de todas formas, aunque apestaba, y muy pequeño, tanto que terminamos demasiado pronto, lo vimos todo en tres cuartos de hora, y entonces nos soltaron, ellos estaban sentados en un banco, al sol, junto al estanque, los dos, qué envidia me dieron, deberían haber estado en clase aquella mañana, pero en la universidad las pellas no eran ni siquiera pellas, cómo me hubiera gustado ser como ellos, entonces me desmarqué del grupo, se lo avisé a Chelo, me voy con mi hermano, Pablo llevaba un libro, se subió al banco, Marcelo me mandó un beso, y me hizo una señal con la mano, no quería que me acercara más, me senté en el suelo, a mirarles, Pablo carraspeó, enunció con voz fuerte y clara Les fleurs du mal; y comenzó a declamar, a bramar en francés, describiendo grandes círculos con el brazo libre, se encogía y se estiraba, ocultaba de tanto en tanto la cara contra su hombro, presa de una dolorosa emoción, y me increpaba patéticamente, a mí, su exclusiva espectadora, luego se fue formando un corrillo, ocho o diez personas, algunos estaban desconcertados, otros se reían, yo imitaba a estos últimos por quedar bien, aunque no me estaba enterando absolutamente de nada, Marcelo, vuelto hacia Pablo, le miraba con admiración parecía acusar cadA palabra, su rostro reflejaba sucesivamente pesar, alegría, pánico, tristeza, inseguridad, miedo, desesperación…, al principio pensé que se habían vuelto locos, luego, cuando empezaron a revolverse, incapaces de aguantarse la risa, ya no supe qué pensar, sus convulsiones eran cada vez más violentas, al final Pablo terminó de hablar bruscamente y saludó al personal haciendo una reverencia, Marcelo se subió entonces al banco con él, le señaló con el dedo y gritó -¡ Camaradas, esto es el socialismo! estallaron los aplausos, largos aplausos, no sé hasta qué punto conscientes, a lo lejos percibía la voz de mi tutora, cada vez más nerviosa -¡ María Luisa Ruiz Poveda y García de la Casa, venga usted aquí!-, no le hice caso, desobedecí, me limité a chillar en su dirección -Me voy a casa con mi hermano mayor, y ellos me dieron la mano, un municipal merodeaba por allí, empezamos a caminar discretamente, atravesamos la verja sin ningún contratiempo, y me llevaron a tomar el aperitivo en una terraza, Coca-cola y gambas a la plancha, todo un lujo, en aquel momento decidí mutilar yo también mis apellidos por su parte más noble, desde entonces soy Ruiz García, Ruiz García a secas, Marcelo firmaba así desde hacía años, solamente por joder, y lo conseguía, eso desde luego, a mi padre se lo llevaban los demonios cada vez que cogía el teléfono o sacaba una carta del buzón, él estaba muy orgulloso de la aristocrática eufonía de los apellidos de sus vástagos, de la casual coincidencia que barnizaba de nobleza esos dos linajes perfectamente plebeyos, hacía mucho hincapié en el "y" que los unía, trataba de fomentar la confusión por todos los medios posibles, incluida la imposición en la pila bautismal de diversos nombres propios, cuidadosamente elegidos, a cada uno de sus hijos, por si colaba, yo tenía cuatro, y de los más con seguidos, María Luisa Aurora Eugenia Ruiz-Poveda y García de la Casa, pero soy solamente Lulú Ruiz García desde aquel día, cuando me los encontré en El Retiro, en París lanzaban adoquines contra la policía, ellos se conformaban con declamar a Baudelaire en un parque público, pero eran jóvenes y guapos, les brillaban los ojos y se reían por cualquier cosa.

– ¿Qué te pasa? -la voz de Marcelo me sonó muy lejana, pero cuando volví la cabeza casi tropecé con él-. ¿No estás bien todavía?

– Sí, sí, claro que estoy bien, ya no tengo fiebre… -le aseguré. Convalecía de una larga gripe mal curada, por eso no había ido a cenar con ellos-. Es que me he quedado colgada de una historia muy vieja, aquella mañana del Retiro, Las flores del mal, ¿os acordáis? No sé ¿ por qué, pero hoy me recordáis mucho a vosotros mismos aquel día, os traéis algo entre manos, estoy segura, y eso os rejuvenece, no sé por qué… -se rieron mucho con mis comentarios, se miraron el uno al otro con una expresión significativa, pero permanecieron mudos-. ¿No me lo vais a contar…?

– No -la respuesta de Pablo quedó ahogada por el ruido del timbre de la puerta, un atronador mecanismo de cuerda que tendría cerca de ochenta años de edad y habíamos conseguido salvar de milagro.

Ignoraba que esperáramos visita, pero llegó un montón de gente.

Luis, compañero del colegio de ambos, feo y viejo amigo en pleno proceso de desintoxicación postruptura sentimental muy grave, con cuernos dolorosos de por medio, vino con dos tías. Una era pequeña, rubia, metida en carnes y femenina hasta el empacho, su tipo de toda la vida, no se cansaba nunca de ellas. La otra, grande y huesuda, con acento sudamericano, me pareció muy rara, sospechosamente parecida a un tío, aunque el agudo tono de su voz desmentía esa impresión. Traté de indagar acerca de su auténtica naturaleza, pero Pablo no parecía dispuesto a contestar a ninguna de mis preguntas, y Marcelo decidió seguir su ejemplo.

Luis dirigía a Pablo de tanto en tanto miradas cargadas de interrogantes.

Creí interpretar correctamente su posición, evidentemente, pensé, ha venido a echar una mano Pero está fuera del plan, ni siquiera sabe cuándo debe intervenir.

– Bueno -dijo por fin, respondiendo quizás a una señal que no pude captar-, ¿con quién empezamos?

– Bah, pero no me digas que todavía estás pensando en eso -Marcelo me miró de reojo, no me engañaba, quería picarme-. Yo paso.

– De qué pasas? -piqué, por supuesto, no les iba a privar de esa satisfacción, con el trabajo que se habían tomado, traer a Luis, y todo eso.

– Nada, es solamente una chorrada -fue el propio Marcelo quien me contestó-, la última chorrada, pero medio Madrid está como loco con ella…

– Pero, ¿qué es? -empezaba a sentir curiosidad-. Hace casi dos semanas que no salgo de noche, con lo de la gripe.

– Es un juego -Pablo me sonrió-, un juego tonto como el del pirata pata de palo…, el del medio limón el cuello de pollo, claro que tú eras muy pequeña, no sé si jugarías alguna vez.

– Sí, sí, claro, jugué muchas veces -todavía me acordaba del susto-, era muy divertido.

– Cómo se jugaba? -preguntó alguien.

– ¡Oh! Era un juego iniciático, bastante complicado -expliqué-. Hacían falta por lo menos tres personas para organizarlo. Una esperaba sentada en una silla, en un cuarto a oscuras, con una mano llena de pegotes de plastilina, medio limón exprimido sobre la cara y un cuello de pollo crudo, lo más grande posible, entre las piernas, además de otras cosas que no recuerdo, iah, sí, también había un bastón, que hacía de pierna ortopédica. Una segunda persona elegía al inocente de turno y le explicaba que le iba a llevar a ver al pirata pata de palo, le metía en la habitación a oscuras, le cogía una mano, se la pasaba por encima de los pegotes de plastilina y le contaba que era la mano leprosa del capitán, luego le agarraba un dedo y se lo metía de repente en el medio limón, diciéndole que era la cuenca vacía del ojo que el corsario perdió en una batalla -¡qué asco!, exclamó la nueva novia de Luis, tan femenina-, al final, había que conducir la mano lentamente a lo largo del cuerpo del supuesto pirata, para que la víctima supiera en todo momento por dónde iba, el estómago, la tripa… Un poco más abajo, de repente, se le cerraba la mano en torno al cuello de pollo, que el otro colocaba adecuadamente, y os juro que era igual, igual, igual que la polla de un tío, un cilindro de carne húmedo y como lleno de nervios por dentro -me reí, acordándome de las risas y los chillidos con los que solía culminar cada sesión-. En ese momento, una tercera persona encendía la luz y se desvelaban todos los misterios, era muy divertido…

– ¡ Pero si es genial! -el/la sudamericano/a parecía entusiasmado/a-. ¡Juguemos ahora, por favor! No me digan que no les apetece también a ustedes…

– Sí, vamos a jugar -una morena sumamente espectacular, pálida y muy delgada, embutida en un traje de chaqueta de cuero morado, que había llegado con un grupo a cuyos integrantes solamente conocía de vista, se unió a los ruegos de nuestra ambigua invitada. Sus palabras pronto fueron coreadas por otras voces.

– Pero ¡si es una tontería! -Marcelo se resistía a aceptar las exigencias de lo que ya se perjeñaba como un clamor popular.

– Bueno -insistió Luis-, ¿con quién empezamos?

– ¿Clarita? -pablo se dirigía a la novia de Luis.

Le dirigí una mirada furibunda, él la captó, me de volvió una sonrisa malévola, no se atreverá, pensé, no se atreverá-. Muy bien, empezaremos con Lulú

– no se atrevió-. Necesito cinco pañuelos grandes.

– Seis -le corrigió Marcelo.

– No -Pablo se sacó del bolsillo del pantalón una esfera de plástico rojo, levemente más pequeña que una bola de billar, atravesada por algo negro, una cinta, o una goma, y la hizo bailar en su mano-. Solamente cinco -mi hermano aprobó con la cabeza.

Ahora mismo te los traigo…

– No -me detuvo-. Tú no puedes quedarte aquí, tienes que estar en otra habitación, ya te he dicho que era un juego muy parecido al de pata de palo,

Me cogió del brazo y me condujo a través del pelo. Saqué cinco pañuelos de cabeza del cajón de la cómoda de mi cuarto y retrocedimos un tramo para entrar en lo que yo solía llamar la habitación de invitados, un dormitorio con una cama grande que generalmente utilizaba la canguro de Inés.

– Te voy a vendar los ojos -Pablo miró a contraluz todos los pañuelos y eligió el más oscuro, lo enrolló sobre sí mismo y me lo colocó alrededor de la cabeza, apretando fuerte-. ¿Ves algo?

– No.

– ¿Seguro? -insistió-. Es fundamental que no puedas ver nada, si no, el juego no tiene ninguna gracia.

– Seguro -le contesté-, no puedo ver nada.

Transcurrieron unos segundos en completo silencio. Intuí que estaba moviendo la mano, o comprobando de otra forma la eficacia de la improvisada venda.

– Vale, te creo, no ves nada. Túmbate en el centro de la cama, boca arriba…

– ¿Para qué?

– Voy a atarte a los barrotes.

– Oye -todo aquello estaba empezando a inquietarme.

¿qué jueguecito es éste?

– Si quieres lo dejamos y se lo hacemos a Clarita?

– Ni hablar -me tumbé en el centro de la cama,

pues no faltaría más, átame.

Sin dejar de reírse, tomó la muñeca de mi brazo derecho y la fijó con un pañuelo a uno de los barrotes del cabecero. Luego repitió la operación con mi brazo izquierdo. Las ligaduras eran

firmes pero bastante holgadas, no me hacían daño y me permitían una cierta capacidad de movimiento, si bien me resultaba imposible desprenderme de ellas.

– Luego no te enfades conmigo -mi tobillo izquierdo acababa de ser inmovilizado-, porque es una auténtica gilipollez, el juego, en serio, te va a decepcionar…

Cuando terminó con mi pierna derecha, se tumbó a mi lado y me besó. Su contacto me produjo una sensación muy extraña, porque no podía verle, ni tocarle, no sabía dónde estaba, retiró su boca de pronto y me quedé con la lengua fuera, tratando de atraparle, buceando en el aire, rió y volvió a besarme.

– Te quiero, Lulú.

Entonces empecé a sospechar que iba a ser inmolada, todavía no sabía de qué manera, ni en beneficio de quién, pero iba a ser inmolada.

No dije nada, sin embargo. No era la primera vez.

Se separó de mí y le escuché caminar hacia la puerta. Antes de salir de la habitación, se detuvo y me hizo una última advertencia.

– No te mosquees si tardamos en volver… Ahora hay que preparar bastantes cosas.

Se marchó, cerrando la puerta tras de sí, a juzgar por el sonido.

Esto era lo único que faltaba, pensé, lo demás ya se ha cumplido, con pequeñas variaciones de índole fundamentalmente económica, es cierto, desde luego el dinero tiene una vertiente lujuriosa evidente y no habíamos andado muy bien de dinero al principio, hasta que se murió mi suegro y comenzamos a disfrutar de los beneficios de la imprenta, sólido negocio familiar, pero eso nunca había sido demasiado importante, me había sentido suficientemente querida, suficientemente mimada y malcriada, a lo largo de todos aquellos años.

Nunca habíamos tenido criados, ni muchos ni pocos, sólo una asistenta doblemente madre soltera de un pueblo de Guadalajara, muy borde la pobre y bastante fea, claro que ya tenía lo suyo con lo que llevaba a cuestas, pero todo lo demás se había cumplido, antes o después.

Al principio no me acostumbraba, iba colocando trampas por toda la casa, un paquete de tabaco aquí, un libro allí, cuando me levantaba por la mañana estaban en el mismo sitio, parecía magia, abrir la puerta del congelador y descubrir que siempre había hielo, y cervezas frías, no se las había bebido nadie comprarme un vestido, dejarlo dos semanas en un armario, ir a ponérmelo y tener que quitarle las etiquetas, después de dos semanas todavía tenía etiquetas, era increible, y tener un cuarto para mí sola, eso sobre todo, anunciar -me voy a estudiar-, y encerrarme en mi cuarto, una habitación entera para mí sola, Dios de mi vida, ésa era la más intensa de las bienaventuranzas, no me lo podía creer, tardé bastante tiempo en acostumbrarme.

La intimidad, sensación tan novedosa, me abrumaba al principio.

A Pablo le divertía mucho mi actitud de perpetua sorpresa, y la fomentaba con regalos inequívoca mente individuales, cosas maravillosas para mí sola plumas estilográficas, peines, una caja de música con cerradura, un diccionario griego-esperanto, un tampón de goma con mi nombre completo grabado en espiral, unas gafas con cristales neutros, eso fue lo que me hizo más ilusión, nunca las he necesitado Pero me apetecía tanto tener unas gafas… El no comprendía muy bien los mecanismos de mi felicidad. Solamente tenía una hermana, y sus padres siempre habían sido ricos, mucho más ricos que los míos. Nunca había heredado nada de nadie, siempre había dormido solo. Siempre había creído, él también, que los hijos de familia numerosa se reían mucho y disfrutaban de una infancia especialmente feliz.

Yo tenía cinco años, solamente cinco años, cuando dejé de existir.

A los cinco años dejé de ser Lulú y me convertí en Marisa, nombre de niña mayor.

Mamá llegó a casa con los mellizos y todo se acabó.

Me acostumbré a vagar por la casa yo sola, con un cesto lleno de cacharritos, y a que nadie quisiera jugar conmigo, a que nadie me cogiera en brazos, ni tuviera tiempo para llevarme al parque, ni al cine

los mellizos dan mucho trabajo, repetían.

Fue entonces cuando Marcelo se fijó en mí.

Siempre ha sentido debilidad por las causas perdidas, y yo nunca podré agradecérselo bastante nunca.

Su amor, un amor gratuito e incondicional, fue el único apoyo con el que conté durante mi atípica edad adulta, solamente le tuve a él, entre los cinco y los veinte años, aquella horrible vida gris, hasta que Pablo regresó y su magnanimidad me devolvió a los placeres perdidos, a aquella infancia que me había sido tan brusca e injustamente arrebatada.

Él jamás me decepcionó.

Nunca me ha decepcionado, pensé, esto es lo único que faltaba, todo lo demás se ha cumplido…

Y entonces volvieron.

No sabía cuántos, ni quiénes eran, porque debían de andar descalzos y, además, el sonido de una tijera, la tijera que uno de ellos abría y cerraba rápidamente, tris, tris, tris, ahogaba todos los demás ruidos, anulando mi única vía posible de conocimiento.

Sentí que alguien se dejaba caer sobre la cama, a mi lado, y me colocaba un cigarrillo en la boca.

– ¿Quieres fumar? -era Pablo-. Luego no vas a poder…

Atrapé el filtro entre los labios y disfruté ansiosamente de la merced que se me concedía. Cuando había consumido casi todo el tabaco, el pitillo me fue retirado de la boca y, acto seguido, noté una extraña presión debajo de la oreja izquierda.

Lo que yo percibía como una bola lisa y de contornos regulares, seguramente de plástico, a juzgar por las infructuosas tentativas de mi lengua, para la que fue imposible percibir sabor alguno, me taponó completamente la boca. Unos dedos rozaron mi oreja derecha para colocar algo debajo de ella. La bola se encajó entonces entre mis labios, y sobre cada una de mis mejillas se tensaron dos hilos, o cuerdas, que convergían en el centro.

Incluso a ciegas, no me resultó difícil adivinar la estructura de mi mordaza.

La esfera de plástico rojo que antes había visto un segundo sobre la mano de Pablo debía de estar perforada en el centro. A través de ella pasaba una goma doble, seguramente una goma forrada, como las que se usan para recogerse el pelo, porque no me pellizcaba la piel, cuyos extremos se deslizaban debajo de las orejas para mantenerla tensa contra la boca. Se trataba de un artilugio conceptualmente muy sencillo, pero efectivo. Me impedía emitir cualquier sonido.

Inmediatamente después, retorné a escuchar la tijera que se abría y se cerraba, a mi lado. En la otra punta de la cama, alguien me descalzó y acarició los dedos de mis pies, produciéndome unas cosquillas insoportables. Entonces percibí el contacto de algo desagradablemente frío debajo de la manga de mi blusa, junto a la axila. Tris, tris, tris, la tijera rasgó a la vez la tela y la hombrera del sujetador. Luego, Pablo, suponía que era él porque la presión contra mi costado se había mantenido invariable todo el tiempo, se inclinó encima de mí y repitió la operación en el otro lado. Después, la tijera se escurrió entre mis pechos y cortó limpiamente el sujetador por el centro.

Aquello terminó de convencerme de que era Pablo, porque le encantaba romperme la ropa, algunas veces había llegado incluso a cabrearme en serio con él porque ciertas cosas no me duraban ni dos horas, blusas y camisetas sobre todo, las elegía cuidadosamente, me tiraba un montón de tiempo en la tienda, dudando, estudiándome delante del espejo, y luego ni siquiera llegaba a salir a la calle con ellas, mi consumo de bragas alcanzaba cotas escandalosas algunos meses -esto es una ruina, me quejaba yo -no te haces ni idea de la pasta que nos cuesta esta manía tuya-, él se reía -no las lleves-, me contestaba -por lo menos en casa, no las necesitas para nada-, y acabé haciéndole caso, como siempre, iba desnuda debajo de la falda porque casi nunca llevaba pantalones, a él no le gustaban, pero no llegué a acostumbrarme del todo, y cuando aparecía alguna visita, como aquella noche, me iba al baño corriendo tenía mudas de ropa interior estratégicamente situadas por toda la casa, aunque casi siempre andaba medio desnuda, eso también se había cumplido, y ahora, cuando cualquiera hubiera optado por reducir el destrozo al mínimo desabrochando el sujetador por detrás, él lo desarboló de un tijeretazo y me despojó de todo en un par de segundos.

Entonces se desplazó ligeramente hacia delante.

Mis pies fueron abandonados.

Nadie hablaba, nadie generaba ruidos que yo pudiera ser capaz de identificar, no sabía cuántos, ni quiénes eran, pero intuía que mi hermano estaba entre ellos y no me gustaba esa idea. Nunca había sabido hasta qué punto conocía Marcelo los detalles de mi historia con Pablo y prefería que todo siguiera igual, pero aquella noche presentía que él también estaba allí, mirándome.

La enorme hebilla plateada de mi cinturón, un cinturón negro de ante, tan ancho que cubría buena parte de mi estómago, fue desabrochada de forma convencional.

La tijera se deslizó entonces sobre mi ombligo, debajo de la falda, y prosiguió hacia abajo, tris, tris, tris, hasta seccionar completamente la tela por el centro. Alguien situado a mis pies tiró entonces de ella y noté cómo se escurría rápidamente por debajo de mis riñones.

Pensé que terminaría el trabajo con las manos, como era su costumbre, pero utilizó también la tijera. Luego, volvieron a abrocharme el cinturón.

Entonces me quedé sola en la cama otra vez. Durante unos segundos no pasó nada. Yo trataba de imaginar el aspecto que tendría, atada a los barrotes del cabecero y de los pies, las piernas completamente abiertas, los ojos vendados con un pañuelo negro, la boca taponada por aquel artilugio de efectos progresivamente dolorosos, cuyas gomas se me clavaban en las mejillas y me hacían arder las orejas, y me sentía muy incómoda, y más que avergonzada por mi estúpida credulidad.

Había caído en una trampa burda, infantil, a mi edad. No parecía capaz de espabilar, quizá nunca espabilaría del todo, y aunque no solía preocuparme mucho ese punto, aquella noche me encontraba especialmente mal, tal vez por la presencia de mi hermano.

Debería haber esperado algo por el estilo desde hacía años, porque Pablo jamás se quedaba con nada dentro, pero, al fin y al cabo, no había vuelto a mencionar ese tema desde la primera vez, la noche de Moreto.

– ¿Te gusta? -su voz expresaba un cierto tipo de satisfacción que me resultaba conocido. Solía mostrarse sumamente orgulloso de mí en aquellos trances.

Su interlocutor no contestó.

La afilada punta de una de las hojas de la tijera comenzó a dibujar retorcidos arabescos sobre mi escote. Después se detuvo en un punto concreto, y el giro que alguien imprimió al resto del instrumento consiguió que la otra punta describiera círculos cada vez más amplios en su torno, como si se tratara de un compás.

Procuré quedarme completamente quieta.

Estaba tranquila, porque sabía que no iban a hacerme daño, pero el contacto del metal afilado producía resultados inquietantes. Las tijeras recorrieron todo mi cuerpo, acariciaron mi garganta, bailaron sobre mis pezones, resbalaron sobre mi vientre, llegaron incluso a aprisionar pequeñas porciones de piel, manteniéndome tensa, expectante, presa de sus peligrosas caricias, a la espera de un desenlace indeseable que nunca llegaría a producirse.

Dejé de sentir su fría compañía de repente. Ya no volvería a encogerme bajo sus puntiagudas amenazas, quizá no haya sido más que una simple maniobra de distracción, pensé.

Luego, alguien dejó caer una mano sobre mí, yo me preguntaba de quién sería, quién controlaba esa mano que, tras un ligero azote inicial, comenzó a estrujarme, a amasarme la carne, a estrecharme por la cintura, a aplastarme los pechos, a hundirse en mi ombligo, a deslizarse sobre mis muslos, a hurgarme por fin la hendidura del sexo con los dedos presionando más tarde con toda la palma contra él. Luego advertí otra, una segunda mano, y una tercera, eran necesariamente dos personas, aún creí percibir una cuarta mano, aunque me resultaba muy difícil calcular, sobre todo porque la cama se llenó de gente, notaba su proximidad a ambos lados, el colchón crujía ostensiblemente, acusando sus desplazamientos, unos labios se posaron sobre mi cuello, besándolo repetidamente, y en ese mismo instante una lengua distinta se detuvo sobre mi axila, un dedo se introdujo en mí, un brazo se deslizó por debajo de mi cintura, una mano acarició mi mano derecha, una pierna rodó sobre mi pierna, una rodilla se me clavó en la cadera.

Trataba de pensar.

Una era la sudamericana, estaba segura, otro era Pablo, porque jamás me había ofrecido a nadie sin tomar parte en el juego, y debía de haber un tercero, un segundo hombre, sin duda, porque creía notar predominio de formas masculinas, su contacto era anguloso y áspero, o tal vez la sudamericana fuera un tío después de todo, estaba desconcertada, y ellos, quienes fueran, hacían todo lo posible por desorientarme todavía más, sus manos y sus bocas se movían muy rápidamente encima de mi cuerpo, cambiaban al instante de objetivo, era imposible seguirles la pista, adivinar si la lengua que reaparecía ahora sobre mi torturada oreja era la misma que segundos antes había desaparecido entre mis piernas, identificar las caricias, los mordiscos, no podía saber quiénes eran, algo demasiado gordo para ser un dedo se posó sobre mis párpados cerrados, por encima de la venda, presionó alternativamente sobre mis ojos más tarde, un pene -no me atrevía a calificarlo de otra manera; estando así, a ciegas, con las manos atadas, cómo saber si era una polla gloriosa, toda una verga incluso, o, por el contrario, solamente una picha triste y arrugada?-, me dejó sentir su punta contra un pecho, rodeándolo primero, golpeando el pezón rítmicamente más tarde, impregnándome de baba pegajosa.

Y Marcelo lo estaba contemplando todo.

Durante un tiempo intenté contenerme, no abandonarme, permanecer quieta, sin expresar complacencia, mantener todo el cuerpo pegado a la colcha, la cabeza recta, lo hacía por él, no quería que me viera entregada, pero advertí que mi piel empezaba a saturarse, conocía bien las diversas etapas del proceso, los poros erizados, al principio, después calor, una oleada que me inundaba el vientre para desparramarse luego en todas las direcciones, cosquillas inmotivadas, gratuitas, en las corvas, sobre la cara interior de los muslos, en torno al ombligo, un hormigueo frenético que preludiaba el inminente estallido, entonces un muelle inexistente, de potencia fabulosa, saltaba de pronto dentro de mí, propulsándome violentamente hacia delante, y ése era el principio del fin, la claudicación de todas las voluntades, mis movimientos se reducían en proporciones drásticas, me limitaba a abrirme, a arquear el cuerpo hasta que notaba que me dolían los huesos, y mantenía la tensión mientras basculaba armoniosamente contra el agente desencadenante del fenómeno, cualquiera que fuera, tratando de procurarme la definitiva escisión.

Mi piel se estaba saturando, y yo no podía luchar contra ella.

– Cuando quieras… -la voz de Pablo, quebrada y ronca, inauguró una nueva fase. Las manos, todas las manos, y todas las bocas, me abandonaron instantáneamente. Unos dedos frescos y húmedos, deliciosos sobre la piel ardiente, resbalaron por debajo de una de mis orejas y la liberaron del pequeño tormento de la goma. Sus uñas no sobresalían con respecto a la punta de los dedos. La sudamericana tenía las uñas cortas, lo recordaba porque me había fijado antes en sus manos, unas manos preciosas, finas y delicadas, impropias del resto de su cuerpo. La bola de plástico cayó de entre mis labios. Su ausencia me produjo una sensación tan agradable que apenas moví la mandíbula un par de veces para desentumecer la mitad inferior de mi rostro, me sentí obligada a manifestar mi gratitud.

– Gracias…

Alguien que no era Pablo, porque él jamás habría reaccionado así, reprimió una carcajada El sonido me resultó lejanamente familiar, pero no tuve tiempo de pararme a analizar sus posibles fuentes, porque no habían transcurrido más de un par de segundos cuando me encontré nuevamente con la boca llena.

Un desconocido sexo masculino se deslizaba entre mis labios.

– Yo sigo aquí, estoy a tu lado -se trataba de una aclaración totalmente innecesaria, porque sabía de sobra que no era él. Percibí su aliento junto a mi rostro, y noté cómo una de sus manos penetraba entre mi nuca y la almohada, aferrándose a mis cabellos e impulsándome a continuación hacia arriba, guiando acompasadamente mi cabeza contra el émbolo de carne que entraba y salía de mi boca, una polla anónima, bastante más grande que la suya en la base desde luego, pero de forma agudamente decreciente en dirección a la punta, que me parecía más corta y más estrecha.

Al rato, cuando los movimientos de mi desconocido visitante se hacían más incontrolados por momentos, noté que Pablo se incorporaba y se arrodillaba a mi lado.

Supuse que iba a unirse a nosotros, pero no lo hizo.

Sus manos comenzaron a hurgar en el pañuelo que sujetaba mi muñeca derecha, hasta desprenderla del barrote dorado. Casi al mismo tiempo, otras manos, que no pude identificar con plena seguridad como propiedad de mi amante de turno, desataron mi mano izquierda. El extrajo su sexo de mi boca, entonces.

Alguien se dedicó a deshacer las ligaduras que apresaban mis tobillos.

Alguien tomó mis dos muñecas y me las ató una contra otra, en medio de la espalda.

Ya presentía que eran solamente dos, dos hombres, quizá desde el principio, lo de la sudamericana seguramente no había sido más que un espejismo. Posiblemente habían sido sólo dos hombres, desde el principio, pero ahora, con tanto movimiento, ya no sabía quién era Pablo y quién era el otro, había vuelto a perder todas mis referencias.

Alguien me empujó para darme la vuelta.

Alguien se aferró a mi cinturón, tiró de él para arriba y me obligó a clavar las rodillas en la cama.

Alguien, situado detrás de mí, me penetró.

Alguien, situado delante de mí, tomó mi cabeza entre sus manos y la sostuvo mientras introducía su sexo en mi boca. Era la polla de Pablo.

– Te quiero…

Solía repetírmelo en los momentos clave, me tranquilizaba y me daba ánimos. Sabía que su voz disipaba mis dudas y mis remordimientos.

Marcelo lo estaba viendo todo. Tal vez también había escuchado su última frase, pero yo ya estaba muy lejos de él, muy lejos de todo, estaba casi completamente ida, a punto de correrme.

– Déjame, Lulú -no dejaba de ser gracioso, que me pidiera precisamente eso, que le dejara, cuando apenas era capaz de apartar la boca de su cuerpo sin ayuda, mis manos completamente inmovilizadas, mi cuerpo inmovilizado también por las gozosas embestidas que me atravesaban-. Ahora me toca a mí…

Levantó mi cabeza con mucho cuidado y la depositó sobre la cama, mi mejilla izquierda en contacto con la colcha. Como impulsado por una cruel intuición, el desconocido salió de mí en el preciso momento en que mi sexo comenzaba a palpitar y a agitarse por sí solo, ajeno a mi voluntad.

– No me hagáis eso, ahora -apenas podía escuchar mi propia voz, un susurro casi inaudible-. Ahora no…

– Pero… ¿cómo puedes ser tan zorra, querida? -la risa latía bajo las palabras de Pablo-. Si ni siquiera sabes quién es… ¿O ya te lo imaginas? -le contesté que no, no lo sabía, la verdad era que no tenía ni idea de quién podía ser, y tampoco me importaba nada, con tal de que algo o alguien me rellenara de una vez-. Lulú, Lulú… ¡qué vergüenza! Tener que contemplar una escena como ésta, de la propia esposa de uno, es demasiado fuerte para un hombre de bien… -los dos seguían allí, en alguna parte, sin tocarme un pelo. Los segundos transcurrían lentamente, sin que ocurriera nada. Yo estaba cada vez más histérica, tenía que tomar una decisión, y opté por intentar prescindir de ellos, bien a mi pesar. Estiré las piernas y traté de frotarme contra la colcha. Fracasé estrepitosamente en un par de tentativas, porque me costaba mucho trabajo coordinar mis movimientos con las manos atadas, pero al final logré establecer un contacto regular, si bien demasiado exiguo, con la tela. No me sirvió de mucho, los resultados fueron francamente decepcionantes, mis movimientos incrementaban las ansias de mi sexo en lugar de amortiguarlas, Pablo seguía hablando, su discurso me excitaba más que cualquier caricia. En fin, que estás hecha un putón, hija mía, por mí no te cortes, déjalo, sigue restregándote el coño contra la colcha, pero habla, coméntanos la jugada, ¿te da gusto? ¡Qué espectáculo tan lamentable, Lulú!, y delante de todos nuestros invitados, todos están aquí, mirándote, ¡qué pensarán de nosotros ahora! Pero tú sigue, no te preocupes por mí, total no pienso aguantar esto mucho más tiempo, me voy, me largo ahora mismo, ¿para qué seguir aquí, presenciando cómo se liquida el honor de un caballero…? Ahora, que de ésta te acuerdas, eso sí, te juro que te acuerdas -se inclinó sobre mí para hablarme al oído, su cuerpo completamente inaccesible todavía-, te voy a dejar encerrada aquí un par de días, a lo mejor incluso te vuelvo a atar a la cama, otra vez, pero con cinta adhesiva, a ver si así se te bajan los humos…

– Por favor -dirigí la cabeza en dirección a su voz e insistí por última vez, al borde de las lágrimas-, por favor, Pablo, por favor…

Entonces, unas manos me aferraron violentamente por la cintura y me dieron la vuelta en el aire. Sus dedos se hundieron nuevamente en mi cuerpo y me atrajeron rápidamente hacia delante. Cuando por fin comenzó a perforarme, volvió a decirme que me quería. Lo repitió varias veces, en voz muy baja, como una letanía, mientras me conducía hábilmente hacia mi propia aniquilación.

Pero ellos no tenían bastante, todavía.

Me penetraron por turnos, a intervalos regulares, uno tras otro, de forma sistemática y ordenada. Después, el que no era Pablo, me levantó por las axilas y me obligó a ponerme de pie. Le pedí que me sujetara, porque las piernas me temblaban, y lo hizo, me ayudó a caminar unos pasos y entonces escuché la voz de Pablo, instándome a que me detuviera.

El era el único que había hablado, todo el tiempo, el otro aún no había despegado los labios, y yo seguía sin verle, no podía ver nada, el pañuelo que me sobre mis sienes, presentía que si el placer no hubiera sido tan intenso ya me habría estallado la cabeza de dolor.

Pablo se colocó detrás de mí y me desató las manos.

– Súbete encima de él.

Sus brazos me guiaron, me arrodillé primero encima de lo que supuse era una especie de chaiselongue corta y muy vieja, tapizada de cuero oscuro, procedente del mobiliario del viejo taller-atelier de mi suegra. El desconocido me cogió por la cintura, entonces, y me situó encima de sí, una de sus manos sostuvo su sexo mientras con la otra me ayudaba a introducirme en él. Luego, ambas recorrieron mi cuerpo durante un breve, brevísimo período, tras el cual hicieron presa en mi trasero, amasando ligeramente la carne antes de estirarla completamente para franquear un segundo acceso a mi interior.

Vaya, esta noche vamos a tener un fin de fiesta de gala, pensé, mientras volvía a admirarme de la tranquila naturalidad con la que ambos, Pablo y el otro, se repartían mi cuerpo equitativamente, como si estuvieran acostumbrados a compartirlo todo.

Fui penetrada por segunda vez casi inmediata mente.

El cuerpo del desconocido se tensó debajo de mí, sus manos modificaron mi postura, me obligó a tumbarme encima de él al tiempo que levantaba mis brazos para que apoyara las manos en el respaldo. Luego se quedó quieto. Solamente entonces Pablo comenzó a moverse, muy despacio pero de forma muy intensa a la vez, sus acometidas me impulsaban contra el cuerpo de otro hombre, que me alejaba después de sí, las manos firmes en mi cintura, para facilitar un nuevo comienzo, y mientras el ritmo de la penetración se hacía progresivamente regular, más fácil y fluido, advertí que mi anónimo visitante se disponía a abandonar su inicial actitud de pasividad elevando todo su cuerpo hacia mí, imperceptiblemente al principio, más nítidamente después, aunque siempre con suavidad, acoplándose de forma casi perfecta a la frecuencia que Pablo marcaba desde atrás, sus sexos se movían a la vez, dentro de mí, podía percibir con claridad la presencia de ambos, sus puntas se tocaban, se rozaban a través de lo que yo sentía como una débil membrana, un leve tabique de piel cuya precaria integridad parecía resentirse con cada contacto, y se hacía más delgado, cada vez más delgado. Me van a romper, pensaba yo, van a romperme y entonces se encontrarán de verdad, el uno con el otro, me lo repetía a mí misma, me gustaba escuchármelo, van a romperme, qué idea tan deliciosa, la enfermiza membrana deshecha para siempre, y su estupor cuando adviertan la catástrofe, sus extremos unidos, mi cuerpo un único recinto, uno solo, para siempre, me van a romper, seguía pensándolo cuando les avisé que me corría, no solía hacerlo, generalmente no lo hacía, pero aquella vez la advertencia brotó espontáneamente de mis labios, me voy a correr, y sus movimientos se intensificaron, me fulminaron, no fui capaz de darme cuentita de nada al principio, luego noté que debajo de mí el cuerpo del desconocido temblaba y se retorcía, sus labios gemían, sus espasmos prolongaban mis propios espasmos, entonces, desde atrás, una mano arrancó el pañuelo que me tapaba los ojos, pero no los abrí, no podía hacerlo todavía; no hasta que Pablo terminara de agitarse encima de mí, no hasta que su presión se disolviera del todo.

Después permanecimos inmóviles un momento, los tres, en silencio.

Quizás, pensé, lo mejor sea no abrir los ojos, salir de él a ciegas, a ciegas dar la vuelta y meterme en la cama, acurrucarme en una esquina y esperar.

Seguramente, eso hubiera sido lo mejor, pero no fui capaz de resistir la curiosidad, y levanté trabajosamente la cabeza, hundida hasta entonces en su hombro, esperé un par de segundos y le miré a la cara.

Mi hermano, sus rasgos aún distorsionados por las huellas del placer, me sonreía.

Luego se inclinó hacia mí y me besó levemente en los labios, el signo que reservaba para las ocasiones importantes.

Cerré nuevamente los ojos.

Pablo se ocupó entonces de mí, siempre lo hacía.

Me metió en la cama, me tapó, me besó, cogió a Marcelo y salieron de la habitación, se quedó con él hasta que se marchó, le llevó un vaso de agua a Inés, que se había despertado, volvió junto a mí, me abrazó, me meció, me consoló, y me hizo compañía hasta que me quedé dormida.

Pablo tenía muy clara la frontera entre la luz y las sombras, y jamás mezclaba una cosa con la otra, solamente una dosis de cada cosa, la serena placidez de nuestra vida cotidiana.

Con él era muy fácil atravesar la raya y regresar sana y salva al otro lado, caminar por la cuerda floja era fácil, mientras él estaba allí, sosteniéndome.

Luego, lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos.

Él se encargaba de todo lo demás.


Su voz era la que menos me apetecía escuchar en aquel momento. Sentí la tentación de colgar sin contestarle, pero luego recordé que había tenido muy pocos regalos aquel año.

– Marisa?

– Sí, soy yo.

– Hola, soy Remi.

– Ya te había conocido.

– Te llamé varias veces la semana pasada, pero nunca estabas en casa…

– Sí, el lunes fue mi cumpleaños, y he salido bastante estos días.

– Felicidades. ¿Cuántos te han caído?

Veintiocho… -mentí, pero me dio vergüenza, así que rectifiqué-… más tres, treinta y uno.

– Vaya, es una buena edad.

– Sí -él debía de tener cuarenta y cinco, por lo menos-, eso dicen.

– Bueno, yo te llamaba por un tema…

– Lo siento, tío, en serio, prefiero avisarte antes de que sigas, pero es inútil, estoy sin un duro, no me puedo permitir ningún lujo últimamente.

– No, no va por ahí…

– ¿No? -su última frase me desconcertó. Nuestra relación se había limitado exclusivamente desde el principio a un solo aspecto, uno solo, muy bien definido.

– No. Esta vez no te llamo por lo de siempre, o sí, en realidad es algo parecido, pero no te va a costar ni una pela, tranquila…

– No te comprendo.

– Verás, es que tengo un cliente… especial, un tío de Alicante que se ha montado vendiendo apartamentos a jubilados alemanes y belgas, ya sabes…

– Sí.

– Bueno, el caso es que el tío éste viene de vez en cuando en invierno a Madrid, a correrse una juerga, ¿entiendes?

– Entiendo.

– Oye, si te vas a cabrear conmigo, lo dejamos, ¿eh?

– No, no estoy cabreada contigo -me di cuenta de que mi última respuesta había sido demasiado brusca-. Sigue.

– Vale. El caso es que éste hace a todo, ¿sabes?, y bueno, me ha pedido que le organice una fiestecita, y quiere que haya alguna tía también, y he pensado que a ti a lo mejor te apetece venir, a los demás ya les conoces, Manolo, Jesús y algunos más, en fin, piénsatelo, sería pasado mañana…

– En la Encarna?

– Bueno, si tú quieres puede ser allí, en la Encarna, a partir de la una y media…

– ¿Tan tarde?

– Sí, él tiene algo que hacer antes, una cena con los compañeros de la mili o no sé qué, no me lo ha explicado bien, y luego quedamos…

– No, mira Remi, de verdad, paso.

– Pero ¡si tú no tendrías que hacértelo con él! Tú no, él sólo quiere mirar, si se trae un niño, y una puta y todo…

– No me lo creo.

– Te juro que es verdad. ¿Para qué te iba a mentir? No me interesa llevarme mal contigo, tía, ya lo sabes.

– Da igual. No quiero, no voy a ir.

– Pues allá tú, si es verdad que andas mal de dinero, porque te podrías sacar una pasta…


A la hora de comer, estaba casi decidida a ir, aunque aquella tarde le había colgado el teléfono sin más apenas mencionó la cuestión del dinero.

Al principio me sentí fatal, me quedé horrorizada, completamente horrorizada de mí misma, me preguntaba qué clase de aspecto ofrecería para que Remi se hubiera atrevido a venirme con aquella proposición, me sentía mal, muy mal, fatal, pero él insistió, volvió a llamar un par de horas más tarde, y me atacó por mi punto más débil, qué más te da, ¿no es lo mismo estar en un lado que en otro? Yo le había comentado alguna vez que al principio me parecía más vergonzoso pagar que cobrar por acostarme con un hombre, él me lo recordó y, lo que fue peor, adoptó el tono sincero y desinteresado de un hermano mayor para recriminarme por mi falta de coherencia, lo que hubiera definido, de haber sabido hacerlo, como simples prejuicios infantiles, pura ingenuidad, él lo decía de otra manera, si estás metida en esto, estás metida hasta el final, sácale algún provecho, tonta, qué más te da, has hecho lo mismo un montón de veces, por qué va a ser distinto ahora…

A la hora de comer, estaba casi decidida a ir.

La raya me tentaba, su proximidad ejercía una atracción casi irresistible sobre mí, la llamada del abismo, precipitarme en el vacío y caer, caer a lo largo de decenas, centenares, millares de metros, caer hasta estrellarme contra el fondo, y no tener que volver a pensar en toda la eternidad.

Luego, en casa, al salir de la ducha, me miré detenidamente en el espejo y me di cuenta de que estaba empezando a engordar.

Me envolví en un albornoz, para no verme.


Las dudas brotaron después, a media tarde, mientras me preguntaba cómo debería vestirme para acudir a mi extraña cita, qué tipo de ropa escoger, algo negro, corto, estrecho, escotado, o un vestido normal, de mujer corriente.

Le agradecía infinitamente a mi destino que Patricia se hubiera ofrecido a ir a buscar a Inés al colegio, antes de llevársela a dormir a casa de mis padres.

No me hubiera gustado verla.

Dudaba.

El balance era nefasto.


El no había querido escucharme, yo intentaba explicárselo, hablé, hablé sola frente a él durante horas, pero mis palabras se estrellaban contra sus oídos como las pelotas de tenis rebotan sobre un frontón.

No había querido escucharme, se había aferrado a la más reciente de mis convulsiones, no quiso ver más allá, se negó a escucharme, se negó a entender,

lo siento, dijo, lo siento mucho, la idea fue mía, exclusivamente mía, llevaba años rondándome por la cabeza, al fin y al cabo Marcelo es mi mejor amigo, él no tuvo nada que ver, aunque no me costó demasiado trabajo convencerle, los dos pensábamos que no tenía importancia, al fin y al cabo ya no tenéis edad para dejaros arrebatar por una pasión fatal, pero no contábamos con que pudiera llegar a afectarte tanto, te aseguro que de haberlo imaginado habría sabido renunciar a tiempo, te juro que lo siento.

Yo intentaba explicárselo, lo intenté, hablé sola, sola durante horas, el incesto no había entrado nunca en mis planes, desde luego, nunca pensé tampoco que Marcelo pudiera reaccionar de una manera tan natural después de una cosa así, porque ninguno de los dos volvió mínimamente sobre el tema, ni juntos ni por separado, aquí no ha pasado nada, lo leía en sus rostros, en sus gestos, en la imperturbable naturalidad de todas sus acciones, aquí no ha pasado nada, y habían pasado cosas, muchas cosas, pero no era eso, no era sólo eso.

Ya entonces había comenzado a cuestionarme la calidad de las lecciones teóricas, de todas las lecciones teóricas, empezando por la primera, y me atormentaba la sospecha de que el amor y el sexo no podían coexistir como dos cosas completamente distintas, me convencí a mí misma de que el amor tenía que ser otra cosa.

La mitad de mi vida, ni más ni menos que la mitad de mi vida, había girado exclusivamente en torno a Pablo.

Nunca había amado a nadie más.

Eso me asustaba. Mi limitación me asustaba.

Me sentía como si todos mis movimientos, desde que saltaba de la cama cada mañana hasta que me zambullía en ella nuevamente por la noche, hubieran sido previamente concebidos por él.

Eso me abrumaba. Su seguridad me abrumaba.

Entonces me convencí de que jamás crecería mientras siguiera a su lado, y cumpliría treinta y cinco, y luego cuarenta, y luego cuarenta y cinco, y luego cincuenta, cincuenta y cinco, y hasta sesenta y seis, la edad de mi madre, y no habría llegado a crecer nunca, sería una niña eternamente, pero no una hermosa niña de doce años, como cuando vivíamos en aquella casa falsa, enorme y vacía, en la que no transcurría el tiempo, sino un pobre monstruo de sesenta y seis años, sumido en la maldición de una infancia infinita.

La autocompasión es una droga dura.

Por eso me fui.

Pero nunca había podido olvidar que antes, por lo menos, era feliz.


Elegí finalmente un vestido negro, corto, no demasiado escotado pero sí muy estrecho, de un tejido elástico que se me pegaba al cuerpo como un bañador.

Después, el aplicador del rimmel, que sostenía con la mano derecha, me resbaló inexplicablemente de entre los dedos, marcándome el pómulo con tres finos regueros de tinta.

Chasqueé los labios para expresar mi descontento conmigo misma y empapé en agua la punta de un pañuelo de papel para tratar de remediar el desaguisado.

Me miré en el espejo.

Contemplé el rostro de una mujer de mediana edad, vieja, labios tensos enmarcados por un rictus familiar, pero distinto, dos finas arrugas que expresaban conocimiento y edad, una mezcla compleja, la antítesis de la risa fácil, incontrolada, que solía trastocar en una mueca la sonrisa de aquella extravagante golfa inocente que fui una vez.

Mantuve los ojos fijos en esa mujer, durante algunos segundos.

No me gustaba.

El balance era nefasto, nefasto.

Abrí el grifo del agua fría y me lavé la cara con jabón, la froté a conciencia con una esponja, haciendo espuma, hasta que la piel comenzó a tirarme.

Me sentí mucho mejor.


Necesitaba llevar algo entre las manos, un objeto capaz de hacerme compañía, de sostenerme y de animarme. Sentía que no podía volver con las manos vacías.

De repente me acordé de ella, una bolsa de plástico naranja rajada y rota a la que siempre le había faltado un asa Dentro, cinco piezas de porcelana, dos brazos, dos piernas, una cabeza, y un cuerpo relleno de lana, el vestidito sucio, y el gorro blanco, diminuto, amarillento ya, viejo, la holandesita despedazada, colega en los trabajos de la infancia eterna, que heredé en la cuna de la tía abuela María Luisa, a quien nunca conocí.


Llevaba veinte años prometiéndome a mí misma que al día siguiente, sin falta, la llevaría a arreglar al sanatorio de muñecas de la calle Sevilla, y nunca lo había hecho.

El comprendería.


Era muy pronto, todavía.

Compré una guía en el quiosco de la esquina y consulté la cartelera, buscando ansiosamente un sortilegio.

En un cinestudio de Villaverde Alto ponían Milagro en Milán, pero Villaverde estaba demasiado lejos.

No fui capaz de encontrar ninguna otra vieja película maravillosa en ninguna parte.

Entonces elegí Fuencarral, mi calle favorita, y me metí a ver una comedia americana de estreno, una chorrada intrascendente con una espléndida actriz secundaria en el papel de madre del protagonista.


Al final, me decidí a usar la llave.

La casa parecía estar completamente a oscuras.

Avancé tímidamente al principio, asiendo con las dos manos la bolsa naranja como si fuera un escudo, hasta que mis ojos se habituaron a la falta de luz.

Entonces deposité a la pequeña inválida holandesa en una esquina del salón y comencé a sortear obstáculos con inusitada agilidad.

Era feliz.

Cuando llegué al dormitorio me quedé parada en el pasillo, la oreja pegada a la puerta, tratando de adivinar.

Me quité los zapatos, empujé suavemente el picaporte y entré andando de puntillas.

Tardé cierto tiempo en asegurarme de que era Pablo quien dormía, solo, vuelto hacia el centro de la cama.

Respiré hondo, y sonreí.

Aquello no respondía a la mejor de las hipótesis previstas -nadie en casa, acostarme y esperar, pero tampoco era la peor -encontrar a dos personas debajo de las sábanas.

Me desnudé haciendo el menor ruido posible, busqué la camisa que él se debía de haber quitado momentos antes, la encontré tirada encima de una silla, la miré, la toqué, la olí, la reconocí, me la puse y me tumbé en el suelo, a su lado, según el mejor plan que había sido capaz de trazar mientras aquellos dos imbéciles californianos se divorciaban y se reconciliaban sin parar, todo el tiempo, en la pantalla grande.

La hija pródiga vuelve a casa, se tira en el suelo como una perra, reconoce públicamente sus faltas e implora el perdón del padre, a quien sabe compasivo y magnánimo.

No era un plan impecable pero tampoco estaba mal, dada la precipitación y las restantes circunstancias adversas.

– Te quiero -susurré.

Ya está, pensé luego, todo ha sido muy fácil.

El suelo, duro, me parecía infinitamente acogedor.

Cerré los ojos, estaba muy cansada, todo ha salido bien, me repetí, ahora podré dormir, dormir durante horas y horas, cuando nos despertemos, él me descubrirá y comprenderá, todo ha sido muy fácil…

Entonces escuché el chasquido de un mechero, y a continuación su voz, fría.

– Levántate Lulú, no cuela.

Al principio no me atreví a moverme, me quedé quieta, encogida encima del suelo, temblando, convenciéndome a mí misma de que no había escuchado nada porque nadie había dicho nada, pero él lo repitió, con voz clara.

– Ya es demasiado tarde, Lulú. Esta vez no cuela.

Me levanté de golpe, cerré las manos alrededor de las solapas de su camisa y separé los brazos con todas mis fuerzas.

Los botones fueron saltando al suelo, uno tras otro.

Hice pasar el vestido a través de mi cabeza, embutí como pude los brazos en las mangas y estiré el borde hacia abajo, salí huyendo al pasillo, me puse los zapatos y seguí corriendo.

– ¿Adónde vas?

Llegué al salón, cogí mi bolso y agarré también la bolsa naranja, pero entonces me di cuenta de que él venía tras de mí, por el pasillo, y seguramente ya la había visto, no tenía tiempo para esconderla.

La vieja holandesita no podría hacerme compañía en el sitio al que me dirigía, así que volví a dejarla encima de una mesa.

– ¿Adónde vas?

Salí dando un portazo, pero fallé, como de costumbre.

La hoja golpeó violentamente contra el marco un par de veces, sin llegar a cerrarse.


Conocía a la Encarna desde hacía muchos años.

Había ido con Pablo algunas veces al viejo chalet de la calle Roma, donde ella empezó honradamente de jovencita, con una pensión para subalternos, picadores enjutos y afilados, banderilleros bajitos y rechonchos, que se la tiraban con fruición, conscientes siempre de que ella quizá sería la última mujer de sus vidas, y eso lo recordaba todavía con nostalgia, pero solía repetir que entre las cogidas propias, las cogidas del matador, y que todos ellos eran una partida de cabrones que se largaban sin pagar la mitad de las veces, aquello empezó a resultar un negocio ruinoso. Fue la necesidad, según su propia versión, la que le impulsó a alquilar habitaciones para otro tipo de corridas.

Pero la calle Roma, un excelente lugar para una pensión taurina, no lo era tanto para una casa de citas, sobre todo cuando aquella zona, Salamanca al fin y al cabo, empezó a llenarse de yuppies, la nueva gente bien, más inculta incluso que la de antes, incapaz de apreciar el encanto de las tradiciones añejas, como la casa de Encarna, así que al final se la malvendió a un director de cine que supo encandilarla llamándola monumento y tocándole descaradamente el culo, y con lo que sacó por ella se compró un piso inmenso en una bocacalle de Espoz y Mina, en un viejo edificio señorial, lo recalcaba engolando la voz, señorial, se trajo del pueblo a una sobrina peluquera que había hecho un curso de decoración de interiores por correspondencia, y reclutó unas cuantas chicas, no demasiado jóvenes, no demasiado guapas, pero rentables, ya que estamos, vamos a hacer las cosas bien, repetía.

Cuando no podía ir a casa, solía recurrir a la Encarna. Me llevaba muy bien con ella.

Cogí un taxi para llegar hasta allí, porque no tenía ganas de conducir.

Di una vuelta a la manzana, caminando lentamente, procurando no pensar, olvidar que había sido rechazada, pero había demasiada animación aquella noche de viernes, día tres.

Una puta flaca y vieja, con un par de manchas oscuras en la cara, canas demasiado patentes sobre el pelo teñido, camiseta de tirantes con un escote inmisericorde para con sus tristes pechos desinflados, y una cazadora de plástico ligero con alegorías de Fórmula 1, tiritando de frío, me pidió un cigarrillo.

Se lo di mirándola de frente, y volví rápidamente sobre mis pasos.

Encontré en el portal a la sobrina de Encarna, que volvía de tomarse unas copas con su novio, un buen chico que trabajaba en una óptica y no tenía ni idea de nada.

La dueña de la casa estaba haciendo un solitario frente al televisor. Cuando me vio entrar, me hizo

un gesto con la cabeza, señalándome un cuartito pequeño situado al final del pasillo, el gabinete de lo que las dos llamábamos de coña la suite nupcial, la mejor habitación de la casa.

Estaba rara, Encarna, nerviosa y huidiza, le pregunté por su artrosis, pero no quería hablar conmigo, respondió con forzados monosílabos a mis intrascendentes preguntas de cortesía, alegando que estaba muy interesada en ver el telefilm, recordándome que llegaba tarde.

No me gustaba el tema de aquella noche, no me había gustado nunca, recordé, me olía mal desde el principio, presentía algo que no me iba a gustar, pero ya no podía volver atrás.

Ya no tenía ningún sitio al que volver.


En el cuarto del fondo, tres viejos conocidos míos me saludaron efusivamente. Yo no les respondí de igual manera.

– ¿Dónde está Manolo?

– Y yo qué sé… -Jesús, un chico bajito y con aspecto atlético que a mí nunca me había gustado especialmente aunque tenía mucho éxito con los tíos, por lo visto, parecía muy sorprendido-. Que yo sepa, no va a venir…

– Remi me dijo que Manolo estaría aquí -sentía que su ausencia confirmaba mis más negros temores-. Si él no está, yo me voy…

– Vamos, Marisa -el que intervino en la conversación era uno de mis favoritos absolutos, se parecía mucho, mucho, a Lester, un encantador estudiante británico de buena familia vapuleado por la mala vida, desconocía su nombre auténtico, yo siempre le había llamado así-. ¿Qué tiene Manolo que no tengamos los demás?

– Que de él me fío, y de vosotros no…

A Manolo le gustaban las tías. A Manolo le gustaba yo. Estoy en esto sólo por la pela, solía repetirme, sólo por eso. Era joven aunque no demasiado, guapo aunque no demasiado, listo aunque no demasiado, pero tenía algo especial, además de una polla como un martillo. Nos lo habíamos montado alguna vez los dos solos, en casa, en plan amateur, y había llegado a cogerle un cariño especial. Yo le gustaba y él me protegía, me aconsejaba con quién debía y con quién no debía ir, qué debía y qué no debía hacer. El no me vendería, él no, estaba segura de eso, pero de los demás no podía fiarme, no me fiaba, estuve a punto de darme la vuelta y largarme de allí, pero la idea de acostarme sola aquella noche me resultaba insoportable.

Mientras tanto, ellos ya habían empezado a trabajar.

Me conocían muy bien, y conocían su oficio.

El que se parecía a Lester se colocó detrás de mí, rodeó mi cuerpo con los brazos y comenzó a acariciarme, a sobarme con las manos abiertas, hablándome en voz alta, subiéndome el vestido por detrás, descubriendo la carne desnuda con fingida sorpresa, apretándose contra mí, clavándome la bragueta de sus pantalones de cuero en el culo, moviéndose rítmicamente para impulsarme hacia delante. Manolo me había jurado un par de veces que era un homosexual puro, que solamente le gustaban los hombres, y de hecho jamás había follado conmigo, pero a veces me costaba trabajo creérmelo.

Como compensación, su novio, que se llamaba Juan Ramón, tenía cara de tonto y contemplaba la escena con expresión risueña, se calzaba cualquier cosa que le pusieran delante.

Se acercó a nosotros, se colocó ante mí y me abrazó. Sus manos tropezaban con las de su amigo, su boca se encontraba con la de aquel encima de mi hombro, su sexo, enfundado en unos vaqueros viejos que parecían a punto de estallar, tropezaba con el mío, sus caricias nos abarcaban a los dos.

No pude evitar que mis ojos se cerraran, que mi cuerpo se tensara, que mis brazos se ablandaran en cambio, inermes, que mi sexo comenzara a engordar, no pude evitarlo y tampoco me tomé el trabajo de intentarlo, todo me daba igual ya, y ellos eran tan deliciosos, eso era lo único que no había cambiado, ellos seguían siendo deliciosos cuando jugaban conmigo, se lanzaban mutuamente mi cuerpo como si fuera una pelota grande, sentía cómo sus acometidas, alternativas, me impulsaban hacia delante y hacia atrás, balanceándome entre ellos, me apretaban, me daban calor, un placer fácil, primario, me gustaban, me gustaba lo que se hacían, y lo que me hacían a mí, se besaban entre ellos y me besaban, se tocaban entre ellos y me tocaban, se chupaban entre ellos y me chupaban, y yo disfrutaba más con las miradas, las sonrisas, las palabras que se dirigían el uno al otro que con las miradas, las sonrisas, las palabras que me dirigían a mí, pero no se lo decía, ellos no comprenderían, eran bastante brutos, los dos, animalitos, sus manos se perdían de vez en cuando bajo mi vestido, y su contacto era muy distinto al que producían las manos de los otros hombres, no había violencia, ni ansias de reconocimiento en ellas, eso lo reservaban para sí mismos, y sus dedos, ligeros, no se detenían sobre mí, solamente, si acaso, me daban descuidados golpecitos, caricias pobres, rácanas, pero el simple roce de sus uñas me erizaba la piel, y yo acariciaba sus cabezas, hundía las manos en sus cabellos, pobrecitos, mis niños pequeñitos, de la que os habéis librado, qué incomprensible fallo el de la Naturaleza, privarme de la oportunidad de medirme con vosotros en igualdad de condiciones, relegarme a la condición de espectadora de vuestros juegos inocentes, habrían dejado de ser tan inocentes, conmigo, pero ya no hay remedio, pobrecitos, qué suerte habéis tenido, queridos, queridos míos.

Cuando ya lo habían arrugado por encima de mis pechos, ambos tiraron al mismo tiempo del vestido, obligándome a levantar los brazos y sacándomelo por la cabeza. Entonces me anunciaron entre risas que iban a disfrazarme.

Jesús, que jamás me había puesto un dedo encima, nos miraba desde un rincón, ataviado de una forma extraña. Parecía un héroe de cómic, un reluciente vengador galáctico, oscuro y peligroso, estúpido al mismo tiempo, con esas enormes hombreras, y los leotardos negros, abiertos por delante y por detrás, como esos pantys agujereados -pantys para follar; la cruda realidad es que ningún mito dura eternamente-, que ahora venden hasta en las mercerías más corrientes con la excusa de que no te los tienes que quitar para ir al baño, y así es más difícil hacerse carreras. Su sexo, completamente depilado, colgaba aburrido sobre el lúrex que se pegaba a sus muslos como una segunda piel. Está ridículo, pensé, aunque en realidad me gustaba mirarle, estaba ridículo pero muy pronto yo misma ofrecería un aspecto parecido al suyo.

Me pusieron unas botas negras muy altas, que me llegaban hasta la mitad del muslo, estrechas hasta la rodilla, más anchas después, con una plataforma salvaje, y los tacones más finos y empinados que había visto en mi vida.

– Yo no voy a poder andar con esto -advertí. Ellos se rieron-. En serio, que no me conocéis, pero yo me mato, fijo que yo con estas botas me mato…

Los restantes accesorios eran más cómodos, pero igualmente estrambóticos, un cinturón adornado con tachuelas plateadas, que se prolongaba en varias tiras de cuero también tachonadas que había que abrochar de una en una y se cruzaban a distintas alturas sobre mis caderas, una especie de sujetador vacío, tres tiras de cuero que enmarcaban en un triángulo negro cada uno de mis pechos sin cubrirlos, y un collar de perro a mi medida, adornado con aros metálicos.

Lester me condujo hacia un espejo, me miré y me gusté,-aquellos correajes me sentaban bien, me encontré guapa, se lo comenté a ellos y se mostraron de acuerdo conmigo, estás muy bien, me hubieran dicho lo mismo de haber llevado puesto un saco de patatas pero era agradable oírlo, luego me sujetaron por los brazos y me condujeron a la habitación del fondo, donde tres figuras, sentadas en una especie de diván con adornos de falsa madera dorada, saludaron jubilosamente mi llegada.

El del centro -delgadísimo, bajito, semicalvo, la uña del meñique derecho muy larga, las otras solamente negras, con uno de esos ridículos bigotitos, una línea finísima que no llegaba a cubrir los confines del labio, sobre una paradigmática cara de vicioso- debía de ser el especulador inmobiliario alicantino.

A su diestra, un adolescente de belleza pueblerina, mofletes sonrosados, quince años, dieciséis todo lo más, se acariciaba constantemente la ropa. De uno de los codos de su americana, cachemira de diseño italiano con enormes hombreras, colgaba todavía el enganche de plástico de una etiqueta.

A su siniestra, una jovencita de mejillas macilentas, el brazo izquierdo surcado por un rosario de pequeños puntos sanguinolentos, no había tenido tanta suerte.

Había también un hombre muy alto, inmenso, con pinta de culturista, al que no conocía.

Y una mujer de unos treinta y cinco años, alta, robusta pero de carnes duras, guapa a pesar del maquillaje de bruja, pestañas postizas, enormes rabillos, labios granates y los pezones perforados por dos anillas plateadas.

Ella fue quien más se alegró de verme.

Me señaló con un dedo, primero. Luego arqueó las cejas, frunció los labios y me dedicó una sonrisa pavorosa.

Alguien me lo había contado, hacía muchos años, y me había parecido un chiste muy malo, solamente duelen las treinta primeras hostias, pero es verdad, la pura verdad, solamente duelen las veinte, las treinta primeras hostias, luego ya todo da lo mismo.

Y sin embargo, al principio me lo pasé bien, muy bien, la verdad es que confiaba en que se tratara de una cuestión de puro fetichismo, cuero, hierros, argollas y punto, a juzgar por sus comentarios iniciales el de Alicante era un individuo muy simple, demasiado simple para que todo aquello fuera mucho más allá. Por eso permanecí tranquila cuando el inmenso desconocido fijó el extremo de la cadena en el aro posterior de mi collar, ensartando uno de los eslabones en un grueso clavo que introdujo previamente a martillazos en la pared.

Pobre Encarna, pensé, te están jodiendo la casa.

Estaba tranquila todavía, y muy excitada por la densa atmósfera que invadía la habitación, el deseo sólido, espeso, que distorsionaba los rostros de algunos de los presentes, sólo dos ojos ávidos, enormes.

El culturista asumió el papel de maestro de ceremonias.

Agarró a Jesús por un brazo, le condujo al centro de la habitación y le tiró al suelo.

Juan Ramón se acercó lentamente, y le puso un pie encima de la nuca para impedir que se levantara, una pura concesión a la ortodoxia iconográfica, pensé, porque la víctima no mostraba signo alguno de disconformidad con su situación.

Mientras tanto, con la misma forzada parsimonia que caracteriza los últimos contoneos de una bailarina de strip-tease, aquella bestia hizo desaparecer buena parte de su brazo derecho dentro de un largo guante de cuero rígido, adornado con pequeños remaches puntiagudos, que le llegaba hasta el codo.

Luego, sonriendo para sí, cerró el puño y lo miró largo rato, como si necesitara concentrarse para apreciar la potencia de aquella bola erizada de puntas metálicas cuyo aspecto recordaba el de una terrible arma medieval, antes de dirigirse hacia Jesús, que, sumido en el suelo, se había perdido el último acto.

Me descubrí a mí misma sonriendo, los dientes clavados en mi labio inferior, y me asusté, modifiqué inmediatamente la expresión de mi rostro, procuré adoptar un aire distante, neutro, como si todo aquello no fuera conmigo, pero no pude mantener esa apariencia de imperturbabilidad por mucho tiempo.

Lo hizo.

Nunca hubiera creído que fuera posible, que un cuerpo tan pequeño pudiera albergar una maza semejante, pero lo hizo, su antebrazo desapareció casi por completo dentro del menudo atleta, que chillaba y se retorcía, incapaz de levantarse bajo la presión del pie que ahora ya le aplastaba la nuca, lo hizo y, no contento con eso, comenzó a mover el brazo dentro de su envoltorio, recibiendo con una sonrisa los alaridos de dolor que arrancaba en cada recorrido.

Lo hizo, pero él no era el único que parecía disfrutar con el espectáculo.

Lester se acercó a su novio, se apoyó lánguidamente contra él y empezó a acariciarle por detrás con la mano derecha, mientras con la izquierda liberaba hábilmente el sexo deseado, lo encerraba en su puño y comenzaba a agitar ambas cosas, acariciando la húmeda punta con la yema del pulgar. Pronto fue correspondido. Sin disminuir ni un ápice la presión del pie con el que mantenía a Jesús pegado al suelo, el otro consiguió desabrochar con la mano izquierda la hilera de corchetes que atravesaba los pantalones de cuero de mi favorito y, tras acariciar ligeramente su carne, deliciosamente dura, le hundió el dedo índice en el culo, toma, le dijo, Lester suspiró y puso cara de bobito, qué encantador, pensé, mientras advertí que mi sexo se licuaba, mi ser se escurría irremisiblemente entre mis muslos, nunca había podido resistir aquella visión, nunca.

El flamante adolescente de la ropa nueva también parecía muy excitado. Inclinado hacia delante, la boca entreabierta, jadeando ruidosamente, no se perdía un detalle. Su propietario se había puesto cachondo, también, le besaba, le metía mano, le obligaba a hacer lo propio con él, y le hablaba con voz entrecortada, todo esto te lo voy a hacer, punto por punto, cuando volvamos a Alcoy, me vuelves loco, pero te encerraré en el sótano y ya no volverás a ver la calle, ni a tu madre, ni a tus hermanos, solamente me verás a mí, cuando baje a darte de latigazos, mearé encima de tus heridas, no te volveré a dar por el culo, nunca, encontraré otros más guapos y más jóvenes que tú y les llevaré a casa, me los tiraré delante de tus narices, nunca más follarás conmigo, nunca más follarás con nadie, usaré una barra de hierro para eso, te desgarraré con ella, te la dejaré dentro toda la noche, y te obligaré a que se la chupes a mi perro, eso será lo primero que hagas cuando te despiertes cada mañana, ya verás, no te servirá de nada llorar, ni suplicar, te arrastrarás de rodillas para pedirme que te dé de comer, y dejaré que te mueras de hambre, te mataré, te destrozaré con un guante peor que ése de ahí, porque me vuelves loco, loco, todo esto te lo voy a hacer, cuando volvamos a Alcoy…

La mujer de los pezones perforados, encaramada en una butaca, las piernas atravesadas sobre los brazos del mueble, los pies colgando en el aire, se masturbaba con un consolador metálico, negro, con la punta dorada. Me miró, sonrió, luego miró a la yonqui le hizo una señal con la mano, acércate, la otra no se dio por enterada, entonces habló, acércate, le dijo, y por fin lo consiguió, la jovencita del brazo herido se levantó y fue hacia ella, la voz de aquella mujer acaparó toda la atención por un instante, luego extrajo su juguete de entre los muslos y apuntó con él a la boca de aquella torpe prostituta asustada, que mantuvo los labios firmemente cerrados incluso cuando el duro extremo mojado se posó sobre ellos, no debe llevar mucho tiempo en esto, pensé, y me compadecí de ella, porque no sabía calcular, la bruja la agarró entonces del pelo, la levantó en vilo, el puño cerrado sobre la melena castaña, ella chilló, dejó escapar un grito sobrecogedor, y mantuvo la boca abierta, el consolador se perdió entre sus dientes, luego, manteniéndola bien sujeta, la mujer de los pezones perforados atrajo violentamente su cabeza hacia sí misma, y dejé de verle la cara, solamente escuchaba los ahogados ruidos que producía su lengua en contacto con el sexo desnudo de la otra mujer, que, abriéndose con una mano, usando la otra para guiar el instrumento del que obtenía a todas luces un placer cada vez más intenso, se retorcía en su asiento, emitiendo débiles gritos que la acercaban, momentáneamente, a la condición de los seres humanos.

El gigante se cansó de penetrar a Jesús con su brazo enguantado y lo extrajo finalmente de su cuerpo, empapado en sangre. Luego se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, justo delante de la cabeza de su víctima, quien, libre por fin de toda presión, no se movió, no podía moverse, se agitaba trabajosamente sobre el suelo, dejando escapar gemidos agónicos, pero la misma mano que antes le había penetrado, desnuda ahora, se posó sobre su cabeza, revolviéndole el pelo, y, como si respondiera a un signo convenido previamente, el pequeño maltratado logró entonces incorporarse a medias, echó los brazos en torno al cuello de su torturador, le miró con ojos húmedos, tiernos, y le besó largamente en la boca para, después, en silencio, dirigir los labios hacia la gruesa verga de su verdugo, y comenzar a lamerla concienzudamente con la punta de la lengua antes de hacerla desaparecer dentro de su boca, sin insinuar siquiera un reproche, y parecía feliz, comprendí que era feliz, a pesar del pequeño torrente rojo que descendía lentamente por sus muslos.

Las cosas comenzaron entonces a complicarse, todo se desenvolvía muy deprisa, el alicantino reclamó a Juan Ramón y le habló al oído, cuando éste asintió, aquél le besó en la boca, abrazándole con repentina pasión, y se formaron dos nuevas parejas.

El adolescente protestó al principio, miró a su protector con ojos llorosos, alargó hacia él una mano patética, pero no le sirvió de mucho, Juan Ramón se lo llevó a una esquina, le tumbó boca abajo encima de una mesa y le dio un par de azotes, si te portas mal, yo me portaré todavía peor contigo, rey, aquello pareció tranquilizar al corderito, que se quedó inmóvil, tuve que esforzarme para distinguir lo que ocurría después, estaban demasiado lejos, el novio de Lester introdujo su polla en una especie de funda de goma con púas que incrementaba considerablemente su perímetro ya de por sí bastante respetable, y después, sin avisar, abrió con las manos el culo del jovencito y se la metió dentro de golpe, hasta la base.

El cliente, desnudo, se había encaramado a cuatro patas encima del diván, para contemplar mejor el tormento de su favorito, cuando el mío, Lester, se acercó a él por detrás, el sexo enhiesto solamente a medias en una mano, y, con cara de circunstancias, lo hizo pasar lentamente, sin ninguna dificultad, a través del enorme hueco que se abría en aquel cuerpo añoso y blando, al tiempo que con la otra mano agarraba la escasa picha de su beneficiario, un individuo ciertamente poco atractivo, y la agitaba mecánicamente, con desgana.

El alicantino, que no podía contemplar las divertidas muecas de asco que Lester me dedicaba mientras se lo follaba al ritmo más cansino de los posibles, no acusaba en absoluto esa falta de ardor, concentrado en la escena que se desenvolvía ante sus ojos, su pequeño chillando y revolviéndose ante las bestiales embestidas de un arma terrible, cuyas dolorosas consecuencias eran fácilmente calculables a la vista del miserable calibre del sexo que aquel pobre niño estaba acostumbrado a engullir, pero sin embargo, en un momento determinado, la víctima dejó de chillar, y comenzó a generar sonidos muy distintos, como si el dolor se diluyera de repente en sensaciones de otra naturaleza, era evidente que le daba gusto, se lo estaba pasando muy bien, ahora, apoyó las dos manos sobre la mesa, irguiéndose ligeramente, comenzó a moverse, y todos pudimos ver su polla, tiesa, contra el cristal.

Загрузка...