La conspiración no es una teoría, es un delito.
A todo el mundo le encantan los misterios. Excepto a los policías. Para un policía, los misterios, si siguen siendo misterios, se convierten en problemas.
¿Quién mató a JFK? ¿Quién secuestró al hijo de Lindbergh? ¿Por qué me abandonó mi primera esposa? No lo sé. No eran mis casos.
Soy John Corey, ex detective de homicidios de la ciudad de Nueva York. Ahora trabajo en la Federal Anti-Terrorist Task Forcé (ATTF), lo que podría describirse como el segundo acto de una vida de una sola escena.
He aquí otro misterio: ¿qué le sucedió al vuelo 800 de la TWA? Ése tampoco era mi caso, pero fue el caso de mi segunda esposa en julio de 1996, cuando el vuelo 800 de la TWA, un enorme Boeing 747, que se dirigía a París, explotó en el aire con 230 pasajeros y su tripulación sobre el océano Atlántico, frente a la costa de Long Island. No hubo supervivientes.
El nombre de mi segunda esposa es Kate Mayfield, es agente del FBI y también trabaja con la ATTF, que es como nos conocimos. No hay mucha gente que pueda decir que tienen que agradecerle a un terrorista árabe el hecho de haberse conocido.
Yo conducía mi Grand Cherokee de ocho cilindros, políticamente incorrecto y quemagasolina, en dirección este por la autopista de Long Island. Junto a mí, en el asiento del acompañante, se encontraba mi antes mencionada y espero que última esposa, Kate Mayfield, que había conservado su apellido de soltera por razones profesionales. También por razones profesionales me había ofrecido el uso de su apellido, ya que el mío estaba completamente desacreditado en la ATTF.
Vivimos en Manhattan, en la 72 Este, donde había vivido con mi primera esposa, Robin. Kate, al igual que Robin, es abogada, una circunstancia que podría haber llevado a otro hombre y a su psiquiatra a analizar ese sentimiento de amor/odio que yo podría tener hacia las abogadas y la ley en general, con todas sus complejas manifestaciones. Yo lo llamo coincidencia. Mis amigos dicen que me gusta joder a los abogados. En fin.
– Gracias por acompañarme. No será una experiencia agradable -dijo Kate.
– No hay problema.
Nos dirigíamos hacia la playa en ese cálido y soleado día de julio, pero nuestra intención no era nadar o tomar el sol. Íbamos a asistir a una ceremonia en recuerdo de las víctimas del vuelo 800 de la TWA. Esa ceremonia se celebra todos los años el 17 de julio, el aniversario de la tragedia aérea, y ése era el quinto aniversario. Yo nunca había asistido y no había ninguna razón por la que debiera hacerlo. Pero, como he dicho, Kate había trabajado en el caso y ésa era la razón, según Kate, por la que acudía a la playa cada año. Se me ocurre que más de quinientas personas relacionadas con el cumplimiento de la ley trabajaron en ese caso, y estaba seguro de que no asistieron a todas las ceremonias celebradas desde entonces, o quizá a ninguna. Pero los buenos maridos cumplen con lo prometido a sus esposas. De verdad.
– ¿Qué hiciste en ese caso? -le pregunté.
– Principalmente entrevistar a testigos presenciales -contestó.
– ¿Cuántos?
– No lo recuerdo. Muchos.
– ¿Cuántos testigos vieron lo que pasó?
– Más de seiscientos.
– ¿En serio? ¿Cuál crees tú que fue la verdadera causa del accidente?
– No estoy autorizada para hablar del caso.
– ¿Por qué no? Es un caso oficialmente cerrado, y oficialmente fue un accidente provocado por un fallo mecánico que hizo que estallara el depósito de combustible principal. ¿Qué problema hay?
Kate no contestó, de modo que me vi obligado a recordarle un detalle.
– Estoy autorizado para tener acceso a los asuntos confidenciales.
– La información se suministra en razón de la necesidad de saber. ¿Por qué necesitas saber?
– Soy curioso.
Ella miró a través del parabrisas antes de contestar.
– Tienes que coger la Salida 68.
– La única razón por la que me casé contigo fue para que pudieras contarme todo lo que sabes acerca del vuelo 800.
Kate me dio unas palmadas en la rodilla. Un minuto más tarde, dijo:
– Nadie lo sabe.
Abandoné la autopista en la Salida 68 y me dirigí hacia el sur por la carretera William Floyd.
– William Floyd es una estrella del rock, ¿verdad?
– Fue uno de los firmantes de la Declaración de Independencia.
– ¿Estás segura?
– Tú te refieres a Pink Floyd -dijo.
– Es verdad. Tienes buena memoria.
– ¿Entonces por qué no puedo recordar por qué me casé contigo? -preguntó.
– Soy un tío divertido. Y sexy. E inteligente. La inteligencia es sexy. Eso fue lo que dijiste.
– No recuerdo haber dicho tal cosa.
– Me amas.
– Te amo. Mucho. Pero no puedo recordar por qué -dijo-. Eres un verdadero coñazo.
– Tampoco puede decirse que resulte fácil vivir contigo, cielo.
Kate sonrió.
La señorita Mayfield era catorce años menor que yo y esa pequeña brecha generacional a veces resultaba interesante, otras veces no.
Mencionaré aquí que Kate Mayfield es bastante guapa, aunque, naturalmente, lo que primero me atrajo de ella fue su inteligencia. El segundo detalle en el que reparé fue su pelo rubio, sus ojos de un azul profundo y su piel de marfil. De aspecto muy sano. Pasa varias horas en un gimnasio y asiste a clases de yoga Bikram y kick boxing, que en ocasiones practica en el apartamento, apuntando sus golpes a mi entrepierna, sin llegar a tocarme, aunque la posibilidad siempre está latente. Parece estar obsesionada con su forma física mientras que yo estoy obsesionado con disparar mi Glock de 9 mm en el campo de tiro. Podría confeccionar una extensa lista con las cosas que no tenemos en común -música, comida, bebidas, actitud ante el trabajo, postura en el váter, etc.-; pero, por alguna misteriosa razón que no alcanzo a comprender, estamos enamorados.
Volví al tema anterior y dije:
– Cuanto más me cuentes acerca del vuelo 800, más paz interior encontrarás.
– Te he contado todo lo que sé.
– No me has contado nada.
– Lo hice. Por favor, déjalo ya.
– No puedo testificar contra ti. Soy tu esposo. Es la ley.
– No, no lo es. Hablaremos de eso más tarde. Este coche podría tener micrófonos.
– En este coche no hay micrófonos.
– Tú podrías llevar uno pegado a tu cuerpo -dijo-. Luego te desnudaré para comprobarlo.
– De acuerdo.
Ambos nos echamos a reír. Ja, ja. Fin de la discusión.
La verdad es que yo no tenía ningún interés personal o profesional en el caso del vuelo 800 de la TWA más allá del que podría haber tenido cualquier persona normal que hubiese seguido ese trágico y peculiar accidente en las noticias. El caso tuvo problemas y contradicciones desde el principio, razón por la cual, cinco años más tarde, seguía siendo un tema caliente, de interés periodístico.
De hecho, dos noches antes, Kate había estado viendo varios programas informativos para seguir la historia de un grupo llamado FIRO -Organización de Investigación Independiente del Vuelo 800- que acababa de hacer públicos sus nuevos descubrimientos, que no coincidían con los datos que se habían presentado en la conclusión oficial del gobierno.
Ese grupo estaba integrado en su mayor parte por personas fiables que trabajaron en la investigación del accidente para diversas agencias civiles, además de amigos y familiares de los pasajeros y los miembros de la tripulación que habían perecido en el siniestro. Además, por supuesto, de los habituales chiflados que apoyaban la teoría de una conspiración.
La FIRO, básicamente, le estaba haciendo pasar al gobierno momentos muy difíciles, algo que yo apreciaba a un nivel visceral.
También contaban con la comprensión de los medios de comunicación, de modo que, para que coincidiera con ese quinto aniversario de la tragedia, la FIRO había grabado entrevistas con ocho testigos del accidente, algunos de los cuales yo ya había visto en televisión dos noches antes en compañía de mi esposa, la zapeadora de canales. Los testigos afirmaban que el vuelo 800 de la TWA había sido desintegrado en el cielo por un misil. El gobierno no había hecho ningún comentario al respecto, excepto para recordarle a todo el mundo que el caso estaba resuelto y cerrado. Fallo mecánico. Fin de la historia.
Continuamos viajando hacia el sur, en dirección al océano Atlántico. Pasaban unos minutos de las siete de la tarde, y la ceremonia, según Kate, comenzaba a las siete y media, y acababa a las ocho y treinta y uno, la hora exacta del accidente.
– ¿Conocías a alguien de los que perdieron la vida en el accidente? -le pregunté a Kate.
– No. -Un momento después añadió-: Pero conocí a algunos de sus familiares.
– Entiendo.
Kate Mayfield, hasta donde puedo decirlo después de un año de matrimonio, mantiene perfectamente separados su trabajo y sus sentimientos personales. Por lo tanto, el hecho de tomarse medio día de su pa -que en la jerga del FBI significa «permiso anual», y que el resto de los mortales llama «vacaciones»- para asistir a un servicio en memoria de personas a las que no conocía de nada no parecía del todo comprensible.
Kate captó el rumbo de mis preguntas y mi silencio.
– A veces necesito sentirme humana -dijo-. Este trabajo… a veces resulta reconfortante descubrir que aquello que pensaste que era un acto de maldad fue sólo un trágico accidente.
– Correcto.
No diré en este momento que sentía mucha curiosidad sobre el caso, pero como me he pasado la mayor parte de mi vida husmeando para ganarme la vida, apunté mentalmente que debía ponerme en contacto con un tío llamado Dick Kearns.
Dick era un poli de homicidios con quien había trabajado durante cinco años antes de que se retirase del Departamento de Policía de Nueva York, luego pasó a la ATTF como agente contratado, que es lo que soy yo. Dick, al igual que Kate, trabajó en el caso de la TWA entrevistando a los testigos presenciales del accidente.
El FBI creó la ATTF en 1980 como respuesta a los atentados con bomba cometidos en la ciudad de Nueva York por un grupo puertorriqueño llamado FALN y también por los atentados a cargo del Ejército de Liberación Negro. El mundo ha cambiado y hoy, probablemente, el 90 por ciento de los miembros operativos de la ATTF se centra en el terrorismo árabe. Allí es donde está la acción, y allí es donde estoy yo, y donde también está Kate. Tengo delante de mí una segunda gran carrera si es que vivo lo suficiente para disfrutarla.
La forma en que trabaja esa agencia consiste en que el FBI tiene atribuciones para recurrir al personal del Departamento de Policía de Nueva York, haciendo que policías retirados y en activo se encarguen del trabajo de calle, tareas de vigilancia y un montón de cuestiones rutinarias para que sus agentes, que cuentan con una excelente formación y cobran una pasta gansa, tengan las manos libres para hacer el trabajo de inteligencia.
La mezcla de esas dos culturas tan diferentes no funcionó bien al principio; pero, con el correr de los años, se ha desarrollado una suerte de sinergia laboral. Quiero decir, miren nuestro caso, Kate y yo nos enamoramos y nos casamos. Somos la pareja perfecta para el póster de la ATTF.
La cuestión es que, cuando los federales permitieron a los polis entrar en el negocio para encargarse del trabajo manual, éstos tuvieron acceso a una ingente información que únicamente solía ser conocida por la gente del FBI. En consecuencia, Dick Kearns, mi colega del uniforme azul, estaría dispuesto a proporcionarme más información que mi esposa del FBI.
¿Y por qué, alguien se podría preguntar, quería yo esa información? En realidad, yo no pensaba que sería capaz de resolver el misterio de lo sucedido con el vuelo 800 de la TWA. Medio millar de mujeres y hombres habían trabajado intensamente en la investigación durante mucho tiempo, el caso tenía ya cinco años, estaba cerrado, y la conclusión oficial parecía realmente la más lógica: un cable eléctrico suelto o raído, situado en el depósito de combustible principal, provocó una chispa que encendió los gases de la gasolina. Esto hizo estallar el depósito y destruyó el avión. Todas las pruebas forenses apuntaban a esa conclusión.
Casi todas.
Y luego estaba el rayo de luz que habían visto un montón de testigos.
Atravesamos un pequeño puente que conectaba Long Island con Fire Island, una larga lengua de arena que tenía reputación de atraer a una curiosa multitud cuando llegaba el verano.
La carretera llevaba hacia Smith Point County Park, un área de matorrales, pinos y robles, grandes dunas cubiertas de hierba y quizá algo de vida salvaje, que no me gusta nada. Soy un chico de ciudad.
Llegamos donde la carretera del puente se cruzaba con una carretera costera que discurría en paralelo al océano. A poca distancia de allí, en un terreno arenoso, se levantaba una carpa cuyos laterales estaban abiertos para recibir la brisa que llegaba desde el mar. En la carpa y alrededor de ella había varios cientos de personas.
Giré hacia un pequeño aparcamiento lleno de vehículos de aspecto oficial. Continué por un sendero de arena y me hice mi propia plaza de aparcamiento aplastando un pino insignificante.
– Te has cargado ese árbol -dijo Kate.
– ¿Qué árbol?
Coloqué mi placa de «policía en servicio» en el parabrisas, bajé del coche y eché a andar en dirección a la zona de aparcamiento que rodeaba la construcción de madera. Kate me siguió. Los coches aparcados contaban con chófer o bien lucían algo parecido a las placas de policía en servicio en sus parabrisas.
Caminamos hacia la carpa que se recortaba contra el océano.
Llevábamos pantalones caqui y camisas de punto y, según Kate, yo traía un buen calzado para caminar.
Mientras nos dirigíamos hacia la tienda, Kate dijo:
– Es posible que nos encontremos con algunos agentes que trabajaron en el caso.
Los criminales pueden o no regresar al lugar donde cometieron sus crímenes, pero sé positivamente que los policías a menudo vuelven a los lugares de sus casos no resueltos. En ocasiones de un modo obsesivo. Pero éste no era un caso criminal, como tuve que recordarme a mí mismo. Había sido un trágico accidente.
El sol estaba bajo en el horizonte, hacia el suroeste. El cielo estaba despejado. Una brisa fresca soplaba desde el mar. A veces la naturaleza se porta bien.
Caminamos hacia la carpa, donde se hallaban congregadas alrededor de trescientas personas. En mi vida profesional he asistido a demasiados servicios religiosos y fúnebres, y nunca acudo voluntariamente a aquellos a los que no tengo obligación de ir. Pero ahí estaba yo.
Kate dijo:
– La mayoría de los familiares de las víctimas lleva fotografías de sus seres queridos. Pero aunque no las llevaran, sabrías inmediatamente quiénes son. -Me cogió de la mano y continuamos andando hacia la carpa-. No están aquí para buscar un final a esta historia. No hay final. Están aquí para apoyarse y confortarse mutuamente. Para compartir su pérdida.
Alguien nos entregó un programa. No quedaban sillas libres, de modo que nos quedamos de pie, en el lado de la carpa que daba al mar.
Justo enfrente de ese lugar, tal vez a unos doce kilómetros sobre el océano, un enorme avión comercial había estallado en el aire y se había precipitado hacia el mar. Restos del avión y efectos personales llegaron a esa playa durante semanas después del accidente. Algunas personas dijeron que en la playa también habían aparecido restos humanos, pero los medios de comunicación nunca informaron de esa circunstancia.
Recuerdo que en aquella época pensé que era el primer avión norteamericano destruido por la acción enemiga dentro del territorio de Estados Unidos. Y también que se trataba del segundo ataque terrorista en suelo estadounidense dirigido desde el exterior. El primero había sido el atentado con explosivos contra la torre norte del World Trade Center en febrero de 1993.
Y entonces, a medida que pasaban los días, las semanas y los meses, otra explicación del accidente comenzó a ganar credibilidad: un fallo mecánico.
Nadie lo creyó y todos lo creyeron. Yo lo creí y no lo creí.
Miré hacia el horizonte e intenté imaginar qué era eso que tanta gente vio dirigiéndose hacia el avión justo antes de que estallase en el aire. No tengo idea de qué fue lo que vieron, pero sé que les dijeron que no habían visto nada.
Era una verdadera lástima, pensé, que nadie hubiese filmado ese momento fugaz.
Como he dicho, he asistido a muchos servicios religiosos y funerales en mi vida profesional, pero esta ceremonia en recuerdo de 230 hombres, mujeres y niños, no tenía solamente el manto de la muerte pendiendo sobre ella, sino también el manto de la incertidumbre, la pregunta muda de qué había provocado en verdad el accidente de ese avión comercial hacía cinco años.
La primera oradora fue una mujer, quien, según decía el programa, era el capellán de una capilla interreligiosa con sede en el aeropuerto Kennedy. Esta mujer aseguró a los amigos y familiares de las víctimas que era bueno que todos ellos siguieran viviendo la vida plenamente aunque sus seres queridos ya no pudiesen hacerlo.
Luego tomaron la palabra otras personas. En la distancia, podía oírse el sonido de las olas al romper en la playa.
Las plegarias estuvieron a cargo de clérigos de diferentes credos. La gente lloraba y Kate apretó mi mano con fuerza. La miré y vi que tenía las mejillas bañadas en lágrimas.
Un rabino, refiriéndose a los muertos, dijo:
– Y aún nos maravillamos de cómo estas personas, que llevan tantos años muertas, pueden parecer a nuestros ojos tan bellas durante tanto tiempo.
Otro orador, un hombre que había perdido a su mujer y a su hijo, habló de todos los hijos perdidos, los esposos y esposas fallecidos, las familias que volaban juntas, los hermanos y hermanas, padres y madres, la mayoría desconocidos entre sí, pero ahora unidos para siempre en el cielo.
El último orador, un ministro protestante, nos hizo leer el Salmo 23.
– Aunque camine por el valle de la sombra de la muerte…
Gaiteros de la policía, ataviados con kilts, interpretaron Amazing Grace. Así se puso término a la ceremonia en la carpa alzada junto al mar.
Luego, porque lo habían estado haciendo durante años, todo el mundo, sin necesidad de instrucciones previas, se dirigió hacia el mar.
Kate y yo fuimos con ellos.
En la orilla del océano, las familias de las víctimas encendieron una vela por cada uno de los 230 muertos. Las velas se extendieron a lo largo de la playa, sus pequeñas llamas agitándose en la suave brisa.
A las 20.31, la hora exacta en que el avión estalló en el cielo, los familiares de las víctimas unieron sus manos a lo largo de la playa. Un helicóptero de la Guardia Costera iluminaba el océano con sus poderosos reflectores y los miembros de la tripulación de un guardacostas arrojaron guirnaldas de flores al mar, allí donde el reflector iluminaba las olas.
Algunos familiares se hincaron de rodillas en la arena, otros se metieron en el agua y prácticamente todos lanzaron flores a las olas. La gente comenzó a abrazarse.
La empatía y la sensibilidad no son precisamente mis puntos fuertes, pero esa escena de dolor y consuelo compartidos consiguió atravesar mi caparazón endurecido ante la muerte como entra la cálida brisa del océano a través de una puerta con tela mosquitera.
La gente empezó a alejarse de la orilla en pequeños grupos, y Kate y yo regresamos a la tienda.
Vi al alcalde Rudy Giuliani y a un puñado de políticos locales y funcionarios del Ayuntamiento de Nueva York, cuya identificación resultaba muy sencilla debido a los periodistas que les seguían, solicitando alguna declaración para sus publicaciones. Un periodista le preguntó a Rudy: «¿Señor alcalde, sigue creyendo que se trató de un acto terrorista?», a lo que el señor Giuliani respondió: «Sin comentarios»
Kate vio a una pareja que conocía, se disculpó y fue a hablar con ellos.
Yo permanecí en el paseo entablado, cerca de la carpa, observando a la multitud de aproximadamente trescientas personas que llegaban desde la playa, donde aún ardían las velas depositadas en la arena. El helicóptero y el guardacostas se habían marchado, pero algunas personas aún permanecían en la playa, algunas contemplando el mar. Otras formaban pequeños grupos que hablaban, se abrazaban y lloraban. Era evidente que les resultaba muy difícil abandonar ese lugar que estaba tan cerca de donde sus seres queridos habían caído desde un cielo de verano para sumergirse en el hermoso océano que había bajo ellos.
Yo no estaba del todo seguro de por qué me encontraba allí, pero aquella experiencia había convertido esa tragedia de hacía cinco años en un hecho más real para mí. Y ésa era la razón, supongo, por la que Kate me había invitado a asistir; eso formaba parte de su pasado y quería que yo comprendiese esa parte de ella. O quizá tenía otra cosa en mente.
En la vida cotidiana, Kate Mayfield es casi tan emotiva como yo, o sea, no demasiado. Pero, obviamente, esta tragedia la había afectado personalmente, y yo sospechaba que también la había frustrado en lo profesional. Ella, como todos los que habían acudido a ese lugar esa noche, no sabía si estaba velando a las víctimas de un accidente o de un asesinato masivo. Para esa hora escasa de ceremonia quizá no importaba; pero, en última instancia, sí importaba para los vivos y también para los muertos. Y, también, para toda la nación.
Mientras esperaba a Kate, un hombre de mediana edad, vestido de manera informal, se acercó a mí.
– John Corey -dijo, no preguntó.
– No -contesté-. Tú no eres John Corey. Yo soy John Corey.
– Eso es lo que quise decir. -Sin extender la mano, añadió-: Soy el agente especial Liam Griffith. Trabajamos en el mismo sitio.
Su rostro me resultaba familiar, pero la verdad es que todos los agentes del FBI me parecen iguales, incluso las mujeres.
– ¿Qué te trae por aquí? -preguntó.
– ¿Qué te trae a ti por aquí, Liam?
– Yo pregunté primero.
– ¿Lo preguntas oficialmente?
El señor Griffith era capaz de reconocer una pequeña trampa verbal cuando oía una.
– Estoy aquí como un simple ciudadano -contestó.
– Yo también.
Echó un vistazo alrededor y luego dijo:
– Supongo que estás aquí con tu esposa.
– Una buena suposición.
Ambos permanecimos en silencio durante unos minutos mirándonos. Me encantan esos duelos en que dos machos se aguantan la mirada. Este juego se me da muy bien.
Por último, dijo:
– Tu mujer, como seguramente te habrá contado, nunca ha estado completamente satisfecha con el resultado final de este caso.
No contesté.
Él continuó hablando:
– El gobierno sí está satisfecho. Y ella (y tú) trabajáis para el gobierno.
– Gracias por el dato.
Me miró y añadió:
– A veces resulta necesario afirmar lo que es obvio.
– ¿El inglés no es tu lengua materna?
– Muy bien, ahora escúchame bien, este caso está cerrado. Ya es suficiente que tengamos grupos privados e individuos que cuestionan las conclusiones del gobierno. Están en su derecho. Pero tú, yo, tu esposa (todos los que nos encargamos de que se cumpla la ley) no podemos conceder credibilidad a aquellos que defienden teorías alternativas y quizá paranoides acerca de lo que sucedió aquí hace cinco años. ¿Entiendes?
– Eh, tío, que yo sólo he venido como acompañante. Mi esposa está aquí para honrar a los muertos y confortar a las familias. Si hay aquí alguna paranoia, es la tuya.
El señor Griffith pareció tomarlo como una ofensa pero no perdió la calma.
– Tal vez lo que estoy tratando de decirte resulte demasiado sutil para ti -dijo-. Lo que sucedió o no sucedió aquí no es la cuestión. La cuestión es tu posición como agente del gobierno. -Y añadió-: Si mañana te retiras (o te despiden), podrás pasar todas tus horas libres investigando este caso. Estarías en tu derecho como ciudadano particular. Y si encontrases nuevas pruebas para reabrir el caso, que Dios te bendiga. Pero mientras trabajes para el gobierno, no harás ninguna investigación, ni realizarás ninguna entrevista, ni consultarás ningún archivo, ni pensarás en este caso, ni siquiera en tus horas libres. ¿Lo has entendido?
Siempre olvido que casi todos los agentes especiales son abogados, pero cuando abren la boca lo recuerdo al instante.
– Estás despertando mi curiosidad -dije-. Supongo que no era ésa tu intención.
– Te estoy explicando la ley, Corey, para que después no puedas alegar ignorancia.
– Eh, tío, he sido policía durante más de veinte años y enseño derecho penal en el John Jay College. Conozco la jodida ley.
– Bien. Lo apuntalé en mi informe.
– Mientras estés en ello, apunta también que me dijiste que estabas aquí como ciudadano privado, ahora léeme mis derechos.
Griffith sonrió, cambió a policía bueno y me dijo:
– Me gustas.
– Bueno, tú también me gustas, Liam.
– Toma esta conversación como un consejo amistoso de un colega. No habrá ningún informe.
– Vosotros ni siquiera vais a cagar sin redactar un informe de diez páginas.
Creo que dejé de gustarle en ese momento.
– Tienes reputación de ser un tío conflictivo y de no saber jugar en equipo -dijo-. Lo sabes muy bien. Tuviste tu momento de gloria y fuiste el chico de oro con el caso de Asad Khalil. Pero eso fue hace más de un año y, desde entonces, no has hecho nada espectacular. Khalil sigue libre y, por cierto, también están libres los tíos que te metieron tres balas en el cuerpo en Morningside Heights. Si necesitas una misión en la vida, Corey, busca a esos hombres que intentaron mandarte al otro barrio. Eso debería ser suficiente para mantenerte ocupado y lejos de los problemas.
Nunca es una buena idea hostiar a un agente federal, pero cuando emplean ese tono condescendiente siento que debo hacerlo. Aunque fuese sólo una vez. Pero ahí no podía.
– Que te jodan.
– De acuerdo -dijo, como si pensara que era una buena idea-. De acuerdo, considérate advertido.
Eso es como decirte que estás avisado, pero sin utilizar esa fea palabra anglosajona. La ley, y por extensión los federales, prefiere las palabras más suaves y empalagosas derivadas del francés. «Advertido.» -Considérate advertido -le dije.
Griffith dio media vuelta y se alejó.
Antes de que tuviese tiempo de procesar la conversación con Griffith, Kate apareció junto a mí y dijo:
– Esa pareja perdió a su hija. Viajaba a París para hacer un curso de verano.
Estos cinco años no han cambiado las cosas. Ni deberían.
Asentí.
– ¿De qué estabas hablando con Liam Griffith? -preguntó.
– No estoy autorizado a revelar esa información.
– ¿Quería saber qué estabas haciendo aquí?
– ¿De qué lo conoces?
– Trabaja con nosotros, John.
– ¿En qué sección?
– En la misma que nosotros. Terrorismo árabe. ¿Qué te dijo?
– ¿Y cómo es que no lo conozco?
– No lo sé. Viaja mucho.
– ¿Trabajó en el caso de la TWA?
– No estoy autorizada para revelar esa información. ¿Por qué no se lo preguntaste?
– Ésa era mi intención. Justo antes de que le dijera que se fuese a tomar por el culo. Entonces la magia desapareció.
– No deberías haberle dicho eso.
– ¿Por qué está aquí?
Kate dudó un momento y luego dijo:
– Para ver quién más ha venido.
– ¿Es una especie de agente de asuntos internos?
– No lo sé. Tal vez. ¿Salió mi nombre en la conversación?
– Dijo que no estabas satisfecha con la conclusión gubernamental del caso.
– Nunca le he dicho a nadie tal cosa.
– Estoy seguro de que Griffith lo ha deducido.
Kate asintió, y como una buena abogada que no quiere escuchar nada más que no pueda repetir bajo juramento, dejó el tema.
Miró hacia el océano y luego alzó la vista al cielo.
– ¿Qué crees tú que ocurrió? -me preguntó.
– No lo sé.
– Sé que no lo sabes. Yo trabajé en el caso y tampoco lo sé. ¿Qué crees que ocurrió?
La cogí de la mano y echamos a andar de regreso al coche.
– Creo que necesitamos una explicación para esa estela de luz -dije-. Sin ese detalle, las pruebas de que hubo un fallo mecánico son abrumadoras. Pero con esa estela de luz, tenemos entre manos otra teoría bastante verosímil: un misil tierra-aire.
– ¿Y hacia dónde te inclinas?
– Siempre me inclino hacia los hechos.
– Bien, tienes dos grupos de hechos para escoger: los testigos presenciales y su testimonio sobre esa estela de luz; y los hechos forenses, que no muestran ninguna prueba de impacto de misil y sí avalan que hubo un estallido accidental del depósito de combustible central del avión. ¿Qué hechos prefieres?
– No siempre confío en los testigos presenciales -dije.
– ¿Y si hay más de dos centenales de ellos que afirman haber visto lo mismo?
– Entonces tendría que hablar con cada uno de ellos.
– No es posible. Pero viste a ocho de ellos la otra noche en ese programa de televisión.
– No es lo mismo que si les interrogase personalmente.
– Yo lo hice. Entrevisté a una docena de ellos y oí sus voces y les miré a los ojos. Mírame a los ojos -me dijo Kate.
Me detuve y la miré.
– No puedo quitarme sus palabras o sus rostros de mi cabeza -dijo.
– Tal vez fuese mejor si lo hicieras -dije.
Llegamos al lugar donde había dejado aparcado el coche y abrí la puerta para que Kate subiera. Luego me instalé detrás del volante, hice girar la llave de contacto y retrocedí hacia la carretera de arena. El escuálido pino volvió a erguirse, más alto y fuerte que antes de que lo aplastara. Las desgracias son buenas para la vida salvaje. Por lo de la supervivencia de los más fuertes.
Me uní a una larga cola de vehículos que abandonaban el lugar donde se había desarrollado la ceremonia.
Kate permaneció unos minutos en silencio, luego dijo:
– Cuando vengo aquí me quedo hecha polvo.
– No me extraña.
Recorrimos lentamente la carretera que conducía al puente.
De pronto recordé, con absoluta nitidez, una conversación que había mantenido con la agente especial Kate Mayfield poco después de que nos conociéramos. Ambos estábamos trabajando en el caso de Asad Khalil que había mencionado mi nuevo amigo, Liam. Creo que me estaba quejando por las largas horas de trabajo o algo por el estilo, y entonces Kate me dijo:
– ¿Sabes?, cuando la ATTF trabajó en la explosión del avión de la TWA, lo hicieron durante veinticuatro horas por día, siete días por semana.
Yo le contesté, tal vez sarcásticamente, tal vez como si tuviera un presentimiento:
– Y no se trataba siquiera de un ataque terrorista.
Kate no respondió y recuerdo que pensé en aquel momento que nadie que estuviese en el ajo contestaba a las preguntas referidas al vuelo 800 de la TWA, y que aún quedaban muchas preguntas sin responder.
Y aquí estábamos, un año después, casados, y ella seguía sin hablar demasiado del tema. Pero me estaba diciendo algo. Algo que yo no necesitaba escuchar.
Entramos en el puente y continuamos nuestra lenta marcha en medio del tráfico. Hacia la izquierda se encontraba Great South Bay; a la derecha, Moriches Bay. Las luces de la lejana orilla se reflejaban en el agua. Las estrellas titilaban en el despejado cielo nocturno y el olor a sal marina entraba a través de las ventanillas abiertas.
En una perfecta noche de verano, muy parecida a ésta, hacía exactamente cinco años, un enorme avión comercial de pasajeros que había despegado del Aeropuerto Kennedy con destino a París, con 230 pasajeros y sus tripulantes, estalló en pleno vuelo, luego cayó en pedazos al agua y dejó el océano en llamas.
Traté de imaginar lo que debió de ser ese momento para un testigo presencial de la explosión. No hay duda de que debió de ser algo tan alejado de todo lo que podían haber visto hasta entonces que no pudieron comprenderlo ni encontrarle sentido en ese momento.
Miré a Kate y le dije:
– En una ocasión entrevisté al testigo presencial de un tiroteo que dijo que había estado a dos metros del agresor, quien había efectuado un solo disparo sobre la víctima desde menos de un metro de distancia. Una cámara de seguridad había registrado toda la escena y en ella se veía al testigo a unos diez metros del agresor, y a éste a unos seis o siete metros de la víctima, que recibió tres disparos. -Y añadí sin que viniese a cuento-: En situaciones extremas y traumáticas, el cerebro no siempre comprende lo que ven los ojos u oyen los oídos.
– Hubo cientos de testigos.
– El poder de la sugestión -dije-. O el síndrome del falso recuerdo, o el deseo de complacer al entrevistador o, en este caso, un cielo nocturno y una ilusión óptica. Elige.
– No tengo que hacerlo. El informe oficial hace mención de todos ellos, destacando lo de la ilusión óptica.
– Sí. Lo recuerdo bien.
De hecho, la CIA había llevado a cabo una reconstrucción animada de la explosión del avión, que mostraron por televisión, y que parecía explicar la misteriosa estela de luz. En la animación, como yo la recuerdo, la estela de luz, que alrededor de doscientas personas habían visto elevarse hacia el avión, procedía del propio avión, y era el resultado del combustible incandescente que se filtraba del depósito afectado. El modo en que se explicaba esta teoría en la animación reflejaba que no fue la explosión inicial lo que llamó la atención de los testigos, sino el sonido de la explosión, que debió de llegar a ellos entre quince y treinta segundos después, dependiendo del lugar donde se encontrasen en ese momento. Luego, cuando alzaron la vista hacia el cielo, en dirección al sonido, lo que vieron en realidad fue el chorro de combustible ardiendo que salía del avión, que pudieron confundir con un cohete o un misil que ascendía hacia el aparato. De hecho, una parte del fuselaje del avión realmente ascendió, según el radar, unos cientos de metros después de producirse la explosión, y esa sección en llamas del avión también pudo haber sido tomada por un misil.
Una ilusión óptica, según la CIA. A mí me parecía una explicación de mierda, pero la animación era más convincente que la explicación. Necesitaba ver esa animación otra vez.
Y necesitaba volver a preguntarme, como lo había hecho hacía cinco años, por qué se había encargado la CIA de hacer esa animación y no el FBI. ¿Qué había ocurrido?
Llegamos al otro extremo del puente y enfilamos hacia la William Floyd Parkway. Eché un vistazo al reloj del salpicadero.
– No llegaremos a la ciudad hasta las once -dije.
– Si quieres, podemos llegar más tarde.
– ¿Qué quieres decir?
– Que podemos hacer una parada más. Pero sólo si quieres.
– ¿Esa nueva parada echará por la borda mi vida y mi carrera?
– Probablemente. Pero si no lo haces, te aseguro que echará por la borda tu matrimonio.
Sonreí.
– ¿Estamos hablando de un polvo rápido en un motel de dudosa reputación?
– No.
En ese momento recordé a Liam Griffith advirtiéndome de que no convirtiese este caso en un pasatiempo después de mi jornada laboral. La verdad es que no había dicho qué podía pasar si no seguía su consejo, pero imaginé que no sería nada agradable.
– ¿John?
Necesitaba pensar en la carrera de Kate por encima de la mía. Ella gana más pasta que yo. Tal vez debería contarle lo que Griffith me había dicho.
– De acuerdo, vamos a casa -dijo ella.
– De acuerdo, una parada más -dije yo.
Dejamos atrás la William Floyd Parkway y nos dirigimos al este por la autopista Montauk. Kate me indicó el camino a través de la agradable población de Westhampton Beach.
Cruzamos un puente sobre Moriches Bay que llevaba a una lengua de tierra, donde cogimos la que aparentemente era la única carretera, Dune Road, y enfilamos hacia el oeste. A los lados de la carretera se alineaban casas de reciente construcción: casas que miraban hacia el océano a la izquierda, casas separadas de la playa por la carretera a la derecha.
– Esta zona no ha crecido mucho en los últimos cinco años -dijo Kate.
Una observación que no venía al caso, aunque probablemente se estuviese refiriendo a que era una zona más aislada cuando ocurrió el accidente y, por lo tanto, lo que yo estaba a punto de ver y oír debía considerarse en ese contexto.
Al cabo de diez minutos, un cartel me informó de que estaba entrando en el Cupsogue Beach County Park, oficialmente cerrado al anochecer; pero yo estaba, oficialmente, en misión policial no oficial, de modo que conduje hacia la enorme zona de aparcamiento.
Cruzamos el aparcamiento y Kate me dirigió hacia una carretera de arena, que, de hecho, era un camino natural, según un cartel que también decía: «Prohibido el paso de vehículos.» El camino estaba parcialmente bloqueado por una cancela, de modo que puse el jeep en tracción a las cuatro ruedas y rodeé la cancela. Los faros delanteros iluminaban el estrecho camino, flanqueado por dunas y matorrales, que ahora tenía el ancho del vehículo.
Al final del camino de arena, Kate dijo:
– Gira aquí, en dirección a la playa.
Giré en medio de dos dunas y por una suave pendiente, rozando unos matorrales.
– Por favor, ten cuidado con la vegetación. Gira a la derecha en esa duna.
Giré al llegar al borde de la duna.
– Para -dijo Kate.
Detuve el coche y ella bajó.
Apagué el motor y las luces, y la seguí.
Kate se quedó cerca del morro del jeep y miró el océano oscuro.
– Muy bien, en la noche del 17 de julio de 1996, un vehículo, casi con toda seguridad un 4 X 4 como el nuestro, abandonó ese camino que acabamos de dejar y se detuvo aproximadamente aquí.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por un informe de la policía de Westhampton. Justo después de la caída del avión, un coche de la policía, un SUV, fue enviado a esta zona. El agente recibió la orden de ir a la playa por si podía prestar alguna ayuda. Llegó a las 20.46.
– ¿Qué clase de ayuda?
– En ese momento no se conocía el lugar exacto donde se había producido el accidente. Existía la posibilidad de que hubiese supervivientes, gente con chalecos salvavidas o en balsas. El agente tenía un reflector manual. Descubrió huellas de neumáticos en la arena que acababan aquí. No le dio mayor importancia y continuó su camino hacia la playa.
– ¿Pudiste ver ese informe?
– Sí. Hubo cientos de informes escritos sobre cualquier aspecto que te puedas imaginar de ese accidente, por parte de docenas de agencias locales encargadas del cumplimiento de la ley y también de la Guardia Costera, pilotos comerciales y privados, pescadores, etc. Pero ese informe en particular me llamó la atención.
– ¿Por qué?
– Porque era uno de los primeros y uno de los menos importantes.
– Pero tú no pensaste lo mismo. ¿Hablaste con ese policía?
– Lo hice.
– ¿Y?
– Bien… pues él caminó hacia la playa.
Kate echó a andar hacia la playa y yo la seguí.
Se detuvo en la orilla, señaló con la mano y dijo:
– Al otro lado de esa cala se encuentran Fire Island y el Smith Point County Park, donde acaba de celebrarse la ceremonia en memoria de las víctimas. En la distancia, sobre el horizonte, ese agente vio el combustible del avión que ardía en el agua. Iluminó el mar con su reflector manual, pero lo único que pudo ver fue una superficie tranquila y cristalina. En su informe dijo que no esperaba que ningún superviviente llegase a la costa, al menos no tan pronto y probablemente tampoco tan lejos del lugar del accidente. De todos modos, el agente decidió subir a una duna para tener mejor vista.
Kate se volvió y se dirigió a la duna que se elevaba a nuestras espaldas, que estaba cerca de donde habíamos dejado el coche. La seguí.
Llegamos a la base de la duna.
– Muy bien -dijo-. El oficial rae dijo que vio señales recientes de personas que habían subido o bajado -o subido y bajado- por esta duna. Ese tío no estaba buscando huellas, simplemente buscaba un lugar elevado desde donde poder examinar mejor el océano.
– ¿Significa eso que debo subir a esta duna?
– Sígueme.
Ascendimos a la duna a gatas y los zapatos se me llenaron de arena. Cuando era un detective joven participaba en la reconstrucción de casos, que es algo agotador y que te deja la ropa perdida. Ahora soy más cerebral.
Cuando llegamos a la cima de la duna, Kate dijo:
– Allí, en esa pequeña hondonada que se extiende entre esta duna y la siguiente, nuestro agente encontró una manta.
Ambos descendimos por la suave ladera de arena.
– Aquí -dijo Kate-. Una manta de cama. Si vives por aquí, es probable que tengas una buena manta de algodón para llevar a la playa. La que encontró era una manta de fibra sintética, quizá de un motel o un hotel.
– ¿Alguien investigó en los hoteles y moteles cercanos para ver si encontraban algo?
– Sí, un equipo de la ATTF se encargó de esa tarea. Encontraron varios que utilizaban esa marca de mantas. Fueron estrechando la pista hasta un hotel donde les dijeron que una de las asistentas había informado de que faltaba una manta de una de las habitaciones.
– ¿Cómo se llamaba ese hotel?
– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Quieres reabrir el caso?
– No. Liam Griffith y tú ya me habéis dicho que no es de mi incumbencia.
– Exacto.
– Bien. Por cierto, ¿por qué estamos aquí?
– Pensé que lo encontrarías interesante. Podrías incluirlo en una de tus clases en el John Jay.
– Es una gran idea. Siempre estás pensando en mí.
Kate no dijo nada.
Ahora, por supuesto, el anzuelo estaba en la boca de John Corey, y Kate Mayfield estaba acercando lentamente el pez a la orilla. Creo que así fue como me casé, las dos veces.
Kate continuó hablando:
– Sobre la manta había una pequeña nevera, y en la nevera, según el informe del agente, hielo a medio derretir. En la manta había también dos copas de vino, un sacacorchos y una botella de vino blanco, vacía.
– ¿Qué clase de vino?
– Una botella muy cara de Pouilly-Fumé. Cincuenta pavos en aquellos días.
– ¿Alguien sacó las huellas digitales de la botella? -pregunté.
– Sí. Y también de las copas. Y de la nevera. Un montón de excelentes huellas. Dos juegos diferentes. El FBI se encargó de investigar las huellas, pero no averiguaron nada.
– ¿Lápiz de labios? -pregunté.
– Sí, en una de las copas.
– ¿Alguna señal de que se hubieran mantenido relaciones sexuales en la manta?
– No encontraron semen, tampoco condones -dijo Kate.
– Tal vez practicaron sexo oral y ella se lo tragó.
– Gracias por darme la idea. Muy bien, los forenses encontraron restos de piel de un hombre y una mujer sobre la manta, además de vello corporal, cabellos y vello púbico, de modo que esa pareja estuvo desnuda en algún momento -dijo Kate-. Pero podría haberse tratado del pelo y la piel de otras personas, ya que la manta pertenecía a un hotel -añadió.
– ¿Alguna fibra extraña?
– Montones de ellas. Pero, nuevamente, podían proceder de una docena de dientes diferentes. En la manta también encontraron un poco de vino blanco -dijo Kate.
Asentí. Cualquier cosa que encuentres en la manta de un hotel no es exactamente una buena prueba forense.
– ¿Arena? -pregunté.
– Sí. Una parte de ella aún estaba húmeda. De modo que es posible que se bañaran.
Asentí y le pregunté:
– ¿Ese policía vio algún vehículo que abandonara esta playa?
– Sí, mencionó que había pasado junto a un Ford Explorer, último modelo, de color canela, en Dune Road, que venía de esa dirección. Pero como estaba respondiendo a una emergencia, y no a un delito, no apuntó los datos de la matrícula y tampoco reparó en cuántos ocupantes iban en el vehículo. No se realizó ningún seguimiento.
Asentí. En esa zona, los Ford Explorer, igual que los todo-terreno, eran tan comunes como las gaviotas, de modo que no merecía la pena dedicar tiempo y esfuerzos a buscarlo.
– Bien, eso es todo. ¿Te gustaría hacer una reconstrucción de los hechos de aquella noche?
– En lugar de una reconstrucción verbal de los hechos, podríamos volver a representarlos -dije.
– John, concéntrate.
– Estoy tratando de meterme en el papel.
– Venga. Se está haciendo tarde. Reconstrucción. -Kate sonrió-. Lo representaremos más tarde.
Yo también sonreí.
– De acuerdo. Tenemos a un hombre y una mujer. Es posible que se hayan alojado en un hotel de la zona, cuyo nombre ya averiguaremos. El vino caro indica quizá clase media alta y gente de mediana edad. Deciden ir a la playa y cogen la manta de la cama del hotel. Sin embargo, llevan con ellos una pequeña nevera, de modo que se trataba de una excursión planeada. Ellos conocían o habían oído hablar de este lugar apartado, o simplemente dieron con él. Creo que llegaron aquí a última hora de la tarde o cuando empezaba a anochecer.
– ¿Por qué?
– Bueno, recuerdo dónde me encontraba cuando oí que se había producido el accidente. Era un día soleado y luminoso, y no has mencionado que se hubiesen encontrado rastros de aceite o crema bronceadora en la manta, la botella o las copas de vino.
– Correcto. Continúa.
– Muy bien. De modo que ese hombre y esa mujer, que quizá viajaban en un Ford Explorer, llegaron aquí en algún momento antes de las 20.31, la hora del accidente. Extendieron la manta sobre la arena, abrieron la nevera, sacaron la botella de vino, la abrieron con el sacacorchos, sirvieron las dos copas y se acabaron la botella. En algún momento es posible que se hayan desnudado y pueden o no haber mantenido algún tipo de relación sexual.
Kate no dijo nada y yo continué con mi relato.
– Bien, basándonos en la arena húmeda encontrada en la manta podemos especular que fueron hasta el agua, desnudos o vestidos. En algún momento (a las 20.31 para ser exactos) vieron y oyeron una explosión en el cielo. No sé dónde se encontraban en ese momento, pero al darse cuenta de que ese espectacular suceso congregaría a un montón de gente en la playa, salieron pitando de aquí y desaparecieron antes de que llegara la policía a las 20.46. Es posible que ambos vehículos se cruzaran en la única carretera que lleva a esta playa. Mi suposición es que esas dos personas no eran marido y mujer.
– ¿Por qué?
– Demasiado romántico.
– No seas cínico. Tal vez no estuviesen huyendo. Quizá fueron en busca de ayuda.
– Y siguieron huyendo. No querían que los viesen juntos.
Ella asintió.
– Eso es lo que pensamos todos.
– ¿Quiénes son todos?
– Los agentes del FBI que se encargaron de investigarlo hace cinco años.
– Deja que te haga una pregunta. ¿Qué es lo que hace que esa gente sea tan importante para que el FBI se tomase todas esas molestias?
– Es probable que fuesen testigos presenciales del accidente.
– ¿Y qué? Hubo seiscientos testigos que vieron la explosión. Al menos doscientos de ellos afirmaron haber visto una estela de luz que ascendía hacia el avión antes de la explosión. Si el FBI no creyó a doscientas personas, ¿por qué son tan importantes esos dos desconocidos?
– Oh, lo había olvidado. Un último detalle.
– Ah.
– En la manta también encontraron un cubreobjetivo de plástico perteneciente a una cámara de vídeo.
Dejé que ese dato calara en mi cerebro mientras echaba un vistazo al terreno y al cielo.
– ¿Alguna vez supiste algo de esa gente? -le pregunté.
– No.
– Y nunca sabrás nada. Vamos.
De regreso, volvimos a pasar por Westhampton.
– ¿Vamos a casa? -pregunté.
– Una parada más. Pero sólo si quieres.
– ¿Cuántos «una parada más» quedan?
– Dos.
Miré a la mujer que viajaba junto a mí. Era mi esposa, Kate Mayfield. Menciono este dato porque, unas veces, es la agente especial Mayfield y, otras, tiene conflictos con su identidad.
En ese momento yo diría que era Kate, de modo que era el momento de que yo aclarase algunas cosas.
– Me dijiste que este caso no era de mi incumbencia -señalé-. Luego me has llevado a la playa donde esa pareja, aparentemente, presenció y, tal vez, grabó el accidente. ¿Te importaría explicarme esta evidente contradicción?
– No -dijo Kate-. No es una contradicción. Sólo pensé que te parecería interesante. Estábamos cerca de esa playa y te la he enseñado. Nada más.
– Vale. ¿Qué voy a encontrar interesante en la siguiente parada?
– Ya lo verás cuando lleguemos.
– ¿Quieres que investigue este caso? -pregunté.
– No puedo contestar a eso.
– Bueno… parpadea una vez si es «sí», dos veces si es «no».
– Tienes que entenderlo, John, no puedo implicarme en esto. Soy una agente del FBI. Podrían despedirme.
– ¿Y qué pasa conmigo?
– ¿Te importaría que te despidieran?
– No. Tengo una pensión por tres cuartos de invalidez del Departamento de Policía de Nueva York. Libre de impuestos. Pero no me vuelve loco la idea de trabajar para ti -dije.
– No trabajas para mí. Trabajas conmigo.
– Como sea. ¿Qué quieres que haga?
– Sólo tener los ojos y los oídos abiertos. Luego haz lo que tengas que hacer. Pero no quiero saberlo.
– ¿Qué pasa si me arrestan por meter las narices donde no debo?
– No pueden arrestarte.
– ¿Estás segura?
– Completamente. Soy abogada.
– Tal vez intenten matarme -dije.
– Eso es ridículo.
– No, no lo es. Nuestro ex compañero de equipo de la CIA, Ted Nash, amenazó con matarme un par de veces.
– No me lo creo. De todos modos, está muerto.
– Hay más como él.
Kate se echó a reír.
No era divertido.
– Kate, ¿qué esperas que haga? -insistí.
– Que hagas de este caso tu pasatiempo secreto a tiempo parcial.
Lo que me recordó nuevamente que mi colega de la ATTF me había advertido específicamente sobre hacer eso. Me detuve en el arcén.
– Kate. Mírame.
Ella me miró.
– Cariño, me estás vacilando. No me gusta que lo hagas.
– Lo siento.
– ¿Qué quieres que haga exactamente, cielo?
Ella lo pensó un momento y contestó:
– Sólo que mires y escuches. Luego tú decides lo que quieres hacer. -Sonrió forzadamente y añadió-: Sólo sé John Corey, -Entonces sólo sé Kate.
– Lo intento. Todo esto es tan… confuso. Estoy muy afectada por esto… no quiero que nosotros… que tú te metas en problemas. Pero no me he quitado este caso de la cabeza desde hace cinco años.
– Mucha gente se ha devanado los sesos con él. Pero el caso está cenado. Como la caja de Pandora. Déjalo cerrado.
Kate permaneció unos minutos en silencio y luego dijo suavemente:
– No creo que se haya hecho justicia.
– Fue un accidente. No tiene nada que ver con la justicia -dije.
– ¿Te lo crees de verdad?
– No. Pero si me preocupase por cada caso en el que no se ha hecho justicia, haría años que estaría acudiendo a un psicoanalista.
– Éste no es cualquier caso, y tú lo sabes.
– Exacto. Pero no seré el tío que mete la mano en el fuego para ver si quema. A menos que tú me lo pidas y me des una razón para hacerlo.
– Entonces vamos a casa.
Volví a la carretera y, un par de minutos más tarde, dije:
– De acuerdo. ¿Adónde vamos?
Me indicó que me dirigiese hacia la autopista Montauk, en dirección oeste, luego hacia el sur, en dirección al mar.
El camino terminaba en un área vallada con una puerta provista de una cadena de seguridad y una casilla con un guardia. Los faros delanteros iluminaron un cartel que decía «Puesto de la Guardia Costera de Estados Unidos – Centro Moriches – Área restringida».
Un tío con uniforme de la Guardia Costera y una pistola en su funda salió de la casilla, abrió la puerta y levantó la mano. Detuve el coche.
El tío se acercó y yo exhibí mi credencial de los federales, que apenas si examinó, luego miró a Kate y, sin preguntar cuál era el motivo de nuestra presencia allí, dijo:
– Adelante.
Estaba claro que nos esperaban y todo el mundo, salvo yo, estaba al tanto de lo que sucedía. Pasé a través de la puerta que el guardia había abierto y continué por un camino asfaltado.
Un poco más adelante se alzaba un pintoresco edificio blanco, con el techo rojo abuhardillado y una torre cuadrada que hacía las veces de mirador. Una estructura típica de la vieja Guardia Costera.
– Aparca allí -dijo Kate.
Aparqué en el solar que se extendía delante del edificio, apagué el motor y ambos bajamos del coche.
Seguí a Kate rodeando la parte trasera de la antigua construcción, que miraba hacia el mar. Eché un vistazo a la instalación, profusamente iluminada, que se encontraba en una lengua de tierra que penetraba en Moriches Bay. En la orilla había unos cobertizos y a la derecha de éstos, se extendía un largo muelle donde se veían dos lanchas de la Guardia Costera sujetas a amarres. Una de las lanchas se parecía a la que había participado en la ceremonia que se había celebrado en la playa. Aparte del tío que se encontraba de guardia en la puerta principal, las instalaciones parecían estar desiertas.
– Aquí fue donde se instaló el puesto de mando inmediatamente después de que se produjera el accidente -dijo Kate-. Todas las embarcaciones de rescate llegaban aquí a través de Moriches Bay y depositaban los restos que habían recogido en el mar. Luego, éstos se trasladaban en camiones a un hangar de las instalaciones navales de Calverton para volver a montarlos -añadió-. Y luego traían aquí los cadáveres antes de enviarlos al depósito. -Permaneció en silencio un momento y luego dijo-: Yo trabajé en este lugar, a intervalos, durante dos meses. Estaba alojada en un motel cerca de aquí.
No dije nada, pero pensé en lo que acababa de decirme. Conocía a unos cuantos hombres y mujeres del Departamento de Policía de Nueva York que habían trabajado en este caso día y noche durante semanas y meses, siempre con la maleta a cuestas, teniendo pesadillas con los cadáveres y bebiendo demasiado en los bares cercanos. Nadie, me han dicho, salió del caso sin alguna clase de trauma. Miré a Kate.
Nuestros ojos se encontraron y ella apartó la mirada. Luego dijo:
– Los cuerpos… los trozos de cuerpos… los juguetes de los niños, animales de peluche, muñecas, maletas, mochilas… un montón de gente joven que viajaba a París para sus cursos de verano. Una chica llevaba dinero metido en los calcetines. Una de las lanchas de rescate pescó un pequeño joyero, y dentro había una alianza de compromiso. Alguien viajaba a París para una pedida de mano…
Rodeé a Kate con el brazo y ella apoyó la cabeza sobre mi hombro. Permanecimos así durante unos minutos contemplando la bahía. Es una mujer dura, pero hasta los más duros se sienten abrumados a veces.
Kate se irguió y dejé que se apartara de mí. Echó a andar en dirección al muelle y continuó hablando mientras caminaba.
– Cuando llegué aquí, el día después de la catástrofe, este lugar estaba a punto de ser cerrado y no tenía ninguna clase de mantenimiento. Las hierbas me llegaban a la cintura. Pocos días más larde, lodo el lugar estaba lleno de camiones de mudanza, camionetas del departamento forense, ambulancias, una enorme tienda de la Cruz Roja, camiones, morgues móviles… disponíamos de duchas portátiles para quitar los… contaminantes… Aproximadamente una semana más tarde construyeron esas dos zonas asfaltadas para que pudiesen aterrizar los helicópteros. Fue una buena respuesta. Una respuesta excelente. Me sentía orgullosa de trabajar con esa gente. La Guardia Costera, el Departamento de Policía de Nueva York, la policía local y estatal, la Cruz Roja y un montón de pescadores de la zona trabajaron día y noche sin parar para encontrar cadáveres y restos del avión… Fue algo asombroso. -Me miró y añadió-: Somos buena gente. ¿Sabes? Somos egoístas, egocéntricos y engreídos. Pero cuando el ventilador esparce mierda, sacamos lo mejor de nosotros.
Asentí.
Llegamos al final del muelle y Kate señaló hacia el oeste, en dirección al lugar donde hacía exactamente cinco años el vuelo 800 de la TWA había explotado sobre el océano.
– Si fue un accidente, entonces fue un accidente, y la gente de Boeing y de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte y todas las personas implicadas en la seguridad aérea pueden trabajar para evitar que no se repita el fallo que causó el accidente, y quizá nadie más tenga que preocuparse por la posibilidad de que un depósito central de combustible estalle en pleno vuelo -dijo Kate. Luego inspiró profundamente y añadió-: Pero si fue un asesinato, entonces tenemos que confirmarlo antes de buscar justicia.
Pensé un momento en lo que acababa de decir antes de contestarle.
– He buscado asesinos cuando casi nadie pensaba que se había cometido un crimen.
Kate asintió y me preguntó:
– Pero ¿qué sucede cuando cierran el caso? ¿Sigues buscando al asesino?
– Sí.
– ¿Y has tenido suerte?
– Una vez. Aparecen pistas inesperadas años más tarde. Reabres el caso. ¿Tú encontraste algo? -le pregunté.
– Tal vez -dijo-.Te encontré a ti… -añadió con una sonrisa.
Yo también sonreí.
– No soy tan bueno.
– Lo bueno es que puedes ver este caso con la mirada fresca y la mente despejada. Todos nosotros vivimos este caso durante un año y medio hasta que decidieron cerrarlo, y creo que nos vimos superados por la magnitud de la tragedia y el impresionante papeleo. Los informes forenses, las teorías contradictorias, los conflictos internos, las presiones exteriores y la locura de los medios de comunicación. Hay un atajo a través de toda esta mierda. Alguien tiene que encontrarlo.
En verdad, la mayoría de los casos que he conseguido resolver fueron consecuencia de un trabajo policial rutinario y laborioso, informes forenses y todo el rollo. Pero, en ocasiones, la resolución de un caso estaba directamente relacionada con el afortunado descubrimiento de la llave de oro que abría la puerta del breve sendero que cruzaba la mierda. Esas cosas suceden, pero no en casos como éste.
Kate desvió la mirada del agua y volvió a mirar hacia el puesto de la Guardia Costera. A través de las ventanas se veían luces encendidas, pero no vi ningún signo de actividad en el interior.
– Todo está muy tranquilo en este lugar -dije.
– Aquí no hay prácticamente ninguna actividad -dijo Kate-. Este lugar fue construido a comienzos de la segunda guerra mundial para cazar a los submarinos alemanes que merodeaban cerca de la costa. Pero aquella guerra acabó, la guerra fría también acabó y el accidente del vuelo 800 de la TWA se produjo hace ya cinco años. Lo único que podría mantener este lugar en activo sería una amenaza o un ataque terrorista.
– Correcto. Pero no queremos inventarnos uno.
– No. Pero has trabajado en la ATTF el tiempo suficiente para saber que allí fuera existe una amenaza concreta a la que ni el gobierno ni la gente le presta atención.
No contesté.
Kate continuó hablando:
– Cerca de aquí tienes el laboratorio de investigación biológica de Plum Island, el Laboratorio Nacional Brookhaven, la base de submarinos de Groton y la planta nuclear de New London, al otro lado del canal de Long Island -dijo-. Y no debemos olvidar el ataque contra el World Trade Center en febrero de 1993.
– Y no debemos olvidar al señor Asad Khalil, que aún quiere matarme. Matarnos -dije.
Kate permaneció en silencio durante un momento y miró hacia adelante antes de contestar.
– Tengo la sensación de que existe una amenaza inminente allí fuera. Algo mucho más grande que Asad Khalil.
– Espero que no. Ese tío era el cabrón más grande y malvado con el que me he topado nunca.
– ¿De verdad? ¿Y qué me dices de Osama bin Laden?
No se me dan bien los nombres árabes, pero a ése lo conocía. De hecho, había un cartel de búsqueda de ese tío colgado en la cafetería de la ATTE -
Sí -contesté-, el tío que estuvo detrás del ataque al USS Cole, en Yemen.
– Osama bin Laden también fue el responsable del ataque con explosivos al cuartel del ejército norteamericano en Riad, Arabia Saudí, en noviembre de 1995, que acabó con la vida de cinco soldados. Luego, en junio de 1996, estuvo detrás del atentado contra el complejo de apartamentos de las Torres Khobar en Dahran, Arabia Saudí, donde se alojaba personal militar estadounidense. Diecinueve muertos. Fue el cerebro de los atentados contra las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania en agosto de 1998, que provocaron 224 muertos y causaron unos cinco mil heridos. Y lo último que oímos de él fue hace nueve meses, el ataque contra el USS Cole en octubre de 2000, que mató a diecisiete marines. Osama bin Laden.
– ¿Qué ha hecho desde entonces?
– Vivir en Afganistán.
– ¿Retirado?
– No creo -dijo Kate.
Echamos a andar de regreso al coche.
– ¿Ahora adónde? -le pregunté a Kate.
– Aún no hemos acabado aquí.
Yo había pensado que ésta había sido sólo una parada conmemorativa para Kate y un lugar para que yo me inspirase. Aparentemente había más.
– Querrás entrevistar a uno de los testigos -dijo ella.
– Me gustaría entrevistar a muchos testigos.
– Esta noche tendrás que conformarte con uno. -Se dirigió hacia una puerta trasera que había en el edificio de la Guardia Costera-. Eso te llevará al mirador de la torre. Ultimo piso.
Por lo visto, ella no tenía intención de acompañarme, de modo que abrí la puerta mosquitera que había en la base de la torre y encontré la escalera.
Comencé a subir. Cuatro pisos, lo que me recordó el edificio de cinco pisos sin ascensor en el Lower East Side de Manhattan donde crecí. Odio las escaleras.
El último tramo de la escalera daba justo en medio del mirador. La habitación no estaba iluminada pero pude distinguir unas cuantas mesas y sillas, un escritorio con teléfonos y una radio militar que brillaba y zumbaba en la silenciosa habitación.
A través de las ventanas panorámicas del mirador vi un pasillo exterior con barandilla que rodeaba la torre cuadrada.
No parecía que hubiese nadie más que yo en ese lugar, y pensé que quizá me encontraba en el mirador equivocado, aunque sólo había uno.
Abrí una puerta mosquitera y salí al exterior.
Era una hermosa noche, más hermosa aún allí arriba. Rodeé la torre cuadrada y me detuve en la esquina suroeste. Al otro lado de Moriches Bay podía ver las islas de arrecife y Moriches Bay, que separa Fire Island de las dunas de Westhampton y el Cupsogue Beach County Park, donde, en la jerga de la policía, alguien estuvo jodiendo con su chati en la playa y quizá grabó en una cinta de vídeo una prueba que podría reabrir este caso de par en par.
Más allá de las islas de arrecife se extendía el océano Atlántico, donde veía las luces de pequeñas embarcaciones y grandes barcos. El cielo estaba tachonado de estrellas titilantes y alcancé a ver las luces de dos aviones que se dirigían hacia el este y el oeste, a lo largo de la costa.
Me concentré en el avión que se dirigía hacia el este y observé cuando orientó su rumbo en dirección a Smith Point County Park, en Fire Island. Ascendía lentamente a unos tres o cuatro mil metros y aproximadamente a diez o doce kilómetros de la costa. Había sido allí donde el vuelo 800 de la TWA, siguiendo el rumbo normal de vuelo al despegar del Aeropuerto Kennedy, había estallado súbitamente en el aire.
Intenté imaginar qué fue lo que doscientas personas vieron que surgía del agua y se dirigía hacia el avión.
Tal vez estaba a punto de conocer a una de esas personas… o a otra.
Regresé al mirador y me senté en el sillón giratorio que había junto al escritorio que daba a la escalera. Unos minutos más tarde oí pisadas que hacían crujir los desgastados escalones. Por hábito, y porque estaba solo, saqué mi Smith & Wesson 38 de la funda que llevaba en el tobillo y me lo guardé en la parte trasera de la cintura, debajo de la camisa. Vi la cabeza y los hombros de un hombre que emergía de la escalera, de espaldas a mí. Entró en la habitación, echó un vistazo y me vio.
A pesar de la escasa luz pude ver que rondaba los sesenta años, era alto, bien parecido, tenía el pelo corto y canoso y vestía pantalones marrones y una chaqueta azul. Tuve la impresión de que el tío era militar.
Se acercó a mí y me puse de pie.
– Señor Corey, soy Tom Spruck -dijo estrechándome la mano-. Me han pedido que hable con usted.
– ¿Quién?
– No estoy autorizado a darle esa información.
– Entonces yo tampoco estoy autorizado a hablar con usted.
Pareció molesto por el hecho de que los preliminares no estuviesen saliendo bien.
– La señorita Mayfield -dijo bruscamente.
En realidad era la señora Mayfield, o la agente especial Mayfield, o la señora Corey en ocasiones, pero ése no era su problema. En cualquier caso, el tío era sin duda militar. Probablemente un oficial. La agente especial Mayfield sabía escoger a un buen testigo.
Yo permanecía en silencio, de modo que fue él quien comenzó a hablar.
– Yo fui testigo de lo que sucedió el 17 de julio de 1996. Pero eso usted ya lo sabe.
Asentí.
– ¿Quiere que nos quedemos aquí o prefiere que salgamos afuera? -preguntó.
– Aquí. Tome asiento -dije.
Acercó un sillón giratorio al escritorio y se sentó.
– ¿Por dónde le gustaría que empiece? -preguntó.
Me senté detrás del escritorio y contesté:
– Hábleme un poco de usted, señor Spruck.
– De acuerdo. Soy un ex oficial de Marina, graduado en Annapolis, retirado con el grado de capitán. Fui piloto de Phantom F-4 en un portaaviones. Entre 1969 y 1972 realicé ciento quince misiones en tres despliegues diferentes sobre Vietnam del Norte.
– De modo que sabe muy bien qué aspecto tienen los artefactos pirotécnicos sobre el agua al anochecer -señalé.
– Por supuesto.
– Bien. ¿Qué aspecto tenían el 17 de julio de 1996?
Miró hacia el océano a través del ventanal y dijo:
– Yo estaba en mi pequeño balandro porque todos los miércoles por la noche disputamos una regata entre amigos en la bahía.
– ¿Quiénes participaban?
– Pertenezco al Westhampton Yacht Squadron de Moriches Bay y habíamos acabado la regata aproximadamente a las 20.00 horas. Todo el mundo recogió sus cosas y regresó al club para disfrutar de una barbacoa, pero yo decidí continuar navegando un poco más por Moriches Bay en dirección al océano.
– ¿Por qué?
– El mar estaba inusualmente tranquilo y soplaba un viento de seis nudos. No siempre te encuentras con esas condiciones para aventurarte a salir a mar abierto con una embarcación pequeña como la mía -dijo. Luego continuó-: Aproximadamente a las 20.20 horas había superado la cala y me encontraba en alta mar. Puse rumbo al oeste, siguiendo la línea de la costa de Fire Island, frente a Smith Point County Park.
– Permítame que le interrumpa. ¿Lo que me está contando son datos públicos?
– Es lo que le conté al FBI. No sé si es público o no.
– ¿Hizo alguna vez alguna declaración pública después de que hablase con el FBI?
– No -dijo-. Me dijeron que no lo hiciera.
– ¿Quién se lo dijo?
– Los agentes que me entrevistaron la primera vez, luego otros agentes del FBI en entrevistas posteriores.
– Comprendo. ¿Y quién fue el agente que primero le entrevistó?
– Su esposa.
Kate no era mi esposa en aquella época, pero asentí.
– Por favor, continúe -dije.
Spruck volvió a mirar el mar y continuó con su relato de los hechos.
– Estaba sentado en mi balandro controlando la orza, que es como pasas la mayor parte del tiempo en un velero. Todo estaba muy silencioso y tranquilo, y yo disfrutaba del momento. El sol se ponía oficialmente a las 20.21 horas, pero el crepúsculo náutico se produciría aproximadamente a las 20.45 horas. Eché un vistazo al reloj, que era digital, exacto y luminoso, y comprobé que eran las 20.30 horas y quince segundos. Entonces decidí virar y regresar a la cala antes de que cayera la noche.
El capitán Spruck hizo una pausa y en sus ojos había una mirada reflexiva. Dejé que pensara y, después de un minuto, añadió:
– Alcé la vista hacia la vela y algo en el cielo, en dirección suroeste, captó mi atención. Era una brillante estela de luz que se elevaba hacia el cielo. La luz era de color rojizo anaranjado y pudo haber surgido de algún punto más allá del horizonte.
– ¿Alcanzó a oír algo?
– Nada. Calculé que esa estela luminosa se desplazaba hacia el nordeste, es decir, que procedía del océano, en dirección a tierra firme y ligeramente hacia mi posición. Ascendía describiendo un ángulo pronunciado, tal vez de 35 o 40 grados. Parecía estar acelerando, aunque resulta difícil afirmarlo debido a los ángulos y a la falta de referencias firmes. Pero si tuviese que calcular la velocidad que llevaba, yo diría que cerca de cien nudos.
– Y usted dedujo todo eso en… ¿cuántos segundos?
– En unos tres segundos. En la cabina de un cazabombardero sólo dispones de cinco segundos.
Conté mentalmente hasta tres y me di cuenta de que era más tiempo del que tienes para esquivar una bala.
El capitán Spruck añadió:
– Pero como les dije a los agentes del FBI en su momento, había demasiadas variables e incógnitas para que yo pudiese estar completamente seguro de mis cálculos. No sabía cuál era el punto de origen de ese objeto, o su tamaño exacto o la distancia a la que se hallaba de mí, de modo que la velocidad que llevaba era sólo una especulación.
– ¿De modo que no está realmente seguro de lo que vio aquel atardecer?
– Yo sé lo que vi aquella noche. -Miró a través de la ventana y añadió-: He visto suficientes misiles tierra-aire enemigos dirigiéndose hacia mí y mis compañeros de escuadrón como para saber lo que son esos chismes. -Sonrió brevemente y dijo-: Cuando vienen hacia ti, parecen más grandes, más veloces de lo que son y estar más cerca de lo que realmente están. Tienes que dividir por dos -añadió.
Sonreí ante su último comentario.
– En una ocasión me apuntaron con una pequeña Beretta que yo creí que era un Magnum 357 -dije.
Él asintió.
– Pero ¿usted no tiene duda de que fue una estela de luz roja lo que vio surcar el cielo aquella noche? -pregunté.
– Estoy completamente seguro. Una estela de luz brillante de color rojizo anaranjado, y en el extremo de esa luz había un punto blanco, incandescente, lo que me sugirió que estaba viendo probablemente el punto de ignición de un propulsor de combustible sólido seguido de la estela de combustión.
– ¿En serio?
– En serio.
– Pero ¿alcanzó a ver… el proyectil?
– No.
– ¿Humo?
– Un hilo de humo blanco.
– ¿Vio usted ese avión… el 747 que posteriormente explotó en el aire?
– Lo vi un momento antes de advertir la presencia de esa estela de luz. Alcancé a ver el destello… la última luz del ocaso reflejándose en la superficie de aluminio, y vi también las luces del avión, cuatro estelas de vapor blancas y la silueta de la parte elevada de un Jumbo.
– Muy bien… volvamos a esa estela de luz.
– Para entonces yo estaba de pie en el telero y observaba cómo esa estela de luz roja y anaranjada continuaba elevándose en el cielo…
– Perdón. ¿Cuál fue su primera impresión?
– Mi primera, segunda y duradera impresión fue que se trataba de un misil tierra-aire.
Yo había estado tratando de evitar por todos los medios la palabra con «M», pero allí estaba.
– ¿Por qué? ¿Por qué no una estrella fugaz? ¿Un relámpago? ¿Un cohete?
– Era un misil tierra-aire.
– La mayoría de la gente dijo que su primera impresión fue que se trataba de un cohete del 4 de julio…
– No sólo era un misil, era un misil teledirigido. Describía una trayectoria en zigzag a medida que ascendía, como si estuviese corrigiendo su curso, luego pareció reducir la velocidad durante medio segundo y efectuó un giro pronunciado hacia el este, hacia mi posición, y después pareció desaparecer, tal vez detrás de una nube, o quizá había agotado su combustible y se había vuelto balístico, o tal vez en ese momento mi visión se vio bloqueada por su objetivo.
El objetivo. Un Boeing 747 de la TWA, designado como Vuelo 800 con destino a París, con 230 personas a bordo entre pasajeros y tripulación, había sido el objetivo.
Ambos permanecimos en silencio y yo me dediqué a evaluar las declaraciones del capitán Thomas Spruck. Y tal como nos han enseñado a hacer, consideré su comportamiento general, su apariencia de veracidad y su inteligencia. El capitán Spruck había conseguido una alta puntuación en todas las categorías relativas a la credibilidad de un testigo. Los buenos testigos, sin embargo, a veces acaban desbarrando, como aquella ocasión en la que un hombre muy inteligente que comenzó siendo un excelente testigo presencial en un caso de desaparición, acabó su declaración con su teoría de que la persona desaparecida había sido abducida por extraterrestres. En mi informe, yo había señalado debidamente esa explicación con un asterisco explicando que no estaba completamente convencido.
Los testigos también van aclarando sus impresiones durante los interrogatorios, de modo que le pregunté al capitán Spruck:
– Dígame otra vez a qué distancia de usted se encontraba ese objeto.
Él no parecía tener demasiada prisa en llegar a la parte en que el 747 explotó en el cielo, lo que era una buena señal, y contestó pacientemente:
– Como ya he dicho, creo, pero no puedo estar completamente seguro, que emergió sobre el horizonte, lo que vendría a ser, aproximadamente, a unas seis millas de mi posición, con el mar en calma. Pero, por supuesto, podría haber sido más lejos.
– De modo que no alcanzó a ver un punto inicial de… digamos, ¿lanzamiento?
– No.
– ¿Cómo habría sido eso? Quiero decir, ¿qué cantidad de luz habría producido?
– Mucha. Yo habría sido capaz de ver el resplandor iluminando el horizonte aunque lo hubiesen lanzado a quince o treinta kilómetros de donde yo me encontraba en aquel momento.
– Pero ¿no lo vio?
– Para ser sincero, no sé qué fue lo que captó primero mi atención, si el resplandor de un lanzamiento o la estela de luz que se elevaba desde el horizonte.
– ¿Y no oyó nada?
– No. El lanzamiento de un misil no es tan ruidoso, especialmente desde cierta distancia, con el viento soplando en contra.
– Entiendo. ¿Y a qué altura se encontraba ese objeto cuando usted lo reconoció como una estela de luz que ascendía hacia el cielo?
– No puedo decirlo a menos que conozca la distancia. La altura es un producto de la distancia y el ángulo con respecto al horizonte. Simple trigonometría.
– Correcto. -Yo me encontraba un poco fuera de mi elemento, pero las técnicas de interrogación seguían siendo las mismas-. Deme un cálculo aproximado.
Spruck pensó durante un momento y luego dijo:
– Tal vez entre quinientos y mil metros por encima de la superficie del mar cuando lo vi por primera vez. Esta impresión inicial se vio reforzada cuando observé cómo ascendía, y entonces fue cuando pude calcular hasta cierto punto su velocidad y ¡limbo de vuelo, su dirección. Ascendía en línea recta más que en arco, con pequeñas correcciones en zigzag, y luego describió un giro preciso cuando orientó su mira.
– ¿Sobre qué?
– Su objetivo.
– Muy bien… -dije-. ¿Vio alguna vez esa animación de la CIA acerca de lo que ellos creen que pasó aquella noche? -pregunté.
– Sí. Tengo una copia.
– Necesito conseguir una. Muy bien, en esa animación dicen que los gases acumulados en el depósito de combustible central del avión hicieron explosión de forma accidental como consecuencia de un cortocircuito. ¿Correcto? Y lo que todos los testigos presenciales vieron fue un chorro de combustible incandescente que salía de un tanque del ala y caía desde el aparato (no una estela de luz que ascendía) hacia el avión. En otras palabras, la gente lo captó al revés. Oyeron una explosión antes de verla, luego alzaron la vista y confundieron el chorro de combustible ardiendo con un cohete que ascendía hacia el avión. ¿Qué me dice?
El capitán Spruck me miró, después apuntó su pulgar hacia el aire y me preguntó:
– Esto es arriba. ¿Verdad?
– La última vez que lo comprobé sí -dije-. La otra posibilidad, que también se mostraba en esa animación, es que el avión continuase ascendiendo unos cuantos centenares de metros, y lo que los testigos vieron en realidad fue al avión en llamas elevándose en el cielo, un hecho que a la gente que estaba en tierra le pareció la estela de luz de un misil que ascendía hacia el avión. ¿Usted qué piensa? -le pregunté.
– Pienso que conozco perfectamente la diferencia entre una estela de luz, que está acelerando y ascendiendo, dejando un hilo de humo blanco, y un avión en llamas en sus últimos estertores. He visto ambas cosas.
Nuestras miradas se encontraron y me pregunté si el capitán Spruck estaba tan impresionado conmigo como yo lo estaba con él. Tenía la inquietante sensación de que la agente especial Mayfield había hecho un trabajo mucho mejor que el mío interrogando al capitán Spruck.
– ¿Es éste, básicamente, el mismo testimonio que usted dio a la señora Mayfield?
– Sí.
– ¿Le hizo buenas preguntas?
Me miró como si acabase de hacerle una pregunta estúpida, pero me respondió educadamente.
– Sí. -Y añadió-: Repasamos toda la secuencia de los acontecimientos durante más de una hora. Luego ella me dijo que regresaría y que, por favor, pensase en lo que había visto y la llamase si recordaba alguna otra cosa.
– ¿Y usted lo hizo?
– No. Dos hombres (agentes del FBI) me visitaron al día siguiente y me dijeron que pensaban hacer una entrevista complementaria y que la agente Mayfield estaba interrogando a otros testigos. Aparentemente, ella se dedicaba a hacer las entrevistas iniciales… había entre seiscientos y ochocientos testigos según un informe aparecido en las noticias, y aproximadamente doscientos de ellos vieron la estela de luz. Los otros sólo vieron la explosión.
– Sí, yo también lo leí. Y esos dos tíos… ¿consiguió averiguar sus nombres?
– Sí. Y también me dieron sus tarjetas.
El capitán Spruck sacó del bolsillo dos tarjetas y me las entregó. Encendí la luz de la lámpara que había en el escritorio y leí el nombre que figuraba en la primera. «Liam Griffith.» Me sorprendió, pero no demasiado. La segunda tarjeta, en cambio, sí me sorprendió. Era una tarjeta del FBI, pero el nombre que constaba en ella era el de un tío de la CIA. El señor Ted Nash, para ser precisos. Era el primer sujeto con quien me había encontrado en el caso de Plum Island, y con quien trabajé en el caso de Asad Khalil. Ted tenía muchos hábitos irritantes, pero había dos que destacaban por encima de los demás. El primero era su bolsillo repleto de tarjetas comerciales que lo identificaban como empleado de cualquier agencia del gobierno que se adaptase a sus propósitos o su ánimo del momento, y su segundo hábito irritante eran sus veladas amenazas de despedirme cada vez que yo le hacía enfadar, algo que era fácil y frecuente. En cualquier caso, Ted y yo habíamos dejado atrás nuestras diferencias, principalmente porque Ted estaba muerto.
– ¿Puedo quedarme con estas tarjetas? -le pregunté al capitán Spruck.
– Por supuesto. La señorita Mayfield me dijo que podía dárselas.
– Bien. ¿Y tiene la tarjeta de la señora Mayfield?
– No. El señor Nash se llevó su tarjeta.
– ¿En serio? Muy bien, ¿de qué le hablaron esos dos sujetos?
– Habían escuchado la cinta con las declaraciones que había hecho ante la señorita Mayfield y dijeron que querían volver sobre ellas.
– ¿Y en algún momento le entregaron una copia con la transcripción de la entrevista grabada para que usted la firmase?
– No, nunca.
«Eso no es lo habitual», pensé.
– Muy bien, esos tíos llevaban una grabadora, ¿verdad? -dije.
– Sí. Básicamente querían que repitiese lo que había declarado el día anterior.
– ¿Y usted lo hizo?
– Así es. Ellos intentaron encontrar contradicciones en lo que yo les decía y lo que le había dicho a la señorita Mayfield el día anterior.
– ¿Y las encontraron?
– No.
– ¿Le preguntaron si había estado bebiendo o ingiriendo alguna droga?
– Sí. Les dije que esa pregunta me parecía insultante. No tomo drogas y jamás salgo a navegar si he estado bebiendo.
– Yo sólo bebo cuando estoy acompañado o cuando estoy solo -dije para aliviar la tensión.
Le llevó tres segundos captar la broma y esbozó una sonrisa.
– En otras palabras -dije-, y no quiero que las interprete como algo peyorativo, trataron de desmontar su declaración.
– Supongo que sí. Me explicaron que era su trabajo hacer eso en el caso de que alguna vez rae citaran a declarar ante un tribunal.
– Eso es cierto. ¿Y cómo acabó la entrevista?
– Dijeron que volverían a ponerse en contacto conmigo y, mientras tanto, me aconsejaron seriamente que no hiciera ninguna declaración pública a los medios de comunicación ni se lo dijera a nadie en particular. Accedí a ello.
– ¿Volvió a verlos?
– Sí. Una semana más tarde. Con ellos venía un tercer hombre al que me presentaron como un tal señor Brown, de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte, aunque nunca me dio su tarjeta.
– ¿Y de qué hablaron en esa ocasión?
– De lo mismo. Repasamos mis declaraciones anteriores durante cerca de una hora (tiempo demasiado largo para un hecho que se produjo en menos de dos minutos) y grabaron nuevamente mi entrevista; trataron de nuevo de encontrar contradicciones en mi testimonio. Pero, en esta ocasión, me informaron de que pensaban que la explosión podía haber sido un accidente, provocado por una avería mecánica.
– ¿Qué clase de avería mecánica?
– No lo dijeron y yo tampoco lo pregunté.
– ¿Por qué?
– Porque yo sé lo que vi aquella noche.
– De acuerdo. De modo que usted está diciendo que lo que vio aquella noche (una estela de luz, posiblemente el rastro de ignición de un misil) y la posterior explosión del avión estaban relacionados.
– En realidad, yo nunca dije eso. ¿Cómo podría hacerlo? Si hubiese estado en un avión que volase a la misma altura, y a pocos kilómetros del 747, entonces quizá podría decir con un alto grado de certeza que realmente vi que un misil impactaba en el 747. Pero no puedo decir eso.
– Aprecio que se ciña a los hechos. De modo que, tal vez, esa estela de luz y la explosión del avión fuesen una coincidencia.
– Una coincidencia muy rara.
– Y, sin embargo, podría ser. ¿Cómo quedaron las cosas con esos tíos?
– Para entonces yo también tenía algunas preguntas que hacerles. Les pregunté por los avistamientos del radar, acerca de los otros testigos presenciales, sobre las maniobras militares que se estaban realizando en el océano aquella noche…
– ¿Qué maniobras militares?
– La noticia apareció en todos los medios. En el océano hay una zona militar de varios miles de kilómetros cuadrados llamada W-105, y aquella noche estaba activa para realizar maniobras.
– Sí, ahora lo recuerdo. ¿Y esos tíos contestaron a alguna de sus preguntas?
– No. Dijeron que no estaban autorizados a hablar sobre nada que estuviera relacionado con el incidente mientras se desarrollara la investigación.
– Eso es verdad. ¿Fueron amables al despedirse?
– Fueron educados, pero distantes -dijo-. Ese tío llamado Nash, sin embargo, no se mostró muy amable. Fue…
– ¿Condescendiente?-sugerí-. ¿Irritante? ¿Un capullo?
– Algo así.
Ése era mi Ted, que su alma se sienta como en casa allí donde se encuentre. Sólo Ted Nash podía conseguir que un graduado de Annapolis y piloto de caza veterano de guerra se sintiera incómodo.
– ¿Qué le dijeron antes de marcharse? -le pregunté al capitán Spruck.
– Volvieron a aconsejarme que no hiciera declaraciones públicas y dijeron que estarían en contacto conmigo.
– ¿Lo hicieron?
– No.
– Apostaría a que si usted hubiera hecho alguna declaración pública, ellos se habrían presentado ante su puerta muy pronto.
– Ellos entendieron que en mi posición, es decir, como oficial en la reserva activa, haría lo que el gobierno me pidiese.
Asentí antes de hacerle otra pregunta.
– O sea, ¿que usted dejó las cosas de ese modo? Quiero decir, ¿en su mente?
– Bueno… Supuse que la investigación seguiría adelante y que, si me necesitaban para algo, me llamarían. Había muchos otros testigos… Y después comenzaron a recuperar las partes del avión y a montarlo en Calverton… Imaginé que se estaban acercando a la verdad de lo que había sucedido aquella noche… Los agentes del FBI seguían interrogando a todo el mundo por aquí, preguntando por la presencia de sospechosos, gente que hubiese sacado embarcaciones de los puertos deportivos aquella noche, comprobaciones de los antecedentes de los pasajeros del avión… lo seguí todo por las noticias… fue una investigación masiva de todas las posibilidades imaginables… de modo que decidí esperar. Y sigo esperando -añadió.
– El caso está cerrado -le informé-. No volverá a oír hablar de él nunca más.
– Lo acabo de oír de su esposa -dijo-. Y ahora de usted.
– No, no lo ha hecho.
Asintió.
– Durante años he estado tentado de llamar a Griffith o a Nash -dijo.
– Nash está muerto -le dije.
Pareció sorprenderse, pero no dijo nada.
– Y, si fuese usted, no llamaría a Liam Griffith.
Asintió otra vez.
– Saldré un momento fuera -dije-. Puede acompañarme o marcharse.
Abrí la puerta mosquitera y salí al pasadizo. Apoyé las manos en la barandilla, de espaldas a la puerta. Siempre es una buena idea dar un pequeño respiro a un testigo amistoso y la oportunidad de que reflexione sobre aquello en lo que él o ella se están metiendo. Y era una oportunidad para mí, también, de pensar en lo mismo.
La brisa era más fuerte y la temperatura estaba descendiendo. Miré el océano hacia la zona donde el vuelo 800 de la TWA que se dirigía a París había acabado súbitamente convertido en una enorme bola de fuego. Era una verdadera lástima, pensé, que ningún miembro de la Guardia Costera hubiese estado allí para verlo todo. Pero, aquella noche, el capitán Thomas Spruck había estado fuera de la cala y había visto lo que ocurrió. Y no parecía importar.
Oí que la puerta mosquitera se abría detrás de mí y, sin volverme, le pregunté al capitán Spruck:
– ¿Cree que fue un ejercicio de unas maniobras militares que salió mal?
– No.
– ¿Por qué no? ¿No fue acaso una de las teorías más fuertes de aquellos días?
El capitán Spruck se colocó a mi lado.
– Es absolutamente imposible encubrir un accidente de esa magnitud -dijo-. Cientos de marineros y aviadores tendrían que haber participado en el encubrimiento de un lanzamiento accidental o mal dirigido de un misil.
No contesté y él añadió:
– Los marineros, por lo general, hablan demasiado cuando están sobrios. Cuando han bebido unas cuantas copas pueden llegar a contar a todos los que se encuentran en el bar sus instrucciones de navegación, la fuerza y las capacidades de la flota y cualquier otra cosa que sepan. ¿De dónde cree que viene la expresión «Las lenguas sueltas hunden barcos»?
– De acuerdo, si yo dijese terroristas árabes, ¿usted qué pensaría?
– Si ni siquiera pude ver de dónde había salido el misil, ¿cómo voy a saber la raza o la religión de las personas que lo dispararon?
– Buena pregunta. ¿Y si le dijese algún grupo que quería dañar a Estados Unidos?
– Entonces yo le contestaría que justo detrás del 747 de la TWA volaba un 747 de El Al, y ese vuelo había salido con retraso y pudo haber sido el objetivo elegido.
– ¿En serio? No recuerdo ese dato.
– Salió en todos los periódicos. Otra teoría -añadió.
– Exacto. Tenemos un montón de teorías.
El capitán Spruck me preguntó:
– ¿Quiere que le hable de la explosión?
– Sí, pero no estoy tan interesado en la explosión como en esa estela de luz. Una estela de luz que asciende hacia un avión que explota por accidente es mucho más interesante. Permítame que le pregunte algo. Ya han pasado cinco años desde que vio lo que vio. Desde entonces ha visto y leído un montón de cosas acerca de ese accidente. ¿Correcto? ¿Hay algo que le haya hecho cambiar de idea, o quizá reconsiderar su declaración? Ya sabe… que quizá cometió algún error, o que lo que vio podría tener una explicación diferente, y ahora está, digamos, aferrado a su primera declaración y no desea retractarse porque eso le haría parecer un poco menos inteligente. ¿Entiende?
– Entiendo. No estoy siendo egocéntrico u obstinado, señor Corey, pero sé muy bien lo que vi hace cinco años. Dieciséis horas después, la señorita Corey estaba sentada en mi sala de estar preguntándome por lo que había visto. En aquel momento, yo no había oído la versión del accidente de ninguno de los otros testigos, nada que hubiese podido influir en la percepción de lo que vi aquella noche sobre el mar.
– Pero para entonces en las noticias se hablaba de personas que habían visto una estela de luz en el cielo.
– Sí, pero inmediatamente después del incidente, llamé por mi teléfono móvil al puesto de la Guardia Costera en el centro de Moriches Bay. Informé de todo lo que había visto, incluyendo la estela de luz. En ese momento, que yo sepa, era la única persona en el planeta que había visto lo que vi.
– Bien argumentado.
– Insistí en ese punto a los agentes del FBI, que no cesaban de repetirme que mis percepciones podrían haberse visto distorsionadas por los datos que aparecían en las noticias. ¿Cómo diablos podía estar distorsionada por informes posteriores mi comunicación inmediata con la Guardia Costera? Mi llamada al puesto de la Guardia Costera consta en el archivo, aunque nunca se me permitió ver qué escribió el oficial de guardia aquella noche.
«El oficial probablemente escribió: "llamada de un chiflado", -pensé-, pero los acontecimientos y llamadas posteriores hicieron que borrase esa inscripción del libro.» El capitán Spruck continuó:
– Además, soy uno de los dos únicos testigos, que yo sepa, que ha visto realmente un misil tierra-aire, en vivo y en directo, personalmente y de cerca.
Este tío era perfecto. Demasiado perfecto. «No seas cínico, John», me dije.
– ¿Quién es el otro tío que ha visto un misil tierra-aire en vivo y en directo? -le pregunté.
– Un hombre que era técnico electrónico militar. Hizo una declaración pública que coincide con mi declaración privada.
– ¿Lo conoce?
– No. Sólo leí su declaración en la prensa -dijo Spruck-. Estaba frustrado por la dirección que había tomado la investigación y por el hecho de que no se diera importancia a su relato como testigo presencial de los hechos, de modo que decidió hacerlo público.
– ¿Cómo se llamaba?
– Su esposa puede decírselo. O puede averiguarlo.
– De acuerdo.
– No necesitaba esto -siguió hablando el capitán-. No había nada que me impulsara a hablar de esa estela de luz. Podría haberme limitado a llamar al puesto de la Guardia Costera para informar de lo que pensaba que era la caída de un avión y darles la ubicación aproximada del accidente, que fue lo primero que hice. Pero luego describí la estela de luz y el oficial de guardia empezó a ponerse un poco raro conmigo. Le di mi nombre, dirección y los números del teléfono móvil y el particular. Me agradeció la información y colgó. Al día siguiente, al mediodía, su esposa llamó a mi puerta. Por cierto, es una mujer muy agradable. Es usted un hombre afortunado.
– Le doy gracias a Dios cada día.
– Debería hacerlo.
– Cierto. Muy bien, de modo que usted tiene algunas objeciones sobre el hecho de que su relato como testigo presencial no fuese tomado como una verdad indiscutible en el informe final. Piensa que no le creyeron, o que el FBI llegó a la conclusión de que usted estaba equivocado o confundido respecto a lo que vio aquella noche.
– Ellos eran los que estaban equivocados o confundidos o se mostraban incrédulos -dijo-. Lo que yo vi aquella noche, señor Corey, para ir al grano, fue un misil tierra-aire que aparentemente destruyó su objetivo (un Boeing 747 comercial) y nada de lo que ha sucedido desde entonces puede alterar mi versión de lo que vi o hacer que rae arrepienta de haberme presentado como testigo.
– Seguramente se arrepiente de algo. Acaba de decir: «Yo no necesitaba esto.»
– Yo… esto ha sido muy difícil… cumplí con mi deber y continúo haciéndolo, siempre que me han preguntado sobre esta cuestión. -Nuestras miradas se encontraron-. Si este caso está cerrado, ¿por qué está usted aquí? -preguntó.
– Sólo estoy tratando de hacer feliz a mi esposa en mi día libre.
Ahora, por supuesto, me daba cuenta de que el señor John Corey no estaba muy contento con la versión oficial de los hechos, gracias a la señora Mayfield y al capitán Thomas Spruck.
El capitán me dijo:
– Los otros tíos con quienes había estado navegando regresaron al club para disfrutar de la barbacoa; eran unos quince, además de sus esposas y familias. Una docena de esas personas, que se encontraban en el jardín de atrás del club o bien sentadas en la galería, vieron la estela de luz simultáneamente. No fue un caso de alucinación masiva.
– ¿Sabe una cosa, capitán?, no creo que nadie dude que las doscientas personas que vieron la estela de luz realmente la viesen. La pregunta es, ¿qué era? ¿Y tuvo algo que ver esa estela de luz con la explosión y la caída del 747?
– Ya le he dicho lo que era.
– Muy bien, entonces volvamos a la estela de luz -dije-. La última vez que la vimos había desaparecido momentáneamente. ¿Correcto?
– Correcto. Y eso concuerda con un misil que se halle muy próximo a un objetivo, si ese objetivo se encuentra entre el observador y el misil. ¿Me sigue?
– Sí. El avión estaba delante del misil.
– Exacto. O el combustible se había agotado y el misil era ahora balístico. Pero unos pocos segundos más tarde, antes de ver cómo el misil alteraba su curso, y antes de que desapareciera, volví a ver el 747. -Alzó la mirada hacia el cielo y continuó-: Mi intuición… mi entrenamiento y mi experiencia me dijeron que el misil seguía una trayectoria que le llevaría a chocar con el avión. -Inspiró profundamente y añadió-: Para serle sincero, mi sangre se heló y el corazón me dio un vuelco.
– Y se vio nuevamente en Vietnam.
– Pero sólo por un momento… -dijo-, luego volví a concentrarme en el avión y dividí mi atención entre el avión y la estela de luz. La luz desapareció, como ya le he contado, y dos segundos más tarde vi otro rayo de luz que salía del avión, aproximadamente en la sección central, en un punto próximo a las alas. Luego, un segundo más tarde, vi una enorme explosión que partió el aparato en al menos dos partes.
– ¿Cómo explicaría esa secuencia de acontecimientos?
– Bien… -respondió-, si la secuencia de acontecimientos se inició con la explosión de un depósito de combustible en la parte central del aparato, entonces la primera explosión habría sido el choque del misil que hizo estallar los gases del combustible en el depósito central, y esa explosión habría provocado la ignición de uno de los depósitos de las alas (el izquierdo, según los investigadores del accidente), que fue la causa de la explosión catastrófica.
– ¿Llegó usted a esas conclusiones inmediatamente? -pregunté.
– No. Mantuve la atención fija por unos momentos en el avión, cuando se partía en dos… -Pareció quedarse sin palabras para describir esa escena y luego añadió-: La… sección del morro se separó y cayó casi directamente hacia el mar. Luego, sin el peso de la sección del morro, y con los motores aún funcionando por el combustible que corría por los conductos, la sección principal del fuselaje se elevó durante unos segundos… luego giró e inició un vertiginoso descenso. -Hizo una breve pausa antes de continuar-: Tal vez la secuencia de los acontecimientos no sea del todo correcta… la explosión afectó momentáneamente mi visión nocturna.
Dejé pasar unos segundos.
– Supongo que ha visto muchos aviones derribados por misiles aire-tierra -dije.
– Así es. Siete. Pero nunca nada tan grande.
– ¿Lo afectó mucho esa visión?
Asintió.
– Espero que nunca vea un avión cayendo del cielo, pero si lo hace, esa imagen no lo abandonará nunca.
Asentí.
El capitán Spruck volvió a mirar el cielo.
– Desde el momento en que vi la explosión hasta el momento en que la oí transcurrieron entre treinta y cuarenta segundos. -Me miró y añadió-: El sonido viaja aproximadamente a mil quinientos metros cada cinco segundos, de modo que calculé que me encontraba a unos doce kilómetros del lugar de la explosión; altura y distancia. Casi todos los que vieron la estela de luz lo hicieron antes de oír la explosión, y no al revés como dijo la conclusión oficial.
Apoyé el trasero en la barandilla, de espaldas al océano. El capitán Spruck permaneció erguido, contemplando el mar como el capitán de un barco, vigilante y alerta pero, al mismo tiempo, hipnotizado por el mar y el cielo oscuros. Y, como si estuviese hablando para sí mismo, dijo:
– Entonces…, el combustible estaba ardiendo sobre el agua y el cielo estaba iluminado por las llamas… una columna de humo blanco y negro se elevaba en el aire… pensé en dirigirme hacia el lugar donde había caído el avión, pero… es un trayecto muy largo para un velero pequeño en el océano… y si llegaba tan lejos, no sería capaz de controlar el velero alrededor de todo ese combustible en llamas. -Me miró y añadió-: Sabía que no habría supervivientes.
Dejé pasar unos segundos y luego le pregunté:
– ¿Podemos hablar sobre misiles un momento? ¿Podría deducir qué clase de misil pudo haber sido? Es decir, si fue realmente un misil. Ya sabe, ¿guiado por el calor? ¿Qué más clases hay?
– Guiado por radar o por infrarrojos. Ésos son misiles muy sofisticados. ¿Quiere una clase rápida acerca de misiles tierra-aire?
– Sí.
– Bien, puedo decirle lo que ese misil no era. No era un misil guiado por una fuente de calor y que se dispara desde el hombro.
– ¿Cómo lo sabe?
– Por una parte, su alcance es muy limitado como para llegar a un objetivo a cinco mil metros de altura, a menos que sea disparado directamente desde debajo del avión, y esa estela de luz procedía de mar adentro. Además, cualquier misil guiado por una fuente de calor buscaría la fuente de calor más grande (el motor), y los cuatro motores del 747 se recuperaron sin daños importantes. Eso nos deja un misil guiado por radar o bien por rayos infrarrojos. Creo que podemos descartar el misil guiado por radar porque un misil de esa clase envía una poderosa señal de radar que sería captada por otros radares, especialmente todos los radares militares que estaban funcionando en esa zona aquella noche; y los radares de tierra y aéreos no registraron ningún objeto que persiguiese al 747. Aunque sí que hubo una señal luminosa anómala registrada en un único barrido de un radar de control del tráfico aéreo en Boston, pero pensaron que se trataba de una avería del aparato. Pudo haber sido, sin embargo, la detección de un misil infrarrojo cuya señal de identificación en el radar sería prácticamente invisible considerando su pequeño tamaño y su alta velocidad. En otras palabras, lo que estaríamos viendo sería un misil tierra-aire de tercera generación guiado por rayos infrarrojos y lanzado desde un barco o un avión… aunque desde un barco es más probable.
Pensé en todo lo que acababa de explicarme.
– ¿Quién posee esa clase de misiles y cómo se consigue uno? -pregunté.
– Sólo Estados Unidos, Rusia, Inglaterra y Francia fabrican un misil tierra-aire de largo alcance guiado por rayos infrarrojos tan sofisticado. Mientras que en el mercado negro, probablemente, hay cientos de misiles guiados por una fuente de calor que pueden ser disparados por un hombre, estos misiles de rayos infrarrojos están estrictamente controlados y nunca se entregan ni venden a otro país. El sistema de control ruso, sin embargo, no es muy bueno, de modo que existe la posibilidad de que uno de esos misiles haya ido a parar a las manos equivocadas por una buena suma de dinero.
Digerí mi primer cursillo sobre misiles y le pregunté:
– ¿Habló usted de esto con alguno de los agentes del FBI?
– No. En aquel momento no sabía nada de todo esto. Mi experiencia con misiles tierra-aire se reducía a los viejos modelos S-2 y S-6 soviéticos que los norvietnamitas usaban para dispararme. Eran sólo moderadamente precisos, y por eso puedo estar hoy hablando con usted.
– Correcto. O sea que usted se enteró de la existencia de los misiles guiados por rayos infrarrojos… ¿cuándo?
– Más tarde. No son ningún secreto. Janes tiene un montón de información sobre ellos.
– ¿Quién es Jane?
– Una editorial que publica libros sobre las armas que hay en el mundo. Ya sabe, como Barcos de guerra Janes, Armas lanzadas desde el aire Janes, etcétera. Hay un libro de Jane's sobre cohetes y misiles.
– Exacto. ¿Qué es lo que obviamente falla en ese argumento? ¿Tan equivocado que ha sido pasado por alto?
– Dígamelo usted, señor Corey.
– De acuerdo, le diré lo que usted y todos los que han leído acerca de esto ya saben. Primero, en los restos del avión no se encontró ningún residuo de explosivo. Segundo, no había ningún desgarro característico de metal, asientos o… personas… que indicase la explosión de una cabeza explosiva. Tercero, y la prueba más convincente, los submarinistas y los buques que dragaron el fondo marino no encontraron una sola pieza perteneciente a un misil. Si se hubiese encontrado el más mínimo trozo de misil en el lugar del accidente, nosotros no estaríamos hablando hoy aquí.
– Eso es verdad.
– O sea que, tal vez, doscientas personas, incluido usted, capitán, vieron una estela de luz roja en el cielo aquella noche, pero no se encontró ningún resto de ningún misil en ninguna parte. ¿Qué significa eso?
Me miró un momento y sonrió.
– Su esposa me dijo que usted necesitaba llegar a sus propias conclusiones, que era un hombre poco sugestionable, rebelde, cínico y escéptico ante lo que dijese cualquiera, excepto ante la conclusión a la que usted mismo llegara.
– Es un cielo. O sea ¿que usted quiere que yo llegue a una conclusión acerca de la ausencia total de residuos explosivos y piezas de misil?
– Sí. Pero no puede llegar a la conclusión de que no hubo ningún misil.
– De acuerdo…
De hecho, mi encantadora esposa tampoco había llegado a esa conclusión, o yo no estaría ahora hablando con ese tío cuando debería estar en mi casa y metido en la cama. Pensé durante un momento y luego dije:
– Tal vez el misil se desintegró por completo en la explosión.
Él negó con la cabeza y procedió a darme una detallada explicación.
– El noventa por ciento del 747 consiguió ser recuperado, y lo mismo sucedió con casi todos los doscientos cuerpos de las víctimas. Los misiles no se desintegran. Vuelan en cientos de pedazos, grandes y pequeños, cualquiera de los cuales puede ser perfectamente identificado por un experto como parte de un misil. Además, los explosivos instantáneos, como usted ha dicho, dejan restos característicos.
– Correcto. Tal vez se trataba de un rayo láser. Ya sabe, como un rayo de la muerte.
– Eso no es tan imposible como usted cree. Pero no se trataba de eso. Un rayo láser o un rayo de plasma es casi instantáneo y no deja ningún rastro de humo.
Mantuvo su mirada fija en mí y comprendí que yo seguía en el puesto del bateador. Pensé un momento.
– Bueno -dije-, tal vez el misil no explotó. Tal vez atravesó el aparato y continuó su trayectoria, fuera del campo de residuos donde estaban buscando. El impacto provocó el estallido del depósito de combustible. ¿Qué piensa?
– Pienso que está empezando a comprender, señor Corey. Lo que usted describe es un misil cinético. Como una bala o una flecha que atraviesa cualquier cosa en su camino con una fuerza tan enorme que no puede detenerlos. Ninguna cabeza explosiva. Sólo energía cinética y las subsiguientes fuerzas de aceleración pasando a través de cualquier cosa que se le ponga por delante. Eso podría derribar un avión si le alcanza en un punto crítico para el mantenimiento del vuelo.
– Pero ¿no son necesarias todas y cada una de las partes de un avión para mantenerlo en vuelo?
– No. Mejor si no hay agujeros en el aparato, pero a veces no causan demasiado daño…
– ¿Está de broma? O sea que, si un depósito de combustible fuese perforado por un misil cinético…
– El combustible comenzaría a salir por ese orificio, obviamente, e iría a parar a lugares donde no debería. Eso podría no provocar explosión alguna porque el combustible de aviación no se inflama con tanta facilidad. Por eso, precisamente, utilizan esa clase de combustible. Pero los gases acumulados en un depósito de combustible pueden incendiarse, y todo el mundo concuerda en que el depósito central vacío fue el primero en estallar. De modo que lo que puede haber ocurrido con ese 747 es que un misil cinético pasara a través de las unidades de aire acondicionado, que se encuentran situadas justo debajo del depósito de combustible central. El misil destrozó los acondicionadores de aire, luego el depósito de combustible central, y los cables eléctricos dañados y raídos entraron en contacto con los gases de combustible, lo que provocó lo que llamamos una explosión de aire-combustible. Y ello, a su vez, hizo estallar en pedazos uno de los depósitos del ala cargado de combustible. El misil continuó su trayectoria a través del avión, cayendo finalmente en el océano a varios kilómetros de la zona de impacto y de la zona de residuos.
– ¿Cree que eso fue lo que sucedió?
– Explica por qué nadie ha encontrado restos de explosivos o partes de un misil.
– ¿Y por qué no puedo llegar a la conclusión de que no hubo ningún misil?
– Porque esa conclusión no explica la estela de luz.
No contesté, una actitud que el capitán Spruck interpretó como una muestra clara de escepticismo.
– Mire, es muy simple -dijo con tono de impaciencia-. Doscientas personas ven una estela de luz y finalmente un montón de personas acaban diciendo «misil». Luego no se encuentra ningún vestigio de un misil, de modo que el FBI dice que no pudo tratarse de un misil. Lo que ellos deberían haber dicho es que no hay ninguna prueba de la existencia de un misil explosivo. Esto no es ciencia balística… -Sonrió-. Bueno, supongo que sí lo es. Los proyectiles cinéticos no son exactamente tecnología de última generación. Una flecha es un proyectil cinético. Y también lo es un proyectil de mosquete o una bala. Mata pasando a través de uno.
En una ocasión, tres balas pasaron a través de mí, aunque ninguna de ellas alcanzó mi depósito de combustible central. Con ese recuerdo en mente, le dije:
– Un proyectil no explosivo que alcance un objetivo no implica un derribo seguro.
– Lo es si está guiado. Usted no puede guiar una bala o una flecha una vez que han sido apuntadas y disparadas… se convierten inmediatamente en proyectiles balísticos. Y si le está disparando a un avión, dirigirá el proyectil hacia la cabina (la cabeza), que es un disparo muy difícil, o hacia su sección media (un disparo al vientre), que es un disparo más fácil y que provocará suficientes daños internos como para desencadenar una serie de acontecimientos que culminarán en un fallo catastrófico.
– ¿Por qué esa clase de misil?
– No lo sé. Quizá era lodo lo que tenían. Los militares pueden elegir su artillería para que se adapte al objetivo. Otros grupos no siempre pueden hacerlo. O quizá ellos lo eligieron porque esa clase de misil no deja ningún rastro.
Me pregunté quiénes pensaba el capitán Spruck que eran «ellos». Pero él no lo sabía, y yo no lo sabía, y quizá no existía ningún «ellos».
– ¿Por qué existe un misil de esas características? -pregunté-. Quiero decir, ¿qué hay de malo en una ojiva explosiva de éxito asegurado?
– Oh, hay muchas razones. En la actualidad, los sistemas de guía son tan precisos que no se necesita una ojiva explosiva para derribar un avión, o incluso otro misil -dijo-. Las ojivas no explosivas son más económicas y seguras de manipular y dejan más espacio para los propulsores. Una ojiva explosiva es teóricamente redundante en estas situaciones, excepto por el hecho de que una ojiva explosiva puede compensar los pequeños errores de seguimiento provocados por las acciones evasivas del objetivo.
– El avión de la TWA no estaba realizando ninguna maniobra evasiva.
– Por supuesto que no. No hubiese podido hacerlo; demasiado grande y demasiado lento. Pero mi argumento es que cualquier misil puede volverse cinético simplemente al quitarle la ojiva explosiva. -Me miró y añadió-: Podría ser el arma escogida si uno quisiera derribar un avión sin dejar ninguna prueba. Como lo que hacen los tíos de Operaciones Especiales.
Pensé en todo ello y me pregunté si el capitán Spruck había llegado, de manera correcta o equivocada, a la única explicación posible que encajaba con su versión y la del resto de los testigos presenciales.
– ¿Por qué cree que el FBI ni siquiera lo consideró? -le pregunté.
– No lo sé. Pregúnteles a ellos.
Sí, de acuerdo. Mi segunda pregunta al FBI sería: «¿Por qué me encuentro en esta pequeña habitación con esas luces tan intensas?»
– ¿Cree usted que hay un misil en alguna parte allí fuera? -le pregunté al capitán Spruck.
– Disparé una flecha al aire, y dónde cayó, no lo sé -contestó.
– ¿Es eso un «sí»?
– Creo que en el fondo del océano se encuentran los restos de un misil cinético relativamente intacto. Tenía probablemente cuatro metros de largo, era delgado y quizá negro. Se encuentra a varios kilómetros de distancia de la zona donde estuvieron trabajando los submarinistas del FBI y la Marina, y de donde operaron los barcos que dragaron el fondo del mar. Y nadie está buscando ese misil porque no creen que exista, y también porque, aunque lo creyeran, estaríamos hablando de encontrar la famosa aguja del pajar.
– ¿Qué tamaño tiene ese pajar?
– Si se especula sobre la trayectoria que siguió el misil después de haber pasado a través del avión y caído en el océano, podríamos estar hablando de aproximadamente ciento cincuenta kilómetros cuadrados de lecho oceánico -dijo-. Que sepamos, podría haber llegado a Fire Island y enterrarse profundamente en la arena. El orificio de entrada pasaría inadvertido y haría mucho tiempo que la arena habría rellenado ese agujero.
– Bien… si eso es verdad, nadie estaría dispuesto a organizar una búsqueda de varios miles de millones de dólares para encontrar ese chisme.
El capitán Spruck, obviamente, ya había pensado en ello.
– Creo que lo harían -dijo- si el gobierno estuviese convencido de que ese misil existe realmente.
– Bueno, ése es el problema precisamente, ¿verdad? Quiero decir, han pasado cinco años, el caso está oficialmente cerrado, hay un nuevo inquilino en la Casa Blanca y la pasta escasea. Pero hablaré con mi congresista cuando descubra quién es.
El capitán Spruck ignoró mi comentario.
– ¿Cree usted en esta posibilidad? -preguntó.
– Eh… sí, pero lo que yo crea no importa. El caso está cerrado y ni siquiera una gran teoría conseguirá reabrirlo. Alguien necesitaría hechos y pruebas sólidos para que esos submarinistas y barcos de arrastre vuelvan a esa zona… o para cubrirlo todo de detectores de metales.
– No tengo más prueba que mis ojos y ningún hecho salvo mi investigación sobre misiles.
– Eso es cierto. -El capitán Spruck, retirado, podía tener demasiado tiempo, pensé-. ¿Está casado?
– Sí.
– ¿Qué piensa su esposa de todo esto?
– Cree que he hecho todo lo que he podido. ¿Sabe lo frustrante que puede llegar a ser todo esto? -me preguntó.
– No, dígamelo.
– Si hubiese visto lo que yo vi, lo entendería.
– Es probable. ¿Sabe?, creo que la mayoría de las personas que vieron lo mismo que usted han seguido adelante con sus vidas.
– Nada me gustaría más. Pero estoy muy preocupado por esto.
– Capitán, creo que se lo está tomando de un modo personal, y está molesto porque está muy seguro de sí mismo, y por primera vez en su vida nadie le toma en serio.
El capitán Spruck no respondió.
Eché un vistazo al reloj.
– Bueno, gracias por haber dedicado parte de su tiempo a hablar conmigo, capitán. ¿Puedo llamarle si tengo más preguntas o se me ocurre alguna otra cosa?
– Sí.
– Por cierto, ¿conoce al grupo llamado FIRO?
– Por supuesto.
– ¿Es usted miembro del grupo?
– No.
– ¿Por qué no?
– No me lo han pedido.
– ¿Por qué no?
– Ya se lo he dicho… nunca hice declaraciones públicas. Si las hubiera hecho, estarían encima de mí.
– ¿Quiénes?
– Los de la FIRO y el FBI.
– Téngalo por seguro.
– No estoy buscando publicidad, señor Corey. Estoy buscando la verdad. Justicia. Supongo que usted también.
– Sí, bueno… la verdad y la justicia están bien. Pero son difíciles de encontrar.
No me contestó, y yo le pregunté, como mera formalidad:
– ¿Estaría dispuesto a testificar ante alguna especie de audiencia oficial?
– He estado esperando eso durante cinco años.
Nos estrechamos las manos, me volví y eché a andar hacia la puerta del mirador. A mitad de camino me volví y miré al capitán Spruck.
– Nunca hemos tenido esta conversación -le recordé.
Encontré a Kate dentro del coche hablando por su teléfono móvil.
– Tengo que marcharme. Te llamaré mañana.
Entré en el coche y le pregunté:
– ¿Quién era?
– Jennifer Lupo. Del trabajo.
Puse el coche en marcha y me dirigí hacia la puerta del recinto.
– ¿Cómo ha ido? -quiso saber.
– Interesante.
Viajamos en silencio durante unos minutos por la estrecha y oscura carretera que nos alejaba del puesto de la Guardia Costera.
– ¿Hacia dónde? -pregunté.
– Calverton.
Eché un vistazo al reloj del salpicadero. Eran casi las once de la noche.
– ¿Es la última, última, parada? -pregunté.
– Lo es.
Nos dirigimos hacia Calverton, que es una pequeña ciudad que se alza en la costa norte de Long Island, y donde tenía su emplazamiento una antigua instalación naval y aérea la compañía Grumman, adonde fueron transportadas en camiones los miles de piezas del Boeing 747 de la TWA para su reconstrucción. No estaba seguro de por qué necesitaba visitar ese lugar, pero supuse que me iría bien verlo.
Decidí no abrir la boca. Cuanto menos dijese, mejor. Encendí la radio, busqué una emisora que ponía viejos éxitos y escuché a Johnny Mathis cantando The Twelfth of Never. Hermosa canción, gran voz.
Hay momentos en los que deseo llevar una vida normal; no llevar un arma, ni una placa ni la responsabilidad. Después de abandonar el Departamento de Policía de Nueva York, en unas tensas circunstancias, podría y debería haber dejado el trabajo de hacer cumplir la ley. Pero mi estúpido ex compañero, Dom Fanelli, me metió en la ATTF.
Al principio lo consideré un paso intermedio hacia la vida civil. Quiero decir, lo único que echaba de menos del Departamento de Policía de Nueva York era a mis compañeros, la camaradería y todo eso. Y en la ATTF había muy poco de eso. Los federales son unos tíos extraños. Con excepción de la persona que ocupaba el asiento del acompañante.
Y hablando de ello, mi relación con la agente especial Mayfield había nacido y se había alimentado al calor del trabajo tan importante que estábamos haciendo. De modo que me pregunté si nuestro matrimonio sería capaz de sobrevivir si yo aceptaba un trabajo en un barco de pesca mientras ella seguía cazando terroristas.
Era suficiente introspección por ese mes. Cambié el dial mental a cuestiones más inmediatas.
Los dos sabíamos que habíamos cruzado la línea que separaba la investigación asignada y autorizada por la ley del fisgoneo independiente e ilegal. Podíamos dejarlo ahora y probablemente quedar impunes por lo que habíamos hecho desde la ceremonia en memoria de las víctimas del accidente aéreo. Pero si continuábamos viaje hacia Calverton, y si continuábamos siguiendo este rastro, perderíamos nuestros empleos y nos procesarían. Tal vez mi ex esposa, Robin, nos defendería gratis. Debería haber incluido ese punto en mi acuerdo de divorcio.
– ¿Ha mencionado ese hombre que Liam Griffith y Ted Nash mantuvieron con él una entrevista complementaria? -preguntó Kate.
Indiqué que sí con la cabeza.
– ¿Te ha parecido que su versión era precisa?
– Ha tenido cinco años para trabajar en ella.
– Spruck había tenido apenas dieciséis horas para trabajar en ella antes de que yo lo entrevistara y aún estaba un poco conmocionado. Me convenció -dijo Kate-. Llevé a cabo otras once entrevistas con testigos presenciales de lo que había ocurrido aquella noche. Todos corroboraron básicamente las versiones de los demás, y no se conocían entre ellos.
– Sí. Lo entiendo.
Seguimos viajando durante otros veinte minutos mientras la emisora de antiguos éxitos seguía emitiendo canciones que te transportaban a los bailes del instituto y las cálidas noches de verano en las calles y aceras de Nueva York, una época anterior a los detectores de metales en los aeropuertos, una época anterior a que los aviones fueran volados en pedazos en el cielo por personas llamadas terroristas. Una época en la que la única amenaza que pesaba sobre Estados Unidos se encontraba muy lejos de aquí, no tan cerca como parecía estar llegando.
– ¿Puedo quitar eso? -preguntó Kate. Apagó la radio y dijo-: A pocos kilómetros de aquí se encuentra el Laboratorio Nacional Brookhaven. Ciclotrones, aceleradores lineales, cañones láser y partículas subatómicas.
– Me he perdido después de la palabra laboratorio.
– Existe una teoría, o más bien una sospecha, de que, aquella noche, ese laboratorio estaba experimentando con un artilugio generador de plasma (un rayo mortal) y que ésa fue la estela de luz que derribó el TWA 800.
– Bien, entonces haremos un alto en el camino y les preguntaremos sobre el tema. ¿A qué hora cierran?
Ella pasó de mi comentario, como siempre, y continuó.
– Hay siete teorías principales en torno a este suceso. ¿Quieres escuchar la teoría de las burbujas de gas metano submarinas?
Tuve una inquietante imagen en la que aparecían ballenas en un vestuario submarino tirándose pedos.
– Tal vez más tarde -dije.
Kate me indicó que continuase por una larga carretera que conducía a un enorme portón y una caseta de guardas. Un guarda jurado nos detuvo y, como había sucedido en el puesto de la Guardia Costera, el tío hizo como que no me veía y echó un vistazo a la placa federal de Kate. Luego nos indicó que podíamos continuar.
Entramos en una gran extensión de terreno casi despojado de árboles, con unos pocos edificios de aspecto industrial aquí y allá, un montón de reflectores y al menos dos largas pistas de aterrizaje de cemento.
Por el espejo retrovisor pude ver que el guarda jurado hablaba por un teléfono móvil o un walkie-talkie. Le dije a Kate:
– Recuerdas aquel episodio de «Expediente X» en el que Mulder y Scully entran en esa instalación secreta y…
– No quiero oír hablar de «Expediente X». La vida no es un episodio de «Expediente X».
– La mía lo es.
– Prométeme que, durante un año, no volverás a hacer más comparaciones con un episodio de «Expediente X».
– Escucha, Kate, no fui yo quien empezó a hablar de rayos de plasma mortales o de burbujas submarinas de gas metano.
– Gira aquí. Para delante de ese hangar.
Conduje hasta una pequeña puerta que había junto a las enormes puertas correderas de un hangar.
– ¿Cómo haremos para pasar a través de esas puertas con guardas jurados? -le pregunté a Kate.
– Tenemos las credenciales adecuadas.
– Vuelve a intentarlo.
Permaneció un momento en silencio.
– Obviamente, esto estaba arreglado -dijo finalmente.
– ¿Por quién?
– Hay gente… gente del gobierno que no está satisfecha con la versión oficial de los hechos.
– ¿Una especie de movimiento clandestino? ¿Una organización secreta?
– Gente.
– ¿Existe algún pacto secreto?
Kate abrió la puerta y se dispuso a salir del coche.
– Espera un momento -dije.
Ella se volvió.
– ¿Perteneces a ese grupo, FIRO?
– No. No pertenezco a ningún grupo excepto al FBI.
– No es eso lo que acabas de decir.
– No se trata de ninguna organización -dijo-. No tiene nombre. Pero si lo tuviese, se llamaría «Gente que cree a doscientos testigos presenciales». -Me miró y agregó-: ¿Vienes o no?
Apagué el motor y las luces, y la seguí.
Encima de la pequeña puerta había una luz que iluminaba un cartel que decía «Sólo personal autorizado».
– Aquí es donde Grumman solía construir el caza F-14 -dijo Kate-, de modo que era un buen lugar para reconstruir el 747.
Hizo girar el pomo de la puerta y entramos en el enorme hangar. Tenía el suelo de madera tan brillante que hacía que pareciera más un gimnasio que un hangar de aviones. La zona donde nos encontrábamos estaba a oscuras, pero en la parte trasera del hangar había varias filas de luces fluorescentes. Debajo de esas luces se encontraba el Boeing 747 de Trans World Airlines reconstruido.
Permanecimos en la oscuridad contemplando aquel aparato. Fue una de las pocas veces en mi vida que me he quedado sin habla.
El fuselaje pintado de blanco brillaba bajo las luces y, sobre la superficie desgarrada de aluminio de la parte izquierda, frente a nosotros, se leían las letras rojas «ANS WOR».
La sección delantera y la cabina estaban separadas del fuselaje principal, las alas reconstruidas yacían sobre el pulido suelo de madera del hangar, y la sección de la cola descansaba a la derecha, separada también de la sección principal del fuselaje. Así es como se había partido el avión.
En el suelo había esparcidas unas enormes lonas sobre las cuales se veían cables y otros restos que no pude identificar.
– Este lugar es tan grande que la gente utilizaba bicicletas para moverse por él y ganar tiempo -dijo Kate.
Caminamos lentamente a través del hangar en dirección al esqueleto de esa máquina gigante.
Cuando nos acercamos comprobé que todas las ventanillas habían sido despojadas de sus marcos y también pude ver las piezas separadas que habían sido meticulosamente unidas. Algunas eran enormes, del tamaño de la puerta de un granero, algunas más pequeñas que un plato de postre.
La sección central, donde había estallado el depósito de combustible, era la más dañada, con enormes grietas en la cubierta de aluminio.
Nos detuvimos a unos diez metros del avión y alcé la vista para contemplarlo. Apoyado en el suelo del hangar, incluso sin su tren de aterrizaje, era tan alto como un edificio de tres pisos desde la panza hasta el lomo.
– ¿Cuánto tiempo llevó esto? -le pregunté a Kate.
– Unos tres meses, desde el principio hasta el final -contestó.
– ¿Por qué sigue aquí después de cinco años?
– No estoy segura… pero he oído de manera no oficial que se ha tomado la decisión de enviar el avión a un desguace. Eso irritará a mucha gente que aún no está satisfecha con el informe final, incluyendo a familiares de las víctimas, quienes vienen aquí todos los años antes de asistir a la ceremonia en la playa. Estuvieron aquí esta mañana.
Asentí.
Kate contempló el avión reconstruido.
– Yo estuve aquí cuando iniciaron la reconstrucción… construyeron andamios, estructuras de madera y mallas de alambre para unir las diferentes piezas… La gente que participaba en los trabajos comenzó a llamarlo Jetasaurus Rex. Hicieron un trabajo increíble.
Resultaba difícil digerir todo esto; en un aspecto era un gigantesco avión comercial, la clase de objeto que no necesitabas estudiar para saber qué era. Pero, de alguna manera, esa cosa era más grande que la suma de sus partes. Ahora advertía los enormes neumáticos chamuscados, los montantes del tren de aterrizaje retorcidos, los cuatro enormes motores de reacción colocados en fila lejos del avión, las alas apoyadas en el suelo de madera, los cables de colores repartidos por todas partes y el aislamiento de fibra de vidrio extendido siguiendo una suerte de modelo. Absolutamente todo tenía etiquetas o estaba marcado con tiza.
– Todos los objetos de este hangar fueron examinados minuciosamente: treinta toneladas de metal y plástico, doscientos cincuenta kilómetros de cables y líneas hidráulicas. Todo -dijo Kate-. Dentro del fuselaje está el interior reconstruido del avión, los asientos, las cocinas, los lavabos, la moqueta. Todo lo que se rescató del océano, más de un millón de piezas, se montó de nuevo.
– ¿Por qué? En algún momento debieron de llegar a la conclusión de que había sido un fallo mecánico.
– Querían descartar otras teorías.
– Bueno, no lo hicieron.
Kate no respondió a ese comentario y recordó:
– Durante seis meses aproximadamente, este lugar olió a combustible de aviación, algas, peces muertos y… todo lo demás.
Estaba seguro de que ella aún podía olerlo.
Permanecimos allí de pie, frente al avión blanco, casi fantasmagórico. Miré los agujeros de las ventanillas y pensé en las 230 personas que viajaban a París e intenté imaginar los últimos minutos antes de que se produjese la explosión, y el momento de la explosión, y los segundos finales después de ésta, cuando el avión se partió en el aire. ¿Sobrevivió alguien a la bola de fuego inicial?
– Hay momentos en los que pienso que nunca llegaremos a saber lo que ocurrió realmente. En otros momentos pienso que algo acabará por revelarse -dijo Kate con voz queda.
No contesté.
– ¿Ves toda esa estructura que falta en la sección central? El FBI, la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte, Boeing, la TWA y expertos externos trataron de encontrar un orificio de entrada y de salida, o alguna prueba de que la causa de la explosión no hubiese sido el estallido del depósito de combustible. Pero no encontraron nada. De modo que llegaron a la conclusión de que no hubo ningún impacto de misil. ¿Podrías llegar tú a la misma conclusión?
– No. Demasiada estructura desaparecida o destrozada -dije-. Además, el hombre con el que he hablado realizó su propia investigación, como estoy seguro de que ya sabes. Y como está convencido de que vio un misil, ha llegado a la conclusión de que el misil carecía de una ojiva explosiva.
– No hubo ningún misil -dijo una voz a nuestras espaldas.
Me volví para ver a un tío que se acercaba en la oscuridad. Llevaba traje y corbata.
– No hubo ningún misil -repitió al llegar a la zona iluminada.
– Creo que nos han cogido -le dije a Kate.
Bueno, finalmente la Policía Federal contra el Libre Pensamiento no nos pilló con las manos en la masa.
El caballero que se reunió con nosotros en el hangar se llamaba Sidney R. Siben, era investigador de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte y no parecía la clase de tío que fuese a leerte los derechos y ponerte las esposas, aun cuando las tuviera.
De hecho, cuando pude verlo a la luz y desde más cerca, no era tan joven como me había parecido por su andar desenvuelto. Tenía una expresión inteligente, estaba bien vestido y parecía un tanto arrogante o, al menos, seguro de sí mismo. Mi clase de tío.
Kate me contó que Sid y ella se habían conocido durante la investigación del accidente.
– ¿Se encontraba por casualidad en el vecindario y decidió darse una vuelta por el hangar? -le pregunté.
El tío miró a Kate con una expresión irónica.
– Llegas temprano, Sid -le dijo Kate-. Aún no había tenido oportunidad de decirle a John que vendrías.
– O por qué -añadí.
– Quería que escucharas la versión oficial de boca de uno de los hombres que redactaron el informe final -dijo Kate.
– ¿Quiere oír lo que realmente sucedió? -me preguntó Sidney-. ¿O quiere creer en teorías conspirativas?
En realidad, yo quería oír acerca de las burbujas de gas metano, pero le contesté al señor Siben diciendo:
– Esa pregunta va con segundas.
– No, no es cierto.
– ¿En qué equipo está este tío? -le pregunté a Kate.
Kate me contestó con un tono tenso, tipo: «Querido, ¿de qué estás hablando?»
– No hay equipos, John. Sólo honestas diferencias de opinión. Sid se avino a hablar contigo acerca de tus dudas y preocupaciones.
La mayoría de las dudas y preocupaciones que yo tenía respecto a este caso habían sido plantadas recientemente en mi cerebro por la propia señora Mayfield, quien obviamente le había dicho al señor Siben que yo necesitaba que limpiasen mi cerebro de preocupaciones, dudas y teorías conspirativas. Lamentablemente, ella había olvidado decírmelo. Pero para seguirles el juego, le dije a Sidney:
– Bueno, ya sabe, siempre pensé que había lagunas en la versión oficial del accidente. Quiero decir, existen siete teorías principales relacionadas con la explosión que derribó este avión: misil, burbujas de gas metano, rayo de plasma mortal… y… etcétera. Ahora bien, Kate es una firme defensora de la versión oficial y yo…
– Permítame que le explique lo que ocurrió, señor Corey.
– De acuerdo.
Sidney apuntó hacia algún lugar en el extremo más alejado. Miré hacia donde estaba señalando y vi un enorme objeto verde limón en el suelo.
– Ése es un depósito central de combustible de un 747 -me informó el señor Siben-. No el de este avión, naturalmente, ya que voló en pedazos. Es otro que trajimos aquí para completar la reconstrucción.
Miré el depósito de combustible. Había imaginado un objeto del tamaño del tanque de gasolina de un camión, pero ese chisme era tan grande como un garaje para un solo coche.
El señor Siben continuó con su explicación:
– Las piezas del depósito de combustible original que consiguieron recuperarse fueron trasladadas a un laboratorio, donde se las estudió intensamente. -Me miró intensamente antes de proseguir-. Primero, no se encontró ninguna prueba química de residuos explosivos aparte de combustible-aire. ¿Me sigue?
– No se encontró ninguna prueba química de residuos explosivos aparte de combustible-aire -repetí, obediente.
– Correcto. Segundo, en el metal del depósito de combustible no había ninguna prueba de penetración de un misil (ningún orificio de entrada o de salida, que nosotros llamamos «petalismo», como el pétalo de una flor), lo que descarta una ojiva no explosiva, un misil cinético. ¿Entiende lo que quiero decir?
– ¿Dónde está el depósito de combustible original?
– En un almacén.
– ¿Qué porcentaje consiguió recuperarse de ese depósito?
– Cerca de un noventa por ciento -respondió.
– ¿Es posible, señor Siben, que pudiese haber un orificio de entrada y de salida en el diez por ciento que no consiguieron recuperar?
– ¿Cuáles son las probabilidades de eso?
– El diez por ciento.
– En realidad, estadísticamente las probabilidades de que dos orificios distintos, de entrada y de salida, opuestos uno al otro, no aparecieran en el noventa por ciento del depósito de combustible reconstruido son menores al diez por ciento.
– Muy bien, el uno por ciento. Eso sigue dejando una posibilidad abierta.
– No para mí. Muy bien, también buscamos en el fuselaje orificios que concordasen… -señaló con la barbilla el avión reconstruido- y no encontramos ningún orificio característico con desgarro del metal hacia dentro o hacia fuera en forma de pétalo.
– Obviamente -contesté-, las partes más críticas de este avión han desaparecido… la parte donde se produjo la explosión.
– No todo se perdió. Dentro del fuselaje, que podrá ver más tarde si lo desea, se encuentra el interior reconstruido. El suelo, el alfombrado, los asientos, los armarios para el equipaje de mano, el techo, los lavabos, las cocinas y el resto del aparato. No puede decirme que un misil cinético atravesó la sección central de este avión y no dejó ninguna huella de entrada ni de salida.
El señor Siben, por supuesto, probablemente estaba en lo cierto. O sea que aquí teníamos el caso clásico de un testigo ocular irreprochable -el capitán Spruck- y la irreprochable prueba forense presentada por el señor Siben. Las pruebas eran totalmente contradictorias y, para ser sincero, yo me inclinaba hacia Sidney Siben.
Miré a Kate, quien parecía abstraída, o quizá en lucha consigo misma. Ella, obviamente, había pasado por esto centenares de veces y, por alguna razón, se inclinaba, en privado, hacia la teoría del misil.
Intenté recordar lo que sabía acerca de las pruebas forenses y lo que Spruck había dicho y finalmente se me ocurrió una pregunta.
– ¿Qué hay de las unidades de aire acondicionado que están cerca del depósito de combustible central?
– ¿Qué pasa con ellas?
– Bueno, ¿dónde están?
Señaló a la derecha del depósito de combustible central, en el extremo más alejado.
– Allí. Reconstruidas.
– ¿Y?
– Ningún rastro de residuos de explosivo instantáneo, ninguna señal de penetración de un misil no explosivo. ¿Quiere echarles un vistazo?
– ¿Cuánto se perdió de ellas?
– Nuevamente, alrededor del diez por ciento.
– Bueno, señor Siben, el material no encontrado podría contener una pista importante. Y si yo fuese uno de los que defienden la teoría de la conspiración, podría decir que realmente encontraron algo y se lo llevaron en secreto.
Siben pareció molesto por mi comentario.
– Cada pieza de este avión fue recuperada por submarinistas del FBI, submarinistas de la Marina, barcos pesqueros locales y barcos arrastreros, cuidadosamente catalogada, fotografiada y depositada aquí para una catalogación posterior -me contestó-. Cientos de hombres y mujeres participaron en este proceso, y nadie, salvo los idiotas de la conspiración, ha sugerido que algo se pudiera haber hecho desaparecer. Los objetos que fueron trasladados a los laboratorios forenses están todos contabilizados. -Me miró y añadió-: Las únicas piezas no contabilizadas son las que todavía yacen en el fondo del océano. Fue una operación de recuperación de restos asombrosamente exitosa, a profundidades de cuarenta metros, y lo que aún permanece perdido no contiene ninguna sorpresa.
– Sin embargo -repuse-, si ésta fuese la investigación de un asesinato, un médico forense se mostraría reacio a determinar que fue un accidente y a descartar la posibilidad de un crimen.
– ¿Es así?
– Sí, es así.
– ¿Qué necesitaría ese médico forense?
– Necesitaría saber por qué piensa usted que fue un accidente y no un crimen. La falta de pruebas de un crimen no prueba que haya sido un accidente. ¿Tiene alguna prueba de que fue un accidente?
– Ninguna prueba, aparte del hecho de que esta explosión se produjo donde es más probable que ocurra una explosión, en un depósito de combustible central vacío, lleno de gases volátiles. Si le gustan las analogías, imagine una casa que se incendia. ¿Ha sido un accidente o el fuego ha sido provocado? Los fuegos provocados son raros, los accidentes ocurren continuamente. El jefe de bomberos determina rápidamente que el fuego se inició en el sótano. Se dirige directamente a la habitación donde se inician la mayoría de los incendios: caldera, unidad de aire acondicionado, caja de fusibles, o productos inflamables almacenados. No está buscando restos de un cóctel Molotov lanzado a través de una ventana. Su investigación se centra en la causa más probable del incendio, basada en las apariencias, en sus años de experiencia y en las abrumadoras posibilidades de que los accidentes se producen donde y como se producen habitualmente los accidentes.
Me miró como si yo necesitase aún otra analogía, algo que no necesitaba, pero yo también tenía una.
– El vecindario seguro ha cambiado, señor Siben. Ahora es un vecindario peligroso y los cócteles Molotov lanzados a través de las ventanas ya han dejado de ser un imposible.
– Usted -dijo-, como investigador criminal, busca y espera encontrar un delito. Yo, como ingeniero de seguridad, busco y espero encontrar, y siempre he encontrado, un tema de seguridad o el error de un piloto como causa de un accidente aéreo. Soy consciente de la posibilidad del juego sucio y el engaño. Pero en este caso trabajaron cientos de investigadores como usted y ninguno de ellos encontró ninguna prueba forense concreta o siquiera circunstancial de delito alguno. Ni un ataque con misil enemigo, ni fuego con misil amigo ni una bomba a bordo. De modo que, ¿por qué la gente sigue creyendo que no fue un accidente lo que derribó este avión? ¿Y quién podría estar encubriendo un crimen de esta magnitud? ¿Y por qué? Eso es lo que no comprendo.
– Yo tampoco.
De hecho, en las investigaciones criminales siempre tienes que preguntar por qué. Si era un ataque terrorista, sabíamos por qué: no les caemos bien. Pero ¿por qué el gobierno iba a encubrir un ataque terrorista?
Si, por otra parte, era luego amigo lo que abatió a ese avión, podía comprender por qué los tíos que lanzaron accidentalmente un misil contra un avión comercial estadounidense querrían cubrir sus huellas. Pero, como dijo el capitán Spruck, virtualmente nadie en la cadena de mando o el gobierno querría o podría encubrir una tragedia de ese calibre.
Kate, que había permanecido en silencio durante nuestra conversación, le dijo al señor Siben:
– John parece querer saber cómo estalló accidentalmente el depósito de combustible central.
El señor Siben asintió y miró hacia el avión, luego al tanque color verde limón y, finalmente, a mí.
– Primero, el depósito de combustible central casi vacío, que contiene apenas unos doscientos litros de gasolina agitándose en el fondo, donde la bomba de expulsión no llega. Luego esos gases volátiles en ese tanque…
– Perdón. ¿Por qué estaba vacío el depósito de combustible?
– Porque el avión no necesitaba ese combustible extra para el vuelo. Los depósitos de las alas se llenan primero y el depósito central se llena sólo si es necesario. Ese vuelo a París llevaba pocos pasajeros y una carga ligera, y el pronóstico meteorológico indicaba buen tiempo y vientos de cola. Irónicamente -añadió-, si la carga hubiese sido más pesada y hubiera llevado más pasajeros, y/o si hubiese habido mal tiempo o soplado viento de frente, ese depósito habría estado lleno de combustible A, que es difícil de encender. Los gases de la gasolina son volátiles. De modo que ese solo hecho encaja con la teoría de que un cortocircuito eléctrico encendió los gases y provocó la clase de explosión que sugieren con fuerza las pruebas forenses.
– ¿Qué clase de cortocircuito? Quiero decir, ¿debería cancelar mi viaje a las Bermudas?
El señor Siben no se rió de mi estúpido chiste.
– Hay cuatro causas plausibles y probadas -dijo-. Primero, un cortocircuito en los cables eléctricos o el motor de la bomba de extracción; esta bomba se encarga básicamente de chupar el combustible que ha quedado en el fondo del tanque si es necesario. Segundo, siempre hay electricidad estática. Tercero, están los indicadores de la cantidad de combustible, que son electrónicos. Y cuarto, está el cableado eléctrico del depósito. En otras palabras, ese gran tanque que usted ve allí tenía electricidad dentro y alrededor de él. Si el tanque hubiese estado lleno, una chispa no habría podido encender el combustible. Pero los gases son otra historia. Lo que nosotros creemos que sucedió fue que un cable estaba raído y que, en alguna parte, se produjo un cortocircuito, dentro o fuera del depósito de combustible, y que un sobrevoltaje de corriente eléctrica provocó una chispa y lo que sólo podía ser una remota posibilidad (el cortocircuito y la chispa posterior en el único lugar donde podía provocar consecuencias catastróficas) se hizo realidad. Ha sucedido ya otras dos veces en un avión de la Boeing, una de ellas en tierra, de modo que pudimos ver exactamente lo que había ocurrido. En este caso, los gases se incendiaron en pleno vuelo y causaron una explosión que puede o no haber sido catastrófica en sí misma, pero que aparentemente se desplazó en sentido lateral, con fuerza y calor suficientes como para encender el combustible en el tanque del ala izquierda, provocando su explosión y haciendo que fuese imposible controlar el avión.
– ¿Y usted dedujo todo eso de…? -Señalé el 747-. ¿De eso?
– Así es. Todas las pruebas estaban allí tan pronto como determinamos que la explosión inicial se había producido en el depósito de combustible central, que estaba prácticamente vacío -dijo-. Este extremo quedó confirmado, de alguna manera, por los testigos presenciales, algunos de los cuales informaron de que habían visto una pequeña explosión seguida de una enorme bola de fuego. Estas fuerzas explosivas provocaron una onda de choque que separó la sección delantera del avión del fuselaje. Esto también fue observado por personas que se encontraban en tierra.
Era interesante, pensé, que los testigos que vieron la separación del avión en vuelo, algo que habría sido muy difícil de comprender, fuesen citados como apoyo de la Teoría A, mientras que muchos de los mismos testigos que observaron una inconfundible estela de luz en el cielo fueron descartados. Pero el señor Siben se había ofrecido voluntariamente a asistir a esta reunión, de modo que no quise señalar ese detalle. Sin embargo, le dije:
– Muy bien, o sea que todos, incluyendo a los chiflados que defienden la teoría de la conspiración, están de acuerdo en que la explosión se originó en el depósito de combustible central.
– Correcto. Era el componente del avión que había sufrido mayores daños y estalló hacia fuera. En sentido lateral.
– Bien… -Pensé en el capitán Spruck y pregunté-: Si un misil cinético hubiera penetrado en el avión desde abajo, y pasado a través de las unidades de aire acondicionado y dañado cables eléctricos dentro y alrededor del depósito de combustible, ¿habría podido provocar la explosión de los gases concentrados en el depósito central?
El señor Siben permaneció en silencio unos segundos.
– Es posible -dijo finalmente-. Cualquier cosa es posible. Pero no existe ninguna prueba de que haya sucedido tal cosa.
– ¿Hay alguna prueba de que se haya producido un cortocircuito?
– Un cortocircuito apenas si dejaría rastros después de una explosión en el aire y sobre el agua. El impacto de un misil dejaría unos vestigios que no podrían pasarse por alto.
– Eso lo entiendo. De modo que, básicamente, la única prueba de la causa oficial de la caída del avión es la falta de pruebas de cualquier otra cosa.
– Supongo que podría decirlo de ese modo.
– Lo acabo de hacer.
– Mire, señor Corey, para ser franco y directo con usted, me gustaría haber encontrado alguna prueba de que fueron una bomba o un misil los que provocaron la caída de ese 747. Y también a Boeing y a la TWA y a las compañías de seguros. ¿Sabe por qué? Porque un fallo mecánico sugiere que la gente no estaba haciendo bien su trabajo. Que la Administración de Aviación Federal no estaba al tanto de ese problema potencial. Que los ingenieros de seguridad de Boeing debieron haberlo previsto. Que la TWA debería haber llevado a cabo un mejor mantenimiento. -Me miró a los ojos y agregó-: En las partes más oscuras de nuestros corazones, todos nosotros realmente querríamos que fuese un misil, porque nadie puede culpar a la industria aeronáutica por un misil.
Nos miramos durante unos segundos y, finalmente, asentí. Había pensado en ello hacía cinco años y recordaba que había llegado a la misma conclusión. Podía añadir que las personas que viajan mucho preferirían apostar a la millonésima posibilidad de ser alcanzadas por un misil que preocuparse por un problema de seguridad inherente al avión en el que viajan. Yo también, si me permito ser sincero, querría que fuese un misil.
El señor Siben rompió el contacto visual y dijo:
– Lo que sí encontramos fueron pruebas físicas y forenses de que todo apuntaba a un fallo mecánico. Un avión no se cae simplemente del cielo. Tiene que haber una causa y hay cuatro posibles causas para que un avión sufra un accidente… -Las enumeró contando con los dedos-. Una, error del piloto, algo que no se condice con una explosión en pleno vuelo y para la que no hay ninguna grabadora de vuelo o grabadora de datos de la cabina. Dos, un hecho de fuerza mayor (rayos y mal tiempo, que no eran un factor aquella noche) o penetración de una partícula de alta velocidad, es decir, un meteorito, que sigue siendo una posibilidad remota, lo mismo que basura espacial, es decir, un trozo de un satélite o de un cohete propulsor. Esto es posible, pero no había ninguna evidencia física de nada que pudiese haber impactado contra el avión. Tres, un ataque enemigo… -El señor Siben había llegado a su dedo corazón y, si yo fuese sensible, habría pensado que estaba diciendo: «Que le jodan a usted y a su misil»
Continuó con su explicación.
– Cuatro, un fallo mecánico. -Me miró y añadió-: He apostado mi reputación profesional a un fallo mecánico, y ése es el caballo ganador. Si usted cree que se trató de un ataque con un misil, me gustaría ver las pruebas. Estoy cansado de teorías.
– Todo comienza siempre con una teoría, señor Siben, que es otra forma de decir una sospecha.
Él decidió hacer caso omiso de mis profundas palabras.
– Le diré algo más que es incongruente con un ataque con misiles. En la medida en que estamos teorizando sobre esta cuestión, ¿por qué un terrorista habría de derribar un avión cuando se hallaba tan lejos del aeropuerto? Un misil portátil simple de usar y fácil de obtener (lo que los militares llaman un misil «dispara y olvídate») podría haber derribado ese avión en cualquier parte en un radio de ocho kilómetros del aeropuerto. Pero para derribar ese avión cuando se encontraba a casi cinco mil metros de altura, a doce kilómetros de la costa, se hubiese necesitado un misil tierra-aire o aire-aire muy sofisticado, complicado de usar y casi imposible de obtener. ¿Correcto?
– Correcto.
– Pues ahí lo tiene.
– Entendido.
– Kate tiene una copia del informe final oficial de este caso -añadió Siben-. Debería leerlo. Y mantenerse alejado de los idiotas que hablan de la teoría de la conspiración, de sus libros, sus cintas de vídeo y su chifladura de Internet.
Era hora de tranquilizar al señor Siben.
– Bien, en realidad nunca he leído o visto ese material que habla de una conspiración y no tengo intención de hacerlo. Tampoco es probable que lea su informe oficial, que estoy seguro de que está bien fundamentado y es convincente. De hecho, sólo expresé una ligera -y por lo que parece, ignorante- opinión a la señora Mayfield, mi esposa y superior, que le provocó cierto malestar personal y profesional, y por eso mi presencia aquí esta noche. Y también la suya. De modo que le agradezco, señor Siben, que me haya dedicado su tiempo para instruirme sobre este caso, lo que sin duda debe de haber sido bastante tedioso para usted. Mi opinión es que usted y todos los que trabajaron en este caso han realizado una notable tarea y llegado a la conclusión correcta.
Me miró durante unos segundos, preguntándose, estoy seguro de ello, si le estaba tomando el pelo. Miró a Kate, quien asintió para tranquilizarlo.
Extendí la mano y el señor Siben la estrechó con fuerza. También le dio la mano a Kate, que le agradeció que hubiese venido, luego se volvió y se alejó hacia la zona oscura del hangar.
Después se dio la vuelta al estilo Jimmy Durante y regresó hacia la zona iluminada. Pensé que iba a decir lo mismo que decía el cantante: «Buenas noches, señora Calabash, dondequiera que esté.» Pero, en cambio, me dijo:
– Señor Corey. ¿Puede usted explicar lo de esa estela de luz?
– No -contesté-. ¿Y usted?
– Una ilusión óptica.
– Sí, debió de ser eso.
Se volvió y desapareció nuevamente en las sombras. Cuando llegó a la puerta, su voz resonó en el silencio del hangar.
– No, no pudo ser eso. Maldita sea.
Kate y yo permanecimos en el inmenso y silencioso hangar mientras las palabras del señor Siben seguían resonando en mi cabeza. Quiero decir, el tío me había medio convencido, luego se le va la olla en el momento de largarse y yo estoy de vuelta en el punto de partida.
En cualquier caso, Kate se dirigió hacia el avión y dijo:
– Echemos un vistazo al interior.
El 747 reconstruido descansaba sobre una estructura de madera y, en varios puntos a lo largo de la misma, había escaleras de mano que llevaban a las puertas del fuselaje. Seguí a Kate por una escalera hasta la parte trasera de la cabina de pasajeros.
– Este interior fue montado nuevamente en el fuselaje como una herramienta de la investigación para comparar el daño sufrido por el fuselaje con el daño en la cabina.
Miré hacia la zona donde deberían haber estado la sección delantera y la cabina de los pilotos, pero esta última se encontraba en otra parte del hangar, lo que dejaba una enorme abertura a través de la cual podías ver la pared más lejana de la instalación.
Comprendí que, en el momento de la separación de ambas secciones, los pasajeros vieron cómo la cabina de los pilotos caía al vacío y el cielo aparecía ante ellos, seguido de un viento impresionante que debió de barrer la cabina.
¿Y en la cabina de los pilotos que se precipitó al vacío… qué pasó? El capitán, el copiloto y el ingeniero de vuelo a los mandos de un avión que ya no estaba unido a la cabina de los pilotos… ¿Qué pensaron en ese momento? ¿Qué hicieron? Sentí que se me aceleraban las pulsaciones.
La cabina principal del enorme 747 guardaba una semejanza espeluznante con el interior de un avión de pasajeros: techos y luces agrietados, portaequipajes colgando, agujeros donde debían estar las ventanillas, mamparos reconstruidos, lavabos y cocinas destrozados, cortinas divisorias raídas y quemadas, filas de asientos desgarrados y volcados y trozos de moqueta unidos en el suelo. Todo se mantenía en su sitio gracias a una estructura de vigas de madera y malla metálica. En el aire persistía un tenue olor desagradable.
– A medida que las piezas iban emergiendo del océano -dijo Kate con voz queda-, la gente de Boeing y la NTSB dirigían la reconstrucción del aparato. Entre las personas que se ofrecieron voluntarias para realizar ese trabajo había pilotos, azafatas y mecánicos, o sea, gente de las compañías aéreas que poseían un conocimiento íntimo del interior de un Boeing 747. Cada pieza del avión posee un número de fábrica, de modo que, aunque difícil, la empresa no resultaba imposible.
– Este trabajo supuso una enorme paciencia -dije.
– Una enorme dedicación y un enorme amor -dijo Kate-. Alrededor del cuarenta por ciento de los pasajeros eran empleados de la TWA.
Asentí.
– Con el cuadro de la disposición de los asientos -continuó Kate-, tuvimos una buena idea de dónde se sentaba cada pasajero. Con esa información, los patólogos crearon una base de datos informática y fotografías digitalizadas, y compararon las heridas sufridas por cada pasajero con los daños en sus asientos, tratando de determinar si esas heridas y el daño en el asiento se correspondían con una bomba o un misil.
– Asombroso.
– Lo es. Nadie puede culpar a ninguna parte del trabajo realizado en este proyecto. Fue mucho más allá del nivel alcanzado en aquella época. Abrió nuevos caminos y escribió el libro blanco sobre la investigación de los accidentes aéreos. Eso fue lo único bueno que dejó esta tragedia -dijo Kate. Luego añadió, sin necesidad-: Lamentablemente, nadie encontró el arma humeante. Pero demostraron un montón de cosas que no eran, la más importante de las cuales fue que a bordo no había restos de explosivos. De hecho, se tomaron más de dos mil muestras para hacer pruebas en busca de restos de explosivos, y todas resultaron negativas.
– Pensé que habían encontrado alguna prueba química de una sustancia explosiva. Recuerdo que aquello provocó un gran revuelo.
– Obtuvieron algunos falsos positivos -dijo Kate-, como la cola usada en el tejido de los asientos y la moqueta, que era químicamente parecida a un explosivo de tipo plástico. Además encontraron algunos vestigios positivos alrededor del avión, pero según se supo más tarde, este avión había sido utilizado un mes antes del accidente en St. Louis para entrenar a perros en la búsqueda de bombas y explosivos.
– ¿Estamos seguros de eso?
– En un noventa y nueve por ciento. -Kate me miró y, conociéndome, agregó-: El entrenador de los perros fue interrogado por el FBI y declaró que era probable que algunos restos de SEMTEX hubiesen quedado en el avión. Y no, John, el FBI no interrogó a los perros.
– Debieron hacerlo.
Nos dirigimos hacia el pasillo de la derecha, entre los asientos desgarrados y quemados. Había manchas en algunos de los asientos, sobre las que no hice ninguna pregunta. Sobre algunos de los asientos también había rosas y claveles.
– Algunas de las personas que viste en el servicio religioso vinieron esta mañana (como lo hacen muchas de ellas cada año) para visitar este lugar y estar cerca de donde estuvieron sentados sus seres queridos… Yo vine un año… y la gente se arrodillaba junto a los asientos y hablaba con…
Apoyé la mano en su hombro y permanecimos un momento en silencio antes de continuar a lo largo del pasillo.
Nos detuvimos en el centro de la cabina, el área situada justo encima del depósito de gasolina, entre donde deberían haber estado las alas. A cada lado de la cabina estaban los espacios abiertos que llevaban a las puertas de las salidas de emergencia, situadas directamente encima de las alas.
El fuselaje alrededor de esa sección central debajo de la explosión del depósito central estaba muy dañado, pero todos los asientos habían sido recuperados y también la mayor parte del enmoquetado.
– Si un misil, provisto o no de una ojiva explosiva, hubiese pasado a través de esta sección, debería haber alguna señal de ello, pero no la hay. Ni en la cabina ni en el forro del fuselaje, y tampoco en el depósito de combustible o en las unidades de aire acondicionado situadas debajo del mismo.
Miré el suelo, luego los asientos, el techo y los portaequipajes colgantes.
– Aun así, fallan un montón de piezas -dije.
– Es verdad… pero uno pensaría que el misil del capitán Spruck hubiese dejado algún rastro de su entrada y salida mientras atravesaba toda esa masa -dijo Kate. Echó un vistazo a su alrededor, a los restos destrozados del interior de la cabina y añadió-: Pero podría haber pasado a través de la cabina y todo rastro de su paso quedar destruido por la explosión y el choque posterior desde cinco mil metros de altura.
Kate me miró.
Pensé un momento antes de contestar.
– Por eso estamos aquí -dije.
Caminamos hacia la parte delantera de la cabina y entramos en primera clase, donde los asientos eran más amplios. El avión se había separado en ese lugar, a mitad de camino de esta sección delantera, y a través de la sección elevada que estaba encima de nuestras cabezas. Una escalera de caracol retorcida ascendía a la sección elevada del Jumbo, rodeada de mamparos destrozados.
Kate permaneció en silencio durante unos segundos.
– El vuelo 800 de la TWA… con destino al aeropuerto Charles de Gaulle, en París, diez minutos después de haber despegado del aeropuerto Kennedy, ascendiendo a cinco mil metros, aproximadamente a ocho millas de la costa meridional de Long Island, a una velocidad de unos seiscientos cincuenta kilómetros por hora.
Inspiró profundamente antes de continuar.
– Sabemos por los pasajeros que aún estaban atrapados en sus asientos que al menos doce de ellos cambiaron de sitio, la rebatiña habitual en un vuelo nocturno para encontrar las filas de asientos centrales donde uno se puede tumbar.
Me volví y miré las filas de asientos en la cabina de pasajeros. En la noche del 17 de julio de 1996, este avión sólo estaba a la mitad de su capacidad -una pequeña bendición-, de modo que todas las filas con tres asientos estaban vacías.
Kate continuó hablando:
– El piloto, el capitán Ralph Kevorkian, había autorizado que las azafatas abandonaran sus asientos poco antes de que se produjese la explosión. Podemos suponer que todas estaban fuera de sus asientos y preparando el servicio de bebidas. -Echó un vistazo a la cocina y añadió-: Los submarinistas encontraron la máquina de café de esta sección en la posición de encendido.
No contesté.
– A las 20.28, la grabadora de la cabina de los pilotos registra la voz del capitán Kevorkian diciendo: «Echad un vistazo a ese loco indicador de flujo de combustible en el número cuatro», refiriéndose al motor número cuatro. Luego vuelve a decir: «¿Veis ese loco indicador de flujo de combustible?» Pero el copiloto y el ingeniero de vuelo no responden. Luego, a las 20.30, el control de tráfico aéreo de Boston dio instrucciones al vuelo 800 de que ascendiera a cinco mil metros, y el copiloto, el capitán Steven Snyder, confirmó la recepción de las instrucciones. El capitán Kevorkian dijo: «Propulsión de ascenso. Ascendemos a unos cinco mil», y ésas fueron las últimas palabras grabadas. A las 20.31 y doce segundos, este avión alcanzó los cuatro mil doscientos sesenta y cinco metros… luego estalló.
Permanecí en silencio un momento antes de preguntar:
– ¿Qué pasaba con ese indicador de flujo de combustible?
Kate se encogió de hombros.
– No lo sé. La mayoría de los pilotos dicen que fue una aberración momentánea de los instrumentos en la cabina de los pilotos. Pero puede indicar alguna avería mecánica grave.
Asentí.
– El piloto de un pequeño avión de cabotaje que volaba aproximadamente a cinco mil quinientos metros de altura divisó el 747 de la TWA volando en su dirección a unos cuarenta kilómetros de distancia. Declaró que creía que el avión llevaba aún encendidas sus luces de aterrizaje, aunque debieron apagarse al alcanzar los tres mil metros. También dijo que la luz parecía más brillante de lo habitual, luego se dio cuenta de que la luz brillante que veía no era una luz de aterrizaje. La luz se encontraba cerca del motor número dos del 747, y pensó que tal vez el motor estuviese en llamas. Hizo señales con sus luces para alertar al 747 y, en ese momento, el avión se convirtió en una bola de fuego.
– Eso suena a que pudo haberse producido un fallo mecánico -dije.
Kate asintió.
– Al mismo tiempo, un pasajero de un avión de US Air había estado mirando a través de su ventanilla y vio lo que parecía ser una bengala ascendiendo hacia el cielo. Unos diez segundos más tarde, ese mismo pasajero vio una pequeña explosión en el área donde había visto por última vez la bengala. Luego, un segundo más tarde, se produjo una enorme explosión.
– Eso suena a un misil -señalé.
Kate volvió a asentir.
– Ese pasajero era un técnico electrónico de la Marina.
Recordé que el capitán Spruck había mencionado a un técnico electrónico durante nuestra conversación.
– Hubo otro avistamiento aéreo -dijo Kate-. Dos pilotos de helicóptero de la Guardia Nacional en una misión de entrenamiento rutinaria. Se encontraban volando sobre el océano con rumbo norte, de regreso a su base en Long Island. Aparentemente, esos tíos fueron los que estuvieron más cerca de la explosión, a unas siete millas de distancia y mil metros debajo del 747, volando directamente hacia él. El piloto afirma que vio lo que parecía la estela de una bengala rojizo anaranjada ascendiendo de este a oeste, la misma dirección que llevaba el 747. Su copiloto confirmó el avistamiento y, de hecho, el copiloto llamó por su interfono al ingeniero de vuelo y le dijo: «Eh, ¿qué son esos fuegos artificiales?» Un segundo después, el piloto y el copiloto observaron una pequeña explosión blanco amarillenta, seguida de una segunda explosión casi blanca… luego describieron una tercera bola de fuego masiva… de modo que ahora tenemos tres, en lugar de las dos explosiones que vieron la mayoría de los testigos. Pero como digo, esos pilotos eran los que se encontraban más cerca del 747, y eran pilotos militares con experiencia que debieron de saber lo que estaban viendo.
– ¿Se acercó el helicóptero al lugar del accidente? -pregunté.
– Sí. Ellos fueron los primeros en llegar. Describieron círculos sobre la zona del desastre, pero no vieron señales de supervivientes -dijo Kate-. Esos dos pilotos se retractaron más tarde de su primer informe acerca de la estela de luz. Luego, el piloto de más antigüedad, después de retirarse de la Guardia Nacional Aérea, volvió a su historia original.
Asentí. Sonaba a que alguien había presionado a esos pilotos de la Guardia Nacional Aérea para que cambiasen su informe original.
Kate contempló el puzzle que una vez había sido un Boeing 747.
– De modo que, a las 20.31 y doce segundos, casi doce minutos después de haber despegado, algo provocó una explosión de los gases del combustible acumulados en el depósito central del avión. El tanque estalló y la fuerza de la explosión separó la cabina de los pilotos y la mitad del compartimento de primera clase del fuselaje (exactamente aquí) y la cabina de los pilotos comenzó a caer hacia el océano.
Mire la abertura donde debería haber estado la cabina de los pilotos y sentí que un escalofrío me recorría la columna vertebral.
– Cuando el peso de la cabina de los pilotos desapareció -continuó Kate-, el centro de gravedad del avión cambió, y la cola se inclinó hacia abajo. Los motores seguían funcionando y el avión decapitado ascendió aún unos mil trescientos metros… luego comenzó a girar y cayó, y los tanques de combustible de las alas se rompieron y el combustible se incendió, lo que provocó la enorme bola de fuego que vieron más de seiscientas personas. -Hizo una pausa antes de proseguir-. Esta secuencia está basada principalmente en las pruebas forenses, y también en datos de radar y satélite. Sin embargo, esto no concuerda del todo con lo que vieron los testigos presenciales y tampoco coincide con la animación hecha por la CIA.
– ¿Qué hay de la caja negra?
– Dejó de funcionar en el momento de la explosión inicial cuando la cabina de los pilotos se separó del resto del avión -dijo Kate-. En realidad, tenemos tres grupos de hechos y no coinciden completamente. La animación de la CIA dice que lo que vieron los testigos (la estela de luz) era el fuselaje en llamas que ascendió después de la explosión. Pero las pruebas forenses y satelitales sugieren que el avión no comenzó a arder hasta que empezó a caer. En cuanto al chorro de combustible incandescente que la CIA dijo que también fue confundido con una estela de luz ascendente, eso parece excesivo. Quiero decir, ¿qué vieron los testigos que confundieron con una estela de luz ascendente? ¿El avión que ascendía en llamas o el chorro de combustible incandescente que descendía hacia el mar? -Kate me miró-. O ninguna de las dos cosas.
– No tengo ni idea.
– Yo tampoco.
– A veces -dije- puedes tener demasiados testigos. Unas pocas docenas de personas vieron cómo le disparaban al rabino Meir Kahane en una calle de Nueva York, y después de que los abogados de la defensa les hubieran interrogado, no había dos personas que hubiesen visto lo mismo y el desconcertado jurado permitió que el asesino quedase libre. Y también tienes el asesinato de JFK -añadí.
Kate pareció reflexionar por un momento antes de recordarme:
– A ti te gustan las pruebas forenses. Sidney te ha dado pruebas forenses. ¿Te gustan?
– La prueba forense es la mejor -contesté-, pero tiene que guardar alguna relación con otros hechos. En una ocasión trabajé en un caso donde las únicas huellas digitales en el arma del crimen coincidían con las de un tío que se encontraba a más de mil kilómetros de distancia del lugar de los hechos cuando el arma fue disparada. Y luego tienes las teorías que intentan unir todas las piezas de un rompecabezas. Aquí lo que no tenemos es un sospechoso principal a quien pueda meter solo en una habitación. De modo que, sin eso, los policías, y supongo que los agentes del FBI también, se sintieron muy frustrados y comenzaron a tratar a los testigos como sospechosos, y los tíos del departamento forense se impacientaron y se pusieron a la defensiva y, antes de que te des cuenta, el caso empieza a enturbiarse.
– ¿Qué haces entonces?
– Bueno, vuelves a comenzar desde el principio.
– O buscas a otro detective que vea y escuche todo con los ojos y los oídos frescos.
– A veces.
– ¿Y bien?
– Bueno… lo pensaré -dije.
Echamos a andar de regreso a la parte posterior del avión, esta vez por el pasillo de la izquierda.
– Hechos y testigos a un lado -dijo Kate-, ¿qué es lo primero que te viene a la cabeza?
– Dame una pista.
– Tu tema menos preferido.
Descendí por la escalera de madera, queriendo alejarme del avión, que no era solamente lúgubre, sino increíblemente triste.
Kate me siguió y atravesamos el hangar en dirección a la puerta.
– ¿John?
– Estoy pensando.
Abandonamos el hangar y salimos al aire fresco de la noche, donde me sentí inmediatamente mejor. Subí al coche y Kate hizo lo propio y se acomodó en el asiento del acompañante. Puse en marcha el motor, encendí las luces y rae dirigí hacia la puerta del recinto.
– La CIA. ¿Por qué fue la CIA y no el FBI quien hizo la animación? -le dije a Kate al cabo de un rato.
– Esa es la pregunta del millón.
– ¿Qué tenía que ver la CIA con este caso?
– Al principio, cuando aún estaba caliente la teoría de la bomba o el misil, estaban por todas partes, buscando terroristas extranjeros.
– Los terroristas extranjeros -señalé-, si están en territorio de Estados Unidos, caen bajo la jurisdicción del FBI.
– Correcto. Pero, como bien sabes, en nuestra organización hay gente de la CIA. Recuerdas a Ted Nash.
– Recuerdo a Ted. También recuerdo que saliste a cenar con él varias veces.
– Una vez.
– Lo que sea. ¿Por qué interrogó al capitán Spruck? -pregunté.
– No lo sé. Pero fue bastante inusual.
– ¿Qué te contó Ted en la cena?
– John, no te obsesiones con mi única cita con Ted Nash -dijo Kate-. Nunca hubo nada entre nosotros -añadió.
– No me importa si lo hubo. Ted está muerto -dije.
Kate volvió al tema principal y dijo:
– Después de que el FBI y la NTSB llegasen a la conclusión de que la caída del avión había sido un accidente, la CIA tendría que haber desaparecido de escena. Pero nunca lo hicieron realmente, y fue la CIA la que se encargó de hacer esa animación que pasaron en la tele. Nunca entendí por qué lo hicieron, y tampoco nadie en el FBI. La versión extraoficial fue que el FBI no quería que lo relacionaran con esa animación.
– ¿Por qué no?
– Supongo que porque era demasiado especulativa. Rizaban el rizo. Planteaba más interrogantes de los que respondía y enfureció a muchos de los testigos presenciales de los hechos, quienes afirmaron que esa animación no se parecía en nada a lo que ellos habían visto aquella noche. Esa animación no hizo más que encrespar los ánimos.
– Esos tíos son más arrogantes que inteligentes -comenté.
Atravesamos las puertas del recinto y Kate me dirigió hacia la autopista de Long Island.
– Necesito volver a ver esa animación.
– Yo conservo una copia.
– Bien. -Pensé un momento y añadí-: Lo que realmente estamos buscando es a esa pareja que estuvo en la playa. Y ojalá se filmaran haciendo picardías. Y quiera Dios que esa cinta, si existió alguna vez, todavía exista, y que en alguna parte detrás de las nalgas desnudas de esa pareja podamos ver lo que le sucedió al vuelo 800… y que esa cinta no coincida con la animación de la CIA.
– Eso es prácticamente todo lo que nos queda y que podría servir para superar todas las pruebas contradictorias y reabrir este caso -dijo Kate-. O también podría reabrirse si alguna persona u organización hiciera una declaración creíble de que fueron ellos los que derribaron el avión.
– ¿Algunos grupos terroristas de Oriente Medio no se atribuyeron el atentado en aquella época?
– Sólo los sospechosos habituales -dijo Kate-. Pero ninguno de ellos disponía de información interna que pudiese conceder credibilidad alguna a sus afirmaciones. Ni siquiera era correcta la información pública que manejaban. Básicamente, nadie creíble se adjudicó la autoría. Y eso concede cierto crédito a la conclusión del fallo mecánico. Por otra parte, hay nuevos grupos terroristas a los que no les importa reclamar la autoría de un atentado. Sólo les importan la muerte y la destrucción. Como ese Bin Laden y su grupo Al Qaeda.
– Eso es verdad. -Volví a pensar en esa pareja de la playa y le pregunté a Kate-. ¿Por qué no pudiste encontrar a Romeo y Julieta?
– No me pidieron que los encontrase.
– Dijiste que conocías el nombre del hotel donde habían estado alojados.
– Así es. -Karen permaneció un momento en silencio antes de continuar-. Para decirte la verdad, yo no estuve directamente implicada en esa parte de la investigación. Simplemente vi ese informe que había redactado un oficial de la policía local y realicé algunas llamadas por iniciativa propia. Luego todo se precipitó.
– Comprendo… o sea ¿que no sabes qué pasó con esa pista?
– No.
– Tal vez encontraron a esa pareja -dije tras pensar un momento.
– Tal vez.
– Tal vez no había ninguna cinta de los hechos en cuestión.
– Tal vez no.
– Tal vez la había, pero la pareja decidió destruirla.
– Tal vez.
– Tal vez la CIA consiguió la cinta y destruyó a la pareja.
Kate no contestó.
Yo no creo en teorías conspiradoras, especialmente entre empleados del gobierno o los militares, quienes no son capaces de ponerse de acuerdo en nada, no son capaces de guardar secretos y no se sienten inclinados a hacer absolutamente nada que pudiese poner en peligro sus trabajos y sus pensiones.
La única excepción a todo eso era la CIA. Ellos viven, respiran y aman el engaño, las conspiraciones, los secretos y las actividades ilegales indefinidas. Para eso les pagan.
A pesar de todos mis problemas con el FBI, debo admitir que eran buenos tiradores, buenos ciudadanos y gente que hacía cumplir la ley a rajatabla, como mi amada esposa, quien estaba a punto de sufrir un pequeño ataque de nervios porque había dado un paso más allá de la raya.
Kate dijo, como si estuviese hablando consigo misma:
– Si seguimos con esto, no pasará mucho tiempo antes de que caigan sobre nosotros.
No contesté.
– ¿A casa? -pregunté.
– A casa.
Me metí en la autopista de Long Island por la rampa que llevaba al oeste y regresamos a Manhattan. El tráfico era fluido a esa hora de la noche. Pasé al carril exterior y aceleré más allá del límite de velocidad.
Yo era el que solía perseguir a la gente, pero mi mundo ha cambiado, de modo que miré por el espejo retrovisor y los espejos laterales, luego crucé súbitamente dos carriles y abandoné la autopista en la siguiente salida.
Nadie nos seguía.
Conduje durante unos minutos por la carretera de servicio y luego regresé a la autopista.
Kate no hizo ningún comentario directo sobre mis maniobras evasivas, pero dijo:
– Tal vez deberíamos dejarlo.
No contesté.
– ¿Tú qué crees? -preguntó ella.
– ¿Qué ganaré yo?
– Sólo problemas.
– Es un argumento muy convincente.
Viajamos en silencio durante varios kilómetros, luego Kate se volvió hacia mí y me dijo:
– En cuanto a Sidney Siben, pensé que debías escuchar la versión oficial de la propia fuente.
– Valoro que juegues limpio. Y ahora, ¿qué quieres que haga?
– Consúltalo con la almohada.
– ¿Ahora mismo?
– No. Tú conduce. Yo dormiré.
Pocos minutos más tarde salí de las instalaciones del Laboratorio Nacional Brookhaven y pregunté en voz alta:
– Oye, ¿cuáles son las siete teorías?
– ¿Eh…?
– Despierta. Hazme compañía. ¿Cuáles son las siete teorías?
Kate bostezó.
– Primera teoría… fuego amigo… maniobras militares por aire y por mar aquella noche… Aparentemente lanzaron un blanco teledirigido… el misil erró el blanco y se dirigió accidentalmente hacia el 747… o el propio blanco teledirigido chocó con el avión… no es probable. Demasiados testigos a bordo de los barcos.
– De acuerdo. Teoría Dos.
– Teoría Dos. Argumento del impulso electromagnético… los ejercicios militares crearon unos poderosos campos electromagnéticos, que teóricamente pueden envolver un avión… no explica la estela de luz.
– Tres.
– Tres. Teoría del submarino extranjero, misil tierra-aire lanzado desde debajo del agua.
– ¿Qué le pasa a esa teoría?
– Vuelve a la Teoría Uno. Había maniobras militares en esa zona, que incluyen medidas antisubmarinas… o sea que un submarino extranjero tendría que haber sido detectado.
– ¿Y si fue uno de nuestros submarinos?
– Eso forma parte de la Teoría Uno. Teoría Cuatro. La teoría que habla de un meteorito o basura espacial. Posible, pero no probable. ¿Por dónde vamos?
– Cinco.
– Cinco. Es la teoría que habla de las burbujas de gas metano. Un gas invisible que se produce naturalmente en el lecho del océano y asciende. Lo encendieron los motores del 747. Muy débil. No se ajusta a las pruebas encontradas. Y luego está la Teoría Seis, que es la del rayo de plasma mortal. Laboratorio Nacional Brookhaven. Es tan absurda que podría tener algún sentido. Pero Brookhaven dice que no.
– Siete.
– Siete. La puerta de la bodega de carga del 747… algunas pruebas indican que voló antes de la explosión y podría haber provocado una rápida descompresión de la cabina, lo que inició una cadena de acontecimientos que llevó a la explosión. Lo más probable es que la explosión se produjera primero. Buenas noches.
– Espera. ¿Qué hay del misil terrorista?
– Eso es una categoría en sí misma.
– De acuerdo. Pero no dejo de pensar en lo que tu amigo, Sidney, dijo en el hangar. No la prueba forense, sino la prueba circunstancial. ¿Por qué derribar un avión tan lejos del aeropuerto? ¿Y por qué querría el gobierno ocultar un ataque terrorista? Un ataque terrorista lanzado desde alta mar deja a todo el mundo libre de culpa, ahorra millones de dólares en demandas a las compañías aseguradoras, por no mencionar los millones destinados a un nuevo diseño del tanque de combustible central. Joder, si hubiera una conspiración gubernamental, sería para fabricar un ataque terrorista, no para hacer creer que fue un fallo mecánico lo que derribó a ese avión. A menos, por supuesto, que el gobierno no quisiera provocar el pánico, y reconocer un fallo mayúsculo de la inteligencia, que es donde entra la CIA, y… -Miré a Kate-. ¿Hola?
Kate roncaba.
Y así fue como me quedé solo con mis pensamientos, que estaban empezando a abrumarme.
Pulsé «Pausa cerebral», luego «Rebobinar», y regresé al servicio religioso que se había celebrado en la playa, y a mi colega, Liam Griffith. No creo que Kate haya sido capaz de jugármela con Griffith, quien me enfureció lo suficiente como para que me interesara en el caso. Por otra parte, tal vez fuera solamente eso: un tío del FBI diciéndome que no metiese las narices donde no debía, en serio.
Miré a Kate, que tenía un aspecto angelical mientras dormía. Mi querida esposa no manipularía a su amado esposo. ¿Verdad?
Escena dos. Cupsogue Beach County Park, anochecer. Una pareja en la playa.
¿Vieron realmente y grabaron esa estela de luz y la explosión posterior? Me pregunté también por qué nunca los habían encontrado.
O tal vez lo habían hecho.
Como le insinué a Kate, quien no me había dado ninguna respuesta, quizá la CIA había dado con esta pareja y la había eliminado.
Escena tres. Puesto de la Guardia Costera del Centro Moriches. El capitán Spruck, un testigo fiable y completamente seguro de lo que había visto.
Y eso era lo que no me podía quitar de la cabeza. Ese tío era uno de los aproximadamente doscientos hombres, mujeres y niños que habían visto lo mismo, individualmente o en grupos, desde diferentes lugares. «Esto es arriba. ¿Verdad?» Y, finalmente, Escena cuatro. Calverton, hangar del avión. El señor Sidney R. Siben, ingeniero de seguridad de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte. El testigo experto honesto e inamovible.
Me habría encantado tener encerrados a Spruck y Siben en la misma habitación durante doce horas. Sería el debate más entretenido del siglo.
¿Lo sería? El señor Sidney Siben, durante su mutis por el foro, había expresado algunas dudas. Una ilusión óptica. Sí, debió de ser eso. No, no pudo ser eso. Maldita sea.
¿De qué iba todo eso?
Una imagen espontánea del Boeing 747 reconstruido cobró forma en mi cabeza. Entré mentalmente en el fuselaje abierto y volví a caminar por los pasillos, sobre los fragmentos de moqueta y entre los asientos vacíos. Como les gusta decir a los forenses: «Los muertos nos hablan.»
No hay duda de que lo hacen y, en cierta manera, incluso pueden aportar pruebas en una audiencia o un juicio.
El 747 había revelado la mayoría de sus secretos. Los cuerpos recuperados habían hecho lo mismo. Los testigos habían declarado todo lo que sabían. Los expertos habían hablado. El problema era que no todos decían las mismas cosas.
Y recordé que unas cuantas carreras y reputaciones habían quedado arruinadas, dañadas o comprometidas por ese caso. No tenía ninguna intención de añadir mi carrera o la de Kate a esa lista.
Miré a Kate. Llevábamos casados un año y este caso nunca había salido antes a la luz entre nosotros, aunque ahora recordaba que el año anterior ella había asistido sola al servicio religioso en la playa. Me pregunté por qué había esperado a este aniversario para permitirme meter las narices en el caso. Tal vez había estado a prueba, o quizá había surgido algo nuevo. En cualquier caso, yo había podido echar un vistazo a una especie de grupo que no tiraba la toalla.
Este caso siempre había sido peligroso para cualquiera que se acercase a él. Era un rayo de plasma mortal, una burbuja de gas explosivo, un misil fantasma, fuego amigo, impulso electromagnético, una mezcla volátil de combustible y aire, y una ilusión óptica.
Mi sexto sentido me decía que, por mi propio bien, y también por el de Kate, debía olvidarme de todo lo que había visto y oído esta noche.
No pensaba en Kate o en mí, ni en nadie más, ni de dentro ni fuera del gobierno.
Pensaba en ellos. Doscientos treinta de ellos. Y sus familias y seres queridos, la gente que había depositado rosas en los asientos del avión, y que habían encendido velas y se habían metido en el océano, y habían lanzado flores al agua. Y la gente que no había acudido a la ceremonia, que se había quedado llorando en sus casas.
Casa. Vivo en un edificio de la 72 Este, entre la Segunda y Tercera avenidas. Mi apartamento está en el piso 34 y desde mi balcón, donde ahora me encontraba con un vaso de whisky en la mano a las dos de la mañana, contemplaba la parte sur de la isla de Manhattan.
Entre los rascacielos de Midtown podía ver el Bowery y un trozo del Lower East Side, donde crecí, en Henry Street, cerca de las viviendas en construcción.
Más allá de Chinatown veía los tribunales y calabozos y One Police Plaza, donde había trabajado en una época, y Federal Plaza, donde trabajo actualmente.
En realidad, la mayor parte de mi historia discurre por esas calles: John Corey de niño jugando en las malas calles del Lower East Side, John Corey como poli novato en el Bowery, John Corey el detective de homicidios y, finalmente, John Corey el agente contratado por la ATTF.
Y ahora, John Corey, en su segundo año de matrimonio, viviendo en el apartamento de su primera esposa, quien ahora vivía con su jefe, un imbécil integral, y ganaba un montón de pasta haciéndose cargo de la defensa de la escoria económicamente exitosa.
En el extremo inferior de Manhattan, los rascacielos de Wall Street se alzaban como estalagmitas en el estanque de una cueva. Y a la derecha, ascendiendo cuatrocientos metros hacia el cielo, estaban las Torres Gemelas del World Trade Center.
El 26 de febrero de 1993, aproximadamente al mediodía, unos terroristas árabes, en una camioneta Ryder alquilada y llena de explosivos, entraron en el garaje subterráneo de la torre norte, aparcaron la camioneta y se marcharon. A las 12.18, la camioneta hizo explosión, matando a seis personas e hiriendo a otro millar. Si la torre se hubiese desplomado, los muertos se hubiesen contado por miles. Éste fue el primer ataque llevado a cabo por terroristas extranjeros en suelo norteamericano. También fue una llamada de atención, pero nadie estaba al aparato.
Volví a entrar en la sala de estar.
La decoración es una especie de vestíbulo de hotel de Palm Springs, demasiados rosas y verdes y motivos de caracoles y alfombras de colores estridentes hechas de enea o algún tejido similar.
Kate dice que se deshará de todo a la primera oportunidad que tenga. Lo que se quedará aquí es la única cosa que compré yo: mi sillón reclinable de cuero marrón La-Z-Boy. Es una maravilla.
Me serví otro whisky y pulsé el botón de arranque de mi reproductor de vídeo.
Me senté en mi La-Z-Boy y miré la pantalla del televisor.
Un collage de imágenes acompañadas de una música inadecuada llenó la pantalla. Era una cinta de vídeo de una hora de duración realizada por un grupo que sostenía la teoría de la conspiración, según Kate, y que defendía la teoría de un ataque con un misil. Incluía, dijo Kate, la animación que había hecho la CIA.
En unas imágenes extraídas de una entrevista realizada para la televisión, un antiguo presidente de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte dijo que nunca se había visto que el FBI llevase a cabo una investigación por el accidente. El Congreso, dijo, le había otorgado a la NTSB un claro mandato para que investigase los accidentes aéreos.
La palabra clave, que parecía haber pasado inadvertida para el entrevistador de la televisión, era «accidente». Obviamente, algunas personas en el gobierno pensaban que era un crimen, que era la razón por la que el FBI y no la NTSB era el organismo que se había encargado de la investigación y la reconstrucción del avión siniestrado.
A continuación, un experto de alguna clase dijo que el depósito de combustible central vacío no podía haber provocado una explosión de esa magnitud porque sólo contenía «un poquito de combustible».
Pero el señor Siben me había dicho que podían haber quedado alrededor de doscientos litros de combustible en el depósito que no habían podido ser extraídos por la bomba de succión. En cualquier caso, habían sido los gases volátiles, y no el propio combustible, la causa aparente de la explosión inicial.
O sea que, ya en los primeros minutos de la cinta, teníamos algunos errores, o quizá hechos sesgados.
Luego presté atención mientras varias personas, que no estaban bien identificadas, hablaban misteriosamente acerca de la desaparición de algunas partes del avión del hangar de Calverton, asientos perdidos que habían sido recuperados de las profundidades del mar y nunca se los había vuelto a ver, y aluminio estructural colocado durante la reconstrucción, alterando de ese modo el impacto original de la explosión.
Se hablaba del 747 de El Al que se encontraba justo detrás del 747 de la TWA, y de los informes de laboratorio sobre residuos de ojiva explosiva y residuos de propulsor de cohetes, de misiles navales «erróneamente dirigidos». Alguien habló sobre una vaga carta amenazadora redactada por un grupo terrorista de Oriente Medio horas antes de que se produjese la caída del avión de la TWA, y había muchas especulaciones sobre otras pruebas alteradas y/o pasadas por alto.
El documental fijaba una serie de puntos, pero no todos los puntos estaban conectados para formar una línea recta. Sólo era un montón de material puesto sobre la mesa para verlo todo. O, para ser más imparcial, esta presentación concedía la misma importancia a todas las teorías, excepto la conclusión oficial de que había sido un fallo mecánico.
La cinta hablaba luego, con cierto detalle, de las maniobras militares que se habían llevado a cabo en la noche del 17 de julio de 1996 en el área próxima a la costa de Long Island, designada como W-105. Pensé que los que habían realizado la cinta llegarían luego a la conclusión de que había sido un misil norteamericano «mal dirigido» el causante del derribo del avión de la TWA. Pero un ex miembro de la Marina, de un modo muy parecido al del capitán Spruck, dijo: «Es imposible que un accidente de esa magnitud pudiera ser encubierto por cientos, miles de militares.» Y me pregunté por qué esas maniobras militares jugaron un papel tan importante en las teorías de una conspiración. Los encubrimientos por parte del gobierno siempre resultan más interesantes que la estupidez del gobierno.
La cinta, sin embargo, establecía un hecho curioso al señalar que las fuentes del radar habían identificado a todos los barcos que se encontraban en el área donde se había producido el accidente, y que investigaciones posteriores habían encontrado y exonerado de toda sospecha a todos ellos… salvo a uno. Una embarcación rápida había abandonado la zona inmediatamente después de la explosión y nadie -ni la Marina, ni el FBI, ni la Guardia Costera, ni tampoco la CIA- había podido identificar o encontrar esa embarcación. Si eso era verdad, entonces, obviamente, ésa era la embarcación desde la que el misil -si había habido un misil- había sido disparado.
La cinta mostraba ahora tres fotografías en color, todas tomadas por personas que aquella noche estaban echando fotos a sus amigos, pero que habían captado inadvertidamente en el fondo de la imagen lo que parecía ser una breve estela de luz en el cielo nocturno. El narrador especulaba con la posibilidad de que pudiera tratarse de la combustión retardada de un cohete o un misil ascendente.
El problema de esas fotos como prueba, especialmente cuando se toman por accidente, es que no demuestran nada.
Las imágenes en movimiento -película y cinta de vídeo-, sin embargo, eran otra cuestión, y volví a pensar en la pareja en la playa.
La parte más concluyente de la cinta era una película original con seis testigos.
Algunos de esos testigos fueron entrevistados en el mismo lugar donde dijeron que se encontraban cuando vieron la estela de luz que ascendía al cielo, de modo que eran capaces de señalar hacia ese punto y hacer pequeños movimientos con las manos. Todos ellos parecían personas creíbles y convencidos de lo que habían visto. Un par de ellos se enfadaron y una mujer rompió a llorar.
Todos ellos describieron prácticamente lo mismo con ligeras variaciones: estaban mirando el mar cuando vieron una estela de luz intensa que surgió del océano, ascendió en el aire, cogió velocidad y luego acabó en una pequeña explosión, después una enorme bola de fuego, y, finalmente, la bola de fuego cayendo al mar.
En esas descripciones no parecía haber mucho lugar para la interpretación.
Y ahora era el turno de la película de la CIA. Dejé el vaso de whisky y observé atentamente la descripción animada, narrada por un tío cuyo tono de voz resultaba tan molesto como el pedante guión.
Primero se veía un gráfico del interior del depósito de combustible central vacío, mostrando un poco de residuo de combustible entre las placas del fondo del tanque. A continuación, el narrador mencionaba los gases del combustible, luego se veía una chispa que procedía de alguna parte en el interior del depósito. Luego la explosión.
Esa explosión destrozó la parte izquierda del depósito central y encendió el combustible alojado en el tanque del ala izquierda, provocando una gran explosión, exhibida como si fuese un big bang de dibujos animados.
El narrador explicó que el impacto de la explosión había provocado que la sección del morro del avión se «desprendiese» y cayera al mar.
Pero entonces, el narrador y la animación intentaron explicar lo que habían visto los testigos, aunque el narrador no decía que hubo alrededor de doscientos testigos.
Si había seguido correctamente esa animación y su correspondiente narración, la CIA estaba diciendo que los doscientos testigos no habían reparado en el avión antes de la explosión; lo que desvió su atención hacia el avión fue el resplandor de la primera explosión y/o la segunda y más potente explosión. O, en algunos casos, fue el sonido de las explosiones lo que llegó hasta ellos treinta o cuarenta segundos más tarde. Luego, cuando alzaron la vista hacia el cielo, vieron dos cosas: el avión en llamas que ascendía antes de precipitarse hacia el mar, y/o los chorros de combustible ardiendo, que podrían haberse reflejado en las aguas tranquilas del océano. En otras palabras, todos los que vieron esa secuencia la entendieron en orden inverso a como sucedió.
Unos cuantos testigos volvieron a aparecer en pantalla y el primero de ellos preguntó: «¿Cómo es posible que un avión que asciende de cinco mil a seis mil metros de altura parezca un misil de alta velocidad que surge del agua?»
Un tío que había sido miembro de la Guardia Nacional Aérea dijo: «La estela de luz que vi tardó tres, cuatro, cinco segundos en ascender cinco mil metros. Llevaba una velocidad supersónica.» Otro tío, al que reconocí de la conferencia de prensa ofrecida por la FIRO por televisión hacía tres noches, era entrevistado delante de su casa en Long Island, lugar donde se encontraba cuando vio el incidente. Dijo: «La animación no tiene nada que ver con lo que vi. No se parece en nada.» Una mujer a la que entrevistaban en el puente donde se encontraba esa noche decía: «Vi el chorro de combustible ardiendo que caía al mar, pero eso fue después de ver la estela de luz que ascendía.» Volví a pensar en las palabras del capitán Spruck. «Esto es arriba. ¿Verdad?» Pulsé el botón de «stop». Me recliné en mi sillón y pensé.
La animación de la CIA planteaba más preguntas de las que contestaba, se deshacía ante la lógica más elemental y contradecía mediante dibujos animados lo que la gente juraba haber visto. A veces, cuanto menos se diga y menos se muestre, mejor para todos. Yo podría haberme tragado la conclusión del fallo mecánico -a pesar de los testimonios de los testigos- si no fuese por esa animación gratuita de la CIA.
Pulsé el botón de «play» y la cinta continuó.
En ese momento, Kate entró en la sala de estar, llevando sólo un camisón corto, sin mangas.
– Ven a la cama, John.
– No estoy cansado.
Kate acercó un pequeño puf para apoyar los pies, se sentó a mi lado y me cogió la mano. Contemplamos juntos las imágenes de los últimos minutos de la cinta.
La conclusión final de ese pseudodocumental no estaba totalmente clara y terminaba con preguntas, dejando abierta la posibilidad de una segunda parte.
Apagué el aparato de vídeo y permanecimos sentados en la habitación oscura y silenciosa, muy por encima de las calles de Nueva York.
– ¿Qué piensas? -me preguntó Kate.
– Creo que esta cinta es un cuarenta por ciento inexacta y un cuarenta por ciento manipuladora -dije-. Como una película de Oliver Stone.
– ¿Y el resto? -preguntó Kate.
– Sólo el porcentaje suficiente de verdad para que te hagas algunas preguntas. ¿Qué sabes de esa embarcación que se perdió en la noche? -pregunté.
– Eso es real -contestó Kate-. Unos cuantos datos de radar indiscutibles describen una embarcación que se aleja a gran velocidad del lugar del accidente justo después de haberse producido la explosión. La mayoría de las embarcaciones privadas que se encontraban en la zona se dirigieron hacia el lugar donde había caído el avión para ver si podían servir de ayuda. Los barcos militares permanecieron en sus posiciones hasta que recibieron la orden de dirigirse al lugar del accidente. La Guardia Costera y el FBI hicieron un llamamiento público para que todos los capitanes de barco que se encontrasen en la zona aquella noche informaran de sus posiciones y describiesen lo que habían visto. Todos lo hicieron, excepto esa embarcación.
– De modo que ésa es la embarcación desde la que aparentemente se lanzó el misil -dije.
– Ésa es la teoría -dijo Kate.
– Quizá la gente que se encontraba en esa embarcación estaba entregada a lo mismo que la pareja de la playa y por esa razón se alejaron a toda pastilla de esa zona -dije-. Estoy seguro de que, aquella noche de verano, había muchos hombres y mujeres en ese lugar que se suponía que no debían estar juntos.
– O sea que lo que estás diciendo es que el único misil guiado por calor que había en esa embarcación desaparecida estaba entre las piernas de algún tío.
– Sí, suena a algo que yo mismo podría haber dicho.
Kate sonrió.
– En realidad, no eres la primera persona a quien se le ocurrió esa idea. ¿Qué piensas de la animación de la CIA?
– Parece que hay algo que no encaja -dije.
Kate asintió y luego me informó:
– ¿Sabes?, no todos los testigos describieron la misma escena. Algunos vieron dos estelas de luz aquella noche. Muchos de ellos vieron que la estela de luz ascendía a mayor altura que el avión, luego describía un arco descendente antes de impactar contra el avión, desde arriba. Otros afirman que la estela surgió directamente desde el agua y alcanzó el avión por su parte inferior. La mayoría de las personas describen dos explosiones: la explosión inicial más pequeña, seguida de la enorme bola de fuego. Pero algunas personas describen tres o cuatro explosiones. Otras afirman haber visto caer la sección del morro, pero la mayoría no. Algunas personas dicen que el avión pareció detenerse en mitad del vuelo después de la primera explosión, un dato confirmado por el radar, pero la mayoría de la gente describe una caída libre al océano mientras que otros describen un descenso del avión girando sobre las alas. En otras palabras, no todos los testigos coinciden en todos los detalles.
– Por eso no entiendo cómo pudo realizar la CIA una animación especulativa basada en testimonios tan contradictorios -dije-. Necesitas al menos una docena de animaciones diferentes para explicar todos los distintos testimonios.
– Creo que la CIA comenzó con una premisa: la conclusión oficial, que no incluía ningún misil -contestó Kate-. Luego justificaron esa conclusión conforme a lo que algunos expertos en aviación dicen que pudo o debió de haber ocurrido. Las descripciones ofrecidas por los testigos eran irrelevantes para la CIA. Ellos se limitaron a decirles: «Esto es lo que ustedes vieron.»
– Correcto. En esta cinta aparece una persona que dijo que los testigos nunca fueron llamados a declarar en ninguna de las audiencias públicas y oficiales. ¿Es eso cierto? -pregunté.
– Lo es. Y te diré algo más. El FBI apenas repitió las entrevistas a los testigos. Docenas de testigos continuaron llamando al FBI pidiendo que los entrevistaran otra vez. Un montón de testigos se sintieron frustrados por la situación y decidieron salir a la luz pública, pero descubrieron que los medios de comunicación no estaban interesados en el tema después de que el gobierno comenzara a decir que la causa del accidente había sido un fallo mecánico. -Kate añadió-: Nunca, en todos mis años como encargada del cumplimiento de la ley, había visto que se les diera tan poca credibilidad a un número tan elevado de testigos.
Pensé en lo que acababa de decir.
– Cuantos más testigos tienes -dije-, más variaciones tienes también. Al final se eliminan mutuamente. Yo preferiría tener uno, tal vez dos buenos testigos, antes que doscientos.
– Yo te di uno.
– Es verdad. Pero la gente ve aquello que está mentalmente condicionada para ver. Te contaré lo que estaba ocurriendo en el verano de 1996. Tres semanas antes del vuelo 800 de la TWA, la residencia del personal militar en Arabia Saudí, las Torres Khobar, habían sufrido un terrible atentado con explosivos. El FBI se encontraba en estado de alerta máxima por la celebración de los Juegos Olímpicos de verano en Atlanta, y los periódicos no dejaban de hablar de ataques potenciales por parte de Irán y de una docena de grupos terroristas diferentes. De modo que, cuando se produjo el derribo del vuelo 800 de la TWA, ¿cuál hubiese sido la primera cosa que habría pasado por tu cabeza? Probablemente, la misma que yo hubiera pensado (un ataque terrorista), y ni siquiera nos conocíamos.
Kate permaneció en silencio un momento, luego dijo suavemente:
– Tal como se desarrollaron los acontecimientos, la primera cosa en la que pensamos es en lo que dijeron que vieron aquella noche doscientas personas.
– Exacto. Pero pudo ser una ilusión óptica.
– John, entrevisté a doce testigos. Mis colegas entrevistaron a doscientos. No todo el mundo pudo tener la misma ilusión óptica.
Yo bostecé y dije:
– Gracias por un día tan interesante. Es tarde y estoy cansado.
Kate empezó a acariciarme el cabello y me respondió:
– Mantenme despierta un poco más.
No necesito que me lo pidan dos veces, y salí disparado de mi sillón reclinable La-Z-Boy, directamente al dormitorio.
Nos metimos en la cama e hicimos el amor apasionadamente, como lo hace la gente que está sobreexcitada e intenta liberar la energía acumulada durante un día largo, duro y frustrante. Esto, al menos, era algo sobre lo que teníamos algún control, algo que podíamos hacer que tuviese un final feliz.
A la mañana siguiente -yo con mi bata andrajosa y Kate aún con su camisón sexy- estábamos sentados a la mesa de la cocina bebiendo café y leyendo los periódicos. A través de las ventanas entraba la brillante luz del sol.
Cuando Robin se marchó del apartamento cancelé mi suscripción al Times y me suscribí al Post, donde vienen todas las noticias que necesito, pero desde que Kate entró en el apartamento, el Times ha vuelto.
Bebí el café y leí una historia en el Times acerca del servicio religioso al que habíamos asistido el día anterior en la playa. El artículo comenzaba así: «Cinco años después de que el vuelo 800 de Trans World Airlines cayera del cielo en trozos incandescentes que acabaron en el océano, los familiares de algunas de las 230 personas que murieron en el accidente realizaron su peregrinaje anual al East End de Long Island para entregarse a la plegaria y el recuerdo.
«Esas personas se congregaron para estar cerca del último lugar donde estuvieron vivos sus amigos y seres queridos. Se reunieron para escuchar el sonido de las verdes olas sobre la arena. Vinieron para ver la construcción roja y blanca de la Guardia Costera en la carretera de East Moriches, donde fueron llevados los cuerpos de las víctimas»
Continué leyendo esa prosa retórica y torturada: «La atmósfera de la primera ceremonia celebrada aquí, pocos días después del accidente y en medio de la confusión sobre si la causa había sido una avería mecánica o una bomba, era de un silencio conmovedor… Muchos sólo podían adentrarse unos metros en el agua para dejar caer una flor, nada más»
Un poco más abajo, el artículo continuaba diciendo: «"Ellos tienen incluso que vérselas con chiflados", dijo Frank Lombardi, quien asiste a las familias. "En los últimos días", añadió, "las familias han recibido la llamada de un hombre que dijo conocer la identidad de los terroristas que habían derribado el avión. Y si le entregan 300.000 dólares en metálico, él les dirá quién fue el responsable", dijo el señor Lombardi. "¿Está enfermo o qué? Es increíble que alguien pueda jugar de ese modo con los sentimientos de la gente." (La Junta Nacional de Seguridad en el Transporte llegó a la conclusión de que una explosión en un depósito de combustible, posiblemente provocada por un cortocircuito, fue la causa del accidente.)»
Acabé de leer el artículo y le pasé el periódico a Kate, quien lo leyó en silencio. Luego alzó la vista y dijo:
– A veces pienso que soy una de las chifladas mejor intencionadas.
– Por cierto -le pregunté-. ¿Cuál era el nombre de ese hotel donde pudo haberse alojado esa pareja?
– Todo lo que viste y oíste ayer era de dominio público o, en el caso del testimonio del capitán Spruck, estaba disponible bajo la Ley de Libertad de Información. El nombre de ese hotel no existe oficialmente.
– Pero si existiese, ¿cuál sería el nombre?
– El nombre sería Hotel Bayview, en Westhampton Beach -dijo Kate.
– ¿Y qué descubriste en ese hotel?
– Como ya te he contado, nunca estuve físicamente en ese hotel. No era mi caso.
– Entonces, ¿cómo sabes el nombre del hotel?
– Hice un montón de llamadas telefónicas a hoteles y moteles para saber si habían perdido una manta. Muchas de las personas a las que llamé me dijeron que el FBI ya les había visitado y que les habían enseñado la manta. Un tío del Hotel Bayview dijo que le había dicho a los agentes del FBI que les faltaba una manta, y que la que le habían mostrado posiblemente era la manta desaparecida, aunque no podía estar seguro.
– ¿Y ésa es toda la pista? -pregunté.
Ese tío dijo que los agentes del FBI habían revisado las tarjetas de registro de los huéspedes, los resguardos de las tarjetas de crédito y también su ordenador, y habían interrogado a los empleados -dijo Kate-. Me aseguró que no había hablado de eso con nadie, siguiendo las instrucciones recibidas. Luego me preguntó si habíamos encontrado a los tíos que habían disparado el misil.
– Todavía no. ¿Cómo se llamaba ese tío?
– Leslie Rosenthal. Director del Hotel Bayview.
– ¿Por qué no seguiste esa pista?
– Bueno, a veces las cosas no salen como a ti te gustarían. El señor Rosenthal, o quizá alguna otra persona de los hoteles a los que llamé, llamaron a sus contactos del FBI, o quizá el FBI estaba realizando un seguimiento de esa pista o algo por el estilo, pero fuera lo que fuese que ocurriera, al día siguiente me llamaron a una oficina en la que nunca había estado antes en el piso veintiséis del edificio federal. Dos tíos de la OPR, a quienes nunca había visto y a los que nunca he vuelto a ver desde entonces, me dijeron que me había excedido en mis responsabilidades en este caso.
La OPR es la Oficina de Responsabilidad Profesional del FBI, que suena realmente bien. De hecho, es un nombre completamente orwelliano. La OPR es como Asuntos Internos en el Departamento de Policía de Nueva York: husmeadores, soplones y espías. Yo no tenía ninguna duda, por ejemplo, de que el señor Liam Griffith era un tío de la OPR.
– ¿Esos tíos te ofrecieron un traslado a Dakota del Norte? -le pregunté a Kate.
– Estoy segura de que era una de las posibilidades que barajaron. Pero se mantuvieron muy tranquilos y trataron de aparentar que todo no había sido más que un pequeño error de juicio por mi parte. Incluso me felicitaron por haber demostrado iniciativa.
– ¿Conseguiste un ascenso?
– Conseguí una sugerencia, amable pero firme, de que debía trabajar en equipo. Me dijeron que había otros agentes trabajando en esa pista, y que yo debía continuar haciendo entrevistas a los testigos y limitarme a esas tareas.
– Te libraste de una buena. En una ocasión, uno de mis jefes me arrojó un pisapapeles.
– Nosotros somos más sutiles. En cualquier caso, recibí el mensaje y también supe que había dado con algo.
– ¿Y por qué no seguiste adelante?
– Porque me habían ordenado que no lo hiciera. ¿No has oído lo que acabo de contarte?
– Ah, sólo estaban poniéndote a prueba para ver de qué madera estabas hecha. Ellos querían que tú les dijeras que no pensabas dejarlo.
– Sí, seguro. -Kate lo pensó un momento y luego añadió-: En ese momento sólo supuse que si algo salía de todo esto, aparecería en algún memorando interno seguido de una conferencia de prensa. Hace cinco años no pensaba en encubrimientos ni conspiraciones.
– Pero ahora sí.
Ella no contestó a eso, pero en cambio dijo:
– Todos los que intervinieron en este caso se sintieron profundamente afectados por él, pero sé que los encargados de entrevistar a los testigos quedaron afectados de una manera diferente. Nosotros fuimos los que hablamos con las personas que presenciaron los hechos, doscientas de ellas describieron lo que creyeron que era un misil o un cohete. Ninguno de nosotros pudo conciliar totalmente lo que habíamos oído de boca de los testigos con la animación de la CIA o el informe final. Los peces gordos de la ATTF estaban teniendo problemas con los entrevistadores y yo no fui la única a quien llamaron a esa oficina.
– Interesante -dije-. ¿Cómo funcionaba lo de las entrevistas? -pregunté.
– Al principio todo era un caos -contestó Kate-. Cientos de personas pertenecientes a las fuerzas de tarea del FBI y el Departamento de Policía de Nueva York fueron enviadas de Manhattan al East End de Long Island en veinticuatro horas. No había suficientes lugares donde alojarse. Algunos agentes se vieron obligados a dormir en sus coches, se requisaron moteles, las instalaciones de la Guardia Costera fueron utilizadas como dormitorios y algunos agentes se marchaban a casa por la noche si vivían cerca. Yo dormí en una oficina en el puesto de la Guardia Costera de Moriches durante dos noches junto con otras cuatro mujeres, luego me consiguieron una habitación en un hotel con otro agente del FBI.
– ¿Quién?
– No me preguntes los nombres de las personas con las que trabajé en este caso. Realmente yo no buscaba nombres de agentes del FBI. No querían hablar conmigo. Pero sí que me interesaban los nombres de los policías de Nueva York.
– ¿Trabajaste con alguien del Departamento de Policía de Nueva York?
– Con algunos, al empezar. Más de setecientos testigos reales y aproximadamente cincuenta testigos marginales. Y, al principio, no pudimos determinar qué testigos habían visto una estela de luz y qué otros sólo habían visto la explosión y los restos incandescentes que caían al mar. Finalmente, clasificamos a los testigos según su grado de credibilidad y el aspecto del accidente que habían visto. A los pocos días, teníamos a doscientos testigos que afirmaban haber visto una estela de luz en el cielo.
– Y ésos fueron los testigos que interrogó el FBI.
– Correcto. Pero al principio, con toda la confusión reinante, el Departamento de Policía de Nueva York se hizo cargo de un montón de buenos testigos, y el FBI consiguió un montón de malos testigos.
– Qué terrible.
Kate hizo caso omiso de mi comentario y continuó con su explicación.
– Entonces decidimos dividirlos en grupos y los testigos que habían visto la estela de luz fueron entrevistados sólo por el FBI. A continuación, los testigos escogidos (alrededor de veinte personas que se mostraban muy insistentes en lo de la estela de luz que había surgido del océano), como el capitán Spruck, fueron asignados a un escalón superior del FBI.
– Y la CIA. Como Ted Nash.
– Aparentemente.
– ¿Alguno de esos testigos sufrió algún desafortunado accidente?
Kate sonrió.
– Ninguno. Lo siento.
– Bueno, mi teoría se va al garete.
Pensé en todo esto y comprobé lo que había descubierto a partir de mi experiencia y observación recientes: los detectives del Departamento de Policía de Nueva York que trabajaban para la ATTF recibían la mayor parte del duro trabajo preliminar. Cuando daban con algo importante, se lo pasaban a un agente del FBI. Eso complacía a Dios.
– Apuesto a que esos entrevistadores -del FBI y del NYPD- que habían tenido la experiencia de hablar con los testigos que vieron esa estela de luz son los que forman el núcleo de los que creen que no fue un accidente.
– No existe ningún grupo.
Kate se levantó y fue al dormitorio a vestirse para ir al trabajo.
Yo acabé mi café y también regresé al dormitorio.
Me coloqué la Glock de 9 mm en la sobaquera, una pistola que rae pertenece y que es una copia de la que llevaba cuando era policía. Kate hizo lo propio con su Glock, que es una pistola calibre 40, pistola con licencia del FBI. La suya es más grande que la mía, pero yo soy un tío muy seguro de mí, de modo que no me molesta demasiado.
Nos pusimos nuestras chaquetas, ella cogió su maletín y abandonamos el apartamento.
Tenía en la cabeza la imagen de seis tíos de la OPR en el número 26 de Federal Plaza haciendo crujir los nudillos mientras esperaban nuestra llegada.
Nuestro conserje, Alfred, nos consiguió un taxi e iniciamos nuestro viaje de media hora por el centro de la ciudad en dirección a nuestro lugar de trabajo, en el 26 de Federal Plaza, en el Lower Manhattan. Eran las nueve de la mañana y el tráfico, tras la hora punta, comenzaba a volverse más fluido en ese caluroso y soleado día de julio.
Se supone que no debemos hablar de ningún tema sensible en un taxi, especialmente si el nombre del conductor es Abdul, que era el nombre que figuraba en su licencia, de modo que, para matar el tiempo, le pregunté a Abdul:
– ¿Cuánto tiempo lleva en este país?
Me miró brevemente volviendo la cabeza.
– Oh, unos diez años, señor -contestó.
– ¿Qué cree usted que le pasó al vuelo 800 de la TWA?
– John -dijo Kate.
No hice caso y repetí mi pregunta.
– Oh, qué terrible tragedia fue ésa -contestó Abdul con un leve titubeo.
– Es verdad. ¿Cree que el avión fue derribado por un misil? -pregunté.
– No lo sé, señor.
– Yo creo que lo derribaron los israelíes y trataron de que pareciera que habían sido los árabes. ¿Qué me dice?
– Bueno, es posible.
– Y lo mismo con el atentado en el World Trade Center.
– Es posible.
– John.
– Así que -le dije a Abdul- usted cree que fue un misil.
– Bueno… mucha gente vio ese misil.
– ¿Y quién podría tener un misil tan poderoso?
– No lo sé, señor.
– Los israelíes. Ellos son quienes podrían tenerlo.
– Bueno, es posible.
– ¿Dicen alguna cosa en ese periódico árabe que tiene en el asiento delantero?
– Oh… sí, mencionan este aniversario de la tragedia.
– ¿Y qué dicen? ¿Que fue un accidente militar norteamericano? ¿O que fueron los judíos?
– No están seguros. Ellos lamentan la pérdida de vidas humanas y buscan respuestas.
– Sí, yo también.
– Ya está bien, John -dijo Kate.
– Sólo estoy tratando de calentarme un poco.
– ¿Por qué no tratas de cerrar la boca un poco?
Continuamos nuestro trayecto en silencio hacia el edificio federal.
El gobierno federal, y todos sus empleados, son extremadamente sensibles a los derechos y sentimientos de todas las minorías, los inmigrantes recientes, los nativos norteamericanos, los cachorros, las selvas tropicales y las especies en peligro que viven en el mantillo. Yo, por mi parte, carezco de esa sensibilidad y mi nivel de pensamiento progresista quedó detenido en alguna parte aproximadamente en la época en que las reglas policiales fueron redactadas nuevamente para prohibir que a un detenido se le arrancase una confesión moliéndolo a palos.
En cualquier caso, la agente especial Mayfield y yo, aunque no estábamos en la misma longitud de onda, teníamos buena comunicación y, en el último año, había notado que estábamos aprendiendo muchas cosas el uno del otro. Ella estaba usando más a menudo la palabra que empieza con «G» y llamando «capullos» a más personas, mientras que yo me estaba volviendo más sensible a la angustia interna de personas que eran unos capullos y unos gilipollas.
Llegamos al edificio federal, le pagué la carrera a Abdul y le di cinco pavos de propina por haberle provocado cierto grado de ansiedad.
Entramos en el enorme vestíbulo del edificio de cuarenta y un pisos por la puerta que daba a Broadway y nos dirigimos hacia los ascensores de seguridad.
El Federal Plaza es la sede de una sopa de letras de agencias del gobierno, la mitad de las cuales recaudan impuestos para que la otra mitad los gaste. Los pisos veintidós a veintiocho albergan las oficinas de varias agencias encargadas de hacer cumplir la ley y reunir información de inteligencia, y a ellas sólo se accede a través de ascensores especiales, que están separados del vestíbulo principal por una gruesa puerta de plexiglás, detrás de la cual hay guardias armados. Mostré mi placa demasiado rápidamente como para que los guardias pudiesen verla, algo que siempre hago, luego introduje un código en un teclado y la puerta de plexiglás se abrió.
Kate y yo entramos y nos dirigimos a los siete ascensores que llegan a los pisos veintidós a veintiocho. Ninguno de los guardias nos pidió que los dejáramos examinar más atentamente nuestras credenciales.
Entramos en un ascensor vacío y subimos al piso veintiséis.
– Debes estar preparada para ser llamada por separado a la oficina de alguien -le dije.
– ¿Por qué? ¿Acaso crees que anoche nos siguieron?
– Ya lo sabremos.
Las puertas del ascensor se abrieron a un pequeño vestíbulo al llegar al piso veintiséis. Allí no había guardias de seguridad y quizá su presencia no fuera necesaria si ya habías conseguido llegar tan lejos.
Pero sí había cámaras de seguridad montadas por encima de nuestras cabezas, pero quienquiera que estuviese mirando los monitores probablemente recibía una paga de seis pavos la hora y no tenía ni idea de qué o a quién debía vigilar. Suponiendo, claro está, que estuviesen despiertos.
Algo sí funcionaba: Kate y yo tuvimos que introducir nuevamente un código en un teclado para poder entrar en nuestra sección.
De modo que, para ser justo, la seguridad en el 26 de Federal Plaza para los pisos veintidós a veintiocho era buena, pero no excelente. Quiero decir, yo podría haber sido un malo con un arma apoyada en los omóplatos de Kate, y estaría en ese piso sin llevar credencial ni conocer el código del teclado.
De hecho, la seguridad no había mejorado demasiado en este lugar o probablemente en ningún lugar en las últimas dos décadas a pesar de las evidentes pruebas de que había una guerra en curso.
El público era sólo vagamente consciente de que estábamos en guerra, y a las agencias gubernamentales que dirigían esa guerra nunca les habían dicho, de manera oficial o por otro medio, por parte de nadie en Washington, que lo que estaba ocurriendo en todo el mundo era, en realidad, una guerra dirigida contra Estados Unidos y sus aliados.
Washington y los medios de comunicación preferían considerar a todos y cada uno de los ataques terroristas como un hecho individual, con escasa o ninguna relación entre ellos, mientras que hasta un imbécil o un político, si pensaba en ello durante un tiempo razonable, podía ver un patrón en todos. Era necesario que alguien reuniese a las tropas, o algún hecho tendría que ser lo bastante estridente como para despertar a todo el mundo.
Al menos ésa era mi opinión, formada en el escaso año que llevaba aquí, con la ventaja de ser un extraño. Los policías buscan patrones que sugieren la intervención de un asesino en serie o del crimen organizado. Los federales aparentemente consideraban los ataques terroristas como la obra de grupos desorganizados de psicópatas o resentidos.
Pero no era eso; era algo mucho más siniestro y muy bien planeado y organizado por gente que se quedaba despierta hasta muy tarde por la noche pensando en distintas formas de jodernos.
Mi opinión, sin embargo, no era muy popular y tampoco compartida por muchas de las personas que trabajaban en los pisos veintidós a veintiocho o, si lo era, nadie escribía su punto de vista en un memorando o lo sacaba a colación durante las reuniones.
Me detuve ante una fuente de agua y le dije a Kate entre trago y trago:
– Si un jefe o alguien de la OPR te hace preguntas, lo mejor es decir la verdad y nada más que la verdad.
Ella no contestó.
– Si mientes, tu mentira no coincidirá con la mía. Solamente la verdad sin más impedirá que tengamos que buscarnos un abogado.
– Lo sé. Soy abogada. Pero…
– ¿Agua? -le dije-. Mantendré apretada la manivela.
– No, gracias. Mira…
– No te echaré el agua en la cara. Te lo prometo.
– John, déjate ya de tonterías y madura. Escucha, no hemos hecho nada malo.
– Ésa es nuestra historia y debemos atenernos a ella. Todo lo que hicimos anoche fue porque somos agentes entusiastas y dedicados. Si te preguntan, no parezcas ni te sientas ni actúes como si fueses culpable. Actúa sintiéndote orgullosa de tu devoción al trabajo. Eso los confunde.
– Hablas como un auténtico sociópata.
– ¿Eso es bueno o malo?
– Esto no es divertido -dijo Kate-. Hace cinco años me dijeron específicamente que no me implicase en este caso.
– Deberías haberles hecho caso.
Continuamos andando por el corredor y le dije:
– Mi opinión es que si nos vigilan, no lo revelarán ahora. Nos mantendrán vigilados para ver qué hacemos y con quién hablamos.
– Estás haciendo que me sienta como una criminal.
– Sólo te estoy diciendo cómo abordar algo que tú empezaste.
– Yo no empecé nada. -Me miró fijamente y añadió-: John, lo siento si te he metido en…
– No te preocupes por eso. Un día sin problemas para John Corey es como un día sin oxígeno.
Kate sonrió y me besó en la mejilla, luego se dirigió hacia su espacio en la enorme planta llena de cubículos.
La observé mientras se alejaba, saludando a sus colegas por el camino.
Mi cubículo se encontraba en el otro extremo de la sala -lejos de los tíos del FBI-, entre mis compañeros detectives del NYPD, agentes contratados como yo, tanto en activo como retirados.
Aunque yo disfrutaba de la compañía de mi propia gente, esta separación física entre el FBI y el Departamento de Policía de Nueva York revelaba una división de culturas mucho más amplia que tres metros de moqueta.
Ya era bastante malo trabajar aquí cuando no tenía una esposa en el lado privilegiado de la sala. Necesitaba una estrategia para largarme de este sitio, pero no quería limitarme a renunciar. Meter las narices en el caso del vuelo 800 de la TWA podía ponerme de patitas en la calle, lo que para mí estaba bien y para Kate no sería como si yo estuviese saliendo bajo fianza de nuestro agradable arreglo laboral, que a ella le gustaba por alguna extraña razón. Quiero decir, yo pongo en apuros a todos los que conozco, incluso a otros policías de vez en cuando, pero Kate, de alguna manera perversa, parecía sentirse orgullosa de estar casada con uno de los policías conflictivos del piso veintiséis.
Quizá fuese un acto de rebeldía de su parte, una manera de decirle a Jack Koenig, el AEM -agente especial al mando- del FBI, conocido en ocasiones por los detectives del NYPD como el HPM -el hijo de puta al mando-, y también a los otros jefes, que la agente especial Mayfield aún no estaba totalmente domesticada.
Bueno, ése había sido mi pensamiento profundo del día, y aún no eran las diez de la mañana.
Me ajusté la corbata y pensé en alguna expresión facial. Veamos… Yo estaba posiblemente metido en la mierda hasta las cejas, de modo que decidí parecer feliz y encantado de estar allí.
Puse la cara adecuada y me dirigí a mi escritorio.
Saludé a mis colegas por su nombre, colgué la chaqueta en un gancho del cubículo y me senté en mi lugar de trabajo.
Encima del escritorio no había ningún sobre cerrado, que era la manera habitual de que te llamaran a la oficina del jefe.
Encendí el ordenador, tecleé la contraseña y leí mi correo electrónico, que eran básicamente memorandos internos. A veces, en la pantalla aparecía un mensaje orwelliano advirtiendo acerca de un nuevo crimen del gobierno.
Escuché mis mensajes telefónicos y había uno de un informante palestino norteamericano, nombre en clave Gerbil, que decía que tenía información importante para mí de la que no podía hablar por teléfono.
El señor Emad Salameh era, en realidad, una fuente de información casi inútil, y nunca pude llegar a saber si sólo quería sentirse importante, o si era un agente doble, o si sólo necesitaba veinte pavos extras de vez en cuando. Tal vez yo le caía bien. Sabía que le gustaba la comida italiana porque siempre elegía un restaurante italiano para que lo invitase a almorzar o cenar.
Los dos últimos mensajes eran de personas que habían colgado, cuyos nombres no aparecían en la pantalla de identificación, y que siempre me intrigan.
Revisé algunos papeles que tenía encima de la mesa.
Mi mayor desafío en este trabajo era tratar de imaginar qué hacer. Como dijo en una ocasión un hombre sabio (yo): «El problema con no hacer nada es que no sabes cuándo has terminado.» Con el trabajo de homicidios siempre existe un número de casos abiertos de crímenes pasados y presentes, mientras que en el caso de los actos perpetrados por terroristas, intentas adelantarte a la comisión del delito.
Después del caso de Asad Khalil, hace ahora un año, me asignaron a un equipo especial, que incluía a Kate, y cuya única misión consistía en dedicarse a ese caso.
Pero después de un año de trabajo, todos los indicios y pistas se habían esfumado y el rastro estaba frío. Jack Koenig, nuestro jefe, no quería desperdiciar el dinero del gobierno y había comenzado a asignarnos a Kate y a mí y a otros agentes del equipo diferentes tareas. La ATTF me había contratado específicamente por ser un especialista en homicidios, por si había un asesinato relacionado con terroristas, pero eso no había ocurrido desde el caso de Asad Khalil, así que ahora mis tareas consistían principalmente en vigilancia, que era el trabajo que la mayoría de los tíos del NYPD realizaban para el FBI. Kate estaba asignada a análisis de amenazas, fuera lo que fuese eso.
En algún momento, el equipo especial dispuso de su pequeño espacio propio cerca del Centro de Mando y Control en esta misma planta, y trabajábamos en estrecha proximidad, con Kate sentada al escritorio que estaba frente al mío, de modo que podía contemplar sus hermosos ojos azules todos los días. Pero ahora estábamos separados y tenía que mirar a Harry Muller, un tío que antes formaba parte de la Unidad de Inteligencia del NYPD.
– Harry, ¿cuál es la definición de árabe moderado? -le pregunté.
Alzó la vista.
– ¿Cuál es?
– Un tío que se ha quedado sin municiones.
Harry sonrió y dijo:
– Ya me lo habías contado. Ahí hay dos ofensas. Difamación racial y de género.
Debería señalar que la comunidad árabe y musulmana de Nueva York está formada probablemente por un noventa y ocho por ciento de ciudadanos leales y honrados, y un uno por ciento de idiotas útiles para el uno por ciento de tíos malos.
Yo me dedico básicamente a vigilar e interrogar a los idiotas útiles, y cuando obtengo una pista de los auténticos tíos malos, debo informar al FBI y, a veces, ellos pasan esa información a la CIA. Para mí es una tarea realmente frustrante y es una de las razones por las que no me gusta este trabajo desde que Koenig disolvió el equipo especial. Tal vez sea también una de las razones por las que Kate agitó el caso de la TWA ante mis narices y yo mordí el anzuelo.
En cuanto a la CIA, tienen agentes asignados a la ATTF, como el difunto Ted Nash, pero no ves a muchos de ellos; tienen oficinas en otra planta del edificio y también al otro lado de la calle, en el 290 de Broadway, y entran y salen de la agencia según sea la situación. Soy feliz cuando se largan y, en este momento, parecen ser bastante pocos.
– ¿Qué hiciste ayer? -me preguntó Harry.
– Asistí al servicio religioso por las víctimas del vuelo 800 de la TWA en Long Island.
– ¿Por qué?
– Kate trabajó en el caso. Ella acude todos los años. ¿Tú trabajaste en el caso?
– No.
– Pero sabes lo que ocurrió. Quinientas personas participaron en ese caso y resultó ser una avería mecánica.
Harry no contestó.
– A veces nos volvemos demasiado paranoicos en este trabajo -añadí.
– Nunca puedes ser demasiado paranoico en este trabajo.
– Así es. ¿En qué estás trabajando?
– En una estúpida institución de beneficencia islámica en Astoria. Por lo visto están canalizando dinero para un grupo terrorista en el extranjero.
– ¿Y eso es ilegal?
Harry se echó a reír.
– ¿Cómo diablos voy a saberlo? -dijo-. Supongo que la parte ilegal es recolectar dinero para una cosa y luego hacer otra completamente distinta. Infringe alguna ley federal. El problema es que el dinero va a una organización benéfica aparentemente legal en el extranjero, y después va a donde no tendría que ir. Es como tratar de entender el talonario de cheques de mi esposa. Pero los tíos de contabilidad del FBI lo encuentran fascinante. ¿Y tú qué estás haciendo?
– Estoy tomando un curso de sensibilización en cultura islámica.
Harry se echó a reír.
Volví a concentrarme en los papeles que tenía encima del escritorio. Había un montón de memorandos que debía leer, poner mis iniciales y reenviar, cosa que hice.
Las carpetas interesantes -lo que los federales llaman dossieres- estaban guardadas en la sala de archivos y, si necesitaba una, tenía que rellenar un formulario, que era analizado por desconocidos y rechazado o devuelto con el dossier solicitado.
Yo disponía de autorización para examinar material secreto, pero mi área de información estaba restringida, de modo que debía limitarme al caso Khalil, o a los casos a los que había sido asignado. Esta práctica hacía que resultase muy difícil descubrir si un caso estaba relacionado con otro. Todo estaba separado en categorías por razones de seguridad o razones de protección, algo que, en mi humilde opinión, era un grave punto débil en el juego de inteligencia. En el trabajo policial, prácticamente todos los archivos están disponibles para cualquier detective con una corazonada y una larga memoria acerca de un caso o un delincuente.
Pero no debería hacer comparaciones negativas. Nada es más exitoso que el éxito, y hasta ahora, toco madera, los federales habían tenido un gran éxito manteniendo Estados Unidos alejado del frente del terrorismo global.
Excepto una. Tal vez dos. Quizá tres veces.
La primera vez, el atentado con coche bomba contra el World Trade Center, fue una gran sorpresa, pero casi todos los responsables habían sido arrestados, juzgados y enviados a prisión de por vida.
Había un bonito monumento de granito en memoria de las seis víctimas del atentado, erigido entre las Torres Gemelas, justamente encima del sitio donde se había producido la explosión en el garaje subterráneo.
Luego estaba la explosión del avión de la TWA, que puede haber sido o no un tanto apuntado por el equipo visitante.
Y luego estaba el caso de Asad Khalil, que desde mi punto de vista era un ataque terrorista, pero que el gobierno había disimulado como una serie de asesinatos cometidos por un hombre de ascendencia libia que sentía una animadversión personal contra un grupo de ciudadanos estadounidenses.
Eso no era exactamente así, como puedo atestiguar, pero si lo dijera, estaría quebrantando la ley, según ciertos juramentos que había hecho y documentos que había firmado, todos ellos relacionados con la seguridad nacional y cosas por el estilo.
Este mundo de la seguridad nacional y el contraterrorismo era un mundo verdaderamente diferente del que yo estaba acostumbrado, y todos los días tenía que convencerme a mí mismo de que esta gente sabía lo que estaba haciendo. En alguna parte, sin embargo, en el fondo de mi nada complicada mente, yo albergaba dudas.
Me levanté, me puse la chaqueta y le dije a Harry:
– Llámame al busca si alguien convoca una reunión.
– ¿Adónde vas?
– A una misión peligrosa. Es posible que no regrese.
– Si lo haces, ¿podrías traerme un rollito de salchicha polaca? Sin mostaza.
– Haré todo lo que pueda.
Me marché de prisa, echando un vistazo a Kate, quien estaba con la vista fija en la pantalla de su ordenador. Entré en el ascensor, bajé hasta el vestíbulo y salí a la calle.
En la era de los teléfonos móviles aún quedan algunas cabinas de teléfonos públicos y me metí en una que había en Broadway. Tenía calor y el cielo comenzaba a cubrirse.
Busqué en mi móvil el número del móvil de Dick Kearns y utilicé el teléfono público para llamarlo.
Dick, un viejo colega de homicidios del NYPD, había abandonado la ATTF hacía pocos meses y ahora era un civil contratado por los federales que realizaba comprobaciones de antecedentes para conceder autorizaciones de seguridad.
– ¿Hola? -contestó.
– ¿Hablo con Servicios de Investigación Kearns?
– Sí.
– Creo que mi esposa está teniendo una aventura. ¿Podría encargarse de seguirla?
– ¿Quién habla? ¿Corey? Jodido cabrón.
– Pensé que te dedicabas a cuestiones matrimoniales.
– No, pero en tu caso estoy dispuesto a hacer una excepción.
– Dime, ¿qué haces a la hora de comer? -le pregunté.
– Estoy ocupado. ¿Qué ocurre?
– ¿Qué estás haciendo ahora?
– Hablando contigo. ¿Dónde estás?
– Delante del edificio federal.
– ¿Me necesitas ahora?
– Sí.
Hubo una pausa, luego Dick dijo:
– Estoy en casa. En Queens. Trabajo desde casa -añadió-. Un trabajo genial. Deberías considerarlo.
– Dick, no puedo perder el tiempo con tonterías toda la mañana. Reúnete conmigo lo antes posible en aquel lugar de Chinatown. ¿Sabes dónde digo?
– ¿El One Hung Low?
– Exacto. Junto al restaurante vietnamita llamado Phuc Yu.
Colgué el auricular, encontré un carrito de venta de comida y compré un par de rollitos de salchichas polacas, uno sin mostaza.
Regresé al edificio federal y a mi cubículo.
Le di a Harry su salchicha polaca, fui hasta donde estaba la cafetera y me serví una taza de café solo. En la pared había pósters de búsqueda del FBI en inglés y árabe, entre ellos, dos del señor Osama bin Laden, uno por el ataque perpetrado contra el USS Cole y otro por los ataques contra las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania. Daban cinco millones de dólares de recompensa por su cabeza, pero hasta ahora, no había habido ningún beneficiario, lo que me parecía bastante extraño. Por cinco millones de pavos, la mayoría de la gente entregaría a su mejor amigo y hasta su madre.
La otra cosa extraña era que Bin Laden nunca se había adjudicado la autoría de unos atentados que supuestamente había organizado. Era la CIA la que lo había señalado, pero me preguntaba cómo estaban tan seguros de que había sido él. La cuestión era, como había discutido con Kate el día anterior, que los terroristas individuales y los grupos terroristas aparentemente habían dejado de vanagloriarse de sus acciones y ése podría ser el caso en la explosión del vuelo 800 de la TWA.
Miré el rostro de Osama bin Laden en el póster del FBI. Un tío de aspecto extraño. De hecho, todos estos tíos de Oriente Medio que aparecían en la docena de pósters que adornaban la pared tenían un aspecto inquietante, pero quizá cualquiera que estuviese en uno de esos pósters parecería un delincuente.
También miré el póster de mi viejo enemigo, Asad Khalil, alias el León. Era el único tío que parecía bastante normal -limpio y bien parecido-, pero si te fijabas en esos ojos, podías ver aquello que te metía el miedo en el cuerpo.
El texto que había debajo de la fotografía del señor Khalil era vago, sólo hablaba de múltiples asesinatos de norteamericanos y europeos en diferentes países. La recompensa ofrecida por el Departamento de Justicia era de un miserable millón de pavos, algo que yo encontraba insultante, teniendo en cuenta que ese cerdo había intentado matarme y aún estaba libre.
Regresé a mi escritorio, me senté, entré en Internet y tecleé «TWA 800».
La gente de seguridad interna suelen comprobar la información a la que estás accediendo, naturalmente, pero si me estaban vigilando, ya sabían lo que buscaba.
Vi que examinar las entradas para el vuelo 800 de la TWA podía llevarme una semana, de modo que primero visité el sitio web de la FIRO y dediqué media hora a leer acerca de conspiraciones y encubrimientos.
Entré en otros sitios web y leí algunos artículos de investigación publicados en diarios y revistas. Los artículos más antiguos, me di cuenta, aquellos que habían sido escritos dentro de los seis meses posteriores a la caída del avión, planteaban muchas preguntas a las que no se daba respuesta en los artículos escritos más tarde, incluso por aquellos periodistas que inicialmente las habían formulado.
Sentí que Harry me estaba mirando y alcé la vista.
– ¿Piensas comerte eso? -me preguntó.
Le pasé el bocadillo de salchicha polaca por encima del tabique móvil que separaba nuestros respectivos cubículos, salí de Internet y apagué el ordenador.
Me puse la chaqueta y le dije:
– Llego tarde a mi clase de sensibilización.
Harry rió entre dientes.
Me dirigí al cubículo de Kate y ella apartó la vista de la pantalla del ordenador, salió de lo que fuese que estuviera leyendo, que debía de ser un material al que yo no tenía autorización para acceder o bien un correo electrónico de su novio.
– Tengo que ver a alguien -le dije.
La mayoría de las esposas preguntarían: «¿A quién?», pero ella sólo preguntó:
– ¿Cuánto tiempo?
– Menos de una hora. Si luego estás libre, podemos encontrarnos para comer en Ecco. A la una.
Kate sonrió.
– Es una cita. Me encargaré de hacer la reserva.
No la besé en la mejilla ni nada por el estilo, pero sí rocé su hombro con los dedos.
Abandoné el edificio y compré el Daily News en el kiosco de periódicos de la esquina y recorrí las pocas manzanas que me separaban de Chinatown.
Muchos policías, y también agentes del FBI, concertaban citas en Chinatown. ¿Por qué? Porque resultaba mucho más fácil detectar si alguien te estaba siguiendo, a menos, por supuesto, que te estuviese siguiendo un chino. Además, era barato. No tenía idea de dónde concertaban sus citas los tíos de la CIA, pero sospechaba que lo hacían en el Yale Club. En cualquier caso, aparentemente nadie me había seguido desde el 26 de Federal Plaza.
Pasé delante del pequeño restaurante llamado Dim Sum Go, que el NYPD había vuelto a bautizar cariñosamente como One Hung Low, luego volví y ocupé una mesa en un reservado de la parte trasera, mirando hacia la puerta.
El lugar parecía haber sido en otra época el vestíbulo del edificio donde se alojaba. Era un lugar estrictamente local, libre incluso de los turistas más despistados o de la gente de la zona alta de Manhattan en busca de una aventura gastronómica urbana.
Aún no era el mediodía y el lugar estaba bastante vacío, excepto por algunos vecinos del barrio que bebían lo que olía a té So Long y hablaban cantonés, aunque la pareja que estaba en el reservado contiguo hablaba mandarín.
Esto me lo estoy inventando.
Había una mujer china, joven y exquisitamente bella atendiendo las mesas y la observé mientras se movía por el local como si estuviese flotando en el aire.
La joven flotó hacia mí, ambos sonreímos y luego se alejó flotando para ser reemplazada por una vieja bruja calzada con pantuflas. Dios, pensé, les hace bromas muy crueles a los hombres casados. Pedí un café.
La vieja dama se alejó arrastrando las pantuflas y me concentré en la sección de deportes del Daily News. Los Yankees habían derrotado a los Phillies la noche anterior por cuatro carreras a una en la duodécima entrada. Tino Martínez consiguió una carrera y Jorge Posada pegó un batazo que permitió que dos compañeros llegaran a la base en la duodécima entrada. Entretanto, yo era arrastrado por Kate a través de todo Long Island. Tendría que haber ido al partido, pero ¿quién se iba a imaginar que harían entradas extras?
En la cocina estaban preparando los misteriosos platos del día y pensé que había oído a un perro, un gato y un pato, seguido del sonido de carne picada, luego silencio. El olor, sin embargo, era muy bueno.
Leí el periódico, bebí mi café y esperé a Dick Kearns.
Dick Kearns entró en el restaurante, me vio y nos estrechamos las manos mientras se deslizaba en su asiento frente a mí.
– Gracias por venir -dije.
– No hay problema. Pero tengo que estar en el centro a la una.
Dick rondaba los sesenta años, tenía todo el pelo y también los dientes, siempre había vestido con buen gusto y hoy no era una excepción.
– ¿Viste el partido de los Yankees anoche? -le pregunté.
– Sí. Un gran partido. ¿Lo viste tú?
– Estaba trabajando. ¿Cómo está Mo? -le pregunté.
– Está bien. Solía quejarse por las horas que pasaba en homicidios, luego por mi trabajo en la ATTF. Ahora que estoy trabajando en casa, siempre tiene algo nuevo de qué quejarse. Me dijo: «Dije para lo bueno y para lo malo, Dick, pero nunca dije para el almuerzo.»
Sonreí.
– ¿Cómo te trata la vida de casado? -me preguntó.
– Genial. Ayuda el hecho de que estemos en el mismo trabajo -dije-. Y, además, tengo asesoramiento legal gratis.
Dick sonrió.
– Podría ser peor. Kate es una muñeca.
– Doy gracias a Dios cada día.
– Hablando de asesoramiento legal, ¿tienes noticias de Robín?
– De vez en cuando. Cuando se marchó, lo único que se llevó fue su escoba, que nunca usó para tareas de limpieza, sólo como medio de transporte. Suele pasar volando delante de mi balcón y me saluda con la mano.
Dick lanzó una carcajada.
Una vez acabados los preliminares, cambié de tema y le pregunté:
– ¿Te gusta lo que haces?
Dick lo pensó un momento antes de responder.
– No es un trabajo duro. Echo de menos a la gente con la que trabajaba pero, básicamente, me fijo mi propio horario y la paga no está nada mal. A veces, sin embargo, la cosa va muy lenta. Ya sabes, deberíamos comprobar los antecedentes de más gente. Tienes, por ejemplo, a esos tíos en la seguridad del aeropuerto; su trabajo es muy importante pero reciben un sueldo de mierda, y la mitad de ellos son riesgos de seguridad potenciales.
– Hablando como un verdadero agente civil contratado que busca más horas que facturar -dije.
– Cobro por caso, no por hora. Y ahora hablando en serio, las cosas tienen que enderezarse en este país.
– Estamos viviendo en un país que ha sido bendecido con un montón de buena suerte y dos océanos -le informé.
– Tengo noticias para ti. La suerte se está acabando y los océanos ya no significan nada.
– Puede que tengas razón.
La vieja dama pequeña se acercó a la mesa y Dick pidió café y un cenicero.
Encendió un cigarrillo y dijo:
– Y bien, ¿qué puedo hacer por ti? ¿Estás buscando entrar en esta clase de trabajo? Puedo ponerte en contacto con la persona indicada.
Los dos sabíamos que yo no le había pedido que se reuniese conmigo lo antes posible para hablar de un trabajo, pero era una buena historia si alguna vez la necesitaba.
– Sí. Suena como algo que me gustaría hacer -dije.
Llegó su café. Dick bebió un trago, dio varias caladas a su cigarrillo y me hizo una breve descripción de su trabajo para que mi relato pareciera verosímil si alguien me preguntaba mientras estaba conectado a un polígrafo.
Bajo la categoría de «¿De qué otra cosa hablaron?», dije:
– Iré al grano. Necesito información acerca del vuelo 800 de la TWA.
Dick no contestó.
Continué hablando.
– No estoy en el caso y, como sabes, nunca lo estuve. Kate, como también sabes, estuvo en el caso, pero no me habla de él.
Nadie de la ATTF hablará conmigo y yo no quiero hablar con ellos. Tú eres un viejo amigo y un civil, de modo que quiero que me cuentes lo que sepas.
Dick permaneció en silencio unos segundos antes de responder.
– Dependo del gobierno federal para mi pan y mi mantequilla.
– Sí, yo también. Hablemos entonces de ex policía a ex policía.
– John, no me hagas esto. Ni a ti tampoco.
– Deja que yo me preocupe por mí, Dick. En cuanto a ti, sabes que yo nunca te delataría.
– Lo sé. Pero… firmé una declaración…
– A la mierda la declaración. Cerraron el caso. Puedes hablar.
No contestó.
– Mira, Dick, retrocedamos en el tiempo. Imaginemos que nunca hemos oído hablar del FBI o de la ATTF. Estoy trabajando en un caso en mi tiempo libre y necesito tu ayuda.
En realidad, estaba en el tiempo que dedico al gobierno, pero todo se equilibra.
Dick miró su café y luego me preguntó:
– ¿Por qué? ¿Qué te importa de ese caso?
– Ayer asistí al servicio religioso en memoria de las víctimas. La ceremonia me conmovió. Además, apareció un tío y se presentó… Liam Griffith. ¿Lo conoces?
Asintió.
– Me hizo demasiadas preguntas acerca de mi presencia allí. De modo que despertó mi curiosidad.
– Ésa no es una buena razón para meter las narices en esto. Mira, este caso ha jodido a más gente en más agencias gubernamentales de lo que te puedes imaginar. Los veteranos que salieron con vida no quieren volver allí. Algunos JTN (jodidos tíos nuevos) como tú quieren saber de qué se trata todo eso. Pero tú no quieres hacerlo. Deja las cosas como están.
– Ya he decidido no dejar las cosas como están. He pasado a la siguiente etapa, en la que hago preguntas.
– Sí, bueno, tienes aproximadamente una semana antes de que los tíos del piso veintiocho empiecen a hacerte preguntas a ti.
– Lo entiendo. No hay problema. Pero gracias por tu preocupación. Muy bien, sólo pensé que me darías una pequeña ayuda. Lo entiendo. -Eché un vistazo al reloj-. Tengo que encontrarme con Kate para comer.
Dick también miró su reloj y encendió otro cigarrillo.
Ninguno de los dos habló durante un minuto, luego Dick dijo:
– Primero, deja que te diga esto, yo no creo que lanzaran un misil contra ese avión y no creo que haya habido un encubrimiento o una conspiración oficiales. Pero lo que sucedió fue que el caso comenzó con mal pie. Estuvo muy cargado políticamente desde el principio. La gente que odiaba a Clinton quería creer que los terroristas eran los responsables y que la Administración lo estaba encubriendo porque no tenían las pelotas para reconocer un fallo de seguridad o las pelotas para responder a un ataque.
– Lo sé. Yo no estaba en el caso, pero leo el Post y veo las noticias de la Fox.
Dick sonrió forzadamente antes de continuar.
– Aparte de eso, estaban los arrogantes agentes del FBI, presionando a la gente de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte e incluso a la Marina y la Guardia Costera, y a la policía local, y eso provocó un montón de malas sensaciones y egos heridos, y eso llevó a un montón de rumores que hablaban de encubrimiento, desaparición de pruebas, técnicas de investigación deficientes y todo lo que se te ocurra. Luego apareció la CIA y no tengo necesidad de decirte cuántas banderas rojas levantó eso. Básicamente, ese caso fue una jodida competición entre todas las partes y a todo nivel. Añade a eso las familias de las víctimas y los medios de comunicación y tienes una situación que hace que la gente salga lastimada y furiosa. Al final, sin embargo, todos consiguieron poner su mierda en orden y la investigación llegó a la conclusión correcta. Fue un accidente.
– ¿Eso crees?
– Eso creo.
– Entonces, ¿por qué el caso sigue estando tan caliente que ni siquiera se puede hablar de él cinco años más tarde?
– Te lo acabo de explicar, todo el mundo está cabreado con todo el mundo. Todos se muestran a la defensiva acerca de los métodos que se emplearon para llegar a esa conclusión. El único encubrimiento está relacionado con la gente que protege sus propios culos y cubriendo una pila de errores.
– De modo que, en otras palabras, nadie tiene nada que ocultar, sólo necesitaban un poco de tiempo para poner las cosas en orden.
Dick sonrió y contestó:
– Sí, algo por el estilo.
– ¿Por qué había lanía gente de la CIA en el caso? -pregunté.
Se encogió de hombros.
– Supongo que fue porque, al principio, parecía que había sido un ataque de un enemigo extranjero. Ése es el trabajo de la CIA. ¿Correcto?
– Correcto. ¿Por qué hicieron esa estúpida película?
– No lo sé. Nunca lo entendí. Tampoco me interesé demasiado en el asunto.
– Bien. El problema, tal como yo lo veo, aparte de todas las batallas territoriales y errores del gobierno, son los testigos. Quiero decir, sin los testigos, todo lo que fue reconstruido en el hangar de Calverton y probado en los laboratorios sería la última palabra en cuanto a cómo explotó y cayó el avión. ¿Verdad?
Dick jugó un momento con la cuchara antes de contestar.
– Verdad.
– Tú entrevistaste a los testigos. ¿Verdad?
– Sí.
– ¿A cuántos?
– Diez.
– ¿Cuántos vieron la estela de luz?
– Seis.
– ¿Y tu conclusión… fue?
Me miró y dijo:
– Mi conclusión fue que los seis creían haber visto algo que se elevaba en el cielo, una estela de luz, y que esa estela de luz se dirigía hacia las proximidades del avión, que luego explotó.
– ¿Cómo encaja esa versión con la explosión accidental del depósito de combustible central?
– Mira, John -dijo Dick-, he pasado por esto una docena de veces con los tíos de la CIA y el FBI, y un centenar de veces en mi cabeza, y… -sonrió- unas diez veces con mi esposa. ¿Qué quieres que te diga? ¿Que lo de la explosión accidental es mentira? No pienso decir eso. Creo realmente que hay pruebas de que un cortocircuito encendió los gases del combustible.
– De acuerdo. Pero ¿qué causó ese cortocircuito?
– Un cable en mal estado.
– O quizá un misil cinético que atravesó las unidades de aire acondicionado.
– Yo no iría tan lejos.
– Muy bien, entonces vuelve a tus testigos. ¿Qué fue lo que vieron?
– No lo sé, y ellos tampoco. Pero creo, basándome en cien años de investigación criminal, que ellos vieron algo. Alguna clase de fenómeno luminoso en el cielo. ¿Qué era? Que me cuelguen si lo sé. Podría haber sido una estrella fugaz, o alguna clase de cohete de fuegos artificiales que algún idiota disparó desde una embarcación. Y lo que ocurrió después no es más que una coincidencia. Esos testigos podrían haber visto, como dijo la animación realizada por la CIA, un chorro de combustible ardiendo o el propio avión en llamas.
– La mayoría, si no todos, de los testigos concuerdan en algo: la animación de la CIA no se parece en nada a lo que ellos vieron.
– Veo que has estado trabajando desde ayer.- Se inclinó hacia mí y dijo-: Mira, creo que mis técnicas de interrogación son muy buenas… aunque la jodida CIA y el jodido FBI comenzaron a hablar de técnicas de interrogación deficientes como la razón de que esos testigos describiesen esa estela de luz. Y no hablaban de ellos mismos. De modo que parecía que la culpa de que doscientas personas vieran lo mismo la tenía el Departamento de Policía de Nueva York. ¿Puedes creértelo?
– Sí.
Dick sonrió.
– En cualquier caso, conseguí todo lo que pude de esos testigos la primera vez que hablé con ellos. Cuando les interrogué la segunda vez, todos ellos habían leído los periódicos y visto las noticias en la tele, de modo que sus historias iban desde: «Eh, todo sucedió tan de prisa, que yo no podía estar seguro de lo que veía», hasta: «Eh, le dije que era un misil guiado», seguido de detalladas descripciones de una estela de fuego color rojo anaranjado y un rastro de humo blanco, y una trayectoria en zigzag, y todo menos el color del jodido misil antes de que chocara contra el avión. -Me miró-. Nosotros hemos estado allí, John. Nosotros hemos hecho eso. ¿Cuántos testigos hemos tenido en el estrado que se habían olvidado de todo o, mejor aún, que recordaban un montón de mierda que nunca había ocurrido?
– Entendido.
Pero eso me hizo pensar en otra cosa. Con demasiada frecuencia miramos lo que está delante de nosotros y lo examinamos a fondo. Pero, en ocasiones, es lo que falta lo que puede llamarte la atención, como aquel perro que no ladró por la noche.
– Siempre me pregunté -le dije a Dick- por qué nunca se llevó a cabo ninguna investigación judicial. Ya sabes, un tribunal de investigación del Departamento de Justicia con poderes para citar a cualquier persona y donde todos los testigos, investigadores del gobierno y expertos forenses prestaran declaración bajo juramento, y donde un grupo de jueces imparciales pudieran hacer preguntas a puertas abiertas. ¿Por qué no se hizo eso?
Dick se encogió de hombros.
– ¿Cómo diablos voy a saberlo? Pregúntale a Janet Reno.
No contesté.
– Hubo unas pocas audiencias públicas -dijo-. Y un montón de conferencias de prensa.
– Pero nada judicial ni dependiente del Congreso.
Dick sonrió.
– ¿Quieres decir como la Comisión Warren? Mierda, aún no sé quién mató a JFK.
– Mi ex esposa. Habla en sueños.
– Sí. Lo sé.
Ambos compartimos una leve sonrisa.
Dick encendió un nuevo cigarrillo y puntualizó:
– Tuve que viajar a Los Ángeles por cuestiones de negocios. Allí no puedes fumar en los restaurantes y los bares. ¿Puedes creerlo? Quiero decir, ¿en qué se está convirtiendo este jodido país? Un puñado de mamones hacen las leyes y la gente las obedece. Nos estamos convirtiendo en corderos. Lo siguiente será una ley que prohíba tirarse pedos. Ya sabes, algo así como: «Éste es un establecimiento libre de pedos. Tirarse pedos provoca graves afecciones de nariz y garganta.» Ya puedo ver el signo de advertencia con un tío en un círculo e inclinado bajo un látigo. ¿Y después qué?
Dejé que se desahogara un poco más y luego le pregunté:
– ¿Te llamaron alguna vez para que testificaras en una audiencia pública?
– No, pero…
– ¿Llamaron alguna vez a otro entrevistador o a algunos de los testigos para que testificaran en una audiencia pública?
– No, pero…
– ¿Entrevistó la CIA a algún testigo durante la elaboración de esa cinta?
– No… pero dijeron que lo habían hecho. Entonces, un montón de testigos pusieron el grito en el cielo y la CIA tuvo que reconocer que sólo habían utilizado las declaraciones escritas de los testigos para hacer la animación.
– ¿Eso te molestó?
– Desde un punto de vista profesional… mira, se cometieron muchos errores en este caso, que es la razón de que gente como tú siga husmeando por los rincones y causando problemas. Ésta es mi conclusión, en la que creo realmente: fue un jodido accidente. Y éste es mi consejo: déjalo.
– De acuerdo.
– Yo no formo parte de un encubrimiento o una conspiración, John. Te pido que lo dejes por dos muy buenas razones. Una, no hubo ningún crimen, ninguna conspiración, ningún encubrimiento y nada que puedas descubrir, excepto estupidez. Dos, ya somos perros viejos, y no quiero verte en problemas por algo que no merece la pena. ¿Quieres meterte en problemas? Haz algo que merezca el esfuerzo. Pégale una patada en los huevos a Koenig.
– Ya lo hice esta mañana.
Dick se echó a reír, luego volvió a mirar su reloj.
– Debo irme -dijo-. Saluda a Kate de mi parte.
– Lo haré. Y tú saluda a Mo.
Empezó a deslizarse fuera del asiento y yo dije:
– Oh, una última cosa. Hotel Bayview. Una muñeca sobre una manta en la playa. ¿Te suena?
Dick me miró y contestó:
– Algo oí sobre esa historia. Pero te diré algo, circulan más jodidos rumores de los que la prensa es capaz de manejar. Es probable que tú hayas oído el mismo rumor que yo.
– Cuéntame el rumor.
– ¿Acerca de esa pareja que estaba follando en la playa con una cámara de vídeo que lo grababa todo, y que quizá grabaron la explosión? Unos policías locales pasaron el dato a nuestros chicos. Eso es todo lo que oí de ese asunto.
– ¿Oíste también que es posible que esa pareja se alojara en el Hotel Bayview?
– Me suena. Ahora debo irme.
Se levantó.
– Necesito un nombre -dije.
– ¿Qué nombre?
– Cualquier nombre. Alguien como tú que haya trabajado en el caso y esté fuera de las garras de los federales. Alguien que creas que puede tener alguna información que me sea útil. Como ese rumor, por ejemplo. Tú sabes cómo funciona esto. Tú me das un nombre, yo hablo con el tío y él me da otro nombre. Y así sucesivamente.
Dick permaneció en silencio un momento y luego dijo:
– Nunca has aceptado un buen consejo. Muy bien, aquí tienes un nombre. Marie Gubitosi. ¿La conoces?
– Sí… solía trabajar en Manhattan Sur.
– Es ella. Colaboraba con la ATTF antes de que tú llegaras allí. Está felizmente casada, tiene dos críos y dejó el trabajo. No tiene nada que perder si habla contigo, pero tampoco nada que ganar.
– ¿Dónde puedo encontrarla?
– No lo sé. Eres detective. Encuéntrala.
– Lo haré. Gracias por el nombre.
– No menciones mi nombre.
– Descuida.
Echó a andar hacia la puerta, luego regresó.
– Estuvimos hablando de tu interés por hacer comprobaciones de antecedentes. Haré algunas llamadas por ti, para que quede constancia. Envíame tu currículo o cualquier cosa. Es posible que recibas una llamada para una entrevista.
– ¿Y qué hago si me ofrecen tu trabajo?
– Acéptalo.
Entré en Ecco's, en Chambers Street. El jefe de comedor me reconoció.
– Buenas tardes, señor Mayfield. Su esposa ya ha llegado.
– ¿Cuál de ellas?
– Por aquí, señor.
Me acompañó hasta una mesa donde Kate estaba bebiendo agua con gas y leyendo el Times.
Besé a Kate y ocupé la silla que estaba frente a ella.
– He pedido una Budweiser para ti.
– Bien.
En realidad no es tan malo estar casado. Es cómodo.
Llegó mi Bud y brindamos.
Ecco's es un establecimiento antiguo y agradable, frecuentado por gente que trabaja para el ayuntamiento o los tribunales, lo que incluye a jurados, y también, lamentablemente, a abogados defensores, como mi ex esposa. Aún no me había topado con ella o el tirillas de su compañero, pero lo haría algún día.
El camarero llegó con los menús, pero pedimos sin necesidad de mirarlos. Ensalada y atún asado para Kate y calamares fritos y penne alla vodka para mí.
Estoy siguiendo la dieta del doctor Atkinson. Harvey Atkinson es un dentista gordo de Brooklyn cuya filosofía es: «Come todo lo que sepa bien y limpia el plato.» -Estás un poco más gordo -dijo Kate.
– Son las rayas horizontales de la corbata.
¿Qué había dicho acerca de estar casado?
– Tienes que comer sano y hacer más ejercicio -dijo. Luego cambió de tema y me preguntó-: ¿Cómo fue tu cita?
– Bien.
– ¿Tenía algo que ver con lo que sucedió ayer?
– Tal vez. ¿Sabes quién se encargó de entrevistar a Leslie Rosenthal, el director del Hotel Bayview?
– Le hice la misma pregunta al señor Rosenthal hace cinco años. Primero fue a verle un detective del NYPD, pero no sabía su nombre. El detective, comprendiendo que tal vez había dado con el origen de la manta encontrada en la playa, llamó al FBI. Poco después se presentaron tres tíos que se identificaron como agentes del FBI. Uno de ellos se encargó de todo el interrogatorio, pero Rosenthal no retuvo su nombre.
– ¿Ninguna tarjeta de visita?
– Eso fue lo que dijo. Según el señor Rosenthal, esos tres agentes y algunos más interrogaron al personal del hotel y examinaron los datos que figuraban en el libro de registros y en el ordenador, haciendo copias de todas las entradas y salidas recientes de huéspedes. Supongo que trataban de determinar si dos de esos huéspedes eran los que se habían llevado la manta a la playa aquella noche, los que podían haberse grabado y también, sin saberlo, haber grabado el accidente del vuelo 800 de la TWA.
– Y lo que no sabemos es si esos tres tíos tuvieron éxito o no en la localización de esa pareja. Mi instinto me dice que sí. O sea que, si conseguimos dar con esa pareja, ya habrán sido limpiados o evaporados.
Kate no contestó.
– Y también esa cinta de vídeo, si es que existió alguna vez -añadí.
– Bueno… si ése es el caso, al menos deberíamos averiguarlo. Mira, John, nunca pensé que fuésemos a resolver el misterio del vuelo 800 de la TWA. Yo sólo quiero… encontrar a esa pareja y hablar con ellos…
– ¿Por qué?
– No lo sabré hasta que haya hablado con ellos.
– Eso se parece a uno de mis argumentos.
Kate sonrió.
– Has tenido una gran influencia en mi forma de pensar.
– Lo mismo digo.
– No me había dado cuenta.
Llegaron los entrantes y le pregunté:
– ¿Crees que el señor Rosenthal sigue aún en el Hotel Bayview?
– Sé que sigue allí. Lo compruebo todos los años. Lo investigué y sé dónde vive y todo lo demás. -Me miró y añadió-: No estoy trabajando en el caso. Pero mantengo los archivos al día.
– ¿Qué archivos?
Se dio unos golpecitos en la cabeza.
– Aquí.
– Muy bien, dime qué más tienes ahí.
– Ya lo hice ayer. Cuando necesites algo, pídelo. Tienes que llegar a las preguntas antes de llegar a las respuestas -dijo.
– Estás leyendo demasiados pasteles de la suerte.
– Tú me entiendes.
– Vale, entiendo que quieres que trabaje en este caso de la manera en que lo haría un detective que acaba de recibir un soplo, o sea, que acaba de enterarse de un delito. Pero estamos hablando de un caso antiguo, lo que llamamos un caso frío, y nunca trabajé en el Escuadrón del Caso Frío. Solía recibir mis casos antes incluso de que la sangre se hubiese enfriado en el cuerpo de la víctima.
– Por favor, estoy comiendo. -Me acercó el tenedor cargado de ensalada-. Prueba esto.
Abrí la boca y Kate metió la ensalada en su interior.
– Hazme otra pregunta -dijo.
– Muy bien. ¿Alguna vez hablaste de esto con Ted Nash?
– Nunca.
– ¿Ni siquiera cuando estabais cenando o tomando una copa?
– No habría hablado de esto con él aunque hubiésemos estado en la misma cama.
No respondí a eso, pero dije:
– Voy a llamarlo.
– Está muerto, John.
– Lo sé. Pero me gusta oírlo.
Kate me fulminó con la mirada.
– John, eso no es gracioso. Es posible que no te cayera bien, pero era un buen agente y dedicado a su trabajo. Muy inteligente y muy eficaz.
– Bien. Lo llamaré.
Llegó el segundo plato, pedí otra cerveza y disfruté de mi pasta.
– Toma un poco de mis verduras.
– Entonces Jeffrey Dahmer invita a su madre a almorzar a su casa, y ella está comiendo y dice: «Jeffrey, no me gustan tus amigos.» Y él le contesta: «Bueno, entonces sólo come las verduras.»
– Eso es asqueroso.
– Habitualmente la gente se ríe. -Me puse serio y dije-: De modo que supongo que tampoco hablaste de esto con Liam Griffith.
– No hablé con nadie. Excepto con los tíos del piso veintiocho, que me dijeron que no era asunto mío.
– Correcto. Y has hecho que sea asunto mío.
– Si quieres que lo sea. Todo se reduce a encontrar a esa pareja. Si la encontramos, y si resulta que es un callejón sin salida (que ellos ni vieron ni grabaron nada con su cámara de vídeo), entonces caso cerrado. El resto del caso (los testigos y las pruebas forenses) ha sido examinado un millón de veces. Pero esa pareja… quienquiera que estuviera en la playa aquella noche y dejara el cubreobjetivo de una cámara de vídeo sobre esa manta… -Kate me miró y preguntó-: ¿Crees que había una cámara grabando y que registró en una cinta lo que los testigos dicen que vieron?
– Depende, obviamente, de la dirección en que estuviera apuntada la cámara, e incluso de si estaba encendida. Y luego tienes el problema de la calidad de la película y todo lo demás. Pero digamos que todo se produjo por casualidad y que los últimos segundos de ese vuelo de la TWA fueron grabados por esa cámara. Digamos incluso que esa cinta aún existe. ¿Y qué?
– ¿Qué quieres decir con «Y qué»? Doscientos testigos mirarían esa cinta y…
– Y también lo harían el FBI y la CIA y sus expertos. Alguien tiene que interpretar esas imágenes.
– No necesitarían ninguna interpretación. La película hablaría por sí misma.
– ¿Eso crees? -dije-. Una cinta de vídeo de un aficionado, filmada con un cielo nocturno de fondo, probablemente desde un trípode fijo (suponiendo que la pareja estuviera entretenida en otras actividades), puede no mostrar todo lo que piensas que debería revelar. Mira, Kate, has estado buscando el Santo Grial durante cinco años, y es posible que exista, pero nunca podrás encontrarlo, y si lo haces, es posible que no tenga ningún poder mágico.
Kate no dijo nada.
– Tú has oído hablar de la película de Zapruder -continué.
Ella asintió.
– Un tío llamado Zapruder estaba filmando la caravana de coches de Kennedy cuando pasaba delante de aquel almacén de libros en Dallas. Tenía una cámara de cine manual, una Bell & Howell de ocho milímetros. La película duraba veintiséis segundos. ¿La has visto?
Kate asintió.
– Yo también. Vi la versión digitalizada y la vi a cámara lenta. ¿Cuántos disparos se hicieron? ¿Y de qué dirección procedían? Depende de a quién le preguntes.
– Aun así, no podemos interpretar la cinta a menos que la encontremos. Lo primero es lo primero.
El camarero se llevó los platos antes de que pudiese llevarme el último penne a la boca. Acabé la cerveza y Kate bebió un poco de su agua con gas. Era evidente que estaba sumida en profundos pensamientos.
Mi corazonada era que ella no había compartido mucha de esa información con la gente, y aquellos con los que sí la había compartido se sentían inclinados a coincidir con ella en que si se encontraba una cinta de vídeo, el caso volvería a abrirse.
Y entonces entra en escena John Corey: escéptico, cínico, realista y especialista en pinchar burbujas. He estado por ahí catorce años más que Kate Mayfield, he visto muchas cosas -tal vez demasiadas- y me he sentido decepcionado infinidad de veces como policía y como hombre. He visto a asesinos que quedaban libres y un centenar de otros crímenes que quedaban sin resolver o sin que los culpables recibieran su castigo. He visto a testigos que mentían bajo juramento, trabajo policial chapucero, fiscales ineptos, trabajo forense incompetente, abogados defensores extravagantes, jueces imbéciles y jurados descerebrados.
También he visto cosas buenas, momentos brillantes en los que el sistema funciona como un reloj, cuando la verdad y la justicia tuvieron su gran día en el tribunal. Pero no hubo muchos días como ésos.
Bebimos café y Kate me preguntó:
– ¿Es verdad realmente eso de «la pared azul de silencio»?
– Nunca había oído eso.
– ¿Puede un policía confiar absolutamente en otro policía, en cualquier momento, sobre cualquier cosa?
– En el noventa y nueve por ciento de los casos, aunque ese porcentaje desciende al cincuenta por ciento cuando tiene que ver con mujeres, pero asciende al ciento por ciento cuando está relacionado con el FBI.
Kate sonrió, luego se inclinó por encima de la mesa y me dijo:
– Había más de un centenar de policías en Long Island después de que el avión se viniera abajo, y al menos otros tantos trabajando aquí. Entre todos esos policías, alguien sabe algo.
– Lo he entendido.
– Pero si las cosas se ponen difíciles, déjalo -añadió, cogiéndome la mano-. Y si te metes en problemas, yo asumiré la culpa.
Yo no sabía si atragantarme con el café o recordarle que no podría meterme en problemas sin su ayuda y consejo.
– Deja que te haga una pregunta -le dije-. Aparte de la verdad y la justicia, ¿cuál es tu motivación para seguir con este caso?
– ¿Por qué habría de necesitar otra motivación? Es la verdad y la justicia, John. Justicia para las víctimas y sus familias. Y si no fue un ataque perpetrado por terroristas extranjeros, entonces también es una cuestión de patriotismo. ¿No te parece razón suficiente?
La respuesta correcta era «sí» y eso es lo que John Corey hubiese dicho hace veinte años. Aquel día sólo alcancé a murmurar:
– Sí, supongo que sí.
A ella no pareció gustarle y me dijo:
– Tienes que creer en lo que estás haciendo y saber por qué lo haces.
– Muy bien, entonces te lo explicaré, hago este trabajo de detective porque me gusta. Es interesante, me mantiene la mente despierta y hace que me sienta más inteligente que los idiotas para quienes trabajo. Ésa es la medida de mi compromiso con la verdad, la justicia y el país. Hago lo correcto por las razones equivocadas pero, en definitiva, la verdad y la justicia quedan satisfechas. Si quieres hacer las cosas correctas por las razones correctas, adelante, pero no esperes que yo comparta tu idealismo.
Kate se quedó en silencio unos segundos antes de contestar.
– Aceptaré tu ayuda bajo tus términos. Podemos hablar de tu cinismo en otro momento.
No me gusta cuando la gente -especialmente las mujeres- se meten con mi cinismo ganado a pulso. Yo sé qué me hace funcionar. Y en las semanas que me esperaban tendría mucho trabajo.
Kate y yo regresamos andando al vestíbulo del 26 de Federal Plaza y le dije:
– Tengo que hacer unas llamadas. Te veré más tarde.
Ella me miró un momento antes de contestar.
– Tienes esa mirada lejana que siempre aparece cuando estás metido en algo.
– Sólo estoy un poco amodorrado por la pasta. Por favor, no trates de analizarme. Eso me asusta.
Kate sonrió, me besó y se alejó hacia los ascensores.
Salí del edificio y busqué una cabina de teléfono en Broadway mientras sacaba unas monedas del bolsillo. Recuerdo cuando tenías que esperar para hablar por teléfono en una cabina, pero ahora todo el mundo tiene móviles, incluso los pelagatos, y las cabinas de teléfono están vacías como los confesionarios en la catedral de San Patricio.
Metí un cuarto de dólar y marqué el número del móvil de mi ex compañero, Dom Fanelli, que ahora trabajaba en Manhattan Sur.
– ¿Hola? -contestó.
– Dom.
– ¡Eh, paisano! Ha pasado mucho tiempo. ¿Dónde estás? Quedemos para tomar unas cervezas esta noche.
– ¿Estás en la oficina?
– Sí, ¿qué ocurre? A todo el mundo le encantaría verte. El teniente Wolfe te echa de menos. Tiene un pisapapeles nuevo.
– Necesito que me hagas un favor.
– Dalo por hecho. Ven a verme.
– No puedo. Lo que necesito…
– ¿Estás libre esta noche? Conozco un lugar nuevo en Chelsea, el Tonic. Unos culos increíbles.
– Estoy casado.
– ¿Bromeas? ¿Cuándo fue eso?
– Tú estuviste en la boda.
– Es verdad. ¿Cómo está Kate?
– Kate está genial. Te envía saludos.
– Ella me odia.
– Te quiere.
– Lo que tú digas.
Era difícil creer que ese hombre tuviese una mente brillante cuando se trataba del trabajo de investigación criminal. Pero la tenía. De hecho, aprendí muchas cosas de él. Por ejemplo, cómo hacerse el tonto.
– ¿Cómo está Mary? -le pregunté.
– No lo sé. ¿Qué has oído? -Se echó a reír de su propio chiste, como suele hacerlo, y me dijo-: Bromas aparte, durante toda mi vida de casado jamás he engañado a una novia.
– Eres un sol. Muy bien, qué…
– ¿Cómo están las cosas en el 26 de Federal Plaza?
– Excelentes. Lo que me recuerda que el otro día vi al capitán Stein, y aún está esperando que presentes los papeles y te incorpores. El trabajo es tuyo si lo quieres.
– Pensaba que ya había enviado esos papeles por correo. ¡Oh, Dios! Espero no haber perdido la oportunidad de trabajar para el FBI.
– Es un magnífico trabajo. ¿Nunca te cansas de la gente que asesina a otra gente?
– Me cansaré cuando ellos se cansen.
– Correcto. ¿Recuerdas…?
– Oh, antes de que se me olvide. Es sobre esos dos caballeros hispanos que te hicieron algunos agujeros. Es posible que tenga una pista.
– ¿Cuál es esa pista?
– Deja que yo me encargue del asunto. Ya tienes suficiente en tu plato. Te llamaré cuando estemos preparados.
– Si crees que eso va a ocurrir…
Dom se echó a reír, luego dijo seriamente:
– Cada vez que pienso en ti, tirado en medio de la calle, desangrándote…
– Gracias otra vez por haberme salvado la vida. Gracias por hacer que entrase en la ATTF, donde conocí a Kate. ¿Me estoy olvidando de algo?
– Creo que no. Nosotros no contamos los favores, John. Tú lo sabes. Cuando necesitas un favor, yo estoy allí, y cuando yo necesito un favor, tú estás allí. ¿Qué puedo hacer por ti?
– Lo he olvidado.
Se echó a reír otra vez y me preguntó:
– ¿Alguna novedad en el caso Khalil?
– No.
– Ese cabrón aparecerá cuando menos te lo esperes.
– Gracias. Mira… -El teléfono hizo un ruido extraño y metí otra moneda-. ¿Recuerdas a Marie Gubitosi? -le pregunté.
– Sí. ¿Por qué? Gran culo. Ese tío Kulowski o Kowalski se la estaba tirando. ¿Recuerdas? Estaba casado y su esposa se enteró y…
– Sí. Escucha, necesito encontrarla. Ahora está casada…
– Lo sé. Se casó con un tío que no está en este negocio. Vive en… creo que en Staten Island. ¿Por qué necesitas encontrar a Marie?
– No lo sabré hasta que la encuentre.
– ¿Sí? ¿Por qué me necesitas a mí para encontrarla? Podrías dar con ella en menos de una hora. ¿Y por qué me llamas desde una cabina pública? ¿Qué sucede, John? ¿Tienes problemas?
– No. Estoy investigando algo por mi cuenta.
– ¿Sí? ¿Qué cuenta?
Eché un vistazo a mi reloj. Si quería coger el transbordador de las tres a Staten Island tenía que interrumpir a Fanelli, pero es más fácil decirlo que hacerlo.
– Dom -le dije-, no puedo explicártelo por teléfono. La semana que viene nos encontraremos para tomar unas cervezas. Es posible que necesite algunos favores. Mientras tanto, consígueme esa información sobre Marie y llámame al teléfono móvil.
– Espera un segundo. Tengo influencia en el Wheel.
Me dejó en espera y yo esperé. El Wheel es el departamento de personal en el One Pólice Plaza, y no estoy seguro de por qué lo llaman el Wheel, y después de haber pasado dos décadas en el Departamento de Policía de Nueva York, no pensaba pasar por un novato y preguntar. Debería haberlo hecho hace veinte años. En cualquier caso, si conoces a alguien allí -y Dom Fanelli conoce a alguien en todas partes-, puedes evitarte los trámites burocráticos y conseguir una respuesta rápida.
Fanelli volvió a ponerse al teléfono y dijo:
– Marie Gubitosi no ha dejado el trabajo. Está disfrutando de una prolongada baja por maternidad, desde enero de 1997. Su apellido de casada es Lentini. Se casó con un italianini. Su madre es feliz. Estoy tratando de acordarme de lo que sucedió con Kowalski y su esposa cuando ella descubrió que…
– Dom, dame ese jodido número de teléfono.
– Sólo me dieron un número de móvil. Ninguna dirección. ¿Preparado?
Dom me dio el número.
– Gracias. Te llamaré la semana próxima.
– Sí. Quizá antes de que te las ingenies para meterte en la mierda hasta las pestañas. Tienes que decirme de qué va todo esto.
– Lo haré.
– Cuídate.
– Siempre lo hago.
Colgué, volví a meter unas monedas en el teléfono y marqué el número que me había dado Dom. Después de tres llamadas respondió una voz de mujer.
– ¿Hola?
– Marie Gubitosi, por favor.
– Al habla. ¿Quién es?
– Marie, soy John Corey. Trabajábamos en Manhattan Sur.
– Oh… sí. ¿Qué ocurre?
Podía oír al menos a dos críos que gritaban como sonido de fondo.
– Necesito hablar contigo acerca de un antiguo caso. ¿Podemos vernos en alguna parte?
– Sí, de acuerdo. Consígueme una canguro y tomaré copas contigo toda la noche.
Me eché a reír.
– De hecho, mi esposa podría cuidar de los niños.
– ¿Quieres decir que tu esposa abogada hará de canguro? ¿Cuál es su tarifa?
– Estamos divorciados. Tengo una nueva esposa.
– Me tomas el pelo. Te diré una cosa… la primera era bastante engreída. ¿Recuerdas aquella fiesta que organizamos cuando se retiró Charlie Cribbs?
– Sí. Aquella noche ella estaba un poco bebida. Mira, ¿por qué no voy yo a tu casa, si no hay inconveniente? Staten Island, ¿correcto?
– Sí… pero los niños están como locos…
– Amo a los niños.
– No a estos dos. Tal vez pueda echarte una mano por teléfono.
– Prefiero que hablemos personalmente.
– Bueno… Joe… mi esposo, no quiere que vuelva a implicarme en el trabajo.
– Tienes un permiso por maternidad, Marie. No estás fuera del trabajo. Ponme las cosas fáciles.
– Sí… de acuerdo… eh, ¿no te habías retirado con una pensión por tres cuartos de invalidez?
– Así es.
– ¿Has regresado?
No quería contestar a esa pregunta, pero tenía que hacerlo.
– Estoy con la ATTF. Agente contratado.
Hubo un silencio antes de que Marie contestara.
– Yo estuve ahí menos de seis meses y sólo trabajé en dos casos. ¿En cuál de ellos estás interesado?
– En el otro.
Silencio otra vez, luego Marie dijo:
– Tengo la impresión de que no es una misión oficial.
– No lo es. El caso está cerrado. Tú lo sabes. Conseguí tu nombre a través de otro tío del trabajo. Necesito hablar contigo. Extraoficialmente.
– ¿Qué tío?
– No puedo decirlo. Y tampoco diré tu nombre. Estoy hablando desde una cabina y me estoy quedando sin monedas. Necesito hablar media hora contigo.
– Mi esposo se encarga de hacer entregas a domicilio. Llega a casa inesperadamente. Es un tío grande y celoso.
– No hay problema. Puedo explicárselo. Y si no puedo hacerlo, tengo un arma.
Se echó a reír.
– De acuerdo. Podría tener algo de compañía adulta.
Me dio su dirección en Staten Island y le dije:
– Gracias. Intentaré coger el transbordador de las tres. Mientras tanto, podrías echar un vistazo a tu bloc de notas. Julio 1996.
Marie no contestó a eso y dijo:
– Estoy a veinte minutos en taxi de la terminal del transbordador. Antes de llegar a casa, dile al taxista que te espere y compra un paquete de pañales Pampers.
– ¿Eh…?
– El paquete que lleva un dibujo de Coco, el de «Barrio Sésamo».
– ¿El…?
– Para niños de seis a doce meses. Talla cuatro. Hay una tienda Duane Read en el camino. Nos vemos.
Colgué y salí de la cabina.
¿Coco?
Cogí un taxi en Broadway, le mostré al conductor mi credencial del NYPD, que resulta mucho más reconocible que las credenciales de los federales y le dije al tío que llevaba turbante:
– Tengo que coger el transbordador de las tres de Staten Island. Píselo.
El taxista probablemente no había visto muchas películas norteamericanas y contestó:
– ¿Píselo?
– El acelerador. Velocidad. Policía.
– Ah.
Ésta es la fantasía erótica de un taxista de Manhattan, de modo que el tío pasó en ámbar varios semáforos por Broadway y llegamos a la terminal del transbordador en Whitehall a las tres menos cinco. No quiso cobrarme la carrera, pero le di cinco pavos de todos modos.
Por alguna razón que nadie en el universo sería capaz de explicar, el transbordador propiedad del ayuntamiento era gratis para los pasajeros de a pie. Tal vez costara cien pavos hacer el viaje de regreso.
El transbordador estaba haciendo sonar su sirena, de modo que eché a correr a través de la terminal y subí a bordo. Cogí un horario de los transbordadores y recorrí la cabina inferior. A esta hora había un montón de asientos vacíos, pero subí la escalera y me instalé en la cubierta de proa. Sol, agua azul, cielo brillante, remolcadores, gaviotas, el perfil de la ciudad, brisa salobre, muy agradable.
Cuando era chico solía viajar en transbordador con mis amigos en verano. Costaba cinco céntimos. Llegábamos al otro lado, comprábamos helados y regresábamos a Manhattan. Coste total, veinticinco céntimos; no estaba mal para una gran aventura.
Años más tarde, me citaba con las chicas en el transbordador por la noche, y contemplábamos la Estatua de la Libertad, toda iluminada, y el increíble perfil de Manhattan con las Torres Gemelas del nuevo World Trade Center elevándose piso a piso, año tras año, y el puente de Brooklyn con su collar de luces. Era muy romántico, y una cita barata.
Desde entonces, la ciudad había cambiado, creo que, en su mayor parte, para mejor. No puedo decir lo mismo del resto del mundo.
Me quedé mirando la Estatua de la Libertad, tratando de evocar algún olvidado patriotismo de mi infancia.
Bueno, quizá olvidado no, pero no totalmente despierto en este momento, como había comprendido durante el almuerzo con Kate.
Volví mi atención a la costa de Staten Island y pensé en la breve conversación que había mantenido con Marie Gubitosi. Se podría haber deshecho de mí diciéndome: «No sé nada, y lo que realmente sé tampoco te lo voy a contar.» Pero no lo dijo, cosa que quería decir que sabía algo, y tal vez estaba deseando compartirlo. O tal vez sólo quería un poco de compañía y un paquete de pañales. O quizá ahora estaba al teléfono, hablando con la OPR, que habrían grabado nuestra conversación y me retirarían de la circulación. En cualquier caso, pronto lo sabría.
Bajé del transbordador en la terminal de St. George, me dirigí a la parada de taxis y le di al conductor la dirección, en el distrito de New Springville.
No conozco muy bien este municipio exterior de la ciudad de Nueva York, pero cuando era novato, a los polis que cometían algún error los amenazaban con enviarlos al exilio a Staten Island. Recuerdo que solía tener pesadillas en las que me veía haciendo mi ronda a través de bosques y pantanos plagados de mosquitos, haciendo girar mi porra y silbando en medio de la oscuridad.
Pero como suele suceder con la mayoría de los lugares cuya simple mención te hiela la sangre en las venas, como Siberia, el Valle de la Muerte o Nueva Jersey, el lugar no hacía honor a su inquietante reputación.
De hecho, es un lugar agradable, una mezcla de semiurbano, suburbano y rural, más bien de clase media, con una mayoría republicana, lo que hacía aún más inexplicable que el viaje en transbordador fuese gratis.
También era el hogar de muchos policías de la ciudad que quizá habían sido enviados originariamente aquí como una forma de castigo, y a quienes el lugar les gustó y decidieron quedarse. Más o menos la forma en que se creó Australia.
En cualquier caso, éste también era el hogar de Marie Gubitosi Lentini, ex detective de la ATTF y actualmente esposa y madre, que ahora estaba pensando en mi visita. Yo esperaba que hubiera encontrado su cuaderno de notas de detective de la época. Nunca conocí a ningún detective que se deshiciera de sus viejos cuadernos de notas, yo incluido, pero a veces se pierden o se traspapelan. Esperaba que Marie al menos tuviese buena memoria.
El taxista era un tío llamado Slobodan Milkovic -probablemente un criminal de guerra llegado de los Balcanes- y estudiaba un mapa en lugar de mantener la vista en la carretera.
– Hay una tienda Duane Read de camino. ¿Capisce? Droguería. Farmacia. Necesito parar un momento allí.
El tío asintió y aceleró como si estuviese en una misión urgente.
Continuamos por Victory Boulevard y el señor Milkovic giró sobre dos ruedas hacia un centro comercial donde estaba la tienda Duane Read.
No voy a entrar en detalles acerca de la absoluta humillación de John Corey comprando pañales con la cara de Coco en el paquete, pero diré que no fue una de mis mejores experiencias de compra al por menor.
Diez minutos más tarde me encontraba nuevamente dentro del taxi y, diez minutos después, estaba delante del domicilio de los Lentini.
La calle era bastante nueva, con filas de casas de ladrillo rojo semiindependientes decoradas con un material plástico blanco, y se extendía hasta donde llegaba la vista, como un espejo infinito. Los perros ladraban detrás de las vallas metálicas y los niños jugaban en las aceras. Si hacía abstracción de mi esnobismo de Manhattan, era un vecindario muy acogedor y familiar. Si yo viviese aquí, me volaría la tapa de los sesos.
No estaba seguro de cuánto tiempo me quedaría en la casa de los Lentini, o de si había otro taxi en Staten Island, de modo que le dije al taxista que dejase el taxímetro en marcha, bajé del coche y abrí una puerta de tela metálica, recorrí el pequeño sendero de cemento y llamé al timbre.
Ningún perro ladró en el interior de la casa y no se oyeron gritos de niños, lo que me hizo feliz. Unos segundos después, Marie Gubitosi abrió la puerta principal, vestida con pantalones negros y un top rojo sin mangas. Yo abrí la puerta mosquitera e intercambiamos saludos.
– Gracias por acordarte de los pañales. Pasa.
La seguí a una sala de estar con aire acondicionado que parecía un lugar donde Carmela Soprano se sentiría cómoda, y luego a la cocina. Marie realmente tenía un bonito trasero. Fanelli tiene buena memoria para los detalles importantes.
Así como la sala de estar era un lugar limpio y ordenado, la cocina era un caos total. En un rincón había un parque donde un niño de edad indefinida estaba tendido en el suelo, chupando de un biberón mientras jugaba con los dedos de los pies. Yo aún lo hago y quizá es de entonces de donde me viene.
La mesa, encimeras y suelo estaban sembrados de una mezcolanza de cosas que mi mente no fue capaz de catalogar. Parecía el escenario de un robo y doble homicidio donde las víctimas habían vendido muy caras sus vidas.
– Siéntate. He preparado café -dijo Marie.
– Gracias.
Me senté a una pequeña mesa de cocina y dejé la bolsa de plástico con los pañales sobre la mesa. Junto a mí había una sillita alta para críos cuya bandeja parecía pringosa.
– Lo siento. Esto está hecho un desastre -dijo.
– Es bonito.
Marie sirvió dos jarras de café.
– Trato de limpiar y ordenar antes de que su majestad llegue a casa. ¿Crema? ¿Azúcar?
– Solo.
Marie trajo las dos jarras a la mesa y, por primera vez, noté que estaba descalza y embarazada.
Se sentó frente a mí y levantó su jarra. Las chocamos ligeramente y le dije:
– Tienes buen aspecto.
– ¿La incapacidad era por ceguera?
Sonreí.
– No. Lo digo en serio.
– Gracias.
Echó un vistazo dentro de la bolsa de plástico.
– Coco -dije.
Marie sonrió.
– ¿Puedo pagártelos?
– No.
Bebí unos tragos de café. Marie Gubitosi era aún una mujer atractiva y supuse que se había arreglado un poco antes de mi llegada. Alcancé a oler a eau de algo por encima del aroma a polvos de talco para bebé y leche tibia.
Hizo un gesto hacia el parque y dijo:
– Ése es Joe Junior. Tiene catorce meses. Melissa, dos años y medio, está durmiendo, gracias a Dios, y tengo otro en el horno.
– ¿De cuánto estás? -recordé preguntar.
– Dieciséis semanas y tres días.
– Felicidades.
– Sí. Nunca volveré al trabajo.
Era necesario que ella comprendiese qué estaba provocando esos embarazos, pero le dije:
– Será antes de lo que piensas.
– Sí. Bien, tienes buen aspecto. Un poco más grueso, tal vez. Y te has divorciado y vuelto a casar. No me enteré. Ya no me entero de nada. ¿Quién es la afortunada?
– Kate Mayfield, del FBI en la ATTF.
– No estoy segura de conocerla.
– Llegó justo antes del accidente del vuelo 800 de la TWA. Trabajó en el caso.
Marie no respondió ante la mención del vuelo de la TWA y dijo:
– Así que te casaste con una chica del FBI. Joder, John, primero una abogada penalista, ahora una agente del FBI. ¿Qué pasa contigo?
– Me gusta joder a los abogados.
Marie se echó a reír con tantas ganas que casi se atraganta con el café.
Estuvimos conversando de trivialidades durante un rato, y fue realmente agradable compartir algunos chismorreos y recordar algunas anécdotas divertidas.
– ¿Recuerdas aquella vez que Dom y tú fuisteis a esa casa en Gramercy Park donde la esposa le había disparado a su marido, y ella dijo que él le había apuntado con el arma, habían forcejeado y el arma se había disparado? -dijo Marie-. Y luego Dom va al dormitorio donde el cadáver se está enfriando y vuelve corriendo y grita: «¡Está vivo! ¡Llama a una ambulancia!» Luego mira a la mujer y le dice: «Su esposo dice que usted le apuntó con el arma y que le disparó a sangre fría», y va la mujer y se desmaya.
Ambos nos echamos a reír al recordar aquella anécdota. Yo me estaba poniendo nostálgico por los viejos días.
Marie volvió a llenar las jarras, luego me miró y preguntó:
– Bien, ¿qué puedo hacer por ti?
Dejé la jarra sobre la mesa.
– Ahí va -dije-. Ayer asistí al servicio religioso en memoria de las víctimas del vuelo 800, y…
– Sí. Lo vi en las noticias. A ti no te vi. ¿Puedes creer que ya hayan pasado cinco años?
– El tiempo vuela. Entonces, después de que acabó la ceremonia, apareció un tío de la ATTF, un federal, y empezó a preguntarme por qué estaba allí.
Le conté todo el episodio, dejando el nombre de Kate fuera de la historia, pero Marie, que era una detective muy lista, me preguntó:
– ¿Qué estabas haciendo allí?
– Como ya he dicho, Kate, trabajó en el caso y ella acude casi cada año. Sólo estaba comportándome como un buen esposo.
Marie me miró como si no se creyera del todo lo que le estaba contando. Tuve la sensación de que estaba disfrutando de esa pequeña novedad, jugando a los detectives en lugar de jugar con patos de goma.
– O sea, ¿que estás trabajando para la ATTF? -preguntó.
– Sí. Como agente contratado.
– Dijiste que no se trataba de un asunto oficial. ¿Por qué estás aquí entonces?
– Bueno, ahora llegaré a eso -continué-. De modo que a ese sujeto se le ocurrió la idea de que yo podía estar interesado en el caso y me dijo que me mantuviese alejado. Quiero decir, ese tío me tocó los huevos, así que me cabreé y…
– ¿Quién es ese tío?
– No puedo decirlo.
– De acuerdo, de modo que porque un federal te toca los huevos tú te cabreas y… ¿qué?
– Me picó la curiosidad.
– ¿Las cosas van lentas en la ATTF?
– De hecho, sí. Mira, Marie, hay más cosas, pero cuanto menos sepas, será mejor para ti. Sólo necesito saber lo que tú sabes, y ni siquiera sé qué preguntas debo hacerte.
Ella permaneció en silencio un momento y luego dijo:
– No te enfades, pero ¿cómo sé que no estás en Asuntos Internos?
– ¿Crees que alguna vez podría ser de Asuntos Internos?
– Cuando te conocí, no. Pero desde entonces te has casado con dos abogadas.
Sonreí.
Nuestras miradas se encontraron y Marie dijo:
– Muy bien. Trabajé en ese caso durante dos meses. Me pasé la mayor parte del tiempo recorriendo los puertos deportivos preguntándole a la gente si había visto embarcaciones extrañas y gente extraña en la zona. ¿Sabes? La teoría era que algún terrorista o algún chiflado salió al mar en una embarcación y disparó un cohete contra el avión. De modo que me pasé el verano en los puertos deportivos públicos y en los clubes privados de la costa. Joder, ¿sabes cuántos puertos deportivos y cuántos barcos hay allí? Pero no fue un mal trabajo. En los días libres solía pescar… -Hizo una pausa antes de continuar-. Pero nunca cangrejos… nadie quería comer los cangrejos porque… ya sabes.
Marie se quedó en silencio y me di cuenta de que, a pesar de su ánimo jovial, no disfrutaba teniendo que pensar nuevamente en esa historia.
– ¿Con quién trabajabas? -le pregunté.
– No voy a decirte ningún nombre, John. Hablaré contigo, pero nada de nombres.
– Me parece bien. Háblame.
– Tienes que hacerme una pregunta que insinúe la respuesta.
– Hotel Bayview.
– Sí… eso pensé. De modo que repasé mi cuaderno de notas para refrescar mi memoria, pero allí no había muchas cosas. Quiero decir que los federales nos dijeron que tomásemos el mínimo de notas porque jamás nos llamarían a declarar sobre este caso -dijo Marie-. Lo que nos estaban diciendo era que éste era su caso y que nosotros estábamos allí para echar una mano.
Asentí antes de añadir:
– Los federales también estaban diciendo que no querían que quedasen demasiadas cosas por escrito.
Marie se encogió de hombros.
– Como sea. Esos tíos juegan a un juego diferente.
– Es verdad. ¿Estuviste en el Hotel Bayview? -le pregunté.
– Sí. Dos días después del accidente recibí una llamada para ir al Hotel Bayview. El FBI está interrogando al personal acerca de algo, y necesitan ayuda para identificar a quien pudiera saber alguna cosa sobre algo en lo que están interesados. De modo que voy al hotel y me reúno con otros tres policías del NYPD, y los tres agentes del FBI ya están allí, y nos dan instrucciones y dicen…
Junior empezó a chillar por algo y Marie se levantó y fue hasta el parque.
– ¿Qué le pasa a mi niño hermoso? -lo arrulló y volvió a ponerle el biberón en la boca.
Junior comenzó a chillar con más fuerza y Marie lo alzó y dijo:
– Oh, mi pobre bebé se ha hecho caca.
¿Es razón suficiente para ponerse a chillar? Quiero decir que si yo me cagara en los pantalones, me quedaría muy callado.
Marie cogió los pañales que yo le había comprado y se llevó al crío para cambiarlo.
Comprobé en el móvil los mensajes del buzón de voz, pero no había ninguna llamada. Llamé a mi compañero de cubículo Harry Muller, a su móvil. Cuando contestó, le pregunté:
– ¿Estás en la oficina?
– Sí. ¿Por qué?
– ¿Alguien me busca?
– No. ¿Estás perdido? Enviaré a un equipo de búsqueda. ¿Cuál es la última señal en tierra que has visto?
Todos llevamos a un cómico dentro.
– Harry, ¿ha preguntado alguien dónde me había metido?
– Sí. Koenig vino hace una hora aproximadamente y me preguntó si sabía dónde te escondías. Le dije que habías salido a comer.
– Muy bien.
Era extraño, pensé, que Koenig no hubiese llamado a mi móvil si quería hablar conmigo, aunque tal vez sólo quería compartir un nuevo chiste con su detective favorito. En cualquier caso, hoy no quería ver a Jack Koenig ni oír de él.
– ¿Está Kate por ahí? -le pregunté a Harry.
– Sí… puedo verla en su escritorio. ¿Por qué?
– Hazme un favor. Dile que se reúna conmigo… -Miré mi reloj y el horario del transbordador. Podría coger el de las cinco y media si Joe Sénior no llegaba inesperadamente a casa-. Dile que me encontraré con ella en el Delmonico's a las seis para tomar una copa.
– ¿Por qué no la llamas tú?
– ¿Por qué no te vas al infierno por mí?
– ¿Estoy autorizado a ir allí?
– Sí. Vacía algunas papeleras.
Se echó a reír.
– De acuerdo. En el Delmonico's a las seis -dijo.
– Que quede entre tú y ella.
– ¿Sí?
– Gracias -le dije y corté la comunicación.
Marie regresó a la cocina, dejó al niño en el parque y le metió un biberón en la boca. Accionó un móvil colgante lleno de caras sonrientes, que giraba y emitía la melodía de It's a Small World. Odio esa canción.
Marie sirvió más café en las jarras y se sentó.
– Es un niño encantador -dije.
– ¿Lo quieres?
Sonreí y luego le dije:
– Bien, el tío del FBI os dio instrucciones.
– Sí. Ese tío nos lleva a los cuatro a la oficina del director del hotel, y el tío del FBI dice que estamos buscando a dos personas que podrían ser testigos del accidente y que pueden haberse alojado en ese hotel, el Bayview. ¿Y cómo sabemos eso? Porque una manta, tal vez de ese hotel, fue encontrada por los policías locales, en una playa desde donde pudo haberse presenciado el accidente. La existencia de la manta de la playa fue puesta en conocimiento del FBI a primera hora de la mañana y tuvieron la idea de comprobar todos los hoteles y moteles de la zona para ver si la manta pertenecía a alguno de ellos. Fueron estrechando la lista hasta llegar al Hotel Bayview. ¿Me sigues?
– Hasta ahora.
– De acuerdo. Ahora, ¿qué es lo que no cuadra en esa historia que nos está contando el tío del FBI?
– Cualquier cosa que proceda del FBI tiene algo que no cuadra -contesté.
Ella sonrió.
– Venga, John. Trabaja un poco.
– De acuerdo, lo que no cuadra es por qué habrían de preocuparse por otros dos testigos.
– Exacto. Es decir, ¿por qué estamos malgastando recursos con dos personas que quizá vieron el accidente desde la playa, cuando tenemos a un montón de testigos presenciales haciendo cola delante de la jodida puerta del puesto de la Guardia Costera y el número de la línea de emergencia está sonando sin parar? ¿Qué hay de especial en esos dos testigos? ¿Tú lo sabes?
– No. ¿Y tú?
– No -dijo ella-. Pero allí estaba pasando algo más.
Lo que estaba pasando era el cubreobjetivo de la cámara de vídeo que encontraron sobre la manta de la playa, pero aparentemente ese tío del FBI no mencionó ese detalle a sus soldados durante la sesión de instrucciones. Dick Kearns se había enterado por los policías locales, pero por lo visto Marie no había oído ese rumor. Como sucede con cualquier investigación, si hablas con suficientes personas y comparas la información, las cosas finalmente empiezan a tomar forma. Pero Marie sabía, porque era inteligente, que estaba pasando algo más.
– ¿Quién era ese tío del FBI que habló contigo y el resto de los detectives? -le pregunté.
– Ya te lo he dicho, nada de nombres.
– ¿Conocías a ese tío?
– Un poco. Un tío que se creía muy listo.
– Suena a Liam Griffith.
Marie sonrió.
– Es un buen nombre. Digamos que se llamaba Liam Griffith.
– ¿Quién más estaba con él?
– Ya te lo he dicho, otros dos tíos. Federales, pero no los conocía y nunca nos presentaron formalmente. Tan sólo se quedaron sentados mientras Griffith nos informaba.
Le describí a Marie al señor Nash, utilizando a regañadientes las palabras «bien parecido».
– Sí… quiero decir, han pasado cinco años pero parece uno de ellos. ¿Quién es? -preguntó Marie.
De manera imprudente, pero para mantener a Marie feliz e intrigada, dije:
– CIA.
– ¿De verdad? -Me miró y preguntó-: ¿En qué estás metido?
– No quieras saberlo.
– No, no quiero. Pero… quizá ya he dicho bastante.
Miré al crío que estaba en el parque y luego a Marie.
– ¿Les tenemos miedo? -pregunté.
Marie no contestó.
Había llegado el momento de pronunciar un pequeño discurso, de modo que le dije:
– Mira, esto es Estados Unidos y todo ciudadano tiene el derecho y la obligación de…
– Ahórratelo para tu interrogatorio.
– Lo haré. A ver qué te parece esto: ¿estás satisfecha con la conclusión de este caso?
– No pienso contestarte a eso. Pero te contaré lo que ocurrió aquel día en el Hotel Bayview, si eres sincero conmigo.
– Estoy siendo sincero contigo. No quieras saberlo.
Marie pensó en lo que acababa de decirle y asintió.
– De acuerdo… entonces uno de los cuatro policías del NYPD le pregunta a Griffith por qué es tan importante, y Griffith parece sentirse molesto de que un policía le pregunte eso, así que le contesta: «Deje que yo me preocupe acerca de por qué necesitamos encontrar a esta persona o personas. Su trabajo consiste en interrogar al personal del hotel y a los huéspedes.» Entonces Griffith nos explica que una doncella del Bayview informó de la desaparición de una manta de la habitación 203. La manta les fue mostrada a la empleada y al director, y ambos dijeron que podía tratarse de la manta que faltaba de la habitación, pero también que tenían alrededor de seis clases diferentes de mantas sintéticas, y que no podían afirmar que fuera la misma manta que había desaparecido de la habitación 203, pero que podría ser.
– Bien. ¿Quién estaba registrado en la habitación 203? ¿O no lo sabemos?
– Obviamente, todavía no lo sabemos, o no estaríamos allí. Pero lo que sí sabemos es que un tío llegó al Hotel Bayview aproximadamente a las 16.15 el día del accidente, el miércoles 17 de julio de 1996, sin haber hecho una reserva y pide una habitación. El empleado le dice que hay habitaciones disponibles, y el tío rellena una tarjeta de registro y paga doscientos pavos en metálico por la habitación. El empleado le pide la garantía de una tarjeta de crédito por si hay daños, uso del minibar y cosas por el estilo; pero el tío le dice que no cree en las tarjetas de crédito y le ofrece al empleado quinientos pavos como depósito, lo que el empleado acepta. Luego, según la información de Griffith, el empleado pide fotocopiar el permiso de conducir del tío, pero éste le dice que lo tiene en otro pantalón o algo parecido, y el tío le da al empleado su tarjeta comercial, que el empleado acepta. El empleado le entrega al tío un recibo por los quinientos pavos y la llave de la habitación 203, que se encuentra en el ala moderna de ese hotel, lejos del edificio principal, que es precisamente lo que el tío ha pedido. De modo que, de hecho, el empleado nunca vio regresar a ese tío al vestíbulo principal del hotel, y tampoco vio el coche de ese tío o si estaba acompañado. ¿Me sigues?
– Sí. Creo que veo un problema con la identificación de ese tío.
– Exacto. Pero cuando Griffith llegó aquel viernes por la mañana, probablemente pensó que había encontrado una mina de oro. Investigó la información del vehículo que constaba en la tarjeta de registro, es decir, marca, modelo y número de matrícula, información que resultó falsa. Griffith también nos dice, según mis notas, que la tarjeta comercial dice Samuel Reynolds, abogado, con una dirección y un número de teléfono de Manhattan, pero, naturalmente, también es falsa.
Marie me miró fijamente antes de continuar.
– O sea que lo que parece que tenemos aquí es al típico Don Juan que ya ha hecho esto antes, y está acompañado de una mujer con la que se suponía que no debía estar. ¿Correcto?
– No sabría decirte.
Marie sonrió.
– Yo tampoco. En cualquier caso, el empleado sabe que es un trabajo de mierda, pero recibió quinientos pavos como depósito, y probablemente unos cuantos pavos para él. Además, Don Juan no dejó ningún rastro en papel, de modo que el Hotel Bayview no le enviará por correo una nota de agradecimiento ni ofertas especiales a su casa.
– Los tíos casados aprenden muy rápido esta clase de cosas.
– Creo que es un instinto.
– Lo que sea. ¿Cuándo pagó la cuenta Don Juan y se marchó del hotel?
– No lo hizo. Simplemente desapareció en algún momento antes de las once de la mañana del día siguiente, que es la hora en que hay que dejar la habitación. Según Griffith, una doncella llamó a la puerta de la habitación 203 alrededor de las once y cuarto, pero nadie respondió. Entonces, el recepcionista, que era nuevo, llamó a la habitación al mediodía, pero tampoco recibió respuesta. De modo que la empleada entró en la habitación e informó de que no había señales de los huéspedes y que la manta de la cama parecía haber desaparecido. Ese tío, aparentemente, se había largado dejando los quinientos pavos del depósito. Griffith nos dice que esto resulta sospechoso. -Marie se echó a reír-. Algo así como: «¿Cuál fue tu primera pista, Liam?»
Sonreí y le dije:
– Eh, que no es un detective.
– No me jodas. En cualquier caso, lo que comienza como tu rutina de todos los días ahora parece algo más. A un policía lo siguiente que se le ocurre es que en esa habitación se ha cometido un delito mayor. Violación, agresión, asesinato. ¿Verdad? Pero en la habitación no hay ningún signo de que haya ocurrido algo así. Aunque eso no significa que ese tío no haya asesinado a quienquiera que haya estado con él y la haya metido en el maletero del coche antes de largarse. Pero tenemos otra cosa que considerar: la manta en la playa que parecía proceder de esa habitación. Tal como yo lo veo, ese tío y su acompañante estaban haciendo algo que se suponía que no debían estar haciendo, y estaban en la playa, y vieron el accidente del avión, y no querían que se les identificase como testigos. De modo que regresan a la habitación después del accidente, recogen sus cosas y se largan por piernas del hotel. ¿No?
– Eso parece. -Yo sabía por Kate que había dos personas en aquella manta de la playa, pero aún no sabía cómo Marie o Liam podían estar seguros de que en esa habitación había dos personas-. ¿Cómo podían estar seguros de que había una mujer?
– La doncella dijo que en la habitación había signos claros de dos personas. Un hombre y una mujer. Marca de lápiz de labios en un vaso para empezar. El FBI examinó toda la habitación en busca de huellas y pasaron la aspiradora buscando pelos y cosas así. Pero esa doncella había limpiado la habitación después de que la pareja hubiera desaparecido, de modo que las únicas huellas que dejó el tío estaban en el culo de la mujer, y ella también se había largado. -Marie pensó un momento y luego dijo-: De modo que Griffith nos dice que ahora debemos interrogar al personal del hotel y a todos los huéspedes que se encontraban allí el día del accidente y ver si alguno ha visto a ese tío y/o a su acompañante. Teníamos una descripción del tío que nos había proporcionado el empleado de recepción: caucásico, metro ochenta, complexión media, ojos marrones, pelo castaño, piel clara, sin vello facial, sin gafas, sin cicatrices o tatuajes visibles, ninguna incapacidad o deformidades evidentes. El empleado lo describió como un hombre bien vestido con pantalones color canela y una chaqueta azul… ¿me estoy dejando algo?
– El bulto de sus pantalones.
Marie se echó a reír.
– Sí. Llevaba un cohete de bolsillo. El empleado estaba trabajando con un dibujante del FBI cuando llegamos a la recepción y más tarde nos entregaron el dibujo para que lo mostrásemos por los alrededores -dijo Marie-. Un guaperas.
– ¿Conservaste ese dibujo?
El móvil se había parado y el crío se estaba poniendo nervioso. Comenzó a hacer ruidos, como si le estuviese chillando al móvil para que se moviese.
Marie se levantó y puso en movimiento nuevamente el chisme, diciéndole a Junior o a mí:
– Al pequeñín le gustan esas caras felices.
El móvil comenzó a girar otra vez y a tocar It's a Small World. Dentro de veinte años, ese crío se convertirá en un asesino en serie que susurrará It's a Small World mientras estrangula a sus víctimas.
Marie echó un vistazo al reloj.
– Tengo que ir a ver a Melissa. En seguida vuelvo.
Salió de la cocina y oí que subía la escalera.
Pensé en todo lo que había oído hasta ahora, y en esa pareja.
Llegaron juntos, o por separado, y escogieron el Hotel Bayview al azar o bien ya habían decidido ir allí. No se trata de un motel anónimo, donde nadie hace demasiadas preguntas, es un lugar de doscientos pavos la noche, de modo que tuve la imagen de un tío al que no le faltaba la pasta y una mujer que necesitaba sábanas limpias para su aventura romántica. El vino de la playa también era caro. Los ciudadanos así son fáciles de encontrar, pero el tío sabía muy bien cómo cubrirse el culo cuando se registró en el hotel. Es todo cuestión de instinto.
Luego, suponiendo que ambos presenciaran el accidente, y suponiendo que uno o ambos estuvieran casados, les entró el pánico, dejaron olvidadas algunas cosas en la playa y regresaron apresuradamente al hotel. Entonces, pensando que tal vez alguien les había visto y que los policías no tardarían en llegar y hacer preguntas, o tal vez que sus cónyuges estarían llamando a sus teléfonos móviles a causa del accidente, abandonaron el hotel sin avisar, lo que encendió una luz roja.
Tuve una imagen de una pareja que tenía mucho que perder si los cogían. Bueno, casi todas las personas casadas entran en esa categoría, desde el presidente de Estados Unidos hasta el esposo de Marie, el tío que hacía entregas a domicilio.
Intenté imaginar qué haría yo en esa situación. ¿Acudiría a las autoridades como un buen ciudadano? ¿O escondería la prueba de un posible delito para salvar el culo y mi matrimonio? ¿Y si me descubrían y sometían a un interrogatorio, complicaría aún más mi situación mintiendo?
De hecho, en una ocasión había tenido un caso así. La mujer quería informar de un tiroteo que había presenciado, y el tío no quería contar lo que estaban haciendo juntos.
Me pregunté si esa pareja del Hotel Bayview tuvo un desacuerdo similar. Y si fue así, ¿cómo lo resolvieron? ¿Amistosamente? ¿O no?
Antes de que pudiera pensar en ello, Marie regresó a la cocina.
Marie se sentó y me preguntó:
– ¿Queréis tener hijos?
– ¿Cómo dices?
– Hijos. ¿Tu esposa y tú estáis planeando tener una familia?
– Tengo una familia. Están todos chiflados.
Se echó a reír y me preguntó:
– ¿Dónde estábamos?
– El dibujo de Don Juan hecho por el FBI. ¿Lo conservaste?
– No. Griffith nos entregó cuatro fotocopias y recibió cuatro fotocopias cuando acabamos el trabajo.
– ¿Conseguiste averiguar el nombre del recepcionista?
– No. Nunca lo vi y nunca hablé con él. El tío era coto de los federales -añadió.
– Bien. De modo que comenzaste a interrogar al personal del hotel y a los huéspedes.
– Sí. Necesitábamos saber si alguien más, aparte del recepcionista, había visto a ese tío, o su coche, o a la mujer que estaba con él y conseguir una descripción de ella. También necesitábamos comprobar sus movimientos y ver si habían ido al bar o al restaurante del hotel y utilizado una tarjeta de crédito y todo eso. Griffith nos decía todo lo que debíamos hacer como si nunca hubiésemos hecho ese trabajo.
– Esos tíos tienden a pasarse con las instrucciones.
– ¿De verdad? Pero la cuestión es que yo sigo pensando: «¿Qué sentido tiene todo esto? ¿A quién le importa? ¿Estamos realizando una investigación matrimonial o de un accidente aéreo?» De modo que le pregunté: «¿Estamos buscando a dos testigos o buscamos a dos sospechosos?» Quiero decir, la única forma en que todo eso tuviera algún sentido era si estábamos buscando a dos sospechosos que llevaban un cohete en el coche. ¿Correcto?
No demasiado, pero dije:
– Eso parece.
– Así que le hago la pregunta y eso parece darle a Griffith una gran idea y dice: «Todo testigo es un sospechoso potencial», o alguna mariconada por el estilo. De modo que cada uno de nosotros recibe una lista de doncellas, personal de cocina y camareros, personal administrativo, personal de mantenimiento y todo eso. Aproximadamente cincuenta personas que supuestamente estaban de servicio durante el período en cuestión, desde las 16.15 del miércoles 17 de julio hasta el mediodía del día siguiente. Tuve que interrogar a una docena de personas.
– ¿Qué clase de lugar es?
– Una casa grande y antigua que era como una posada, con alrededor de quince habitaciones, más esa ala moderna separada y con unas treinta habitaciones, y algunas cabañas en la bahía. Bar, restaurante y hasta una biblioteca. Un lugar agradable. -Me miró y añadió-: Lo verás por ti mismo cuando vayas.
No contesté.
Marie continuó con su relato.
– Permanecimos allí todo el día y hasta bien entrada la noche, de modo que pudimos coger algunos cambios de turno y, además, yo tenía una lista de catorce huéspedes que habían estado en el hotel desde el 17 de julio y aún se alojaban allí. También había una lista con los huéspedes que habían estado allí el 17 pero que ya se habían marchado, y se suponía que debíamos buscarlos al día siguiente, pero nunca lo hicimos.
– ¿Por qué no?
– No lo sé. Tal vez otra gente se encargó de buscarlos. O quizá Griffith y sus dos compañeros encontraron la gallina de los huevos de oro aquella noche. ¿Esos tíos alguna vez te dicen algo?
– Lo menos posible.
– Exacto. Se lo pasan en grande con sus tonterías. Por ejemplo, Griffith dice que nos encontraremos todos a las once de la noche, que ya nos dirá en qué lugar. Pero Griffith y los otros dos federales estaban todo el día encima de nosotros y participando en algunos de los interrogatorios. Luego Griffith nos da las gracias uno por uno y nos dice que suspendamos el trabajo. La reunión nunca se celebró, y nunca pude cotejar mis notas con las de los otros tres detectives. No creo que esa reunión se celebrara nunca.
Tenía la firme impresión de que Marie Gubitosi no estaba satisfecha con la forma en que ella o sus colegas del Departamento de Policía de Nueva York habían sido tratados. Y ésa era la razón por la que Marie estaba hablando conmigo ahora que hacía cinco años que le habían dicho que no hablase del caso con nadie. Yo quería llegar al resultado de esa investigación, pero ella necesitaba desahogarse un poco… y muy posiblemente ese desahogo fuese todo lo que Marie tenía para darme.
– ¿Quieres una cerveza? -me preguntó.
– No, gracias. No estoy de servicio.
Ella se echó a reír y dijo:
– Dios, he estado embarazada o amamantando durante tanto tiempo que ya no recuerdo cómo sabe una cerveza.
– Te compraré una cerveza cuando estés preparada.
– Te tomo la palabra. Muy bien, comencé con mi lista y estaba entrevistando al personal del hotel. Entrevistas preliminares y mostrando el dibujo que había hecho el tío del FBI. Reduje la lista a cuatro miembros del personal y dos huéspedes, y les pedí que se reuniesen conmigo a diferentes horas en una oficina del hotel. Bien, de modo que estoy entrevistando a esa doncella llamada Lucita, que acababa de empezar su turno y quien probablemente pensara que yo era de Inmigración, y le enseño el dibujo de Don Juan y ella dice que no lo reconoce, pero noto algo en su cara. Entonces le pido su tarjeta verde o algún documento que demuestre su ciudadanía, y ella se rompe y empieza a llorar. De modo que yo, excediéndome en mis atribuciones, le prometo que la ayudaré a legalizar su situación si ella me ayuda a mí. Suena a muy buen trato para cualquiera y ella dice sí, que ella vio a ese tío cuando se marchaba de la habitación 203 acompañado de una mujer aproximadamente a las siete de la tarde. Bingo.
– ¿No es una declaración conseguida bajo coerción?
– No. Bueno, sí, pero me estaba diciendo la verdad. Yo sé cuándo intentan engañarme.
– De acuerdo. ¿Pudo describir a la mujer?
– No muy bien. Lucita se encontraba a unos diez metros de distancia cuando vio a esa pareja que salía de la habitación 203, en la galería del segundo piso, que corre paralela a las habitaciones. Ellos le dieron la espalda y bajaron las escaleras. Lucita puede o no haberles echado un buen vistazo a alguno de los dos, pero no hay duda de que salieron de la habitación 203. Muy bien, la mujer era aproximadamente de la misma edad que Don Juan, un poco más baja que él, delgada, vestida con pantalones cortos color canela, blusa azul y sandalias. Pero llevaba gafas de sol y un sombrero flexible, como si no quisiera que la reconocieran.
– ¿Adónde iban?
– Otra vez bingo. Se dirigieron al aparcamiento del hotel. El tío llevaba una manta que Lucita dijo que parecían haber cogido de la habitación, que es la razón por la que Lucita se fijó en ellos, pero también dice que la gente suele hacerlo y que habitualmente devuelven la manta, de modo que no le dio mayor importancia. Así que ésa es nuestra pareja. ¿Correcto?
– Correcto. ¿Llevaban alguna otra cosa? -le pregunté.
– ¿Como qué?
– Como… cualquier cosa.
Marie me miró y contestó:
– Eso fue precisamente lo que Liam Griffith le preguntó a Lucita tres veces. ¿Qué estamos buscando, John?
– Una nevera portátil.
– No. Sólo una manta.
Pensé en ello y llegué a la conclusión de que si ésa era la pareja en cuestión -y todo parecía indicar que lo era-, ya tenían la nevera y la cámara de vídeo en el coche.
– Espero que Lucita reparase en la marca, el modelo, el año, el color y la matrícula del coche al que subieron.
Marie sonrió.
– No siempre somos tan afortunados. Pero sí reparó en el coche, aunque no pudo describirlo, excepto que esa pareja abrió una puerta trasera. Así que llevé a Lucita al aparcamiento y le mostré las camionetas, los 4 X 4 y los monovolúmenes, y fuimos reduciendo la lista a unas veinte marcas y otros tantos modelos. Ella no entendía mucho de coches, excepto que era de color canela.
Asentí y pensé en el Ford Explorer de color claro que el policía de Westhampton había visto regresando desde la playa justo después del accidente. Todo parecía encajar, como un rompecabezas que estuvieses colocando boca abajo. Alguien necesitaba darle la vuelta y ver el dibujo.
Marie continuó.
– Lucita dijo que esa pareja se metió en el coche y se marchó. Fin de la pista.
– ¿Conseguiste que el dibujante hiciera un retrato robot de la mujer basado en la descripción de Lucita?
– No. Creo que tenía un pequeño problema con el idioma.
Además, como ya te he dicho, esa mujer llevaba gafas de sol y un gran sombrero flexible. -Marie sonrió y dijo-: Lucita me dijo que tal vez fuese una estrella de cine.
Sonreí.
– Bueno, en cierto sentido es posible que tuviese razón.
– ¿A qué te refieres?
– Te lo diré más tarde. ¿Cuál era el apellido de Lucita? -pregunté.
– González Pérez, según mis notas.
Tomé nota mentalmente de ese dato y le pregunté:
– ¿Especuló alguien con la posibilidad de que la mujer de la habitación 203 tuviese su propio coche en algún lugar del aparcamiento?
– Sí. Y eso hubiese aumentado las probabilidades de que fuesen amantes casados. Pero nadie la vio en otro coche ni nada por el estilo. Comprobamos las matrículas de los coches que aún estaban en el aparcamiento para ver si quizá había algún vehículo cuya presencia no pudiese justificarse. Todavía había gente que pensaba que la mujer había sido víctima de un crimen, y que el tío la había matado en la playa o quizá en la habitación, y la había arrojado en el maletero del coche, envuelta en la manta. Pero no encontramos nada… al menos que yo sepa.
– ¿Alguien les vio regresar al hotel aquella noche?
– No, como ya te he dicho, la primera y única vez que los vieron fue cuando lo de Lucita, al salir de la habitación 203 a las siete de la tarde. En algún momento, entre esa hora y cuando otra doncella entró en la habitación al día siguiente, cerca del mediodía, la pareja desapareció y se descubrió que faltaba una manta de la habitación, aparentemente la misma manta que dejaron en la playa.
– ¿Pudiste hablar con la otra doncella?
– Imposible. Griffith y sus amigos ya la habían exprimido y nunca estuvo en nuestra lista. Pero Griffith nos dijo que esa doncella recordaba una marca de lápiz de labios en un vaso, que la ducha había sido usada y que la cama estaba sin hacer y faltaba la manta. Dijo que en la habitación no había nada que pudiese darnos alguna pista porque esa doncella había limpiado la habitación y eliminado cualquier cosa que pudiera servir para identificar a esa pareja. Al menos eso es lo que dijo Griffith -añadió Marie.
– Tienes que aprender a confiar en los federales -dije.
Marie se echó a reír.
Pensé en todo ese asunto. Aunque tenía un cuadro mucho más claro de lo que había sucedido en el Hotel Bayview hacía cinco años, no estaba más cerca de encontrar a esa pareja de lo que había estado el día anterior. Quiero decir que si Griffith, Nash y el otro tío del FBI realmente habían llegado a un callejón sin salida hacía cinco años, con todos los recursos del mundo a su disposición, entonces yo acabaría dándome con una pared de ladrillos.
Pero quizá ellos encontraron la gallina de los huevos de oro.
Es bastante difícil aclarar un caso no resuelto hace cinco años; es mucho más difícil resolver uno que ya ha sido resuelto por alguien que ha ocultado todas las pistas y a todos los testigos.
Bueno, todo lo que tenía que hacer ahora era regresar a la oficina y pedir los archivos marcados «TWA 800 – Hotel Bayview» o algo parecido. ¿Correcto?
– ¿Se te ocurre alguna otra cosa? -le pregunté a Marie.
– No, pero pensaré en ello.
Le di mi tarjeta.
– Si me llamas, hazlo al móvil. No llames a la oficina.
Ella asintió.
– ¿Puedes darme algún nombre?
– No puedo hacer eso. Pero puedo hacer algunas llamadas y ver si alguno de los otros tres policías quiere hablar.
– Te mantendré informada.
– ¿De qué va todo esto, John?
– Bien, te diré algo que Griffith no te dijo. En aquella manta que encontraron en la playa había un cubreobjetivo de una cámara de vídeo.
Le llevó dos segundos decir:
– Joder. ¿Crees que…?
– ¿Quién sabe? -Me levanté y añadí-: No se lo digas a nadie. Entretanto, piensa en aquel día en el Bayview y sobre lo que podrías haber oído después. Y gracias, Marie, por tu tiempo y tu ayuda.
Me acerqué al parque y puse nuevamente en funcionamiento el móvil, luego le dije a Marie:
– No es necesario que me acompañes.
Ella me abrazó.
– Ten cuidado -dijo.
Slobodan estaba sentado en el taxi, hablando por su teléfono móvil. Abrí la puerta trasera, subí y le dije:
– Al muelle St. George. De prisa.
Se alejó del bordillo sin dejar de hablar por teléfono en un idioma que sonaba a un ventilador antiguo.
Llegamos a la terminal del transbordador diez minutos antes de la salida de las 17.30 y le pagué lo que marcaba el taxímetro más cinco pavos. Tomé nota mentalmente de pasarle una relación de mis gastos a la señorita Mayfield.
Cerca de la terminal había un camión de helados y, dejándome llevar por un rapto de nostalgia, compré un cucurucho azucarado con dos bolas de pistacho.
Subí al transbordador, que seguía siendo gratis, me dirigí a la cubierta superior y, pocos minutos más tarde, partimos en dirección a Manhattan.
Es un viaje de apenas veinte minutos y, durante ese tiempo, consideré un par de cosas que no cuadraban. Cosas que había dicho Kate, o que no había dicho. Este trabajo es cincuenta por ciento de información y cincuenta por ciento de intuición. Y mi intuición me decía que no tenía toda la información.
Durante la travesía contemplé la Estatua de la Libertad, y sí, me sentí ligeramente conmovido por una oleada de patriotismo y mi jurado deber de defender la Constitución de Estados Unidos y todo eso, pero aún no estaba convencido de que lo que le había ocurrido al vuelo 800 de la TWA hubiese sido un ataque contra mi país.
Y luego estaban las víctimas y sus familiares. Como policía de homicidios siempre intenté no implicarme personalmente con la familia de los fallecidos, pero muchas veces lo hice. Eso te motiva, pero no siempre de un modo que resulte positivo para ti o para las víctimas.
Por un instante me vi consiguiendo reabrir este caso. «Visualiza el éxito -como suele decirse-, y tendrás éxito.» Imaginé a Koenig, Griffith y mi jefe inmediato, el capitán David Stein del Departamento de Policía de Nueva York, estrechando mi mano mientras mis colegas aplaudían y me vitoreaban, y recibía una invitación para cenar en la Casa Blanca.
Pero eso no era exactamente lo que sucedería si conseguía que se reabriese el caso. Y no quería pensar siquiera en lo que realmente podría suceder. De hecho, en este asunto no había ningún aspecto positivo -sólo peligrosos inconvenientes-, excepto satisfacer mi ego y afirmar mi ligeramente detestable personalidad.
Y también, naturalmente, estaba Kate, quien contaba conmigo. ¿Cuántos tíos se han jodido la vida tratando de impresionar a una mujer? Al menos seis mil millones. Tal vez más.
El transbordador atracó en el muelle, bajé y cogí un taxi al Delmonico's, en Beaver Street, una carrera corta desde el puerto.
Hacía cerca de ciento cincuenta años que el Delmonico's estaba abierto, de modo que supuse que no había cerrado sus puertas en los últimos días, dejando a la señorita Mayfield esperando en la calle. Como está en el distrito financiero, siempre se encuentra lleno de tíos que trabajan en Wall Street. La gente del 26 de Federal Plaza no lo frecuentaba, que era de lo que se trataba.
Me dirigí a la barra donde la señorita Mayfield conversaba animadamente con dos tíos cachondos de Wall Street. Me colé entre ellos y le pregunté:
– ¿Fue doloroso?
– ¿Si fue doloroso qué?
– Cuando te caíste del cielo.
Kate sonrió.
– Espero que nunca hayas utilizado ese piropo -dijo.
– No es un piropo. -Pedí un Dewar's con agua mineral y le dije-: Me resultas familiar.
– Soy nueva en la ciudad -dijo con otra sonrisa.
– Yo también -contesté-. Mi barco acaba de llegar a puerto. El transbordador de Staten Island.
Llegó mi whisky y chocamos nuestros vasos.
– ¿Dónde has estado? -preguntó.
– Te lo acabo de decir. En Staten Island.
– Oh, pensé que se trataba de una broma.
– No hago bromas. Estuve en Staten Island.
– ¿Por qué?
– Buscando una casita para nosotros. ¿Alguna vez has pensado en tener hijos?
– Yo… he pensado en ello. ¿Por qué lo preguntas?
– Estoy embarazado.
Kate me dio unas palmadas en el vientre.
– Ya veo. ¿Qué pasa con la casa y los hijos?
– Fui a hablar con una policía que vive en Staten Island. Está de baja por maternidad. Formaba parte de la ATTF en 1996. Entrevistó a varias personas en el Hotel Bayview.
– ¿De verdad? ¿Cómo la encontraste?
– Puedo encontrar a cualquiera.
– Eres incapaz de encontrar dos calcetines iguales. ¿Qué te dijo?
– Entrevistó a una doncella que vio al tío que aparentemente se llevó la manta de la habitación a la playa. La doncella también pudo ver a la mujer.
Kate pensó un momento y luego me preguntó:
– ¿Tu amiga sabía si el FBI pudo identificar a esa pareja?
– No, que ella supiera. El tío se registró en el hotel con un nombre falso.
Bebí un trago de whisky.
– ¿Qué más conseguiste averiguar de esa policía?
– Que los tres federales que dirigían el cotarro no compartieron ninguna información con los cuatro detectives del Departamento de Policía de Nueva York, que eran los que se encargaban del trabajo pesado. Pero yo ya lo sabía.
Kate no dijo nada.
La miré fijamente antes de continuar.
– Mientras tanto, cuéntame cómo llegó a tus manos ese informe de la policía de Westhampton acerca de la manta que apareció en la playa.
Ella permaneció unos segundos sin responder.
– Por accidente. Una noche estaba revisando un montón de informes en la habitación del motel y ése me llamó la atención.
– Inténtalo otra vez.
– De acuerdo… Una noche Ted y yo estábamos tomando unas copas y él me mencionó la existencia de ese informe. Creo que había bebido demasiado.
Yo estaba muy cabreado, pero conseguí controlarme y le dije suavemente:
– Me dijiste que nunca habías hablado del tema con él.
– Lo siento.
– ¿Sobre qué otra cosa me has mentido?
– Nada. Lo juro.
– ¿Por qué me mentiste?
– Yo… Yo no pensé que fuese importante para ti que supieras dónde había obtenido esa información. Sé cómo te pones cada vez que surge el nombre de Ted Nash.
– ¿De verdad? ¿Y cómo me pongo?
– Psicótico.
– Y una mierda.
Estábamos atrayendo la atención de algunos clientes porque creo que estaba elevando la voz algunos decibeles por encima del murmullo general. El camarero se acercó a nosotros.
– ¿Todo va bien por aquí?
– Sí -dijo Kate-. Vámonos -añadió.
– No. Me gusta este sitio. Dime qué más se te olvidó contarme. Ahora. -Kate mantuvo la calma, pero podía ver que estaba enfadada. Yo no estaba enfadado… estaba furioso-. Habla.
– No me presiones. No eres…
– Habla. Y nada de tonterías.
Kate inspiró profundamente.
– Está bien… pero no es lo que tú piensas… -Lo que yo piense no tiene importancia.
– De acuerdo… Ted también estaba trabajando en el caso de la TWA, como ya sabes… y yo lo conocía de la oficina… pero jamás tuvimos ninguna relación, algo que ya te he dicho una docena de veces y que es la pura verdad.
– ¿A quién le importa? Está muerto. ¿Por qué te habló de la manta en la playa y del cubreobjetivo de la cámara de vídeo?
– No estoy segura… pero una noche estábamos tomando unas copas en un bar de la zona… aproximadamente una semana después del accidente, y Ted estaba bebiendo demasiado… todos lo hacíamos… y él va y menciona ese informe de la policía local y dice algo así como: «Esa pareja probablemente se estaba filmando mientras follaban en la playa y es posible que hayan grabado la explosión en una cinta de vídeo.» Le hice algunas preguntas pero se cerró como una ostra. Al día siguiente me llama y me dice que habían encontrado a esa pareja, y que era una pareja mayor, casada, y que el cubreobjetivo era de una cámara fotográfica, no de una cámara de vídeo, y esa pareja no vio ni fotografió nada que estuviese relacionado con la explosión del avión.
Kate agitó su bebida.
– Continúa.
– Bien, entonces es evidente que está arrepentido de haber abierto la boca la noche anterior, y yo le digo: «Bueno, es una lástima», o algo parecido, y dejamos el tema. Pero yo voy a ver a la policía de Westhampton Village y me dicen que los agentes del FBI ya han estado allí y que se llevaron el informe escrito, y que aún están esperando a que el FBI les devuelva una copia. Es probable que aún sigan esperando -añadió Kate-. Pero conseguí el nombre del policía que estaba en la playa aquella noche y redactó el informe del incidente. Hablé con él y el tío no estaba seguro de si debía estar hablando conmigo, pero me mencionó que le dijo a los agentes del FBI que esa manta tal vez pertenecía a un hotel o un motel de la zona. Yo ya estoy hasta las narices de entrevistar a los testigos, de modo que no sigo esa pista y, para serte sincera, en ese momento no vi ninguna razón para hacerlo. Yo estaba a las órdenes de Ted y los demás. Pero aproximadamente una semana más tarde regresé a la oficina durante unos días e hice algunas llamadas a moteles y hoteles de la zona, como ya te he contado, y di con ése, el Bayview, y hablé con el director, Leslie Rosenthal, quien me informó de que el FBI ya había estado allí con esa manta y que habían hablado con el personal y también con los huéspedes. Rosenthal dice que el tío que estaba al mando nunca le dijo nada, excepto que no debía hablar con nadie de ese asunto. -Kate me miró y dijo-: Es todo.
– ¿Quién era el tío que estaba al cargo de la operación?
– Liam Griffith. Pero estoy segura de que ya lo sabías por tu contacto en Staten Island.
– Es verdad, pero ¿por qué no me lo dijiste?
– Porque, como te dije al principio, nada de nombres. Por eso no te hablé de Ted.
– Está muerto. ¿Qué hiciste con la información que te proporcionó el señor Rosenthal?
– Nada. ¿Qué iba a hacer? No pensé en ello, pero antes de que pudiese pensar demasiado me llamaron a la oficina de la OPR, como ya te he contado. -Acabó su bebida y añadió-: Estoy segura de que Ted sabía que yo había estado husmeando por allí y que me reprendieron por eso; pero ¿acaso me dijo: «Eh, siento haberte mencionado esto»? No, el tío siguió actuando como si no hubiera pasado nada.
– Oh, pobre criatura.
– John, que te den. No tengo nada que ocultar y nada de qué avergonzarme. Olvídalo.
– Me mentiste.
– Sí. Te mentí para evitar una jodida escena como ésta. ¿Qué importa cómo conseguí la información? El noventa y nueve por ciento de lo que te he contado es verdad, y lo que no te he dicho no afectó en nada lo que hiciste o pudiste averiguar. De modo que puedes sentirte contento ahora que sabes que Ted Nash era tan estúpido cuando estaba borracho como tú y todos los demás. ¿De acuerdo?
No contesté y simplemente me quedé allí, aún bastante enfadado.
Kate apoyó la mano en mi brazo, se obligó a sonreír y me preguntó:
– ¿Puedo invitarte a una copa?
Si hubiese tenido dos copas más encima, probablemente me habría calmado, pero sólo había bebido medio vaso y no podía quitarme de la cabeza el hecho de que mi esposa me hubiese mentido. Además, tampoco estaba completamente seguro de que me estuviese diciendo toda la verdad acerca de dónde estaban sentados o acostados exactamente Ted y ella cuando él le habló de la manta que habían encontrado en la playa.
– Venga, John. Tomemos otra copa -dijo Kate.
Me levanté y me fui.
Desperté en el sofá con una resaca masiva.
Recordé que había cogido un taxi desde el Delmonico’s hasta el Dresner's, uno de los garitos que hay en mi barrio, donde Aidan, el camarero, me sirvió con generosidad. Lo siguiente que soy capaz de recordar es que trataba de apartar algo de mi cara. Era el suelo.
Me senté y descubrí que sólo llevaba puesta la ropa interior y me pregunté si habría llegado a casa vestido de esa guisa. Luego vi que mi ropa estaba en el suelo, lo que era una buena señal.
Me puse de pie lentamente. El sol de la mañana entraba a raudales a través de la puerta del balcón, pasaba directamente a través de mis globos oculares y llegaba al cerebro.
Fui a la cocina, donde percibí el olor a café. Junto a la cafetera había una nota. «John, me he ido a trabajar. Kate.» El reloj digital de la cafetera decía 9.17. Luego 9.18. Fascinante.
Me serví una jarra de café caliente, solo. Estaba tratando de colocar el incidente en el Delmonico's en espera hasta que mi cerebro pudiese subir al estrado y presentar motivos que justificasen mi pequeña rabieta.
Pero cuando comencé a recordar el incidente, pensé que quizá mi reacción había sido excesiva. Empezaba a sentirme arrepentido y sabía que necesitaba suavizar las cosas con Kate, aunque una disculpa era imposible.
Acabé mi café, fui al baño, tragué un par de aspirinas, me afeité y luego me metí en la ducha.
Sintiéndome un poco mejor, decidí llamar al trabajo para avisar de que estaba enfermo, cosa que hice.
Me vestí de un modo informal con pantalones color canela, camisa deportiva, una chaqueta azul, náuticos y pistolera en el tobillo.
Llamé al garaje para decir que preparasen mi coche, busqué una bolsa de patatas fritas para el camino y bajé las escaleras.
Mi conserje me saludó animadamente, lo que me puso de mal humor. Me metí en el coche y me dirigí por la Segunda Avenida hasta el Midtown Tunnel, que me llevó directamente a la autopista de Long Island, dirección este.
Era un día parcialmente nublado, húmedo, y según el termómetro del coche ya estábamos a 78 grados Fahrenheit. Cambié el ordenador de a bordo al sistema métrico y la temperatura descendió súbitamente a 26 grados Celsius, que era fresca para esa época del año.
El tráfico era de ligero a moderado en ese jueves de julio. El viernes se presentaría cargado con el tráfico de Manhattan que iba hacia el East End de Long Island. Un día excelente para visitar el Hotel Bayview.
Busqué en la radio una emisora de música country, que es una música muy buena para la resaca. Tim McGraw estaba cantando con voz chillona Please Remember Me. Comí unas cuantas patatas fritas.
Bien, Kate me había contado una pequeña mentira inocente para evitar mencionar el nombre de Ted Nash porque pensaba que ese nombre podía hacer que me cabrease. Creo que utilizó el término «psicótico». En cualquier caso, podía apreciar y comprender por qué había mentido. Por otro lado, como cualquier policía sabe, las mentiras son como las cucarachas: si ves una, seguro que hay más.
Aparte de eso, quizá ese pequeño altercado fuese algo positivo; había puesto cierta distancia entre Kate y yo, lo que me venía de perlas para el caso. Ya se lo explicaría más tarde.
Pensé que para entonces ya me habría llamado al ver que no había acudido al trabajo, pero mi teléfono móvil permanecía mudo.
Algunas agencias encargadas del cumplimiento de la ley, el FBI incluido, saben buscar las ondas de teléfonos móviles para localizar un teléfono o emplear un busca si conocen el número, aun cuando no estés utilizando el teléfono en ese momento. El teléfono móvil sólo tiene que encenderse y enviar una señal a las torres más cercanas, con la que puede triangularse la ubicación del teléfono.
No estoy paranoico -hay gente que realmente está tratando de cogerme-, de modo que apagué el móvil y el busca ante las muchas posibilidades de que los oficiales que no tenían nada que hacer en el 26 de Federal Plaza quisieran averiguar adónde iba en mi día libre por enfermedad. Tener el teléfono móvil y el busca apagados al mismo tiempo va contra las reglas, pero ése era el menor de mis problemas.
Dejé atrás el barrio de Queens y entré en el condado de Nassau. El cantante salmodiaba ahora por la radio una canción lacrimógena que hablaba de una esposa infiel, su mejor amigo, el corazón tramposo de la tía y noches solitarias. Yo le recomendaría que fuese a ver a un consejero matrimonial, pero el escocés solo también daba resultado. Cambié de emisora.
Un tío de un programa de entrevistas estaba desvariando acerca de algo mientras otro, probablemente un oyente que había llamado al programa, intentaba colar una palabra.
Me llevó unos minutos enterarme de qué iba la cosa; tenía algo que ver con Adén, y al principio pensé que estaban hablando de Aidan Connelly, mi camarero en el Dresner's, pero eso no tenía ningún sentido. Entonces uno de los tíos dijo «Yemen». Y se hizo la luz.
Aparentemente, la embajadora en Yemen, una mujer llamada Barbara Bodine, había prohibido que John O'Neill regresara a Yemen. John O'Neill, yo lo sabía, era el muy respetado oficial al mando de la investigación que el FBI llevaba a cabo en torno al atentado contra el USS Cole en el puerto de Adén, que está en Yemen.
Por lo que pude deducir de las palabras del conductor del programa, y de su desafortunado invitado -y por lo que yo recordaba de lo que había publicado el New York Post y de las conversaciones en la ATTF-, la embajadora Bodine, al tratarse de una diplomática, no aprobó la agresiva investigación del atentado contra el Cole que O'Neill llevó a cabo en Yemen. De modo que, cuando O'Neill regresó a Washington para una reunión -que muy bien pudo haber sido una encerrona-, la embajadora Bodine no lo autorizó a volver a Yemen.
En cualquier caso, el tío que dirigía el programa estaba prácticamente echando espuma por la boca, llamando al Departamento de Estado una panda de maricones, cobardes e incluso empleando la palabra «traidores».
El otro tío, aparentemente, era un portavoz del Departamento de Estado, y estaba tratando de meter baza, pero tenía esa voz melosa y falsa que yo encuentro irritante. Y el tío que dirigía el programa, con una profunda voz de bajo, le estaba abriendo al otro un nuevo agujero en el culo.
– Tenemos diecisiete marineros del Cole muertos -dijo el tío del programa- y ustedes están obstaculizando la investigación cediendo ante ese país insignificante y esa palomita que tienen allí de embajadora… ¿de qué lado está esa tía? ¿De qué lado está usted?
El tío del Departamento de Estado contestó:
– El secretario de Estado ha decidido que la embajadora Bodine ha realizado un juicio razonado y considerado al prohibir que el señor O'Neill regrese a Yemen. Esta decisión está basada en cuestiones más importantes relacionadas con el mantenimiento de buenas relaciones con el gobierno yemenita que está cooperando con…
– ¿Cooperando? ¿Está usted de broma o es que se ha vuelto majara? ¡Esos tíos estaban detrás del ataque al Cole!
Y así continuaron. Volví a sintonizar la emisora de música country, donde, al menos, cantaban sobre sus problemas.
La conclusión sobre la guerra contra el terrorismo era, como ya he dicho, que no había ninguna guerra.
Yo había imaginado que esta nueva Administración mostraría un poco más de interés, pero parecía que no se daban cuenta de nada. Lo que resultaba alarmante si creías que los tíos de los programas de entrevistas sí se daban cuenta de lo que estaba pasando.
Dejé atrás el condado de Nassau y entré en el condado de Suffolk, en cuyo extremo se encontraban los Hamptons.
Continué viaje hacia el este y pasé la salida de la carretera William Floyd que Kate y yo habíamos seguido hacía un par de noches cuando asistimos al servicio religioso en la playa. «William Floyd es una estrella del rock, ¿verdad?» Sonreí.
Entré en un área apropiadamente llamada The Pine Barrens y comencé a buscar una salida a Westhampton. Había salidas al Laboratorio Nacional de Brookhaven y Calverton, lo que me recordó por qué me estaba escaqueando del trabajo, por qué me había peleado con mi esposa y por qué me dirigía hacia un problema.
Abandoné la autopista al ver una señal de salida que prometía que era el camino a Westhampton.
Ahora viajaba hacia el sur, en dirección a la bahía y el océano. Veinte minutos más tarde llegué al pintoresco pueblo de Westhampton Beach. Pasaban unos minutos de la una de la larde.
Conduje un rato por las calles del pueblo, inspeccionándolo, tratando de imaginar a Don Juan haciendo lo mismo hacía cinco años. ¿Estaría la mujer con él? Probablemente no, si ella estaba casada. Quiero decir que pasar a recogerla por su casa para tener una cita romántica no era una buena idea. De modo que viajaron por separado y se encontraron en algún lugar cerca de aquí.
No se habían detenido a jugar en ninguno de los numerosos moteles que había junto a la autopista, conocida en ocasiones como la Autopista de Parar y Disparar, de modo que era muy posible que tuviesen intención de pasar la noche en alguna parte, y de ahí el hotel caro. Y si eso era verdad, y suponiendo que ambos estuviesen casados, entonces tenían muy buenas historias para cubrir su escapada. O unos cónyuges que eran unos imbéciles.
Casi podía imaginarlos comiendo en alguno de los restaurantes que veía mientras paseaba por la calle principal. Ellos ya conocían el Hotel Bayview o bien decidieron pedir una habitación allí mientras paseaban por el pueblo. La pequeña nevera me decía que probablemente habían planeado ir a la playa, y no habían llevado la cámara de vídeo para hacer películas para los críos.
No sabía dónde estaba el Hotel Bayview, pero tenía el presentimiento de que se encontraba cerca de la bahía, de modo que me dirigí hacia el sur por una carretera llamada Beach Lane. Que la bahía suele estar en la playa no te lo enseñan en la academia de policía.
Los verdaderos hombres no preguntan por las direcciones, que es la razón por la que un tío inventó el posicionamiento global, pero yo no tenía un GPS y, además, tenía poca gasolina, de modo que me detuve junto a una pareja joven que montaban en bicicleta y les pregunté cómo llegar al Hotel Bayview. Fueron muy amables y, cinco minutos más tarde, pasaba a través de la entrada del hotel que tenía un cartel donde se decía que había habitaciones disponibles.
Aparqué en la zona destinada a los clientes y bajé del coche.
Llevando básicamente la misma ropa que Marie Gubitosi dijo que había llevado Don Juan el 17 de julio de 1996, caminé hacia la puerta principal del Hotel Bayview.
Esta visita sería un muro de ladrillos o una ventana mágica a través de la cual podría mirar cinco años atrás.
El Hotel Bayview era exactamente como Marie lo había descrito: una casa grande y antigua, de estilo Victoriano, que en otro tiempo pudo haber sido una residencia particular.
Detrás de la casa habían levantado una estructura moderna de dos plantas que se asemejaba más a un motel, construida entre algunos árboles añejos, y más allá alcancé a ver unas pequeñas cabañas para los huéspedes. El terreno descendía suavemente hacia la bahía y, al otro lado de la misma, divisé la lengua de tierra por la que la Dune Road discurría a lo largo del océano. Era un lugar muy agradable y no me costó mucho entender por qué una pareja de mediana edad, de buena posición, pudo escoger este lugar para tener una aventura romántica. Por otra parte, era la clase de lugar donde el señor y la señora Clase Media Alta podían toparse con algún conocido. Uno, o los dos, pensé. Era un poco imprudente. Me pregunté si seguirían casados con sus respectivas parejas. De hecho, me pregunté si la mujer aún estaría viva. Pero tal vez sólo fuese una idea del detective de homicidios que llevo dentro.
Subí un pequeño tramo de escaleras hasta un gran porche de madera y entré en el pequeño vestíbulo del hotel, bien amueblado y con aire acondicionado.
Me volví para mirar a través de las puertas cristaleras y advertí que no podía ver mi coche desde el vestíbulo.
El recepcionista, un joven apuesto, me dijo:
– Bien venido al Hotel Bayview, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?
– Vi el cartel que dice que hay habitaciones disponibles -dije-. Necesito una habitación y me gustaría que estuviese en el edificio nuevo.
– Tenemos una habitación disponible en el Moneybogue Bay Pavilion -dijo, después de teclear en el ordenador-. Por doscientos cincuenta dólares la noche tiene una bonita vista de la bahía.
La economía iba hacia el sur pero los precios del Hotel Bayview se dirigían hacia el norte.
– Me la quedo.
– Muy bien. ¿Cuánto tiempo estará con nosotros?
– ¿Tiene tarifas para medio día?
– No, señor. En verano no. -Y añadió-: Vuelva en otoño si quiere un revolcón rápido en el heno a mitad de precio.
En realidad no dijo esa última frase, pero ése era el mensaje.
– Una noche -dije.
– Muy bien.
El recepcionista deslizó una tarjeta de registro y una pluma a través del mostrador y no pude dejar de notar sus uñas pulidas. Comencé a rellenar la tarjeta, que advertí que tenía un acabado duro, brillante, que habría dejado huellas digitales latentes si alguien se hubiese tomado la molestia de espolvorear la tarjeta.
El empleado, cuyo nombre se leía en su etiqueta de latón, «Peter», me preguntó:
– ¿Cómo pagará, señor?
– En metálico.
– Muy bien. ¿Puede dejarme una tarjeta de crédito para tomar los datos?
Empujé la tarjeta de registro hacia él al tiempo que le decía:
– No creo en las tarjetas de crédito. Pero puedo darle quinientos dólares en metálico como depósito de seguridad.
Echó un vistazo a la tarjeta que acababa de rellenar y luego me miró.
– Eso será suficiente, señor Corey. ¿Puedo hacer una fotocopia de su permiso de conducir?
– No lo llevo conmigo. -Puse mi tarjeta profesional sobre el mostrador y le dije-: Quédese con esto.
Peter miró la tarjeta, que llevaba impreso el logotipo del FBI, y dudó un momento antes de preguntar:
– ¿Tiene alguna otra manera de identificarse?
Tenía conmigo la credencial de los federales, por supuesto, pero quería ver si podía conseguir una habitación del mismo modo en que Don Juan la había conseguido.
– Llevo mi nombre cosido en la ropa interior. ¿Quiere verlo?
– ¿Señor?
– Eso es todo, Peter. Dinero en metálico para pagar la habitación, depósito de seguridad y mi tarjeta profesional. Necesito una habitación. -Puse dos billetes de veinte pavos en su mano y añadí-: Esto es por sus molestias.
– Sí, señor… -Se guardó el dinero en el bolsillo y sacó un talonario de recibos de debajo del mostrador. Comenzó a escribir algo, luego volvió a mirar mi tarjeta para escribir mi nombre y preguntó-: ¿Trabaja usted… para el FBI?
– Así es. En realidad, no necesito una habitación. Necesito hablar con el señor Rosenthal. -Mantuve alzada mi credencial el tiempo suficiente para que pudiese ver la fotografía y añadí-: Se trata de un asunto oficial.
– Sí, señor… puedo…
– El señor Rosenthal. Gracias.
Marcó un número de tres dígitos y dijo en el auricular:
– Susan, aquí hay un caballero del FBI que ha venido a ver al señor Rosenthal. -Escuchó un momento y dijo-: No… yo no… está bien. -Colgó y me dijo-: La señorita Corva, la ayudante del señor Rosenthal, vendrá en un momento.
– Genial.
Cogí mi tarjeta y la tarjeta de registro del mostrador y las guardé en el bolsillo, pero como soy un sentimental dejé que Peter conservase los cuarenta pavos para su próxima manicura. Eché un vistazo al vestíbulo, que tenía un montón de caoba oscura, plantas en tiestos, muebles pesados y cortinas de encaje.
A la izquierda había una puerta doble abierta que daba acceso al bar restaurante donde había algunos huéspedes sentados a las mesas. Olí el aroma a comida y mi estómago se quejó con un gruñido.
A la derecha había otra puerta doble que comunicaba con el salón y la biblioteca que había mencionado Marie. Hacia la parte trasera había una gran escalera y, bajando por ella, una mujer joven y atractiva vestida con una falda oscura, blusa blanca y zapatos caros y elegantes. Vino hacia mí.
– Soy Susan Corva, la ayudante del señor Rosenthal. ¿En qué puedo ayudarlo?
Siguiendo la rutina, volví a exhibir mi credencial y dije amablemente:
– Soy el detective Corey, del FBI, señorita. Me gustaría ver al señor Leslie Rosenthal.
– ¿Puedo preguntarle de qué se trata?
– Es un asunto oficial, señorita Corva, que no estoy autorizado a revelar.
– Bueno… el señor Rosenthal se encuentra muy ocupado en este momento, pero…
– Yo también estoy muy ocupado -añadí, como lo hago siempre-. No le robaré mucho tiempo. Después de usted.
Ella asintió, se volvió y subimos la escalera juntos.
– Bonito lugar -dije.
– Gracias.
– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?
– Éste es mi segundo verano.
– ¿El hotel cierra en invierno?
– No, pero todo está muy tranquilo después del Día del Trabajador.
– ¿Qué pasa con el personal?
– Bueno… la mayor parte del personal se marcha. Ellos saben cómo es la rutina. Tenemos un montón de temporeros.
– ¿Temporeros?
– Gente del lugar y personas que vienen de fuera a trabajar sólo durante la temporada de verano. Maestros, estudiantes. También personal profesional que viene después del Día del Trabajador.
– Entiendo. ¿Tienen el mismo personal todos los veranos?
Llegamos al final de la escalera y ella contestó:
– Muchos repiten. El sueldo es bueno y les gusta este lugar en sus días libres. -Me miró y preguntó-: ¿Hay algún problema?
– No. Es sólo trabajo de rutina.
Para su información, cuando un policía dice «rutina», no lo es.
A lo largo del amplio corredor había habitaciones de huéspedes numeradas, y en un pequeño pasillo lateral había una puerta con un rótulo que decía «PRIVADO – SÓLO PERSONAL», y que la señorita Corva abrió. Entramos en una oficina exterior donde había cuatro jóvenes sentadas ante otros tantos ordenadores y contestando a los teléfonos.
La señorita Corva me llevó hasta otra puerta, golpeó suavemente, la abrió y me indicó que entrase.
Detrás de un gran escritorio estaba sentado un hombre que había superado la mediana edad y llevaba una camisa de vestir con el cuello abierto y una corbata de vivos colores colgando floja sobre la pechera. Se levantó, rodeó el escritorio y comprobé que era alto y delgado. Su rostro tenía una expresión bastante inteligente, aunque en sus ojos se advertía cierta preocupación.
– Señor Rosenthal, éste es el señor Corey, del FBI -dijo la señorita Corva.
Nos dimos la mano.
– Gracias por recibirme sin haberme anunciado -dije.
– No hay problema. Gracias, Susan -le dijo a la señorita Corva. Ella se marchó, cerrando la puerta al salir-. Por favor, tome asiento, señor…
– Corey. John Corey. -No le entregué mi tarjeta pero sí le mostré mi credencial para que se pusiera con el ánimo adecuado a las circunstancias. Me senté en un sillón que había al otro lado del escritorio y él regresó a su gran sillón orejero.
– ¿En qué puedo ayudarle, señor Corey? -preguntó.
El FBI te entrena para que te muestres muy amable con los ciudadanos, lo que está muy bien. Ellos también quieren que seas amable con los presuntos criminales, los espías, los inmigrantes ilegales y los terroristas extranjeros, todo lo cual representa un auténtico reto para mí. Pero el FBI tiene una imagen que proteger. El señor Rosenthal era un ciudadano, no era sospechoso de nada, excepto de llevar una corbata horrible con dibujos de ballenitas.
– Estoy realizando un trabajo de seguimiento del accidente del vuelo 800 de la TWA.
El señor Rosenthal pareció sentirse aliviado de que mi visita no estuviese relacionada con alguna otra cosa, como emplear a inmigrantes ilegales. Asintió.
– Como usted sabe, señor -dije-, ya han pasado cinco años desde aquella tragedia, y este aniversario ha estado marcado por un gran despliegue periodístico, una circunstancia que, de alguna manera, ha renovado la conciencia y la preocupación de la opinión pública acerca de este hecho.
– Yo también he estado pensando en ello en los últimos días -dijo, asintiendo.
– Bien.
Eché un vistazo al despacho del señor Rosenthal. En una pared colgaba un diploma de la Universidad de Cornell, además de docenas de premios, placas y menciones profesionales y cívicas. Por el gran ventanal que había detrás de su escritorio se podía ver la bahía y el nuevo Moneybogue Bay Pavilion de dos plantas, que seguía pareciendo un motel. A la derecha, junto al camino que bajaba hacia la playa, vi el aparcamiento correspondiente al motel, casi vacío a esa hora.
Volví mi atención al señor Rosenthal y continué con mi explicación.
– Con el objeto de disipar esta preocupación, estamos repasando algunos de los hechos. -A mí la explicación me parecía una birria, pero el señor Rosenthal asintió-. Como seguramente recordará, dos posibles testigos del accidente se alojaron en su hotel el 17 de julio de 1996, el día de la tragedia.
– ¿Cómo podría olvidarlo? ¿Consiguieron encontrarlos alguna vez?
– No, señor, no pudimos dar con ellos.
– Bueno, nunca volvieron a poner los pies por aquí. Al menos, que yo sepa. Los hubiera llamado inmediatamente.
– Sí, señor. ¿Tiene un nombre y un número de contacto?
– No… pero sé cómo llamar al FBI.
– Bien. He leído los informes de los agentes que estuvieron aquí en aquellos días y me gustaría que me aclarase algunos puntos.
– De acuerdo.
El señor Rosenthal parecía un tío legal, directo y con ganas de cooperar.
– ¿Sigue trabajando aquí el empleado de recepción que se encargó de registrar a ese posible testigo?
– No. Se marchó poco después del accidente.
– Entiendo. ¿Cómo se llamaba?
– Christopher Brock.
– ¿Sabe dónde podría encontrarle?
– No, pero puedo conseguirle sus datos personales.
– Eso sería muy útil para mí -dije-. En esos días también trabajaba aquí una doncella, llamada Lucita González Pérez, que vio a ese posible testigo y a una mujer saliendo de una habitación. La habitación 203. ¿Sigue trabajando aquí esa mujer?
– No lo creo. No la he vuelto a ver desde aquel verano. Pero lo comprobaré.
– ¿Podría ver su ficha?
Ahora pareció ligeramente incómodo y contestó:
– Conservamos fotocopias de sus tarjetas verdes si son trabajadores invitados. Todos nuestros empleados nacidos en el extranjero deben tener la nacionalidad norteamericana, o estar aquí con una visa de trabajo. De otro modo, no les daríamos el empleo.
– Estoy seguro de eso, señor. Pero el tema aquí no es la situación legal de esa mujer en el país. Ella es una testigo y nos gustaría hablar nuevamente con ella.
– Lo comprobaré.
– Bien. Había otra mujer de la limpieza. La que entró en la habitación 203 al día siguiente al mediodía e informó de que los huéspedes se habían marchado y de que faltaba una manta. ¿Sigue aquí esa mujer?
– No, no la he vuelto a ver desde aquel verano.
Lo que yo veía allí era un pequeño patrón de conducta.
– Pero usted la recuerda -dije.
– Sí, así es.
– ¿Tiene su ficha?
– Estoy seguro de que sí. Era una estudiante universitaria. Venía todos los veranos a trabajar en el hotel. Trabajaba duro y se divertía mucho. -Sonrió y añadió-: Creo que el último verano que trabajó con nosotros estaba haciendo un doctorado.
– ¿Cómo se llama?
– Roxanne Scarangello.
– ¿Es de aquí?
– No. Vivía en Filadelfia. Estudiaba en Pennsylvania State. O quizá en la Universidad de Pennsylvania. Está en su solicitud de empleo.
– ¿Y las conserva?
– Así es. Por cuestiones de impuestos. Además solemos contratar nuevamente a los buenos, de modo que a veces los llamamos por teléfono en mayo. Es muy difícil conseguir empleados aquí en el verano.
– Bien.
Roxanne la universitaria no era una testigo principal del caso, y tampoco lo eran Christopher, el recepcionista, ni Lucita. De modo que, ¿qué diablos estaba haciendo aquí? A veces sólo necesitas trabajar el caso, caminar sobre el terreno y hacerle preguntas a personas que no saben absolutamente nada. Es como un laberinto donde te conviertes en un experto en pistas falsas y callejones sin salida, que es el primer paso que hay que dar para encontrar la salida del laberinto.
– ¿Recuerda usted los nombres de los agentes federales que vinieron a su hotel preguntando por la persona que había ocupado la habitación 203?
– No. Nunca supe sus nombres. Un hombre apareció por el hotel muy temprano aquella mañana… era el viernes después del accidente y quería saber si algún miembro del personal había informado acerca de una manta desaparecida. Alguien llamó a la jefa de doncellas, y ella dijo que sí, que faltaba una manta de la habitación 203. Luego ese hombre pidió verme y solicitó mi autorización para hablar con el personal, y yo le dije que por supuesto, pero de qué se trataba todo. Y él me dijo que me lo explicaría más tarde. Mientras tanto, aparecieron esos tres agentes del FBI y uno de ellos dijo que el asunto estaba relacionado con el accidente del avión. Tenía esa manta dentro de una bolsa de plástico con una etiqueta que decía «Prueba». Me la mostró a mí y a la jefa de doncellas y a unas cuantas de sus chicas, y le dijimos que sí, que ésa podía ser la manta que faltaba de la habitación 203. Luego quiso ver las tarjetas de registro y la información que había en el ordenador y hablar con el empleado de recepción que estaba de servicio aquel día. Pero usted ya sabe todo esto.
– Así es. ¿Recuerda el nombre del agente que llegó inicialmente al hotel preguntando por una manta desaparecida?
– No. Me dio su tarjeta pero luego se la guardó.
– Entiendo. Siga, por favor.
El señor Rosenthal continuó con su relato, contando nuevamente los hechos de aquella mañana y tarde de hacía cinco años con la claridad de un hombre que le ha contado la historia a sus amigos y a su familia un centenar de veces, por no mencionar la claridad de un hombre que había tenido que vérselas con varios agentes federales dando vueltas por su agradable y tranquilo hotel.
En su relato no había muchos datos nuevos, pero escuché atentamente sus palabras por las dudas de que los hubiese. El señor Rosenthal continuó:
– De modo que resultó que ese huésped usaba un nombre falso… en el hotel tenemos una política de no aceptar ese proceder…
– Excepto durante la temporada baja.
– ¿Perdón?
– Continúe.
– Necesitamos saber quiénes son nuestros huéspedes. Y Christopher, el empleado de recepción, siguió el procedimiento hasta cierto punto… pero ahora insistimos en pedir una tarjeta de crédito o el permiso de conducir, o alguna clase de documento de identidad provisto de una fotografía.
Tenía noticias para el señor Rosenthal, pero no era el momento de dárselas.
– ¿Por qué se marchó Christopher? -pregunté.
– Bueno… tuvimos un desacuerdo respecto a su forma de llevar el registro de ese huésped. Yo no lo culpaba por lo ocurrido, pero quería que revisáramos todos los registros. Él no parecía estar especialmente disgustado, pero uno o dos días más tarde se marchó. -El señor Rosenthal añadió-: El personal del hotel, especialmente los hombres, es un poco excitable.
Pensé en lo que acababa de decir, luego le pregunté:
– ¿Qué pasó con los quinientos dólares en metálico que ese huésped dejó como depósito?
– Aún los conservamos para ese huésped. -Sonrió-. Menos treinta y seis dólares por dos medias botellas de vino del minibar.
Le devolví la sonrisa.
– Avíseme si ese caballero regresa alguna vez a buscar su depósito.
– Así lo haré, sin duda.
De modo que Don Juan y su acompañante habían consumido un poco de vino antes o después de haber estado en la playa.
– ¿Tiene botellas grandes en las habitaciones? -pregunté.
– No. Uno de los agentes del FBI me preguntó lo mismo. ¿Por qué es tan importante?
– No lo es. Así que la tarjeta profesional de ese huésped decía…
– No recuerdo el nombre. Creo que era una tarjeta de abogado.
– ¿El empleado de recepción, Christopher, dijo en algún momento que ese hombre tenía aspecto de abogado?
La pregunta pareció desconcertar ligeramente al señor Rosenthal.
– Yo… ¿qué aspecto tiene un abogado? -preguntó el señor Rosenthal.
Respondí de la única manera en que podía.
– Por favor, continúe.
El señor Rosenthal habló durante un rato de los otros cuatro agentes federales que se unieron a los tres que ya estaban en el hotel, tres hombres y una mujer, que sería Marie Gubitosi.
– Los federales interrogaron a todo el mundo, personal y huéspedes, y fue un tanto incómodo, pero toda la gente quería cooperar porque tenía que ver con el accidente del avión. Todos estaban muy afectados por lo que había ocurrido y no se hablaba de otra cosa.
El señor Rosenthal continuó con sus recuerdos de aquel día.
Mi pequeña resaca ya estaba mucho mejor y podía asentir con la cabeza sin que me doliese. Saqué el teléfono móvil y el busca del bolsillo. Los encendí, esperando la señal que indicara que tenía un mensaje. Antes de que puedan rastrear la señal tienes diez minutos, habitualmente un poco más, pero a veces tienen suerte y localizan tu posición en esos diez minutos. Esperé unos cinco minutos mientras el señor Rosenthal seguía hablando, luego apagué ambos aparatos. Mi fastidio inicial por la mentira de Kate se estaba convirtiendo en fastidio porque no hubiese intentado localizarme por teléfono o a través del busca. ¿Cómo puedes tener una buena pelea si no hablas?
Se me ocurrió que quizá a Kate la habían llamado a la oficina de algún jefe, o a la oficina de la OPR, y en este momento estaba contestando a unas cuantas preguntas desagradables. Y también se me ocurrió que, aunque yo no le había mencionado este viaje a Kate -y estaba seguro de que nadie me había seguido hasta aquí-, la gente de la OPR podía haber adivinado dónde estaba pasando mi día como enfermo. Casi esperaba que Liam Griffith, acompañado de tres matones, irrumpiese en el despacho del señor Rosenthal y me arrancaran de allí. Eso habría sorprendido al señor Rosenthal. Pero no a mí.
El director del hotel estaba diciendo:
– Muchos huéspedes se marcharon del hotel porque no querían bajar a la playa… porque… los restos estaban llegando a la costa… -Respiró profundamente y continuó-: Pero entonces, los curiosos comenzaron a llegar al hotel, además de un montón de gente de los medios de comunicación y algunos políticos. El FBI me ofreció el alquiler garantizado de treinta habitaciones durante un mes si les hacía un precio oficial. De modo que acepté y estoy satisfecho de haberlo hecho porque renovaron la reserva y algunos de ellos se quedaron alojados hasta después del Día del Trabajador.
– Le fue bien.
– A todo el mundo le fue bien por aquí -dijo-. Pero ¿sabe qué? Les habría dejado las habitaciones gratis si con eso hubiese ayudado a la investigación. -Y añadió-: Serví los desayunos gratis a todos los que participaron en la investigación.
– Eso fue muy generoso de su parte. ¿Alguno de esos agentes del FBI que le entrevistaron a usted y a su personal se alojó en el hotel?
– Creo que uno o dos de ellos lo hicieron. Pero después de cinco años, realmente no puedo recordarlo. Yo no tuve casi nada que ver con ellos. ¿Todo esto no consta en el informe oficial? -preguntó el señor Rosenthal.
– Sí. Esto es lo que llamamos una conciliación de archivos. -Lo inventé, pero él pareció creerme. Yo estaba recorriendo todos los callejones sin salida esperados, pero tenía dos nombres nuevos, Christopher Brock, el recepcionista, y Roxanne Scarangello, la universitaria que limpiaba las habitaciones. Necesitaba al menos un nombre más por si aparecía el Policía Duro-. ¿Cómo se llamaba la jefa de doncellas?
– Anita Morales.
– ¿Sigue trabajando en el hotel?
– Sí. Es una empleada fija. Una muy buena supervisora.
– Bien. -Ojalá yo pudiera decir lo mismo de mi supervisor-. Volviendo a Roxanne -dije-, ¿habló usted con ella después de que la entrevistase el FBI?
– Lo hice… pero le habían dicho que no comentase su declaración con nadie, incluido yo.
– Pero ella dijo que vio marcas de lápiz de labios en una copa de vino que había en la habitación, y que habían usado la ducha, que la cama estaba deshecha y que faltaba una manta.
– Ella no habló de eso conmigo -contestó el señor Rosenthal.
– Muy bien. ¿Tomó el FBI huellas dactilares de algún miembro de su personal?
– Sí, lo hicieron -contestó-. Del empleado de recepción, Christopher, y de la doncella que había limpiado la habitación, Roxanne. Dijeron que necesitaban sus huellas para descartarlas de cualesquiera otras huellas encontradas en el mostrador de recepción o en la habitación.
Por no mencionar la tarjeta de registro. A mí me parecía que Don Juan debió de haber dejado unas cuantas huellas perfectas en esa tarjeta que coincidían con las encontradas en la botella y la copa de vino que había en la playa, lo que lo situaba en ambos lugares. Su acompañante también debió de dejar sus huellas dactilares en la botella y la copa de vino, aunque no en la habitación del hotel. Pero si a ninguno de los dos les habían tomado nunca las huellas dactilares por ningún motivo, entonces ése también era un callejón sin salida hasta el momento en que fueran encontrados por algún otro medio y confrontados con las huellas dactilares.
El señor Rosenthal interrumpió mis pensamientos y me preguntó:
– ¿Debo firmar una declaración?
– No. ¿Quiere hacerlo?
– No… pero me estaba preguntando… no está tomando notas.
– No necesito hacerlo. Éste es un procedimiento informal. -Si tomaba notas y me detenían, entonces estaría de mierda hasta las cejas-. ¿Acaso no firmó una declaración hace cinco años? -le pregunté.
– Lo hice. ¿La vio usted?
– Sí. -Era hora de cambiar de tema y de lugar-. Me gustaría echar un vistazo a sus archivos personales.
– Por supuesto. -Se levantó y dijo-: Yo mismo lo acompañaré.
– Gracias.
Abandonamos el despacho del señor Rosenthal y bajamos la escalera hasta el vestíbulo. Volví a encender el teléfono y el busca para ver si había algún mensaje. Como diría cualquier tío de Asuntos Internos del Departamento de Policía de Nueva York, la CIA o el FBI, la persona más difícil de arrestar es uno de los tuyos. No hay criminales astutos, son todos una panda de memos y dejan más pruebas de sus actividades delictivas que Santa Claus la mañana de Navidad. Pero los policías, los agentes del FBI y la gente de la CIA son harina de otro costal; son muy difíciles de descubrir cuando andan en asuntos turbios.
Y dicho esto, tenía la clara sensación de que estaba bajo vigilancia, como dicen los polis. Disponía quizá de veinticuatro horas antes de que descubriesen en qué estaba metido. Tal vez sólo veinticuatro segundos.
El señor Rosenthal me acompañó hasta una puerta que había debajo de la escalera principal y que abrió con una llave. Bajamos al sótano, que era oscuro y húmedo.
– Bodega y archivos -anunció.
– Veamos la bodega primero.
Sonrió ante mi primer chiste de la tarde, lo que reforzó la impresión favorable que tenía de él.
Abrió una segunda puerta que también estaba cerrada con llave y encendió una hilera de tubos fluorescentes, que revelaron un gran espacio de techo bajo lleno de estanterías y archivadores en filas bien definidas.
– ¿Quiere la carpeta de Christopher Brock?
– Por favor.
Se dirigió a una fila de archivadores y sacó un cajón que llevaba la etiqueta «A-D», luego buscó entre las carpetas, diciendo:
– Éstas son carpetas que corresponden a todo el antiguo personal administrativo y de oficina… veamos… siempre insisto en que deben conservarse en un estricto orden alfabético… B-R-O… tal vez…
En el cajón había sólo un par de docenas de carpetas y si aún no había encontrado la de Christopher Brock, nunca lo haría.
El señor Rosenthal retrocedió.
– Esto es muy extraño -dijo.
En realidad no lo era. La buena noticia era que la carpeta de Christopher Brock estaba en el 26 de Federal Plaza. La mala noticia era que yo nunca podría echarle un vistazo.
– ¿Qué me dice de Roxanne Scarangello? -le pregunté.
El señor Rosenthal aún parecía perplejo por la carpeta desaparecida y no contestó.
– La doncella universitaria -insistí.
– Oh… sí. Sígame.
Le seguí hasta una fila de archivadores marcados como «Empleados temporales inactivos» y abrió el cajón con la etiqueta «S-U».
– Roxanne Scarangello… debería estar aquí…
Ayudé al señor Rosenthal a buscar entre las carpetas apiñadas en el cajón del archivador. Dos veces.
– ¿Está seguro de que ése era el nombre? -le pregunté.
– Sí. Estuvo aquí cinco o seis veranos. Una chica agradable. Brillante, guapa.
– Trabajadora.
– Sí. Bueno… parece que no puedo encontrar su carpeta. Maldita sea. Soy muy estricto con los archivos. Si no lo hago personalmente, nunca se hace bien.
– ¿Es posible que el FBI se haya llevado los archivos de estas dos personas y olvidasen devolverlos?
– Bueno, ellos se los llevaron, pero fotocopiaron todos los documentos y devolvieron los archivos.
– ¿A quién?
– Yo… no estoy seguro. Creo que directamente aquí, a los archivos. Pasaron un montón de tiempo aquí abajo. Usted debería tener las fotocopias de estos archivos en su oficina.
– Estoy seguro de ello.
– ¿Puede enviarme unas copias?
– Lo haré. ¿Conserva datos del personal en su ordenador? -le pregunté.
– Ahora lo hacemos -contestó-, pero en aquella época no. Por esa razón conservamos estos archivos. De todos modos, creo en los archivos de papel, no en los archivos informáticos.
– Yo también -dije-. Muy bien, ¿qué hay de Lucita González Pérez?
El señor Rosenthal fue al archivador marcado con la etiqueta «E-G», y ambos buscamos su carpeta, pero Lucita no estaba allí. Probamos en la «P», pero tampoco estaba allí.
El señor Rosenthal me dijo:
– Aparentemente, sus colegas colocaron en otro sitio los archivos que estamos buscando o bien olvidaron devolver los archivos correspondientes a Brock, Scarangello y González Pérez.
– Aparentemente. Lo comprobaré en mi oficina. ¿La señora Morales se encuentra en este momento en el hotel?
– Sí.
– ¿Puede llamarla y decirle que se reúna con nosotros?
– Sí. -Sacó del bolsillo un pequeño aparato emisor y receptor y llamó a su ayudante-. Susan, por favor, dígale a la señora Morales que baje a la sala de archivos. Gracias.
– ¿Quiere ver la bodega? -me preguntó el señor Rosenthal.
– No. Sólo estaba bromeando. De hecho, no bebo.
– ¿Quiere ver algún otro archivo?
– Claro.
El señor Rosenthal era un fanático de los archivos, lo que estaba muy bien para los representantes de la ley que lo visitaban. Y estaba siendo muy servicial conmigo, a pesar del hecho de que mis colegas le habían robado varios archivos hacía cinco años.
Abrí un cajón al azar y encontré unas cuantas carpetas con nombres hispanos y les eché un vistazo. No había demasiada información, excepto comprobantes de sueldos e informes de eficiencia. No había números de la Seguridad Social y tampoco fotocopias de sus tarjetas verdes, suponiendo que se tratase de empleados invitados. Le señalé este hecho al señor Rosenthal y me contestó:
– Estoy seguro de que el departamento de contabilidad tiene toda esa información.
– Estoy seguro de que sí.
Yo no estaba aquí para detener al señor Rosenthal por contratar a inmigrantes ilegales, pero ahora tenía un puñado de sus cortos pelos en la mano en caso de que necesitara tirar de ellos.
La mayor parte del trabajo que hago para la ATTF y del que hice para la División de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York es laborioso, y de papeleo, aunque te mantiene la mente en funcionamiento. Hay suficientes momentos «¡Eureka!» para compensar el esfuerzo realizado. Y, de vez en cuando, es emocionante, como cuando la gente te dispara, o estás persiguiendo a pie a un delincuente que habitualmente es peligroso, está armado y desesperado. Pero ya había pasado un año desde que alguien intentara matarme, y aunque no echaba de menos el estímulo, la verdad era que me estaba aburriendo un poco. El vuelo 800 de la TWA era lo que necesitaba para que los jugos volviesen a fluir. Lamentablemente, en este caso estaba en el lado equivocado de la ley, pero, esperaba, en el lado correcto de los ángeles.
Una impresionante mujer de rasgos hispanos, de mediana edad, entró en la sala de archivos y dijo en un buen inglés con un leve acento:
– ¿Quería verme, señor Rosenthal?
– Sí, señora Morales. -Me miró y añadió-: Este caballero querría hacerle algunas preguntas. Por favor, colabore.
Ella asintió.
No me identifiqué y le pregunté a la señora Morales:
– ¿Recuerda usted a una mujer que trabajó aquí hace cinco años y que se llamaba Lucita González Pérez? Era la doncella que vio a los huéspedes de la habitación 203, el hombre y la mujer por quienes estaba interesado el FBI.
– Me acuerdo de todo eso -dijo ella.
– Bien. ¿Habló usted con Lucita después de que la interrogasen los agentes del FBI?
– Sí. Vino a verme y estaba muy feliz.
– Necesito hablar a solas unos minutos con la señora Morales -le dije al señor Rosenthal.
Se marchó y cerró la puerta.
– ¿Por qué estaba feliz? -le pregunté a la jefa de doncellas.
– Estaba feliz porque había podido ayudar a la policía.
– Correcto. Eso también me hace feliz a mí. ¿En qué situación legal se encontraba Lucita?
La señora Morales dudó un momento antes de responder.
– Le había vencido la visa de trabajo.
– ¿Y la policía le prometió que la ayudaría?
– Sí.
– ¿Y lo hicieron?
– No lo sé -dijo-. Al día siguiente no se presentó a trabajar y nunca más volví a verla.
Y nunca la verá, señora Morales. Y yo tampoco.
– ¿Recuerda usted a una doncella llamada Roxanne Scarangello? ¿Una chica universitaria?
– Estuvo con nosotros varios veranos.
– ¿Habló usted con ella después de que la interrogase la policía?
– No, no lo hice.
– ¿Regresó la señorita Scarangello al trabajo al día siguiente?
– No, no lo hizo.
– ¿Regresó alguna vez al trabajo la señorita Scarangello?
– No.
La pobre señora Morales probablemente se estaba preguntando si ella también iba a desaparecer. Yo estaba empezando a preguntarme si yo iba a desaparecer. Esto estaba empezando a parecerse a un episodio de «Expediente X», algo que yo no mencionaría a Kate.
– ¿Sabe dónde podría encontrar a Lucita? -le pregunté a la señora Morales.
– No. Como ya le he dicho, no volví a verla y tampoco volví a saber nada de ella nunca más.
– ¿Qué edad tenía Lucita?
Se encogió de hombros.
– Era una chica joven. Tal vez dieciocho, diecinueve años.
– ¿Y su país de origen?
– Era de El Salvador.
– ¿Y dónde vivía aquí?
– En la casa de unos familiares.
– ¿Dónde?
– No estoy segura.
Probé con unas cuantas preguntas más, pero la señora Morales se había quedado sin respuestas.
– Gracias, señora Morales -dije-. Por favor, no le mencione a nadie esta conversación. -O desaparecerá-. Por favor, dígale al señor Rosenthal que se reúna conmigo.
La señora Morales asintió y se marchó.
Podía entender cómo y por qué Lucita se había esfumado del Hotel Bayview, pero Roxanne Scarangello era otra historia. Y luego estaba el recepcionista, Christopher Brock, que renunció o fue despedido súbitamente. Este lugar había sido saneado hacía cinco años, excepto por el señor Rosenthal y la señora Morales, de quienes hubiese sido mucho más difícil librarse; habría sido muy difícil explicar tantas coincidencias llegado el caso.
El señor Rosenthal regresó al sótano y dijo:
– ¿Le ha sido de ayuda la señora Morales?
– No parecía recordar nada.
– Han pasado cinco años.
– Es verdad. Por cierto, ¿recuerda si Roxanne Scarangello acabó su trabajo aquel verano?
El señor Rosenthal pensó un momento.
– Habitualmente lo hacen… pero muchos de los estudiantes universitarios reservan las últimas dos semanas de agosto para tomarse un descanso antes de que comiencen las clases.
– ¿Y qué dice de Roxanne?
– Ahora que la menciona, sí, ella se marchó antes. Unos días más tarde la estaba buscando y alguien me dijo que se había marchado -dijo-. Algunos miembros del personal se marcharon después del accidente, ahora que lo pienso. Estaban muy afectados.
– ¿Qué edad tenía Christopher Brock? -le pregunté.
Pensó un momento antes de contestar.
– Quizá treinta años.
– Usted dijo que le alquiló al FBI treinta habitaciones.
– Sí.
– ¿Cuántas habitaciones tienen aquí?
– Tenemos doce aquí, en la antigua posada, y veinticuatro en el Moneybogue Bay Pavilion, más cuatro cabañas para huéspedes.
– ¿Tuvo necesidad de cambiar de habitación a algún huésped para hacer espacio para el FBI?
– A unos pocos. Pero, en general, cancelamos las reservas pendientes y le dijimos que no había habitaciones disponibles a la gente que llegaba a recepción -dijo-. En una semana, casi todas las habitaciones estaban ocupadas por agentes del FBI.
– Entiendo. ¿Y conservó los datos de la gente del FBI que se alojó aquí?
– No eran datos permanentes.
– ¿O sea?
– Bueno, sólo eran datos que estaban cargados en el ordenador para que pudiésemos dirigir las llamadas telefónicas y mantener un registro de los gastos extras. Esa gente entraba y salía todo el tiempo y, a veces, una habitación cambiaba de manos y nosotros no nos enterábamos. ¿Por qué lo pregunta?
No me gustaba nada cuando el señor Rosenthal me hacía preguntas de ese modo, pero a pesar de lo quisquilloso que soy, le contesté:
– La oficina de contabilidad general está cuestionando algunos de esos gastos.
– Entiendo… bien, hicimos lo mejor que pudimos dadas las circunstancias. No resultaba fácil tratar con ellos. Sin ánimo de ofender.
– No me ofendo. O sea, que prácticamente tomaron este lugar.
– Así es.
– ¿Le pidieron, por ejemplo, que echase a los periodistas que estaban alojados aquí?
– Sí, ahora que lo menciona, sí, eso hicieron. -Y añadió con una sonrisa-: No sé quiénes eran peores huéspedes, si el FBI o los periodistas. Sin ánimo de ofender.
– No se preocupe.
– Los periodistas montaron un escándalo, pero como se trataba de una cuestión de seguridad nacional tuvieron que marcharse -dijo el señor Rosenthal.
– Por supuesto. ¿Cree que sería capaz de recuperar los nombres de los agentes del FBI que estuvieron alojados en el hotel desde julio de 1996 hasta, digamos, octubre?
– No lo creo. Cuando acabó todo vino una persona del FBI y limpió el ordenador. Seguridad nacional. Por eso me gustan los archivos en papel.
– A mí también.
Seguía dándome de bruces contra una pared de ladrillos. Pero había descubierto algunas cosas interesantes y extrañas que ni Kate, ni Dick Kearns, ni Marie Gubitosi me habían mencionado. Probablemente porque no lo sabían. Bueno, al menos Dick y Marie no habrían sabido nada acerca de personas, archivos y datos informáticos desaparecidos. Pero la señorita Mayfield podría haberlo sabido.
– Veamos la habitación 203 -le dije al señor Rosenthal.
Me miró con una expresión de extrañeza.
– ¿Por qué? Han pasado cinco años.
– Las habitaciones me hablan.
Su expresión ahora era divertida, lo que resultaba comprensible después de una afirmación como ésa. Creo que estaba empezando a sospechar y dijo:
– Puede que haya huéspedes en esa habitación. -Y añadió, con cierta vacilación-: ¿Le molestaría repetirme el propósito de su visita?
Cuando trabajo solo tengo que hacer dos papeles, el de poli bueno y el de poli malo, lo que a veces resulta desconcertante para la persona con la que estoy hablando, pero no para mí.
– El propósito de mi visita no es la situación legal de sus empleados -dije-. Pero podría convertirse en eso. Mientras tanto, ésta es mi investigación, señor Rosenthal, no la suya. Lléveme a la habitación 203.
Llegamos al mostrador de recepción y el señor Rosenthal le preguntó a Peter:
– ¿Hay alguien registrado en la habitación 203?
Peter lo comprobó en el ordenador.
– Sí, señor. El señor y la señora Schultz, una estancia de dos noches, llegaron…
Le interrumpí y le dije:
– Compruebe si están en la habitación.
– Sí, señor.
Llamó a la habitación y alguien contestó.
Peter me miró.
– Dígales que deben salir de la habitación. Dígales que hay una serpiente suelta o lo que se le ocurra. Pueden regresar en veinte minutos.
Peter se aclaró la voz y dijo al auricular:
– Lo siento, señora Schultz, pero usted y el señor Schultz tendrán que abandonar la habitación durante veinte minutos… hay… un problema eléctrico. Sí. Gracias.
El señor Rosenthal no parecía muy feliz con mi compañía, pero le dijo a Peter:
– Entréguele al señor Corey una llave de la habitación 203.
Peter abrió un cajón y sacó una llave de metal que me entregó.
– Supongo que no me necesita -dijo el señor Rosenthal-. Estaré en mi despacho si precisa alguna otra cosa.
No quería a ese tío fuera de mi vista y pensando en hacer una llamada al FBI, de modo que le dije:
– Me gustaría que me acompañase. Indíqueme el camino.
El señor Rosenthal, aunque con cierta renuencia, se dirigió hacia la puerta del vestíbulo y luego recorrió el sendero que separaba la construcción original del Moneybogue Bay Pavilion.
El nuevo edificio, como ya he explicado, era una estructura carente de todo encanto, aunque en el techo había una cúpula provista de una veleta que me indicaba que la brisa soplaba desde la bahía.
Subimos a la segunda planta por una escalera exterior y recorrimos la galería abierta, que estaba cubierta por un alero que, a esta hora, le daba sombra. Una pareja mayor estaba saliendo de prisa de una de las habitaciones y supuse que se trataba de la 203, la de la serpiente eléctrica.
La pareja pasó rápidamente junto a nosotros y yo abrí la puerta con la llave que me había dado Peter y entramos en la habitación.
Los Schultz eran unas personas muy ordenadas y parecía que nadie había estado allí.
Era una habitación de buen tamaño, decorada en un estilo Martha Stewart, en azul y blanco, algo que predomina en esa zona.
Comprobé el cuarto de baño, con una ducha lo bastante grande como para acomodar holgadamente a dos personas, o a cuatro amigos íntimos.
Regresé al salón y eché un vistazo al módulo de la pared, que contenía un televisor y estantes donde había vasos, servilletas, varillas para agitar las bebidas y un sacacorchos. Debajo estaba el minibar.
Yo sabía que el FBI había espolvoreado toda la habitación, del suelo al techo, y pasado la aspiradora por la alfombra, los sillones y la cama en busca de huellas. Pero Roxanne Scarangello se les había adelantado, y suponiendo que hiciera un buen trabajo, probablemente en este lugar no quedaba ya una huella dactilar, una fibra o un pelo perdidos, y tampoco un condón cargado de ADN flotando en la taza del váter. Pero nunca se sabe.
Regresé al módulo de la pared. El televisor estaba sujeto a una placa giratoria y le di la vuelta, revelando la parte posterior del aparato donde había tomas para audio y vídeo, además del sistema de conexión por cable.
Podía imaginar a Don Juan y su acompañante regresando de prisa a esta habitación después de su cita romántica en la playa.
Posiblemente, durante el viaje de regreso desde la playa, quienquiera que no estuviese al volante miró en el visor de la cámara para ver si habían grabado lo que vieron que sucedía en el cielo.
Suponiendo que vieran realmente la explosión en el visor, no hay duda de que querrían haber visto mejor las imágenes en el televisor de la habitación.
De modo que enchufaron el adaptador AC en la cámara de vídeo, luego en la toma de la pared -que podía ver a la derecha del módulo de la pared-, luego cogieron un cable largo y conectaron la cámara de vídeo a las tomas del televisor, pulsaron «play» y contemplaron y escucharon lo que habían grabado en la playa.
Ellos habrían tenido consigo el adaptador AC y el cable, suponiendo que su intención original fuese regresar a esta habitación de hotel para pasar su cinta de la playa en el televisor mientras bebían unas copas y se ponían nuevamente a tono.
Existía, por supuesto, la posibilidad de que esa pareja no hubiese mantenido relaciones sexuales en la playa, que sólo quisieran filmar el crepúsculo para crear un ambiente romántico para después, y captaran inadvertidamente los momentos finales del vuelo 800 de la TWA.
En realidad no importaba lo que había en primer plano -ya sea que estuviesen follando o simplemente cogiéndose de las manos-, lo que importaba estaba en el fondo.
En cualquier caso, no estaban casados entre ellos, o esa cinta de vídeo hubiese sido entregada al FBI.
En cambio, se largaron de Westhampton tan de prisa que dejaron pruebas en la playa y una fianza de quinientos dólares en el Hotel Bayview.
La pregunta del millón era, ¿destruyeron la cinta?
Yo lo hubiera hecho. Y, por otra parte, no lo hubiera hecho. Una vez destruida, la cinta no podría recuperarse nunca más, y la gente no suele dar esos pasos irreversibles, sino que tienden a ocultar las pruebas, como puedo atestiguar. Conozco al menos diez personas que están en prisión y que no se encontrarían en ese lugar si hubiesen destruido las pruebas de sus delitos. La personalidad narcisista hace cosas realmente estúpidas.
El señor Rosenthal permanecía en silencio, esperando quizá que la habitación me hablara, y pensé en llevarme la mano ahuecada a la oreja, pero se había mostrado muy cooperador hasta hacía unos diez minutos y no veía ninguna razón para inquietarle aún más.
– ¿Dejaron la llave en la habitación? -le pregunté.
– Sí. Lo recuerdo porque el FBI se quedó con la llave para tomar huellas dactilares de ella o de la etiqueta de plástico. Pero Roxanne ya la había tocado cuando la encontró en la habitación, luego la tocó Christopher y tal vez otros miembros del personal del hotel. A pesar de todo, el FBI se llevó la llave y me dieron un recibo por ella.
– ¿Conserva ese recibo?
– No. Unos agentes me trajeron la llave unos días más tarde y yo les di el recibo.
– Correcto. ¿Hubo alguien en esta habitación entre el momento en que la pareja se marchó y el momento en que llegaron los agentes del FBI?
– No. Teníamos la reserva de un huésped para ese día, pero tuvimos que llamarle para decirle que su reserva había sido cancelada.
– Muy bien.
Le pedí que me deletrease el nombre de Roxanne Scarangello. El señor Rosenthal lo hizo y estaba bastante seguro de la ortografía. Era evidente que la chica le gustaba.
– ¿Qué edad tenía?
– Veintiuno, veintidós años.
– ¿Podría recordar su fecha de cumpleaños?
– Hum… creo que era en junio. No puedo recordar la fecha, pero sí recuerdo que el personal le organizaba una pequeña fiesta en el salón cada junio. Era una chica muy popular.
– Bien. ¿Y Brock se deletrea B-R-O-C-K?
– Sí.
– ¿Usaba algún otro nombre?
– No, que yo sepa -dijo-. Disculpe, pero ¿no tiene toda esa información en sus archivos?
– Sí. Voy a encontrar esos archivos para usted. ¿Recuerda?
– Oh, sí. Gracias.
– De nada.
Eché un último vistazo a la habitación y luego volví a salir a la galería. El señor Rosenthal me siguió.
Mientras se encontraba en algún lugar de esta misma galería hace cinco años, Lucita vio a esa pareja, con el tío que llevaba una manta del hotel, saliendo de esa habitación, del mismo modo que yo había visto a los Schultz cuando la abandonaban de forma precipitada. No importaba si había podido reconocer a Don Juan en el retrato robot que había hecho la policía, o que no alcanzara a ver muy bien a la mujer que estaba con él, lo único que importaba era que ella los había visto saliendo de la habitación 203 y que había habido indudablemente una manta y una mujer.
Desde la galería podía ver el aparcamiento a unos treinta metros de distancia, y Lucita debió de tener una clara visión de esa pareja subiendo a su vehículo… un coche de color canela de cinco puertas.
Decidí dejar al señor Rosenthal con un recuerdo positivo y feliz de mi visita y le dije amablemente:
– Ya he terminado aquí. Le agradezco su cooperación y espero no haberle robado demasiado tiempo.
– Me alegro de haber podido ser útil otra vez -contestó-. No olvide enviarme copias de los archivos desaparecidos.
– Me ocuparé de ello de inmediato. Mientras tanto, por favor, no mencione esta visita a nadie.
– ¿Están algo más cerca de descubrir qué le ocurrió a ese avión? -preguntó.
– Sabemos lo que le ocurrió a ese avión. Fue una explosión accidental del tanque de combustible.
– No, no fue eso.
– Sí, fue eso. El caso está cerrado, señor Rosenthal. Mi visita aquí sólo ha sido para comprobar los procedimientos e informes de los agentes que trabajaron en el hotel. Conciliación de archivos.
– Si usted lo dice.
Se estaba poniendo un poco quisquilloso, de modo que le recordé:
– Necesita hacer fotocopias de las tarjetas verdes y conseguir los números de la Seguridad Social de todos sus empleados.
No respondió.
Le entregué la llave de la habitación 203.
– Me gusta su corbata -dije.
Dejé al señor Rosenthal en la galería de la segunda planta del Moneybogue Bay Pavilion, bajé la escalera y me alejé hacia mi coche, que estaba en el aparcamiento para clientes.
Puse en marcha el motor y conduje hacia el sur, en dirección a la bahía. Crucé el pequeño puente y giré hacia Dune Road. Diez minutos más tarde entraba en el aparcamiento del Cupsogue Beach County Park. Había un guarda en una casilla, le enseñé fugazmente mi credencial.
– Necesito recorrer con el coche el sendero natural.
– No está permitido.
– Gracias.
Conduje a través del aparcamiento, que a esa hora de un día luminoso y cálido estaba casi lleno. Puse la tracción a las cuatro ruedas y entré en el sendero natural. La gente caminaba por el sendero, comulgando con la naturaleza, pero se mostraron muy amables al saltar a ambos lados del camino para dejar que pasara mi coche.
El sendero se estrechaba y me metí entre las dos dunas de arena desde donde Don Juan y su amante habían bajado a la playa hacía cinco años.
Me detuve aproximadamente en el mismo lugar donde Kate y yo lo habíamos hecho hacía dos noches y bajé del coche. El tiempo total del viaje desde el Hotel Bayview hasta aquí había sido de poco menos de veinte minutos. Eso situaría a Don Juan y su acompañante en este lugar aproximadamente a las 19.20, si la hora en que Lucita los vio era la correcta.
Luego encontraron un lugar apartado entre las dunas, extendieron la manta, dejaron la pequeña nevera, montaron la cámara de vídeo -o, al menos, le quitaron el cubreobjetivo-, abrieron la botella de vino, etc., lo que nos llevaría a las 19.45.
Luego un poco de vino, un poco de esto y aquello sobre la manta, y luego quizá un paseo hasta la playa, vestidos o desnudos.
Me quité los náuticos y caminé por la playa, donde alrededor de un centenar de personas estaban tendidas sobre mantas, caminando, corriendo, jugando con discos de plástico y nadando entre el suave oleaje.
Me pregunté si Don Juan y su amante habrían bajado a la playa desnudos. Tal vez. Las personas que tienen aventuras amorosas son imprudentes por naturaleza. Me detuve en la orilla y miré hacia la duna de arena.
Suponiendo que bajaran a la playa, podrían haber querido grabar el momento romántico del crepúsculo, lo que significaba que la cámara de vídeo debía de estar apuntando hacia el lugar donde estalló el avión de la TWA.
Me quedé contemplando el océano y pensando en todas estas cosas.
Encendí mi móvil y esperé el zumbido que me indicaba que tenía un mensaje, pero no había ninguno. No hay mucha gente que tenga el número de mi teléfono móvil y no soy muy popular entre la gente que lo tiene. Pero, habitualmente, recibo dos o tres llamadas por día.
Encendí mi busca. Mucha gente tiene el número de mi busca, si sumamos a soplones, sospechosos, testigos, colegas y el personal de mi edificio, sólo por nombrar aproximadamente a cien personas. Pero no había ningún mensaje.
Ese silencio podía no significar nada o tratarse de algo siniestro. Según mi experiencia, el silencio normalmente no significaba nada, excepto en los momentos en que era inquietante. Suficiente zen por hoy.
Consideré correr el riesgo y llamar al móvil de Kate, pero sabía, de primera mano, que demasiados hombres que estaban huyendo habían sido capturados cuando trataban de ponerse en contacto con una mujer. Apagué el teléfono y el busca.
Miré el reloj. Eran casi las cuatro de la tarde y la gente comenzaba a abandonar la playa.
Eché a andar de regreso al coche, pensando en mi visita al Hotel Bayview. Estaba seguro de que había hecho todo lo que tenía que hacer allí, pero siempre está esa duda molesta de que has pasado algo por alto, alguna pregunta que no has hecho, alguna pista pasada por alto.
Los vacíos de tiempo son importantes porque las cosas ocurren durante esos momentos. Registro en el hotel a las cuatro y media, en la playa a las siete. Eso significa dos horas y media para Don Juan y su amante en la habitación o fuera de la habitación.
Si estuvieron en la habitación, es posible que tuvieran relaciones sexuales, pero no lo grabaron porque la cámara de vídeo se había quedado en el coche. Luego se marcharon a la playa con la manta del hotel, presumiblemente para volver a tener relaciones sexuales y grabar el momento. Qué tío. Luego trataron de regresar a la habitación del hotel con su vídeo X y tener relaciones nuevamente con el vídeo en marcha. Superman.
No tenía sentido. Por lo tanto, es posible que no follaran cuando se registraron en el hotel a las cuatro y media. ¿Qué hicieron entonces en esas dos horas y media? Hablaron. Echaron una cabezada. Miraron la tele o leyeron. O abandonaron la habitación e hicieron algo que podría haber dejado un rastro de papel.
Pero eso había ocurrido hacía cinco años. No sólo la pista estaba fría, sino que era evidente que Ted Nash y Liam Griffith habían destruido las huellas.
Sería todo un desafío.
Llegué a mi apartamento poco después de las siete de la tarde. Kate estaba en la cocina, vestida con un camisón minúsculo y preparando mi comida favorita, es decir, bistec, patatas fritas y pan de ajo. Mi ropa, que yo había dejado en el suelo de la sala de estar, ya no estaba allí, y una Budweiser me esperaba enfriándose en la cubitera.
Nada de eso es verdad, por supuesto, excepto mi hora de llegada y el hecho de que Kate estuviese en casa. Estaba sentada en un sillón leyendo el Times.
– Hola -dije.
Alzó la vista.
– Hola.
Lancé mi americana sobre el sofá, indicando así que me quedaba en casa, y le pregunté:
– ¿Qué tal te ha ido el día?
– Bien.
Kate volvió a concentrarse en el periódico.
– Fui al médico. Me queda menos de un mes de vida.
– ¿A contar desde cuándo?
– Desde el mediodía más o menos.
– Lo apuntaré.
– Muy bien, déjame decirte esto, no pienso disculparme por mi comportamiento de anoche…
– Te convendría hacerlo.
– De acuerdo. Me disculpo. Pero tú tienes que disculparte por haberme mentido.
– Lo hice. Unas tres veces.
– Acepto tu disculpa. Entiendo por qué lo hiciste. También creo que fue una experiencia positiva para nosotros, un hecho que nos ayuda a crecer y a afirmarnos, un episodio liberador en nuestra relación.
– Eres un pelmazo integral.
– ¿Tú qué piensas?
– Dejémoslo -dijo.
– Muy bien. Pero quiero que sepas que te amo, por eso me enfado cuando hablamos de ti y Ted Nash.
– John, creo que odias a Ted Nash más de lo que me quieres a mí.
– Eso no es verdad. De todos modos, ¿hay algo nuevo en la guerra contra el terrorismo?
– No mucho. ¿Qué hiciste hoy?
– Fui a dar un paseo en coche por el este.
No dijo nada.
– Nadie me siguió, y dejé apagados el móvil y el busca para que no pudieran localizarme, por eso no pudiste comunicarte conmigo.
– No estaba tratando de comunicarme contigo. Pero tengo un mensaje para ti.
– ¿De quién?
– Del capitán Stein. Quiere verte mañana a las nueve de la mañana en su despacho.
– ¿Dijo por qué?
– No.
El capitán Stein, como ya he mencionado, es el máximo responsable del Departamento de Policía de Nueva York en la ATTF. Está al mando de todos los policías en activo, mientras que Jack Koenig, el tío del FBI que dirige todo el tinglado, es responsable de los agentes federales, como Kate. Como agente contratado, estoy en un área gris, y a veces me presento ante Stein, y a veces ante Koenig, y a veces ante los dos. Soy el hombre más feliz del mundo cuando no tengo que ver a ninguno.
– ¿Por qué me envía Stein un mensaje a través de mi esposa? -le pregunté a Kate.
– No lo sé. Quizá intentó llamarte.
– Podría haberme enviado un correo electrónico, un fax a casa o haber dejado un mensaje en mi contestador o en mi teléfono móvil. Además, tengo un busca.
– Bueno, tal vez la razón de que quiera verte es porque tu teléfono móvil y tu busca estaban apagados. Como debes recordar, va contra las reglas del departamento tener ambos aparatos apagados al mismo tiempo.
– Lo recuerdo. Pero no creo que sea por eso por lo que quiere verme.
– Yo tampoco.
– ¿Crees que va a por mí?
– Ellos van a por nosotros -contestó Kate-. Jack quiere verme mañana a las nueve.
Yo no quería perder los papeles ante esas noticias, pero no era una coincidencia que a Kate y a mí nos llamasen a los despachos de los dos jefes a la misma hora.
– ¿Qué hay para cenar?
– Pan y agua. Será mejor que te vayas acostumbrando.
– Te llevaré a cenar.
– Estoy demasiado enfadada para cenar.
– Tal vez deberíamos pedir que nos trajeran comida a casa -sugerí-. ¿Comida china? ¿Pizza?
– Ninguna de las dos cosas.
– ¿Qué tenemos en la nevera? -pregunté.
– Nada.
– ¿Te gustaría beber algo?
– Ya he abierto una botella de vino.
– Bien.
Fui a la cocina. En la nevera había media botella de vino blanco y un poco de agua con gas. Le serví un vaso de vino a Kate y yo me preparé un escocés con agua.
En realidad, el partido había terminado. Menos de cuarenta y ocho horas desde el servicio religioso en la playa. Tendría que acordarme de felicitar a Liam Griffith y estrecharle la mano cuando le patease los huevos.
Regresé a la sala de estar, le di a Kate su vino y brindamos.
– Por nosotros -dije-. Fue un buen intento.
Kate bebió el vino con expresión pensativa.
– Tenemos que poner nuestras historias en orden -dijo.
– Eso es fácil. Digamos la verdad. -Me senté en mi sillón La-Z-Boy y me giré hacia ella-. Meter la pata no es un crimen, pero el perjurio es un delito. Las prisiones federales están llenas de gente que mintió acerca de alguna cosa que ni siquiera era un crimen, o en el peor de los casos era un delito menor. Recuerda el lema de la CIA: «La verdad os hará libres.»
– Podría perder mi trabajo.
– No has hecho nada malo.
– Hace cinco años me dijeron que no hiciera nada con este caso, excepto lo que me pidieron que hiciera.
– Bien, lo olvidaste. Griffith me dijo hace cuarenta y ocho horas que no metiera las narices en este caso.
– Él no es tu jefe.
– Buena observación. Mira, lo máximo que puede ocurrir mañana es una reconvención, tal vez una reprimenda oficial y una orden directa de dejar lo que estamos haciendo. Ellos no quieren organizar un escándalo porque llamaría la atención. Sé muy bien cómo funcionan estas cosas. Sólo tienes que hacer que no te cojan en una mentira y todo saldrá bien.
Kate asintió.
– Tienes razón… pero no le hará ningún bien a mi carrera.
– Bueno, eso quedará compensado por el hecho de estar casada conmigo.
– Esto no es una broma. Es importante para mí. Mi padre era del FBI, yo he trabajado duro para…
– Un momento. ¿Qué pasó con la verdad, la justicia y el patriotismo? Cuando diste aquel primer paso más allá de la línea, la ladera se volvió empinada y resbaladiza muy rápido. ¿Qué pensaste que iba a pasar?
Kate acabó de beber su vino.
– Lo siento. Lamento haberte metido en esto.
– Estos dos últimos días han sido divertidos. Mírame. Mañana no pasará nada malo. ¿Sabes por qué? Porque ellos tienen algo que ocultar. Están preocupados. Y ésa es la razón por la que no deberías preocuparte ni esconder nada.
Kate asintió lentamente y luego sonrió por primera vez.
– Los hombres mayores entienden muy bien cómo funciona el mundo -dijo.
– Gracias por el cumplido.
– Me siento mucho mejor. Mañana no pasará nada malo.
– En realidad -dije-, es posible que ocurra algo bueno.
– ¿Como qué?
– No lo sé. Pero cualquier cosa que suceda, ha llegado el momento de presentar nuestra solicitud de vacaciones anuales. Necesitamos largarnos de aquí. Un viaje por el extranjero nos vendrá bien.
– Es una gran idea. Me gustaría ir a París. ¿Dónde piensas ir tú?
La señora Corey estaba desarrollando su sentido del humor.
– Me gustaría ver dónde fabrican el whisky Dewar's. Te enviaré una postal.
Kate se levantó, se acercó a mí y se sentó en mi regazo. Me rodeó con los brazos y apoyó la cabeza en mi hombro.
– No importa lo que suceda mañana, podemos manejarlo porque estamos juntos. Ya no me siento tan sola.
– No estás sola.
Pero tan pronto como lo hube dicho tuve un pensamiento inquietante: Si yo fuese Jack Koenig, sabría cómo manejar al señor y la señora Corey.
El capitán David Stein no me hizo esperar y a las nueve en punto entré en su despacho, que estaba en una esquina.
No se levantó de detrás de su escritorio, aunque nunca lo hace a menos que seas el Comisario de Policía o un cargo más alto, y me hizo señas de que me sentase en una silla, frente a su escritorio. Él habló primero.
– Buenos días.
– Buenos días.
No podía deducir nada de la expresión de su rostro. Quiero decir, parecía estar muy cabreado, pero siempre lo está.
El capitán David Stein del Departamento de Policía de Nueva York, debería añadir, tiene un trabajo difícil porque debe ser el segundo violín del Agente Especial al mando del FBI, Jack Koenig. Pero Stein es un viejo y duro judío que no acepta las tonterías de nadie, incluido yo, y Jack Koenig en particular.
Stein tiene un diploma de abogado colgado de una pared, de modo que les podía hablar a los tíos del FBI en su idioma cuando tenía necesidad de hacerlo. Había llegado a la ATTF procedente de la Unidad de Inteligencia del NYPD, conocida anteriormente como el Escuadrón Rojo, pero en estos tiempos no había muchos rojos, de modo que la Unidad de Inteligencia había cambiado su punto de mira hacia el terrorismo árabe. En una ocasión, Stein me dijo: «Me gustaban más los jodidos comunistas. Jugaban a este juego respetando algunas reglas.»
La nostalgia ya no es lo que era.
En cualquier caso, Stein, igual que yo, probablemente echaba de menos el NYPD, pero el Comisario de Policía lo quería aquí, y aquí estaba, a punto de calentarme las orejas por algo. El problema de Stein, como el mío, es la lealtad dividida. Trabajábamos para los federales, pero éramos policías. Sabía que no iba a mostrarse demasiado duro conmigo.
Me miró fijamente y dijo:
– Estás en un mundo de mierda, compañero.
¿Lo ven?
Continuó.
– ¿Te estás tirando a la esposa de alguien o algo parecido?
– Últimamente no.
Ignoró ese comentario.
– ¿Ni siquiera sabes cómo la has cagado?
– No, señor. ¿Y usted?
Encendió la colilla de un puro.
– Jack Koenig quiere tus pelotas en su mesa de billar. ¿Y no sabes por qué?
– Bueno…, podría ser por cualquier cosa. Ya sabe cómo son esos tíos.
Stein no quería contestar a eso y no lo hizo, pero sirvió para recordarle que éramos hermanos.
Dio una calada. Hacía cinco años que no se permitía fumar en los edificios federales, pero ése no era el mejor momento para sacar el tema. De hecho, el cenicero de Stein estaba apoyado encima de un cartel de «Prohibido fumar».
Echó un vistazo a una nota que tenía sobre el escritorio.
– Me han dicho que nadie pudo localizarte ayer, ni por teléfono ni por el busca. ¿Por qué?
– Apagué el teléfono móvil y el busca.
– Se supone que no debes apagar nunca el busca. Nunca. -Y añadió-: ¿Qué pasa si hay una alerta nacional? ¿No te gustaría enterarte?
– Sí, me gustaría.
– ¿Entonces? ¿Por qué apagaste el teléfono y el busca?
– No tengo excusa, señor.
– Inventa una.
– Haré algo mejor que eso. La verdad es que no quería que me localizaran.
– ¿Por qué? ¿Te estabas follando a alguien?
– No.
– ¿Qué hiciste ayer?
– Fui a los Hamptons.
– Creía que estabas enfermo.
– No estaba enfermo. Me tomé el día libre.
– ¿Por qué?
Recordando mi propio consejo a Kate, le contesté:
– Estoy trabajando en el caso de la TWA 800 en mi tiempo libre.
Stein permaneció callado unos segundos.
– ¿Qué quiere decir en tu tiempo libre?
– El caso me interesa.
– ¿Sí? ¿Qué tiene de interesante?
– Las mentiras. Las mentiras me interesan.
– Sí, a mí también. O sea, ¿que me estás diciendo que nadie te dijo que investigaras ese caso? ¿Fue idea tuya?
– El martes asistí al servicio religioso del quinto aniversario de la tragedia. Eso me hizo pensar.
– ¿Fuiste con tu esposa?
– Sí.
– ¿Y eso te hizo pensar en el vuelo 800 de la TWA?
– Correcto. Creo que hay un par de cabos sueltos en ese caso.
– ¿Sí? ¿Y piensas resolverlos?
– Lo estoy intentando. En mi tiempo libre.
Pensó un momento en mis palabras y luego me dijo:
– Koenig no me dijo que estabas metido en la mierda hasta las pestañas. Me dijo que te lo preguntara. Creo que la razón es ese asunto del avión de la TWA. ¿Tú qué piensas?
– Probablemente se trate de eso, capitán. Se ponen muy raros con este caso.
– Corey, ¿por qué metes la nariz donde no debes?
– Soy detective.
– Sí, yo también soy detective, tío listo. Pero sigo órdenes.
– ¿Qué pasa si no son órdenes justas?
– No me vengas con esa mierda. Soy abogado. Tengo más basura en mi meñique que tú en todo tu jodido cuerpo.
– Sí, señor. Lo que quiero decir es…
– ¿Alguien te dijo directamente que no husmearas en el caso?
– Sí, señor. Liam Griffith. En el servicio religioso en memoria de las víctimas. Estaba allí por alguna razón. Pero yo no trabajo para Liam Griffith. Por lo tanto, su orden…
– Sí, sí. De acuerdo, ahora escúchame. Me gustas, Corey. De verdad. Pero en el año que llevas aquí ya me has causado un montón de problemas. Has conseguido librarte porque, uno: eres un agente contratado; dos: te han herido en el cumplimiento del deber, dos veces; tres: hiciste un buen trabajo en el caso de Khalil, y cuatro, y hablo en serio: eres bueno en lo que haces. Le gustas incluso a Koenig. Bueno, en realidad no le gustas, pero te respeta. Eres muy útil para el equipo. Y también lo es tu esposa. A la gente le gusta ella, aunque tú no les gustes.
– Gracias.
– Pero eres un bala perdida. No le estás haciendo ningún bien a tu carrera. Tienes que empezar a comportarte. O tendrás que marcharte.
Parecía que me estaba librando fácilmente de aquello, pero había algo que olía mal y no era el puro de Stein.
– Bueno, si me está pidiendo la renuncia…
– ¿He dicho eso? Te estoy dando a elegir entre controlarte o renunciar. ¿Acaso es una decisión tan difícil? Sólo dime que serás un buen chico. Venga. Dímelo.
– Muy bien… Seré… -Cambié de tema-. Capitán, no puedo creer que no le hayan dicho de qué iba todo esto. ¿Tal vez estoy confesando el delito equivocado?
– ¿En qué otra cosa has metido la pata?
– Juego al videopóker en el ordenador del gobierno.
– Yo también. ¿Conoces al capitán Mike Halloran? Lo conoces, ¿verdad? El sacerdote.
– Sí, él…
– Me enseñó una cosa. Mira. -Stein alzó la mano con el puro e hizo un pequeño movimiento-. Todos tus pecados han sido perdonados. Ve y no vuelvas a pecar.
Y yo que pensaba que el loco era yo.
– Eso es genial. Bueno, entonces yo…
– Tengo un par de cosas más por aquí. -Buscó algo en el desorden de su escritorio y me dijo-: Tengo un trabajo para ti. Esto viene directamente de Koenig.
– Con quien, por cierto, Kate está hablando en este preciso momento.
– Sí. Lo sé.
– ¿Koenig quiere verme?
– No lo sé.
Encontró una carpeta de papel manila y la abrió. Odio cuando la gente hace eso.
– ¿Recuerdas «Misión imposible»? -preguntó.
– Eh… no muy bien. Yo soy de «Expediente X».
– Vale. Bueno, esto es «Misión imposible». ¿Cómo era eso? Su misión, si decide aceptarla… así. ¿De acuerdo?
No contesté.
Miró la carpeta y dijo:
– ¿Estás siguiendo esa mierda de Adén?
Esperaba que se estuviese refiriendo al camarero del Dresner's.
– ¿Estás al tanto de lo que ocurre?
– De hecho, sí. La embajadora Bodine ha prohibido que John O'Neill regrese a Adén porque no se estaba portando bien. Personalmente, creo que…
– Esa mujer está llena de mierda. Eso es lo que yo pienso. Pero que esto no salga de este despacho. En cualquier caso, como probablemente sabes, tenemos algunas personas allí, tíos del FBI y el NYPD. Bueno, han pedido unos cuantos agentes más.
– Probablemente ya hay suficientes agentes allí en este momento.
– Eso es lo que Bodine dijo. Pero O'Neill consiguió autorización para enviar a unos cuantos más a cambio de su alejamiento del caso y de que no provoque un escándalo.
– Un mal trato. Él debería armar un escándalo.
– Los federales de carrera hacen lo que se les ordena. En cualquier caso, Koenig te ha recomendado a ti para que te reúnas allí con el equipo.
– ¿Dónde?
– Adén. Ciudad portuaria de Yemen.
– ¿Es en serio?
– Sí. Está todo aquí. Está considerada una misión de alto riesgo, de modo que la buena noticia es que esto supondrá un gran impulso para tu carrera.
– Es realmente una gran noticia. Pero no creo que me lo merezca.
– Estoy seguro de que sí.
– ¿Cuánto tiempo durará esta ganga?
– Un par de meses. Quiero decir, es un lugar realmente jodido. ¿Has hablado con alguno de los tíos que han estado allí?
– No.
– Yo sí. La temperatura es de unos cuarenta grados a la sombra, pero no hay sombra. Lo bueno es que hay una mujer detrás de cada árbol. Pero no hay árboles. El hotel, sin embargo, es agradable. Ocupamos toda una planta en un hotel agradable. Según estos tíos, el bar no está mal. Tampoco puedes llevar mujeres a la habitación. Pero tú estás casado, de modo que eso no supone ningún problema. Además, el sexo fuera del matrimonio se considera un delito capital, castigado con la decapitación. ¿O es la lapidación? Creo que a ella la lapidan hasta la muerte; a ti te cortan la cabeza. De todos modos te pondrán al tanto de la situación cuando llegues. Deberías prestar mucha atención. Es un buen impulso para la carrera.
– ¿La carrera de quién?
– La tuya.
– A pesar de lo tentador que suena, me temo que tendré que rechazarlo -contesté.
El capitán Stein me miró a través de las volutas de humo de su cigarro.
– No podemos obligarte a aceptar.
– Exacto.
– Tiene que ser algo voluntario.
– Una buena norma.
– Pero tengo la sensación de que si no lo aceptas, no te renovarán el contrato. No puedo decirlo con todas las letras porque suena a coerción.
– Yo no lo interpretaría como coerción. Suena más a amenaza.
– Como quieras. Eh, podría ser divertido. Acepta el trabajo.
– Imparto dos cursos en John Jay. Tengo que estar allí el martes después del Día del Trabajador. Está en mi contrato.
– Intentaremos que regreses a tiempo. Háblalo con tu esposa.
– Puedo darle una respuesta ahora mismo, capitán, no pienso viajar al jodido Yemen.
– ¿He mencionado la paga extra? ¿Y diez días de licencia administrativa cuando regreses? Además de los permisos anuales que acumulas estando allí, y consigues unas auténticas vacaciones.
– Suena fantástico. Se me ocurren un par de tíos casados con hijos que necesitan la pasta. Si no hay nada más…
– Espera un momento. Tengo que decirte un par de cosas más que pueden ayudarte a tomar una decisión.
– Mire, capitán, si piensa decirme que la carrera de mi esposa estará jodida si no acepto este trabajo, eso es algo poco ético y probablemente ilegal.
– ¿Sí? Bueno, pues entonces no lo diré. Pero así están las cosas.
Permanecí unos segundos en silencio antes de contestar, y nos miramos fijamente.
– ¿Por qué me quiere Koenig fuera de la ciudad? -pregunté.
– Koenig no te quiere fuera de la ciudad. Te quiere fuera del jodido planeta. ¿Por qué? Dímelo tú. Y no fue por el busca, compañero. Pero te diré una cosa, lo que sea que tenga contra ti es importante. Estaba realmente cabreado con vosotros dos, y te quiere en algún lugar donde tengas mucho tiempo para pensar en cómo le hiciste cabrear.
– Bien, ¿sabe qué? Que le jodan.
– No, Corey, no es tanto que lo jodan a él, sino que te jodan a ti.
Me levanté sin que me hubiese dicho que podía retirarme.
– Dentro de una hora tendrá mi renuncia encima de su escritorio.
– Estás en tu derecho. Pero habla con tu esposa primero. No puedes renunciar sin decírselo a tu esposa.
Me dirigí hacia la puerta, pero el capitán Stein se levantó y rodeó su escritorio. Me miró y me dijo con voz tranquila:
– Te están vigilando, chico. Cuídate. Es un consejo de amigo.
Me volví y abandoné su despacho.
Kate no estaba en su escritorio cuando me marché de la oficina de Stein y le pregunté a su compañera de cubículo, Jennifer Lupo:
– ¿Dónde está Kate?
– Tenía una reunión con Jack en su oficina -contestó la señorita Lupo-. No la he visto desde entonces.
Aparentemente, Jack Koenig y Kate Mayfield tenían más cosas de las que hablar que David Stein y John Corey. No me gustaba nada cómo olía todo esto.
Fui a mi cubículo, lo que no había hecho antes de mi reunión con Stein. En mi escritorio no había nada nuevo, ni nada urgente en mi buzón de voz. Busqué en mi correo electrónico. La basura habitual, excepto por un mensaje de la oficina de viajes del FBI en Washington que decía: «Contactar con esta oficina lo antes posible, ref. Yemen.»
– ¿Qué coño…?
Harry Muller alzó la vista de su ordenador y preguntó:
– ¿Qué ocurre?
– Malas noticias en el horóscopo.
– Prueba con el mío. Soy Capricornio. Eh, ¿qué hiciste ayer?
– Estaba enfermo.
– Stein te estaba buscando.
– Me encontró.
– ¿Estás metido en algún problema? -me preguntó Muller inclinándose hacia mí.
– Siempre estoy metido en problemas. Hazme un favor. Kate está reunida con Koenig. Cuando salga de su despacho, dile que se reúna conmigo en la cafetería griega que hay calle abajo. Se llama Partenón, Esparta, Acrópolis… una cosa de ésas.
– ¿Por qué no le dejas una nota en su mesa?
– ¿Por qué no me haces ese favor?
– Cada vez que te hago un favor siento que estoy siendo cómplice de un delito.
– Te traeré un trozo de baklava.
– Que sea un panecillo de miel.
Me levanté.
– No lo comentes con nadie -le dije.
– Tostado, con mantequilla.
Fui rápidamente hacia los ascensores. Mientras bajaba pensé en lo que mi intuición me decía que hiciera. Primero, abandonar el edificio por si Koenig quería hablar conmigo después de haber interrogado duramente a Kate. Segundo, la siguiente persona con la que necesitaba hablar era Kate, a solas y lejos del Ministerio del Amor. Mi intuición nunca falla.
Salí del ascensor, eché a andar por Broadway y continué hacia el sur, en dirección al World Trade Center.
La cafetería -The Acrópolis- tenía la ventaja de contar con reservados con divisiones altas, de modo que no podían verte desde la calle. Además, la horrible música griega de fondo ahogaba las conversaciones, y cada cinco minutos aproximadamente se oía el desagradable ruido de cacharros haciéndose añicos contra el suelo. Ese ruido también llegaba transmitido desde no se sabe dónde y se suponía que era una broma. Supongo que tenías que ser griego para captarla.
Me senté en un reservado vacío de la parte trasera del local.
Tenía la sensación de que las cosas se estaban poniendo realmente feas, que no debía usar mi teléfono móvil o el teléfono de mi oficina, ni mi correo electrónico ni siquiera el teléfono de mi apartamento. Cuando los federales van a por ti, estás jodido.
La camarera se acercó a la mesa y le pedí un café.
– ¿Alguna otra cosa?
– Una tostada.
Ya iba por la tercera taza de café, asomándome al pasillo para ver la puerta principal, cuando llegó Kate. Me vio, se acercó rápidamente al reservado y se deslizó en el asiento frente al mío.
– ¿Por qué estás aquí? -me preguntó.
– Obviamente, necesitamos hablar. A solas.
– Bueno, Jack te está buscando.
– Por eso estoy aquí. ¿De qué habéis hablado?
– Me preguntó si estaba investigando el caso de la TWA -dijo Kate-. Le dije que sí. Me agradeció que fuese sincera con él, luego me preguntó si tú también estabas investigando el caso. -Dudó un momento antes de continuar-. Le dije que sí. Luego quiso conocer algunos detalles, de modo que le dije que probablemente ya estaba enterado de todo lo que había pasado desde la noche del servicio religioso en la playa hasta ahora. Eso fue lo que tú sugeriste. ¿Verdad?
– Correcto. ¿Cómo le sentó?
– No demasiado bien.
Llegó la camarera y Kate pidió una manzanilla.
– ¿Le dijiste adónde fui ayer? -le pregunté.
– Le dije que habías ido al este y que eso era todo lo que sabía. Le conté, con toda franqueza, que no estabas compartiendo mucha información conmigo, para no verme obligada a mentir. Él apreció esa estrategia profesional, pero estaba furioso.
– La sola mención de mi nombre lo enfurece.
La infusión de Kate llegó al mismo tiempo que los cacharros se hacían añicos y se sobresaltó. Podía entender que estuviese un tanto alterada después de pasar una hora con Koenig.
– Es una grabación -dije-. ¿Estás bien? -le pregunté.
– Sí. Estoy bien. -Bebió un poco de su manzanilla, luego se inclinó sobre la mesa y me dijo-: Le dije a Jack en términos muy claros que yo te pedí que investigases este caso y que tú te mostraste reticente a hacerlo; pero que, por lealtad hacia mí, accediste a comprobar un par de cosas. Le dije que yo asumía toda la responsabilidad por cualquier quebrantamiento de reglas, ordenanzas, reglamentos vigentes y cosas por el estilo.
– ¿Tenía la cara roja? Me gusta cuando la cara se le pone roja. ¿Le has visto alguna vez cuando rompe un lápiz entre los dedos?
– Esto no es una broma. Pero sí, se encontraba en un estado de locura controlada.
– Bueno, eso ya nos dice algo, ¿verdad? Alguien (el gobierno, el FBI, la CIA) tiene algo que ocultar.
– No necesariamente. Jack estaba furioso porque ésta era la segunda vez que se me decía que este caso no era de mi incumbencia. No le agrada tener que decirte algo dos veces, aun cuando se trata de una cuestión menor. En el equipo no hay lugar para desafectos y personas conflictivas. La ira de Jack no tiene nada que ver con este caso, per se, sino con cuestiones más profundas, como prestar ayuda y apoyo a los teóricos de la conspiración y sacar los trapos sucios al sol ante los medios de comunicación.
– ¿Cómo no pensamos en eso?
– Porque es mentira.
– Espero que se lo hayas dicho.
– No lo hice. Le dije que lo comprendía perfectamente.
No estaba completamente seguro de dónde estaba ahora la señorita Mayfield, de modo que le pregunté:
– ¿Cuál es la conclusión?
– Me dio una orden directa de no implicarme en este caso. Accedí a ello.
– ¿Y él dijo…?
– Muy bien. Aceptaba mi palabra de que lo haría y nada de todo esto constaría en mi historial.
– Perfecto. Aquí no ha pasado nada. ¿Dónde habéis quedado para comer?
Kate no hizo caso de mi pregunta.
– ¿Qué te dijo el capitán Stein?
– Oh, sí, Stein. Koenig no le dijo mucho excepto que uno de los policías conflictivos de Stein, yo, necesitaba que le pusieran en vereda. De hecho, fui yo quien tuvo que contarle a Stein de qué se trataba para que él me reprendiera. Fue un poco extraño.
– ¿Eso es todo?
– Prácticamente.
Decidí no mencionar por ahora el asunto de Yemen.
– ¿Entonces para qué quiere verte Jack? -preguntó Kate.
– No lo sé. ¿Y tú?
– No… es probable que quiera llamarte al orden personalmente.
– Imposible. Ese hombre me ama.
– En realidad, no. Pero te respeta.
– Y yo lo respeto a él.
– Pero… piensa que no sabes jugar en equipo. Lo dijo. Teme que puedas traer el descrédito a la agencia.
– ¿Sí? Que lo jodan. Lo que pasa es que no le gusta tener a todos esos policías en la oficina. Lo ponen nervioso.
Kate no hizo ningún comentario.
– No tengo que ir a ver a Jack Koenig. He dimitido -le dije a Kate.
Ella me miró.
– ¿Qué?
– Stein me dio a elegir entre no meter más la nariz en el asunto del TWA 800 o dimitir. Elegí dimitir.
– ¿Por qué? Deja este caso, John. No vale nuestras carreras.
– Tal vez sí. Tal vez no. He dimitido por principios. En otras palabras, estoy cansado de este trabajo.
Y tampoco quería ningún trabajo donde alguien pudiese enviarme a Yemen y joderme la vida. Pero eso no se lo dije a Kate.
– Hablaremos de eso más tarde -dijo ella. Permaneció en silencio un momento antes de añadir-: Jack también me dio un par de opciones.
Yo sabía que no podíamos salir de ésta con tanta facilidad.
– La primera opción era un traslado permanente a algún lugar de Estados Unidos, en el continente, a discutir. La segunda alternativa era una misión temporal como ayudante del agregado jurídico del FBI en la investigación del atentado contra la embajada norteamericana en Dar es Salaam, Tanzania.
Dejé que la información se asentase, evitando la mirada de Kate. Finalmente le dije:
– Comprenderás, naturalmente, que eso es un castigo y no un premio por buena iniciativa.
– No fue así como me lo presentó -dijo Kate.
– ¿Y qué piensas hacer?
– ¿Qué te gustaría que hiciera?
– Bueno… Nueva York no te gusta, de modo que acepta el traslado a Dubuque o un lugar por el estilo.
– De hecho, me gusta Nueva York.
– ¿Desde cuándo?
– Desde que me dieron la oportunidad de marcharme. Mira, John, si acepto ese trabajo temporal en Tanzania, me aseguraré al menos dos años más en Nueva York. Por otra parte, el traslado dentro del continente es permanente. Tendrías que presentar una solicitud de traslado a donde yo estuviese destinada, y podrían pasar años antes de que viviéramos en la misma ciudad. Si es que lo conseguíamos alguna vez.
– Ya te lo he dicho, voy a dimitir.
– No. No lo harás. Y aunque lo hicieras, ¿abandonarías Nueva York para ir conmigo a Dallas, o Cleveland o Wichita?
– Iría contigo a cualquier parte. Nunca he estado al oeste de la Undécima Avenida. Podría ser divertido.
Kate me miró como si yo estuviese hablando en serio, pero no era así.
– Conseguiré un trabajo en el departamento de seguridad de unos grandes almacenes. O, ésta otra opción, dile a Koenig que se joda.
– No es una buena opción para tu carrera profesional. Mira, podría presentar algún motivo para no ir, o alegar cansancio, pero lo más fácil sería aceptar ese trabajo temporal en el extranjero. No serían más de tres meses. Luego regreso, los antecedentes han sido borrados y podemos continuar con nuestros trabajos y nuestras vidas aquí. -Y añadió-: Hice que Jack Koenig me prometiese que renovarían tu contrato por dos años aquí, en Nueva York.
– Por favor, no negocies mi contrato por mí. Tengo un abogado para eso.
– Yo soy tu abogada.
– Entonces, yo te diré a ti lo que debes hacer. Y no al revés.
Kate me cogió la mano.
– John, deja que acepte ese trabajo en el extranjero -dijo-. Por favor. Ésa es la única manera de que las cosas nos vayan bien.
Le apreté ligeramente la mano y contesté:
– ¿Y qué se supone que haré solo en Nueva York?
Ella forzó una sonrisa.
– Puedes hacer todo lo que quieras. Pero recuerda que tendré a diez agentes vigilándote veinticuatro horas al día y siete días a la semana.
Le devolví la sonrisa y pensé acerca de estos interesantes acontecimientos. Básicamente, Kate Mayfield y John Corey -dos simples mortales- habían ofendido a los dioses, que habían decidido que debíamos ser expulsados del restaurante The Acrópolis a las regiones inferiores de África y Oriente Medio. O podíamos tendernos delante de una apisonadora.
– ¿Por qué no dimites? -le pregunté.
– No pienso dimitir. Y tú tampoco.
– Bueno, entonces me ofreceré como voluntario para acompañarte a Tanzania.
– Olvídalo. Ya lo he preguntado. Eso no va a suceder. -Me miró y añadió-: John. Por favor. Deja que vaya y no dimitas. Al menos espera a que regrese.
Tomé una decisión instantánea y estúpida.
– No me sentiría muy bien sabiendo que estás en África mientras yo estoy viviendo aquí rodeado de lujo. Así que voy a ofrecerme como voluntario para ir a Adén. Eso está en Yemen.
Kate se me quedó mirando.
– Eso es muy dulce… muy… -Se estaba enfadando, y me soltó la mano y se retocó los ojos con una servilleta de papel-. No puedo permitir que hagas eso. No hay ninguna razón para que tú… Quiero decir, todo esto ha sido por mi culpa.
– Eso es verdad. Pero yo sabía muy bien en qué me estaba metiendo. Sólo que no pensé que nos descubrirían tan pronto. Tendrían que poner el mismo celo con los terroristas árabes.
Kate no dijo nada.
– De modo que aceptaremos misiones por separado, regresaremos a casa como nuevos y retomaremos nuestra vida donde la habíamos dejado.
Ella asintió lentamente y luego me preguntó:
– ¿Cómo sabes que aceptarán tu propuesta de viajar a Yemen?
– Necesitan personal en ese país y están teniendo problemas para encontrar voluntarios.
– ¿Y tú cómo sabes todo eso?
– Stein me lo dijo.
– Él… ¿por qué…? ¿Te pidió él que fueras a…?
– Lo sugirió. Lo que no deja de ser una curiosa coincidencia.
– Eres un cabrón. -Me pateó la espinilla por debajo de la mesa y añadió en voz un poco demasiado alta-: ¿Por qué no me lo habías dicho…?
– Espera un momento. La propuesta de Stein de enviarme a Yemen es irrelevante. La rechacé y le dije que presentaría mi dimisión. Pero ahora, puesto que tú tienes intención de conservar tu trabajo, yo iré a Yemen y tú irás a Tanzania.
A mí me parecía algo completamente lógico, pero era evidente que Kate seguía furiosa. Intenté cogerle la mano pero la apartó y cruzó los brazos sobre el pecho. No suele ser una buena señal.
Los cacharros volvieron a romperse con estrépito y una pareja de ancianos que acababa de sentarse en el reservado que estaba frente al nuestro dio un respingo en sus asientos. Esperaba que en el restaurante tuviesen un desfibrilador.
Kate estuvo de morros unos minutos y después se tranquilizó.
– De acuerdo -dijo-. Está decidido. Aceptaremos esos trabajos temporales, que de hecho pueden irnos bien, y dejaremos atrás este problema.
– Piensa en ello como en un paso adelante en nuestras carreras -dije-. Y tienes razón, dos o tres meses de separación podrían ser buenos para nosotros.
– No quería decir eso.
– Yo tampoco.
Nos cogimos las manos por encima de la mesa.
– Tienes que ir a ver a Jack -me recordó Kate.
– Estoy ansioso por hacerlo.
– Tengo hasta el martes para poner mis asuntos en orden. ¿Cuánto tiempo necesitarás tú?
– Para poner mis asuntos en orden necesitaría cerca de diez años. Pero lo dejaré todo atado y bien atado para el martes.
– Tengo que ponerme varias vacunas. Y debo llamar hoy mismo al departamento de viajes del FBI.
– Yo también.
– Cuando era soltera, no me importaba adonde me enviaban o dónde debía trabajar temporalmente.
– A mí tampoco.
– Tú eras un policía de la ciudad de Nueva York.
– Correcto. Pero en una ocasión tuve que pasarme dos semanas en el Bronx.
– John, no bromees.
– De acuerdo. Estoy muy cabreado. Nos están utilizando para librarse de nosotros y cerrarnos la boca. Esto fue una advertencia. La próxima vez no nos libraremos tan fácilmente.
– No habrá una próxima vez. Este caso está cerrado. Cerrado.
– Estoy de acuerdo.
– Repítelo.
Si lo repetía, tendría que decirlo de verdad. Lo que realmente me ponía furioso era Koenig, estaba usando mi matrimonio para atarme las manos. Era una experiencia nueva para mí.
– No soy un buen perdedor -dije.
– Corta ese rollo machista. Este caso está cerrado. Yo lo abrí. Y ahora lo estoy cerrando.
– De acuerdo. Nunca volveré a mencionarlo.
Kate cambió de tema y me preguntó:
– ¿Crees que hay algo nuevo en el caso del Cole?
– No que yo sepa. Me informarán cuando llegue a Adén.
– Tienen algunas pistas nuevas sobre los atentados contra las embajadas en Tanzania y Kenia. No hay ninguna duda de que esa organización, Al Qaeda, estaba detrás de los atentados y hemos capturado a dos de los principales sospechosos, que están hablando. Al Qaeda también estuvo implicada en el ataque contra el Cole.
– Así es.
Llamé a la camarera, le pedí un panecillo de miel, tostado y con mantequilla, para llevar y la cuenta.
– Estos trabajos en el extranjero pueden ser un castigo -dijo Kate-, pero también podemos hacer una buena labor allí.
– Sí. Acabaremos pronto y regresaremos a casa. ¿Quieres más té?
– No. ¿Me estás escuchando?
– Te estoy escuchando.
– Tienes que ir con cuidado allí. Es un país hostil.
– Me sentiré como en casa. Tú también ten cuidado.
– Tanzania es un país amigo. Perdieron a cientos de sus ciudadanos en el ataque a la embajada.
– Es verdad. Muy bien, sal tú primero. Yo te seguiré dentro de diez minutos.
Kate se deslizó fuera del reservado, me besó y dijo:
– No te pelees con Jack.
– Jamás se me pasaría por la cabeza.
Kate se marchó, acabé mi café, cogí el panecillo de miel, pagué la cuenta y la camarera me devolvió unas monedas de cambio.
No estaba cabreado. Estaba tranquilo, sereno, controlado y buscando venganza.
Una vez en Broadway, busqué una cabina telefónica y llamé al móvil de Dom Fanelli.
Contestó y le pregunté:
– ¿Puedes hablar?
– Tengo que encargarme de un doble asesinato en la 35 Oeste, pero para ti tengo tiempo. ¿Qué ocurre?
Nunca sé cuándo este tío me está vacilando. Él se queja de lo mismo sobre mí.
– Necesito que encuentres a tres personas -dije.
– Por ser tú, encontraré a cuatro.
– Primera persona, mujer, apellido Scarangello, nombre Roxanne. Es S-C-A-…
– Eh, tengo cuatro primas que se llaman Roxanne Scarangello. ¿Qué sabes de ella?
– Licenciada universitaria, tal vez con doctorado, Universidad de Pennsylvania o Pennsylvania State.
– ¿Cuál es la diferencia?
– ¿Cómo coño quieres que lo sepa? Sólo escucha. Cerca de treinta años, llegó de la zona de Filadelfia y tal vez aún viva allí. Nacida en junio, sin fecha ni año.
– ¿Eso es todo?
No había ninguna razón para hablarle de su empleo de verano, cosa que lo enviaría al Hotel Bayview, algo que yo no quería que hiciera.
– Sí, eso es todo. Comprueba primero en las universidades.
– ¿Tú crees?
– Segunda persona, hombre, apellido Brock. -Lo deletreé-. Nombre Christopher. Tiene alrededor de treinta y cinco años. Trabaja o ha trabajado en el sector hotelero. La última dirección conocida hace unos cinco años era Long Island.
– No es mucho.
– Tenía un tatuaje de un ratón asomándole del agujero del culo.
– Oh, ese Christopher Brock.
– Tercera persona, mujer, apellido González Pérez, nombre Lucita. No puedo deletrearlo. Hispana, obviamente, país de origen: El Salvador, situación de inmigración desconocida, veintitrés o veinticuatro años, trabajaba en el sector hotelero. -Y añadí-: No tendrás demasiada suerte con ella. Concéntrate en los dos primeros.
– Muy bien. ¿De qué va todo esto?
– No puedo decírtelo, Dom.
– ¿Puedo adivinarlo?
No contesté.
Fanelli dijo:
– Bien, llamé a Harry Muller -dijo Fanelli-, sólo para saludarlo y preguntarle si le gustaba trabajar con los federales. Y empezamos a hablar de John Corey y él me dice que has estado actuando de forma extraña. Y yo le pregunto: «¿Y qué tiene de extraño que John Corey actúe de manera extraña?» Y dice que has estado ausente sin permiso los últimos días y que él se encarga de pasarle mensajes verbales a tu esposa. Y aún más extraño, compraste dos bocadillos de kielbasa para él y para ti, y no te comiste el tuyo. Luego me llama esta mañana y me cuenta que Stein habló contigo en su despacho, y ahora estás nuevamente ausente sin permiso y él está esperando un panecillo de miel. De modo que…
– ¿No tenías que encargarte de un doble asesinato?
– No. No irán a ninguna parte. De modo que, a partir de toda esta información, he llegado a la conclusión de que estás metiendo las narices en el caso de la TWA 800.
Me sorprendió un poco, pero contesté tranquilamente:
– ¿Cómo has podido llegar a esa conclusión?
– Fácil. Sólo tuve que unir las piezas.
– ¿Qué piezas?
– Le preguntaste a Muller si había trabajado en el caso de la TWA, y le dijiste que habías asistido al servicio religioso por las víctimas, y sé que Kate trabajó en ese caso, y también Marie Gubitosi. Y ahora quieres localizar a un tío llamado Brock que vivió en Long Island hace cinco años. ¿Coincidencia? Creo que no. Estoy viendo un pailón aquí, John.
A veces olvido que la Red Azul trabaja en ambos sentidos, y olvido que Dom Fanelli es un policía inteligente.
– Tendrías que ser detective -le dije-. Muy bien, veremos qué información consigues de esos nombres.
– ¿Para cuándo la necesitas?
– Unos dos meses.
– Podría tener la información en dos semanas. Tal vez dos días. Te llamaré.
– Tómate tu tiempo. Me marcho un par de meses a Yemen.
– ¿Dónde cono está Yemen?
– Está en el mapa. Me envían allí para enseñarme a obedecer órdenes.
– Es una faena. Tal vez deberías obedecer las órdenes.
– Lo hago. Me voy a Yemen.
– ¿Es como Staten Island?
– Sí, pero los federales tienen más trabajo. Además, a Kate la envían a África para que aprenda la misma lección.
– Mamma mia. Sí que os han jodido bien a los dos. Bueno, me encargaré de cuidar tu apartamento mientras estés fuera.
– Te daré una llave. Pero no quiero que lo uses como picadero.
– ¿Como qué? Eh, paisano, ¿qué pasará conmigo si los federales descubren que estoy buscando a estas personas? ¿Conseguiré un viaje gratis a Yemen?
– No te descubrirán. No tienes que interrogar a esas personas o establecer contacto con ellas. Sólo necesito saber dónde están. Yo me encargaré del resto cuando regrese.
– De acuerdo. Tomemos unas cervezas antes de que te marches.
– No es una buena idea. En este momento estoy marcado. Le dejaré la llave del apartamento al administrador.
– Muy bien. Eh, ¿merece la pena todo esto?
Entendí perfectamente la pregunta y contesté:
– Al principio no estaba seguro. Pero el sistema acaba de darme una patada en los huevos. De modo que ahora tengo que devolver el golpe.
Dom se quedó inusualmente silencioso durante un momento antes de decir:
– Sí. Lo entiendo. Pero, a veces, uno tiene que soportar el golpe.
– A veces. Pero esta vez no.
– ¿Has averiguado algo nuevo sobre ese caso?
– ¿Qué caso?
– De acuerdo. ¿Cuándo te marchas?
– Probablemente el martes.
– Llámame antes de irte.
– No, te llamaré cuando regrese. No te pongas en contacto conmigo mientras esté allí.
– Si ni siquiera sé dónde está ese jodido sitio. Dile «bon voyage» a Kate. Te veré cuando vuelvas.
– Gracias, Dom.
Colgué y regresé caminando al 26 de Federal Plaza.
La definición de locura, como dijo alguien, es hacer lo mismo todo el tiempo y esperar resultados diferentes.
Según esa definición, yo estaba realmente loco.
Entré en el despacho de Jack Koenig, una impresionante habitación situada en una esquina del edificio con una bonita vista del World Trade Center, la Estatua de la Libertad, Staten Island y el puerto.
Yo había estado un par de veces en su despacho y en ninguna de esas ocasiones había resultado particularmente agradable. Hoy no sería diferente.
Jack Koenig estaba de pie junto a una de las ventanas, contemplando el puerto y de espaldas a mí.
Su pequeño juego de poder consiste en permanecer allí y ver cómo te las arreglarás para anunciar tu presencia. El cuerpo me pedía gritar en árabe: «¡Alah Akbar!» y abalanzarme sobre él. Opté por carraspear.
Se volvió hacia mí y asintió ligeramente.
Jack Koenig es un tío alto, delgado, con el pelo muy corto y gris, ojos grises y con trajes grises. Creo que quiere dar la impresión de que es de acero, pero a mí me recuerda a una mina de lápiz. Quizá el cemento…
Me dio la mano, me señaló una mesa redonda y dijo:
– Toma asiento.
Me senté y él hizo lo propio frente a mí.
– ¿Kate te dijo que quería verte? -preguntó.
– Sí.
– ¿Dónde estabas?
– En el despacho del capitán Stein.
– Después de eso.
– Oh, fui a dar un paseo para despejarme un poco. Su puro me mareó. Quiero decir, no me estoy quejando por el hecho de que fume en un ambiente libre de tabaco, pero…
– David me dice que quieres dimitir.
– Bueno, lo he pensado mejor. A menos que usted piense lo contrario.
– No. Te quiero aquí.
Koenig no añadió: «Donde te puedo tener vigilado y joderte la vida», pero ambos entendimos eso.
– Aprecio la confianza que tiene en mí -dije.
– Nunca he dicho tal cosa. De hecho, mi confianza en tu capacidad de juicio es nula. Pero quiero darte otra oportunidad de que seas útil al equipo y a su país.
– Excelente.
– No me jodas, John. No estoy de humor.
– Yo tampoco.
– Bien, entonces podemos ir al grano. Has estado investigando el caso del vuelo 800 de la TWA, en horas de trabajo, y contra las instrucciones explícitas de que no debías hacerlo.
– Yo no recibo órdenes de Liam Griffith.
– No, tú recibes órdenes de mí, y te estoy diciendo, como ya lo hice con Kate, que no debes involucrarte en este caso. ¿Por qué? ¿Encubrimiento? ¿Conspiración? Si eso es lo que piensas, entonces realmente deberías dimitir y continuar con tu investigación. Y tal vez lo harás. Pero por ahora, lo que a mí me gustaría que hicieras es que viajases a Yemen y te hicieras una idea de lo que estamos tratando de conseguir en lo que atañe a la seguridad de los norteamericanos en el mundo.
– ¿Qué es lo que estamos tratando de conseguir?
– Eso es lo que debes averiguar.
– ¿Por qué Yemen? ¿Por qué no el país adonde envían a Kate?
– Esto no es un castigo, si eso es lo que estás pensando. Es un honor servir en el extranjero.
No estábamos siquiera en el mismo planeta, de modo que no tenía ningún sentido discutir con él.
– Me siento agradecido por la oportunidad que se me brinda -dije.
– Sé que lo estás.
– ¿Qué se supone que debo hacer allí?
– Te pondrán al tanto de tu trabajo cuando llegues a Adén.
– Bien. No quisiera mostrarme excesivamente celoso en mi trabajo y que la embajadora me expulse del país.
Koenig me obsequió con su mirada acerada y contestó:
– Ésta es una misión importante. Diecisiete marineros norteamericanos han sido asesinados y nosotros cogeremos a los responsables.
– No necesito un discurso. Sé hacer mi trabajo.
– Exacto. Pero lo harás siguiendo las reglas.
– De acuerdo. ¿Eso es todo?
– Eso es todo en lo que concierne a Yemen. Ahora quiero que me digas qué hiciste ayer.
– Di un paseo hasta los Hamptons.
– ¿Adonde fuiste?
– A la playa.
– No estás moreno.
– Me senté a la sombra.
– ¿Por qué tenías apagados tu teléfono móvil y tu busca?
– Necesitaba tener un día de reposo mental.
– Es bueno que seas capaz de reconocer esa necesidad.
Ese comentario había sido realmente divertido y sonreí.
– Pero no volverás a apagar tu busca nunca más -añadió Koenig.
– Sí, señor. ¿Mi teléfono móvil y mi busca funcionarán en Yemen?
– Nos aseguraremos de que funcionen. Permíteme que te pregunte una cosa, ¿crees que podrías tener alguna información nueva sobre el vuelo 800?
Bueno, ésa era una pregunta delicada.
– Si la tuviese, usted sería el primero en saberlo -contesté.
– De eso no me cabe la menor duda. -Luego añadió, casi con indiferencia-: Probablemente has oído ese rumor acerca de una cinta de vídeo.
– Lo he oído.
– Igual que mucha gente. Pero, como sucede con todos los rumores, mitos y leyendas urbanas, no es más que eso: un mito. ¿Sabes cómo comienzan estas cosas? Yo te lo diré. La gente tiene una necesidad fundamental de explicar lo inexplicable. Necesitan creer en la existencia de algo, habitualmente un objeto inanimado, como el Santo Grial o un código secreto, o, en el caso de un delito, una prueba que contenga la clave de un gran misterio sin resolver. La vida debería ser así de simple.
– A veces lo es.
– O sea, que las personas con una imaginación muy fértil se inventan que hay una prueba asombrosa que ha sido perdida u ocultada, pero que, si la encuentran, acabará revelando la verdad fundamental. Mucha gente comienza a creer en esa cosa, sea lo que sea, porque les da consuelo y esperanza. Y muy pronto el rumor sobre la existencia de esa cosa se convierte en leyenda y mito.
– Me parece que no le sigo.
Se inclinó hacia mí y dijo:
– No existe ninguna jodida cinta de vídeo de una pareja follando en la playa con el avión explotando en el cielo detrás de ellos.
– ¿Ningún cohete tampoco?
– Ningún jodido cohete tampoco.
– Me ha quitado un enorme peso de los hombros. ¿Por qué no nos olvidamos de todo este asunto de Yemen y Tanzania?
– Ni lo sueñes.
– Bueno, si no hay nada más, necesito llamar al departamento de viajes.
El señor Koenig permaneció sentado, de modo que yo hice lo mismo.
– Sé que te sientes muy frustrado por lo que sucedió con el caso Khalil y todos compartimos tu frustración.
– Eso está bien. Pero sigue siendo mi frustración.
– Y, por supuesto, tienes una implicación personal en ese caso. Estás buscando que se cierre.
– Venganza.
– Lo que sea. Sé que te sentiste profundamente afectado por las muertes de los hombres y mujeres que trabajaban contigo en ese caso. Kate dijo que no parecías ser capaz de aceptar la realidad de la muerte de Ted Nash.
– ¿Eh… qué?
– Kate dijo que negabas ese hecho. Es un comportamiento muy común cuando muere un compañero; al negar su muerte, puedes negar que lo mismo pueda pasarte a ti. Es una forma de hacerle frente a la idea.
– Sí… bueno… yo… -… en realidad me importa un huevo.
– Kate y Ted llegaron a ser íntimos amigos, como probablemente sabes, pero ella ha conseguido elaborar su dolor.
Me estaba empezando a irritar, y como nada de esto parecía tener importancia alguna, sabía que Koenig me estaba provocando deliberadamente porque yo lo había cabreado. Le iba a pagar con la misma moneda.
– Para ser totalmente honesto con usted -dije-, Ted Nash no me gustaba nada, y superé ese doloroso proceso unos dos segundos después de haberme enterado de que estaba muerto. ¿Qué es lo que está tratando de decirme?
Sus finos labios esbozaron una leve sonrisa, luego desapareció.
– Supongo que estaba divagando un poco -dijo-. La cuestión es que, cuando regreses de Yemen, volveremos a formar un equipo especial y redoblaremos los esfuerzos en el caso Khalil.
– Muy bien. Ésa es la zanahoria. ¿Verdad?
– Ésa es la zanahoria. Yemen es la patada en el culo. Entérate, John.
– Ya me había enterado.
– Permanece en el equipo, juega la pelota y conseguirás otro punto. Abandona el equipo y nunca volverás a batear.
– Buena analogía. Y tiene razón, el caso Khalil es más importante para mí que buscar pruebas de humo en el caso TWA. -Y añadí, porque era verdad-: Ahora comprendo por qué está usted al mando aquí. Es muy bueno.
– Lo soy. Pero es agradable oírlo.
Esperé que me dijera lo bueno que era yo, pero no lo hizo.
– ¿No le preocupa desestimar la posibilidad de que exista esa cinta de vídeo? -pregunté.
Me miró fijamente durante varios segundos antes de contestar.
– No la estoy desestimando. Te estoy diciendo que no existe; pero si existiese, no es asunto tuyo. Espero que haya quedado claro.
– Como el cristal.
Se levantó y me acompañó hasta la puerta.
– Disfrutarás trabajando con nuestros agentes en Yemen. Son un equipo de primera.
– Estoy ansioso por contribuir al éxito de la misión. Me gustaría estar de regreso para el Día del Trabajador.
– Las necesidades de la misión tienen prioridad. Pero es posible.
– Bien. Doy clases en John Jay.
– Lo sé. No queremos crear complicaciones innecesarias.
– Sólo las necesarias.
– Todos somos soldados en la lucha contra el terrorismo global.
– Y también en la guerra contra la yihad islámica.
Koenig ignoró mis comentarios y dijo:
– Yemen está considerado un país hostil. Deberás tener mucho cuidado. -Y agregó-: Ahí tienes un gran futuro por delante, y no querríamos que te sucediese nada. Y Kate tampoco, estoy seguro. Es necesario que te pases por el departamento jurídico para hablar de tu testamento antes de marcharte. Y asegúrate de dejarle un poder notarial a un abogado por si desapareces o te secuestran.
Jack Koenig y yo nos miramos durante unos segundos. Finalmente le dije:
– No tenía pensado que sucediese ninguna de esas dos cosas.
Entonces me informó.
– No te equivoques, Yemen es un lugar peligroso. Por ejemplo, en diciembre de 1998, un grupo de extremistas religiosos secuestraron y asesinaron a cuatro turistas occidentales.
– ¿Budistas?
– No, musulmanes.
– Ah. O sea, que se trata de un país musulmán.
Era evidente que Koenig estaba perdiendo la paciencia ante mi fingida estupidez, pero continuó con su explicación.
– En los últimos diez años, más de cien occidentales han sido secuestrados en Yemen.
– ¿Bromea? ¿Y qué coño estaban haciendo allí?
– No lo sé… empresarios, profesores universitarios, turistas.
– Muy bien. Pero ¿después de que desaparecieran los primeros cuarenta o cincuenta, al resto no se le ocurrió pensar: «Eh, tío, tal vez deberíamos ir a Italia u otro país.»?
Me miró durante unos segundos y luego dijo con forzada paciencia:
– Por qué estaban en Yemen no es importante. Pero, para tu información, no había ningún norteamericano entre los secuestrados y desaparecidos. La mayoría eran europeos. Ya sabes, tienden a ser vinos viajeros muy temerarios.
– Ignorantes, sería más exacto.
– Lo que sea. Parte de tu misión en Yemen consistirá en reunir información acerca de esos occidentales desaparecidos. Y cuidar de no convertirte en uno de ellos.
Jack y yo nos miramos y quizá fuese mi imaginación, pero pensé que otra sonrisa fugaz había pasado por sus labios.
– Lo entiendo.
– Lo sé.
Nos dimos la mano y me marché.
Kate y yo pasamos el resto del día en el 26 de Federal Plaza, rellenando papeles, resolviendo algunos problemas pendientes y despidiéndonos de la gente.
Acudimos a la enfermería, donde nos vacunaron contra enfermedades de las que jamás habíamos oído hablar y cada uno cogió un frasco de píldoras para la malaria. Las enfermeras nos desearon un viaje seguro y saludable, sin una pizca de ironía.
– No sabía que te marchabas como voluntario a Yemen -me dijo Harry Muller cuando estaba ordenando mi escritorio.
– Yo tampoco.
– ¿Has cabreado a alguien?
– Koenig cree que estoy teniendo una aventura con su esposa.
– ¿De verdad?
– Ella lo engaña, pero no lo comentes.
– Sí… ¿y Kate se marcha a África?
– A Tanzania. Donde el atentado contra la embajada.
– ¿Y a quién ha cabreado ella?
– A Koenig. Él intentó propasarse y ella lo amenazó con presentar cargos por acoso sexual.
– Todo eso es mentira. ¿Verdad?
– No empieces a divulgar ningún rumor. A Jack no le gustan nada los rumores.
Nos estrechamos la mano y Harry dijo:
– Encuentra a esos cabrones que volaron el Cole.
– Haré todo lo que pueda.
Mi última parada, sin Kate, fue en la oficina jurídica del piso superior, donde una joven abogada -aproximadamente dieciséis años- me dio unos papeles para que rellenase los espacios en blanco y firmase, en los que se incluía un poder notarial en el caso de que desapareciera o fuese secuestrado. La chica me lo explicó:
– Si está muerto, los albaceas nombrados en el poder notarial podrán gestionar sus bienes. Pero si sólo está desaparecido, es como un grano en el culo. ¿Sabe a qué me refiero? Quiero decir, ¿está vivo o muerto? ¿Quién se encargará de pagar el alquiler y esas cosas?
– Jack Koenig.
– ¿Quién quiere que tenga este poder notarial? No tiene que ser necesariamente un abogado. Sólo alguien en quien usted confíe para que firme sus cheques y actúe en su nombre hasta que le encuentren, o se le suponga muerto, o sea declarado oficialmente muerto.
– ¿A quién utilizó Elvis Presley?
– ¿Qué me dice de su esposa?
– Ella probablemente estará en África.
– Estoy segura de que le permitirán regresar a casa. Su esposa. ¿De acuerdo?
– ¿Quiere decir que si desaparezco o me secuestran, mi esposa tendrá acceso a mi talonario de cheques, mi cuenta de ahorros, mis tarjetas de crédito y mi sueldo?
– Así es.
– ¿Y qué pasa si aparezco un año más tarde y descubro que estoy en bancarrota?
Se echó a reír.
No estoy tan acostumbrado a estar casado y ése era un momento de la verdad. Le pregunté a la abogada infantil:
– ¿A quién puso mi esposa?
– Ella aún no ha estado aquí.
– Entiendo… de acuerdo, que sea mi esposa.
Ella escribió el nombre de Kate en el documento, yo lo firmé y fue certificado allí mismo.
Hablamos unos minutos más y ella dijo finalmente:
– Eso es todo. Que tenga un buen viaje. Venga a verme cuando regrese.
– Le enviaré una postal si me secuestran.
Kate y yo habíamos decidido no salir juntos del edificio, de modo que concertamos una cita a las seis de la tarde en el Ecco s, su bar favorito en el centro. Yo llegué primero y, como siempre, el lugar estaba lleno de abogados, la mayoría de ellos penalistas que sólo podían soportar su presencia mutua cuando estaban borrachos.
Pedí un Dewar's doble y solo y me dispuse a relajarme. En el extremo de la barra había una mujer muy guapa y me llevó un par de minutos darme cuenta de que se trataba de mi ex esposa con un nuevo peinado y color de pelo. Robin y yo nos miramos, ella sonrió, alzó la copa y brindamos a través de la barra. El hecho es que aún nos llevamos bien en las raras ocasiones en las que hablamos o nos vemos. Me hizo señas para que me reuniese con ella, pero negué con la cabeza y pedí otro doble.
En ese momento entró un grupo de hombres y mujeres del NYPD, del piso veintiséis. Entre ellos iba Harry Muller, y me uní a ellos. Luego llegaron algunos compañeros del FBI de Kate, de modo que imaginé que se trataba de una pequeña despedida.
Kate llegó en compañía de algunos compañeros y, hacia las seis y media, en el lugar había alrededor de quince miembros de la ATTF, incluyendo a Jack Koenig, quien nunca deja pasar la oportunidad de mostrar qué tío normal le gustaría ser.
Koenig pronunció un breve discurso que apenas si pudo oírse por encima del ruido que había en el bar, pero conseguí captar las palabras «obligación», «devoción» y «sacrificio». Quizá estaba ensayando para mi oración fúnebre.
Robin, que tiene más cojones que muchos hombres, se acercó y se presentó a algunos de mis compañeros, luego se reunió conmigo e intercambiamos sendos besos en el aire.
– Dicen que te marchas a Yemen -dijo.
– ¿Estás segura? Me dijeron que era a París.
Se echó a reír.
– No has cambiado nada.
– ¿Por qué arruinar la perfección?
Kate se abrió paso hacia mí.
– Robin, ésta es mi esposa, Kate -dije.
Las dos se estrecharon la mano y Kate dijo:
– Me alegra mucho conocerte.
– Y a mí me alegra conocerte a ti -contestó sinceramente Robin-. He oído que te marchas a Tanzania. Qué trabajo más interesante tienes.
Ambas conversaron un rato. Y yo quería estar en otra parte.
– ¿Has redecorado el apartamento? -le preguntó Robin a Kate.
– Aún no. Estoy trabajando en la nueva decoración de John -contestó Kate.
Las dos se echaron a reír ante ese comentario. ¿Por qué no me reía yo?
– ¿Dónde está tu jefe? -le pregunté a Robin.
Me miró y contestó:
– Debe trabajar hasta tarde. Se encontrará aquí conmigo para cenar. ¿Os gustaría acompañarnos?
– Nunca me pediste que me uniese a vosotros cuando ambos os quedabais a trabajar hasta tarde, y estábamos casados. ¿Qué celebramos?
– Tú también trabajabas hasta tarde -contestó Robin fríamente-. Bueno, que los dos tengáis un buen viaje y que no os pase nada.
Se volvió y se alejó hasta el otro extremo de la barra.
– No tenías necesidad de ser tan brusco -dijo Kate.
– No soy muy sofisticado. Muy bien, larguémonos de aquí.
– Otros quince minutos. Sería amable por nuestra parte.
Se alejó unos pasos para unirse a la multitud.
Koenig fue el primero en marcharse, como es su costumbre, acompañado por la mayoría de los agentes del FBI que habían hecho una aparición obligada y no querían estar demasiado tiempo en compañía de policías.
David Stein se me acercó.
– Has tomado la decisión correcta -dijo.
– Considerando mis opciones, no tenía otra elección.
– Sí que la había. Regresarás con los antecedentes limpios como una patena e incluso un poco de poder en el bolsillo. Tienes que volver al caso Khalil y olvidarte de todo lo demás. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Hablo en serio.
– Hablo en serio.
– Te conozco.
– ¿Quién paga todas estas bebidas tan caras?
– El fondo de licencia por maternidad. Ahora te están devolviendo tus donativos. No cambies de conversación. Nadie te está jodiendo -me informó Stein-. Te están dando una segunda oportunidad. Kate lo entiende.
– Yo también entiendo que esta gente no acostumbra a dar segundas oportunidades. ¿Cómo es que he tenido tanta suerte?
– Hiciste que se cagaran en los pantalones -me dijo Stein acercándose un poco más.
Luego se volvió y se alejó.
Parecía ser una noche en la que debía encontrarme con la gente que menos me gustaba ver y, hablando de ello, vi que Liam Griffith entraba en el local y que se abría paso hacia la barra. Pidió un trago, luego se acercó a mí, alzó el vaso y dijo:
– Bon voyage.
Sentí el impulso de decirle que se fuese a comer mierda, pero le pregunté:
– ¿Se olvidaron de poner la sombrilla en tu bebida?
Griffith sonrió. ¿Y por qué no habría de hacerlo?
– Estuve unas semanas en Yemen -dijo-. También en Tanzania y Kenia. Yemen era un tanto peligroso.
No le contesté.
Griffith continuó:
– También he estado en Sudán y Somalia, y algunos otros lugares conflictivos.
– Debiste de acabar bastante jodido.
Me miró largamente y luego inició un breve discurso.
– A medida que ampliamos el alcance global de nuestras operaciones antiterroristas, nos damos cuenta de que las respuestas a quienes nos atacaron en el punto A se encuentran a menudo en el punto B. Y nuestra respuesta a esos ataques podría producirse en el punto C. ¿Me sigues?
– Me perdí después de que dijeras «bon voyage».
– No, no lo hiciste. Lo que te estoy diciendo es que el contraterrorismo es una vasta y compleja operación contra una red terrorista igualmente vasta y compleja. La clave del éxito está en la coordinación y la cooperación. Y eso deja fuera a los sabihondos y los solitarios, quienes suelen hacer más mal que bien.
– ¿Te refieres a mí?
– Bueno, no estoy hablando de mí. Si aún no te has dado cuenta, el contraterrorismo no es como la investigación de un homicidio.
– En realidad, lo es.
– ¿Sabes por qué estoy hablando contigo? -me dijo, acercándose un poco más.
– ¿Nadie más de los que están aquí quiere hablar contigo?
– Estoy hablando contigo porque Jack me pidió que hablase contigo y te hiciera entender que la respuesta de lo que pudo haberle pasado al vuelo 800 de la TWA en Long Island no necesariamente se encuentre en Long Island. Puede encontrarse en Yemen. O en Somalia. O en Kenia o en Tanzania.
– O en París.
– O en París. Pero puedes empezar por Yemen.
En ese momento debí pegarle un rodillazo en las pelotas, pero me contuve y le dije:
– Ahora entiendo por qué Ted Nash y tú estabais tan unidos. Vaya par de gilipollas.
El señor Griffith inspiró profundamente.
– Ted Nash era un buen hombre -dijo.
– No, en realidad era un gilipollas.
– Tu esposa no pensaba lo mismo cuando pasaron un mes juntos en el Hotel Bayview.
Me di cuenta de que el tío me estaba provocando para que yo lo golpease y acabase despedido y acusado de agresión. Tengo tendencia a morder esa clase de anzuelo, que es algo divertido, pero poco inteligente.
Apoyé mi mano en su hombro, un gesto que lo sobresaltó, y acerqué mi rostro al suyo y le dije:
– Desaparece ahora mismo de mi jodida vista.
Griffith se marchó.
Nadie parecía haber advertido el pequeño altercado y volví a mezclarme con el grupo.
Kate y yo nos quedamos otros quince minutos, luego otros tantos. Aproximadamente a las siete y media estaba aturdido y quería marcharme, de modo que le hice una seña a Kate y me dirigí hacia la puerta.
Una vez en la calle, Kate y yo cogimos un taxi.
– Jack me dijo que volverá a formar el equipo especial cuando regrese de Yemen -le dije a Kate-. ¿Lo mencionó cuando habló contigo?
– No. Probablemente quería ser él quien te lo dijese. Es una buena noticia.
– ¿Tú le crees?
– ¿Por qué no habría de creerle? No seas tan cínico.
– Soy neoyorquino.
– La semana próxima serás un yemenita.
– No es gracioso.
– ¿De qué estabas hablando con Liam Griffith?
– De lo mismo que la vez anterior.
– Fue muy amable por su parte venir a despedirse.
– No se lo habría perdido por nada del mundo.
Decidí no hablarle a Kate acerca de Ted Nash y ella en el Hotel Bayview poique no era relevante, era el pasado. Ted estaba muerto, entre ellos no había habido nada, yo no quería empezar una pelea antes de despedirnos, y Liam Griffith era, en palabras de los federales, un «agente provocador», y probablemente estaba mintiendo para tocarme las pelotas. Pero me preguntaba cómo era que Jack Koenig y él sabían que yo era un tanto susceptible ante el tema.
Viajamos a casa en silencio, sin querer decir mucho más acerca de ese día.
Pasamos el día siguiente, sábado, poniendo en orden nuestros asuntos personales, una tarea que resultó más complicada de lo que yo había imaginado, pero Kate sabía perfectamente lo que había que hacer. El domingo lo dedicamos a hacer llamadas y enviar correos electrónicos, sobre todo a la familia y los amigos, informándoles de nuestros trabajos, por separado, en el extranjero y prometiéndoles que nos pondríamos en contacto con ellos cuando regresáramos a casa.
El lunes, Kate cambió el mensaje grabado en nuestro contestador para decir que ambos estaríamos fuera del país hasta nuevo aviso.
Por razones de seguridad, el correo de los agentes no puede enviarse a determinados países -Tanzania y Yemen eran dos de esos países-, de modo que hicimos los arreglos necesarios para que la oficina de correos retuviese nuestra correspondencia y a Kate la afectó el hecho de que no vería un catálogo de compra por correo durante mucho tiempo.
La vida moderna es a la vez cómoda y complicada, ambas cosas como resultado de los avances tecnológicos. Kate tenía una gran confianza en Internet para resolver muchos de sus problemas logísticos, manejar sus cuentas, hacer compras, comunicarse y cosas por el estilo. Yo, por mi parte, utilizo Internet sólo para acceder a mi correo electrónico, para lo que necesito realizar una serie de decodificaciones antes de ser capaz de entender esos mensajes herméticos y clínicamente muertos.
Cuando estuvimos seguros de que habíamos hecho todo lo necesario para separarnos de la vida tal como la conocíamos, nos fuimos a comprar cosas que necesitábamos para nuestros respectivos viajes.
Yo quería ir a Banana Republic, lo que hubiese sido muy apropiado, pero según Kate, Abercrombie & Fitch, en Water Street, era el destino predilecto de las personas con destinos de viaje extravagantes.
De modo que fue A &F, y le dije al empleado:
– Tengo que viajar al culo del universo y estoy buscando algo con lo que pueda ser secuestrado y que luzca bien en las fotos que envíen los terroristas.
– ¿Señor?
Kate le dijo al joven empleado:
– Estamos buscando ropa para el desierto y climas tropicales. Y unas buenas botas.
Pues vale.
Después de haber comprado lo que necesitábamos, Kate y yo nos separamos durante un rato, y mi última parada del día fue en el bar Windows on the World, en la Torre Norte del World Trade Center, conocido, modestia de neoyorquino, como «El mejor bar del mundo».
Eran aproximadamente las seis y media de la tarde y el bar, situado en el piso 107, un lugar para relajarse a 400 metros sobre el nivel del mar, exhibía una variada colección de personas como yo que sentían la necesidad de un trago de diez o quince pavos y la mejor vista de Nueva York, si no lo era del mundo.
No había estado aquí desde el pasado septiembre, cuando Kate me arrastró para la celebración del vigésimo aniversario de la creación de la ATTF.
Uno de los jefes del FBI que habló aquella noche dijo: «Os felicito a todos por vuestro excelente trabajo durante estos años, y especialmente por las detenciones y condenas de todos aquellos responsables de la tragedia que se produjo en este mismo lugar el 26 de febrero de 1993. Nos volveremos a ver para el vigésimo quinto aniversario de este magnífico equipo, y tendremos mucho más que celebrar.»
Yo no estaba seguro de asistir a esa fiesta, pero sí esperaba que hubiese más cosas que celebrar.
Kate llamó para decirme que se reuniría pronto conmigo, lo que significaba aproximadamente una hora. Pedí un Dewar's con soda, apoyé la espalda en la barra y miré a través de los grandes ventanales, que iban del suelo al techo. Hasta las refinerías de Nueva Jersey tenían buen aspecto desde allí.
A mi alrededor había un montón de turistas, junto con especímenes de Wall Street, yuppies, parásitos profesionales, alguna que otra chica guapa de alterne, y parejas de las zonas residenciales que estaban en la ciudad por alguna razón especial, y probablemente unos cuantos tíos de mi profesión, que tenían sus oficinas aquí, en la Torre Norte, y que utilizaban este lugar para reuniones y cenas importantes.
No era la clase de lugar que me agrada especialmente, pero Kate quería venir aquí, dijo, para contemplar la ciudad de Nueva York desde la cima del mundo en nuestra última noche juntos. Un recuerdo que nos acompañaría hasta el día en que volviésemos.
Yo no sentía ninguna ansiedad especial por tener que alejarme de mi ciudad, mi casa y mi esposa, de la misma forma en que lo hacen los soldados que parten hacia la línea del frente. Para ponerlo en perspectiva, estaría fuera sólo unos meses, podría renunciar al trabajo cuando quisiera, y el peligro en mi lugar de destino, aunque real, no era tan grande como el que espera a un soldado que parte a la guerra.
Y, sin embargo, sentía una especie de inquietud, tal vez por la sincera preocupación demostrada por Jack Koenig de que no me sucediera nada malo, junto con la firma de documentos por si desaparecía, me secuestraban o moría. También, naturalmente, sentía aprensión por el hecho de que Kate viajase a un lugar donde los norteamericanos ya habían sido objeto del ataque de los extremistas islámicos. Quiero decir, nuestro trabajo consistía en combatir el terrorismo, pero hasta ahora lo habíamos hecho aquí, en Estados Unidos, donde se había producido un solo ataque atribuido al terrorismo… precisamente aquí, de hecho.
Kate llegó inusualmente temprano y nos abrazamos y besamos como si nos encontrásemos después de mucho tiempo.
– He preparado unas cuantas cajas para ambos que enviaremos mañana a las respectivas embajadas por valija diplomática.
– Tengo todo lo que necesito.
– He incluido una caja de seis latas de Budweiser para ti.
– Te amo.
Pedí un vodka con hielo para ella, y permanecimos con las espaldas contra la barra, cogidos de la mano y contemplando la puesta de sol sobre los yermos de Nueva Jersey.
El lugar se había vuelto un poco más silencioso mientras la gente disfrutaba de la luz del crepúsculo, con las copas en las manos, medio kilómetro sobre la superficie de la tierra, separados del mundo real por aproximadamente dos centímetros de cristal transparente.
– Vendremos aquí cuando regresemos -dijo Kate.
– Eso suena bien.
– Te echaré de menos -dijo.
– Yo ya te echo de menos.
– ¿Cómo te sientes en este momento? -me preguntó Kate.
– Creo que el alcohol llega más rápidamente al cerebro a esta altura. Siento como si la habitación se estuviese balanceando.
– Se está balanceando.
– Eso es un alivio.
– Voy a echar de menos tu sentido del humor.
– Yo voy a echar de menos a mi público.
– Prometamos que volveremos igual que cuando nos marchamos. ¿Me entiendes? -dijo, apretándome la mano.
– Sí.
Los viernes en el Windows on the World es la Noche Disco, y una banda disco comenzó a tocar a las nueve de la noche. Llevé a Kate a la pequeña pista de baile y le enseñé algunos de mis movimientos de los años setenta, que ella encontró francamente divertidos.
La banda estaba tocando The Peppermint Twist, que yo volví a bautizar como Twist Yemenita mientras ejecutaba unos pasos especiales llamados «El paseo del camello» y «Esquiva las balas». Obviamente, estaba como una cuba.
De regreso en la barra, Kate y yo comenzamos a beber una especialidad de la casa llamada «Té Helado Isla de Ellis», que a dieciséis pavos la copa necesitaba un nombre más pijo.
Kate pidió sushi y sashimi en la barra, y aunque normalmente no como pescado crudo y algas, cuando estoy borracho me meto en la boca cosas que no debería.
Abandonamos el Mejor Bar del Mundo a medianoche, con el mayor dolor de cabeza que había tenido en mucho tiempo.
Una vez en la calle cogimos un taxi y Kate se quedó dormida con la cabeza apoyada en mi hombro. Mientras recorríamos las calles de regreso a casa me dediqué a mirar a través de la ventanilla.
Nueva York, viernes por la noche. Tendría que recordarlo en los siguientes meses.
El departamento de viajes del FBI nos había incluido consideradamente en dos vuelos que despegaban del aeropuerto JFK con dos horas de diferencia; Kate cogería un vuelo de Delta a El Cairo y yo un vuelo de American Airlines a Londres. Luego cogería un avión a Ammán, en Jordania y, desde allí, volaría finalmente a Adén, mientras que Kate tendría un vuelo directo a Dar es Salaam, en Tanzania. Con un poco de suerte, nuestras armas llegarían en las valijas diplomáticas antes que nosotros.
Alfred, nuestro conserje, nos deseó un buen viaje y cogimos una limusina hasta el aeropuerto. Primero llegamos a la terminal de Delta. Nos despedimos junto al bordillo, sin demasiados sentimentalismos y sin lágrimas.
– Cuídate. Te quiero. Nos veremos -dije.
– Tú cuídate también. Tratemos de encontrarnos en París en el viaje de regreso a casa.
– Es una cita.
Un mozo se hizo cargo de su equipaje y Kate lo siguió hacia el interior del edificio. Nos saludamos agitando las manos a través del cristal.
Volví a subirme a la limusina y continuamos viaje hasta la terminal de American Airlines.
Ambos teníamos pasaportes diplomáticos, que es un elemento habitual en nuestra profesión, de modo que el trámite en Clase Business fue relativamente indoloro. La seguridad era una combinación de una broma y una pelea. Habría podido entregarle mi pistola Glock al guardia de seguridad, clínicamente muerto, y recogerla al otro lado del detector de metales.
Tenía un par de horas de espera, de modo que maté el tiempo en el salón de la Clase Business, leyendo los periódicos del día y bebiendo bloody mary gratis.
Mi teléfono móvil empezó a sonar y era Kate.
– Estoy a punto de embarcar -dijo-. Sólo quería decirte adiós otra vez y también que te quiero.
– Yo también te quiero -dije.
– ¿No me odias por haberte metido en este fregado?
– ¿En qué fregado? Oh, este fregado. No hay problema. No hace más que alimentar la leyenda Corey.
Kate permaneció en silencio un momento antes de preguntar:
– ¿Hemos terminado con el vuelo 800 de la TWA?
– Por completo. Y Jack, si estás escuchando, fue un fallo mecánico en el tanque de combustible central.
Kate volvió a quedarse en silencio.
– No te olvides de enviarme un correo electrónico cuando llegues -me dijo.
– Tú también.
Intercambiamos unos cuantos «te quiero» más y colgamos.
Un par de horas más tarde, mientras Kate ya estaba volando sobre el Atlántico, la pantalla de vídeo dijo que mi vuelo a Londres estaba embarcando y me dirigí hacia la puerta.
Había pasado exactamente una semana desde que se celebrase la ceremonia en recuerdo de las víctimas del vuelo 800 de la TWA y, en esa semana, había aprendido un montón de cosas, ninguna de las cuales me hacía ningún bien en ese momento.
Pero en este juego tienes que pensar a largo plazo. Hablas. Husmeas. Te devanas los sesos. Y luego vuelves a hacerlo.
En este mundo no hay un solo misterio que no tenga solución. Si es que vives lo suficiente para descubrirlo.