Carson dobló en dos el periódico que estaba leyendo y lo lanzó a una silla cercana, como si fuera una canasta de baloncesto.
– La multitud se vuelve loca -murmuró para sí, levantándose para ir a la cocina a beber un vaso de agua-. Están gritando su nombre: Carson, Carson, Carson.
Bebió agua en un vaso de papel y luego lo arrugó y lo lanzó al cubo de la basura.
– Carson lo logra de nuevo. Es un tipo increíble.
Miró a su alrededor en busca de cosas para lanzar, pero lo único que había en el mostrador de la cocina era una tostadora y una docena de huevos que había sacado para hacerse una tortilla. Pensó en lanzar los huevos, pero ¿qué pasaría si fallaba? Luego tendría que limpiarlo todo.
El viento de la tormenta sacudía con violencia el edificio. La energía eléctrica fallaba a ratos. Dejándose caer en el sofá, encendió la radio y buscó una emisora donde hubiera noticias.
– …sacudiendo nuestras costas esta noche. La violencia de los vientos, junto a una marea inusualmente fuerte, ha movido el Departamento de Salud Pública a pedir que se evacuen las casas que están a los largo de la playa. Ha habido inundaciones en…
Murmurando un juramento en voz baja, se dirigió al teléfono y volvió a marcar el teléfono de Lisa. Ya había llamado cinco veces desde que había llegado a casa, pero seguía comunicando.
No le extrañaría que hubiera dejado el teléfono descolgado sólo para torturarle. Habían estado todo el día tirándose indirectas. Sabía que ella estaba enfadada por lo que había sucedido la noche anterior. ¿Por qué no comprendía que él lo había hecho por ella? ¿Pensaba ella de verdad que le divertía negarse la cosa más deseada en el mundo?
Lo primero que había hecho aquella mañana había sido ir al departamento de joyería a devolver el anillo. El de Lisa estaba ya allí, brillando sobre el terciopelo negro.
– ¿Qué es lo que he oído esta mañana de que Carson y tú se han casado? -le estaba preguntando Greg a Lisa cuando él entraba en la oficina.
Ella había levantado los ojos y lo miró.
– Es cierto -le había dicho a Greg de buen humor-. La noche pasada estuvimos casados durante un rato. Pero no duró. La luna de miel fue demasiado apresurada. No aprendimos a conectarnos de la forma que se supone debe hacerlo un matrimonio. Y luego, un poco más tarde, nos divorciamos. De modo que ahora todo mundo está feliz -dijo, volviéndose a mirar al atónito Carson a los ojos-. Carson es como uno de esos leones de aquella película de África. Tiene que ser libre. Como los vientos errantes, él ha nacido para vagar por el mundo. ¿No es así, Carson?
El se había hundido en una silla y les sonrió.
– Sí, eso es más o menos lo que pasó. Ella se ha quedado con la custodia del coche, pero yo tengo derecho de visita los fines de semana. Ahora estoy esperando a ver cuánto me pide de pensión alimenticia.
Lisa había fingido que lo odiaba, pero a Carson no se le había escapado el brillo de humor que había en sus ojos. Eso lo relajó. El resto del día, ella había estado lanzándole indirectas a las que él había contestado en un par de ocasiones, pero por debajo de todo aquello, se daba cuenta de que ella estaba dolida. Y todo lo que él deseaba era encontrar la manera de decirle que lo sentía.
Tomó el teléfono de nuevo y volvió a llamar. Seguía ocupado. En vez de colgar, llamó a la operadora.
– Todos nuestros operadores están ocupados en este momento -dijo la voz grabada-. Por favor, siga en la línea hasta que un operador pueda atenderle… Todos nuestros operadores están ocupados en este momento. Por favor…
Entonces pensó que a lo mejor no era que su teléfono estuviera ocupado, sino que la línea estaba cortada. Colgó con fuerza y saltó del sofá. Tomando su chaqueta se dirigió hacia la puerta. Había una tormenta enorme en aquella zona, y las playas habían sido evacuadas. Tenía que asegurarse de que Lisa estaba a salvo. Si no podía hablar con ella por teléfono, tendría que ir a verla en persona.
Cuando conducía a toda velocidad en dirección a la playa, Carson se sentía cada vez más preocupado. El viento era violentísimo, y empujaba con fuerza su coche. Había ramas por todas partes. El pavimento estaba lleno de objetos caídos. Esta era una tormenta monstruosa.
La lluvia caía con tanta fuerza que apenas podía ver por dónde iba. La mayor parte de las casas que había a lo largo de la playa estaban en sombras, señal de que habían sido evacuadas. Pero en la de Lisa se veía la luz. ¿Significaba eso que todavía seguía allí?
Dejó el coche en la calle y corrió a través de la lluvia hacia la puerta de atrás de la casa.
– ¡Lisa! -gritó con todas sus fuerzas. No hubo respuesta: Corrió alrededor de la casa y entró en el jardín, revisando las ventanas francesas hasta que encontró una abierta y pudo entrar en la casa-. ¡Lisa!
El interior estaba todo iluminado, pero no veía a Lisa por ninguna parte. Si no estaba allí, ¿dónde podría estar?
– ¿Lisa? -preguntó atravesando el salón, el despacho, la cocina, y luego saliendo al pasillo y subiendo escalera arriba-. ¿Lisa?
Entonces vio que una puerta se abría frente a él.
– ¿Carson? -Lisa apareció en la puerta de su dormitorio, vestida con un pijama azul de seda que se ceñía a su cuerpo. Sus cabellos caían despeinados a ambos lados de su rostro como una nube dorada. Estaba descalza-. ¿Qué estas haciendo aquí?
El se apoyó contra la pared en busca de apoyo, en parte por el alivio que sentía al haberla encontrado y en parte por la impresión que le causaba verla así vestida. Después de pasarse todo el día tirándose pullas el uno al otro, después del miedo y la preocupación que había sentido al no poder comunicarse con ella, después de todo eso, se la encontraba así. La seda azul de su pijama moldeaba su cuerpo con toda claridad, sus redondas caderas, su vientre suave y liso, sus pechos llenos y redondos, los pezones claramente marcados a través del tejido. Sintió que los músculos de su abdomen se contraían dolorosamente.
– He venido para sacarte de aquí -dijo cuando logró recuperar el habla, mirando con fiereza los ojos oscuros de ella-. Vamos. No puedes quedarte aquí. Es demasiado peligroso.
Ella sacudió la cabeza.
– No seas tonto. Esta casa lleva aquí casi cien años. Una pequeña tormenta no va a acabar con ella.
Le habría gustado tomarla de la muñeca, echársela al hombro y salir con ella por la puerta.
– Esta tormenta no tiene nada de pequeña. Están cayendo árboles por toda la zona. Tu tejado podría ser el siguiente. El mar puede llegar a tu porche en cualquier momento -dijo señalando en dirección a la puerta-. Toda esta zona ha sido evacuada.
Ella negaba con fuerza, y Carson no pudo evitar contemplar la forma en que sus pechos se movían debajo de la tela sedosa de su pijama. Estaba llegando al límite de su resistencia. Tenía que hacer algo. Tenía que mantener el control.
– Vamos-dijo-. Vamonos.
– Quiero quedarme -insistió ella, con las manos en las caderas-. Esta es mi casa.
¿Era imaginación suya, o era verdad que ella seguía desafiándole? Acercándose a ella, abrió completamente la puerta de la habitación y la hizo volverse por los hombros.
– Ponte algo -le dijo-. Te voy a llevar conmigo.
Lisa reconoció la nota de autoridad que había en su voz, y sus ojos cambiaron. No era propio de ella actuar con testarudez, y no pensaba hacerlo ahora. Si él pensaba de verdad que era tan importante, haría lo que el decía.
– ¿A dónde me llevas? -le preguntó mientras abría un cajón para sacar un suéter y unos vaqueros. Se volvió a mirarlo a los ojos. No le había pasado inadvertida la forma en que Carson había reaccionado ante su pijama. Un estremecimiento de excitación la atravesó. Si iba a pasar la noche con él…
– A mi casa, supongo -dijo él-. A no ser que tengas otro sitio al que prefieras ir.
– No -dijo ella sacudiendo la cabeza-. No. Tu casa es perfecta.
Las miradas de los dos se encontraron, y los dos supieron lo que el otro estaba pensando.
– Rápido -dijo él.
– Sí.
Pero no se movió. Se quedó inmóvil donde estaba, mirándolo con sus grandes ojos oscuros y pidiéndole… Carson sintió un escalofrío. Estaban tan cerca el uno del otro que podía sentir el calor del cuerpo de ella, oler el perfume de sus cabellos. Como si estuviera en estado de trance, y sin saber lo que estaba haciendo, levantó la mano y la tocó, deslizando la mano por debajo de la tela del pijama, apresando uno de sus pechos y acariciando con el dedo el duro pezón. Estaba sin aliento.
Pero a aquellas alturas le resultaba imposible controlar su deseo. El deseo se había apoderado de Carson por completo, se había convertido en él mismo, y todo lo que él era, su cuerpo y su espíritu, no deseaba otra cosa que poseerla allí mismo, sin esperar un instante. Y dejó que su mano se deslizara hacia abajo, sobre su vientre, y luego entre sus piernas.
Ella no hizo el menor movimiento para detenerlo. Un gemido surgió de lo hondo de su garganta, y sus caderas se movieron, aceptándole, mientras al mismo tiempo comenzaba a desabrocharse la parte de arriba del pijama, que en seguida se deslizó de sus hombros y cayó al suelo sin hacer ruido.
Carson contempló sus pechos coronados de rosa, y sintió que había algo fuerte y poderoso que crecía dentro de él. No podía respirar. No podía pensar. Lo único que podía hacer era acercarse a ella, tocarla, acariciarla. Jamás había sentido el tacto de algo tan suave y tan cálido. Pero no podía detenerse a disfrutar de aquellas sensaciones. Había esperado durante demasiado tiempo, y ahora tenía que poseerla inmediatamente. Los dos estaban en la cama, y ninguno de los dos sabía a ciencia cierta cómo habían llegado allí. El se quitó los vaqueros, y cuando se volvió a mirarla, vio que Lisa estaba completamente desnuda. Su piel brillaba como el oro a la luz de la lámpara de la mesita. Carson deslizó la mano sobre su cuerpo, tocando su hombro, su brazo, su pecho, su vientre, deslizándola entre sus muslos hasta sentir su calor, su humedad.
No debería estar haciendo aquello. Tenía que haberse detenido. Miró a Lisa a los ojos, igual que si estuviera drogado. A lo mejor ella hacía o decía algo para detenerlo.
– No te detengas -murmuró ella-. Por favor, Carson, no te detengas.
Estaba tan excitada en aquellos momentos, que la sola idea de que él pudiera apartarse de ella de nuevo le resultaba insoportable. No pensaba dejarlo que se marchara. Incorporándose ligeramente, hundió sus dedos en los espesos cabellos de Carson y le atrajo hacia sí. La boca de él descendió sobre la suya, y Lisa abrió los labios para recibirle y él la besó con una ansiedad como jamás había sentido antes, como si quisiera realmente devorarla. Luego él se tendió sobre Lisa, y ella recibió su peso con un gemido de felicidad. Su cuerpo era firme, duro y suave como el satén y Lisa se apoderó de él con mano temblorosa. Carson jadeó suavemente, y Lisa sintió el poder que tenía sobre él.
Dio un grito cuando la penetró, y luego una y otra vez a medida que su placer aumentaba en una espiral incontrolable, hasta llegar un momento en que pensó que iba a volverse loca. Sentía la fuerte respiración de él en el oído. Luego se abandonó a la sensación de estar unida a él, y todo lo que deseó fue que su placer y el de Carson se unieran en uno y que no terminara nunca.
Pareció durar una eternidad. E incluso cuando terminó, ella no le permitió que se separara de ella, y siguieron unidos durante un largo rato, sin decir una palabra. Las lágrimas corrían por las mejillas de Lisa, y se alegró de que el rostro de Carson estuviera hundido en sus cabellos y que no pudiera verlas.
Las lágrimas se debían a la increíble intensidad de lo que acababan de compartir juntos. Pero se debían también a que ahora ella sabía que estaba enamorada de él, y que el amor tenía que ser agridulce.
– Dios mío, Lisa -dijo-. No debería haberlo hecho.
Pero se inclinó para besarla en los labios.
– Yo quería que lo hicieras -contestó ella-. Y me alegro.
Carson se deslizó a su lado para poder contemplarla, y sintió que el deseo lo invadía de nuevo. Bajando la cabeza, comenzó a acariciar uno de sus pezones con la lengua, y sintió cómo su cuerpo comenzaba a reaccionar de nuevo. Ella suspiró suavemente, y estaba a punto de decir algo cuando la interrumpió el sonido de un altavoz que llegaba a través de la ventana.
– Esta zona ha sido evacuada. Si queda alguien en el interior de esta casa, tiene que marcharse inmediatamente. No queda absolutamente nadie en la manzana, y no podemos garantizar su seguridad.
Carson levantó la cabeza.
– Dios mío. He dejado el coche en medio de la calle. Escucha -dijo, mirando a Lisa y recordando de pronto la razón por la que había ido allí-, tenemos que marcharnos de aquí.
– ¡No! -dijo ella abrazándose a él.
– Tenemos que irnos. Dentro de una hora habrá marea alta. Cualquiera sabe lo que podrá pasar.
Ella se incorporó.
– ¿A tu casa? -preguntó.
El asintió.
Se vistieron a toda prisa y se dirigieron a la puerta de atrás.
– Espera -dijo Lisa cuando salían, echando a correr en dirección a la puerta principal a pesar de las protestas de Carson. ¿Dónde estaba el cochecito de bebé que había visto allí durante los últimos días? Quería guardarlo para que no se estropeara con la tormenta, pero por mucho que buscó, no logró dar con él. Había desaparecido por completo.
Volvió al lugar donde la esperaba Carson, sin hacer caso de sus comentarios. Era extraño que el cochecito hubiera desaparecido en aquel preciso momento. Durante todos aquellos días había sentido una extraña afinidad con él.
Casi no había tránsito en las calles.
– Sólo a un idiota se le ocurriría salir con este tiempo -dijo Carson-. O sea que ya sabes lo que somos.
Lisa rió. A lo mejor Carson tenía razón, pero se sentía tan bien en aquellos momentos que no le preocupó en absoluto.
En un cruce, un enorme trozo de madera se acercó a ellos girando en el aire y estuvo a punto de estrellarse contra el parabrisas. Lisa se recostó en su asiento y comenzó a sentirse nerviosa. Carson tenía razón, aquella tormenta no era normal.
La lluvia caía con tanta fuerza que Carson apenas podía ver la calle, y el coche avanzaba lentísimo. Habían llegado casi a su destino cuando, de pronto, Carson pisó con fuerza el freno y extendió la mano para asegurarse de que Lisa no se golpeara contra el cristal.
– ¿Qué pasa? -preguntó ella.
– ¿No lo ves? Ese viejo eucaliptos se ha caído y está bloqueando la calle. Tendremos que ir corriendo.
Dio marcha atrás y estacionó el coche en la acera.
Salieron y echaron a correr, tomados de las manos, bajo el viento fortísimo y la lluvia que caía a raudales. Cuando llegaron al apartamento de Carson estaban completamente empapados y los dos reían a carcajadas.
Estaban dejando perdido el pasillo de entrada.
– Será mejor que nos desnudemos aquí mismo -dijo él, comenzando a desabrochar el suéter de Lisa.
– Tienes razón -dijo ella agarrando su cinturón.
Un momento más tarde, los dos estaban desnudos de nuevo haciendo el amor sobre la alfombra, porque no pudieron esperar a llegar al dormitorio. Lisa rodeó el cuerpo de él con sus piernas, urgiéndole con sus movimientos y sus gemidos, y Carson le murmuró su nombre al oído.
Lisa jamás había tenido tal sensación de plenitud y de liberación al hacer el amor. Una vez que terminaron, la invadió una sensación de lasitud y de relajación casi perfecta. Pero, por alguna razón, no duró mucho tiempo, y se encontró que al poco rato volvía a desearlo de nuevo.
Se levantaron y se dieron una ducha juntos. Carson la envolvió en su enorme y cálido albornoz de baño y encendió el fuego de la chimenea. Lisa se puso a contemplar las llamas, preguntándose cómo era posible sentirse tan desgraciada una noche y tan feliz la siguiente.
Se puso a mirar a Carson. Lo deseaba con todas sus fuerzas, deseaba su brazo sobre sus hombros, sus labios en su sien, su voz, el tacto de su piel. Era un deseo que iba más allá del éxtasis que acababan de compartir. Ella deseaba mucho más que eso. En aquel momento, Carson se sentó a su lado, y ella lo abrazó con un suspiro y apoyó la cabeza en su hombro. Eso era lo que ella realmente quería. Su calor. Su afecto. Su amistad. Su amor.
¿Había logrado cambiarlo? Lo miró por el rabillo del ojo y sintió deseos de soltar una carcajada. No. Había sido él quien la había cambiado a ella. El la había convertido en una diosa del amor. Al menos por aquella noche. Lisa deslizó la mano por dentro de la camisa de Carson y acarició los fuertes músculos de su pecho. Carson se recostó en el sofá, invitándola a continuar.
– Aquí vamos de nuevo -le murmuró ella al oído, riendo.
Esta vez, Carson la llevó en brazos al dormitorio y la depositó con suavidad sobre la cama, acariciando sus cabellos, su rostro, sus pechos, hasta que ella, temblando de pies a cabeza, sintió que no podía más. Pero él siguió todavía un rato acariciándola suavemente, sin prisa.
– Ámame, Carson. ¡Ahora mismo! -dijo ella por fin. Y entonces él la tomó y la sostuvo entre sus brazos, intentando no pensar en que las palabras de ella significaban mucho más que el acto físico que estaban compartiendo.
Yacieron entrelazados sobre las sábanas, y charlaron en voz baja, débilmente iluminados por la luz que llegaba del pasillo, En el exterior la tormenta seguía aullando y golpeando los muros de la casa, pero allí dentro los dos estaban a salvo, protegidos de la lluvia y del frío.
– Lisa -preguntó él de pronto, acariciándole los cabellos-. ¿Estás protegida?
No lo había estado la primera vez, pero después ya se había ocupado de que todo estuviera en orden.
– No te preocupes -dijo-. Ya sé qué es lo que sientes hacia los niños.
El se quedó inmóvil, mirando el techo. Al hacerle esa pregunta estaba pensando más en ella que en él, pero pensó que Lisa tenía derecho a tomarse así las cosas. Después de todo, era cierto que él no quería niños. Tampoco estaba para casarse.
– Algún día -le estaba diciendo ella con voz suave-, vas a tener que contarme cuál es la razón de que sientas tanto rechazo por los niños.
El se volvió a mirarla. Era tan hermosa que cada vez que posaba sus ojos en ella sentía que se le encogía el corazón. En aquellos momentos se sentía como si pudiera contarle cualquier cosa.
– Supongo -siguió diciendo ella-, que el origen del problema está en que tienes malos recuerdos de tu niñez.
– Sí, pero ese es el origen de todo.
– Eso es lo que dicen los freudianos -dijo ella incorporándose-. Dime qué es lo que pasó. ¿Te mandaron a trabajar al circo cuando eras pequeño? ¿Te tiraban cacahuates los niños del público cuando estabas haciendo tu número? ¿No? -dijo ella sonriendo, sin dejar nunca de acariciarle suavemente-. ¿Fuiste amamantado por los lobos? ¿Tuviste que trabajar en una fábrica durante tus años de formación? ¿Qué es lo que pasó? ¿Qué?
Se inclinó para besar su cuerpo, y Carson por fin se volvió a mirarla e intentó sonreír.
– Muy bien -dijo-. Te voy a contar cómo fue.
Lisa se quedó inmóvil. Tenía la sensación de que eso no iba a resultar nada fácil para él, y no quería hacer algo para perturbar sus recuerdos.
– Yo crecí en casa de mi tía Fio. Era la hermana de mi madre, y tenía seis hijos propios. Cuando se enteró de que tendría que quedarse conmigo, la noticia no la hizo precisamente feliz. Todavía la veo hablando a gritos por teléfono, intentando encontrar a alguien que se quedara conmigo.
– ¿Cuántos años tenías?
– Unos cuatro, por aquella época.
– ¿Y te acuerdas de eso?
– Sentir un rechazo así es algo que se te clava muy dentro -dijo él con una risa amarga. Pero no quería ser melodramático e intentó buscar otra manera de seguir contando la historia.
– Sigue -dijo Lisa-. ¿Viviste con ella hasta que te hiciste mayor?
– Sí, la mayor parte del tiempo -contestó. Pero al mirarla, se dio cuenta de que ella no le iba a permitir que no le contara más detalles. Pensó que lo que deseaba de verdad era hacerle el amor de nuevo y olvidarse de todo aquello-. Cuando vio que tenía que cargar conmigo, decidió que era justo conseguir algún beneficio a cambio. Los primeros años supongo que no fui más que una carga para ella, pero cuando cumplí ocho o nueve años, ella comenzó a inventar maneras de utilizarme. Me ponía a cuidar a los pequeños. Ella estaba por entonces poniendo una tienda de lanas. Su marido estaba siempre sin trabajo, bebiendo con sus amigos en el bar, y necesitaba a alguna persona que le cuidara los niños. Incluso me tuvo un año sin ir a la escuela. Le dijo al profesor que había una emergencia familiar. La emergencia era que ella necesitaba un niñero para cuando ella estaba fuera atendiendo su tienda.
– ¿Cómo le permitieron que hiciera eso?
– Que yo sepa, nadie se puso a hacer preguntas, De modo que allí estaba yo, cuidando de los pequeños. Eran unos niños sucios y revoltosos. Además, mi tía Fio no era precisamente la mejor ama de casa del mundo, y nunca había dinero para darles ropa y zapatos adecuados, o incluso comida -dijo. Y luego añadió, con una ligera sonrisa-: Cuando yo hacía perritos calientes una noche, guardaba el agua de calentar las salchichas para hacer sopa al día siguiente. Echaba todo lo que encontraba en la nevera y lo calentaba en aquella agua de salchichas deliciosa.
– Uf-dijo Lisa haciendo una mueca.
– Era algo absolutamente asqueroso, te lo puedo asegurar. Una noche, lo único que había para cenar era una lata de crema de maíz, para los siete. De todos modos -añadió-, no siempre era así. Eso fue sobre todo el año que yo estuve sin ir a la escuela por cuidar a los niños. La mayor parte del tiempo, yo cocinaba porque tenía que comer yo también. Admito que no me molestaba mucho en limpiar. El sitio estaba siempre patas arriba, y los niños estaban sucios. Por supuesto, cuando miro atrás me doy cuenta de que todo aquello era tan culpa mía como de cualquiera. Estaban sucios porque yo no hacía nada para remediarlo.
– Pero tú no eras más que un niño.
El asintió.
– Y no estaba hecho para llevar adelante una familia. Odiaba cada minuto que pasaba.
No era eso lo que Lisa deseaba escuchar.
– ¿Qué clase de relaciones mantenías con tus primos?
– No me gustaban. Por lo que a mí respecta, no eran más que una pandilla de mocosos insoportables. Todos menos Angela -dijo suavemente-. Ella era diferente. Era pequeñita y débil, pero siempre intentaba ayudar. Era como una pequeña madre, ¿sabes? Siempre estaba intentando por todos los medios hacer crecer una planta que se negaba a crecer. Era rubia, como tú -dijo con una sonrisa triste, acariciando la mejilla de Lisa-. Siempre me llevaba cosas al garaje.
– ¿Al garaje?
– Sí. Allí era donde yo dormía. Las noches que la tía Fio estaba enfadada conmigo y me echaba de la cocina, si había algo de postre Angela solía traerme un poco después de que todo el mundo se había ido a la cama.
Quedó en silencio, y Lisa se obligó a hacerle una pregunta cuya respuesta tenía miedo de oír.
– ¿Qué pasó con Angela?
– Murió -habló con tono inexpresivo. Pero Lisa se dio cuenta del dolor que había por debajo de aquella voz neutra-. La atropello un coche.
Luego quedó en silencio. Lisa sintió un súbito deseo de tomarlo en sus brazos y consolar al muchacho que había perdido a su mejor amiga, pero por alguna razón no se atrevió a hacerlo.
– Y poco después -continuó él por fin-, yo me largué de allí. Tenía catorce años. Y ahora que Angela ya no estaba allí, me parecía que no tenía ninguna razón para quedarme.
Lisa sintió dolor por él, por aquel niño que se había visto obligado a crecer en un lugar tan horrible. Quería decirle que no tenía que ser siempre de aquella manera. Que también había familias que se querían, niños felices, personas bondadosas que eran consideradas y se trataban bien unas a otras. Así era como quería que fuera su familia. Y seguramente… él querría también.
Pasaron el resto de la noche abrazados. Durmieron durante la tormenta. A la mañana siguiente, Lisa sintió que no lamentaba nada de lo sucedido. Al principio, Carson parecía sentir lo mismo.
Se sentaron juntos, bebieron café y bromearon. Hablaron sobre la tormenta, y luego su conversación derivó hacia Loring's y las nuevas ideas que Lisa quería poner en práctica.
– Vas a correr un gran riesgo -le advirtió él.
– Ya lo sé. La vida está para correr riesgos, ¿no crees?
El la miró. Nunca se había parado a pensar las cosas desde ese punto de vista.
– Escucha -dijo entonces Lisa-. Tengo unas cuantas ideas para reestructurar la sección de maternidad. Me gustaría apuntarlas. ¿Tienes un trozo de papel?
– Sí. Hay papel en el escritorio -dijo Carson señalando al mueble que había al otro lado de la habitación.
Lisa se acercó al mueble y lo abrió. No vio papel por ningún lado, y se puso a buscar. En uno de los cajones que abrió, encontró varios sobres dirigidos a Carson, todos sellados en Lcavenworth.
Lcavenworth. Era extraño. ¿No era allí donde estaba aquella enorme prisión federal? Tomó los sobres, y de uno de ellos cayó una carta. Cuando la recogió. Lisa no pudo evitar leer el encabezamiento. Las primeras palabras eran "Querido hijo".
No comprendía nada. Suponía que el padre de Carson había muerto tiempo atrás.
Jamás se había puesto a leer el correo de nadie. No era una persona curiosa. Pero en aquella ocasión dejó que su mirada se deslizara sobre la hoja escrita. La carta estaba firmada "Tu padre, Daniel James".
Pero él estaba en la cocina y no la oyó.
De pronto se encontró a sí misma desdoblando el papel y leyendo la carta a toda velocidad.
No puedo decirte cuánto lo siento… Tú eres todo lo que me queda en este mundo… Tú nunca contestas mis cartas, pero no pienso abandonar… Si me llamaras por lo menos, y pudiéramos empezar las cosas de nuevo desde el principio… No espero que me perdones, pero si pudiéramos al menos olvidar el pasado… Yo te quiero, hijo…
– Carson -dijo en voz más alta, volviéndose con el papel en la mano-. ¿Qué es esto?
– Dame eso -dijo acercándose y extendiendo la mano.
– No. Es de tu padre. Pensaba que me habías dicho que tu padre había muerto.
– Yo nunca he dicho eso -le recordó-. Te dejé que lo supusieras, pero nunca lo dije. Además, para mí es como si estuviera muerto.
– Por qué, ¿porque está en prisión?
– No, no sólo por eso.
Ella se acercó a él, y puso las manos sobre su pecho, como implorándole.
– Carson, no puedes seguir así. ¿Has leído su carta? Ese hombre está desesperado por verte, por saber algo de ti. El te necesita.
– ¿Qué el me necesita? Fantástico. ¿Y dónde estaba cuando yo lo necesitaba?
– Carson, tienes que contestarle. Tienes que ir a verle.
El apretó la mandíbula.
– Nunca.
¿Qué podría hacer para convencerlo?, pensó desesperada.
– Te lo está… te lo está pidiendo de rodillas.
Carson se volvió deseoso de que abandonaran el tema, pero Lisa fue detrás de él.
– Yo sé lo que es estar solo. Sé lo que es la amargura y la necesidad de venganza. Yo me aparté de mi abuelo mucho tiempo, demasiado. Y luego lo he lamentado siempre. El es tu padre. Tienes que contestarle.
Los músculos de él estaban en tensión. Lisa sabía que Carson no deseaba que continuara, pero tenía que hacer todo lo que pudiera.
– No tengo por qué hacer nada -dijo él por fin con tono cortante-. No sé quién es ese hombre. El sigue y sigue escribiéndome, sigue y sigue molestándome. Pero yo no quiero saber nada de él. Deja esas cartas donde estaban, Lisa. O mejor todavía, tíralas.
Sin decir ni palabra, Lisa se volvió y dejó las cartas en el escritorio. Carson era un hombre muy testarudo. No tenía que olvidarlo.
Se sentaron de nuevo y siguieron tomando café, pero les resultaba difícil volver a encontrar el tono desenfadado de principios de la mañana. La fantasía había dado paso a la realidad.
– He intentado luchar contra la atracción que sentía por ti desde la primera noche -le dijo a Lisa-, desde que fuimos a El Cocodrilo Amarillo. Tú lo sabes.
– Sí. Era bastante obvio -admitió mirándolo por encima del borde de la taza. Lo quería, y quería hacerle sentir que él podía contarle todo lo que quisiera. Pensó que tenía que poner un poco de buen humor en la situación, y no reaccionar de forma desmesurada ante lo que él dijo-. De hecho, lo hacías tan bien que había momentos en los que estaba segura de que yo no te gustaba nada.
– Sí, es verdad -reconoció-. Había momentos en que no podía soportarte. Pero de todos modos -añadió con una sonrisa-, seguía estando loco por ti.
Ella lo miró con aire pensativo.
– Pero hay algo que no comprendo -dijo-, no comprendo por qué has tenido que fingir durante tanto tiempo.
– Porque tú tenías razón desde el principio, Lisa. Nosotros dos somos incompatibles, en lo que queremos y en lo que necesitamos. Deberíamos haber permanecido lejos uno de otro.
A Lisa le parecía increíble que él siguiera pensando así después de la noche que habían pasado juntos.
– ¿Tanto miedo tienes a comprometerte con alguien?
– Olvida todo eso de "comprometerte con alguien", Lisa. No es eso. Nunca ha sido eso. Lo que pasa es lo que tú ya dijiste desde el principio. Yo quiero una cosa. Tú quieres otra. Podemos pasar buenos ratos juntos, pero no tenemos… no tenemos un futuro, por así decir.
Lisa estaba temblando. Sintió cómo se debilitaban todas sus buenas intenciones. Lo único que deseaba era echarle las manos al cuello.
– No te preocupes, Carson -dijo, sin ocultar la amargura que sentía-. No estoy intentando atraparte en una vida con matrimonio y niños. Yo nunca haría eso.
Carson asió la mano de Lisa, deseando poder expresar qué era lo que realmente sentía. El mismo se había sentido egoísta y estúpido al pronunciar sus anteriores palabras.
– Entonces todo está bien. No tenemos nada de que preocuparnos -declaró.
– No -ella se incorporó-. Todo es perfecto. Voy a vestirme. Tengo que ir a casa para ver qué clase de destrozos ha causado el huracán.
El la miró marcharse, golpeándose mentalmente por la torpeza con que había intentado explicar lo que sentía. Ella no comprendía. No se daba cuenta de qué era lo que de verdad le daba miedo. Lo que más temor le daba era el sentimiento de su propia vulnerabilidad. ¿Qué sucedería si se enamoraba de ella, si no podía vivir sin ella, si no sabía qué hacer cuando ella no estuviera a su lado? Durante las últimas horas había aprendido que cuando estaba al lado de ella, perdía absolutamente el control de sí mismo. ¿Qué haría si las cosas seguían así? Por primera vez en su vida, tenía miedo de lo que pudiera pasar.
Pero eso no se lo podía decir a ella.
En ese momento sonó el timbre de la puerta y se levantó para abrir. Era Michi Ann. Tenía una gorra de plástico para la lluvia, y sus ojos oscuros le miraban desde debajo de la visera. Llevaba en la mano una gran bolsa de papel, en cuyo interior había algo que hacía ruido y que parecía querer salir de allí.
– Hola, señor -dijo con tristeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas-: ¿Podría hacerme un favor, señor?
Carson vio la bolsa de papel y se sintió aterrado, pero a pesar de todo puso la mejor de sus sonrisas.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Michi Ann?
– ¿Podría usted cuidar de Jake? -preguntó levantando la bolsa.
Carson tragó saliva.
– Eh… ¿Por qué? ¿A dónde te vas?-preguntó. Entonces se dio cuenta de las lágrimas de la niña-. Eh, ¿qué es lo que pasa? Ven, entra y cuéntame qué es lo que pasa.
Ella entró en el recibidor.
– Nos vamos a Hawai a ver a mi abuela -dijo, suspirando profundamente entre frase y frase-. Mamá dice que no puedo llevarme a Jake. Iba a llevarlo a donde llevan a los gatos callejeros…
– Eh -dijo Carson poniéndose sobre una rodilla para estar a la altura de la niña-. No te preocupes. Yo me encargo de Jake, bonita. Nadie te va a separar de tu mejor amigo.
– ¿De verdad, señor?
¿Qué podía decir? Haría casi cualquier cosa por aquella niña.
– Por supuesto. Mira, déjalo ahí mismo, al lado del equipo de música.
La niña dejó la bolsa donde le habían dicho. Hubo un ruido en el interior, luego la bolsa se abrió lentamente y apareció la cabeza dorada de un gato, con fuego en las pupilas.
Carson se puso de pie y contempló al animal. ¿Qué diablos iba a hacer con él? Le iba a destrozar todo el apartamento.
– ¿Cuánto tiempo vas a estar fuera, Michi? -preguntó.
– Mamá dice que unas dos semanas.
– Dos semanas, ¿eh? -dijo él. ¿Le sonaría su tono de buen humor tan falso a ella como le sonaba a él mismo?-. Muy bien. Yo cuidaré de Jake.
– Gracias, señor. Sabía que usted me ayudaría -dijo Michi, acercándose a él y rodeando una de sus piernas para abrazarle-. Usted es mi mejor amigo, además de Jake.
Inclinándose, él la besó en la frente.
– Tú también eres mi amiga, Michi -dijo con voz ronca. Y tuvo una sensación rara en el pecho. A lo mejor aquel corazón de hielo se estaba derritiendo de nuevo.
Antes de salir, la niña se volvió para mirar al gato.
– Adiós, Jake -dijo-. Hasta la vuelta.
– No te preocupes -dijo Carson-. Te la pasarás muy bien en Hawai. No necesitarás a Jake. Estarás muy ocupada, viendo a tu familia y haciendo nuevos amigos. Y el tiempo pasará tan rápido que antes de que te quieras dar cuenta ya estarás de vuelta.
– Seguro que sí, señor -dijo ella, de nuevo con lágrimas en los ojos-. Adiós.
Y desapareció en la lluvia.
Carson se volvió y contempló a Jake.
– Muy bien -murmuró en voz baja-. Que no cunda el pánico. Tiene que haber alguna manera de tratar con este gato.
No sabía qué iba a hacer con aquel animal. Tendría que encerrarlo en una habitación, hasta que Michi volviera. Y, ¿qué haría si no volvía?
Pero bueno, ¿qué era lo que pasaba con él? No podía dejarse acobardar así. Al fin y al cabo él era un hombre, ¿no? Tenía que enseñarle a aquel animal quién era el que mandaba allí.
En ese momento, Lisa entró en la habitación.
– Qué gato tan bonito -dijo. Acercándose a Jake, lo tomó en sus brazos-. No sabía que tuvieras un gato.
– No tengo ningún gato -dijo Carson-. Este es de Michi Ann. ¿Te acuerdas de aquella niña que te presenté en Kramer's? Me ha pedido que me quede con él un par de semanas, hasta que vuelva de Hawai.
– Oh -dijo Lisa, mirándole con expresión de ternura.
– Bueno, bueno, ahora no empieces a decirme que soy un blando con los niños, ni nada parecido. Porque la verdad es que odio a este gato. Y él me odia a mí.
– ¿Esta preciosidad te odia?
– Este demonio, querrás decir. Es un asesino, lo digo en serio.
– ¿Quieres que me lo lleve yo a casa? -sugirió. Jake parecía estar muy feliz en sus brazos-. Apuesto a que yo podría reformarlo.
Eso sería estupendo, pensó Carson. Por un momento, vio el cielo abierto. Luego sacudió la cabeza.
– No. He prometido que lo cuidaría. No quiero fallarle a Michi Ann.
– Muy bien -Lisa puso al gato en el suelo-. ¿Vas a llevarme a casa? Me parece que ya es hora de que me marche.
El la miró. Bueno, ¿no era esto lo que él quería? Una relación esporádica, distanciada. Ella estaba tranquila, calmada, y tan sexy como siempre.
Arrojando por la ventana todas sus buenas intenciones, Carson se acercó a ella y la rodeó con sus brazos.
– Ese ha sido tu primer error -le dijo, besándola en el cuello, en el lóbulo de la oreja, en la mejilla-. No es hora de que te marches en absoluto.
Lisa sintió que le temblaban las rodillas y sonrió. Carson decía lamentar lo que había sucedido, pero al llegar el momento, se mostraba tan feliz como ella misma.
– Ah, ¿sí? -dijo ella-. Entonces, ¿de qué es hora?
El sonrió. No había ninguna necesidad de responder a aquella pregunta con palabras. Dejó que fuera su cuerpo quien contestara.