Marzo de 1820, Londres
… no diría que la vida es maravillosa, pero no es tan terrible. Hay mujeres, al fin y al cabo, y donde hay mujeres, seguro que lo paso bien…
De una carta de Michael Stirling,
Regimiento de Infantería 52,
a su primo John, conde de Kilmartin,
durante las guerras napoleónicas.
En la vida de toda persona hay un momento crucial, decisivo. Un momento tan fundamental, tan fuerte y nítido que uno se siente como si le hubieran golpeado en el pecho, dejándolo sin aliento, y sabe, con la más absoluta certeza, sin la menor sombra de duda, que su vida nunca volverá a ser igual.
En la vida de Michael Stirling, ese momento ocurrió la primera vez que vio a Francesca Bridgerton.
Después de toda una vida de irles detrás a las mujeres, de sonreír ladinamente cuando ellas le iban detrás a él, de dejarse atrapar y luego volver las tornas hasta ser el vencedor, de acariciarlas, besarlas y hacerles el amor, pero sin comprometer jamás su corazón, le bastó una sola mirada a Francesca Bridgerton para enamorarse tan total y perdidamente de ella que fue una maravilla que se las arreglara para mantenerse en pie.
Pero, por desgracia para él, el apellido de Francesca continuaría siendo Bridgerton sólo treinta y seis horas más, porque la ocasión en que la conoció fue, lamentablemente, una cena para celebrar sus inminentes nupcias con su primo.
La vida era así de irónica, solía pensar cuando se encontraba de humor amable.
Cuando se encontraba de humor menos amable empleaba un adjetivo totalmente distinto.
Y desde que se enamoró de la mujer de su primo no era frecuente que se encontrara de humor amable.
Ah, lo ocultaba muy bien, eso sí. No le convenía mostrarse triste ni abatido, porque entonces algún alma fastidiosamente perspicaz podría notarlo y, no lo permitiera Dios, hacerle preguntas acerca de cómo le iba la vida. Y si bien Michael Stirling se enorgullecía, y no sin fundamento, de su capacidad para disimular y engañar (después de todo había seducido a más mujeres de las que alguien podría contar, y se las había arreglado para hacerlo sin que ni una sola vez lo retaran a duelo), bueno, la amarga verdad era que nunca antes había estado enamorado, y si hay una ocasión en que un hombre puede perder su capacidad de mantener la fachada ante preguntas francas, probablemente era esa.
Así pues, se reía, se mostraba muy alegre y animado, y continuaba seduciendo a mujeres, procurando no fijarse en que tendía a cerrar los ojos cuando les hacía el amor. Y había dejado de asistir a los servicios religiosos en la iglesia, puesto que no le veía ningún sentido ni siquiera a pensar en una oración por su alma. Además, la iglesia parroquial cercana a Kilmartin era muy vieja, databa de 1432, y seguro que las piedras, a punto de desmoronarse, no resistirían el golpe directo de un rayo.
Y si Dios quería hacer sufrir a un pecador, no podría haber elegido a otro peor que él.
Michael Stirling. Pecador.
Veía su nombre acompañado por ese adjetivo en una tarjeta de visita. Incluso la habría hecho imprimir (ese era justamente su tipo de humor negro) si no hubiera estado convencido de que eso mataría a su madre en el acto.
Bien podía ser un libertino, pero no había ninguna necesidad de torturar a la mujer que lo dio a luz.
Era extraño que nunca hubiera considerado pecado la seducción de todas esas otras mujeres. Y seguía no considerándolo. Todas habían estado bien dispuestas, por supuesto; es imposible seducir a una mujer no dispuesta, por lo menos si se entiende la seducción en su verdadero sentido y se tiene buen cuidado de no confundirla con violación. Tenían que desearlo, y si no lo deseaban, si él percibía aunque sólo fuera un asomo de inquietud o duda, se daba media vuelta y se alejaba. Sus pasiones nunca se descontrolaban tanto que lo hicieran incapaz de apartarse rápido y decidido.
Además, nunca en su vida había seducido a una jovencita virgen, y nunca se había acostado con una mujer casada. Ah, bueno, tenía que seguir siendo sincero consigo mismo, aun cuando estuviera viviendo una mentira. Sí que se había acostado con mujeres casadas, con muchísimas, en realidad, pero solamente con aquellas cuyos maridos eran unos canallas, e incluso en esos casos, sólo si ya habían dado a sus maridos dos hijos varones, y tres si uno de los niños parecía un poco enfermizo.
Al fin y al cabo un hombre tiene que tener sus reglas de conducta.
Pero eso… eso sobrepasaba todos los límites, era total y absolutamente inaceptable. Ese era el único pecado (y tenía muchos) que finalmente le iba a ennegrecer el alma o, como mínimo, se la dejaría parecida al carbón, y eso suponiendo que mantuviera la fuerza para no actuar nunca según sus deseos. Porque eso… eso…
Deseaba a la mujer de su primo.
Deseaba a la mujer de John.
De John.
De John, que, maldita sea, era para él más de lo que habría sido un hermano si lo tuviera. John, cuya familia lo acogió en su seno cuando murió su padre. John, cuyo padre lo crió y le enseñó a ser un hombre. John, con quien…
Vamos, infierno y condenación, ¿es que necesitaba hacerse eso? Podía pasar una semana enumerando todos los motivos de por qué se iba a ir derecho al infierno por haber elegido a la mujer de John para enamorarse. Y ninguno de ellos cambiaría jamás una simple realidad.
No podía tenerla.
Nunca podría tener a Francesca Bridgerton Stirling.
Pero sí podría servirse otra copa, pensó, emitiendo un bufido para sus adentros. Acomodándose en el sofá, se cruzó de piernas, observándolos, los dos sentados enfrente de él, riendo y sonriendo, echándose esas nauseabundas miraditas amorosas. Sí, otra copa le sentaría bien.
– Creo que sí -declaró, apurándola de un solo trago.
– ¿Qué has dicho, Michael? -preguntó John, su audición excelente, como siempre, maldita sea.
Michael esbozó una sonrisa excelentemente fingida y levantó su vaso de whisky.
– Simplemente que tenía sed -dijo, manteniendo la imagen perfecta del vividor.
Estaban en la casa Kilmartin de Londres, que no en Kilmartin a secas (ni casa ni castillo) de Escocia, donde él y su primo se criaron, ni en la otra casa Kilmartin de Edimburgo. Por lo visto, no había ningún alma creativa entre sus antepasados, pensaba muchas veces; también había una casita de campo Kilmartin (si se puede llamar casita de campo a una mansión de 22 habitaciones), la mansión llamada Abadía Kilmartin y, lógicamente, la casa solariega Kilmartin. No sabía por qué nunca se le ocurrió a nadie poner su apellido a alguna de las residencias; «casa Stirling» tenía un sonido bastante respetable, en su opinión. Sólo podía suponer que los ambiciosos, y poco imaginativos, Stirling de antaño estaban tan enamorados de su recién adquirido título de condes que no se les pasó por la mente ponerle otro nombre a nada.
Emitió otro bufido dentro del vaso de whisky. Era curioso que no bebiera Té Kilmartin ni estuviera sentado en un sillón estilo Kilmartin. En realidad, era probable que sí existieran esas cosas si su abuela hubiera encontrado la manera de hacerlas sin involucrar a la familia en el comercio. La formalista anciana era tan quisquillosa y orgullosa que cualquiera habría creído que era una Stirling por nacimiento y no simplemente por matrimonio. Por lo que a ella se refería, la condesa de Kilmartin (ella) era tan importante como cualquier personaje encumbrado, y más de una vez sorbió por la nariz disgustada cuando le tocó entrar en el comedor para una cena detrás de una marquesa o duquesa que también habían adquirido sus títulos por matrimonio.
La Reina, pensó Michael, objetivamente; seguro que su abuela se habría arrodillado ante la reina, pero de ninguna manera se la podía imaginar siendo deferente con ninguna otra mujer.
Habría aprobado a Francesca Bridgerton. Seguro que la abuela Stirling habría arrugado altivamente la nariz al enterarse de que el padre de Francesca era un simple vizconde, pero los Bridgerton eran una familia muy antigua e inmensamente popular y, cuando les daba la gana, poderosa. Además, Francesca llevaba la espalda muy erguida, se comportaba con orgullo y tenía un sentido del humor irónico y subversivo. Si tuviera cincuenta años más y no fuera tan atractiva, habría sido una muy buena acompañante para la abuela Stirling.
Y ahora Francesca era la condesa de Kilmartin, casada con su primo John, que era un año menor que él, aunque en la familia Stirling siempre se le había tratado con la deferencia debida al mayor, ya que era el heredero, después de todo. Sus padres eran hermanos gemelos, pero el de John entró en el mundo siete minutos antes que el suyo.
Los siete minutos más cruciales en su vida, aun cuando por esa época él aún no había nacido.
– ¿Qué haremos para nuestro segundo aniversario? -preguntó Francesca, atravesando el salón para ir a sentarse ante el piano.
– Lo que tú quieras -contestó John.
Entonces Francesca se giró a mirar a Michael, el color azul de sus ojos vivo, vivo, incluso a la luz de las velas. O tal vez era que él sabía lo azules que eran sus ojos. Por entonces parecía soñar en azul; azul Francesca deberían llamar a ese color.
– ¿Michael? -dijo ella, indicando con el tono que era una repetición.
– Lo siento, no estaba escuchando -contestó él, esbozando su sonrisa sesgada, lo que hacía con frecuencia.
Nadie lo tomaba en serio cuando sonreía así, y de eso justamente se trataba.
– ¿Se te ocurre alguna idea? -preguntó ella.
– ¿Para qué?
– Para nuestro aniversario.
Si ella le hubiera arrojado una flecha no podría habérsela enterrado en el corazón con más fuerza. Pero se limitó a encogerse de hombros, puesto que era tremendamente bueno para disimular.
– No es mi aniversario -dijo.
– Lo sé -dijo ella, y aunque él no la estaba mirando, tuvo la impresión de que había puesto los ojos en blanco.
Pero no los había puesto. Él sabía que no; esos dos años pasados había llegado a conocer dolorosamente bien a Francesca, y sabía que nunca ponía los ojos en blanco. Cuando quería ser sarcástica o irónica o guasona, sólo lo manifestaba en su voz y en un curioso gesto de la boca; no necesitaba poner los ojos en blanco. Simplemente miraba con esa mirada franca, sus labios ligeramente curvados y…
Tragó saliva, por un movimiento reflejo, y se apresuró a llevarse el vaso a los labios para disimularlo. No decía nada en su favor que se hubiera pasado tanto tiempo analizando la curva de los labios de la mujer de su primo.
– Te aseguro que sé muy bien con quién estoy casada -continuó Francesca, pasando las yemas de los dedos por el teclado sin presionar ninguna tecla.
– No me cabe duda -masculló él.
– Perdón, ¿qué has dicho?
– Continúa.
Ella frunció los labios, impaciente. Él le había visto muchísimas veces ese gesto, por lo general cuando hablaba con sus hermanos.
– Te he pedido consejo porque siempre estás muy alegre -dijo ella.
– ¿Siempre estoy muy alegre? -repitió él, aunque sabía que así era como lo veía el mundo.
Al fin y al cabo lo llamaban el Alegre Libertino; pero detestaba oír esa palabra salida de la boca de ella. Le hacía sentirse frívolo, hueco, insustancial.
Entonces se sintió peor aún, porque tal vez eso era cierto.
– ¿No estás de acuerdo? -preguntó ella.
– No, no es eso -musitó él-; simplemente no estoy acostumbrado a que me pidan consejo sobre cómo celebrar un aniversario de bodas, puesto que está claro que no tengo talento para el matrimonio.
– Eso no está nada claro.
– Ya estáis riñendo -comentó John riendo, y reclinándose en su asiento con el Times de esa mañana.
– Nunca te has casado -continuó Francesca-. ¿Cómo puedes saber, entonces, que, de verdad, no tienes aptitudes para el matrimonio?
Michael consiguió esbozar una sonrisa satisfecha.
– Creo que está muy claro para todas las personas que me conocen. Además, ¿qué necesidad tengo? No tengo título, no tengo propiedad…
– Tienes propiedad -interrumpió John, demostrando que continuaba oyendo aunque tuviera la cara tapada por el diario.
– Sólo un trocito de propiedad -enmendó Michael-, y me hará muy feliz dejársela a vuestros hijos, puesto que me la regaló John.
Francesca miró a John, y Michael comprendió lo que estaba pensando: que John le había dado esa propiedad porque quería que él se considerara poseedor de algo, sintiera que tenía una finalidad en su vida, de verdad. Desde que se retirara del ejército hacía unos años había estado desocupado, sin nada que hacer. Y aunque John nunca lo había dicho, él sabía que se sentía culpable por no haber tenido que luchar por Inglaterra en el Continente, por haberse quedado en casa mientras él enfrentaba el peligro solo.
Pero John era el heredero de un condado; tenía el deber de casarse, de procrear y multiplicarse. Nadie había esperado que fuera a la guerra.
Muchas veces había pensado si al regalarle esa propiedad, una hermosa y cómoda casa solariega con ocho hectáreas de terreno, John no habría querido castigarse. Y sospechaba que Francesca pensaba lo mismo.
Pero ella nunca lo preguntaría. Francesca comprendía a los hombres con extraordinaria claridad, tal vez por haberse criado con todos esos hermanos. Sabía exactamente qué no preguntarle a un hombre.
Y eso siempre le causaba un poco de preocupación. Creía que ocultaba muy bien sus sentimientos, pero, ¿y si ella lo sabía? Lógicamente nunca hablaría de eso, ni siquiera haciendo una mínima alusión. Él tenía la idea de que, irónicamente, eran muy parecidos en eso; si Francesca sospechara que él estaba enamorado de ella, no cambiaría en nada su manera de tratarlo.
– Creo que deberíais ir a Kilmartin -dijo.
– ¿A Escocia? -preguntó Francesca, pulsando suavemente un Si bemol en el piano-. ¿Estando tan próxima la temporada?
Michael se levantó, repentinamente impaciente por marcharse; no debería haber venido, por cierto.
– ¿Por qué no? -preguntó, en un tono de la más absoluta despreocupación-. Os encanta estar allí. A John le gusta. Y no es un trayecto muy largo, si están en buen estado las ballestas.
– ¿Vendrías tú? -preguntó John.
– Creo que no -contestó.
Como si a él le interesara ser testigo de la celebración de su aniversario de bodas. En realidad, lo único que le haría eso sería recordarle lo que no podría tener jamás; y eso le recordaría su sentimiento de culpa. O se lo intensificaría. No necesitaba ningún recordatorio; vivía con él cada día.
«No desearás a la mujer de tu primo.»
Moisés debió olvidarse de escribir ese mandamiento.
– Tengo mucho que hacer aquí -dijo.
– ¿Sí? -exclamó Francesca, con los ojos iluminados por el interés-. ¿Qué?
– Ah, pues, lo sabes -dijo él, travieso-. Todas esas cosas que tengo que hacer para prepararme para una vida de disipación y ocio.
Francesca se levantó.
Santo Dios, se levantó, y venía caminando hacia él. Eso era lo peor de todo: cuando lo tocaba.
Ella le puso la mano en el brazo; él hizo un esfuerzo para no encogerse.
– Cómo me gustaría que no hablaras así -dijo ella.
Michael miró por encima del hombro de ella hacia John, que había levantado el diario lo bastante alto para simular que no estaba oyendo.
– ¿Es que quieres convertirme en tu obra? -preguntó, con muy poca amabilidad.
Ella retiró la mano y retrocedió.
– Te tenemos cariño.
Te tenemos. Nosotros. No «yo», no John: nosotros. Un sutil recordatorio de que eran una unidad. John y Francesca; lord y lady Kilmartin. Ella no lo decía con esa intención, lógicamente, pero así era como lo oía él de todas formas.
– Y yo os tengo cariño -dijo, deseando que entrara una plaga de langostas en el salón.
– Lo sé -dijo ella, sin darse cuenta de su sufrimiento-. No podría pedir un primo mejor. Pero deseo que seas feliz.
Michael miró a John, haciéndole un gesto que significaba: «Sálvame».
Abandonando la simulación de estar leyendo, John dejó a un lado el diario.
– Francesca, cariño, Michael es un hombre adulto. Encontrará la felicidad a su manera. Cuando lo vea conveniente.
Francesca frunció los labios y Michael comprendió que estaba irritada. No le gustaba que le frustraran sus planes, ni le gustaba reconocer que podría ser incapaz de ordenar a su satisfacción su mundo, y a las personas que lo habitaban.
– Debería presentarte a mi hermana -dijo.
Buen Dios.
– Conozco a tu hermana -se apresuró a decir-. En realidad las conozco a todas, incluso a aquella que todavía llevan con rienda corta.
– No la llevan con… -Se interrumpió y apretó los dientes-. Te concedo que Hyacinth no te conviene, pero Eloise es…
– No me voy a casar con Eloise -dijo él secamente.
– No quiero decir que tengas que casarte con ella. Sólo que bailes con ella una o dos veces.
– He bailado con ella. Y eso es lo único que voy a hacer.
– Pero…
– Francesca -dijo John, en tono muy amable pero con un significado muy claro: «Basta».
Michael podría haberlo besado por su intervención. Claro que John sólo creía que lo salvaba de una innecesaria y molesta intromisión femenina. No podía de ninguna manera saber la verdad: que él estaba intentando calcular cuál sería la magnitud de su sentimiento de culpa si estuviera enamorado de la mujer de su primo «y» de la hermana de esa mujer.
Buen Dios, casado con Eloise Bridgerton. ¿Es que Francesca quería matarlo?
– Deberíamos salir a caminar -dijo Francesca, repentinamente.
Michael miró por la ventana. En el cielo ya no quedaban vestigios de luz del día.
– ¿No es un poco tarde ya? -preguntó.
– No si voy acompañada por dos hombres fuertes. Además, las calles de Mayfair están bien iluminadas. Estaremos muy seguros. -Se giró a mirar a su marido-. ¿Qué te parece, cariño?
– Tengo una reunión esta noche -contestó John, sacando su reloj de bolsillo para mirar la hora-. Deberías ir con Michael.
Más prueba aún de que John no tenía ni la menor idea de sus sentimientos, pensó Michael.
– Los dos siempre lo pasáis muy bien juntos -añadió John.
Francesca se volvió hacia Michael y le sonrió, introduciéndose otro poco más en su corazón.
– ¿Me harás ese favor? -le preguntó-. Estoy desesperada por salir a tomar aire fresco ahora que ha dejado de llover. Además, me he sentido un poco rara todo el día, debo decir.
– Sí, por supuesto -repuso Michael.
¿Qué otra cosa podía decir, si todos sabían que no tenía ninguna reunión ni cita? La suya era una vida de disipación esmeradamente cultivada.
Además, le era imposible resistirse a ella. Sabía muy bien que debía mantenerse alejado, que no debía permitirse nunca estar solo en su compañía. Nunca actuaría según sus deseos, pero ¿de veras necesitaba someterse a ese tipo de sufrimiento? Igual acabaría solo en su cama, atormentado por la culpa y el deseo a partes iguales.
Pero cuando ella le sonreía, no podía decir que no. Y, la verdad, no era tan fuerte como para negarse una hora en su presencia.
Porque su presencia era lo único que tendría en su vida. Nunca habría un beso, jamás una mirada significativa ni una caricia. No habría palabras de amor susurradas, ni gemidos de pasión.
Lo único que podía tener de ella era su sonrisa y su compañía, y, patético idiota que era, estaba dispuesto a conformarse con eso.
– Dame un momento -dijo ella, deteniéndose en la puerta-. Tengo que ir a buscar algo de abrigo.
– Date prisa -dijo John-. Ya son pasadas las siete.
– Estaré segura, protegida por Michael -contestó ella, sonriendo con toda confianza-, pero no te preocupes, seré rápida. -Entonces sonrió a su marido con expresión traviesa-. Siempre soy rápida.
Michael tuvo que desviar la vista al ver que su primo se ruborizaba. Dios de los cielos, no tenía el menor interés en saber qué quería decir ella con «siempre soy rápida». Por desgracia, eso podía significar muchísimas cosas, todas ellas deliciosamente sexuales. Y era probable que se pasara la próxima hora clasificándolas en su mente, imaginándose que se las hacía a él.
Se tironeó la corbata. Tal vez podría librarse de esa salida con Francesca. Tal vez podría irse a casa y darse un baño con agua fría. O, mejor aún, encontrar una mujer de pelo castaño y largo bien dispuesta. Y si tenía suerte, de ojos azules también.
– Lo lamento -dijo John después de que Francesca saliera.
Michael se giró a mirarle la cara. No podía ser que se refiriera a la traviesa insinuación de Francesca.
– Su intromisión -añadió John-. Eres bastante joven. No tienes por qué casarte todavía.
– Tú eres más joven que yo -dijo Michael, simplemente por llevar la contraria.
– Sí, pero conocí a Francesca -dijo John, encogiéndose de hombros, en gesto de impotencia, como si eso lo explicara todo.
Y claro que lo explicaba.
– No me fastidia su intromisión -dijo Michael.
– Sí que te fastidia. Lo veo en tus ojos.
Y ese era el problema; John se lo veía en los ojos. No había nadie en el mundo que lo conociera mejor que él. Si algo le molestaba, John siempre lo notaba. El milagro era que no comprendiera la causa de su molestia.
– Le diré que te deje en paz -dijo John-, aunque tienes que saber que sólo te regaña porque te quiere.
Michael sólo consiguió esbozar una sonrisa, aunque le salió tensa. No logró encontrar palabras para contestar.
– Gracias por acompañarla en el paseo -continuó John, levantándose-. Ha estado irritable todo el día, por la lluvia. Me dijo que se sentía muy encerrada.
– ¿A qué hora tienes tu reunión? -le preguntó Michael, mientras iban saliendo al vestíbulo.
– A las nueve. Mi reunión es con lord Liverpool.
– ¿Asuntos parlamentarios?
John asintió. Se tomaba muy en serio su puesto en la Cámara de los Lores. Muchas veces Michael se preguntaba si él se habría tomado con tanta seriedad ese deber si hubiera nacido lord.
Probablemente no. Pero claro, eso no tenía ninguna importancia, ¿verdad?
Observó que John se friccionaba la sien izquierda.
– ¿Te sientes mal? Te veo algo…
No terminó la frase porque en realidad no sabía bien qué le encontraba. No estaba bien, eso era lo único que sabía.
Y conocía a John. Por dentro y por fuera. Probablemente lo conocía mejor que Francesca.
– Un maldito dolor de cabeza -masculló John-. Lo he tenido todo el día.
– ¿Quieres que llame para que te traigan un poco de láudano?
John negó con la cabeza.
– Detesto esa porquería. Me embota la mente y necesito estar despabilado para la reunión con Liverpool.
Michael asintió.
– Estás pálido -dijo.
Vamos, ¿qué sabía él? No era probable que hiciera cambiar de opinión a John respecto al láudano.
– ¿Sí? -preguntó John, haciendo un mal gesto al presionarse con más fuerza la sien-. Creo que me voy a acostar un rato, si no te importa. Tengo todavía toda una hora, antes de salir.
– Muy bien. ¿Quieres que le diga a alguien que te despierte?
John negó con la cabeza.
– Yo mismo se lo pediré a mi ayuda de cámara.
Justo en ese momento Francesca bajó la escalera, envuelta en una capa larga color azul medianoche.
– Buenas noches, señores -dijo alegremente, encantada por tener la indivisa atención masculina. Pero al llegar al pie de la escalera, frunció el ceño.
– ¿Te pasa algo, cariño? -le preguntó a John.
– Sólo dolor de cabeza. No es nada.
– Deberías echarte un rato.
John se las arregló para esbozar una sonrisa.
– Acababa de decirle a Michael que eso es lo que pienso hacer. Le diré a Simons que me despierte a tiempo para ir a la reunión.
– ¿Con lord Liverpool?
– Sí, a las nueve.
– ¿Es por los seis decretos de ley?
John asintió.
– Sí, y la vuelta del patrón oro. Te lo expliqué en el desayuno, si lo recuerdas.
– Procura… -sonriendo, Francesca se interrumpió y negó con la cabeza-. Bueno, ya sabes lo que pienso.
John sonrió y se inclinó a darle un beso en los labios.
– Siempre sé lo que piensas, cariño.
Michael simuló que miraba hacia otro lado.
– No siempre -dijo ella, en tono cálido y travieso.
– Siempre que es necesario -dijo John.
– Bueno, eso es cierto. Y en eso quedan mis intentos de ser una dama misteriosa.
Él volvió a besarla.
– Te prefiero así como eres.
Michael carraspeó para aclararse la garganta. Eso no debería resultarle tan difícil; después de todo, John y Francesca no estaban actuando de modo distinto a lo normal. Eran, como se comentaba en la alta sociedad, como dos guisantes en una vaina, maravillosamente acoplados y espléndidamente enamorados.
– Se hace tarde -dijo Francesca-. Debería salir ya, si quiero tomar un poco de aire fresco.
John asintió y cerró los ojos un momento.
– ¿Seguro que estás bien?
– Estoy bien. Es sólo un dolor de cabeza.
Francesca cogió el brazo que le ofrecía Michael y cuando estaban a punto de llegar a la puerta, le dijo a John por encima del hombro:
– No olvides tomar láudano cuando vuelvas de la reunión. Sé que ahora no lo harás.
John asintió, con la expresión cansada y comenzó a subir la escalera.
– Pobre John -dijo Francesca cuando salieron al fresco aire nocturno. Hizo una inspiración profunda y exhaló un largo suspiro-. Detesto los dolores de cabeza. Siempre me dejan especialmente deprimida.
– Yo nunca tengo dolor de cabeza -comentó Michael, llevándola por la escalinata hasta la acera.
Ella levantó la cara hacia él, con una comisura de la boca levantada en esa sonrisa tan dolorosamente conocida.
– ¿No? Qué suerte la tuya.
Michael casi se echó a reír. Ahí estaba, paseando por la noche con la mujer que amaba. Qué suerte la suya.
…y si fuera tan terrible, sospecho que no me lo dirías. En cuanto a las mujeres, por lo menos cerciórate de que son limpias y no tienen ninguna enfermedad. Aparte de eso, haz todo lo que sea necesario para hacerte soportable este tiempo. Y, por favor, procura no hacerte matar. A riesgo de parecer sensiblero, no sé qué haría sin ti.
De una carta del conde de Kilmartin a su primo
Michael Stirling, Regimiento de Infantería 52,
durante las guerras napoleónicas.
Con todos sus defectos, y Francesca estaba dispuesta a reconocer que Michael Stirling tenía muchos, era francamente un hombre simpatiquísimo.
Era un libertino terrible (lo había visto en acción, e incluso ella tenía que reconocer que mujeres por lo demás inteligentes, perdían todo vestigio de sensatez cuando él decidía ser encantador), y estaba claro que no abordaba su vida con la seriedad que les habría gustado a ella y a John, pero incluso a pesar de todo eso, ella no podía dejar de quererlo.
Era el mejor amigo que había tenido John en su vida, hasta que se casó con ella, por supuesto, y en esos dos años pasados se había convertido en su confidente íntimo también.
Y eso era extraño. ¿A quién se le habría ocurrido pensar que ella iba a contar con un hombre como una de sus amistades más íntimas? Normalmente no se sentía cómoda en presencia de hombres; cuatro hermanos solían eliminar la delicadeza de incluso la más femenina de las criaturas. Pero ella no era como sus hermanas. Daphne y Eloise, y tal vez también Hyacinth, aun cuando todavía era muy joven para saberlo con certeza, eran muy francas y alegres; eran el tipo de mujeres que sobresalen en cosas como la caza y el tiro al blanco, el tipo de actividades que tienden a ganarles las etiquetas de «alegres deportistas». Los hombres siempre se sentían cómodos con ellas y el sentimiento era mutuo, como había observado ella.
Ella era diferente. Siempre se había sentido diferente del resto de su familia. Los quería de todo corazón y daría su vida por cualquiera de ellos, pero aunque en su apariencia externa era una Bridgerton, en su interior siempre se sentía como si al nacer la hubieran cambiado por otra.
Mientras el resto de sus familiares eran extrovertidos, habladores, ella era…, no tímida exactamente, pero sí más reservada, más cuidadosa al elegir las palabras. Se había creado la fama de irónica e ingeniosa y, tenía que reconocerlo, rara vez lograba pasar por alto una oportunidad de pinchar a sus hermanos y hermanas con algún comentario sarcástico. Eso lo hacía con cariño, por supuesto, y tal vez con algo de la desesperación que viene de haber pasado demasiado tiempo con su familia, pero ellos también le gastaban bromas, así que era justo.
Esa era la manera de ser de su familia: reírse, hacer bromas, pinchar. Los aportes de ella al bullicio en la conversación eran simplemente algo más callados que los de los demás, un poquitín más irónicos y subversivos.
Muchas veces pensaba si una parte de su atracción por John no se debió simplemente al hecho de que la sacara del caos que solía haber con tanta frecuencia en la familia Bridgerton. Y no era que no lo amara; lo amaba; lo adoraba con todas las partículas de su ser, de su cuerpo. Él era su espíritu afín, muy parecido a ella en muchos sentidos. Pero en cierto modo, había sido un alivio dejar la casa de su madre para escapar a una existencia más serena con John, cuyo sentido del humor era exactamente igual al suyo.
Él la entendía, contaba con ella, se anticipaba a sus necesidades.
La completaba.
Cuando lo conoció tuvo una extrañísima sensación, casi como si ella fuera una pieza mellada de un rompecabezas que por fin encontraba a su pareja. Su primer encuentro no se caracterizó por un amor o pasión avasalladores, sino que más bien estuvo impregnado de la muy extraña sensación de haber encontrado por fin a la única persona con la que podía ser ella misma.
Y eso ocurrió en un instante; fue totalmente repentino. No recordaba qué fue lo que le dijo él, pero desde el instante en que salieron las primeras palabras de su boca, ella se sintió a gusto, cómoda con él.
Y con él vino Michael, su primo, aunque, dicha sea la verdad, eran más como hermanos. Se habían criado juntos y eran tan cercanos en edad que lo compartían todo.
Bueno, casi todo. John era el heredero de un condado y Michael, simplemente su primo, por lo que era natural que no trataran igual a los dos niños. Pero por lo que había oído ella, y por lo que ya sabía de la familia Stirling, los habían amado igual a los dos, y ella tenía la idea de que esa era la clave del buen humor de Michael.
Porque aun cuando John heredó el título, la riqueza y, bueno, todo, no daba la impresión de que Michael le tuviera envidia.
No lo envidiaba. Eso a ella le sorprendía. Se había criado como si fuera el hermano de John, siendo él mayor, y sin embargo nunca le había envidiado ninguna de sus ventajas o privilegios.
Y ese era el motivo de que ella lo quisiera tanto. Seguro que Michael se mofaría si ella intentara elogiarlo por eso, y estaba totalmente segura de que él se apresuraría a señalar sus fechorías (ninguna de las cuales, temía, sería exagerada) para demostrar que tenía el alma negra y que era un consumado sinvergüenza. Pero la verdad es que Michael Stirling poseía una generosidad de espíritu y una capacidad de amar no igualada entre los hombres.
Y se volvería loca si no le encontraba una esposa pronto.
– ¿Qué tiene de malo mi hermana? -le preguntó, muy consciente de que su voz perforaba repentinamente el silencio de la noche.
– Francesca -dijo él, y ella detectó irritación, aunque también algo de diversión en su voz-, no me voy a casar con tu hermana.
– No he dicho que tengas que casarte con ella.
– No tenías por qué. Tu cara es un libro abierto.
Ella lo miró, sonriendo.
– Ni siquiera me estabas mirando.
– Pues sí que te estaba mirando, y aunque no lo hubiera estado, no habría importado. Sé qué te propones.
Tenía razón, y eso la asustó. A veces temía que él la entendiera tan bien como John.
– Necesitas una esposa.
– ¿No acabas de prometerle a tu marido que vas a dejar de acosarme con eso?
– En realidad no se lo prometí -repuso ella, mirándolo con cierto aire de superioridad-. Él me lo pidió, claro…
– Claro -repitió él.
Ella se rio. Él siempre lograba hacerla reír.
– Creía que las esposas debían acatar los deseos de sus maridos -dijo él, arqueando la ceja derecha-. En realidad, estoy bastante seguro de que eso está contenido en las promesas del matrimonio.
– Te haría muy mal servicio si te encontrara una esposa así -dijo ella, subrayando las palabras con un muy desdeñoso bufido para dar énfasis al sentimiento.
Él giró la cara y la miró con una expresión vagamente paternalista. Debería haber sido un noble, pensó ella. Aunque era tan irresponsable que no cumpliría con los deberes anejos a un título, cuando miraba así a una persona, con esa expresión de suficiencia y certeza, bien podría haber sido un duque de sangre real.
– Tus responsabilidades como condesa de Kilmartin no incluyen encontrarme esposa -dijo.
– Pues deberían.
Él se echó a reír, lo que a ella le encantó. Siempre lograba hacerlo reír.
– Muy bien -dijo, renunciando por el momento-. Cuéntame algo inicuo, entonces. Algo que John no aprobaría.
Ese era el juego al que jugaban, incluso delante de John, aunque este por lo menos siempre simulaba intentar desviarlos del tema. Aún así, sospechaba que John disfrutaba tanto como ella de las historias de Michael, ya que una vez que terminaba de soltarles el sermón, era todo oídos.
Aunque en realidad Michael nunca les contaba mucho; era muy discreto. Pero dejaba caer insinuaciones aquí y allá y tanto ella como John siempre se entretenían muchísimo. No cambiarían por nada su dicha conyugal, pero, ¿a quién no le gusta que le regalen los oídos con picantes historias de seducción y libertinaje?
– Creo que esta semana no he hecho nada inicuo -dijo Michael, guiándola para girar por la esquina de King Street.
– ¿Tú? Imposible.
– Sólo es martes.
– Sí, pero descontando el domingo, en el que seguro no pecarías -lo miró con una expresión que decía que estaba muy segura de que ya había pecado de todas las maneras posibles, aunque fuera en domingo-, eso te deja el lunes, y un hombre puede hacer bastantes cosas un lunes.
– No este hombre. Y no este lunes.
– ¿Qué has hecho, entonces?
Él lo pensó un momento y contestó:
– Nada, en realidad.
– Eso es imposible -bromeó ella-. Estoy segura de que te vi despierto por lo menos una hora.
Él no contestó y luego se encogió de hombros de una manera que ella encontró extrañamente perturbadora, y al final dijo:
– No hice nada. Caminé, hablé y comí, pero al final del día, no había nada.
Francesca le apretó el brazo impulsivamente.
– Tendremos que encontrarte algo -dijo, dulcemente.
Él se giró a mirarla a los ojos, con una extraña intensidad en sus ojos plateados, una intensidad que ella sabía que él no dejaba aflorar a la superficie con frecuencia.
Y al instante desapareció esa intensidad y volvió a ser el mismo de siempre, aunque sospechó que Michael Stirling no era en absoluto el hombre que deseaba hacer creer que era.
Incluso que lo creyera ella, a veces.
– Tendríamos que volver a casa -dijo él-. Se ha hecho tarde, y John pedirá mi cabeza si permito que cojas un catarro por enfriamiento.
– John le echaría la culpa a mi estupidez, y bien que lo sabes. Eso es sólo tu manera de decirme que hay una mujer esperándote, probablemente cubierta sólo por la sábana de su cama.
Él la miró y sonrió, con esa sonrisa picara, diabólica, y ella comprendió por qué la mitad de la aristocracia, es decir, la mitad femenina, se creía enamorada de él, aunque no tuviera título ni fortuna a su nombre.
– Dijiste que querías oír algo inicuo, ¿no? -dijo él, entonces-. ¿Querrías más detalles? ¿El color de las sábanas, tal vez?
Ella sintió subir el rubor a las mejillas, porras. Detestaba ruborizarse, pero al menos esa reacción la ocultaba la oscuridad de la noche.
– No amarillas, espero -dijo, porque no soportaba que la conversación acabara debido a su azoramiento-. Ese color te apaga la tez.
– No soy yo el que me voy a poner las sábanas -dijo él arrastrando la voz.
– De todas maneras.
Él se rio, y ella comprendió que había dicho eso sólo para decir la última palabra. Y entonces, justo cuando pensó que él la dejaría con esa pequeña victoria, cuando comenzaba a encontrar alivio en el silencio, dijo:
– Rojas.
– Perdón, ¿qué has dicho? -preguntó, pero claro, sabía lo que él quería decir.
– Sábanas rojas, creo.
– No puedo creer que me hayas dicho eso.
– Tú preguntaste, Francesca Stirling. -La miró, y un mechón negro como la noche le cayó sobre la frente-. Tienes suerte de que no me chive a tu marido.
– John jamás cuidaría de mí.
Por un momento ella pensó que él no iba a contestar, pero entonces dijo:
– Lo sé. -Su voz sonó curiosamente seria, grave-. Ese es el único motivo de que te haga bromas.
Ella iba mirando la acera, por si había grietas o baches, pero encontró tan seria su voz que tuvo que levantar la cabeza para mirarlo.
– Eres la única mujer que conozco que nunca se desviaría en su comportamiento -dijo él entonces, tocándole el mentón-. No tienes idea de cuánto te admiro por eso.
– Amo a tu primo -musitó ella-. Jamás lo traicionaría.
Él bajó la mano hasta el costado.
– Lo sé.
Estaba tan guapo, tan hermoso, a la luz de la luna, y se veía tan insoportablemente necesitado de amor, que a ella casi se le rompió el corazón. Seguro que ninguna mujer sería capaz de resistírsele, con esa cara perfecta y ese cuerpo alto y musculoso. Y cualquiera que se tomara el tiempo para mirar lo que había debajo de esa belleza llegaría a conocerlo tan bien como ella: como un hombre bueno, amable, leal.
Todo eso mezclado con un poquito de picardía del demonio, claro, pero tal vez eso era justamente lo que atraía a las damas.
– ¿Nos volvemos? -dijo él de repente, todo encanto, haciendo un gesto hacia la casa.
Suspirando, ella se dio media vuelta.
– Gracias por acompañarme -dijo, pasados unos cuantos minutos de agradable y amistoso silencio-. No exageré cuando dije que me iba a volver loca si llovía.
– No dijiste eso -dijo él.
Al instante se dio una patada mentalmente. Lo que había dicho era que se había sentido algo rara, no que se iba a volver loca, pero sólo un intelectual idiota o un tonto enamorado habría notado la diferencia.
Ella frunció el ceño.
– ¿No lo dije? Bueno, lo estaba pensando. Me sentía algo floja, decaída, si has de saberlo. El aire fresco me ha hecho muchísimo bien.
– Me alegra haber contribuido a eso -dijo él, galantemente.
Ella sonrió. Ya iban subiendo la escalinata de la casa y, cuando pusieron los pies en el último peldaño, se abrió la puerta; el mayordomo debía haber estado observándolos. Michael esperó en el vestíbulo mientras el mayordomo la ayudaba a quitarse la capa.
– ¿Te vas a quedar a tomar otra copa, o tienes que marcharte inmediatamente para tu cita? -le preguntó ella, con los ojos brillantes y traviesos.
Él miró el reloj del final del vestíbulo. Eran las ocho y media, y si bien no tenía que ir a ninguna parte, pues no había ninguna mujer esperándolo, aunque sin duda podría encontrar alguna en un abrir y cerrar de ojos, y quizá lo haría, no le apetecía mucho continuar en la casa Kilmartin.
– Tengo que irme -dijo-. Tengo mucho que hacer.
– No tienes nada que hacer, y bien que lo sabes. Sólo deseas portarte mal.
– Es un pasatiempo admirable -masculló él.
Ella abrió la boca para replicar, pero justo en ese momento bajó la escalera Simons, el ayuda de cámara de John, contratado hacía poco.
– ¿Milady?
Francesca se giró hacia él y le hizo un gesto de asentimiento, indicándole que podía continuar.
– He golpeado la puerta de su señoría y le he llamado, dos veces, pero parece que está durmiendo muy profundamente. ¿Quiere que le despierte de todos modos?
Francesca asintió.
– Sí. Me encantaría dejarlo dormir. Ha trabajado muchísimo estos últimos días -esa información iba dirigida a Michael-, pero sé que esa reunión con lord Liverpool es muy importante. Deberías… No, espera, yo iré a despertarlo. Será mejor así. ¿Te veré mañana? -le preguntó a Michael.
– En realidad, si John no se ha marchado todavía, esperaré. Vine a pie, así que me iría muy bien servirme de su coche una vez que lo desocupe.
Asintiendo, ella empezó a subir a toda prisa la escalera.
No teniendo nada que hacer, aparte de canturrear en voz baja, Michael comenzó a pasearse por el vestíbulo, mirando los cuadros.
Y entonces oyó el grito de ella.
Michael no tenía el menor recuerdo de haber subido corriendo la escalera, pero se encontraba allí, en el dormitorio de John y Francesca, la única habitación de la casa en la que no había entrado jamás.
– ¿Francesca? -exclamó-. Frannie, Frannie, ¿qué…?
Ella estaba sentada junto a la cama, con una mano aferrada al antebrazo de John, que colgaba por el lado.
– Despiértalo, Michael -exclamó-. Despiértalo, por favor. ¡Despiértalo!
Michael sintió que su mundo se desvanecía. La cama estaba al otro lado de la habitación, a unas cuatro yardas, pero lo supo. Nadie conocía a John tan bien como él. Nadie.
Y John no estaba en la habitación. No estaba. Lo que estaba en la cama…
No era John.
– Francesca -musitó, avanzando lentamente hacia ella. Sentía el cuerpo raro, las piernas pesadas, muy pesadas-. Francesca.
Ella lo miró, con los ojos muy abiertos, afligidos.
– Despiértalo, Michael.
– Francesca, yo no…
– ¡Ahora! -gritó ella, abalanzándose sobre él-. ¡Despiértalo! Tú puedes. ¡Despiértalo! ¡Despiértalo!
Lo único que pudo hacer él fue quedarse inmóvil donde estaba, mientras ella le golpeaba el pecho con los puños, y continuar ahí cuando ella le cogió la corbata y comenzó a tironeársela y tironeársela hasta que él comenzó a ahogarse, sin poder respirar. Ni siquiera podía abrazarla, no podía darle ningún consuelo, porque él se sentía tan destrozado, tan confundido como ella.
De pronto a ella la abandonó la energía y se desplomó en sus brazos, mojándole la camisa con sus lágrimas.
– Tenía un dolor de cabeza -gimió-. Sólo eso. Sólo un dolor de cabeza. -Lo miró suplicante, escrutándole la cara, buscando respuestas que él no podría darle jamás-. Sólo un dolor de cabeza -repitió.
Y se veía destrozada.
– Lo sé -dijo él, sabiendo que eso no era suficiente.
– Oh, Michael -sollozó ella-. ¿Qué voy a hacer?
– No lo sé -contestó él, porque no lo sabía.
Entre Eton, Cambridge y el ejército, lo habían preparado para todo lo que debe saber de la vida un caballero inglés, pero no para «eso».
– No lo entiendo -estaba diciendo ella.
Pensó que estaba diciendo muchas cosas, pero ninguna de ellas tenía ningún sentido a sus oídos. Ni siquiera tenía la fuerza para continuar de pie, así que juntos se desmoronaron y quedaron sentados sobre la alfombra, apoyados en el lado de la cama.
Él se quedó mirando sin ver la pared de enfrente, pensando por qué no lloraba. Estaba atontado, adormecido, sentía todo el cuerpo pesado, y no lograba quitarse la sensación de que le habían arrancado el alma del cuerpo.
John no.
¿Por qué?
¿Por qué?
Y mientras estaba sentado ahí, vagamente consciente de que los criados se habían agrupado justo fuera de la puerta, le pareció que Francesca estaba gimiendo esas mismas palabras:
– John no.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué?
– ¿Cree que podría estar embarazada?
Michael miró fijamente a lord Winston, el vehemente hombrecillo, miembro, al parecer recién nombrado, del Comité de Privilegios de la Cámara de los Lores, tratando de encontrarle sentido a sus palabras. Sólo hacía un día que había muerto John; todavía le resultaba difícil encontrarle sentido a algo. Y venía ese hombrecillo hinchado exigiéndole una audiencia para perorar acerca de unos deberes sacrosantos hacia la Corona.
– Su señoría -explicó lord Winston-. Si está embarazada, eso lo complicará todo.
– No lo sé. No se lo he preguntado.
– Debe preguntárselo. No me cabe duda de que usted está impaciente por asumir el título y el control de sus nuevas propiedades, pero debemos determinar si ella está embarazada. Además, si lo está, un miembro de nuestro comité deberá estar presente en el parto.
Michael sintió que se le aflojaban todos los músculos de la cara.
– Perdón, ¿qué ha dicho? -logró decir.
– Cambio de bebé -dijo lord Winston, lúgubremente-. Ha habido casos…
– Vamos, por el amor de Dios…
– Esto es tanto para protegerle a usted como a cualquier otro -interrumpió lord Winston-. Si su señoría da a luz a una niña y no hay nadie presente para servir de testigo, ¿qué le impediría cambiar a la niña por un niño?
Michael ni siquiera tuvo la fuerza para decir que sería indigno contestar a esa pregunta.
– Tiene que enterarse de si está embarazada -insistió lord Winston-. Será necesario tomar medidas, establecer disposiciones.
– Se quedó viuda ayer -contestó Michael secamente-. No le voy a aumentar la pena molestándola con preguntas tan indiscretas.
– Hay más en juego que los sentimientos de su señoría -replicó lord Winston-. No podemos transferir adecuadamente el condado mientras haya dudas respecto a la línea de sucesión.
– ¡Qué el diablo se lleve el condado! -aulló Michael.
Lord Winston ahogó una exclamación y retrocedió unos pasos, horrorizado.
– Olvida sus modales, milord.
– No soy su lord. No soy el lord de nadie…
Interrumpió el torrente de palabras que lo ahogaban y se sentó en una silla, esforzándose por contener las lágrimas que amenazaban con brotarle de los ojos. Sentía deseos de echarse a llorar, ahí mismo, en el despacho de John, delante de ese maldito hombrecillo que al parecer no entendía que había muerto un hombre, no sólo un conde, sino un hombre.
Y lloraría, seguro. Tan pronto como se marchara lord Winston y él pudiera cerrar la puerta con llave y asegurarse de que no lo vería nadie, se cubriría la cara con las manos y lloraría.
– Alguien tiene que preguntárselo -dijo lord Winston.
– No seré yo -repuso Michael en voz baja.
– Entonces se lo preguntaré yo.
Michael se levantó de un salto, cogió al hombre por el cuello de la camisa y lo aplastó contra la pared.
– No se va a acercar a lady Kilmartin -gruñó-. Ni siquiera va a respirar el mismo aire que respira ella. ¿He hablado claro?
– Muy claro -logró decir el hombrecillo, en un gorgoteo.
Michael lo soltó, vagamente consciente de que la cara se le estaba poniendo morada.
– Márchese.
– Va a tener que…
– ¡Fuera! -rugió.
– Volveré mañana -dijo lord Winston, saliendo a toda prisa por la puerta-. Hablaremos cuando esté más calmado.
Michael se apoyó en la pared, mirando la puerta abierta. Buen Dios. ¿Cómo había ocurrido todo eso? John aún no había cumplido los treinta años. Era la imagen misma de la salud. Él podría haber sido el segundo en la línea de sucesión mientras John y Francesca no tuvieran ningún hijo, pero a nadie se le habría ocurrido pensar jamás nunca que él le heredaría.
Ya había oído decir que en los clubes los hombres lo consideraban el hombre más afortunado de Gran Bretaña. De la noche a la mañana había pasado de la periferia de la aristocracia a su epicentro mismo. Por lo visto nadie comprendía que él jamás había deseado eso. Jamás.
No deseaba un condado. Deseaba tener de vuelta a su primo. Y al parecer nadie lo entendía.
A excepción, tal vez, de Francesca. Pero ella estaba tan inmersa en su propia aflicción que no podía comprender del todo el sufrimiento de él.
Y no le pediría que lo comprendiera, lógicamente, estando ella tan sumergida en el suyo.
Se cruzó de brazos, pensando en ella. Nunca, en lo que le quedaba de vida, olvidaría la expresión en la cara de Francesca cuando finalmente comprendió la verdad: que John no estaba durmiendo; que no despertaría.
Y Francesca Bridgerton era, a la tierna edad de veintidós años, la criatura más triste de la Tierra.
Sola.
Él entendía su sufrimiento mejor de lo que nadie podría imaginarse.
La habían llevado a la cama entre él y la madre de ella, que llegó corriendo gracias al mensaje urgente que le envió. Y había dormido como un bebé, sin siquiera emitir un gemido, con su cuerpo agotado por toda la conmoción.
Pero esa mañana al despertar, ya había adquirido la proverbial cara impasible, resuelta a mantenerse fuerte y firme, para atender a todos los detalles de las actividades que habían caído como un torrente sobre la casa tras la muerte de John.
El problema era que ninguno de los dos sabía cuáles eran esos detalles. Eran jóvenes; habían vivido libres de preocupaciones. Y nunca se les había pasado por la mente que tendrían que enfrentarse a la muerte.
¿Quién sabía, por ejemplo, que intervendría ese dichoso Comité de Privilegios? ¿O que exigirían un asiento de palco en un momento y lugar que debía ser totalmente privado para Francesca?
Si es que estaba embarazada.
Pero, infierno y condenación, él no se lo preguntaría.
«Tenemos que comunicárselo a su madre», le había dicho Francesca esa mañana a primera hora. Y eso fue lo primero que dijo, en realidad. Sin ningún preámbulo, sin saludarlo, simplemente «Tenemos que comunicárselo a su madre».
Él asintió, porque, claro, ella tenía razón.
«Tenemos que comunicárselo a tu madre también -añadió ella-. Las dos están en Escocia. Todavía no lo saben.»
Y él volvió a asentir; fue lo único que consiguió hacer. «Yo escribiré las notas.»
Y asintió por tercera vez, pensando qué debía hacer él.
Y la respuesta a eso la obtuvo con la visita de lord Winston, aunque no soportaba pensar en eso en ese momento. Lo encontraba absolutamente horrible, de mal gusto. No quería pensar en todo lo que ganaba con la muerte de John. ¿Cómo alguien podía hablar como si de todo eso hubiera resultado algo «bueno»?
Se le fue deslizando el cuerpo por la pared hasta que se quedó sentado en el suelo, con las piernas dobladas y la cabeza apoyada en las rodillas. Él no lo había deseado, ¿verdad?
Había deseado a Francesca. Sólo eso. Pero no de esa manera. No a ese precio.
Jamás le había envidiado a John su buena suerte. Jamás había deseado su título, ni su dinero ni su poder.
Solamente había deseado a su mujer.
Y ahora estaba destinado a tener su título, a meterse en su piel.
Y el sentimiento de culpa le atenazaba sin piedad el corazón como un puño de hierro.
¿Lo habría deseado de alguna manera? No, no habría podido. No lo había deseado.
¿Lo habría deseado?
– ¿Michael?
Levantó la cabeza. Era Francesca, todavía con esa mirada vacía, su cara una máscara sin expresión que le rompía el corazón más que si estuviera llorando desconsolada.
– Le pedí a Janet que viniera.
Él asintió. La madre de John; se sentiría destrozada.
– Y a tu madre también. También se sentiría destrozada.
– ¿Se te ocurre alguna otra persona…?
Él negó con la cabeza, consciente de que debía levantarse, consciente de que la educación dictaminaba que se levantara; pero no lograba encontrar la fuerza. No quería que Francesca lo viera tan débil, pero no podía evitarlo.
– Deberías sentarte -dijo al fin-. Necesitas descansar.
– No puedo. Necesito… Si paro, aunque sea un momento, me…
No terminó la frase porque se le cortó la voz, pero no tenía importancia. Él lo comprendía.
La miró un momento. Llevaba el pelo castaño recogido en una sencilla coleta, y tenía la cara muy pálida. Se veía muy joven, como una niña recién salida del aula, demasiado joven para ese tipo de sufrimiento.
– Francesca -dijo, no en tono de pregunta, sino más como un suspiro.
Y entonces ella se lo dijo. Lo dijo sin que él tuviera que preguntárselo:
– Estoy embarazada.
… lo amo con locura, ¡con locura! De verdad, me moriría sin él.
De una carta de Francesca, condesa de Kilmartin,
a su hermana Eloise Bridgerton,
una semana después de su boda.
– Tengo que decir, Francesca, que eres la futura madre más sana que han visto mis ojos en toda mi vida.
Francesca sonrió a su suegra, que acababa de entrar en el jardín de la mansión en Saint James que ahora compartían. Daba la impresión de que de la noche a la mañana la casa Kilmartin se había convertido en residencia de mujeres. La primera en llegar a vivir ahí había sido Janet, y después Helen, la madre de Michael. Era una casa llena de mujeres Stirling, o por lo menos de aquellas que habían adquirido el apellido por matrimonio.
Y todo lo sentía ella muy diferente.
Era extraño. Se habría imaginado que percibiría la presencia de John, que lo sentiría en el aire, que lo vería en el entorno que habían compartido durante dos años. Pero no, él simplemente se había marchado, y la llegada de mujeres a la casa había cambiado totalmente su ambiente. Eso era bueno, suponía; necesitaba el apoyo de las mujeres en esos momentos.
Pero se sentía rara; le resultaba extraño vivir entre mujeres. Había más flores en la casa, floreros por todas partes. Y ya no quedaba en el aire el olor del cigarro de John, ni el de jabón de sándalo que prefería.
Ahora la casa Kilmartin olía a lavanda y agua de rosas, y cada vez que aspiraba esos olores se le rompía otro poco el corazón.
Incluso Michael había estado extrañamente distante. Ah, sí que venía de visita, varias veces a la semana, si alguien se ocupaba de contarlas, y ella tenía que reconocer que las contaba. Pero no estaba ahí, de la manera como había estado antes de que muriera John. No era el mismo, y sabía que no debía castigarlo por eso, ni siquiera para sus adentros.
Él también estaba sufriendo.
Eso lo sabía. Recordaba cuando lo miraba y veía sus ojos distantes; recordaba cuando no sabía qué decirle, y cuando él no le hacía bromas.
Y lo recordaba cuando estaban sentados juntos en el salón y no tenían nada que decir.
Había perdido a John, y ahora tenía la impresión de que había perdido a Michael también. E incluso teniendo con ella a dos madres que la mimaban como gallinas a sus polluelos, tres madres, en realidad, si contaba a la suya, que venía a verla cada día, se sentía muy sola.
Y muy triste.
Nadie le había dicho jamás cuánta tristeza sentiría. ¿A quién se le habría ocurrido hablarle de eso? E incluso si a alguien se le hubiera ocurrido decírselo, aun en el caso de que su madre, que también quedó viuda joven, le hubiera explicado el dolor que sentiría, ella no lo habría entendido. ¿Cómo podría haberlo entendido?
Esa era una de aquellas cosas que hay que experimentar para entenderlas. Y, ay, cómo deseaba no pertenecer a ese triste club.
¿Y dónde estaba Michael? ¿Por qué no la consolaba? ¿Por qué no se daba cuenta de lo mucho que ella lo necesitaba? A él, no a su madre, ni a la madre de nadie.
Necesitaba a Michael, la única persona que conoció a John tanto como ella, la única persona que lo había amado totalmente. Michael era su único vínculo con el marido que había perdido, y lo odiaba por mantenerse alejado.
Incluso cuando él se encontraba en la casa Kilmartin, cuando estaba en la misma maldita sala que ella, nada era igual. Ya no se hacían bromas, no reñían. Simplemente estaban sentados ahí, los dos tristes, con las caras afligidas, y cuando hablaban, se notaba una incomodidad, una violencia que no existía antes.
¿Es que era imposible que «algo» continuara tal como era antes de que muriera John? Jamás se le habría ocurrido pensar que su amistad con Michael podría morir también.
– ¿Cómo te sientes, cariño?
Francesca miró a su suegra, cayendo tardíamente en la cuenta de que esta le había hecho una pregunta, o tal vez varias, y ella no se las había contestado, sumida como estaba en sus pensamientos. Eso lo hacía muchísimo últimamente.
– Muy bien -contestó-. No me siento en absoluto diferente a como me he sentido siempre.
– Es extraordinario -comentó Janet, moviendo la cabeza, maravillada-. Jamás había oído cosa semejante.
Francesca se encogió de hombros.
– Si no fuera por las faltas de mis reglas, no sabría que hay algo diferente.
Y era cierto. No sentía náuseas, no tenía hambre a cada momento, no sentía nada distinto. Tal vez se sentía un poco más cansada de lo habitual, pero eso podía deberse a la aflicción también. Su madre decía que se había sentido cansada durante un año después de la muerte de su padre.
Claro que, cuando quedó viuda, su madre tenía ocho hijos que cuidar y atender. Ella sólo se tenía a sí misma, y contaba con un pequeño ejército de criados que la trataban como a una reina inválida.
– Tienes mucha suerte -dijo Janet, sentándose en el sillón de enfrente-. Cuando yo estaba embarazada de John tenía náuseas todas, todas las mañanas, y muchas veces por la tarde también.
Francesca asintió y sonrió. Janet ya le había dicho eso antes, y varias veces. La muerte de John había convertido a su madre en una cotorra; no paraba de hablar, tratando de llenar el silencio que le producía la aflicción de ella. La adoraba por eso, por intentarlo, pero tenía la idea de que lo único que le mitigaría la pena sería el tiempo.
– Me alegra muchísimo que estés embarazada -dijo Janet, inclinándose y apretándole impulsivamente la mano-. Eso lo hace todo un poco más soportable. O tal vez algo menos insoportable -añadió, no sonriendo, pero con el aspecto de intentarlo.
Francesca se limitó a asentir, por miedo a que si hablaba se le soltaran las lágrimas que tenía contenidas en los ojos.
– Siempre deseé tener más hijos -continuó Janet-. Pero eso no estaba destinado a ser. Y cuando murió John…, bueno, limitémonos a decir simplemente que ningún nieto será nunca tan amado como el que ahora llevas en el vientre. -Guardó silencio, simulando que se llevaba el pañuelo a la nariz, cuando en realidad era para los ojos-. No se lo digas a nadie, pero no me importa si es niño o niña. Es una parte de él. Eso es lo único que importa.
– Lo sé -dijo Francesca en voz baja, colocándose la mano en el vientre.
Cómo deseaba sentir algo, cualquier cosa, que le indicara que llevaba un bebé dentro. Pero era demasiado pronto para notar movimientos; aún no llevaba tres meses embarazada, según los cuidadosos cálculos que había hecho, y todos los vestidos le entraban perfectamente, la comida le sabía igual que antes, y sencillamente no experimentaba ninguno de los malestares y achaques de que hablaban las demás mujeres.
Se sentiría feliz si cada mañana le vinieran náuseas y vomitara toda la comida, si sintiera algo con lo que al menos pudiera imaginarse que el bebé estaba moviendo la mano como si quisiera decirle alegremente: «¡Estoy aquí!»
– ¿Has visto a Michael estos últimos días? -preguntó Janet.
– Desde el lunes no. Ya no viene de visita con mucha frecuencia.
– Echa de menos a John.
– Yo también -replicó Francesca, y la horrorizó lo chillona que le salió la voz.
– Debe de ser muy difícil para él -musitó Janet.
Francesca se limitó a mirarla, con los labios entreabiertos por la sorpresa.
– No quiero decir que no sea difícil para ti -se apresuró a decir Janet-, pero piensa en lo delicado de su posición. No sabrá si va a ser el conde hasta dentro de seis meses.
– Yo no puedo hacer nada respecto a eso.
– Noo, claro que no, pero eso lo pone en una situación difícil. He oído decir a más de una señora que sencillamente no puede considerarlo un pretendiente posible para su hija hasta que, y a menos que, tú des a luz una niña. Casarse con el conde de Kilmartin es una cosa; otra muy distinta es casarse con su primo pobre. Y nadie sabe cuál de las dos cosas va a ser.
– Michael no es pobre -dijo Francesca, malhumorada-. Además, no se casará mientras esté de luto por John.
– No, me imagino que no, pero espero que comience pronto a buscar esposa. Deseo muchísimo que sea feliz. Y, claro, si va a ser el conde, tendrá que engendrar un heredero. Si no, el título irá a parar a ese odioso lado Debenham de la familia -concluyó Janet, estremeciéndose ante la idea.
– Michael hará lo que debe -dijo Francesca, aunque no estaba muy segura.
Le resultaba difícil imaginárselo casado. Siempre había sido difícil imaginárselo; Michael no era el tipo de hombre capaz de serle fiel a una mujer durante mucho tiempo; pero en esos momentos simplemente le parecía extraño. Durante esos dos años ella había tenido a John, y Michael había sido el acompañante de ambos. ¿Sería capaz de soportar que Michael se casara y ella pasara a ser la tercera en el grupo? ¿Era lo suficientemente generosa para sentirse feliz por él mientras ella se quedaba sola?
Se frotó los ojos. Se sentía muy cansada, y un poco débil también. Eso era buena señal, suponía; había oído decir que las embarazadas se sentían mucho más cansadas de lo que se sentía ella.
– Creo que voy a subir a echar una siesta -dijo, mirando a Janet.
– Excelente idea -repuso Janet, aprobadora-. Necesitas descansar.
Asintiendo, Francesca se levantó, y tuvo que cogerse del brazo del sillón para no caerse, porque se le fue el cuerpo.
– No sé qué me pasa -dijo, intentando esbozar una sonrisa, que le salió trémula-. Me siento algo mareada, inestable. No… -La interrumpió la exclamación de Janet-. ¿Janet? -preguntó, mirando a su suegra preocupada; estaba muy pálida y se había llevado una mano temblorosa a la boca-. ¿Qué te pasa?
Entonces se dio cuenta de que Janet no la estaba mirando a ella; estaba mirando el sillón del que ella acababa de levantarse. Con creciente temor, bajó la vista y se obligó a mirar el asiento que acababa de desocupar.
En el medio del cojín había una pequeña mancha roja.
Sangre.
La vida se le haría mucho más fácil si fuera dado a la bebida, estaba pensando Michael, sarcástico. Si había una ocasión para emborracharse, para ahogar las penas en el alcohol, era esa.
Pero no, había sido maldecido con una constitución robusta y una maravillosa capacidad para aguantar el licor con dignidad y elegancia. Y eso significaba que si quería emborracharse para obnubilar la mente y olvidar, tendría que beberse toda una botella de whisky ahí sentado ante su escritorio, y tal vez un poco más.
Miró por la ventana. Todavía no oscurecía. Y ni siquiera él, el libertino disoluto que intentaba ser, sería capaz de beberse toda una botella de whisky antes de que se pusiera el sol.
Golpeteó el escritorio con los dedos, deseando saber qué hacer consigo mismo. Habían transcurrido seis semanas desde la muerte de John, y continuaba viviendo en su modesto apartamento en el Albany. No lograba decidirse a tomar residencia en la casa Kilmartin. Esa era la residencia del conde, y él no lo sería hasta por lo menos dentro de seis meses.
O tal vez nunca.
Según lord Winston, cuyos sermones finalmente se había visto obligado a tolerar, el título estaría en suspenso hasta que Francesca diera a luz. Y si daba a luz a un varón, él continuaría en la posición en que había estado siempre: primo del conde.
Pero no era esa situación en particular lo que lo mantenía alejado. Aun en el caso de que Francesca no estuviera embarazada él se habría resistido a mudarse a la casa Kilmartin. Ella seguía viviendo allí.
Seguía viviendo allí y seguía siendo la condesa de Kilmartin, y aun en el caso de que él fuera el conde, sin ninguna duda respecto a su derecho al título, ella no sería «su» condesa, y no sabía si sería capaz de soportar esa ironía.
Había creído que su aflicción por la muerte de John superaría su deseo de ella, que tal vez finalmente podría estar con Francesca sin desearla, pero no, seguía quedándose sin aliento cada vez que ella entraba en la sala, y se endurecía de deseo cada vez que lo rozaba al pasar por su lado, y seguía doliéndole el corazón de amor por ella.
Lo único diferente era que ahora todo eso estaba envuelto en otra capa más de culpabilidad, como si esta no hubiera sido lo bastante intensa mientras John aún estaba vivo. Ella sufría, estaba de duelo, y él debería consolarla, no desearla. Buen Dios, ¿qué tipo de monstruo podía desear a la mujer de su primo, que aún no se había enfriado en su tumba?
A su mujer embarazada.
Ya había ocupado el lugar de John en muchas cosas; no podía completar la traición ocupando su lugar con Francesca también.
Por lo tanto, se mantenía alejado de la casa. No del todo, pues eso sería demasiado evidente. Además, no podía hacer eso, estando su madre y la madre de John viviendo allí. Y todo el mundo esperaba que él se ocupara de los asuntos del conde, aun cuando la posibilidad de que el título fuera suyo sólo se vería dentro de seis meses.
Pero lo hacía. No le importaba ocuparse de los detalles, no le importaba dedicar varias horas al día a la administración de una fortuna que podría ir a otro. Era lo mínimo que podía hacer por John.
Y por Francesca. Le resultaba imposible ser amigo de ella de la manera que debía, pero sí podía encargarse de que sus asuntos financieros estuvieran en regla.
Pero era consciente de que ella no lo entendía. Muchas veces iba a visitarlo cuando estaba en el despacho de John, en la casa Kilmartin, leyendo los informes de los administradores y abogados de las diversas propiedades, y se daba cuenta de que lo que buscaba era la antigua camaradería entre ellos, aunque él no era capaz de ceder en eso.
Ya fuera debilidad o falta de carácter, simplemente no podía ser su amigo. No todavía, en todo caso.
– ¿Señor Stirling?
Levantó la vista. En la puerta estaba su ayuda de cámara acompañado por un lacayo que llevaba la inconfundible librea verde y oro de la casa Kilmartin.
– Un mensaje para usted -dijo el lacayo-, de su madre.
Cuando a un gesto suyo el lacayo entró a entregarle el mensaje, alargó la mano pensando qué sería esta vez. Su madre lo hacía ir a la casa Kilmartin más o menos cada día.
– Dijo que es urgente -añadió el lacayo cuando le puso el sobre en la mano.
Urgente, ¿eh? Eso era una novedad. Miró fijamente al lacayo y a su ayuda de cámara, despachándolos con la mirada. Cuando los dos salieron y se quedó solo, rompió el sello con el abrecartas. El mensaje era breve, decía simplemente: «Ven enseguida. Francesca ha perdido al bebé».
Michael casi se mató cabalgando a la mayor velocidad posible en dirección a la casa Kilmartin, desentendiéndose de los gritos de indignación de los transeúntes a los que estuvo a punto de atropellar con su prisa.
Pero una vez que llegó allí y se encontró en el vestíbulo, no supo qué hacer.
¿Un aborto espontáneo? Eso era con mucho un asunto de mujeres. ¿Qué tenía que hacer él? Era una tragedia, y sentía una pena tremenda por Francesca, pero, ¿qué esperaban que dijera o hiciera él? ¿Por qué lo necesitaban ahí?
Entonces la comprensión lo golpeó como un rayo. Él era el conde ahora; eso ya era un hecho. Lento pero seguro, se había ido apropiando de la vida de John, llenando todos los rincones del mundo que antes perteneciera a su primo.
– Ah, Michael -dijo su madre, entrando a toda prisa en el vestíbulo-. Cuanto me alegra que hayas venido.
Él la abrazó, sintiendo los brazos torpes alrededor de ella. Y tal vez murmuró algo estúpido, sin sentido, algo así como «Qué tragedia», pero principalmente se quedó ahí inmóvil, sintiéndose tonto y fuera de lugar.
– ¿Cómo está? -preguntó al fin, cuando su madre se apartó.
– Conmocionada. Ha estado llorando.
Él tragó saliva, desesperado por soltarse la corbata.
– Bueno, eso es comprensible -dijo-. Esto… eh…
– Parece que no puede parar -interrumpió Helen.
– ¿De llorar?
Helen asintió.
– No sé qué hacer.
Michael hizo unas cuantas respiraciones para serenarse. Parejas, lentas. Inspira, espira.
– ¿Michael?
Su madre lo estaba mirando, esperando una respuesta. Tal vez esperando un consejo, una orientación.
Como si él supiera qué hacer.
– Ha venido su madre -continuó Helen, cuando comprendió que él no iba a decir nada-. Quiere que Francesca vuelva a la casa Bridgerton.
– ¿Francesca desea eso?
Helen se encogió de hombros, con la expresión muy triste.
– No creo que lo sepa. Esto ha sido una tremenda conmoción.
– Sí -dijo él.
Volvió a tragar saliva. No deseaba estar ahí. Deseaba marcharse.
– En todo caso, el doctor dijo que no debe moverse durante varios días.
Él asintió.
– Naturalmente, te llamamos.
¿Naturalmente? Él no veía nada natural en eso. Jamás se había sentido tan fuera de lugar, tan absolutamente incapaz de encontrar las palabras que decir ni de hacer algo.
– Ahora eres Kilmartin -dijo ella en voz baja.
Él volvió a asentir, y sólo una vez. Eso fue todo lo que pudo hacer para reconocer ese hecho.
– Debo decir que yo… -Helen se interrumpió y frunció los labios de una manera rara, brusca-. Bueno, una madre desea el mundo para sus hijos, pero yo no… nunca habría…
– No lo digas -interrumpió Michael con la voz ronca.
No estaba preparado para oír decir a nadie que eso era algo bueno. Y por Dios que si alguien se le acercaba a felicitarlo…
Bueno, no sería responsable de sus actos.
– Ha preguntado por ti -dijo ella.
– ¿Francesca? -preguntó él, agrandando los ojos por la sorpresa.
Helen asintió.
– Ha dicho que te necesitaba.
– No puedo.
– Tienes que ir a verla.
– No puedo. -Negó con la cabeza, con movimientos demasiado rápidos, por el terror-. No puedo ir allí.
– No puedes abandonarla.
– Nunca ha sido mía, así que no la abandono.
– ¡Michael! ¿Cómo puedes decir una cosa así?
– Madre -dijo él, desesperado por desviar la conversación-, Francesca necesita a una mujer. ¿Qué puedo hacer yo?
– Puedes ser su amigo -dijo Helen dulcemente, y él volvió a sentirse un niño de ocho años, regañado por una transgresión desconsiderada.
– No -dijo.
Lo horrorizó el sonido de su voz, que le salió como el gemido de un animal herido, dolido y confundido. Pero había una cosa que sabía con toda certeza: no podía ver a Francesca. No en ese momento. No todavía.
– Michael -dijo su madre.
– No -repitió él-. La veré… Mañana veré si… -Y se dirigió a la puerta, añadiendo antes de salir-: Dale recuerdos.
Y echó a correr, huyendo como un cobarde.
… estoy convencida de que no hace ninguna falta dramatizar tanto. No pretendo tener conocimiento o entendimiento del amor romántico entre marido y mujer, pero no creo que su dominio lo abarque todo, que la muerte de uno destruya al otro. Sobrevivirías muy bien sin él, por discutible que te pueda parecer esto.
De una carta de Eloise Bridgerton
a su hermana Francesca, condesa de Kilmartin,
tres semanas después de la boda de Francesca.
El mes que siguió al aborto espontáneo fue lo más semejante al infierno en la tierra que puede experimentar un ser humano. De eso Michael estaba seguro.
Cada nueva ceremonia a la que debía someterse, cada vez que debía firmar un documento como conde de Kilmartin o tenía que soportar que lo llamaran «milord», se sentía como si se empujara más lejos el espíritu de John.
Muy pronto sería como si John no hubiera existido nunca, pensaba, aun tratando de ser objetivo. Incluso había dejado de existir el bebé, que habría sido el último trocito de John que quedara sobre la tierra.
Y todo lo que había sido de John ahora era de él.
A excepción de Francesca.
Y estaba resuelto a que eso continuara así. No haría, no podría hacerle, ese último insulto a su primo.
Había tenido que verla, por supuesto; le había dicho todo lo mejor que se le ocurrió para consolarla, pero dijera lo que dijera, no era lo adecuado, y ella simplemente desviaba la cara y se quedaba mirando la pared.
No sabía qué decir. Francamente, sentía más alivio porque ella estuviera sana, porque el aborto espontáneo no hubiera dejado secuelas en su salud, que pena por la pérdida de su bebé. Las madres, es decir, la suya, la de John y la de Francesca, se habían sentido obligadas a describir la sangre derramada con todos sus espeluznantes detalles, y una de las criadas había ido corriendo a buscar las sábanas ensangrentadas, que alguien había guardado para que sirvieran de prueba de que Francesca había sufrido un aborto espontáneo.
Lord Winston lo aprobó asintiendo, pero luego le explicó que de todos modos él tendría que observar a la condesa, simplemente para cerciorarse de que esas sábanas eran realmente de ella y que no estaba engordando. Esa no sería la primera vez que alguien hubiera intentado burlar las sacrosantas leyes de la primogenitura, añadió.
Él sintió el intenso deseo de arrojar por la ventana al parlanchín hombrecillo, pero se limitó a acompañarlo a la puerta. Al parecer ya no tenía la energía suficiente para actuar conforme a ese tipo de rabia.
Pero no se había mudado a la casa Kilmartin. No estaba preparado para eso y la sola idea de vivir ahí con todas esas mujeres lo sofocaba. Sabía que tendría que mudarse muy pronto; eso era lo que se esperaba del conde. Pero por el momento estaba bastante contento en su pequeño apartamento.
Y ahí estaba, eludiendo su deber, cuando Francesca fue finalmente a verlo.
El ayuda de cámara la hizo pasar a la pequeña sala de estar.
– ¿Michael? -dijo, cuando él entró.
– Francesca -repuso él, sorprendido por su aparición. Nunca antes había ido a su apartamento, ni cuando John estaba vivo ni después-. ¿Qué haces aquí?
– Quería verte -contestó ella.
El mensaje tácito era: «Me eludes».
Y eso era cierto, claro, pero él se limitó a decir:
– Siéntate. -Y pasado un momento añadió-: Por favor.
¿Sería incorrecto eso? ¿Que ella estuviera en su apartamento?
No estaba seguro. Las circunstancias en que se encontraban eran tan raras, tan absolutamente inclasificables, que no tenía idea por cuáles reglas de la etiqueta debían regirse.
Ella se sentó, y estuvo un minuto entero sin hacer otra cosa que pasarse las manos por la falda, hasta que al fin levantó la cabeza y lo miró a los ojos, con desgarradora intensidad, y dijo:
– Te echo de menos.
Él se sintió como si las paredes comenzaran a cerrarse a su alrededor.
– Francesca…
– Eras mi amigo -continuó ella, en tono acusador-. Además de serlo de John, eras mi más íntimo amigo y ahora ya no sé quién eres.
– Esto…
Ay, Dios, se sentía como un idiota, absolutamente impotente y derribado por un par de ojos azules y una montaña de culpa. Aunque culpa de qué, ya ni siquiera lo sabía bien. Al parecer, el sentimiento de culpa venía de muchas cosas, de muchas direcciones y no era capaz de determinarlas.
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella-. ¿Por qué me eludes?
– No lo sé -contestó.
No podía mentirle diciendo que no la eludía. Era demasiado inteligente para no captar la mentira. Pero tampoco podía decirle la verdad.
A ella le temblaron los labios y de pronto se cogió el inferior entre los dientes. Y él se quedó mirándole la boca, sin poder apartar los ojos, odiándose por la oleada de deseo que lo recorrió todo entero.
– Creía que eras mi amigo también -musitó ella.
– Francesca, no…
– Te necesitaba -continuó ella en voz baja-, y sigo necesitándote.
– No, no me necesitas. Tienes a las madres, y a todas tus hermanas también.
– No deseo hablar con mis hermanas -dijo ella, en tono más vehemente-. No entienden.
– Bueno, de esas cosas yo no entiendo nada -replicó él, y la desesperación le dio un tono ligeramente áspero y desagradable a su voz.
Ella se limitó a mirarlo, con una expresión condenatoria en sus ojos.
Él deseó abrirle los brazos, pero se los cruzó sobre el pecho.
– Francesca, sufriste…, sufriste un aborto espontáneo.
– Eso lo sé -dijo ella secamente.
– ¿Qué sé yo de esas cosas? Necesitas hablar con una mujer.
– ¿No puedes decir que lo sientes?
– ¡Te lo dije!
– ¿No puedes decirlo en serio?
Pero ¿qué quería de él?
– Francesca, te lo dije en serio.
– Estoy muy enfadada -dijo ella, elevando el volumen de la voz-, y triste, y dolida, y te miro y no entiendo por qué tú no lo estás.
Él se quedó un momento inmóvil.
– No digas eso nunca -susurró.
A ella le relampaguearon los ojos de furia.
– Bueno, tienes una manera muy rara de demostrarlo. Nunca vas a visitarme, y nunca hablas conmigo, y no entiendes…
– ¿Qué quieres que entienda? -estalló él-. ¿Qué puedo entender? Por el amor de…
Se interrumpió, no fuera a soltar una blasfemia. Se giró y fue a apoyarse en el alféizar de la ventana, dándole la espalda.
Ella continuó sentada en silencio, inmóvil como una muerta. Pasado un momento dijo:
– No sé por qué he venido. Me marcharé.
– No te vayas -dijo él, con la voz ronca, pero no se giró a mirarla.
Ella no dijo nada; no sabía qué había querido decir él.
– Acabas de llegar -dijo él, entonces, con la voz algo entrecortada, como si le costara hablar-. Deberías tomar una taza de té por lo menos.
Francesca asintió, aun cuando él no la estaba mirando.
Y así continuaron unos cuantos minutos, hasta que ella ya no pudo soportar el silencio. Sólo se oía el tic tac del reloj en el rincón, su única compañía era la espalda de Michael, y lo único que podía hacer era continuar sentada ahí, pensar y preguntarse a qué había venido.
¿Qué deseaba de él?
Cuánto más fácil no sería su vida si lo supiera.
– Michael -dijo, antes de darse cuenta de que abría la boca.
Entonces él se giró. No dijo nada, pero sus ojos le dijeron que la escuchaba.
– Quería decirte… -¿Para qué había venido a verlo? ¿Qué deseaba?-. Esto…
Él continuó en silencio. Simplemente ahí, esperando que ella ordenara sus pensamientos, lo que lo hacía todo mucho más difícil.
Y de pronto le salió todo, a borbotones:
– No sé qué debo hacer -dijo, oyendo su vocecita débil-. Y me siento furiosa y…
Dejó de hablar, para respirar, hacer cualquier cosa para contener las lágrimas.
Michael abrió la boca, aunque apenas, pero siguió sin decir nada.
– No sé por qué ha ocurrido esto -gimió ella-. ¿Qué hice? ¿Qué hice?
– Nada -la tranquilizó él.
– Él se ha ido y no va a volver y me siento tan… tan… -Lo miró, sintiendo que tenía marcadas en la cara la aflicción y la rabia-. No es justo. No es justo que me haya ocurrido a mí y no a otra persona, y no es justo que debiera ser otra persona, y no es justo que haya perdido al…
Entonces se atragantó, las inspiraciones entrecortadas se convirtieron en sollozos y no pudo hacer otra cosa que llorar.
– Francesca -dijo él, arrodillándose a sus pies-. Lo siento. Lo siento.
– Lo sé -sollozó ella-, pero eso no mejora nada.
– No.
– Y no lo hace justo.
– No -repitió él.
– Y no…, y no…
Él no intentó terminar la frase. Y ella deseaba que la terminara. Después, durante años, deseó que la hubiera terminado, porque tal vez entonces él habría dicho algo inconveniente, y tal vez entonces ella no se habría apoyado en él y tal vez no le habría permitido que la abrazara.
Pero, ay, Dios, cuánto echaba en falta que la abrazaran.
– ¿Por qué te marchaste? -sollozó-. ¿Por qué no puedes ayudarme?
– Lo deseo… -dijo él-. Tú no… -Al final simplemente dijo-: No sé qué decir.
Le pedía demasiado, se dijo ella. Lo sabía, pero no le importaba. Sencillamente estaba harta de estar sola.
Pero en ese momento, aunque fuera sólo en ese momento, no estaba sola. Michael estaba con ella, y la tenía abrazada, y se sentía arropada y segura por primera vez en todas esas semanas.
Y simplemente lloró. Lloró semanas de lágrimas. Lloró por John y lloró por el bebé al que no conocería nunca.
Pero principalmente lloró por ella.
– Michael -dijo, cuando ya estaba recuperada lo suficiente para hablar.
La voz le salió temblorosa, pero logró decir su nombre, y sabía que tendría que decir más.
– ¿Sí?
– No podemos seguir así.
Notó que algo cambiaba en él. Presionó más los brazos, o tal vez los aflojó, pero algo había cambiado.
– ¿Así cómo? -le preguntó, con la voz ronca y vacilante.
Ella se apartó para mirarle la cara, y se sintió aliviada cuando él bajó los brazos y así no tuvo que liberarse ella.
– Así -dijo, aunque sabía que él no entendía. O si entendía simulaba no entender-. Desentendiéndote de mí -concluyó.
– Francesca…
– El bebé iba a ser tuyo en cierto modo también -soltó ella.
Él palideció, se puso mortalmente pálido, tanto que por un momento ella no pudo respirar.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó él en un susurro.
– Habría necesitado un padre -dijo ella, encogiéndose de hombros, desconcertada-. Yo… Tú… Tendrías que haber sido tú.
– Tienes hermanos -dijo él, con la voz ahogada.
– Ellos no conocían a John. No como lo conocías tú.
Él se apartó, se incorporó, se quedó ahí inmóvil un momento y luego, como si esa distancia no fuera suficiente, retrocedió todo lo que pudo, hasta que chocó con la ventana. Le relampaguearon ligeramente los ojos y por un momento ella habría jurado que parecía un animal atrapado, arrinconado y aterrado, esperando el golpe de gracia.
– ¿Por qué me dices eso? -le preguntó él entonces, con la voz débil y ronca.
– No lo sé -contestó, tragando saliva, incómoda.
Pero sí que lo sabía. Deseaba que él estuviera tan dolido como ella; deseaba que sufriera de todas las maneras que sufría ella. Eso no era justo, no estaba bien, pero no podía evitarlo y no le apetecía pedirle disculpas tampoco.
– Francesca -dijo él, en un tono raro, hueco, duro, un tono que nunca le había oído.
Lo miró, pero desvió lentamente la cabeza hacia un lado, asustada por lo que podría ver en su cara.
– No soy John -dijo él.
– Eso lo sé.
– No soy John -repitió él, más fuerte, y ella pensó que no la había oído.
– Lo sé -repitió.
Él entrecerró los ojos y los fijó en ella con una intensidad peligrosa.
– No era mi bebé y no puedo ser lo que necesitas.
Y ella sintió que en su interior comenzaba a morir algo.
– Michael, yo…
– No ocuparé su lugar -dijo él, sin gritar, pero como si quisiera gritar.
– No, no podrías. Tú…
Entonces, en un movimiento relámpago, él estaba ante ella; la cogió por los hombros y la puso de pie bruscamente.
– No haré eso -gritó. La sacudió y luego la dejó inmóvil, y volvió a sacudirla-. No puedo ser él. No quiero ser él.
Ella no pudo hablar, no podía articular ni una palabra. No sabía qué hacer.
No sabía quién era él.
Él dejó de zarandearla, pero continuó con los dedos enterrados en sus hombros, mirándola, con sus ojos color mercurio brillantes de algo aterrador y triste.
– No puedes pedirme eso -exclamó-. No puedo hacerlo.
– ¿Michael? -susurró ella, detectando algo horrible en su voz: miedo-. Michael, suéltame, por favor.
Él no la soltó, pero ella no sabía si la había oído. Tenía los ojos desenfocados y parecía estar muy lejos de ella, inalcanzable.
– ¡Michael! -repitió, más fuerte, aterrada.
Entonces él la soltó y retrocedió unos pasos, medio tambaleante. Su cara era la viva imagen de odio por sí mismo.
– Perdona, lo siento -musitó, mirándose las manos, como si no fueran de él-. Lo siento mucho.
– Será mejor que me vaya -dijo ella, dirigiéndose a la puerta.
– Sí -asintió él.
– Creo que… -Se atragantó con las palabras al coger el pomo, aferrándose a él como si fuera una tabla salvavidas-. Creo que será mejor que no nos veamos durante un tiempo.
Él asintió.
– Tal vez… -continuó ella.
Pero no logró decir nada más. No sabía qué decir. Si hubiera comprendido lo que acababa de ocurrir, tal vez habría encontrado las palabras, pero en ese momento se sentía tan desconcertada y asustada, que no las encontró.
Asustada, pero ¿de qué? No le tenía miedo a él. Michael jamás le haría daño. Daría su vida por ella, si alguna ocasión se lo exigiera; de eso estaba segura.
Tal vez simplemente la asustaba el mañana. Y pasado mañana. Lo había perdido todo y ahora parecía que había perdido a Michael también, y no sabía qué debía hacer para soportarlo todo.
– Me voy -dijo, dándole una última oportunidad de detenerla, de decir algo, de decir cualquier cosa que lo arreglara todo.
Pero él no dijo nada. Ni siquiera hizo un gesto de asentimiento. Se limitó a mirarla, expresando en silencio, con sus ojos, su asentimiento.
Entonces ella se marchó. Salió de la sala de estar y de la casa. Una vez fuera subió en su coche y dio la orden de ir a casa.
Cuando llegó, no dijo ni una sola palabra. Simplemente subió la escalera, llegó a su dormitorio y se metió en la cama.
Pero no lloró. Pensó y continuó pensando que debería llorar, y continuó sintiéndose como si fuera a llorar.
Pero lo único que hizo fue contemplar el techo, el cielo raso.
Al cielo raso, por lo menos, no le importaba que lo contemplara.
De vuelta en su despacho del apartamento en el Albany, Michael cogió su botella de whisky y llenó un vaso grande, aun cuando una mirada al reloj le dijo que aún no era mediodía.
Había descendido a nuevas bajuras, eso estaba muy claro.
Pero por mucho que lo intentara, no lograba imaginar qué otra cosa podría haber hecho. No había sido su intención hacerle daño ni herirla; de ninguna manera se había parado a pensar y decidir «Ah, sí, creo que voy a portarme como un imbécil», y aunque su reacción fue rápida y desconsiderada, no veía cómo podría haberse portado de otra manera.
Se conocía. No siempre se gustaba, y ese último tiempo se gustaba con menos frecuencia aún, pero se conocía. Y cuando Francesca lo miró con esos ojos azules insondables y le dijo «El bebé iba a ser tuyo en cierto modo también», lo destrozó hasta el fondo del alma.
Ella no sabía.
No tenía idea.
Y mientras ella continuara ignorante de sus sentimientos, mientras no comprendiera por qué no tenía otra opción que odiarse cada vez que hacía algo ocupando el lugar de John, no podría estar cerca de ella. Porque Francesca iba a continuar diciendo cosas como esas.
Y él sencillamente no sabía cuánto más sería capaz de soportar.
Y así, mientras estaba en su despacho, con el cuerpo tenso de sufrimiento y culpa, comprendió dos cosas.
La primera fue fácil: el whisky no le servía de nada para aliviar su sufrimiento, y si un whisky de veinticinco años, traído directamente de Speyside, no le hacía sentirse mejor, nada de las Islas Británicas lo iba a conseguir.
Y eso lo llevó a la segunda cosa que comprendió, que no era nada fácil. Pero tenía que hacerla; era necesario. Rara vez habían sido tan claras las opciones en su vida. Dolorosas, pero dolorosamente claras.
Por lo tanto, dejó el vaso en el escritorio, todavía con dos dedos de licor, y salió a toda prisa al corredor, en dirección a su dormitorio.
– Reivers -dijo, cuando encontró a su ayuda de cámara junto al ropero, doblando cuidadosamente una corbata-, ¿qué te parece si nos vamos a la India?