Tracy Chevalier
La joven de la perla

1664

Mi madre no me avisó de que iban a venir. Luego me dijo que no quería que se me notara nerviosa. Me sorprendió, porque creía que me conocía bien. Los desconocidos siempre pensaban que era una persona tranquila. No me echaba a llorar como una niña pequeña. Sólo mi madre advertía la tensión en mi mandíbula, mis ojos aún más abiertos de lo que ya de por sí solía tenerlos.

Estaba picando las verduras en la cocina cuando oí voces en la puerta de la casa -una voz de mujer, brillante como latón bruñido, y otra de hombre, apagada y oscura como la madera de la mesa en la que estaba trabajando-. Eran un tipo de voces que raramente oíamos en nuestra casa. Imaginé espesas alfombras al oírlas, y libros y perlas y pieles.

Me alegré de haber fregado con un cuidado especial los escalones de la entrada.

Oí la voz de mi madre -un puchero hirviendo, un cántaro- aproximándose desde la sala. Venían hacia la cocina. Aparté los puerros que estaba cortando, dejé el cuchillo sobre la mesa, me limpié las manos en el delantal y apreté los labios para suavizarlos.

Mi madre apareció en el umbral, sus ojos dos señales de atención. Tras ella, la mujer tuvo que agacharse de lo alta que era, más alta que el hombre que la seguía.

En mi familia éramos todos bajos, incluso mi padre y mi hermano.

Parecía que la mujer venía de luchar contra un vendaval, aunque no soplaba ni la más leve brisa aquel día. Del sombrero torcido se le escapaban unos ricitos rubios que le caían sobre la frente, como abejas a las que en repetidas ocasiones hizo ademán de espantar. El cuello del vestido, además de descolocado, estaba falto de plancha y apresto. Se retiró por debajo de los hombros el manto gris, y vi que bajo el vestido azul marino una criatura crecía en su vientre. Como para final de año o antes.

Tenía la cara ovalada, como una bandeja, luminosa en unos momentos y apagada en otros. Sus ojos eran dos botones castaño claro, un color que yo apenas había visto unido al pelo rubio. Hizo como si me observara detenidamente, pero fue incapaz de fijar la atención en mí; su mirada saltaba de un rincón a otro de la habitación.

– Así que ésta es la muchacha -dijo bruscamente.

– Sí, ésta es mi hija, Griet -respondió mi madre. Yo incliné respetuosamente la cabeza, a modo de saludo.

– No parece muy grande. ¿Será lo bastante fuerte?

Cuando la mujer se volvió a mirar al hombre, rozó con el manto el mango del cuchillo con el que yo había estado cortando las verduras, que cayó y se puso a girar por el suelo.

La mujer dio un grito.

– Catharina -dijo el hombre con voz pausada. Pronunció su nombre como sí tuviera canela en la boca. La mujer se calló y trató de calmarse.

Yo me adelanté a recoger el cuchillo y, limpiando la hoja en el delantal, lo dejé sobre la mesa. Al caer, el cuchillo había movido un trozo de zanahoria. Lo devolví a su montón.

El hombre me miraba con sus ojos grises como el mar. Tenía una cara larga, angulosa, con una expresión imperturbable, en contraste con la de su mujer, que era tornadiza como la llama de una vela. No tenía ni barba ni bigote, y eso me gustaba, porque le daba un aspecto limpio. Llevaba una capa negra sobre los hombros, una camisa blanca y una fina gorguera de encaje. El sombrero ocultaba unos cabellos del color rojo de los ladrillos mojados por la lluvia.

– ¿Qué estabas haciendo, Griet? -me preguntó.

Me sorprendió la pregunta, pero supe ocultar mi sorpresa.

– Picando las verduras para la sopa, señor.

Siempre colocaba las verduras formando un círculo en el que cada verdura ocupaba un segmento, como si fueran las porciones de una tarta. Había cinco: col roja, cebolla, puerro, zanahoria y nabo. Utilizaba la hoja del cuchillo para dar forma a cada porción y en el centro del círculo ponía una rodaja de zanahoria.

El hombre dio un golpecito en la mesa con un dedo.

– ¿Están puestas en el orden en el que se echan a la sopa? -sugirió, estudiando el círculo.

– No, señor -dije dubitativa. No sabía explicar por qué había colocado así las verduras. Sencillamente las ponía como consideraba que debían ir, pero estaba demasiado asustada para decirle tal cosa a aquel caballero.

– Veo que has separado las blancas -dijo, señalando los nabos y las cebollas-. Y el naranja y el morado tampoco van juntos. ¿Por qué? -cogió un trocito de col roja y una rodaja de zanahoria y los agitó entre sus manos, como si fueran dados.

Yo miré a mi madre, que movió la cabeza en un leve gesto de asentimiento.

– Los colores se pelean cuando los pones juntos, señor.

Arqueó las cejas, como si no hubiera esperado esa respuesta.

– ¿Y pasas mucho tiempo disponiendo las verduras antes de hacer la sopa?

– Oh, no, señor -contesté confusa. No quería que pensara que era una remolona.

Por el rabillo del ojo percibí algo que se movía. Mi hermana, Agnes, estaba espiando junto a la puerta y había meneado la cabeza al oír mi respuesta. Yo no solía mentir. Bajé la vista.

El hombre se volvió ligeramente, y Agnes desapareció. Entonces soltó el trozo de col y el de zanahoria en sus segmentos respectivos. El de col cayó a medias en la cebolla. Me dieron ganas de acercarme y colocarlo meticulosamente en su sitio. No lo hice, pero él se dio cuenta de que quería hacerlo. Me estaba probando.

– Basta de charla -afirmó la mujer. Aunque estaba molesta con su marido por dedicarme toda esa atención, fue a mí a quien puso cara de malas pulgas-. ¿Mañana, entonces?

Miró al hombre antes de salir majestuosamente de la habitación, seguida por mí madre. El hombre echó una última ojeada a las verduras dispuestas para la sopa, me hizo un gesto con la cabeza y siguió a las mujeres.

Cuando volvió mi madre, yo estaba sentada junto al círculo de las verduras. Esperé a que empezara a hablar. Iba encorvada, como protegiéndose del frío del invierno, aunque era verano y hacía calor en la cocina.

– Mañana entras a trabajar de criada en su casa, te pagarán ocho stuivers al día. Vivirás con ellos.

Apreté los labios.

– No me mires así, Griet -dijo mí madre-. No nos queda más remedio. Tu padre ahora no puede seguir con el oficio.

– ¿Dónde viven?

– En la Oude Langendijck, en el cruce con Molenpoort.

– ¿En el Barrio Papista? ¿Son católicos?

– Podrás venir a casa los domingos. Se han avenido a ello.

Mi madre formó un cuenco con las manos alrededor de los nabos, lo llenó con éstos y con parte de la col y de la cebolla y lo echó todo al perol de agua que esperaba en el fuego. Las porciones de tarta que con tanto cuidado había formado quedaron deshechas.


Subí las escaleras en busca de mi padre. Estaba sentado junto a la ventana del desván y la luz le daba de lleno en la cara. Esto era lo más próximo a ver que alcanzaba ahora.

Padre había sido maestro azulejero, todavía tenía los dedos manchados de azul de pintar cupidos, doncellas, soldados, barcos, niños, peces, flores y animales en los azulejos blancos, que luego barnizaba, cocía en el horno y vendía. Un día explotó el horno, dejándolo sin vista y sin oficio. Y él tuvo suerte: otros dos hombres murieron en el accidente.

Me senté junto a él y le tomé la mano.

– Lo he oído -me dijo antes de que yo hubiera dicho una palabra-, lo he oído todo.

Su oído había adquirido toda la agudeza de la vista que le faltaba.

No se me ocurría nada que no sonara como un reproche.

– Lo siento, Griet. Me habría gustado poderte ayudar más.

En el sitio donde habían estado sus ojos, que el médico había cerrado cosiendo la piel, se dejaba ver su aflicción.

– Pero es un caballero bueno y justo. Te tratará bien. No dijo nada sobre la mujer.

– ¿Por qué está tan seguro de ello, Padre? ¿Lo conoce?

– ¿No sabes quién es?

– No.

– ¿Recuerdas el cuadro que vimos en el Ayuntamiento hace unos años? Lo había expuesto Van Ruijven después de comprarlo. Era una vista de Delft desde las puertas de Rotterdam y de Schiedam. Con un cielo que ocupaba gran parte de la pintura y algunos de los edificios iluminados por el sol.

– Sí, uno que tenía arena mezclada con el óleo para que los ladrillos y las tejas parecieran ásperos -añadí yo-. Y se veían unas sombras muy largas en el agua y personas muy chiquitas en la orilla más cercana a nosotros. [1]

– Ése mismo.

Las cuencas de los ojos de mi padre se dilataron, como si todavía tuviera pupilas y estuviera volviendo a mirar el cuadro.

Yo lo recordaba bien, recordaba haber pensado al verlo en todas las veces que me había parado en ese mismo lugar y nunca había visto Delft como lo había visto el pintor.

– ¿Era Van Ruijven ese hombre?

– ¿El patrón? -Padre ahogó una risita-. No, no, niña. Ése era el pintor, Vermeer. Ésos eran Johannes Vermeer y su esposa. Serás la encargada de limpiar su estudio.


A las escasas pertenencias que me llevaba, mi madre añadió otra cofia, otro cuello y otro delantal, a fin de que pudiera cambiármelos y lavarlos todos los días. También me dio una peineta de carey en forma de concha marina, que había sido de mi abuela y era demasiado refinada para una criada, y un libro de rezos para que leyera cuando necesitara aislarme del catolicismo del que iba a verme rodeada.

Mientras reuníamos mis pertenencias, me explicó por qué iba a trabajar con la familia Vermeer.

– Ya sabes que tu nuevo amo es uno de los Hermanos Mayores de la Hermandad de San Lucas, y ya lo era el año pasado cuando tu padre tuvo el accidente.

Asentí, todavía impresionada por ir a trabajar con un artista de su talla.

– La Hermandad cuida de sus miembros lo mejor que puede. ¿Te acuerdas del cepillo al que ha estado dando dinero tu padre durante años? Ese dinero se destina a los maestros necesitados. Pero ya ves que no nos llega, sobre todo mientras Frans esté haciendo su aprendizaje y no entre más dinero en casa. No nos queda más remedio. No recurriremos a la caridad pública mientras podamos arreglárnoslas por nuestra cuenta. Pero tu padre se enteró de que tu nuevo amo buscaba una criada que fuera capaz de limpiar su estudio sin mover nada y dio tu nombre, pensando que era probable que Vermeer, siendo Hermano Mayor y sabiendo nuestra situación, intentara ayudarnos.

Yo fui al grano:

– ¿Cómo se limpia una habitación sin mover nada?

– Pues claro que tendrás que mover las cosas, pero tienes que encontrar la manera de volver a dejarlas tal cual estaban, como si no las hubieras tocado. Lo mismo que haces para tu padre desde que no ve.

Después del accidente nos habíamos acostumbrado a dejar siempre las cosas en el mismo sitio, allí donde él sabía encontrarlas. Pero una cosa era hacer esto para un ciego y otra muy distinta para un hombre con ojos de pintor.


Agnes no me dijo nada después de la visita. Cuando me acosté a su lado en la cama aquella noche, se quedó callada, pero tampoco me dio la espalda. Permaneció con la vista clavada en el techo. Cuando apagué la vela, en la oscuridad total no se distinguía nada. Me volví hacia ella.

– Sabes bien que no quiero irme. Pero tengo que hacerlo.

Silencio.

– Necesitamos el dinero. Desde que Padre tuvo el accidente no entra nada de dinero en casa.

– Ocho stuivers al día no es tanto dinero.

La voz de Agnes era muy ronca, como si tuviera telas de araña en la garganta.

– Con ese dinero puede comer pan toda la familia. Y un poco de queso. Es más de lo que parece.

– Me quedaré sola. Me dejas sola. Primero Frans y ahora tú.

Agnes había sido la que más se había apenado con la marcha de Frans, el año anterior. Los dos solían pelearse como el perro y el gato, pero Agnes se pasó varios días enfurruñada cuando se fue él. Tenía diez años, era la más pequeña de los tres hermanos y no había estado nunca sin nosotros alrededor.

– Madre y Padre seguirán aquí. Y yo vendré los domingos. Además tampoco tenía por qué sorprenderte tanto que Frans se fuera.

Hacía años que sabíamos que nuestro hermano empezaría su aprendizaje cuando cumpliera trece años. Nuestro padre había ahorrado con ahínco para poder costearle el aprendizaje y le gustaba hablar de cómo Frans aprendería nuevos aspectos del oficio y luego volvería y establecerían juntos una fábrica de azulejos.

Ahora nuestro padre se limitaba a sentarse junto a la ventana y nunca hablaba del futuro.

Después del accidente, Frans había pasado dos días en casa y no había vuelto desde entonces. La última vez que lo había visto, había ido yo a la fábrica en la que trabajaba de aprendiz, en el extremo opuesto de la ciudad. Parecía exhausto y tenía quemaduras en los brazos de sacar los azulejos del horno. Me dijo que trabajaba desde que salía el sol y hasta tan tarde que a veces estaba demasiado cansado incluso para comer.

– Padre nunca me dijo que iba a ser así -musitó resentido-. Siempre decía que él le debía todo a su aprendizaje.

– Tal vez fue así -le respondí-. Tal vez también le deba su situación actual.


A la mañana siguiente, cuando me estaba yendo, mi padre salió a tientas hasta la puerta. Abracé a mi madre y a Agnes.

– Enseguida llegará el domingo -dijo mi madre.

Mi padre me entregó algo envuelto en un pañuelo.

– Para que te acuerdes de casa -dijo-. De nosotros.

Era mí azulejo favorito. La mayoría de los azulejos pintados por mi padre que teníamos en casa eran defectuosos -estaban desportillados, mal cortados o tenían la imagen borrosa debido a un horno demasiado caliente-. Éste, sin embargo, mi padre lo había guardado especialmente para nosotros. Era una sencilla imagen con dos figuras, un niño y una niña. No estaban jugando, como se solía representar a los niños en los azulejos. Simplemente avanzaban por un camino y se parecían a Frans y a mí andando juntos; estaba claro que mi padre había pensado en nosotros mientras lo pintaba. El chico iba ligeramente adelantado, pero se había vuelto a decir algo. Tenía cara de pillastre y el pelo revuelto. La niña llevaba la cofia como la llevaba yo -y no como la llevaban la mayoría de las niñas, con las cintas anudadas bajo la barbilla o en la nuca-. A mí me gustaba más un tipo de cofia que me cubría totalmente el cabello y se plegaba en un ancho reborde, que terminaba en punta a ambos lados de mi cara, ocultándome el perfil; sólo de frente se me veía la expresión. Yo siempre la mantenía bien tiesa hirviéndola con mondas de patata.

Me alejé de la casa con mis cosas en un hatillo. Todavía era temprano: nuestros vecinos echaban cubos de agua en los escalones y en la calle delante de sus puertas, y los fregaban. Agnes lo haría ahora en nuestra casa. Así como muchas otras de mis tareas. Tendría menos tiempo para jugar en la calle y junto a los canales. Su vida también iba a cambiar.

La gente me saludaba al pasar con un movimiento de cabeza y me miraba con curiosidad. Nadie me preguntó adónde iba o me dijo una palabra amable. No necesitaban hacerlo, sabían lo que sucedía en las familias cuando el hombre se quedaba sin los medios de ganarse la vida. Sería algo de lo que hablarían más tarde: la pequeña Griet ha entrado a servir, el accidente de su padre ha llevado a la familia a la ruina. No se refocilarían, sin embargo. Lo mismo podría pasarles a ellos.

Había andado toda mi vida por aquella calle, pero nunca había sido tan consciente de que dejaba mi casa atrás. No obstante, cuando torcí al llegar al final de la calle y desaparecí de la visión de mi familia, me resultó más fácil caminar recta y mirar a mi alrededor. La mañana estaba todavía fresca. Nubes grisáceas, bajas, envolvían Delft como una sábana; el sol del verano no estaba aún lo bastante alto para disiparlas con su calor. Iba caminando por la orilla de un canal que era un espejo de luz blanca tintada de verde. A medida que el sol se hiciera más fuerte, el canal se oscurecería hasta tomar el color del musgo.

Frans, Agnes y yo solíamos sentarnos junto a este canal y le tirábamos cosas -guijarros, palitos, una vez un azulejo roto-, y nos imaginábamos a qué le darían al llegar al fondo -no a qué peces, sino a qué criaturas de nuestra imaginación, con muchos ojos, escamas, manos y aletas-.

Frans se imaginaba los monstruos más interesantes. Agnes era la que más se asustaba. Yo siempre interrumpía el juego, demasiado dada a ver las cosas como eran para ser capaz de imaginarme lo que no existía.

Había unos cuantos barcos en el canal, yendo en dirección a la Plaza del Mercado. Pero no era día de mercado; los días de mercado eran tantas las embarcaciones que había en el canal que no se veía el agua. Una barcaza llevaba pescado del río hacia los puestos del puente Jeronymous. Otra iba muy hundida con el peso de la carga de ladrillos. El hombre que la guiaba con la pértiga me gritó un saludo. Yo se lo devolví con un mero movimiento de cabeza y luego bajé la vista, de modo que el borde de la cofia me ocultó la cara.

Crucé el puente sobre el canal y giré hacia el espacio abierto de la Plaza del Mercado, ya muy concurrida a esa temprana hora con todos los que tenían que pasar por ella en su camino hacia alguna tarea: comprar carne en la Lonja de la Carne, o pan en el horno, o pesar la madera en la Báscula Municipal. Los niños hacían recados para sus padres, los aprendices para sus maestros, las criadas para sus señores. Los caballos y los carros restallaban en el empedrado. A mi derecha, el Ayuntamiento, con su fachada dorada y sus rostros de mármol blanco mirando a la calle desde los dinteles de las ventanas. A mi izquierda, la Iglesia Nueva, donde yo había sido bautizada hacía dieciséis años. Su alta y estrecha torre me hizo pensar en una jaula de piedra. Una vez habíamos subido con mi padre hasta arriba. Nunca olvidaré la vista de Delft que se extendió bajo nosotros. Para siempre quedaron grabadas en mi memoria las estrechas casas de ladrillo, sus rojos tejados, los verdosos cursos de agua y las diversas puertas de la ciudad. Le había preguntado a mi padre entonces si todas las ciudades holandesas eran iguales que ésta, pero él no lo sabía. Nunca había estado en otra, ni siquiera en La Haya, que estaba tan sólo a dos horas de distancia, andando.

Me dirigí al centro de la plaza. Allí las piedras del empedrado formaban una estrella de ocho puntas en el interior de un círculo. Cada punta señalaba hacia un barrio de Delft. Me parecía que era el centro mismo de la ciudad y el centro de mi propia vida. Frans y Agnes y yo habíamos jugado en esa estrella desde que fuimos lo bastante grandes para correr hasta el mercado. En nuestro juego favorito, uno de nosotros escogía una punta y otro nombraba una cosa -cigüeña, iglesia, carretilla, flor-, y entonces corríamos en esa dirección en busca de la cosa nombrada. De esta forma habíamos explorado casi toda la ciudad.

Había una punta, sin embargo, que nunca había seguido. Nunca había ido al Barrio Papista, donde vivían los católicos. La casa en la que iba a trabajar no estaba a más de diez minutos de la mía, el tiempo que tardaba en hervir un puchero de agua, pero yo nunca había pasado por allí.

No conocía a ningún católico. No había muchos en Delft, y ninguno en nuestra calle ni en las tiendas que frecuentábamos. No se trataba de que los evitáramos, sino de que vivían apartados. Eran tolerados en Delft, pero no se esperaba que exhibieran abiertamente su fe. Celebraban sus misas en privado, en lugares modestos que desde fuera no parecían iglesias.

Mi padre había trabajado con católicos y me había contado que no eran diferentes de nosotros. En todo caso, eran menos solemnes. Les gustaba comer y beber y cantar y apostar. Lo decía casi con envidia.

Ahora seguí esa punta de la estrella, cruzando la plaza más despacio que nadie, pues temía dejar atrás el mundo que me era conocido. Crucé el puente sobre el canal y giré a la izquierda por la Oude Langendijck. A mi izquierda el canal corría paralelo a la calle, separándola de la Plaza del Mercado.

En la intersección con la Molenpoort, había cuatro niñas sentadas en un banco junto a la puerta abierta de una casa. Estaban colocadas en orden de edad, desde la mayor, que parecía de la edad de Agnes, a la más pequeña, que tendría unos cuatro años. Una de las niñas del medio tenía una criatura en las rodillas, un niño o una niña que probablemente ya gateaba y no tardaría en andar.

Cinco hijos, pensé. Y otro en camino.

La mayor estaba haciendo pompas en una concha sujeta al extremo de una cañita hueca, muy parecida a la que mi padre nos había hecho a nosotros. Las otras saltaban reventando las pompas a medida que salían. La niña que tenía a la criatura en el regazo no podía moverse mucho y apenas alcanzaba a tocar una burbuja, pese a estar sentada al lado de la que las estaba haciendo. La más pequeña, entre que estaba en el extremo opuesto y que era más baja, apenas tenía posibilidad de llegar a ellas. La penúltima era la más rápida y se lanzaba tras las pompas palmoteando en el aire. Tenía el pelo más claro de las cuatro, rojo como los ladrillos de la pared que había detrás. La más joven y la que cargaba a la criatura en brazos tenían el pelo rubio rizado, como su madre, mientras que el de la mayor tenía el mismo rojo oscuro del de su padre.

Observé que la pelirroja clara aplastaba las pompas justo antes de que se deshicieran en las húmedas baldosas blancas y grises que formaban hileras diagonales delante de la casa. Ésta me traerá problemas, pensé.

– Mejor las aplastas antes de que toquen el suelo dije-. Si no, habrá que volver a fregar las baldosas.

La niña mayor se apartó la caña de los labios. Cuatro pares de ojos se clavaron en mí con una mirada que no dejaba lugar a dudas de que eran hermanas. Vi en ellas varios de los rasgos de sus padres: unos ojos grises por aquí, unos castaños claros por allá, una angulosidad en el rostro, una impaciencia de movimientos.

– ¿Eres la nueva criada? -me preguntó la mayor.

– Nos han mandado que vigiláramos a ver sí llegabas -interrumpió la pelirroja clara sin darme tiempo a contestar.

– Cornelia, vete a buscar a Tanneke -dijo la mayor.

– Ve tú, Aleydis -le ordenó Cornelia, a su vez, a la más pequeña, la cual se me quedó mirando con unos ojos grises abiertos como platos, pero no se movió.

– Yo iré -la mayor debió de decidir que mi llegada era importante, después de todo.

– No. Yo iré -Cornelia dio un brinco y echó a correr por delante de su hermana mayor, dejándome sola con las dos niñas más tranquilas.

Miré a la criatura que se retorcía entre los brazos de la niña.

– ¿Es niño o niña?

– Niño -contestó ella, con una voz suave cual almohadón de plumas-. Se llama Johannes. Nunca lo llames Jan -dijo estas últimas palabras como si fuera una coletilla familiar.

– Ya veo. ¿Y tú cómo te llamas?

– Lisbeth. Y ésta es Aleydis.

La más pequeña me sonrió. Las dos llevaban unos vestíditos marrones con cofia y delantal blancos muy limpios.

– ¿Y la mayor?

– Maertge. Nunca la llames María. Nuestra abuela se llama María. María Thins. Esta casa es suya.

La criatura empezó a lloriquear. Lisbeth la meció en sus rodillas.

Levanté la vista hacia la casa. Era ciertamente más grande que la nuestra, pero no era todo lo grande que yo me había temido. Tenía dos pisos, además de la buhardilla, mientras que la nuestra sólo tenía uno y un pequeño desván. Hacía esquina, y la Molenpoort pasaba por uno de los laterales, de modo que era un poco más ancha que las otras casas de la calle. Daba la impresión de estar menos aprisionada que la mayoría de las viviendas de Delft, que se apretujaban en angostas hileras de ladrillo a lo largo de los canales, en cuyas aguas verdosas se reflejaban sus chimeneas y sus gabletes. Las ventanas del piso bajo de esta casa eran muy altas y en el primero había tres muy juntas, en lugar de las dos que tenían el resto de las casas de la calle.

Desde la fachada principal se veía la Iglesia Nueva, justo al otro lado del canal. Una extraña vista para una familia católica, pensé. Una iglesia en la que ni siquiera entrarían.

– Con que eres la nueva sirvienta -oí decir a alguien a mi espalda.

La mujer parada en el umbral tenía una cara ancha, picada con las marcas dejadas por alguna enfermedad. Su nariz parecía un bulbo irregular y sus gruesos labios se apretaban formando una boca pequeña. Los ojos eran azul claro, como si hubieran cogido un trozo de cielo. Llevaba un vestido de color pardo sobre una blusa blanca, una cofia firmemente anudada alrededor de la cabeza y un delantal que no estaba tan limpio como el mío. No se movió de donde estaba, bloqueando la puerta, de modo que Maertge y Cornelia tuvieron que empujarla a un lado para pasar, y me miró con los brazos cruzados, como si estuviera esperando un reto.

Ya se siente amenazada por mí, pensé. Si la dejo me avasallará.

– Me llamo Griet -dije, mirándola de frente-. Soy la nueva sirvienta.

La mujer se echó un poco a un lado.

– Entonces lo mejor es que entres ya -dijo, pasado un momento, y retrocedió hacia el oscuro interior, dejando libre el paso.

Yo crucé el umbral.

Lo que se me quedó grabado para siempre al entrar por primera vez en el zaguán fueron los cuadros. Traspasado el umbral me paré, agarrando con fuerza mi hatillo, y miré a mi alrededor. Ya había visto pinturas antes, pero nunca tantas en una sola habitación. Conté hasta once. El cuadro más grande representaba a dos hombres, casi desnudos, luchando. No reconocí la escena bíblica y pensé que sería un tema católico. Otros cuadros representaban cosas más conocidas: montones de fruta, paisajes, barcos en el mar, retratos. Parecían de pintores distintos. Me pregunté cuáles habría pintado mi nuevo amo. Ninguno era lo que yo había esperado de él.

Más tarde me enteré de que eran todos de otros pintores; él raramente se quedaba con cuadros suyos terminados. Además de artista era marchante, y había cuadros colgados en todas las habitaciones de la casa, incluso en donde dormía yo. En total había mas de cincuenta, aunque el número variaba conforme negociaba con ellos o los vendía.

– Venga, no te quedes embobada mirando.

La mujer avanzó ligera por un largo pasillo que recorría todo un lateral de la casa, hasta la parte trasera de ésta. La seguí y ella giró bruscamente a la izquierda y entró en una habitación conmigo detrás. En la pared frente a la puerta colgaba una pintura más grande que yo. Era un Cristo en la Cruz, rodeado por la Virgen María, María Magdalena y San Juan. Intenté no mirarlo, pero su tamaño y el tema representado me impresionaron vivamente. «Los católicos no son diferentes a nosotros», me había dicho mi padre. Pero nosotros no teníamos pinturas como ésta en nuestras casas ni en nuestras iglesias ni en ninguna parte. Ahora tendría que ver esta pintura todos los días.

Siempre me referiría a esa habitación como el Cuarto de la Crucifixión. Y nunca me sentí a gusto en él.

Tanto me había impresionado el cuadro que hasta que no habló, no reparé en la mujer sentada en una de las esquinas del cuarto.

– Bien, muchacha -dijo-, parece que estás viendo algo nuevo para ti.

Estaba cómodamente sentada, fumando una pipa. Tenía los dientes marrones y los dedos manchados de tinta. El resto de su persona era impecable: su vestido negro, su cuello de encaje, su cofia blanca bien tiesa. Aunque había cierta severidad en su cara surcada de arrugas, sus ojos castaños parecían divertidos.

Tenía el aspecto de esas ancianas que piensan sobrevivirnos a todos.

Es la madre de Catharina, pensé de pronto. No se trataba sólo de que el color de sus ojos fuera el mismo, ni de que los rizos de pelo gris se le escaparan de la cofia de la misma forma que a su hija. Tenía las maneras de quien está acostumbrada a cuidar de alguien menos capacitado que ella, de cuidar a Catharina. Entendí por qué había sido llevada a su presencia en lugar de a la de su hija.

Aunque fingió que apenas se fijaba en mí, su mirada era atenta. Cuando entrecerró los ojos me di cuenta de que me había adivinado el pensamiento. Volví la cabeza pensando que la cofia me ocultaría la cara.

María Thins chupó su pipa y ahogó una risita.

– Está bien, muchacha. Aquí has de guardarte para ti lo que pienses. Vas a trabajar para mi hija. Ahora no está. Ha salido a la compra. Tanneke te enseñará la casa y te explicará cuáles son tus tareas.

Yo asentí con un movimiento de cabeza.

– Sí, señora.

Tanneke, que había permanecido de pie a un lado de la anciana, me dio un pequeño empellón al pasar, y yo la seguí con los ojos de María Thins clavados en mi espalda. Volví a oír la risita.

Tanneke me llevó primero a la parte de atrás de la casa, donde estaban la cocina, el lavadero y las dos despensas. Del lavadero se salía a un pequeño patio lleno de ropa blanca tendida.

– Para empezar, hay que planchar todo esto -dijo Tanneke.

Yo no dije nada, aunque me pareció que la colada todavía no había sido puesta a clarear al sol del mediodía. Luego me condujo de nuevo adentro y me señaló un agujero en el suelo de una de las despensas, con una escalera de mano apoyada dentro.

– Ahí dormirás tú -me anunció-. Deja tus cosas, más tarde te acomodas.

Yo dejé caer mi hatillo de mala gana en aquel agujero oscuro, pensando en las piedras que Agnes y Frans y yo habíamos tirado a las aguas del canal para descubrir monstruos. Mis pertenencias cayeron con un ruido sordo en el suelo de tierra. Me sentí como un manzano que pierde sus frutos.

Seguí a Tanneke de vuelta por el pasillo, al que se abrían todas las habitaciones, muchas más habitaciones que en nuestra casa. Al lado del Cuarto de la Crucifixión, donde se sentaba María Thins, hacia el frente de la casa, había un cuarto de menor tamaño con camas y sillas pequeñitas, orinales y una mesa sobre la que se acumulaban cacharros, palmatorias, apagavelas y ropa, todo revuelto.

– Aquí es donde duermen las niñas -masculló Tanneke, tal vez avergonzada por el desorden.

Giró de nuevo y abrió una puerta que daba a una gran habitación, donde entraba un raudal de luz por las ventanas de la fachada e inundaba el suelo de baldosas rojas y grises.

– La Sala Grande -susurró-. Aquí duermen el señor y la señora.

Sobre el lecho pendían cortinas de seda verde. Había otros muebles en la estancia: un gran armario taraceado con ébano y una mesa de madera clara arrimada a las ventanas con varias sillas de cuero de estilo español a su alrededor. Pero de nuevo lo que realmente me impresionó fueron los cuadros. En esta habitación había más que en ninguna otra. Los conté en voz baja y salieron diecinueve. La mayoría eran retratos -parecían miembros de ambas familias-. Pero también había un cuadro de la Virgen y otro de los Reyes Magos adorando al Niño Jesús. Los miré incómoda.

– Y ahora, arriba.

Tanneke subió delante de mí las empinadas escaleras y se llevó un dedo a los labios. Subí haciendo el menor ruido posible. Al llegar arriba miré a mi alrededor y vi una puerta cerrada. Tras ella había un silencio que supe que era suyo.

Me quedé quieta, con los ojos fijos en aquella puerta, sin atreverme a moverme por miedo a que se abriera y saliera él.

Tanneke se inclinó hacia mí y me susurró al oído:

– Te encargarás de limpiar ahí dentro, la señora joven te lo explicará más tarde. Y esas habitaciones -señaló las puertas que daban a la parte de atrás de la casa- son las habitaciones de mi ama. Sólo yo entro a limpiarlas.

Volvimos a bajar. Cuando estuvimos de vuelta en el lavadero, Tanneke dijo:

– Te encargarás de lavar la ropa de la casa -señaló hacia una inmensa pila de ropa sucia, se veía que se les habían ido amontonando las coladas. Tendría que vérmelas y deseármelas para ponerme al día con el lavado y el planchado-. Hay una cisterna en la cocina, pero lo mejor es que el agua de lavar vayas a buscarla al canal, en esta parte de la ciudad va bastante limpia.

– Tanneke -dije en voz baja-, ¿hasta ahora hacías tú todo esto? ¿La comida y la limpieza y la colada de toda la casa?

Había escogido las palabras apropiadas.

– Y también algo de la compra -Tanneke parecía orgullosa de su propia diligencia-. El ama joven hace la mayor parte, claro, pero cuando está embarazada no soporta la carne y el pescado crudos. Y eso es frecuente -añadió en un susurro-. Tú te encargarás de ir a la Lonja de la carne y a los puestos del pescado. Ésa será otra de tus tareas.

Y dicho esto me dejó con la colada. Conmigo éramos ahora diez en la casa, uno de ellos una criatura de pañales que manchaba más que el resto. Hacía colada todos los días; el agua y el jabón me agrietaban las manos, el vapor me abrasaba la cara, me dolía la espalda de levantar el peso de la ropa húmeda y tenía los brazos llenos de quemaduras de la plancha. Pero era nueva y joven y, por consiguiente, me daban las tareas más pesadas.

Tenía que poner la colada a remojo un día entero antes de lavarla. En la despensa encontré dos jarras de estaño y un hervidor de cobre. Cogí las jarras y recorrí el largo pasillo hasta la puerta principal.

Las niñas estaban sentadas en el banco. Ahora era Lisbeth la que hacía las pompas, mientras que Maertge daba de comer al pequeño Johannes pan mojado en leche. Cornelia y Aleydis intentaban coger las pompas. Cuando aparecí en el umbral, todas dejaron de hacer lo que estaban haciendo y me miraron expectantes.

– Eres la nueva criada -afirmó la niña pelirroja clara.

– Sí, Cornelia.

Cornelia cogió un guijarro y lo echó al canal, al otro lado de la calle. Tenía el brazo lleno de arañazos de arriba abajo; debía de haber estado molestando al gato de la casa.

– ¿Dónde vas a dormir? -preguntó Maertge, limpiándose los dedos pringosos en el delantal.

– En la bodega.

– Nos gusta mucho bajar a la bodega -dijo Cornelia-. Vamos a jugar allí ahora.

Se abalanzó dentro de la casa, pero no llegó muy lejos. Cuando vio que nadie la había seguido, volvió a salir con cara de enfado.

– Aleydis -dije, extendiendo la mano hacia la más pequeña-, ¿me enseñas dónde puedo coger agua del canal?

Me dio la mano y levantó la vista hacia mí. Sus ojos parecían dos brillantes monedas de plata. Cruzamos la calle, con Cornelia y Lisbeth detrás. Aleydis me llevó a unas escaleras que bajaban hasta el agua. Mientras la mirábamos desde arriba, apreté su mano con fuerza, como había hecho años antes con Frans y Agnes siempre que estábamos cerca del agua.

– Alejaos de la orilla -les ordené. Y Aleydis obedeció y dio un paso atrás. Pero Cornelia bajó las escaleras pegada a mí.

– ¿Me vas a ayudar a acarrear el agua, Cornelia? Porque si no, ya puedes volver junto a tus hermanas.

Me miró, y entonces hizo lo peor que podía hacer. Si se hubiera enfurruñado o hubiera gritado, sabría que la había conquistado. Pero se echó a reír.

Yo me acerqué y le di una bofetada. Se le puso la cara roja, pero no lloró. Subió corriendo las escaleras. Aleydis y Lisbeth me miraban solemnes.

Tuve entonces la sensación de que sería igual con su madre, salvo que a ella no le podría dar una bofetada.

Llené las jarras y las llevé a la cima de la escalera. Cornelia había desaparecido. Maertge seguía sentada en el mismo sitio con Johannes. Llevé una de las jarras a la cocina, donde encendí el fuego, llené el hervidor de cobre y lo puse a calentar.

Cuando volví a salir, Cornelia estaba de nuevo fuera, todavía con la cara encendida. Las niñas jugaban con una peonza sobre las baldosas grises y blancas. Ninguna de ellas me miró.

La jarra que había dejado allí llena había desaparecido. Miré al canal y la vi flotando, volcada, fuera de mi alcance desde las escaleras.

– Menudo bicho eres -murmuré para mis adentros.

Miré a mi alrededor en busca de un palo con el que pescar la jarra, pero no encontré nada. Entonces llené la otra y la llevé dentro, volviendo la cara hacia otro lado paga que las niñas no vieran mi disgusto. Dejé la jarra al lado del hervidor y volví a salir, esta vez con una escoba.

Cornelia estaba tirando piedras a la jarra, probablemente con la idea de hundirla.

– Te daré otra bofetada si no paras de hacer eso.

– Se lo voy a decir a nuestra madre. Las criadas no pueden pegarnos -Cornelia tiró otra piedra.

– ¿Quieres que le diga a tu abuela lo que has hecho?

Una expresión de temor cruzó el rostro de Cornelia. Tiró las piedras que tenía en la mano.

Una barcaza avanzaba por el canal desde el Ayuntamiento. El hombre que la llevaba era. el mismo que había visto aquella mañana: había dejado su cargamento de ladrillos y ahora la barcaza no iba tan hundida en el agua. Sonrió al verme.

Yo me sonrojé.

– Por favor, señor -empecé-, ¿me podría ayudar a rescatar esa jarra?

– Así que ahora que quieres algo de mí te dignas mirarme. ¡Qué cambio!

Cornelia me miraba con curiosidad. Yo tragué saliva.

– No puedo alcanzarla desde aquí. ¿No podría usted…?

El hombre sacó medio cuerpo fuera de la barca y pescó la jarra, la vació y me la alargó. Yo bajé corriendo los escalones y la cogí.

– Gracias. Le estoy muy agradecida.

Él no la soltó.

– ¿Eso es todo lo que me das a cambio? ¿Ni siquiera un beso? -se acercó y me agarró de la manga. Yo me solté de un tirón y le arrebaté la jarra.

– Otro día -dije con el tono más alegre que pude. Nunca se me dieron bien las conversaciones de este tipo. Él se rió.

– Pues desde ahora cada vez que pase por aquí miraré a ver si hay alguna jarra en el agua, ¿no, jovencita? -le guiñó un ojo a Cornelia-. Jarras y besos -agarró la pértiga y, hundiéndola en el agua, se alejó.

Al subir las escaleras, de vuelta a la calle, me pareció ver movimiento en la ventana del medio del primer piso, la de su estudio. La observé, pero no vi nada salvo el reflejo del cielo.


Catharina volvió cuando yo estaba recogiendo la ropa seca en el patio. Primero oí el entrechocar de sus llaves en el pasillo. Le colgaban en un gran manojo justo debajo de la cintura y le daban en la cadera. Aunque a mí me pareció que debía de ser una incomodidad, ella las llevaba con mucho orgullo. Luego la oí en la cocina, dándole órdenes a Tanneke y al chico que le había traído la compra desde el mercado. Les hablaba a ambos en un tono desabrido.

Yo seguí descolgando y doblando las sábanas, las servilletas, las fundas de almohada, los manteles, las camisas, los camisones, los delantales, los pañuelos, los cuellos y las cofias. Todo ello había sido tendido de mala manera, sin estirar como es debido, y algunas prendas estaban todavía húmedas en algunas partes. Tampoco las habían sacudido antes de tenderlas, así qué también estaban muy arrugadas. Tendría que pasarme el día planchando para dejarlas presentables.

Catharina apareció en la puerta, cansada y acalorada, aunque el sol todavía no estaba del todo alto. Por debajo del vestido azul le asomaba, no sin cierto desarreglo, una blusa, y el delantal verde que llevaba encima ya estaba arrugado. Su pelo rubio parecía aún más rizado de lo que solía tenerlo, especialmente dado que no llevaba cofia que se lo alisara. Los rizos luchaban con las peinetas que sujetaban el moño.

Parecía necesitada de sentarse un rato junto al canal, dónde la visión del agua la refrescara y la calmara.

Yo no estaba muy segura de cómo debía comportarme con ella: era la primera vez que estaba de criada y en nuestra casa nunca había habido sirvientas, ni tampoco en nuestra calle. Nadie podía pagarlas. Puse la ropa que estaba doblando en una cesta y la saludé con una inclinación de cabeza.

– Buenos días, señora.

Hizo una mueca, y yo me di cuenta de que tenía que haberla dejado hablar la primera. En lo sucesivo tendría que tener más cuidado con ella.

– ¿Te ha enseñado la casa Tanneke? -me preguntó.

– Sí, señora.

– Bien. Entonces ya sabrás lo que hay que hacer y no tendrás más que hacerlo… -dudó, como buscando la palabra, y a mí se me ocurrió que ella tenía tan poca idea de cómo ser mi ama como yo de cómo ser su criada. Probablemente a Tanneke la había enseñado María Thins, a cuyas órdenes estaba todavía, al margen de lo que le dijera o dejara de decir Catharina.

Tendría que ayudarla sin parecer que la estaba ayudando.

– Tanneke me ha explicado que, además de la colada, deseáis que vaya a comprar la carne y el pescado, señora -sugerí educadamente.

A Catharina se le iluminó la cara.

– Así es. Ella te acompañará cuando acabes de lavar. Después irás todos los días tú sola. Y también a otros recados que yo te mande -añadió.

– Sí, señora -esperé. Cuando ella no dijo nada más, alcé los brazos para descolgar de la cuerda de la ropa una camisa de lino de hombre.

Catharina se quedó mirando la camisa.

– Mañana -me anunció mientras yo la doblaba- te enseñaré dónde tienes que limpiar en el piso de arriba. Temprano, lo primero que hagas por la mañana.

Antes de que hubiera podido contestarle había desaparecido en el interior de la casa.

Después de descolgar toda la colada, busqué la plancha, la limpié y la puse a calentar sobre el fuego. Acababa de empezar a planchar cuando Tanneke entró en el cuarto y me puso una cesta de la compra en la mano.

– Vamos a la carnicería ahora -dijo-. Voy a necesitar la carne enseguida.

Ya me había llegado un estrépito de cacharros desde la cocina y el olor a nabos asados.

Fuera, Catharina estaba sentada en el banco delante de la casa, con Lisbeth en un taburete a sus pies y Johannes dormido en la cuna. Estaba peinando y despiojando a Lisbeth. Cornelia y Aleydis cosían a su lado.

– No, Aleydis -decía Catharina-, tienes que tirar más fuerte del hilo; así queda demasiado flojo. Enséñale tú, Cornelia.

No se me había pasado por la cabeza que pudieran,estar tan tranquilas juntas.

Maertge se acercó corriendo desde el canal.

– ¿Vais al mercado? ¿Me dejas ir con ellas, mamá?

– Sólo si no te separas de Tanneke y la obedeces.

Me agradó que Maertge viniera con nosotras. Tanneke todavía estaba recelosa de mí, pero Maertge era alegre y rápida y eso lo hacía todo más fácil.

Le pregunté a Tanneke que cuánto tiempo llevaba trabajando para María Thins.

– ¡Oh, mucho! -dijo-. Entré unos años antes de que la señora joven se casara y el matrimonio se viniera a vivir aquí. No era mayor que tú cuando empecé. ¿Cuántos años tienes?

– Dieciséis.

– Yo tenía catorce cuando entré -dijo Tanneke en tono triunfal-. Llevo media vida trabajando con ellos.

Yo no me habría sentido orgullosa de esto. El trabajo la había estropeado mucho y parecía mayor de los veintiocho años que decía tener.

La Lonja de la Carne estaba justo detrás del Ayuntamiento, al suroeste de la Plaza del Mercado. Dentro había treinta y dos puestos; en Delft había treinta y dos carniceros desde hacía varias generaciones. Había mucho trasiego de criadas y amas de casa eligiendo, regateando y comprando la carne para sus familias, y hombres que transportaban reses muertas de un lado a otro. El serrín absorbía la sangre y se te pegaba a los zapatos y a los bajos del vestido. El fuerte olor a sangre que impregnaba el aire me produjo un escalofrío, aunque hubo un tiempo en que había ido allí todas las semanas y debería estar acostumbrada. Pero con todo, me gustó encontrarme en un sitio que me resultaba familiar. Cuando avanzábamos entre los puestos, el carnicero donde solíamos comprar nosotros antes del accidente de mi padre me llamó. Yo le sonreí, aliviada de ver una cara conocida. Era la primera vez que había sonreído en todo el día.

Era raro conocer a tantas personas nuevas y ver tantas cosas nuevas en una sola mañana y hacerlo de una forma muy diferente de como había sido mi vida hasta entonces. Antes, cuando conocía a alguien nuevo siempre había sido rodeada de mi familia y de mis vecinos. Si iba a algún sitio nuevo, lo hacía acompañada de Frans o de mi madre o mi padre y no me sentía amenazada. Lo nuevo se entretejía con lo viejo, como el zurcido de un calcetín.

Frans me dijo poco después de empezar su aprendizaje que había estado a punto de escaparse, no por la dureza del trabajo, sino porque no soportaba enfrentarse cada día a lo desconocido. Lo único que le mantuvo allí fue saber que nuestro padre se había gastado todos sus ahorros en su aprendizaje y le habría obligado a volver inmediatamente si hubiera aparecido en la casa. Además, si se hubiera ido, cualquier otro sitio le habría resultado aún más desconocido.

Vendré a verte cuando esté sola -le dije al carnicero, y luego me apresuré a alcanzar a Tanneke y Maertge.

Se habían parado varios puestos más adelante. El carnicero de aquel en el que estaban era un hombre muy guapo, con unos brillantes ojos azules y unos rizos rubios que empezaban a canear.

– Pieter, ésta es Griet -dijo Tanneke-. Será ella la que venga a buscar la carne de la casa. La apuntarás en nuestra cuenta, como siempre.

Intenté mirarle a la cara, pero me resultaba imposible apartar los ojos de su delantal manchado de sangre. Nuestro carnicero siempre llevaba el delantal limpio cuando estaba en el puesto y se lo cambiaba cada vez que se lo manchaba.

– ¡Ajá! -Pieter me miró como si yo fuera un pollo cebado que estaba considerando poner a asar-. ¿Qué te vas a llevar hoy, Griet?

Me volví hacia Tanneke.

– Cuatro libras de costillas y una libra de lengua -pidió ella.

Pieter sonrió.

– ¿Qué le parece ésta, señorita? -dijo, dirigiéndose a Maertge-. ¿Acaso no vendo la mejor lengua de la ciudad?

Maertge asintió con un movimiento de cabeza, riéndose mientras contemplaba la exhibición de salchichas, manitas de cerdo, costillas, lomos y solomillos.

– Ya te darás cuenta, Griet, de que tengo la mejor carne y la báscula más honrada del mercado -comentó mientras pesaba la lengua-. No tendrás motivos de queja conmigo.

Miré su delantal y tragué saliva. Pieter puso las costillas y la lengua en la cesta que llevaba yo, me guiñó un ojo y se volvió para atender a la siguiente clienta.

Seguidamente nos dirigimos a los puestos del pescado, que estaban al lado de la Lonja de la Carne. Las gaviotas revoloteaban sobre ellos, a la espera de las cabezas y las tripas que los pescaderos arrojaban al canal. Tanneke me presentó al pescadero de la casa, que también era otro distinto del nuestro. Un día iría a por carne y al siguiente a por pescado.

Al terminar las compras yo no quería volver a la casa, a Catharina y las niñas sentadas en el banco. Quería irme a mi propia casa. Quería entrar en la cocina de mi madre y entregarle la cesta llena de costillas. Hacía meses que no comíamos carne.


Catharina estaba peinando a Cornelia cuando volvimos. No me hicieron caso. Ayudé a Tanneke con la comida, atendiendo la carne que se asaba en el horno, llevando las cosas a la mesa, dispuesta en la Sala Grande, y cortando el pan.

Cuando la comida estuvo preparada, entraron las niñas y Maertge fue a ayudar a Tanneke en la cocina, mientras que las otras se sentaron a la mesa. Venía de meter la lengua en el barril de la carne, en la despensa -Tanneke la había olvidado fuera, y el gato estuvo a punto de alcanzarla-, cuando entró él de la calle y se paró en el umbral al final del pasillo, todavía con la capa y el, sombrero puestos. Yo me quedé quieta, y él vaciló; estaba a contraluz, de modo que no podía verle la cara. No sabía si me estaba mirando. Un instante después desapareció en la Sala Grande.

Tanneke y Maertge se encargaron de servir la mesa mientras yo cuidaba del pequeño en el Cuarto de la Crucifixión. Cuando Tanneke terminó, se reunió conmigo y comimos y bebimos lo mismo que la familia: costillas, nabos, pan y cerveza. Aunque la carne de Pieter no era mejor que la de nuestro carnicero, me supo a gloria después de tanto tiempo sin probarla. El pan era de centeno, en lugar del pan moreno más barato que tomábamos nosotros, y la cerveza tampoco estaba tan aguada.

No serví la mesa de la familia en aquella comida, así que no lo vi. De vez en cuando oía su voz, por lo general unida a la de María Thins. Por su tono no cabía duda de que se llevaban bien.

Después de comer, Tanneke y yo recogimos y limpiamos los platos, luego fregamos los suelos de la cocina, del lavadero y de las despensas. Las paredes de la cocina y del lavadero estaban cubiertas de azulejos blancos, y el fogón era de azulejos de Delft azules y blancos, que tenían pintados pájaros en un lado y barcos y soldados respectivamente en los otros dos. Los examiné detenidamente, pero ninguno había sido pintado por mi padre.

El resto del día lo pasé planchando en el lavadero, sin descanso, salvo para alimentar el fuego, ir a buscar leña o salir un momento al patio para escapar del calor. Las niñas entraban y salían de la casa, jugando: unas veces venían a ver qué hacía yo o a atizar el fuego, otras para molestar a Tanneke, a la que encontraron dormida en la cocina, con el pequeño gateando a sus pies. No se sentían del todo a gusto conmigo, tal vez pensaban que iba a darles una bofetada. Cornelia me lanzaba miradas amenazadoras y no se quedaba mucho tiempo en el lavadero, pero Maertge y Lisbeth cogieron las ropas que había planchado y las guardaron en el armario de la Sala Grande, donde estaba durmiendo su madre.

– El último mes antes del parto se pasa la mayor parte del tiempo en la cama -me había confiado Tanneke-, recostada en las almohadas.

Después de comer, María Thins se había subido a sus habitaciones en el piso superior. Sin embargo, una vez en el transcurso de la tarde la oí en el pasillo y cuando levanté la vista estaba en la puerta del lavadero, observándome. No me dirigió la palabra, de modo que volví a mi plancha como si no estuviera allí. Pasado un momento, vi por el rabillo del ojo que movía afirmativamente la cabeza y luego se iba arrastrando los pies.

Él tenía un invitado arriba -oí subir a dos voces masculinas-. Más tarde, cuando las oí bajar, me asomé discretamente a la puerta del lavadero y los vi salir. El hombre que lo acompañaba era bastante grueso y llevaba una pluma en el sombrero.

Cuando oscureció encendimos las velas, y Tanneke y yo cenamos queso y cerveza con las niñas en el Cuarto de la Crucifixión, mientras que los otros cenaron lengua en la Sala Grande. Yo tuve buen cuidado de sentarme de espaldas al cuadro. Estaba tan agotada que apenas si podía pensar. En mi casa también trabajaba mucho, pero no era tan cansado como en una casa desconocida, donde todo era nuevo y siempre estaba tensa y seria. En casa podía reírme con mi madre o Agnes o Frans. Aquí no tenía a nadie con quien reírme.

Todavía no había bajado a la bodega, donde iba a dormir. Cogí una vela, pero localizada la cama, la almohada y la manta, estaba demasiado cansada para examinar mucho más. Dejando abierta la trampilla para que me entrara un poco de aire fresco, me descalcé, me quité la cofia, el delantal y el vestido, recé brevemente mis oraciones y me acosté. Estaba a punto de apagar la vela cuando reparé en el cuadro que estaba colgado a los pies de mi cama. Me incorporé, totalmente despabilada. Era otra representación de Cristo en la Cruz, más pequeña que la de arriba, pero todavía más inquietante. Cristo había echado la cabeza atrás, en un gesto de dolor, y María Magdalena tenía los ojos en blanco. Me metí en la cama cautelosamente, incapaz de apartar la vista de aquella escena. No podía imaginarme durmiendo en la misma habitación que aquella pintura. Quería descolgarla, pero no me atrevía. Finalmente, apagué la vela -no podía permitirme malgastar las velas en mi primer día en la casa-. Volví a tumbarme, con los ojos fijos en el sitio donde sabía que estaba colgado el cuadro.

Esa noche dormí mal, pese a lo cansada que estaba. Me desperté muchas veces, buscando el cuadro. Aunque no veía nada de lo que había en las paredes, tenía todos los detalles grabados en el cerebro. Por fin, cuando empezaba a clarear, la pintura volvió a aparecer ante mis ojos, y tuve la certeza de que la Virgen María me miraba desde allí.


Cuando me levanté a la mañana siguiente, intenté no mirar al cuadro y, en su lugar, me puse a examinar el contenido de la bodega a la pálida luz que entraba por el ventanuco de la despensa, situada encima. No había mucho que ver: varias sillas amontonadas y cubiertas con un tapiz, otras cuantas sillas rotas un espejo y dos cuadros más, bodegones ambos, apoyados contra la pared. ¿Se daría cuenta alguien si sustituía la Crucifixión por una de aquellas naturalezas muertas?

Cornelia sí se daría cuenta. Y se lo diría a su madre. No sabía lo que opinaba Catharina -o el resto de los miembros de la familia- de que yo fuera protestante. Era una sensación curiosa el ser de pronto consciente de ello. Nunca había estado en inferioridad numérica.

Di la espalda al cuadro y subí la escalerilla. Se oían las llaves de Catharina en la parte delantera de la casa y fui a buscarla. Se movía con lentitud, como si estuviera todavía medio dormida, pero se esforzó por aparecer erguida cuando me vio. Me condujo al piso superior, subiendo muy despacio las escaleras, agarrada con fuerza al pasamanos a fin de elevar el inmenso bulto de su cuerpo.

A la puerta del estudio, rebuscó entre su manojo de llaves y la abrió. La habitación estaba a oscuras, los postigos cerrados: sólo se distinguían algunas formas gracias a los rayitos de luz que se colaban por las rendijas. Olía a aceite de linaza; el penetrante olor a limpio de la linaza me recordó al de las ropas de mi padre cuando regresaba de la fábrica de azulejos por la noche. Olía a madera y a hierba recién cortada.

Catharina se quedó en el umbral. Yo no me atreví a entrar antes que ella. Pasado un incómodo momento, me ordenó:

– Abre los postigos, pues. No los de la ventana de la izquierda. Sólo los de la del centro y los de la más alejada. Y de los de la del centro sólo los de abajo.

Crucé la habitación, contorneando un caballete y una silla, hasta la ventana del centro. Abrí la parte inferior de la misma y luego los postigos. No miré el lienzo que había en el caballete, no mientras Catharina siguiera observándome desde el umbral.

Bajo la ventana de la derecha habían puesto una mesa, y en esa misma esquina había una silla arrimada a la pared. El respaldo y el asiento de la silla eran de cuero estampado con un dibujo de flores amarillas y hojas.

– No muevas nada de lo que hay en aquella esquina. Eso es lo que está pintando.

Ni siquiera de puntillas llegaba a las ventanas y los postigos superiores. Tendría que subirme a una silla, pero no quería hacerlo delante de ella. Me ponía nerviosa, esperando en el umbral a que hiciera algo mal.

Consideré qué hacer.

Fue el pequeño el que me salvó: empezó a berrear en el piso de abajo. Catharina balanceó el cuerpo. Se impacientó al verme vacilar y finalmente bajó a atender a Johannes.

Me subí rápidamente a la silla, abrí la ventana superior, me asomé y empujé los postigos. Miré para abajo y vi a Tanneke fregando las baldosas delante de la casa. No se percató, pero un gato que cruzaba sigiloso las baldosas húmedas detrás de ella se paró y levantó la cabeza.

Abrí la ventana y el postigo inferior y me bajé de la silla. Algo se movió frente a mí y me quedé paralizada en el sitio. El movimiento cesó. Era mi reflejo en un espejo que estaba colgado en la pared entre las dos ventanas. Me miré. La luz me iluminaba de frente toda la cara y, aunque tenía un gesto de ansiedad o de culpabilidad, mi cutis era resplandeciente. Me observé, sorprendida, y luego me alejé. Ahora que tenía un rato examiné la habitación. Era un espacio grande, cuadrado, pero no tan largo como la Sala Grande de abajo. Con las ventanas abiertas era luminoso y aireado; tenía las paredes encaladas y el suelo de baldosas grises y blancas, formando las oscuras un dibujo de cruces cuadradas. Un zócalo de azulejos de Delft pintados con cupidos protegía la pared de nuestras bayetas húmedas cuando fregábamos el suelo. No eran de la fábrica donde había trabajado mí padre.

Para su tamaño, la habitación estaba escasamente amueblada. Había un caballete con su silla delante de la ventana del centro y una mesa en la esquina derecha, pegada a la pared, debajo de la ventana. Además de la silla a la que me había subido, junto a la mesa había otra de cuero liso tachonado con clavos de latón y un respaldo rematado con dos cabezas de león. En la pared opuesta, entre la silla y el caballete, había un armarito, que tenía los cajones cerrados y varios pinceles y una espátula con su hoja en forma de diamante encima, junto con algunas paletas limpias. Al lado del armario había una mesa de despacho sobre la que se amontonaban papeles y libros y grabados. Dos sillas más con cabezas de león torneadas en el respaldo estaban arrimadas a la pared junto a la puerta.

Era una habitación bien ordenada, libre del trasiego cotidiano. Te daba una sensación muy distinta de la que sentías en el resto de la casa, casi como si estuviera en otra vivienda. Con la puerta cerrada apenas se oirían los gritos de los niños, el tintineo de las llaves de Catharina y el arrastrar de nuestras escobas.

Agarré la escoba, el cubo de agua y el paño y me dispuse a limpiar. Empecé en la esquina donde estaba dispuesta la escena que estaba siendo pintada en el cuadro, de la que no debía mover nada en absoluto. Me puse de rodillas sobre la silla para limpiar la ventana que tanto me había costado abrir y la cortina amarilla que colgaba a un lado, en la esquina, tocándola suavemente a fin de no mover los pliegues. Los cristales estaban muy sucios y tendría que lavarlos con agua caliente, pero no estaba segura de que él quisiera que los limpiara. Tendría que preguntarle a Catharina.

Quité el polvo a las sillas y le di brillo a los clavos de latón y a las cabezas de león del respaldo. La mesa llevaba algún tiempo sin que la limpiaran como es debido. Alguien había pasado el plumero a los objetos puestos encima -una brocha de empolvarse, un cuenco de estaño, una carta, un jarrón de porcelana negro, un paño azul amontonado en una esquina y colgando de uno de los laterales-, pero había que levantarlos para que la mesa quedara realmente limpia. Como me había dicho mi madre, tendría que encontrar la forma de mover las cosas y volverlas a dejar exactamente como si no hubieran sido tocadas.

La carta estaba casi en la esquina de la mesa. Si ponía el pulgar en el filo inferior del papel y el índice en el derecho, formando un ángulo, y plantaba la mano sobre la mesa enganchando el meñique en el borde de ésta, podría mover la carta limpiar debajo y alrededor de donde estaba y volver a ponerla en el lugar que indicaba mi mano.

Enmarqué la carta con mis dedos y mantuve la respiración, luego la levanté, limpié y la volví a dejar donde estaba, todo ello en un rápido movimiento. No sabía muy bien por qué tenía que hacerlo deprisa. Me separé unos pasos de la mesa. Parecía que la carta había quedado en su sitio, aunque sólo él lo sabría.

Con todo, si ésta iba a ser mi prueba, mejor me daba prisa.

Medí con la mano la distancia entre la carta y la brocha de empolvar, luego puse varios dedos alrededor de ésta. La levanté, limpié, la volví a poner donde estaba y medí el espacio entre la brocha y el cuenco. Hice lo mismo con éste.

Así es como me las ingenié para limpiar sin que pareciera que había movido nada. Medía cada cosa en relación con los objetos que la rodeaban y el espacio entre ellos. Las cosas pequeñas no suponían ningún problema, pero los muebles resultaron más complicados: tuve que usar los pies, las rodillas y, a veces, los hombros y la barbilla en el caso de las sillas.

No sabía qué hacer con el paño azul desordenadamente amontonado sobre la mesa. Si lo movía era imposible que pudiera reproducir los mismos pliegues. Lo dejé de momento, esperando que durante uno o dos días no se diera cuenta, hasta que hubiera encontrado la manera de limpiarlo.

Con el resto de la habitación no tenía que poner tanto cuidado. Limpié el polvo y barrí y fregué -los suelos, las paredes, las ventanas, los muebles-, con la satisfacción que da meterle mano a una habitación que necesita una buena limpieza. En la esquina opuesta, frente a la mesa y la ventana, había una puerta que conducía al almacén, un espacio lleno de cuadros y lienzos, sillas, arcones, platos, calentadores de cama, un perchero y una estantería. También limpié allí dentro, colocando los objetos de modo que la habitación pareciera más ordenada.

Había estado evitando limpiar alrededor del caballete. No sabía por qué, pero me ponía nerviosa ver el lienzo que estaba puesto encima. Pero ya era lo único que me quedaba por hacer. Limpié el polvo de la silla colocada delante del caballete, luego empecé a quitárselo a éste mismo, intentando no mirar lo que había pintado en el lienzo.

Pero cuando vislumbré el satén amarillo, no tuve más remedio que pararme.

Todavía estaba mirando la pintura, cuando habló María Thins.

– No se ve algo así todos los días, ¿no?

No la había oído entrar. Apenas había atravesado el umbral y estaba ligeramente encorvada, vestida con un delicado vestido negro y cuello de encaje.

No supe qué contestar y no pude evitar volverme a mirar la pintura.

María Thins se rió.

– No eres la única que se olvida de sus buenos modales delante de sus cuadros, muchacha -se acercó y se quedó de pie a mi lado-. Sí, con éste no se las ha apañado mal. Es la esposa de Van Ruijven -reconocí el nombre del patrón que había mencionado mi padre-. No es guapa, pero él hace que lo parezca -añadió-. Alcanzará un buen precio.

Como fue el primer cuadro de él que vería, siempre lo recordé mejor que los otros, mejor incluso que aquellos que vi crecer desde el principio, desde la primera capa de preparación hasta los últimos retoques.

Una mujer estaba de pie delante de la mesa, vuelta hacia un espejo colgado en la pared, de modo que se la veía de perfil. Estaba vestida con una pelliza de rico satén amarillo ribeteada de armiño y llevaba en el cabello una cinta roja con cinco puntas, muy a la moda del momento. Una ventana la iluminaba por la izquierda y la luz le daba en la cara, trazando la delicada curva de su frente y su nariz. Se estaba abrochando un collar de perlas, las manos suspendidas en el aire sujetando los extremos. Detrás de ella, en la resplandeciente pared blanca, había un mapa antiguo; en el oscuro primer plano, la mesa con la carta, la brocha y el resto de los objetos que yo había limpiado un poco antes [2].

Deseé poder llevar aquella pelliza y aquel collar. Quería conocer al hombre que la había pintado así.

Me avergoncé de haberme mirado al espejo un rato antes.

María Thins parecía contenta mirando el cuadro a mi lado. Resultaba muy raro verlo con la escena reproducida en la pintura justo detrás. Ya conocía todos los objetos que había sobre la mesa por haberlos limpiado, y la relación que guardaban entre sí: la carta en la esquina, la brocha casualmente caída junto al cuenco de estaño, la tela azul amontonada a un lado, alrededor del jarrón de porcelana negro. Todo parecía exactamente igual, salvo que más limpio y más puro. Se reía de mi limpieza.

Entonces encontré una diferencia. Contuve la respiración.

– ¿Qué sucede, muchacha?

– En el cuadro, la silla que está junto a la mujer no tiene las cabezas de león torneadas en el respaldo.

– No. Antes había también un laúd sobre esa silla. Hace muchos cambios. No sólo pinta lo que ve, sino lo que le pega. Dime, muchacha, ¿crees que este cuadro está terminado?

La miré. Su pregunta debía de encerrar algún tipo de trampa, pero no me podía imaginar ningún cambio que pudiera mejorarlo.

– ¿No lo está? -titubeé. María Thins resopló.

– Lleva tres meses trabajando en este cuadro. Espero que siga aún otros dos. Cambiará cosas. Ya verás -miró a su alrededor-. Ya has terminado la limpieza, ¿verdad? Pues entonces ya puedes ir a seguir con el resto de tus tareas, muchacha. Enseguida vendrá él a ver qué tal lo has hecho.

Eché una última mirada a la pintura, pero observándola con tanta atención tuve la sensación de que algo se me escapaba. Era como mirar a una estrella en el cielo nocturno: si la miraba directamente apenas la veía, pero si la miraba por el rabillo del ojo, parecía mucho más brillante.

Recogí la escoba, el cubo y el paño. Cuando salí de la habitación, María Thins seguía de pie frente al cuadro.


Llené las jarras en el canal y puse el agua al fuego; luego fui en busca de Tanneke. Estaba en el cuarto donde dormían las niñas, ayudando a Cornelia a vestirse, mientras Maertge ayudaba a Aleydis y Lisbeth se vestía sola. Tanneke no estaba de buen humor y me miró sólo para pasar a ignorarme cuando intenté hablarle. Terminé plantándome frente a ella, de modo que no tuviera más remedio que mirarme.

– Tanneke, voy a ir ahora a por el pescado. ¿Qué quieres que traiga hoy?

– ¿Tan temprano? Nosotros siempre vamos más tarde.

Tanneke seguía sin dirigirme la mirada. Estaba atando unas cintas en forma de estrella de cinco puntas en el cabello de Cornelia.

– No tengo nada que hacer mientras se calienta el agua y pensé que iría ahora -respondí sencillamente. No añadí que para conseguir las mejores piezas había que ir pronto, aunque el carnicero o el pescadero te prometieran guardártelas. Tenía que saberlo ella también-. ¿Qué traigo?

– Hoy no pienses en el pescado. Trae un trozo de cordero.

Tanneke había terminado de atarle los lazos a Cornelia, que me apartó de un salto. Tanneke se volvió y abrió un arcón en busca de algo. Observé sus anchas espaldas, el vestido pardo ceñido a ellas.

Estaba celosa de mí. Yo había limpiado el estudio, al que a ella no le estaba permitido entrar, donde nadie, al parecer, podía entrar, salvo yo y María Thins.

Cuando se enderezó, con un gorrito en la mano, Tanneke dijo:

– El amo me pintó en una ocasión. Me pintó vertiendo la leche. Todo el mundo dijo que era su mejor cuadro [3].

– Me gustaría verlo -respondí-. ¿Está todavía aquí?

– ¡Oh, no!, lo compró Van Ruijven.

Me quedé pensando un momento.

– Así que uno de los hombres más ricos de Delft se deleita mirándote todos los días de su vida.

Tanneke sonrió, su cara marcada se hizo aún más ancha. Unas palabras acertadas cambiaban su humor de un momento al siguiente. Sólo de mí dependía encontrar esas palabras.

Me volví para irme antes de que volviera a agriársele el humor.

– ¿Puedo ir contigo? -preguntó Maertge.

– ¿Y yo? -añadió Lisbeth.

– No, hoy no -contesté yo en tono firme-. Tenéis que desayunar y ayudar a Tanneke -no quería que se acostumbraran a acompañarme. Quería usarlo como una recompensa por ser obedientes.

También tenía ganas de caminar sola por las calles conocidas, sin tener el recuerdo constante de mi nueva vida charlando a mi lado. Cuando entré en la Plaza del Mercado y dejé atrás el Barrio Papista; respiré profundamente. No me había dado cuenta de que había estado conteniéndome todo el tiempo que había pasado con la familia.

Antes de ir al puesto de Pieter, me paré en el carnicero que conocía, a quien se le iluminó la cara al verme.

– ¡Por fin te decides a saludar! ¿Qué pasó ayer? ¿Te parecía demasiado poco para ti? -me dijo para provocarme.

Empecé a explicarle mí nueva situación, pero él me interrumpió.

– Ya lo sabía, claro. Está en boca de todos: la hija de Jan el azulejero ha entrado de criada en casa del pintor Vermeer. Y luego veo que sólo un día después ya se ha vuelto lo bastante orgullosa como para dignarse hablar con sus viejos amigos.

– ¡Pero si no tengo nada de lo que estar orgullosa! ¡Estar de criada! Mi padre se siente avergonzado.

– Tu padre ha tenido mala suerte, eso es todo. Nadie le culpa de nada. No tienes nada de lo que sentirte avergonzada, hijita. Salvo, claro, de no comprarme a mí la carne.

– No tengo elección. De veras lo siento. Es mi ama la que decide.

– ¿Ah, sí? ¿Entonces el que le compres a Pieter no tiene nada que ver con lo guapo que es su hijo?

Fruncí el ceño.

– No conozco a su hijo.

El carnicero se echó a reír.

– Ya lo conocerás, ya lo conocerás. Venga, vete. Cuando veas a tu madre dile que venga a verme. Le guardaré algo.

Le di las gracias y seguí por los puestos hasta llegar al de Pieter. Pareció sorprendido al verme.

– ¿Ya estás aquí? ¿A que no podías esperar a venir a buscar más lengua como la de ayer?

– Hoy quiero un trozo de cordero.

– Dime, Griet, ¿no es acaso la mejor lengua que has probado en tu vida?

Me negué a hacerle el cumplido que estaba buscando.

– El amo y el ama la cenaron. No hicieron ningún comentario especial.

Un joven se volvió de frente detrás de Pieter. Estaba despiezando una vaca sobre una mesa al otro lado del mostrador. Debía de ser el hijo, porque aunque era más alto que su padre, tenía los mismos brillantes ojos azules. El largo pelo rubio le caía en espesos rizos, enmarcándole una cara que me hizo pensar en los albaricoques. Sólo su delantal manchado de sangre era desagradable a la vista.

Sus ojos se posaron en mí como una mariposa sobre una flor y no pude evitar que se me subieran los colores. Repetí mi petición de cordero sin apartar la vista del padre. Pieter revolvió entre las piezas de carne y sacó una, que dejó sobre el mostrador. Dos pares de ojos me observaron.

La pieza tenía los bordes grisáceos. Le acerqué la nariz.

– No está fresca -dije sin rodeos-. A mi ama no le gustará saber que esperas que su familia coma semejante carne -me salió un tono más arrogante del que pretendía. Tal vez no podía ser de otro modo.

Padre e hijo clavaron en mí sus ojos. Mantuve la mirada del padre, tratando de ignorar al hijo.

Por fin, Pieter se volvió hacia su hijo.

– Pieter, ve a buscar la pieza que tenemos reservada en el carro.

– Pero si era para… -Pieter el hijo se detuvo a mitad de la frase. Desapareció y volvió con otra pieza, que según pude darme cuenta inmediatamente era muy superior. Asentí con un movimiento de cabeza:

– ¡Eso está mejor!

Pieter el hijo envolvió la carne y me la puso en la cesta. Le di las gracias. Al volverme para irme, percibí la mirada que se cruzaron padre e hijo. Ya entonces supe lo que significaba y lo que significaría en mi vida.


Catharina estaba sentada en el banco cuando volví, dando de comer a Johannes. Le mostré la carne y ella le dio el visto bueno con un gesto. Ya estaba entrando en la casa cuando dijo en voz baja:

– Mi marido ha supervisado el estudio y le ha parecido adecuada la limpieza -no me miró.

– Gracias, señora.

Entré, eché una mirada al bodegón de las frutas y la langosta y pensé: «Así que me quedo».

El resto del día transcurrió de una forma muy parecida al primero y a como transcurrirían los que le seguirían. Después de limpiar el estudio y de ir a la Lonja de la Carne o a los puestos del pescado, me ponía de nuevo con la colada, un día separando la ropa, poniéndola a remojo y frotando las manchas; al otro, lavándola, aclarándola, hirviéndola y escurriéndola antes de tenderla a secar y a clarear al sol del mediodía; y el tercero, planchándola, remendándola y doblándola. En algún momento dejaba lo que estaba haciendo y echaba una mano a Tanneke con la comida. Enseguida de comer recogíamos la loza y entonces tenía un poco de tiempo libre para descansar y coser en el banco a la puerta de la casa o en el patio de detrás. Luego terminaba con lo que había estado haciendo por la mañana y ayudaba a Tanneke a preparar la cena. Lo último que hacíamos era fregar de nuevo los suelos para que estuvieran frescos y limpios por la mañana.

Por la noche, cubría la Crucifixión que estaba colgada a los pies de mi cama con el delantal que había llevado ese día. Así dormía mejor. A la mañana siguiente añadía el delantal a la colada.


Cuando Catharina me abrió la puerta del estudio al día siguiente le pregunté si limpiaba los cristales.

– ¿Por qué no? -me contestó con brusquedad-. No hace falta que me preguntes esas tonterías.

– Por la luz, señora -le expliqué-. Podría cambiar la pintura si los limpio. ¿Entiende?

No lo entendía. No quería o no podía entrar a ver el cuadro. Al parecer, nunca entraba en el estudio. Un día que Tanneke estuviera de buen humor le preguntaría por qué. Catharina bajó a preguntárselo a él y me gritó desde abajo que dejara los cristales.

Al limpiar no vi nada que indicara que él había estado allí en algún momento del día anterior. No se había movido nada, las paletas estaban limpias, la pintura misma no parecía haber sido tocada. Pero sentí su presencia. Apenas lo había visto en los dos días que llevaba en la casa de la Oude Langendijck. Lo había oído algunas veces, en las escaleras, en el pasillo, riéndose de algo con sus hijas, hablándole suavemente a Catharina. Oír su voz me hacía sentir como si estuviera caminando al borde de un canal, insegura de mis pasos. No sabía cómo me trataría en su propia casa, si prestaría o no atención a mi forma de colocar las verduras picadas.

Ningún caballero había mostrado nunca por mí un interés parecido.

Me encontré con él cara a cara al tercer día de estar en su casa. Justo antes de la comida, salí a buscar un plato que Lisbeth había dejado fuera y estuvimos a punto de tropezarnos cuando él venía por el pasillo con Aleydis en los brazos.

Di un paso atrás. Él y Aleydis me miraron con los mismos ojos grises. Ni me sonrió ni me dejó de sonreír. No me era fácil devolverle la mirada. Pensé en la mujer mirándose al espejo del cuadro que estaba pintando, en cómo sería llevar perlas y satén amarillo. Esa mujer no tendría problema para mirar a los ojos a un caballero. Cuando por fin me decidí a alzar la vista, él ya no me estaba mirando.

Al día siguiente vi a esa mujer en persona. En el camino de vuelta de la carnicería, un hombre y una mujer avanzaban delante de mí por la Oude Langendijck. Al llegar a la puerta de la casa, él se volvió hacia ella, le hizo una ligera inclinación de cabeza y siguió su camino. Llevaba una larga pluma en el sombrero -debía de ser el visitante que había venido unos días antes-. Examiné brevemente su perfil y vi que tenía bigote y una cara regordeta, como correspondía a su cuerpo. Sonreía como si estuviera a punto de hacer un cumplido halagador, pero falso. La mujer entró en la casa antes de que pudiera verle la cara, pero sí que advertí la cinta roja en forma de estrella de cinco puntas que le adornaba el cabello. Me quedé atrás y esperé junto al umbral hasta que la oí subir.

Más tarde, estaba guardando una ropa en el armario de la Sala Grande cuando bajó. Yo estaba de pie al entrar ella en el cuarto. Llevaba la pelliza amarilla en la mano. No se había quitado la cinta del pelo.

– ¡Oh! -dijo-. ¿Dónde está Catharina?

– Ha ido con su madre al Ayuntamiento, señora. Negocios de familia.

– Ya. No importa; ya la veré otro día. Dejo aquí esto para ella -dispuso la pelliza sobre la cama y encima dejó caer el collar de perlas.

– Sí, señora.

No podía apartar la vista de ella. Tenía la sensación de que la estaba viendo al tiempo que no la estaba viendo. Era una sensación extraña. No era, como me había dicho María Thins, tan hermosa como en el cuadro, con la luz dándole en la cara. Pero no dejaba de ser bonita, aunque sólo fuera porque la recordaba como era en el cuadro. Me miró con expresión sorprendida, como si ella también tuviera que conocerme, puesto que yo la miraba con tal familiaridad. Conseguí bajar la vista.

– Le diré que ha preguntado por ella, señora.

Asintió con un gesto, pero pareció preocupada. Echó un vistazo a las perlas que había dejado sobre la pelliza.

– Creo que esto se lo voy a dejar a él arriba -anunció entonces, cogiendo el collar. No me miró, pero yo sabía que estaba pensando que las criadas no eran de fiar con las perlas. Después de que se fuera, su cara quedó flotando en el aire, como el perfume.


El sábado, Catharina y María Thins fueron con Tanneke y Maertge al mercado, para comprar la verdura de toda la semana además de otros alimentos de primera necesidad y de otras cosas para la casa. Yo deseaba ir con ellas, pensando que tal vez vería a mi madre y a mi hermana, pero me dijeron que tenía que quedarme en la casa con las niñas y con el pequeño. Me costó trabajo impedir que se escaparan ellas también al mercado. Las habría llevado yo misma, pero no me atreví a dejar la casa sin nadie. Estuvimos viendo pasar las barcas por el canal en su camino al mercado, cargadas de coles, cerdos, flores, madera, harina, fresas, herraduras. Cuando pasaban de vuelta no llevaban carga y sus tripulantes iban contando el dinero o bebiendo. Les enseñé a las niñas algunos juegos a los que jugaba yo con Agnes y Frans, y ellas me enseñaron otros de su invención. Hicieron pompas, jugaron con las muñecas, corrieron detrás de sus aros, mientras que yo las veía sentada en el banco con Johannes en el regazo.

Parecía que Cornelia se había olvidado de la bofetada. Estaba contenta y simpática, dispuesta a colaborar en el cuidado de Johannes y obediente a lo que le decía.

– ¿Me ayudas? -me preguntó, intentando subirse a un barril que los vecinos habían dejado en la calle.

Sus ojos castaños claros eran vivarachos e inocentes. Me sorprendí ablandándome ante su dulzura, a sabiendas, sin embargo, de que no podía fiarme de ella. Podía ser la más interesante de las cuatro niñas, pero también la más inestable: la mejor y la peor al mismo tiempo.

Estaban jugando con la colección de conchas que habían sacado fuera, formando montones de diferentes colores, cuando él salió de la casa. Apreté el cuerpo del pequeño, sintiendo sus costillas bajo mis dedos. El niño chilló y yo hundí la nariz en su oreja, escondiendo la cara.

– ¿Puedo ir contigo, papá? -gritó Cornelia, agarrándolo de la mano de un salto. No vi la expresión de su cara: la inclinación de la cabeza y el ala del sombrero me la ocultaron.

Lisbeth y Aleydis abandonaron las conchas.

– ¡Yo también quiero ir! -gritaron al unísono, tomándolo por la otra mano.

Él movió la cabeza y entonces vi su expresión absorta.

– No, hoy no. Voy a la botica.

– ¿Vas a comprar pinturas, papá? -le preguntó Cornelia, sin soltarle la mano.

– Entre otras cosas.

El pequeño Johannes empezó a llorar y él me miró. Yo mecí al niño sintiéndome totalmente inadecuada.

Pareció que iba a decir algo, pero en lugar de ello se soltó de las niñas y tomó con paso decidido la Oude Langendijck.

No me había vuelto a dirigir la palabra desde que habíamos hablado del color y la forma de las verduras en la cocina casa.


El domingo me desperté muy temprano, porque estaba nerviosa con la idea de ir a ver a mi familia. Tenía que esperar a que Catharina abriera la puerta, pero cuando oí que la estaban abriendo y salí me encontré a María Thins con la llave en la mano.

– Mi hija está muy cansada hoy -dijo, haciéndose a un lado para dejarme salir-. Se quedará unos días en la cama. ¿Podrás apañarte sin ella?

– Claro, señora -contesté, y luego añadí-: Y además siempre puedo preguntarle a usted si tengo alguna duda.

María Thins se rió entre dientes.

– ¡Ah! Se ve que eres una chica lista. Sabes adónde recurrir en cada momento. En cualquier caso, no nos viene mal un poco de inteligencia alrededor -me dio unas monedas: mi sueldo por los días que había trabajado-. Y ahora vete a contarle a tu madre todo lo que sabes de nosotros, que supongo que es lo que harás.

Me escabullí antes de que pudiera decir nada más. Crucé la Plaza del Mercado, me encontré con los que iban a los primeros servicios religiosos de la Iglesia Nueva y me apresuré por las calles y canales que conducían a mi casa. Cuando giré al llegar a mi calle, pensé en lo distinta que me parecía ya tras sólo menos de una semana fuera. La luz era más brillante y más clara; el canal, más ancho. Los plátanos que lo flanqueaban se alzaban perfectamente inmóviles, como centinelas que aguardaban mi llegada.

Agnes estaba sentada en el banco delante de la casa. Cuando me vio se asomó a la puerta gritando:

– ¡Ya está aquí! -y luego corrió hacia mí y me cogió del brazo-. ¿Cómo es allí? -me preguntó, sin siquiera saludarme antes-. ¿Son simpáticos? ¿Tienes que trabajar mucho? ¿Hay niñas en la familia? ¿Es muy grande la casa? ¿Dónde duermes? ¿Comes en platos de porcelana?

Me reí y no contesté a ninguna de sus preguntas hasta que no hube abrazado a mi madre y saludado a mi padre. Aunque no era mucho dinero, me sentí orgullosa al darle a mi madre las pocas monedas que tenía en la mano. Después de todo, para eso estaba trabajando.

Mi padre vino a sentarse fuera con nosotras y a escuchar lo que yo les contaba de mi nueva vida. Le di las manos, guiándolo en los escalones del frente. Cuando se sentó me frotó las palmas con su dedo pulgar.

– Tienes todas las manos cuarteadas -dijo-. Qué ásperas, también. El trabajo ya te ha dejado sus marcas.

– No se preocupe, Padrele contesté yo en un tono alegre-. Había mucha ropa para lavar esperándome porque no tenían toda la ayuda que necesitan. Pero enseguida será más llevadero.

Mi madre me examinó las manos.

– Voy a poner un poco de bergamota a remojar en aceite -dijo-. Eso mantendrá la suavidad de tus manos. Agnes y yo saldremos al campo a buscarla.

– ¡Cuéntanos! -exclamó Agnes-. ¡Cuéntanos de ellos!

Yo se lo conté todo. Sólo dejé sin mencionar algunas cosas -lo cansada que estaba por la noche; la escena de la Crucifixión que colgaba a los pies de mi cama; la bofetada que le di a Cornelia; que Maertge y Agnes tenían la misma edad-. Pero salvo esto se lo conté todo.

Le di a mi madre el recado del carnicero.

– Es muy amable por su parte -dijo-, pero sabe que no tenemos dinero para comprar carne y que no aceptaremos ese tipo de caridad.

– No creo que lo haga por caridad -le expliqué yo-. Más bien creo que lo hace por amistad.

Ella no contestó, pero yo me di cuenta de que no iría a ver al carnicero.

Cuando le hablé de los nuevos carniceros, Pieter el padre y Pieter el hijo, levantó las cejas, pero no dijo nada. Luego asistimos al servicio dominical en nuestra iglesia, donde me sentí rodeada de caras conocidas y de palabras conocidas. Sentada en el banco entre Agnes y mi madre, sentí como mi espalda se relajaba y mi cara se ablandaba y perdía la máscara que había llevado toda la semana. Creí que iba a llorar.

Mi madre y Agnes no me dejaron ayudarlas con la comida cuando volvimos a casa. Me senté con mi padre al sol en el banco de fuera. Alzó la cara y no cambió la posición de la cabeza durante todo el tiempo que estuvimos hablando.

– Y ahora, Griet -me dijo-, cuéntame algo de tu amo. Apenas nos has hablado de él.

– No lo he visto casi -respondí sin mentir-. Se pasa el tiempo en el estudio, donde nadie puede molestarle, o está fuera de la casa.

– Ocupándose de la Hermandad, supongo. Pero has estado en su estudio: nos has hablado mucho de cómo limpias y mides dónde están los objetos, pero nada del cuadro en el que está trabajando. Descríbemelo.

– No sé si seré capaz de hacerlo de tal forma que pueda usted verlo.

– Inténtalo. No tengo mucho en que pensar, salvo los recuerdos. Me dará gran placer imaginarme un cuadro de un gran maestro, aunque mi mente sólo sea capaz de crear una pobre imitación.

Así que intenté describirle a la mujer abrochándose el collar de perlas, sus manos suspendidas en el aire, mirándose en el espejo, la cara y la pelliza amarilla bañadas con la luz que entra por la ventana, el oscuro primer plano, que la separa de nosotros.

Mi padre escuchó en silencio, pero su rostro no se iluminó hasta que yo no dije:

– La luz que se refleja en la pared es tan cálida que al mirarla sientes lo mismo que usted ahora con el sol dándole en la cara.

Asintió y sonrió, contento de haber comprendido.

– Eso es lo que más te gusta de tu nueva vida -dijo él de pronto-, entrar en su estudio.

Lo único que me gusta, pensé, pero no lo dije.

Cuando nos sentamos a comer, intenté no comparar nuestra comida con la de la casa del Barrio Papista, pero ya me había acostumbrado a la carne y al buen pan de centeno. Aunque mi madre era mejor cocinera que Tanneke, el pan negro estaba seco y las verduras estofadas, insípidas, faltas de grasa. La habitación también era distinta: no había baldosas de mármol ni espesas cortinas ni sillas de cuero repujado. Aquí primaban la sencillez y la limpieza; nada de adornos. Me gustaba porque lo conocía, pero ahora era consciente de su tristeza.

Al final del día me resultó difícil despedirme de mis padres, más difícil que cuando me fui la primera vez, porque esta vez sabía a lo que volvía. Agnes me acompañó hasta la Plaza del Mercado. Cuando nos quedamos solas, le pregunté cómo se sentía ella.

– Un poco sola -contestó. Una triste palabra en boca de una niña. Había estado muy contenta todo el día, pero ahora se la veía abatida.

– Vendré todos los domingos -le prometí-. Y a lo mejor puedo acercarme alguna vez durante la semana a haceros una visita rápida después de ir a buscar la carne o el pescado.

– O también puedo ir yo a verte cuando salgas a hacer recados -sugirió, animándose.

Conseguimos vernos varias veces en la Lonja de la Carne. Mientras estuviera yo sola, siempre me daba mucha alegría verla.


Empecé a encontrar mi sitio en la casa de la Oude Langendijck. A veces, tenía dificultades con Catharina, con Tanneke y con Cornelia, pero la mayor parte del tiempo me dejaban hacer mi trabajo en paz. Puede que esto se debiera a la influencia de María Thins. Por alguna razón había decidido que yo era un útil hallazgo, y las otras, incluidas las niñas, seguían su ejemplo.

Tal vez se daba cuenta de que la ropa estaba más limpia y más blanca desde que me ocupaba yo de la colada. O de que la carne era más tierna desde que era yo la que la escogía. O de que él estaba más contento sin que le cambiaran las cosas de sitio en el estudio al limpiar. Las dos primeras cosas eran ciertas. La tercera, no lo sabía. Cuando por fin tuvimos ocasión de hablar él y yo, no fue sobre la limpieza.

Tuve buen cuidado de alejar de mi persona todo elogio relativo a la mejoría de la vida doméstica. No quería hacerme enemigas. Si a María Thins le gustaba la carne que le servíamos, yo sugería que era la forma de cocinarla de Tanneke la que la ponía tan buena. Si Maertge decía que su delantal estaba más blanco que antes, yo señalaba que se debía a que el sol del verano estaba siendo particularmente fuerte esos días.

Siempre que podía evitaba a Catharina. Había estado claro desde el momento en que me vio picando las verduras en la cocina de la casa de mi madre que yo no le gustaba. Su humor no había mejorado con el embarazo, el cual le daba un aspecto desgarbado y torpe, que en nada se correspondía con el de la grácil señora de la casa que ella creía ser. También estaba siendo un verano muy caluroso, y la criatura se mostraba especialmente activa. En cuanto se movía dos pasos, se ponía a darle patadas, o, al menos, eso afirmaba ella. Se paseaba por la casa, cada vez más abultada y con un aspecto cansado y dolorido. Empezó a levantarse cada vez más tarde, de modo que María Thins tuvo que hacerse cargo de las llaves y era ella la que me abría la puerta del estudio por la mañana. Tanneke y yo empezamos a ocuparnos de sus tareas: cuidar a las niñas, hacer las compras de la casa y cambiar al pequeño.

Un día que Tanneke estaba de buen humor le pregunté por qué no tomaban más servicio y así todo sería más fácil.

– Con esta casa tan grande y la riqueza de tu ama y los cuadros del señor -añadí-, ¿no se podrían permitir otra criada o una cocinera?

– ¡Buenos están! -resopló Tanneke-. ¡Si apenas les alcanza para pagarte a ti!

Me sorprendió: las monedas que me daban todas las semanas sumaban una cantidad muy pequeña. Me llevaría años de trabajo poder comprar algo tan fino como la pelliza amarilla que Catharina guardaba descuidadamente doblada en su armario. No me parecía posible que pudiera faltarles el dinero.

– Pero, eso sí, se las arreglarán para pagar a un ama de cría durante los primeros meses después de que nazca el niño -añadió Tanneke, con un tono de desaprobación en la voz.

– ¿Por qué?

– Para que amamante al pequeño.

– ¿La señora no da de mamar a sus hijos? -pregunté estúpidamente.

– No podría tener tantos hijos si les diera de mamar a todos. Mientras das la teta no te quedas embarazada.

– ¡Ah! -me sentía muy ignorante en estos asuntos-. ¿Y quiere tener más hijos?

Tanneke se rió entre dientes.

– A veces pienso que está llenando la casa de niños porque no puede llenarla con todos los criados que le gustaría tener -y bajó la voz-. Con lo que pinta el amo no se gana lo bastante para tener muchos criados. Tres cuadros al año, por lo general. A veces sólo dos. Con eso no se hace uno rico.

– ¿No puede pintar más deprisa?

Aun cuando estuviera diciendo aquello, sabía que no. El pintaba a su propio ritmo.

– Mi ama y la señora joven discuten a veces. La señora joven quiere que él pinte más, pero mi ama dice que la rapidez echaría a perder su arte.

– María Thins es una mujer muy lista.

Me había dado cuenta de que podía opinar delante de Tanneke siempre que María Thins quedara en buen lugar. Tanneke tenía una lealtad férrea a su ama. Sin embargo, mostraba muy poca paciencia con Catharina, y cuando estaba de humor me aconsejaba sobre cómo tratarla.

– No hagas caso de lo que te diga -me aleccionaba-. Cuando te hable, pon cara de palo y luego haz las cosas como te parezca o como mi ama o yo te digamos. Nunca comprueba nada, nunca se fija. Se limita a dar órdenes porque cree que tiene que hacerlo. Pero nosotras sabemos quién es nuestra verdadera señora, y ella también.

Aunque Tanneke se mostraba con mucha frecuencia malhumorada conmigo, aprendí a no tomármelo a pecho, pues enseguida se le pasaba. Su humor era muy variable, tal vez debido a que llevaba tantos años atrapada entre Catharina y María Thins. Pese a la seguridad con la que me aconsejaba que ignorara a Catharina, ella no se aplicaba a sí misma ese consejo. El tono desabrido de Catharina la disgustaba. Y María Thins, pese a su rectitud, nunca defendía a Tanneke de las acusaciones de Catharina. Nunca oí a María Thins amonestar a su hija por nada, aunque en sobradas ocasiones lo necesitara.

Por otro lado, estaba el asunto de la eficacia doméstica de Tanneke. Tal vez, su lealtad ciega compensaba su descuido en las labores de la casa: rincones sin barrer, la carne quemada por fuera y cruda por dentro, los peroles mal fregados. No podía imaginarme lo que habría hecho en el estudio cuando había intentado limpiarlo. Aunque María Thins no solía regañar a Tanneke, las dos sabían que a veces se lo merecía, por eso Tanneke se mostraba insegura y, saltaba rápidamente a defenderse.

Vi claramente que pese a sus maneras astutas, María Thins era blanda con las personas más próximas a ella. Su juicio no era tan imparcial como parecía.

De las cuatro niñas, Cornelia era la más impredecible, como ya lo había demostrado la mañana que las conocí. Lisbeth y Aleydis eran dos niñas buenas y sosegadas, y Maertge ya era lo bastante mayor para empezar a aprender a llevar la casa, lo que la hacía más juiciosa, aunque ocasionalmente también estaba de mal humor y entonces se ponía a gritarme de forma semejante a su madre. Cornelia no gritaba, pero en ocasiones se volvía ingobernable. Ni siquiera la amenaza de la cólera de María Thins que había utilizado el primer día funcionaba siempre. Podía estar simpática y graciosa y un momento después revolverse, como el gato que ronronea y súbitamente muerde la mano que lo acaricia. Aunque quería a sus hermanas, no dudaba en hacerlas llorar con sus pellizcos. Siempre me anduve con cuidado con ella, y no llegué a apreciarla de la misma forma que a sus hermanas.

Mientras limpiaba el estudio me liberaba de todas ellas. María Thins me abría la puerta y a veces se quedaba unos minutos para ver el progreso del cuadro, como si éste fuera un niño enfermo al que ella estuviera cuidando. Pero cuando se iba, tenía para mí toda la habitación. Echaba un vistazo alrededor para ver si había cambios. Al principio, todo parecía estar siempre igual, día tras día, pero cuando mi vista se acostumbró a los detalles de la habitación, empecé a reparar en pequeñas cosas: los pinceles reordenados sobre el armarito, uno de los cajones dejado entreabierto, media espátula fuera del pequeño estante del caballete, en inestable equilibrio, una silla ligeramente movida de su sitio junto a la puerta.

Sin embargo, nada cambiaba en el rincón que estaba pintando. Yo ponía el mayor cuidado en no descolocar nada; me había acostumbrado rápidamente a mi forma de medir las distancias entre los objetos, de modo que podía limpiar esa zona casi con la misma rapidez que el resto de la habitación. Y después de hacer pruebas con otros trozos de tela, empecé a limpiar la tela azul marino y la cortina amarilla con un paño húmedo, presionándolo suavemente a fin de atrapar el polvo sin modificar los pliegues.

Por más que me fijaba, no parecía que se produjeran cambios en el cuadro. Por fin, un día, descubrí que el collar tenía una perla más. Otro día, la sombra de la cortina amarilla se había hecho mayor. También me pareció percibir que algunos de los dedos de la mano derecha de la mujer habían sido movidos.

La pelliza de satén empezó a parecer tan real que me entraban ganas de extender la mano y tocarla.

Casi había tocado la de verdad el día que la mujer de Van Ruijven la dejó sobre la cama. Me había acercado para pasar la mano por el cuello de piel y, al levantar la vista, vi a Cornelia en el umbral, observándome. Cualquiera de las otras niñas me habría preguntado qué estaba haciendo, pero Cornelia se limitó a mirar. Eso fue peor que cualquier pregunta. Dejé caer la mano, y ella sonrió.


Una mañana, varias semanas después de entrar a trabajar en la casa, Maertge insistió en venir conmigo a los puestos del pescado. Le gustaba corretear por la Plaza del Mercado, mirarlo todo, acariciar los caballos, unirse a los juegos de los otros chiquillos, probar el pescado ahumado de los distintos puestos. Mientras estaba comprando los arenques, empezó a tirarme del vestido a la altura de las costillas:

– ¡Mira, mira, Griet! Una cometa.

La cometa que volaba sobre nuestras cabezas tenía la forma de un pez con una larga cola, y la brisa hacía que pareciera que estaba nadando por el aire, con las gaviotas revoloteando a su alrededor. Sonreí y en ese momento vi a Agnes que estaba merodeando cerca de nosotras, los ojos fijos en Maertge. Todavía no le había dicho que en la casa había una niña de su edad; pensé que la entristecería, que pensaría que había sido sustituida.

A veces, cuando iba a casa a ver a mi familia y les contaba las cosas que me habían pasado, me sentía rara. Mi nueva vida estaba reemplazando a la antigua.

Cuando Agnes me miró, agité suavemente la cabeza para que Maertge no se diera cuenta y me volví, guardando el pescado en la cesta. Esperé un momento; no soportaría ver su cara de pena. No sabía qué haría Maertge si Agnes se acercaba a hablar conmigo.

Cuando me giré de nuevo, Agnes se había ido.

Se lo tendré que explicar cuando la vea el domingo, pensé. Ahora tengo dos familias, y no deben mezclarse. Siempre me avergonzaría de haberle vuelto la espalda a mi propia hermana.

Estaba tendiendo en el patio, sacudiendo cada pieza antes de colgarla bien tirante en la cuerda, cuando apareció Catharina jadeante. Se sentó en una silla junto a la puerta, cerró los ojos y suspiró. Yo continué con lo que estaba haciendo, como si fuera algo natural que ella se sentara conmigo, pero sentí que se me agarrotaba la mandíbula.

– ¿Ya se han ido? -me preguntó de pronto.

– ¿Quiénes, señora?

– Pues quiénes van a ser, ellos, que pareces tonta. Mi marido y… Vete a mirar si ya se han subido.

Salí cautelosamente al pasillo. Dos pares de pies subían por las escaleras.

– ¿Puedes? -le oí decir a él.

– Sí, sí, claro. Ya sabes que no pesa mucho -contestó otro hombre con una voz profunda como un pozo-. Sólo es un poco voluminosa.

Llegaron a la cima de la escalera y entraron en el estudio. Oí cerrarse la puerta.

– ¿Se han ido? -me susurró Catharina.

– Están en el estudio, señora -respondí.

– Bien. Ahora ayúdame a levantarme.

Catharina extendió los brazos y yo tiré de ella hasta ponerla de pie. Pensé que si seguía aumentando de volumen, llegaría a serle imposible dar un paso. Avanzó por el pasillo como un barco con las velas al viento, agarrando el manojo de llaves para que no sonaran, y desapareció en la Sala Grande.

Más tarde le pregunté a Tanneke por qué se había escondido Catharina.

– ¡Oh! Ha venido Van Leeuwenhoek -contestó, con una sonrisita-. Un amigo del amo. Ella le teme.

– ¿Por qué?

Tanneke se rió abiertamente.

– ¡Le rompió la caja! Estaba mirando dentro y la tiró. Ya sabes lo torpona que es.

Pensé en el cuchillo de casa de mi madre girando en el suelo.

– ¿Qué caja?

– Tiene una caja de madera en la que miras dentro y ves cosas.

– ¿Qué cosas?

– ¡Toda suerte de cosas! -contestó Tanneke con impaciencia. Estaba claro que no quería hablar de la caja-. La señora joven la rompió y ahora Van Leeuwenhoek se niega a verla. Por eso el amo no la deja entrar en el estudio si no está él allí. Tal vez teme que tire uno de sus cuadros.

Descubrí qué era aquella caja al día siguiente, el día que él me habló de unas cosas que a mí me llevaría muchos meses comprender.

Cuando llegué a limpiar el estudio, el caballete y la silla habían sido apartados a un lado. En su lugar estaba la mesa de despacho, limpia de papeles y grabados. Sobre ella había una caja de madera más o menos del tamaño de un pequeño arcón de los que se emplean para la ropa. En uno de sus lados tenía pegada otra caja más pequeña de la que, a su vez, sobresalía un objeto redondo.

No podía imaginarme qué era aquella cosa, pero tampoco me atrevía a tocarla. Me puse a limpiar, mirándola de vez en cuando, como si de repente fuera a entender para qué servía. Limpié la esquina que estaba siendo pintada, luego el resto del cuarto, quitándole el polvo a la caja de forma que el paño apenas la rozó. Limpié el almacén y fregué el suelo. Cuando acabé, me acerqué a la caja y, los brazos cruzados sobre el pecho, la rodeé examinándola detenidamente.

Estaba de espaldas a la puerta, pero de pronto supe que él estaba parado en el umbral. No sabía si volverme esperar a que me hablara.

Debió de mover la puerta con el fin de hacer ruido, porque entonces pude volverme y mirarle. Estaba apoyado en el marco, y llevaba un largo sobretodo negro sobre sus ropas de diario. Me miraba con curiosidad, pero no parecía preocupado de que pudiera romperle la caja.

– ¿Quieres mirar dentro? -me preguntó. Era la primera vez que me hablaba directamente desde que me había a interrogado sobre las verduras en la cocina de mi madre muchas semanas antes.

– Sí, señor -contesté sin saber a qué estaba diciendo que sí-. ¿Qué es esta cosa?

– Se llama cámara oscura.

Esas palabras no significaban nada para mí. Me hice a un lado y vi que desenganchaba un pasador y levantaba una parte de la tapa de la caja, que estaba dividida en dos mitades unidas por una bisagra. Sujetó la tapa formando un ángulo, de modo que la caja quedó parcialmente abierta. Debajo había un cristal. Se inclinó sobre ella y miró por el espacio comprendido entre la tapa y la caja propiamente y luego tocó la pieza redondeada situada en el extremo de la caja pequeña. Parecía que estaba mirando algo, aunque a mí me parecía difícil que pudiera haber en la caja nada que tuviera tanto interés.

Se enderezó y miró hacia la esquina que yo había limpiado con todo el cuidado, luego se acercó a la ventana del centro y cerró los postigos, de modo que la habitación quedó sólo iluminada por la ventana de la esquina que estaba siendo pintada.

Entonces se quitó el sobretodo.

Yo basculé el peso del cuerpo de un pie al otro, incómoda.

Se quitó el sombrero y lo dejó en la silla que estaba junto al caballete. Volvió a inclinarse sobre la caja, cubriéndose la cabeza con el sobretodo.

Yo di un paso atrás y eché un vistazo a la puerta. Catharina no se sentía muy dispuesta a subir las escaleras en esos días, pero no sabía qué pensarían María Thins o Cornelia o cualquiera que nos viera en ese momento. Cuando me volví mantuve la vista fija en sus zapatos, todavía relucientes por el cepillado que les había dado yo el día anterior.

Por fin se incorporó y se destapó la cabeza; tenía el cabello alborotado.

– Ya está, Griet, ya está preparada. Ahora mira tú -se apartó un poco y me hizo un gesto para que me aproximara a la caja. Yo permanecí clavada donde estaba.

– Señor…

– Cúbrete la cabeza con el sobretodo como lo he hecho yo. Así la imagen será más nítida. Y mírala desde este ángulo para que no salga del revés.

Yo no sabía qué hacer. La idea de cubrirme con su sobretodo, incapaz de ver, mientras él no dejaba de observarme me mareaba.

Pero era mi amo. Se suponía que tenía que hacer lo que él decía.

Apreté los labios y me acerqué a la caja por el lado que tenia la tapa levantada. Me incliné sobre ella y observé el cuadrado de cristal blanquecino. Reflejado en éste se veía un borroso dibujo de algo.

Suavemente cerró el sobretodo sobre mi cabeza, de modo que no entrara nada de luz. Todavía conservaba el calor de su cuerpo y olía como los ladrillos recalentados por el sol. Puse las manos sobre la mesa para no perder el equilibrio y cerré los ojos un instante. Tenía la sensación de haberme bebido la cerveza de la cena demasiado rápido.

– ¿Qué ves? -le oí decir.

Abrí los ojos y vi el cuadro que estaba pintando, pero sin la mujer.

– ¡Oh! -me incorporé tan súbitamente que el sobretodo cayó al suelo. Di un paso atrás, pisando la tela sin querer.

Levanté el pie.

– Lo siento, señor. Esta mañana misma le lavaré el sobretodo.

– No te preocupes, Griet. ¿Qué has visto?

Tragué saliva. Estaba muy confusa y un poco asustada. Lo que había en la caja era un truco del demonio o algo católico que yo no entendía.

– He visto el cuadro que está pintando, señor. Sólo que no está la mujer y es más pequeño. Y las cosas estaban… trastocadas.

– Sí, la imagen se proyecta invertida y al revés. Hay espejos que pueden solucionarlo.

No entendía lo que estaba diciendo.

– Pero…

– ¿Qué pasa?

– No entiendo, señor. ¿Cómo llegó ahí el cuadro?

Recogió el sobretodo del suelo y lo sacudió con la mano. Sonreía. Cuando sonreía su cara era una ventana abierta.

– ¿Ves esto? -señaló hacia el objeto redondo acoplado en el extremo de la caja pequeña-. Esto es una lente. Está hecha con un trozo de cristal cortado de una forma determinada. Cuando la luz de esa escena -señaló hacia la esquina pintada en el cuadro- pasa por ella y entra en la caja, proyecta la imagen de modo que podemos verla ahí -dio un golpecito en el cristal blanquecino.

Yo lo miré tan fijamente, intentando comprender, que se me empaparon los ojos.

– ¿Qué es una imagen, señor? No conozco esa palabra.

Se produjo un cambio en su cara, como si hubiera estado mirando algo por encima de mi hombro, pero ahora me mirara a mí.

– Es una pintura, como un cuadro.

Yo asentí. Lo que más quería era que pensara que podía seguir sus explicaciones.

– Tienes unos ojos muy abiertos -dijo entonces.

Yo me sonrojé.

– Eso dicen, señor.

– ¿Quieres volver a mirar?

No quería, pero sabía que no podía decirlo. Me quedé un segundo pensando.

– Volveré a mirar, señor, pero si me deja sola. Pareció sorprendido y luego divertido.

– Está bien -dijo, y me alargó el sobretodo-. Volveré dentro de unos minutos y llamaré a la puerta antes de entrar.

Se fue, cerrando la puerta tras de sí. Yo apretaba su sobretodo. Me temblaban las manos.

Durante un momento pensé en fingir que miraba y luego decir que había mirado. Pero se daría cuenta de que estaba mintiendo.

Y además tenía curiosidad. Era más fácil sin tenerlo a él detrás observándome. Respiré hondo y miré dentro de la caja En el cristal se veía una impresión borrosa de la escena montada en la esquina del estudio y repetida en el cuadro. Pero cuando me eché el sobretodo por encima de la cabeza, la imagen, como él la había llamado, se fue haciendo más clara: la mesa, las sillas, la cortina amarilla en la esquina, la pared del fondo con el mapa, la vasija de cerámica, el cuenco de peltre, la brocha y la carta. Todo ello aparecía allí reunido ante mis ojos en una superficie plana, una pintura que no era una pintura. Toqué el cristal cautelosamente, era totalmente liso, frío, y no tenía restos de pintura. Me destapé la cabeza, y la imagen volvió a hacerse borrosa, aunque seguía estando allí. Me metí otra vez bajo el sobretodo, quedándome totalmente a oscuras, y vi cómo volvían a aparecer aquellos preciosos colores. Reflejados en el cristal parecían incluso más brillantes e intensos de lo que lo eran en realidad en la esquina que estaba siendo pintada.

Dejar de mirar dentro de aquella caja se me hizo tan difícil como apartar la vista del cuadro de la mujer del collar de perlas la primera vez que lo vi. Cuando oí que daban con los nudillos en la puerta, tuve el tiempo justo para enderezarme y dejar caer el sobretodo sobre mis hombros antes de que él entrara.

– ¿Has vuelto a mirar, Griet? ¿Has mirado como es debido?

– He mirado, señor, pero no estoy segura de lo que he visto -me alisé la cofia.

– ¿Verdad que es sorprendente? Yo me quedé tan asombrado como tú cuando lo vi por primera vez.

– Pero ¿para qué quiere mirar ahí dentro pudiendo mirar su propio cuadro?

– No lo entiendes -dio un golpecito en la caja-. Es una herramienta. Me ayuda a ver, y de esta forma me resulta más fácil pintar mis cuadros.

– Pero…, para ver usa los ojos.

– Cierto. Pero mis ojos no siempre lo ven todo.

Mis ojos se abalanzaron al rincón, como si fueran a descubrir algo inesperado, algo que antes había estado oculto, detrás de la brocha, entre las sombras del paño azul.

– Dime, Griet -continuó él-, ¿crees que me limito a pintar lo que está en aquella esquina?

Miré el cuadro, incapaz de contestar. Me sentía como sí me estuvieran engañando. Contestara lo que contestara estaría mal.

– La cámara oscura me ayuda a ver de otra forma -me explicó-. A ver más de lo que hay.

Al ver la cara de desconcierto que puse debió de arrepentirse de haberse parado a dar tantas explicaciones a alguien como yo. Se volvió y bajó la tapa de la caja. Yo me quité el sobretodo y se lo di.

– Señor…

– Gracias, Griet -dijo, tomándolo-. ¿Has terminado de limpiar aquí?

– Sí, señor.

– Entonces ya puedes irte.

– Gracias, señor -recogí rápidamente las cosas de la limpieza y salí, dejando que la puerta se cerrara detrás de mí.


Pensé en lo que me había dicho, en aquello de que la caja le ayudaba a ver más. Aunque no entendía por qué, sabía que no me engañaba porque lo percibía en su cuadro de la mujer y también en lo que recordaba del de Delft. Veía las cosas de una manera que los otros no veían, y por eso parecía un lugar diferente la ciudad en la que había vivido toda mi vida; por eso la luz en la cara de una mujer la hacía hermosa.

Al día siguiente de mirar por la caja, cuando fui al estudio, ésta había desaparecido. El caballete estaba de nuevo en su sitio. Miré el cuadro. Antes, de un día para otro, sólo había detectado mínimos cambios. Ahora había uno que saltaba a la vista: el mapa que estaba colgado en la pared detrás de la mujer había sido suprimido tanto del cuadro como de la pared del rincón. Ahora la pared estaba vacía. El cuadro estaba mejor sin él, más sencillo; el contorno de la mujer más definido contra el fondo crema de la pared. Pero el cambio me confundió: había sido demasiado súbito. No lo habría esperado de él.

Salí del estudio preocupada, y camino de la Lonja de la Carne no fui mirándolo todo como solía. Cuando me llamó nuestro antiguo carnicero no me paré a saludarlo y sólo le dije adiós con la mano.

Pieter el hijo se había quedado solo a cargo del puesto. Lo había visto unas cuantas veces desde aquel primer día, pero siempre en presencia de su padre, de pie al fondo, mientras éste despachaba. Al verme me dijo:

– Hola, Griet, estaba pensando en cuándo vendrías. Pensé que era una tontería, porque iba todos los días a comprar la carne a la misma hora.

Me habló sin mirarme a la cara.

Decidí no hacer ningún comentario a lo que me había dicho.

– Tres libras de carne para guisar. ¿Y os quedan de las salchichas que me vendió tu padre el otro día? A las niñas gustaron.

– Se han acabado, lo siento.

Una mujer se puso detrás de mí, esperando su turno. Pieter el hijo la miró.

– ¿Puedes esperar un momento? -me dijo en voz baja.

– ¿Esperar?

– Quiero preguntarte algo.

Me hice a un lado para que él pudiera atender a la mujer. No estaba de humor para andar esperando, pero no tenía mucha elección.

Cuando acabó con la mujer y volvimos a estar solos, me preguntó:

– ¿Dónde vive tu familia?

– En la Oude Langendijck, en el Barrio Papista.

– No, no, tu familia.

Se me subieron los colores al darme cuenta de la equivocación.

– En el canal Rietveld, cerca de la puerta Koe. ¿Por qué me lo preguntas?

Entonces me miró por fin.

– Se han reportado varios casos de peste en ese barrio.

Di un paso atrás, abriendo unos ojos como platos.

– ¿Han declarado la zona en cuarentena?

Todavía no. Se espera que lo hagan hoy.

Luego me di cuenta de que debía de haber estado indagando sobre mí. Si no hubiera sabido de antemano dónde vivía mi familia, nunca se le habría ocurrido informarme de la epidemia.

No recuerdo cómo regresé a la casa. Pieter el hijo debió de poner la carne en la cesta, pero lo único que sé es que cuando llegué, la solté a los pies de Tanneke y dije:

– Tengo que ver a la señora.

Tanneke hurgó en la cesta.

– No has traído ni salchichas ni nada que las sustituya. ¿Qué te ha pasado? ¡Tienes que volver inmediatamente a la Lonja!

– He de ver a la señorarepetí.

– ¿Qué pasa? -Tanneke empezó a sospechar algo-. ¿Has hecho algo malo?

– Puede que mi familia esté en cuarentena. He de volver con ellos.

– ¡Oh! -Tanneke basculó el cuerpo, incierta-. No sé qué decirte. Tendrás que preguntar. Está en el cuarto con mi señora.

Catharina y María Thins estaban en el Cuarto de la Crucifixión. María Thins fumaba su pipa. Al entrar yo se quedaron calladas.

– ¿Qué pasa, muchacha?-me preguntó María Thins con un gruñido.

– Perdone, señora-me dirigí a Catharina-. Me han dicho que la calle donde vive mi familia podría estar en cuarentena, y me gustaría ir a verlos.

– ¡Sí y traerte la enfermedad contigo de vuelta! -me espetó-. Por supuesto que no. ¿Es que has perdido el juicio?

Miré a María Thins, lo cual enfadó aún más a Catharina.

– He dicho que no-insistió-. Y soy yo quien decide lo que puedes o no puedes hacer. ¿O es que lo has olvidado?

– No, señora -bajé la vista.

– No irás a casa los domingos hasta que el peligro haya desaparecido. Ahora vete, tenemos que hablar de cosas sin que estés tú por en medio.

Llevé la colada al patio y me senté fuera de espaldas a la puerta, para no tener que ver a nadie. Frotando uno de los vestidos de Maertge me puse a llorar. Cuando olí el aroma de la pipa de María Thins, me sequé las lágrimas, pero no me volví.

– No seas tonta, muchacha -dijo María Thins suavemente a mi espalda-. No puedes hacer nada por ellos y tienes que salvarte tú. Eres una chica despierta y puedes entenderlo.

No contesté. Un rato después había desaparecido el olor de su pipa.

A la mañana siguiente, él entró en el estudio cuando yo lo estaba barriendo.

– Griet, me he enterado de la desgracia de tu familia -dijo-, y lo siento.

Levanté la vista de la escoba. Sus ojos eran amables, y sentí que podía preguntarle algo.

– ¿Sabe usted, señor, si han declarado la cuarentena?

– Sí, ayer por la mañana.

– Gracias por decírmelo, señor.

Asintió y, cuando estaba a punto de salir, le dije:

– ¿Puedo hacerle otra pregunta, señor? Es sobre el cuadro.

Se paró en el umbral.

– ¿De qué se trata?

– ¿Fue al mirar dentro de la caja cuando se dio cuenta de que tenía que eliminar el mapa del cuadro?

– Efectivamente -su cara tenía la concentración de una cigüeña antes de lanzarse a por el pez.

– ¿Te gusta que haya desaparecido el mapa?

– Ahora el cuadro es mejor.

No creo que en cualquier otro momento me hubiera atrevido a hacer semejante afirmación, pero el peligro que estaba corriendo mi familia me volvió audaz.

Cuando me sonrió, agarré con fuerza la escoba que tenía entre las manos.


No podía trabajar. Me preocupaba mi familia y no si los suelos quedaban bien fregados o las sábanas bien blancas. Puede que antes nadie se hubiera fijado en lo apañada que era, pero ahora todos repararon en lo descuidada que me había vuelto. Lisbeth se quejó de que su delantal tenía manchas. Tanneke refunfuñó porque levantaba polvo al barrer y ponía perdidos los platos. Catharina me gritó varias veces: porque me había olvidado de planchar las mangas de su camisola, por comprar bacalao cuando me habían dicho que llevara arenques, por dejar que el fuego se apagara.

María Thins me susurraba cuando pasaba a mi lado en el pasillo:

– Tranquila, muchacha.

Sólo en el estudio era capaz de limpiar como antes, con el cuidado que exigía él.

No sabía qué hacer aquel primer domingo que no se me permitió ir junto a mi familia. No podía ir a nuestra iglesia, pues se hallaba también en la zona en cuarentena. Pero tampoco quería quedarme en la casa, pues hicieran lo que hicieran los católicos los domingos, no me apetecía acompañarlos.

Salieron todos juntos para ir a la iglesia de los jesuitas, situada a la vuelta de la esquina, en la Molenpoort, las niñas con sus mejores vestidos; incluso Tanneke, que llevaba a Johannes en los brazos, se mudó y se puso un vestido de lana color crema. Catharina andaba despacio, del brazo de su marido. María Thins cerró la puerta. Yo me quedé delante de la casa viéndolos desaparecer y decidiendo qué hacer. Las campanas de la Iglesia Nueva empezaron a sonar.

Ahí me bautizaron, pensé. Seguramente me permitirán asistir al servicio.

Entré sin llamar la atención, sintiéndome como una rata que se esconde en la casona de un rico. Dentro había una fresca penumbra, unas columnas lisas que se elevaban hasta muy arriba y un techo tan alto que casi podría ser el cielo. Detrás del altar se encontraba el gran sepulcro de mármol de Guillermo de Orange.

No vi a nadie conocido, sólo a gente sobriamente vestida, con unos cortes de tela mucho más finos de lo que yo llegaría a ponerme nunca. Me escondí detrás de una columna durante el servicio, que apenas pude seguir de lo nerviosa que estaba de que alguien se acercara y me preguntara qué estaba haciendo allí. Cuando finalizó, me escabullí lo más rápida que pude sin dar tiempo a que nadie se me acercara. Rodeé la iglesia y miré a la casa, al otro lado del canal. La puerta estaba todavía cerrada. Las misas católicas debían de durar más que nuestros servicios, pensé.

Caminé lo más lejos que me permitieron en dirección a mi casa; sólo me paré al llegar a una barrera vigilada por un soldado, que bloqueaba el paso. Las calles parecían muy silenciosas al otro lado.

– ¿Cómo están las cosas ahí detrás? -le pregunté al soldado.

Se encogió de hombros y no contestó. Parecía sofocado bajo el capote y la gorra, pues aunque estaba nublado, hacía mucho bochorno.

– ¿Hay una lista de los muertos? -apenas pude pronunciar estas palabras.

– Todavía no.

No me sorprendió; las listas siempre se retrasaban y solían ser incompletas. El boca a boca solía ser más fiable.

– ¿Sabes si Jan, el azulejero…?

– No sé nada de nadie. Tendrás que esperar -el soldado se alejó al ver que se aproximaba más gente a hacerle las mismas preguntas.

Intenté hablar con otro soldado apostado en otra barrera unas calles más allá. Aunque se mostró más simpático, tampoco pudo decirme nada de mi familia.

– Podría preguntar, pero a cambio de algo -añadió sonriendo y mirándome de arriba abajo, a fin de que yo entendiera que no hablaba de dinero.

– Debería darte vergüenza intentar aprovecharte de los que sufren.

Pero no parecía en absoluto avergonzado. Me había olvidado de que los soldados sólo piensan en una cosa cuando ven a una mujer.

Cuando regresé a la Oude Langendijck sentí un gran alivio al ver que la casa estaba abierta. Entré sigilosamente y me pasé toda la tarde en el patio con mi libro de oraciones. Por la noche le dije a Tanneke que me dolía el estómago y me fui a la cama sin cenar.


En la carnicería, Pieter el hijo me llevó a un lado mientras su padre estaba ocupado con otra clienta.

– ¿Has sabido algo de tu familia?

Dije que no con la cabeza.

– Nadie ha podido darme noticias.

No lo miré a la cara. Su preocupación me hizo sentir como si acabara de desembarcar y el suelo se moviera bajo mis pies.

– Procuraré enterarme y tenerte al corriente -dijo Pieter. Por su tono quedaba claro que no había lugar a discusión.

– Gracias -dije después de una larga pausa. Me quedé pensando en qué haría yo si él conseguía alguna información. No me estaba pidiendo nada, como lo había hecho el soldado, pero le debería un favor. Y no quería deberle favores a nadie.

– Puede que me lleve unos días -murmuró Pieter antes de volverse y alargarle a su padre un hígado de vaca. Se limpió las manos en el delantal. Yo asentí, muda, con la vista clavada en sus manos. Tenía sangre debajo de las uñas.

Supongo que tendré que acostumbrarme a estas cosas, pensé.

Desde entonces estaba siempre deseando que llegara la hora de ir a comprar, más incluso que la de limpiar el estudio. También lo temía, sin embargo, especialmente el momento en que Pieter el hijo levantaba la cabeza de la faena y me veía, y yo intentaba encontrar en sus ojos alguna clave. Quería saber, pero mientras no supiera nada, era posible tener esperanza.

Pasaron varios días en los que le compré la carne o pasé por su puesto después de haber comprado el pescado, y él simplemente movía negativamente la cabeza. Entonces, un día, levantó la vista y miró hacia otro lado, y yo supe lo que me iba a decir. Sencillamente no sabía quién.

Tuve que esperar hasta que terminó de atender a varios clientes. Estaba tan mareada que quería sentarme, pero el suelo estaba lleno de sangre.

Por fin Pieter el hijo se quitó el delantal y se acercó a mí.

– Se trata de tu hermana Agnes -me dijo suavemente-. Está muy enferma.

– ¿Y mis padres?

– Están bien, por ahora.

No le pregunté hasta qué punto se había arriesgado a fin de poderme informar.

– Gracias, Pieter -dije en un susurro. Era la primera vez que pronunciaba su nombre.

Le miré a los ojos y vi bondad en ellos. Y también vi lo que había temido: esperanzas.


El domingo decidí ir a visitar a mi hermano. No sabía si se había enterado de la cuarentena o de lo que había pasado con Agnes. Salí de la casa temprano y caminé hasta la fábrica, que estaba fuera de las murallas de la ciudad, no muy lejos de la puerta de Rotterdam. Frans estaba todavía dormido cuando llegué. La mujer que me abrió la puerta se rió cuando pregunté por él.

– Tardará horas en despertarse -dijo-. Los domingos, los aprendices se pasan el día durmiendo. Es su día libre.

No me gustó su tono ni lo que dijo.

– Por favor, despiértelo y dígale que ha venido su hermana -le pedí. Soné un poco como Catharina.

La mujer levantó la cejas.

– No sabía que Frans fuera de una familia de tanta alcurnia.

Desapareció, y yo me pregunté si se molestaría en despertar a Frans. Me senté en un murete a esperar. Una familia pasó a mi lado camino de la iglesia. Los hijos, dos chicas y dos chicos, corrían delante de sus padres, igual que lo habíamos hecho nosotros. Los miré hasta que desaparecieron de mi vista.

Frans apareció por fin, con cara de sueño y restregándose los ojos.

__¡Ah, Griet! -exclamó-. No sabía si serías tú o Agnes. Me imaginaba que Agnes no habría venido sola hasta tan lejos.

No lo sabía. No podía ocultárselo, ni siquiera decírselo con tacto.

– Agnes ha caído víctima de la peste -dije bruscamente-. Dios la asista a ella y a nuestros padres.

Frans paró de restregarse los ojos. Los tenía muy rojos.

– ¿Agnes? -repitió confuso-. ¿Cómo lo sabes?

– Alguien me ha informado.

– ¿No los has visto entonces?

– La zona está en cuarentena.

– ¿En cuarentena? ¿Desde cuándo?

– Diez días.

Frans movió la cabeza, enfadado.

– No me he enterado de nada. Amarrado a este horno día tras día, lo único que veo son azulejos blancos. Creo que voy a volverme loco.

– Es en Agnes en quien deberías pensar ahora.

Frans dejó caer la cabeza, triste. Había crecido desde la última vez que lo había visto, unos meses antes. Y su voz también se había hecho más profunda.

– Frans, ¿vas a la iglesia alguna vez?

Se encogió de hombros. No me atreví a seguir preguntándole.

– Voy a ir a rezar por todos ellos -dije en su lugar-. ¿Quieres venir conmigo?

No quería, pero logré convencerlo; no quería volver a entrar sola en una iglesia desconocida. Encontramos una no lejos de allí, y aunque el servicio no me consoló, recé todo lo que pude por nuestra familia.

Luego Frans y yo caminamos por la orilla del río Schie. No hablamos mucho, pero los dos sabíamos lo que estaba pensando el otro: no se sabía de nadie que hubiera salido con vida de la peste.


Una mañana, al abrirme la puerta del estudio María Thins me dijo:

– Está bien, muchacha. Hoy puedes recoger ese rincón -y señaló a la esquina que estaba pintando él en el cuadro.

No entendí lo que quería decirme.

– Todo lo que está sobre la mesa -continuó- debe ir a los arcones del almacén, salvo el cuenco y la brocha de Catharina, que me los voy a llevar yo.

Se acercó a la mesa y cogió los dos objetos que tantas semanas había pasado yo colocando cuidadosamente en su sitio.

María Thins se rió de la cara que puse.

– No te preocupes. Ya lo ha acabado. Ya no lo necesita. Cuando termines con el rincón, no dejes de quitarle el polvo a todas las sillas y de colocarlas junto a la ventana del centro. Y abre todas las contraventanas.

Salió con el cuenco en las manos.

Sin el cuenco y la brocha, la mesa se había transformado en una imagen que yo no reconocía. La carta, el paño, el jarrón de porcelana, habían perdido su significado, como si alguien los hubiera dejado simplemente sobre la mesa. Pero, a pesar de todo, no me imaginaba moviéndolos.

Decidí dejarlo para más tarde y me puse con las otras faenas. Abrí todas las contraventanas, con lo que la habitación se hizo muy luminosa, extraña, y entonces barrí y limpié el polvo en todas partes salvo en la mesa. Estuve un rato mirando el cuadro, intentando descubrir en qué se diferenciaba ahora que estaba terminado. Hacía varios días que no había visto ningún cambio.

Todavía seguía haciéndome estas consideraciones cuando entró él.

– Griet, veo que todavía no has terminado de recoger. Date prisa; he venido a ayudarte a mover la mesa.

– Siento haber sido tan lenta, señor. Es que…

Él pareció sorprenderse de que yo fuera a decir algo.

– … Estoy tan acostumbrada a ver los objetos donde están que no soporto tener que moverlos.

– Ya comprendo. Te ayudaré yo entonces.

Tiró de la tela azul y me la entregó. Tenía unas manos muy limpias. Tomé la tela sin tocárselas y me acerqué a la ventana y la sacudí. Luego la doblé y la guardé en uno de los arcones del almacén. Cuando volví, él ya había recogido la carta y el jarrón de porcelana y los había guardado. Movimos la mesa a un lado de la habitación y yo coloqué las sillas en el centro mientras él trasladaba el caballete y el cuadro al rincón donde había estado montada la escena representada en éste.

Resultaba raro ver el cuadro en el lugar de la escena real. Todo era muy extraño, todo aquel movimiento súbito y todos aquellos cambios tras semanas de calma e inmovilidad. No le pegaba. No le pregunté a qué se debía. Quería mirarlo, adivinar lo que estaba pensando, pero no levanté la vista de la escoba, con la que recogía el polvo que había levantado la tela azul.

Él se fue y yo terminé rápidamente, pues no quería entretenerme en el estudio. Ya no me consolaba estar allí. Esa tarde Van Ruijven y su esposa vinieron de visita. Tanneke y yo estábamos sentadas en el banco de la puerta y ella me enseñaba a zurcir unos puños de encaje. Las niñas habían ido a la Plaza del Mercado y estaban jugando con una cometa junto a la Iglesia Nueva, en un lugar visible desde donde estábamos nosotras: Maertge agarraba la cuerda mientras Cornelia la empujaba hacia el cielo.

Vi venir a los Van Ruijven desde lejos. Cuando se acercaron, la reconocí a ella por el cuadro y por nuestro breve encuentro, y en él reconocí al hombre del bigote con una pluma blanca en el sombrero y una sonrisa untuosa al que había visto acompañarla hasta la puerta.

– Mira, Tanneke -le dije en voz baja-, por ahí viene el caballero que te mira todos los días en el cuadro.

– ¡Oh! -Tanneke se sonrojó al verlos y, colocándose la cofia y el delantal, me susurró-: Ve a decirle a la señora que están aquí.

Corrí dentro y encontré a María Thins y a Catharina con el pequeño dormido en el Cuarto de la Crucifixión.

– Han venido los Van Ruijven -anuncié.

Catharina y María Thins se quitaron las cofias y se alisaron los cuellos de sus vestidos. Catharina se apoyó en la mesa y se levantó. Cuando salían de la habitación, María Thins se acercó a Catharina y le colocó una de las peinetas de carey que ella se ponía sólo en las ocasiones especiales.

Saludaron a los invitados en el zaguán mientras yo aguardaba en el pasillo. Cuando se dirigían a las escaleras, Van Ruijven me vio y se detuvo un instante.

– ¿Quién es ésa?

Catharina me miró torva.

– Sólo una de las criadas. Tanneke, haga el favor de traernos vino.

– Que nos lo suba la de los ojos grandes -ordenó Van Ruijven-. Ven. Querida -le dijo a su esposa, que empezó a subir las escaleras.

Tanneke y yo permanecimos codo con codo, ella enojada, y yo consternada por los comentarios del caballero.

– Venga -me gritó Catharina-, ya has oído lo que ha dicho. Sube el vino -y empezó a subir trabajosamente las escaleras detrás de María Thins.

Fui al Cuarto Pequeño, donde dormían las niñas; allí se guardaban las copas; cogí cinco, las limpié con el delantal y las coloqué en una bandeja. Luego fui a la cocina a buscar el vino. No sabía dónde lo guardaban, porque no solían beber. Tanneke se había enfurruñado y había desaparecido. Temí que el vino estuviera guardado bajo llave en una de las alacenas y que tuviera que pedirle la llave a Catharina delante de todo el mundo.

Afortunadamente, María Thins lo había previsto. Había dejado en el Cuarto de la Crucifixión una jarra blanca con tapa de peltre llena de vino. La puse en la bandeja y la subí al estudio, colocándome primero la cofia, el cuello y el delantal como habían hecho las otras.

Cuando entré, estaban de pie junto al cuadro.

– Una nueva joya -decía Van Ruijven-. ¿Te complace, querida? -le preguntó a su esposa.

– Claro -contestó ella. La luz que entraba por la ventana le daba directamente en la cara, y casi parecía hermosa.

Cuando dejé la bandeja sobre la mesa que mi amo y yo habíamos movido aquella mañana, María Thins se acercó a mí.

– Yo me encargo -me susurró-. Ya puedes irte. Apura.

Estaba ya en la escalera cuando oí decir a Van Ruijven:

– ¿Dónde está la criada de los ojos grandes? ¿Ya se ha ido? Me habría gustado echarle un vistazo.

– ¡Vamos, vamos! -exclamó Catharina contenta-. Es el cuadro lo que tiene que mirar ahora.

Volví al banco de la entrada y me senté al lado de Tanneke, que no me dirigió la palabra. Estuvimos sentadas en silencio, zurciendo los puños y escuchando las voces que se escapaban de las ventanas sobre nosotras.

Cuando bajaron, me escabullí a la vuelta de la esquina y esperé hasta que se fueron arrimada a un muro de ladrillo de la Molenpoort, que el sol había caldeado.

Más tarde vino un criado de su casa y desapareció en el estudio. No lo vi salir, pues las niñas habían regresado y querían que les encendiera el fuego para asar manzanas.

A la mañana siguiente, el cuadro había desaparecido. No pude contemplarlo por última vez.


Aquella mañana, cuando llegué a la Lonja de la Carne, oí decir a un hombre que iba delante de mí que habían levantado la cuarentena. Me apresuré al puesto de Pieter. Estaban los dos, el padre y el hijo, y había varias personas esperando a que las sirvieran. Yo las ignoré y me dirigí directamente a Pieter hijo.

– ¿Me puedes atender rápidamente? -le pregunté-. Tengo que ir a ver a mi familia. Sólo quiero tres libras de lengua y otras tres de salchichas.

Pieter dejó lo que estaba haciendo y pasó por alto las voces de indignación de la anciana a la que estaba atendiendo.

– Claro que si yo fuera joven y te sonriera, también me servirías enseguida -le increpó cuando él me dio mis paquetes.

– Ella no me ha sonreído -replicó Pieter. Miró a su padre y luego me pasó un paquete más pequeño-: Para tu familia -me dijo en voz baja.

Ni siquiera le di las gracias; agarré el paquete y me fui a la carrera.

Sólo los ladrones y los niños corren así.

Corrí todo el camino hasta llegar a casa.

Mis padres estaban sentados uno al lado del otro en el banco de la entrada ambos con la cabeza gacha. Cuando llegué hasta ellos, tomé la mano de mi padre y me la llevé a la mejilla. Me senté junto a ellos en silencio.

No había nada que decir.


Después de aquello vino un tiempo de mucha pesadumbre y tristeza. Todo lo que hasta entonces había significado algo -dejar la colada lo más blanca posible, el paseo diario a la compra, la tranquilidad del estudio- dejó de ser importante, aunque seguía estando allí, como cuando te das un golpe y se te queda un bultito bajo la piel: sólo te acuerdas cuando lo tocas.

Mi hermana murió al final del verano. Ese otoño fue muy lluvioso. Me pasaba la mayor parte del tiempo tendiendo la ropa en cañas dentro de la casa y moviéndolas para acercarlas al fuego, a fin de que las prendas se secaran antes de que les saliera moho, pero sin quemarlas tampoco.

Tanneke y María Thins se mostraron bastante amables conmigo cuando se enteraron de lo que había pasado con Agnes. Tanneke consiguió controlar su mal humor durante varios días, aunque enseguida empezó a regañarme y a enfadarse, teniendo que ser yo entonces quien la aplacara. María Thins no me hablaba mucho, pero adoptó la costumbre de calmar a su hija cuando ésta se enfurecía conmigo.

Parecía que Catharina no se hubiera enterado de lo de mi hermana o que si se había enterado no lo dejara ver. Enseguida saldría de cuentas y, como había previsto Tanneke, se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama, dejando a Johannes a cargo de Maertge. El pequeño empezaba a andar y mantenía muy ocupadas a las niñas.

Las niñas ni siquiera sabían que yo tenía una hermana, así que no se enteraron tampoco de que la había perdido. Sólo Aleydis parecía darse cuenta de que me pasaba algo. A veces venía a sentarse a mi lado y se pegaba a mi cuerpo como un cachorrito buscando calor entre los repliegues de su madre. Me consolaba de una forma sencilla como nadie podía hacerlo.

Un día Cornelia salió al patio, donde yo estaba tendiendo la ropa, y me dio una muñeca vieja.

– Ya no jugamos con ella. Ni siquiera Aleydis. ¿Quieres llevársela a tu hermana? -anunció poniendo cara de buena, y yo supe que había debido de oír a alguien hablar de la muerte de Agnes.

– No, gracias -fue todo lo que alcancé a decir, casi atragantándome con las palabras.

Sonrió y desapareció.

El estudio siguió vacío. No empezó otro cuadro. Se pasaba la mayor parte del tiempo fuera, bien en la Hermandad, bien en Mechelen, la posada de su madre, al otro lado de la plaza. Yo seguía limpiando el estudio, pero se convirtió en una tarea más, en otra habitación más que barrer y a la que quitar el polvo.

Cuando iba a la Lonja de la Carne me costaba trabajo mirar de frente a Pieter el hijo. Su amabilidad me hacía daño. Tendría que corresponderle de alguna manera, pero no lo hacía. Tendría que sentirme halagada, pero no lo estaba. No quería sus atenciones. Llegué a preferir que me despachara su padre, quien me tomaba el pelo, pero no me pedía nada, salvo que me mostrara crítica con la carne que me servía. Ese otoño comimos muy buena carne.

Algún domingo me acercaba a la fábrica de Frans y le apremiaba para que viniera a casa conmigo. Vino dos veces y alegró un poco a mis padres. Hasta hacía un año habían tenido tres hijos en casa; ahora no les quedaba ninguno. Cuando Frans y yo nos juntábamos allí, les recordábamos tiempos mejores. Una vez mi madre incluso se rió, hasta que se dio cuenta y se calló, moviendo reprobatoriamente la cabeza.

– Dios nos ha castigado por dar por supuesta nuestra buena suerte -dijo-. No debemos olvidarlo.

No era fácil ir a casa. Descubrí que después de haber estado sin ir los domingos que duró la cuarentena, mi casa se había convertido en un lugar extraño. Me empezaba a olvidar de dónde guardaba mi madre las cosas, de qué tipo de azulejos recubrían la chimenea y de por dónde entraba el sol en cada momento del día. Tan sólo unos meses después, me costaba menos trabajo describir la casa del Barrio Papista donde trabajaba que la de mi familia.

A Frans, sobre todo, se le hacía cuesta arriba ir a casa. Tras muchos días y noches de trabajo le apetecía reírse y bromear o, al menos, dormir. Supongo que yo lo coaccionaba con la esperanza de que la familia volviera a estar unida. Pero era imposible. Después del accidente de mi padre ya no éramos la misma familia.

Cuando regresé un domingo de casa de mis padres, Catharina se había puesto de parto. La oí gemir al entrar. Me asomé a la Sala Grande, que estaba más oscura de lo habitual -habían cerrado los postigos inferiores para darle cierta intimidad-. Estaba allí María Thins con Tanneke y la comadrona. Cuando me vio, María Thins me dijo:

– Ve en busca de las niñas, las he mandado a jugar fuera. No tardará mucho ya. Vuelve dentro de una hora.

Me alegró irme. Catharina metía mucho ruido y no me parecía discreto escucharla en aquel estado. Además sabía que no me quería allí.

Busqué a las niñas en su lugar favorito, el Campo de la Feria, a la vuelta de la esquina de la casa, donde se vendía y compraba el ganado. Cuando las encontré estaban jugando a las canicas y a pillarse unas a otras. El pequeño Johannes correteaba tambaleándose detrás de ellas y, todavía inseguro, tan pronto se sostenía en pie como se tiraba al suelo y gateaba. No era el tipo de juego que nos hubieran permitido en domingo, pero los católicos tenían ideas distintas.

Cuando se cansó de corretear, Aleydis vino a sentarse conmigo.

– ¿Tardará todavía mucho mamá en tener el niño? -me preguntó.

– Tu abuela me ha dicho que no. Enseguida volvemos con ellos.

– ¿Se pondrá contento papá?

– Supongo que sí.

– ¿Pintará ahora más deprisa?

No contesté. La pequeña hablaba por boca de su madre. No quería oír más.

Cuando volvimos, él estaba parado en la puerta.

– ¡Papá, llevas puesto el gorro! -exclamó Cornelia.

Las niñas corrieron hasta él e intentaron quitarle el gorro acolchado que se ponen los hombres para la ocasión, cuyas cintas le llegaban por debajo de las orejas. Parecía orgulloso al tiempo que azorado. Me sorprendió; ya había sido padre cinco veces y pensé que estaría acostumbrado. No tenía ninguna razón para estar azorado.

Es Catharina la que quiere tener hijos, pensé entonces. Él preferiría estar solo en el estudio.

Pero eso no era justo. Yo sabía cómo se hacían los niños. Él también tenía algo que ver en ello y debía de haber cumplido más que de buen grado con su papel. Y por difícil que fuera Catharina, a menudo lo había visto mirarla, rozar su hombro o hablarle en tono meloso.

No me gustaba pensar en él como hombre casado y con hijos. Prefería pensar en él solo en el estudio. O no del todo solo; conmigo.

– Habéis tenido un hermanito, niñas -dijo-. Se llama Franciscus. ¿Queréis verlo? -las condujo dentro mientras yo me quedaba en la calle con Johannes en los brazos.

Tanneke abrió los postigos de la Sala Grande y se asomó fuera.

– ¿Está bien mi señora? -pregunté.

– Oh, sí. Arma mucho alboroto, pero no le pasa nada. Está hecha para tener hijos; le salen como las castañas de la cáscara. Ahora entra, el amo quiere hacer una oración de gracias.

Aunque incómoda, no podía negarme a rezar con ellos. Los protestantes hacían lo mismo después de un buen parto. Llevé a Johannes a la Sala Grande, que ahora estaba mucho más iluminada y llena de gente. Apenas lo puse en el suelo se lanzó a trompicones junto a sus hermanas, que estaban reunidas alrededor de la cama. Habían levantado las cortinas que la cercaban, y Catharina estaba incorporada sobre un montón de almohadones meciendo a un niño entre sus brazos. Aunque tenía cara de cansancio, sonreía, por una vez feliz. Mí amo estaba de pie a su lado, la vista baja, contemplando a su nuevo hijo. Aleydis le agarraba de la mano. Tanneke y la comadrona retiraban y limpiaban palanganas y sábanas manchadas de sangre, mientras que la nueva ama de cría aguardaba junto a la cama.

María Thins vino de la cocina con una botella de vino y tres vasos en una bandeja. Cuando la dejó sobre la mesa, él soltó la mano de Aleydis, se retiró un paso o dos de la cama y se arrodilló junto con María Thins. Tanneke y la comadrona dejaron lo que estaban haciendo y también se arrodillaron. Y luego el ama de cría, las niñas y yo nos arrodillamos igualmente; Johannes se retorcía, llorando, al obligarle Lisbeth a quedarse quieto.

Mi amo dijo una plegaria para agradecer al Señor el buen nacimiento de Franciscus y el haber preservado la vida de Catharina. Luego añadió ciertas fórmulas católicas, en latín, que yo no entendí, pero no me importó mucho. Tenía una voz baja y suave.

Cuando terminó la oración, María Thins sirvió los tres vasos de vino y él y ella y Catharina bebieron a la salud del recién nacido. Entonces Catharina se lo entregó al ama de cría, quien se lo puso en el pecho.

Tanneke me hizo una seña y nos dirigimos a preparar el arenque ahumado y el pan para la cena de las niñas y del ama de cría.

– No tardaremos en empezar con los preparativos del festín -observó Tanneke mientras poníamos la mesa-. A tu señora le gusta celebrar los nacimientos por todo lo alto. No nos dejará parar.

Este festín fue la celebración más importante que tuve a ocasión de presenciar mientras estuve en la casa. Teníamos diez días para disponerlo todo, diez días para limpiar y cocinar. María Thins contrató a dos chicas durante una semana para que ayudaran a Tanneke con la comida y a mí con la limpieza. La que me ayudaba a mí no era muy despierta, pero trabajaba bien siempre que le dijera exactamente lo que tenía que hacer y la vigilara de cerca. Un día lavamos -estuvieran o no limpios- todos los manteles y servilletas que se iban a necesitar en el banquete, así como todas las ropas de la casa -camisolas, camisas, vestidos, cofias, cuellos, pañuelos, gorros y delantales-. La ropa de cama nos llevó otro día. Luego fregamos todas las jarras de cerveza, las copas, las fuentes, los peroles de cobre, las sartenes, las rustideras, los cucharones, las cucharas, así como lo que los vecinos nos habían prestado para la ocasión. Le sacamos brillo al bronce, el cobre y la plata. Descolgamos las cortinas y las sacudimos fuera y lo mismo hicimos con los cojines y las alfombras. Enceramos la madera de las camas, los armarios, las sillas y las mesas y los alféizares, hasta dejarla brillante.

Cuando acabamos tenía las manos llenas de grietas y casi en carne viva.

Todo estaba limpio para la fiesta.

María Thins encargó cordero y ternera y lengua y un cerdo entero, y liebre y faisán y capones, ostras y langostas y caviar y arenques, vino dulce y la mejor cerveza, así como dulces especialmente preparados por el panadero.

Cuando le entregué a Pieter el padre la nota con los encargos de María Thins, éste se frotó las manos.

– Con que una boca más que alimentar. Mejor para nosotros.

Llegaron grandes ruedas de queso Gouda y de queso Edam y alcachofas y naranjas y limones y uvas y ciruelas, y almendras y avellanas. Incluso enviaron una piña, regalo de un primo rico de María Thins. Nunca en mi vida había visto una piña, y su piel rugosa y con pinchos no me la hacía muy apetecible. En cualquier caso, no era a mí a quien iba destinada. Ni ésta ni el resto de los alimentos, que apenas probamos, salvo algún bocadito que Tanneke nos daba a degustar de vez en cuando. Me dejó probar un poquitín de caviar, que me gustó menos de lo que admití, pese a toda su fama, y un poco del vino dulce, que estaba maravillosamente especiado con canela.

Se almacenó carbón y leña en el patio y unos espetones para asar cedidos por un vecino. También se almacenaron en el patio los barriles de cerveza, donde asimismo se asó el cerdo. María Thins contrató a un muchacho para que vigilara los fuegos, que estuvieron encendidos toda la noche una vez que empezamos a asar el cerdo.

Mientras se llevaban a cabo todos estos preparativos, Catharina permaneció en cama con Franciscus, bajo los cuidados del ama de cría, serena como un cisne. Y un cisne parecía, con su largo cuello y su pico afilado. Intentaba mantenerme lo más lejos posible de ella.

– Así le gustaría que estuviera la casa siempre -farfulló Tanneke mientras estofaba las liebres y yo calentaba agua para limpiar las ventanas-. Le gusta verlo todo patas arriba. ¡Reina de las sábanas!

Tanneke dejó escapar una risita y yo la acompañé, sabiendo que no debía animarla a mostrarse desleal, pero no por ello dejando de alegrarme cuando lo era.

Él se mantuvo alejado durante los preparativos, encerrado en el estudio o fuera, en la Hermandad. Sólo lo vi una vez, tres días antes del banquete. La chica que había venido a ayudar y yo estábamos en la cocina sacando brillo a los candelabros cuando Lisbeth vino a buscarme.

– El carnicero pregunta por ti -dijo-. Está fuera, en la puerta.

Dejé la gamuza, me limpié las manos en el delantal y la seguí por el pasillo. Sabía que sería el hijo. Nunca me había visto en el Barrio Papista. Al menos no tenía las encarnadas chapetas que solía tener en las mejillas de colgar la colada humeante.

Pieter el hijo había dejado el carrito cargado con todos los pedidos de María Thins delante de la casa. Las niñas lo inspeccionaban. Sólo Cornelia se dio la vuelta. Cuando aparecí en el umbral, Pieter me sonrió. Yo no me alteré y no me sonrojé. Cornelia me observaba.

No era la única. Sentí su presencia detrás de mí; había venido detrás de nosotras por el pasillo. Me volví a mirarlo y vi que se había dado cuenta de la sonrisa de Pieter y también de su expectación.

Pasó la vista de Pieter a mí. Sus ojos grises me miraron con frialdad. Yo sentí que me mareaba, como si me hubiera levantado súbitamente. Volví a mirar al frente. La sonrisa de Pieter ya no era tan abierta. Se había dado cuenta de mi desfallecimiento.

Me sentía atrapada entre los dos hombres. No era un sentimiento muy agradable que digamos.

Me eché a un lado para hacerle paso a mi amo. Al llegar a la Molenpoort giró sin decir una palabra o dedicarnos una mirada. Pieter y yo lo vimos irse; los dos guardamos silencio.

– He traído el pedido -dijo por fin Pieter-. ¿Dónde quieres que lo ponga?


Aquel domingo, cuando fui a casa de mis padres, no quise contarles que había nacido otro niño. Pensé que les traería a la mente la pérdida de Agnes. Pero mi madre lo había oído en el mercado, de modo que me hicieron contarles todo lo relativo al nacimiento y la oración con la familia y los preparativos que se habían hecho para la fiesta. Mi madre se preocupó al ver cómo tenía las manos, pero le prometí que lo peor había pasado ya.

– ¿Y de los cuadros, qué? -preguntó mi padre-. ¿Ha empezado alguno nuevo?

Siempre esperaba que le describiera un cuadro nuevo.

– Nada -contesté-. No he estado mucho tiempo en el estudio esta semana. Todo sigue igual allí.

– Puede que sea un poco vago -comentó mi madre.

– No es un vago -salté yo enseguida.

– Tal vez no quiere hacerse cargo -dijo mi padre.

– No sé lo que quiere -dije, con más énfasis del que había pretendido. Mi madre se me quedó mirando. Mi padre se rebulló en el asiento.

No dije nada más sobre él.


El día de la fiesta los invitados empezaron a llegar hacía el mediodía. Para la hora señalada había tal vez cien personas entre el interior y el exterior de la casa, tanto en el patio como en la calle. Había toda suerte de invitados: ricos mercaderes junto con el panadero, el sastre, el farmacéutico, el zapatero. También estaban los vecinos, Y la madre y la hermana de mi amo, y los primos de María Thins. Y otros pintores, y otros hermanos de la Hermandad, así como Van Leeuwenhoek y Van Ruijven y su esposa.

Incluso Pieter el padre estaba, sin su delantal manchado de sangre, haciéndome señas y sonriéndome cuando pasaba a su lado con una jarra de vino especiado.

– Bueno, bueno, Griet. No sabes lo celoso que se puso mi hijo al enterarse de que iba a pasar la velada contigo.

– No lo creo -susurré, alejándome de él, azorada.

Catharina era el centro de atención. Se había puesto un vestido de seda verde que le habían arreglado para que le cupiera la tripa, que todavía no se le había reducido. Sobre éste llevaba el manto ribeteado con piel de armiño con el que había posado la mujer de Van Ruijven. Resultaba raro verlo sobre los hombros de otra mujer. No me gustó verlo en ella, aunque, claro está, tenía todo el derecho a llevarlo, puesto que era suyo.

También se había puesto un collar y unos pendientes de perlas, y sus rizos rubios estaban bellamente recogidos. Se había recobrado muy bien del parto y estaba muy alegre y grácil, liberado su cuerpo del peso que había llevado durante meses. Se movía con agilidad de una habitación a otra, bebiendo y riéndose con sus invitados, encendiendo velas, pidiendo más comida y reuniendo a la gente. Sólo se paró para hacerle unos mimos a Franciscus cuando el ama estaba dándole de mamar.

Mi amo estuvo mucho más tranquilo. Se pasó casi toda la velada hablando con Leeuwenhoek, aunque a menudo seguía con la vista a Catharina en sus idas y venidas por la habitación entre los invitados. Llevaba una elegante chaqueta de terciopelo y el gorro propio de la ocasión, y parecía a gusto aunque no muy interesado en la fiesta. A él no le agradaban las multitudes tanto como le agradaban a su mujer.

Ya entrada la noche, Van Ruijven se las apañó para acorralarme en el pasillo cuando yo pasaba con una vela en una mano y una jarra de vino en la otra.

– Vaya, vaya, la doncella de los ojos grandes -exclamó, inclinándose sobre mí-. Hola, muchacha -me agarró por la barbilla y con la otra mano me obligó a levantar la vela para iluminarme la cara. No me gustó la forma en que me miró.

– Deberías pintarla -dijo por encima del hombro.

Mi amo estaba detrás de él. Tenía el ceño fruncido. Parecía que quisiera decirle algo a su patrón, pero no se decidiera a ello.

– Griet, sírveme vino.

Pieter el padre había aparecido en la puerta del Cuarto de la Crucifixión y me extendía una copa.

– Sí, señor.

Di un paso atrás, liberando mi barbilla de los dedos de Van Ruijven, y atravesé el pasillo rápidamente hacia Pieter el padre. Sentía un par de ojos clavados en mi espalda.

– Lo siento, señor. No queda nada en la jarra. Voy a buscar más a la cocina -me apresuré por el pasillo, apretando la jarra contra mi cuerpo para que no se dieran cuenta de que estaba llena.

Cuando volví unos minutos después sólo quedaba Pieter el padre, que aguardaba apoyado en la pared.

– Gracias -le dije en voz baja al llenarle la copa. Me guiñó un ojo.

– Valió la pena por oírte llamarme señor. No volveré a oírlo, ¿no? -levantó la copa como si estuviera haciendo un brindis y bebió.


Después de la celebración del nacimiento, el invierno cayó sobre nosotros y la casa se transformó en un lugar frío y aburrido. Además de todo el trabajo que nos costó limpiarla, ya no teníamos una meta a la que mirar. Las niñas, incluso Aleydis, se portaban mal, exigían nuestra atención y apenas nos ayudaban. María Thins pasaba más tiempo que antes arriba, en sus habitaciones. Franciscus, que había estado muy calladito durante toda la fiesta y sus preparativos, empezó a sufrir de gases y no dejaba de llorar. Emitía un sonido estridente que se oía por toda la casa, en el patio, en el estudio, en la bodega. Dada su forma de ser, Catharina se mostraba sorprendentemente paciente con el crío, pero regañaba a todos los demás, incluido su esposo.

Yo había conseguido sacarme a Agnes de la cabeza mientras hacíamos todos los preparativos, pero pasado el ajetreo su recuerdo volvió aún con más fuerza. Ahora que tenía tiempo para pensar, pensaba demasiado. Era como un perrito lamiéndose sus heridas, sólo para empeorarlas.

Y lo peor de todo es que él estaba contrariado conmigo. Desde la noche que Van Ruijven me arrinconó, tal vez incluso desde que Pieter el hijo me sonrió, se había vuelto más distante. También parecía que me cruzaba con él con mayor frecuencia que antes. Aunque salía mucho -en parte para escapar de los lloros de Franciscus-, siempre parecía que yo entraba por la puerta en el momento en que salla él o bajaba las escaleras cuando él las subía o barría el Cuarto de la Crucifixión cuando él entraba en busca de María Thins. Incluso un día que estaba haciendo un recado para Catharina me lo encontré en la Plaza del Mercado. Él siempre bajaba ligeramente la cabeza, se hacía a un lado y me dejaba pasar sin mirarme.

Lo había ofendido, pero no sabía cómo.

El estudio también era un lugar frío y aburrido. Antes lo llenaba un ambiente de trabajo y de finalidad; era allí donde se pintaban los cuadros. Ahora, aunque enseguida barría y limpiaba la menor mota de polvo, no era más que un cuarto vacío que sólo esperaba que se posara el polvo. No quería que fuera un sitio triste. Quería poderme refugiar en él, como lo había hecho antes.

Una mañana, María Thins vino a abrirme la puerta y la encontró ya abierta. Nos asomamos a la penumbra. Él estaba dormido en la mesa, con la cabeza entre los brazos, de espaldas a la puerta. María Thins se retiró de la puerta.

– Debe de haberse subido aquí por los lloros del niño -dijo en un susurro. Yo intenté volver a mirar, pero ella bloqueaba el paso. Cerró la puerta suavemente-. Déjalo que duerma. Luego subes a limpiar.

Al día siguiente, abrí todos los postigos del estudio y examiné la habitación a mi alrededor en busca de algo que hacer, algo que pudiera tocar sin ofenderle, algo que pudiera mover sin que él lo notara. Todo estaba en su sitio: la mesa, las sillas, la mesa de despacho llena de papeles y libros, el armario con los pinceles y espátulas cuidadosamente dispuestos encima, el caballete arrimado a la pared con las paletas limpias al lado. Los objetos que había pintado habían sido retirados y guardados en el almacén o habían vuelto al uso de la casa.

Una de las campanas de la Iglesia Nueva empezó a dar la hora. Me acerqué a la ventana y me asomé. Al llegar a la sexta campanada sabía lo que haría.

Calenté agua en el fuego, cogí jabón y unos trapos limpios, los llevé al estudio y me puse a limpiar las ventanas. Tenía que subirme a la mesa para llegar a los cristales más altos.

Estaba lavando la última ventana cuando lo oí entrar. Me volví sobre el hombro izquierdo, con los ojos bien abiertos.

– Señor -empecé a decir nerviosa. No sabía cómo explicarle el impulso de limpiar que había tenido.

– Párate ahí.

Me quedé paralizada, espantada de haber hecho algo que iba contra su voluntad.

– No te muevas.

Me miraba como si de repente hubiera aparecido un fantasma en el estudio.

– Lo siento, señor -dije, soltando el trapo en el cubo de agua-. Debería haberle preguntado antes. Pero como ahora no está pintando nada y…

Parecía sorprendido, y entonces agitó la cabeza de un lado a otro.

– ¡Ah, las ventanas! Puedes seguir con lo que estabas haciendo.

Hubiera preferido no limpiar en su presencia, pero como seguía allí parado, no tuve más remedio. Aclaré el trapo en el agua, lo escurrí y volví a pasarlo por dentro y por fuera de los cristales.

Terminé la ventana y me eché un poco atrás, para ver cómo había quedado. Entraba una luz clara.

Él seguía detrás de mí.

– ¿Le parece bien, señor? -le pregunté.

– Vuelve a mirarme por encima del hombro.

Hice lo que me decía. Me estaba estudiando. Volvía a interesarse por mí.

– La luz -dije-. Es más clara ahora.

– Sí -dijo-. Sí.

A la mañana siguiente habían vuelto a poner la mesa en la esquina dedicada a escenario y la habían cubierto con un tapete rojo, amarillo y negro. También habían arrimado una silla a la pared del fondo y encima habían colgado el mapa.

Había empezado de nuevo.

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