Cuando levanté la cabeza y la vi por poco se me cae el cuchillo. Hacía años que no había vuelto a verla. Estaba casi igual, aunque había engordado un poco y además de las antiguas marcas, en un lado de su cara se le veían ahora unas cicatrices; Maertge, que todavía venía a verme de vez en cuando, me había contado lo del accidente, lo de la grasa que le saltó a la cara al asar una pierna de cordero.
Nunca se le habían dado bien los asados.
Se había parado lo bastante lejos para no poder estar del todo segura de si había venido a verme. Estaba segura, no obstante, de que no se trataba de una casualidad. Durante diez años se las había apañado para evitarme en una villa que no era precisamente grande. Nunca me había tropezado con ella en la Lonja de la Carne ni en el mercado ni a lo largo de alguno de los principales canales. Pero también era cierto que yo no pasaba por la Oude Langendijck.
Se acercó al puesto de mala gana. Yo dejé el cuchillo sobre la tabla y me limpié la sangre de las manos en el delantal.
– ¿Qué tal, Tanneke? -le dije tranquila, como si sólo hiciera unos días que no la veía-. ¿Cómo te va?
– Mi señora quiere verte -dijo Tanneke bruscamente, con cara de pocos amigos-. Debes ir a la casa esta tarde.
Hacía muchos años que nadie me daba órdenes de esa forma. Los clientes me pedían cosas, pero era distinto. Podía negarme, si no me gustaba lo que oía.
– ¿Cómo está María Thins? -le pregunté, intentando no perder las formas-. ¿Y cómo está Catharina?
– Todo lo bien que pueden estar, con todo lo que ha pasado.
– Supongo que saldrán adelante.
– Mi señora ha tenido que vender algunas propiedades, pero les ha sacado sus buenos dineros. A los niños no les faltará nada.
Como en el pasado, Tanneke no dejaba escapar la oportunidad de cantar las alabanzas de María Thins ante quien quisiera escucharla, aunque ello significara extenderse en los detalles.
Dos mujeres se habían acercado y estaban paradas detrás de Tanneke, esperando a que las atendiera. Una parte de mí deseaba que se fueran, para seguir interrogando a Tanneke, sacándole más detalles, haciendo que me contara más cosas. Pero otra parte de mí -la parte sensata, aquella a la que me había aferrado durante los últimos años- no quería tener nada que ver con ella. No quería oírla.
Las mujeres bascularon el peso de su cuerpo de una a otra pierna mientras Tanneke ocupaba con firmeza el frente del puesto, si no del todo amistosa, al menos con una cara más suave. Se la veía considerar las piezas de carne que tenía delante.
– ¿Quieres llevarte algo? -le pregunté.
Mi pregunta la sacó de golpe de su estupor.
– No -musitó.
Ahora compraban la carne de la casa en un puesto que estaba en el otro extremo de la Lonja. En cuanto empecé a trabajar al lado de Pieter se cambiaron de carnicero, tan bruscamente que incluso dejaron sin pagar una factura. Todavía nos debían quince florines. Pieter nunca se los reclamó.
– Es el precio que he pagado por ti -bromeaba a veces-. Ahora sé lo que vale una criada.
A mí no me hacía gracia que dijera esto.
Sentí que una manita me tiraba del vestido y bajé la vista. El pequeño Frans me había encontrado y se había colgado de mi falda. Le acaricié la cabeza, llena de rizos rubios, como la de su padre.
– ¡Ah, mírale dónde está el pequeñín! -dije-. ¿Dónde has dejado a Jan y a la abuela?
Era demasiado pequeño para poder contestarme, pero entonces vi a mi madre y a mi hijo mayor que venían hacia mí atravesando los otros puestos.
Tanneke pasó la vista de uno a otro de mis hijos y su cara se endureció de pronto. Me lanzó una mirada de reproche, pero no dijo lo que estaba pensando. Dio un paso atrás y pisó a la mujer que estaba justo detrás de ella.
– Procura ir esta tarde -dijo, y se fue sin darme tiempo a responder.
Para entonces tenían once hijos -lo sabía por Maertge y por lo que se decía en el mercado-. Pero Catharina había perdido el niño que había dado a luz el mismo día que descubrió mi retrato y tiró la espátula. Dio a luz en el mismo estudio, no le dio tiempo de bajar las escaleras y llegar a su cama. El niño había nacido un mes antes de tiempo y era muy pequeñito y enfermizo. Murió poco después de su bautizo. Yo sabía que Tanneke me había echado la culpa de que el parto se adelantara y de la muerte de la criatura.
A veces me imaginaba el estudio con el suelo cubierto con la sangre de Catharina y entonces no comprendía cómo podía él seguir trabajando allí.
Jan corrió a reunirse con su hermanito y lo arrastró hasta una esquina, donde empezaron a tirarse un hueso de uno a otro.
– ¿Quién era ésa? -me preguntó mi madre. Nunca había llegado a conocer a Tanneke.
– Una clienta -contesté. Solía protegerla de las cosas que sabía que la iban a inquietar. Después de la muerte de mi padre, todas las novedades, las diferencias o los cambios la asustaban como a un perro apaleado.
– Pero no ha comprado nada -observó mi madre.
– No. No teníamos lo que buscaba.
Me volví para atender a la siguiente compradora antes de que mi madre pudiera seguir haciéndome preguntas. Pieter y su padre aparecieron transportando media vaca. La dejaron caer sobre la mesa que había detrás del mostrador y agarraron sus cuchillos. Jan y el pequeño Frans dejaron de jugar con el hueso y se acercaron a mirar. Mi madre se retiró, nunca se había llegado a acostumbrar del todo a la visión de toda aquella carne.
– Me voy yendo -dijo, recogiendo la cesta de la compra.
– ¿Podrías ocuparte de los niños esta tarde? Tengo que ir a unos recados.
– ¿Adónde?
Alcé las cejas. Ya le había reprochado más de una vez que hacía demasiadas preguntas. Con la vejez se había ido haciendo más desconfiada, cuando no tenía nada de lo que desconfiar. Pero en ese momento, cuando sí que le estaba ocultando algo, me sentí extrañamente tranquila. No respondí a su pregunta.
Fue más fácil con Pieter. Él se limitó a levantar la vista de su trabajo y mirarme. Le hice una seña de asentimiento. Hacía tiempo que había decidido no hacerme preguntas, aun cuando sabía que a veces se me ocurrían cosas que no le contaba a nadie. Cuando en la noche de bodas me quitó la cofia y vio que tenía agujereadas las orejas no me preguntó nada.
Los agujeros se habían curado e incluso cerrado tiempo atrás. Lo único que quedaba de ellos eran unos bultitos de carne endurecida que sólo sentía cuando me apretaba los lóbulos.
Me había enterado dos meses antes. Hacía dos meses, pues, que podía andar por las calles de Delft sin preguntarme si lo vería. Durante todos aquellos años, lo había visto algunas veces de lejos, en su camino hacia la Hermandad o cerca de la posada de su madre o de camino hacia la casa de Van Leeuwenhoek, que no estaba muy lejos de la Lonja de la Carne. Nunca me acerqué a él, y no estaba segura de que él también me hubiera visto. Andaba por las calles con paso apresurado y la vista puesta en la distancia, no por descortesía o deliberadamente, sino como si estuviera en un mundo diferente.
Al principio lo pasaba mal. Cuando lo veía me quedaba paralizada allí donde estuviera, se me encogía el corazón y se me cortaba la respiración. Y tenía que ocultar esta reacción a Pieter y a su padre, a mi madre y a todos los curiosos del mercado, que no tardarían en criticarme.
Durante mucho tiempo pensé que tal vez todavía le interesaba un poco.
Pasado un tiempo, sin embargo, terminé admitiendo que siempre le había preocupado más mi retrato que yo.
Y cuando nació mi hijo Jan, me empezó a resultar aún más fácil de admitir. Mi hijo hizo que me volcara en mi familia, como lo había estado de niña, antes de entrar a trabajar de criada. Estaba tan ocupada con el niño y la casa que no me quedaba tiempo para ver lo que sucedía fuera, a mi alrededor. Con una criatura en mis brazos dejé de rodear la estrella de ocho puntas de la plaza preguntándome qué habría al final de cada una de ellas. Cuando veía a mi antiguo amo al otro lado de la plaza, no se me ponía el corazón en un puño. Ya nunca pensaba en perlas y pieles; había dejado de desear ver sus cuadros.
A veces me encontraba a otros miembros de la familia por la calle: a Catharina, a las niñas, a María Thins. Catharina y yo mirábamos ambas hacia otro lado. Así era más fácil. Cornelia me miraba desilusionada. Supongo que había esperado arruinar mi vida por completo. Lisbeth siempre estaba a cargo de los niños, que eran demasiado pequeños para acordarse de mí. Y Aleydis era como su padre: sus ojos grises miraban a su alrededor, pero estaban siempre perdidos en la distancia. Pasado algún tiempo, había otros niños a los que no conocía, o sólo reconocía porque tenían los ojos de su padre o los cabellos de su madre.
De todos ellos, sólo María Thins y Maertge me saludaban o me hablaban: María Thins hacía una leve inclinación de cabeza cuando me veía; Maertge se escapaba a la Lonja de la Carne para charlar conmigo. Fue ella la que me trajo mis pertenencias -el azulejo partido, mi libro de oraciones, mis cuellos y cofias-. Fue ella la que me fue informando a lo largo de los años de la muerte de la madre de él; de que él entonces había tenido que hacerse cargo de la posada; de sus crecientes deudas; del accidente de Tanneke en la cocina.
Fue Maertge la que me anunció un día llena de regocijo:
– Papá me está haciendo un retrato igual que el que te pintó a ti. Sólo yo, mirando atrás por encima del hombro. Ya sabes que son los únicos cuadros que tiene con este tema.
No será exactamente igual, pensé. No exactamente. Me sorprendió, no obstante, que conociera el cuadro. Me pregunté si lo habría visto.
Tenía que tener cuidado con ella. Durante bastante tiempo no era más que una muchacha, y no me parecía adecuado sonsacarle demasiadas cosas de su familia. Tenía que esperar pacientemente a que ella me contara algún chisme. Y cuando tuvo edad suficiente para abrirse más conmigo, a mí había dejado de interesarme su familia, al tener la mía propia.
Pieter toleraba las visitas de Maertge, pero yo sabía que le molestaban. Se sintió aliviado cuando Maertge se casó con el hijo de un mercader de sedas y empezó a verme menos y a comprar la carne en otro puesto.
Y ahora me llamaban de la casa de la que había huido tan bruscamente hacía diez años.
Dos meses antes, estaba en el puesto fileteando una lengua de vaca para una clienta, cuando oí a una de las mujeres que esperaban a ser despachadas decirle a otra:
– Pues sí, imagínate, morir dejando once hijos y todas esas deudas a la viuda.
Yo levanté la vista, y el cuchillo me hizo un profundo corte en la mano. No sentí el dolor hasta que pregunté: «¿De quién estáis hablando?», y la mujer contestó:
– De Vermeer, el pintor. Ha muerto.
Me lavé las uñas con especial cuidado cuando terminé en el puesto. Hacía tiempo que había desistido de dejármelas completamente limpias, para gran regocijo de Pieter el padre:
– Ya ves como se acostumbra uno a tener los dedos manchados, igual que a las moscas -le gustaba decir-. Ahora que sabes un poco más del mundo, podrás darte cuenta de que es inútil empeñarse en tener siempre las manos limpias. En cuanto te descuidas, vuelven a manchársete. La limpieza no es tan importante como te creías cuando trabajabas de criada, ¿eh?
No obstante, a veces machacaba flores de lavanda y me las metía debajo de la camisola para enmascarar un poquito el olor a carne que me parecía tener siempre pegado al cuerpo, incluso cuando me encontraba lejos de la Lonja.
Fueron muchas más las cosas a las que tuve que acostumbrarme.
Me cambié de vestido, me puse un delantal limpio y una cofia recién planchada. Seguía llevando el mismo tipo de cofia, y probablemente mi aspecto no había cambiado tanto desde el día que entré a trabajar de criada. Sólo mis ojos eran menos inocentes y miraban menos asombrados.
Aunque todavía estábamos en febrero, el tiempo no era espantosamente frío. La Plaza del Mercado estaba llena de gente: nuestros clientes, nuestros vecinos, unas personas que nos conocían y que se darían cuenta de que era la primera vez en diez años que ponía un pie en la Oude Langendijck. En algún momento tendría que decirle a Pieter que había ido allí. Todavía no sabía si iba a tener que mentirle ni sobre qué.
Crucé la plaza, luego el puente que conducía desde ésta hasta la Oude Langendijck. No vacilé, pues no quería llamar la atención sobre mi persona. Giré bruscamente y tomé la calle. No estaba lejos -medio minuto después estaba en la casa-, pero a mí se me hizo una eternidad, como si estuviera viajando a una ciudad extranjera que no hubiera visitado en muchos años.
Como hacía un día bastante templado, la puerta estaba abierta y había varios niños sentados en el banco -cuatro: dos chicos y dos chicas, en fila, como lo habían estado sus hermanas mayores diez años antes cuando llegué por primera vez a la casa-. El mayor hacía pompas, como Maertge entonces, pero dejó de soplar en cuanto me vio. Parecía tener unos diez u once años. Pasado un momento me di cuenta de que debía de ser Franciscus, aunque no vi en él nada del crío que había conocido en mantillas. Pero también era verdad que de joven no me fijaba mucho en los niños. A los otros no los reconocí, salvo por haberlos visto alguna vez en la ciudad con las niñas mayores. Todos se me quedaron mirando.
Me dirigí a Franciscus.
– Por favor, dile a tu abuela que Griet ha venido a verla.
Franciscus se volvió hacia la mayor de las dos niñas.
– Beatrix, vete a buscar a María Thins.
La niña saltó obedientemente del asiento y entró en la casa. Pensé en la disputa que hacía tanto tiempo habían tenido Maertge y Cornelia para ver cuál de las dos iba a entrar a anunciar mi llegada.
Los demás no dejaron de mirarme.
– Sé quién eres -afirmó Franciscus.
– Dudo que me recuerdes, Franciscus. Eras muy pequeñito cuando te conocí.
Hizo caso omiso de mi observación; estaba siguiendo sus propios pensamientos.
– Eres la mujer del retrato.
Yo me sobresalté, y Franciscus sonrió triunfante.
– Sí, sí que lo eres, aunque en el cuadro no llevas cofia, sino un pañuelo azul y amarillo.
– ¿Dónde está ese cuadro?
Pareció sorprendido de que le preguntara.
– Lo tiene la hija de Van Ruijven. Él murió el año pasado. ¿Lo sabías?
Lo había oído comentar en la Lonja junto con la vida secreta que había tenido. Van Ruijven no había vuelto a buscarme cuando me fui de la casa, pero yo siempre había temido que volviera a aparecer un día con su untuosa sonrisa y sus toqueteos.
– ¿Y cómo has visto tú el cuadro si está en casa de Van Ruijven?
– Papá se lo pidió prestado un tiempo -me explicó Franciscus-. Al día siguiente de morir papá, mamá se lo devolvió a la hija de Van Ruijven.
Me coloqué la toquilla con manos temblorosas.
– ¿Quería volver a ver el cuadro? -conseguí decir con un hilo de voz.
– Sí, muchacha -María Thins estaba parada en el umbral-.Y te aseguro que no ayudó a mejorar las cosas aquí. Pero para entonces su estado era tal que no nos atrevimos a decirle que no, ni siquiera Catharina.
Estaba exactamente igual; nunca envejecería. Un día sencillamente se iría a dormir y no se despertaría.
Yo la saludé con una inclinación de cabeza.
– Lamento mucho la pérdida que han sufrido y todas las dificultades que han tenido que pasar, señora.
– Pues sí. Bueno, vivir para ver. Cuando vives muchos años nada te puede sorprender.
No sabía cómo responder a sus palabras, de modo que me limité a decir algo que sabía con toda certeza.
– Quería verme, señora.
– No; es Catharina la que quiere verte.
– ¿Catharina? -no pude evitar el tono de sorpresa.
María Thins sonrió con amargura.
– Ya veo que no has aprendido a guardarte para ti tus pensamientos, ¿no es verdad, muchacha? No importa. Supongo que te irá bien con el carnicero mientras no pida demasiado de ti.
Abrí la boca para hablar, y luego la cerré.
– Así está mejor. Vas aprendiendo. A lo que vamos ahora: Catharina y Van Leeuwenhoek te esperan en la Sala Grande. Él es el albacea del testamento, ¿entiendes?
No entendía. Quería preguntarle qué significaba todo aquello y qué pintaba allí Van Leeuwenhoek, pero no me atreví.
– Sí, señora -dije sencillamente.
María Thins soltó una breve risita.
– La criada que más problemas nos ha dado en toda la vida -murmuró, agitando la cabeza, antes de desaparecer dentro de la casa.
Entré en el zaguán. Todavía había cuadros allí colgados; algunos me resultaron conocidos, otros no. Medio esperaba verme entre los bodegones y marinas, pero no, no estaba. Obviamente.
Eché un vistazo a la escalera que subía al estudio y me detuve con el corazón encogido. Volver a estar en la casa, su estudio encima mío, me parecía más de lo que podía soportar, aunque supiera también que él ya no estaba. Durante muchos años no me había permitido pensar en las horas que había pasado a su lado moliendo los colores, sentada a la luz de la ventana, viéndolo mirarme. Por primera vez en dos meses me hice plenamente consciente de que había muerto. Estaba muerto y no iba a pintar ningún cuadro más. Había muy pocos; había oído que nunca se avino a pintar más rápido, como querían que hiciera María Thins y Catharina.
Sólo cuando una chica asomó la cabeza por la puerta del Cuarto de la Crucifixión, hice un esfuerzo, respiré hondo y me encaminé por el pasillo al encuentro de Catharina. Cornelia tenía ahora más o menos la misma edad que tenía yo cuando entré a servir en la casa. Sus cabellos pelirrojos se habían oscurecido durante estos diez años y los llevaba sencillamente peinados, sin lazos ni trenzas. Con el tiempo había dejado de ser una amenaza para mí. En realidad casi la compadecía: en la cara se le notaba lo falsa y astuta que era, algo que afearía a cualquier chica de su edad.
Me pregunté qué iba a ser de ella, qué iba a ser de todos ellos. Pese a la confianza de Tanneke en la pericia de su ama para los negocios, eran muchos de familia y tenían muchas deudas. Había oído en el mercado que hacía tres años que no pagaban al panadero, y después de la muerte de mi amo, el panadero se había apiadado de Catharina y había aceptado un cuadro como pago de la deuda. Por un instante pensé que tal vez Catharina también iba a darme un cuadro para saldar lo que le debía a Pieter.
Cornelia escondió la cabeza y yo entré en la Sala Grande. No había cambiado mucho desde que yo trabajaba en la casa. La cama seguía teniendo los cortinajes verdes, ahora un poco descoloridos. También estaba el armario taraceado de marfil y la mesa y las sillas de cuero de estilo español y los cuadros de la familia de él y los de la de ella. Todo parecía más viejo, más polvoriento, más ajado. En el suelo faltaban algunas de las baldosas rojas y marrones y otras estaban rajadas.
Van Leeuwenhoek estaba de pie de espaldas a la puerta, las manos cruzadas detrás, observando un cuadro que representaba a un grupo de soldados bebiendo en una taberna. Se volvió completamente y me saludó con una inclinación; era el mismo amable caballero de siempre.
Catharina estaba sentada a la mesa. No iba vestida de negro como yo había supuesto. No sé si con la intención de provocarme, llevaba puesta la pelliza amarilla ribeteada de armiño. Ésta también parecía raída, como si hubiera sido muy usada. Las mangas tenían varios rasgones mal cosidos y en la piel se veían las calvas típicas dejadas por las polillas. No obstante, ella cumplía con su papel de elegante señora de la casa. Iba bien peinada y se había empolvado el rostro; también se había puesto el collar de perlas. No llevaba los pendientes.
Su rostro no hacía justicia a su elegancia. No había polvos que pudieran ocultar su rigidez e irritación, su temor, su repulsa. No quería verme, pero no le quedaba más remedio.
– Quería verme, señora.
Pensé que era mejor dirigirme yo a ella, aunque al hablar miré a Van Leeuwenhoek.
– Sí.
Catharina no señaló a ninguna silla, como lo habría hecho de ser yo otra dama. Me dejó de pie.
Se produjo un incómodo silencio, ella sentada y yo de pie, esperando a que empezara a hablar. Sin duda estaba esforzándose por encontrar las palabras. Van Leeuwenhoek balanceó el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.
No traté de ayudarla. No parecía que hubiera manera de hacerlo. La vi manosear los papeles que tenía sobre la mesa, recorrer con el dedo el contorno del joyero, que estaba a su lado, tomar la brocha de empolvarse y volver a dejarla. Se limpió las manos con un paño blanco.
– ¿Sabías que mi marido murió hace dos meses? -empezó a decir por fin.
– Sí, me he enterado, señora. Me apenó mucho oírlo. Que en paz descanse.
Catharina no pareció escuchar mis vacilantes palabras. Sus pensamientos estaban en otro sitio. Agarró de nuevo la brocha y se la pasó por las yemas de los dedos.
– Ha sido la guerra con Francia lo que nos ha llevado a esta situación. Ni siquiera Van Ruijven quería comprar nada. Y mi madre tenía problemas para cobrar las rentas. Para colmo, mi marido tuvo que asumir además la hipoteca de la posada de su madre. Por eso las cosas se pusieron tan difíciles.
Lo último que hubiera esperado de Catharina es que se parara a darme explicaciones de cómo habían llegado a endeudarse. Quince florines después de todo este tiempo no significan nada, me habría gustado decirle. Pieter los ha olvidado. No piense más en ello. Pero no me atreví a interrumpirla.
– Y además estaban los niños. ¿Sabes cuánto pan comen once niños? -levantó la vista y me miró brevemente, luego volvió a clavarla en la brocha.
Con un cuadro se pagan tres años de pan, respondí para mí. Un buen cuadro para un panadero compasivo.
Oí crujir una baldosa en el pasillo y el roce de la tela de un vestido acallado con una mano. Cornelia, pensé, sigue espiando. Ella también tiene su papel en esta representación.
Esperé, guardándome las preguntas que me habría gustado hacer.
Van Leeuwenhoek habló al fin.
– Griet, cuando se abre un testamento -empezó a decir con su profunda voz-, se ha de llevar a cabo un inventario de las posesiones de la familia a fin de establecer con qué bienes se cuenta en relación con las deudas. Sin embargo, hay algunos asuntos privados que a Catharina le gustaría arreglar antes.
Miró a Catharina. Ella no había dejado de juguetear con la brocha.
Siguen sin gustarse, pensé. No coincidirían en la misma habitación si pudieran evitarlo.
Van Leeuwenhoek cogió de la mesa una hoja de papel.
– Diez días antes de morir me escribió esta carta -me dijo, y se volvió hacia Catharina-. Debes hacerlo tú -le ordenó-, pues son tuyos, no eran de él ni míos. Como albacea de su testamento ni siquiera tengo por qué estar aquí, pero era mi amigo y quiero ver cumplido su deseo.
Catharina le quitó el papel de la mano.
– Mi esposo no era un hombre enfermizo -dijo, dirigiéndose a mí-. No estuvo verdaderamente enfermo hasta un día o dos antes de morir. Fue la presión de las deudas lo que terminó poniéndolo frenético.
No podía imaginarme a mi amo frenético.
Catharina bajó la vista a la carta, miró a Van Leeuwenhoek y luego abrió el joyero.
– En la carta pedía que se te entregaran estos pendientes.
Los sacó y tras un momento de vacilación los dejó en la mesa.
Yo me sentí desfallecer y cerré los ojos, agarrándome con los dedos al respaldo de una silla para no perder el equilibrio.
– No volví a ponérmelos -declaró Catharina en tono amargo-. No podía.
Abrí los ojos.
– No puedo aceptar sus pendientes, señora.
– ¿Por qué no? Ya los cogiste antes. Y además, no eres tú quien tiene que decidirlo. Él lo decidió por ti, y por mí. Ahora son tuyos, así que tómalos.
Dudé y luego me acerqué a la mesa y los recogí. Eran suaves al tacto y estaban fríos, tal como los recordaba, y en su curva gris y blanca se reflejaba todo un mundo. Los tomé.
– Ahora ya puedes irte -me ordenó Catharina, su voz acallada por unas lágrimas que no habían brotado-. He hecho lo que me pedía. No haré más de eso.
Se puso en pie, estrujó la hoja de papel y la tiró al fuego. Dándome la espalda, la vio prenderse y arder.
Sentí verdadera pena por ella. Aunque no lo vio, le hice una respetuosa inclinación de cabeza y otra más a Leeuwenhoek, que me sonrió.
«No dejes nunca de ser tú misma», me había advertido una vez hacía mucho tiempo. Me preguntaba si lo habría conseguido. No siempre era fácil saberlo.
Atravesé la habitación, apretando los pendientes entre los dedos y haciendo sonar las baldosas sueltas. Cerré suavemente la puerta detrás de mí.
Cornelia estaba parada en el pasillo. El vestido marrón que llevaba puesto había sido zurcido en varios lugares y no estaba todo lo limpio que debería. Cuando la rocé al pasar a su lado, me dijo en voz baja, ávida:
– Podrías dármelos a mí -sus ojos reían codiciosos.
Yo retrocedí y le di una bofetada.
Cuando regresé a la Plaza del Mercado, me paré en la estrella que ocupaba su centro a contemplar las perlas que llevaba en la mano. No podía quedármelas. ¿Qué haría con ellas? No podía contarle a Pieter cómo había llegado a poseerlas: eso significaba explicarle todo lo que había sucedido hacía tanto tiempo. En cualquier caso no podía ponérmelos: la mujer de un carnicero no lleva esas joyas, no más que una criada.
Rodeé la estrella varias veces. Luego me encaminé hacia un lugar del que había oído hablar, pero al que no había ido nunca, que estaba escondido en una callejuela de mala reputación detrás de la Iglesia Nueva. Diez años antes no me habría atrevido por nada del mundo a ir allí.
El negocio de aquel hombre era guardar secretos. Sabía que no me iba a hacer preguntas, ni decirle a nadie que había ido a verlo. Tantos objetos pasaban por su mano que había perdido la curiosidad por la historia que habría detrás de cada uno. Alzó los pendientes para ponerlos a la luz, los mordió y los sacó fuera para examinarlos.
– Veinte florines -dijo.
Yo asentí, tomé las monedas que me alargaba y salí sin mirar atrás.
Había cinco florines de más que no podría justificar. Separé cinco monedas de las otras y me las guardé en el puño. Las escondería en algún lugar que no pudieran encontrar Pieter o mis hijos, algún lugar que sólo yo supiera. No los gastaría nunca.
A Pieter le pondría contento el resto; una antigua deuda por fin saldada. Yo no le habría costado nada. Una criada que se había ganado su libertad.