1665

Mi padre quería que volviera a describirle el cuadro.

– ¡Pero si está igual que la última vez! -le dije.

– Quiero volver a oírlo -insistió, acercando el cuerpo al fuego sin levantarse de la silla.

Sonaba igual que Frans cuando era pequeño y le decían que ya no quedaba más comida en la cazuela. Por marzo mi padre empezaba a impacientarse porque acabara el invierno y dejara de hacer frío y saliera el sol. Marzo era un mes impredecible. Era imposible saber lo que podría suceder. Los días más cálidos hacían concebir esperanzas hasta que el hielo y los cielos grises volvían a cubrir la ciudad.

Yo nací en marzo.

Parecía que mi padre odiaba aún más el invierno por haberse quedado ciego. Sus otros sentidos se fortalecieron; se hizo extremadamente sensible al frío y percibía con mayor intensidad que mi madre el olor a cerrado de la casa y el insulso sabor de las verduras guisadas. Sufría mucho cuando el invierno se alargaba.

A mí me daba lástima. Siempre que podía sacaba alguna delicia de la cocina de Tanneke y se la llevaba: compota de cerezas, orejones de albaricoque, embutidos y, una vez, un puñado de pétalos de rosa secos que había encontrado en el armario de Catharina.

– La hija del panadero está de pie en un rincón iluminada por la luz que entra por una ventana -empecé a contarle-. Nos da la cara, pero está mirando por la ventana, a su derecha. Va vestida con un ajustado corpiño de seda y terciopelo amarillo y negro, una falda azul oscuro y una cofia blanca que le cae en dos puntas por debajo de la barbilla [4].

– ¿Como la tuya? -me preguntó mi padre. Nunca me lo había preguntado, aunque siempre le había descrito la cofia del mismo modo.

– Sí, como la mía. Cuando te quedas un rato mirándola -añadí apresuradamente- te das cuenta de que en realidad no la ha pintado con pintura blanca, sino con azul y violeta y amarillo.

– Pero la cofia es blanca, según dices.

– Sí, y eso es lo raro. Está pintada con muchos colores, pero cuando la miras, piensas que es blanca.

– Pintar azulejos es mucho más simple -susurró mi padre-. Sólo tienes que usar el azul. Azul oscuro para los perfiles y azul claro para las sombras. El azul es azul.

Y un azulejo es un azulejo, pensé, y no tiene nada que ver con sus cuadros. Yo quería hacerle entender que el blanco no es blanco sin más. Mi amo me lo había enseñado.

– ¿Y qué está haciendo la chica? -me preguntó pasado un momento.

– Agarra con una mano la jarra de peltre que está encima de la mesa y con la otra mantiene entreabierta la ventana. Está a punto de levantar la jarra y echar el agua que contiene por la ventana, pero se ha parado a mitad de lo que estaba haciendo llevada por una ensoñación o por algo que ha visto en la calle.

– ¿Cuál de las dos cosas?

– No sé. Unas veces parece que una y otras que otra.

Mi padre se dejó caer contra el respaldo de la silla, perplejo.

– Primero me dices que la cofia es blanca, pero no está pintada con blanco. Luego que la chica está haciendo tal cosa o tal otra. Me confundes -se pasó la mano por la frente como si le doliera la cabeza.

– Lo siento, Padre. Estaba intentando describírselo con toda precisión.

– Pero ¿qué cuenta el cuadro?

– Sus cuadros no cuentan nada.

Mi padre no respondió. Había tenido un invierno difícil. De haber estado allí, Agnes habría podido alegrarlo un poco. Ella sabía cómo hacerlo reír.

– ¿Enciendo los braseros? -pregunté, dirigiéndome a mi madre para que no se diera cuenta de mi impaciencia. Desde que se había quedado ciego, cuando le interesaba, enseguida adivinaba de qué humor estabas. No me gustaba que se mostrara tan crítico con un cuadro que no había visto o que lo comparara con los azulejos que pintaba él. Quería decirle que si pudiera ver la pintura comprendería que no había en ella nada confuso. Puede que no contara ninguna historia, pero no por ello dejaba de ser un cuadro del que resultaba difícil apartar la vista.

Mientras mi padre y yo charlábamos, mi madre había estado trajinando a nuestro alrededor, removiendo la olla, alimentando el fuego, poniendo los platos y los vasos en la mesa, afilando el cuchillo del pan. Sin esperar a que me contestara, cogí los braseros y me los llevé a la leñera, donde se guardaba el carbón. Mientras los llenaba me reproché a mí misma el haberme irritado con mi padre.

Volví con los braseros a la cocina y los encendí con la lumbre. Después de ponerlos debajo de la mesa, conduje a mi padre hasta su silla, mientras mi madre servía el guiso y llenaba de cerveza nuestros vasos. Mi padre probó un bocado y puso mala cara.

– ¿No te has traído nada del Barrio Papista que dé un poco de sabor a estas gachas? -murmuró.

– No me fue posible. Tanneke ha estado enfadada conmigo y no me he acercado mucho por la cocina -lamenté haber dicho estas palabras no bien salieron de mi boca.

– ¿Por qué? ¿Qué has hecho?

Mi padre intentaba cogerme en falta, a veces incluso se llegaba a poner del lado de Tanneke.

Pensé con agilidad.

– Derramé un poco de cerveza. Una jarra entera.

Mi madre me lanzó una mirada de reproche. Sabía que estaba mintiendo. Si mi padre no hubiera estado tan triste puede que también hubiera notado en mi voz que estaba mintiendo.

Pero cada vez lo hacía mejor.

Cuando me disponía a regresar, mi madre insistió en hacer parte del camino conmigo, aunque caía una lluvia intensa y gélida. Al llegar al canal Rietveld y torcer en dirección de la Plaza del Mercado, mi madre me dijo:

– Pronto vas a cumplir diecisiete.

– La semana que viene -asentí.

– No te falta mucho para ser una mujer hecha y derecha.

– No, no mucho.

Miré fijamente las gotas de lluvia que empedraban el canal. No tenía ganas de pensar en el futuro.

– Me han dicho que el hijo del carnicero te pretende.

– ¿Quién le ha dicho semejante cosa?

A modo de respuesta, mi madre se limitó a sacudirse la lluvia de la cofia y de la toquilla.

Yo me encogí de hombros.

– Estoy segura de que no me hace más caso que a cualquier otra muchacha que pase por su puesto.

Esperaba que me advirtiera, que me dijera que tenía que ser una buena chica, que no debía manchar el nombre de nuestra familia, pero en lugar de ello, dijo:

– No seas antipática con él. Sonríele y muéstrate agradable.

Sus palabras me sorprendieron, pero cuando la miré a los ojos y vi el ansia de carne que podía colmar el hijo de un carnicero, comprendí por qué había dejado a un lado su orgullo.

Al menos no me hizo ningún comentario sobre la mentira que les había contado antes. No podía decirles por qué estaba enfadada conmigo Tanneke. Esa mentira ocultaba otra mentira aún mayor. Tendría que explicar demasiado.

Tanneke había descubierto lo que hacía yo por las tardes cuando se suponía que debía estar cosiendo.

Le estaba ayudando a él.


Había empezado hacía dos meses, una tarde de enero no mucho después de que naciera Franciscus. Hacía mucho frío. Franciscus y Johannes estaban los dos malos con bronquitis y problemas respiratorios. Catharina y el ama de cría se estaban ocupando de ellos junto a la estufa del lavadero, mientras que el resto estábamos sentadas cerca del fuego de la cocina.

Sólo faltaba él. Estaba arriba. El frío no parecía afectarle. Catharina se acercó y se detuvo en el umbral entre la cocina y el lavadero.

– Alguien tiene que ir a la botica -anunció muy sofocada-. Necesito unas cosas para darles a los niños.

Me miró intencionadamente.

Normalmente yo hubiera sido la última elegida para hacer ese recado. Ir a la botica no era como ir a la carnicería o la pescadería, unas tareas que Catharina siguió dejando a mi cargo después del nacimiento de Franciscus. El boticario era una persona muy respetada, y a Catharina y a María Thins les gustaba ir a verle. A mí no se me permitían esos lujos. Sin embargo, cuando hacía frío, todos los recados le eran encomendados a la persona menos importante de la casa.

Por una vez, Maertge y Lisbeth no me pidieron que las dejara ir conmigo. Me cubrí con un manto de lana y varias toquillas mientras Catharina me explicaba que tenía que pedir flor de saúco y jarabe de tusílago. Cornelia zascandileaba alrededor viendo cómo me remetía las puntas de las toquillas.

– ¿Puedo ir contigo? -me preguntó sonriendo con un candor bien ensayado. A veces me hacía pensar que tal vez la juzgaba con demasiada severidad.

– No -respondió por mí Catharina-. Hace demasiado frío. Ya basta con tener dos enfermos, para que caigas tú también mala. Vete ya -dijo, dirigiéndose a mí-. Y apúrate.

Cerré la puerta y salí a la calle. Estaba muy silenciosa: con muy buen criterio, la gente estaba acurrucada al calor de sus hogares. El canal estaba helado; el cielo, de un gris amenazador. El viento me daba de frente y hundí la nariz entre los repliegues de lana, entonces oí que me llamaban. Miré alrededor, pensando que Cornelia habría venido detrás de mí. La puerta estaba cerrada.

Miré arriba. Él había abierto la ventana y asomaba la cabeza.

– ¿Sí, señor?

– ¿Adónde vas, Griet?

– A la botica, señor. Me ha mandado la señora. Para los pequeños.

– ¿Podrías traerme algo a mí también?

– Pues claro, señor.

De pronto, el viento parecía menos gélido.

– Espera, voy a apuntártelo -desapareció y yo esperé. Pasado un momento volvió a aparecer y me tiró una bolsita de cuero-: Dale al boticario el papel que va dentro y tráeme lo que te entregue él.

Yo asentí y me metí la bolsita bajo la toquilla, contenta de hacer este encargo secreto.

La botica se encontraba en la Koornmarkt, en dirección a la puerta de Rotterdam. Aunque no era una gran distancia, cuando llegué apenas podía articular palabra, pues cada bocanada de aire parecía haberme congelado por dentro.

Nunca había estado en una botica, ni siquiera antes de entrar de sirvienta: mi madre preparaba ella misma todos nuestros remedios. Ésta ocupaba una pequeña habitación, cubierta en sus cuatro paredes con estantes del suelo al techo que contenían botellas de todos los tamaños, retortas y tarros de barro, todos ellos cuidadosamente identificados. Sospeché que aunque pudiera leer los nombres escritos en ellos, tampoco entendería lo que contenían. Pese a que el frío mata todos los olores, un aroma desconocido para mí impregnaba el ambiente, como en el bosque, escondido bajo las hojas que se están pudriendo.

Sólo había visto una vez al boticario, unas semanas antes en la fiesta del nacimiento de Franciscus. Era un hombre calvo y flaco que me recordaba a un polluelo. Se sorprendió al verme. Poca gente se aventuraba a salir con aquel frío. Estaba sentado detrás de una mesa, con una báscula de precisión a su lado, y esperó a que yo hablara.

– Me mandan mi amo y mi ama -dije con voz entrecortada cuando tuve la garganta lo bastante caliente para poder hablar. Él me miró desconcertado y yo añadí-: Los Vermeer.

– ¡Ah! ¿Cómo va la familia?

– Los pequeños están enfermos. Mi señora necesita flor de saúco y un jarabe de tusílago. Y mi amo… -le entregué la bolsita de cuero.

Él la tomó extrañado, pero cuando leyó el papelito que iba dentro hizo un gesto con la cabeza, asintiendo.

– No me queda carboncillo, ni ocre -dijo entre dientes-. Eso se arregla fácilmente. Pero qué raro; nunca había enviado a nadie a por los ingredientes para hacer los colores -levantó la vista del papel y me miró de reojo-. Siempre viene él a buscarlos. Me sorprende.

Yo no dije nada.

– Siéntate, pues. Aquí detrás, junto al fuego, mientras preparo lo que tienes que llevar.

Entonces lo vi muy atareado, abriendo tarros y pesando montoncitos de flores secas, midiendo el jarabe y vertiéndolo en un frasco, envolviendo cuidadosamente cada cosa con papel y cordel. Unos paquetitos los metió en la bolsita de cuero. Los otros los dejó sueltos.

– ¿Necesita algún lienzo? -me preguntó por encima del hombro, al tiempo que devolvía a su sitio, en uno de los estantes más altos, uno de los tarros.

– Cómo voy a saberlo, señor. Sólo me dijo que le llevara lo que estaba apuntado en el papel.

– Es sorprendente, verdaderamente sorprendente -me miró de arriba abajo. Me enderecé; tanta atención por su parte me hizo desear ser más alta-. Bueno, después de todo hace mucho frío -continuó-, sólo habría salido si se hubiera visto obligado a hacerlo -me entregó los paquetes y la bolsita de cuero y me abrió la puerta.

Ya en la calle, me volví y vi que seguía observándome por la mirilla de la puerta.

De vuelta en la casa, me dirigí primero a Catharina y le di los paquetes que venían sueltos. Luego me apresuré a las escaleras. Él había bajado y me esperaba. Yo me saqué la bolsita de debajo de la toquilla y se la entregué.

– Gracias, Griet -dijo.

– ¿Qué hacéis? -Cornelia nos observaba desde el fondo del pasillo.

Para mi sorpresa, él no le contestó. Sencillamente se dio la vuelta y volvió a subir las escaleras, dejándome sola frente a la niña.

La respuesta más sencilla era decir la verdad, aunque a veces me sentía incómoda diciéndole la verdad a Cornelia. Nunca estaba segura de qué iba hacer ella después de saberla.

– He comprado unos ingredientes para las mezclas de color de tu padre -le expliqué.

– ¿Te lo pidió él?

A esa pregunta respondí como había hecho su padre: me alejé hacia la cocina, quitándome las toquillas por el camino. Temía contestar porque no quería perjudicarle a él. Ya me había dado cuenta de que era mejor que nadie supiera que le había hecho un recado.

Me pregunté si Cornelia le contaría a su madre lo que había visto. Pese a su corta edad era astuta como su abuela. Podría ser que atesorara la información y eligiera cuidadosamente el momento de revelarla.

Unos días después, ella misma contestó a esta pregunta. Fue un domingo; yo estaba en la bodega, buscando en el arconcito donde guardaba mis pertenencias un cuello que me había bordado mi madre, pues quería ponérmelo. Enseguida me di cuenta de que habían estado revolviendo en mis cosas: los cuellos no habían sido doblados de nuevo, una de mis camisolas estaba hecha una bola y metida en una esquina, la peineta de carey fuera del pañuelo que la envolvía. Sin embargo, el pañuelo donde estaba guardado el azulejo que me había dado mi padre estaba tan bien doblado que sospeché algo. Cuando lo abrí, el azulejo se separó en dos trozos. Se había roto de tal forma que el niño y la niña habían quedado separados, el niño miraba ahora al vacío detrás de él; y la niña aparecía completamente sola su cara oculta por la cofia.

Me eché a llorar. Nunca podría haber sospechado Cornelia lo que me iba a doler aquello. Me habría entristecido menos si hubiera separado nuestras cabezas de nuestros cuerpos.


Empezó a darme otras tareas. Otro día me dijo que de vuelta de la pescadería le comprara aceite de linaza en la botica. Tenía que dejarlo al pie de la escalera a fin de no molestarlos a él y a la modelo. Eso dijo. Tal vez pensó que María Thins o Tanneke o Cornelia podrían reparar en que yo había subido al estudio a una hora inusual.

No era una casa en la que se pudieran guardar secretos. Otro día me pidió que le preguntara al carnicero si tenía una vejiga de cerdo. No podía imaginarme para qué la quería hasta que más tarde me pidió que todas las mañanas, después de limpiar el estudio, le dejara preparadas las pinturas que iba a necesitar. Abrió los cajones del armario que estaba al lado del caballete y me mostró en dónde se guardaba cada pintura, nombrando los colores conforme me los iba enseñando. Muchos de los nombres no los había oído en mi vida: ultramarino, bermellón, masicote. Los marrones y los ocres de Siena y el carboncillo y el blanco de plomo se guardaban en unos tarritos de barro, cubiertos con pergamino para que no se secaran. Los colores más valiosos -los azules y los rojos y los amarillos- se guardaban en pequeñas cantidades en vejigas de cerdo. Se les practicaba un agujerito y se las apretaba para sacar la pintura y luego se las volvía a cerrar con un clavo pequeño.

Una mañana cuando estaba limpiando, entró y me Pidió que posara en lugar de la hija del panadero, que estaba enferma y no podía ir.

– Quiero observar una cosa -me explicó-, y tiene que haber alguien en el sitio que ocupa ella.

Yo ocupé su lugar obedientemente, una mano en el asa de la jarra y la otra en la ventana entreabierta, de tal modo que una gélida corriente me cortaba la cara y el pecho.

Tal vez por eso está enferma la hija del panadero, pensé. Él había abierto todos los postigos. Nunca había visto la habitación con tanta luz.

– Baja la barbilla -me dijo-. Y mira hacia abajo, no a mí. Así. No te muevas.

Estaba sentado junto al caballete. No cogió ni la paleta ni la espátula ni los pinceles. Estaba sencillamente sentado, con las manos en el regazo, mirando.

Me sonrojé. No me había dado cuenta de que me iba a mirar tan fijo.

Procuré pensar en otra cosa. Miré por la ventana y observé una barcaza que avanzaba por el canal. El barquero era el mismo hombre que me había ayudado a rescatar la jarra el primer día que llegué a la casa. Cuántas cosas habían cambiado desde aquella primera mañana, pensé. Entonces no había visto ninguno de sus cuadros. Hoy estoy posando para uno.

– Deja de mirar a lo que estás mirando -me dijo-. Te lo noto en la cara. Te distrae.

Intenté no mirar a nada y pensar en otras cosas. Pensé en un día que había salido al campo con mi familia a buscar hierbas. Pensé en una ejecución en la horca que había visto en la Plaza del Mercado el año anterior de una mujer que había matado a su hija estando borracha. Pensé en la expresión de la cara de Agnes la última vez que la había visto.

– Piensas demasiado -me dijo, girándose en el asiento. Me sentí como si hubiera lavado un barreño lleno de sábanas y no hubiera logrado dejarlas limpias.

– Lo siento, señor, no sé qué hacer.

– Inténtalo cerrando los ojos.

Los cerré. Pasado un momento, sentí el marco de la ventana y la jarra en mis manos, anclándome. Luego fui consciente de la pared detrás de mí, de la mesa a mi izquierda y del aire helado que entraba por la ventana.

Así se debe de sentir mi padre, pensé, su cuerpo es consciente del lugar que ocupa en el espacio que le rodea.

– Bien -dijo-. Así está bien, Griet. Puedes seguir limpiando.


No había visto cómo se pintaba un cuadro desde el principio. Pensaba que uno pintaba lo que veía, utilizando los colores que veía.

Él me enseñó.

Empezó la pintura de la hija del panadero aplicando una capa gris pálido sobre el lienzo blanco. Luego hizo unas marcas en marrón rojizo que indicaban dónde iban la chica y la mesa y la jarra y la ventana y el mapa. Después de esto pensé que empezaría a pintar lo que veía: la cara de una chica, una falda azul, un corpiño amarillo y negro, un mapa marrón, una jarra y una jofaina plateadas, una pared blanca. En lugar de eso, pintó parches de color: azul donde iba a ir la falda, ocre para el corpiño y el mapa en la pared, rojo para la jarra y la jofaina donde iba ésta metida, otro tono de gris para la pared. Ningún color se correspondía con el del objeto real. Pasaba mucho tiempo dedicado a estos colores falsos, como los llamaba yo.

A veces la chica venía y se pasaba hora tras hora de pie en su sitio, pero cuando miraba el cuadro al día siguiente, no le había añadido ni quitado nada. Sencillamente había zonas de color que no tenían la forma de nada, por mucho rato que me pasara estudiándolas. Sabía lo que se suponía que eran porque limpiaba los objetos que pretendían reproducir y había visto cómo iba vestida la chica porque un día la vi ponerse el corpiño amarillo y negro de Catharina a través de una rendija en la puerta de la Sala Grande.

Dejaba de mala gana preparados los colores que me pedía cada mañana. Un día saqué también un azul. La segunda vez que lo saqué me dijo:

– No, azul ultramarino, no, Griet. Sólo saca los colores que te pido. ¿Por qué lo has preparado si no te lo he pedido? -parecía molesto.

– Lo siento, señor. Es que… -respiré profundamente- lleva una falda azul. Pensé que lo querría, en lugar de dejarla en negro.

– Cuando esté preparado, te lo pediré.

Hice un gesto de asentimiento y me volví y seguí limpiando una de las sillas que tenían en el respaldo dos cabezas de león. Sentía una opresión en el pecho. No quería que se enfadara conmigo.

Abrió la ventana del medio, y un aire frío inundó la habitación.

– Acércate, Griet.

Dejé el paño del polvo en el alféizar y fui hasta él.

– Asómate a la ventana.

Miré hacia afuera. Hacía bastante aire, y las nubes pasaban y desaparecían detrás de la torre de la Iglesia Nueva.

– ¿De qué color son esas nubes?

– Pues blancas, señor.

Levantó ligeramente las cejas.

– ¿Seguro?

Les eché un vistazo.

– Y grises. Tal vez nieve hoy.

– Venga, Griet, puedes hacerlo mucho mejor. Acuérdate de cómo colocabas las verduras.

– ¿Las verduras, señor?

Movió la cabeza suavemente. Había vuelto a incomodarlo. Se me tensó la mandíbula.

– Piensa en cómo separabas los blancos. Los nabos y las cebollas… ¿tienen el mismo blanco?

De pronto comprendí.

– No. En el de los nabos hay verde; en el de las cebollas, amarillo.

– Exactamente. ¿Qué colores ves, entonces, en las nubes?

– Tienen algo de azul -dije después de observarlas unos minutos-. Y también amarillo. ¡Y hay también algo de verde!

Me entró tal excitación que empecé a señalarlas con el dedo. Había visto nubes toda mi vida, pero me sentía como si en ese momento fuera la primera vez que las veía.

Sonrió.

– Te darás cuenta de que hay muy poco blanco puro en las nubes; sin embargo, la gente dice que son blancas. ¿Entiendes ahora por qué no necesito todavía el azul?

– Sí, señor.

No lo entendía realmente, pero no quería admitirlo. Me sentía como si casi lo entendiera.

Cuando por fin empezó a añadir los colores sobre los falsos colores, entendí qué había querido decir. Pintó un azul claro sobre la falda de la chica, y ésta tomó un azul que en algunas partes dejaba ver el negro, más oscuro en la zona que ocupaba la sombra de la mesa; más claro cerca de la ventana. En las zonas de la pared aplicó un amarillo ocre, tras el cual asomaba algo del gris. Se transformó en una pared luminosa, pero no blanca. Descubrí que cuando le daba la luz de frente, no era blanca, sino que era de muchos colores.

La jarra y la jofaina fueron las más complicadas de pintar: tomaron un color amarillo y marrón y verde y azul. Reflejaban el dibujo de la alfombra, el corpiño de la chica, el paño azul que cubría la silla: todo salvo su verdadero color plateado. Y, sin embargo, seguían pareciendo lo que eran: una jarra dentro de una jofaina.

Después de esto no podía parar de observar las cosas.

Cuando quería que lo ayudara a fabricar las pinturas resultaba más complicado ocultar lo que estaba haciendo. Una mañana me hizo subir con él al desván, al que se accedía por una escalerilla de mano desde el almacén contiguo al estudio. No había subido nunca. Era un cuarto pequeño, con un tejado muy inclinado y una ventana que dejaba entrar bastante luz y una buena vista de la Iglesia Nueva. Estaba casi vacío salvo por un armarito y una mesa de piedra que tenía una concavidad en el medio, dentro de la cual había una piedra con la forma de un huevo al que hubieran cortado un extremo. En la fábrica de mi padre había visto una vez una mesa parecida. También había algunos cacharros -palanganas y platos de barro de poco fondo-, así como unas tenazas junto a la pequeña chimenea.

– Quiero que muelas aquí algunos de los ingredientes de los colores, Griet -dijo, abriendo uno de los cajones del armarito y sacando un palito negro del tamaño de mi dedo meñique-. Esto es un trozo de marfil carbonizado -me explicó-. Es para hacer la pintura negra.

Lo echó en el hueco de la mesa y añadió una sustancia gomosa que olía a animal. Entonces tomó la piedra, a la que llamó moleta, y me enseñó a agarrarla y cómo debía inclinarme sobre la mesa calcando el peso del cuerpo en la piedra para machacar el hueso. Unos minutos después lo había convertido en una fina pasta.

– Ahora inténtalo tú.

Recogió la pasta negra con una paleta, la depositó en un tarrito y sacó otro trozo de marfil carbonizado. Yo agarré la moleta e intenté imitarlo, inclinándome sobre la mesa como él.

– No; tienes que hacer esto con las manos -puso sus manos sobre las mías. De la impresión que me produjo sentir el tacto de sus manos dejé caer la moleta, que rodó sobre la mesa y cayó al suelo.

Me separé de él de un salto y la recogí.

– Lo siento, señor -musité, dejándola en su hueco. No intentó volver a tocarme.

– Sube un poco las manos -me ordenó en su lugar-. Así está bien. Ahora empieza el giro en el hombro y termínalo en la muñeca.

A mí me llevó mucho más tiempo moler mi trozo, pues el roce de su piel me había puesto nerviosa y no daba pie con bola. Además, yo era más baja que él y no estaba acostumbrada al movimiento que había que hacer. Al menos tenía unos brazos fuertes de tanto retorcer la ropa.

– Un poco más fina -me sugirió cuando inspeccionó la pasta. Seguí machacando unos minutos más hasta que decidió que ya estaba lista, y después me hizo tomar una pizca y frotarla entre los dedos para que comprobara por mí misma cómo la quería de fina. Luego puso sobre la mesa varios trozos más.

– Mañana te enseñaré a moler el albayalde. Es mucho más fácil que el negro.

Me quedé mirando el marfil carbonizado.

– ¿Pasa algo, Griet? No te asustarán unos trocitos de hueso, ¿no? No son muy distintos del peine de marfil que utilizas para asear tus cabellos.

Nunca sería lo bastante rica para poseer un peine de marfil. Me peinaba con los dedos.

– No se trata de eso, señor.

El resto de las tareas que me encomendaba podía hacerlas mientras limpiaba el estudio o hacía los recados. Sólo Cornelia había sospechado algo. Pero moler los colores iba a llevarme tiempo; no podía hacerlo cuando se suponía que estaba limpiando el estudio, ni tampoco podía encontrar una explicación de por qué tenía que subir al desván algunas veces, abandonando mis otras tareas.

– Me llevará algo de tiempo -continué con voz tenue.

– Cuando te acostumbres no te llevará tanto tiempo como hoy.

No quería desobedecerle ni llevarle la contraria: era mi amo. Pero temía la furia de las mujeres en el piso de abajo.

– Están esperando a que vaya a comprar la carne, y luego tengo toda la plancha, señor. Me lo ha mandado el ama. Mis palabras sonaron mezquinas.

Él no se movió del sitio.

– ¿A comprar la carne? -repitió frunciendo el ceño.

– Sí, señor. La señora querrá averiguar por qué no puedo hacer mis otras tareas. Tendré que decirle que le estoy ayudando a usted aquí arriba. No me será fácil subir si no hay una razón.

Se produjo un largo silencio. La campana de la torre de la Iglesia Nueva sonó siete veces.

– Ya entiendo -murmuró cuando se callaron las campanadas-. Déjame que lo piense -retiró parte del marfil y volvió a dejarlo en el cajón-. Haz esto ahora -dijo señalando con la barbilla a lo que quedaba-. No te llevará mucho tiempo. Ahora tengo que salir. Déjalo ahí cuando acabes.

Tendría que hablar con Catharina con respecto a mi trabajo. Entonces me sería más fácil hacer lo que me ordenara.

Esperé, pero no le dijo nada.


La solución al problema vino de quien menos me lo podía esperar, de Tanneke. Desde el nacimiento de Franciscus, el ama de cría dormía con ella en el Cuarto de la Crucifixión. Así podía acceder con facilidad a la Sala Grande cuando tenía que dar de mamar al niño. Catharina insistía en que Franciscus durmiera en una cuna a su lado, aunque no lo amamantara ella. A mí este arreglo me parecía bastante raro, pero cuando conocí un poco mejor a Catharina comprendí que lo que quería era mantener una apariencia de maternidad, pero sin el trabajo que ésta implicaba.

A Tanneke no le gustaba tener que compartir el cuarto con el ama de cría y se quejaba de que ésta se tenía que levantar muchas veces para atender al pequeño y que cuando no estaba levantándose estaba roncando. Tanneke se lo contaba a todo el mundo, la escucharan o no. Empezó a flaquear en su trabajo y le echaba la culpa a la falta de sueño. María Thins le dijo que no se podía hacer nada, pero Tanneke seguía gruñendo. Me lanzaba unas miradas terribles, pues antes de que yo entrara a trabajar en la casa, ella dormía en donde lo hacía yo, en la bodega, siempre que era necesaria la presencia del ama de cría.

Una tarde incluso recurrió a Catharina. Ésta, pese al frío reinante, se estaba preparando para una velada en la casa de los Van Ruijven. Estaba de buen humor, llevar las perlas y la pelliza amarilla siempre la ponía contenta. Se había anudado sobre la pelliza un amplío peinador de lino que le cubría los hombros y protegía la piel de armiño de los polvos con los que se estaba empolvando la cara. Mientras Tanneke recitaba sus quejas, Catharina no dejó de empolvarse, comprobando el resultado en un espejo que sostenía en la otra mano. Llevaba el, cabello trenzado y adornado con cintas y, mientras fuera capaz de mantener la expresión de contento, estaba muy guapa; la combinación de cabello rubio y ojos castaños le daba un aspecto exótico.

Por fin alzó la mano y, agitando la brocha en el aire, exclamó entre risas:

– Para ya! Necesitamos al ama de cría y tiene que dormir cerca de mí. En el cuarto de la chica no hay espacio, pero en el tuyo sí, por eso la acomodamos ahí. No se puede hacer nada. Así que para qué me vienes a molestar con esto.

– Tal vez se podría hacer algo -dijo él.

Yo levanté la vista del ropero donde estaba buscando un delantal para Lisbeth. Él estaba en la puerta. Catharina se quedó mirando a su marido sorprendida. Raramente se inmiscuía en la marcha de la casa.

– Pon una cama en el desván y que duerma alguien en ella. Griet, tal vez.

– ¿Griet? ¿En el desván? ¿Por qué? -exclamó Catharina.

– Porque así Tanneke podrá dormir en la bodega, cono, al parecer, prefiere -le explicó él suavemente.

– Pero… -Catharina se detuvo, confusa. Parecía que no estaba de acuerdo con la idea, pero no podía decir por qué.

– Pues sí, señora -intervino Tanneke con cierta impaciencia-. Eso facilitaría las cosas.

Me miró.

Yo me puse a doblar la ropa de las niñas, aunque ya estaba ordenada, para parecer ocupada.

– Pero ¿qué pasará con la llave del estudio? -Catharina finalmente encontró un argumento. Sólo había una manera de llegar al desván: por la escalera de mano del almacén contiguo al estudio, que por la noche se cerraba con llave-. No le podemos dar la llave a una criada.

– No necesitará la llave -contestó él-. Puedes cerrar la puerta del estudio cuando ella se haya ido a la cama. Y luego por la mañana podrá limpiarlo antes de que vayas a abrirlo,

Dejé de doblar la ropa. No me gustaba la idea de quedarme encerrada bajo llave por la noche.

Por desgracia, esta idea pareció complacer a Catharina. Tal vez pensó que dejándome encerrada me mantendría lejos de su vista y a buen recaudo.

– Está bien -asintió. Por lo general no le llevaba mucho tiempo decidir-. Mañana trasladaréis una cama al desván. Será algo temporal -añadió-, hasta que dejemos de necesitar al ama de cría.

Sí, tan temporal como ir a comprar el pescado y la carne pensé.

– Sube un momento conmigo al estudio -dijo él. La miraba de una forma que yo había aprendido a reconocer, con la mirada del pintor.

– ¿Yo? -Catharina le sonrió a su marido.

No solía invitarla al estudio. Ella dejó la brocha haciendo una floritura con la mano y empezó a quitarse el peinador, que estaba cubierto de polvos.

Él se acercó a ella y le agarró la mano.

– No te lo quites.

Esto fue casi tan sorprendente como su sugerencia de que yo me mudara a dormir al desván. Tanneke y yo nos miramos mientras él conducía a Catharina escaleras arriba.

Al día siguiente, la hija del panadero empezó a ponerse el amplio peinador blanco a modo de esclavina para posar para el cuadro.


María Thins no se dejaba engañar fácilmente. Cuando oyó a Tanneke contarle entusiasmada que se iba a trasladar a dormir a la bodega y yo al desván, dio una chupada a su pipa, el entrecejo fruncido.

– Vosotras dos podríais cambiaros el sitio sin más -dijo, señalándonos con la pipa- de modo que Griet durmiera con el ama de cría y tú pasaras a la bodega. Entonces no habría necesidad de que nadie se trasladara al desván.

Tanneke no escuchaba: estaba demasiado henchida con su victoria para seguir la lógica de las palabras de su señora.

– Mi señora ha aceptado -dije sencillamente. María Thins me miró de reojo. Un largo rato.

Dormir en el desván me facilitaba el trabajo que tenía que hacer allí, pero seguía contando con muy poco tiempo. Podía levantarme antes o irme a dormir más tarde, pero a veces me daba tanto trabajo que tenía que buscar la manera de subir por las tardes, en el rato en que normalmente me sentaba a coser junto al fuego. Empecé a quejarme de que con la luz que había en la cocina no veía dónde daba las puntadas y que necesitaba la iluminación que tenía en el desván. O decía que me dolía el estómago y necesitaba acostarme. María Thins me echaba la misma mirada de soslayo cada vez que yo daba una de estas excusas para poder subir, pero no hacía ningún comentario. Me acostumbré a mentir.

Una vez que hubo sugerido que yo durmiera en el desván, dejó de mi cuenta la organización de las tareas a fin de poder trabajar para él. Nunca me ayudó mintiendo por mí o preguntándome si me sobraba tiempo para hacer lo que él me encomendaba. Me daba instrucciones por la mañana y esperaba verlas cumplidas al día siguiente.

La fabricación de los colores me compensaba de todos los problemas que tenía para ocultar lo que estaba haciendo. Me llegó a encantar moler las cosas que traía de la botica -los huesos para el carboncillo, el albayalde, la rubia, el masicote- y ver los colores tan brillantes y puros que se conseguían. Aprendí que cuanto más finos moliera los materiales, más intenso era el color. De ser unos granos ásperos y apagados, la rubia se convertía en un fino polvillo de un rojo brillante y, mezclado con aceite de linaza, en una pintura resplandeciente. Había algo mágico en su fabricación así como en la de los otros colores.

Con él aprendí a lavar las sustancias para quitarles las impurezas y extraer sus verdaderos colores. Empleaba una serie de conchas a modo de cuencos en donde enjuagaba y volvía a enjuagar los colores, en ocasiones hasta treinta veces, a fin de quitarles la arena, la grava o la cal. Era un trabajo largo y tedioso, pero resultaba muy gratificante ver cómo el color se aclaraba con cada lavado y se acercaba a lo que se necesitaba.

El único color que no me dejó manipular fue el azul ultramarino. El lapislázuli era tan caro, y el proceso de extracción del azul puro de la piedra tan complicado, que él mismo se encargaba.

Me habitué a estar a su alrededor. A veces estábamos codo con codo en el pequeño desván, yo moliendo el albayalde y él lavando el lapislázuli o quemando los ocres en el fuego. Apenas me dirigía la palabra. Era un hombre callado. Yo tampoco hablaba. Eran unos momentos muy apacibles, luminosos; entraba un raudal de luz por la ventana

Cuando terminábamos, nos lavábamos las manos vertiéndonos el uno al otro agua de una jarra y frotándonoslas. En el desván hacía mucho frío; aunque había una pequeña chimenea que él utilizaba para calentar el aceite de linaza o para quemar los colores, yo no me atrevía a encenderla a no ser que él me lo pidiera. Si no, tendría que explicarles a Catharina y María Thins por qué desaparecían tan rápidamente el carbón y la leña.

Cuando él estaba conmigo no me importaba tanto el frío. Cuando se paraba cerca de mí sentía el calor de su cuerpo. Una tarde estaba lavando el masicote que acababa de moler cuando oí la voz de María Thins en el estudio. Él estaba trabajando en el cuadro; de pie, posando, la hija del panadero lanzaba de cuando en cuando un suspiro.

– ¿Tienes frío, chica? -le preguntó María Thins.

– Un poco -se oyó responder débilmente.

– ¿Por qué no tiene un brasero?

Él hablaba tan bajo que no oí su respuesta.

– No se notará en el cuadro, no si se lo pone a los pies. No nos conviene que vuelva a enfriarse.

De nuevo me quedé sin oír su respuesta.

– Griet puede ir a buscarle uno -sugirió María Thins-. Debe de estar en el desván, porque al parecer tiene dolor de estómago. Voy a buscarla.

Era más rápida de lo que yo hubiera pensado en una mujer de su edad. Apenas había puesto yo un pie en el peldaño superior y ella ya estaba a mitad de la escalera. Yo volví a poner el pie en el desván. No podía evitarla Y no tenía tiempo de ocultar nada.

Cuando María Thins llegó arriba, enseguida se percató de las conchas dispuestas en una hilera sobre la mesa, de la jarra de agua y del delantal que yo llevaba puesto moteado con el amarillo del masicote.

– ¿Así que era esto lo que estabas haciendo, eh? Eso pensaba yo.

Yo bajé la vista. No sabía qué decir.

– Dolor de estómago, ojos irritados. No todos somos tontos aquí, ¿sabes?

Pregúntele a él, deseaba decirle. Él es el amo. Esto es obra suya.

Pero ella no lo llamó. Ni tampoco apareció él al pie de la escalera para explicarle nada.

Se produjo un largo silencio. Entonces María Thins dijo: ¿Cuánto tiempo llevas ayudándole, muchacha?

– Unas semanas, señora.

– Ya había observado que estas últimas semanas estaba pintando más deprisa.

Levanté la vista del suelo. Tenía una expresión calculadora.

– Si le ayudas a pintar más deprisa, muchacha -me dijo en voz baja-, podrás mantener tu puesto. Ni una palabra a mi hija o a Tanneke.

– Sí, señora.

Se rió.

Tendría que haberlo sabido; eres lista. Casi logras engañarme incluso a mí. Ahora vete a buscarle un brasero a esa pobre chica.


Me gustaba dormir en el desván. No me atormentaba ninguna Crucifixión colgada a los pies de la cama. No había ningún cuadro, sino el olor a limpio del aceite de linaza y del almizcle y de los otros pigmentos. Me gustaba la vista de la Iglesia Nueva y el silencio. Allí no subía nadie, salvo él. Las niñas no me visitaban, como lo hacían a veces en la bodega, ni podían hurgar en mis cosas. Me sentía sola allí arriba, posada por encima del ruido doméstico, en situación de verlo todo desde cierta distancia.

Casi como él.

Lo mejor, sin embargo, era que podía pasar más tiempo en el estudio. A veces me envolvía en una manta y bajaba muy entrada la noche cuando la casa estaba en completo silencio. A la luz de una vela examinaba el cuadro en el que él estaba trabajando o abría un postigo para que entrara la luz de la luna. A veces me sentaba a oscuras en una de las sillas con dos cabezas de león en el respaldo, acercándola a la mesa y descansando el codo en el tapete azul y rojo que la cubría. Me imaginaba ataviada con el corpiño amarillo y negro y las perlas, con una copa de vino en la mano, y él sentado al otro lado de la mesa.

Sin embargo, había una cosa del desván que no me gustaba. No me gustaba quedarme encerrada con llave por la noche.

Catharina había hecho que María Thins le devolviera la llave y empezó a ser ella quien abría y cerraba la puerta. Debía de sentir que así tenía cierto control sobre mí. No le hacía mucha gracia que yo durmiera en el desván, pues significaba que estaba más cerca de él y del lugar al que a ella no le estaba permitido entrar, pero por el que yo podía moverme libremente.

Debía de ser difícil para una esposa aceptar este arreglo. No obstante, durante un tiempo funcionó. Durante tiempo me las apañé para desaparecer por las tardes y lavar y moler los colores que él me mandaba. Catharina solía echarse a dormir con frecuencia por entonces; Franciscus no acababa de estabilizarse y la despertaba casi todas las noches, de modo que necesitaba dormir algo durante el día. Tanneke también solía quedarse dormida junto al fuego, y yo podía salir de la cocina sin tener que inventarme una excusa. Las niñas estaban ocupadas con Johannes, enseñándole a andar y a hablar, y raramente notaban mi ausencia. Y si lo hacían, María Thins les decía que había ido a hacerle un recado, a buscarle algo a sus habitaciones o que le estaba cosiendo una cosa que requería la iluminación del desván. Después de todo, eran niñas, absortas en su propio mundo, indiferentes a las vidas de los adultos, salvo cuando les afectaban directamente.

O eso creía yo.

Una tarde estaba lavando albayalde cuando Cornelia me llamó desde abajo. Yo me limpié las manos rápidamente, me quité el delantal que me ponía para trabajar arriba y me puse el que solía llevar, antes de apresurarme por la escalera de mano. Estaba parada en el umbral del estudio, como si estuviera al borde de un charco considerando si dejarse llevar por la tentación de meterse en él.

– ¿Qué pasa?

Me salió un tono brusco.

– Te está buscando Tanneke -Cornelia se volvió y se dirigió a las escaleras. Vaciló-. ¿Me ayudas, Griet? -me pidió con voz quejumbrosa-. Ve tú primero, así si me tropiezo podrás agarrarme. Son muy empinadas estas escaleras.

No era propio de ella el asustarse. Ni siquiera en unas escaleras que no utilizaba con frecuencia. Me conmoví o, tal vez, sencillamente me sentí culpable por lo dura que era con ella. Bajé y al llegar al último escalón me volví con los brazos extendidos.

– Ahora tú.

Cornelia estaba en la cima de la escalera, las manos en los bolsillos del delantal. Empezó a bajar, una mano en la barandilla y la otra cerrada como una bola bien prieta. Cuando había llegado casi abajo del todo, se tiró y cayó contra mi cuerpo, deslizándose hasta el estómago, donde sentí una dolorosa presión. Cuando estuvo de nuevo en el suelo, empezó a reírse, la cabeza alta y los ojos castaños convertidos en minúsculas rendijas.

– Menudo bicho -susurré, lamentando haber sido tan blanda.

Encontré a Tanneke en la cocina, con Johannes en el regazo.

– Dice Cornelia que me buscabas.

– Sí; se le ha roto uno de los cuellos y quiere que se lo zurzas. No me ha dejado que lo hiciera yo; no sé por qué; sabe de sobra que yo zurzo mejor -y cuando fue a darme el cuello sus ojos repararon en mi delantal-: ¿Qué es eso? ¿Estás sangrando?

Bajé la vista. Un tajo de polvo rojo me atravesaba el estómago, definido como una marca en el cristal de una ventana. Por un momento se me vinieron a la cabeza los delantales de Pieter el padre y de Pieter el hijo.

Tanneke se inclinó para mirar de más cerca.

– No es sangre. Parece polvo. ¿Con qué te has manchado?

Yo me quedé mirando la marca. Rubia, pensé. La molí hace unas semanas.

Sólo oí una risa ahogada en el pasillo.

Cornelia había esperado un tiempo para hacer esta travesura. Incluso se las había apañado para subir al desván a robar el polvo de rubia.

No se me ocurrió ninguna respuesta con la rapidez necesaria. Como vacilara, Tanneke empezó a sospechar algo.

– ¿No habrás estado revolviendo en las cosas del amo? -me dijo en tono acusatorio. Después de todo, ella había posado para él y tenía que saber lo que había en el estudio.

– No… era… -me paré. Acusar a Cornelia me parecía mezquino y además probablemente no impediría que Tanneke descubriera lo que hacía en el desván.

– Creo que es mejor que lo vea tu señora -decidió finalmente.

– No -respondí inmediatamente.

Tanneke se irguió todo lo que le era posible con un niño en el regazo.

– Quítate el delantal, que se lo quiero enseñar a tu señora -me ordenó.

– Tanneke -le dije mirándola cara a cara-, si supieras lo que te conviene no molestarías a Catharina, hablarías con María Thins. Y sola, no delante de las niñas.

Fueron esas palabras, dichas en un tono intimidatorio, las que más dañaron mi relación con Tanneke. No era mi intención que sonaran como sonaron -sencillamente estaba intentando desesperadamente que no se lo dijera a Catharina-. Pero ella nunca me perdonaría por tratarla como si estuviera por debajo de mí.

Mis palabras, al menos, surtieron efecto. Tanneke me miró con ira, pero tras la severidad de su mirada afloraban la duda y el deseo de contárselo a su querida señora. Estaba atrapada entre ese deseo y el de castigar mi insolencia no haciendo caso de mis palabras.

– Habla con tu señora -le dije en voz baja-. Pero a solas.

Aunque estaba de espaldas a la puerta, sentí que Cornelia se apartaba sin hacer ruido.

Tanneke se dejó llevar por su propio instinto. Me pasó a Johannes con una expresión pétrea y se fue en busca de María Thins. Antes de ponérmelo en el regazo, limpié concienzudamente con un trapo la mancha de pigmento rojo y luego eché el trapo al fuego. Seguí sintiendo una mancha. Me senté rodeando al pequeño con los brazos y esperé a que se decidiera mi suerte.

Nunca supe lo que María Thins le dijo a Tanneke, qué amenazas o promesas le haría para que guardara silencio. Pero lo que sea que fuere funcionó: Tanneke no les dijo nada de mi trabajo en el desván ni a Catharina, ni a las niñas, ni tampoco volvió a mencionármelo a mí. No obstante se mostró aún más conflictiva conmigo; no es que le saliera sin darse cuenta, sino que lo hacía deliberadamente. Me hacía volver a la pescadería con el bacalao que yo estaba segura que me había encargado, jurando que lo que ella me había dicho que comprara era platija. No ponía ningún cuidado de no mancharse al cocinar y dejaba que le cayeran grandes lamparones de grasa en el delantal, de modo que me obligaba a dejarlo en remojo más tiempo y a restregarlo con más fuerza para quitárselos. Me dejaba todos los cubos para vaciar y dejó de acarrear el agua del depósito de la cocina y de fregar los suelos, tareas que me veía obligada a hacer yo sola. Ella se quedaba sentada mirándome tétricamente y se negaba a levantar los pies del suelo, de modo que yo tenía que fregar alrededor de ellos, sólo para descubrir más tarde que sus pies estaban tapando un manchurrón de aceite.

Ya nunca me hablaba amablemente. Hacía que me sintiera muy sola en una casa llena de gente.

Así que no me atrevía a coger nada de su cocina para alegrarle un poco la vida a mi padre. Ni les conté ni a él ni a mi madre lo mal que lo estaba pasando en la Oude Langendijck y el cuidado que tenía que tener para no perder el trabajo. Y, por otro lado, tampoco me era posible hablarles de las pocas cosas buenas que tenía: los colores que fabricaba, los ratos que pasaba por la noche sentada sola en el estudio, los momentos en que trabajaba codo con codo con él, reconfortada por su presencia.

De lo único que podía hablarles era de sus cuadros.


Una mañana de abril, cuando por fin parecía que el frío se había ido definitivamente, iba yo caminando por la Koornmarkt hacia la botica y Pieter el hijo apareció de pronto a mí lado y me saludó. No lo había visto antes. Se había puesto un delantal limpio y llevaba un paquete en la mano, que me dijo que tenía que entregar un poco más adelante. Iba en la misma dirección que yo y me preguntó si podía acompañarme. Yo asentí; me pareció que no podía negarme. Durante el invierno lo había visto dos o tres veces por semana en la Lonja. Siempre me resultaba difícil mirarle a la cara: sus ojos parecían agujas que se me clavaban en la piel. Sus atenciones me agobiaban.

– Pareces cansada -me dijo-. Tienes los ojos rojos. Te hacen trabajar demasiado.

Y era verdad. Trabajaba demasiado. Mi amo me había encargado que moliera tanto marfil que había tenido que levantarme muy temprano para poder dejarlo terminado. Y la noche anterior, Tanneke no me había permitido irme a la cama hasta que no volví a fregar el suelo de la cocina, después de que a ella se le cayera un cuenco lleno de grasa. No quería echarle la culpa a mi amo.

– Tanneke la ha tomado conmigo -dije-, y me manda cada vez más cosas. Además, como está empezando el buen tiempo, nos toca hacer limpieza general -añadí, para que no pensara que me estaba quejando de ella.

– Tanneke es rara -dijo-, pero leal.

– Sí, a María Thins sí que le es leal.

– Y con la familia también. ¿No recuerdas cómo defendió a Catharina de su hermano loco?

Hice un gesto de no saber.

– No sé de qué me hablas.

Pieter pareció sorprendido.

– Durante días no se habló de otra cosa en la Lonja de la Carne. ¡Ah, claro, que a ti no te gustan las habladurías! Mantienes los ojos abiertos, pero no vas con chismorreos ni tampoco te gusta escucharlos -dijo con un tono que parecía de aprobación-. Yo me paso el día escuchándolos de las viejas que esperan que les sirva la carne, y no puedo remediar quedarme con alguno.

– ¿Qué hizo Tanneke? -pregunté sin querer.

Pieter sonrió.

– Cuando tu señora estaba embarazada del penúltimo…, ¿cómo se llama?

– Johannes. Como su padre.

La sonrisa de Pieter se ensombreció como una nube al pasar por delante del sol.

– Sí, como su padre -y siguió con la historia-. Un día el hermano de Catharina, Willem, fue de visita a la Oude Langendijck cuando ella estaba ya muy avanzada en su estado y empezó a golpearla, allí mismo en la calle.

– ¿Por qué?

– Dicen que le faltan uno o dos tornillos. Siempre ha sido muy violento. Su padre también lo era. ¿Sabías que el padre y Maria Thins se separaron hace muchos años? Le pegaba.

– ¿Pegar a Maria Thins? -repetí sorprendida. Nunca habría imaginado que nadie pudiera pegar a Maria Thins.

– Así que cuando Willem empezó a golpear a Catharina, Tanneke se interpuso para protegerla. E incluso le arreó a él un buen porrazo.

¿Y dónde estaba el amo mientras sucedía esto?, pensé. No podía haberse quedado en el estudio. No era posible. Debía de estar en la Hermandad o con Van Leeuwenhoek o en Mechelen, la posada de su madre.

– Maria Thins y Catharina consiguieron el año pasado que lo encerraran -continuó Pieter-. No puede salir de la casa en la que está recluido. Por eso no lo has visto. ¿De verdad no habías oído hablar de él? ¿No lo mencionan nunca en la casa?

– No, al menos no en mi presencia -pensé en todas las veces que Catharina y su madre cuchicheaban en el Cuarto de la Crucifixión y se quedaban en silencio cuando entraba yo-. No voy por ahí escuchando detrás de las puertas.

– Ya lo supongo -Pieter volvía a sonreír, como si acabara de contarle un chiste.

Pieter también pensaba, como el resto de la gente, que todas las criadas escuchaban detrás de las puertas. Había muchas ideas preconcebidas sobre las criadas que la gente también me atribuía.

Me quedé callada el resto del camino. No sabía que Tanneke pudiera ser tan leal y tan valiente, pese a todo lo que decía de Catharina a sus espaldas, ni que Catharina hubiera sufrido tales golpes ni que a Maria Thins le hubiera salido un hijo como ése. Intenté imaginarme a mi hermano pegándome en plena calle, pero no pude.

Pieter no dijo nada más; se daba cuenta de que estaba confusa. Cuando se separó de mí al llegar a la botica, se imitó a rozarme el codo y siguió su camino. Yo tuve que pararme un momento y, mirando el agua verde oscuro del canal, agité la cabeza para echar fuera aquellos pensamientos; tras lo cual, me volví y entré en la botica.

Estaba sacando de mi pensamiento la imagen del cuchillo girando en el suelo de la cocina de la casa de mi madre.


Un domingo, Pieter el hijo asistió al servicio religioso de nuestra iglesia. Debió de entrar después de mis padres y de mí y se sentó al fondo, pues no lo vi hasta la salida, ciando estábamos fuera hablando con los vecinos. Estaba parado a un lado de la puerta, mirándome. Cuando me percaté de su presencia, respiré profundamente. Al menos, pensé, es protestante. Antes no estaba segura de que lo fuera. Desde que había entrado a trabajar en la casa del Barrio Papista ya no estaba segura de muchas cosas.

Mi madre siguió mi mirada.

– ¿Quién es ése?

El hijo dei carnicero.

Me miró con curiosidad, en parte sorprendida y, en parte, temerosa.

– Ve a buscarlo -me susurró-, y tráelo junto a nosotros.

La obedecí y me acerqué a Pieter.

– ¿Qué haces aquí? -le pregunté, sabiendo que no estaba siendo todo lo educada que debía.

Él sonrió.

– Hola, Griet. ¿No me vas a decir nada amable?

– ¿Por qué has venido?

– Asisto a los servicios de todas las iglesias de Delft, para ver cuál me gusta más. Me llevará algún tiempo -cuando vio mi cara, abandonó ese tono; conmigo no valían las bromas-. He venido a verte y a conocer a tus padres.

Me sonrojé de tal forma que me pareció que me había subido la fiebre.

– Preferiría que no lo hubieras hecho -le dije en voz baja.

– ¿Por qué no?

– No tengo más que diecisiete años. Yo no… yo no pienso todavía en esas cosas.

– No hay ninguna prisa -dijo Pieter.

Le miré las manos: estaban limpias, pero todavía le quedaban restos de sangre bajo las uñas. Pensé en las manos de mi amo sobre las mías cuando me estaba enseñando a moler el marfil quemado y me dio un escalofrío.

La gente nos miraba porque era un desconocido para todos los feligreses. Y además era un hombre guapo, incluso yo me daba cuenta de ello, con sus largos rizos rubios, los ojos brillantes y la sonrisa fácil. Varias jóvenes intentaban atraer su atención.

– ¿No me vas a presentar a tus padres?

Lo conduje de mala gana junto a ellos. Pieter saludó a mi madre con una ligera inclinación de cabeza y dio la mano a mi padre, quien dio un paso atrás, inquieto. Desde que había perdido la vista, le intimidaban los desconocidos. Y era la primera vez que conocía a alguien interesado por mí.

– No se preocupe, Padre -musité, mientras mi madre presentaba a Pieter a una vecina-, no va a perderme.

– Ya te hemos perdido, Griet. Te perdimos en el mismo momento en que entraste de criada.

Me alivió pensar que no podía ver las lágrimas que me escocían en los ojos.


Pieter el hijo no vino todas las semanas a nuestra iglesia, pero vino lo bastante a menudo para que todos los domingos me pusiera nerviosa y me pasara todo el tiempo que estábamos sentados en nuestro banco alisándome la falda más de lo que le hacía falta y apretando los labios.

– ¿Ha venido? ¿Está aquí? -me preguntaba mi padre todos los domingos, volviendo la cabeza a un lado y al otro.

Yo dejaba que respondiera mi madre.

– Sí, ahí está -decía. O-: No, no ha venido hoy.

Pieter siempre saludaba a mis padres antes de acercarse a mí. Al principio se sentían incómodos en su presencia. Sin embargo, Pieter les hablaba con soltura, ignorando sus extrañas respuestas o sus largos silencios. Sabía cómo tratar a la gente, pues era mucha la que pasaba por el puesto de su padre en el mercado. Después de algunos domingos, mis padres se acostumbraron a él. La primera vez que mi padre se rió con algo que dijo Pieter se quedó tan perplejo que inmediatamente se puso serio, fruncido el ceño, hasta que Pieter dijo otra cosa que le hizo volver a reír.

Siempre había un momento después de haber hablado con ellos un rato en el que mis padres se retiraban y nos dejaban solos. Con gran sabiduría, Pieter dejaba que fueran ellos los que decidieran cuándo. Las primeras veces no se llegó a producir ese momento. Pero un domingo mi madre tomó a mi padre del brazo con clara deliberación diciéndole:

– Vamos a hablar con el pastor.

Durante varios domingos temí ese momento, hasta que me habitué a estar sola con él y observada por tantos ojos. Pieter a veces se burlaba un poco de mí, pero lo más frecuente es que me preguntara cómo me había ido durante la serrana o que me contara historias que había oído en la Lonja o me describiera las subastas de la Feria de Ganado. Tenía mucha paciencia cuando yo me quedaba muda o me mostraba distante y desabrida.

Nunca me preguntó por mi amo. Nunca le conté que le ayudaba a fabricar los colores. Me agradaba que no me preguntara nada.

Los domingos que venía Pieter, yo me sentía muy confusa. Me descubría pensando en mi amo cuando tendría que estarle escuchando a él.

Un domingo de mayo, cuando llevaba casi un año trabajando en la casa de la Oude Langendijck, mi madre le dijo a Pieter un momento antes de dejarnos solos:

– ¿Vendrás a comer con nosotros después del servicio del domingo que viene?

Pieter sonrió al ver que yo me había quedado mirando con la boca abierta.

– Claro que vendré, con mucho gusto.

Apenas oí lo que dijo después de esto. Cuando por fin marchó y mis padres y yo nos fuimos a casa tuve que morderme el labio para no gritar.

– ¿Por qué no me ha dicho que pensaba invitarlo a comer? -murmuré.

Mi madre me miró de reojo.

– Ya era hora de que lo invitáramos -fue todo lo que dijo.

Tenía razón, habría sido una descortesía por nuestra parte no invitarlo a comer con nosotros. Nunca había jugado a este juego con ningún hombre, pero había visto lo que pasaba a mi alrededor. Si Pieter iba en serio, mis padres tenían que tratarlo con seriedad.

También sabía que para ellos era un sacrificio invitarlo. Mis padres tenían muy poco. Pese a mí sueldo y a lo que mí madre sacaba hilando para fuera, apenas lograban mantenerse, y mucho menos mantener otra boca, por no hablar de la de un carnicero. Yo no podía hacer mucho para ayudarles: llevarme lo que podía de la cocina de Tanneke, un poco de leña, tal vez, o unas cebollas, algo de pan. La semana que lo invitaban comían menos y encendían menos el fuego, para poder darle una comida decente.

Pero insistían en que fuera. No me lo decían a mí, pero probablemente consideraban que darle de comer ahora era una manera de llenar nuestros estómagos en el futuro. La esposa de un carnicero -y sus padres- siempre comía bien. Un poco de hambre ahora acabaría por proporcionarnos un estómago lleno.

Más tarde, cuando empezó a venir de forma regular, Pieter le enviaba a mi madre regalos de carne que ella guisaba para el domingo. Aquel primer domingo, sin embargo, mi madre tuvo la sensatez de no ponerle carne al hijo de un carnicero. Hubiera podido juzgar exactamente lo pobres que éramos por el tipo de pieza. En su lugar, hizo un guiso de pescado, al que echó incluso gambas y langosta. Nunca me dijo cómo se había apañado para comprarlas.

La casa, aunque un tanto destartalada, estaba resplandeciente con todos sus cuidados. Había sacado algunos de los mejores azulejos de mi padre, aquellos que no se había visto obligada a vender, y los limpió y los dispuso en fila en la pared para que Pieter los viera mientras comía. Pieter elogió mucho el guiso de mi madre, y sus palabras parecían sinceras. Ella se puso muy contenta y se ruborizó y sonrió y le sirvió un poco más. Luego Pieter le hizo algunas preguntas a mi padre sobre los azulejos, describiéndoselos uno a uno hasta que mi padre reconocía de cuál se trataba y podía terminar él la descripción.

– Griet tiene el mejor -dijo mi padre, después de recorrer todos los que estaban en la habitación-. Es de ella y su hermano.

– Me gustaría verlo -musitó Pieter.

Yo clavé la vista en mis agrietadas manos, que había descansado en el regazo, y tragué saliva. No les había contado lo que había hecho Cornelia con mi azulejo.

Cuando Pieter se iba, mi madre me susurró que lo acompañara hasta el final de la calle. Caminé a su lado, segura de que nuestros vecinos nos observaban, aunque a decir verdad estaba lloviendo y no había mucha gente fuera. Sentía que mis padres me habían empujado a la calle, que habían hecho un trato y que yo había pasado a las manos de un hombre. Al menos es un buen hombre, pensé, aunque no tenga las manos todo lo limpias que deberían estar.

Cerca del canal Rietveld había un callejón al que me condujo Pieter, poniendo su mano en la parte baja de mi espalda. Agnes solía esconderse allí cuando jugábamos de niñas. Yo me apoyé en el muro y dejé que Pieter me besara. Estaba tan deseoso que me mordió los labios. Yo no grité, me lamí la sangre salada y miré por encima de su hombro a la tapia de ladrillo que había enfrente mientras él se apretaba contra mí. Me cayó una gota de lluvia en el ojo.

No le dejé hacer todo lo que quería. Pasado un rato, Pieter se apartó. Me tocó la cabeza con la mano. Yo me moví.

– ¿Te gustan las cofias, no? -dijo.

– No tengo el dinero suficiente para peinarme e ir sin cofia -le espeté a modo de respuesta-. Ni tampoco soy… -no terminé la frase. No necesitaba decirle cuáles eran las otras mujeres que no se tapaban el cabello.

– Pero tu cofia te cubre todo el pelo. ¿Por qué? La mayoría de las mujeres se dejan algo de cabello fuera.

No contesté.

– ¿De qué color es tu cabello?

– Castaño.

– ¿Claro u oscuro?

– Oscuro.

Pieter sonrió como si estuviera jugando con un niño de corta edad.

– ¿Liso o rizado?

– Ni uno ni otro. Los dos -hice una mueca, confusa.

– ¿Largo o corto?

Dudé.

– Por debajo de los hombros.

Él siguió sonriéndome, luego me besó de nuevo y volviéndose se encaminó hacia la Plaza del Mercado.

Había dudado porque no quería mentir, pero tampoco quería que él lo supiera. Tenía el pelo largo e indómito. Cuando me lo dejaba sin cubrir parecía que pertenecía a otra Griet, una Griet que iría a un callejón sola con un hombre, y que no era ni tan tranquila ni tan callada ni tan limpia. Una Griet semejante a las mujeres que no se cubrían la cabeza. Por eso mantenía mis cabellos completamente cubiertos, para que no hubiera rastro de esa Gríet.


Terminó el cuadro de la hija del panadero. Esta vez no me pilló de sorpresa, pues dejó de mandarme que moliera y lavara colores. Ya no necesitaba mucha pintura. Tampoco realizó cambios repentinos al final, como había hecho en el cuadro de la mujer con el collar de perlas. Había cambiado cosas antes; había quitado una de las sillas y había movido el mapa de sitio. Estos cambios no me sorprendieron tanto, porque había tenido la oportunidad de pensar yo misma en ellos y sabía que lo que había hecho mejoraba la pintura.

Volvió a traer la cámara oscura de Leeuwenhoek para mirar por última vez a través de ella la escena que estaba pintando. Después de montarla, me permitió mirar a mí también. Aunque seguía sin entender cómo funcionaba, llegué a admirar las escenas que se veían, como si fueran pinturas, dentro de la cámara, las diminutas imágenes inversas de las cosas que había en la habitación. Los colores de los objetos se hacían más intensos -el tapete de la mesa de un rojo más vivo, el mapa de la pared de un marrón más brillante, como un vaso de cerveza alzado al sol-. No estaba segura de en qué forma le ayudaba la cámara en su trabajo, pero me estaba convirtiendo en una especie de María Thins a este respecto: sí le hacía pintar mejor, no me planteaba para qué servía o dejaba de servir.

No pintaba más rápido, sin embargo. El cuadro de la chica con la jarra de agua le llevó cinco meses. Muchas veces me preocupaba el que Maria Thins pudiera recordarme que no le estaba ayudando a pintar más rápido y me dijera que recogiera mis cosas y me fuera.

Pero no lo hizo. Sabía que aquel invierno había estado muy ocupado en la Hermandad, así como en Mechelen. Tal vez había decidido esperar a ver si las cosas cambiaban en el verano. O puede que le costara trabajo recriminárselo, pues le gustaba mucho el cuadro.

– Es una pena que un cuadro tan bueno vaya a acabar en la casa del panadero -comentó ella un día-. Podríamos haberle sacado más si se lo hubiéramos vendido a Van Ruijven.

No cabía duda de que él pintaba y ella hacía los tratos. Al panadero también le gustó el cuadro. El día que vino a verlo fue muy diferente de la visita formal que habían realizado Van Ruijven y su esposa varios meses antes para ver su cuadro. El panadero trajo a toda su familia, incluyendo varios niños y una o dos hermanas. Era un hombre muy alegre; tenía la cara permanentemente encarnada por el calor del horno y parecía que había metido el pelo en un saco de harina. Rechazó el vino que le ofreció María Thins y prefirió una jarra de cerveza. Le gustaban los niños e insistió en que dejaran entrar también al estudio a las cuatro niñas y a Johannes. Ellas también lo querían; siempre que venía de visita les traía una nueva concha para su colección. Esta vez había traído una del tamaño de mi mano, que era rugosa y puntiaguda, con unas marcas amarillo pálido, por fuera, y lisa, con un tono rosa anaranjado, por dentro. A las niñas les encantó y se fueron corriendo en busca del resto de sus conchas. Las subieron y se pusieron a jugar en el almacén con los hijos del panadero, mientras Tanneke y yo servíamos a los invitados mayores en el estudio.

El panadero anunció que el cuadro le satisfacía.

– Mi hija ha salido muy bien en él, y eso me basta -dijo.

Luego Maria Thins se lamentó de que no lo hubiera contemplado con el detenimiento con el que lo habría hecho Van Ruijven, de que tuviera los sentidos embotados por la cerveza que bebía y el desorden en el que vivía. Yo no estaba de acuerdo, pero no lo dije. A mí me pareció que el panadero había reaccionado de una forma sincera ante el cuadro. Van Ruijven exageraba demasiado cuando contemplaba los cuadros, con todas sus edulcoradas palabras y gestos bien estudiados. Era demasiado consciente de que actuaba para un público, mientras que el panadero sencillamente decía lo que pensaba.

Fui a comprobar qué hacían los niños en el almacén. Estaban tirados por el suelo, jugando con las conchas y poniéndolo todo perdido de arena. Los arcones y los libros y los platos y los cojines que se guardaban allí no parecían interesarles.

Cornelia estaba bajando por la escalera de mano del desván. Saltó desde el tercer peldaño y dio un grito de triunfo al caer al suelo. Me miró brevemente y en sus ojos había un reto. Uno de los hijos del panadero, de la edad de Aleydis más o menos, subió unos peldaños y saltó al suelo. Tras él probó Aleydis y luego otro niño y otro y otro.

Nunca había llegado a saber cómo había conseguido Cornelia llegar al desván para robar el trozo de rubia con el que me manchó de rojo el delantal. Era astuta por naturaleza y desaparecía sin que nadie se diera cuenta. Yo no le había dicho nada de este robo ni a Maria Thins ni a él. No estaba segura de que fueran a creerme. En su lugar, me aseguraba de que los colores quedaban bien guardados siempre que no estábamos ni él ni yo en el desván.

Se había tirado en el suelo junto a su hermana Maertge, y no le dije nada entonces. Pero esa noche, revisé mis cosas. No faltaba nada: el azulejo roto, la peineta de carey, mi breviario, los pañuelos bordados, mis cuellos, mis camisolas, mis delantales y cofias. Conté todas las prendas, las separé y volví a doblarlas.

Luego comprobé el armario de los colores, sólo para asegurarme. También estaban intactos, y no parecía que nadie hubiera estado revolviendo en ellos.

Tal vez, después de todo, no estaba siendo más que una niña subiéndose a una escalera y saltando, una niña jugando más que haciendo una fechoría.


El panadero se llevó su cuadro en mayo, pero mi amo no empezó a preparar el escenario del siguiente hasta julio. Yo empecé a agobiarme con el retraso, esperando que Maria Thins me echara la culpa, aunque las dos sabíamos que no era culpa mía. Entonces, un día, la oí decirle a Catharina que un amigo de Van Ruijven había visto el cuadro de su mujer con el collar de perlas y pensaba que ésta debería estar mirando al frente en lugar de a un espejo.

Van Ruijven había decidido que quería un cuadro con la cara de su mujer vuelta hacia el pintor.

– Es una pose que no suele pintar con frecuencia -observó.

No oí la respuesta de Catharina. Dejé por un instante lo que estaba haciendo, barrer el cuarto de las niñas.

– Seguro que recuerdas el último -le dijo Maria Thins-. El de la criada. ¿Recuerdas a Van Ruijven y la criada del vestido rojo? [5]

Catharina sofocó una risita.

– Ésa fue la última vez que apareció alguien mirando de frente en un cuadro suyo -continuó Maria Thins-. ¡Y menudo escándalo se armó! Estaba segura de que iba a negarse cuando Van Ruijven se lo sugirió esta vez, pero ha aceptado.

No podía preguntárselo a Maria Thins porque entonces sabría que había estado escuchándolas. Tampoco a Tanneke, porque ya nunca quería contarme nada de lo que oía. Así que un día que no había mucha gente en el puesto le pregunté a Pieter el hijo qué sabía él de aquella criada del vestido rojo.

– ¡Ah, sí! Se habló mucho de ella en la Lonja -me contestó, con una sonrisita. Se inclinó y volvió a colocar las lenguas que tenían a la venta.

– Hace ya varios años de eso. Decían que Van Ruijven quería que una de sus criadas posara en un cuadro con él. Le pusieron un vestido de su mujer, uno rojo, y Van Ruijven se aseguró de que fuera una escena en la que se bebiera, de modo que cada vez que posaban la hacía beber. Y pasó lo que tenía que pasar: antes de que el cuadro estuviera terminado, ella se había quedado embarazada.

– ¿Y qué pasó con ella? Pieter se encogió de hombros.

– ¿Tú qué crees que les pasa a esa clase de chicas?

Se me heló la sangre en las venas al oír sus palabras. Había oído antes este tipo de historias, pero ninguna de ellas me había tocado tan de cerca. Pensé en mis sueños de ponerme las ropas de Catharina, en cuando Van Ruijven me agarró por la barbilla en el pasillo, en él diciéndole a mi amo: «Debería pintarla».

Pieter dejó de hacer lo que estaba haciendo; se le había puesto cara de preocupación.

– ¿Por qué te interesa tanto?

– No, no me interesa en especial -respondí, como si me diera igual-. Es que oí algo, pero no tiene mayor importancia.


No había estado presente cuando preparó la escena para el cuadro de la hija del panadero; todavía no le ayudaba por entonces. Pero esta vez, sin embargo, cuando la mujer de Van Ruijven vino a posar por primera vez para el nuevo cuadro, yo estaba trabajando en el desván y oí lo que decía él. Ella era una mujer muy callada. Hizo lo que le indicaba sin emitir un solo sonido. Ni siquiera se oyó el taconeo de sus finos zapatos en las baldosas. Él la hizo quedarse de pie al lado de la ventana, que tenía los postigos abiertos, luego la hizo sentar en una de las sillas con leones en el respaldo que estaban dispuestas alrededor de la mesa. Lo oí cerrar algunos de los postigos.

– Este cuadro será más oscuro que el anterior -afirmó.

Ella no respondió. Era como si él estuviera hablando para sí. Pasado un momento me llamó. Cuando aparecí ante él me dijo:

– Griet, ve a buscar la pelliza amarilla de mi mujer y el collar y los pendientes de perlas.

Catharina había salido de visita aquella tarde, de modo que no pude pedirle las joyas. En cualquier caso me asustaba hacerlo. Así que me dirigí al Cuarto de la Crucifixión, donde estaba María Thins, quien abrió el joyero y me entregó el collar y los pendientes. Luego saqué la pelliza del armario de la Sala Grande, la sacudí y la doblé cuidadosamente sobre el brazo. Era la primera vez que sentía su tacto. Hundí la nariz en la piel, y era muy suave, como la de un conejito.

Cuando recorría el pasillo hacia las escaleras, me asaltó el deseo de huir llevándome aquellas riquezas. Podía ir a la estrella en medio de la Plaza del Mercado, elegir una dirección y no volver más.

Pero en lugar de ello volví junto a la mujer de Van Ruijven y la ayudé a ponerse la pelliza. Le quedaba como sí fuera una segunda piel. Después de ponerse los pendientes, se colocó el collar alrededor del cuello. Yo sujeté las cintas para atárselo, pero en ese momento él dijo:

– No te pongas el collar. Déjalo sobre la mesa.

Ella se volvió a sentar. Él se sentó también en su silla y la estudió. A ella no parecía importarlemiraba al vacío, sin ver, como había intentado él que hiciera yo.

– Mírame -le dijo.

Ella lo miró. Tenía unos grandes ojos oscuros, casi negros. Él cubrió la mesa con un tapete, luego lo cambió por el paño azul. Dispuso las perlas formando una línea sobre la mesa, luego en un montón, luego otra vez en línea. Le pidió a ella que se pusiera de pie, que se sentara, que se echara hacia atrás, después hacia adelante.

Pensé que se había olvidado de que yo estaba observándolo desde un rincón, hasta que me dijo:

– Griet, ve a buscar la brocha de empolvarse de Catharina.

Le pidió que sujetara la brocha a la altura de la cara, como si se estuviera empolvando, que la dejara sobre la mesa, pero sin soltarla, que la dejara a un lado. Me la dio:

– Vuélvela a su sitio.

Cuando regresé le había dado pluma y papel. Estaba sentada en la silla, el cuerpo inclinado hacia delante y escribía; a su derecha había un tintero. Mi amo abrió un par de los postigos superiores y cerró el par inferior. La habitación se quedó más oscura, pero la luz iluminó directamente la alta frente de la mujer, el brazo que reposaba sobre la mesa, la manga de la pelliza amarilla. [6]

– Adelanta ligeramente la mano derecha -dijo él-. Ahí está bien.

Ella escribía.

– Mírame -le dijo.

Ella lo miró.

Él cogió un mapa del almacén y lo colgó de la pared detrás de la mujer. Lo quitó. Probó con un pequeño paisaje, con una marina, con la pared sin nada. Entonces desapareció escaleras abajo.

Mientras él estuvo fuera me dediqué a observar detenidamente a la mujer de Van Ruijven. Tal vez era descortés, pero quería ver qué hacía. No se movió. Pareció acomodarse con mayor naturalidad en la pose. Para cuando regresó con una naturaleza muerta de instrumentos musicales, parecía como si siempre se hubiera sentado a escribir en aquella mesa. Me habían contado que antes del cuadro del collar ya la había pintado otra vez, tocando el laúd. Y debía de saber lo que exigía de las modelos. Tal vez, sencillamente, ella era lo que él quería.

Colgó la naturaleza muerta detrás de la mujer y después se sentó de nuevo a estudiarla. Mientras ellos se miraban, yo me sentí como si no estuviera allí. Quería irme, volver a mis colores, pero no me atrevía a molestarlos.

– La próxima vez que vengas, ponte cintas blancas en el pelo en lugar de amarillas, y una amarilla para atártelo -atrás.

Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.

– Puedes descansar.

Cuando la dejó ir, yo también me sentí libre de mar


Al día siguiente arrimó una silla más a la mesa. Y al otro, subió el joyero de Catharina y lo colocó encima. Tenía perlas incrustadas alrededor de las pequeñas cerraduras de los cajoncitos.

Van Leeuwenhoek llegó con su cámara oscura cuando él estaba trabajando en el desván.

– Tendrás que conseguirte una tú -le oí decir con su voz grave-. Aunque he de admitir que me da la oportunidad de ver lo que estás pintando. ¿Dónde está la modelo?

– No ha podido venir hoy.

– Pues eso dificulta las cosas.

– No. Griet -me llamó.

Bajé la escalerilla. Cuando entré en el estadio Van Leeuwenhoek me miró pasmado. Sus ojos, castaños muy claros, tenían unos grandes párpados que le hacían parecer soñoliento. Nada más lejos de él, sin embargo; más bien se mostraba alerta y perplejo, tensas las comisuras de los labios. Pese a su sorpresa al verme, su gesto era amable y cuando se repuso de su asombro incluso me hizo una pequeña inclinación de cabeza.

Ningún caballero me había saludado antes de esta forma. No lo pude remediar y sonreí.

Van Leeuwenhoek se rió.

– ¿Qué estabas haciendo ahí arriba, querida?

– Moler los colores, señor.

Se volvió hacia mi amo.

– ¡Una ayudante! ¿Qué otras sorpresas me aguardan? Lo siguiente es que la enseñes a pintar a tus modelos.

A mi amo no le hizo gracia el comentario.

– Griet -me dijo-, siéntate como viste hacerlo el otro día a la mujer de Van Ruijven.

Avancé nerviosa hasta la silla y me senté, inclinada hacia delante, como había hecho ella.

– Agarra la pluma.

Yo la cogí con mano vacilante de modo que la pluma se agitó en el aire y puse las manos como recordaba que las había puesto ella. Rogué al cielo que no me pidiera que escribiera nada, como le había pedido a la mujer de Van Ruijven. Mi padre me había enseñado a escribir mi nombre, pero poco más. Al menos sabía cómo agarrar la pluma. Pasé la vista por las hojas que había sobre la mesa, curiosa por lo que habría escrito en ellas la mujer de Van Ruijven. Sabía leer cosas sencillas y conocidas, como mi libro de oraciones, pero no la letra de una dama.

– Mírame.

Lo miré. Intenté ser la mujer de Van Ruijven. El se aclaró la garganta.

– Llevará la pelliza amarilla -le dijo a Van Leeuwenhoek, quien asintió.

Mi amo se puso en pie, y entre los dos montaron la cámara oscura apuntando hacia donde estaba yo. Luego miraron por turno. Cuando se inclinaron sobre la caja con el sobretodo negro cubriéndoles la cabeza, me resultó más fácil quedarme con la mente en blanco, como sabía que quería él que hiciera.

Sin sacar la cabeza de debajo del sobretodo le pidió a Van Leeuwenhoek varias veces que cambiara el cuadro de sitio, hasta que se quedó satisfecho, y luego que abriera o cerrara este o aquel postigo. Por fin pareció contento. Enderezó la espalda y doblando el sobretodo lo dejó sobre el respaldo de una silla. Acto seguido se dirigió a la mesa de despacho, tomó una hoja de papel y se la entregó a Van Leeuwenhoek. Se pusieron a comentar el contenido de la misma: asuntos relativos a la Hermandad sobre los que mi amo quería una opinión. Hablaron largo rato.

Van Leeuwenhoek alzó la vista de pronto.

– ¡Pero hombre de Dios, deja que la chica vuelva a sus tareas!

Mi amo me miró como si le hubiera sorprendido que yo siguiera sentada detrás de la mesa, la pluma en la mano.

– Puedes retirarte, Griet.

Al salir me pareció ver una expresión de tristeza en la cara de Van Leeuwenhoek.


Dejó la cámara montada en el estudio unos días. Tuve la ocasión de mirar por ella varías veces sin que hubiera nadie presente, deteniéndome en los objetos dispuestos sobre la mesa. Había algo en la escena que iba a empezar a pintar que me preocupaba. Era como mirar un cuadro torcido. Había algo que yo cambiaría, pero no sabía el qué. La caja tampoco me ofrecía una solución.

Un día regresó la mujer de Van Ruijven y él la observó con la cámara durante un buen rato. Yo atravesé el estudio mientras él tenía la cabeza tapada; lo más sigilosa que pude a fin de no molestarlos. Me quedé un momento parada detrás de él para ver la escena con la modelo. Ésta debió de verme pero no dio señales de ello y siguió con sus ojos oscuros fijos en él.

Se me ocurrió que la escena era demasiado clara. Aunque yo valoraba la claridad y el orden por encima de todas las cosas, sabía por sus otros cuadros que tenía que haber cierto desorden sobre la mesa, algo en lo que se prendiera el ojo. Consideré todos y cada uno de los objetos -el joyero, el tapete azul, las perlas, la carta, el tintero- decidiendo qué cambiaría. Volví sin hacer ruido al desván, sorprendida por mis atrevidos pensamientos.

En cuanto vi con precisión lo que tenía que hacer en la escena, me limité a esperar a que hiciera el cambio.

No movió nada de lo que había sobre la mesa. Entornó un poco los postigos, rectificó la inclinación de la cabeza de la mujer, el ángulo de la pluma que tenía en la mano. Pero no cambió lo que yo esperaba que cambiara.

Pensaba en ello mientras retorcía las sábanas, mientras giraba el asador donde se hacía la carne corno me había ordenado Tanneke, mientras limpiaba los azulejos de la cocina, mientras lavaba los colores. Pensaba en ello en la cama por la noche. A veces me levantaba y volvía a mirarlo. No, no estaba equivocada.

Le devolvió la cámara a Van Leeuwenhoek.

Cada vez que miraba la escena notaba un peso en el pecho, como si algo me oprimiera.

Dispuso un lienzo en el caballete y aplicó una capa de blanco de plomo y tiza mezclados con un poquito de siena tostado y amarillo ocre.

El peso en el pecho iba en aumento, esperando que él hiciera lo que yo esperaba.

Perfiló ligeramente en marrón rojizo el contorno de la mujer y de los objetos.

Cuando empezó a pintar los grandes bloques de colores falsos, creí que me iba a estallar el pecho, como un saco demasiado lleno de harina.

Una noche, en la cama, antes de dormirme, decidí que tendría que hacer el cambio yo misma.

A la mañana siguiente, limpié, volviendo a dejar cuidadosamente en su sitio el joyero, colocando las perlas y la carta como estaban y abrillantando y restituyendo a su lugar el tintero. Entonces, en un rápido movimiento, tiré del paño azul hacia arriba, sacándolo de las oscuras sombras de debajo de la mesa y haciéndolo fluir sesgado sobre ésta, por delante del joyero. Retoqué las líneas de los pliegues y me alejé unos pasos. El paño era ahora un eco del brazo de la modelo con la pluma en la mano.

Sí, pensé, y apreté los labios. Puede que me despida por haberlo cambiado, pero ahora está mejor.

Esa tarde no subí al desván, aunque tenía mucho que hacer allí. Me senté fuera en el banco al lado de Tanneke a remendar las camisas. Por la mañana él no había estado en el estudio, porque había ido a la Hermandad, y había comido en casa de Van Leeuwenhoek. Todavía no había podido ver el cambio.

Esperé ansiosa sin moverme del banco. Incluso Tanneke, que por aquellos días trataba de ignorarme, se dio cuenta de mi estado de ánimo.

– ¿Qué te pasa, muchacha? -me preguntó. Había tomado la costumbre de llamarme muchacha, como su señora-. Pareces un cordero camino del matadero.

– Nada -le respondí-. Cuéntame lo que sucedió la última vez que vino el hermano de mi señora. He oído algo en el mercado. Y todavía siguen nombrándote -añadí, esperando que esto la distrajera y la halagara y disimulara así la torpeza con la que trataba de soslayar su pregunta.

Por un instante Tanneke se irguió en su asiento, hasta que recordó quién le estaba preguntando.

– Eso a ti no te importa -me espetó-. Es un asunto familiar en el que tú no debes inmiscuirte.

Unos meses antes hubiera estado encantada de contarme una historia en la que ella quedaba tan bien parada. Pero era yo quien estaba preguntando, y no me iba a complacer haciéndome digna de su confianza o de sus palabras, aunque debió de darle pena dejar pasar una oportunidad tan buena de darse importancia delante de mí.

Entonces lo vi venir a él: se dirigía hacia nosotras por la Oude Langendijck, el sombrero ligeramente ladeado para proteger su cara del sol primaveral, su oscura capa retirada de los hombros. Cuando se acercó no fui capaz de mirarlo.

– Buenas tardes, señor -canturreó Tanneke en un tono totalmente distinto.

– Muy buenas, Tanneke. No se está mal al sol, ¿no?

– ¡Oh, se está la mar de bien, señor! Me gusta que me dé el sol en la cara.

Yo no levanté la vista de la labor que tenía en la mano. Lo sentí mirándome.

Cuando entró él en la casa, Tanneke me susurró:

– Da las buenas tardes al amo cuando te hable, muchacha. No tienes educación.

– Fue a ti a quien habló.

– Pues claro. Pero aquí no hay sitio para los malos modos, conque ya puedes andarte con cuidado o te verás en la calle.

Debe de estar ya arriba, pensé. Debe de haber visto ya lo que he hecho.

Esperé, casi incapaz de agarrar la aguja. No sabía exactamente qué estaba esperando. ¿Me regañaría delante de Tanneke? ¿Me alzaría la voz por primera vez desde que había entrado a servir en su casa? ¿Me diría que le había echado a perder el cuadro?

Tal vez se limitaría a tirar del paño azul hacia abajo, de modo que colgara igual que antes. Tal vez no me diría absolutamente nada.

Más tarde, aquella noche, lo vi brevemente cuando bajó a cenar. No parecía ni contento ni enfadado, ni despreocupado ni ansioso. No me ignoró, pero tampoco me miró.

Cuando subí a acostarme, comprobé si había vuelto a dejarlo como estaba antes de que yo lo tocara.

No había hecho nada. Alcé mi vela a la altura del caballete: había vuelto a perfilar en marrón rojizo los pliegues del paño azul. Había incluido mi cambio.

Esa noche, estuve largo rato despierta en la cama, sonriendo en la oscuridad.

A la mañana siguiente, entró en el estudio cuando yo estaba limpiando alrededor del joyero. Era la primera vez que me veía utilizar mi método de mediciones para volver a dejarlo todo exactamente donde estaba. Había puesto un brazo a lo largo de un lateral del joyero y lo había movido para limpiar por debajo y alrededor. Cuando levanté la vista me estaba observando. No me dijo nada. Tampoco yo dije nada; lo único que me preocupaba era volver a dejar la caja en su sitio exacto. Luego limpié el tapete azul con un trapo húmedo, poniendo especial atención en los nuevos pliegues que yo le había hecho. Me temblaban las manos. Cuando terminé, lo miré.

– Dime, Griet, ¿por qué has cambiado el tapete? -su tono era el mismo que cuando me había preguntado en casa de mis padres qué estaba haciendo con las verduras. Me pensé un momento la respuesta.

– Tiene que haber un poco de desorden en la escena para que contraste con la calma de ella -le expliqué-. Algo que choque al ojo. Pero también tiene que ser agradable de ver, y lo es, porque el tapete y su brazo están en una posición parecida.

Se produjo una larga pausa. Él tenía la vista fija en la mesa. Yo esperé, secándome las manos en el delantal.

– Nunca había pensado que podría aprender algo de una criada -dijo por fin


Un domingo mi madre se unió a nosotros cuando yo estaba describiéndole el nuevo cuadro a mi padre. Pieter nos acompañaba y tenía la vista fija en un trozo de suelo iluminado por un rayo de sol. Siempre se quedaba callado cuando hablábamos de los cuadros de mi amo.

No les conté nada del cambio que había hecho yo y que mi amo había aceptado.

– Pues a mí me parece que sus pinturas no son buenas para el alma -anunció de pronto mi madre. Tenía cara de pocos amigos. Era la primera vez que hacía algún comentarlo sobre lo que pintaba mi amo.

Mi padre volvió la cara hacia ella, sorprendido.

– Son buenos para su bolsillo, diría yo -añadió Frans sarcástico.

Era uno de los escasos domingos que se le había ocurrido venir a casa. Últimamente se había obsesionado con el dinero. Siempre me estaba preguntando cuánto valían las cosas de la casa de la Oude Langendijck, cuánto valían las perlas y la pelliza que aparecían en los cuadros o el joyero con incrustaciones de perla y su contenido; cuántos cuadros había colgados en las paredes y qué tamaño tenían. Yo no le decía mucho. Me apenaba, tratándose como se trataba de mi propio hermano, pero me temía que había empezado a pensar que había formas más fáciles de ganarse la vida que como aprendiz en una fábrica de azulejos. Suponía que no pasaba de ser sólo un sueño, pero era un sueño que yo no quería alimentar con visiones de objetos caros a su alcance -o al de su hermana.

– ¿Qué quiere decir, Madre? -le pregunté, pasando por alto el comentario de Frans.

– Hay algo que suena peligroso en la descripción que haces de sus cuadros -explicó ella-. Por tu forma de hablar de ellos podrían ser escenas religiosas. Es como si la mujer que describes fuera la Virgen María, cuando es sólo una mujer escribiendo una carta. Le das un significado al cuadro que no tiene ni merece tener. Hay en Delft miles de cuadros. Se ven por todas partes, tanto en las tabernas como en las casas de los ricos. Podrías comprar uno en el mercado con dos semanas de tu sueldo.

– Si hiciera tal cosa -repliqué-, usted y Padre no comerían en dos semanas y morirían sin ver el cuadro que había comprado.

Mi padre puso una mueca de desagrado. Frans, que estaba haciendo nudos en un cordel, se quedó mudo. Pieter me miró.

Mi madre permaneció impasible. No solía decir nunca lo que pensaba. Y cuando lo hacía sus palabras valían oro.

– Lo siento, Madre -tartamudeé-. No quería…

– Se te han subido los humos a la cabeza desde que trabajas en su casa -me interrumpió ella-. Has olvidado quién eres y de dónde vienes. Nosotros somos una honesta familia protestante en cuyas necesidades no caben los lujos ni las modas.

Bajé la vista, dolida por sus palabras. Eran palabras de madre, las mismas que le diría yo a una hija mía si estuviera preocupada por ella. Aunque me ofendió que las dijera, al igual que me ofendía que dudara del valor de los cuadros de mi amo, sabía que había bastante de verdad en ellas.

Pieter no se quedó tanto tiempo conmigo en el callejón ese domingo.

Mirar el cuadro a la mañana siguiente fue un tormento. Los bloques de falsos colores estaban terminados y había empezado a perfilar los ojos y la alta cúpula de la frente de la mujer y parte de los pliegues de la manga. El rico tono amarillo de ésta me colmó de ese placer que habían condenado las palabras de mí madre, y me sentí culpable. Intenté imaginarme el cuadro terminado colgado en la carnicería de Pieter el padre, puesto a la venta por diez florines, una sencilla estampa de una mujer escribiendo una carta. No pude.

Esa tarde mi amo estaba de muy buen humor -de lo contrario no me hubiera atrevido a preguntarle-. Me había acostumbrado a calibrar su humor, no por sus parcas palabras o por la expresión de su cara, sino por su forma de moverse por el estudio y el desván. Cuando estaba contento, cuando estaba trabajando a gusto, se movía con decisión de un extremo al otro, sin vacilaciones ni movimientos inútiles. De haber sido aficionado a la música, habría ido canturreando, tarareando o silbando una canción por lo bajo. Cuando las cosas no le iban bien, se paraba, se quedaba mirando por la ventana, giraba abruptamente, empezaba a subir la escalerilla del desván sólo para volverla a bajar al llegar a la mitad.

– Señor -empecé a decirle cuando subió para mezclar aceite de linaza en el albayalde que yo acababa de moler. Estaba trabajando en la piel de la manga. La mujer de Van Ruijven no había ido ese día, pero descubrí que podía pintar partes de ella, sin que estuviera presente.

Levantó las cejas:

– ¿Sí, Griet?

Él y Maertge eran las únicas personas de la casa que siempre me llamaban por mi nombre.

– ¿Son sus cuadros cuadros católicos?

Se quedó parado, sosteniendo el frasco de aceite de linaza sobre la concha que contenía el albayalde.

– Cuadros católicos -repitió. Bajó la mano, golpeando suavemente la mesa al dejar el frasco-. ¿Qué quieres decir con eso de cuadros católicos?

Había hablado sin pensar. Y ahora no sabía qué decir. Intenté una pregunta distinta.

– ¿Por qué hay cuadros en las iglesias católicas?

– ¿Has entrado alguna vez en una iglesia católica, Griet?

– No, señor.

– ¿Entonces no has visto nunca una iglesia con cuadros o estatuas o vidrieras?

– No.

– ¿Sólo has visto cuadros en las casas o en las tiendas o en las posadas?

– Y en el mercado.

– Sí, en el mercado. ¿Te gusta ver cuadros?

– Sí, señor -empezaba a pensar que no contestaría a mi pregunta, que simplemente me haría un sinfín de preguntas.

– ¿Qué ves cuando miras un cuadro?

– Pues, qué voy a ver. Lo que ha pintado el pintor, señor.

Aunque asintió, me pareció que no había dado la respuesta que esperaba.

– Entonces cuando miras el cuadro que hay abajo en el estudio, ¿qué ves?

– No veo a la Virgen María, eso seguro -dije esto más como un desafío a mi madre que como una respuesta a su pregunta.

Se me quedó mirando sorprendido.

– ¿Esperabas ver a la Virgen María?

– ¡Oh, no, señor! -contesté nerviosa.

– ¿Crees que es una pintura católica?

– No sé, señor. Mi madre dice…

– Tu madre no ha visto el cuadro, ¿verdad?

– No.

– Entonces no puede decirte lo que se ve o se deja de ver.

– No.

Aunque tenía razón, no quería oírle criticar a mi madre.

– No son las pinturas las que son católicas o protestantes -dijo-, sino las personas que las contemplan y lo que esperan ver en ellas. Un cuadro en una iglesia es como una vela en una habitación a oscuras: la utilizamos para ver mejor. Es el puente entre nosotros y Dios. Pero no es una vela protestante o católica. No es más que una vela.

– Nosotros no necesitamos cosas que nos ayuden a ver a Dios -repuse-. Tenemos Su Palabra, y eso nos basta.

Él sonrió.

– ¿Sabías, Griet, que a mí me educaron en la fe protestante? Me convertí al catolicismo al casarme. Así que no es necesario que me prediques. Ya he oído esas palabras muchas veces.

Lo miré fijamente. Era la primera vez en mi vida que conocía a alguien que hubiera decidido dejar de ser protestante. No creía que realmente se pudiera cambiar así como así. Pero él lo había hecho.

Parecía que esperaba que yo dijera algo.

– Aunque no he entrado nunca en una iglesia católica -empecé a decir lentamente-, creo que las pinturas que vería en ellas serían parecidas a las suyas. Aunque las suyas no sean escenas de la Biblia, ni de la Virgen y el Niño, ni de Jesucristo en la Cruz -me recorrió un escalofrío al pensar en el cuadro que colgaba sobre mi cama en la bodega.

Volvió a coger el frasco y vertió unas gotas en la concha. Empezó a mezclar el albayalde y el aceite de linaza con la espátula hasta que la pintura tuvo la consistencia de la mantequilla dejada al calor de la cocina. Yo seguí fascinada el movimiento de la espátula plateada en la cremosa pintura blanca.

– Los católicos y los protestantes tienen diferentes actitudes con respecto a la pintura -me explicó sin dejar de mover la espátula-, pero no tienen por qué ser tan distintas como tú te crees. La pintura puede tener un propósito espiritual para los católicos, pero tampoco debes olvidar que los protestantes ven a Dios en todas partes, en todas las cosas. ¿O es que acaso no están celebrando también la Creación Divina cuando pintan cosas cotidianas, como sillas y mesas, aguamaniles, soldados y criadas?

Deseé que mi madre hubiera podido escucharlo. Hasta a ella la habría hecho comprender.


A Catharina no le agradaba tener que dejar en el estudio su joyero, en donde no podía acceder a él cuando quería. Sospechaba de mí, en parte porque yo no le gustaba, pero también porque se dejaba influir por esas historias de todos conocidas de criadas que roban poco a poco la cubertería de plata de sus amos. Que robaran y que tentaran al señor de la casa, eso era lo que las señoras temían siempre de las criadas.

Como pude descubrir con Van Ruijven, sin embargo, era más frecuente que los maridos persiguieran a las criadas que al contrario. Se creían con derecho sobre ellas.

Aunque raramente le consultaba sobre las cosas de la casa, Catharina fue a pedirle a su marido que se hiciera algo al respecto. No oí su conversación. Me lo contó Maertge una mañana. Maertge y yo nos llevábamos bien por entonces. Se había hecho mayor de pronto y, habiendo perdido el interés en las otras niñas de la casa, prefería estar conmigo por la mañana y acompañarme mientras yo hacía mi trabajo. De mí aprendió a remojar la ropa para clarearla al sol, a quitar las manchas de grasa aplicándoles una mezcla de sal y vino, a frotar la plancha con sal gorda para que no se pegara y chamuscara la ropa. Tenía unas manos demasiado delicadas para, meterlas en el agua, sin embargo; la dejaba mirarme, pero no mojarse la manos. Las mías estaban ya destrozadas: encallecidas y rojas y agrietadas, pese a todos los remedios que me ponía mi madre para intentar suavizarlas. Tenía las manos de toda una vida de trabajo y todavía no había cumplido dieciocho años. Maertge se parecía un poco a mi hermana Agnes: vivaracha, curiosa, de decisiones rápidas. Pero también era la mayor de la familia, y mostraba la grave formalidad que suele acompañar a esa posición. Había cuidado de sus hermanas, como yo había cuidado de mi hermano y mi hermana. Eso hace a las niñas precavidas y cautelosas frente a los cambios.

– Mamá quiere que vuelvan a bajar el joyero -me anunció cuando rodeábamos la estrella central de la Plaza del Mercado de camino a la Lonja de la Carne. Ya se lo ha dicho a papá.

– ¿Y qué le dijo él?-intenté parecer despreocupada, mirando de reojo las puntas de la estrella. Recientemente Había reparado en que al abrirme la puerta del estudio por las mañanas, Catharina echaba un vistazo a la mesa donde estaba el joyero.

Maertge vaciló.

– A mamá no le gusta que tú te quedes arriba con sus joyas toda la noche -dijo por fin. No añadió lo que le preocupaba a Catharina: que pudiera coger las perlas que estaban sobre la mesa, meterme la caja bajo el brazo y deslizarme desde la ventana a la calle, fugarme y empezar una nueva vida en otra ciudad.

A su manera, Maertge intentaba avisarme.

– Quiere que vuelvas a dormir abajo -continuó-. El ama de cría se va a ir pronto y no hay ninguna razón para que sigas en el desván. Dijo que o tú o su joyero debe bajar.

– ¿Y qué le contestó tu padre?

– Nada. Dijo que lo pensaría.

Se me encogió el corazón y sentí como si tuviera una losa en el pecho. Catharina le había pedido que escogiera entre yo y el joyero. No podía tenerme a mí arriba y además el joyero. Pero sabía que no quitaría del cuadro ni éste ni las perlas por tenerme a mí en el desván. Me quitaría a mí. Dejaría de ayudarle.

Aminoré el paso. Años de acarrear el agua, retorcer la colada, fregar los suelos, vaciar los orinales, sin que la belleza o el color o la luz entraran en mi vida, se extendían ante mí como un paisaje llano en el que se divisa el mar a lo lejos, pero nunca puedes alcanzarlo. Si no podía trabajar fabricando los colores, si no podía estar cerca de él, no sabía cómo iba a poder seguir trabajando en aquella casa.

Cuando llegamos al puesto de la carne y Pieter el hijo no estaba, se me llenaron los ojos de lágrimas. No me había dado cuenta de que deseaba ver su cara amable y hermosa. Por más confusa que estuviera con respecto a él, Pieter era mi forma de huir, de recordarme, también, que existía otro mundo en el que había cabida para mí. Tal vez no era tan distinta de mis padres, que lo consideraban su salvador, el que llevaría carne a su mesa.

A Pieter el padre le entusiasmaron mis lágrimas.

– Le diré a mi hijo que se te saltaron las lágrimas al ver que no estaba -declaró, limpiando la sangre de la mesa donde cortaba la carne.

– No hará tal cosa -musité-. ¿Qué queremos hoy, Maertge?

– Carne de vaca para guisar -respondió pronta-. Cuatro libras.

Me sequé los ojos con una esquina del delantal.

– Se me ha metido una mosca en el ojo -dije bruscamente-. Tal vez esto no está demasiado limpio. La suciedad atrae a las moscas.

Pieter el padre se rió de buena gana.

– ¡Una mosca en el ojo, dice! ¡Suciedad aquí! Pues claro que hay moscas: vienen por la sangre, no por la suciedad. La mejor carne es la más sangrienta y es la que atrae más a las moscas. Un día lo descubrirás por ti misma. No hace falta que se dé esos aires con nosotros, señora -le guiñó un ojo a Maertge-. ¿Y qué opina esta señorita? ¿Debe la joven Griet criticar el sitio en el que dentro de unos años ella misma estará despachando?

Maertge trató de no parecer impresionada, pero la sugerencia del carnicero de que tal vez yo no me quedaría con su familia para siempre la había sorprendido claramente. Tuvo el buen sentido de no responder y en su lugar demostró un súbito interés por el pequeño que llevaba en los brazos una mujer en el puesto de al lado.

– Por favor -le dije en voz baja a Pieter el padre-, no le diga estas cosas ni en broma, ni a ella ni a nadie de la familia. Soy su criada. Eso es lo que soy. Sugerir cualquier otra cosa es una falta de respeto hacia ellos.

Pieter el padre me miró. Sus ojos cambiaban de color al menor cambio de luz. Ni siquiera mi amo podría haberlos capturado en un cuadro.

– Puede que tengas razón -aceptó-. Desde ahora tendré más cuidado cuando me burle de ti. Pero déjame que te diga una cosa, querida: mejor te vas acostumbrando a las moscas.


Mi amo no suprimió el joyero del cuadro ni tampoco me dijo que tenía que ir a dormir abajo. Lo que hizo en su lugar fue bajarle a Catharina todas las noches las perlas y la caja, y ella las metía en el armario de la Sala Grande, donde guardaba también la pelliza amarilla. Por la mañana, cuando abría la puerta del estudio para que pudiera salir yo luego, me daba la caja y las joyas. Mi primera tarea en el estudio pasó a ser, pues, la de depositar sobre la mesa el joyero y las perlas y preparar los pendientes si la mujer de Van Ruijven iba a venir a posar. Catharina me observaba desde el umbral mientras yo hacía mis mediciones con la mano y con el brazo para dejarlas en su sitio exacto. Mis gestos debían de parecer extraños a quien me viera, pero nunca llegó a preguntarme para qué hacía todo aquello. No se atrevía.

Cornelia también debió de enterarse del problema que hubo con el joyero. Tal vez había oído a sus padres hablar del asunto sin que éstos se dieran cuenta. Puede que hubiera visto a Catharina subiendo la caja con las joyas por la mañana y a su padre bajándola por la noche, y que adivinara que había algo que no marchaba. Viera lo que viera o entendiera lo que entendiera, lo cierto es que decidió volver a la carga.

No había una razón para que yo no le gustara, salvo una vaga desconfianza. Se parecía mucho a su madre en eso.

Y empezó con un ruego, como lo había hecho cuando pidió que le zurciera el cuello que se le había roto y me echó pintura roja en el delantal. Catharina se estaba peinando una mañana de lluvia, y Cornelia zascandileaba a su lado, mirándola. Yo estaba planchando ropa en el lavadero y no las oí. Pero probablemente fue ella la que le sugirió a su madre que se pusiera unas peinetas de carey.

Unos minutos después Catharina apareció en el arco que separaba la cocina del lavadero y anunció:

– Me falta una de las peinetas, ¿la habéis visto alguna de las dos?

Aunque nos hablaba a las dos, a Tanneke y a mí, era a mí a quien miraba.

– No, señora -contestó Tanneke solemnemente, saliendo de la cocina y quedándose también bajo el arco a fin de observarme.

– No, señora -repetí yo.

Cuando vi a Cornelia asomarse desde el pasillo con aquella cara de traerse algo entre manos que era tan natural en ella, supe que había tramado algo que no tardaría en salpicarme de nuevo.

No parará hasta que me vaya, pensé.

– Alguien tiene que saber dónde está.

– ¿La ayudo a volver a buscar en el armario, señora? -le preguntó Tanneke-. ¿O buscamos nosotras por otra parte? -añadió no sin intención.

– Tal vez la tenga en el joyero -sugerí.

– Tal vez.

Catharina salió al pasillo. Cornelia se volvió y la siguió. Pensé que no tomaría mi sugerencia en consideración viniendo de mí. Pero cuando la oí en las escaleras, sin embargo, me di cuenta de que se dirigía al estudio y me apresuré a ir con ella. Iba a necesitarme. Estaba esperando, furiosa, a la puerta del estudio, con Cornelia detrás.

– Tráeme la caja -me ordenó Catharina sin apenas levantar la voz.

La humillación de no poder entrar en la habitación daba a sus palabras un tono que no le había oído nunca. Por lo general, hablaba muy alto y de forma desabrida. La callada contención de esta vez daba mucho más miedo.

Lo oí en el desván. Sabía lo que estaba haciendo: estaba moliendo lapislázuli para pintar el tapete.

Agarré la caja y se la llevé a Catharina, dejando las perlas sobre la mesa. Ella la cogió sin decir palabra y bajó las escaleras con Cornelia en los talones, como los gatos cuando creen que van a ponerles de comer. Se dirigió a la Sala Grande y revisó todas sus joyas para ver si faltaba algo más. Tal vez, habían desaparecido más cosas; era difícil saber lo que podría llegar a hacer una pequeña de siete años decidida a cometer una maldad.

No encontró la peineta en el joyero. Yo sabía exactamente dónde estaba.

No la seguí, sino que subí al desván.

Él me miró sorprendido, una mano suspendida en el aire agarrando la moleta sobre la mesa, pero no me preguntó por qué había subido. Siguió moliendo.

Abrí el baúl donde guardaba mis pertenencias y desaté el pañuelo que envolvía la peineta. Desde que había entrado a trabajar en la casa raramente sacaba la peineta, no tenía ninguna razón para ponérmela o para admirarla. Me recordaba demasiado un tipo de vida que nunca podría llevar siendo una criada. Entonces cuando me paré a mirarla, vi que no era la de mi abuela, sino otra muy parecida. La forma de la concha era más larga y más curva y a cada lado tenía unas pequeñas marcas en forma de dientes de sierra. Era más delicada fue la de mi abuela, pero tampoco mucho más delicada.

A saber si vuelvo a ver la peineta de mi abuela, pensé. Me quedé tanto tiempo sentada con la peineta en el regazo que mi amo dejó de moler el lapislázuli.

– ¿Pasa algo, Griet?

Me habló suavemente, lo cual me hizo más fácil decir lo que no tenía más remedio que decir.

– Señor -declaré por fin-, necesito su ayuda.

Me quedé en el desván, sentada en mi cama con las manos en el regazo, mientras él hablaba con Catharina y María Thins y mientras buscaban a Cornelia y registraban su habitación hasta encontrar la peineta de mi abuela. Maertge la encontró por fin escondida dentro de la gran concha que les había traído el panadero cuando vino a ver el retrato de su hija. Fue entonces probablemente cuando Cornelia había hecho el cambio, bajando del desván mientras los otros niños jugaban en el almacén y ocultando mi peineta en lo primero que encontró.

Fue a María Thins a quien le correspondió pegar a Cornelia; él dejó bien claro que no era tarea suya, aunque sabía que Cornelia debía ser castigada. Maertge me dijo luego que Cornelia no lloró, sino que mantuvo durante todo el tiempo una sonrisa de burla en los labios.

También fue Maria Thins la que vino a buscarme al desván.

– Bien, muchacha -me dijo, apoyándose en la mesa de moler-, parece que has dejado el gato suelto en el gallinero.

– Yo no he hecho nada -protesté.

– No, pero te las has apañado para hacerte algunos enemigos. ¿Por qué? Nunca nos había pasado nada igual con las otras chicas -se rió por lo bajo, pero detrás de la risa estaba seria-. Pero él te ha defendido, a su manera -continuó-, y eso tiene más fuerza que todo lo que podamos decir en tu contra Catharina o Cornelia o Tanneke o incluso yo.

Dejó caer la peineta en mi regazo. Yo la envolví en su pañuelo y la guardé otra vez en el baúl. Entonces me volví hacia ella. Si no le preguntaba ahora, nunca lo sabría. Éste podría ser el único momento en que quisiera responder a mi pregunta.

– Por favor, señora, ¿qué dijo el amo? ¿Qué dijo de mí?

María Thins me lanzó una mirada astuta.

– No te ufanes, muchacha. Dijo muy poco de ti. Pero fue claro. El que bajara y se preocupara…, sólo con eso mi hija supo que estaba de tu lado. No; la culpó a ella de no educar bien a sus hijos. Mucho más inteligente, como ves, criticarla a ella que elogiarte a ti.

– ¿Le explicó que le estaba ayudando?

– No.

Traté de que no se me notara en la cara lo que sentía, pero la pregunta misma debió de dejar claros mis sentimientos.

– Pero se lo dije yo cuando él se fue -añadió María Thins-. Es una tontería que tengas que andar escondiéndote y ocultándole cosas en su propia casa -pareció que me estaba echando la culpa de ello, pero entonces musitó -Habría pensado otra cosa de él -y se calló de pronto, como si se arrepintiera de haber revelado su pensamiento.

– ¿Qué dijo ella cuando usted se lo contó?

– No la hizo muy feliz, claro, pero teme más su cólera -María Thins vaciló-. Y hay otra razón por la cual no está tan preocupada. Por qué no decírtelo ya: vuelve a estar encinta.

– ¿Otro? -se me escapó. Me sorprendía que Catharina quisiera tener otro hijo cuando andaban tan mal de dinero.

María Thins puso cara de malas pulgas.

– Cuidado con lo que dices, muchacha.

– Lo siento, señora -inmediatamente lamenté haber dicho nada, incluso esa única palabra. No me correspondía a mí decir cuán grande debía ser la familia-. ¿Ha estado ya el médico? -pregunté, tratando de remediarlo.

– No hace falta. Conoce de sobra los síntomas, ya ha pasado por ello bastantes veces -por un momento María Thins dejó ver claramente en su cara sus pensamientos; ella tampoco sabía qué pensar de tener tantos hijos. Su expresión volvió a ser severa-. Tú ocúpate de tus tareas, no te pongas en su camino y ayúdalo a él en el taller, pero no presumas de ello delante de toda la casa. Tu sitio aquí no está seguro.

Yo asentí con una inclinación de cabeza y fijé la vista en sus manos nudosas, que hurgaban en la pipa. La encendió e inhaló varias veces. Luego se rió para sí.

– Nunca habíamos tenido tantos problemas con una criada. ¡El Señor nos asista!

El domingo le llevé la peineta a mi madre. No le conté lo que había sucedido, sólo le dije que era demasiado fina para una criada.


Tras el jaleo de la peineta cambiaron algunas cosas con respecto a mí en la casa. Una gran sorpresa fue cómo empezó a tratarme Catharina. Me esperaba que se mostrara aún más difícil que antes -que me daría más trabajo, que me regañaría a la mínima, que me haría sentir lo más incómoda posible-. En lugar de ello, parecía que me tenía miedo. Del preciado manojo que llevaba colgado a la cintura sacó la llave del estudio y se la entregó de nuevo a María Thins, y nunca más volvió a ser ella la que abriera o cerrara la puerta. Dejó el joyero en el estudio y enviaba a su madre a buscar lo que quería ponerse. Me evitaba todo lo que podía. Cuando me di cuenta de ello, yo también procuraba apartarme de su camino.

Nunca hizo ningún comentario sobre el trabajo que realizaba yo en el desván por las tardes. María Thins debió de inculcarle la idea de que mi ayuda le haría pintar más rápido y, por lo tanto, colaboraría en el mantenimiento del niño que llevaba en su vientre así como en el de sus hijos nacidos. Se había tomado en serio lo que él le había dicho con respecto a la educación de sus hijos, quienes, después de todo, constituían su principal responsabilidad y empezó a estar con ellos más tiempo que antes. Animada por María Thins, incluso empezó a enseñar a leer y a escribir a Maertge y a Lisbeth.

María Thins era más sutil, pero ella también cambió en relación conmigo y me trató con más respeto. Seguía siendo una criada para ella, pero ya no me despachaba con el mismo desinterés ni me ignoraba como hacía a veces con Tanneke. No llegaba tan lejos como para pedirme la opinión, pero me hacía sentir menos excluida de los asuntos familiares.

También me sorprendió que Tanneke se ablandara conmigo. Había llegado a pensar que lo suyo era estar o bien enfadada o bien resentida conmigo, pero a lo mejor ya se le había pasado. O, tal vez, cuando estuvo claro que lo tenía a él de mi lado, pensó que era mejor no enfrentarse conmigo. Tal vez eso es lo que sentían todos. Sea como fuere, el caso es que dejó de derramar cosas en el suelo para que yo tuviera que fregarlo y dejó de murmurar entre dientes y de mirarme de reojo. No me ofreció su amistad, pero se hizo más fácil trabajar a su lado.

Puede que fuera una crueldad por mi parte, pero sentí que le había ganado la batalla. Ella era mayor y llevaba mucho más tiempo con la familia, pero el hecho de que él me prefiriera tenía claramente más peso que su lealtad y su experiencia. Podría haberse tomado a mal este desaire, pero aceptó la derrota mucho mejor de lo que yo hubiera esperado. En el fondo, Tanneke era una persona muy simple y lo único que quería era no tener problemas conmigo. Lo más sencillo era aceptarme.

Aunque su madre se ocupó más de ella, Cornelia no cambió en absoluto. Era la preferida de Catharina, tal vez porque su carácter era el más parecido al de ella, y apenas hizo nada por doblegar sus malas formas. A veces me miraba con sus ojitos castaños claros, la cabeza ladeada dejando que los rizos pelirrojos le cayeran delante de la cara, y yo pensaba en la sonrisa que me había contado Maertge que había puesto mientras le estaban pegando. Y volví a pensar, como lo había hecho el primer día: «Me traerá problemas».

Sin que se me notara, evitaba a Cornelia igual que a su madre. No quería dar pie a ninguna fechoría. Escondí el azulejo roto, el mejor cuello de encaje que me había hecho mi madre y mi mejor pañuelo bordado, a fin de que no pudiera volver a utilizarlos en mi contra.

Él no me trató de forma distinta después del asunto de la peineta. Cuando le di las gracias por defenderme, agitó la cabeza como si estuviera espantándose un moscardón.

Era yo la que me sentía distinta con respecto a él. Me sentía en deuda. Sentía que no podía decirle que no a nada que me pidiera. No se me ocurría nada que él pudiera pedirme y que yo quisiera negarle, pero a pesar de ello no me gustaba la situación en la que me encontraba.

Me había desilusionado, aunque no me gustaba pensar en ello. Me habría gustado que le dijera él mismo a Catharina que yo le ayudaba en su trabajo, que demostrara que no le asustaba decírselo, que me defendía.

Eso es lo que me habría gustado.


Una tarde de mediados de octubre, cuando el nuevo cuadro de la mujer de Van Ruijven estaba casi terminado, María Thins subió al estudio a hablar con él. Debía de saber que yo estaba trabajando en el desván y podía oírla, pero no obstante le habló a él directamente.

Le preguntó qué pensaba pintar a continuación. Al no obtener respuesta le dijo:

– Deberías pintar un cuadro más grande, con más figuras, como los de antes. No otra mujer sola sin más compañía que sus pensamientos. Cuando Van Ruijven venga a ver éste, deberías sugerirle otro. Tal vez una pieza que sea la contrapartida de algo que ya le hayas pintado. Seguro que acepta. Siempre lo hace. Y pagará más.

Él seguía sin responder.

– Cada vez tenemos más deudas -dijo María Thins en tono terminante-. Necesitamos el dinero.

– Puede que pida que sea ella la modelo -dijo él. Habló muy bajo, pero pude oír lo que decía, aunque sólo más tarde entendí el significado de sus palabras.

– ¿Y?

– Nada. Así no.

– Nos preocuparemos por ello cuando suceda, no antes.

Unos días después, Van Ruijven vino a ver el cuadro terminado. Por la mañana mi amo y yo preparamos la habitación para la visita. Él se encargó de bajarle a Catharina el joyero y las perlas, mientras yo guardaba todo lo demás y colocaba las sillas en su sitio. Luego él trasladó el caballete y el cuadro al rincón donde había estado dispuesta la escena pintada y me ordenó que abriera todos los postigos. Esa mañana ayudé a Tanneke a preparar una comida especial para los invitados, y cuando vinieron hacia el mediodía, fue Tanneke la que subió el vino mientras ellos se reunían en el estudio. Cuando bajó, sin embargo, me anunció que iba a ayudarla yo a servir la comida en lugar de Maertge, que ya era lo bastante mayor para sentarse a la mesa con ellos.

– Lo ha decidido mi señora -añadió.

Me sorprendió; la última vez que habían venido a ver un cuadro, María Thins había intentado mantenerme alejada de Van Ruijven. Pero no le dije nada de esto a Tanneke.

– ¿Ha venido también Van Leeuwenhoek? -pregunté en cambio-. Me pareció oír su voz en el pasillo.

Tanneke asintió con gesto ausente. Estaba probando el faisán asado.

– No está mal -susurró-. Puedo llevar la cabeza tan alta como cualquiera de las cocineras de Van Ruijven.

Mientras ella estaba arriba, yo había rociado el faisán con su propio jugo y le había puesto sal, pues Tanneke siempre se quedaba corta.

Cuando bajaron a comer y todos estuvieron sentados, Tanneke y yo empezamos a llevar los platos. Catharina me atravesó con los ojos. Incapaz, como siempre, de ocultar sus pensamientos, estaba horrorizada de verme servir la mesa. Mi amo hizo un gesto como si acabara de romperse un diente con una piedra. Lanzó una fría mirada a Maria Thins, que fingió la más total indiferencia detrás de su copa de vino

Van Ruijven, sin embargo, mostró una sonrisa.

– ¡Ah, la doncellita de los ojos grandes! -exclamó-. preguntaba por dónde andarías. ¿Cómo estás, muchcha?

– Muy bien, señor, gracias -farfullé, sirviéndole un de faisán y alejándome lo más deprisa que pude.

No lo bastante deprisa, sin embargo, pues se las apañó para pasarme una mano por el muslo. Todavía la sentía unos minutos después.

Mientras que la esposa de Van Ruijven y Maertge parecían no darse cuenta de nada, Van Leeuwenhoek se fijaba en todo: en la furia de Catharina, en la irritación de mi amo, en el gesto de indiferencia de Maria Thins, en la mano demasiado larga de Van Ruijven. Cuando le serví, me estudió la cara como buscando en ella una respuesta a por qué una simple criada podía armar semejantes problemas. Le agradecí que no hubiera la más mínima recriminación en su mirada.

Tanneke también se dio cuenta dei revuelo que yo había causado, y por una vez me prestó su ayuda. No nos dijimos nada en la cocina, pero fue ella la que volvió a la mesa con la salsa, a servir más vino o más comida, mientras yo trajinaba con los cacharros. Sólo tuve que volver una vez a la mesa para recoger los platos. Tanneke se dirigió directamente al servicio de Van Ruijven, mientras yo recogía los del otro extremo de la mesa. Van Ruijven me seguía con los ojos de un lado a otro.

Lo mismo que mi amo.

Traté de ignorarlos a ambos y de escuchar lo que decía Maria Thins. Estaba hablando del siguiente cuadro.

– El de la lección de música le gustó mucho, ¿no es cierto? -dijo-. ¿Y qué mejor que continuar con el tema musical en otro cuadro? Después de la lección, un concierto, tal vez, con más figuras, tres o cuatro músicos, un público…

– No. Público no. Yo no pinto públicos.

María Thins lo miró escéptica.

– Venga, venga -intervino oportunamente Van Leeuwenhoek-, seguramente un público es mucho menos interesante que la propia orquesta.

Me gustó que defendiera a mi amo.

– A mí no me gustan especialmente los públicos -anunció Van Ruijven-, pero me gustaría figurar en el cuadro. Yo seré el que toca el laúd -y tras una pausa, añadió-: También quiero que aparezca ella.

No necesité mirarlo para darme cuenta de que era a mí a quien señalaba.

Tanneke me hizo un gesto con la cabeza y yo volví a la cocina con lo poco que había recogido, dejando que ella se llevara el resto. Quería mirar a mi amo, pero no me atreví. Al salir, oí que Catharina decía con gran contento en la voz:

– ¡Qué buena idea! ¡Como en el de usted con la criada vestida de rojo! ¿La recuerda?


El domingo mi madre me habló cuando estábamos solas en la cocina. Mi padre se había quedado fuera disfrutando del sol de octubre mientras nosotras preparábamos la comida.

– Ya sabes que nunca hago caso de las habladurías que se oyen en el mercado -empezó a decir-, pero no es fácil no prestar oídos cuando oyes mencionar el nombre de tu hija.

Enseguida pensé en Pieter el hijo. Nada de lo que hacíamos en el callejón era digno de ir de boca en boca. Había insistido en ello.

– No sé de qué habla, madre -respondí sinceramente.

Mi madre puso una mueca.

– Dicen que tu amo te va a pintar.

Era como si estas palabras le dieran repugnancia.

Yo dejé de revolver la olla que estaba al fuego.

– ¿Quién dice eso?

Mi madre dejó escapar un suspiro, reacia a repetir los chismorreos oídos.

– Unas mujeres que vendían manzanas.

Cuando no respondí, creyó que mi silencio significaba lo peor.

– ¿Por qué no me lo has dicho, Griet?

– ¡Pero si yo misma no he oído nada de eso! Nadie me ha dicho nada.

No me creyó.

– Es verdad -insistí-. Mi amo no me ha dicho nada. Maria Thins tampoco me ha dicho nada. Sólo limpio el estudio. Eso es lo más cerca que llego a estar de sus cuadros -nunca le había hablado del trabajo que hacía en el desván con las pinturas-. ¿Cómo puede andar creyendo a esas mujeres y no a mí?

– Cuando algo se rumorea en el mercado suele haber razones para ello, aunque no sea exactamente verdad lo que se dice.

Mi madre salió de la cocina para llamar a mi padre. No volvió a mencionar el tema aquel día, pero yo empecé a temer que tuviera razón: yo sería la última en enterarme.

Al día siguiente, cuando fui a la Lonja, decidí preguntarle a Pieter el padre sobre el rumor. No me atrevía a hablar de ello con Pieter el hijo. Si mi madre había oído el chismorreo, él también lo habría oído, y sabía que no le habría gustado. Aunque nunca me había dicho nada, no cabía la menor duda de que estaba celoso de mi amo.

Pieter el hijo no estaba en el puesto. No tuve que esperar mucho para que Pieter el padre me dijera algo él mismo.

– ¿Qué es eso que andan diciendo por ahí? -me preguntó con una afectada sonrisa-. ¿Te van a hacer un retrato, no? Y no tardará en parecerte poco mi hijo. Sé ha ido enfurruñado a la Feria, por tu culpa.

– Cuénteme lo que haya oído.

– ¡Ah! ¿Quieres volverlo a oír, verdad? -levantó la voz-. ¿Adorno un poco la historia para el disfrute de unos cuantos?

– ¡Shhh! -le susurré. Sentí que bajo su fanfarronada estaba enfadado conmigo-. Sólo dígame lo que ha oído. Pieter el padre bajó la voz.

– Pues que la cocinera de Van Ruijven anda diciendo que vas a posar al lado de su señor en un cuadro.

– No sé nada de eso -afirmé, consciente incluso mientras las pronunciaba de que, como con mi madre, mis palabras apenas tenían efecto.

Pieter el padre agarró un puñado de riñones de cerdo.

– No es a mí a quien has de explicar todo eso -me dijo pesándolos en la mano.

Esperé unos cuantos días para hablar con María Thins. Quería ver si alguien me decía algo antes. La encontré en el Cuarto de la Crucifixión una tarde que Catharina estaba dormida y Maertge se había llevado al resto de las niñas al Campo de la Feria. Tanneke estaba en la cocina cosiendo y cuidando de Johannes y Franciscus.

– ¿Puedo hablar con usted, señora? -dije sin levantar apenas la voz.

– ¿Qué pasa, muchacha?encendió la pipa y me miró a través de una nube de humo-. ¿Volvemos a tener problemas? -sonaba harta.

– No sé, señora, pero vengo oyendo algo muy extraño.

– Todos venimos oyendo cosas extrañas.

– He oído que…, que voy a posar para una pintura. Junto a Van Ruijven.

María Thins soltó una risita.

– Sí, sí que es algo extraño. Lo andan diciendo por el mercado, ¿no?

Asentí.

María Thins se arrellanó en su asiento y chupó su pipa.

– Y dime, ¿qué opinas tú de estar en ese cuadro?

No sabía qué contestar.

– ¿Que qué opino, señora? -repetí como una estúpida.

– No me tomaría la molestia de hacerle esta pregunta a todo el mundo. A Tanneke, por ejemplo. Cuando él la pintó, se pasó meses posando con el cántaro de la leche en alto sin que un solo pensamiento cruzara su mente. Dios la bendiga. Pero tú…, no. Hay cosas, toda suerte de cosas, que piensas y no dices. ¿Qué cosas son ésas?, me digo.

Dije la única cosa sensata que sabía que iba a entender.

– No tengo ganas de posar al lado de Van Ruijven, señora. No creo que vaya con buenas intenciones.

Mis palabras sonaron serias.

– Nunca va con buenas intenciones cuando se trata de jovencitas.

Yo me limpié nerviosamente las manos en el delantal.

– Al parecer te ha salido un defensor de tu honor -continuó-. Mi yerno no está más convencido de pintarte al lado de Van Ruijven que tú de posar con él.

No traté de ocultar mi alivio.

– Pero Van Ruijven es su patrón y es un hombre rico y poderoso -me previno María Thins-. No podemos permitirnos ofenderle.

– ¿Qué le van a decir, señora?

– Todavía estoy decidiéndolo. Mientras tanto, tendrás que aguantarte con los rumores. No contestes; lo último que queremos es que le lleguen a Van Ruijven habladurías de que te niegas a posar a su lado.

La inquietud se me debió de notar en la cara.

– No te preocupes, muchacha -refunfuñó Maria Thins, golpeando la pipa en el borde de la mesa para soltarle las cenizas-. Nosotros nos ocuparemos de ello. Mantén la cabeza gacha y cumple con tus obligaciones. Y ni una palabra a nadie.

– Sí, señora.

Sí que se lo dije a una persona, sin embargo. Me pareció que tenía que hacerlo.

Había sido bastante fácil evitar a Pieter el hijo: durante toda esa semana se celebraron en la Feria de Ganado las subastas de los animales que habían sido engordados durante el verano y el otoño en los pastos y que estaban ya a punto para ser llevados al matadero antes de que entrara el invierno. Pieter había ido todos los días.

Al día siguiente de haber hablado con Maria Thins, por la tarde, salí de la casa sin decir nada a nadie para ir a buscarlo al Campo de la Feria, justo al volver la esquina de la Oude Langendijck. Por la tarde estaba más tranquilo que por la mañana, cuando tenían lugar las subastas. La mayoría de las bestias ya habían desaparecido, y los hombres formaban corrillos bajo los plátanos que flanqueaban la plaza, contando el dinero y comentando los negocios que se habían hecho aquella mañana. Las hojas de los árboles estaban amarillas y al caer al suelo se mezclaban con el estiércol y la orina, que se olía ya mucho antes de llegar a la Feria.

Pieter el hijo estaba sentado junto a otro hombre a la puerta de una de las tabernas de la plaza, con una jarra de cerveza frente a él. Enzarzado en la conversación, no reparó en mi presencia cuando me paré sin decir palabra junto a su mesa. Fue su compañero quien levantó la vista y le dio un codazo.

– Me gustaría hablar contigo un momento -dije rápidamente sin darle a Pieter ni siquiera la posibilidad de parecer sorprendido.

Su compañero se levantó inmediatamente de un salto, dejándome la banqueta.

– ¿Damos una vuelta? -le sugerí señalando la plaza.

– Claro, claro -dijo Pieter. Le hizo una seña a su amigo y me siguió al otro lado de la calle. Por su expresión no era fácil saber si se alegraba de verme o todo lo contrario.

– ¿Qué tal han estado hoy las subastas? -pregunté torpemente. Nunca se me habían dado bien las conversaciones insustanciales.

Pieter se encogió de hombros. Me tomó por el codo a fin de dirigir mis pasos por detrás de un pila de estiércol y luego me soltó.

Yo me di por vencida.

– Andan hablando de mí en el mercado -dije bruscamente.

– Siempre se corren rumores sobre todo el mundo en un momento u otro.

– No es verdad lo que se dice. No voy a estar en un cuadro al lado de Van Ruijven.

– Me ha dicho mi padre que le gustas a Van Ruijven.

– Pero eso no significa que vaya a aparecer en un cuadro con él.

– Es muy poderoso.

– Tienes que creerme, Pieter.

– Es muy poderoso -repitió-, y tú no eres más que una criada. ¿Quién crees que ganará esta partida?

– Piensas que voy a ser igual que la criada del vestido

– Sólo si bebes de su vino -Pieter me miró cara a cara.

– Mi amo no quiere pintarme con Van Ruijven -dije de mala gana pasado un momento. Hubiera preferido no nombrarlo.

– Eso está bien. Y yo tampoco quiero que te pinte él.

Cerré los ojos y no dije nada. El olor animal tan cercano empezaba a marearme.

– Te estás dejando pillar donde no debes, Griet -dijo Pieter en un tono más amable-. Su mundo no es el tuyo.

Abrí los ojos y di un paso atrás.

– Vine a contarte que todos esos rumores son falsos, no a que me acusaras de nada. Ahora me arrepiento de haberme preocupado por ti.

– No te arrepientas. De veras te creo -suspiró-. Pero no tienes mucho poder para cambiar las cosas. Seguro que te das cuenta de eso, ¿no?

Al no contestar yo, añadió:

– ¿Crees de verdad que podrías negarte si tu amo quisiera pintar un cuadro contigo y Van Ruijven de modelos?

Era una pregunta que me había hecho a mí misma y para la que no había encontrado respuesta.

– Gracias por recordarme lo desesperado de mi situación -le respondí provocadoramente.

– A mi lado no lo sería. Tendríamos nuestro propio negocio, el dinero que ganáramos sería para nosotros, gobernaríamos nuestras propias vidas. ¿No te gustaría algo así?

Lo miré, sus brillantes ojos azules, sus rizos rubios, su entusiasmo. Era una locura incluso dudarlo.

– No he venido aquí a hablar de esto. Todavía soy demasiado joven -utilicé la vieja excusa. Algún día sería demasiado mayor para seguir utilizándola.

– Nunca sé lo que estás pensando, Griet -insistió él-. Eres tan reservada, tan callada, nunca dices nada. Pero hay algo dentro de ti. Lo veo a veces, escondido detrás de tus ojos.

Me alisé la cofia, comprobando que no se me quedaba ningún mechón fuera.

– Lo único que quería decir es que no hay ningún cuadro -afirmé, pasando por alto lo que él había dicho-. Me lo ha prometido Maria Thins. Pero no se lo digas a nadie. Si te hablan de mí en el mercado no digas nada. No intentes defenderme; tus palabras podrían llegar a oídos de Van Ruijven y terminarían volviéndose en tu contra.

Pieter asintió bajando la cabeza y empujó con el pie una paja sucia.

No siempre será razonable. Un día perderá la paciencia.

Para recompensar su sensatez, le dejé que me condujera a un estrecho pasaje que salía del Campo de la Feria y que recorriera mí cuerpo, deteniéndose y tomando entre sus manos mis redondeces. Intenté abandonarme y sentir placer, pero el olor a excrementos animales me seguía mareando

Al margen de lo que le hubiera dicho a Pieter el hijo, yo misma no las tenía todas conmigo de que María Thins cumpliera su promesa de intentar que no saliera en el cuadro Era una mujer impresionante, astuta para los negocios, segura del lugar que ocupaba, pero no era Van Ruijven. No veía cómo iban a poder negarle lo que les pedía. Había querido un cuadro de su mujer mirando de frente al pintor, y mi amo se lo había pintado. Había querido un cuadro de la criada vestida de rojo y lo había conseguido. Si me quería a mí en un cuadro, no había ninguna razón para que no me tuviera.


Un día, tres hombres que yo no conocía trajeron una espineta en un carro. Un muchacho los seguía con una viola de gamba que era más grande que él. No pertenecían a Van Ruijven los instrumentos, sino a un conocido suyo amante de la música. Toda la casa se congregó en el pasillo para ver cómo se apañaban los hombres con la espineta escaleras arriba. Cornelia estaba parada justo al pie de la escalera; si se les soltara, el instrumento caería directamente sobre ella. Me dieron ganas de acercarme y sacarla de allí, y sin duda lo habría hecho de tratarse de una de las otras niñas. Pero me quedé donde estaba. Fue Catharina la que finalmente le insistió para que se cambiara a un sitio menos peligroso.

Cuando llegaron arriba, metieron el instrumento en el estudio bajo la supervisión de mi amo. Una vez que se fueron los hombres, llamó a Catharina y le dijo que subiera. María Thins siguió a su hija. Un momento después oímos la música de la espineta. Las niñas se sentaron en las escaleras, mientras que Tanneke y yo la escuchamos de pie en el pasillo.

– ¿Es mi señora la que toca o la tuya? -le pregunté a Tanneke. Me parecía tan poco probable que fuera ninguna de las dos que incluso se me ocurrió que tal vez era él quien tocaba y sólo quería a Catharina como público.

– Es la tuya. ¿Quién iba a ser si no? -me susurró Tanneke-. ¿Para qué iba a haberle dicho que subiera si no? Toca muy bien la señora joven. De niña tocaba mucho, pero su padre se quedó con la espineta cuando mi señora y él se separaron. ¿Nunca la has oído protestar por no poder permitirse un clavicordio?

– No -reflexioné un momento-. ¿Crees que la pintará a ella con Ruijven?

Tanneke debía de haber oído lo que decían en el mercado, pero no me había comentado nada.

– ¡Oh, no! El señor nunca la pinta. No es capaz de quedarse quieta.

Durante los días que siguieron, dispuso la mesa y unas sillas en la esquina donde iba a montar la escena y levantó la tapa de la espineta, que estaba pintada con un paisaje de rocas y árboles y cielo. Extendió un tapete en la mesa que estaba en primer plano y colocó la viola debajo.

Un día María Thins me llamó al Cuarto de la Crucifixión.

– A ver, muchacha, esta tarde vas a hacerme unos recados. Primero tienes que ir a la botica a por flor de saúco e hisopo. Franciscus tiene tos desde que ha vuelto el frío. Luego a María, la hilandera, a por un poco de lana, la suficiente para hacerle un cuello nuevo a Aleydis. ¿No te has dado cuenta de que se le está deshaciendo? -hizo una pausa como si estuviera calculando cuánto tiempo me llevaría ir de un sitio al otro-. Y finalmente te acercas a la casa de Jan Mayer y le preguntas que cuándo estará en Delft su hermano. Viven junto a la Torre Rietveld. Por allí cerca viven tus padres, ¿no? Si quieres, te puedes parar a hacerles una visita.

María Thins nunca me permitía ir a ver a mis padres aparte de los domingos. Entonces caí en la cuenta:

– ¿Viene hoy Van Ruijven, señora?

– Es mejor que no te vea -me contestó solemnemente-. Mejor que no estés en casa. Así si pregunta podremos decirle que has salido.

Me entraron ganas de echarme a reír. Van Ruijven nos tenía a todos -incluida María Thins- corriendo como conejos delante de los perros.

Mi madre se sorprendió al verme aquella tarde. Por suerte estaba una vecina de visita y no me pudo interrogar. Mi padre no pareció muy interesado. Había cambiado mucho desde que yo había dejado la casa, desde la muerte de Agnes. Ya no sentía tanta curiosidad por lo que sucedía en el mundo más allá de su calle, y ya casi nunca me preguntaba qué había por el mercado o por la Oude Langendijck. Sólo los cuadros seguían interesándole.

– Madre -le anuncié cuando nos sentamos frente al fuego-, mi amo va a comenzar el cuadro por el que usted me preguntaba. Van Ruijven ha ido hoy a posar. Todos los que van a figurar en él están allí ahora mismo.

Nuestra vecina, una mujer de ojos brillantes que disfrutaba mucho con los dimes y diretes del mercado, se me quedó mirando como si acabara de ponerle delante un capón asado. Mi madre frunció el ceño: sabía lo que estaba haciendo.

Ya está, pensé. Con esto se acabarán los rumores.


Esa noche mi amo no era el mismo. Le oí contestarle de malas maneras a María Thins en la cena, y luego salió y volvió oliendo a taberna. Estaba subiendo las escaleras para irme a la cama cuando llegó él. Me miró; tenía la cara enrojecida, cansada. Por su expresión no parecía enfadado, sino abrumado, como un hombre al ver toda la leña que ha de cortar o una lavandera ante el montón de la colada.

A la mañana siguiente, no había nada en el estudio que diera alguna indicación de lo que había sucedido el día anterior. Habían colocado dos sillas, una delante de la espineta y la otra de espaldas al pintor. Sobre la silla había un laúd, y un violín a la izquierda de la mesa. La viola seguía en la sombra, bajo la mesa. No era fácil adivinar por esta disposición cuánta gente iba a haber en el cuadro.

Más tarde Maertge me contó que Van Ruijven había venido con su hermana y una de sus hijas.

– ¿Cuántos años tiene su hija? -le pregunté, sin poder reprimir mi curiosidad.

– Creo que diecisiete.

Mi edad.

Unos días después volvieron. Maria Thins me envió a hacer más recados y me dijo que no regresara en toda la mañana. Me habría gustado recordarle que no podía quedarme en la calle cada día que vinieran a posar -el tiempo se estaba poniendo demasiado frío para andar por la calle y además había mucho que hacer-. Pero no dije nada. No podía explicarlo, pero sentía que no tardarían en cambiar las cosas, aunque no sabía en qué sentido.

No podía volver donde mis padres -pensarían que había sucedido algo malo y explicarles lo contrario les llevaría a creer que todavía estaban pasando cosas peores-. En su lugar fui a la fábrica donde estaba Frans de aprendiz. No había vuelto a verlo desde que me había interrogado sobre los objetos de valor que había en la casa. Sus preguntas habían terminado por enfadarme y no había hecho el más mínimo esfuerzo por visitarlo.

La mujer que estaba en la puerta no me reconoció. Cuando le dije que quería ver a Frans, se encogió de hombros y se echó a un lado, desapareciendo sin mostrarme el camino. Entré en un bajo barracón donde unos chicos de la edad de Frans estaban sentados en bancos corridos delante de unas mesas, pintando azulejos. Trabajaban con diseños muy simples, que nada tenían que ver con la elegancia de los de mi padre. Muchos ni siquiera pintaban las figuras principales, sino sólo las florituras que adornaban las esquinas, las hojas y otros ornamentos similares, dejando un blanco en el medio para que lo rellenara un maestro con más experiencia.

Cuando me vieron, dejaron escapar un coro de silbidos tan estridente que quise taparme los oídos. Me dirigí al chico que tenía más cerca y le pregunté por mi hermano. Se puso rojo y metió la cabeza entre los hombros. Aunque yo era una distracción agradable, ninguno respondió a mí pregunta.

Encontré otro edificio más pequeño y más caluroso, en el que se alojaba el horno. Frans estaba allí solo, sin camisa, chorreando de sudor y con una cara espantosa. Le habían salido músculos en el torso y en los brazos. Se estaba haciendo un hombre.

Los trapos que se había atado en los antebrazos y en las manos le hacían parecer torpe, pero cuando sacaba o metía en el horno los azulejos, manejaba las bandejas en las que iban dispuestos con gran destreza y daba la sensación de que no podía quemarse nunca. No me atreví a llamarlo por si se asustaba y dejaba caer una bandeja. Pero me vio antes de que yo hablara e inmediatamente dejó sobre una mesa la bandeja que tenía entre las manos.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Griet? ¿Les ha pasado algo malo a Madre o a Padre?

– No, no; están bien. Sólo he venido a hacerte una visita.

– ¡Oh! -Frans se quitó los trapos que le cubrían las manos, se limpió la cara con uno y bebió un buen trago de cerveza de la jarra que tenía al lado. Se arrimó a la pared y rodó los hombros, como hacen los hombres cuando terminan de descargar una barcaza para aflojar y estirar los músculos. Era la primera vez que le veía hacer ese gesto.

– ¿Todavía sigues trabajando en el horno? ¿No te han cambiado a otra cosa? Al esmaltado o a la pintura, como a esos chicos del otro barracón.

Frans se encogió de hombros.

– Pero si esos chicos tienen tu misma edad. ¿No deberías…? -no pude terminar la frase al ver la cara que ponía.

– Estoy castigado -dijo en voz baja.

– ¿Por qué? ¿Castigado por qué?

Frans no respondió.

– Frans, tienes que decírmelo o les contaré a Padre y a Madre que tienes problemas.

– No tengo problemas -dijo rápidamente-. Sencillamente el dueño está enfadado conmigo.

– ¿Por qué?

– Hice algo que no le gustó a su mujer.

– ¿Qué hiciste?

Frans vaciló.

– Fue ella la que empezó -dijo calladamente-. Mostró interés por mí, ya sabes. Pero cuando yo le mostré el mío, se lo dijo a su marido. No me echó porque es amigo de Padre. Así que estaré en el horno hasta que se le pase el enfado.

– ¡Frans! ¿Cómo has podido ser tan estúpido? Sabes de sobra que ella no es para la gente como tú. Poner en peligro tu sitio aquí por algo así…

– No puedes imaginarte lo que es estomusitó Frans. Trabajar aquí es agotador, es aburridísimo. Era algo distinto en lo que pensar. Eso era todo. No tienes ningún derecho a juzgarme. Para ti es muy fácil decirme cómo debería vivir. Tú, que sabes que vas a tener una vida regalada con ese carnicero con el que te vas a casar, mientras que lo único que acierto a ver yo delante de mí son azulejos y días sin fin. ¿Por qué no iba a poder admirar una cara bonita?

Quise protestar, decirle que le entendía. A veces soñaba con montones de ropa sucia que nunca disminuían por mucho que yo frotara e hirviera y planchara.

– ¿Era la mujer que está siempre a la puerta de la fábrica? -le pregunté.

Frans se encogió de hombros y bebió otro trago de cerveza. Se me vino a la mente la expresión desabrida de la mujer y me pregunté cómo había podido tentarle semejante cara.

– Pero ¿qué haces aquí a estas horas de la mañana? ¿No deberías estar en el Barrio Papista?

Llevaba una excusa preparada: que había ido a hacer un recado a esa parte de Delft. Pero me dio tanta lástima mi hermano que me encontré contándole todo lo de Van Ruijven y el cuadro. Fue un alivio poder confiárselo a alguien.

Me escuchó con atención. Cuando acabé, me dijo:

– Como ves no somos tan distintos. Los dos somos objeto de las atenciones de los que están por encima.

– Pero yo no he respondido a las de Van Ruijven ni tengo intención de hacerlo.

– No me refería a Van Ruijven -dijo Frans, con una mirada súbitamente astuta-. No, no a él. Me refería a tu amo.

– ¿Qué pasa, con mi amo? -exclamé.

Frans sonrió.

– Venga, Griet, no te pongas nerviosa.

– ¡Para ya! ¿Qué pretendes sugerir? Él nunca ha…

– No tiene que hacerlo. Se te ve en la cara. Lo deseas. Puedes ocultárselo a nuestros padres o a tu carnicero, pero a mí no puedes ocultármelo. Yo te conozco mejor.

Y así era. Él me conocía mejor.

Abrí la boca, pero no salió ningún sonido.


Era diciembre y hacía frío y caminé tan deprisa por lo preocupada que me había dejado Frans que llegué al Barrio Papista mucho antes de lo que debía. Me acaloré y empecé a aflojarme las toquillas y las bufandas para sentir el fresco en la cara. Cuando avanzaba por la Oude Langendijck vi a Van Ruijven y a mi amo que venían hacia mí. Bajé la cabeza y me cambié de lado a fin de pasar junto a mi amo en lugar de junto a Van Ruijven, pero lo único que conseguí con el cambio fue llamar la atención de Van Ruijven. Se detuvo, obligando a mi amo a detenerse también.

– ¡Oye, tú, la de los ojos grandes! -me llamó, volviéndose hacia mí-, me dijeron que no estabas. No me extrañaría que estuvieras evitándome. ¿Cómo te llamas, chica?

– Griet, señor -clavé los ojos en los zapatos de mi amo. Tenían un negro muy brillante; Maertge los había limpiado bajo mi supervisión esa misma mañana.

– Bueno, bueno, Griet. ¿Has estado esquivándome?

– ¡Oh, no, señor! He estado haciendo recados -alcé una cesta con las cosas que había ido a buscar para María Thins antes de ir a ver a Frans.

– Pues entonces espero poder verte más.

– Sí, señor.

Había dos mujeres detrás de ellos. Observé sus caras de reojo y colegí que eran la hija y la hermana que estaban posando para el cuadro. La hija me miró fijamente.

– No habrá olvidado lo que me prometió, espero -le dijo Van Ruijven a mi amo.

Mi amo movió la cabeza como si fuera una marioneta.

– No -contestó pasado un momento.

– Bien, supongo que querrá empezarlo antes de pedirnos que volvamos.

Se produjo un largo silencio. Miré a mi amo. Estaba haciendo esfuerzos por parecer calmado, pero yo sabía que estaba furioso.

– Sí -dijo por fin, los ojos fijos en la casa de enfrente. No me miró.

No entendí aquella conversación en la calle, pero sabía que tenía que ver conmigo. Al día siguiente descubrí cómo.

Por la mañana me dijo que después de comer subiera al estudio. Yo supuse que quería que le moliera colores porque iba a empezar a pintar el cuadro del concierto. Cuando subí al estudio no estaba. Me dirigí directamente al desván. La mesa de moler estaba vacía: no había dejado nada preparado para mí. Volví a bajar, sintiéndome estúpida.

Había entrado en el estudio y estaba de pie al lado de la ventana.

– Siéntate, por favor, Griet -me dijo, dándome la espalda.

Me senté en la silla que estaba junto a la espineta. No me atreví a tocarla. Nunca había tocado un instrumento, salvo para limpiarlo. Mientras esperaba, estudié los cuadros que había colgado en la pared del fondo y que formarían parte de la escena del concierto que iba a pintar. El de la izquierda era un paisaje, y en el de la derecha había tres figuras: una mujer tocando el laúd vestida con un traje que dejaba al descubierto gran parte de su pecho, un caballero que la tenía enlazada, y una anciana. El hombre estaba comprando los favores de la joven, y la anciana se adelantaba a recoger la moneda que él le entregaba. El cuadro pertenecía a María Thins, quien me había dicho una vez que se titulaba La alcahueta.

– No, en esa silla, no -se volvió, dándole la espalda a la ventana-. Ahí se sienta la hija de Van Ruijven. Donde me habría sentado yo, pensé, de haber tenido que posar en ese cuadro.

Puso al lado del caballete, pero mirando a la ventana, otra de las sillas con cabezas de león:

– Siéntate ahí.

– ¿Qué quiere, señor? le pregunté, sentándome.

Estaba sorprendida; nunca nos habíamos sentado juntos. Me puse a temblar, aunque no tenía frío.

– No hables -abrió un postigo de modo que la luz me diera directamente en la cara-. Mira afuera de la ventana -se sentó en su silla delante del caballete.

Clavé los ojos en la Iglesia Nueva y tragué. Sentí como se me tensaba la mandíbula y abría unos ojos como platos.

– Ahora mírame.

Me volví y lo miré por encima de mi hombro izquierdo. Nuestras miradas se fundieron. Y yo sólo podía pensar en que el gris de sus ojos se parecía al del interior de las ostras.

Parecía que estaba esperando algo. Se me debió de notar en la cara el temor a no cumplir con sus expectativas.

– Griet -me dijo muy bajito.

No tenía que decir más. Los ojos se me inundaron de lágrimas que no llegué a verter. Ahora lo sabía.

Sí. No te muevas. Me iba a pintar.

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