2002

3 de enero

2,30 de la mañana


De nuevo en la casa-museo, con las mismas personas. Esta vez jugábamos a que yo era la tierra y ellos los gusanos que la excavaban. Cinco gusanos distintos excavaron surcos en mi cuerpo, y el terreno, una vez en casa, era desmoronadizo y deleznable. Un viejo sayo amarillento de mi abuela estaba colgado en mi armario. Me lo puse, olí el perfume del suavizante y de un tiempo pretérito que se mezclaba con el presente absurdo. Me solté el pelo sobre los hombros, protegidos por aquel pasado reconfortante. Me olisqueé los cabellos sueltos y me fui a la cama con una sonrisa que pronto se transformó en llanto. Apacible.


9 de enero


En casa de Ernesto no había demasiados secretos. Le confié que lo que había sucedido entre nosotros me había despertado el deseo de ver a dos hombres uno dentro del otro. Quería ver a dos hombres follando, sí. Verlos follar como hasta ahora me han follado a mí, con la misma violencia, con la misma brutalidad.

No consigo detenerme, corro veloz como una ramita que se deja llevar por la corriente de un río. Aprendo a decir que no a los otros y sí a mí misma y dejar que la parte más profunda de mí salga a la superficie, me sacudo de encima el mundo circundante. Aprendo.

– Eres una sorpresa continua, Melissa. Una cantera de fantasías e imaginación -dijo, con la voz ronca del sueño del que acababa de salir.

– Voy en serio, Ernesto. Incluso estaría dispuesta a pagar -dije, aún abrazada a él. -¿Entonces? -pregunté, impaciente después de un momento de silencio.

– ¿Entonces qué?

– Tú que eres, bueno… del ambiente… ¿no conoces a nadie dispuesto a dejarse mirar?

– ¡Venga, qué cosas se te ocurren! ¿No puedes quedarte quieta, quietecita y fabricarte historias normales?

– Para empezar, lo de quieta quietecita no me va -dije-, y para continuar ¿qué entiendes por historias normales?

– Historias de una chica de dieciséis años, Meli. Tú chica, él chico. Amor y sexo equilibrados, lo suficiente.

– Bueno, ¡en mi opinión ésa es la verdadera perversión! -dije, histérica-, en resumen… una vida aplastante: los sábados por la tarde en la Piazza Teatro Massimo, los domingos por la mañana almuerzo a la orilla del mar, sexo rigurosamente el fin de semana, confidencias con los padres, etcétera, etcétera… ¡mejor estar sola!

Otro silencio.

– Y además, estoy hecha así, no me cambiaría por nadie. ¡Pero mira quién habla! -le grité a la cara, con sarcasmo.

Se rió y me acarició la cabeza.

– Pequeña, yo te quiero, ¡no querría que te ocurriera nada desagradable!

– Me sucederá si no hago lo que quiero. Y también yo te quiero.

Me habló de dos chicos, estudiantes del último curso de derecho. Los conoceré mañana, después del colegio me vendrán a buscar a Villa Bellini, delante de la fuente de los cisnes. Llamaré a mi madre para decirle que pasaré toda la tarde fuera a causa del curso de teatro.


10 de enero

15,45


– ¡Menudas idiotas que sois las mujeres! Mirar a dos hombres follando… ¡venga! -dijo Germano, mientras conducía.

Sus ojos eran grandísimos y oscuros. El rostro macizo y bien esculpido coronado por bellísimos rizos negros que hacían de él, de no ser por la tez clara, un joven africano vigoroso y soberbio. Conducía el coche sentado como el Rey de la selva, alto y majestuoso, los dedos largos y ahusados apoyados en el volante, un anillo de acero con unos signos tribales resaltaba en la blancura de la mano y en su extraordinaria suavidad.

Con una vocecita aguda y amable el otro chico, de labios delgados, respondía detrás de mí:

– Déjala, ¿no ves que es nueva? Y es tan pequeña… mira qué carita tiene, tan tierna. ¿Estás segura, niña, de que quieres hacerlo?

Asentí con la cabeza.

Por lo que entendí, los dos han aceptado este encuentro porque le debían un favor a Ernesto, aunque no entendí qué le estaban pagando. El hecho es que Germano estaba irritado por esta situación y, de haber podido, me habría dejado al borde de la carretera desierta que recorríamos. Sin embargo, un entusiasmo desconocido le brillaba en los ojos, era una sensación sutil que sentía llegar de manera intermitente. Durante el viaje, el silencio era nuestra compañía. Estábamos yendo por unos caminos campestres, debíamos llegar al chalé de Gianmaria, el único sitio en que nadie nos molestaría. Era una vieja finca construida en piedra, rodeada de olivos y de abetos. Más lejos se veían los viñedos, las vides, muertas en aquella temporada. El viento soplaba con fuerza y cuando Gianmaria bajó para abrir el enorme portón de hierro, decenas de hojas entraron en el coche y cayeron sobre mi cabello. El frío era punzante, el olor típico de la tierra mojada y de las hojas pudriéndose bajo el agua durante mucho tiempo. Sostenía el bolsito en la mano y estaba erguida sobre mis botas altas, rígida por el hielo. Sentía la punta de la nariz helada y las mejillas inmóviles, anestesiadas. Llegamos a la puerta principal sobre la que estaban tallados los nombres que diferentes niños habían impreso sobre la madera en sus juegos estivales, un signo del paso del tiempo. También estaban los de Germano y Gianmaria… debo largarme, diario, mi madre ha abierto de par en par la puerta y me ha dicho que tengo que acompañarla a ver a mi tía (se ha roto una cadera, está en el hospital).


11 de enero


Esta noche, he tenido un sueño.

Bajo del avión, el cielo de Milán me muestra un rostro arrugado y hostil. El viento gélido y pegajoso me desordena el pelo recién salido de la peluquería y lo apelmaza. Con la luz grisácea, mi rostro toma un color apagado y mis ojos parecen vacíos, cercados por sutiles esferas fosforescentes que me dan un aire aún más extraño.

Tengo las manos frías y blancas, de muerta. Llego al interior del aeropuerto y me reflejo en un cristal: noto mi rostro delgado y descolorido, mi pelo larguísimo, alborotado y horrible; mis labios están cerrados, herméticamente sellados. Percibo una extraña excitación, sin motivo.

Luego me vuelvo a ver tal como me representa el espejo, pero en otra parte. En vez de estar en este aeropuerto, vestida con mis habituales ropas de marca, estoy en una celda oscura y hedionda a la cual llega poquísima luz, así que no estoy ni siquiera en condiciones de ver qué llevo puesto, qué aspecto tengo. Lloro, estoy sola. Fuera debe de ser de noche. Al fondo del corredor entreveo una luz vacilante, pero de color intenso. Ni un rumor. La luz del corredor se acerca. Está cada vez más próxima y me espanta, porque no oigo ningún paso. El hombre que llega se mueve con cautela, es alto y vigoroso.

Apoya ambas manos en los barrotes y yo, secándome el rostro, me levanto y voy a su encuentro. La luz de la antorcha ilumina su rostro dándole un aire diabólico, mientras que el resto del cuerpo se mantiene a oscuras. Veo sus ojos enormes y famélicos, de un color indefinible y dos labios grandes, entreabiertos, que permiten vislumbrar una hilera de dientes blanquísimos. Se lleva un dedo a la boca dándome a entender que no debo hablar. Me quedo observando su rostro desde muy cerca y me doy cuenta de que es fascinante, misterioso y bellísimo. Un temblor tremendo me sacude cuando apoya sus dedos perfectos sobre mis labios, realizando un movimiento rotatorio. Lo hace suavemente, mis labios ahora están húmedos y yo, con un gesto casi espontáneo, me acerco aún más a los barrotes presionando mi rostro contra ellos. Ahora sus ojos se iluminan, pero su calma es perfecta e intemporal: sus dedos entran profundamente en mi boca y mi saliva los hace deslizarse mejor.

Luego los saca y ayudándose con la otra mano rasga mis ropas gastadas, por la parte de arriba, dejando al descubierto mis senos redondos. Los pezones están duros y erizados por el frío que entra por el ventanuco y, cuando los toca con sus dedos mojados, se vuelven aún más pétreos. Apoya sus labios en los senos; primero los olisquea y, luego los besa. El placer me echa la cabeza hacia atrás, pero mis pechos siguen firmes, consintiendo a sus demandas. Se detiene, me mira y sonríe. Con una mano hurga entre sus ropas: y al acercarme me doy cuenta de que es un hombre de iglesia.

Hay un tintineo de llaves y el ruido de una puerta de hierro que se cierra lentamente. Ahora está dentro. Conmigo. Termina de rasgar mis ropas a todo lo largo y deja al descubierto el vientre y también más abajo, donde está mi punto más caliente. Lentamente me hace recostar en el suelo. Hunde su cabeza y su lengua entre mis piernas. Ahora ya no tengo frío, tengo ganas de sentirme, de percibirme a través de él. Lo atraigo hacia mí y siento mis humores bajo su cuerpo. Palpo debajo de la túnica y encuentro su miembro erecto y bellísimo en mi mano, que hurga cada vez más afanosamente… Su pene bajo la túnica quiere salir y lo ayudo levantando el manto negro.

Entra en mí, nuestros líquidos se encuentran y se desliza fácilmente como el cuchillo en la mantequilla caliente, pero sin golpearme. Saca su miembro y se sienta en un rincón. Yo lo hago esperar y después me acerco a él. Lo sumerge de nuevo en mi playa espumeante.

Bastan pocos golpes, duros, secos y repentinos para llevarme a un placer infinito. Nos corremos al unísono. Se recompone y me abandona aún más desconsolada que antes.

Luego abro los ojos y estoy de nuevo en el aeropuerto, observo mi rostro.

Un sueño dentro de un sueño. Un sueño que es el eco de lo que ha sucedido ayer. Sus ojos eran los mismos de Germano. El fuego de la chimenea los iluminaba, los hacía brillar. Gianmaria había entrado con dos gruesos troncos y un par de ramas. Los dispuso en la chimenea que comenzó a alumbrar el ambiente haciéndolo más acogedor. Un calor desconocido y reconfortante me invadía. Lo que estaba observando no me provocaba ninguna sensación horrible ni vergonzosa, al contrario. Era como si mis ojos estuvieran habituados a ciertas escenas, y la pasión que en todo este tiempo chocó contra mi piel salió volando y golpeó el rostro de los dos jóvenes que involuntariamente estaban en mis manos. Los veía encajarse el uno en el otro: yo en el sillón junto a la chimenea. Ellos en el diván de enfrente mirándose y tocándose con la fogosidad del amor. Cada uno de sus gemidos era un «te amo» hacia el otro y cada golpe que sentía en mis vísceras, devastador y doloroso, era para ellos una Cándida caricia. Quería formar parte de aquella intimidad incomprendida, de su refugio amoroso y tierno, pero no lo propuse, sólo los miré como habíamos acordado, desnuda y Cándida en el cuerpo y en los pensamientos. Luego, Germano me lanzó una mirada dichosa. Se retiró del encaje y para mi estupor se arrodilló delante de mí y me abrió despacio los muslos. Esperó un ademán mío para zambullirse en ese universo. Lo consiguió durante un momento, luego volvió a ser él mismo, el duro e implacable Rey africano. Ocupó mi puesto y tirándome del pelo me dirigió hacia su miembro, y aquél fue el momento en que noté sus ojos. Aquél fue el momento en que entendí que su pasión no era distinta de la mía: ambas se dieron la mano, chocaron y luego se fundieron.

Se durmieron abrazados en el diván, mientras yo seguí mirándolos, con la piel incandescente por las llamas de la chimenea, sola.


24 de enero


El invierno me aletarga, en todos los sentidos. Los días son tan iguales y monótonos que ya no consigo soportarlos. Despertador tempranísimo, colegio, conflictos con los profesores, vuelta a casa, deberes hasta altísimas horas, la sandez de la tele y, cuando los ojos todavía aguantan, algún libro y a la cama. Día tras día, el tiempo avanza así, salvo alguna llamada imprevista del ángel presuntuoso y de sus diablos. En esos casos me visto lo mejor posible, me quito las ropas de diligente estudiante y me pongo las de la mujer que enloquece a los hombres. Les agradezco que me den la posibilidad de alejarme de la mediocridad y ser algo distinto.

Cuando estoy en casa, me conecto a internet. Busco, exploro. Busco todo lo que me excita y, al mismo tiempo, me enferma. Busco la excitación que nace de la humillación. Busco la aniquilación. Busco a los individuos más extraños, aquellos que me envían fotos sadomaso, aquellos que me tratan como una verdadera puta. Aquellos que quieren desahogarse. Rabia, esperma, angustia y miedo. No soy distinta de ellos. Mis ojos asumen una luz enfermiza, mi corazón late a tontas y a locas. Creo (¿o quizá me ilusiono?) que encontraré en los meandros de la red a alguien dispuesto a amarme. Cualquiera que sea: hombre, mujer, viejo, chico, casado, soltero, gay o transexual. Todos.

Ayer por la noche accedí al foro lésbico. Probar con una mujer. La idea no me repugna del todo. Más que nada me incomoda, me da miedo. Algunas me han contactado pero las descarté en seguida, antes de ver las fotos.

Esta mañana encontré un e-mail en mi dirección de correo: es de una chica de veinte años. Dice que se llama Letizia, también ella es de Catania. El mensaje dice muy poco, sólo su nombre, su edad y su teléfono.


1 de febrero

19,30


En el colegio me han ofrecido un papel en la obra de teatro.

Al fin ocuparé mis días en algo divertido. Se estrenará más o menos dentro de un mes, en un teatro del centro.


5 de febrero

22,00


La llamé, tiene una voz un poco chillona. Tiene un tono alegre y desenvuelto, al contrario del mío, melancólico y grave. Después de un rato me solté, sonreí. No tenía ninguna gana de saber de ella ni de su vida. Sólo sentía curiosidad por conocerla físicamente. De hecho, le pedí:

– Perdona, Letizia… ¿Por casualidad no tienes una foto para mandarme?

Se rió con ganas y exclamó:

– ¡Claro! Enciende el PC, te la envío ya mismo, mientras estamos al teléfono, así me dices.

– ¡OK! -dije, satisfecha.

Hermosa, increíblemente hermosa. Y desnuda. Atractiva, sensual, cautivadora.

Balbucí:

– ¿De verdad eres tú?

– ¡Desde luego! ¿No te lo crees?

– Sí, sí, claro que te creo… Eres… guapísima -dije asombrada (¡y atontada!) por la foto y por mi arrobo. En realidad, no me gustan las mujeres… No me vuelvo por la calle cuando pasa una mujer atractiva, no suspiro por las formas femeninas y nunca he pensado seriamente en una relación de pareja con una mujer. Pero Letizia tiene un rostro angelical y unos hermosos labios carnosos. Bajo el vientre he visto un suave islote en el que atracar, rico y abrupto, oloroso y sensual. Y los pechos, como dos suaves colinas en cuyas cimas hay dos círculos rosados y grandes.

– ¿Y tú -me preguntó-, tienes una foto para mandarme?

– Sí -le dije-, espera un momento.

Elegí una al azar, encontrada en la memoria de mi ordenador.

– Pareces un ángel -dijo Leticia-, eres deliciosa.

– Sí, parezco un ángel… Pero no lo soy, de verdad -dije, un poco alusiva.

– Melissa, quiero que nos veamos.

– Yo también -respondí.

Después cortamos la comunicación y ella me envió un SMS con el siguiente texto: «Te recorrería el cuello con besos ardientes, mientras te exploro con la mano».

Me quité las bragas, me metí debajo de las mantas y puse fin a la dulce tortura que Letizia había encendido inconscientemente.


7 de febrero


Hoy en casa de Ernesto volví a ver a Gianmaria. Estaba contento, me abrazó con mucha fuerza. Me dijo que gracias a mí entre él y Germano las cosas habían cambiado. No me dijo en qué y tampoco se lo pregunté. Sin embargo, para mí sigue siendo oscuro el motivo que impulsó a Germano a comportarse así aquella noche, es evidente que la causa fui yo. Pero ¿de qué? ¿Por qué? Yo sólo fui yo misma, diario.


8 de febrero

13,18


Aún más indagaciones, no acabarán nunca si antes no he encontrado lo que quiero. Pero en realidad no sé qué quiero. Busca, sigue buscando, Melissa, siempre.

Entré en un chat, en el foro «Sexo perverso» con el alias «whore». Busqué entre las distintas preferencias del perfil, introduje algunos datos que me interesaban. Él me contactó en seguida, «the_carnage». Fue directo, explícito, invasor y era exactamente lo que quería.

– ¿Cómo te gusta que te folien? -me escribió para empezar.

Respondí:

– Con brutalidad, quiero ser tratada como un objeto.

– ¿Quieres que yo te trate como un objeto?

– No quiero nada. Haz lo que debas hacer.

– Eres mi puta, ¿lo sabes?

– Para mí es difícil ser de alguien, no soy ni siquiera de mí misma.

Comenzó a explicarme cómo y dónde me metería la polla, cuánto tiempo la habría tenido dentro y cómo habría disfrutado.

Observaba el paso de las palabras que me enviaba, cada vez más rápidas. Mi estómago se retorcía y, por dentro, me latía una vida y un deseo tan seductores que sólo podía ceder. Aquellas palabras eran el canto de las sirenas y me entregué a ellos consciente y, sin embargo, dolorosamente.

Sólo después de haberme contado que se había corrido en la mano me preguntó cuántos años tenía.

– Dieciséis -le escribí.

Digitó unos emoticones de estupor a lo largo de toda la ventana seguidos por un emoticón sonriente. Luego:

– ¡Demonios! ¡Enhorabuena!

– ¿Por qué?

– Ya tienes una gran experiencia…

– Sí.

– No me lo puedo creer.

– Qué quieres que te diga… Total, qué importancia tiene saberlo, no nos veremos nunca. Ni siquiera eres de Catania.

– ¿Cómo que no? Sí, soy de Catania.

Joder. ¡Encima la mala pata de que me contacte un catanés!

– ¿Y ahora qué quieres de mí? -le pregunté, segura de la respuesta.

– Follarte.

– Ya lo has hecho.

– No -otro emoticón-, de verdad.

Lo pensé durante algunos segundos, luego marqué el número de mi móvil; en el momento de enviarlo tuve un instante de duda. Luego su «¡Gracias!» hizo que me diera cuenta de la tontería que acababa de cometer.

No sé nada de él, sólo que se llama Fabrizio y tiene treinta y cinco años.

La cita es dentro de media hora en el Corso Italia.


21,00


Sé perfectamente que esta vez el diablo se presenta con una falsa apariencia y manifiesta su identidad sólo después de haberme conquistado. Primero te mira con ojos verdes y brillantes, luego te sonríe bonachonamente, te da un beso leve en el cuello y después te traga.

El hombre que se me presentó era elegante y no precisamente guapo. Alto, robusto, pelo canoso y escaso (quién sabe si tendrá de verdad treinta y cinco años), ojos verdes y clientes grises.

Al primer impacto me quedé fascinada pero, inmediatamente después, el pensamiento de que era el mismo hombre del chat me hizo estremecerme. Recorrimos las aceras limpias a las que se asoman las tiendas elegantes de escaparates relucientes. Me habló de sí mismo, de su trabajo y de su mujer, a la que nunca ha amado, pero con la que se casó obligado por el nacimiento de una niña. Tiene una bonita voz, pero una risa estúpida que me fastidia.

Mientras caminábamos me rodeó el pecho con un brazo y yo me puse una sonrisa de circunstancias, molesta por su indiscreción e inquieta por lo que sucedería después.

Podía marcharme, coger mi moto y volver a casa, mirar a mi madre mientras amasaba la harina para la tarta de manzanas, oír a mi hermana leyendo en voz alta, podía jugar con el gato… Puedo disfrutar perfectamente de la normalidad y vivir dentro de ella, tener los ojos luminosos sólo porque he sacado una buena nota en el colegio, sonreír tímidamente porque se me hace un cumplido. Pero nada me asombra, todo está vacío y hundido, todo es vano, carente de consistencia y de sabor.

Lo seguí hasta su coche, que nos llevaría derecho a un garaje. El techo tenía manchas de humedad y los cajones y herramientas llenaban todo el espacio, de por sí pequeño.

Fabrizio entró en mí despacio, se echó levemente sobre mí y por suerte no sentí el peso de su cuerpo encima. Quiso besarme, pero volví la cabeza porque yo no quería. Nadie me besa desde los tiempos de Daniele, el calor de mis suspiros lo reservo a mi imagen reflejada y la suavidad de mis labios ha estado incluso demasiadas veces en contacto con los miembros sedientos de los diablos del ángel presuntuoso y, sin embargo, ellos, estoy segura, no la han saboreado. Así que moví la cabeza para evitar el contacto con sus labios, pero no le hice sentir mi repulsión. Fingí que quería cambiar de posición y él, como un animal, mudó la dulzura que antes me había asombrado en cruel bestialidad, gruñendo y llamándome a gritos, mientras sus dedos presionaban la piel de mis caderas.

– Estoy aquí -le decía, y la situación me parecía grotesca. No entendía por qué estaba pronunciando mi nombre, pero permanecer impasible a sus reclamos me parecía incómodo, así que lo tranquilizaba diciendo-: Estoy aquí -y él se calmaba un poco.

– Déjame correrme dentro, te lo ruego, déjame correrme dentro -decía, trastornado de placer.

– No, no puedes.

Salió de golpe, pronunciando más fuerte mi nombre hasta que se convirtió en un eco cada vez más débil, un largo suspiro final. Luego, no contento, volvió sobre mí, se agachó: otra vez lo tenía dentro, su lengua me tocaba apresurada, irrespetuosa. Mi placer no llegó y el suyo volvía como algo inútil, que no me concernía.

– Tienes unos labios gruesos y jugosos, dan ganas de morderlos. ¿Por qué no te los depilas? Estarías más guapa.

No respondí, no son asuntos suyos lo que yo haga con los labios de mi coño.

El ruido de un coche nos espantó, nos vestimos de prisa (no veía la hora) y salimos del garaje. Me acarició el mentón y dijo:

– La próxima vez, mi niña, lo haremos con más comodidad.

Bajé del coche, que tenía los cristales empañados, y en la calle todos advirtieron que salía despeinada y desaliñada de aquel vehículo conducido por alguien de pelo canoso con la corbata desarreglada.


11 de febrero


En el colegio no me va demasiado bien. Será que soy perezosa y dispersa, será que los profesores son demasiado esquemáticos y categóricos… Quizá tenga una visión un poco idealista del colegio y de la enseñanza en general, pero la realidad me desilusiona completamente. ¡Odio las matemáticas! El que no sean algo opinable me disgusta. ¡Y luego esa idiota de la profe que sigue llamándome ignorante sin saber explicarme nada! En el «Mercatino» he buscado los anuncios de profesores particulares y he encontrado un par que son interesantes. Sólo uno estaba disponible. Es un hombre, por la voz parece bastante joven, nos veremos mañana para ponernos de acuerdo.

No puedo sacarme a Letizia de la cabeza, de la mañana a la noche, no sé qué me ocurre. A veces me parece que estoy dispuesta a todo.


22,40


Me ha telefoneado Fabrizio, hemos hablado largo y tendido. Al fin me ha preguntado si por casualidad yo disponía de algún lugar. He contestado que no.

– Entonces es el momento de que te haga un buen regalo -dice.


12 de febrero


Me abrió la puerta en camisa blanca y pantalones cortos de color negro, pelo mojado y gafas de montura fina. Me mordí los labios y lo saludé. Su saludo fue una sonrisa y cuando dijo: -Por favor, Melissa, ponte cómoda-, sentí la misma sensación de cuando de pequeña mezclaba leche, naranjas, chocolate, café y fresas en el curso de una hora. Le gritó a alguien que estaba en otra habitación, diciendo que iba al cuarto conmigo. Abrió la puerta y por primera vez en mi vida entré en el dormitorio de un hombre normal: nada de fotos pornográficas, ningún trofeo imbécil, nada de desorden. Las paredes estaban tapizadas de fotos viejas, de pósters de antiguos grupos de heavy metal y de estampas impresionistas. Y un perfume particular y seductor me embriagaba.

No se disculpó por el atuendo, sin duda informal, y me encantó que no lo hiciera. Me dijo que me sentara en la cama, mientras él cogía la silla del escritorio y la acercaba, sentándose frente a mí. Estaba un poco incómoda… ¡como para no estarlo! Esperaba un árido profesorzuelo con jersey de cuello en V color amarillo canario, pelo a juego, teñido para acompañar el jersey. Se me presentó un hombre joven, bronceado, perfumado y terriblemente fascinante. Aún no me había quitado el abrigo y con una carcajada, me dijo:

– Oye, no te comeré si te lo quitas.

También me reí, disgustada porque no pudiera comerme. Aún no había advertido sus zapatos: afortunadamente ningún calcetín blanco, sólo un tobillo delgado y un pie cuidado y bronceado, que hacía movimientos concéntricos mientras discutíamos la tarifa, el programa y las horas de clase.

– Debemos empezar desde muy, muy lejos -dije.

– No te preocupes, te haré empezar por la tabla del dos -se pitorreó.

Estaba sentada al borde de la cama, con una pierna cruzada y una mano apretando la otra.

– Qué bonita manera de sentarte -me interrumpió, mientras hablaba de mi profe de matemáticas.

Me mordí nuevamente los labios y bufé como para decir: «Venga, vamos, ¡qué dices…!».

– Ah, me olvidaba. Me llamo Valerio, nunca me llames profesor, me harás sentir demasiado viejo -dijo, levantando un dedo falsamente amenazador y cambiando de conversación.

Dudé un poco: después de tantas ocurrencias suyas, era obvio que también yo debería salir con alguna.

Me aclaré la voz y dije, lentamente:

– ¿Y si yo quisiera llamarte deliberadamente profesor?

Esta vez fue él quien se mordió los labios, sacudió la cabeza y preguntó:

– ¿Y por qué querrías hacerlo?

Me encogí de hombros y después de un momento dije:

– Porque así es más bonito, ¿no, profesor?

– Llámame como quieras, pero no me mires con esos ojos -dijo, visiblemente turbado.

He aquí que vuelvo a empezar siempre la misma historia. Qué puedo hacer, soy incapaz de evitarlo, de probar a quien tengo delante y me gusta. Lo golpeo con cada palabra y con cada silencio, me hace sentir bien. Es un juego.


18 de febrero

20,35


Ya están cenando en la cocina. Yo me he tomado un momento para escribir, porque quiero darme cuenta de verdad de lo que ha sucedido.

Hoy he tenido la primera clase con Valerio. Con él logro entender algo, quizá porque tiene unos hermosos hombros o unas manos ahusadas y elegantes que acompañan la evolución de la pluma. He logrado hacer un par de ejercicios, aunque con esfuerzo. Él, muy serio, profesional, y esto lo hacía más fascinante. Me cautivó. Las miradas que me dirigía eran admirativas y, sin embargo, trataba de mantener una cierta distancia entre él y yo, sin que mi malicia interfiriera en su trabajo.

Llevé una falda ajustada para la ocasión, quería seducirlo descaradamente. Así, cuando me levanté para ir hacia la puerta, él comenzó a caminar casi pegado a mí. Yo, por jugar, alternaba pasos rápidos y distanciados con pasos lentos. De este modo dejaba que se acercarse para después retirarme inmediatamente.

Mientras apretaba el botón para llamar el ascensor, sentí su aliento en el cuello y con un susurro dijo:

– Mañana, entre las diez y las diez y cuarto, mantén el teléfono libre.


19 de febrero

22,30


Dos noticias (como de costumbre, una buena y otra mala).

Fabrizio ha comprado un pequeño apartamento en el centro donde podemos vernos sin ser descubiertos por las respectivas familias.

Ha exclamado contento por teléfono:

– He hecho montar una pantalla gigante frente a la cama, así podremos ver ciertas películas, ¿eh, mi niña? Ah, obviamente también tú tienes las llaves. Un gran beso en tu bellísima mejilla. Chau. Chau.

Obviamente, ésta es la noticia desagradable.

No me ha dado tiempo de responder, de plantearle mis perplejidades, mis dudas. Lo que ha hecho me parece demasiado atolondrado. Tenía la intención de irme a la cama con él sólo una vez y luego adiós y gracias, ¡no quiero convertirme en la amante de un hombre casado con una hija a cargo! No los quiero a él ni a su apartamento, su pantalla gigante para películas porno; no quiero que compre mi despreocupación como quien compra alta tecnología. Con Daniele y el ángel presuntuoso ya he dado bastante y ahora que estoy volviendo a vivir a mi manera, llega un ogro gordo y encorbatado y me dice que quiere comprometerse sexualmente conmigo. Pero los castigos aletean siempre sobre nuestras cabezas, las puntas afiladas de las espadas están siempre listas para golpearnos en el centro del cráneo cuando menos lo esperamos. Y la espada lo golpeará también a él, porque yo cogeré la empuñadura.

Ahora la buena noticia.

La llamada ha llegado puntual y ha terminado puntual.

Estaba desnuda, sentada en el suelo de mi habitación, y mi piel estaba en contacto con el mármol frío. El teléfono en la mano y su voz suspirada, que me llegaba fluida y sensual. Me contó esta fantasía suya. Yo seguía en clase una de sus lecciones; en un momento dado le pedía permiso para ir al baño y, mientras salía, le entregaba un papelito en el que estaba escrito «sígueme». Lo esperaba en el baño, él llegaba, me arrancaba la camiseta y con la punta de los dedos recogía las gotitas que caían de la pila estropeada. Las apoyaba en mi pecho y descendían lentamente. Luego me levantaba la faldilla de tablas y entraba en mí, mientras yo estaba apoyada en la pared y recogía su placer en mis vísceras. Las gotitas aún fluían por mi cuerpo, lo mojaban un poco dejando pequeñas estelas sobre la piel. Nos arreglábamos y volvíamos a la clase mientras yo, desde el primer banco, seguía la tiza que se deslizaba por la pizarra del mismo modo en que se deslizaba él.

Nos masturbamos por teléfono. Mi sexo estaba más hinchado que nunca y el Leteo, en crecida, surcaba mi Secreto, mis dedos estaban impregnados de mí, pero también de él, al que sentía cerca a pesar de la distancia, y olía su calor, su perfume, e imaginaba su sabor. A las diez y cuarto, dijo:

– Buenas noches, Loly.

– Buenas noches, profesor.


20 de febrero


Hay días en que quiero dejar de respirar definitivamente y permanecer en apnea durante todo el tiempo que me queda. Días en que, bajo las mantas, respiro y trago mis lágrimas y siento su sabor salobre en la lengua. Me despierto en una cama desordenada, con el pelo alborotado y la piel morada. Desnuda, delante de un espejo, me observo. Entreveo una lágrima que cae del ojo a la mejilla, la seco con un dedo y me rasguño un poco el pómulo con una uña. Me paso las manos por el pelo, lo tiro hacia atrás, hago una mueca para caerme simpática y reírme de mí misma: pero no lo consigo; quiero llorar, quiero castigarme. Voy hasta el primer cajón de la cómoda. Primero observo todo lo que hay dentro, luego elijo con cuidado lo que debo ponerme. Dejo las prendas dobladas sobre la cama y pongo el espejo en posición frontal con respecto a mí. Vuelvo a observarme. Los músculos aún están tensos, la piel, en cambio, es suave y lisa, blanca y Cándida como la de una niña. Soy una niña. Me siento al borde de la cama, me pongo las medias autoadherentes apuntando el pie y haciendo deslizar el sutil velo sobre la piel hasta que la liga de encaje llega al muslo, presionándolo un poco. Luego es el turno del corsé de seda negra con cordones y cintitas. Me ciñe los pechos y me afina la cintura, que ya es muy delgada, y pone en evidencia mis caderas, ya demasiado rozagantes, demasiado redondas y mantecosas como para evitar que los hombres cometan allí sus bestialidades. Los pechos aún son pequeños: son duros, blancos y redondos, se pueden tener en una mano y calentarla con su calor. El corsé es ajustado, comprime los pechos y los aproxima, creando un lecho entre ellos. Aún no es tiempo de observarme. Me pongo los zapatos con tacones de aguja, meto el pie hasta el delgado tobillo y siento que mi metro sesenta se convierte de pronto en diez centímetros más. Voy al cuarto de baño, cojo el carmín rojo y cubro mis labios jugosos y suaves. Luego oscurezco las pestañas con rímel, me peino el cabello largo y liso y presiono tres veces el vaporizador de perfume que está en la balda del espejo. Vuelvo a mi cuarto. Allí veré a la persona que sabe hacerme vibrar con fuerza el alma y el cuerpo. Me observo encantada, los ojos brillan y casi lagrimean. Una luz especial realza los contornos de mi cuerpo y mi cabello, que desciende suavemente sobre los hombros, me invita a acariciarlo. La mano cae lentamente, casi sin que me dé cuenta, del pelo al cuello. Acaricia la piel delicada y el pulgar y el índice ciñen la circunferencia, presionando un poco. Comienzo a oír el sonido del placer, aún casi imperceptible. La mano baja un poco más, empieza a acariciar el pecho liso. La niña vestida de mujer que tengo delante tiene dos ojos encendidos y anhelantes (¿de qué? ¿de sexo? ¿de amor? ¿de vida verdadera?). La niña sólo es dueña de sí misma. Sus dedos se meten entre el vello de su sexo y el calor le hace subir un escalofrío a la cabeza, mil sensaciones me invaden.

– Eres mía -me susurro, y en seguida la calentura se adueña de mi deseo.

Me muerdo los labios con los dientes perfectos y blancos, el pelo desordenado me hace sudar la espalda, y las gotas diminutas bañan mi cuerpo.

Jadeo, los suspiros aumentan… Cierro los ojos, los espasmos me recorren todo el cuerpo, mi mente está libre y vuela. Las rodillas ceden, la respiración se corta y la lengua recorre, cansada, los labios. Abro los ojos: le sonrío a la niña. Me acerco al espejo y le ofrezco un beso largo e intenso, mi aliento empaña el cristal.

Me siento sola, abandonada. Me siento como un planeta en torno al cual orbitan tres estrellas distintas: Letizia, Fabrizio y el profesor. Tres estrellas que me hacen compañía en los pensamientos, pero no tanto en la realidad.


21 de febrero


He acompañado a mi madre al veterinario para que visitase a mi gatito, que sufre una ligera forma de asma. Maullaba bajo, espantado por las manos enguantadas del médico. Yo le acariciaba la cabeza, animándolo con palabras dulces.

En el coche, me preguntó cómo me va en el colegio y cómo me va con los chicos. En ambos casos contesté vaguedades. Ahora mentir es de rigor, me resultaría extraño no volver a hacerlo…

Luego le pedí que me acompañara a la casa del profesor de matemáticas porque tenía una clase.

– Ah, bien, ¡así por fin lo conoceré! -dijo, entusiasmada.

No le respondí porque no quería que sospechara nada, por otra parte estoy segura de que Valerio esperaba de un momento a otro un encuentro con mi madre.

Por suerte, esta vez su atuendo era más serio pero, curiosamente, cuando mi madre me pidió que la acompañara al ascensor me dijo:

– No me gusta, tiene cara de vicioso. Hice un gesto de desinterés y le dije que, de cualquier modo, sólo tenía que darme clases de matemáticas, no teníamos que casarnos. Mi madre tiene esa manía de reconocer a la gente por la cara, ¡es algo que me ataca los nervios!

Una vez cerrada la puerta, Valerio me pidió que cogiera el cuaderno y empezáramos en seguida. Ni hablamos de la llamada, sólo de raíces cúbicas, cuadradas, binomios… sus ojos se camuflan tan bien que dejan en un mar de dudas. ¿Y si hizo esa llamada para ridiculizarme? ¿Y si no le importara nada de mí, si sólo quería tener un orgasmo por teléfono? Esperaba un comentario, una alusión. ¡Nada!

Luego, mientras me tendía el cuaderno, me miró como si lo hubiera entendido todo y dijo:

– El sábado por la noche no te comprometas. Y no te vistas antes de que te haya llamado.

Lo miré asombrada, pero no dije nada y, tratando de simular una indiferencia fuera de lugar ante sus palabras, abrí el cuaderno, observé lo que estaba escrito y leí las x e y, en escritura minúscula:

Yo, en mis abismos, aún dependía de mi paraíso predestinado, un paraíso cuyos cielos ardían con el color de las llamas del infierno, pero paraíso al fin.

Prof. Humbert. No dije nada. Nos saludamos y me recordó de nuevo la cita. Y quién se la olvida…


22 de febrero


A la una recibí una llamada de Letizia, que me preguntó si quería almorzar con ella. Respondí que sí, entre otras cosas porque no podía volver a casa, ya que a las tres y media empezarían los ensayos generales para el espectáculo. Tenía ganas de verla, había pensado en ella a menudo por las noches, antes de irme a dormir.

Al natural era aún más guapa, más genuina. Miraba sus manos suaves sirviéndome el vino e inmediatamente después observaba las mías que, por culpa del frío que pillo cada mañana con la moto, se han puesto rojas y resecas como las de un mono.

Me ha hablado de todo; en una hora ha conseguido contarme completos sus veinte años. Me ha hablado de su familia, de su madre muerta prematuramente, de su padre ausente en Alemania y de su hermana, a la que apenas ve desde que se ha casado. Me ha hablado de sus profesores, de la escuela, de la universidad, de los hobbies, de su trabajo.

Le miré las cejas y me entraron muchas ganas de besarlas. ¡Qué cosa más extraña las cejas! Las de Letizia se mueven con sus ojos y son tan hermosas que te inducen a besar semejante perfección, para luego seguir por su rostro, sus mejillas, su boca… Ahora lo sé, diario, la deseo. Deseo su calor, su piel, sus manos, su saliva, su voz susurrada. Querría acariciarle la cabeza, visitar su islote con mi aliento, procurarle una fiesta en todo el cuerpo. Sin embargo, me parece obvio que me siento inhibida, para mí es algo nuevo y no puedo pretender que también ella tenga las mismas sensaciones, o quizá las tenga pero nunca lo sabré. Me miraba y se humedecía los labios, su mirada era irónica y me rendí. No a ella, sino a mis caprichos.

– ¿Quieres hacer el amor, Melissa? -me preguntó, mientras sorbía el vino.

Apoyé la copa sobre la mesa, la miré, turbada, y agité la cabeza en señal de asentimiento.

– Pero debes enseñarme…

¿Enseñarme a hacer el amor con una mujer o enseñarme a amar? Quizá las dos cosas vayan juntas…


23 de febrero

5,45


Sábado por la noche, o mejor, domingo por la mañana, porque la noche ya ha pasado y el cielo se ha aclarado. Me siento feliz, diario, todavía tengo en el cuerpo tanta euforia aplacada por la sensación de beatitud, por una tranquilidad llena y dulce que me invade por completo. Esta noche he descubierto que soltarse con quien nos gusta y nos despierta los sentidos es algo sagrado, es allí donde el sexo deja de ser sólo sexo y empieza a ser amor, allí, oliendo el vello perfumado de su espalda, o bien acariciando sus hombros fuertes y suaves, alisando su cabello.

No estaba en absoluto agitada, sabía lo que estaba a punto de hacer. Sabía que decepcionaría a mis padres. Estaba subiendo al coche de un desconocido de veintisiete años, un atractivo profesor de matemáticas, alguien que ha encendido mis sentidos. Lo esperé fuera de casa, bajo el pino imponente, y vi su coche verde avanzando despacio. Tenía una bufanda en torno al cuello y el reflejo de las gafas me cegaba. Al contrario de lo pactado hace algunos días, no esperé a que me llamara para ordenarme qué debería ponerme. Cogí la lencería del primer cajón, me la puse y me vestí con un vestidito negro. Me miré al espejo e hice una mueca pensando que faltaba algo. Metí las manos debajo de la falda, me quité la braguita y entonces sonreí y susurré despacio:

– Así estás perfecta -y me mandé un beso.

Cuando salí de casa sentía el frío entrando por debajo de la falda: el viento rozaba, arisco, mi sexo desnudo. Una vez en el coche, el profesor me miró con ojos iluminados y encantados y me dijo:

– No te has puesto lo que te había dicho.

Entonces dirigí la mirada hacia la calle, delante de mí, y dije:

– Ya lo sé, desobedecer a los profesores se me da muy bien.

Me dio un beso un poco ruidoso en la mejilla y partimos hacia un lugar secreto.

Seguía haciendo correr los dedos entre mis cabellos, él quizá pensaba que era tensión, era sólo congoja. Por tenerlo allí, al alcance, sin conjeturas. No sé de qué hablamos durante el trayecto porque mi mente estaba ocupada con la idea fija de poseerlo. Lo miré a los ojos mientras conducía; me gustan sus ojos: tienen cejas largas y negras, ojos intrigantes, magnéticos. Me di cuenta de que me lanzaba miradas furtivas, pero fingí que no pasaba nada, también esto forma parte del juego. Luego, llegamos al Paraíso, o quizá al Infierno, depende de los puntos de vista. Con su utilitario recorrimos calles y callejuelas desiertas y estrechísimas por las cuales me parecía imposible pasar. Pasamos frente a una iglesia derruida y cubierta de hiedra y de musgo y Valerio me dijo:

– Fíjate si a tu izquierda hay tina fuente; el sitio está en el cruce que viene inmediatamente después.

Miré con mucha atención, esperando encontrar lo antes posible la fuente en aquel oscuro laberinto.

– ¡Ahí está! -exclamé, en voz demasiado alta.

Apagó el motor delante de un portón verde y oxidado y los faros del coche iluminaban algunas frases escritas en él. Mis ojos se posaron en dos nombres inscritos en un corazón tembloroso: Valerio y Melissa.

Lo miré, asombrada, y le señalé lo que había leído.

Él sonrió y dijo:

– ¡No me lo puedo creer…! -luego se volvió hacia mí y susurró: -¿Ves? Estamos escritos en las estrellas.

No entendí qué quería decir, sin embargo aquel «estamos» me tranquilizó y me hizo sentir parte de un conjunto cuyos miembros eran dos y semejantes y no dos y distintos como el espejo y yo.

Tuve miedo de este paraíso porque era oscuro, escarpado e impracticable, sobre todo si se llevaban botas de tacón. Trataba de aferrarme al máximo a él, quería sentir su calor. Tropezamos varias veces entre las piedras, por aquellas calles pequeñísimas y oscuras, ceñidas por muros; lo único visible era el cielo, tachonado de estrellas, y la luna que iba y venía jugando tal como hacíamos nosotros. No sé por qué, este sitio me inspiró sentimientos macabros y sombríos: pensaba estúpidamente, o quizá legítimamente, que en alguna parte, cerca, se celebraba una misa negra en la que yo era la víctima elegida. Hombres encapuchados me atarían a una mesa, me rodearían con velas y candelabros, luego me violarían por turno y, al final, me asesinarían con un puñal de hoja sinuosa y afilada. Pero confiaba en él; quizá sólo eran pensamientos surgidos de la inconsciencia de aquel momento mágico. Aquellas callejuelas que me habían provocado un cierto temor nos condujeron a un acantilado que caía a plomo en el mar, se podían oír las olas que rozaban la orilla con su espuma. Las rocas blancas, lisas y grandes: pronto me imaginé para qué servirían. Antes de acercarnos a ellas tropezamos por enésima vez: me sostuvo atrayéndome hacia él y acercándome su rostro, nos rozamos los labios sin besarnos, oliendo nuestros olores y escuchando nuestra respiración. Y entonces empezamos a comérnoslos, chupándolos y mordiéndolos. Nuestras lenguas se encontraron: la suya era cálida y blanda, me acariciaba por dentro como una pluma, pero me sofocaba. Los besos se pusieron al rojo vivo, hasta que me preguntó si podía tocarme, si era el momento. Sí, respondí, es el momento. Se cortó cuando descubrió que no llevaba bragas y se quedó quieto, inmóvil por unos segundos ante mi carnosa desnudez. Pero después percibí las yemas de sus dedos que frotaban el volcán en explosión. Me dijo que quería degustarme.

Me senté en una de esas enormes piedras y su lengua acarició mi sexo como la mano de una madre acaricia la mejilla de un recién nacido: despacio, con dulzura; el placer era inexorable y continuo, denso y frágil al mismo tiempo. Me derretía.

Se levantó y me besó y paladeé mis propios humores en su boca: eran dulces. Ya le había rozado el miembro varias veces y lo había sentido tieso y apretado bajo los vaqueros. Se desabotonó y me ofreció su pene. No, nunca había estado con un hombre circunciso, no sabía que el glande ya estuviera fuera. Se presenta como una punta lisa y suave, a la cual me era imposible no responder de rodillas.

Me levanté y, acercándome a su oído, le susurré:

– Fóllame.

Mi lengua serpentina lo había vuelto loco y, mientras me incorporaba, me preguntó dónde había aprendido a mamar de ese modo…

Me dijo que le diera la espalda, con las nalgas bien a la vista. Primero se detuvo a observarlas y este gesto suyo me pareció extravagante, pero su mirada clavada en mis redondeces me excitó muchísimo. Esperé el primer golpe con las manos apoyadas en la piedra fría y lisa. Se acercó y apuntó a la diana. Le pedí que me describiera, que le diera un calificativo a la manera en que me estaba ofreciendo a él: una putita que no tiene fin. Lancé un gemido de asentimiento que él acompañó con un golpe bien asestado, seco. Luego me solté de aquel puzzle agradable y mirándolo, deseosa de volver a sentirlo dentro, le dije que si esperábamos unos minutos antes de apoderarnos el uno del otro, se intensificaría nuestro placer.

– Vamos al coche -le dije-, estaremos más cómodos.

Cruzamos de nuevo el laberinto oscuro, pero esta vez ya no tenía miedo, mi cuerpo estaba atravesado por mil duendecillos que se divertían persiguiéndome y haciéndome sentir, por momentos, angustiada y, por momentos, eufórica, es una euforia inasible. Antes de subir al coche volví a observar los nombres escritos en el portón y sonreí dejando que él entrara primero. Me desvestí en seguida, completamente, quería que cada célula de nuestro cuerpo y de nuestra piel entrara en contacto con la del otro e intercambiasen sensaciones nuevas, exaltantes. Me puse encima y comencé a cabalgarlo con vehemencia dándole golpes suaves y rítmicos alternados con golpes secos, duros y severos. A fuerza de lamidos y besos lo hice gemir. Sus gemidos son agujas de muerte: pierdo el control. Es fácil perder el control con él.

– Somos dos amos -me dijo, y preguntó:-, ¿cómo haremos para someternos al mismo tiempo? ¿Quién someterá a quién?

– Dos amos se folian y gozan recíprocamente -respondí.

Lo embestían embates incisivos y mágicamente aferré aquel placer que ningún hombre ha sabido nunca darme, ese placer que sólo yo estoy en condiciones de procurarme. Fueron espasmos por doquier, en el sexo, en las piernas, en los brazos, hasta en la cara. Mi cuerpo era una fiesta. Se quitó la camiseta y sentí su torso desnudo y velludo, calentísimo, en contacto con mi pecho blanco y liso. Froté los pezones contra aquel descubrimiento maravilloso, lo acaricié con ambas manos para hacerlo mío del todo.

Descendí por su cuerpo y él me pidió:

– Tócala con un dedo.

Lo hice y, estupefacta, vi lagrimear su miembro; instintivamente acerqué la boca y tragué el esperma más dulce y azucarado que nunca haya probado.

Me abrazó durante algunos instantes que me parecieron interminables y tuve la impresión de poseerlo entero, completo. Luego, mientras estaba aún desnuda, me apoyó tiernamente la cabeza sobre el asiento. Me quedé acurrucada e iluminada por la luna.

Tenía los ojos cerrados, pero de todos modos sentía su mirada clavada mí. Pensé que era injusto ponerme los ojos encima durante tanto tiempo, que los hombres no se conforman nunca con tu cuerpo, que además de acariciarlo, besarlo, quieren imprimírselo en la cabeza y que ya no se borre jamás. Me preguntaba qué podía sentir mirando mi cuerpo adormecido y quieto. Para mí no es necesario mirar, lo importante es comprender y esta noche lo he comprendido. Traté de reprimir una carcajada cuando lo oí farfullar lamentándose de no encontrar el encendedor y con los ojos aún cerrados y la voz ronca le dije que lo había visto volar del bolsillo de la camiseta mientras la tiraba en el asiento delantero. Se limitó a mirarme durante un mísero instante y abrió la ventanilla dejando entrar aquel frío al que antes no había prestado atención.

Luego, después de muchos minutos de silencio, dijo, echando el humo del cigarrillo:

– Nunca lo había hecho así, nunca algo semejante.

Sabía a qué se refería, sentía que aquel era el momento de los discursos serios que romperían o, por el contrario, reforzarían esta peligrosa, precaria y excitante relación.

Le apoyé la mano en el hombro y sobre la mano apoyé los labios. Esperé antes de hablar, aunque sabía exactamente las palabras que pronunciaría desde el primer instante.

– El que no lo hayas hecho nunca antes no significa que esté mal.

– Pero tampoco que esté bien -dijo, aspirando de nuevo.

– ¿Y a nosotros qué nos importa el bien y el mal? Lo importante es que lo hemos pasado bien, que lo hemos vivido a fondo -me mordí los labios, consciente de que un hombre adulto nunca escucharía a una chiquilla presuntuosa.

En cambio, se volvió, tiró el cigarrillo y dijo:

– He aquí por qué me haces perder la cabeza: eres madura, inteligente y la pasión que llevas dentro no tiene límites.

Es él, diario. La ha reconocido. Mi pasión, quiero decir. Cuando me llevaba de vuelta a casa me ha dicho que era mejor que dejáramos de vernos como profesor y alumna, que ya no podría considerarme bajo ese aspecto y, además, él nunca mezclaba el trabajo con el placer. Le respondí que me parecía bien, lo besé en la mejilla y abrí el portón. Se quedó esperando hasta que entré.


24 de febrero


Esta mañana no he ido al colegio, estaba demasiado cansada. Y, además, esta tarde es el estreno del espectáculo. Tenía justificación.

Hacia la hora de comer recibí un mensaje de Letizia en que me decía que a las nueve en punto estará allí mirándome. Claro, Letizia… ayer me había olvidado de ella. Pero ¿cómo se hace para ensamblar la perfección con la perfección? Ayer tenía a Valerio y me bastaba. Hoy estoy sola y no me basto (¿por qué, sola, ya no me basto?). Quiero a Letizia.

P.S.: ¡Ese cretino de Fabrizio! ¡Se le había metido en la cabeza venir al teatro con su mujer! Menos mal que no es demasiado obcecado, al final lo convencí de que se quedara en casa.


1,50


Esta tarde no estaba especialmente nerviosa, es más, me había sumido en una ligera apatía, no veía la hora de terminar. Todos los demás saltaban, algunos de miedo, otros de satisfacción; yo estaba detrás del telón espiando a la gente que llegaba; observaba, atentísima, si ya había entrado Letizia. No la vi y Aldo, el escenógrafo, me llamó diciéndome que debíamos comenzar. Entonces se apagaron las luces de la platea y se encendieron las del escenario. Me lancé a escena como una flecha arrojada por el arco, llegué al escenario brincando exactamente como el director siempre me rogaba que hiciera durante los ensayos, pero que nunca había conseguido. Eliza Doolittle ha asombrado a todos, incluso a mí misma: salió con una naturalidad de gestos y de expresión absolutamente nueva, estaba entusiasmada. Desde el escenario trataba de entrever a Letizia, pero en vano. Así, esperé a que terminara el espectáculo, los saludos, los aplausos y desde atrás del telón ya cerrado seguí escrutando a los asistentes para encontrar su rostro. Estaban mis padres, por las nubes, aplaudiendo frenéticamente, estaba Alessandra, a la que no veía desde hacía meses y, por suerte, ni la sombra de Fabrizio.

Luego la vi; tenía el rostro alegre e iluminado y aplaudía como una enajenada. Me gusta también por eso, porque es espontánea, jovial, te transmite un alborozo extremo, mirarla a la cara significa exacerbar el propio regocijo.

Aldo me tiró de un brazo y exclamó a voces:

– ¡Bravo, bravo, tesoro! Venga, date prisa, ve a cambiarte, vamos a festejar con los demás.

Su expresión era tan singularmente desatinada que me provocó una risa sonora.

Le dije que no podía, tenía una cita. En ese momento llegó Letizia con su rostro sonriente. Cuando notó la presencia de Aldo, su expresión cambió, la sonrisa desapareció y los ojos se le ensombrecieron. Miré a Aldo y vi la misma expresión grave cayendo sobre su rostro descolorido. Me giré dos o tres veces como una tonta para observar primero a uno y luego a la otra, y pregunté:

– ¿Qué ocurre? ¿Qué os pasa? Se quedaron en silencio, mirándose con ojos severos, casi amenazantes.

Aldo fue el primero en hablar: -Nada, nada, marchaos. Les diré a los demás que no has podido acompañarnos. Adiós, guapa -se despidió, y me besó en la frente.

Confusa, lo miré mientras se escapaba. Me volví hacia Letizia y le pregunté:

– ¿Se puede saber qué pasa? ¿Os conocéis?

Ahora estaba más serena, aunque un poco titubeante y trataba de rehuir mis ojos. Bajó la vista y se cubrió el rostro con las manos de largos dedos.

Luego me miró a los ojos y dijo:

– Supongo que sabes que Aldo es homosexual.

En el colegio lo sabemos todos porque él ya ha salido del armario y habla sin ambages. Le respondí que sí.

– ¿Y qué? -la espoleé para que continuara.

– Que hace algún tiempo salía con un chico y después… bueno después nos conocimos, el chico y yo quiero decir… Aldo ya sospechaba algo -sus palabras eran lentas y fragmentadas.

– ¿Sospechaba qué? -pregunté, curiosa e histérica a la vez.

Me miró con sus ojazos tersos:

– No, no puedo decírtelo, perdóname… no puedo.

Desvió la mirada y dijo:

– Que no soy sólo lesbiana…

¿Y yo qué soy? Ni siquiera una mujer, en el padrón soy demasiado joven para ser mujer, por tanto, apenas una hembra que busca refugio y amor entre los brazos de una mujer. Pero estoy mintiendo, diario, nunca permitiría que mi otra mitad se me pareciera tanto, debo ser el único miembro femenino del mismo conjunto. Lo que veo y deseo en Letizia es sólo el cuerpo, la esencia carnal, pero, tampoco es así del todo: también la espiritual. Me gusta entera, me intriga y me fascina; desde hace algún tiempo se ha convertido en la protagonista de muchas de mis fantasías. El amor, lo que busco desde siempre, a veces me parece tan lejano, tan ajeno a mí.


1 de marzo

23,20


Cuando hoy salí de casa mi padre estaba sentado en el sofá mirando la pantalla con expresión ausente. Con aire apático, me preguntó adónde iba y me pareció que sobraba la respuesta porque cualquier cosa que le dijera no le habría cambiado la expresión del rostro, no se habría movido de allí.

Si le hubiera dicho: «Voy al apartamento que me acaba de comprar un hombre casado con el que folio», le habría provocado el mismo efecto que decir: «A estudiar a casa de Alessandra».

Cerré la puerta con cuidado, no quería perturbar sus abstractos pensamientos, tan alejados de mí.

Fabrizio ya me ha dado las llaves del apartamento yme ha dicho que lo esperara allí, que llegaría después del trabajo.

Aún no lo había visto, imagínate cuánto me importa. Aparqué la moto delante del edificio y entré en el vestíbulo desierto y en penumbras.

La voz de la portera preguntándome a quién buscaba me sobresaltó y me subió un calor repentino.

– Soy la nueva inquilina -dije en voz alta y escandiendo las palabras tontamente, pensando que la portera era sorda. En efecto, ella me aclaró de inmediato:

– No soy sorda. ¿A qué piso va?

Pensé un poco y luego dije:

– Al segundo, el que acaba de comprar el señor Laudani.

Sonrió y dijo:

– ¡Ah, sí! Su padre me ha dicho que le diga que es mejor que cierre la puerta con llave cuando esté dentro.

¿Mi padre? Lo dejé correr, era inútil explicar que no lo era y también bastante embarazoso.

Abrí la puerta y en el mismo momento en que la llave chasqueó, pensé qué estúpido e insensato era lo que me disponía a hacer. Estúpida porque hacía lo que no quería ni siquiera que empezara. Contento, con esa voz suya de imbécil, Fabrizio me había dicho que ésta sería una tarde especial, que inauguraríamos «nuestro refugio de amor» con algo memorable. La última vez que había hecho algo que alguien me había anunciado como memorable chupé las pollas de cinco personas en una habitación oscura que olía a porro. Espero que al menos hoy el tema sea otro. La entrada era bastante pequeña y un poco mortecina, sólo una alfombra roja daba una nota de color. Desde allí pude ver todos los demás cuartos, aunque sólo en parte: el dormitorio, un saloncito, tina cocinita y el trastero. Evité ir al dormitorio para no ver de cerca el adefesio que había hecho montar delante de la cama y me dirigí a la sala. Al pasar frente al trastero, tres cajas de colores apoyadas sobre el suelo me llamaron la atención, así que encendí la luz y entré. Delante de las cajas había una esquela en la que estaba escrito en grandes caracteres: abre las cajas y ponte alguna de las cosas que hay en ellas. El asunto me cautivó de inmediato, encendió mi curiosidad.

Hurgué entre las cajas y, en resumen, debo reconocer que no le falta imaginación. En la primera había lencería blanca y cándida de encaje, una combinación transparente, unas braguitas sensuales y, sin embargo, castas y un sujetador que dejaba los senos fuera hasta el pezón. Otra esquela, dentro, decía: para una nenota que necesita mimos. Primera caja descartada.

La segunda contenía un tanga rosa con plumas en la parte de atrás como si fuera la cola de un conejo, un par de medias de red, zapatos rojos de tacones vertiginosos y otra notita: para una conejita que quiere ser capturada por el cazador. Antes de descartarla quería ver qué reservaba la tercera caja.

Me gustaba este juego, este descubrir sus deseos.

Elegí la tercera caja: un mono de látex brillante y negro acompañado por botas altísimas y de tacón de aguja, un látigo, un falo negro y un tubito de vaselina. En la caja, además de algunos cosméticos, había una esquela que decía: para un ama que quiere castigar a su esclavo. No podía haber mejor castigo, me lo había puesto en las manos sin que lo pidiera. Más abajo había un post scriptum: si decides ponerte lo que hay en ésta deberás llamarme sólo después de estar lista. No entendí el porqué de esta solicitud. No obstante, me parecía bien, el juego se hacía más interesante: lo haría venir y marcharse cuando yo quisiera… ¡bien!

Podía mandarlo a tomar por culo sin remordimientos ni sentimientos de culpa. Pero me fastidiaba hacer este intrigante juego con él, no lo consideraba a la altura e imaginaba lo fantástico que sería tener todas estas oportunidades con el profesor. Pero debía hacerlo, se había tomado demasiadas molestias para garantizarse algunos polvos conmigo: la casa primero, ahora estos regalos. Noté que la pantalla del celular relampagueaba, me estaba llamando. Rechacé la llamada y le mandé un mensaje en el que decía que había elegido la tercera caja y que lo llamaría yo, después.

Fui al saloncito, abrí la ventana que daba al balcón y dejé que un poco de aire fresco se llevara el olor a encierro, luego me recosté en la alfombra de colores cálidos y envolventes. El aire fresco, el silencio y la luz rojiza del sol moribundo me acompañaron en un sueño. Cerré lentamente los párpados y respiré a todo pulmón hasta percibir mi propia respiración como una ola que va y viene, se rompe en el escollo y luego se retira nuevamente en la vastedad del mar. Un sueño me acunó y me echó en brazos de la pasión. No conseguía vislumbrar al hombre, si bien en el sueño sabía perfectamente quién era, pero su identidad en la vida real se me escapa, sus rasgos eran indefinidos, estábamos encajados el uno en el otro como una llave en su cerradura, como la azada del campesino clavada en la tierra rica y exuberante. Su miembro erecto, después de haberse adormecido durante algún tiempo, volvía a darme los mismos sobresaltos que antes y mi voz rota le hacía entender cuánto placer me daba aquel juego. Era mi deseo el que lo hacía entumecerse, como si yo misma fuera un cava fresco y burbujeante que le concedía la ebriedad justa para que los sentidos tocaran el punto más alto del cielo.

Después se sentía cada vez más extenuado por mi cuerpo y por mis movimientos, tan rápidos y al mismo tiempo tan lentos que le hacían perder la noción del tiempo. Aparté suavemente mis glúteos de su sexo para que la flecha no saliera de repente de la herida abierta y rojiza y comencé a observarlo con mi sonrisa de lolita. Recogí los cordones de seda que poco antes habían aferrado mis muñecas, esta vez para ceñir las suyas. Sus párpados cerrados hacían intuir un vigoroso y violento deseo de poseerme, pero entendí que debía esperar… otra vez esperar.

Luego cogí mis medias negras, las de las ligas de encaje, y le até los tobillos a las patas de las dos sillas que había acercado al borde de la cama. Ahora estaba abierto a gusto, al suyo y al mío. En medio de ese cuerpo desnudo se erigía el asta del amor, segura, derecha e inexorable, que no tardaría en querer adueñarse una vez más de mi rosa secreta. Lo trepé, me puse encima, froté mi piel con la suya percibiendo mis estremecimientos y los suyos, ambos igualmente sacudidos por ligeras oleadas de placer. Mis pezones como púas acariciaban levemente su pecho peludo que arañaba mi piel suave. Su cálido aliento chocaba con el mío.

Pasaba la yema de los dedos por sus labios, en un movimiento circular, lento pero insistente y después los introducía en su boca, poco a poco, suavemente… sus gruñidos sumisos me hacían entender cuánto lo excitaban mis dedos en su viaje de descubrimiento. Me llevé un dedo a mi rosa mojada y lo humedecí con su rocío, luego lo devolví a la cima de su pene, morado y tieso que, al toque, vibró ligeramente en el aire como el asta de una bandera en la batalla. A horcajadas sobre él, de culo al espejo donde se reflejarían sus ojos, me incliné y le susurré al oído: «Te tengo ganas».

Qué placentero verlo a merced de mis deseos, allí tendido, desnudo, con las sábanas blancas que delineaban su cuerpo tenso y excitado… cogí la bufanda perfumada con la que había entrado en la casa y le vendé los ojos para que no pudiera ver el cuerpo que lo mantenía a la espera.

Lo abandoné así varios minutos. Demasiados minutos. Me enloquecían las ganas de cabalgar esa asta perennemente erecta, incansable por la espera y, sin embargo, quería que esperara, que esperara siempre. Al fin me levanté de la silla de la cocina para entrar nuevamente en el dormitorio donde él estaba atado. Se las arregló para oír mis pasos, a pesar de que eran afelpados y silenciosos, y emitió un suspiro de gratitud y se movió un poco antes de que mi cuerpo lo tragara lentamente.

Cuando me desperté el cielo era de un azul intenso y la luna ya visible estaba pegada como una uña recién cortada al techo del mundo. Todavía estaba excitada por el sueño. Cogí el móvil y lo llamé.

– Pensaba que ya no tendría noticias -dijo, preocupado.

– Lo he hecho según mis conveniencias -respondí, con malicia.

Me dijo que llegaría en un cuarto de hora y que debía esperarlo en la cama.

Me desvestí y dejé mi ropa por el suelo, en el trastero, cogí el contenido de la caja y me puse el mono ajustado, que se me pegó encima y me tiraba de la piel, pellizcándola. Las botas me llegaban exactamente a la mitad del muslo. No entendí bien por qué también había incluido un carmín rojo llameante, un par de cejas postizas y un colorete muy encendido. Fui al dormitorio para mirarme en el espejo y cuando vi mi imagen tuve un sobresalto: he aquí mi enésima transformación, mi enésimo postrarme ante los deseos prohibidos y escondidos de alguien que no soy yo y que no me ama. Pero esta vez sería distinto, tendría una digna recompensa: su humillación. Aunque, en realidad, los humillados éramos los dos. Llegó un poco más tarde de lo que había dicho, se disculpó diciendo que había tenido que inventar una trola para su mujer. Pobre mujer, pensé, pero esta noche parte del castigo, se lo daré en su nombre.

Me encontró tendida en la cama. Observaba un moscardón que chocaba contra la lamparilla colgada del techo, produciendo un ruido fastidioso, y pensé que la gente choca convulsamente contra el mundo del mismo modo que ese estúpido bicho: hace ruido, crea desorden, zumba en torno a las cosas sin aferrarías nunca por completo. A veces confunde una trampa con un deseo y se queda frita, secándose bajo el reflector azul dentro de la jaula.

Fabrizio apoyó su maletín en el suelo y permaneció quieto bajo el vano de la puerta, observándome en silencio. Sus ojos eran elocuentes y el paquete debajo de sus pantalones me lo confirmaba: la tortura debía ser lenta, pero con maldad.

Luego habló:

– Tú ya me has violado la cabeza, has entrado en mí. Ahora deberás violarme el cuerpo, deberás hacer entrar algo de ti en mi carne.

– ¿No te parece que a esta altura ya no se distingue quién es el esclavo y quién el amo? Yo decido qué hacer, tú sólo debes sufrir. ¡Ven! -exclamé, como la mejor de las amas.

Se dirigió hacia la cama con pasos largos y apresurados y viendo el látigo y el falo encima de la mesilla sentí que la sangre me bullía y el frenesí me excitaba. Quería saber qué clase de orgasmo sentiría y, sobre todo, quería ver su sangre.

Desnudo parecía un gusano, tenía poco vello; la piel, brillante y blanda; su vientre, hinchado y ancho; su sexo, tieso de repente. Pensé que darle la misma dulce violencia que en el sueño habría sido demasiado, se merecía otra cosa: un castigo atroz, enérgico y despiadado. Lo hice tenderse en el suelo panza abajo, mi mirada era altiva y fría, distante, se le había helado la sangre en las venas de sólo haberla visto. Se volvió con el rostro pálido y sudado y le clavé el tacón de mi bota con fuerza en la espalda. Su carne fue flagelada por mi venganza. Gritaba, pero gritaba quedo, quizá lloraba, mi mente estaba en tal confusión que me era imposible distinguir los sonidos y los colores en torno a mí.

– ¿De quién eres? -le pregunté, gélida.

Un estertor prolongado y luego la voz rota:

– Tuyo. Soy tu esclavo.

Mientras decía así mi tacón bajó por su espina dorsal y acabó entre sus nalgas. Presionaba.

– No, Melissa… No… -dijo, jadeando con fuerza.

No fui capaz de continuar, así que cogí los accesorios estirando la mano hacia la cómoda y los apoyé sobre la cama. Lo giré de una patada, obligándolo a ponerse boca arriba y reservé a su pecho el mismo tratamiento que a la espalda.

– ¡Vuélvete! -le ordené nuevamente.

Lo hizo y me monté a horcajadas sobre uno de sus muslos y, sin darme cuenta, comencé a frotar ligeramente el coño apretado por el mono ceñido.

– Tienes el coñito mojado, déjame lamerlo… -dijo con un suspiro.

– ¡No! -le contesté, firme.

Su voz se partió y conseguía oírlo mientras me decía que continuara, que le hiciera daño.

Mi excitación crecía, llenaba mi ánimo y luego salía nuevamente de mi sexo provocando una misteriosa exaltación. Lo estaba sometiendo y era feliz. Feliz por mí y feliz por él. Por él porque era lo que quería, uno de sus más grandes deseos. Por mí porque fue como fortificarme, mi cuerpo, mi alma, mi yo, en contra de otra persona, succionándola completamente. Estaba participando en la fiesta de mí misma. Cogí el látigo, pasé primero el mango y luego las correas por su trasero, pero sin pegarle. Luego di un ligero golpe y sentí que su cuerpo se estremecía y se tensaba. Por encima de nosotros, siempre el moscardón que chocaba contra la bombilla y, delante de mí, la cortina que la ventana entreabierta estiraba hasta casi arrancarla. Un último golpe violento en la espalda torturada y enrojecida. Luego cogí el falo. Nunca había tenido uno en la mano y no me gustaba. Esparcí el gel pringoso sobre la superficie impregnándome los dedos de la falsedad, de la no naturalidad. Era muy distinto que ver a Gianmaria y Germano entrar despacio en sus respectivos cuerpos, hacerlo con dulzura, con ternura, estar dentro de una realidad distinta pero verdadera, reconfortante. En cambio, esta realidad me dio asco: todo falso, todo míseramente hipócrita. Hipócrita él con su vida, con su familia, gusano postrándose a los pies de una niña. Entró con dificultad y bajo mis manos lo sentí vibrar como si hubiera partido algo: sus vísceras. Lo penetraba repitiéndome en la cabeza algunas frases, como las fórmulas que se pronuncian durante un encantamiento.

Esto es por tu ignorancia, primera embestida; esto por tu débil presunción, segunda embestida; por tu hija que nunca sabrá que tiene un padre como tú, por tu mujer que está cerca de ti por las noches, por no comprenderme, por no entenderme, por no haber captado que mi esencia fundamental es la belleza. Muchas embestidas, todas duras, secas y lacerantes. Él gemía debajo de mí, gritaba, por momentos lloraba, y su orificio se ensanchaba y lo veía rojo de tensión y de sangre.

– ¿Ya no tienes aliento, bruto asqueroso? -dije, con una mueca cruel.

Lanzó un alarido, quizá era un orgasmo, y luego dijo:

– Basta, te lo ruego.

Entonces me detuve mientras los ojos se me llenaban de lágrimas. Lo dejé en la cama, trastornado, destruido, completamente roto. Me vestí y en el vestíbulo vi a la portera. No la saludé ni la miré, me marché y basta.

Cuando llegué a casa no me miré al espejo y antes de irme a dormir me di cien pasadas de cepillo, cien golpes en la cabellera: ver mi rostro destruido y mi pelo desordenado me habría hecho daño, demasiado.


4 de marzo


La noche estuvo llena de pesadillas; una en particular me hizo estremecer.

Corría por un bosque oscuro y seco, perseguida por personajes oscuros y maléficos. Delante de mis ojos se erguía una torre iluminada por el sol, como Dante cuando intenta llegar a la colina pero no lo consigue porque tres fieras se lo impiden. Sólo que, en realidad, no me lo impedían tres fieras sino un ángel presuntuoso y sus diablos, y detrás de ellos un ogro con el vientre saciado de cuerpos de niñas; más lejos, un monstruo andrógino seguido por jóvenes sodomitas. Todos tenían la baba en la boca y alguno se arrastraba a tientas, fatigando su cuerpo por la tierra yerma. Yo corría, volviéndome continuamente por miedo a que uno de ellos me alcanzara. Todos gritaban frases inconexas, impronunciables. En un momento dado, no hice caso del obstáculo que tenía delante y aullé y abriendo desmesuradamente los ojos observé el rostro bonachón de un hombre que, cogiéndome de la mano, me condujo a través de oscuros pasajes secretos a los pies de la alta torre. Extendió el dedo y dijo:

– Sube las escaleras y nunca te vuelvas, en la cima te detendrás y encontrarás lo que has buscado en vano en el bosque.

– ¿Cómo puedo agradecértelo? -pregunté, deshecha en lágrimas.

– ¡Corre, antes de que me una a ellos! -gritó, sacudiendo con fuerza la cabeza.

– Pero ¡eres tú, tú eres mi salvador! ¡No necesito subir a la torre, ya te he encontrado! -grité, esta vez llena de alegría.

– ¡Corre! -repitió.

Y sus ojos cambiaron, volviéndose famélicos y rojos. Con la baba en la boca se marchó a toda prisa. Y yo me quedé allí, a los pies de la torre con el corazón destrozado.


22 de marzo


Los míos se han marchado durante una semana y volverán mañana. Durante días he tenido la casa libre y he sido dueña de entrar y salir cuando quería. Al principio pensaba en invitar a alguien a pasar la noche conmigo, quizá a Daniele, con el que he hablado hace un par de días, o a Roberto, o quizá atreverme a llamar a Germano o a Letizia, en resumen, a alguien que me hiciera compañía. En cambio, he disfrutado de mi soledad, he estado sola conmigo misma pensando en todas las cosas hermosas y en todas las cosas feas que me han pasado últimamente.

Sé, diario, que me he hecho daño, que no me he tenido respeto, no he respetado a la persona a la que digo amar tanto. No estoy demasiado segura de amarme como antes, alguien que se ama no se deja violar el cuerpo por cualquier hombre, sin un objetivo muy preciso, ni siquiera por el gusto de hacerlo. Te digo esto para revelarte un secreto, un secreto triste que, neciamente, habría querido esconderte, ilusionándome con poder olvidar. Una noche, mientras estaba sola, pensé que debía distraerme y tomar un poco el aire, así que fui al pub donde voy siempre y entre una y otra jarra de cerveza conocí a un tipo que me abordó con modales desagradables y descorteses. Estaba borracha, la cabeza me daba vueltas y le di cuerda. Me llevó a su casa y cuando cerró la puerta a sus espaldas tuve miedo, un miedo tremendo, que me hizo pasar rápidamente la ebriedad. Le pedí que me dejara marchar, pero él no me dejó y con los ojos enloquecidos y pequeños me obligó a desnudarme. Asustada, lo hice e hice todo lo que después me ordenó que hiciera. Me penetré con el vibrador que me puso en la mano, sintiendo que las paredes de mi vagina quemaban terriblemente y sintiendo cómo me arrancaba la piel. Lloré mientras me ofrecía su miembro pequeño y blando y, sosteniéndome la cabeza con una mano, no pude evitar complacerlo. Él no consiguió gozar, y yo sentía mis mandíbulas doloridas; me dolían hasta los dientes.

Se echó en la cama y, de golpe, se quedó dormido. Instintivamente miré la mesilla, donde me esperaba encontrar la pasta que le habría correspondido a una buena puta. Fui al baño, me lavé la cara sin dignarme ni siquiera durante un mísero instante a mirar mi imagen reflejada: habría visto al monstruo en que todos quieren convertirme. Y no puedo permitírmelo, no puedo permitírselo. Estoy sucia; sólo el Amor, si existe, podrá limpiarme.


28 de marzo


Ayer le conté a Valerio lo que me había sucedido la otra noche. Esperaba que dijera «En seguida voy», para cogerme entre sus brazos y acunarme, susurrarme que no me preocupara por nada, que él estaría conmigo. Nada de eso: me dijo con tono de reproche, áspero, que soy una estúpida, una mema, y es verdad que lo soy, ¡ay que es verdad! Pero ya me basto yo para echarme culpas, no quiero los sermones de los demás, sólo quiero que alguien me abrace y me haga sentir bien. Esta mañana vino a la salida del colegio, nunca me habría imaginado semejante sorpresa. Llegó en moto, con el cabello al viento y un par de gafas de sol que le cubrían los espléndidos ojos. Yo conversaba delante de un banco en el que estaban sentados algunos de mis compañeros de estudios. Tenía el pelo desordenado, la pesada cartera al hombro y la piel enrojecida. Cuando lo vi llegar con su sonrisa burlona y seductora me quedé cortada, boquiabierta. No perdí tiempo en disculparme con mis compañeros y corrí por la calle a saludarlo. Me lancé sobre él de una manera infantil, espontánea y bastante elocuente. Me dijo que tenía ganas de verme, que le faltaban mi sonrisa y mi perfume, que creía que había caído en una especie de crisis de abstinencia de Lolita.

– ¿Qué miran los homogeneizados? -me preguntó, señalando con la cabeza a los chicos de la plazoleta.

– ¿Quiénes?

Me explicó que llama así a los chiquillos, todos iguales, todos semejantes, cada uno de ellos tan sólo vina parte del mismo grande y enorme rebaño; es su modo de distinguirlos del mundo adulto.

– Bueno, tienes una extraña manera de definirnos… puede que miren tu moto, o tu fascinación o que me envidien porque estoy hablando contigo. Mañana me dirán: pero ¿quién era ese chico con el que hablabas?

– ¿Y tú lo dirás? -preguntó, seguro de la respuesta.

Y porque su seguridad me irritaba, dije:

– Quizá sí, quizá no. Depende de quién me lo pregunte y de cómo me lo pregunte.

Miraba su lengua humedeciendo sus labios, miraba sus cejas largas y negras de niño y su nariz, que parece la perfecta copia de la mía. Y también miraba su pene que creció en cuanto me acerqué a su oído y le susurré:

– Quiero que me poseas, ahora, delante de todos.

Me miró, sonrió algo nerviosamente con los labios tensos, como quien contiene una convulsa excitación, y dijo:

– Loly, Loly… ¿quieres que enloquezca…?

Respondí que sí con un movimiento lento de la cabeza y esbozando una sonrisa.

– Déjame sentir tu perfume, Lo.

Entonces le ofrecí el cuello Cándido y él lo olió llenándose los pulmones con mi fragancia de vainilla y almizcle, luego dijo:

– Lo, tengo que marcharme.

No podía irse, esta vez pondría toda la carne en el asador.

– ¿Quieres saber qué bragas llevo hoy?

Estaba a punto de encender el motor, pero me miró asombrado y con la mente ofuscada respondió que sí.

Me desabroché un poco los pantalones y se dio cuenta de que no llevaba bragas. Me miró buscando una respuesta.

– Muchas veces salgo sin bragas, me gusta -respondí-, ¿recuerdas que no las llevaba tampoco la noche en que lo hicimos por primera vez?

– Me harás enloquecer.

Me acerqué a su rostro manteniendo una distancia brevísima y por eso muy peligrosa y:

– Sí -le dije, mirándolo directamente a los ojos-, es lo que pretendo hacer.

Nos miramos sin decir nada durante largos minutos, a veces sacudía la cabeza y sonreía. Me acerqué a su oído y le dije:

– Viólame esta noche.

– No, Lo, es peligroso -respondió.

– Viólame -repetí, maliciosa e imponente.

– ¿Dónde, Mel?

– En el sitio de la primera vez.


29 de marzo

1,30


Bajé del coche y cerré la puerta, dejándolo dentro. Me encaminé por aquellas calles oscuras y estrechísimas y él esperó un rato antes de comenzar la persecución. Me encontré recorriendo sola aquel empedrado desparejo, oía el rumor del mar a lo lejos, y luego nada más. Miraba las estrellas y me parecía que debía captar también su sueño, imperceptible, seres que brillan de manera intermitente. Luego el motor y los faros del coche. Mantuve la calma, quería que todo ocurriera como lo había programado: él verdugo, yo víctima. Víctima en el cuerpo, humillada y sometida. Pero en la mente, la mía y la suya, mando yo, sólo yo. Yo quiero todo esto, yo soy el ama. Él es un falso amo, un amo que es mi esclavo, esclavo de mi voluntad y de mis caprichos.

Acercó el coche, apagó los faros y el motor y bajó. Durante un momento pensé que estaba otra vez sola, dado que no oía nada… He aquí, lo sentía: llegaba a pasos lentos y tranquilos, pero su respiración era agitada y afanosa. Lo sentí detrás de mí, me sopló en el cuello. De pronto, sentí miedo. Comenzó a perseguirme con más fogosidad, corrió hacia mí y, aferrándome por un brazo, me tiró contra el muro.

– Las señoritas con buenos culos no van solas por las calles -dijo, cambiando la voz.

Con una mano me sujetaba por el brazo, haciéndome daño, y con la otra me empujaba la cabeza contra el muro presionando con fuerza mi rostro en la superficie áspera y fangosa.

– Estate quieta -me ordenó.

Yo esperaba el siguiente movimiento, estaba excitada pero también espantada y me preguntaba qué sentiría si quien me violara fuese de verdad un desconocido y no mi dulce profe. Luego borré este pensamiento, acordándome de algunas tardes atrás, y de todas las violencias del alma a las que estuve sometida tantas veces… y quería más violencia, violencia a tope. Me he habituado, quizá no pueda prescindir de ella. Me parecería extraño que un día la dulzura y la ternura vinieran a golpear a mi puerta y me pidieran entrar. La violencia me mata, me desgasta, me ensucia y se alimenta de mí, pero con y por ella sobrevivo, de ella me alimento.

Usó la mano libre para hurgar en el bolsillo de los pantalones. Sujetaba con fuerza mis muñecas blancas, me dejó un momento y aferró con la otra mano el objeto sacado del bolsillo. Era una venda con la que fajó la parte superior de mi rostro cubriéndome los ojos.

– Así estás bellísima -dijo-, te estoy levantando la falda, hermosa puta, no hables y no grites.

Sentía sus manos entrando en mis bragas y sus dedos acariciando mi sexo. Luego me dio una bofetada violenta, que me hizo gemir de dolor.

– Eh, no… Te había dicho que no emitieras ninguna clase de sonido.

– Verdaderamente me habías dicho que no hablara ni gritara y sólo he gemido -susurré, consciente de que me castigaría por ello.

En efecto, me dio una bofetada aún más violenta, pero no emití ningún sonido.

– Bravo, Loly, bravo.

Se inclinó, sosteniéndome con firmeza y comenzó a besarme los glúteos sobre los que había descerrajado tanta violencia. Cuando empezó a lamerme lentamente mi deseo de ser poseída creció, no podía detenerlo. Así, enarqué la espalda para hacérselo comprender.

Por respuesta me llegó otra bofetada.

– Cuando yo lo diga -ordenó.

Sólo podía percibir los sonidos y sus manos sobre mi cuerpo, me había privado de la vista y también del placer absoluto.

Me soltó las muñecas y se apoyó completamente sobre mí. Con ambas manos me aferró los senos, libres de cualquier constricción que pudiera envolverlos. Los aferró con fuerza, haciéndome daño, los apretaba con los dedos que parecían pinzas candentes.

– Despacio -susurré, con un hilo de voz.

– No, será como yo diga -y me soltó otra bofetada, violentísima. Mientras enrollaba la falda hasta las caderas, dijo-: Habría querido resistir más, pero no lo consigo. Me provocas demasiado y no puedo más que complacerte.

Con un sablazo me penetró a fondo, llenándome completamente de su deseo, de su pasión incontrolable.

Un orgasmo vigoroso, fortísimo, me arrolló el cuerpo y me abandoné contra el muro, arañándome la piel. Él me refrenaba y sentía su aliento cálido sobre mi cuello, su afán me producía bienestar.

Nos quedamos mucho tiempo de aquella manera, demasiado tiempo, un tiempo que habría querido eterno. Volver al coche fue volver a la realidad, fría y cruel, una realidad de la que, en aquel instante lo comprendí, era inevitable huir: él y yo, la unión de nuestras almas debía acabar allí, las circunstancias nunca permitirán que ninguno de los dos esté completa y espiritualmente el uno dentro del otro.

Durante el trayecto, detenidos en el tráfico que trastorna Catania por la noche, me miró, sonrió y dijo:

– Loly, te quiero.

Me cogió la mano, se la llevó a la boca y la besó. Loly, no Melissa. Él quiere a Loly, de Melisa ni ha oído hablar.


4 de abril


Diario:

Te escribo desde una habitación de hotel. Estoy en España, en Barcelona. Estoy de excursión con el colegio y me divierto bastante aunque la profe, cáustica y obtusa, me mira torcido cuando digo que no quiero visitar los museos, que en mi opinión son una pérdida de tiempo. Odio visitar un lugar sólo para conocer su historia, sí, OK, también es importante, pero ¿qué hago después con ella? Barcelona es muy bulliciosa y alegre, pero con una melancolía de fondo. Parece una mujer guapa, fascinante, con ojos profundos y tristes que te penetra el alma. Me parece. Querría poder vagar por las calles nocturnas repletas de locales y abarrotadas de gente variopinta, pero me obligan a pasar las veladas en una discoteca donde, con suerte, consigo conocer a alguien que aún no esté hecho polvo por el alcohol. No me gusta bailar, me fastidia. En mi habitación hay jaleo: una salta sobre la cama, otra sirve sangría, otra vomita en el váter. Ahora voy, Giorgio me arrastra de un brazo…


7 de abril


Penúltima jornada, no quiero regresar a casa. Ésta es mi casa, me siento a gusto, segura, feliz, comprendida por la gente de aquí, aunque no hablemos la misma lengua. Es reconfortante no oír el teléfono con tina llamada de Fabrizio o de Roberto y tener que encontrar una excusa para no vernos. Es reconfortante hablar hasta tarde con Giorgio sin estar obligada a meterme en su cama y entregarle mi cuerpo.

¿Dónde has acabado, Narcisa que tanto te amabas y tanto sonreías, tanto querías dar e igualmente recibir; dónde has acabado con tus sueños, tus esperanzas, tus locuras, locuras de vida, locuras de muerte; dónde has acabado imagen reflejada en el espejo, dónde puedo buscarte, dónde puedo encontrarte, cómo puedo retenerte?


4 de mayo


Hoy a la salida del colegio estaba Letizia. Vino a mi encuentro con el rostro redondo enmarcado por las grandes gafas de sol, muy similares a aquellas que veo en las fotos de mi madre de los años sesenta. Con ella iban dos chicas, claramente lesbianas.

Una se llama Wendy, tiene mi edad pero por sus ojos parece mucho mayor. La otra, Floriana, es apenas más joven que Letizia.

– Tenía ganas de verte -me dijo Letizia, mirándome a los ojos.

– Has hecho bien en venir, también yo tenía ganas -respondí.

En tanto, la gente salía del colegio y tomaba sitio entre los bancos de la plazoleta. Los chicos nos miraban con curiosidad y parloteaban riéndose entre ellos las «comadres de san Ilario», beatas, mordaces e ignorantes como nunca, nos miraban torciendo la nariz y los ojos. Me parecía oír sus frases: «Pero ¿has visto con quien va por ahí? Siempre he dicho que era extraña…», acaso mientras se arreglan la trencita que mamita les ha hecho aquella mañana antes de salir para el colé.

Letizia parecía haber comprendido mi malestar, así que dijo:

– Nosotras vamos a comer a la asociación, ¿quieres venir?

– ¿Qué asociación? -pregunté.

– Gay-lesbiana. Tengo las llaves, estaremos solas.

Acepté, de modo que cogí mi moto y Letizia subió detrás pegando su pecho a mi espalda y su aliento a mi cuello. Nos reímos mucho por la calle, yo daba continuos bandazos porque no estoy habituada a llevar un paquete; ella le sacaba la lengua a las viejecitas mientras me ceñía la cintura con los brazos.

Parecía un mundo especial el que se presentó ante mis ojos cuando Letizia abrió la puerta. No era más que una casa, una casa que no era propiedad de nadie, sino de toda la comunidad gay. Estaba provista de todo y más; en la librería, junto a los libros, había un gran contenedor lleno de preservativos. Y en la mesa, revistas gays y revistas de moda, algunas de motores, otras de medicina. Un gato vagaba por las habitaciones y se frotaba contra todas las piernas y lo acaricié como acaricio a Morino, mi amado y bellísimo gato (que ahora está aquí, enroscado encima de mi escritorio, lo oigo respirar).

Teníamos hambre, así que Letizia y Floriana se ofrecieron para ir a comprar las pizzas en la tienda de comidas para llevar de la esquina. Cuando estaban a punto de salir, Wendy me miró con el rostro alegre y una sonrisa necia, caminaba como si estuviera saltando, parecía una especie de duende enloquecido. Tenía miedo de quedarme sola con ella, así que salí a la puerta y llamé a gritos a Letizia diciéndole que quería hacerle compañía. Me molestaba quedarme dentro. Mi amiga lo intuyó todo en seguida y con una sonrisa invitó a Floriana a regresar. Mientras esperábamos que las pizzas se cocieran, hablamos poco, luego dije:

– Joder, tengo los dedos helados!

Ella me miró maliciosa pero también irónicamente y dijo:

– Mmm… excelente información, ¡lo tendré en cuenta!

Mientras nos encaminábamos por la calle, de regreso, encontramos a un chico amigo de Letizia. Todo en él era tierno: el rostro, la piel, la voz. La dulzura infinita que tenía me produjo una gran felicidad interior. Entró con nosotras y durante un rato estuvimos hablando en el sofá mientras las demás preparaban la mesa. Me dijo que es empleado de banca, aunque su corbata, decididamente muy atrevida, daba la impresión de estar fuera de lugar en el frío mundo bancario. Por su voz parecía triste, pero me pareció indiscreto preguntarle qué le pasaba. Me sentía como él. Luego, Gianfranco se marchó y nos quedamos nosotras solas en torno a la mesa, charlando y riendo. O mejor, charlaba sólo yo, sin parar, mientras Letizia me miraba atenta y a veces desconcertada cuando hablaba de algún hombre con el que había estado en la cama.

Después me levanté y salí al jardín, ordenado pero no exactamente cuidado, donde había palmeras altas y extraños árboles de tronco espinoso y flores grandes y rojas en la copa. Letizia se reunió conmigo y me abrazó por detrás, mientras con los labios me rozaba el cuello con un beso.

Me volví instintivamente y encontré su boca: cálida, blanda y extremadamente suave. Ahora entiendo por qué a los hombres les agrada tanto besar a una mujer: la boca de una mujer es inocente, pura, mientras que los hombres que he encontrado siempre me han dejado con una estela viscosa de saliva, llenándome vulgarmente con la lengua. El beso de Letizia era distinto, era aterciopelado, fresco e intenso al mismo tiempo.

– Eres la mujer más hermosa que haya tenido nunca -me dijo, sujetándome la cara.

– También tú -respondí, y no sé por qué lo hice, ¡era superfluo decirlo ya que ella era mi única mujer!

Letizia ocupó mi puesto y esta vez era yo quien dirigía el juego, frotando mi cuerpo contra el suyo. La ceñí con fuerza y respiré su perfume, luego me condujo a la otra habitación, me bajó los pantalones y acabó la dulce tortura que había comenzado hacía semanas. Su lengua me enloquecía, pero la idea de tener un orgasmo en la boca de una mujer me hacía estremecer. Mientras su lengua me lamía, mientras ella estaba de rodillas debajo de mí, consagrada a mi placer, cerré los ojos y con las manos plegadas como las patitas de un conejo asustado, me vino a la mente el hombrecito invisible que hacía el amor conmigo en mis fantasías infantiles. El hombrecito invisible no tiene rostro, no tiene colores, es sólo un sexo y una lengua que uso para mi disfrute. En ese momento mi orgasmo llegó fuerte y jadeante, su boca estaba llena de mis humores y cuando abrí los ojos la vi, maravillosa sorpresa, con una mano dentro de la braguita retorciéndose por el placer que también a ella le llegaba, quizá más consciente y sincero de lo que había sido el mío.

Después nos recostamos en el sofá y creo que me dormí un rato. Cuando el sol ya había bajado y el cielo estaba oscuro, me acompañó hasta la puerta y le dije: -Lety, será mejor que no volvamos a vernos. Asintió con la cabeza, sonrió levemente y dijo: -También yo lo creo.

Nos intercambiamos un último beso. Mientras regresaba a casa en la moto me sentí usada por enésima vez, usada por alguien y por mis malos instintos.


18 de mayo


Me parece oír la voz cálida y tranquilizadora de mi madre contándome ayer, mientras estaba en cama con gripe, esta historia:

«Una cosa difícil y no deseada puede revelarse como un gran don. Sabes, Melissa, a menudo recibimos regalos sin saberlo. Este relato cuenta la historia de un joven soberano que asume el gobierno de un reino. Él era amado ya antes de convertirse en Rey y los súbditos, felices por su coronación, le llevaron numerosos dones. Después de la ceremonia, el nuevo Rey estaba cenando en su palacio. De pronto, alguien golpeó a la puerta. Los sirvientes salieron y encontraron a un viejo miserablemente vestido, con aspecto de mendigo, que quería ver al soberano. Hicieron lo posible por disuadirlo, pero fue inútil. Entonces el Rey salió a su encuentro. El viejo lo cubrió de alabanzas, diciéndole que era guapísimo y que todos en el reino estaban felices de tenerlo como soberano. Le había traído como obsequio un melón; el Rey detestaba los melones pero, para ser amable con el viejo, lo aceptó y le agradeció y el hombre se alejó contento. El Rey volvió al palacio y entregó el fruto a los sirvientes para que lo arrojaran al jardín.

»A la semana siguiente, a la misma hora, golpearon otra vez a la puerta. El Rey fue llamado de nuevo y el mendigo lo ensalzó y le ofreció otro melón. El Rey lo aceptó y saludó al viejo y, nuevamente, tiró el melón al jardín. La escena se repitió durante varias semanas: el Rey era demasiado amable para ofender al viejo o despreciar la generosidad de su obsequio.

»Luego, tina tarde, precisamente cuando el viejo estaba a punto de entregar el melón al Rey, un mono saltó desde un pórtico del palacio e hizo caer el fruto de sus manos. El melón se partió en mil pedazos contra la fachada del palacio. Cuando el Rey miró, vio una lluvia de diamantes cayendo del corazón del melón. Ansiosamente, corrió al jardín trasero: todos los melones se habían podrido en torno a una colina de joyas».

La detuve y le dije, exaltada por la historia:

– ¿Puedo deducir yo la moraleja?

Me sonrió y dijo:

– Claro.

Respiré como respiro cada vez que me preparo para repetir la lección en la escuela:

– A veces las situaciones enojosas, los problemas o las dificultades esconden oportunidades de crecimiento: muy a menudo en el corazón de las dificultades brilla la luz de tina piedra preciosa. Por eso es de sabios acoger lo que es enojoso y difícil.

Sonrió de nuevo, me acarició el pelo y dijo: -Has crecido, pequeña. Eres una princesa. Quería llorar pero me contuve: mi madre no sabe que los diamantes del Rey han sido para mí las desalmadas bestialidades de hombres zafios e incapaces de amar.


20 de mayo


Hoy el profe ha venido a buscarme otra vez a la salida del colegio. Lo estaba esperando y le di una carta junto con un par de braguitas especiales.

Estas bragas soy yo. Son el objeto que mejor me describe.} De quién podrían ser, tan de diseño, tan raras, con esos dos lacitos colgando, si no de una pequeña Lolita?

Más que pertenecerme, son mi cuerpo y yo.

Muchas veces he hecho el amor sin quitármelas, quizá nunca contigo, pero no importa… Esos lacitos obstruyen mis instintos y mis sentidos, son unos cordones que además de dejar su marca sobre la piel bloquean mis sentimientos… Imagina mi cuerpo semidesnudo llevando sólo estas braguitas: desatado un nudo, se liberará como un espíritu sólo una parte de mí, la Sensualidad. El espíritu del Amor está aún obstruido por el nudo del lado izquierdo. He aquí entonces que quien ha desatado la parte de la Sensualidad verá en mí solamente a la mujer, la niña, o genéricamente la hembra, en condiciones sólo de recibir sexo, nada más. Me posee sólo a medias y es, probablemente, lo que quiero en la mayoría de los casos. Cuando luego alguien desate sólo la parte del Amor también en ese caso daré únicamente una parte de mí, una parte mínima, aunque profunda. A lo largo de la vida, un día cualquiera quizá llegue ese carcelero que te ofrece ambas llaves para liberar tus espíritus: Sensualidad y Amor están libres y vuelan. Te sientes bien, libre y satisfecha y tu mente y tu cuerpo ya no piden nada, ya no te atormentan con sus solicitudes. Como un tierno secreto son liberados por una mano que sabe cómo acariciarte, que sabe hacerte vibrar, y el solo pensamiento de esa mano te llena de calor el cuerpo y la mente.

Ahora huele esa parte de mí que está exactamente en el centro, entre Amor y Sensualidad: es mi Alma que sale y se filtra a través de mis humores.

Tenías razón cuando me decías que he nacido para follar, como ves también mi Alma tiene ganas de sentirse deseada y emana su olor, el olor a hembra. Quizá la mano que ha liberado mis espíritus sea la tuya, profe.

Y me aventuro a decir que sólo tu olfato ha sido capaz de captar mis humores, mi Alma. No me regañes por esto, profe, si he perdido el equilibrio, siento que debo hacerlo porque al menos en el futuro no tendré el remordimiento de haber extraviado algo antes de haberlo aferrado. Esto chirría dentro de mí como una puerta mal aceitada, su ruido es ensordecedor. Cuando estoy contigo, entre tus brazos, yo y mis bragas estamos exentas de cualquier impedimento o cadena. Pero los espíritus en su vuelo han encontrado un muro: el horrendo e injusto muro del tiempo que pasa despacio para uno, rápido para la otra, una serie de cifras que nos mantienen a distancia. Espero que tu inteligencia matemática pueda ofrecerte algún instrumento para resolver la terrible ecuación. Pero no es sólo eso: tú conoces sólo una parte de mí, aunque hayas liberado dos. Y no es ésa la parte que querría dejar vivir, no sólo esa. Eres tú quien tiene que decidir si dar un giro a nuestra relación, convertirla en más… «espiritual», un poquito más profunda. Confió en ti.

Tuya,

Melissa


23 de mayo

15,14


¿Dónde está Valerio? ¿Por qué me ha dejado sin un beso?


29 de mayo

2,30


Lloro, diario, lloro de una alegría inmensa. Siempre he sabido que existían la alegría y la felicidad. Algo que he buscado en tantas camas, en tantos hombres, incluso en una mujer, que he buscado en mí misma y que después he perdido por mi propia culpa. Y en el lugar más anónimo y banal la he encontrado. Y no en una persona, sino en la mirada de una persona. Giorgio, yo y un grupo fuimos al nuevo local que acaban de abrir justo debajo de mi casa, a cincuenta metros del mar. Es un local árabe, hay bailarinas del vientre en torno a las mesas, que danzan y sirven los pedidos, y luego los cojines por el suelo, las alfombras, la luz de las velas y el aroma a incienso. Estaba repleto, así que decidimos esperar que se liberara alguna mesa para ocupar nuestro sitio. Estaba apoyada en una farola, pensaba en la llamada de Fabrizio, que había acabado mal. Le dije que no quería nada de él, que no quería volver a verle.

Se puso a llorar y dijo que me lo daría todo, especificando qué: pasta, pasta y pasta.

– Si es eso lo que quieres darle a un ser humano, no soy yo quien deba recibirlo. De todos modos, te agradezco la oferta -exclamé, irónicamente. Luego le colgué y no atendí ninguna de sus llamadas y nunca más las atenderé, lo juro. Odio a ese hombre: es un gusano, es sucio, ya no quiero entregarme a él.

Pensaba en todo esto y en Valerio, tenía el ceño fruncido y los ojos fijos en un punto no identificable. Luego, apartándome de mis fastidiosos problemas, me encontré con su mirada que me observaba desde quién sabe cuánto tiempo, era leve y dulce. Lo miraba y me miraba a intervalos muy breves, apartábamos la mirada sin poder evitar que los ojos recayeran en sus ganas de mirar. Sus ojos eran profundos y sinceros, y esta vez no me ilusioné creando absurdas fantasías para hacerme daño y castigarme, esta vez lo creí realmente. Veía sus ojos, estaban allí, me miraban y parecían decirme que querían amarme, que me querían conocer de verdad. Poco a poco empecé a observarlo mejor: estaba sentado con las piernas cruzadas, un cigarrillo en la mano, dos labios carnosos, una nariz un poco pronunciada pero armoniosa y los ojos de un príncipe árabe. Lo que me estaba ofreciendo era para mí, sólo mío. No miraba a ninguna otra, me miraba a mí y no como cualquier hombre tiende a observar por la calle sino con sinceridad y honestidad. No sé por qué oscuro motivo se me escapó una carcajada demasiado fuerte, no podía contenerme. La felicidad era tan grande que no podía limitarse a una sonrisa. Giorgio me miraba divertido, me preguntaba qué me ocurría. Con un gesto de la mano le dije que no se preocupara y me abracé a él para justificar mi repentina explosión. Me volví nuevamente y advertí que me sonreía dejando a la vista sus espléndidos dientes blancos. Fue entonces cuando me calmé y me dije: «Por favor, Melissa, déjalo escapar, ¿eh? Hazle ver que eres una estúpida, una deficiente y una ignorante… y sobre todo, hazlo en seguida, ¡no lo hagas esperar!».

Mientras pensaba esto, una chica pasó junto a él y le acarició el pelo. La miró durante un mísero instante y luego se movió un poco para verme mejor.

Giorgio me distrajo:

– Meli, vamos a otro sitio. Me muero de hambre, no puedo esperar más.

– Venga, Giorgino, otros diez minutos, vamos, verás que se vacía… -le respondí, porque no quería apartarme de aquella mirada.

– ¿A qué vienen tantas ganas de quedarte aquí? ¿Algún tío a la vista?

Sonreí un poco y asentí.

Él suspiró y dijo:

– Hemos hablado mucho de esto. Melissa, vive tranquila durante un tiempo, las cosas buenas llegarán solas.

– Esta vez es distinto. Quedémonos… -le decía, como una niñita mimada.

Suspiró otra vez y dijo que ellos se darían una vuelta por los locales vecinos, si había sitio en los otros no se discutía, tendría que seguirlos.

– ¡OK! -dije, segura de que a aquella hora no encontrarían sitio ni de casualidad.

Los vi entrar en la heladería de las sombrillas japonesas sobre las mesas y me volví a apoyar en la farola, tratando de no mirarlo. De repente lo vi levantarse y pienso que debí de ponerme violeta; no sabía qué hacer, estaba totalmente azorada. Así que salí a la calle y fingí que esperaba a alguien, observando todos los coches que llegaban. Y mis pantalones de seda de la India revoloteaban acompañando a la ligera brisa del mar.

Oí su voz cálida y profunda a mis espaldas. Dijo:

– ¿Qué esperas?

De pronto, pensé en una vieja cantinela que leí de pequeña en una fábula que mi padre me trajo de uno de sus viajes. De manera espontánea e inesperada la pronuncié volviéndome hacia él:

– Espero, espero, en la oscura noche, y abro la puerta si alguien golpea. Después de la mala viene la buena, y viene aquel que artes no tiene.

Nos quedamos en silencio, con la expresión seria. Luego rompimos a reír. Me ofreció su mano suave y se la estreché ligeramente, pero con determinación.

– Claudio -dijo, mirándome a los ojos.

– Melissa -conseguí decir, no sé cómo.

– ¿Qué era eso que decías antes?

– ¿Qué…? Ah, sí, ¡antes! Es la cantinela de una fábula, la conozco de memoria desde que tenía siete años.

Movió la cabeza como para decir que había entendido. Otra vez silencio, un silencio de pánico. Un silencio interrumpido por mi simpático y torpe amigo que llegaba a la carrera diciendo:

– Despistada, vámonos, hemos encontrado sitio y te estamos esperando.

– Tengo que marcharme -susurré.

– ¿Puedo llamar a tu puerta? -dijo él, también quedamente.

Lo miré asombrada por tanta audacia que no era presunción, sólo voluntad de que todo no acabara allí.

Asentí con los ojos un poco empañados y dije:

– Me encontrarás a menudo por esta zona, vivo justo aquí arriba -señalándole mi balcón.

– Entonces te dedicaré una serenata -bromeó, guiñándome el ojo.

Nos despedimos y no me volví a mirarlo, aunque quería hacerlo, porque tenía miedo de estropearlo todo.

Luego Giorgio me preguntó:

– ¿Quién era ése?

Sonreí y dije:

– Es el que viene y artes no tiene.

– ¿Qué? -exclamó.

Sonreí otra vez, le pellizqué las mejillas y dije:

– Pronto lo descubrirás, tranquilo.


4 de junio

18,20


¡Nada de bromas, diario! ¡Me ha dedicado de verdad una serenata! La gente pasaba y miraba con curiosidad, yo desde el balcón reía como una loca mientras un hombre gordo y rubicundo tocaba una guitarra un poco estropeada y él cantaba, desafinado como una campana, pero irresistible. Tan irresistible como la canción que me colmó los ojos y el corazón. Es la historia de un hombre que ante el recuerdo de su amada no consigue dormir y la melodía es desgarradora y delicada. Dice más o menos así:

Mi votu e mi rivotu suspirannu

passu li notti 'nteri senza sonnu,

e li biddizzi tó vaju cuntimplannu,

tipenzu di la notti fino a jornu.

Pi tia non pozzu n'ura ripusari,

paci non havi chiù st'afflittu cori.

Lu vò sapiri quannu t'aju a lassari?

Quannu la vita mia finisci e mori. [2]

¿Quieres saber cuándo te dejaré? Cuando mi vida acabe y muera…


Fue todo un gesto, un sutil cortejo tradicional, banal si se quiere, pero perfumado.

Cuando acabó grité desde el balcón, sonriendo:

– ¿Y qué hay que hacer ahora? Si no me equivoco, para aceptar el cortejo habría que encender la luz de la habitación y si, por el contrario, no quiero, debería entrar y apagarla.

No respondió pero supe qué debía hacer. En el pasillo me crucé con mi padre (¡casi lo atropello!) que me preguntaba con curiosidad quién era ése que cantaba abajo. A carcajadas le respondí que ni yo lo sabía.

Bajé a la carrera por las escaleras, tal como me encontraba, en pantalón corto y camiseta, abrí el portón y luego me quedé cortada. ¿Debía correr a su encuentro y abrazarlo con fuerza o, al contrario, sonreírle, feliz, y agradecerle con un apretón de manos? Me quedé parada en el portón y comprendió que nunca me acercaría si no había una señal, así que él la hizo por mí.

– Pareces un polluelo asustado… Perdóname si he sido indiscreto, pero ha sido más fuerte que yo.

Me abrazó con delicadeza y yo dejé mis brazos colgando a los costados, incapaz de imitar su gesto.

– Melissa… ¿Me permites que te invite a cenar esta noche?

Asentí con la cabeza y le sonreí, luego lo besé suavemente en la mejilla y volví a subir.

– Pero ¿quién era? -preguntó mi madre con curiosidad.

Me encogí de hombros:

– Nadie, mamá, nadie…


12,45 de la noche


Hablamos de nosotros, nos dijimos más de lo que había imaginado decir y oír. Tiene veinte años, estudia letras modernas, tiene esa expresión inteligente y viva en el rostro que lo hace increíblemente fascinante. Lo escuchaba con atención, me gusta mirarlo cuando habla. Siento un estremecimiento en la garganta, en el estómago. Me siento doblada sobre mí misma como el tallo de vina flor, pero no estoy rota. Claudio es benigno, sosegado y tranquilizador. Me dijo que había conocido el amor, pero que luego se le había escapado de las manos.

Pasando un dedo por el borde de la copa me preguntó:

– ¿Y tú? ¿Qué me cuentas de ti?

Me abrí, abrí una pequeña rendija de luz que rasgó la densa niebla que me envuelve el alma. Le conté algo de mí y de mis historias infelices, pero sin mencionar en absoluto mi deseo de descubrir y encontrar un sentimiento verdadero.

Me miró con ojos atentos, tristes y serios, y dijo:

– Me alegra que me hayas contado tu pasado. Confirma la idea que me he hecho de ti.

– ¿Qué idea? -pregunté, asustada de que me acusara de ser demasiado fácil.

– Que eres una chica, perdona, una mujer, que ha atravesado por situaciones difíciles para convertirse en lo que es, para asumir esa mirada y hacerla penetrar a fondo. Melissa, nunca he conocido una mujer como tú… paso de sentir una ternura afectuosa a padecer una fascinación misteriosa e irresistible.

Su discurso estaba escandido por largos silencios durante los cuales me ofrecía sus ojos y luego continuaba.

Sonreí y dije:

– Aún no me conoces tan bien como para decir eso. Podrás experimentar sólo uno de esos sentimientos que has dicho, o ninguno.

– Sí, es verdad -dijo después de haberme escuchado con atención-, pero me gustaría conocerte mejor, ¿me lo permites?

– ¡Por supuesto, por supuesto que te lo permito! -le dije, aferrándole la mano apoyada sobre la mesa.

Me parecía estar en un sueño, diario, un sueño bellísimo, sin fin.


1,20


Acabo de recibir un mensaje de Valerio, dice que quiere verme. Pero pienso en él con distanciamiento. Lo sé, me bastaría hacer el amor una última vez con el profe para darme cuenta de qué quiero de verdad y quién es Melissa de verdad: un monstruo o una persona en condiciones de dar y recibir amor.


10 de junio


¡Qué bien, ha acabado el colegio! Este año los resultados han sido bastante decepcionantes, yo me he esforzado poco y mis profesores apenas se han preocupado por entenderme. De todos modos, he logrado la promoción, han evitado destruirme definitivamente.

Hoy por la tarde he visto a Valerio, me ha pedido que me reuniera con él en el bar Época. Salí a la carrera, pensando que ésta era la ocasión de entenderme a mí misma. Al llegar, frené de golpe, haciendo chirriar los neumáticos en el asfalto, y atraje la atención de todos. Valerio estaba sentado a una mesa, solo, y observaba todos mis movimientos, sonriendo y sacudiendo la cabeza. Traté de mantener el tipo caminando despacio y asumiendo una expresión seria.

Me dirigí contoneándome a su mesa y cuando estuve cerca de él me dijo:

– Loly, ¿no has visto cómo te miraban todos cuando caminabas?

Sacudí la cabeza y respondí que no. -No siempre devuelvo las miradas. Llegó un hombre por detrás de Valerio, con aire misterioso y un poco huraño, al que me presentó diciendo que se llamaba Flavio. Lo miré escrutándolo con atención. Él interrumpió mi indagación diciendo:

– Tu chiquilla tiene unos ojos demasiado maliciosos y demasiado hermosos para su edad.

No dejé que Valerio respondiera y tomé la palabra: -Tienes razón, Flavio. ¿Seremos nosotros tres o habrá más?

Voy a lo esencial, diario, no me van las palabritas de circunstancias y las sonrisas cuando el objetivo es sólo uno y siempre el mismo.

Un poco incómodo, Flavio miró a Valerio, que dijo:

– Es caprichosa, pero te conviene hacer lo que dice.

– Mira Melissa -continuó Flavio-, Valerio y yo teníamos la intención de incluirte en una velada especial. Me ha hablado de ti, tu edad me ha cortado un poco pero después de saber cómo eres… bueno, he cedido y tengo una gran curiosidad por verte manos a la obra.

Dije sencillamente:

– ¿Cuántos años tienes, Flavio?

Me respondió que tenía treinta y cinco. Asentí, creía que tenía más pero me fié.

– ¿Cuándo sería esta velada especial? -pregunté.

– El próximo sábado, a las diez, en un palacete junto al mar. Vendré a buscarte yo, junto con Valerio, claro…

– Siempre que yo acepte -lo atajé.

– Por supuesto, siempre que aceptes.

Algunos segundos de silencio y luego pregunté:

– ¿Debo ponerme algo en especial?

– Basta con que no se note demasiado tu edad. Todos creen que tienes dieciocho -respondió Flavio.

– ¿Todos, quiénes? ¿Cuántos son? -le pregunté a Valerio.

– Ni siquiera nosotros sabemos el número exacto, más o menos cinco parejas garantizadas. Ahora no sabemos si habrá más gente.

Decidí participar. Lo siento por Claudio, pero no estoy segura de que alguien como yo pueda ser buena para amarlo, no creo que sea yo quien lo haga feliz.


15 de junio


No, no soy la chica que lo hará feliz. No lo merezco. Mi teléfono sigue sonando con sus llamadas y sus SMS. Lo abandono. No le respondo, lo ignoro por completo. Se cansará y buscará la felicidad en otra parte. ¿Y entonces, por qué este miedo?


17 de junio


En silencio, entre diálogos breves y esporádicos, nos hemos encaminado hacia el lugar en que se había fijado la cita. Era tina villa pequeña fuera de la ciudad, del otro lado de la costa, donde los escollos se resquebrajan convirtiéndose en arena. El lugar era bastante desierto y la casa estaba bastante aislada. Entramos a través de un alto portón de hierro y conté los coches aparcados en el sendero: había seis.

– Bomboncito, hemos llegado.

Flavio me irrita a muerte con estas expresiones… ¿quién coño lo conoce? Cómo se permite llamarme dulcísima, querida, pequeña… ¡lo estrangularía!

Nos abrió la puerta una mujer de más o menos cuarenta años, fascinante y perfumada. Me escrutó de arriba abajo y dirigió una mirada de asentimiento a Flavio, que sonrió levemente. Atravesamos un largo pasillo en cuyas paredes se exponían unos grandes cuadros abstractos. Cuando entramos en el salón sentí un profunda vergüenza porque decenas de miradas se dirigieron hacia mí: la mayoría eran hombres, encorbatados y distinguidos, alguno tenía un antifaz que le cubría el rostro, pero la mayor parte llevaba el rostro descubierto. Algunas mujeres se me acercaron y me hicieron preguntas a las cuales respondí con una serie de mentiras pactadas de antemano con Valerio. El profe vino a mi lado y me susurró:

– No veo la hora de empezar… quiero lamerte y estar dentro de ti durante toda la noche y luego mirarte mientras lo haces con los demás.

En seguida pensé en Claudio: él nunca desearía verme en la cama con otro.

Flavio me trajo un vaso de crema de whisky, que me hizo recordar otro episodio… Fui hasta el piano, quería rememorar cómo me había sacudido de encima también a Roberto. Lo amenacé con contarle todo a su novia si no dejaba de llamarme y que debía decir a sus amigos que mantuvieran la boca cerrada respecto de mí. Ha funcionado, ¡no he vuelto a tener noticias suyas!

En un momento dado, se me acercó un hombre de unos treinta años que caminaba con pasos livianos, como si volase. Tenía un par de gafas redondas delante de dos grandes ojos de un azul verdoso en un rostro marcado pero bello.

Me estudió con atención y luego dijo: -Hola, ¿eres tú ésa de la que tanto se ha hablado? Lo miré, interrogativa, y dije: -Depende a qué te refieras… ¿de qué se ha hablado en particular?

– Bueno… sabemos que eres muy joven, aunque personalmente no me creo que hayas hecho los dieciocho. Y no porque no los demuestres sino porque lo siento… De todos modos, me han dicho que has participado muchas veces en veladas como ésta, pero sólo con hombres…

Me ruboricé y quise profundizar: -¿Quién te lo ha dicho? -pregunté.

– Bah… qué importancia tiene, los rumores van y vienen… eres una bella zorrita, ¿eh? -sonrió.

Traté de mantener la calma y seguir el juego para no estropearlo todo.

– Nunca me han gustado los esquemas. Acepté hacerlo porque me apetecía…

Me miró sabiendo perfectamente que estaba mintiendo y afirmó:

– Si es que los esquemas existen, puede que sean variados: hay personas cuyo esquema es lineal y ordenado; para otras, es un capricho rococó…

– Entonces el mío es una mezcla… -dije, fascinada por su respuesta.

Valerio se acercó y me dijo que me reuniera con él en el sofá.

Hice una seña con la cabeza al hombre, evitando despedirme porque, casi con total seguridad, en medio de la velada acabaríamos uno dentro del otro.

En el sofá había un joven cachas y dos mujeres bastante vulgares, con un maquillaje excesivo y chillón y cabelleras rubio platino.

El profe y yo estábamos en el centro de este gran sofá, con una mano él comenzó a acariciarme un pecho por debajo de la camiseta, conduciéndome en seguida a la vergüenza y la turbación.

– Venga, Valerio… ¿tenemos que empezar precisamente nosotros?

– ¿Y por qué no, te disgusta? -me preguntó, mordiéndome el lóbulo de la oreja.

– No, no lo creo… tiene el deseo impreso en la cara -dijo, con insolencia, el cachas.

– ¿En qué lo notas? -pregunté, desafiante.

No respondió, sólo metió una mano bajo mi falda, entre los muslos, besándome con vehemencia. Empezaba a soltarme, esa necia violencia me estaba arrastrando de nuevo. Levanté un poco las nalgas para llegar a besarlo y el profe aprovechó para acariciarme el culo primero despacio y con suavidad, para luego transformar sus gestos poco a poco: decididos y calientes. La gente ya no existía para mí, aunque estaban allí mirándome, esperando que alguno de los dos hombres que estaban a mi lado me penetrase. Mientras el cachas me besaba, una de las dos mujeres le ciñó el torso y lo besó en la nuca. En un momento dado, Valerio me levantó la falda: todos estaban admirando mi etilo y mi sexo aireados sobre un diván desconocido entre gente desconocida. Tenía la espalda arqueada y me estaba ofreciendo completamente a él mientras el tipo que estaba delante de mí me aferraba las tetas y las apretaba con fuerza.


– Mmmm, hueles como un melocotón verde -dijo un hombre que vino a olerme-, eres suave y lisa como un melocotón recién lavado, fresco.

El melocotón verde madurará. Y primero perderá su color, después su sabor, más tarde su piel será blanda y arrugada. Al final se pudrirá y los gusanos chuparán toda su pulpa.

Abrí desmesuradamente los ojos, me ruboricé, me volví de golpe hacia el profesor y dije: -Vámonos, no quiero.

Sucedió justo en el momento en que mi cuerpo se estaba abandonando completamente… Pobre Flavio, pobre cachas, pobres todos y pobre yo. Los dejé a todos y a mí misma de piedra, me arreglé de prisa y, con lágrimas en los ojos, corrí por el largo pasillo, abrí la puerta de entrada y fui hacia el coche aparcado en la callejuela. Tenía los cristales completamente empañados por culpa de la densa bruma que lo envolvía todo: a la casa y a mí.

Durante el trayecto no hubo ni una palabra. Sólo cuando llegué debajo del portón de casa dije: -Aún no me has dicho nada de la carta. Un largo silencio y luego apenas un: -Adiós, Lolita.


20 de junio

6,50


Apoyé los labios en el auricular y oí su voz apenas salida del sueño.

– Quiero vivirte -susurré con un hilo de voz.


24 de junio


Ahora es de noche, querido diario, y estoy en la terraza de casa, observando el mar.

Está calmo, quieto y dulce. El calor tibio atenúa las olas y siento a lo lejos su rumor, pacífico y delicado… La luna está un poco escondida y parece observarme con mirada compasiva e indulgente.

Le pregunto qué puedo hacer.

Ella me dice que es difícil quitarse los grumos del corazón.

Mi corazón… no me acordaba de que tenía uno. Quizá nunca lo haya sabido.

Una escena conmovedora en el cine nunca me ha conmovido, una canción intensa nunca me ha emocionado y en el amor siempre he creído a medias, considerando que era imposible conocerlo de verdad. Nunca he sido cínica, no. Sencillamente nunca nadie me ha enseñado a liberar el amor que tenía escondido, oculto de todos. Estaba en alguna parte, había que sacarlo… Y yo lo busqué proyectando mi deseo en un universo en donde el amor está desterrado. Y nadie, digo nadie, me ha cerrado el paso diciendo: «No, pequeña, por aquí no se pasa».

Mi corazón ha estado encerrado en una celda helada y era peligroso destruirla con un golpe decidido: el corazón habría quedado tocado para siempre.

Pero luego llega el sol, no este sol siciliano que quema, que escupe fuego, que aviva incendios, sino un sol benigno, discreto y generoso, que disuelve el hielo, despacio, evitando así inundar de golpe mi alma árida.

Al principio me pareció obligatorio preguntarle cuándo haríamos el amor pero luego, en el momento en que estaba a punto de hacerlo, me mordí los labios. Él comprendió que había algo que no marchaba y me preguntó:

– ¿Qué pasa, Melissa?

Me llama por mi nombre, para él soy Melissa, soy la persona, la esencia, no el objeto y el cuerpo.

Sacudí la cabeza:

– Nada, Claudio, de veras.

Entonces me cogió una mano y la apoyó sobre el pecho.

Cogí aliento y balbucí:

– …Me preguntaba cuándo querrías hacer el amor…

Se quedó en silencio y yo moría de vergüenza; sentí que las mejillas se ruborizaban.

– No, Melissa, no, tesoro… No seré yo quien decida cuándo haremos el amor, lo decidiremos juntos, si lo hacemos y cuándo. Pero seremos tú y yo, juntos -sonrió.

Lo miraba estupefacta y él comprendió que mi mirada absorta le pedía que continuara.

– Porque, mira… cuando dos personas se unen físicamente es el colmo de la espiritualidad, y eso sólo se puede alcanzar si se aman. Es como si un torbellino envolviera los cuerpos y entonces nadie es él mismo, sino que uno está dentro del otro de la manera más íntima, más interior, más hermosa.

Aún más asombrada, le pregunté qué quería decir.

– Que te quiero, Melissa -respondió.

¿Por qué este hombre conoce tan bien aquello que hasta hace pocos días creía imposible de encontrar? ¿Por qué la vida hasta ahora me ha reservado perversidad, inmundicia y desconsideración? Este ser extraordinario puede tenderme la mano y levantarme del pozo estrecho y fétido en el cual me he acurrucado, asustada… Luna, ¿en tu opinión, puede hacerlo?

Es difícil quitar los grumos del corazón. Pero quizá el corazón pueda latir tanto como para romper en mil pedazos la coraza que lo rodea.


30 de junio


Siento los tobillos y las muñecas atados por una cuerda invisible. Estoy suspendida en el aire y alguien desde abajo tira y aúlla con voz infernal, otro tira desde arriba. Yo doy tumbos y lloro, a veces toco las nubes, otras veces los gusanos. Me repito mi nombre: Melissa, Melissa, Melissa… como una palabra mágica que puede salvarme. Me agarro a mí misma, me prendo de mí.


7 de julio


He vuelto a pintar las paredes de mi cuarto. Ahora es azulado y sobre mi escritorio ya no está la mirada lánguida de Marlene Dietrich, sino una foto mía con la cabellera al viento mientras observo tranquila las barcas calcáreas en el puerto. Detrás de mí está Claudio, que me ciñe la cintura apoyando delicadamente las manos sobre mi camiseta blanca, y los ojos bajos, concentrados en mi hombro, que está besando. No parece prestar atención a las barcas, parece que se hubiera perdido en la contemplación de nosotros.

Una vez tirada la foto me susurró al oído:

– Melissa, te amo.

Entonces apoyé una mejilla en la suya, respiré con fuerza para saborear el momento y me volví. Cogí su rostro entre las manos, lo besé con una delicadeza hasta entonces desconocida y susurré:

– También yo te amo, Claudio…

Un estremecimiento y un calor febril me recorrieron el cuerpo hasta que me abandoné completamente entre sus brazos y él me estrechó con más fuerza besándome con una pasión que no era deseo de sexo, sino de otra cosa, de amor.

Lloré mucho, como no había hecho delante de nadie.

– Ayúdame, amor mío, te lo ruego -imploré con fuerza.

– Estoy aquí por ti, estoy aquí por ti… -dijo, mientras me abrazaba como ningún hombre me había nunca estrechado.


13 de julio


Hemos dormido en la playa, abrazados el uno al otro. Nos hemos dado calor con nuestros brazos y su nobleza de ánimo y su respeto me han hecho temblar de miedo. ¿Seré capaz de recompensarlo por tanta belleza?


24 de julio


Miedo, mucho miedo.


30 de julio


Yo escapo y él me alcanza. Y es tan dulce sentir sus manos que me estrechan sin oprimirme… Lloro a menudo y cada vez que lo hago él me estrecha, respira en mi pelo y yo apoyo mi rostro en su pecho. La tentación es huir y volver a caer en el abismo, recorrer el túnel y no salir nunca jamás de él. Pero sus brazos me sostienen y me fio de ellos y aún puedo salvarme…


12 de agosto


Lo deseo con una fuerza vibrante, no puedo prescindir de su presencia. Me abraza y me pregunta que de quién soy.

– Tuya -le respondo-, completamente tuya.

Me mira a los ojos y me dice:

– Pequeña, no te hagas más daño, te lo ruego. Me lo harías también a mí.

– Nunca te haría daño -le digo.

– No debes hacerlo por mí, sino por ti. Tú eres una flor, no dejes que te sigan vilipendiando.

Me besa deshojándome suavemente los labios y me llena de amor.

Sonrío, soy feliz. Me dice:

– Eso, ahora debo besarte, debo robarte esta sonrisa y estamparla para siempre en mis labios. Me haces enloquecer, eres un ángel, una princesa, querría dedicar toda la noche a amarte.

En una cama blanca y nítida nuestros cuerpos se adhieren perfectamente, su piel y la mía se unen y juntos nos convertimos en fuerza y dulzura. Nos miramos a los ojos mientras él se desliza dentro de mí, despacio, sin hacerme daño porque dice que mi cuerpo no debe ser violado, sólo amado. Lo ciño con los brazos y las piernas, sus suspiros se unen a los míos, sus dedos se entrelazan con los míos y su placer se confunde inexorablemente con el mío.

Me duermo sobre su pecho, mis largos cabellos le cubren el rostro pero él es feliz y me besa en la cabeza cien veces y otras cien.

– Prométeme… prométeme una cosa: no nos perderemos nunca, prométemelo -le susurro.

Aún silencio, me acaricia la espalda y siento unos estremecimientos irresistibles, entra nuevamente dentro de mí mientras yo hundo mis caderas pegándome a las suyas.

Y mientras me muevo despacio dice:

– Hay dos condiciones para que tú no puedas perderme y yo no pueda perderte. No deberás sentirte prisionera ni de mí ni de mi amor, ni de mi afecto, de nada. Tú eres un ángel que debe volar libre, nunca deberás permitirme ser el único objetivo de tu vida. Serás una gran mujer como también ahora lo eres.

Mi voz rota por el placer le pregunta cuál es la segunda condición.

– Que no te traiciones nunca, porque traicionándote te harás daño y me lo harás a mí. Te amo y te amaré aunque nuestros caminos se separen.

Nuestros placeres se funden y no puedo menos que estrechar fuerte a mi Amor, no dejarlo nunca jamás.

Me vuelvo a dormir, agotada, la noche transcurre y la mañana me despierta con el sol cálido y luminoso. Sobre la almohada hay una nota suya:


Que tengas en la vida la más alta, plena y perfecta felicidad, maravillosa criatura. Y que yo pueda formar parte de ella contigo, mientras tú quieras. Porque… sábelo desde ahora: lo querré siempre, incluso cuando ya no te vuelvas para mirarme. He ido a buscarte el desayuno, en seguida vuelvo.


Con un solo ojo abierto observo el sol, los sonidos llegan tenues a mis oídos. Las barcas de los pescadores están comenzando a atracar después de una noche pasada en el mar. Un viaje a lo desconocido. Una lágrima me atraviesa el rostro. Sonrío cuando su mano roza mi espalda desnuda y me besa en la nuca. Lo miro. Lo miro y comprendo, ahora sé.

Ha concluido mi viaje por el bosque, he conseguido escapar de la torre del ogro, de las garras del ángel tentador y de sus diablos, he huido del monstruo andrógino. Y he acabado en el castillo del príncipe árabe, que me ha esperado sentado en un cojín mullido y aterciopelado. Me ha hecho quitarme mis ropas gastadas y me ha dado trajes de princesa. Ha llamado a las doncellas y me ha hecho peinar, luego me ha besado en la frente y ha dicho que me observaría mientras dormía. Luego, una noche, hemos hecho el amor y, cuando regresé a casa, vi mi cabello aún reluciente y el maquillaje intacto. Una princesa, como dice siempre mi madre, tan bella que incluso los sueños quieren robarla.

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