Jarrod tomó la siguiente salida de la autopista, recordando que, aunque en ese momento no había tráfico, solía estar muy transitada.
En los cuatro años que había estado fuera, se había construido un centro comercial que contempló espantado. Ya no era el pequeño y tranquilo pueblo al que su padre lo había llevado cuando no era más que un travieso muchacho de trece años.
Jarrod siguió la serpenteante calle bordeada de casas de estilos arquitectónicos variados: desde las de madera de los primeros pobladores hasta las construcciones de diseño moderno de ladrillo y metal. Las antiguas praderas habían sido invadidas por las urbanizaciones.
Sólo el terreno que rodeaba la casa de su padre permanecía intacto. Con la excepción de la casa que le habían vendido a su mejor amigo, Geoff Grayson. Y a su mujer, pensó Jarrod con amargura.
Jarrod aceleró, apartando de su mente recuerdos dolorosos, y ansioso por llegar a ver la casa en la que había transcurrido su adolescencia. Y esa necesidad superó la aprensión que sentía a reencontrarse con su padre y con su madrastra, la familia a la que había dado la espalda cuatro años atrás.
Su padre. Y sin embargo nunca había podido pensar en Peter Maclean como su padre por mucho que lo fuera biológicamente. Un padre accidental, una broma de la naturaleza.
Jarrod descubrió la verdad poco antes de que su madre muriera. Ella le habló del romance que había mantenido con un atractivo ingeniero de Queensland. Peter Maclean estaba de visita en el oeste de Australia, supervisando una obra, y la madre de Jarrod le fue asignada como secretaria.
Tres semanas más tarde, él volvió a casa sin saber que la joven con la que había pasado la mayoría de su tiempo en Perth, estaba embarazada. Ella no se planteó darle la notica y decidió tener el hijo sola.
Y lo hizo lo mejor que pudo. Cuando Jarrod comenzó a preguntarle por su padre, ella le dijo que había muerto en un accidente antes de que él naciera.
Más tarde, Jarrod descubrió que el accidente era en parte verdad. Pero se había producido después de su nacimiento y su padre no murió: Peter Maclean volvió al oeste algunos años más tarde y sufrió un terrible accidente cuando colapsó la grúa de una obra en la que estaba trabajando.
Al descubrir la verdad, Jarrod se había enfurecido con su madre y con el mundo en general, especialmente con el hombre que no había asumido la responsabilidad que le correspondía.
Su ira le condujo a comportarse temerariamente: empezó a faltar al colegio y juntarse con malas compañías. Hasta que la policía local intervino. Fue el sargento de la comisaria quien, al morir su madre, localizó a su padre.
Mirando hacia atrás, Jarrod no podía sino admirar a Peter Maclean. No debió ser fácil descubrir de pronto que tenía un hijo adolescente y, aún más, pasar a ocuparse de él. Pero Peter había viajado inmediatamente a Perth para pasar con su hijo un par de semanas y conocerlo un poco mejor antes de llevarlo a su hogar.
Hogar. Jarrod suspiró. Aunque le pareciera mentira, todos esos años atrás eso era lo que había sido: su hogar.
Hogar. Sí. Jarrod estaba volviendo a su hogar, pero sólo porque su padre estaba gravemente enfermo.
Hogar. Georgia Grayson suspiró cuando su compañera de trabajo detuvo el coche frente a su deteriorada casa. Por fin en casa.
Aquella noche estaba especialmente agradecida de que la llevaran porque se sentía como si el peso del mundo descansara sobre sus hombros. Normalmente, Georgia conseguía olvidarse de sus problemas mientras trabajaba en la librería, pero ese día le había resultado imposible. Tenía demasiadas preocupaciones.
Hasta hacía poco su vida había transcurrido tal y como a ella le gustaba: en orden, sin altibajos. Pero todo había cambiado súbitamente.
El cambio se había iniciado dos semanas antes, al irse su padre a trabajar a la costa en una de esas obras que lo mantenían alejado varios meses. Inmediatamente después, su coche había sido aplastado por un camión mientras estaba aparcado, y Georgia se había quedado sin medio de transporte.
Además, su hermana pequeña había anunciado que se iba a vivir con su novio. Morgan no tenía más que diecisiete años y estaba en el paro, y Georgia había intentado en vano hacerle cambiar de idea, convencerla de que cometía un error.
Pero esa semana había sucedido aquello que más temor le causaba: Peter Maclean había sufrido un ataque al corazón y estaba muy grave. Sólo su determinación de hierro lo mantenía vivo. Pero hasta esa voluntad se estaba deteriorando.
Y su hijo había vuelto a casa. Después de cuatro años. Y Georgia sabía que llevaba en el pueblo cerca de una semana.
El dolor le encogió el corazón. Por pura suerte, había estado fuera en las dos ocasiones que él había ido a su casa, pero estaba segura de que no podría seguir esquivándolo durante mucho más tiempo. Después de todo, eran primos. Aunque fuera sólo un primo adoptivo.
– Gracias por traerme a casa. Jodie -dijo Georgia.
– No ha sido nada -Jodie sonrió-. Has tenido muy mala suerte con lo de tu coche.
– Supongo que podía haber sido aún peor. Imagínate si llego a estar dentro -dijo Georgia-. Pero la compañía de seguros me ha dicho que estará todo resuelto en un par de semanas -puso los ojos en blanco-. Ya veremos. Nunca me había dado cuenta de cuánto dependo del coche.
– No me importa acercarte -Jodie miró hacia la casa-. Tu hermano debe estar en casa -comentó, y Georgia reprimió una sonrisa.
A Jodie le gustaba su hermano y se había quedado muy desilusionada al saber que Lochlan estaba ya comprometido.
– ¿Te ha dicho que fuimos a verlo tocar el otro día?
– Sí, me dijo que te había visto -dijo Georgia, tomando el bolso del asiento de atrás.
– Es un grupo muy bueno. Estoy segura de que tendrán éxito. Lockie me dijo que les han pedido que toquen otra vez dentro de un mes.
– Sí. Está encantado -Georgia bajó del coche-. Hasta mañana. Y gracias otra vez -cerró la puerta y Jodie arrancó.
Las luces estaban encendidas, pero la furgoneta de Lockie no estaba aparcada frente a la casa, lo cual podía significar que, como de costumbre, Lockie se había marchado sin cerrar.
Georgia empujó la puerta y entró en el vestíbulo.
– ¿Eres tú, Georgie? -su hermano asomó la cabeza desde el cuarto de estar-. Pensaba que vendrías más tarde.
Georgia fue hacia él, dejó el bolso en el suelo y se dejó caer sobre un sillón, desabrochándose la chaqueta de manga corta que hacía juego con su falda azul.
– Primero, no me llames Georgie y, segundo, ya es bastante tarde. Son las nueve y media, y hubiera llegado todavía más tarde si Jodie no llega a traerme. ¿Dónde está Mandy?
Amanda Burne, la novia de Lockie desde hacía seis meses y cantante de su grupo, Country Blues, vivía con los Grayson y trabajaba a tiempo parcial de camarera.
– No sabía que hoy le tocaba trabajar -dijo Georgia.
– No está trabajando -dijo Lockie, sentándose, abatido, frente a su hermana-. Se ha marchado a casa.
Georgia arqueó las cejas.
– ¿A Nueva Zelanda?
– La he dejado en el avión hace un par de horas.
– ¿Qué ha ocurrido, Lockie? -preguntó Georgia.
– Nada especial -Lockie se encogió de hombros-. Su hermana ha tenido el niño antes de lo esperado y Mandy ha ido a ayudarla.
– ¿Es eso todo? -Georgia sabía que Mandy y Lockie habían estado discutiendo en los últimos tiempos a cuenta de lo que Mandy denominaba «carencia de empuje» de Lockie.
– Bueno, ya sabes cómo es Mandy -Lockie se puso en pie y caminó inquieto por la habitación-. Ha usado esto como excusa para dirigirme un ultimátum.
Georgia frunció el ceño.
– ¿Qué tipo de ultimátum? ¿Ha roto el compromiso?
– No exactamente. Ya sabes que no está contenta con cómo están las cosas. Quiere que haya algún cambio.
– Cuando dices «cosas», supongo que te refieres al grupo.
Lockie asintió, sin dejar de moverse arriba y abajo.
– Mandy dice que no tenemos rumbo y que está harta del tipo de conciertos que conseguimos. Quiere que me organice y prepare un plan para el grupo. Si no… -Lockie apretó los labios.
– ¿Si no? -le animó Georgia.
– Si no, dejará Country Blues y aceptará la oferta de un grupo de Sydney. Tiene un mes para contestarles y va a tomar la decisión cuando vuelva de Nueva Zelanda.
– ¿Y si acepta el trabajo en Sydney?
– Se acabará todo: el grupo, porque nos quedaremos sin cantante, y Mandy y yo… -Lockie bajó la mirada.
– ¿Quieres romper tu compromiso con ella?
Lockie se sentó.
– ¿Tú qué crees, Georgia? Sabes lo que siento por Mandy. Quiero casarme con ella y si tuviera dinero lo haría mañana mismo. Lo sabes.
– Entonces haz algo al respecto. No puedes sentarte a esperar a que pase algo, Lockie. Entiendo cómo se siente Mandy. La arrastras por el país en esa furgoneta destartalada para ganar una miseria. Tienes que comprender que esto no puede seguir así.
– Pero en este negocio hay que pasar muchas pruebas y sabes que no podría hacer ninguna otra cosa. La música es mi vida.
– Y Mandy lo sabe, pero eso no significa que ella tenga que renunciar a lo que quiere. Tenéis que llegar a un acuerdo.
– Supongo. Creo que he esperado demasiado de ella. Creía que no estaba preparado para casarme, pero no concibo mi vida sin ella. No quiero renunciar a Mandy, Georgia -Lockie la miró a los ojos.
– ¿Y qué piensas hacer?
Él se encogió de hombros.
– No lo sé.
– ¿Qué hay de la grabación de la que me hablaste la semana pasada?
– ¿Con J.D. Delaney y Skyrocket Records? No fueron más que palabras, hermanita. Para tener una oportunidad así tendríamos que poder tocar en algún sitio famoso. No pódennos llegar y decir: aquí estamos. No nos dejarían pasar de la recepción -Lockie se levantó de nuevo y fue hasta la ventana-. Necesitamos tocar en un sitio como el Country Music Club, en Ipswich -su rostro se iluminó-. Pero si consiguiéramos tocar allí, sería un trampolín para la televisión, grabar un disco o cualquier otra cosa.
– Pues inténtalo, Lockie -le animó Georgia.
Él rió secamente.
– Sí, claro. ¿Qué quieres, que entre y diga que somos los Country Blues para que me contesten: los Country qué?
– ¿Y por qué no? -Georgia se rió de sí misma. ¿Quién era ella para dar un consejo así cuando no era capaz de poner en orden su propia vida? Con una seguridad nacida de la costumbre, añadió-. ¿Qué otra alternativa te queda?
– Ninguna.
Antes de que pudiera decir más, sonó el teléfono. Georgia lo contestó.
– ¿Hola? -dijo, en tono apagado.
– ¿Georgia? Menos mal que estás en casa. ¿Puedes venir a recogerme?
– ¡Morgan! -Georgia percibió el tono de agitación de su hermana-. ¿Qué te pasa?
– ¿Tengo que explicártelo ahora? Quiero volver a casa -Morgan elevó la voz-. ¿Está Lockie? ¿Podéis venir en la furgoneta?
– Claro, pero, ¿por qué? ¿Dónde está Steve?
– Ha salido y no quiero estar en casa cuando vuelva. Nos hemos peleado.
– ¿Por qué? -Georgia se masajeó la sien. Comenzaba a sentir el dolor de cabeza que llevaba amenazando con estallar todo el día.
– ¡Por Dios, Georgia! -exclamó Morgan en tono agudo-. No ha sido más que una pelea, ¿necesitas más explicaciones? -suspiró profundamente-. Steve me ha pegado y no pienso pasar con él ni un día más.
– ¿Steve qué? -preguntó Georgia, atónita.
– Si no vienes a por mí, me iré andando.
– No puedes hacer eso a esta hora de la noche -dijo Georgia.
– Pues ven a por mí.
– De acuerdo. Espéranos. Llegaremos en media hora. Y por favor…
– ¡Ahora no, Georgia! -interrumpió Morgan-. Te lo explicaré más tarde. Sólo quiero irme de aquí, así que date prisa -y colgó.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Lockie.
– Morgan quiere volver a casa -explicó Georgia.
– ¡Lo que nos faltaba! -Lockie levantó los brazos exasperado.
– Dice que se ha peleado con Steve y que él la ha pegado.
– ¿Steve? No me lo creo -exclamó Lockie-. Seguro que Morgan le pegó primero a él.
– ¡Por favor, Lockie! -Georgia se pasó la mano por la frente-. Tenemos que ir a por ella. Voy a cerrar mientras tú vas a por la furgoneta.
– La furgoneta no está aquí.
Georgia se paró en seco.
– ¿Dónde está?
– La tienen Andy y Ken. Ya te dije que el casero de Andy se había quejado de sus ensayos con la batería. Se ha mudado y les he dejado la furgoneta para que llevaran las cosas. No sé cuándo me la devolverán.
Georgia sintió una punzada en el estómago y olvidó su cansancio.
– Tendremos que llamar a un taxi -se volvió hacia el teléfono, calculando mentalmente el dinero que le quedaba para llegar a fin de mes.
Lockie la detuvo.
– No hace falta, Georgia.
Georgia arqueó las cejas y él tosió con nerviosismo.
– Jarrod va a pasar por aquí. Él puede llevarnos.
Georgia se quedó paralizada. Volvió la cabeza lentamente hacia su hermano.
– ¿Por qué va a…? -no pudo concluir la frase.
– ¿Y por qué no? -Lockie preguntó, mirándola fijamente-. Es mi mejor amigo y acaba de volver de los Estados Unidos.
Georgia hizo un esfuerzo para sobreponerse externamente aunque su pulso se hubiera acelerado y el nudo que se le había formado en el pecho amenazara con ahogarla.
– Jarrod no te ha visto todavía -continuó Lockie-, y cuando le dije que volverías sobre las nueve y media me dijo que pasaría a verte.
– ¿Y no se te ha ocurrido pensar que yo no quisiera verlo? -dijo Georgia.
– No puedes vivir en el pasado, hermanita. Cuatro años son mucho tiempo. Algún día tendrás que verlo.
Cuatro años atrás, Georgia juró que jamás volvería a verlo.
– Ha cambiado -continuó Lockie-. Parece mayor.
En ese momento oyeron el sonido de las ruedas de un coche sobre la gravilla del camino que accedía a la casa.
¡Georgia no podía soportar la idea de verlo! Una voz interior le dijo que había tenido cuatro años para recuperarse de su engaño y de su crueldad. Tomó aire.
– Aquí está -dijo Lockie, apretándole el brazo-. El pasado es el pasado, Georgia.
Ella asintió con resignación. Ojalá las palabras de Lockie fueran verdad.
– Supongo que tienes razón -accedió-. Y tenemos que recoger a Morgan. Ha sido una suerte que… Jarrod… -el nombre estuvo a punto de atragantársele-… estuviera de camino -concluyó, casi sin respiración.
Jarrod. Había dicho su nombre. Era la primera vez en cuatro años. Le sonaba extraño y sin embargo, era el nombre que mejor conocía.
¿Mejor? Georgia estuvo a punto de dejar escapar una carcajada. ¿En qué sentido lo conocía mejor? En todos, se dijo con dureza. ¿Cómo iba a olvidar el nombre, o a él? Jarrod. Jarrod Peter Maclean. El único hijo del tío Peter Maclean.
– ¿Georgia? -Lockie le tocó el hombro, sacándola de su estupor con un sobresalto.
– Sí. Vamos -dijo ella con suavidad, avanzando hacia el vestíbulo.
– Vamos -repitió Lockie, aliviado, abriendo la puerta al tiempo que una figura alta y corpulenta subía las escaleras de dos en dos.
– Hola, Lockie -saludó Jarrod con una sonrisa, sin darse cuenta de que Georgia estaba detrás de su hermano, como una estatua.
Georgia quiso moverse y enfrentarse a él, pero su cuerpo no respondió hasta que decidió hacerlo por su cuenta. Sus latidos se aceleraron, la sangre discurrió ardiendo por sus venas, sus manos ansiaron tocar a Jarrod, dibujar el perfil de su mentón, sentir la suavidad de su mejilla afeitada. Y sus labios quisieron probar una vez más los de él.
Con un esfuerzo sobrehumano, apartó de su mente aquellos pensamientos y miró a Jarrod a los ojos.
Sus ojos azules le devolvieron la mirada desde la penumbra, pero aun así, Georgia percibió en ellos un brillo de deseo tan intenso como el suyo, y, por un instante, se sintió invadida por la alegría.
– Hola, Georgia -dijo él, tranquilo-. Siento venir a esta hora, pero Lockie me ha dicho que estarías trabajando hasta tarde. No he logrado coincidir contigo en estos días.
– Es una suerte que hayas venido -Lockie intervino para romper la tensión que llenaba el ambiente-. ¿Puedes llevarnos a Oxley? Morgan acaba de llamarnos diciendo que quiere volver a casa.
– Claro -Jarrod apartó su mirada de Georgia y miró a Lockie-. ¿Qué ha pasado?
– Morgan siempre nos da problemas -comentó Lockie.
– Será mejor que nos pongamos en marcha. Le dije que estaríamos allí en media hora -Georgia dio un paso adelante-. Sólo si no es un inconveniente, J. Si no, podemos tomar un taxi.
– No es ningún problema -dijo él.
Estaban al pie de la escalera cuando Lockie se detuvo.
– Será mejor que deje una nota en la puerta por si Andy viene a traer la furgoneta antes de que volvamos. En seguida vengo -y los dejó solos.
Georgia siguió a Jarrod en silencio, por el sendero, hasta el coche.