Sean Quinn estaba arrellanado en su maltrecho Ford. Había encontrado aparcamiento justo bajo la calle de un edificio de tres plantas situado en uno de los barrios de moda de Cambridge y llevaba observando el portal casi dos horas.
Le habían encargado el caso de forma indirecta, a través de un colega al que había conocido una noche en un bar. Bert Hinshaw, detective privado de sesenta años, mujeriego y bebedor empedernido, había visto numerosos casos delirantes. Habían hablado durante horas, Sean tomando nota de la mayor experiencia de Bert y éste complacido por tener a alguien dispuesto a escuchar sus historias. A partir de ahí habían desarrollado un sentimiento de amistad y quedaban de vez en cuando para charlar.
Pero Berr había tenido que reducir el ritmo de trabajo por problemas de salud y había empezado a derivar algún caso hacia Sean. Éste se lo había pasado hacía dos semanas y su cliente era una mujer adinerada a la que un tal Eddie Perkins, también conocido como Edward Naughton Smyth, Eddie el Gusano y seis o siete apodos más, había seducido, convencido para que se casara con él y esquilmado buena parte de su fortuna.
Se trataba del caso más lucrativo que había tenido nunca con diferencia, mejor incluso que el del banco Intertel de hacía unos meses, Estaba ganando mucho dinero, con un fijo garantizado de casi cuatrocientos dólares diarios.
Eddie, conocido estafador y polígamo, había dejado una buena ristra de corazones partidos y cuentas bancarias vacías por todo el país. El FBI llevaba años detrás de él, Pero era Sean quien lo había localizado después de que la séptima mujer de Eddie oyera que se encontraba en Boston. Había contratado a Sean para dar con él y entregarlo luego al FBI, a fin de obtener una indemnización en un juicio posterior.
Sean miró la hora. Los sábados, Eddie no solía levantarse antes de las tres de la tarde. Y la noche anterior había sido larga. La había pasado con una de las cinco amigas con las que coqueteaba en esos momentos, una divorciada también rica. Sean había decidido que había llegado el momento de actuar y había llamado al FBI. El agente al mando le había asegurado que enviaría a dos hombres al piso en menos de una hora.
– Venga, venga -murmuró mientras miraba por el retrovisor en busca de un sedan sin matricula.
Le resultaba asombroso que un hombre como Eddie pudiera haber convencido a nueve mujeres inteligentes para que se casaran con él y le confiaran su dinero. En ese sentido, debía reconocer que era digno de admiración. Aunque Sean tampoco tenía problemas con las mujeres. Era un Quinn y, por alguna razón, los hermanos Quinn tenían un gen misterioso que los hacía irresistibles para el sexo opuesto. Pero, a diferencia de sus hermanos, él nunca se había sentido relajado hablando con una mujer. No se le ocurría nada ingenioso ni halagador, nada para entretenerlas… aparte de su talento en la cama.
Las cosas no habían cambiado mucho desde que era un niño. Brian seguía siendo el gemelo extravertido y él permanecía en segundo plano, observando, evaluando. Sus hermanos le tomaban el pelo con que era justo ese aire reservado lo que lo hacía irresistible a las mujeres. Cuanto menos interés mostraba, más fascinadas quedaban.
Pero Sean sabía lo que esas chicas querían en realidad: sexo del bueno y un futuro que no estaba preparado para ofrecerles. Advertía su deseo de atraparlo en el matrimonio, y siempre se escapaba antes de que le echaran el lazo. Se suponía que los Quinn no debían enamorarse. Y aunque para sus hermanos era demasiado tarde, Sean no tenía intención de cometer el mismo error que ellos.
Un sedán gris pasó despacio por delante y Sean se incorporó.
– Ya era hora -murmuró. Salió del coche y, segundos después, se le acercaron dos agentes con trajes negros y gafas de sol.
– ¿El señor Quinn? -preguntó uno de ellos-. Soy Randolph. Éste es Atkins. Del FBI.
– ¿Por qué habéis tardado tanto?, ¿habéis parado a comprar donuts? -murmuró Sean.
– Estábamos ocupados deteniendo a unos tipos malos de verdad -respondió con desdén Atkins.
– Si el caso no os interesa, creo que en Baltimore ofrecen una recompensa -Sean levantó las manos en un gesto de burla, como si se rindiera-. Puedo llamar y que lo encierren allí – añadió, sabedor de que el FBI preferiría detener a Eddie por su cuenta.
– ¿En qué apartamento está? -preguntó Atkins.
– Es un animal de costumbres. Los sábados se marcha a las tres en punto, se toma un capuchino en la cafetería de abajo, compra el Racing News en el kiosco y llama a su corredor de apuestas desde una cabina. Se compra algo, cena y sale a pasar la noche.
– ¿Cuánto tiempo llevas vigilando a este tipo?
– Dos semanas -Sean devolvió la mirada al portal del edificio. La puerta se abrió y no pudo evitar sonreír al ver salir a Eddie, a la hora en punto, con un abrigo a medida y unos pantalones perfectamente planchados. Aunque tenía cuarenta y pico años, se ocupaba de mantenerse en forma. Podía pasar sin problemas por un hombre diez años menor. Llevaba una maleta pequeña de cuero, dato significativo para un hombre como Eddie. ¿Pensaba marcharse?-. Es él.
– Son las dos y cincuenta y cinco. Supongo que no conoces a tu hombre tan bien como crees -dijo Atkins y echó a andar seguido por su compañero-. Nosotros lo detendremos. Tú quédate aquí.
– Ni hablar -dijo Sean-. Si intenta huir, quiero estar cerca para atraparlo.
Estaban a mitad de camino cuando Eddie los vio. Sean supo antes que los agentes que echaría a correr. Lo supo nada más enlazarse sus miradas. Lo cual le permitió aventajar a los agentes. No les había dado tiempo a gritar siquiera y Sean ya había arrancado tras Eddie. Le dio alcance a mitad de la manzana, le agarró la muñeca por la espalda y lo tiró al suelo.
Cuando Randolph y Atkins llegaron, Sean ya lo tenía totalmente inmovilizado. Atkins lo esposó y le puso de pie.
– Eddie -le dijo.
– Un momento, esperad -se resistió Eddie-. No podéis detenerme ahora.
– ¿Quieres que volvamos luego? -Randolph rió-. Vale, lo que tú digas. Es más, si te parece, nos llamas por teléfono cuando estés dispuesto a entregarte, ¿de acuerdo? -añadió justo antes de darle un empujón hacia el coche.
– ¡Hey, tú! -Eddie se giró hacia Sean-. ¡Ven!
Sean miró a los dos agentes, los cuales se encogieron de hombros.
– ¿Qué quieres? -preguntó.
– Tienes que sacarme de esta. Es muy importante -Eddie trató de meterse la mano en un bolsillo del pantalón, pero los agentes se lo impidieron. Atkins sacó un fajo de billetes-. Dale cincuenta; no, que sean cien.
– ¿Para? -preguntó Sean cuando el agente le hubo entregado dos billetes de cincuenta dólares.
– Quiero que vayas al 634 de la calle Milholme y le cuentes a Laurel Rand lo que ha pasado.
– Tienes derecho a una llamada -contestó Sean-. Llámala tú -añadió al tiempo que le devolvía el dinero.
– No, no puedo. Será demasiado tarde. Tienes que hacer esto por mí. Dile que lo siento de verdad. Dile que la quería de verdad.
Sean miró los billetes. Sabía que debía negarse, pero cada dólar que echaba al bolsillo suponía estar un dólar más cerca de conseguir un despacho de verdad y, quizá, hasta una secretaria en condiciones. Con cien dólares podría pagar la factura de la luz durante unos meses. ¿Por qué no emplear un rato en un encargo tan sencillo?
– Está bien. ¿Quieres que le diga que te han detenido? -preguntó y Eddie asintió con la cabeza-. ¿Quieres que le cuente por qué?
– Como quieras. Cuando se entere de la verdad, no querrá volver a verme. Pero dile que la quería de verdad. Que era la elegida.
– Por supuesto, Eddie -murmuró Atkins-. Estoy seguro de que eso se lo dices a todas. ¿Lo haces antes o después de limpiarles la cuenta corriente?
– Las he querido a todas -aseguró él-. Pero es como una compulsión. No puedo evitar pedirles matrimonio y ellas siempre aceptan. La culpa es de ellas, no mía.
– Andando -el agente Randolph le dio un tirón del brazo.
– Recuérdalo, me lo has prometido -gritó Eddie a Sean-. Confío en ti.
Los agentes introdujeron a Eddie en el asiento trasero del sedán y se marcharon calle abajo. Sean volvió a mirar el reloj. No tardaría más de media hora en dar el recado. Después, volvería al apartamento, prepararía una última factura y la enviaría por correo electrónico. La semana siguiente tendría el dinero ingresado y a la otra podría empezar a buscar un despacho pequeño. Todavía tenía que pensar en amueblarlo y en los gastos de promoción, por supuesto. Y necesitaría un teléfono, un contestador y un busca. Si quería que el negocio tuviese éxito, debía prepararse para el éxito… y comprarse un par de trajes y una corbata o dos quizá.
– A la calle Milholme -murmuró camino del coche-. Será divertido.
Estaba a sólo unos pocos kilómetros de la casa de Eddie. Sean guiñó los ojos contra el sol y se bajó las gafas de sol para leer los números por la ancha avenida. Pero al llegar a la dirección que Eddie le había indicado, descubrió que no había un apartamento o una tienda, sino una iglesia.
Detuvo el coche. Delante de la iglesia había una limusina aparcada con un cartel de «Recién Casados» detrás. -¿Qué demonios? De pronto, Sean lamentó haber aceptado el encargo de Eddie. Lo último que quería era decirle a una mujer que su pareja no se presentaría al banquete de boda.
Sean se fijó en varias mujeres desparejadas, paradas frente a la iglesia, vestidas con elegancia. Una de ellas tenía que ser Laurel Rand. Bajó del coche, echó una carrera y se dirigió a la primera mujer que encontró.
– Busco a Laurel Rand -dijo.
– Está dentro -contestó la guapa invitada. Sean asintió con la cabeza y entró sin vacilar. Cuanto antes se librara de aquel recado, antes podría volver al Pub de Quinn y celebrar el cierre exitoso del caso. Justo detrás de la puerta había una dama de honor con un ramillete en la mano.
– ¿Laurel Rand? -preguntó Sean.
– Bajando por ese pasillo -la mujer apuntó hacia la izquierda-. La última puerta a la derecha. ¿Eres el fotógrafo?
Sean frunció el ceño y echó a andar pasillo abajo. No estaba seguro de qué esperaba al llamar a la puerta. Pero cuando una mujer vestida de novia abrió, supo que aceptar el dinero de Eddie había sido un error colosal.
– ¿Laurel Rand?
– ¿Sí?
Sean tragó saliva al reconocerla. Era una de las mujeres que había visto con Eddie en las últimas semanas. Pero nunca se había fijado en lo bella que era. Parecía un ángel, tan pálida y perfecta, vestida de blanco. Tuvo que cerrar las manos en puño para no acariciarla. Llevaba el pelo, rubio y ondulado, recogido hacia atrás y cubierto por un velo.
– ¿Eres Laurel Rand? -repitió Sean, rezando para que ésta estuviera en algún lugar dentro de la habitación, quizá arreglando las flores o limpiando los zapatos de la novia.
– Sí, ¿eres el fotógrafo? Se suponía que tenías que llegar una hora antes de la boda -Laurel le estrechó la mano y lo hizo pasar a la habitación. Su piel cálida y suave le provocó una reacción prohibida-. Sólo tenemos media hora hasta el comienzo previsto de la ceremonia. ¿Dónde tienes la cámara?
– No… no soy el fotógrafo.
– ¿Quién eres?, ¿por qué me interrumpes? – preguntó entonces ella al tiempo que le soltaba la mano-. ¿Es que no ves que soy la novia? No deberías ponerme nerviosa, se supone que tengo que estar tranquila, ¿parezco tranquila?
Contuvo el impulso de agarrarle la mano de nuevo mientras le daba la noticia.
– Pareces… -Sean respiró profundo en busca de la palabra adecuada-. Estás preciosa. Radiante. Arrebatadora.
Para no sentirse a gusto hablando con las mujeres, le había salido con mucha facilidad.
– Gracias -dijo Laurel, esbozando una leve sonrisa.
Le entraron ganas de darse la vuelta y echar a correr para quedarse con el recuerdo de Laurel Rand cuando sonreía. Al diablo con Eddie. Pero, aun así, cierto instinto desconocido quería protegerla de la humillación.
– ¿Podemos hablar? -le preguntó justo antes de sujetarla por el codo, ansioso por tocarla de nuevo.
– ¿Hablar?
Sean cerró la puerta, luego la condujo con delicadeza hacia una silla por si le daba por desmayarse.
– ¿Con quién te vas a casar? La mujer lo miró unos segundos con expresión confundida.
– Con… con Edward Garland Wilson. Pero deberías saberlo si estás invitado a la boda -dijo y frunció el ceño-. ¿Te has colado?, ¿quién eres?
– Sólo otra pregunta -dijo Sean-. ¿Tu novio mide alrededor de metro ochenta y cinco, tiene pelo negro, gris por las sienes?
– Sí. ¿Eres un amigo de Edward?
– No exactamente. Pero me ha pedido que te dé un recado -contestó Sean.
– ¿Sí? -el rostro de la mujer se iluminó-. ¡Qué considerado! Pero podía haber venido en persona. Yo no creo en esas supersticiones tontas de que el novio no puede ver a la novia antes de la ceremonia. ¿Cuál es el recado?
Sean maldijo para sus adentros. ¿Por qué habría accedido? Debería haberse dado media vuelta y punto. No quería romperle el corazón a esa mujer. Y menos todavía quería verla llorar. Pero mucho se temía que no podría salir de la habitación sin que ambas cosas pasaran.
– Edward no va a venir a la boda -contestó.
Laurel miró al apuesto desconocido, incapaz de comprender lo que le decía.
– ¿Qué es esto?, ¿una broma estúpida?
– Me temo que no -respondió el hombre-. Eddie me dio cien dólares para que viniera a decírtelo en persona.
– No, no es posible. Tengo que casarme hoy. Los invitados, las damas de honor. He estado dos meses eligiendo la música. ¡No puede echarse atrás media hora antes de la boda! – dijo Laurel al borde de un ataque de nervios-. ¿Dónde está? Quiero hablar con él.
– No está aquí -el hombre la agarró, frenándola en su intento de salir a buscarlo-. Y no puedes hablar con él.
– ¿Por qué no?
– Porque está camino de la cárcel.
– ¿Quién eres? -preguntó entonces Laurel, mirándolo a los ojos-. ¿Por qué estás aquí?
– Ya te lo he dicho. Me manda Eddie. Me llamo Sean Quinn, soy detective privado. Y… he sido yo el que lo ha mandado a la cárcel.
– ¿A la cárcel?, ¿has metido a Eddie en la cárcel?
Quizá fuera la tensión de los últimos meses, organizar la boda, asegurarse de que todo fuera a salir perfecto, encontrar por fin a un hombre adecuado que quisiera casarse con ella. No esperaba una boda de cuento de hadas, pero tampoco una pesadilla. En cualquier caso, lo último que imaginaba era que reaccionaría pegándole un puñetazo en el estómago a Sean Quinn. El golpe lo pilló desprevenido y lo dejó sin respiración durante unos segundos. Se limitó a mirarla asombrado. Después recuperó el aliento.
– Buen golpe. Supongo que me lo merezco -Sean carraspeó-. Aunque esperaba que te echaras a llorar, no un derechazo… En fin, creo que después de que le explique la situación quizá se sienta mejor.
– Lo único que me hará sentir mejor es que te esfumes ahora mismo y aparezca Eddie en tu lugar -replicó ella.
– Lo siento, pero eso no va a pasar. Tu prometido no es quien aparenta ser. Su verdadero nombre es Eddie Perkins. Es un estafador y está buscado en ocho estados.
– Tiene que tratarse de un error. Edward proviene de una familia muy buena. Se dedican a inversiones bursátiles. Me presentó a sus padres.
– Serían actores contratados -contestó Sean-. Es su modus operandi, según el expediente. Es muy bueno en lo que hace. No deberías sentirte estúpida por que te haya engañado.
– ¿Estúpida? -repitió Laurel a punto de pegarle otro puñetazo-. ¿Te parece que soy estúpida?
– No, no, en absoluto. Creo que eres…
– ¿Ingenua?
– Ya te lo he dicho -Sean negó con la cabeza, tragó saliva-. Eres preciosa.
Cuando la miró a los ojos, Laurel no pudo respirar. Tenía unos ojos increíbles, una extraña mezcla de verde y dorado, una mirada intrigante a la vez que directa y franca. Hasta ese momento, no se había molestado en fijarse bien en él. Al fin y al cabo, era el día de su boda. Se suponía que debía tener la cabeza puesta en su novio.
Sintió una tremenda frustración y estuvo a punto de ponerse a gritar. Las cosas no estaban saliendo como se suponía. No tenía por qué ser el día más romántico de su vida, pero al menos sí que debía representar un punto de inflexión. A partir de ese día, se suponía que debía tomar las riendas de su vida.
– Con lo bien que iba todo… -Laurel se acercó a la ventana y dejó que la vista se perdiera en algún punto del patio exterior. ¿Cómo podía haberse torcido todo?-. No puedo creer que esto esté pasando.
– Lo siento -Sean le puso una mano encima del hombro-. No… no pretendía estropearte un día tan especial.
De repente, se sintió exhausta. Laurel se dio la vuelta hacia Sean.
– No pasa nada, no es culpa tuya -dijo al tiempo que se le escapaba una lágrima.
– No llores -murmuró Sean mientras le acariciaba los brazos, como para consolarla.
Pero nada más sentir las manos del desconocido a su alrededor, Laurel se olvidó de Edward y de la boda, sorprendida por la amabilidad, la fuerza… y el torso espectacular de Sean.
Respiró hondo y dio un paso atrás. Si tenía alguna duda sobre la hondura de sus sentimientos por Edward, ya se le había resuelto. Nunca lo había querido. No hacía ni diez minutos que había salido de su vida y ya estaba en brazos de otro hombre.
Laurel retrocedió con disimulo unos pasos más, como si quisiera observar a Sean Quinn desde una distancia más prudente. Sus ojos no eran el único rasgo atractivo. Tenía el pelo negro, y un poco largo. Era guapo, pero tenía algo, cierto aire indiferente que lo hacía parecer distante, intocable.
– ¿Por qué lo han detenido? -preguntó entonces Laurel.
– Eh… -Sean carraspeo-. Por polígamo.
– ¿Polígamo? -repitió sorprendida Laurel-. ¿Ya estaba casado?
– Nueve veces. Tú habrías sido la mujer número diez.
Laurel sintió que las mejillas le ardían de humillación.
– Supongo que me lo merezco -dijo y esbozó una sonrisa tímida-. Debería haber sospechado que pasaba algo. Quería presentarle a mis amigos, pero siempre tenía alguna excusa, alguna reunión de negocios inaplazable. Y cuando le pregunté por su familia, cambió de tema. Y anoche no pudo ir al ensayo general de la boda. Dijo que tenía una reunión.
– Estaba con otra mujer -dijo Sean-. Pero si te hace sentirte mejor, dijo que te quería de verdad.
Laurel soltó una risotada. La quería. Era demasiado práctica para creer en el amor. Edward y ella eran compatibles, había creído que venía de una buena familia y había decidido aceptar su propuesta cuando le había pedido que se casaran. Encajaba en sus planes. Se casaría con Edward, adquiriría el fideicomiso administrado por su tío y haría realidad todos sus sueños. Pero todo se había venido abajo. ¿O no?
– Dime una cosa, ¿estás casado? -preguntó de pronto Laurel.
– No.
– ¿Tienes novia o prometida?
Sean negó con la cabeza y frunció el ceño con inquietud.
– Será mejor que me vaya. Tienes un montón de cosas que hacer. Supongo que no podrás devolver el vestido de novia, pero puede que los invitados dejen que te quedes con los regalos… cuando sepan que no ha sido culpa tuya.
– ¿De qué talla es tu chaqueta? -Laurel se dio la vuelta y agarró una percha que colgaba del pomo de un armario con espejo-. Creo que es la tuya. Aunque no habrá tanta suerte con los pies. Los de Edward eran realmente grandes.
– Ni hablar. No pienso vestirme para decirles a tus invitados que la boda se suspende – atajó Sean-. Ya he hecho lo que tenía que hacer. Me voy.
– No quiero que les digas nada a los invitados -dijo ella-. Pienso casarme esta tarde.
– Eddie está en la cárcel. No creo que lo dejen salir -respondió Sean.
– No, con Edward no. Voy a casarme contigo -afirmó Laurel. Sobrevino un silencio ensordecedor. Esperó. Observó cómo se le abría la boca a Sean. Tal vez se hubiera precipitado, pero estaba desesperada-. Antes de que digas que no, quiero que escuches mi oferta.
– Ni hablar -Sean levantó las manos para frenarla-. No pienso encontrarme contigo en el altar. Ni contigo ni con ninguna mujer.
– Y yo no tengo intención de cancelar la boda. Desde mi punto de vista, la culpa de todo la tienes tú. Tú eres quien ha detenido a Edward…
– ¡Era polígamo! -exclamó Sean-. Estaba infringiendo la ley. Deberías estarme agradecido.
– Lo estaría si no hubiera tanto en juego en esta boda. Hay invitados, regalos, un banquete. Sería muy violento -dijo Laurel cada vez con menos convencimiento. Se sentía un poco culpable por manipularlo, pero era verdad que la boda era importante. Una vez se casara, podría disponer de su herencia. Entonces podría alquilar un edificio. Ya lo tenía todo elegido, con fachada de ladrillos, techos altos y mucha luz.
Se le había ocurrido la idea hacía varios años, al empezar a impartir clases de música en Dorchester. Después de licenciarse, había ido de un trabajo a otro, tratando de encontrar su lugar en el mundo. Se había enrolado en el Cuerpo de Paz y,a los cuatro meses, había tenido que darse de baja por un caso crónico de disentería, Un par de meses después, había aceptado un puesto como profesora de danza en un crucero. Pero no había sido capaz de soportar los mareos. Y su carrera como azafata había terminado al descubrir que le daba pánico volar.
Pero esa vez había descubierto algo que de veras podía dársele bien. Había un montón de actividades extraescolares para niños interesados en aprender idiomas o hacer deporte, pero muy pocos centros para niños con talento artístico. Así que había decidido que, cuando pudiera disfrutar de los cinco millones de dólares del fideicomiso, abriría un centro para enseñar teatro, danza, música y, tal vez, hasta pintura. Lo llamaría Centro Artístico Louise Carpenter Rand, en honor a su madre, de la que había heredado su amor a las artes.
Si su tío Sinclair no hubiese sido tan avaro, no habría tenido que llegar a tal extremo. Pero controlaba el fideicomiso y lo repartía según le parecía conveniente. Lo habían nombrado administrador tras la muerte de sus padres y él fijaba las condiciones. Aunque recibía una cantidad mensual, tendría que casarse antes de los veintiséis años si quería heredar los cinco millones que le correspondían. Si seguía soltera, tendría que esperar a los treinta y un años para conseguir el dinero.
Era un machista. Para Sinclair Rand, ninguna mujer podía manejar tanto dinero sin un hombre que la supervisara. Le daba igual con quién se casara, ni siquiera se había molestado en conocer a Edward. Mientras su marido tuviera pene, el tío Sinclair daba por sentado que tendría cerebro suficiente para llevar sus finanzas, y con eso le bastaba. Tío Sinclair aseguraba que sólo seguía los deseos del padre de Laurel, Stewart Rand, pero ella sabía que sus padres la habrían apoyado en aquel proyecto.
– Dices que eres detective privado. Supongo que cobrarás en función del tiempo que necesites para resolver un caso -dijo por fin Laurel-. Estoy dispuesta a darte diez mil dólares si te pones el esmoquin y vas al altar conmigo.
– ¿Diez mil dólares?, ¿estás loca?
– No te estoy pidiendo que te cases conmigo. Sería ilegal. No tenemos licencia de matrimonio. Sólo te pido que me acompañes durante la ceremonia -Laurel hizo una pausa-. Y el banquete. Nada más tienes que hacerte pasar por Edward. Tómatelo como un reto interpretativo. Y una vez que subamos a la limusina, rumbo a nuestra luna de miel, se acabó. Fin del juego.
Sería una forma de comprar tiempo, pensó Laurel. Antes o después, su tío tendría que ver que su empeño en que se casara carecía de toda lógica. Al fin y al cabo, había estado a punto de contraer matrimonio con un delincuente por intentar obedecerlo. Comparado con eso, fingir casarse con un apuesto detective privado no era tan grave. Cuando su tío comprendiera hasta dónde estaba dispuesta a llegar por conseguir su sueño, tendría que ceder.
– ¿Todo esto por evitar una situación embarazosa? -preguntó Sean con desconfianza.
– Sí -mintió ella. Tampoco tenía por qué contarle la verdad, ¿no? Después de todo, le pagaría una suma considerable por sus servicios.
– No estoy seguro de si me fío de ti -dijo Sean tras mirarla unos segundos a los ojos.
Laurel sintió un escalofrío por la espalda. Había planeado pasar una luna de miel maravillosa en Hawai y estuvo tentada de incluir el viaje como parte del acuerdo. Con otros diez mil dólares, quizá pudiera cubrir una semana retozando en una playa apartada. De pronto se imaginó a Sean Quinn sin camisa, con la piel bronceada por el sol. Luego lo vio meterse en el mar, desnudo entre las olas, con el agua brillante sobre su…
Maldijo para sus adentros. Era absurdo. Había estado a punto de casarse con otro hombre y, de repente, no podía dejar de fantasear con un tipo al que apenas conocía.
– No te pago para que confíes en mí. Te pago para que te cases conmigo. Si eso te hace sentir mejor, lo pondré todo por escrito.
Sean pensó en la oferta unos segundos antes de suspirar.
– Está bien, supongo que puedo echarte un cable. Me vendrá bien el dinero.
Laurel se lanzó a sus brazos, incapaz de contener la alegría y el alivio. Pero cuando sintió las manos de Sean sobre su cintura, se sorprendió preguntándose qué sentiría besando a Sean Quinn.
– Voy… a poner por escrito el acuerdo mientras te preparas -dijo camino de la puerta. Antes de abrirla, se giró hacia él-. No te vas a echar atrás, ¿verdad?
Sean agarró el esmoquin y lo miró con atención.
– ¿Con el golpe de derecha que tienes? No se me ocurriría volver a causar tu enfado.
La puerta se cerró con suavidad. Sean exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.
– ¿Se puede saber qué estoy haciendo? Debo de estar loco -murmuró. Miró hacia la ventana y se preguntó si podría abrirla y escaparse antes de que Laurel volviese.
Había empezado el día con grandes expectativas. Cerraría un caso importante, atraparía a un delincuente y cobraría sus honorarios. Pero había cometido un error al acceder a hacerle un favor al delincuente y las cosas se habían complicado. No debería haberse sentido tentado por los cien dólares de Eddie. La codicia lo había conducido a donde estaba.
Recordó entonces la historia de Ronan Quinn, cómo el lobo había estado a punto de matarlo por ser demasiado avaricioso. Y allí estaba él, ante la oportunidad de ganarse diez mil bellotas por hacerse pasar por Edward Garland Wilson.
Le llevaría un total de diez horas de trabajo, a razón de mil dólares la hora. Tendría que ser tonto para rechazar la oferta. Además, ¿qué tenía que perder? Esa noche no tenía más planes que tomarse unas cervezas en el Pub de Quinn, volver a casa y preparar la factura. Y Laurel Rand tenía razón, no había firmado ninguna licencia de matrimonio, de modo que el acto no quedaría registrado en ningún libro. Sólo sería una farsa para los invitados.
Sean miró la etiqueta del esmoquin, de un diseñador prestigioso. Parecía que le estaría un poco ajustado, al igual que los pantalones, pero al menos no se ahogaría con el cuello de la camisa.
Desde luego, aquello no tenía nada que ver con su idea del matrimonio. Claro que tampoco había pensado en ser el protagonista de una boda. Al igual que sus hermanos, Sean había crecido con las historias de los Increíbles Quinn. Pero él era el único de los seis que no había caído en las redes de una mujer,
Sin embargo, una parte de él envidiaba a sus cinco hermanos… y hasta a su hermana pequeña, Keely. Todos habían encontrado algo que él jamás había experimentado. Sí, por supuesto que había conocido a muchas mujeres. Pero ninguna se había acercado a rozarle siquiera el corazón, un corazón que había protegido a lo largo de los años.
Tal vez no se hubiera mostrado tan contrario al matrimonio de haber tenido un modelo decente que seguir. Su padre había sido un ejemplo espantoso. Y su madre… Sean hizo una pausa. Siempre la había tenido por un ángel, por una madre perfecta. Pero su opinión había cambiado un día, poco después de cumplir catorce años, al descubrir la verdad sobre el matrimonio de sus padres.
Sacudió la cabeza. Las imperfecciones de su padre y las infidelidades de su madre formaban parte del pasado. Entonces, ¿por qué no conseguía olvidarlas? Un psiquiatra diría que tenía dificultad para confiar en las personas, pero Sean no creía en todas esas bobadas. Él era como era y no tenía sentido analizarlo. Tenía que vivir con ello y punto.
Respiró profundo, se quitó su chaqueta y la dejó sobre el respaldo de una silla. Luego se quedó en calzoncillos y se puso los delicados pantalones negros. Acababa de terminar de subirse la cremallera cuando la puerta se abrió.
Laurel Rand entró y cerró la puerta deprisa.
Se giró hacia él. Por un momento, se quedó helada, mirándolo en silencio, con la vista clavada en su torso desnudo, para subir después hacia la cara. Sus ojos se enlazaron y, una vez más, Sean se quedó impactado por lo bonita que era. Pero en seguida se obligó a mirarla de un modo racional. Acababa de saber que su novio no iba a presentarse a la boda y parecía haber aceptado la noticia sin volverse histérica.
Sean se pasó la mano por el abdomen, justo donde le había pegado el puñetazo. El instinto le decía que no debía fiarse de Laurel Rand, pero era demasiado dinero para dejarlo pasar. No todos los días tenía la oportunidad de ganar diez de los grandes.
– Sí, voy a hacerlo.
Laurel esbozó una sonrisa delicada. Era ciertamente hermosa, pensó Sean; sobre todo, cuando sonreía. Podía ser que a alguien le pareciera que tenía una boca demasiado ancha o los pómulos demasiado marcados. Por separado, sus rasgos no eran tan bellos. Pero en conjunto resultaban de una belleza arrebatadora.
– Lo he puesto por escrito -dijo Laurel después de acercarse despacio a él y entregarle un papel doblado-. Y te he extendido un cheque. Con la fecha de pasado mañana.
Sean agarró el papel y el cheque y los guardó en el bolsillo del esmoquin.
– Gracias.
– ¿No vas a leerlo? -preguntó ella.
– Confío en ti -Sean se encogió de hombros. Luego miró los ojales de la camisa-. No hay botones.
– Hay gemelos -Laurel metió la mano en un bolsillo del pantalón y agarró un paquetito-. Ten.
Quiso sacar un gemelo, pero le temblaban los dedos de los nervios. Se le cayó al suelo y rodó bajo la silla.
– Nunca se me han dado bien estas cosas.
– Déjame -dijo Laurel, quitándole el gemelo de los dedos.
Se quedó quieto delante de ella, con la camisa abierta. Cuando lo rozó con los dedos, sintió un chispazo en el cuerpo. Sean contuvo la respiración mientras le ponía los gemelos, tratando de no imaginar que Laurel le quitaba la camisa y posaba los labios sobre su torso.
– ¿Son de tu talla? -la oyó preguntar de pronto.
Sean siguió la mirada de Laurel hasta el suelo, agarró el zapato el izquierdo y se lo calzó.
– Valdrán -contestó a pesar de que debían de quedarle grandes.
– No -Laurel se metió la mano en el escote del vestido y sacó unos pañuelos de papel-. Toma, póntelos en los zapatos. Total, no me hace falta el escote.
Sean contuvo una risotada. Su sinceridad resultaba conmovedora.
– ¿No estás nerviosa?
– ¿Por qué iba a estarlo?
– ¿No se supone que las novias están nerviosas?
– No voy a casarme -contestó Laurel-. Gracias a ti.
Sean notó un ligero reproche en su voz y lamentó haber sido el desencadenante de aquella situación apurada.
– Lo siento. Aunque creo que es mejor para ti -dijo-. ¿Lo querías mucho?
Ella puso la mano sobre su torso y fijó la mirada en brillo rosa de las uñas.
– Está claro que no lo conocía -contestó resignada. Luego se obligó a sonreír-. Supongo que deberíamos hablar de lo que va a pasar. Ya habrás ido a otras bodas, ¿no?
– A unas cuantas últimamente -dijo Sean, pensando en sus hermanos.
– Bien, entonces sabes cómo va todo. Irás hasta el altar y me esperarás.
– ¿Tengo padrino?
– No, Edward me llamó anoche para decirme que su hermano, Lawrence, no iba a poder al final. Tenía una urgencia familiar, no sé qué de su mujer embarazada. Claro que quizá fuera todo mentira. Quizá ni siquiera tenga hermanos -Laurel le acercó la chaqueta del esmoquin-. Será una ceremonia sencilla. Sólo tienes que oír al sacerdote y repetir todo lo que diga.
– Me veo capaz -Sean se dio la vuelta y Laurel le alisó los hombros de la chaqueta.
– Tengo que ir por el ramillete y hablar con el fotógrafo -dijo entonces-. Bueno, te veo en el altar.
– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? – le preguntó Sean tras darse la vuelta.
Laurel asintió con la cabeza y echó a andar hacia la puerta. Pero se detuvo antes de abrirla.
– Otra cosa: ¿puedes hacer como si fuese el día más feliz de tu vida?
– Puedo intentarlo.
Laurel salió de la habitación. Sean se agachó por los zapatos y metió unos pañuelos en los dos. Se puso los calcetines antes de calzarse. Quería que la boda saliera bien. No estaba seguro de por qué. Lo único que sabía era que Laurel estaba en apuros y le había pedido ayuda.
Y tenía algo que lo atraía. No necesitaba medir cada palabra que le decía. Ella había sido totalmente sincera, confesándole lo que necesitaba y cómo se sentía. Le molestaban los jueguecitos habituales entre hombres y mujeres, las miradas insinuantes, los acercamientos y las retiradas que conducían al dormitorio. A sus hermanos se les daba bien, pero él tenía la sensación de que había faltado a clase ese día.
Laurel Rand no jugaba. Cuando la había informado de que había metido a Eddie en la cárcel, le había contestado con un puñetazo. Cuando se había dado cuenta de que necesitaba ayuda, se había limitado a ofrecerle dinero a cambio. No había intentado manipularlo para hacer algo que él no quisiera. Una mujer así era digna de admiración.
Terminó de atarse los zapatos y se dispuso a enfrentarse a la pajarita, pero no conseguía que le quedara recta. Al quinto intento se conformó. Se pasó los dedos por el pelo enmarañado y se miró al espejo. No tenía tan mala pinta.
– Para mí que es el día más raro de mi vida -murmuró antes de darse media vuelta hacia la puerta.
Bajó por un pasillo lateral. Vio a Laurel a lo lejos, de pie a la entrada de la iglesia. Ésta se giró y sus ojos se encontraron un instante. Ella esbozó una sonrisa insegura y él le devolvió un saludo discreto con la mano. Se paró y se giró para que le diera el visto bueno a su aspecto. Laurel rió y sus tres damas de honor se giraron para mirarlo. Sean avanzó hasta el final del pasillo, donde se encontró con el sacerdote.
– Bueno, ya casi estamos -dijo este-. ¿Preparado?
– Supongo -murmuró Sean.
– Sé que no pudiste venir al ensayo general, pero será una ceremonia muy sencilla. Sólo tenéis que estar atentos a lo que os diga. Yo os guiaré… ¿Estás seguro?
– ¿De?
– El matrimonio es para toda la vida, hijo – dijo el sacerdote-. Si no estás preparado, es mejor no seguir adelante.
– Estoy preparado -aseguró Sean.
– Entonces vamos -dijo el sacerdote. Se dirigió al altar y Sean no tuvo más remedio que seguirlo. No sabía qué pecado acababa de cometer al mentir a un sacerdote, pero debía de ser muy grave-. Tienes que esperar a la novia aquí. Luego le das la mano y subís esos tres escalones -le susurró luego el sacerdote.
– Perfecto.
Darle la mano y subir los escalones, se repitió para sus adentros. Aunque no había motivos para estar nervioso, lo estaba. No quería meter la pata. La boda parecía muy importante para Laurel.
De pronto, el órgano sonó en toda la iglesia y las puertas se abrieron. Lentamente, las damas de honor, con vestidos verdes claro, echaron a andar por el pasillo central. Después apareció Laurel. Aunque el velo ocultaba sus facciones, Sean no había visto nunca una mujer tan preciosa. Por un momento, se preguntó si sería así como se sentiría un novio auténtico. Pero luego se recordó que los siguientes quince o veinte minutos no significaban nada. Todo era una farsa.
Cuando Laurel llegó a su altura, le tomó la mano y la puso en el pliegue del codo. Después subieron los tres escalones juntos. La ceremonia transcurrió sin mayores sobresaltos. Sean miró al frente hasta el momento de ponerse los anillos. Le sostuvo la mano mientras le introducía el anillo en el dedo y le sorprendió cómo le tembló la mano a Laurel cuando ésta le puso el suyo. Aun así, no se atrevió a mirarla a los ojos.
Cuando el sacerdote los declaró por fin marido y mujer, Sean exhaló un suspiro de alivio. No había sido tan difícil. Pero la siguiente frase hizo que el corazón le diera un vuelco:
– Puede besar a la novia.
– ¿Qué? -Sean miró al sacerdote.
– Levántale el velo y bésala -susurró él. Sean pidió permiso a Laurel con la mirada. A través del velo, la vio sonreír.
– Bésame -murmuró-. Y más vale que lo hagas bien.
No se hizo rogar. Agarró el borde inferior del velo y lo puso sobre su cabeza. Con delicadeza, tomó su cara entre las manos y la miró al fondo de los ojos. Luego, despacio, posó la boca sobre la de ella. Sólo había pensado rozarlos unos segundos, para que disfrutaran los invitados. Pero después de sentir sus labios no parecía capaz de poner fin al beso.
Perdió la perspectiva por completo; se olvidó de los invitados que los miraban y del sacerdote. Sean centró toda su atención en la dulzura de su boca, en el modo en que sus labios se separaron tímidamente y el gemido delicado que escapó de su garganta cuando sus lenguas se enlazaron. No pudo decir cuánto duró, sólo que cuando por fin se apartó, los invitados rompieron a aplaudir.
– ¿Qué tal lo he hecho? -murmuró él, todavía a escasos centímetros de su boca.
– Bi… bien -dijo Laurel con voz trémula. Luego el órgano empezó a sonar y Sean se dio la vuelta y le ofreció el brazo. Mientras echaban a andar por el pasillo, la miró de reojo y vio la misma expresión de asombro que había visto en su rostro cuando había abierto los ojos al terminar el beso.
Sean tenía la impresión de que había disfrutado del momento tanto como él. Bueno, iba a pagarle diez mil dólares, pero al menos se quedaría satisfecha. Y si quería más, estaría encantado de ofrecérselo.