Laurel se quitó el pelo de los ojos y bajó las escaleras siguiendo el olor del café. Dado que Alistair estaba en Nueva York con Sinclair, Sean debía de haber madrugado o, al menos, haberse levantado antes de las diez, hora a la que había conseguido salir de la cama.
Se había pasado la noche en vela, incapaz de dormir o dejar de pensar en Sean. Se preguntaba si él habría logrado conciliar el sueño o si también lo habría perseguido el recuerdo de la noche que habían pasado juntos. Le parecía tan tonto dormir solos con la pasión que habían compartido hacía sólo veinticuatro horas…
Después de la conversación de la cena, se había sentido más próxima a Sean que nunca. Para ella, la relación había dejado de ser una cuestión de negocios exclusivamente. Pero, ¿qué sentía Sean?, ¿cómo reaccionaría si de pronto decidía no pagarle? Le había prometido veinte mil dólares al finalizar el mes; pero, ¿se quedaría si le dijese que no se sentía bien pagándole? ¿Sobrevivirían sus sentimientos hacia ella al final de aquel falso matrimonio?
Laurel suspiró y se paró a mirarse en un espejo alto. Lo que había empezado como un simple plan había terminado cambiándole la vida de arriba abajo. Pues el hombre al que había contratado para hacerse pasar por su marido se había convenido en alguien mucho más importante. Enamorarse de Sean Quinn no había formado parte del plan.
Tras convencerse de que no podía tener mucho mejor aspecto tras haber pasado la noche en blanco, empujó la puerta de la cocina y se quedó helada al ver a una bella mujer charlando de pie junto a Sean con una taza de café en una mano. Llevaba un vestido de verano muy favorecedor que se ceñía a su esbelta figura.
– Buenos días -saludó sonriente Sean. Se acercó sonriente a Laurel, le agarró un brazo y la condujo hacia la desconocida.
– Hola -dijo Laurel.
– Hola, soy Amy Quinn, cuñada de Sean – se presentó ésta-. Tú debes de ser Laurel,
El ligero aguijonazo de celos que había sentido instantes antes desapareció mientras le estrechaba la mano a la mujer.
– Encantada -dijo justo antes de mirar a Sean-. ¿Has venido a visitarlo?
– Ha venido a verte a ti -dijo él-. Le he pedido que se acercara.
La respuesta la pilló desprevenida. ¿Por qué quería Sean que un miembro de su familia hablase con ella? Aunque había conocido a Seamus. Sean no había parecido interesado en presentarle al resto de la familia.
– He venido a hablarte de tu plan -explicó Amy.
– ¿Le has contado lo de nuestro plan? -preguntó Laurel asombrada-. ¿Le has contado lo de Eddie?, ¿lo de…?
– ¿Quién es Eddie? -preguntó Amy.
– Ése es otro plan -Sean se dirigió a Laurel-. No le he dicho nada de ese plan. Me refiero al del centro artístico. Amy dirige una fundación benéfica. Concede subvenciones para sacar adelante proyectos como el tuyo.
– Las concede la junta directiva -dijo Amy.
– Pero yo no… -Laurel no sabía qué decir.
– Tú cuéntale lo que quieres hacer -insistió Sean mientras le acercaba una taza de café-. He llevado unos donuts a la terraza. ¿Por qué no salís y charláis un rato?
En vista de que no tenía otra opción, Laurel asintió con la cabeza. Amy Quinn parecía una persona agradable. Y si Sean creía que podía ofrecerle algo, lo menos que podía hacer era escucharla.
– Tengo entendido que Sean y tú os casasteis el fin de semana pasado -comentó Amy mientras caminaban hacia la terraza.
– ¿Te lo ha contado?
– No, me he enterado por los cotillas Quinn.
– En realidad no estamos casados -dijo Laurel-. Sólo hacemos como si lo estuviéramos. Es una historia muy larga.
– Pues es una pena. Lo del matrimonio, quiero decir. Porque parece tenerte mucho aprecio. Nunca lo había visto tan… embelesado por una mujer.
– Es un hombre muy especial -dijo Laurel después de tomar asiento las dos.
– Que se merece una mujer especial -contestó sonriente Amy tras agarrar un donut.
– Sean me ha contado que tiene cinco hermanos -continuó Laurel-. Pero no sé mucho de ellos. Es hombre de pocas palabras.
– Es alto, moreno, guapo y muy callado – resumió Amy-. He de decir que nunca lo había oído decir tantas frases seguidas como en la conversación de antes de que llegaras. No sé qué le has hecho, pero está surtiendo resultado.
– ¿Los hermanos están unidos?
– Mucho. Los cinco hermanos y Keely viven en Boston. Están todos casados o prometidos. Yo soy la mujer de Brendan, el tercer hermano. Sean es… nunca recuerdo si es el cuarto o el quinto. Creo que Brian salió primero.
– ¿Salió?
Amy dio un sorbo de café y sacó del bolso un recorte de periódico.
– Sean tiene un hermano gemelo, Brian. Trabaja como periodista en el Globe. Antes estaba en las noticias de la tele. Algunos dicen que son clavados, aunque yo no los veo tan parecidos.
Laurel tragó saliva. Sean no le había contado que tuviera un hermano gemelo. ¿No era la clase de información que se compartía con la mujer a la que…? Se frenó antes de terminar de dar forma al pensamiento. Sean no la quería. Para él, no era más que una mujer con la que se había acostado. Sin compromisos. De hecho, cuanta menos información diera, mejor.
– Pero vamos al grano -sugirió Amy-. Dirijo la Fundación Aldrich Sloane.
– ¿Eres Amy Aldrich Sloane? -exclamó Laurel-. Ibas dos cursos por delante de mí en el instituto. Probablemente no te acuerdes de mí, pero yo sí te recuerdo. Solías ponerte ropa de cuero negro con el uniforme. Y tenías un mechón rosa en el pelo.
– Yo también te recuerdo -dijo Amy con alegría-. Laurie Rand. Dios mío, no me había dado cuenta de que fueras tú.
Laurel no había tenido muchas amigas en el instituto. Después de morir su madre, se había vuelto retraída. Seguramente, Amy recordaba más de lo que decía. Porque Laurel Rand era la chica que se sentaba sola en el comedor, la chica que prefería la biblioteca a charlar con la pandilla, la chica que parecía perdida entre los compañeros. Aunque las dos procedían de familias acomodadas, la fortuna de los Aldrich Sloane era mucho mayor que la de los Rand. Laurel tenía dinero para llevar a cabo una buena obra, pero la familia de Amy tenía muchos más recursos.
– Tengo un fideicomiso -arrancó Laurel-. Se suponía que tenía que recibir mi dinero al cumplir los veintiséis.
– A mí me pasaba igual -Amy asintió con la cabeza-. Nunca entendí qué tenían de especial los veintiséis años. Aunque me alegro de haber tenido que esperar. Si me hubieran dado el dinero antes, me lo habría gastado.
– También me piden que esté casada. Si no, tendré que esperar a los treinta y un años y será demasiado tarde.
– ¿Para?
– Tengo… un proyecto. Quiero abrir un centro de actividades extraescolares en Dorchester, cerca de donde daba clases -arrancó Laurel. A medida que fue hablando de su plan, el sueño parecía ir cobrando realidad. Podía imaginarse el centro en un plazo de dos años, lleno de niños en busca de ese talento que los distinguiese e hiciera sentirse especial. Desde la muerte de su madre, eran tantos los días en que se había sentido triste y en los que habría bastado un estímulo de ese tipo para alegrarse… Quería ofrecerles esa oportunidad a los demás, darles alas-. Se impartirían clases de música, ballet, teatro y pintura. Y habría un salón de actos para interpretar obras y una galería donde exponer los dibujos de los chicos. Ya le he echado el ojo a un edificio de Dorchester y creo que sería perfecto. Tiene una parada de autobús al lado y…
– ¿Cuánto tienes? -preguntó Amy.
– Ahora mismo nada. Pero debería poder disponer de cinco millones pronto.
– Con ese capital de base, puedes obtener unos trescientos mil dólares de intereses al año, si inviertes bien y la economía está en alza. Con eso podrías pagar las facturas, tu sueldo y el de los profesores. Pero todavía tendrás que hacer frente a muchos gastos. Cinco millones parecen mucho, pero no lo son.
Laurel sintió que el corazón se le caía al suelo. Si Amy Quinn no veía viable el proyecto, quizá nunca pudiera cumplir sus sueños.
– Lo puedo sacar adelante. Estoy segura. Quiero darles esa oportunidad a los niños y…
– La idea es estupenda -interrumpió Amy-. Sólo digo que quizá deberías intentar solicitar alguna subvención. De ese modo, podrías utilizar tu dinero para gastos imprevistos. Nosotros podemos financiarte el proyecto. Necesitarías presentar un esquema, un presupuesto y tu currículo. Pero es probable que pudiéramos darte lo suficiente para poner el centro en marcha. Aparte, conozco a algunas personas que podrían ayudarte a solicitar otras ayudas. Hay muchas más fundaciones que podrían estar interesadas en una causa como ésta.
– No es posible, no puede ser tan fácil – dijo Laurel.
– Fácil no es, pero pareces entusiasmada con el proyecto y eso es lo más importante – Amy miró sobre el hombro de Laurel, la cual se giró y vio a Sean dentro dando vueltas de un lado a otro. Amy le hizo un gesto con la mano y luego le entregó una tarjeta a Laurel-. Llámame para fijar una entrevista. Te apoyaré en tu propuesta. Y si la junta directiva la aprueba, podrás ponerte manos a la obra… En fin, espero que todo te vaya bien, Laurel. Y no sólo con el proyecto, sino con Sean. Estaría bien que la maldición de los Quinn se cobrase la última víctima -añadió mientras se ponía de pie.
– ¿La maldición de los Quinn?, ¿qué es eso?
– Es una historia muy larga. Convence a Sean para que te la cuente -Amy rió y, en vez de darle la mano, se despidió con un abrazo. Luego le dio un beso en la mejilla a Sean-. Sé dónde está la puerta. Y no seas tan tuyo, lleva a Laurel al pub algún día. Todos están deseando conocerla.
Sean salió a la terraza, donde Laurel se había quedado de pie. Estaba emocionada, no sabía qué decir. Con una simple llamada, Sean había hecho realidad su sueño. Con trabajo y decisión, podría abrir el centro sin necesidad del dinero del fideicomiso ni la aprobación de su tío.
– Gracias -dijo por fin, no sabiendo si llorar o reír-. Muchas gracias.
– ¿Ha ido bien?, ¿le ha gustado tu idea?
– ¡Sí! -Laurel se lanzó a Sean y le dio un fuerte abrazo-. Dice que le encanta. Y si la junta directiva está de acuerdo, su fundación me financiará para que ponga en marcha el centro. Lo único que tengo que hacer es…
La interrumpió con un beso. Sean le agarró la cara con ambas manos y se apoderó de su boca. Laurel emitió un ligero gemido. Parecía que hubieran pasado semanas desde que la había besado por última vez. Cuando, en realidad, apenas habían transcurrido doce horas.
– Te he echado de menos -susurró él cuando separó los labios.
– Yo también te he echado de menos.
– Anoche no pude dormir.
– Yo tampoco. Quizá deberíamos volver a la cama.
Sean dudó un segundo y Laurel pensó que podría encontrar alguna excusa para rechazar su invitación. Pero luego se agachó, la levantó en brazos y cruzó la casa con ella hasta entrar en la habitación. Laurel quería darle las gracias por todo lo que había hecho. Y no se le ocurría una forma mejor de hacerlo.
Era la mujer más bella que jamás había acariciado o besado. La única a la que había amado.
Sean se movía sobre ella, consciente de que estaba a punto de perder el control. Tenía que ser amor. Nunca había sentido nada tan profundo como lo que sentía cuando estaba dentro de Laurel.
Se echó a un lado y la puso encima de él, de modo que lo sentara a horcajadas. Pero ver su cuerpo desnudo, el pelo cayéndole sobre la cara, la piel bruñida de sudor era más de lo que podía soportar. Le sujetó las caderas para impedir que siguiera moviéndose y contuvo la respiración para retrasar la caída definitiva.
– No… no te muevas -susurró. Laurel abrió los ojos, sonrió, le rozó los labios.
– De acuerdo, seré buena -dijo con picardía. Sean estiró los brazos para enredar los dedos en su cabello. Quería decirle lo que sentía, pero le daba miedo que Laurel no le correspondiese. Introdujo una mano entre los dos y la tocó en medio, la llevó al límite. Laurel gimió, cabalgó un par de veces sobre su mano, hasta que, de pronto, se quedó sin respiración y empezó a sacudirse con los espasmos del orgasmo.
Solo entonces descargó Sean también. Una descarga silenciosa pero potente. Luego la oyó gritar de placer y un segundo después Laurel se desplomó sobre él y acurrucó la cara contra su cuello.
– Podemos echarnos una siesta si te apetece -murmuró ella.
– Se me ha quitado el sueño -dijo Sean mientras le acariciaba el pelo.
Laurel se echó a un lado y se apoyó sobre un codo para mirarlo.
– Amy me ha dicho algo de no sé qué maldición familiar. ¿A qué se refería?
– Es una tontería -dijo él.
– Cuéntamelo.
Ya le había abierto el corazón antes y cada vez se había sorprendido de lo fácil que le había resultado. Al principio había creído que se debía a lo a gusto que se sentía con Laurel. Pero quizá tenía que ver con el matrimonio que compartían. Había tenido la oportunidad de ver cómo podía ser estar casado. Había llegado a imaginar que Laurel podría estar a su lado, no sólo un día o un mes, sino el resto de su vida. De repente, la maldición de los Quinn no le parecía tan importante.
– De pequeños, mi padre solía contarnos historias sobre nuestros antepasados. Siempre eran hombres fuertes, inteligentes y valerosos. Muchas de las historias eran fábulas y mitos irlandeses, pero siempre les daba su toque, de modo que las mujeres aparecían siempre como el enemigo.
– ¿Por qué lo hacía?
– Estaría despechado por el abandono de mi madre y quería protegernos del mismo destino – Sean se encogió de hombros-. Las historias surtieron el efecto esperado. Los seis hijos de Seamus Quinn hemos permanecido solteros, hasta la irrupción de la maldición hace unos años.
– ¿Y en qué consiste la maldición?
– En realidad no estoy seguro de que exista. Mi padre dice que se remonta a cuando estábamos en Irlanda. Pero aquí, en Boston, empezó con Conor. Conoció a su esposa, Olivia, al rescatarla de un mafioso. Y Dylan rescato a Meggie de un incendio, y Brendan salvó a Amy de una pelea en un bar.
– ¿Y eso es una maldición? -dijo Laurel-. Una maldición es algo malo y lo que ellos hicieron está bien.
– La maldición es que se enamoraron de la mujer a la que salvaron -explicó sean-. Según la teoría de Seamus, mis hermanos son víctimas, no héroes. Y yo soy el único que queda.
Laurel levantó una mano para quitarse el pelo de los ojos.
– Si no quieres ser una víctima, no rescates a nadie.
– Ya lo he hecho -dijo Sean.
– ¿A quién?
– A ti. Te libré de Edward.
Sobrevino un silencio prolongado. Quizá no hacía falta que le dijera que la amaba. Quizá llegase a la conclusión ella sola. Si creía en la maldición, no estaba en sus manos: estaba destinada a amarla.
– Cuéntame una de esas historias -le dijo ella.
– No se me da bien contarlas -gruñó Sean-. A Brian sí, pero yo me haré un lío.
– Inténtalo -Laurel le dio un mordisquito en el cuello-. Si tú me cuentas un cuento, yo te doy diez besos.
– ¿Diez? Veinte y trato hecho.
– Quince -regateó ella-. Quince besos largos y profundos por un cuento. Es un precio justo. No vas a conseguir una oferta mejor.
Sean no tenía intención de ir comparando. Le gustaba cómo besaba Laurel.
– Te contaré un cuento de una merrow llamada Duana. Una merrow es como una sirena en la tradición irlandesa. Muy bella. En Irlanda no se ven muchas, pero se dice que había sirenas que tomaban humanos como amantes. De hecho, algunas familias irlandesas aseguran descender de las sirenas -Sean hizo una pausa-. Quiero un beso por adelantado.
Laurel rió y le dio un beso volcando todo su corazón en él, seduciéndolo con los labios y la lengua, apretando su desnudez contra la de Sean.
– Sigue -dijo cuando terminó.
– Duana, como las demás sirenas, tenía un manto de piel de foca con el que podía nadar en las aguas más frías y profundas. Pero para andar por la tierra tenía que dejar el manto en la orilla. Lo que era peligroso. Porque si un humano encontraba el manto, tendría poder sobre ella y no podría regresar al mar. Esto es lo que le pasó a Duana. Un día, Kelan Quinn, un pescador pobre, encontró su manto y lo tomó para protegerse de los inviernos húmedos de Irlanda. Sabía que era un manto valioso, así que lo escondió en el tejado de su casa hasta que llegara el invierno.
– ¿Las sirenas se mueren si no vuelven al mar?
– Creo que no -Sean frunció el ceño-. Supongo que Conor podría decírtelo. Creo que sólo les gusta el mar porque es su casa. Muchos campesinos y pescadores querían cazar una sirena porque eran muy valiosas. Tienen el pecho de oro, plata y joyas extraídas de barcos naufragados. Pero Kelan no sabía que era el manto de una sirena. Y cuando una mujer se presentó en su casa al día siguiente, la dejó pasar. A las sirenas sólo les interesan los humanos para acostarse con alguno de vez en cuando. Pero los humanos pueden enamorarse de una sirena. Y Kelan se enamoró. Duana era tan bella que quiso que se casara con ella. Pero Duana dijo que no se casaría hasta que le hiciera un regalo. Kelan era pobre y no se le ocurría qué podría ofrecerle que le gustara. Sólo tenía algunos peniques, pero estaba desesperado por convencer a Duana de su amor. Entonces se acordó del manto. Lo sacó de su escondite y Duana se lo puso. Entonces soltó una risotada, echó a correr al mar y desapareció entre las olas.
– ¿Qué pasó con Kelan?
– Se quedó desolado. Pensó que se había enamorado de una mujer loca, así que entró en el mar y empezó a buscarla para evitar que se ahogara. Pero el agua estaba fría y no podía permanecer mucho tiempo dentro. Una y otra vez, entraba por Duana, hasta que una ola se la devolvió. Ella le agarró una mano y lo sumergió a las profundidades. Sólo entonces se dio cuenta Kelan de que era una sirena. Le quitó el manto, corrió hasta la orilla y se lo puso.
– ¿Y qué le pasó a Duana?
– Murió. Y Kelan, inteligente como todos los Quinn, usó el manto para adentrarse en el mar y apoderarse de los tesoros que Duana había reunido. El pescador pobre se convirtió en el hombre más rico del pueblo porque había vencido a una sirena -contestó. Hasta que hubo terminado el cuento, Sean no tomó conciencia de cuántos paralelismos había entre Laurel y él y la sirena y el pescador. Como la sirena, Laurel lo había seducido y, aunque era rica, lo que más anhelaba Sean era el tesoro de su cuerpo. ¿Trataría de llevarlo a las profundidades como Duana? Y en tal caso, ¿podría escaparse?-. Fin del cuento. Ya te he dicho que no se me daba bien.
– Lo has hecho muy bien -aseguró ella-. Pero no tiene un final feliz. Y no es muy romántico.
– Pero, para mi padre, enseñaba una lección importante.
– ¿No robes mantos de la orilla? -bromeó Laurel y Sean rió.
– No, ten cuidado con las mujeres bonitas.
– ¿Lo dices por mí? -preguntó ella-. ¿Se supone que tienes que tener cuidado conmigo?
Sean la agarró por la cintura, la volteó y la clavó boca arriba contra la cama. La miró a los ojos incapaz de creerse todavía la suerte que había tenido conociendo a Laurel.
– ¿Contigo? Muchísimo. Creo que podrías romperme el corazón si quisieras.
– ¿Por qué iba a romperte el corazón? -Laurel le acarició una mejilla y deslizó la mano hacia el torso-. Lo que más quiero de ti es tu corazón.
Se le paró el corazón. ¿Acababa de decir que lo quería? Debería sentirse extasiado y, por un instante fugaz, así había sido. Pero luego le había entrado el miedo. Quería creerla, pero lo había dicho con tal naturalidad, que parecía que no significara nada.
La besó y se abandonó al dulce sabor de su boca con la esperanza de aliviar las dudas con los placeres que le ofrecía su cuerpo. ¿Lo seduciría para engañarlo después como Duana a Kelan Quinn?, ¿o podría olvidarse para siempre de las historias de sus antepasados?
Por el momento, mantendría el corazón a salvo. Y algún día, quizá, sería suficientemente valiente… o inteligente… o fuerte para entregarle la llave que lo abría.
– Creo que vas a tener que cambiar estas ventanas.
– ¿Cuánto costará eso? -preguntó Laurel-. Quizá valdría con sustituir los cristales rotos. Sería más barato, ¿no?
Sean la rodeó por la cintura y se la acercó al cuerpo. Habían ido a Dorchester a evaluar el estado del edificio, pero era evidente que ninguno de los dos sabía las reformas que necesitaba para convertirlo en un lugar habitable. De hecho, habría preferido quedarse en la cama con Laurel, como habían hecho los tres anteriores días.
Había sido una especie de luna de miel, tras recibir la llamada de Alistair para informar de que Sinclair y él permanecerían unos días más en Nueva York. La noche había dado lugar al día y el día a la noche sin tomar conciencia de que existía un mundo fuera de la casa. Habían dormido cuando se sentían cansados y habían hecho el amor junto a la piscina a medianoche. La comida había consistido en pizzas, menús chinos, cualquier cosa que pudiera encargarse. Sean siempre había pensado que la luna de miel era una excusa para hacer un viaje. Pero acababa de comprender su auténtico sentido. Sentía como si Laurel y él se hubiesen convertido en una sola persona, como si compartiesen un mismo cuerpo e idénticos pensamientos, deseos y necesidades.
– También hará falta aire acondicionado – continuó ella, apuntándolo en una libreta.
– Déjame el móvil -Sean sacó de la cartera una tarjeta y empezó a marcar un número.
– ¿A quién llamas?, ¿conoces a un instalador de aire acondicionado?
El recepcionista de Rencor contestó al primer pitido.
– Con Rafe Kendrick, por favor. Dígale que es su cuñado Sean Quinn.
– Sean -contestó Rafe al cabo de unos segundos-. ¿Qué tal?, ¿todo bien?
Era evidente que la llamada lo había sorprendido. Sean no estaba seguro de haber mantenido ni una conversación con su cuñado. Rafe no había entrado con buen pie en la familia, aunque sus hermanos lo habían perdonado en vista de que era el marido de Keely.
– Necesito que me hagas un favor.
– Lo que tú quieras -contestó Rafe.
– Tengo una amiga que quiere rehabilitar un edificio de Dorchester. Está en bastante mal estado y necesita una tasación de lo que puede costarle.
– ¿Tiene un plano arquitectónico?
– No, creo que no.
– Bueno, pues eso es lo primero.
– No tiene mucho dinero para el proyecto -dijo Sean-. Quiere convertir el edificio en un centro de actividades extraescolares.
– Ah, es la mujer con la que estuvo Amy. Keely habló con ella y comentó que… -Rafe dejó la frase sin terminar-. En fin, ¿te mando a uno de mis arquitectos?
– ¿Cuánto nos costará?
– Por eso no te preocupes. Somos familia. Dame la dirección y os mando a alguien. ¿Estáis allí ahora?
– Sí -Sean le dio la dirección.
– En media hora tenéis a alguien allí. Una vez que te haga el plano, pediré a alguien de la plantilla que haga la tasación. Hay muchos contratistas que me deben favores. Podría…
– No, ya has hecho más que suficiente – atajó Sean-. Muchas gracias. Te lo agradezco.
– No hay problema.
Sean pulsó el botón de fin de llamada y le devolvió el móvil a Laurel.
– Listo. Rafe nos va a mandar un arquitecto para hablar de tus planes.
– No puedo pagar…
– No te preocupes. Lo hace como un favor. Somos familia.
– Familia -repitió ella-. Parecéis una corporativa de empresas. ¿Hay algo de lo que no podáis ocuparos?
– No creo. Amy puede financiar el centro, Rafe arreglarlo. Brian puede publicar un artículo en el Globe y Liam hacer unas fotos de promoción. Olivia puede encargarse de conseguir muebles usados y Lily te proporcionará un buen relaciones públicas. Eleanor trabaja en un banco, así que podría llevar la contabilidad.
– ¿Y qué harás tú por mí?
– Ofrecerte apoyo moral y relajarte -contestó Sean sonriente.
Después de abrazarlo, fue hacia un lavabo viejo que colgaba de una pared.
– ¿Qué harás con el dinero?
– ¿Qué dinero? -preguntó Sean.
– El que te voy a pagar. ¿Qué harás con él? Sean se había olvidado por completo del dinero. Aunque era lo que lo había metido en aquella situación al principio, ya no le importaba en absoluto.
– Había pensado abrir un despacho. Llevo un tiempo ahorrando un poco. Trabajando en casa no es fácil conseguir una buena cartera de clientes. Necesito tener un sitio donde establecer el negocio.
– ¿Es un negocio lucrativo?
– Para algunos -contestó Sean.
– ¿Para ti lo es?
Era obvio por qué lo preguntaba. Una chica rica como ella no podía casarse con un hombre corriente como Sean Quinn. Él llegaba a fin de mes con apuros para pagar el alquiler. Conducía un coche destartalado, ni siquiera tenía un traje decente. Y ella estaba a punto de embolsarse cinco millones de dólares.
– Nunca seré millonario como tú.
– ¿Y eso te importa?
– No. ¿Y a ti? -contestó Sean y Laurel negó con la cabeza.
– No me malinterpretes. Tener dinero está bien. Pero daría hasta el último dólar por tener una familia. Por tener a mi madre y a mi padre. Por tener hermanos. Gente que me quiera. Suena hueco, pero el dinero no lo compra todo. El amor no puede comprarse.
– Tú te has comprado un marido -dijo él.
– Pero sólo por un mes -Laurel esbozó una sonrisa débil-. Al final del mes te volverás a tu casa. Puede que antes si Amy acepta financiar el proyecto -añadió mientras se acercaba a las ventanas de la pared opuesta.
De pronto, Sean lamentó haber llamado a Rafe. Si Amy financiaba el proyecto, Laurel ya no necesitaría sus servicios. Le extendería un cheque y lo mandaría de vuelta a su casa. Se le hizo un nudo en el estómago al pensar en dejar a Laurel. No estaba preparado para que saliese de su vida. Pero tampoco lo estaba para pedirle que se casara con él.
Había una forma sencilla de averiguar lo que ella sentía, pensó. Podía poner todas las cartas encima de la mesa y reconocer que estaba locamente enamorado de ella. Sean sabía que podría ver su reacción en sus ojos. Durante la última semana, había aprendido a captar lo que sentía.
Y si sabía lo que Laurel sentía, entonces, tal vez, podría arriesgarse. Pero debía ser precavido. Aunque sí lo quisiera, ¿qué le garantizaba que siguiera sintiendo lo mismo al cabo de un mes o un año? Fiona Quinn había querido a su marido y se había marchado cuando la situación se había complicado. Laurel podía hacer lo mismo.
Sean se mesó el cabello. ¿Por qué había sido todo tan fácil para sus hermanos y era tan complicado para él? Todos se habían enamorado y había sabido lo que querían perfectamente en cuestión de semanas.
Tal vez no existiese ninguna maldición familiar. Y tal vez Laurel no fuera la mujer de su vida. O quizá necesitaba un poco más de tiempo.