El banquete, elegante aunque apagado, se celebró en el Four Seasons, uno de los hoteles más majestuosos de la ciudad. Una orquesta pequeña tocaba melodías en un extremo del salón mientras los invitados charlaban relajados por las mesas desperdigadas alrededor de la pista de baile. Laurel estaba contenta con cómo había salido todo, después de tantos planes y una coordinación perfecta. Había sido la boda perfecta, salvo que el novio estaba en la cárcel y se había casado con un desconocido. Por suerte, nadie había notado nada extraño.
Era un milagro haber superado la prueba de la cena. Primero, los brindis y luego los besos obligatorios para complacer a los invitados. Después del beso de la iglesia, no había imaginado que la cosa pudiera mejorar. Pero cada vez que Sean rozaba su boca era diferente, una sensación más intensa, un sabor más adictivo. El último beso que habían compartido, en la pista de baile, la había dejado mareada, sin aliento, con ganas de acorralarlo en una esquina oscura.
Se llevó una mano al pecho y respiró profundamente. Sólo tenía que superar una última prueba para poder decir que la noche había sido un éxito. Su tío Sinclair se personaría en el banquete y tendría que presentarle a Sean. Aunque tenía más de ochenta años, seguía siendo tan perspicaz como cuando era un joven emprendedor y había empezado a amasar dinero con el padre de Laurel.
Miró hacia la pista de baile y vio a Sean bailando con una de las damas de honor. No bailaba muy bien, pero tenía una constitución atlética y un oído fino que le permitía seguir el ritmo con facilidad. Y no estaba nada mal en esmoquin. Cualquier mujer se sentiría atraída por un hombre como…
Frunció el ceño. Nan Salinger, dama de honor y compañera de trabajo, parecía estar disfrutando de la compañía de Sean demasiado. Llevada por un arranque de celos, se agarró la cola del vestido y entró en la pista de baile.
– Necesito pedirte prestado a mi marido un momento -le dijo, dándole una palmadita en un hombro-. Tenemos que cortar la tarta.
– De acuerdo.
Como si se tratara de una orden, Sean soltó a Nan y fue hacia la tarta, dejando a solas a las dos mujeres en la pista de baile.
– Creo que has encontrado a un verdadero príncipe -comentó Nan, siguiéndolo con una mirada soñadora-. ¿Por qué no encuentro yo un hombre así?
– ¿Así cómo? -preguntó Laurel, intrigada por saber la opinión que tenía del novio su amiga.
– No sé, un hombre varonil. Ya sabes, fuerte, callado pero atractivo. Hombros anchos, un trasero bonito. No habla mucho, ¿verdad? Pero eso lo hace más interesante. ¿Tiene hermanos solteros? Porque si tiene, me gustaría conocerlos.
Laurel frunció el ceño de nuevo. ¿Un trasero bonito? No tenía por qué escuchar esas cosas el día de su boda.
– No… no sé -contestó-. Pero te lo diré si me entero -añadió mientras se daba la vuelta, ansiosa por evitar más preguntas.
Porque en realidad no sabía nada sobre la familia de Sean… ni de él mismo. No sabía qué le gustaba comer ni qué hacía en su tiempo libre. No sabía su color favorito, qué coche tenía. Y entonces tomó conciencia de que nunca sabría nada de eso. Sean Quinn saldría de su vida esa misma noche y no volvería a verlo.
– ¿Señorita Laurel?
Laurel se giró y vio al hombre de confianza de su tío, Alistair Winfield. Su tío no iba a ninguna parte sin él. Alistair hacía de mayordomo, cocinero y gestor financiero todo en uno. También de chico de los recados. Había sido él quien la había informado de que su tío no acudiría a la ceremonia, el que había firmado la tarjeta del regalo de boda. Y quien se había asegurado de que hubiese dinero suficiente en la cuenta de Laurel para cubrir todos los gastos de la boda.
– Hola, Alistair.
– Está preciosa, señorita Laurel -dijo sonriente el hombre, calvo y bajito-. Siento mucho no haber podido asistir a la ceremonia, pero el señor Sinclair tenía una reunión muy importante con la Sociedad Numismática.
Como tenía poco dinero, encima se dedicaba a coleccionarlo. El tío Sinclair tenía pensado dejar todo su dinero a la Sociedad Numismática. Aunque a Laurel se le ocurrían muchas formas mejores en que emplear la fortuna de Sinclair, era cosa de él.
– Al menos ha podido venir al banquete.
– Quiere conocer a su marido -dijo Alistair.
– ¿Dónde está? -preguntó ella-. No lo he visto entrar.
– Está esperando fuera, en el pasillo. Ya sabe que no le gustan las aglomeraciones – Alistair esbozó una sonrisa tímida-. Ni las mujeres con sombreros raros. Además, si hay flores en el salón, exigiría que las quitaran. Ya sabe lo que le pasa con las rosas.
– Me aseguré de pedirle a la florista que no pusiera ninguna rosa -dijo Laurel-. Íbamos a cortar la tarta. En cuanto terminemos, le llevaré un trozo y le presentaré a Edward.
– No será de chocolate, ¿no? Ya sabe que no le gusta.
– Se me había olvidado -Laurel hizo una mueca de fastidio.
– Tranquila, la esperamos fuera -dijo él-. Pero sólo diecisiete minutos. Su tío nunca espera más de diecisiete minutos.
– Estaré en cinco -aseguró Laurel. Luego se agarró la falda y corrió hacia Sean, que la estaba esperando con el cuchillo en la mano.
– No tengo ni idea de cómo partir esto – dijo mirando la tarta de cuatro pisos-. ¿Empiezo por arriba o por abajo? Parece que necesitamos unas cien raciones -añadió tras calcular el número de invitados de un vistazo.
– Sólo tenemos que cortar un trozo para ti y otro para mí -explicó sonriente Laurel-. El fotógrafo hará unas fotos y los del hotel se encargan de repartir el resto. ¿No decías que ya habías estado en más de una boda?
– En el bar -contestó él-. Y la tarta no estaba ahí.
– Pon la mano encima de la mía y sonríe – dijo Laurel tras agarrar el cuchillo. El fotógrafo disparó un par de veces antes de que Laurel partiera la tarta. Cortó un pedacito pequeño y se lo ofreció-. Toma. Sonríe y párteme un trozo a mí.
Sean obedeció. Cortó un pedacito y se lo llevó a la boca. Pero nada más rozar los labios de Laurel, una buena parte se escurrió y cayó sobre su vestido. Los invitados rieron y aplaudieron, instando a Sean a que le quitara él la tarta.
– Ni se te ocurra -susurró ella al ver cómo le miraba el corpiño. Sean se apartó un poco y Laurel se giró para limpiarse el vestido. Cuando hubo recobrado la compostura, sonrió de nuevo y pasó un brazo alrededor de Sean-. Ahora, mi tío Sinclair está esperando a conocerte. Tiene ochenta años, es un poco excéntrico y te hará un par de preguntas raras. Probablemente querrá ver tus uñas. Tiene una manía con las uñas limpias. Intenta tomártelo con sentido del humor y, si no sabes qué decir, me aprietas la mano y dejas que yo conteste. Recuerda, te llamas Edward Garland Wilson, eres de West Palm Beach, Florida, y tu familia se dedica a hacer inversiones bursátiles. Aparte de eso, no sabe nada de ti.
– ¿Por qué no le habías presentado a Edward hasta ahora? -preguntó Sean mientras salían.
– Sinclair es un poco ermitaño. Vive en una isla, en Maine. Le gusta coleccionar sellos y monedas y observar pájaros. Es vegetariano, tiene siete pares de zapatos iguales. Y cree que hay extraterrestres viviendo entre nosotros. Por favor, no le lleves la contraria en eso.
– Suena un poco chiflado -comentó él.
– Es multimillonario, así que no está chiflado, es excéntrico -precisó Laurel. Cuando llegaron a la puerta del vestíbulo, respiró hondo-. Acabemos con esto. Después de ver a mi tío, podemos irnos.
– Y yo que empezaba a divertirme.
– ¿Estás seguro de que te las arreglarás con mi tío? Si no, podemos dejarlo para otro día.
– Podré -contestó Sean. La rodeó por la cintura y salieron. Laurel estaba deseando que volviera a abrazarla y besarla como había hecho en la pista de baile. Pero se obligó a pensar en la prueba que tenía por delante, el último obstáculo para finalizar con éxito el plan.
Encontraron a Sinclair Rand sentado en un lujoso asiento situado cerca de recepción, arrellanado como si fuese un miembro de una familia real. Mientras se acercaban, le susurró algo a Alistair, el cual asintió con la cabeza. Laurel agarró la mano que Sean había posado sobre su cintura. Podía conseguirlo. Podía salir de aquel lío.
– Hola, tío Sinclair -lo saludó Laurel-. Tío, te presento a mi flamante marido, Edward Garland Wilson. Edward, Sinclair Rand, mi tío.
Sean extendió la mano. Sinclair la aceptó, examinó sus uñas y dejó caer la mano.
– Te has casado con mi sobrina -afirmó el anciano.
– Así es,
– ¿Qué tomas para desayunar? -le preguntó entonces Sinclair.
Al principio, pareció desconcertado, pero en seguida reaccionó.
– Cereales: Corn Flakes o Smacks con leche -Sean se aclaró la garganta y se tomó la confianza de tutearlo-. Tú tienes pinta de que te guste la avena.
– Eh… pues sí, soy hombre de tomar avena -dijo complacido Sinclair-. ¿Te han operado alguna vez?
– No, tengo buena salud. ¿Y a ti?
– Sabes que tengo dinero -continuó el anciano sin responder a la pregunta de Sean.
– Yo también. Aunque probablemente no tanto. ¿Cuánto tienes tú?
Laurel no pudo evitar sonreír. La gente solía intimidarse ante Sinclair Rand. Pero Sean parecía tan tranquilo, devolviéndole las preguntas con una franqueza que estaba dejando a su tío desconcertado.
– Tío, tenemos que irnos. Nos espera una estupenda luna de miel en Hawai.
– ¿Hawai? No comáis plátanos -los avisó-. Manteneos lejos de cualquier fruta amarilla y todo irá bien. Ya hablaremos de tu herencia cuando vuelvas.
Laurel se agachó a darle un beso en la mejilla a su tío.
– Te llamaré cuando volvamos -dijo y tiró con disimulo del brazo de Sean. Pero éste permaneció firme.
– Encantado de conocerte. Espero que volvamos a vernos.
Cuando Sinclair sacudió la mano dándoles permiso para marcharse, Laurel decidió retirarse antes de que Sean dijera nada más. Una vez se hubieron alejado, se giró hacia él:
– ¿Por qué has dicho eso? Sabes que no vas a volver a verlo.
– Pero se supone que él no lo sabe. De hecho, si de verdad fuera Edward, pensaría que volveríamos a encontrarnos, ¿no?
– Sí -murmuró ella con el ceño fruncido-. Tiene lógica. Bien pensado. Venga, ya sólo tenemos que despedirnos, lanzo el ramo de flores y asunto terminado.
Y, sin embargo, Laurel no quería que la noche terminara. Aunque le dolían los pies y estaba deseando cambiarse de ropa, no estaba segura de qué haría a continuación. Se suponía que debía marcharse a Hawai a la mañana siguiente. Cuando volviera, buscaría a su tío y este le extendería un cheque por cinco millones de dólares. Luego espaciaría las visitas, aparentaría estar triste y acabaría confesando que el matrimonio había sido una equivocación. Si le echaba la culpa a Sean, a Edward, tal vez su tío se mostrase comprensivo.
Pero, a pesar de que apenas conocía a Sean, le costaba imaginarlo como un marido horrible.
La había apoyado durante todo el día, se había mostrado atento y había empezado a verlo como algo más que un desconocido que estaba haciendo un trabajo a cambio de dinero. Por un instante, había sido el marido perfecto: un hombre seguro de sí mismo, en quien podía confiar… y atractivo.
Lo miró. Podía ser que no supiera nada de Sean Quinn. Pero sí sabía lo que la hacía sentir cuando la besaba y la rozaba. Apasionada, salvaje… la dejaba sin aliento. Y Laurel sabía que quizá no volviera a sentirse así con otro hombre.
Estaba sentado en el asiento trasero de la limusina, mirando por la ventanilla. Iban por la costa, por un barrio caro de casas y mansiones bonitas junto al mar. Laurel le había ofrecido acercarlo a la iglesia para que pudiera recoger su coche, pero Sean había insistido en que podía esperar. No había imaginado que viviera tan lejos.
Con todo, se alegraba de la tranquilidad del viaje y de tener la oportunidad de pasar un rato más con Laurel. Aunque le había pagado por un día de trabajo, no quería poner fin a aquel trato. Al principio, le había parecido que sería una odisea superar la farsa de la boda. Pero la responsabilidad de compartir la tarde y la velada con Laurel había terminado resultándole agradable.
La miró y la encontró ensimismada en sus propios pensamientos.
– ¿A qué hora sale tu avión? -le preguntó.
– A primera hora. Tengo que estar en el aeropuerto a las cinco de la mañana. Tío Sinclair está en casa, pero puedo colarme, cambiarme de ropa y recoger el equipaje sin despertarlo. El chofer te llevará a tu coche -Laurel se giró a mirarlo-. ¿Qué vas a hacer el resto de la noche?
– Mi familia tiene un pub en Southie, el Pub de Quinn. Abren hasta las dos. Supongo que me acercaré a tomar una pinta si no es muy tarde.
– Quiero darte las gracias por ayudarme – dijo ella.
– No hay de qué -dijo Sean. De repente, ya no le resultaba tan fácil hablar con Laurel. Volvía a sentirse como un adolescente nervioso ante una chica bonita-. Seguro que hará un tiempo estupendo en Hawai -añadió, lamentando al instante haber caído tan bajo como para tener que recurrir a hablar del tiempo.
Poco después, la limusina se detuvo y el chofer aparcó frente a una mansión de piedra enorme.
– Ésta es mi casa -dijo.
– Es enorme.
– Sí, demasiado para una sola persona. Pero es de la familia. Crecí aquí. Y tío Sinclair no me deja venderla, así que vivo aquí -contestó Laurel-. Bueno, supongo que ha llegado el momento de despedirnos -añadió tras unos segundos de silencio.
– Te acompaño -propuso Sean. Abrió la puerta de la limusina y rodeó el vehículo para abrir la de Laurel. Salieron dados de la mano y caminaron, con el frufrú del vestido sobre la acera, hasta que Laurel tecleó el código de seguridad y la puerta se abrió automáticamente.
– Supongo que ahora sí que ha llegado el momento de despedirnos -repitió.
– Todavía no -dijo él justo antes de estrecharla entre los brazos.
– ¿Qué haces?
– Terminar el trabajo -Sean empujó la puerta con el pie, entró en la casa a oscuras y cerró.
– No tienes que seguir con la farsa por el chofer. No trabaja para la familia. No dirá nada.
Si creía que estaba actuando para el chofer, estaba muy equivocada. Sólo se había limitado a encontrar una excusa para volver a tocarla. Despacio, la posó de nuevo sobre el suelo, pero sin dejar de sujetarla por la cintura.
Trató de controlarse, pero perdió la batalla. Sin pensar en las consecuencias, la besó, con fuerza, a fondo. Necesitaba saborear sus labios una última vez. Sólo entonces podría marcharse.
¿Qué tenía esa mujer que lo hacía sentirse tan a gusto? Se había puesto un poco nervioso en la limusina, pero el resto del día había estado muy relajado con ella. Con otras mujeres, siempre se había sentido inseguro, receloso de los motivos por los que estaban a su lado. El acuerdo al que había llegado con Laurel le había permitido disfrutar de su compañía sin los juegos habituales al cortejar a una mujer. Y al besarla no se había molestado en pensar qué hacer a continuación.
Sólo había aprovechado el momento.
Sean se echó hacia atrás, pero ella entrelazó las manos tras su nuca y le impidió alejarse. Paso a paso, la hizo retroceder hasta clavar su cuerpo contra una pared. Apretó las caderas contra las de ella, sorprendido por la erección que había despertado bajo sus pantalones. ¿Dónde estaba su autocontrol?, ¿por qué le resultaba tan fácil desearla?
Recordó todas las viejas historias de los Increíbles Quinn, pero nada pudo frenarlo. Le acarició los costados con las manos al tiempo que su boca se deslizaba sobre un hombro desnudo de Laurel. Si hubiese sido una noche de bodas auténtica, no habrían tardado en hacer el amor sobre el suelo del vestíbulo. Pero sólo eran desconocidos apurando unos segundos furtivos.
– Deberías irte -murmuró ella mientras le acariciaba el pelo.
– Debería -Sean posó los labios sobre la curva de su cuello.
– Si seguimos adelante, acabaremos arrepintiéndonos.
– Nos arrepentiremos -respondió él.
– Tienes razón -Laurel tomó aire y apoyó las palmas sobre su torso para empujarlo un poco.
– A veces me equivoco -dijo Sean, mirándola a los ojos. Una simple señal y la llevaría a la habitación más próxima. Pero advirtió cierta indecisión en su cara. ¿Por qué complicar más las cosas? Había cumplido su parte del trato y había llegado el momento de marcharse. Además, era evidente que Laurel Rand era de las que se casaban. Y él no.
– Ha sido un placer estar casada contigo – susurró ella, esbozando una sonrisa débil-. Gracias por sacarme las castañas del fuego.
– Gracias por los diez mil dólares -dijo Sean al tiempo que le acariciaba una mejilla-. Disfruta de la luna de miel. Espero que encuentres otro marido… Un buen marido. Pronto. Te lo mereces.
Laurel asintió con la cabeza y Sean echó a andar hacia la puerta; pero el sonido de su voz lo hizo girarse:
– ¿Te gustaría…? -dejó la frase en el aire.
– ¿Qué?
– No importa -Laurel negó con la cabeza-. Era una tontería. Adiós, Sean Quinn.
– Adiós, Laurel Rand.
El Pub de Quinn estaba abarrotado cuando llegó. Los sábados por la noche siempre había mucho movimiento; sobre todo, después de que una guía turística hubiese dicho que era un bar «típico irlandés». Esperaba encontrar a uno de sus hermanos al menos, aunque desde que estaban casados o prometidos las probabilidades no eran tantas como antes.
Sean no se había molestado en ir a casa a cambiarse tras recoger el coche en la iglesia. Durante el trayecto, no había dejado de pensar en su breve y agradable matrimonio con Laurel Rand. Había un hueco libre entre dos mujeres que le sonrieron nada más verlo llegar. Dado que el resto de hermanos estaban fuera del mercado, se había convertido en el objetivo de muchas de las clientes del pub. Sólo quedaba un Quinn libre y las mujeres lo consideraban su última oportunidad.
Pero en esos momentos sólo había una mujer en su cabeza; Laurel Rand. Se abrió hueco entre la multitud y lo sorprendió localizar a su hermano gemelo, Brian, detrás de la barra. Su prometida, Lily Gallagher, estaba charlando con él, sentada en un taburete. Los tres habían vivido juntos hasta finales de agosto cuando los recién casados se habían mudado a un apartamento nuevo.
Luego distinguió a Dylan y a Meggie, que estaban echando una partida de billar al fondo;Lily recibió a Sean con una sonrisa, pero cuando Brian se giró, exclamó asombrado:
– ¿Se puede saber qué llevas puesto?
– Un esmoquin -contestó Sean mientras tomaba asiento junto a Lily.
– Ya sé que es un esmoquin. ¿Qué haces con él?
– He asistido a… un acontecimiento -Sean se encogió de hombros-. No eres el único que puede ponerse elegante.
– ¿Y qué desea tomar, señor Bond?, ¿tal vez un martini?
– Una Guinness -contestó Sean-. Y un poco de esparadrapo para taparte la boca.
Brian rió mientras le servía una pinta encima de un posavasos. Sean se quitó la chaqueta y la dejó sobre la barra. Sacó un papel doblado del bolsillo de la pechera y desdobló el acuerdo que Laurel había dejado por escrito. Estaba observando los trazos delicados de su caligrafía cuando le arrebataron el papel.
– ¿Qué es esto? -preguntó Brian.
– Dámelo -Sean se puso de pie.
– Brian, devuélveselo -dijo Lily.
– ¿Tiene que ver con el esmoquin que llevas? -contestó Brian, alejándose lo justo para poder leer el papel-. Yo, Laurel Rand, prometo pagarte, Sean Quinn, la suma de… ¡Caramba! ¿Diez mil dólares?
Sean apoyó las manos sobre la barra para darse impulso y salto al otro lado. Le quitó el papel a su hermano y lo agarró por las solapas de la camisa. Siempre igual: tan pronto eran los mejores amigos como, de repente, se convertían en los peores enemigos. Quizá consistiera en eso ser hermanos gemelos.
– No te metas donde no te llaman -dijo Sean.
– ¿Se puede saber qué pasa? -terció Seamus al advertir el revuelo.
– Tus hijos están a punto de liarse a puñetazos -informó Lily-. Y yo me voy a jugar al billar con Dylan y Meggie antes de acabar en medio -añadió justo antes de darse la vuelta y marcharse
– Sal de la barra -le ordenó Seamus a Sean-. La gente va a pensar que es un bar de finolis si te ve con esa pinta.
– No pretendía entrometerme -Brian le dio una palmada en la espalda a su hermano.
– Claro que querías.
– Bueno, ¿qué haces vestido así?
– ¿Me prometes que no se lo contarás a los demás? -dijo Sean tras mesarse el pelo. Se habían hecho la misma promesa miles de veces. Desde aquella vez en que Sean había roto la ventana del dormitorio y Brian le había jurado a Conor que había sido un pájaro, a cuando Brian le quitó las llaves del coche a Dylan para dar una vuelta. Sus secretos estaban a salvo con Brian.
– Sabes que no se lo contaré -dijo éste.
– Acabo de casarme.
Brian se quedó boquiabierto. Trató de decir algo, pero no consiguió articular palabra. Cuando por fin recuperó la voz, sacudió la cabeza.
– ¿Te has casado?, ¿así sin más, sin decírselo a la familia? No sabía ni que estuvieses saliendo con alguien. Tío, vale que hayamos aceptado que eres reservado, pero esto es demasiado.
– No ha sido una boda de verdad -explicó Sean.
– ¿Y tampoco llevas un esmoquin de verdad? -replicó Brian. Lo agarró por el brazo y tiró de él hasta el final de la barra-. Anda, consigue una mesa para que hablemos mientras voy por algo más fuerte para beber.
Sean encontró un sitio cerca de la entrada del pub; no era un lugar muy tranquilo, pero suficientemente alejado de oídos cotillas para tener una conversación en privado. Brian se unió a él instantes después con una botella de whisky y dos vasos. Los puso en la mesa, tomó asiento frente a su hermano, llenó los dos vasos y se bebió el suyo de un trago. Sean lo imitó, agarró la botella y sirvió de nuevo.
– Primero cuéntamelo todo -dijo Brian.
– He estado siguiendo a un estafador llamado Eddie Perkins. Seduce a mujeres ricas, se casa con ellas y las deja sin dinero.
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Lo encontré y avisé al FBI para que lo detuvieran. Entonces me pidió que le hiciera un favor. Me dio un billete de cien dólares a cambio de que le diera un recado a una mujer llamada Laurel Rand. No me di cuenta de que la dirección que me dio era de una iglesia y Laurel Rand estaba esperándolo vestida de novia.
– Así que decidiste casarte tú con ella. ¿No te parece extralimitar tus responsabilidades?
– Me ofreció pagarme -Sean sacó el cheque y lo puso encima de la mesa-. Diez mil dólares por acompañarla al altar. Por hacerme pasar por su novio durante la ceremonia y el banquete.
– Pero te has casado con ella.
– No de verdad. No teníamos permiso de matrimonio. No es legal. ¿Crees que me habría casado con una mujer a la que acabo de conocer?
Brian miró la botella de whisky y volvió a llenar los dos vasos.
– Si somos objetivos, ¿podría decirse que…has acudido en su auxilio?
– Sí. Y me he casado con ella. La maldición se ha roto, ¿es que no lo ves? -contestó Sean-. He recogido mi dinero y punto. Sin más complicaciones.
Aunque las historias de los Increíbles Quinn se remontaban a tiempos inmemoriales, la maldición era un añadido reciente. Había empezado el día en que Conor había conocido a Olivia y, desde entonces, cada vez que un hermano Quinn acudía en auxilio de una dama en apuros, se enamoraba de ella irremediablemente. Pero eso no le pasaría a él, se aseguró Sean.
– No sé yo -dijo Brian-. ¿Cuándo vas a volver a verla?
– No voy a volver a verla -contestó Sean-. Hice lo que me pidió, me pagó y por fin puedo alquilar un despacho y comprar algún mueble y material de oficina. Ya no tendré que llevar el trabajo desde casa. Quizá consiga clientes mejores.
– Tengo la sensación de que no quieres que la cosa termine aquí.
Sean acarició el borde del vaso de whisky.
– Era guapa. Sabía que no debía haber aceptado su propuesta, que era jugar con fuego. Pero quería ayudarla. Me alegro de haberlo hecho.
– ¿Sabes qué creo? Creo que todas esas historias que nos contaba papá sobre los Increíbles Quinn son una tontería. Igual que la maldición. Existe una razón por la que todos nos hemos enamorado de nuestras mujeres. Eran las mujeres adecuadas y aparecieron en el momento justo y en el lugar apropiado.
– ¿Y eso qué tiene que ver con Laurel Rand?
– Quizá sea tu pareja perfecta -respondió Brian-. Quizá sea el momento justo y no te has dado cuenta todavía. Piénsalo: tú siempre guardas las distancias con el sexo opuesto. Pero con esta mujer no lo has hecho. Quizá tenga una explicación.
– Eso son muchos quizás. Estás enamorado y no dices más que bobadas.
– Yo sólo digo que quizá no deberías quitártela de la cabeza tan rápidamente -Brian suspiró-. Puede que haya algo especial.
– Sí, hay algo especial -Sean se levantó, agarró el cheque y lo puso ante la cara de su hermano-. Diez mil dólares y la oportunidad de dar un empujón a mi negocio.
Después de despedirse de su padre, salió del pub. Había sido un día muy largo y el whisky lo había dejado adormilado, Pero una vez en la calle no pudo evitar considerar las dudas de su hermano. Quizá…
Cuando llegó al coche, entró, apoyó las manos en el volante y se quedó sentado en silencio. No podía negar que en los últimos tiempos había pensado bastante en su futuro. Había visto a sus hermanos enamorarse y era evidente que se sentían más felices y contentos de lo que jamás habían estado.
Resultaba milagroso que hubiesen conseguido llevar una vida normal con la infancia tan caótica que habían sufrido. Aunque nunca se había parado a pensarlo demasiado, lo cierto era que aquellos años le habían dejado más huella de lo que quería reconocer. Su actitud ante el amor, sus inseguridades al relacionarse y su desconfianza hacia las mujeres se debían a esa primera etapa de crecimiento.
Y aunque se merecía ser feliz, no estaba seguro de lo que el futuro le depararía. En los últimos meses lo había perseguido una imagen de sí mismo; sólo que ya no era joven, sino viejo y agotado, como Bert Hinshaw, que se pasaba el día en los bares y las noches en un apartamento solitario. Sean no quería terminar así, que la vida le pasara de largo.
¿Cómo habían encontrado la felicidad sus hermanos?, ¿había ido a su encuentro o la habían buscado ellos? Y una vez que la habían encontrado, ¿cómo habían sabido que era una felicidad para toda la vida? Quería formularles esas preguntas, pero se sentía incómodo hablando de esos temas. Le había sido más sencillo no dar importancia a sus relaciones y negarse a creer que durarían.
Sean sabía el origen de su recelo. Fiona. El abandono de su madre había creado un vacío en su vida que no había conseguido llenar todavía. Sacó del bolsillo trasero la cartera y, de ésta, la fotografía que había encontrado de pequeño. Durante años, había tomado a su madre como su ángel personal de la guarda, que lo protegía desde el cielo. Hasta que un día, de pronto, todo había cambiado. Había bajado a un bar para arrastrar a su padre de vuelta a casa. Y lo había encontrado borracho, hablando con otros clientes sobre su «difunta» esposa.
Seamus, sin advertir la llegada de Sean, había procedido a contar cómo había sorprendido a su mujer con otro hombre y la había echado de casa. El accidente de coche en el que había fallecido años después había sido un castigo divino por el adulterio.
Sean recordó haber salido del bar a todo correr y no haber parado hasta arderle los pulmones y no poder respirar. Su ángel lo había traicionado. Era como si todo el amor que le había ofrecido hubiese sido una mentira. Y había cargado con ese sentimiento desde entonces… incluso después de regresar su madre.
Fiona Quinn había vuelto a sus vidas hacía casi dos años, junto con Keely, la hermana a la que nunca habían conocido. Sus hermanos la habían acogido con los brazos abiertos, hasta habían perdonado a su padre por haberles hecho creer que había muerto. Pero Sean no podía perdonar tan fácilmente… ni confiaba en el cariño que Fiona parecía dispuesta a volcar sobre toda la familia.
Si no podía querer a su propia madre, ¿cómo iba a querer a otra mujer? No había respuestas fáciles… y las preguntas se amontonaban sin parar.