Uno

Nicole Keyes siempre había pensado que, cuando la vida te daba limones, había que dejarlos en un frutero en la cocina e irse a tomar un croissant danés con un café, y esperar tiempos mejores. Lo cual explicaba por qué tenía en aquel momento un buen colocón de cafeína y azúcar.

Miró la vitrina, desde la que un croissant danés de queso y cerezas susurraba su nombre una y otra vez, y después observó el aparato ortopédico que llevaba en la rodilla y el bastón que había a su lado. Todavía se estaba recuperando de una operación, y no podía hacer mucha actividad física. Si no quería arriesgarse a que los vaqueros le quedaran todavía más apretados, debía renunciar a aquel segundo croissant danés.

«Es mejor dejarse tentar por un croissant que por un hombre», recordó. La bollería podía hacer engordar a una mujer, pero un hombre podía arrancarle el corazón y dejarla rota y ensangrentada. La cura de lo primero, dieta y ejercicio, no era agradable, pero podía soportarlo. En cambio, la cura para lo segundo era, como mínimo, incierta. Distancia, distracciones, buenas relaciones sexuales. En aquel momento no tenía ninguna de las tres cosas.

Se abrió la puerta de la pastelería y la campanilla tintineó. Nicole apenas alzó la vista mientras entraba un muchacho en edad de ir al instituto y pedía cinco docenas de donuts. Maggie, que estaba trabajando detrás de la vitrina, puso tres cajas grandes en el mostrador y comenzó a llenarlas de donuts. Justo en aquel momento sonó el teléfono. Maggie se giró a responder la llamada.

Nicole no supo qué fue lo que la impulsó a mirar hacia su joven cliente en aquel momento. ¿Un sexto sentido, suerte… o la manera de moverse nerviosamente del muchacho, que le llamó la atención?

Vio que el chico se metía el teléfono móvil en el bolsillo, tomaba las cajas de donuts y se dirigía a la puerta. Sin pagar.

Si había algo que le sentaba mal a Nicole, era que la tomaran por tonta. Sin pararse a pensarlo, sacó el bastón, hizo que el chico tropezara y después le clavó el extremo del bastón en el centro de la espalda.

– Me parece que no -dijo-. Maggie llama a la policía.

Esperaba que el muchacho se pusiera en pie de un salto y saliera corriendo. Ella no habría podido detenerlo, pero él no se movió. Diez minutos después volvió a abrirse la puerta, pero en vez de un policía de Seattle, Nicole vio a un hombre que podía pasar por modelo de ropa interior o héroe de película de acción.

Era un tipo alto, moreno y atlético. Ella supo que era atlético porque llevaba una camiseta gris del Instituto de Secundaria Pacific rota justo por encima de la cintura. Al moverse, se le encogían y estiraban músculos que ella desconocía en el cuerpo humano.

Llevaba unas gafas de sol oscuras. Miró al muchacho, que seguía en el suelo con el bastón de Nicole en la espalda, y vio los donuts esparcidos por el suelo. Después se quitó las gafas y sonrió.

Ella había visto antes aquella sonrisa.

No en él, concretamente. Era la de Pierce Brosnan cuando interpretaba a James Bond, la que usaba para sacarles información a secretarias ligeramente obnubiladas. Era también la que solía usar su ex marido para librarse de una bronca. Nicole no podría ser más inmune a aquella sonrisa ni aunque hubiera inventado la vacuna ella misma.

– Hola -dijo el tipo-. Me llamo Eric Hawkins. Puede llamarme Hawk.

– Qué estupendo para mí. Me llamo Nicole Keyes. Puede llamarme señora Keyes. ¿Es usted policía? -preguntó, y lo miró de pies a cabeza, intentando no dejarse impresionar por tanta perfección masculina en un espacio tan pequeño-. ¿Es que tiene el uniforme en el tinte?

La sonrisa de él se hizo más amplia.

– Soy el entrenador de fútbol americano del Instituto de Secundaria Pacific. Tengo un amigo que trabaja en la comisaría. El mismo respondió su llamada, y me telefoneó.

La gente creía que Seattle era una ciudad muy grande, pero estaba hecha de pequeños barrios. A Nicole casi siempre le gustaba eso de su ciudad. Aquel día, sin embargo, no.

Disgustada, miró hacia atrás.

– Maggie, ¿te importaría llamar a la policía otra vez?

– Maggie, espere un segundo -dijo Hawk. Apartó el bastón de Nicole para que el chico pudiera ponerse en pie-. Raoul, ¿estás bien?

Nicole miró al techo con resignación.

– Oh, por favor. ¿Qué podría haberle ocurrido?

– Es mi quarterback estrella. No estoy dispuesto a correr ningún riesgo. ¿Raoul?

El chico arrastró los pies y bajó la cabeza.

– Estoy bien, entrenador.

Hawk se lo llevó a un rincón y mantuvo una conversación en voz baja con él. Nicole los observó con cautela.

En el estado de Washington, el fútbol americano era un asunto muy importante. Ser el quarterback titular de un equipo de instituto era tan bueno como ser Paris Hilton. Probablemente, Hawk tenía la esperanza de que ella sucumbiera a sus encantos y dejara marchar al chico con un encogimiento de hombros, como si todo fuera un malentendido. Aquello no iba a suceder.

– Mire -dijo, con tanta severidad como pudo-, ha robado cinco docenas de donuts. Quizá para usted eso no tenga importancia, pero para mí sí. Voy a llamar a la policía.

– No ha sido culpa suya -dijo Hawk-. Es culpa mía.

– ¿Porque usted le dijo que los robara?

– Raoul, espérame en el coche -dijo Hawk.

– Raoul, ni se te ocurra moverte -replicó ella.

Vio que el buen humor de Hawk se esfumaba. Este tomó una silla y se sentó a su lado.

– No lo entiende -dijo, en voz baja-. Raoul es uno de los capitanes. Todos los viernes, el capitán lleva donuts a los jugadores.

Tenía manos grandes, pensó ella, distraída por el tamaño. Grandes y fuertes.

Nicole se obligó a atender a la conversación.

– En ese caso, debería haberlos pagado.

– No puede -prosiguió él en un susurro-. Raoul es un buen chico. Está en un hogar de acogida. Normalmente tiene trabajo, pero durante los entrenamientos no puede. Nuestro trato es que yo le doy unos cuantos dólares para los donuts, pero ayer se me olvidó, y él es demasiado orgulloso como para pedírmelos. Hoy es viernes y tenía que llevar los donuts. Ha tomado una decisión equivocada. ¿Nunca ha cometido un error, Nicole?

Casi la tenía convencida. La triste historia del pobre Raoul la había conmovido. Entonces Hawk bajó más la voz, hasta llegar a un tono íntimo, y dijo su nombre de un modo que a ella le resultó muy molesto.

– No me tome el pelo -le soltó.

– Yo no…

– Y no me trate como si fuera idiota.

Hawk alzó ambas manos.

– No…

Ella lo fulminó con la mirada.

Seguro que estaba acostumbrado a salirse con la suya, sobre todo con las mujeres. Con aquella sonrisa asesina, cualquiera con dos cromosomas X se derretiría como la mantequilla bajo el sol. Bien, pues ella no.

Se puso en pie y agarró el bastón.

– Voy a denunciar al chico.

Hawk se levantó de un salto.

– Demonios, eso no es justo.

– Dígaselo al juez.

Hawk avanzó hacia ella, pero Raoul se interpuso.

– Entrenador, no se preocupe. He actuado mal. Sabía que estaba mal robar los donuts, y de todos modos lo hice. Usted siempre dice que hay que aceptar las consecuencias de nuestros actos. Esta es una de ellas.

El chico se volvió hacia Nicole y bajó la mirada.

– No tener dinero no es una excusa. No debería haberlo hecho. Tenía miedo de quedar en ridículo delante de todo el equipo -dijo, y se encogió de hombros-. Lo siento, señora Keyes.

Por mucho que lo odiara, Nicole quería creerlo. Raoul tenía un aire de derrota…, se dijo que podía estar engañándola, que aquellos dos formaban un gran equipo, pero por algún motivo, tenía la sensación de que el chico decía la verdad. Estaba avergonzado y lo lamentaba.

Sabiendo que iba a arrepentirse a la mañana siguiente, cuando el muchacho no apareciera, dijo:

– Vamos a hacer un trato. Puedes pagarme lo que has robado trabajando. Ven mañana a las seis de la mañana.

Por primera vez desde que lo había hecho tropezar, Raoul la miró. En sus ojos oscuros brilló algo parecido a la esperanza.

– ¿De verdad?

– Sí. Pero si no apareces, te buscaré y haré que te arrepientas de haber nacido. ¿Trato hecho?

Raoul sonrió. Ella suspiró. Dos años más y sería tan atractivo como su entrenador. ¿Acaso no era injusto?

– Estaré aquí -prometió él-. Y vendré pronto.

– De acuerdo.

Hawk se volvió hacia ella.

– Y ahora, ¿puede ir a esperarme al coche?

– Claro.

Aunque, si fuera por ella, el entrenador Hawk también podía irse. No tenían nada que decirse el uno al otro.

Lo miró, y tuvo la tentación de frotarse los párpados. Quizá fuera sólo un efecto de la luz, pero Nicole tuvo la impresión de que cada vez era más guapo. Molesto, ciertamente.


Hawk se volvió hacia la mujer que lo estaba fulminando con la mirada. Le recordaba a un gato callejero que su hija había llevado a casa años atrás. Era todo dureza y desdén.

Nicole era sensata. Él se daba cuenta por la camisa que llevaba, larga hasta las rodillas, de tela vaquera oscura, su camiseta lisa, la falta de maquillaje y su pelo largo y rubio, recogido en una coleta. No era de las que se dejaban impresionar fácilmente. Aunque a él, eso no le importaba.

– Gracias -dijo-. No tenía por qué hacerlo.

– Tiene razón -respondió ella-. No tenía por qué. También sé que voy a lamentar dejar que se vaya de rositas.

– No, no es verdad. Es un buen chico. Tiene mucho talento. Llegará lejos.

– Se ve en él, ¿verdad?

Hawk sonrió.

– Sí.

– Típico -respondió Nicole, y miró el reloj-. ¿No tiene que estar en ningún sitio?

– En el entrenamiento. Los chicos están esperando -dijo él, y sacó la cartera del bolsillo-. ¿Cuánto le debo por los donuts?

Ella frunció el ceño.

– ¿Es que no estaba escuchando? Raoul va a pagarlos con su trabajo. Al menos, ésa es mi fantasía.

– Bueno, entonces sigo necesitando cinco docenas para el equipo.

Nicole miró a la mujer que estaba detrás del mostrador.

– Maggie, ¿puedes darle sus donuts al entrenador para que se marche de una vez?

Hawk se inclinó y recogió los donuts que todavía estaban por el suelo.

– Está intentando librarse de mí.

– ¿De verdad?

– Pero si yo soy la mejor parte de su día.

– Quizá me clave una astilla después, y ése sea el momento álgido.

Él se echó a reír.

– No es usted fácil.

– Esa es la primera cosa inteligente que ha dicho.

Él dejó las cajas aplastadas y los donuts en una de las mesas del local.

– Yo soy muy listo, Nicole.

– Siga diciéndoselo, y quizá un día se haga realidad.

Él se quedó mirándola fijamente hasta que ella comenzó a retorcerse.

– ¿Por qué está intentando que yo le caiga mal por todos los medios? ¿Acaso la intimido?

– Yo… usted… Váyase.

Dicho eso, se apoyó sobre el bastón y se dirigió al obrador, en la parte trasera de la pastelería.

– ¿No hay ningún comentario desdeñoso? -le preguntó él-. ¿Significa eso que he ganado?

Ella se volvió y lo miró con cara de pocos amigos.

– No todo en la vida es ganar o perder.

– Claro que sí.

Ella apretó los dientes.

– Váyase.

– Me voy porque los chicos están esperando. Pero volveré.

– No se moleste.

– No es molestia. Será divertido.

Salió de la tienda silbando mientras se acercaba a su coche, que estaba aparcado enfrente.

Hawk se había dado cuenta de que a Nicole le gustaba decir la última palabra. Obviamente, estaba acostumbrada a llevar las riendas y a salirse con la suya. El fútbol le había enseñado mucho de la vida a Hawk. Algunas veces, los equipos se sentían pletóricos porque eran muy buenos en algo determinado. Si se les quitaba ese algo, se tambaleaban. Lo mismo con las mujeres. Sobre todo, con las mujeres.

Iba a ser un buen día, pensó mientras le entregaba a Raoul los donuts y arrancaba. De repente, el mundo parecía lleno de posibilidades.


– ¿Qué te parece? -preguntó Claire.

Nicole siguió mirando las camisas que había en uno de los percheros.

– No.

– Vamos. Es rosa.

– No.

– Ni siquiera estás mirando.

Nicole contuvo la sonrisa.

– No tengo que mirar. No. No te queda bien.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque estás embarazada de tres meses y en total has engordado dos kilos. No necesitas ropa premamá.

– Pero quiero comprarme algo.

– Compra una mantita.

– Quiero algo que pueda ponerme. Quiero que la gente sepa que estoy embarazada.

– Pues imprime unas tarjetas y entrégaselas a todos los que veas.

– No me estás ayudando.

– No necesitas que te ayude a estar loca. Lo haces muy bien sola.

Claire se apartó el pelo rubio del hombro.

– No eres una buena hermana.

Nicole sonrió.

– Soy la mejor hermana que tienes y tu melliza favorita.

– Mi única melliza, y todavía no tengo muy claro que seas mi favorita. ¿No te gusta esta camiseta con patos?

– No.

– ¿Y con conejitos?

– No. El bebé tiene el tamaño del borrador de un lápiz, Claire. Quizá de una uva. No necesitas ropa especial porque estés embarazada de una uva.

– Pero estoy embarazada.

– Dentro de un par de meses, cuando hayas engordado más, hablaremos. Por ahora, si te pones ropa premamá vas a parecer un saco de patatas.

– Pero es que estoy muy emocionada.

– Lo sé, y es lógico. Es maravilloso.

Claire sonrió.

Nicole pensó que su propia alegría por el embarazo de su hermana era una prueba de que tenía buen carácter. Era feliz por Claire, incluso sabiendo que las posibilidades de que ella tuviera un hijo eran tantas como las de ganar el primer premio de la lotería…, aunque ella nunca comprara un décimo. Un embarazo significaba generalmente que había un hombre involucrado. Ella había renunciado a los hombres para siempre.

– ¿Estás bien? -le preguntó Claire-. Estás pensando en Drew, ¿verdad?

– No. No estoy pensando en Drew -dijo Nicole. Se negaba a malgastar energía mental en su ex marido-. Estaba pensando en los hombres en general.

– Encontrarás a alguien -le aseguró Claire.

– No quiero a nadie. Acabo de separarme y estoy muy contenta de estar sola.

O, más bien, lo estaría, si todo el mundo dejara de pensar que estaba destrozada emocionalmente por haber sorprendido a su hermana pequeña en la cama con su marido.

Sí, había sido horrible, degradante y quizá incluso desgarrador. Pero ella lo sobrellevaba.

– Necesito acostumbrarme a estar sola -dijo Nicole.

– ¿Por qué? Ya estabas sola antes, cuando estabas casada con Drew.

– Ay.

Claire suspiró.

– Lo siento. No quería decirlo así.

– No pasa nada.

No iba a demostrar que estaba dolida. Ni siquiera delante de su hermana.

Claire sonrió con delicadeza. Su sonrisa era compasiva, y denotaba la intención de dejar el tema para más adelante. Cuando notara que ella se sentía más fuerte emocionalmente.

¿Acaso era capaz de leer la mente de su hermana melliza?

Qué estupendo.

Nicole miró la hora.

– Tenemos que salir a buscar a Wyatt.

– ¡Oh! ¡Ya es la hora! Voy a darme prisa.

Claire volvió corriendo al probador. Nicole se preguntó si debía reprocharse a sí misma haber engañado a su hermana para que se olvidara de hablar de su trágica vida, pero entonces pensó que se había ganado el indulto. Después de todo estaba allí, un viernes por la noche en el centro comercial, acompañando a una pareja que debería estar sola. Pero ellos se lo habían pedido, y ella no quería pasar la noche sola.

– Te espero fuera -dijo Nicole desde la entrada del probador.

– Saldré dentro de un segundo -prometió Claire.

Nicole salió de la tienda premamá y se encontró a Wyatt esperando frente al escaparate. Estaba observando un maniquí con un embarazo muy evidente, y parecía un poco incómodo.

– Hola -dijo ella-. Me debes una. Acabo de evitar que tu prometida se comprara algo espantoso.

– Lo has hecho por ti misma -respondió Wyatt-. A ti te habría importado más que a mí.

Nicole sabía que era cierto, así que no respondió. Miró la bolsa que Wyatt tenía en la mano. Era de una librería.

– Otro libro sobre el embarazo -bromeó-. ¿Os queda alguno por comprar?

– Queremos hacerlo bien -dijo Wyatt-. Tú también lo harías.

Nicole sabía que no, pero eso no era lo importante. Estaba a punto de sugerir que alquilaran una película, cuando Wyatt dijo:

– ¿Cómo te va?

Ella pestañeó.

– ¿Cómo?

– Hace unos días que no hablamos. ¿Estás bien? Ya sabes, esas cosas.

«Esas cosas» era la forma en la que los hombres se referían a lo emocional.

Wyatt era su amigo y cuñado desde mucho antes de haberse enamorado de Claire. Conocía todos sus secretos. Se había ofrecido para darle una paliza a Drew al enterarse de que la estaba engañando. Ella lo quería como a un hermano, salvo en aquel momento, en el que tenía ganas de darle un manotazo en la cabeza.

– ¿Habéis estado hablando de mí Claire y tú? -preguntó-. ¿He sido el tema de una de esas horribles conversaciones del tipo «¿qué vamos a hacer con la pobre Nicole?». Porque si es así, no es necesario. No necesito ayuda de ninguno de los dos. Estoy bien, mejor que bien.

A Wyatt no le impresionó su reacción.

– Apenas sales de casa y no ves a nadie. Y estás más malhumorada de lo normal.

– No estoy de humor para citas. Sé que es una sorpresa, pero así estamos.

– No juzgues a todo el mundo por Drew, ¿de acuerdo? Hay tipos estupendos por ahí. Sólo tienes que volver a subir al caballo, la carrera continúa.

– Por favor, dime que no acabas de decir eso. ¿Que me suba al caballo? Mi marido me engañó con mi hermana pequeña, en mi propia casa. No es un simple tropiezo. Es algo que le hace a una replantearse su orientación sexual, ¿sabes?

Sentía una opresión en el pecho. ¿Era ella, o acaso hacía mucho calor allí dentro?

– Mira, tengo que irme. Gracias por invitarme a cenar. Os llamaré luego.

Se dio la vuelta y se alejó.

– Nicole, espera.

Ella siguió caminando. Cuando vio la señal, se apresuró hacia el aparcamiento, increíblemente aliviada de haber quedado con ellos en el centro comercial. Al menos, tenía su propio coche.

Treinta minutos después, estaba en casa, donde todo era silencioso y familiar, y nadie le hacía preguntas tontas ni sentía compasión por ella. Había también demasiados recuerdos y un vacío que la impulsó a cambiar de canal en canal con el mando a distancia de la televisión, hasta que encontró una serie. Miró fijamente a la pantalla y se juró que no iba a llorar por Drew. Ni esa noche, ni nunca más.

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