1. La Virgen

Se llamaba Isabelle y, todavía niña, el pelo le cambió de color en el tiempo que tarda un ruiseñor en llamar a su compañera.

Aquel verano el duque de l'Aigle trajo de París una estatua de la Virgen con el Niño y un bote de pintura para el nicho sobre la puerta de la iglesia. En la aldea se celebró una fiesta el día en que se entronizó la estatua. Isabelle, sentada en el último travesaño de una escalera de mano, vio cómo Jean Tournier pintaba el nicho de azul intenso, el color del cielo despejado al atardecer. Cuando estaba terminando, el sol salió de detrás de un ejército de nubes e iluminó de tal manera aquel azul que Isabelle juntó las manos detrás del cuello y apretó los codos contra el pecho. Al tocarla los rayos del astro rey, sus cabellos adquirieron un tono cobrizo que no desapareció con la puesta de sol. Desde aquel día la llamaron La Rousse, por la Virgen María.

El apodo dejó de ser cariñoso algunos años después, cuando llegó a la aldea, con las manos manchadas de tanino, monsieur Marcel, que utilizaba palabras tomadas de Calvino. En su primer sermón, en el bosque, donde no podía verlos el cura de la aldea, les dijo que la Virgen les cerraba el camino hacia la Verdad.

– A La Rousse la han profanado con las estatuas, con las velas, con las baratijas. ¡Está contaminada! -proclamó-. ¡Se interpone entre vosotros y Dios!

Los aldeanos se volvieron para mirar a Isabelle, que se agarró al brazo de su madre.

¿Cómo se ha enterado?, pensó. Sólo mamá lo sabe. Su madre nunca hubiera dicho a monsieur Marcel que Isabelle había empezado a sangrar aquel mismo día, que ya llevaba un paño áspero atado entre las piernas y que sentía un dolor sordo en el estómago. Les fleurs, las había llamado su madre, flores especiales de Dios, un don del que no tenía que hablar porque la distinguía. Isabelle miró a su madre, que torcía el gesto ante las palabras de monsieur Marcel y que había abierto la boca como para hablar. Isabelle le tiró del brazo y su madre apretó los labios hasta convertirlos en una línea apenas visible.

Isabelle regresó después a casa entre su madre y su hermana Marie, los gemelos siguiéndolas más despacio. Los otros chicos de la aldea se rezagaron en un primer momento, cuchicheando. Finalmente, enardecido por la curiosidad, uno de ellos se acercó corriendo y agarró un mechón de los cabellos de Isabelle.

– ¿No le has oído, La Rousse? ¡Estas sucia! -gritó.

Isabelle lanzó un alarido. Petit Henri y Gérard se apresuraron a defenderla, contentos por fin de ser útiles. Al día siguiente -mucho antes que otras chicas de su edad- Isabelle empezó a usar pañuelo para la cabeza, ocultando así las hebras de color rojo.


Cuando cumplió los catorce años, crecían ya dos cipreses en un claro soleado cerca de la casa. En dos ocasiones Petit Henri y Gérard hicieron el viaje hasta Barre-les-Cévennes, una caminata de dos días, para traer los árboles. El primero fue el de Marie. Le creció tanto la tripa que todas las mujeres de la aldea dijeron que debían de ser mellizos; pero los dedos exploradores de su madre sólo encontraron una cabeza, aunque muy grande, hasta tal punto que le preocupó su tamaño.

– Ojalá fueran mellizos -le susurró a Isabelle-. El parto sería mucho más fácil.

Cuando llegó el momento, la madre de Marie hizo que se marcharan todos los varones: marido, padre y hermanos. Era una noche de frío glacial y el fuerte viento hacía que la nieve se amontonara contra la casa, contra los muros de piedra y contra las gavillas de centeno. Los hombres remolonearon junto al fuego hasta escuchar el primer alarido de Marie: pese a ser personas curtidas, acostumbradas a los aullidos de los cerdos durante la matanza, aquel grito tan humano los echó enseguida.

Isabelle ya había ayudado a su madre en otros partos, pero siempre en presencia de más mujeres que cantaban y narraban historias. Aquella vez el frío las había retenido en sus casas y estaban las dos solas. Isabelle miraba a su hermana que, inmóvil bajo el abultado vientre, tiritaba, sudaba y gritaba. El rostro crispado de su madre reflejaba ansiedad; hablaba muy poco.

Durante toda la noche Isabelle le dio la mano a su hermana, apretándosela durante las contracciones, al tiempo que le limpiaba el sudor de la frente con un paño húmedo. Rezó por ella, implorando en silencio a la Virgen y a santa Margarita que protegiesen a su hermana, sintiéndose todo el tiempo culpable: monsieur Marcel les había dicho que ni la Virgen ni los santos podían hacer nada y era inútil invocarlos. Pero ninguna, de sus palabras proporcionaba consuelo a Isabelle. Tan sólo las antiguas oraciones tenían sentido.

– La cabeza es demasiado grande -dictaminó la madre finalmente-. Tenemos que cortar.

– Non, maman -susurraron al unísono Marie e Isabelle, los ojos de la parturienta desorbitados y llenos de desesperación. Empezó a empujar de nuevo, llorando y jadeando. Isabelle oyó el ruido de la carne al rasgarse; y Marie lanzó un alarido de dolor antes de quedar fláccida y gris. La cabeza, negra y deforme, asomó en medio de un río de sangre, y cuando la abuela extrajo a la recién nacida ya estaba muerta, el cordón umbilical muy prieto en torno al cuello.

Los varones regresaron cuando vieron el fuego, nubes de humo que se alzaban en el aire matutino, procedentes de la paja ensangrentada.

Enterraron a madre e hija en un lugar soleado donde a Marie le gustaba sentarse cuando hacía buen tiempo. El ciprés se plantó sobre su corazón.

La sangre dejó un débil rastro en el suelo que nunca desapareció, por mucho que se barriera o se fregara.


El segundo árbol lo plantaron al verano siguiente. Sucedió en el momento de la puesta de sol, la hora de los lobos, cuando las mujeres no deben caminar solas. Isabelle y su madre habían atendido un nacimiento en Felgérolles. Parturienta y bebé sobrevivieron, rompiendo así una larga sucesión de muertes, comenzada con Marie y su hija. Aquella tarde se habían quedado un poco más, atendiendo a la comodidad de la madre y del pequeño, y escuchando los cantos y la conversación de las otras mujeres, de manera que el sol ya se había escondido detrás del Mont Lozère cuando la madre de Isabelle rechazó advertencias e invitaciones para pasar la noche y emprendieron el camino de regreso.

El lobo estaba tumbado en el camino como si las esperase. Madre e hija se detuvieron, depositaron en el suelo los sacos que llevaban y se santiguaron. El lobo no se movió. Lo contemplaron durante un momento, luego la madre recogió su saco y dio un paso hacia el animal. El lobo se incorporó e Isabelle pudo ver, pese a la oscuridad, que estaba muy flaco y que tenía sarnosa la piel gris. Le brillaban los ojos amarillos como si les hubieran encendido detrás una vela, y se movía con un trote extraño, desequilibrado. Sólo después de que estuviera tan cerca que la madre casi podía tocarle la piel grasienta extendiendo la mano, vio Isabelle la espuma en las comisuras de la boca y entendió. Todo el mundo había visto animales atacados por la locura: perros que corrían sin rumbo, el hocico salpicado de espuma, una malevolencia nueva en los ojos, ladridos ahogados. Evitaban el agua, y la protección más eficaz contra ellos, además del hacha, era un cubo lleno de líquido. Isabelle y su madre sólo llevaban consigo hierbas, ropa blanca y un cuchillo.

Al verlo saltar, la madre alzó los brazos de manera instintiva, lo que le prolongó la vida veinte días, si bien más tarde llegaría a lamentar que no le hubiera desgarrado la garganta rápida y piadosamente. Después de soltar la presa, cuando corría la sangre por el brazo de la víctima, el lobo miró unos instantes a Isabelle y se perdió en la oscuridad sin hacer el menor ruido.

Mientras la madre contaba a su marido y a sus hijos lo sucedido con el lobo que llevaba luces en los ojos, Isabelle le lavó la herida con una infusión de zurrón de pastor y la cubrió con telarañas antes de vendar el brazo con lana suave. La madre se negó a quedarse quieta e insistió en recoger las ciruelas, en trabajar en la huerta y en seguir viviendo como si no hubiera leído la verdad en los ojos del lobo. Al cabo de un día el antebrazo se le hinchó hasta doblar su tamaño y se le ennegreció la zona que rodeaba la herida. Isabelle preparó una tortilla, le añadió romero y salvia, y rezó en silencio. Cuando se la llevó a su madre, se echó a llorar. La enferma tomó el plato que se le ofrecía y se comió la tortilla bocado tras bocado, hasta acabarla, sin apartar los ojos de Isabelle, sintiendo el sabor de la muerte en la salvia.

Quince días después, cuando la madre de Isabelle bebía agua, la garganta empezó a contraérsele de manera espasmódica, y el líquido se le derramó por el delantero del vestido. Contempló la mancha negra que se le extendía por el pecho y luego se sentó al sol del final del verano en el banco vecino a la puerta.

La fiebre llegó deprisa y con tanta violencia que Isabelle rezó para que la muerte liberase a su madre con la misma rapidez. Pero la enferma luchó, sudando y gritando en el delirio, por espacio de cuatro días. Al final, cuando llegó el sacerdote de Le Pont de Montvert para administrar los sacramentos a la moribunda, Isabelle cruzó el umbral con una escoba y escupió al clérigo hasta que se marchó. Sólo cuando apareció monsieur Marcel dejó caer la escoba y se apartó para dejarlo pasar.

Cuatro días después regresaron los gemelos con el segundo ciprés.


La multitud congregada delante de la iglesia no estaba acostumbrada al triunfo, ni familiarizada con la manera de llevar a cabo una celebración. El cura se había escabullido, por fin, tres días antes. Tenían la seguridad de que no volvería: Pierre La Forêt, el leñador, lo había visto a bastantes kilómetros de distancia, llevando a la espalda todas las posesiones que era capaz de transportar.

La primera nieve del invierno cubría las partes llanas del suelo con una gasa muy fina, interrumpida en distintos sitios por hojas y piedras. Caería más, con el cielo septentrional del color del peltre, incluso más allá de la cumbre del Mont Lozére. Una capa blanca descansaba también sobre las gruesas tejas de granito del techo de la iglesia. El edificio estaba vacío. No se había dicho misa desde la cosecha: la asistencia fue disminuyendo a medida que monsieur Marcel y sus seguidores se sentían más seguros.

Isabelle escuchaba, junto con sus vecinos, a monsieur Marcel, que, con la severidad que le daba la ropa negra y el pelo canoso, se paseaba por delante de la puerta. Sólo las manos manchadas de rojo debilitaban su autoridad, un recuerdo para todos ellos de que no era, después de todo, más que un simple zapatero remendón.

Al hablar miraba fijamente a un punto por encima de las cabezas de la multitud.

– Este lugar de culto ha sido escenario de corrupción. Pero ahora se encuentra en buenas manos, las vuestras -hizo un gesto como de sembrar.

Un murmullo se alzó de la multitud.

– Hay que purificarlo -continuó-. Purificarlo de sus pecados, de estos ídolos -agitó una mano en dirección al edificio que tenía detrás. Isabelle alzó la vista a la Virgen, desvaído el azul de la hornacina, pero todavía capaz de conmoverla. Ya se había tocado la frente y el pecho antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, pero consiguió detenerse antes de completar la señal de la cruz. Miró a su alrededor para ver si alguien había advertido el gesto. Sus vecinos, afortunadamente, miraban a monsieur Marcel y lo llamaban mientras cruzaba entre ellos y seguía colina arriba hacia la masa de nubes oscuras, las manos rojizas a la espalda. No se volvió para mirar atrás.

Cuando hubo desaparecido, la multitud gritó con más fuerza y manifestó mayor inquietud. Alguien gritó: «¡La ventana!». Otras voces repitieron el grito. Sobre la puerta, en una ventanita circular, se hallaba la única vidriera que conocían los aldeanos. El duque de l'Aigle la había instalado detrás del nicho hacía tres veranos, muy poco antes de que Calvino lo tocara con la Verdad. Desde fuera la ventana parecía de un color marrón apagado, pero desde el interior era verde, amarilla y azul, con un puntito rojo en la mano de Eva. El Pecado. Isabelle no había entrado en la iglesia desde hacía mucho tiempo, pero recordaba bien la escena. La mirada concupiscente de Eva, la sonrisa de la serpiente, la vergüenza de Adán.

Si la hubieran visto una vez más, si el sol hubiera iluminado los colores como un campo lleno de flores estivales, su belleza podría haberla salvado. Pero no lucía el sol y era imposible entrar en la iglesia: el cura había colocado un candado de grandes dimensiones en la puerta. Los aldeanos nunca habían visto uno, varias personas lo examinaron, tiraron de él, ignorantes de su mecanismo. Habría que recurrir a un hacha, utilizada con cuidado, para no destrozarlo.

Sólo el saber que la ventana tenía valor los contenía. Pertenecía al duque, a quien entregaban la cuarta parte de sus cosechas, y de quien recibían protección y la seguridad de unas palabras susurradas en el oído del rey. La vidriera y la estatua eran regalos suyos. Quizá los valorase todavía. Nadie supo con seguridad quién tiró la piedra, aunque después varios se atribuyeron la hazaña. El proyectil alcanzó la vidriera en el centro y la hizo añicos al instante. Fue un ruido tan extraño que la multitud enmudeció. No habían oído nunca cómo sonaba un cristal al romperse. Durante el momento de calma un niño corrió a recoger un fragmento de la vidriera, lanzó un aullido de inmediato y lo dejó caer.

– ¡Me ha mordido! -exclamó, mostrando un dedo ensangrentado.

Los gritos se reanudaron. La madre del pequeño se apresuró a estrecharlo contra su pecho.

– ¡El demonio! -chilló-. ¡Ha sido el demonio!

Etienne Tournier, cabellos como heno tostado, se adelantó con un largo rastrillo. Se volvió para mirar a su hermano mayor, Jacques, que asintió con la cabeza. Etienne alzó los ojos a la estatua y gritó:

– ¡La Rousse!

La multitud se movió, apartándose hasta dejar sola a Isabelle. Etienne se volvió con una sonrisita en los labios, ojos de color azul claro que se posaron sobre ella como unos brazos que la apretaran.

Etienne deslizó una mano mango abajo y levantó el rastrillo, hasta colocar los dientes de metal delante de la muchacha. Se miraron el uno al otro. La multitud guardaba silencio. Finalmente Isabelle agarró los dientes del rastrillo; mientras Etienne y ella lo sostenían cada uno por un extremo, Isabelle sintió que se le encendía un fuego en el bajo vientre.

Etienne sonrió y soltó el rastrillo, con lo que su extremo rebotó contra el suelo. Isabelle sujetó el mango y empezó a bajar las manos, alzando en el aire los dientes del rastrillo hasta alcanzar a Etienne. Mientras ella miraba a la Virgen, Etienne dio un paso atrás y desapareció de su lado. Isabelle sentía la presión de la multitud, amontonados otra vez, inquietos, murmurando.

– ¡Hazlo, La Rousse! -gritó alguien-. ¡A qué esperas!

Entre la multitud, los hermanos de Isabelle no alzaban los ojos del suelo. La muchacha no veía a su padre, pero aunque estuviera allí tampoco podía ayudarla.

Respiró hondo y alzó el rastrillo. Un gritó se levantó con él, y a Isabelle le tembló el brazo. Dejó que los dientes se apoyaran en la pared a la izquierda del nicho y miró a su alrededor, a la multitud de brillantes rostros enrojecidos, que ahora le parecía no haber visto nunca, llenos de dureza y frialdad. Alzó el rastrillo, lo apoyó contra la base de la estatua y empujó. Pero la Virgen no se movió.

Los gritos se hicieron más ásperos cuando empezó a empujar con más fuerza, las lágrimas quemándole los ojos. El Niño miraba el cielo distante, pero Isabelle sentía fijos en ella los ojos de la Virgen.

– Perdóname -susurró. Luego levantó el rastrillo y lo lanzó con toda la fuerza de que disponía contra la estatua. El metal golpeó la piedra con un ruido sordo, pero cortó sólo el rostro de la Virgen; al caerle encima los trozos, la multitud se rió de Isabelle a carcajadas. Movida por la desesperación alzó de nuevo el rastrillo. La argamasa se soltó con el nuevo golpe y la estatua se balanceó un poco.

– ¡Otra vez, La Rousse! -gritó una mujer.

No lo puedo hacer de nuevo, pensó Isabelle, pero el espectáculo de los rostros enrojecidos la obligó a alzar una vez más el rastrillo. La estatua de la mujer sin rostro con el niño en brazos se inclinó hacia adelante y acabó por caer: la cabeza de la Virgen golpeó primero el suelo y saltó hecha pedazos, seguida por el cuerpo. Con el impacto de la caída el Niño se separó de su madre y quedó tendido en el suelo mirando a lo alto. Isabelle dejó caer el rastrillo y se tapó la cara con las manos. Se oyeron vítores ruidosos y silbidos y la multitud se adelantó para rodear la estatua rota.

Cuando Isabelle retiró las manos de la cara tenía delante a Etienne, que sonrió triunfante, extendió las manos y le apretó los pechos. Luego se unió a la multitud para arrojar estiércol al nicho azul.

Nunca volveré a ver un color así, pensó Isabelle.


No resultó nada difícil convencer a Petit Henri y a Gérard. Aunque Isabelle echó la culpa a la capacidad de persuasión de monsieur Marcel, sabía en el fondo de su corazón que se habrían ido de todos modos, incluso sin las palabras melifluas del predicador.

– Dios os sonreirá -había dicho solemnemente- Os ha elegido para esta guerra. Para luchar por vuestro Dios, vuestra religión, vuestra libertad. Regresaréis convertidos en hombres valerosos y fuertes.

– Si es que volvéis -murmuró muy disgustado Henri du Moulin. Sólo le oyó Isabelle. Su padre arrendaba dos campos de centeno y dos de patatas, así como un hermoso castañar. Criaba cerdos y mantenía un rebaño de cabras. Necesitaba a sus hijos; no podía cultivar la tierra sin más ayuda que la de Isabelle.

– Trabajaré menos campos -le dijo-. Sólo uno de centeno; cederé parte del rebaño y unos cuantos cerdos. Así sólo necesitaré un patatal para alimentarlos. Conseguiré otra vez más bestias cuando regresen los gemelos.

No volverán, pensó Isabelle. Había visto cómo les brillaban los ojos al marcharse con otros muchachos de Mont Lozére. Irían a Toulouse, a París, a Ginebra para ver a Calvino. Irían a España, donde los hombres tienen la piel morena, o al océano en el límite del mundo. Pero aquí, no; no volverán a nuestro pueblo.

Una noche se armó de valor mientras su padre, sentado junto al fuego, afilaba la reja del arado.

– Papá -se atrevió a decir-. Si me casara, mi marido y yo podríamos vivir aquí y trabajar contigo.

Henri du Moulin la hizo callar con una palabra.

– ¿Quién? -preguntó, la piedra de afilar suspendida sobre la reja. La habitación había enmudecido sin el rítmico sonido del metal contra la piedra.

Isabelle apartó el rostro.

– Sólo estamos tú y yo, ma petíte -su tono era ecuánime-. Pero Dios es más amable de lo que piensas.


Isabelle se agarró el cuello con nerviosismo, todavía en la boca el sabor de la comunión: el pan áspero y seco cuyo gusto persistía en el fondo de la garganta mucho después de haberlo tragado. Etienne echó mano al turbante de la muchacha. Encontró el extremo, se lo enrolló en la mano y tiró con fuerza. Isabelle empezó a dar vueltas, girando y girando a medida que la tela se le separaba de la cabeza y le soltaba los cabellos. Veía a Etienne a fogonazos con una sonrisa decidida en el rostro, y luego los castaños de su padre, las castañas todavía pequeñas y verdes e imposibles de alcanzar.

Al librarse por completo de la tela, Isabelle tropezó, recobró el equilibrio y vaciló. Miró de frente al joven, pero dio unos pasos hacia atrás. Etienne la alcanzó en dos zancadas, la derribó y se tumbó encima. Con una mano le alzó el vestido, al tiempo que -a manera de peine- enterraba los dedos extendidos de la otra entre los cabellos de Isabelle, envolviéndose la mano con ellos, como había hecho con la tela un momento antes, hasta que su puño descansó sobre la nuca de Isabelle.

– La Rousse -murmuró-. Me has evitado durante mucho tiempo. ¿Estás lista?

Isabelle vaciló primero, pero luego asintió. Etienne le empujó la cabeza hacia atrás para alzarle la barbilla y juntar así las dos bocas.

Pero aún tengo en la boca la comunión de Pentecostés, pensó Isabelle, y esto es el Pecado.


Los Tournier eran la única familia, desde Mont Lozére a Florac, que poseía una Biblia. Isabelle la había visto en los servicios religiosos, cuando Jean Tournier la llevó envuelta en un paño y se la pasó ostentosamente a monsieur Marcel. Inquieto, no la perdió de vista durante toda la ceremonia. Había pagado mucho por ella.

Monsieur Marcel enlazó las manos y sostuvo el libro en la cuna de sus brazos, apoyado sobre la curva de la tripa. Mientras leía se balanceaba de un lado a otro como si estuviera borracho, aunque Isabelle sabía que no era posible, puesto que había prohibido el vino. Los ojos del predicador se movieron de izquierda a derecha y en su boca aparecieron palabras, pero para Isabelle no quedó claro cómo llegaban hasta allí.

Una vez establecida la Verdad en el interior de la antigua iglesia, monsieur Marcel hizo que le trajeran una Biblia de Lyon, y el padre de Isabelle preparó un atril de madera para sostenerla. A partir de entonces no se volvió a ver la Biblia de Tournier, aunque Etienne siguiera presumiendo de ella.

– ¿De dónde vienen las palabras? -le preguntó un día Isabelle después del servicio, sin hacer caso de los ojos fijos en ellos, de la mirada iracunda de Hannah, la madre de Etienne-. ¿Cómo las saca de la Biblia monsieur Marcel?

Etienne jugueteaba pasándose una piedra de una mano a otra. Al lanzarla lejos hizo crujir las hojas caídas antes de detenerse.

– Vuelan -replicó con decisión-. Monsieur Marcel abre la boca y las marcas negras del papel le vuelan tan deprisa hasta la boca que no se ven. Luego las escupe.

– ¿Sabes leer?

– No; pero sí escribir.

– ¿Qué escribes?

– Pongo mi nombre. Y también el tuyo -añadió, seguro de sí mismo.

– Déjame verlo. Enséñame.

Etienne sonrió, mostrando a medias los dientes. Con la mano se apoderó de un trozo de la falda de Isabelle y tiró.

– Te enseñaré, pero tienes que pagar -dijo en voz baja, los ojos tan entornados que apenas se le veía el azul.

Otra vez el Pecado: las hojas de los castaños crepitando en sus oídos, miedo y dolor, pero también la terrible emoción de sentir debajo el suelo y, sobre su cuerpo, el peso del de Etienne.

– Sí -dijo finalmente, apartando los ojos-. Pero enséñame antes.

Etienne tuvo que conseguir los materiales a escondidas: la pluma de un cernícalo, con la punta cortada y afilada; la esquina de pergamino robada de una de las páginas de la Biblia; un hongo seco que se convertiría en negro al mezclarlo con agua sobre una lámina de pizarra. Luego se llevó a Isabelle a la montaña, lejos de las granjas, a una roca de granito con una superficie plana que les llegaba a la cintura. Los dos se inclinaron sobre ella.

Como por arte de magia, Etienne trazó seis marcas hasta formar ET.

Isabelle lo miró fijamente.

– Quiero escribir mi nombre -dijo. Etienne le pasó la pluma y se colocó detrás de ella, su cuerpo apretado contra el de la muchacha a todo lo largo de la espalda. Isabelle sentía el bulto cada vez más prominente en la parte inferior del vientre del joven y una chispa de deseo temeroso la atravesó velozmente. Etienne colocó su mano sobre la de Isabelle y la guió primero a la tinta y luego al pergamino, empujándola hasta reproducir las seis marcas. ET, escribió. Isabelle comparó las dos.

– Pero son las mismas -dijo, desconcertada- ¿Cómo pueden ser tu nombre y el mío al mismo tiempo?

– Lo has escrito tú, luego es tu nombre. ¿No lo sabías? Las marcas son de quien las escribe.

– Pero… -dejó de hablar y mantuvo abierta la boca, esperando a que las marcas le volaran hasta allí. Pero cuando habló, pronunció el nombre de Etienne, y no el suyo

Ahora tienes que pagar -dijo su profesor, sonriendo. La empujó contra la roca, se colocó detrás, le levantó la falda y se bajó los calzones. Le separó las piernas con las rodillas y con la mano las mantuvo apartadas de manera que pudiera penetrarla de repente, con un rápido empujón. Isabelle se agarró a la roca mientras Etienne avanzaba contra ella. Luego, con un grito, le empujó los hombros, obligándola a inclinarse de manera que su rostro y su pecho se aplastaran con fuerza contra la roca.

Al apartarse Etienne, Isabelle se incorporó, temblorosa. El pergamino se le había pegado a la mejilla y revoloteó hasta el suelo. Etienne la miró y sonrió.

– Ahora tienes tu nombre en la cara -dijo.


Aunque no se hallaba lejos de la de su padre, río abajo, Isabelle no había entrado nunca en la granja de los Tournier. Era la más grande de la zona, aparte de la del duque, situada aún más abajo en el valle, a medio día de camino hacia Florac. Se decía que había sido construida cien años atrás, con añadidos a lo largo del tiempo: una pocilga, una era, un techo de tejas para reemplazar el bálago. Jean y su prima Hannah se habían casado tarde, tenían sólo tres hijos y eran prudentes, poderosos y distantes. Las visitas a su hogar a última hora de la tarde eran poco frecuentes.

A pesar de su influencia, el padre de Isabelle nunca había ocultado su desprecio por los Tournier.

– Se casan entre primos -se mofaba Henri du Moulin-. Dan dinero a la iglesia, pero no regalarían una castaña mohosa a un mendigo. Y se besan tres veces, como si dos no fueran suficientes.

La granja, con forma de L, se extendía por una ladera y tenia la entrada en la intersección, cara al sur. Etienne condujo a Isabelle al interior. Sus padres y dos jornaleros estaban sembrando; Susanne, su hermana, trabajaba al fondo de la huerta.

Dentro todo estaba tranquilo y en silencio. Isabelle sólo oía los gruñidos apagados de los cerdos. Admiró la cochiquera y el establo, dos veces mayor que el de su padre. Se detuvo en la amplia cocina y cuarto común y tocó suavemente la larga mesa de madera con las yemas de los dedos como para tranquilizarse. La habitación estaba limpia, recién barrida, ollas y sartenes colgadas de las paredes a intervalos regulares. El hogar ocupaba todo un extremo, y era tan grande que toda su familia y los Tournier cabrían dentro; toda su familia antes de que empezara a perderla. Su hermana, muerta. Su madre, muerta. Sus hermanos, soldados. Sólo quedaban su padre y ella.

– La Rousse.

Se dio la vuelta, vio los ojos de Etienne, su manera de andar, y retrocedió hasta que el granito le tocó la espalda. Él dio otros tantos pasos y le puso las manos en las caderas.

– Aquí no -dijo Isabelle-. No en casa de tus padres, sobre el hogar. Si tu madre…

Etienne dejó caer las manos. Mencionar a su madre bastaba para calmarlo.

– ¿Se lo has preguntado?

Isabelle no recibió respuesta. Los anchos hombros de Etienne se hundieron y apartó la vista hacia un rincón.

– No les has dicho nada.

– Cumpliré pronto los veinticinco y entonces podré hacer lo que quiera. No necesitaré permiso.

Claro está que no quieren que nos casemos, pensó Isabelle. Mi familia es pobre, no tenemos nada, y ellos son ricos, poseen una Biblia, un caballo, saben escribir. Se casan entre primos, son amigos de monsieur Marcel. Jean Tournier es el representante del duque de l'Aigle, y se encarga de cobrarnos los impuestos. Nunca aceptarán como nuera a una muchacha a la que llaman La Rousse.

– Podríamos vivir con mi padre -sugirió Isabelle-. Su vida ha sido muy dura desde que se marcharon mis dos hermanos. Necesita…

– Jamás.

– Así que tenemos que vivir aquí.

– Si.

– Sin el consentimiento de tus padres.

Etienne cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra, se recostó contra el borde de la mesa y se cruzó de brazos. Luego la miró a los ojos.

– Si no les gustas -dijo en voz baja-, la culpa la tienes tú, La Rousse.

A Isabelle se le tensaron los brazos y apretó los puños.

– ¡No he hecho nada malo! -exclamó-. También creo en la Verdad.

Etienne sonrió.

– Pero eres devota de la Virgen, ¿no es cierto?

Isabelle bajó la cabeza, sin dejar de apretar los puños.

– Y tu madre era bruja.

– ¿Qué has dicho? -susurró Isabelle.

– El lobo que mordió a tu madre lo había enviado el diablo para llevársela. Y están todos esos niños que nacieron muertos.

Lo miró furiosa.

– ¿Crees que mi madre mató a su hija y a su nieta?

– Cuando seas mi mujer -dijo Etienne-, no ejercerás de comadrona -la tomó de la mano y la llevó hacia el establo, lejos de la cocina paterna.

– ¿Por qué me quieres a mí? -preguntó en voz tan baja que él no la oyó. Se contestó ella misma: porque soy la que más odia su madre.


El cernícalo se inmovilizó en el aire encima de su cabeza, aleteando contra el viento. Gris: macho. Isabelle entornó los ojos. No, castaño rojizo, el color de su pelo: hembra.

Sin ayuda de nadie había aprendido a flotar boca arriba sobre el agua, moviendo suavemente los brazos extendidos, pechos aplanados, cabellos que flotaban en el río como hojas en torno a su rostro. Miró de nuevo hacia lo alto. El cernícalo se disponía a zambullirse a su derecha. El breve momento del impacto quedó oculto por un matorral de retama. Cuando la rapaz apareció de nuevo llevaba en el pico una criatura diminuta, un ratón de campo o un gorrión. Remontó el vuelo veloz y enseguida se perdió de vista.

Isabelle se incorporó bruscamente, acuclillándose sobre la larga roca lisa del fondo del río, y los pechos recobraron su redondez. Los sonidos no salían de ningún sitio en concreto, un tintineo aquí y allá, hasta unirse de repente y formar un coro de cientos de esquilas. Los trashumantes: el padre de Isabelle había pronosticado que llegarían al cabo de dos días. Debían de tener buenos perros aquel verano. Si no se apresuraba la rodearían cientos de ovejas. Se levantó deprisa y se dirigió con cuidado hacia la orilla, donde se quitó el agua de la piel con una mano abierta y se escurrió el pelo. Aquel pelo que tanta vergüenza le daba. Se puso la camisa y el vestido y ocultó los cabellos bajo un amplio trozo de tela blanca.

Se estaba remetiendo el extremo de la tela cuando se quedó quieta al sentir que unos ojos la espiaban. Examinó todo lo que pudo de la tierra circundante sin mover la cabeza, pero no descubrió nada. Las esquilas aún sonaban lejos. Se buscó con los dedos mechones sueltos y los empujó bajo la tela, luego dejó caer los brazos, se remangó la falda y echó a correr por el camino que seguía el curso del río. Pronto lo abandonó para cruzar un campo de retamas achaparradas y de brezos.

Alcanzó la cima de una colina y contempló la otra vertiente. Mucho más abajo ondulaba un campo con las ovejas que ascendían por la ladera. Dos pastores, uno delante, otro detrás, y un perro a cada lado, mantenían unido al rebaño. De cuando en cuando unos cuantos animales se desmandaban, pero enseguida regresaban, empujados por los perros. Debían de llevar cinco días caminando ya, desde Alés, pero tampoco en aquella última cumbre daban señales de cansancio. Tendrían todo el verano para reponerse.

Por encima de las esquilas, Isabelle oía los silbidos y los gritos de los hombres, los ladridos imperiosos de los perros. El pastor que iba delante alzó la vista, mirándola directamente al parecer, y silbó de manera estridente. De inmediato un joven salió de detrás de una roca a su derecha, no más allá de un tiro de piedra. Era pequeño y nervudo, sudaba mucho y estaba muy tostado por el sol. Llevaba un bastón y el zurrón de cuero de los pastores y se cubría con una gorra muy ajustada, con rizos negros que se le escapaban por debajo del borde. Al sentir sus ojos oscuros, Isabelle supo que la había visto en el río. El joven le sonrió, amistoso, cómplice, y por un momento la muchacha sintió la caricia del río sobre su cuerpo. Bajó la vista, se apretó los pechos con los codos y no pudo devolverle la sonrisa.

El pastor inició con un salto el descenso colina abajo. Isabelle lo estuvo mirando hasta que se reunió con el rebaño, y acto seguido huyó.


– Hay un niño aquí -Isabelle se puso una mano sobre el vientre y miró desafiante a Etienne.

Al instante los ojos pálidos del otro se oscurecieron como si la sombra de una nube cruzase un campo. La miró con dureza, calculador.

– Se lo voy a contar a mi padre, luego tenemos que decírselo a los tuyos -Isabelle tragó saliva-. ¿Qué dirán?

– Ahora nos dejarán casarnos. Empeoraría las cosas que dijeran no, contigo embarazada.

– Creerán que lo he hecho adrede.

– ¿Y no es cierto? -sus ojos buscaron los de Isabelle. Había frialdad en ellos.

– Fuiste tú quien quiso el Pecado, Etienne.

– Ah, y tú también, La Rousse.

– Ojalá estuviera aquí mi madre -dijo ella en voz baja-. Y Marie.


Su padre hizo como si no la hubiese oído. Se sentó en el banco junto a la puerta y raspó una rama con la navaja; estaba haciendo un mango nuevo para la azada que había roto aquel mismo día. Isabelle se detuvo delante del cabeza de familia. Había hablado en voz tan baja que empezó a pensar que tendría que repetir lo que había dicho. Tenía ya la boca abierta para hablar cuando Henri du Moulin dijo:

– Todos me habéis dejado.

– Lo siento, papá. Etienne dice que no quiere vivir aquí.

– Tampoco tendría yo a un Tournier en mi casa. Esta granja no será tuya cuando me muera. Te daré la dote, pero dejaré la granja a mis sobrinos de l'Hôpital. Ningún Tournier se quedará con mi tierra.

– Los gemelos volverán de las guerras -sugirió Isabelle, conteniendo las lágrimas.

– No. Morirán. Son agricultores, no soldados. Lo sabes bien. Dos años y ni una palabra. Son muchos los que han pasado por aquí procedentes del norte y seguimos sin noticias suyas.

Isabelle dejó a su padre delante de la casa, cruzó los campos y siguió junto al río hasta llegar a la granja de los Tournier. Era tarde, pesaba más la oscuridad que la luz, las sombras se alargaban sobre las colinas y sobre los campos aterrazados llenos de centeno a medio crecer. Una bandada de estorninos cantaba en los árboles. El camino entre las dos granjas parecía largo ahora, con la madre de Etienne al final. Los pasos de Isabelle se hicieron más lentos.

Había llegado a la cleda de los Tournier -que estaba vacía porque las castañas de la temporada se habían secado tiempo atrás-, cuando vio la sombra gris salir tímidamente de entre los árboles para situarse en el camino.

– Sainte Vierge, aide-moi -rezó maquinalmente. Contempló al lobo que la vigilaba, sus ojos amarillos brillantes a pesar de la penumbra. Cuando el animal empezó a moverse hacia ella, Isabelle oyó una voz interior: «No dejes que te pase también a ti».

Se agachó para recoger una rama grande. El lobo se detuvo. Isabelle se incorporó y avanzó, agitando la rama y gritando. El lobo empezó a retroceder y, cuando Isabelle fingió arrojarle la rama, se dio la vuelta y se alejó de lado, desapareciendo entre los árboles.

Isabelle corrió hasta salir del bosque y atravesó un campo cultivado, el centeno cortándole las pantorrillas. Llegó pronto a la roca con forma de seta que marcaba el límite de la huerta de los Tournier y se detuvo a recobrar el aliento. Había perdido el miedo a la madre de Etienne.

– Gracias, mamá-dijo en voz muy baja-. No lo olvidaré.

Jean, Hannah y Etienne estaban sentados junto al fuego mientras Susanne retiraba de la mesa la última de sus bajanas, la misma sopa de castañas que Isabelle había servido poco antes a su padre, junto con pan moreno, de olor dulce. Los cuatro se quedaron quietos cuando entró Isabelle.

– ¿Qué sucede, La Rousse? -le preguntó Jean Tournier cuando se detuvo en el centro de la habitación, la mano una vez más sobre la mesa, como para asegurarse un sitio entre ellos.

Isabelle no dijo nada y se limitó a mirar fijamente a Etienne. El joven terminó por ponerse en pie y fue a colocarse a su lado. Ella hizo un gesto de asentimiento y él se volvió hacia sus padres.

El silencio era total. El rostro de Hannah parecía hecho de granito.

– Isabelle va a tener un hijo -explicó Etienne en voz baja-. Con el permiso de ustedes, quisiéramos casarnos.

Era la primera vez que usaba el nombre de pila de la hija de Henri du Moulin.

La voz de Hannah se alzó penetrante.

– ¿De quién es el hijo que llevas en el vientre, La Rousse? No de Etienne.

– Sí que es de Etienne.

– ¡No!

Jean Tournier colocó las manos sobre la mesa y se puso en pie. Los cabellos plateados, muy lisos sobre el rostro descarnado, se le pegaban al cráneo como una gorra. No dijo nada, pero su mujer guardó silencio y se recostó. Jean miró a Etienne. Hubo una larga pausa antes de que el joven hablara.

– Es hijo mío. Nos casaremos de todas formas cuando cumpla los veinticinco. Pronto.

Jean y Hannah se miraron.

– ¿Qué dice tu padre? -le preguntó Jean a Isabelle.

– Ha consentido y me dará la dote -no mencionó lo mucho que aborrecía a los Tournier.

– Sal y espera fuera, La Rousse -dijo Jean sin levantar la voz-. Ve con ella, Susanne.

Las muchachas se sentaron en el banco junto a la puerta. No se trataban apenas desde niñas. Muchos años atrás, antes incluso de que los cabellos de Isabelle se volvieran rojos, Susanne jugaba con Marie y ayudaba a las hermanas con el heno y con las cabras, además de chapotear en el río.

Durante un rato miraron en silencio hacia el valle.

– He visto a un lobo junto a la cleda -dijo Isabelle de repente.

Susanne se la quedó mirando, los ojos muy abiertos. Tenía la cara larga y la nariz puntiaguda de su padre.

– ¿Qué has hecho?

– Espantarlo con un palo -sonrió, satisfecha consigo misma.

– Isabelle…

– ¿Qué?

– Sé que mamá está disgustada, pero me alegro de que vengas a vivir con nosotros. Nunca he creído lo que decían de ti, sobre tu pelo y… -guardó silencio.

Isabelle no le preguntó nada.

– Y aquí vivirás tranquila. Esta casa es segura, protegida por…

Se detuvo de nuevo, miró hacia la puerta e inclinó la cabeza. Isabelle descansó la vista sobre el relieve en sombra de las colinas distantes.

Será siempre así, pensó. Silencio en esta casa.

La puerta se abrió para dar paso a Jean y a Etienne con una antorcha chisporroteante y un hacha.

– Volveremos contigo, La Rousse -dijo el cabeza de familia-. He de hablar con tu padre.

Dio un trozo de pan a Etienne.

– Comedlo juntos y daos la mano.

Etienne partió el pan en dos y dio a Isabelle la parte más pequeña. La muchacha se la metió en la boca y le dio la mano. Los dedos de Etienne estaban fríos. A ella el pan se le pegó a la garganta como un susurro.


Petit Jean nació ensangrentado y se convirtió en un niño intrépido.

Jacob nació azul y era un niño tranquilo: ni siquiera gritó al palmearle Hannah la espalda para que empezase a respirar.


Isabelle flotaba otra vez en el río, muchos veranos después. Quedaban marcas en su cuerpo de los dos partos, y otro embarazo le sacaba el vientre del agua. La criatura que llevaba dentro le dio una patada, e Isabelle se abrazó la tripa con las manos.

– Te lo ruego, permite que la Virgen me dé una hija -rezó-. Y cuando nazca le pondré Marie, como mi hermana. Me pelearé con todo el mundo para llamarla así.

En aquella ocasión no hubo aviso alguno: ni esquilas, ni sensación de ojos que la mirasen. El pastor estaba allí, acuclillado a la orilla del río. Isabelle se incorporó y lo miró. No se cubrió los pechos. Tenía el mismo aspecto, un poco mayor, con una cicatriz muy larga en el lado derecho de la cara, desde el pómulo hasta la barbilla, tocándole la comisura de la boca. Isabelle habría correspondido esta vez a la sonrisa del pastor, pero no sonrió. Se limitó a hacerle una inclinación de cabeza, ahuecó las manos, se roció la cara con agua, luego se dio la vuelta y echó a andar en dirección al nacimiento del río.

Marie nació acompañada de gran abundancia de líquido transparente, y con los ojos abiertos. Era una niña optimista.

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