Me despertó el humo o el aire frío que entraba por la ventanilla abierta. Al abrir los ojos vi el resplandor naranja de un cigarrillo encendido, luego la mano que lo sostenía, apoyada en el volante. Sin mover la cabeza seguí el brazo hasta el hombro y luego hasta el perfil. Miraba por encima del volante como si todavía estuviese conduciendo, pero el coche no se movía, el motor apagado, ni siquiera se oía el ruido que aún hace nada más cerrar la llave de contacto. No tenía ni idea del tiempo que llevábamos allí.
Estaba acurrucada de costado en el asiento vecino al conductor, mirándolo, la mejilla aplastada contra la tosca trama del reposacabezas; el pelo se me había caído sobre la cara y me había entrado en la boca. Miré por el hueco entre los asientos; la Biblia estaba en el de atrás, dentro de una bolsa de plástico.
Aunque no me había movido ni había hablado, Jean-Paul volvió la cabeza. Nos estuvimos mirando mucho tiempo sin decir nada. El silencio era agradable, aun que no sabía en qué pensaba él: su rostro no carecía de expresión, pero tampoco era un libro abierto.
Cuánto tiempo lleva superar dos años de matrimonio? ¿Otros dos de una relación nueva? Nunca había tenido tentaciones; una vez que encontré a Rick di por terminado el proceso. Había escuchado las confidencias de mis amigas sobre su búsqueda del hombre perfecto, sus citas desastrosas, sus desengaños, sin ponerme nunca en su lugar. Era como ver un documental de promoción turística sobre un país al que sabes que no irás nunca, Albania, Finlandia o Panamá. Ahora, sin embargo, me parecía tener en la mano un billete de avión para Helsinki.
Le puse una mano en el brazo. La piel estaba tibia. Moví la mano por encima del pliegue del codo y el aro de tela de la camisa arremangada. A mitad de camino hacia el hombro, todavía sin estar segura de lo que iba a hacer a continuación, Jean-Paul me cubrió la mano con la otra suya, deteniéndola en la curva del bíceps.
Sin soltarle el brazo, me incorporé en el asiento y me aparté el pelo de la cara. La boca me sabía a las aceitunas de los martinis que Mathilde había pedido para mí por la tarde. La chaqueta negra de Jean-Paul me cubría los hombros; era suave y olía a cigarrillos, hojas y piel tibia. Nunca me había puesto las americanas de Rick: era mucho más alto y ancho que yo, por lo que sus chaquetas hacían que pareciese una caja y las mangas me inmovilizaban los brazos. Ahora tenía la sensación de llevar algo que era mío desde hacía años.
Antes, cuando estábamos con los otros en el bar, Jean-Paul y yo habíamos hablado en francés todo el tiempo, y me había jurado que seguiría haciéndolo. De manera que dije: «Nous sommes arrivés chez nous?», e inmediatamente me arrepentí. Lo que había dicho era correcto gramaticalmente, pero el chez nous parecía indicar que vivíamos juntos. Como tantas otras veces con mi francés, mi control sólo se extendía al significado literal, pero no a las connotaciones de las palabras.
Si Jean-Paul advirtió aquella implicación gramatical, no lo dejó traslucir.
– Non, le Fina -dijo.
– Gracias por conducir -continué, en francés
– No tiene importancia. ¿Puedes seguir tú?
– Sí -me sentía perfectamente despejada de repente, y centrada en la presión de su mano sobre la mía-. Jean-Paul -empecé, deseosa de decir algo, pero sin saber qué.
No respondió durante unos instantes. Luego dijo:
– Nunca llevas colores vivos.
Me aclaré la garganta.
– No, la verdad es que no. No desde que era adolescente.
– Ah. Goethe decía que los colores vivos sólo les gustan a los niños y a las personas sencillas.
– ¿Eso es un cumplido? Me gustan las fibras naturales, eso es todo. Algodón y lana y sobre todo… ¿cómo se llama esto en francés? -me señalé la manga con un gesto; Jean-Paul separó su mano de la mía y frotó la tela entre índice y pulgar, rozándome la piel descubierta con los otros dedos.
– Le lin. ¿Y en inglés?
– Lino. Siempre llevo lino, sobre todo en verano. Queda mejor con colores naturales, blanco y marrón y… -la voz se me fue apagando. El vocabulario sobre colores de telas no era uno de mis puntos fuertes en francés; ¿cuáles eran las palabras para piedra pómez, caramelo, marrón rojizo, crudo, sepia, ocre?
Jean-Paul soltó la manga y volvió a colocar su mano en el volante. Contemplé la mía, perdida sobre su brazo, después de haber superado tantas inhibiciones para llegar hasta allí, y tuve ganas de llorar. A regañadientes la retiré y me la puse bajo el otro brazo, cubriéndome mejor los hombros con su chaqueta y volviéndome para mirar de frente. ¿Por qué estábamos allí, hablando de mi ropa? Tenía frío; me quería ir a casa.
– Goethe -resoplé, clavando los tacones en el suelo y empujando, impaciente, con la espalda el respaldo del asiento.
– ¿Qué pasa con Goethe?
Caí en el inglés.
– Tenías que sacar a alguien como Goethe en este momento.
Jean-Paul tiró por la ventanilla la colilla de su cigarrillo y subió el cristal. Abrió la portezuela, salió del coche y estiró las piernas. Le pasé la chaqueta y me corrí al asiento del conductor. Se puso la americana, luego se inclinó hacia el coche, una mano en lo alto de la portezuela la otra en el techo. Me miró, movió la cabeza y suspiró, un silbido exasperado entre dientes que rechinan.
– No me gusta meterme entre una pareja -murmuro en inglés-. Ni siquiera cuando se me van los ojo tras la mujer, que discute conmigo sin parar y hace que me enfade y que la desee al mismo tiempo -se inclino y me besó con brusquedad en las dos mejillas. Empezaba a erguirse cuando mi mano, mi mano audaz, traicionera, se alzó, le rodeó el cuello y le empujó el rostro hacia el mío.
Hacía años que sólo besaba a Rick y había olvida do lo diferentes que podían ser los labios de otra persona Los de Jean-Paul eran suaves pero firmes, y apenas daban una indicación de lo que había debajo. Su olor era embriagador; me aparté de la boca, froté la mejilla contra la lija de su mandíbula, enterré la nariz en la base de su cuello y aspiré. Jean-Paul se arrodilló y me empujó la cabeza hacia atrás, pasándome los dedos por el pelo como si fuera las púas de un peine. Me sonrió.
– Pareces más francesa con el pelo rojo, Ella Tournier.
– No me lo he teñido, de verdad.
– Nunca dije que lo hubieras hecho.
– Fue Ri… -los dos nos tensamos. Los dedos de Jean-Paul se inmovilizaron-. Lo siento -dije- No quería -suspiré y me lancé de cabeza-. ¿Sabes? Nunca pensé que no fuese feliz con Rick, pero ahora siento que hay algo que no… Como si fuésemos un rompecabezas con todas las piezas en su sitio, pero la escena no es la que aparecía en la caja -se me hizo un nudo en la garganta y dejé de hablar.
Jean-Paul me retiró la mano de la cabeza.
– Ella, nos hemos besado. Eso no significa que tu matrimonio se derrumbe.
– No, pero… -me detuve. Si tenía dudas sobre mi relación con Rick, tendría que contárselas a él.
– Quiero seguir viéndote -dije-. ¿Todavía puedo?
– En la biblioteca, sí. No en la gasolinera -me besó la palma de la mano-. Au revoir, Ella Tournier. Bonne nuit.
– Bonne nuit.
Jean-Paul se puso en pie. Subí el cristal de la ventanilla y le contemplé mientras se dirigía hacia su coche de hojalata y se metía dentro. Puso el motor en marcha, tocó suavemente el claxon y se alejó. Sentí alivio al ver que no insistía en esperar a que saliera yo primero. Seguí con la vista sus luces traseras hasta que se perdieron al final de la larga recta con árboles a los lados. Luego respiré muy hondo, recogí la Biblia de los Tournier del asiento trasero y me quedé con ella en el regazo, mirando fijamente la carretera.
Me horrorizó descubrir lo fácil que era mentir a Rick. Siempre había creído que se daría cuenta al instante el engaño, que nunca podría ocultar mi culpa, que me conocía demasiado bien. Pero las personas ven lo que buscan; Rick esperaba que yo fuera de cierta manera, y así era como me veía. Cuando me presenté en casa con la Biblia bajo el brazo, después de haber estado con Jean-Paul sólo media hora antes, Rick alzó la vista del periódico, dijo alegremente «¡Hola, cariño!» y fue como si nada hubiera sucedido. Así lo sentí, en casa con un Rick limpio y rubio bajo la luz de la lámpara, lejos de la oscuridad del coche, del humo, de la chaqueta de Jean-Paul. En su rostro una expresión sincera e inocente; no me ocultaba nada. Sí; casi podía decir que nada había sucedido. La vida podía estar sorprendentemente compartimentada.
Todo esto sería mucho más fácil si Rick fuese un cretino, pensé. Pero, por otra parte, nunca me habría casado con un memo. Lo besé en la frente.
– Tengo algo que enseñarte -dije.
Abandonó el periódico y se irguió. Me arrodillé a su lado, saqué la Biblia de la bolsa y se la dejé en el regazo.
– Vaya. Esto no es cualquier cosa -dijo, pasando la mano por la cubierta-. ¿Dónde la has conseguido? No fuiste muy explícita por teléfono cuando me contaste adónde ibas.
– Monsieur Jourdain, el señor mayor que me ayudó en Le Pont de Montvert, la encontró en los archivo: locales. Y me la ha dado.
– ¿Es tuya?
– Sí. Mira en la primera página. ¿Ves? Mis ante pasados. Son ésos.
Rick contempló la lista asintió con un gesto y me sonrió.
– ¡Lo has conseguido ¡Los has encontrado!
– Sí. Con muchísima ayuda y suerte. Pero sí -note, no pude evitarlo, que Rick examinaba la Biblia con menos detenimiento e interés que Jean-Paul. Aquello me produjo un nudo de culpabilidad en el estómago eran comparaciones del todo injustas. Ya basta, pensé con dureza. No puedo seguir así con Jean-Paul. Se tiene que acabar
– Sabes que esto vale un montón de dinero -dijo Rick-, ¿Estás segura de que te lo ha dado? ¿Has pedido un recibo?
Me quedé mirándolo, incrédula.
– ¡No, no he pedido un recibo! ¿Lo pides tú cada vez que te hago un regalo?
– Vamos, Ella, sólo trato de ayudar. Seguro que no quieres que ese francés cambie de idea y te pida que la devuelvas. Si lo pone por escrito no tendrás problemas. Ahora la debemos guardar en una caja de seguridad. Probablemente en Toulouse. Dudo que el banco de aquí tenga una.
– ¡No la voy a guardar en ninguna caja de seguridad! ¡Voy a tenerla aquí, conmigo! -lo miré iracunda. Y sucedió entonces: como una de esas criaturas unicelulares colocadas bajo el microscopio que, de pronto, sin razón aparente, se divide en dos, sentí que nos separábamos en entidades distintas con diferentes perspectivas. Era extraño: no me di cuenta de lo unidos que habíamos estado hasta que nos encontramos muy lejos el uno del otro.
Rick no pareció advertir el cambio. Me quedé mirándolo fijamente hasta que frunció el ceño.
– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó.
– No… Bueno, que no la voy a guardar en una caja de seguridad, eso no lo dudes. Es demasiado valiosa -recogí el libro y lo estreché contra mi pecho.
Por suerte, Rick emprendía su viaje a Alemania al día siguiente. Me desconcertaba tanto aquella distancia surgida entre nosotros que necesitaba pasar algún tiempo a solas. Rick se despidió con un beso, ajeno a mi confusión interior, y me pregunté si mi ceguera hacia su vida interior era tan intensa como parecía serlo la suya respecto a mí.
Era miércoles y quería por encima de todo ir café junto al río para ver a Jean-Paul. La cabeza consiguió a sobreponerse al corazón: comprendí que sería mejor no remover las cosas durante algún tiempo. Esperé a tener la seguridad de que estaba convenientemente sumergido en la lectura de su periódico antes de salir de casa para hacer mi recorrido habitual. Un encuentro inesperado en la calle, con tanta gente fascinada por cada uno de nuestros movimientos, no tenía, desde luego, nada de apetecible. No era mi intención representar aquel drama delante de todo, el pueblo. Mientras me acercaba a la plaza Mayor, la descripción hecha por Jean-Paul de Lisle y de lo que pensaban de mí sus habitantes se me vino encima como un avalancha; casi tuvo la intensidad suficiente para hacerme volver corriendo a la privacidad de mi casa y a cerrar incluso los postigos.
Pero me forcé a seguir adelante. Cuando compré el Herald Tribune y Le Monde la señora que me los vendió estuvo sumamente amable: no me miró con desconfianza hizo incluso un comentario sobre el tiempo. No me pareció que estuviera pensando ni en mi lavadora, ni en mi contraventanas, ni tampoco en mis vestidos sin mangas
Aunque la verdadera prueba era Madame. Me di igí decidida hacia la boulangerie.
– Bonjour, madame! -entoné mientras entraba
La panadera estaba hablando con alguien y frunció ligeramente el ceño. Miré a su interlocutor y me encontré cara a cara con Jean-Paul. Él ocultó su sorpresa, pero no lo bastante deprisa para Madame, que nos contempló con triunfal repugnancia e inexpresable júbilo.
Por el amor de Dios, pensé, ya está bien.
– Bonjour, monsieur-dije con mi voz más alegre
– Bonjour, madame -replicó Jean-Paul. Aunque su expresión no cambió, su voz sonó como si hubiera alzado las cejas.
Me volví hacia Madame.
– Madame, querría veinte de sus quiches, si es tan amable. Ya sabe, me gustan con locura. Las como todos los días, desayuno, comida y cena.
– Veinte quiches -repitió ella, la boca entreabierta.
– Sí, por favor.
Madame cerró la boca de golpe y apretó los labios con tanta fuerza que desaparecieron por completo y, sin apartar los ojos de mí, buscó detrás una bolsa de papel. Oí cómo Jean-Paul se aclaraba despacio la garganta. Cuando Madame se inclinó para amontonar las quiches en la bolsa, lo miré de reojo. Contemplaba una bandeja de almendras garrapiñadas situada en un extremo del mostrador. Se le había tensado la boca y se frotaba la mandíbula con el índice y el pulgar. Volví a mirar a Madame y le sonreí. La panadera se irguió detrás de la vitrina de cristal y dobló las esquinas de la bolsa para cerrarla.
– Sólo hay quince -murmuró, mirándome con ira
– Vaya, ¡qué lástima! Tendré que pasarme por la pâtisserie para ver si les queda alguna -sospechaba que Madame no le gustaba la pâtisserie, porque, sin duda, a una mujer tan decididamente consagrada al pan, lo que vendían allí le parecería demasiado frívolo. Estaba en lo cierto: se le dilataron los ojos, respiró hondo, agitó la cabeza e hizo un ruido muy vulgar.
– ¡No tienen quiches! -exclamó-. ¡Soy la única persona que hace quiches en Lisle-sur-Tarn!
– Ah -repliqué-. Quizá entonces en el Intermarché.
Al oír aquello Jean-Paul murmuró algo incomprensible y Madame casi dejó caer la bolsa con las quiches. ababa de cometer el pecado de mencionar a su rival por antonomasia y la más seria amenaza para su supervivencia: el supermercado a las afueras del pueblo, sin historia, ni dignidad, ni refina miento Más o menos como yo. Sonreí.
– ¿Qué le debo?
Madame tardó unos instantes en responder; se diría que necesitaba sentarse. Jean-Paul aprovechó la oportunidad para murmurar «Au revoir, mesdames» y esfumarse
En cuanto él se hubo marchado, dejó de interesarme el forcejeo con Madame. Pidió una cantidad que me pareció desproporcionada, pero se la entregué sin protestar. Había merecido la pena.
Fuera, Jean-Paul se acomodó a mi paso.
– Eres muy perversa, Ella Tournier -murmuró en francés.
– ¿Querría usted unas cuantas quiches? -reímos los dos.
– Pensaba que no debíamos vernos en público Esto -hice un gesto con la mano para abarcar la plaza- es un lugar muy público.
– Ah, pero tengo un motivo profesional para hablar contigo. Dime, ¿has examinado cuidadosamente tu Biblia?
– Todavía no. Vamos a ver, ¿no paras nunca? ¿No duermes?
Sonrió
– Nunca he necesitado dormir mucho. Lleva la Biblia mañana a la biblioteca. He descubierto algunas cosa interesantes sobre tu familia.
La Biblia tenía un tamaño poco corriente, por larga e inesperadamente estrecha, pero no demasiado Pesada, y me cabía cómodamente entre los brazos. La cubierta era de cuero gastado y agrietado, suavizado y descolorido por el roce, y manchado por todos los matices del castaño. Además de las grietas y arrugas del cuero, algún insecto habla perforado agujeros diminutos en varios sitios. La contracubierta estaba ennegrecida y quemada hasta la mitad, pero por delante seguía intacto un intrincado dibujo en oro, hecho de líneas, hojas y puntos. En el lomo se habían grabado flores, también en oro, y un modelo modificado del dibujo estaba marcado con un martillo y un alfiler en los lados de las páginas.
Consulté el comienzo del Génesis: «Dieu crea au commencement le ciel et la terre». El texto estaba en dos columnas, el tipo de letra era muy legible y, aunque la ortografía fuese peculiar, el francés (lo que quedaba de él) me resultaba inteligible. La parte de atrás del libro estaba quemada sin remedio y las páginas centrales, chamuscadas, habían quedado irreconocibles.
En el bar Crazy Joe Mathilde y monsieur Jourdain habían discutido largo tiempo sobre los orígenes de aquella Biblia, con aportaciones de Jean-Paul de cuando en cuando. Yo sólo era capaz de seguir en parte lo que decían, porque el acento de monsieur Jourdain complicaba mucho las cosas y Mathilde hablaba demasiado deprisa. Siempre me era más difícil seguir una conversación en francés cuando la gente no hablaba directamente conmigo. Por lo que pude deducir, estaban de acuerdo en que era probable que se hubiera publicado en Ginebra y en que posiblemente la traducción fuese obra de alguien llamado Lefevre d'Etaples. Monsieur Jourdain se mostraba especialmente categórico.
– ¿Quién era esa persona? -pregunté con timidez.
Monsieur Jourdain rió entre dientes.
– La Rousse quiere saber quién era Lefevre -repitió una y otra vez, moviendo la cabeza. Para entonces se había echado al coleto tres whiskies con soda. Asentí sin impacientarme, dejándole que disfrutara con su chiste inofensivo; los martinis me habían hecho más tolerante con las bromas.
Finalmente el secretario de Le Pont de Montvert procedió a explicar que Lefevre d'Etaples había sido el primer traductor de la Biblia latina al francés vernáculo, a fin de que otras personas, además de los sacerdotes, pudieran leerla.
– Aquello fue el comienzo -afirmó-. Aquello fue el comienzo de todo. ¡El mundo se partió en dos! -al hacer declaración tan capital, se inclinó hacia adelante en su taburete y fue a caer en medio del bar.
Traté de no sonreír, pero Mathilde se tapó la boca con la mano, Sylvie rió descaradamente y Jean-Paul sonrió mientras pasaba las hojas de la Biblia. Recordé que además estuvo examinando durante mucho tiempo la página con los nombres de los Tournier y que había garrapateado algo en el reverso de un sobre. Y yo estaba demasiado achispada para preguntarle qué hacía.
Pese a la indignación de Mathilde y a mi decepción, monsieur Jourdain fue incapaz de recordar quién le había hecho entrega de la Biblia.
– ¡Los registros tiene que llevarlos precisamente para eso! -le riñó Mathilde-. ¡Preguntas importantes, para alguien como Ella!
Monsieur Jourdain puso cara de estar muy avergonzado, apuntó los nombres de todos los miembros de la familia enumerados en la Biblia y prometió ver si podía encontrar algo sobre ellos, incluso aunque no se apellidaran Tournier.
Yo suponía que la Biblia procedía de los alrededores de Le Pont de Montvert, pero no se me ocultaba que podía haber llegado de cualquier otro lugar, de la mano de personas que se hubieran trasladado a la zona. Cuando sugerí esto último, sin embargo, tanto Mathilde como monsieur Jourdain dijeron que no.
– No la habrían llevado a la mairie si fuesen forasteros -explicó Mathilde-. Sólo una verdadera familia de las Cevenas se la habría entregado a monsieur Jourdain.
Aquí el sentimiento de la historia es muy fuerte, y objetos familiares como esta Biblia no salen de las Cevenas.
– Pero las familias se marchan. La mía lo hizo.
– Estaba de por medio la religión -replicó Mathilde con un movimiento desdeñoso de la mano-. Por supuesto que se marcharon entonces, y muchas familias más después de 1685. ¿Sabes? Es curioso que tu familia se fuera cuando lo hizo. Los protestantes de las Cevenas lo pasaron mucho peor cien años después. La Noche de San Bartolomé fue una… -se detuvo y se encogió de hombros, luego movió una mano en dirección a Jean-Paul-. Explíquelo usted -llevaba leotardos de color rosa y una minifalda a cuadros.
– Un acontecimiento burgués, más o menos -prosiguió él sin solución de continuidad, sonriéndole-. Destruyó la nobleza protestante. Pero los hugonotes de aquí eran campesinos y las Cevenas estaban demasiado aisladas para que se sintieran amenazados. Pudo haber tensiones con los pocos católicos locales, imagino. La catedral de Mende siguió siendo católica, por ejemplo. Podrían haber decidido salir a aterrorizar a unos cuantos hugonotes. ¿Qué opinas tú, mademoiselle? -dirigiéndose a Sylvie.
La niña lo miró desapasionadamente, luego sacó las piernas, agitó los dedos de los pies y dijo:
– Mira, ¡mamá me ha pintado las uñas de blanco!
Volví a ocuparme ahora de la lista de los Tournier Y la estudié detenidamente. Allí estaba la familia que debía de haber terminado en Moutier: Etienne Tournier, Isabelle du Moulin y sus hijos Jean, Jacob y Marie. Según la nota de mi primo suizo, Etienne había figurado en un registro militar en 1576 y Jean se había casado en 1590 Comparé las fechas; eran razonables. Y el Jacob hijo de Etienne y de Isabelle era uno de la larga lista que terminaba con mi primo. Tengo que contárselo, pensé. Voy a escribirle para que lo sepa.
Atrajeron mi atención unas palabras escritas en e interior de la cubierta que nadie había advertido antes Eran rasgos imprecisos y débiles, pero conseguí descifrar «Mas de la Baume du Monsieur». La Granja del Bálsamo, del Caballero, toscamente traducido. Había comprado un mapa muy detallado de la zona alrededor de Le Pont de Montvert: lo saqué y empecé a mirar. Busqué, mediante la técnica de círculos concéntricos a partir del pueblo, un nombre similar. Sólo tardé cinco minutos en encontrarlo, a unos dos kilómetros al noroeste de Le Pont de Montvert. Era una colina al norte del Tarn exactamente, cubierta a medias por bosques. Allí había algo para Jean-Paul
Aunque no debía de haber visto el nombre de la granja la noche anterior, porque lo habría señalado. ¿De qué estaría hablando al decir que sabía algo acerca de mi familia? Examiné despacio nombres y fechas, pero sólo encontré dos cosas poco corrientes en la lista: un Tournier se había casado con alguien de su mismo apellido y uno de los Jean había nacido un primero de enero.
Cuando llegué a la biblioteca la tarde siguiente con la Biblia en una bolsa, Jean-Paul se tomó muy en serio la ceremonia de presentarme a la otra bibliotecaria, quien, tan pronto como vio la Biblia, abandonó su aire desconfiado.
– Monsieur Piquemal es experto en libros antiguos, en historia -me explicó con voz cantarina-. Es su especialidad. Pero yo sé más sobre novelas, historias románticas, cosas así. Libros más populares.
Me pareció advertir una pulla contra Jean-Paul, pero me limité a asentir con la cabeza y a sonreír. Jean-Paul esperó a que termináramos de hablar y luego me llevó a una mesa en la otra sala. Abrí la Biblia mientras él sacaba del bolsillo su trozo de sobre.
– Veamos -dijo, expectante-. ¿Qué has descubierto?
– Tu apellido es Piquemal.
– ¿Y?
– «Picadura dolorosa.» Perfecto -le sonreí y frunció el ceño.
– Pique también puede significar lanza -murmuró.
– ¡Mejor todavía!
– Veamos -repitió-. ¿Qué has encontrado?
Le señalé el nombre de la granja en el interior de cubierta, luego extendí mi mapa y señalé el lugar. Jean-Paul asintió con la cabeza.
– Bien -dijo, examinando el mapa-. Ahora no hay edificios allí, pero al menos tenemos la seguridad de que la Biblia procede de la zona. ¿Qué más?
– Una boda entre dos Tournier.
– Sí; primos, probablemente. No era demasiado infrecuente entonces. ¿Qué más?
– Hum, hay uno que nació un primero de enero.
Jean-Paul alzó las cejas; me arrepentí de haber hablado.
– Algo más? -insistió.
– No -resultaba irritante una vez más, pero no le era posible estar a su lado y hablar como si la noche anterior no hubiera sucedido nada. Su brazo se hallaba tan cerca del mío que podía rozarlo sin hacer ningún esfuerzo. Esto es lo más cerca que vamos a llegar, pensé. Hasta aquí y nada más. Estar sentada junto a él me pareció un triste, inútil.
– ¿No has encontrado nada más interesante? -sopló Jean-Paul-. Bah, educación americana. Serías una mala detective, Ella Tournier -al ver mi expresión se calló y pareció avergonzado-. Lo siento -dijo, pasando al inglés como si aquello fuese a aplacarme-. No te gustan mis bromas.
Negué con la cabeza y seguí con los ojos fijos en la Biblia.
– No es eso. Si no quisiera que me tomaras el pelo no hablaría nunca contigo. No, es sólo que… -agité la mano como para cerrar el tema-, la otra noche -expliqué en voz baja-. Es duro estar aquí de esta manera
– Ah -seguimos juntos, mirando la lista de la familia, muy consciente cada uno de la presencia del otro.
– Curioso -rompí el silencio-. Acabo de darme cuenta. Etienne se casó con Isabelle un día antes de su cumpleaños. Veintiocho y veintinueve de mayo.
– Sí Jean-Paul me golpeó apenas la mano con un dedo-. Sí. Fue lo primero en lo que me fijé. Extraño. De manera que me pregunté si era una coincidencia. Luego vi la edad que tenía. Veinticinco el día después de la boda-
– Cumplió los veinticinco.
– Sí. Ahora bien, entre los hugonotes de la época, cuando un varón cumplía veinticinco años, ya no necesitaba el permiso de sus padres para casarse.
– Pero tenía veinticuatro cuando se casó, de manera que necesitaba el permiso.
– Sí, pero parece extraño casarse tan cerca de los veinticinco. Como para que cualquiera se pregunte sobre la opinión de los padres. Luego seguí mirando -señaló la página con un gesto-. Mira la fecha en que nació su primer hijo.
– Sí, el primero de enero, como ya he dicho ¿Y qué?
Clavó los ojos en mí con el ceño fruncido.
– Mira otra vez, Ella Tournier. Usa la cabeza.
Examiné la página una vez más. Cuando entendí de qué estaba hablando, no podía creerme que no me hubiera fijado antes, sobre todo una persona como yo. Empecé a calcular deprisa, utilizando los dedos.
– Ya lo entiendes.
Asentí, hice el cálculo final y anuncié:
– Isabelle habría concebido a su hijo hacia el diez e abril, más o menos.
Jean-Paul pareció divertido.
– ¿Diez de abril, eh? ¿De qué estamos hablando? -fingió que contaba con los dedos.
– El parto se sitúa aproximadamente a doscientos sesenta y seis días de la concepción. Más o menos. La estación varía de una mujer a otra, por supuesto, y probablemente todo era un poco diferente entonces. Dieta diferente y también distinto físico. Pero en abril, de todos modos Sus buenas siete semanas antes de casarse.
– ¿Y cómo sabes eso de los doscientos sesenta y seis días, Ella Tournier? No tienes hijos, ¿verdad? ¿O los has escondido en algún sitio?
– Soy comadrona.
Pareció desconcertado, de manera que lo dije en francés.
– Une sage femme. Je suis une sage femme.
– Toi? Une sage femme?
– Sí. Nunca me has preguntado cómo me gano vida.
Se quedó cabizbajo, una expresión poco frecuen` en él, y sentí alegría; al menos una vez había quedado por encima.
– Siempre me sorprendes, Ella -dijo, moviendo la cabeza y sonriendo.
– Vamos, vamos, prohibido flirtear; de lo contrario tu colega se lo contara a toda la ciudad.
Los dos miramos instintivamente hacia la puerta nos sentamos más erguidos y yo me aparté un poco más de él.
– De manera que se casaron de penalti -afirmo para retomar nuestras investigaciones.
– ¿Qué tiene que ver esto con el fútbol?
– Es una manera de decirlo. Significa que los padres de la chica le obligaron a casarse al descubrir que estaba embarazada. En casos así, la broma en Estados Unidos es que el padre de la novia lleva a su hija al altar con un rifle bajo el brazo.
Jean-Paul pensó durante un instante.
– Quizá fue eso lo que sucedió -no parecía convencido.
– ¿Pero?
– Pero eso…, casarse de penalti, dices…, no explica por qué lo hicieron tan cerca del cumpleaños de Etienne
– Bueno; en ese caso fue una coincidencia que se casaran el día antes. ¿Y qué?
– Tú y tus coincidencias, Ella Tournier. Eliges la que quieres creer que son algo más que coincidencias. De manera que esto es una coincidencia y Nicolas Tournier, no
Me puse tensa. No habíamos vuelto a hablar de pintor desde nuestra violenta discrepancia por causa suya
– ¡Yo podría decir lo mismo sobre ti! -repliqué- Elegimos diferentes coincidencias por las que interesarnos, eso es todo
– Me interesaba Nicolas Tournier hasta que descubrí que no era familia tuya. Le di una oportunidad Y también le doy una oportunidad a esta coincidencia.
– De acuerdo; ¿por qué tendría que ser esto algo más que una coincidencia?
– Se trata de la fecha y del día de la boda. Los dos malos.
– ¿Qué quieres decir con malos?
– En el Languedoc estaba muy extendida la creencia de que no había que casarse ni en mayo ni en noviembre
– ¿Por qué no?
– Mayo es el mes de la lluvia, de las lágrimas, y noviembre el mes de los muertos.
– Pero eso no es más que superstición. Creía que hugonotes trataban de no ser supersticiosos. Que era vicio católico.
Aquello lo detuvo un momento. No era el único que había estado leyendo libros.
– Sin embargo, es verdad que había menos bodas esos meses. Y además el veintiocho de mayo de 1563 fue lunes, y la mayoría de las ceremonias eran en martes o sábado, los días preferidos.
– Un momento ¿Cómo puedes saber que fue lunes?
– He encontrado un calendario en Internet.
El más insólito de los empollones. Suspiré.
– Es evidente que has elaborado una teoría sobre que sucedió. No sé por qué me molesto en pensar que tengo algo que decir en todo esto.
Me miró.
– Pardon. Te he robado tu investigación, ¿no es eso?
– Sí. Escucha, agradezco tu ayuda, pero cuando haces algo, no utilizas más que la cabeza, falta el corazón. entiendes?
Hizo algo parecido a un mohín con los labios y asintió con la cabeza.
– De todos modos, me gustaría oír tu teoría. Pero es más que una teoría, ¿no es cierto? No necesito renunciar a mi idea de que fue una boda de penalti.
– No. Quizá los padres de Etienne se oponían a matrimonio hasta que se enteraron de la existencia de bebé. Entonces apresuraron la boda de manera que los vecinos creyeran que los padres siempre habían estado d acuerdo.
– Pero ¿no lo habría sospechado la gente, dadas la fechas? -no me costaba imaginar una versión de Madame, la boulangére, sacando las conclusiones pertinentes
– Quizá, pero siempre sería mejor que se les viera dar su consentimiento.
– Por mor de las apariencias.
– Sí.
– De manera que nada ha cambiado mucho en le últimos cuatrocientos años, a decir verdad.
– ¿Esperabas otra cosa?
La bibliotecaria apareció en el umbral. Debíamos dar la impresión de estar absortos en nuestra tarea, pon que se limitó a sonreírnos y volvió a desaparecer.
– Hay una cosa más -dijo Jean-Paul-. Una pequeñez. El nombre Marie. Es extraño que una familia de hugonotes le pusiera ese nombre a una niña.
– ¿Por qué?
– Calvino quería que la gente dejara de venerar a la Virgen. Creía en el contacto directo con Dios sin intermedio de una figura como la suya. Se la consideraba una distracción que apartaba de Dios. Y la Virgen es parte del catolicismo. Es extraño que pusieran a su hija el nombre de la Virgen.
– Marie -repetí-
Jean-Paul cerró la Biblia. Vi cómo tocaba la cubierta, cómo seguía con el dedo el contorno de una hoja dorada.
– Jean-Paul.
Se volvió hacia mí, los ojos brillantes.
– Ven a casa conmigo -ni siquiera me había dado cuenta de que iba a decir aquello.
Exteriormente su rostro siguió igual, pero el cambio entre nosotros fue como si el viento invirtiera su dirección.
– Ella, estoy trabajando.
– Después del trabajo.
– ¿Y tu marido?
– Se ha marchado -empezaba a sentirme humillada-.
– Olvídalo -murmuré-. Olvida que te lo he pedido -empecé a levantarme, pero puso la mano encima de la mía y me detuvo. Al dejarme caer de nuevo en el asiento, Jean-Paul miró hacia la puerta y retiró la mano.
– ¿Vendrás a un sitio esta noche? -preguntó.
– ¿Dónde?
Jean-Paul escribió algo en un trozo de papel.
– Las once es una buena hora.
– Pero ¿de qué se trata?
Negó con la cabeza.
– Una sorpresa. Limítate a venir. Ya lo verás.
Me di una ducha y estuve más tiempo arreglándome del que había empleado en mucho tiempo, a pesar de que no tenía ni idea de adónde iba: Jean-Paul se había limitado a garrapatear una dirección en Lavaur, un pueblo a unos veinte kilómetros de distancia. Podía ser un restaurante la casa de un amigo o una bolera, porque no me ha dado ninguna pista.
Su comentario de la noche anterior sobre mi ropa no se me iba de la cabeza. Aunque no estaba segura de que tratase de una crítica, busqué en mi guardarropa algo que tuviera color. Al final me puse de nuevo el vestido amarillo pálido sin mangas, lo más cercano a un color vivo. Al menos me sentía cómoda con él, y con unas sandalias marrones y un poco de carmín no tenia demasiado mal aspecto. No estaba en condiciones de competir con las francesas, que resultaban elegantes con vaqueros y una camiseta, pero podía pasar.
Acababa de cerrar a mi espalda la puerta de la calle cuando sonó el teléfono. Tuve que darme mucha prisa para llegar antes de que se pusiera en marcha el contestador.
– Hola, ¿te he sacado de la cama?
– Hola, Rick. No, de hecho me disponía…, a salir a pasear. Hasta el puente.
– ¿Un paseo a las once de la noche?
– Sí, hace calor y me aburría. ¿Dónde estás?
– En el hotel.
Traté de recordar: ¿era Hamburgo o Fráncfort?
– ¿Qué tal la reunión?
– ¡Estupenda! -me habló de lo que había hecho durante el día, dándome tiempo para serenarme. Pero cuando me preguntó qué había estado haciendo yo, no se me ocurrió nada que pudiera gustarle oír.
– No gran cosa -contesté a toda prisa-. ¿Cuándo vuelves?
– El domingo. He de pasar primero por París antes de volver a casa. Oye, cariño, ¿qué llevas puesto? -era un viejo juego al que solíamos dedicarnos por teléfono: uno describía la ropa que llevaba y el otro cómo quitársela. Me miré el vestido y los zapatos. No podía decirle lo que llevaba, ni por qué no quería jugar,
Afortunadamente me salvó el mismo Rick, que dijo:
– Vaya, tengo una llamada en espera. Será mejor que conteste.
– Claro. Hasta dentro de unos días.
– Te quiero, Ella -y colgó.
Esperé unos minutos, angustiada, para asegurarme de que no volvía a llamar.
En el coche me repetí a cada poco: puedes dar la vuelta Ella. No tienes que hacer esto. Puedes llegar hasta allí, aparcar, acercarte a la puerta de donde sea y regresar a casa. Puedes incluso ver a Jean-Paul y pasar tiempo con él y será algo perfectamente inocente y regresarás pura y no adulterada. Literalmente.
Lavaur es una ciudad catedralicia unas tres veces mayor que Lisle-sur-Tarn, con un barrio antiguo y cierta apariencia de vida nocturna: un cine, varios restaurantes, un par de bares. Consulté un mapa, aparqué junto a la catedral -un pesado edificio de ladrillo con una torre octogonal- y fui andando hasta el barrio antiguo. Pese a las tentadoras actividades nocturnas, no había nadie en la calle; todos los postigos estaban cerrados, todas las luces apagadas.
Encontré sin problemas la dirección que buscaba: era difícil no verla, señalada por un llamativo cartel luminoso que anunciaba una taberna. La entrada estaba en un callejón, y en los postigos de la ventana vecina habían pintado lo que parecían soldados sin rostro custodiando a una mujer con una larga túnica. Me detuve y estudié aquella iconografía. La imagen me turbó; me apresuré a entrar.
El contraste entre el exterior y el interior no podía ser mayor. Me encontraba en un bar pequeño, mal iluminado, ruidoso, abarrotado y lleno de humo. Los pocos bares en los que había estado en pequeñas ciudades francesas eran en general sitios deprimentes, masculinos y nada acogedores. Aquél era como un rayo de luz en medio de la oscuridad. Algo tan inesperado que me detuve en el umbral y me quedé allí mirando.
Exactamente frente a mí una mujer muy atractiva vaqueros y una blusa de seda marrón cantaba Every Time We Say Goodbye, la famosa canción de Cole Porter, con marcado acento francés. Y aunque me daba la espalda, supe de inmediato que era Jean-Paul quien se inclinaba sobre el piano blanco, con su camisa de color azul pálido. Se miraba las manos todo el tiempo, aunque de cuando en cuando se volvía hacia la cantante, con gesto de concentración, pero también sereno.
Entraron más personas a continuación y me vi obligada a mezclarme con la multitud. No podía apartar los ojos de Jean-Paul. Cuando terminaron la canción se oyeron gritos de entusiasmo y prolongados aplausos. Jean-Paul recorrió el local con la vista, me localizó y sonrió. Un individuo a mi derecha me dio palmaditas en el hombro.
– Tenga mucho cuidado… ¡ése de ahí es un lobo! -gritó, al tiempo que reía y movía la cabeza en dirección al piano.
Me puse colorada y me alejé de allí. Cuando Jean-Paul y la cantante iniciaron otra pieza, me abrí camino hasta la barra y milagrosamente encontré un taburete libre.
La piel aceitunada de la cantante parecía iluminada desde el interior, y las cejas oscuras estaban perfectamente dibujadas. Llevaba los largos cabellos castaños ondulados y alborotados y mientras cantaba atraía la atención hacia ellos pasándose los dedos, agitando la cabeza, alzando las muñecas hasta las sienes cada vez que atacaba una nota muy alta. Jean-Paul resultaba menos llamativo: su presencia tranquila equilibraba la teatralidad de la cantante, al tiempo que su manera de tocar subrayaba la brillantez de su voz. Funcionaban muy bien juntos: tranquilos, con la confianza suficiente para juguetear y gastarse bromas. Sentí una punzada de celos.
Dos canciones después se tomaron un descanso y Jean-Paul vino hacia mí, aunque deteniéndose antes para hablar con uno de cada dos clientes. Yo me tiraba nerviosa del vestido, queriendo ahora que me cubriera las rodillas. Cuando llegó a mi lado dijo:
– Salut, Ella -y me besó en las dos mejillas como había hecho con otras diez personas. Empecé a serenarme, aliviada pero vagamente desconcertada al ver que no se me prestaba atención especial. ¿Qué es lo que quieres, Ella?, me pregunté, furiosa. Jean-Paul debió de notar la confusión en mi rostro-. Ven, te voy a presentar a algunos amigos -dijo con sencillez.
Me bajé del taburete, cogí la cerveza, y luego tuve que esperar mientras Jean-Paul conseguía un whisky del barman. Hizo un gesto en dirección a una mesa al otro lado del local y me puso la mano en mitad de la espalda para guiarme, manteniéndola allí mientras nos abríamos paso entre la multitud, y retirándola cuando llegamos junto a sus amigos.
Seis personas, la cantante incluida, estaban sentadas en bancos a ambos lados de una mesa larga. Se apretaron para hacernos sitio. Terminé junto a la cantante, con Jean-Paul frente a mí, nuestras rodillas tocándose en el reducido espacio disponible. Contemplé la mesa, cubierta de botellas de cerveza y vasos de vino y sonreí para mis adentros.
El grupo hablaba de música, citaba cantantes franceses de los que yo no había oído hablar nunca y reía estrepitosamente con referencias culturales que no significaban nada para mí. Era tanto el ruido y hablaban tan deprisa que al cabo de un rato renuncié a escuchar. Jean-Paul encendió un cigarrillo y respondía con risas sosegadas a los chistes, pero por lo demás no intervenía. Sentía que sus ojos se posaban en mí de cuando en cuando; en una ocasión, cuando le devolví la mirada, dijo:
– Ça va?
Asentí con la cabeza.
Janine, la cantante, se volvió hacia mí y dijo:
– ¿A quién prefiere, Ella Fitzgerald o Billie Holiday?
– Oh, no oigo mucho a ninguna de las dos -aquello sonaba descortés; después de todo, me estaba dando una oportunidad de intervenir en la conversación. Por otra parte, yo quería convencerme de que no estaba celosa de ella, de su belleza y de la naturalidad de su estilo, de su relación con Jean-Paul-. Me gusta Frank Sinatra -añadí muy deprisa.
Un individuo con una pronunciada calvicie, cara de niño y barba de dos días, que estaba sentado junto a Jean-Paul, resopló.
– Demasiado sentimental. Demasiado «mundo del espectáculo» -utilizó el término inglés y agitó las manos cerca de los oídos al tiempo que me obsequiaba con una sonrisa protocolaria-. Nat King Cole, sí, ¡eso ya es diferente!
– Sí, pero… -empecé. Toda la mesa me miró expectante. Recordaba algo que mi padre había dicho sobre la técnica de Sinatra y trataba, desesperadamente, de traducirlo deprisa en la cabeza: justo lo que madame Sentier me había explicado que no debía hacer nunca.
– Frank Sinatra canta sin respirar -empecé, pero no seguí. No era aquello lo que quería decir; trataba de explicar que cantaba con tanta suavidad que no se le oía respirar, pero me falló el francés-. Su…
Pero la conversación seguía ya; no había sido lo bastante rápida. Fruncí el ceño y moví un poco la cabeza, molesta conmigo misma y avergonzada, como suele suceder cuando uno empieza a contar una historia y se da cuenta de que nadie escucha.
Jean-Paul extendió el brazo y me tocó la mano
– Me has recordado mi estancia en Nueva York -dijo en inglés-. A veces en un bar no oía nada y todo el mundo se comunicaba a gritos y utilizaba palabras que yo no conocía.
– Aún no pienso en francés con la rapidez suficiente. No si se trata de ideas complejas.
– Lo harás. Si te quedas aquí el tiempo suficiente, lo harás.
El tipo con cara de niño oyó nuestras frases en inglés y me miró de arriba abajo.
– Tu es américaine? -preguntó.
– Oui.
Mi respuesta tuvo un efecto extraño: fue como si una corriente eléctrica recorriera la mesa. Todo el mundo se irguió y nos miró, primero a mí y luego a Jean-Paul. También yo lo miré, desconcertada por la reacción. Jean-Paul cogió su vaso y, con un brusco movimiento de la muñeca, se terminó el whisky, un gesto que era en buena parte un desafío.
El otro sonrió sarcásticamente.
– Pero no estás gorda. ¿Por qué no eres como los demás americanos? -se hinchó los carrillos y unió las manos en torno a una barriga imaginaria.
Descubrí una cosa importante acerca de mi francés: cuando estaba enfadada salía como el chorro de un motor a reacción.
– Hay americanos gordos, pero, por lo menos, ¡no tienen la boca tan grande como los franceses!
La mesa estalló en risas, incluido mi interlocutor. De hecho parecía preparado para más. Maldita sea, pensé. He mordido el anzuelo y ahora me va a atacar durante horas.
Se inclinó hacia adelante.
Vamos, Ella, la mejor defensa es el ataque. Era la frase favorita de Rick; casi le oía decirla.
Lo interrumpí antes de que pudiera decir la primera frase.
– Los Estados Unidos, veamos. Por supuesto va usted a mencionar, espere, tengo que ordenarlo bien. Vietnam. No, quizá ponga primero las películas y la televisión americanas, Hollywood, McDonald's en Les Champs Elysées -conté con los dedos-. Luego Vietnam. Y violencia y armas de fuego. Y la CIA, sí, hay que mencionar a la CIA varias veces. Y quizá, si es comunista (¿es usted comunista, monsieur?), tal vez mencione Cuba. Pero a la larga sacará a relucir la Segunda Guerra Mundial, en la que los americanos entraron tarde y nunca fueron ocupados por los alemanes como los pobres franceses. Ésa es la piéce de résistance, n ést-ce pas?
Cinco personas me sonreían mientras el otro hacía mohines y Jean-Paul se llevaba el vaso vacío a la boca para ocultar la risa.
– Ahora bien -continué-. Dado que es francés, quizá tendría que preguntarle si los franceses, como colonizadores, trataron mejor a los vietnamitas. ¿También está muy orgulloso de lo que sucedió en Argelia? ¿Y del racismo que hay aquí contra los norteafricanos? ¿Y de las pruebas nucleares en el Pacifico? Vamos a ver, es francés, de manera que, por supuesto, representa a su gobierno, está de acuerdo con todo lo que hace, ¿no es cierto? Tonto del culo -añadí en un susurro y en inglés. Sólo Jean-Paul se enteró y me miró asombrado. Sonreí. No muy propio de una dama, a decir verdad.
El tipo con cara de niño se colocó las puntas de los dedos sobre el pecho y luego las lanzó hacia fuera en un gesto de derrota.
– Estábamos hablando de Frank Sinatra y Nat King Cole. Tendrá que disculpar mi francés, a veces me lleva algún tiempo decir lo que quiero. Y lo que quería decir era que no se oye su… ¿cómo lo llaman ustedes? -me puse la mano en el pecho y respiré hondo.
– Respiration -sugirió Janine.
– Sí. No se la oye cuando canta.
– Dicen que lo consigue gracias a una técnica de respiración circular que aprendió de… -uno de los contertulios al otro extremo de la mesa estaba ya completamente lanzado, para gran alivio mío.
Jean-Paul se puso en pie.
– Tengo que tocar ahora -me dijo sin levantar la voz-. ¿Te quedarás?
– Sí.
– Estupendo. Sabes defender tu punto de vista, ¿no?
– Cómo?
– Ya sabes, pelear por… -señaló hacia el fondo de la sala.
– ¿Empezar una pelea en un bar?
– No, no -pasó el dedo por la esquina de la mesa.
– Oh, defender mi rincón. Sí. Estaré perfectamente. Todo en orden.
Y así fue. Nadie sacó a relucir ningún otro tópico sobre norteamericanos, conseguí hacer alguna aportación a la charla de cuando en cuando y, si no entendía de qué estaban hablando, me limitaba a escuchar la música.
Jean-Paul tocó algunos números de cafetín; luego Janine lo acompañó. Recorrieron todo un repertorio de canciones: Gershwin, Cole Porter, varias piezas francesas.
Hubo un momento en el que se consultaron brevemente; luego, después de lanzarme una mirada, Janine empezó a cantar Let's Call The Whole Thing Off de la película Ritmo loco, con partitura de Gershwin, mientras Jean-Paul sonreía con la mirada en el teclado.
Después la gente se fue marchando y Janine vino asentarse frente a mí. Sólo quedábamos tres personas en la mesa y funcionábamos ya con ese cómodo silencio de la madrugada, cuando ya se ha dicho todo. Incluso el calvo estaba callado.
Jean-Paul seguía tocando: música tranquila, contemplativa, unos pocos acordes que subrayaban sencillas líneas melódicas. Fluctuaba entre música clásica y jazz, una combinación de Eric Satie y Keith Jarrett.
Me incliné hacia Janine.
– ¿Qué está tocando?
Sonrió.
– Música suya; también compone.
– Es muy hermosa.
– Sí. Sólo la toca de madrugada.
– ¿Qué hora es?
Janine miró su reloj de pulsera. Eran casi las dos.
– ¡No me había dado cuenta de que fuese tan tarde!
– ¿No tiene reloj?
Le enseñé las muñecas.
– Me lo he dejado en casa -nuestros ojos se posaron al mismo tiempo en mi alianza; de manera instintiva escondí las manos. Aquella sortija era tan parte de mí que la había olvidado por completo. Si me hubiera dado cuenta, lo más probable era que tampoco me la hubiese quitado: habría sido un gesto demasiado calculado.
Me encontré con los ojos de Janine y me ruboricé, lo que empeoró las cosas. Por un momento pensé en ir al aseo y quitarme la alianza, pero sabía que Janine se fijaría, de manera que escondí las manos colocándolas sobre el regazo y cambié de tema, preguntándole dónde había comprado la blusa que llevaba. Janine captó la insinuación.
Pocos minutos después el resto de la mesa decidió marcharse. Para sorpresa mía Janine se fue con el calvo prematuro. Los dos se despidieron de mí agitando alegremente la mano, Janine le tiró un beso a Jean-Paul y desaparecieron con el resto de los rezagados. Estábamos solos a excepción del barman, que recogía vasos y pasaba un trapo por las mesas.
Jean-Paul terminó la pieza que estaba tocando y permaneció inmóvil unos instantes. El barman silbaba desafinadamente mientras colocaba las sillas sobre las mesas.
– Eh, François, dos whiskies aquí si no te sientes demasiado tacaño.
François hizo una mueca, pero se colocó detrás del mostrador y sirvió tres vasos. Me colocó uno delante con una breve inclinación de cabeza y dejó otro encima del piano. Luego retiró el cajón de la registradora y, manteniéndola en equilibrio con una mano y sujetando el vaso en la otra, desapareció en la trastienda.
Jean-Paul y yo alzamos los vasos y bebimos al mismo tiempo.
– Tienes una luz muy agradable sobre la cabeza, Ella Tournier -miré el suave foco amarillo situado encima de mí, que añadía a mi pelo toques de cobre y oro. Luego volví los ojos hacia Jean-Paul, que tocaba un suave acorde bajo.
– ¿Fuiste al conservatorio?
– Sí, cuando era joven.
– ¿Conoces algo de Eric Satie?
Dejó el vaso y empezó a tocar una pieza que reconocí, con ritmo de cinco por cuatro y una melodía uniforme, descarnada. Iba perfectamente con la sala, la luz, la hora. Mientras tocaba coloqué las manos sobre el regazo y me quité la alianza, dejándola caer en el bolsillo del vestido. Cuando terminó, Jean-Paul dejó un momento las manos sobre el teclado, luego cogió el vaso y lo apuró.
– Tenemos que irnos -dijo, poniéndose en pie-. François necesita dormir.
Salir a la calle fue como volver al mundo después de haber padecido la gripe una semana: la realidad era grande y extraña y yo apenas estaba en condiciones de orientarme. Había refrescado y brillaban las estrellas sobre nuestras cabezas. Pasamos junto a los postigos con la imagen de la mujer y los soldados.
– ¿Quién es? -pregunté.
– La Dame du Plô. Una mártir cátara del siglo XIII. Los soldados la violaron, luego la tiraron a un pozo y lo llenaron de piedras.
Me estremecí y Jean-Paul me rodeó con el brazo.
– Vamos -dijo-, o me acusarás de hablar de cosas indebidas en el momento más inadecuado.
Me eché a reír.
– Como Goethe.
– Sí, como Goethe.
Algún tiempo antes me había preguntado si llegaría un momento en el que tuviéramos que decidir algo, debatirlo, analizarlo. Ahora que había llegado ese momento, estaba claro que habíamos negociado toda la velada en silencio y que ya se había tomado una decisión. Era un descanso no decir nada, sólo ir andando hasta su coche y entrar. De hecho, apenas hablamos durante el camino de vuelta a Lisle. Cuando pasamos junto a la catedral de Lavaur, Jean-Paul reparó en mi coche, solo en el aparcamiento.
– Tu coche -dijo, una declaración más que una pregunta.
– Mañana vendré en tren -eso fue todo; ningún problema.
Cuando salimos de la ciudad al campo le pedí que descorriera el techo del Dos Caballos. Lo hizo sin que tuviéramos que detenernos. Apoyé la cabeza en su hombro, me rodeó con un brazo y acarició el mío, descubierto, mientras me recostaba en el asiento y contemplaba los plátanos, que pasaban veloces por encima de nuestras cabezas.
Cuando cruzamos el puente sobre el Tarn para entrar en Lisle me senté de una manera más convencional. Incluso a las tres de la madrugada parecía necesario cierto decoro. Jean-Paul vivía en un apartamento en el otro extremo del pueblo, muy cerca de donde empezaba el campo. Incluso así sólo tardaría diez minutos en llegar andando a mi casa, un detalle que estaba esforzándome por olvidar.
Aparcamos y nos apeamos; luego, juntos, volvimos a colocar el techo del coche. Las casas de alrededor estaban a oscuras y con los postigos cerrados. Por un tramo de escaleras en el exterior de una casa lo seguí hasta su puerta. Me detuve nada más entrar, mientras Jean-Paul encendía una lámpara que iluminó una habitación muy ordenada, con las paredes cubiertas de libros.
Luego se volvió y me tendió la mano. Tragué con dificultad; tenía un nudo en la garganta. Cuando llegó el momento decisivo, estaba aterrada.
Finalmente le cogí la mano y lo atraje hacia mí, lo rodeé con los brazos y me colgué de su espalda, mi nariz en su cuello. Entonces desapareció el miedo.
El dormitorio era austero, pero contenía la cama más grande que había visto nunca. Una ventana daba al campo; no le dejé que cerrase las contraventanas.
Lo sentí como un largo movimiento único. No tenía ningún sentido pensar: «Ahora estoy haciendo esto, ahora él está haciendo eso». No había pensamiento, sólo dos cuerpos que se reconocían, que se completaban.
No nos dormimos hasta que salió el sol.
Me desperté en medio de una luz cegadora y en una cama vacía. Me incorporé y miré a mi alrededor. Había dos mesillas de noche, una llena de libros, un póster enmarcado, negro y violeta, que anunciaba un concierto de jazz, en la pared sobre la cama, y en el suelo una estera toscamente tejida del color del trigo. Fuera, los campos de detrás de la casa eran de un verde brillante y se extendían hasta muy lejos, hasta una hilera de plátanos y una carretera. Todo tenía el mismo aire de sencillez que la ropa de Jean-Paul.
Se abrió la puerta y entró él, vestido de negro y blanco, con una tacita de café solo. La colocó en la mesilla y se sentó en el borde de la cama, junto a mí.
– Gracias por el café.
Hizo un gesto con la cabeza.
– Ella, me tengo que ir a trabajar.
– ¿Estás seguro?
Sonrió por toda respuesta.
– Me parece que no he dormido nada -dije.
– Tres horas. Puedes seguir durmiendo si quieres.
– Sería bien extraño quedarme en esta cama sin ti.
Me pasó una mano, arriba y abajo, por la pierna.
– Si quieres, quizá puedas esperar hasta que no haya tanta gente en la calle.
– Supongo que sí -oí entonces por primera vez los gritos de los niños que pasaban; era como derribar una pared de una patada, la primera intromisión del mundo exterior. Con ella llegó el desagradable sigilo, la necesidad de ser cautos. No tenía seguridad de estar preparada para aquello, ni para que a Jean-Paul le preocupase tanto.
Adelantándose a mis pensamientos me sostuvo la mirada y dijo:
– Estoy pensando en ti. No en mí. Para mí es diferente. Para los hombres siempre es diferente aquí.
Hablar con tanta sinceridad fue una lección de sensatez que me obligó a pensar.
– Esta cama… -hice una pausa-. Es demasiado grande para una persona. Y no tendrías dos mesillas y dos lámparas si aquí sólo durmieras tú.
Jean-Paul estudió mi expresión. Luego se encogió de hombros; con aquel gesto volvimos de verdad al mundo.
– Viví con una mujer una temporada. Se marchó hace cosa de año y medio. La cama fue idea suya.
– ¿Estabais casados?
– No.
Le puse una mano en la rodilla y apreté.
– Lo siento -dije en francés-. No tendría que haberlo mencionado.
Se encogió de hombros una vez más, luego me miró y sonrió.
– ¿Sabes, Ella Tournier? Tanto hablar en francés anoche ha hecho que te crezca la boca. ¡Estoy seguro!
Me besó y sus pestañas brillaron al sol.
Cuando la puerta de la calle se cerró tras él, todo pareció cambiar. Nunca había sentido tanta extrañeza en una casa ajena. Me senté muy tensa en la cama, me bebí el café y dejé la taza. Escuché a los niños fuera, los coches que pasaban, alguna Vespa de cuando en cuando. Echaba espantosamente de menos a Jean-Paul y quería marcharme cuanto antes, pero me sentía atrapada por los ruidos del exterior.
Finalmente me levanté y me duché. Mi vestido amarillo estaba arrugado y olía a humo y a sudor. Cuando me lo puse me sentí como una cualquiera. Quería irme a casa, pero me obligué a esperar a que las calles estuvieran más tranquilas. Mientras esperaba pasé revista a los libros de la sala de estar. Había muchos sobre historia de Francia, muchas novelas, unos cuantos libros en inglés: John Updike, Virginia Woolf, Edgar Allan Poe. Una extraña combinación. Me sorprendió que no tuvieran ningún orden discernible: la narrativa se mezclaba con los otros géneros y ni siquiera se respetaba el orden alfabético. Al parecer Jean-Paul no traía a casa los hábitos de su trabajo profesional.
Una vez que estuve segura de que la calle se había despejado, me sentí poco dispuesta a marcharme, sabedora de que una vez que me fuera no iba a poder volver. Recorrí de nuevo las habitaciones. Del armario del dormitorio saqué la camisa de color azul pálido que Jean-Paul llevaba la noche anterior, hice un rebujo con ella y me la guardé en el bolso.
Al salir tuve la sensación de hacer una gran entrada teatral, aunque hasta donde me era posible ver carecía de público. Corrí escaleras abajo, me dirigí muy deprisa hacia el centro del pueblo, y respiré más tranquila al llegar a la zona por la que caminaba con frecuencia todas las mañanas, aunque sintiéndome todavía desprotegida. Estaba convencida de que todo el mundo me miraba, veía las arrugas del vestido, las ojeras. Vamos, Ella, siempre te miran, traté de darme ánimos. Te pasa porque sigues siendo una forastera, no porque acabes de… No fui capaz de terminar la frase.
Sólo al llegar a nuestra calle comprendí de pronto que no quería volver al hogar conyugal. Vi nuestra casa y la náusea me golpeó como una ola. Me detuve y me apoyé en la pared de los vecinos. Cuando entre; pensé, no me quedará otro remedio que enfrentarme con la culpa. Me quedé allí mucho tiempo. Luego di media vuelta y me dirigí hacia la estación de ferrocarril. Al menos podía empezar por recuperar el automóvil; aquello me daba una excusa muy concreta para retrasar el resto de mi vida. Hice el viaje en las nubes, con una sensación mitad dulce, mitad agria, y estuve a punto de olvidarme del cambio de trenes en la estación siguiente para tomar el de Lavaur. A mi alrededor viajaban hombres de negocios, mujeres con sus compras, adolescentes que coqueteaban Me parecía muy extraño que hubiera sucedido algo tan extraordinario y que, sin embargo, no lo supiera nadie a mi alrededor. «Tiene usted la más mínima idea de lo que acabo de hacer?», quería decirle a la adusta mujer que hacía punto frente a mí. «Usted también lo habría hecho?»
Pero los sucesos de mi vida le tenían sin cuidado al tren y al resto del mundo. Se seguía cociendo pan, bombeando gasolina, haciendo quiches, y los trenes seguían circulando a su hora. Incluso Jean-Paul trabajaba, aconsejando a señoras ancianas sobre novelas románticas. Y Rick asistía a sus reuniones alemanas en estado de perfecta ignorancia. Contuve el aliento: sólo yo no llevaba el paso, y mi única ocupación era recoger un coche y sentirme culpable.
Tomé café en un bar de Lavaur antes de ir en busca del automóvil. Cuando estaba abriendo la portezuela, oí a mi izquierda «Eh, l'américaine!», y al volverme descubrí al calvo prematuro con el que me había peleado la noche anterior, que se dirigía hacia mí. Tenía ya una barba de tres días. Abrí la portezuela por completo y me recosté en el coche detrás de ella, un escudo entre él y yo.
– Salut -dije.
– Salut, m-adame -comprendí que su uso del «madame» no era casual.
– Je m 'appelle Ella -respondí con frialdad.
– Claude -me tendió la mano y la estreché ceremoniosamente. Me sentía un poco ridícula. Todas las claves de lo que acababa de hacer estaban delante de él como en un escaparate: el coche aún en Lavaur, mi vestido arrugado de la noche anterior, el cansancio patente en mi rostro, todo le llevaría a la misma conclusión. La pregunta era si poseía el tacto necesario para no mencionarlo. Sobre aquello último tenía mis dudas.
– ¿Qué tal un café?
– No, muchas gracias. Acabo de tomarme uno.
Sonrió.
– Vamos, tómate un café conmigo -hizo un gesto como de pastor que reúne a sus ovejas y echó a andar alejándose. No me moví. Se volvió para mirar, se detuvo y empezó a reír-. Vaya, vaya, ¡eres difícil! Como un gatito con las uñas así… -imitó una zarpa con dedos tiesos y doblados- y el pelo erizado. De acuerdo, no quieres un café. Está bien, pero ven a sentarte conmigo en ese banco un momento. ¿Okey? Eso es todo. Tengo algo que decirte.
– ¿Qué?
– Quiero ayudarte. No, eso no es verdad. Quiero ayudar a Jean-Paul. Así que siéntate. Sólo un segundo -se acomodó en un banco cercano y me miró expectante. Acabé por cerrar la portezuela del coche, llegar hasta donde estaba y sentarme a su lado. En lugar de mirarlo, mantuve todo el tiempo los ojos en el jardín que teníamos enfrente, donde cuidadosas combinaciones florales estaban empezando a abrirse.
– ¿Qué es lo que me quiere decir? -tuve buen cuidado de utilizar el usted con él, para contrarrestar su tono familiar conmigo. No sirvió de nada.
– Jean-Paul, quizá no lo sabes, es un buen amigo de Janine y mío. De todos nosotros en La Taverne -sacó un paquete de cigarrillos y me lo ofreció. Lo rechacé con un movimiento de cabeza; él encendió uno, se recostó, cruzó las piernas a la altura de los tobillos y se estiró.
– Sabes que vivió un año con una mujer -continuó.
– Sí. ¿Y qué?
– ¿Te ha contado algo sobre ella?
– No.
– Era americana.
Lancé una rápida ojeada a Claude para ver qué reacción esperaba de mí, pero seguía el tráfico con los ojos y no me reveló nada.
– ¿Y gorda?
Claude rió a carcajadas.
– ¡Caramba! -gritó-. Eres… Entiendo por qué le gustas a Jean-Paul. ¡Una gatita!
– ¿Por qué se marchó la americana?
Se encogió de hombros, al tiempo que se le apagaba la risa.
– Echaba de menos su país y sentía que no encajaba aquí. Decía que la gente no era amable. Se distanció sin remedio.
– Dios santo -murmuré en inglés, incapaz de contenerme. Claude se inclinó hacia adelante, las piernas separadas, los codos en las rodillas, las manos colgando. Lo miré-. ¿Jean-Paul todavía la quiere?
Se encogió de hombros.
– Se ha casado.
Eso no es una respuesta. Mírame, pensé, pero no se lo dije.
– No sé si lo entenderás -prosiguió-, pero protegemos un poco a Jean-Paul. Conocemos a una americana bonita, con mucho genio, como una gatita, que se ha fijado en Jean-Paul pero que está casada, y pensamos… -volvió a encogerse de hombros- que quizá no sea demasiado conveniente para él, aunque sabemos que él no lo ve así. O que lo ve pero que la chica es una tentación de todos modos.
– Pero… -no estaba en condiciones de discutir. Si argumentaba que no todas las americanas se vuelven a casa con el rabo entre las piernas (aunque era cierto que yo había considerado esa posibilidad en los momentos de mayor alienación), Claude se limitaría a sacar a relucir el hecho de que estaba casada. No sabía qué era lo que estaba subrayando más; quizá fuera parte de su estrategia. Me caía demasiado mal para insistir.
Lo que estaba presentando como verdad indiscutible era que yo no le convenía a Jean-Paul
Con aquella idea -a lo que se añadía la falta de sueño y lo absurdo que era estar sentada en aquel banco con aquel individuo que me decía cosas que ya sabía- terminé por venirme abajo. Me incliné hacia adelante, los codos en las rodillas, ahuequé las manos alrededor de los ojos como para protegerlos de la excesiva luz del sol y empecé a llorar en silencio.
Claude se irguió.
– Lo siento, Ella. No he dicho esas cosas para hacerte sufrir.
– ¿De qué otra manera esperaba que reaccionase? -repliqué con tono cortante. Hizo el mismo gesto de derrota con las manos que había hecho la noche anterior.
Me sequé las manos húmedas en el vestido y me puse en pie.
– Tengo que marcharme -murmuré, apartándome el pelo de la cara. No fui capaz ni de darle las gracias ni de despedirme.
Lloré durante todo el camino a casa.
La Biblia era como un reproche encima de la mesa. No soportaba estar sola en una habitación, pero no tenía mucho donde elegir. Necesitaba hablar con una amiga; eran mujeres quienes de ordinario me ayudaban a superar los momentos de crisis. Pero era medianoche en Estados Unidos; además, el teléfono nunca funcionaba bien. Y en Lisle-sur-Tarn no tenía a nadie a quien hacer confidencias. Lo más cerca que había estado de encontrar un alma gemela era Mathilde, pero disfrutó de tal manera coqueteando con Jean-Paul que quizá no le gustara demasiado saber lo que había sucedido.
Más avanzada la mañana recordé que tenía una clase de francés en Toulouse por la tarde. Llamé a madame Sentier y le dije que no podía ir porque estaba enferma. Al preguntarme qué me pasaba, dije que era una fiebre estival.
– Ah, ¡necesita que alguien cuide de usted! -exclamó.
Sus palabras hicieron que me acordase de mi padre, de su miedo a que me sintiera perdida en Europa sin ayuda de nadie. «Llama a Jacob Tournier si tienes problemas», me había dicho. «Cuando surgen dificultades es bueno tener familia cerca.»
Jean-Paul:
Me voy con mi familia. Me ha parecido lo mejor que podía hacer. Si me hubiera quedado en Lisle, el sentimiento de culpa habría acabado conmigo. Me he llevado tu camisa azul.
Perdóname.
Ella
A Rick no le mandé una nota. Llamé a su secretaria y le dejé un mensaje lacónico.