7. El vestido

Nunca estaba sola. Siempre se quedaba alguien con ella: Etienne o Hannah o Petit Jean. Por lo general Hannah, que era lo que Isabelle prefería. Hannah no podía o no quería hablar con ella, y era demasiado mayor y frágil para hacerle daño. Temía las manos de un Etienne que ahora se dejaba llevar por la ira y tampoco se fiaba de Petit Jean, con su navaja y la sonrisa permanente en los ojos.

¿Cómo hemos llegado a esto?, se preguntaba, las manos detrás del cuello y los codos contra el pecho. ¿Cómo es posible que ni siquiera me pueda fiar de mi hijo? Desde el devant-huis contempló, más allá de los monótonos campos blancos, las montañas oscuras y el cielo gris. Hannah estaba en la puerta, tras ella. Etienne siempre sabía lo que su mujer había hecho, aunque Isabelle nunca había sorprendido a su suegra hablando con él.

– ¡Mémé, cierra la puerta! -gritó Petit Jean desde dentro.

Isabelle miró por encima del hombro a la habitación oscura y llena de humo y se estremeció. Habían tapado las ventanas y mantenían cerrada la puerta; el humo se acumulaba hasta convertirse en una nube espesa, asfixiante. A Isabelle le escocían los ojos y la garganta y había empezado a dar vueltas por la habitación pesadamente, con la lentitud de alguien que se mueve dentro del agua. Sólo en el devant-huis podía respirar normalmente a pesar del frío.

Hannah tocó a Isabelle en el brazo, movió la cabeza en dirección al fuego y se apartó para dejarla pasar.


Hilaban todo el día durante el invierno, con innumerables montones de cáñamo que esperaban en el granero. Mientras trabajaba, Isabelle se acordaba de la suavidad de la tela azul, y se hacía la ilusión de que era lo que tenía entre las manos, en lugar de la fibra basta que le raspaba la piel y le llenaba los dedos de cortes diminutos. Nunca conseguía con el cáñamo un hilo tan fino como con la lana de las Cevenas.

Sabía que Jacob tenía que haber escondido la tela en algún sitio, tal vez en el bosque o en el granero, pero nunca se lo había preguntado. Tampoco había tenido oportunidad; pero, aunque se hubieran quedado a solas, le habría dejado guardar el secreto. De lo contrario, Etienne podría hacerla confesar a fuerza de golpes.

Le resultaba muy difícil pensar en medio del humo, enfrentada al cáñamo interminable, a la oscuridad, al silencio acolchado de la habitación. Etienne la miraba a menudo con fijeza y no apartaba los ojos cuando su mujer le devolvía la mirada. Sin pestañas, los ojos de su marido resultaban más duros e Isabelle no podía mirarlos sin sentirse amenazada y culpable.

Empezó a hablar menos, a quedarse callada junto al fuego por la noche, y ya no contaba historias a los niños, ni cantaba ni reía. Se sentía encoger y pensaba que si guardaba silencio quizá se hiciera menos visible y pudiera escapar a las sospechas que la tenían atrapada, a la amenaza sin nombre que flotaba en el aire.


Primero soñó con el pastor en un retamal. Arrancaba las flores amarillas y luego las aplastaba entre los dedos. Échalas en agua caliente y bébetela, le dijo él. Te pondrás bien. Le había desaparecido la cicatriz y, cuando Isabelle le preguntó por ella, el pastor le dijo que se le había corrido a otra parte del cuerpo.

La vez siguiente soñó que su padre hurgaba en las cenizas de una chimenea caída, rodeado por las ruinas humeantes de una casa. Isabelle lo llamó, pero estaba tan concentrado en su búsqueda que no alzó la vista.

Luego apareció una mujer. Isabelle nunca logró verla de frente. Se colocaba en umbrales, junto a unos árboles y en cierta ocasión al lado de un río que se parecía al Tarn. Su presencia era consoladora, aunque nunca decía nada ni se acercaba lo bastante como para que Isabelle la viera con claridad.

Pasada la Navidad cesaron aquellos sueños.

La mañana del veinticinco de diciembre la familia se vistió de negro, como era habitual; utilizaban ya la ropa que habían hecho ellos con la cosecha de cáñamo.

La tela era dura y basta, pero duraría mucho. Los niños se quejaban de que arañaba y picaba. Isabelle estaba de acuerdo pero no decía nada.

En el exterior de la iglesia de Saint Pierre vieron a Gaspard entre la multitud allí congregada y se acercaron a saludarlo.

– Écoute, Etienne -dijo Gaspard-, he encontrado a un individuo en la posada que te puede conseguir el granito para la chimenea. En Francia, a un día de camino de aquí, hay una cantera, cerca de Montbéliard. En primavera te puede traer un bloque grande para el hogar. Dime el tamaño y le mandaré un mensaje con el próximo viajero que pase por allí.

Etienne asintió con un gesto.

– ¿Le has dicho que pagaré en cáñamo?

– Bien sûr.

Etienne se volvió hacia las mujeres.

– Construiremos la chimenea en primavera -dijo en voz baja para que sus vecinos suizos no le oyesen y se ofendieran.

– Demos gracias a Dios -replicó Isabelle de manera maquinal.

Etienne la miró con ferocidad, apretó los labios y se volvió en el momento en que Pascale se reunía con ellos. La muchacha hizo una inclinación de cabeza a Hannah, y sonrió indecisa a Isabelle. Se habían visto varias veces en la iglesia pero nunca habían llegado a hablar.

El pastor, Abraham Rougemont, se acercó. Mientras saludaba a Hannah, Isabelle aprovechó la oportunidad para hablar en voz baja con Pascale.

– Siento no haber ido a verte. Me es… difícil ahora.

– Saben algo… sobre…

– No. No te preocupes.

– Isabelle, tengo la…

Se detuvo, asustada, porque Hannah había aparecido junto a Isabelle, la boca crispada, los ojos fijos en el rostro de Pascale.

La muchacha se debatió un instante y luego dijo con sencillez:

– Que Dios vele por vosotros este invierno.

Isabelle sonrió apenada.

– Y también por vosotros.

– ¿Vendréis a nuestra casa entre los servicios?

– Bien sûr.

– Me alegro mucho. Vamos a ver, Jacob, ¿qué tienes para mí esta vez, chéri?

El niño se sacó del bolsillo una piedra de color verde mate, con forma de pirámide, y se la dio.

Isabelle se encaminó hacia la iglesia. Al mirar hacia atrás vio a Jacob hablando en voz baja con Pascale.

Después del servicio matutino Etienne se volvió hacia ella.

– Mamá y tú volvéis a casa ahora -murmuró.

– Pero el servicio en Chaliéres…

– Tú no vas a ir, La Rousse.

Isabelle abrió la boca, pero no llegó a decir nada al ver la posición de los hombros de su marido y la expresión de sus ojos. No voy a ver a Pascale, pensó. Tampoco veré a la Virgen en la capilla. Cerró los ojos y apretó los brazos contra los lados de la cabeza, como si esperase un golpe.

Etienne la agarró por un codo y la sacó sin miramientos de entre la multitud.

– Vete -dijo, empujándola en dirección a su casa. Hannah se colocó junto a ella.

Isabelle extendió una mano, tenso el brazo.

– Marie -llamó. Su hija saltó para acudir a su lado.

– Mamá -dijo la niña, tomando la mano que se le tendía.

– No. Marie irá a la iglesia con nosotros. Ven aquí, Marie.

Marie miró a su madre, luego a su padre. Soltó la mano de Isabelle y fue a colocarse a mitad de camino entre los dos.

– Aquí -Etienne señaló un punto próximo a él.

Marie lo miró con sus ojos azules muy abiertos.

– Papá -dijo en voz muy alta-, si me pegas como pegas a mamá, ¡sangraré!

La indignación aumentó la estatura de Etienne. Dio un paso hacia la niña, pero se detuvo cuando Hannah alzó una mano a modo de advertencia y movió la cabeza. Etienne miró a la multitud: todo el mundo guardaba silencio. Después de lanzar una mirada feroz a Marie, dio media vuelta para dirigirse a casa de Gaspard.

Hannah tomó el camino que llevaba a la granja. Isabelle no se movió.

– Marie -dijo-, ven con nosotras.

Marie siguió en el mismo sitio hasta que Jacob se acercó y le dio la mano.

– Vamos al río -dijo. Su hermana le dejó que se la llevara. Ninguno de los dos volvió la vista atrás.


Jacob jugaba con Marie cuando el frío los obligaba a estar dentro de casa, e inventaba nuevas actividades con sus guijos. Le enseñó a contarlos y a ordenarlos de distintas maneras: por color, por tamaño, por origen. Empezaron a contornear objetos con los guijarros. Colocaron una guadaña en el suelo y pusieron a su alrededor los cantos rodados; luego retiraron la herramienta y dejaron sobre el suelo su silueta en piedra. Hicieron lo mismo con rastrillos, palas, ollas, el banco, blusas, pantalones, sus manos.

– Déjame dibujar tu contorno -sugirió una tarde.

Marie aplaudió y se echó a reír. Luego se tumbó de espaldas en el suelo y Jacob le estiró con cuidado el vestido para que los guijarros enmarcaran su figura completa. Eligió los cantos cuidadosamente. Granito de las Cevenas en torno a la cabeza y el cuello, blanco alrededor del vestido, verde oscuro para piernas, pies y manos. Jacob era meticuloso al seguir las líneas del vestido, señalando incluso el corte de la cintura, el estrecharse de los brazos. Cuando hubo terminado ayudó a Marie a levantarse sin descolocar los guijarros. Todos admiraron la silueta de la niña, brazos y piernas extendidos sobre el suelo de tierra. Isabelle alzó la vista y advirtió que tanto Jacob como Etienne miraban aquella figura con mucha atención. Los labios de Etienne se movían ligeramente.

Está contando, pensó Isabelle. ¿Por qué cuenta? Una oleada de terror la recorrió de pies a cabeza.

– ¡Basta! -gritó, corriendo hacia la silueta y dando patadas a las piedras.

Los meses oscuros después de Navidad fueron los más duros. Hacía tanto frío que sólo abrían la puerta una vez al día, para ir en busca de madera y cáñamo. A menudo el cielo estaba gris, lleno de nieve, y el mundo exterior casi tan oscuro como la casa. Isabelle miraba fuera, con la esperanza de escapar por un momento, pero no encontraba consuelo alguno ni en la pesadez del cielo, ni en la lisa superficie de la nieve, rota de cuando en cuando, a lo lejos, por las negras copas de los abetos o las manchas de las rocas. Cuando el frío la tocaba, lo sentía como una barra de metal apretada contra la piel.

También empezó a sentir en la boca gusto a metal tanto en el denso pan de centeno que Hannah cocía una vez a la semana en el horno comunal, como en la blanda menestra de verduras de todos los días. Isabelle tenía que forzarse para comer, procuraba ignorar el sabor a sangre, ocultar las náuseas. A menudo dejaba que Marie terminase su ración.

Luego empezó a tener picores en el pliegue de los codos y detrás de las rodillas. Al principio se rascaba la piel a través de las capas de ropa: hacía demasiado frío para desnudarse y buscar los piojos. Pero un día descubrió sangre filtrándose a través de la ropa, se remangó y examinó las úlceras: piel seca, plateada, que se desprendía; ásperas manchas rojas, sin rastro de piojos. Isabelle ocultó las manchas herrumbrosas, temerosa de las acusaciones de Etienne si veía sangre.

Por la noche, en la cama, contemplaba la oscuridad y se rascaba moviéndose lo menos posible para que Etienne no se diera cuenta. Escuchaba su respiración regular, con miedo a que se despertara, y prefería no dormir y estar preparada: no sabía para qué, pero esperaba en la oscuridad a que sucediera algo, sin respirar apenas.

Creía que tenía mucho cuidado, pero una noche Etienne le sujetó una mano y descubrió la sangre. Procedió a golpearla y después la poseyó violentamente por detrás. Fue un alivio no tener que verle la cara.


Una tarde Gaspard vino a sentarse junto al fuego de los Tournier.

– El granito está encargado -le dijo a Etienne, al tiempo que sacaba la pipa del bolsillo y alzaba el pedernal para encenderla-. El precio es el convenido y el intermediario tiene las medidas que me diste. Traerá el bloque antes de la Pascua de Resurrección. Ahora dime, ¿quieres más? ¿Más granito para la chimenea?

Etienne negó con la cabeza.

– No podría pagarlo. Y, de todos modos, la piedra caliza de aquí será suficiente para la chimenea. Es el hogar lo que se calienta más y necesita una piedra más dura.

Gaspard rió entre dientes.

– Piensan que estás loco, la gente de la posada. ¿Para qué quiere una chimenea?, preguntan. ¡Ya tiene una casa estupenda!

Se produjo un silencio; Isabelle supo lo que pensaban todos: se acordaban de la chimenea de su antigua casa. Marie se había colocado junto al codo de Gaspard, esperando a que le hiciera cosquillas. El visitante le acarició la barbilla y le tiró de las orejas.

– Eh, quieres una chimenea, mon petit souris, ¿no es eso lo que quieres? ¿No te gusta el humo?

– A quien más le molesta es a mamá -replicó Marie, con una risita.

– Ah, Isabelle -Gaspard se volvió hacia ella- No tienes buen aspecto. ¿Comes lo suficiente?

Hannah frunció el ceño. Etienne habló por ella.

– Hay comida en abundancia en esta casa para quienes la quieren -dijo con aspereza.

– Bien sûr -Gaspard alzó las manos y las movió como si alisara tela arrugada-. Habéis tenido una buena cosecha de cáñamo y disponéis de cabras, todo marcha bien. Excepto que os falta una chimenea para madame -hizo una inclinación de cabeza a Isabelle-. Y madame consigue lo que quiere.

La aludida parpadeó e intentó ver mejor al padre de Pascale a través del humo. El silencio se prolongó de nuevo hasta que Gaspard rió, inseguro.

– ¡Bromeaba! -exclamó-. Os estoy tomando el pelo, eso es todo.

Después de que se marchara, Etienne dio vueltas por la habitación, examinando el fuego desde todos los ángulos posibles.

– El hogar irá aquí, contra esa pared -le explicó a Petit Jean, al tiempo que daba palmadas en la pared más alejada de la puerta-. Atravesaremos el techo por ahí. ¿Te das cuenta? Habrá cuatro pilares aquí -señaló el sitio- para sostener un tejado de piedra que llevará el humo hacia arriba y hacia afuera por el agujero que abriremos en lo más alto.

– ¿Cómo será de grande el hogar, papá? -preguntó Petit Jean-. ¿Tan grande como el de la otra granja?

Etienne miró alrededor antes de posar los ojos en Marie.

– Sí -dijo-, será un hogar muy grande. ¿No te parece, Marie?

Muy pocas veces usaba el nombre de su hija. Isabelle sabía que lo detestaba. Había tenido que amenazar con maldecir sus cosechas para que le permitieran llamar Marie a la niña. Durante todos los años pasados con los Tournier fue la única vez que se atrevió a aprovecharse del miedo que le tenían. Ahora había desaparecido el miedo, y en su lugar había indignación.

Marie frunció el ceño ante la mirada de Etienne. Al seguir mirándola su padre con aquellos ojos suyos fríos y muy abiertos, la niña se echó a llorar. Isabelle la rodeó con el brazo.

– No es nada, chérie, no llores -le susurró, acariciándole el pelo-. Sólo empeorarás las cosas. No llores.

Por encima de la cabeza de Marie vio a Hannah, sentada en el rincón más apartado de la habitación. Por un momento pensó que le pasaba algo raro. Su cara parecía diferente, la telaraña de arrugas más pronunciada. Y entonces se dio cuenta de que la anciana sonreía.


Isabelle empezó a esforzarse por no perder de vista a Marie; la enseñó a hilar, a hacer ovillos con el hilo, a tejer vestiditos para su muñeca. Isabelle la tocaba con frecuencia, la cogía del brazo, le acariciaba el pelo, como para asegurarse de que la niña seguía a su lado. Le mantenía la cara limpia, frotándosela con un paño todos los días para que brillara a través de la oscuridad del humo.

– Necesito verte, ma petite -explicaba, aunque Marie nunca le pedía explicaciones.

Isabelle mantenía a Hannah lejos de la niña todo lo que le era posible, colocándose incluso entre las dos. No siempre lo conseguía. Un día Marie se presentó ante Isabelle con labios lustrosos.

– ¡Mémé me ha untado el pan con tocino! -exclamó.

Isabelle frunció el ceño.

– Quizá quiera darte un poco mañana -continuó su hija-, para engordarte también a ti. Te estás quedando muy delgada, mamá. Y estás muy cansada.

– ¿Por qué quiere Mémé que estés gorda?

– Quizás soy especial.

– Nadie es especial a los ojos de Dios -dijo Isabelle con severidad.

– Pero el tocino estaba bueno, mamá. Tan bueno que quiero más.


Una mañana a Isabelle le despertó el ruido del agua y supo que había terminado el invierno.

Etienne abrió la puerta para dejar entrar la luz del sol y un calor que el cuerpo de Isabelle agradeció al instante. La nieve se derretía por todas partes y formaba arroyuelos que corrían hacia el río. Los niños salieron disparados de la casa como si hubieran estado atados, corriendo y riendo, con pellas de barro pegadas a los zapatos.

Isabelle se arrodilló en la huerta y dejó que el barro le empapara las rodillas. Como todos los demás estaban tan ocupados con la llegada de la primavera, la habían dejado sin vigilancia y estaba sola por vez primera desde hacía meses. Inclinó la cabeza y empezó a rezar en voz alta.

– Santa María, no resistiré aquí otro invierno -murmuró-. Este que ha pasado es todo lo que puedo soportar. Por favor, Virgen querida, no permitas que me suceda otra vez -se apretó el vientre con los brazos. Protégenos a mí y a este niño. Tú eres la única que lo sabe.


Isabelle no había vuelto a Moutier desde Navidad. Durante todo el invierno Hannah se había encargado de cocer el pan. Cuando el tiempo era bueno, Etienne llevaba a los niños a la iglesia, pero Isabelle se quedaba en casa con Hannah. Cuando oyeron el silbido del buhonero, que venía a hacerles la visita de primavera, Isabelle esperaba que le dijeran que no podía ir, incluso que Etienne la pegara si se atrevía a preguntarlo. De manera que se quedó en la huerta, plantando hierbas sazonadoras.

Marie vino a buscarla.

– Mamá -dijo-. ¿No vienes?

– No, ma petite. Ya ves que estoy ocupada.

– Pero papá me ha mandado a buscarte, para decirte que vengas.

– ¿Tu padre quiere que vaya al pueblo?

– Sí -Marie bajó la voz-. Mamá, ven por favor. No digas nada. Pero ven.

Isabelle le miró la cara, ojos azules brillantes y llenos de sensatez, cabellos rubios muy claros por encima y más oscuros debajo, como en otro tiempo los de su padre. Los cabellos rojos habían empezado a aparecer otra vez, uno cada día. Ahora se encargaba Hannah de arrancárselos.

– Eres demasiado pequeña para ser tan prudente.

Marie dio varias vueltas sobre sí misma, arrancó una flor de la nueva mata de espliego y se alejó corriendo.

– ¡Vamos al pueblo, todos! -gritó.

Isabelle trató de sonreír cuando se reunieron con la multitud en torno al carro del buhonero. Sentía que la gente la miraba. No tenía la menor idea de lo que todas aquellas personas pensaban de ella, ignoraba si Etienne había alentado o sofocado los rumores, si, en realidad, alguien hablaba de ella.

Monsieur Rougemont se acercó.

– Es un placer verte de nuevo, Isabelle -dijo muy envarado, dándole la mano-. Te veremos también el domingo, espero.

– Sí -replicó Isabelle. No trataría así a una bruja, pensó, aunque no muy convencida.

Pascale vino a reunirse con ella, el rostro tenso de preocupación.

– ¿Has estado enferma?

Isabelle miró a Hannah, a su lado, incómoda.

– Sí -dijo-. Enferma con el invierno. Pero ahora ya estoy mejor, creo.

¡Bella! -oyó detrás, y se volvió; el buhonero se inclinaba hacia ella desde su carro. Extendió el brazo, le cogió la mano y se la besó-. ¡Ah, qué alegría verla, madame! Una gran alegría -no le soltó la mano y, abriéndose paso entre sus mercancías, fue llevándola alrededor del carro y alejándola de Etienne, Hannah y los niños, que los miraron pero no los siguieron. Era como si el buhonero los hubiera hechizado, inmovilizándolos donde estaban.

Finalmente soltó la mano de Isabelle, se acuclilló en el borde del carro y la miró detenidamente.

– Estás muy triste, Bella -dijo en voz baja-. ¿Qué te ha sucedido? ¿Cómo puedes estar tan triste cuando puedes ver esa tela azul tan maravillosa?

Isabelle negó con la cabeza, incapaz de dar explicaciones. Cerró los ojos para ocultar las lágrimas.

– Escucha, Bella -dijo, todavía en voz muy baja-. Escucha. Tengo algo que preguntarte.

Isabelle abrió los ojos.

– ¿Te fías de mí, verdad que sí?

Lo miró hasta el fondo de sus ojos oscuros.

– Sí, me fío de usted -susurró.

– Has de decirme de qué color tienes el pelo.

Maquinalmente, Isabelle se llevó la mano al paño que le cubría la cabeza.

– ¿Por qué?

– Me han dado un mensaje que quizá sea para ti, pero sólo estaré seguro cuando me digas de qué color tienes el pelo.

Isabelle negó con la cabeza.

– La última noticia que me dio usted fue que había muerto mi cuñada. ¿Por qué tendría que oír nada más?

El buhonero se acercó más.

– Porque estás triste y quizá este mensaje te alegre, te quite la tristeza. Te lo prometo, Bella. Nada de malas noticias. Además -hizo una pausa, mirándole a la cara-, el invierno ha sido malo para ti, ¿no es cierto? Lo que oigas no será peor que lo que has vivido.

Isabelle bajó los ojos hacia el barro que contorneaba sus zapatos. Respiró hondo.

– Rojo -dijo-. Es rojo.

El buhonero sonrió.

– Pero eso es muy hermoso, ¿no es cierto? El color de los cabellos de la Virgen, que Dios la bendiga. ¿Por qué avergonzarse? ¡Y además es la respuesta acertada! Ahora te puedo transmitir el mensaje. Es de un pastor que encontré en Alés durante el invierno. Te describió y luego me pidió que te buscara. Tiene el pelo oscuro y una cicatriz en la mejilla. ¿Lo conoces?

Isabelle se inmovilizó. De entre el humo, el agotamiento, el miedo que le impedía pensar, surgió un tenue rayo de luz.

– Paul -susurró.

– ¡Sí, sí, así se llama! Quiere que te diga -el buhonero cerró los ojos y pensó- que todavía te busca en verano junto al nacimiento del Tarn. Te busca siempre.

Isabelle empezó a llorar. Afortunadamente fue Marie y no Etienne o Hannah quien vino a su lado y la cogió de la mano.

– ¿Qué te pasa, mamá? ¿Qué te ha dicho ese mal hombre? -añadió, mirando al buhonero con el ceño fruncido.

– No es un mal hombre -dijo Isabelle entre lágrimas.

El buhonero rió y le pasó la mano por el pelo a Marie.

– Tú, bambina, eres como un barquito, como una góndola. Te balanceas arriba y abajo y te sostienes en el agua; eres valiente pero muy pequeña.

Siguió pasando los dedos por el pelo de la niña hasta que encontró un cabello rojo que se le había pasado a Hannah.

– ¿Ves? -le dijo a Isabelle-, no vergonzoso sino hermoso.

– Cuéntele que con el pensamiento estoy siempre allí -intervino Isabelle.

Marie los miró a los dos.

– ¿Contar a quién?

– No es nada, Marie. Sólo hablábamos. Gracias -le dijo al buhonero.

– Sé feliz, Bella.

– Lo procuraré.


El jueves Santo llegó el bloque de granito.

Etienne y los chicos araban mientras Isabelle y Hannah limpiaban la casa, liberándola del humo invernal y de la oscuridad. Restregaban los suelos y las paredes, escaldaban las ollas, lavaban la ropa, cambiaban la paja de los colchones y sacaban el estiércol del establo. No iban a encalar todavía las paredes. En todas las casas del valle se encalaban las habitaciones una vez al año, en primavera, pero los Tournier esperarían a que estuviera construida la chimenea

Isabelle removía una cuba llena de ropa humeante cuando vio que se acercaba el carro, el caballo esforzándose mucho por el peso de la piedra.

– Marie, ve a contar a papá que ha llegado el granito -dijo. Marie soltó el palo con el que había estado empujando las telas empapadas y corrió hacia los campos.

Cuando Etienne y los chicos llegaron, el transportista consumía un cuenco de estofado en la mesa recién fregada. Comía deprisa, la boca muy cerca del cuenco. Cuando terminó alzó la cabeza.

– Necesitaremos dos hombres más para levantarlo. Etienne hizo una indicación a Petit Jean.

– Ve a buscar a Gaspard -dijo.

Mientras esperaban, Etienne explicó cómo construiría la chimenea.

– Primero cavaré un lecho para colocarla, de manera que quede a la altura del suelo -dijo.

Hannah, que se había colocado detrás de Etienne, recogió el cuenco del otro, volvió a llenarlo, y golpeó con él la mesa al ponérselo delante.

– ¿Por qué no lo hace ahora? -preguntó el transportista-. De esa manera podríamos colocar la piedra enseguida.

– Se tardaría demasiado -replicó Etienne incómodo-. El suelo todavía sigue helado, como puede ver. No quiero hacerle esperar.

El otro dio una patada en el suelo.

– A mí no me parece helado.

– Todavía sigue muy duro. De todos modos estaba trabajando en el campo y no he tenido tiempo de cavar. Además, pensaba que llegaría usted más adelante. Después de Pascua.

Eso no es verdad, pensó Isabelle, mirando fijamente a Etienne, que mantenía los ojos en el suelo, en el sitio donde el otro había dejado una marca con el pie. Gaspard les había dicho que lo esperasen antes de Pascua. Era muy raro oír a su marido mentir con tanta desfachatez.

El transportista terminó su segundo cuenco.

– Las mujeres de su casa no tienen problemas para cocinar con ese fuego -dijo, señalando con un movimiento de cabeza las llamas del rincón-. ¿Por qué cambiarlo?

Etienne se encogió de hombros.

– Estamos acostumbrados a tener chimenea.

– Pero ahora viven en un país nuevo. Con costumbres nuevas, que deberían pasar a ser las suyas.

– Algunas viejas costumbres siguen con nosotros para siempre, vayamos donde vayamos -dijo Isabelle-. Son parte de nosotros. Nada las puede reemplazar por completo.

Todos la miraron fijamente y en el rostro de Etienne apareció una expresión muy desagradable.

¿Por qué he hablado? pensó. Sé que callar es lo más seguro. ¿Por qué he dicho una cosa así? Ahora me pegará, igual que durante el invierno. Y quizá haga daño al niño. Se tocó el vientre.

Una vez que llegaron los que venían a ayudar, Etienne estuvo demasiado ocupado para desahogar su indignación. Se necesitaron cuatro personas, todas hombres fornidos, para sacar el bloque de granito del carro e introducirlo a trompicones en la casa, donde lo apoyaron en la pared junto a la puerta. Jacob le pasó las manos arriba y abajo. Marie se extendió contra él como si fuese una cama.

– Está tibio, mamá -dijo-. Como nuestra casa.


La Pascua era una época de redención, cuando se explicaban los rigores del invierno. Isabelle sacó la ropa negra para el servicio religioso y se cambió con una naturalidad que creía haber perdido.

A esto se le llama esperanza, pensó. Esto es lo que había olvidado.

Se preguntaba si Etienne le prohibiría ir a la iglesia por decir lo que le había dicho al transportista, pero ni siquiera lo mencionó. La audacia de Isabelle quedaba compensada por su mentira.

Ayudó a Marie a vestirse. Su hija estaba inquieta, daba saltos por la habitación, se reía para sus adentros. Cuando llegó el momento de salir, la niña tomó una mano de Isabelle, Jacob la otra, y los tres caminaron por el estrecho sendero codo con codo, detrás de Etienne y de Hannah. Petit Jean corría por delante.

Isabelle no se atrevía a pensar en la Virgen de Chaliéres. Me basta con asistir al primer servicio y ver a otras personas, caminar al sol, pensó. No espero nada más.

Al final de la ceremonia matutina en Saint Pierre, Etienne se dirigió hacia la casa de Gaspard sin hablar con Isabelle; el resto de la familia lo siguió. Pascale se acercó y caminó al lado de su amiga, sonriendo.

– Me alegro de que vengas al segundo servicio -susurró-. Es una bendición que estés hoy aquí.

En la casa Isabelle se sentó al lado de Pascale, junto al fuego, y escuchó todas las habladurías del invierno de las que no estaba enterada.

– Pero, ¡seguro que sabes eso! -exclamaba Gaspard cada vez que le contaba una historia nueva-. Hannah tiene que haberlo oído cuando venía a cocer el pan; ¡seguro que te lo contó! ¡Oh! -se tapó la boca con la mano, demasiado tarde para impedir que salieran las palabras, y miró a Hannah, que estaba sentada junto a Etienne en el otro banco, con los ojos cerrados. Los abrió y miró a Gaspard, que rió nervioso.

– Eh, Hannah -dijo muy deprisa-, sabes todas las habladurías, n’est-ce pas? Oír, oyes, aunque no hables.

Hannah se encogió de hombros y volvió a cerrar los ojos.

Se hace vieja, pensó Isabelle. Y además está cansada. Pero todavía es capaz de hablar, no me cabe la menor duda. Petit Jean desapareció pronto con los hijos de un vecino, pero Jacob y Marie se quedaron, inquietos, ambos con ojos relucientes, expectantes. Finalmente Pascale dijo en voz más alta:

– Venid, os voy a enseñar los cabritos nuevos. Tú no, Isabelle. Sólo estos dos -se llevó a los dos niños al establo.

Cuando regresaron reían tontamente, sobre todo Marie, que se paseó por la habitación, la cabeza muy alta como si llevara una corona.

– ¿Cómo eran los cabritos? -preguntó Isabelle.

– Suaves -replicó Jacob, y Marie y él, los dos, estallaron en carcajadas.

– Ven aquí, petit souris -dijo Gaspard-, ¡o te tiraré al río!

Marie gritó mientras Gaspard la perseguía por la habitación y luego, al capturarla, empezó a hacerle cosquillas.

– Luego no se estará quieta en la iglesia si haces eso -dijo Etienne con severidad.

Gaspard soltó bruscamente a Marie.

Pascale regresó para sentarse al lado de Isabelle. Lucía una sonrisa que Isabelle no entendió. Pero tampoco preguntó. Había aprendido a no preguntar.

– De manera que vas a tener pronto una chimenea -dijo Pascale.

– Sí. Etienne colocará el hogar después de la siembra, con ayuda de Gaspard, por supuesto. El granito pesa mucho. A continuación construirá la chimenea.

– No más humo -Pascale sonaba envidiosa e Isabelle sonrió.

– No, no más humo.

Pascale bajó la voz.

– Tienes mejor aspecto que cuando te vi por última vez.

Isabelle miró a su alrededor. Etienne y Gaspard estaban absortos en su conversación; Hannah parecía dormir.

– Sí, he salido más -replicó, cautelosa-. He tomado el aire.

– No es sólo eso. Pareces más feliz. Como si alguien te hubiera contado un secreto.

Isabelle pensó en el pastor.

– Quizás lo haya hecho alguien.

Pascale abrió mucho los ojos e Isabelle rió.

– No tiene importancia -dijo-. Sólo la primavera y una chimenea.

– De manera que los niños no te han dicho nada.

Isabelle se irguió en el asiento.

– ¿Qué tendrían que decirme?

– Nada. Ahora deberíamos comer. Pronto será hora de ir a Chaliéres -Pascale se puso en pie antes de que Isabelle pudiera añadir nada más.

Después de comer se trasladaron sin mucho orden a la capilla. Etienne y Gaspard iban delante, con Hannah muy cerca de su hijo; luego las mujeres, con Marie cogida de la mano de Isabelle; a continuación Petit Jean y sus amigos en un grupo agitado, entre empujones y gritos; y, detrás de todos ellos, Jacob, solo, las manos en los bolsillos, sonriendo.

Llegaron pronto; la capilla estaba sólo llena a medias y pudieron acercarse lo suficiente para ver al celebrante sin dificultad. Isabelle mantuvo los ojos bajos pero se colocó de una manera que le permitiese ver a la Virgen cuando se atreviera a levantar la vista. Marie se quedó a su lado, abrazándose el pecho entre risitas.

– Mamá -susurró-. ¿Te gusta mi vestido?

– Tu vestido es el más adecuado, ma fille. Negro para los Días Santos.

Marie volvió a reír, pero se mordió el labio cuando Jacob la miró frunciendo el ceño.

– Estáis jugando a algo, vosotros dos -los reconvino Isabelle.

– Sí, mamá -respondió Jacob.

– Aquí no se juega: ésta es la casa de Dios.

Durante el servicio Isabelle pudo mirar varias veces a la Virgen. De cuando en cuando sentía fijos en ella los ojos de Etienne, pero mantuvo el gesto severo, escondiendo su alegría.

Monsieur Rougemont habló durante mucho tiempo sobre el sacrificio de Cristo y la necesidad de vivir la virtud de la pureza.

– Dios ha elegido ya a los que, entre vosotros, seguirán a su Hijo al cielo -afirmó lisa y llanamente-. Vuestro comportamiento aquí indica su decisión. Si elegís pecar, si perseveráis en viejas costumbres cuando se os ha mostrado la Verdad, si adoráis ídolos falsos -Isabelle bajó los ojos al suelo-, si no renunciáis a los malos pensamientos, no tendréis posibilidad alguna de lograr el perdón de Dios. Pero si lleváis vidas de pureza, de trabajo duro y de devociones sencillas, quizá podáis demostrar todavía que estáis entre los elegidos de Dios y que sois dignos del sacrificio de su Hijo. Recemos.

A Isabelle le ardían las mejillas. Está hablándome a mí, pensó. Sin mover la cabeza miró, nerviosa, a Etienne y a Hannah; para sorpresa suya comprobó, por sus rostros, que sentían miedo. Miró en la dirección opuesta y, con la excepción de los rostros serenos de los niños, reconoció los mismos sentimientos en todos los que la rodeaban.

Quizá ninguno de nosotros figure entre los elegidos, pensó. Y todos lo sabemos.

Alzó la vista a la Virgen.

– Ayúdame -rezó-. Ayúdame para que sea perdonada.

Monsieur Rougemont terminó la ceremonia sacando la copa de vino y las delgadas obleas para la comunión.

– Los niños primero -dijo-. Benditos sean los inocentes.

– Ve -Isabelle dio un empujón a Marie, y la pequeña, Jacob y Petit Jean se reunieron con los otros niños arrodillados delante del ministro.

Mientras los adultos esperaban, Isabelle alzó de nuevo los ojos a la Virgen. Mírame, le rogó en silencio. Muéstrame que se me han perdonado mis pecados.

Los ojos de la Virgen observaban algo situado por debajo de ella. Isabelle siguió la mirada de la Virgen hasta Marie. Su hija, arrodillada pacientemente, esperaba su turno, el vestido negro recogido alrededor de las piernas. Debajo, sin embargo, la ropa interior no era blanca, sino azul. Marie llevaba puesta la tela.

Al verla se le escapó un grito ahogado, lo que hizo que sus vecinos volvieran la cabeza, al igual que Etienne y Hannah. Isabelle trató de apartar los ojos del azul pero no pudo.

Otros empezaron también a verlo. Codazos y susurros se extendieron rápidamente por la capilla. Jacob, arrodillado junto a Marie, miró primero hacia atrás y después a las piernas de Marie. Hizo un movimiento como para bajarle el vestido negro, pero luego cambió de idea.

Cuando Etienne lo vio por fin, palideció antes de enrojecer. Se abrió camino entre la multitud y puso de pie Marie Al alzar la vista, la sonrisa de la niña desapareció. Dio la impresión de esconderse dentro de sí misma. Etienne la arrastró entre los fieles hasta la puerta; luego los dos desaparecieron.

Jacob se había levantado y miraba fijamente a la puerta de la iglesia, inmóvil delante de los otros niños arrodillados. Isabelle, al volverse para seguir a su marido, vio de refilón a Pascale, que había empezado a llorar.

Se abrió camino hasta la puerta. Fuera, Etienne había levantado la falda negra de Marie para dejar al descubierto la otra, azul, que llevaba debajo.

– ¿Quién te ha dado esto? ¿Quién te ha vestido? preguntó. Marie no dijo nada. Etienne la obligó a arrodillarse.

– ¿Quién te lo ha dado? ¿Quién?

Al ver que Marie seguía sin contestarle, la golpeó con fuerza en la cabeza, y la niña cayó hacia adelante, dando con la cara en el suelo.

– He sido yo -mintió Isabelle. Etienne se volvió.

– Debería haber imaginado que nos engañarías, La Rousse. Pero nunca más. No volverás a hacernos daño. Levántate -le dijo a Marie.

La niña se incorporó despacio. La sangre que le salía de la nariz le había llegado hasta la barbilla

– Mamá -susurró.

Etienne se interpuso entre las dos

– No la toques -le dijo entre dientes a Isabelle. Tiró de Marie hasta levantarla y miró alrededor-. Petit Jean, viens-dijo cuando su hijo mayor apareció en la puerta. Petit Jean se acercó a él.

– Pascale -anunció- Ha sido Pascale papá

Cogió el otro brazo de Marie. Entre los dos empezaron a alejarse con ella. La niña volvió la cabeza para mirar a Isabelle.

– Por favor, mamá -dijo. Tropezó y Etienne y petit Jean la sujetaron con más fuerza.

Hannah y Jacob habían aparecido en el umbral de la capilla. Jacob fue a colocarse junto a Isabelle.

– Los cantos en el suelo -le dijo su madre sin mirarlo-. Eran para el contorno del vestido.

– Sí -respondió el niño en voz baja-. Eran para protegerla. Como dijo el buhonero. Para que no se ahogara.

– ¿Por qué vuestro padre contó también los guijarros? ¿Para qué querría saber el tamaño de Marie? Jacob la miró con los ojos muy abiertos.

– No lo sé.

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