Hampton Court, otoño de 1537
La reina había muerto. A las dos de la madrugada del viernes 12 de octubre había dado a luz a un hermoso niño. El rey, que se encontraba en Esher, se había apresurado a regresar a Hampton Court para ver a su heredero, un bebé robusto y de cabello rubio. Enrique Tudor no cabía en sí de gozo: ¡Por fin un heredero! Se sentía tan feliz que incluso había empezado a tratar con algo de benevolencia a sus dos hijas: María, una joven de tez cetrina, demasiado beata para su edad y que siempre le observaba de soslayo, y Elizabeth, la niña que había tenido con Nan.1
1.Ana Bolena, segunda esposa de Enrique VIII.
Al rey no le gustaba hablar de la niña, una criatura demasiado impertinente y sa-bihonda para tener sólo tres años. Sin embargo, la buena de Jane2 las quería como si fueran sus hijas y había insistido en que vivieran todos juntos en la corte. Decía que María le haría compañía y Bess le ayudaría a cuidar al bebé.
2. Jane Seymour, tercera esposa de Enrique VIII.
– Lo has hecho muy bien, pequeña -había dicho el rey besándola en la frente y acariciándole una mano-. Es un niño precioso. Pronto tendremos más, ¿verdad, querida? ¡Tres o cuatro niños para Inglaterra! -había añadido, exultante de alegría. Después de las tribulaciones del pasado, finalmente Dios le había bendecido con un hijo varón.
Jane Seymour esbozó una débil sonrisa y trató de hablar. El alumbramiento había durado tres días y se encontraba al límite de sus fuerzas. En esos momentos lo último que deseaba era pensar en tres o cuatro partos parecidos al que acababa de terminar. ¿Insistirían tanto los hombres en tener una familia numerosa si Dios les hubiera otorgado el privilegio de engendrar hijos?, se preguntaba.
– ¿Qué nombre le vais a poner, señor? -había preguntado.
– Eduardo -se había apresurado a contestar el rey-. Nuestro hijo se llamará Eduardo.
Los heraldos reales habían partido ya con rumbo a todos los rincones del país para anunciar a los subditos que el rey Enrique VIII y Jane, su encantadora reina, habían sido padres de un hermoso niño. Las campanas de las iglesias de Londres tañeron durante todo el día y toda la noche y en todas ellas se entonaron Te Deums en honor al recién nacido. Se lanzaron fuegos artificiales y doscientas salvas sonaron en la Torre de Londres. Las mujeres adornaron los balcones con colgaduras y guirnaldas y se encerraron en sus cocinas a preparar las viandas que serían devoradas durante las celebraciones que habían de seguir al nacimiento del príncipe. Los regalos empezaron a llegar a Hampton Court. Era bien sabido que el rey se volvía magnánimo y generoso cuando estaba de buen humor y todos deseaban acercarse a él en momentos tan felices.
El lunes 15 de octubre el joven príncipe había sido bautizado en la capilla real de Hampton Court. La celebración había empezado en las habitaciones privadas de la reina Jane. El rey había decidido, con el beneplá cito de la reina, que los padrinos del niño fueran el arzobispo Cranmer, los duques de Suffolk y Norfolk, y su hija María. A petición de Jane, la pequeña Elizabeth no había sido excluida de las celebraciones.
Había sido ella quien había sujetado el crisma mientras lord Beauchamp, el hermano de la reina, la sostenía entre sus brazos. Consciente de su importancia en aquel acontecimiento, no sabía si le había hecho más ilusión tomar parte en el bautizo de su hermano o verse vestida con aquel hermoso traje. Tras la ceremonia, la pequeña había regresado a sus aposentos de la mano de su hermana mayor.
Cuando el rey y la reina hubieron besado y bendecido a su hijo y éste hubo sido admirado por todos los asistentes, la duquesa de Suffolk, su niñera, lo devolvió a su habitación.
El rey, que conservaba frescas en la memoria las do-lorosas muertes de los hijos que le había dado Catalina de Aragón, su primera esposa, había ordenado que las habitaciones del príncipe estuvieran siempre limpias. Cada dormitorio y cada pasillo debían ser fregado con agua y jabón cada día y todo aquello que Eduardo tocara, vistiera o necesitara debía ser desinfectado. Aunque los sirvientes habían empezado a tomar al rey por un paranoico, nadie se había atrevido a desobedecer sus órdenes. Se escogieron a las campesinas más rollizas y de aspecto más saludable como amas de cría. El bebé de una de ellas había nacido muerto y la otra había renunciado a criar a su hija para que el joven príncipe pudiera alimentarse bien y para evitar el riesgo de que contrajera alguna enfermedad infecciosa. Eduardo Tudor tenía que vivir para suceder a su padre y todas las precauciones eran pocas.
El día después del bautizo del príncipe la reina se había sentido indispuesta. Por la tarde había parecido recuperarse pero por la noche había empeorado y los médicos habían diagnosticado fiebre puerperal. Cuando a la mañana siguiente su confesor, el obispo de Carlisle, se disponía a administrarle la extremaunción la había encontrado casi restablecida. De improviso, el viernes de aquella semana le había vuelto a subir la fiebre y la reina había caído en coma. Aunque toda la corte sabía que no tardaría en morir, nadie se atrevía a expresar sus temores en voz alta.
El rey, que tenía previsto regresar a Esher el martes 25 de octubre para tomar parte en la temporada de caza, no había tenido corazón para abandonar a su esposa en aquel estado. Sabía que la reina estaba a punto de morir y a todos los cortesanos les sorprendió descubrir lágrimas en los ojos de Enrique Tudor. El rey no se había separado del lecho de muerte de Jane Seymour en toda la noche. Hacia medianoche el obispo de Carlisle le había administrado los últimos sacramentos y había hecho todo cuanto había podido por consolar al desolado rey. A las dos de la madrugada, la misma hora a la que había dado a luz a un niño doce días antes, la reina había muerto. El rey se había apresurado a recluirse en el castillo de Windsor, huyendo de la creencia que aseguraba que daba mala suerte a los reyes permanecer en una residencia en la que acababa de morir alguien.
El funeral de la reina había sido magnífico y fastuoso. Se la había vestido de dorado y había sido coronada con una diadema de oro. Su cuerpo había sido expuesto en una sala del palacio de Hampton Court y numerosos subditos habían acudido a darle su último adiós. Finalmente, había sido trasladada a la capilla real del palacio, donde sus damas la habían velado durante una semana.
María Tudor estaba apesadumbrada. Había querido y respetado mucho a aquella bondadosa mujer que había intercedido por ella en numerosas ocasiones. Desde que su madre había caído en desgracia, muy pocos se habían interesado por el bienestar de María Tudor y la muchacha había pasado por situaciones muy penosas durante el reinado de Ana Bolena. Jane Seymour había sido un ángel.
El 8 de noviembre el cuerpo de la reina había sido trasladado a Windsor, donde había sido enterrada el lunes 12 de noviembre. El desconsolado viudo ya había empezado a buscar a la que sería su cuarta esposa. Había amado mucho a Jane pero un solo hijo varón no bastaba para garantizar la continuidad de la dinastía Tudor. Jane había muerto pero él todavía era joven y podía engendrar más hijos. La reina había muerto pero él estaba lleno de vida y debía tener herederos.