TERCERA PARTE
EL PEON DE LA REINA

Hampton Court, Verano de 1541-invierno de 1542

El rey había sufrido una recaída. Como ocurre a la mayoría de hombres de temperamento difícil e irritable, solía volverse insoportable cuando su estado de salud empeoraba. La herida que a menudo Catherine le había curado con tanto cariño y que los médicos mantenían abierta se le había cerrado de repente. Como consecuencia, tenía la pierna dolorida e hinchada como una bota pero el testarudo monarca se negaba a obedecer los consejos de sus médicos.

– Si queréis que os baje la fiebre tenéis que beber mucho, majestad -dijo en tono severo el doctor Butts, su médico personal durante muchos años y una de las pocas personas que sabía cómo tratarle.

– Ya bebo -gruñó Enrique Tudor-. Bebo vino y cerveza.

– Ya os he dicho en otras ocasiones que no deberíais probar la cerveza y que tenéis que rebajar el vino con agua -respondió el doctor armándose de paciencia-. Debéis beber esta infusión de hierbas. Si lo deseáis, podéis mezclarla con un poco de sidra dulce. Ya veréis como el dolor desaparece y os baja la fiebre.

– No me gustan vuestros brebajes -replicó el rey, enfurruñado-. Saben a pis.

El doctor Butts tuvo que hacer grandes esfuerzos para no perder los estribos. Enrique Tudor era el paciente más rebelde que había tratado en su vida profesional.

– Lo siento, majestad, pero vais a tener que hacer lo que os digo -replicó con voz firme-. Dejad de comportaros como un niño malcriado. Cuanto más tiempo pase, peor os encontraréis y más tardaréis en recuperar la salud. Pensad en la pobre reina y en vuestro país. ¿Cómo vais a cumplir con vuestras obligaciones como marido y rey si estáis tan débil que apenas podéis teneros en pie?

El rey entendió a la perfección el mensaje de su médico y le miró con gesto hosco. Odiaba admitir que los demás tenían razón.

– Está bien, está bien -refunfuñó-. Pensaré en lo que me habéis dicho.

Enrique Tudor estaba tan acostumbrado a mandar que no soportaba recibir órdenes. Sin embargo, se sentía tan mal que estaba dispuesto a hacer una excepción. Había ordenado a Catherine que se marchara de palacio para evitar que le viera en aquel estado tan lamentable y cada tarde, cuando daban las seis en punto, enviaba unas palabras de amor a su joven esposa a través de un mensajero llamado Henage. Se consolaba pensando que por lo menos había perdido el apetito, lo que favorecía sus propósitos de adelgazar.

Había decidido hacerse una armadura nueva pocos días antes de su boda con la reina Catherine y se había quedado de piedra cuando el armero le había tomado las medidas.

– Un metro y treinta y siete centímetros de cintura.

– No puede ser, inútil -había espetado el rey-. Mídelo bien.

– Un metro y treinta y siete centímetros de cintura -había repetido el armero-. Un metro y cuarenta y cinco centímetros de pecho.

Había sentido tanta vergüenza que inició un exhaustivo programa de ejercicio físico que no había tardado en dar los frutos deseados cuando los músculos habían sustituido a la grasa. Cuidaba su alimentación más que nunca y aquella recaída le venía como anillo al dedo para completar su régimen. Sin embargo, las amenazas del doctor había surtido efecto. Su miedo a perder su potencia sexual, y con ella la posibilidad de en-. gendrar un hijo, era tan grande que consintió en beber las infusiones recetadas por el doctor. Aunque se negaba a admitirlo, pronto se encontró mucho mejor.

A pesar de la mejoría experimentada, seguía estando de un humor de perros. Empezaba a sospechar que los cortesanos le utilizaban para conseguir sus fines más siniestros y que abusaban de su buena fe. ¡Subiría los impuestos! ¡Así aprenderían! ¿Qué se habían creído? Últimamente pensaba mucho en el bueno de Thomas Cromwell. «El bueno de Crum era mi subdito más fiel. ¿Qué he hecho, Dios mío? ¡Yo os diré lo que he hecho, malditos parásitos! -había gritado a los caballeros que le acompañaban-. ¡He mandado asesinar a un hombre inocente! ¡Y todo por vuestra culpa!»

Como de costumbre, Enrique Tudor prefería echar la culpa a los demás en lugar de reconocer sus errores. Se compadecía de sí mismo y nadie se atrevía a contradecirle. Hacía diez días que no veía a la reina pero todavía no se sentía con fuerzas de pedirle que regresara.

Mientras tanto, la reina Catherine se aburría mor-talmente y maldecía al rey por haberla desterrado. Pasaba el día sentada junto a un rosal en flor en compañía de sus damas y bordando su lema, un trabajo que debía ser enmarcado en plata y presentado al rey cuando estuviera terminado. Había escogido como lema «Ninguna otra voluntad más que la suya», pero, para una mujer amante de la música y el baile como ella, aquel trabajo resultaba pesado y aburrido. Miró alrededor. La acompañaban lady Margaret Douglas, la duquesa de Richmond, la condesa de Rutland, lady Rochford, lady Edgecombe y lady Baynton. Estoy harta de ver las mismas caras cada día, se lamentó. Su tío Thomas Howard le había indicado quiénes eran las damas que debía escoger y Catherine había tenido que pedir permiso a Enrique para disfrutar de la compañía de lady Margaret Howard, su aburrida madrastra; lady Clinton; lady Arundel y su insoportable hermana; lady Elizabeth Cromwell, tía del príncipe Eduardo, hermana de la difunta reina Jane y viuda de Thomas Cromwell y, por último, la señora Stonor, la mujer que había acompañado a su prima Ana Bolena en sus últimos momentos. ¡Qué compañías tan agradables!, pensó Catherine sin poder disimular una mueca de fastidio.

Cuando se había quejado a su tío de que ninguna de aquellas damas era de su agrado, éste había fruncido el ceño y la había regañado con severidad:

– Ahora eres la reina de Inglaterra, Catherine y eso significa que te has convertido en una mujer noble y rica. Las mujeres nobles y ricas no se quejan de aburrimiento como si fueran jovencitas de clase baja.

Pero Catherine se aburría y no se resignaba a que tuviera que seguir siendo así hasta el fin de sus días. Si hubiera sabido que ocupar el trono de Inglaterra era una ocupación tan tediosa no habría aceptado casarse con Enrique Tudor. Echaba de menos los días de dama de honor de lady Ana, cuando podía bromear con sus amigas y coquetear con los caballeros. ¡De buena gana se habría cambiado por lady Ana de Cleves! Afortunada ella, que se había librado de aquellas fastidiosas obligaciones y podía hacer lo que le viniera en gana sin rendir cuentas a nadie. En pocos meses, la dama poco atractiva sin una pizca de gusto para vestirse que había llegado sin hablar una palabra de inglés se había convertido en una amante de la moda y de la vida nocturna. ¡Es injusto!, se rebelaba Catherine.

Sin embargo, a veces pensaba que lady Ana debía sentirse muy sola sin un hombre a su lado. Todavía no comprendía la aversión que su antecesora parecía sentir por el sexo opuesto. La reina había acogido las alabanzas de los caballeros de la corte con sonrisas y palabras amables pero nunca había favorecido a ninguno. Prefería jugar con ellos: les prometía el oro y el moro, pero nunca les entregaba nada. Saltaba a la vista que la princesa Elizabeth, que pasaba muchas horas junto a ella, admiraba aquel comportamiento.

– ¿Cómo foy a escoguer a otro caballero después de haber estado casada con Hendrick? -había respondido cuando Catherine se había atrevido a preguntarle si no pensaba volver a casarse-. No hay en toda Inglaterra un hombre como él -había añadido con un brillo malicioso en sus ojos azules antes de echarse a reír. Catherine todavía no estaba segura de haber entendido el significado de aquellas enigmáticas palabras.

A pesar de su retorcido sentido del humor, lady Ana era una compañía mucho más agradable que cualquiera de aquellas damas. Visitaba Hampton Court a menudo y mantenía excelentes relaciones con su ex marido y su joven sucesora. Catherine se había puesto algo nerviosa la primera vez que lady Ana había acudido a visitarles pero se había tranquilizado en cuanto la dama se había arrodillado a sus pies y había bajado la cabeza humildemente.'Después, se había puesto en pie, les había felicitado por su reciente matrimonio, y les había obsequiado con magníficos regalos.

Aquella noche el rey se había retirado temprano acuciado por el dolor de su pierna enferma, pero lady Ana y la reina Catherine habían cenado y bailado juntas, ante el asombro de toda la corte. Al día siguiente, los reyes la habían invitado a cenar y los tres habían permanecido despiertos hasta altas horas de la madrugada charlando y brindando por la felicidad de los recién casados. Los cortesanos, que nunca habían visto al rey tan cariñoso con su ex esposa, observaban la desconcertante escena sin saber qué pensar.

El día de Año Nuevo lady Ana se había presentado en Hampton Court con un magnífico regalo para Enrique Tudor y Catherine Howard: dos potros de un año de edad de color pardo y cernejas negras engualdrapados en terciopelo malva con bordes y borlas dorados. Dos pajes vestidos con libreas de color malva y dorado tiraban de las bridas de plata. Enrique y Catherine se habían mostrado encantados al recibir un regalo tan espléndido, pero se había oído murmurar a alguno de los cortesanos que lady Ana debía ser tonta de remate.

– No lo es -había replicado Charles Branden, duque de Suffolk-. Es una dama muy inteligente y, por el momento, la única ex esposa de su majestad que está viva y goza de sus simpatías.

Y además, se divierte, había añadido Catherine para sus adentros. Prefería su compañía a la de cualquiera de sus damas, pero era consciente de que el fomento de aquella amistad podía dar pie a toda clase de rumores malintencionados. Ojalá Nyssa estuviera aquí, suspiró. ¡La echo tanto de menos!

Al oír el sentido suspiro de su reina, las damas levantaron la vista de su labor.

– ¿Ocurre algo, majestad? -inquirió solícita lady Rochford.

– Me aburro -reconoció Catherine tirando su bordado al suelo, como una niña caprichosa-. Desde que el rey enfermó hace dos semanas no hay música ni baile.

– El que su majestad esté indispuesto no significa que no podáis distraeros un poco -intervino la duquesa de Richmond.

– ¿Qué os parece si" llamamos a Tom Culpeper? -propuso lady Edgecombe-. Tiene una voz preciosa y toca el laúd y la espineta de maravilla.

– Está bien -accedió Catherine tras breve reflexión-. Si a su majestad no le importa prescindir de su compañía…

Cuando el rey recibió el recado, se apresuró a complacer a su joven esposa. Se sentía culpable por encontrarse débil y no poder dedicarle la atención que una joven tan hermosa merecía.

– Ve y saluda a la reina de mi parte -ordenó a Tom Culpeper, uno de sus favoritos-. Dile que tenga un poco de paciencia, que pronto volveré a ser el de antes. Obsérvala con atención porque quiero que cuando regreses me cuentes cómo la has visto. Me consta que me echa de menos -añadió haciendo un guiño picaro.

Tom Culpeper era un atractivo joven de unos veinticinco años de edad. Su cabello castaño contrastaba con sus ojos azules y su pálido rostro bien afeitado. Enrique Tudor le adoraba y le consentía como a un niño, algo de lo que Tom se aprovechaba sin escrúpulos. Como la mayoría de los caballeros que merodeaban alrededor del rey, sólo le interesaba hacer fortuna y aprovecharse de los favores del monarca.

Tomó sus instrumentos e hizo una reverencia antes de partir.

– Transmitiré vuestro mensaje a la reina y trataré de hacerle pasar un rato agradable -prometió.

Las damas de la reina se arremolinaron a su alrededor en cuanto le vieron y él aceptó sus halagos con el aplomo y la indiferencia del que se sabe encantador. Había comprobado en numerosas ocasiones que su sonrisa y el brillo de sus ojos causaban estragos entre las mujeres, ya fueran solteras o casadas. Cantó y tocó durante dos horas, a veces acompañado a la espineta por la joven princesa Elizabeth, que pasaba unos días en Hampton Court visitando a su padre enfermo. Las damas murmuraban que la pequeña tocaba muy bien para ser una niña de siete años y que había heredado las hermosas manos de su madre. Cuando se hizo de noche, la princesa Bessie fue conducida a sus habitaciones y las damas se dispusieron a retirarse. Tom Culpeper se hizo el remolón y, cuando lady Rochford le indicó que debía marcharse, el arrogante joven se volvió hacia la dama.

– Su majestad me ha enviado con un mensaje a la reina -dijo-. Insistió mucho en que se lo dijera de palabra y en que estuviéramos a solas cuando lo hiciera.

– Dejadnos solos, lady Rochford -ordenó Cathe-rine-. Pero no os vayáis muy lejos.

Lady Rochford se despidió con una reverencia y abandonó la habitación cerrando la puerta tras de sí. Durante unos segundos barajó la posibilidad de escuchar detrás de la puerta, pero no se atrevió.

Tom Culpeper hizo una reverencia a la reina y recorrió su rostro y su cuerpo con la mirada. Estaba preciosa con aquel vestido cortado a la moda francesa.

– El color escarlata os sienta muy bien -dijo con voz melosa-. Recuerdo que no hace mucho quise regalaros un retal de terciopelo del mismo color y no lo aceptasteis.

– Sí lo acepté -replicó Catherine-. Desgraciadamente, pedíais un precio demasiado alto por él, así que decidí devolvéroslo. Y ahora decidme, ¿cuál es ese mensaje tan importante que me envía su majestad? -inquirió en tono autoritario mientras se decía que el joven músico era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Vestía unos pantalones ajustados y Catherine se sorprendió a sí misma tratando de imaginarse la sensación de aquellas piernas enredadas en las suyas.

Lentamente, Tom Culpeper repitió las palabras del rey sin apartar la mirada de los ojos de la reina. Aunque no era una belleza, rezumaba sensualidad por todos los poros de su cuerpo.

– Decid a su majestad que yo también le echo de menos y que espero impaciente su regreso a mi cama. Y ahora podéis marcharos, señor Culpeper -le despidió.

– Podéis llamarme Tom, majestad -replicó él-. Después de todo, somos primos por parte de madre.

– En sexto grado -^puntualizó la reina para poner las cosas en su sitio.

– ¿Te han dicho alguna vez que estás preciosa cuando te enfadas? -la azuzó Tom-. ¿Le gusta al rey besarte? Nunca he visto una boca más tentadora que la tuya.

– Podéis iros, Culpeper -repitió Catherine con frialdad pero sin poder evitar encenderse hasta la raíz del cabello.

– Me voy, pero sabes que puedes contar conmigo para lo que desees -dijo Tom a modo de despedida-. Sé lo duro que es estar casada con un anciano.

Catherine meditó las últimas palabras pronunciadas por su primo. ¿Qué había querido decir? ¡Tom era un muchacho tan guapo! ¿Cómo se había atrevido a coquetear con ella, la reina de Inglaterra? Aunque, pensándolo bien, no hacían daño a nadie. Podía coquetear con él para entretenerse y seguir siendo fiel a Enrique. Nadie lo sabrá nunca, se dijo Catherine esbozando una sonrisa traviesa. De repente, había recuperado el buen humor. Dos días después, el rey regresó a su cama.

A principios de abril la reina creyó que estaba embarazada, pero nunca se supo si había sufrido un aborto o se había tratado de una falsa alarma. Lloró de rabia y frustración pero Enrique Tudor estaba demasiado ocupado para perder el tiempo consolándola. Sir John Neville, partidario de restablecer la fe católica, había iniciado un levantamiento en Yorkshire que el rey se había apresurado a sofocar.

Desde entonces no había hecho más que planear la marcha sobre Yorkshire y ocuparse de solucionar algunos asuntos de importancia antes de dejar Londres. El más urgente era la ejecución de Margaret Pole, condesa de Salisbury, una anciana que llevaba dos años encerrada en la Torre. Era hija del duque de Clarence, hermano de Eduardo IV, y una de los últimas descendientes de los Plantagenet. Siempre había sido fiel a los Tudor y había sido gobernanta de la princesa María durante, muchos años. Su hijo Reginald, cardenal de Pole, se había manifestado a favor del Papa y su madre se disponía a pagar los platos rotos.

Catherine, que odiaba las injusticias, intercedió por la dama.

– Es una anciana y siempre os ha sido fiel. Dejadla vivir sus últimos años en paz -suplicó.

La princesa María también intercedió por su antigua gobernanta. Sin embargo, no supo ser tan sutil como Catherine y sólo consiguió encender la ira de su padre.

– Pagaréis por esta muerte con la condenación de vuestra alma -amenazó-. Salta a la vista que habéis perdido la cuenta de vuestros pecados. ¿Qué daño os ha hecho la pobre lady Margaret? ¿Cuándo vais a aprender de vuestros errores? Otro gallo os cantaría si no os hubierais precipitado al matar a vuestro fiel Tho-mas Cromwell -añadió clavando en él sus acusadores ojos negros.

Sólo tiene veintiséis años pero parece mucho mayor, se dijo el rey, irritado por las atinadas palabras de su hija mayor, que, como siempre, había dado en el clavo. Esa manía de vestir siempre de negro…

– La próxima vez que vengas a verme vístete de otro color -dijo como toda respuesta a la petición de su hija.

– No soy una traidora -fue todo cuanto dijo la condesa en su defensa.

Su verdugo era un hombre joven y sin experiencia que tuvo que perseguir a su víctima por el cadalso hasta que los guardias la redujeron por la fuerza. Le temblaban tanto las manos que no consiguió acabar con la vida de lady Pole de un solo hachazo y necesitó de varios golpes. Los allí presentes se estremecieron al contemplar aquella carnicería y maldijeron interiormente a Enrique Tudor por actuar con crueldad innecesaria. El cardenal Pole declaró desde Roma que rezaría por el alma del monarca inglés.

Solucionado el problema de lady Pole, el rey pasó a concentrarse en la política exterior. Francia y el Sacro Imperio Romano estaban a punto de enzarzarse en una nueva guerra y Francisco I, rey de Francia, trataba de buscar el apoyo de Inglaterra. Para ello había propuesto a Enrique Tudor casar a su hija María con su heredero, el duque de Orleáns.

– ¡Qué buena idea! -exclamó Catherine, entusiasmada-. ¡Hacen una pareja perfecta! Después de todo, Francia y España son dos países muy ortodoxos en materia de religión. ¡Imagínate a tu hija ocupando el trono de Francia!

La verdad era que la reina Catherine y María Tudor no se llevaban bien. Cat opinaba que su hijastra no la trataba con el respeto que merecía y María no se molestaba en disimular el desprecio que sentía por la frivola joven. Pero Enrique Tudor amaba a Catherine y María estaba pagando muy caros sus desprecios. Para empezar, su padre había apartado de su lado a dos de sus damas más fieles.

– No me fío de los franceses -repuso Enrique-. Además, no nos conviene irritar al emperador romano.

Recuerda que controla las rutas comerciales que unen Inglaterra y los Países Bajos. María no se casará con el duque de Orleáns -decidió-. Es mi última palabra.

– María no es ninguna jovencita y no se encuentra en condiciones de escoger -insistió Catherine-. ¿Quién mejor que un príncipe francés para convertirse en su marido? Has rechazado a todos los pretendientes que se han atrevido a pedir su mano. ¿Cuántas ofertas tan ventajosas como ésta crees que vas a recibir?

– Quizá María sea la próxima reina de Inglaterra -gruñó el rey-. Este país no será gobernado por un extranjero.

– ¿Y qué me dices de Eduardo?

– Eduardo es un niño de cuatro años. ¿Qué ocurriría si me pasara algo mañana mismo? ¿Y si muere antes que yo? Nos guste o no, María es la segunda en la línea de sucesión después de Eduardo.

– Te voy a dar muchos hijos -prometió Catherine-. Lo primero que haré cuando vea a Nyssa será preguntarle cómo consiguió quedarse embarazada de gemelos. ¡Nosotros también tendremos dos niños a la vez! ¿Te haría ilusión tener un príncipe de York y uno de Richmond?

Enrique Tudor se echó a reír y abrazó a su esposa. ¡A veces era tan ingenua! Cada día la quería más y nunca había sido tan feliz. ¡Ojalá fuera inmortal!, deseó.

El rey y la reina salieron de Londres el 1 de julio llevando un numeroso séquito formado por muchos de los cortesanos que otros veranos habían decidido quedarse en sus casas. Había carrozas para las mujeres, pero éstas preferían cabalgar si el tiempo lo permitía. El enorme carro del equipaje transportaba las pesadas tiendas que se montaban al caer la noche y que alojaban a los viajeros y los utensilios de cocina.

Mientras los criados instalaban el campamento, los cortesanos se entretenían cazando por los alrededores.

El rey y sus acompañantes tenían fama de diezmar la vida animal de los territorios que atravesaban. El grupo se alimentaba de las piezas obtenidas en estas cacerías improvisadas y las sobras se repartían entre los mendigos que salían al paso de la caravana para pedir limosna o tocar al rey para sanar sus enfermedades.

La caravana avanzaba sin contratiempos y los condes de March recibieron órdenes de presentarse ante sus majestades en Lincoln el 9 de agosto.

– ¡No puedo dejar a los niños ahora! -protestó Nyssa, furiosa-. Además, todavía no me he recuperado del parto y no me siento con fuerzas para viajar. ¡Maldita seas, Cat! ¿Cómo has podido hacerme esto? Ve tú y di que he tenido que quedarme con los niños

– pidió a su marido-. El rey lo entenderá.

– La reina insiste en que debes acompañarme -repuso su marido-. Podemos pedir a tu madre que se instale aquí con Jane y Annie. Con los cuidados de tu madre y dos nodrizas para alimentarles, a nuestros hijos no les faltará de nada.

– ¡Pero yo no quiero volver a la vida de la corte!

– No nos queda otro remedio que obedecer las órdenes del rey -suspiró Varian, a quien la idea de regresar a palacio le hacía tan poca gracia como a su esposa.

• -Me quedaré sin leche -siguió protestando Nyssa-. Acepté contratar a dos niñeras por si me ponía enferma y, aunque Susan me ha ayudado mucho, Alice tiene un hijo y…

– Ese niño está a punto de ser destetado.

– ¡Quieres ir!

– Yo no quiero ir, pero sé que Catherine no dejará de importunar a su majestad hasta que consiga lo que desea -replicó su marido-. Escúchame con atención: iremos a Lincoln y les aburriremos con nuestras historias sobre la vida en el campo y la crianza de los geme los -propuso-. Pronto se cansarán de nosotros, nos enviarán a casa y nunca más reclamarán nuestra presencia en la corte. Si todo sale bien, calculo que estaremos de vuelta para el día de San Martín.

– Supongo que tienes razón -suspiró Nyssa resignada-. Sin embargo, me da pena dejar a los niños. Sé que no podré volver a criarlos cuando regresemos.

Pronto Nyssa estuvo tan atareada con los preparativos del viaje que apenas le quedaba tiempo para preocuparse por sus pequeños. Tillie estaba casi tan nerviosa como su señora y trabajaba más duro que nunca. El gran día se acercaba y había que confeccionar trajes de caza y de amazona y vestidos de noche. La joven se devanaba los sesos pensando cómo se las iba a arreglar para mantener las ropas de su señora limpias y presentables; una caravana no era lo mismo que Greenwich o Hampton Court. Llevarían una carroza para los condes, un carro cargado con la ropa y enseres de los-cria-dos y otro con una pequeña tienda, la ropa de cama y los utensilios de cocina. Necesitarían caballos de refresco para la carroza y tres más para cuando los condes salieran a cabalgar o a cazar con los reyes. Tillie se alegraba de poder contar con la ayuda de una muchacha llamada Patience y Toby daba gracias porque Wi-lliam, uno de los ayudantes de la cocinera, y Bob, un mozo de caballos, también les acompañaran.

Blaze Wyndham llegó sola a Winterhaven pocos días antes de la partida de los condes de March.

– A tu padre no le gusta dejar Riveredge en esta época del año -explicó a su hija cuando ésta le preguntó por qué no la había acompañado Anthony Wyndham-. Hay que hacer jabón, preparar las conservas, confitar las frutas y fabricar la cerveza y la sidra. No puedo supervisar todas esas cosas desde aquí -se lamentó-. Además, Anthony tiene demasiado trabajo para ocuparse de las niñas. He decidido llevarme a Edmund y Sabrina a Riveredge conmigo. Sus nodrizas también pueden venir con nosotros y son tan pequeños que no extrañarán su nueva casa. El tiempo es excelente y el viaje es tan corto que no correrán ningún peligro. Me parece que es lo más sensato que podemos hacer.

– ¿Tú qué dices, Varian? -preguntó Nyssa volviéndose hacia su marido-. Creo que mamá tiene razón. Los niños estarán bien atendidos tanto en un sitio como en otro y papá la necesita en Riveredge. Ya que nosotros pasaremos algunos meses fuera, estoy segura de que no les importará compartir parte de la cosecha con nosotros.

– La nuera de la señora Browning parece una joven muy capaz -opinó Blaze-. Me quedaré a pasar la noche y le enseñaré todo cuanto debe saber para mantener la casa en condiciones y prepararla para el invierno. Así, Susan y Alice tendrán tiempo de hacer su equipaje y el de los mellizos. Enrique, Jane y Annie están encantados con la visita de sus sobrinos.

– Os felicito, señora -sonrió Varian-. Vuestro plan es excelente.

– Entonces, todo arreglado -contestó la condesa de Langford devolviéndole la sonrisa.

Al día siguiente, Nyssa tuvo que esforzarse para no hacer una escena cuando Blaze partió llevándose a los bebés, que aquel día cumplían cinco meses y, según su madre, se habían convertido en las criaturas más bonitas del mundo. Los dos habían heredado el cabello negro y brillante de su padre pero, mientras los ojos de Edmund eran azul violeta como los de su madre, los de Sabrina habían adoptado el color verde oscuro de los de su padre. A pesar de su corta edad, se adivinaba que tenían mucho carácter y que eran muy tozudos.

Nyssa les besó y trató de contener las lágrimas. Blaze advirtió lo duro que le resultaba separarse de sus pequeños y trató de consolarla. -¿Comprendes ahora cómo me sentí cuando tuve que abandonarte para acompañar a la tía Bliss a palacio?

– Sí -hipó la joven-. ¡Mamá, por favor, cuídalos bien! Volveremos a casa en cuanto podamos. ¡Si Catherine tuviera un hijo no se atrevería a pedirme esto!

Varían no se molestó en explicar a su mujer que las reinas no crían a sus hijos como el resto de las madres, que su misión se limita a dar herederos y que esos bebés son educados por sirvientes y nobles leales al rey. Cuando la carroza de la condesa de Langford se perdió en el horizonte, rodeó los hombros de Nyssa con un brazo y dejó que apoyara la cabeza en su pecho. Sabía que no podía hacer ni decir nada para consolarla y que tendrían que pasar meses antes de que se le olvidara el disgusto y volviera a ser la misma de siempre.

Dejaron Winterhaven para unirse a la caravana real dos días más tarde.

– ¿Estás seguro de que el rey nos permitirá regresar pronto? -preguntó Nyssa, inquieta, antes de subir a la carroza.

– Naturalmente -contestó Varían-. No somos ni importantes ni influyentes y, si hemos sido llamados, es porque Cat es una niña caprichosa y consentida. Entre los dos la convenceremos para que nos permita regresar pero para eso tenemos que aburrirla con nuestras historias… y para aburrirla necesitamos pasar algún tiempo con ella -añadió con un guiño malicioso-. Si se niega a entrar en razón hablaré con mi abuelo y él se ocupará de todo.

Advirtió que Nyssa torcía el gesto al oír el nombre de Thomas Howard y sonrió para sus adentros. Su testaruda mujercita seguía maldiciendo a su abuelo y la sola idea de pedirle un favor la ponía enferma.

– Ya encontraré yo la manera de convencer a Cat-refunfuñó la joven-. ¡No pienso rebajarme a pedir nada a ese hombre!

– Entonces, ¿no eres feliz conmigo? -inquirió Varían-. ¿Te arrepientes de no haber anulado nuestro matrimonio cuando tu padre te lo propuso? Creo que debemos parte de nuestra felicidad a mi abuelo; si no hubiera sido por él, no estaríamos casados.

– Tú siempre has dicho que a tu abuelo le importaba un comino lo que me ocurriera. Si no te hubieras ofrecido a llevar a cabo su plan, habría encargado a cualquier desalmado que lo hiciera por ti. ¿Y qué habría sido de mí? -siseó furiosa-. ¡Le odio!

– Pero todo salió bien -replicó Varían-. Nos casamos y ahora tenemos dos hijos preciosos. ¿No crees que es hora de que le perdones? Es un anciano y no tiene quien le quiera. En el fondo me da pena. ¿Quién en su sano juicio envidiaría a un Howard inmerso en las intrigas de palacio? Doy gracias a Dios por ser un De Winter, vivir en el campo y tener una esposa maravillosa.

Nyssa no replicó. Todavía guardaba rencor al poderoso duque de Norfolk y le daba rabia pensar que nunca podría llevar a cabo su venganza. Varían le había preguntado si era feliz a su lado y la verdad era que sí lo era. Quería a su marido y estaba orgullosa de él y adoraba Winterhaven y a sus hijos, pero no podía perdonar al hombre que había cambiado su destino al tomar una decisión que le correspondía tomar a ella.

Volvió sobre sus pensamientos y abrió unos ojos como platos. ¡Se había confesado que amaba a Varían! ¿Desde cuándo venía ocurriendo? Su relación no había sufrido ningún cambio significativo en todo aquel tiempo. Simplemente, no podía imaginar su vida sin él y sus hijos. Le miró de reojo. Era muy guapo y Ed-mund y Sabrina habían heredado su rostro alargado y su nariz recta. Su madre había asegurado que se puede aprender a amar a una persona, pero ella no se había molestado en prestar atención a sus palabras. ¡Mamá tenía razón!, se dijo alborozada. Se puede aprender a amar a un hombre, sobre todo cuando se trata de un hombre tan bueno y cariñoso como Varían de Winter. Tímidamente, tiró de la manga de su chaqueta y él le preguntó qué quería.

– Te quiero -murmuró Nyssa ruborizándose. El efecto que sus palabras produjeron en Varían hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas: su marido la miraba con auténtica adoración pero ella se sentía avergonzada y en absoluto digna de un amor tan desprendido y generoso.

– ¿Y desde cuándo viene ocurriendo eso, señora? -inquirió él tomándole una mano y besándola.

– Acabo de darme cuenta -contestó la joven-. Estaba pensando en cuánto odio a tu abuelo y de repente me he sorprendido a mí misma diciéndome que no podría vivir sin ti. ¡Te quiero tanto!

Varian besó a Nyssa y ella le devolvió sus besos con más pasión que nunca.

– Sé que te ha costado un gran disgusto, pero me alegro de que hayas dejado de criar a los niños -le susurró al oído mientras deslizaba una mano dentro de su escote y le acariciaba un pecho-. Ahora estas preciosidades vuelven a ser mías y de nadie más.

– Yo también me alegro -confesó Nyssa ruborizándose. Le abrió la camisa y le recorrió el pecho con la mano para sentir los latidos de su corazón. Se inclinó sobre él y le recorrió el pecho y el estómago con la punta de la lengua. Fuera, la lluvia golpeaba el techo de la carroza con fuerza.

– Siéntate en mi regazo -pidió Varían mientras se desabrochaba los pantalones.

– ¡El cochero! -replicó Nyssa, escandalizada-. ¿Y si nos ve?

– Tiene orden de no detenerse hasta llegar a la posada. No verá ni oirá nada.

Nyssa se sentó sobre las rodillas de su esposo, se abrió el corpino y, apoyando las manos en los hombros de Varian, empezó a moverse sobre él. Nunca habría dicho que las mujeres hicieran el amor con sus maridos en una carroza, pensó divertida. Varian le levantó la falda y le clavó las uñas en las nalgas mientras Nyssa se decía que daría cualquier cosa por detener el tiempo en aquel instante. Sin embargo, ambos estaban tan excitados que terminaron enseguida. Se tendieron en el asiento y trataron de recuperar la respiración.

– ¿Has hecho esto alguna vez con otra mujer? -preguntó Nyssa momentos después.

– Me niego a contestar a esa pregunta -rió Varian.

– ¡Lo has hecho!

– Yo no he dicho nada -se defendió él-. Además, si lo hice fue mucho antes de conocerte y casarme contigo. Será mejor que te tapes un poco -añadió besándole la punta de la nariz y empezando a abrocharle el corpino-. No quiero organizar un escándalo en la posada.

– Mañana pediré a Tillie que nos acompañe -sonrió Nyssa.

– Si lo haces te daré una paliza que no olvidarás mientras vivas -amenazó Varian-. Conozco otros juegos para combatir el tedio de los viajes pero temo escandalizar a Tillie.

– Ocupaos de vuestras ropas, señor -replicó Nyssa apartándole las manos y arreglándose el cabello.

– Olvídate de Tillie -repitió él mientras Nyssa le dirigía una sonrisa seductora.

De repente, todo había cambiado y cada vez que una mujer se acercaba a él los celos la invadían. ¿Era eso amor? No le encontraba defectos y sólo tenía ojos para él. Había advertido que Varian la amaba más que nunca desde que ella le había confesado su amor y había dejado de sentirse culpable por aceptar un amor que hasta ahora no había podido devolver.

El viaje a Lincoln se convirtió en una segunda luna de miel y ambos lamentaban que tuviera que llegar a su fin. Atravesaron el condado de Worcestershire, famoso por la riqueza de sus cultivos. El maíz estaba listo para ser cosechado- y el ganado pastaba en las verdes praderas. Los frondosos bosques estaban habitados por ciervos y venados y, aunque los rebaños no eran muy numerosos, también había ovejas. La fruta, especialmente manzanas y peras, se hallaba madura y a punto para ser cogida. Los habitantes del condado fabricaban un vino de pera que llamaban Perry y que a los condes de March les pareció delicioso. Nyssa descubrió que era demasiado fuerte cuando empezó a decir tonterías después de haber bebido un par de copas.

La región también era conocida por la belleza de su arquitectura. La mayoría de los edificios estaban hechos de madera pintada de blanco y negro y sólo las casas solariegas y las iglesias estaban construidas con la arenisca de color rojizo originaria de la comarca. Los abundantes jardines cuajados de flores llamaron la atención de Nyssa y Varian le explicó que había escogido a propósito la ruta que dejaba la ciudad de Droit-wich al sur. En esa ciudad había tres manatiales de salmuera y cuatrocientos hornos en los que la sal se secaba, por lo que el aire resultaba irrespirable.

El condado de Warwickshire quedaba al norte del río Avon. Allí los bosques eran propiedad de los pequeños propietarios y los labradores, pero los grandes propietarios pretendían cercar los campos y arrebatarles sus derechos. Un gran agitación sacudía la comarca y los salteadores de caminos se aprovechaban de la situación.

Decidieron pernoctar en Coventry, una ciudad fortificada que durante la Reforma había perdido su catedral y la tradición de representar los Misterios. Como consecuencia, el comercio había resultado afectado, ya que muchos pequeños artesanos vivían de vender sus productos a los peregrinos que se acercaban a presenciar las representaciones. A pesar de hallarse en plena decadencia, la ciudad conservaba su belleza.

– ¿Por qué hay tan pocas granjas? -quiso saber Nyssa.

– Esta tierra no es cultivable -contestó Varian-. Hay grandes depósitos de hierro y carbón bajo la superficie.

El paisaje de Leicestershire entusiasmó a Nyssa. Apenas se veían árboles, setos o animales. El trigo, la cebada y las legumbres crecían por doquier y las plantaciones se extendían hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Los pastos eran frondosos y abundaba el ganado y los rebaños de ovejas.

Sin embargo, aquellas tierras pertenecían a la nobleza y sus trabajadores vivían sumidos en la más absoluta pobreza. Sus cabanas de una habitación construidas con una mezcla de barro, paja y excrementos de animales mostraban signos evidentes de abandono. Aunque se producía lana en abundancia, no existía la industria necesaria para tratar aquella materia prima y mejorar las condiciones de vida de los habitantes de la comarca.

Pasaron una noche en Leicester, el centro del comercio de la piel y de las subastas de ganado y caballos. Era era una ciudad próspera, pero Nyssa advirtió que carecía del ambiente festivo de otros centros comerciales de su nativa Herefordshire.

El viaje empezó a llegar a su fin cuando la caravana atravesó la frontera entre Leicestershire y Lincolnshire. La economía de este condado dependía del ganado y la calidad de la lana era tan buena que ésta se vendía a precios elevadísimos que sólo los forasteros podían pagar. Los juncos utilizados para construir los techos de las cabanas y el lino se extraían de los pantanos. Como ocurría en Leicestershire, los grandes propietarios controlaban la explotación de las tierras y abusaban de sus arrendatarios. Durante el viaje, Nyssa había tenido la oportunidad de observar que la estructura feudal se hacía cada vez más rígida conforme avanzaban hacia el norte del país, un área que había perdido toda su riqueza durante su rebelión contra Guillermo I.

Nottingham había arrebatado su importancia a la ciudad de Lincoln, pero esta última seguía presumiendo de castillo y catedral majestuosa. Los condes de March llegaron allí antes que los reyes pero los carros que transportaban las tiendas se habían adelantado. Los criados se encontraban armando las tiendas a las afueras de la ciudad y Varían corrió a preguntar cuál era el lugar que él y su esposa debían ocupar. Uno de ellos señaló hacia una esquina del campamento.

– Yo no llamaría a esto un lugar de honor precisamente -comentó Nyssa, divertida-. Después de todo, sólo soy amiga de la reina y tú, su primo.

– Por lo menos estamos apartados del bullicio de las otras tiendas -se consoló Varían-. Nadie nos molestará. Además, la vista es excelente.

El conde de March ayudó a los criados a montar las plataformas de madera sobre las que debían levantar las tiendas, una grande para él y su esposa y otra más pequeña para los sirvientes, esta última dividida por una cortina de manera que hombres y mujeres pudieran preservar su intimidad. La tienda de los condes de March era de lona a rayas rojas y azules y el estandarte de la familia De Winter pendía de un asta colocada sobre la entrada. En su interior, gruesas alfombras cubrían el suelo de madera y una cortina separaba el salón y el dormitorio. Nyssa había decidido incluir algu nos braseros en el equipaje porque, aunque estaban en el mes de agosto, en el norte hacía frío durante todo el ano.

En el salón destacaban una gran mesa y varias sillas, mientras que en el dormitorio una hamaca de piel cuyos cuatro extremos habían sido atados a cuatro estacas firmemente clavadas en el suelo hacía las veces de cama. Junto a ella se encontraban los baúles que guardaban sus efectos personales y varios candelabros de bronce y lámparas de cristal que colgaban del techo iluminaban la estancia. Los criados hicieron una hoguera en el exterior de la tienda y se acercaron al río a buscar agua que calentaron sobre el fuego para que los condes pudieran tomar un baño antes de la llegada de los reyes.

Nyssa y Varían compartieron la pequeña bañera que habían traído de Winterhaven y se secaron el uno al otro sin que al parecer el frío les importara. Tillie y Toby se habían mostrado sorprendidos y escandalizados cuando sus señores habían rechazado su ayuda.

– Me preguntó a dónde vamos a llegar -resopló Tillie, disgustada-. Nunca pensé que llegaría el día en que viera a mi señora bañar a su marido.

– A mí tampoco me gusta, pero me temo que nuestra opinión les trae al fresco -repuso Toby.

– ¡Tillie, te necesito! -llamó Nyssa en ese momento-. Estoy en el dormitorio. Lord De Winter quiere que Toby acuda al salón con sus ropas. ¡Daos prisa!

– ¿Lo ves? -sonrió Toby, satisfecho-. No pueden vivir sin nosotros.

Los condes se vistieron con sus mejores ropas y, cuando la caravana real llegó al campamento, se encontraban listos para presentarse ante Enrique Tudor y su esposa. El vestido de Nyssa era de terciopelo azul oscuro con perlas y cuentas plateadas bordadas en el corpino y sobrefalda de brocado plateado y azul. El escote era bajo y de forma cuadrada y las mangas, vueltas en los puños, tenía forma de campana. Lucía una doble sarta de perlas alrededor del cuello y llevaba el cabello peinado en un moño recogido en una redecilla plateada. Un cinta de la que colgaba un zafiro atada alrededor de la cabeza completaba el conjunto.

El conde vestía un traje de terciopelo color vino y

camisa de seda adornada con chorreras en el cuello

y las mangas. Los pantalones eran a rayas de color gra

nate y dorado y la chaqueta estaba bordada con perlas

y cuentas doradas. Lucía un sombrero adornado con

plumas de avestruz y una gruesa cadena de oro alrede

dor del cuello.

Los nobles se instalaron en sus tiendas y los condes de March esperaron a ser llamados por el rey, como exigía el protocolo. El duque de Norfolk se acercó a saludarles. A pesar de tener setenta años, el anciano no había querido perderse el viaje. Nyssa y Varían no habían vuelto a verle desde el día de su boda.

– ¿Queréis sentaros, señor? -preguntó Nyssa desempeñando a la perfección su papel de anfitriona, aunque Varian advirtió que estaba haciendo un gran esfuerzo por mostrarse amable-. ¿Os apetece una copa de vino?

Thomas Howard se derrumbó en un sillón y aceptó con un gruñido la copa que Nyssa le ofrecía.

– Buen vino, sí señor -alabó tras beber un sorbo-. ¿Cómo están mis bisnietos?

– Preciosos, abuelo -contestó Varian mientras se decía que el duque había envejecido mucho en sólo un ano.

– Estarían mucho mejor si sus padres no hubieran tenido que abandonarles para recorrer a caballo medio país -añadió Nyssa-. ¡Y todo para satisfacer el capricho de una niña mimada!

– Conque ésas tenemos, ¿eh? -dijo el duque de Norfolk ignorando a Nyssa y dirigiéndose a su nieto-.¿Todavía no has conseguido domar a esta fierecilla? Es una deslenguada, pero por lo menos te ha dado dos hijos en un año. ¡Ojalá tu prima Catherine fuera tan fecunda como ella!

Nyssa abrió la boca para protestar, pero Varian hizo un gesto autoritario y la obligó a guardar silencio.

– ¡Cállate, Nyssa! -la reprendió-. ¿Es cierto que sufrió un aborto a finales de la primavera?

– ¿Quién sabe? -respondió Thomas Howard-. No hay quien le saque una palabra sobre el tema. ¡Tu prima tiene el cerebro de un mosquito! -se lamentó-. Sólo le preocupa divertirse, pero el rey la adora… de momento. Me alegro de que hayas venido, jovencita -añadió dirigiéndose a Nyssa-. La reina está inquieta y se aburre y eso no es bueno. Tiene todo cuanto una muchacha de su edad puede desear pero no deja de repetir que echa de menos a su mejor amiga. Aunque no alcanzo a comprender los motivos, parece que tienes el honor de ostentar ese título. Quiero que trates de calmarla y la hagas entrar en razón.

– Cat es una de las personas más testarudas que conozco -replicó Nyssa-. Deberíais saber que no hay forma de hacerla entrar en razón si ella se niega a ser razonable.

– El futuro de nuestra familia está en tus manos, Nyssa -insistió el duque.

– ¿De qué familia estáis hablando? -bufó Nyssa, furiosa-. Varian y yo somos De Winter, jno Howard. El poder y el dinero nos traen sin cuidado y todo lo que queremos es vivir en paz en Winterhaven con nuestros hijos.

– ¡Ojalá fueras una Howard, pequeña! Pareces delicada y frágil como una rosa pero en el fondo eres dura como el hierro. ¿Eres feliz a su lado, Varian? -preguntó a su nieto-. Apuesto a que sí. Es joven y bonita y te quiere.

– Yo también la quiero, abuelo -respondió Varían-. La quiero de.sde el día que la conocí en Hamp-ton Court. Todavía te guarda rencor por haberla engañado, pero en el fondo te está agradecida porque, a pesar de que te importaba un comino lo que le ocurriera, fuiste el artífice de nuestro matrimonio. Por esta razón Nyssa hará todo cuanto esté en sus manos por ayudarte, ¿verdad, querida? -aseguró clavando sus ojos en los de ella.

Varían haría cualquier cosa por mí, se dijo, triunfante. Si le pidiera ahora mismo regresar a casa no dudaría en hacerlo porque me quiere.

– Como bien ha dicho mi marido, nos quedaremos junto a la reina cuanto tiempo sea necesario -dijo con frialdad-. Trataré de ser una buena influencia para ella.

Si tuviera diez años menos haría todo lo posible por conseguir a una mujer como ésta, pensó Thomas Ho-ward esbozando una sonrisa astuta. Nyssa era lista y orgullosa y el duque envidiaba el placer que debía proporcionar a su nieto una mujer que era toda fuego y hielo, una rosa con muchas espinas.

– La reina te espera con impaciencia. Varían, deberías aprovechar que el rey está de un humor excelente para acercarte a presentarle tus respetos.

Varían y Nyssa siguieron al duque de Norfolk hasta la magnífica tienda a rayas doradas y plateadas situada en el centro del campamento junto a la que decenas de cocineros uniformados preparaban la cena.

– La reina está allí -indicó Thomas Howard a Nyssa señalando una pequeña tienda.

Nyssa se despidió del duque con una reverencia y, cuando levantó la mirada, descubrió que su marido estaba haciendo grandes esfuerzos por contener la risa.

– Señores… -dijo antes de desaparecer en el interior de la tienda.

– ¡Daos prisa! -la apremió lady Rochford saliendo a su encuentro-. Su majestad empieza a impacientarse.

La condesa de March siguió a lady Rochford y ésta la condujo hasta la habitación de la reina. Cat, vestida con un vestido de color rosa, saltó de su asiento y corrió a abrazarla ante la estupefacción de sus damas.

– ¡Por fin! -exclamó, radiante de alegría-. ¡Me alegro tanto de verte! Ya verás qué bien lo vamos a pasar.

Nyssa observó a su amiga. Saltaba a la vista que estaba tensa como una cuerda de laúd. Le hizo una reverencia y le dirigió una sonrisa.

– Contadme cómo os sienta ser reina -pidió con voz suave.


La reina Catherine estaba loca de alegría y se sentía más libre que nunca. De repente, se había encontrado rodeada de jóvenes cuya única ocupación era disfrutar de la vida y tenía a su lado a su mejor amiga para compartir con ella diversiones y secretos. Cazaban durante el día y bailaban por la noche. Enrique la acompañaba por las mañanas pero después de comer prefería echarse un rato, por lo que Catherine sólo debía pasar medio día pendiente de él.

Nyssa no estaba tan contenta como Cat. Nunca se había sentido tan desgraciada y se preguntaba si se estaba haciendo vieja. ¿Por qué no disfruto con la música y el baile como antes?, se decía. Quizá sería diferente si no estuviera casada ni tuviera hijos. Pero había algo más. En el campamento había otras parejas recién casadas y todos parecían disfrutar. Pero Nyssa no podía dejar de pensar en el jabón, el perfume y las conservas que debía preparar antes de que el invierno se les echara encima. La nuera de la señora Browning era una joven muy capaz pero habría dado cualquier cosa por poder supervisar aquellas tareas.

– ¿Por qué no me divierto como antes? -preguntó a su marido.

– Por la misma razón que yo también estoy harto de cazar y divertirme como si no tuviera nada más que hacer -respondió Varian-. Nosotros somos gente de campo, no cortesanos. Sé que el señor Smale se ocupará de la cosecha y el esquileo de las ovejas, pero me gustaría estar allí.

– Estoy preocupada por Cat -confesó Nyssa-. No sé de qué se trata, pero apuesto a que lady cara de comadreja tiene algo que ver.

– ¿Qué quieres decir?

– Si Cat no fuera la reina de Inglaterra, diría que hay otro hombre en su vida -contestó la joven.

Varian de Winter se estremeció. ¡Catherine tenía un amante! ¡Ojalá no fuera cierto! La anterior reina Ho-ward había perdido la cabeza por culpa de sus infidelidades y, si se confirmaban las sospechas de Nyssa, Catherine no tardaría en ser descubierta y castigada. En palacio, las paredes tenían ojos y el adulterio de una reina era considerado traición al rey.

– Trata de averiguar qué ocurre -pidió a su esposa-. Hablaré con mi abuelo cuando confirmes tus sospechas y obtengas alguna prueba.

– Para eso tendré que pasar más tiempo con ella

– protestó Nyssa-. Preferiría quedarme aquí contigo

– añadió besándole y recorriéndole un muslo con un dedo-. Siempre nos hemos entendido bien en la cama.

– ¿Cómo puede tener tan poco sentido común?

– se lamentó Varian muy serio-. Si es verdad que tiene un amante y el rey les descubre, que Dios nos ampare.

– ¿Por qué dices eso? -quiso saber Nyssa-. Nosotros no somos Howards. ¿Por qué iba el rey a echarnos en cara los deslices de Catherine?

– Tú no conoces a Enrique Tudor, pero yo crecí en palacio y sé cómo se comporta cuando las cosas salen mal. Si descubre que Cat le ha traicionado no aceptará su parte de culpa. Nunca admitirá que un hombre de su edad no debería haberse casado con una muchacha en la flor de la vida y que mi prima no es una rosa sin espinas, como él asegura, sino una cabeza de chorlito que sólo piensa en su propia conveniencia. El rey acusará de traición a todos los que le rodean, especialmente a mi abuelo. Te recuerdo que mi madre era una Howard y que yo soy su único nieto. Cat nos ha puesto entre la espada y la pared al comportarse de una manera tan irresponsable.

– Trataré de sonsacarla -prometió Nyssa visiblemente inquieta-. Si es cierto que hay otro hombre, estoy segura de que se trata de un coqueteo sin importancia. Cat es incapaz de romper la promesa de fidelidad que le hizo al rey cuando se casó con él.

– Espero que tengas razón -suspiró Varian estrechándola entre sus brazos y besándola.

A partir de aquel día, y ante el regocijo de la reina, Nyssa se propuso no dejarla sola ni a sol ni a sombra. La joven estaba encantada con su compañía y daba gracias al cielo por que hubiera dejado de hablar de sus hijos a todas horas. ¡Las conversaciones sobre los hijos de las amistades le resultaban tan aburridas!

La caravana se trasladó al puerto de Boston para que el rey pudiera satisfacer otro de sus caprichos y la reina aprovechó para navegar por el río Witham y divertirse arrojando pétalos de flores a las barcas ocupadas por sus acompañantes. Cuando hubieron terminado, el río estaba cubierto por una espesa alfombra de vivos colores.

Días después llegaron a Yorkshire y Northumber-land e iniciaron la marcha hacia Newscastle, la última ciudad gobernada por Enrique Tudor. Varian de Winter decidió dejar a Nyssa con el resto de las damas con la esperanza de que conseguiría averiguar algo sobre la supuesta infidelidad de Catherine. Quizá su presencia intimidara a las comadres y les obligara a morderse la lengua.

Aunque Tom Culpeper pertenecía al servicio del rey, se había aficionado a la compañía de Catherine Howard. Sir Cynric Vaughn, uno de sus mejores amigos, se había fijado en Nyssa y la importunaba sin descanso.

– Ahora que tu marido ha dejado de seguirte a todas partes, los caballeros empiezan a revolotear a tu alrededor -dijo Cat a su amiga una tarde en que ambas se encontraban charlando con Kate Carey y Bessie Fitzgerald y recordando los viejos tiempos.

– No me gusta que me mire con tanto descaro -repuso Nyssa-. Debería recordar que soy una mujer casada. Apuesto a que un hombre apodado Sin1 se ha ganado el nombre a pulso.

1. Sin, pecado en inglés. Cyn (diminutivo de Cynric) se pronuncia igual (N. de la T.).

– He oído decir que es un mal bicho -sonrió Cat bajando la voz-. Tom asegura que su afición favorita es enamorar y seducir a mujeres casadas. Ten cuidado, Nyssa. Le ha dicho a Tom que está loco por ti.

– ¿Cómo sabéis todo eso? -preguntó Kate Carey-. Todos los caballeros de la corte os desean y en cambio a mí… Sé que acabaré casada con un tipo aburrido con el que nunca conoceré qué es abandonarse a la pasión.

– Quizá los hombres empiecen a fijarse en ti cuando seas una mujer casada -intervino Bessie haciéndole un guiño picaro-. Saben que jugar con una muchacha virgen puede traerles muchos problemas.

– Eso es verdad -asintió la reina-. Pero no es menos cierto que los hombres son tan impacientes que a menudo no se fijan si la mujer con quien acaban de acostarse es virgen o no. ¡Es tan fácil engañarles!

Nyssa no daba crédito a sus oídos. ¡Aquélla no era su Cat! La dulce muchacha a quien había conocido un año y medio antes se había convertido en una mujer cínica y amargada. Sin embargo, decidió morderse la lengua por miedo a ser acusada de mojigata.

– ¿Estáis segura de lo que habéis dicho, majestad? -inquirió la curiosa Kate Carey-. Cuando Nyssa se casó con lord De Winter, mi tío, el rey, ordenó que a la mañana siguiente le fuera presentada la prueba de que el matrimonio había sido consumado. Esa prueba era un sábana con las manchas de sangre que probaban que la novia era virgen. ¿Qué habría ocurrido si no hubiera habido sangre? Su marido habría concluido que Nyssa había estado con otros hombres antes.

– No seas tonta, Kate -replicó Cat-. Conozco a más de una mujer que ha conseguido engañar a su marido en su noche de bodas con la ayuda de una bolsita llena de sangre de cualquier animal.

– Pero la mujer puede quedar embarazada si permite que su amante se tome demasiadas libertades -insistió Bessie.

– Os aseguro que existen maneras de estar con un hombre sin quedar embarazada -afirmó Catherine bajando la voz y esbozando una sonrisa traviesa.

Nyssa la miraba boquiabierta y se preguntaba si la reina había adquirido todos aquellos conocimientos durante el último año o había puesto en práctica aquellas artimañas antes de casarse con Enrique Tudor.

– ¡Vamos a bailar! -exclamó Catherine poniéndose en pie-. Kate, ve a buscar a los músicos -ordenó-. Di a todos los caballeros que encuentres en el campamento que deseo que se unan a nosotras.

Minutos después, los músicos tocaban alegres melodías, las damas bailaban y los criados servían vino dulce y barquillos. Sir Vaughn, que observaba con atención las evoluciones de las damas, se dijo que la condesa de March era la mujer más hermosa que había visto nunca. Su frialdad para con los extraños y su ac titud de mujer orgullosa y respetable la hacían todavía más atractiva a sus ojos. Cynric Vaughn era un joven alto y delgado a quien todas las damas tenían por un caballero encantador. Cada vez que se sumía en sus pensamientos entornaba sus ojos grises hasta casi borrarlos de su rostro y su abundante y rizado cabello castaño estaba salpicado de hebras doradas que brillaban bajo el sol. Un gracioso hoyuelo adornaba su barbilla cuadrada y hacía sonreír a las damas cuando éstas le hablaban.

Cuando el baile hubo terminado, tomó una copa de vino y se acercó a Nyssa. Su compañero de baile olió el peligro y se apresuró a desaparecer.

– Señora… – dijo tendiéndole la copa. Nyssa tenía las mejillas arreboladas y respiraba con dificultad.

– Gracias, sir Vaughn – sonrió ella tomando la copa. Sabía que no tenía más remedio que ser amable con él. Era amigo de Tora Culpeper y éste compartía con él todos sus secretos. Nyssa había advertido que el joven músico aprovechaba las frecuentes ausencias del rey para rondar a Catherine. Tanto él como la reina se comportaban correctamente, pero habría jurado que se traían algo entre manos. ¿Eran imaginaciones suyas o alguien más se había dado cuenta? -. ¿No os gusta bailar, señor? – preguntó.

– No se me da muy bien – contestó él tomando una mano de Nyssa entre las suyas -. Pero sé hacer otras cosas…

– ¿Estáis coqueteando conmigo?

Cynric Vaughn enarcó las cejas, sorprendido. La mayoría de las mujeres solían derretirse ante sus atenciones en lugar de replicarle con mordacidad.

– Me temo que sí -contestó -. ¿Os molesta?

– Soy una mujer casada.

– Entonces será mejor que pida permiso a vuestro marido.

Nyssa se echó a reír. Tenía que admitir que era una respuesta muy aguda y que el joven tenía sentido del humor.

– Varían tiene muchas admiradoras, así que no creo que le importe que otros caballeros se fijen en mí. ¿Por qué me miráis así?

– Sois muy hermosa.

– Y vos muy peligroso -replicó Nyssa soltándole la mano y alejándose tras devolverle la copa medio vacía.

Cynric Vaughn estalló en carcajadas. Había conseguido sacar a la presa de su escondrijo y la caza estaba a punto de empezar. Nyssa era una mujer fascinante y estaba decidido a tenerla.

– Ea miras demasiado, Sin -dijo Tom Culpeper, que había observado la escena y se había acercado a su amigo-. Siento desilusionarte, pero pierdes el tiempo. Su majestad dice que lady De Winter es virtuosa hasta el aburrimiento. Te aconsejo que escojas una presa más fácil.

– Ni hablar -replicó Vaughn-. Todavía no sé cómo lo conseguiré, pero juro que esa mujer será mía.

– Ten cuidado, amigo -le advirtió Tom Culpeper-. El rey la adora y fue amante de su madre hace quince años. ¿Conoces la historia de su boda con lord De Winter? El conde estaba a punto de seducirla cuando el rey les sorprendió. Se puso furioso y ordenó que se casaran inmediatamente y que a la mañana siguiente le fuera mostrada la prueba de que el matrimonio había sido consumado. Así se aseguraba de que el conde no repudiara a la joven y se quedara con el dinero de la dote.

– Entonces se casaron obligados y no por amor… -murmuró Cynric, pensativo.

– Parece que se llevan bien -le informó Tom-. Tienen dos hijos de corta edad.

– ¿Y cómo van tus conquistas? -preguntó Cynric Vaughn cambiando de tema.

– No te equivoques conmigo. Soy un hombre ambicioso y deseo llegar a lo más alto, como hizo Charles Branden hace treinta años. Ha llovido mucho desde entonces y el rey se ha convertido en un anciano y un calzonazos. He descubierto que la mejor forma de conseguir mis objetivos es ganarme a la reina.

– ¡Es la excusa más original que he oído en mi vida! -rió su amigo-. Deja que te diga algo: si os descubren, la reina nunca confesará que le gustas. Te acusará de haberla violado y te aseguro que el rey no olvidará tan fácilmente como cuando tuviste aquel «accidente» con la mujer del guardabosques. Atrévete a poner una mano encima a su rosa sin espinas y serás decapitado. ¿Crees que vale la pena?

– La reina es mi prima y mi amiga -replicó Tom Culpeper dando la discusión por finalizada-. Nada más.

La caravana recorrió los condados de Yorkshire y Northumberland deteniéndose en los lugares donde había buena caza. A Nyssa le gustaba aquel deporte pero, cuando se cansaba de perseguir y acorralar a su presa, se sentía incapaz de matarla. Como la mayoría de las mujeres criadas en el campo, era una amazona excelente.

Una tarde, su caballo empezó a cojear y pronto quedó rezagada. Para colmo, había empezado a llover y la joven buscó un lugar donde guarecerse. Divisó a lo lejos una vieja abadía en ruinas y corrió a refugiarse. Desmontó de un salto y examinó a su yegua.

– ¡Maldita sea! -se lamentó. En ese momento oyó la voz de un hombre y dio un respingo. Se volvió y descubrió que Cynric Vaughn la había seguido hasta allí.

– ¿Estáis bien, señora?

– Mi yegua se ha clavado una piedra y no puedo sacársela.

– ¿En qué pata? -preguntó Cynric Vaughn arrodillándose y sacando su navaja-. Ya está. Puede andar perfectamente pero os aconsejo que esperéis a que deje de llover.

Nyssa advirtió que lo que había empezado como un pequeño chaparrón se había convertido en un aguacero torrencial y decidió aprovechar la oportunidad para sonsacarle.

– ¿Cuánto tiempo lleváis en palacio? -empezó-. No recuerdo haberos visto el año pasado.

– Mucho -contestó él, enigmático.

– Sois muy amigo de Tom Culpeper, ¿verdad? -preguntó adoptando su expresión más inocente.

– Así es, pero permitidme que os dé un consejo: olvidaos de él; su amante es muy celosa.

– Os recuerdo que soy una mujer casada.

– ¿Dónde he oído eso antes? -replicó Cynric Vaughn esbozando una sonrisa burlona-. ¿Estáis casada de verdad o necesitáis repetir lo mismo cada cinco minutos para convenceros? -añadió alargando una mano y acariciándole un mechón de cabello.

– Hay quien dice que sois un hombre malvado y empiezo a pensar que tienen razón -dijo Nyssa pestañeando seductoramente. Se estaba divirtiendo mucho. Cynric Vaughn era un hombre muy atractivo y tenía ganas de que la besara. Sentía curiosidad por averiguar cómo sabían los besos de otros hombres y, aunque sabía que hacía mal, se decía que sólo sería un besito sin importancia.

– Sois deliciosa -murmuró él sujetándola por la barbilla y rozándole los labios con los suyos-. Quiero haceros el amor aquí y ahora. Pensad en los fantasmas de los monjes que nos estarán observando mientras damos rienda suelta a nuestra pasión -añadió enlazándola por la cintura y acariciándole los pechos.

– ¡No tan deprisa, señor! -exclamó Nyssa desasiéndose de su abrazo-. ¿Por quién me habéis tomado? Mirad, ha dejado de llover. Será mejor que regresemos con los demás antes de que nos echen de menos

– añadió y, sin esperar a que él la ayudara, montó de un salto-. ¿Venís, señor? -preguntó antes de poner a su yegua al galope y desaparecer a toda velocidad.

Cynric Vaughn sonrió para sus adentros. La joven no dejaba de repetir que era una mujer casada pero su cuerpo pedía a gritos ser amado. Ya tendría tiempo de intentar otro asalto.

La caravana visitó la ciudad de Newcastle y a finales del mes de agosto llegó al castillo de Pontefract, donde tenía previsto permanecer durante una semana.

La reina y sus damas se entretenían jugando a las cartas cuando el tiempo no les permitía divertirse al aire libre. Una tarde, lady Rochford se acercó a Catherine y le susurró al oído que un caballero deseaba verla.

– ¿De quién se trata? -inquirió la reina.

– Se llama Francis Dereham y dice que viene de parte de vuestra abuela, la duquesa Agnes. Desea ocupar el puesto de secretario de su majestad.

Catherine palideció y se sintió desfallecer, pero consiguió recuperar la compostura antes de que lady Rochford advirtiera su inquietud.

– Recibiré al señor Dereham en mi habitación

– dijo poniéndose en pie-. Si le ha enviado mi abuela, debo ser amable con él.

El corazón se le salía por la boca. ¿Qué quería? ¿Lo mismo que Joan Bulmer y el resto de parásitos que habían acudido a pedirle una colocación en palacio tras amenazarla con revelar algunos detalles de su vida en el palacio de Lambeth?

Lady Rochford abrió la puerta y cedió el paso a un caballero..

– Majestad, el señor Dereham. Francis Dereham se descubrió e hizo una reverencia a la reina.

– Es un honor volver a veros, majestad -empezó-. Lady Agnes os envía un cariñoso saludo.

– Dejadnos a solas, por favor -pidió Catherine a lady Rochford, quien se apresuró a retirarse. La reina observó al hombre arrodillado a sus pies. Era moreno, lucía una cuidada barba y un pendiente en una oreja y sus ojos tenían un brillo malicioso-. ¿Qué queréis, señor? -preguntó con frialdad.

– ¿Qué significa esto, mi pequeña Cat? -replicó él esbozando una amplia sonrisa. Cat comprobó que seguía teniendo una boca preciosa y una dentadura perfecta-. Acabo de llegar de Irlanda. ¿No me dedicas unas palabras de bienvenida?

– ¿Estáis loco? -exclamó ella, enojada-. ¿Cómo os atrevéis a dirigiros a vuestra reina en ese tono? Decid de una vez qué queréis y esfumaos.

– Quiero que me ayudes a hacer fortuna en la corte -contestó Francis Dereham-. Es lo mínimo que una mujer puede hacer por su marido.

– Nosotros no somos marido y mujer.

– ¿Has olvidado las promesas de amor que nos hicimos hace sólo tres años? Yo no.

– Entonces tenía sólo catorce años y no sabía de qué estaba hablando -replicó Cat-. Además, no podéis probar que ocurriera nada entre nosotros. Si os atrevéis a organizar un escándalo, me aseguraré de que acabéis vuestros días bajo el hacha del verdugo. Ahora soy la reina de Inglaterra y me debo al rey.

– Nuestra relación no era ningún secreto -continuó él-. Casi todos los habitantes de Lambeth estaban al corriente de lo que ocurría entre nosotros. Un pajarito me ha dicho que Joan Bulmer y las otras doncellas han conseguido puestos muy jugosos. ¿Por qué no puedes ser amable también conmigo? La duquesa Ag-nes dice que podría ser un excelente secretario. ¿Tú que opinas?

– No necesito ningún secretario.

– Piénsalo bien, Cat -insistió Francis Dereham.

– Antes de tomar una decisión debo consultar al rey -replicó Catherine.

– Tus deseos son órdenes para él. Tú misma lo proclamas a los cuatro vientos y te sientes orgullosa de ello.

Catherine le dirigió una mirada cargada de odio. Francis Dereham la tenía en sus manos.

– Está bien -accedió finalmente-. Podéis trabajar como mi secretario personal durante una temporada. Ahora, marchaos; quiero estar sola.

Catherine se volvió de espaldas y esperó hasta que Francis Dereham hubo abandonado la habitación. Cogió el primer objeto que encontró y lo lanzó con fuerza contra la pared.

– ¡Nyssa! -sollozó-. ¡Ven, te necesito!

Las damas de la reina oyeron los gritos de su señora y se miraron extrañadas. Nunca la habían oído gritar así. Nyssa se puso en pie de un salto y corrió al lado de su amiga.

– ¿Qué te ocurre, Cat? -preguntó-. ¿Por qué lloras?

La reina no contestó y siguió sollozando, presa de un ataque de nervios. Nyssa le sirvió una copa de vino y se la tendió. Mientras la reina bebía, trató de tranquilizarla con palabras amables y, cuando lo hubo conseguido, repitió la pregunta.

– Soy tan desgraciada, Nyssa -se lamentó Cat-. ¡Odio a ese hombre pero no tengo más remedio que hacer todo lo que me pida! Estoy en sus manos.

– ¿Por qué? Dime la verdad, Cat. Quizá yo pueda hacer algo por ti.

– Se llama Francis Dereham y vivió en el castillo de Lambeth durante una temporada. Él… bueno, él se tomó ciertas libertades conmigo y ahora amenaza con decírselo al rey si no le nombro mi secretario personal. Si mi abuela hubiera sabido lo que ocurrió entre nosotros se habría asegurado de que el señor Dereham sufriera algún «percance» por el camino.

– Si no recuerdo mal, una vez me hablaste de él. ¿No fue uno de tus pretendientes?

– Sólo estaba fanfarroneando -contestó Catherine bajando la mirada y ruborizándose.

– ¡Te aconsejé que se lo contaras al rey! -la regañó Nyssa-. Si te hubieras sincerado con él antes de casarte habría perdonado tus pequeños deslices y ahora nadie podría hacerte chantaje. Estás atrapada, Cat, y sólo te queda rezar para que Francis Dereham mantenga la boca cerrada.

– Ya lo sé -gimió Catherine tras apurar la copa de un sorbo.

– Secaos las lágrimas, majestad -dijo Nyssa con voz suave ofreciendo su pañuelo a su amiga-. Nadie debe saber que habéis llorado o empezarán a haceros preguntas comprometedoras.

– ¿Qué sería de mí si no estuvieras aquí para aconsejarme y hacerme compañía? -sollozó la reina tomando el pañuelo y enjugándose las lágrimas-. ¡Eres tan buena conmigo! Nunca pensé que ser reina de Inglaterra fuera tan complicado. ¡Prométeme que nunca me abandonarás!

– No puedo prometerte tal cosa -replicó Nyssa con firmeza-. Si me quieres tanto como aseguras, déjame volver a casa -suplicó-. Echo mucho de menos a mis hijos.

– Si regresas a Winterhaven no volverás a ver a Sin Vaughn nunca más -rió Catherine cambiando de tema rápidamente-. Te felicito; le has impresionado. ¿Le encuentras guapo? ¿Crees que es más guapo que mi primo Varían?

– Confieso que me parece un tipo atractivo y muy hábil pero no es ni la mitad de guapo que Varían -contestó Nyssa-. Dicen que es un seductor y un calavera. A ninguna de las dos nos conviene ser vistas en su compañía, Cat -añadió. Después de reflexionar unos momentos, decidió no hablar a su amiga de su encuentro con Cynric Vaughn en la abadía abandonada. Sabía que la reina sería incapaz de mantener la boca cerrada y que interpretaría aquel episodio a su manera.

– ¿Fue Bessie o Kate quien dijo una vez que los tipos misteriosos y de mala reputación resultan mil veces más interesantes que los hombres como Dios manda? -trató de recordar Catherine provocando las carcajadas de Nyssa.

Aquella noche el rey, que estaba de un humor excelente porque la caza se le había dado bien, pidió a Nyssa y a su esposa que bailaran para él. Mientras observaba los giros y piruetas que las jóvenes realizaban, sonreía complacido. Catherine lucía un vestido de seda de color rosa, un color que, según el rey, realzaba el tono castaño claro de su cabello y Nyssa también estaba muy bonita con un vestido de color verde manzana adornado con incrustaciones de perlas y peridotos en el corpino. Cuando hubieron terminado, Enrique Tudor las sentó sobre sus rodillas y habló a Nyssa cariñosamente:

– Esta noche has bailado tan bien que te concederé un deseo. Pídeme lo que quieras.

– Deseo regresar a casa, majestad -respondió Nyssa sin dudar un instante y besándole en la mejilla.

– ¡Ah, picarona! -rió el rey-. Tu deseo me costará el enojo de mi Catherine, pero te he dado mi palabra de honor y te lo concederé. Pasarás las Navidades en tu casa.

– Gracias, majestad.

– A mí no me engañas, jovencita. Tu marido asegura que le has atrapado en tu tela de araña y que, aunque quisiera, no podría escapar. Después de todo, te hice un favor obligándote a casarte con él, ¿no es así, pequeña? -añadió, orgulloso.

– Soy muy feliz, majestad -confesó Nyssa-. Gracias por haber sido tan generoso conmigo.

– ¿Y qué desea mi pequeña rosa sin espinas? -preguntó Enrique Tudor volviéndose hacia su esposa-. ¿Un vestido nuevo? ¿Una piedra preciosa?

– No, majestad -contestó Catherine-. Ayer llegó un pariente lejano de mi abuela, la duquesa Agnes, quien me pide que le nombre mi secretario personal. ¿Tengo vuestro permiso para darle ese puesto?

– Está bien -accedió el rey-. La quejica de tu abuela nos ha hecho un gran favor al quedarse en casa y no acompañarnos en este viaje y merece ser recompensada. Por cierto, ¿cómo se llama ese caballero?

– Francis Dereham, señor -respondió Catherine haciendo un guiño cómplice a Nyssa.

La caravana llegó a la ciudad de York a mediados del mes de septiembre. El otoño estaba cerca y no dejaba de llover, por lo que el viaje empezaba a resultar fastidioso. Enrique Tudor planeaba entrevistarse allí con su sobrino, el rey Jacobo de Escocia, y se rumoreaba que la ceremonia de coronación de la reina podía celebrarse en la catedral de la ciudad, pero el rey se apresuró a asegurar que Catherine no sería coronada reina hasta que quedara embarazada.

El campamento se instaló junto a una vieja abadía y el rey empezó a preparar su entrevista con su sobrino. Mientras esperaban la llegada de éste, los caballeros se entretenían cazando. Un día abatieron doscientos ciervos y las marismas cercanas al río ofrecían tal abundancia de patos, gansos, cisnes y pescado que los caza dores estaban disfrutando como nunca. Los cocineros trabajaban tan duro como si estuvieran en Hampton Court o en Greenwhich para que toda aquella carne no se echara a perder.

Nyssa no acompañó a los hombres en la primera cacería porque le dolía la cabeza. Al enterarse de que Catherine también había preferido quedarse en el campamento, decidió acercarse a su tienda para hacerle compañía. Catherine no sabía entretenerse sola y necesitaba rodearse de gente cuya única ocupación fuera hacerle pasar un rato agradable. Los guardias la saludaron con una sonrisa y la dejaron entrar en la tienda. Una vez dentro, Nyssa comprobó que el salón estaba vacío y que no había rastro de las damas que siempre corrían de aquí para allá cumpliendo las órdenes de su caprichosa reina.

– Cat… -llamó en voz baja-. Cat, ¿estás ahí?

Al no recibir respuesta, se dirigió a la antecámara que daba paso al dormitorio de la reina, pero tampoco encontró a nadie allí. Quizá esté dormida, se dijo apartando la cortina para comprobarlo.

Lo que vio la dejó boquiabierta. La reina y Tom Culpeper yacían sobre la gruesa manta de pelo que cubría el lecho real. Una lámpara de aceite ardía junto a ellos y proyectaba una luz dorada que envolvía sus cuerpos entrelazados. Cat estaba completamente desnuda y Tom Culpeper sólo vestía una camisa de seda abierta. Durante un fugaz instante Nyssa vio los pechos redondos y colmados de la reina mientras su amante cambiaba de posición y se tendía entre sus piernas. Cat estaba sofocada y gemía de placer.

– ¡No te detengas, Tom! -la oyó decir Nyssa-. ¡Folíame, cariño! ¡Sigue, sigue! ¡Te necesito tanto! ¡Así, cariño, así!

– Disfruta, mi pequeña Cat -contestó Tom Culpeper-. Yo no soy ese viejo enfermo con quien te has casado. Te voy a follar bien, como he hecho otras veces y como espero hacer en el futuro.

Nyssa dejó caer la cortina y abandonó la tienda de la reina a toda prisa. No daba crédito a lo que sus ojos acababan de ver. ¡No podía ser! Debo de haber sufrido una alucinación, se dijo apoyándose en un árbol y cerrando los ojos. Las imágenes que acababa de presenciar se repetían una y otra vez. Abrió los ojos de golpe y se dijo que necesitaba tiempo para pensar qué iba a hacer… si es que podía hacer algo.

Cuando llegó a su tienda llamó a Bob, el mozo de establos, y le ordenó que ensillara un caballo.

– ¿Vais en busca de los hombres, señora?

– No -contestó Nyssa-. Quiero dar un paseo sola, a ver si se me pasa el dolor de cabeza. No me alejaré mucho, así que no es necesario que me acompañes.

El mozo corrió a cumplir sus órdenes y Nyssa entró en la tienda.

– Tillie, tráeme la falda de montar color verde y las botas -pidió.

– Estáis muy pálida, señora -advirtió su doncella-. ¿Os encontráis bien? ¿Por qué no os echáis un rato?

– No, Tillie. Necesito un poco de aire fresco. ¡Odio la corte y a sus gentes con todas mis fuerzas!

Tillie guardó silencio y ayudó a su señora a vestirse con una falda de terciopelo verde y un corpino color púrpura y dorado. Arrodillándose, le calzó las botas y se las abrochó.

– ¿Vais en busca de los hombres, señora?

– Voy a dar un paseo sola.

– Deberíais dejar que Bob os acompañara. El señor se enojará si se entera de que habéis salido sola. Estos caminos son muy peligrosos.

– Apuesto a que no son ni la mitad de peligrosos que la vida en la corte -replicó Nyssa, irritada-. He dicho que quiero estar sola y el señor no tiene porqué enterarse si nadie se lo dice. ¿Me has entendido, Tillie? -añadió golpeando cariñosamente el hombro de su doncella y saliendo de la tienda.

Montó el caballo que Bob había ensillado y partió a toda velocidad sin saber a dónde se dirigía. ¡El paisaje era tan aburrido! Todo cuanto se divisaba era cielo y colinas teñidas de los colores del otoño. Cabalgó hasta lo alto de una colina y decidió dar un respiro a su caballo. Desmontó y contempló el paisaje que se extendía a sus pies mientras se sumía en sus pensamientos.

Había sorprendido a la reina en flagrante adulterio y no sabía qué debía hacer. Enrique Tudor adoraba a Catherine y reprendía severamente a todo aquel que osaba a hablar mal de ella en su presencia. No puedo acusar a la reina sin pruebas, se lamentó Nyssa. Si lo hago, todo el mundo pensará que estoy celosa de ella y que deseo desacreditarla a ojos del rey para ocupar su lugar. Se volverá a hablar del turbio episodio de mi boda con Varian y me acusarán de Dios sabe qué. Aunque el adulterio y la traición me repugnan, debo guardar silencio. Ni siquiera estoy segura de que deba contárselo a Varian. Se lo dirá a su abuelo y el duque reprenderá a Cat. Ella se pondrá furiosa y se enojará conmigo por hablar demasiado. Será la palabra de una humilde mujer de campo contra la de la reina de Inglaterra. Debo guardar silencio por el bien de mi familia.

– Nunca he visto una mirada tan seria en los ojos de una mujer -dijo una voz familiar sacándola de sus cavilaciones. Nyssa se volvió y descubrió que se trataba de Cynric Vaughn-. Un penique por vuestros pensamientos, mi querida condesa de March.

– Pienso en mis hijos y en cuánto me gustaría estar en Winterhaven -mintió la joven-. Adoro la vida del campo y detesto la corte -confesó.

– Cuando os he visto abandonar el campamento a todo correr, he creído que ibais a encontraros con vuestro amante.

– ¿Cuántas veces tendré que deciros que mi marido es mi único amante? -replicó Nyssa, irritada.

– Muy original, pero un poco aburrido. No vale la pena esforzarse por explicar a este hombre qué significa la palabra amor, se dijo.

– ¿Por qué no habéis acompañado a los hombres, señor? -preguntó.

– Al rey le encanta cazar, pero yo lo encuentro un deporte estúpido -contestó Cynric Vaughn-. Decidme, señora, ¿qué estaríais haciendo en estes momentos si estuvierais en vuestra casa?

– Preparar conservas y sidra; y en octubre, fermentar la cerveza.

Cynric Vaughn estalló en carcajadas y su caballo se revolvió inquieto.

– Creía que eso lo hacían los criados.

– En efecto, pero ese trabajo debe ser supervisado por alguien. Mi madre siempre dice que la única manera de conseguir que los criados hagan bien su trabajo es instruirles adecuadamente.

– ¿Y qué me decís de los mayorales y las amas de llaves? ¿Tampoco os ayudan?

– Nos ayudan y en ocasiones nos sustituyen, pero no pueden ocupar nuestro lugar. Las haciendas sin patrón no prosperan porque hace falta una mano firme que llame al orden a los empleados de vez en cuando.

– Comprendo -murmuró sir Vaughn-. Ahora entiendo por qué mi hacienda va de mal en peor. El problema es que necesito a una mujer rica para ponerla en condiciones y no puedo cazar ninguna mujer rica sin una hacienda en condiciones -rió-. Mientras decido cómo solucionar mi problema, permanezco en la corte y disfruto de los placeres de la vida.

– ¿Dónde se encuentran vuestras tierras? -preguntó Nyssa montando de nuevo y emprendiendo el camino de regreso al campamento.

– En Oxfordshire -contestó él siguiéndola-. Creo que os gustarían. Poseo una casa en ruinas y varios cientos de acres de tierra poblada de maleza y matorrales.

– ¿Por qué no habéis contratado a arrendatarios que cuiden de ellas? -inquirió Nyssa, extrañada-. ¿No criáis ganado ni ovejas?

– Veo que sois una verdadera mujer de campo

" •* f\

– no el.

– La tierra y las gentes que la trabajan son la mayor riqueza de Inglaterra -aseguró la joven-. Preguntádselo al rey y veréis cómo está de acuerdo conmigo.

– Acepto la regañina con humildad -sonrió Cyn-ric Vaughn agachando la cabeza-. Quizá vos podríais enseñarme todo cuanto necesito saber para convertirme en un granjero modélico.

– Os burláis de mí.

– Nada más lejos de mi intención, señora -protestó él fingiéndose ofendido.

– Entonces, ¿habéis decidido volver a las andadas?

– inquirió Nyssa mientras se preguntaba si Tom Cul-peper habría confiado su secreto a Cynric Vaughn. Si lo había hecho, Cat se encontraba en una situación muy comprometida. Debía averiguarlo-. ¿Estáis coqueteando conmigo otra vez?

– Me parece que sois vos la que está coqueteando conmigo.

– ¿No fuisteis vos quien me aconsejó que me olvidara de Tom Culpeper?

– Os advertí que tiene una amante muy celosa -replicó Cynric Vaughn acercando su rostro al de Nyssa.

– Me pregunto a qué se debe tanto interés por mi vida privada -sonrió Nyssa. Nunca se había comportado de una manera tan descarada, pero no tenía tiem po que perder. Si no conseguía hacer entrar en razón a Cat antes de que la caravana regresara a Londres, corría el peligro de ser descubierta con las manos en la masa.

– ¡Os deseo, Nyssa! -confesó sir Vaughn apasionadamente-. ¡La sola idea de saberos enamorada de otro hombre me saca de mis casillas! Culpeper es un mal bicho. ¡Vos merecéis algo mejor!

– Creía que Tom Culpeper era vuestro mejor amigo -replicó Nyssa-. Además, os recuerdo que soy una mujer casada. Conozco las malvadas intenciones de vuestro amigo Tom y creo que deberíais advertirle que está jugando con fuego.

– Ya lo he hecho -replicó Cynric-. Pero Tom no está dispuesto a renunciar a los favores de su hada madrina.

Habían llegado al campamento. Sir Cynric Vaughn acompañó a Nyssa hasta su tienda y la ayudó a desmontar. Sus rostros estaban muy cerca y, cuando Nyssa hizo ademán de alejarse, su acompañante la sujetó con fuerza y le sonrió con picardía.

– Éste es un juego muy peligroso pero si vos lo deseáis, os enseñaré las reglas con mucho gusto -siseó antes de soltarla y alejarse con paso firme.

– ¿Puedo llevarme el caballo, señora? -preguntó

Bob.

– Sí -contestó Nyssa, aturdida, tendiéndole las riendas-. No le he forzado mucho; sólo hemos hecho un poco de ejercicio.

¿En qué demonios estaba pensando cuando había empezado a coquetear con Cynric Vaughn? Era un hombre peligroso sin conciencia ni moral. No volveré a provocarle, se prometió, furiosa consigo misma. Por lo menos, había averiguado que estaba al corriente de la relación entre Tom Culpeper y la reina Catherine.

Si Catherine era descubierta, todos los Howard caerían con ella. Recordó las palabras de Varian: «Soy el único nieto de Thomas Howard.» Los De Winter eran inocentes pero Enrique Tudor era un hombre cruel y despiadado cuando le convenía. No había dudado en asesinar a Ana Bolena cuando ésta había tratado de interponerse en su camino y evitar su matrimonio con Jane Seymour y apenas hacía un año y medio que había decidido deshacerse de su cuarta esposa. Thomas Cromwell y la condesa de Salisbury, dos personas inocentes, habían pagado con su vida su lealtad al rey. Nyssa se estremeció. Debía averiguar si alguien más conocía las infidelidades de Catherine.

El rey envió un mensaje a Jacobo V de Escocia, hijo de su hermana Margaret, y le invitó a visitar el campamento cuando la vieja abadía terminó de ser restaurada. María de Guisa, esposa del rey Jacobo y embarazada de su tercer hijo, rogó a su marido que no acudiera a aquella entrevista. Ahora que sus otros dos hijos habían muerto y Escocia no tenía heredero, temía que le ocurriera algo. Sus consejeros también le recomendaron no acudir a la cita con el monarca inglés alegando que podía tratarse de una trampa. ¿Quién le aseguraba que Enrique Tudor no aprovecharía la ocasión para hacerle prisionero e invadir Escocia? Jacobo decidió hacer caso a su intuición y a sus consejeros y no viajar a York.

Cada día, los guardias que vigilaban la frontera con el país vecino visitaban el campamento y comunicaban a Enrique que no había rastro de los escoceses. A todos les extrañaba que aquella frontera, escenario de numerosos enfrentamientos, permaneciera tranquila como una balsa de aceite, pero el rey tardó cinco días en aceptar la realidad: su sobrino había decidido no acudir a la cita. Como solía ocurrir cuando las cosas no le salían según lo planeado, Enrique descargó su ira en quienes le rodeaban. Fue la reina Catherine quien, a fuerza de paciencia, consiguió apaciguarle y, cuando el monarca hubo recuperado el buen humor, ordenó emprender el viaje de regreso a Londres. El otoño se les había echado encima y el tiempo cada vez era más desapacible.

Atravesaron el Derwentwater y llegaron a la ciudad de Hull, situada a orillas del río Humber. La caravana real recorrió las verdes colinas casi desprovistas de árboles. Los carros cargados con las tiendas y los baúles subían y bajaban las pendientes mientras los jinetes, ajenos a todo aquel trasiego del que se ocupaban los criados, bromeaban y charlaban animadamente y los perros ladraban mientras trataban de mantener el paso de los caballos.

La ciudad de Hull, un puerto de pesca, había sido visitada por el rey Eduardo I en 1299 y desde ese momento había pasado a llamarse Kingston Upon Hull.1 Nadie imaginaba las razones de Enrique Tudor para detenerse allí, pero, ante el alborozo de todo el mundo, el 1 de octubre el tiempo mejoró notablemente. Las nubes desparecieron y dejaron paso a un cielo azul en el que el sol lucía con todo su esplendor. Soplaba una brisa suave que mantenía el calor a raya y hacía que la temperatura fuera muy agradable. El campamento se instaló frente a la playa y, cuando Enrique Tudor expresó su deseo de pescar, sus subditos no pudieron evitar preguntarse de dónde sacaba tanta energía, aunque se consolaron pensando que en un bote uno podía sentarse y esperar tranquilamente hasta que picaran. Las mujeres aprovecharon el buen tiempo para descansar, tomar el sol, bañarse y lavar la ropa antes de abandonar el lugar cinco días después. Una tarde, Nyssa se acercó a la tienda de la reina y descubrió a lady Rochford y a Tom Culpeper ocultos tras un toldo. Aprovechando que estaban demasiado enfrascados en su conversación para reparar en la presencia de una intrusa, se dispuso a escuchar con atención.

1. La Muy Leal Ciudad de Hull (N. de la T.)

– Debes tener paciencia, Tom, muchacho -decía lady Rochford-. Ella también se muere de ganas de estar contigo, pero éste no es el mejor lugar. Las damas entran y salen de las habitaciones de su majestad a todas horas y no es tan fácil deshacerse de ellas cada vez que deseáis veros a solas. Muchas de ellas están celosas y esperan la ocasión de desacreditarla a ojos del rey. Su majestad tiene un corazón de oro, pero es demasiado ingenua y se niega a creer que muchas no dudarían en traicionarla -se lamentó-. Lo siento, Tom, pero deberás esperar a un momento más propicio para volver a verla -concluyó negando con la cabeza.

– Jane, sabes que nunca pondría su vida en peligro, pero, que Dios me perdone, la amo y no puedo soportar estar tan cerca de ella y no poder acercarme -replicó Tom Culpeper-. ¡Cada vez que oigo al rey fanfarronear sobre cómo la ha usado y cómo gritaba ella de placer me entran ganas de hacer una locura!

– Si no te tranquilizas, lo echarás todo a perder -le regañó lady Rochford-. El rey tiene cincuenta años… ¿Crees que vivirá mucho más? Cuando muera Cat será sólo tuya, pero de momento debes ser prudente.

Nyssa se alejó de la tienda de puntillas. No quería que la descubrieran espiando y tampoco deseaba seguir escuchando aquella conversación. Estaba desconcertada. ¿Cómo se atrevían a desear la muerte del rey? Podía acusarles de traición pero sabía que, si lo hacía, ellos negarían haber dicho aquella atrocidad. Era su palabra contra la de Tom Culpeper y Jane Rochford. ¿Y quién era ella? Era ni más ni menos que Nyssa Wyndham, candidata junto con Cat a convertirse en la quinta esposa de Enrique Tudor y misteriosamente casada con el único nieto del duque de Norfolk.

Lo único que podía hacer era hablar con la reina y tratar de hacerla entrar en razón. ¿Acaso no eran amigas? Cat lo repetía cien veces al día y no se molestaría cuando le dijera que conocía su secreto. Le dejaría muy claro que su intención no era faltarle al respeto ni molestarla, sino ayudarla. Debía hacerle^comprender que era necesario que dejara de ver a Tom porque, si el rey descubría su infidelidad, muchos inocentes pagarían con su vida aquel pequeño desliz de su reina. Gracias a Dios, Cat era una mujer inteligente y Nyssa estaba segura de que enmendaría su comportamiento antes de que fuera demasiado tarde. Definitivamente, tenía que hablar con la reina cuanto antes.


– ¿De qué estás hablando, Nyssa? -inquirió Ca-therine mientras se retorcía las manos nerviosamente-. ¿Qué quiere decir «lo sabes»?

Las dos amigas daban un paseo por la playa. Aunque hacía muy buen día, el horizonte cargado de nubes presagiaba que el tiempo no tardaría en empeorar. Aquél era su último día en Hull. Estaba previsto que la caravana emprendiera la marcha hacia la capital al día siguiente, por lo que Nyssa había tenido que hacer prodigios para quedarse a solas con Catherine y deshacerse de su amante. Durante el banquete celebrado la noche anterior, había dicho al rey que corría el rumor de que Tom Culpeper era un experto pescador, pero que nadie había visto nunca sus trofeos. Ante el regocijo de Nyssa, Enrique Tudor había insistido hasta que Tom Culpeper había accedido de mala gana a unirse a los pescadores al día siguiente.

No le había costado mucho convencer a Catherine de que la acompañara a dar un paseo porque, pasada la novedad de la presencia de su amiga, la reina volvía a dar muestras de aburrimiento. Sabedora de que iba a tener que pasar las próximas semanas encerrada en una carroza y que el buen tiempo no volvería hasta la próxima primavera, se mostró encantada de salir a disfrutar por última vez del aire fresco y el sol.

– ¿Vas a decirme de una vez eso tan importante? – insistió.

– Sé lo tuyo con Tom Culpeper.

– No sé de qué estás hablando -replicó Catherine.

– No lo niegues, Cat. Os vi juntos -añadió enrojeciendo al recordar la escena-. Te juro que no estaba espiando. Fue el día que los hombres salieron a cazar y yo me quedé porque me dolía la cabeza. Cuando me sentí un poco mejor fui a proponerte que jugáramos a las cartas. Te llamé pero no contestaste así que, pensando que dormías, entré en tu habitación y os descubrí juntos. Lo siento mucho, Cat. Perdona mi indiscreción.

– Pídeme lo que desees -dijo la reina-. ¿Quieres oro o joyas? ¿O quizá prefieres un puesto de importancia en la corte para alguien de tu familia? Compraré tu silencio; no eres la primera que ha intentado sobornarme.

– ¡Te equivocas, Cat! -exclamó Nyssa, escandalizada.

– No te hagas la santita, Nyssa. Si no quisieras pedirme algo, no estaríamos teniendo esta conversación.

– Lo único que quiero es que dejes de comportarte como una irresponsable. Estás poniendo en peligro tu vida y la de mucha gente inocente. ¿ Cómo has podido caer tan bajo? Tienes un marido que te adora y que está pendiente de todos tus caprichos. Por el amor de Dios, Cat, ¡eres la reina de Inglaterra!

– ¿Y crees que eso es una ganga? -sollozó Catherine-. ¡Nyssa, nunca pensé que sería tan duro! Adoro las ropas caras, las joyas y tener a decenas de personas pendientes de mis deseos, pero si llego a saber lo que me esperaba, no me habría casado con Enrique Tudor. Ahora estoy atrapada. ¡Me desprecio a mí misma por haberme convertido en el juguete de un anciano! Quiero amar y ser amada como tú.

– Pero el rey te adora, Cat. Ni siquiera es capaz de contenerse en público. Lleváis meses casados y salta a la vista que cada día te quiere más. No me digas que estabas tan deslumbrada con los privilegios de ser reina que no te diste cuenta de que Enrique Tudor es un anciano, porque no me lo creo. Yo me pasaba el día rezando por que no me escogiera a mí. Me sentía incapaz de amarle como esposa y estoy segura de que a ti te ocurrió lo mismo.

– No tienes ni idea de lo que es ser una Howard

– replicó Catherine, dolida-. Mi madre murió cuando yo tenía cinco años y mi padre estaba demasiado ocupado buscando a una viuda de buena posición para ocuparse de sus cinco hijos. Mis hermanas y yo fuimos enviadas a Horsham y nos criaron como a una carnada de gatitos o cachorros. Desde el primer momento, quedó muy claro que éramos los parientes pobres y me vi obligada a tomar sin rechistar lo que me daban y a dar las gracias constantemente. ¡Era tan humillante! No recibí ningún tipo de educación y recuerdo que solía esconderme en el aula donde estudiaban mis hermanos y mis primos. Apenas sé escribir mi nombre y no sé leer

– reconoció-. Nunca tuve un vestido que fuera mío hasta el día que llegué a la corte. Hasta entonces, todos mis vestidos eran heredados y, cuando se me quedaban pequeños, pasaban a mis hermanas. Algunos de aquellos vestidos estaban tan raídos que temía que se me rompieran en pedazos entre las manos, pero si no llegaban a Elizabeth o a María, recibía una paliza por descuidada.

Nyssa escuchaba el relato de Cat boquiabierta. ¡Qué diferente había sido su infancia! Ella había crecido mimada por sus padres, abuelos y tíos y rodeada del cariño de su familia. Los Howard eran un clan rico y poderoso, pero no sabían nada sobre la educación y la crianza de los niños. Las desgraciadas infancias de Ca-therine y Varían tenían numerosos puntos en común. Sin embargo, aquélla no era excusa para cometer adulterio.

– Precisamente porque tuviste una infancia tan desgraciada tu comportamiento me resulta todavía más incomprensible. El amor de tu marido debería haberte hecho feliz.

– ¡Pero él no me quiere! -protestó Cat-. Dice que me ama pero sólo me quiere para lucirme delante del rey Francisco I de Francia y del emperador romano. Lo único que le importa es presumir de esposa joven y bonita. Además, como amante es terrible -añadió naciendo un mohín de disgusto-. ¿No te habló tu madre de él? Después de todo, fueron amantes.

– Una madre no suele comentar con su hija las habilidades de su amante, Cat.

– Quizá estuviera más delgado cuando era joven -continuó Cat-. ¡Pero ahora está tan gordo que no puede montarme como un hombre normal! ¡Tengo que sentarme en su regazo con las piernas abiertas, arrodillarme sobre la cama o echarme hacia adelante y apoyarme en una mesa mientras él me penetra por detrás! Si se echara sobre mí me aplastaría. Gruñe y suda como un cerdo hasta que satisface su deseo. Si yo no tuviera tanta facilidad para satisfacer el mío, me quedaría a medias la mayoría de las veces.

Nyssa cerró los ojos. No quería seguir escuchando los secretos de alcoba de los reyes y lo peor era que Cat parecía no comprender la gravedad de la situación.

– Por muy decepcionada que te sientas, eres la esposa de Enrique Tudor hasta que la muerte os separe y debes comportarte como tal -dijo armándose de paciencia-. No tienes elección. Si se descubre que eres culpable de adulterio pagarás con tu vida. Tu prima Ana tenía un carácter muy rebelde pero no era culpable de los crímenes que se le imputaban. Aunque todo el mundo lo sabía, nadie se atrevió a salir en su defensa y murió decapitada. Tú sí eres culpable, Cat, y arrastrarás en tu caída a todos los Howard, incluido Varían, el único nieto de Thomas Howard. Si hieres el orgullo del rey, se revolverá como una serpiente y acabará con todos nosotros.

– ¡Pero Tom y yo nos queremos! -repuso la obstinada reina.

– Si Tom Culpeper te quiere de verdad, entenderá tus razones -replicó Nyssa-. Debes hacerle comprender que está poniendo en peligro la vida de mucha gente. Si quiere terminar sus días bajo el hacha del verdugo, allá él, pero si te quiere hará todo cuanto esté en su mano para protegerte. ¿Has pensado que podrías quedar embarazada? ¿Serías capaz de colocar a un bastardo en el trono de Inglaterra?

– ¿Cuántas veces tengo que decirte que sé cómo evitar un embarazo? -contestó Catherine. El viento soplaba con fuerza y la reina se envolvió en su abrigo mientras un escalofrío le recorría la espalda-. Volvamos al campamento. Tengo frío.

– Quiero que me prometas que vas a terminar con esta locura -insistió Nyssa-. Si tu tío el duque se entera de qué está ocurriendo te delatará para salvar el pellejo. Él fue el primero en abandonar a Ana Bolena a su suerte.

– No sabrá nada si tú mantienes la boca cerrada. ¡No sé cómo explicártelo para que lo entiendas! Tom es la única persona en el mundo que me hace feliz.

– ¿Quién más sabe lo vuestro, Cat? -inquirió Nyssa, inquieta-. Estoy segura de que no puedes mantener esos encuentros secretos sin la ayuda de un cómplice. ¿Quién te está haciendo chantaje? ¿No te das cuenta de que estás metida en un lío muy gordo? Es un milagro que todavía no os hayan descubierto, pero ¿qué ocurrirá en palacio?

– Lady Rochford me ayuda a alejar los visitantes inoportunos -confesó la reina-. ¿Recuerdas que solíamos reírnos de ella? Pues no es la vieja tonta que todas creíamos. Es una mujer bondadosa y comprensiva y ha prometido guardarme el secreto. No sé qué haría sin ella. Creo que es la única persona que entiende mis sentimientos.

– ¿Y los demás? ¿Quién te hace chantaje?

– Nadie más sabe lo de Tom -aseguró Catheri-ne-. Quienes tratan de aprovecharse de mí son Joan Bulmer, Katherine Tylney, Alice Restwold y Margaret Morton. Y luego está Francis Dereham, de quien ya conoces la historia. La mayoría estuvieron conmigo en Lambeth y, por lo que veo, mi abuela no ha sabido tratarles con la mano dura que merecen. Al principio se pusieron un poquito pesados, pero un buen puesto en la corte ha sido suficiente para cerrarles la boca. No me preocupan en absoluto.

– ¿Hay más gente que estuviera contigo en Lambeth y que posea información comprometedora?

– Sí, pero no puedo colocar a todas las personas que compartieron mis años de juventud en Lambeth -se lamentó la reina apurando el paso y dando la conversación por terminada-. No te preocupes; lo entenderán fácilmente.

Catherine Howard está al borde del precipicio y ni siquiera imagina que su vida y la de toda su familia corre un gran peligro, se dijo Nyssa, realmente asustada. Varían y ella tenían que regresar a casa antes de que el rey descubriera las infidelidades de su esposa y decidiera vengarse. Tenía que hablar con Varían cuanto antes y convencerle de que lo más sensato era abandonar la caravana al llegar a Amphill. La única manera de escapar de la ira del rey era desaparecer. Cat se negaba a romper con Tom Culpeper y todo cuanto Nyssa deseaba era estar muy lejos de la corte cuando la reina fuera descubierta en flagrante adulterio.

Aquella noche no hubo banquete ni baile porque la caravana debía partir muy de mañana. Por primera vez en muchos días Varían y Nyssa disponían de unos momentos a solas. Un brasero mantenía caldeado el dormitorio y los carbones ardientes desprendían un resplandor dorado que iluminaba la habitación junto con la luz de las velas colocadas en los candelabros. Los esposos se encontraban tendidos en la cama saboreando una copa de vino. Nyssa sabía que acabarían la velada haciendo el amor pero antes deseaba hablar a su marido sobre la reina.

– Varían, tengo que decirte una cosa -empezó.

– ¿Ah, sí? -respondió él acariciándole un muslo con el dedo índice-. ¿Y tiene que ser precisamente ahora?

– Sí-sonrió ella-. ¿No te has dado cuenta de que desde que iniciamos esta locura de viaje apenas nos hemos visto? Incluso algunas noches uno de nosotros se ha retirado más temprano y se ha quedado dormido sin ni siquiera poder desear las buenas noches al otro. Tú pasas el día a caballo con el rey y tu prima reclama mi atención constantemente. Ése es el problema, Varian.

– ¿Te ha molestado mucho mi primita? -preguntó Varian haciendo ademán de abrazarla y besarla. Nyssa se apartó y le miró muy seria.

– Tiene un amante.

– ¿Quién te ha metido en la cabeza semejante tontería? -saltó su marido soltándola.

– Nadie -contestó Nyssa-; yo misma les sorprendí. Sin Vaughn también está al corriente de lo que hay entre la reina y Tom Culpeper. Estuve coqueteando con él para averiguar si lo sabía y estoy segura de que es así. Lady cara de comadreja les ayuda a preparar sus encuentros secretos y, lo que es peor, está incitando a Cat a comportarse como una irresponsable.

Nyssa le relató la increíble trama de chantaje y adulterio tejida alrededor de la reina.

– Tarde o temprano la descubrirán, Varían -se lamentó cuando hubo concluido-. El rey se revolverá como un animal herido y culpará a todos los Howard de su desgracia. No estoy segura de que salgamos de ésta sin recibir nuestra parte. He pensado que, si desaparecemos durante una temporada, se olvidará de nosotros cuando llegue el momento de tomar represalias. Debemos alejarnos de la corte por el bien de Edmund y Sabrina. ¿Qué será de ellos si nos ocurre algo?

– Tienes razón -asintió Varían-. Mi abuelo no debe saber nada. Si Cat no hubiera llegado tan lejos, la pondría en su sitio con una buena regañina, pero ahora… Cuando se entere, hará todo lo posible por salvar el pellejo y abandonará a su suerte al resto de los Howard. ¡Maldita seas, Cat, eres una idiota y una irresponsable! Me pregunto en qué demonios pensaba mi abuelo cuando la escogió como candidata a esposa del rey. Siempre ha sido una cabeza de chorlito y sólo vive para divertirse. ¡Que Dios nos ayude! -exclamó mesándose el cabello-. Tendrías que habérmelo dicho inmediatamente en lugar de mezclarte con hombres como Cynric Vaughn.

– Creí que conseguiría hacerla entrar en razón -se disculpó Nyssa-. Pero Cat se niega a ver las cosas tal y como son. Cree que basta con tener al rey satisfecho y ni siquiera se le ha pasado por la cabeza la idea de que alguien pueda delatarla.

– Pobre Cat. No comprende que no sólo ha puesto en peligro su matrimonio sino que están en juego las vidas de muchas otras personas. La relación entre ortodoxos y reformistas es cada vez más tensa y ambas tendencias están convencidas de que cuentan con la bendi ción de Dios para llevar a cabo sus propósitos. Harán todo lo posible por salirse con la suya y si eso implica deshacerse de una jovencita irresponsable, no dudarán en hacerlo. No me gustaría estar en la corte cuando eso ocurra. Tienes razón -concluyó-. Tenemos que volver a casa.

– ¡Lo siento por Cat y el rey! -se lamentó Nyssa apoyando la cabeza en el hombro de su marido. Varían le acarició el suave cabello. Nunca había querido a una mujer antes y sabía que no querría a ninguna otra.

– Me temo que no podemos hacer nada por ellos -dijo en voz baja.

– ¿Por qué lo dices?

– Tú piensas en el rey y Cat pero yo no consigo quitarme a mi abuelo de la cabeza… Me pregunto cómo habría sido su vida si no hubiera sido un hombre tan ambicioso. ¿Por qué no se conformó con sus tierras y su familia? Ha alcanzado una posición envidiable y ha amasado una gran fortuna pero nunca está satisfecho, siempre quiere más.

– Es un hombre importante y los hombres importantes no son como tú ni como yo -reflexionó Nyssa antes de besar a Varían.

La caricia de los labios de Nyssa sobre los suyos hizo que la cabeza empezara a darle vueltas. La abrazó y la atrajo hacia sí.

– Te adoro -murmuró.

– Me deseas -replicó Nyssa sonriendo seductoramente y acariciándole una mejilla.

– Es verdad -confesó Varían-. Creo que deberíamos aprovechar cada minuto a solas. Así me gusta; buena chica -añadió acariciándole un pecho. Inclinó la cabeza y besó su piel ligeramente salada. Nyssa gimió y cambió de postura para estar más cerca de él. Varían besó y mordisqueó la piel sensible de su pecho hasta hacerla gritar. La obligó a echar la cabeza hacia atrás y buscó la piel suave de su garganta con insistencia.

– ¡Te quiero tanto! -le susurró Nyssa al oído-. No quiero ser otra cosa que tu esposa y tu amante.

Varían estaba avergonzado de la pasión que se había apoderado de su cuerpo pero advirtió que Nyssa estaba tan excitada como él. La joven sollozaba de placer mientras se decía que no podía imaginar una sensación más agradable que la de tener a su marido en su interior. Cuando hubieron terminado, no se separó de su abrazo, contenta de haberle dejado satisfecho. Sabía que no tardarían mucho en volver a dejarse llevar por el deseo y que esta vez sería mejor que la anterior. Siempre ocurría lo mismo: un ansia casi insaciable de poseer al otro seguía a aquellas breves pausas. Como ocurría cada vez que estaba con su marido, se preguntó si habría quedado embarazada. Varían y ella deseaban tener muchos hijos.

Cuando Tillie les despertó todavía no había amanecido. Salieron de su tienda y comprobaron que los criados se afanaban en desmontar el campamento. Tillie y Toby les ayudaron a vestirse con ropas de viaje cómodas y calientes y les sirvieron el desayuno: avena caliente, pan recién hecho, jamón y queso. Sabedores de que pasarían varias horas antes de que volvieran a comer, Varían y Nyssa no dejaron una migaja en el plato.

– He empaquetado un poco de pan y queso y algunas manzanas por si les apetece comer algo durante el viaje -dijo Toby-. Los criados del rey dicen que su majestad desea llegar a Londres cuanto antes, así que supongo que la jornada a caballo será larga y fatigosa.

– ¿Habéis comido algo vosotros? -se interesó Va-rian-. La jornada será tan dura para nosotros como para nuestros criados.

– ¿Cuándo volveremos a casa, señora? -quiso saber Tillie.

– Confío en que el rey nos dé permiso para abandonar la caravana cuando lleguemos a Amphill testó Nyssa-. Me prometió que podríamos pasar las Navidades en casa. Nosotros también echamos mucho de menos Winterhaven.

El buen tiempo que les había acompañado durante su breve estancia en Hull había cambiado. Corría octubre y los días cada vez eran más cortos, húmedos y fríos. Los árboles cambiaban sus colores del verano por los ocres, marrones y dorados del otoño. La temporada de caza había finalizado y la caravana avanzaba a marchas forzadas hacia el sur en busca de los gruesos muros de piedra que les protegerían del frío del invierno.

El tiempo húmedo y desapacible empezaba a perjudicar la pierna enferma de Enrique Tudor, que montaba uno de los caballos que lady Ana de Cleves le había regalado y soportaba el frío, la lluvia y el dolor estoicamente. Ante la desesperación del conde de March, que deseaba recordarle su promesa de permitirles regresar a casa, las únicas personas con quienes consentía hablar eran su esposa y su bufón.

– No nos queda más remedio que esperar hasta que la caravana llegue a Windsor -suspiró resignado-. Ahora no hay manera de acercarse a él.

Nyssa se sintió descorazonada pero trató de ocultar su decepción. La caravana se detuvo un día en Kettleby para descansar y la reina aprovechó para iniciar los preparativos de las fiestas de Navidad.

– Las celebraciones se harán en Hampton Court y durarán doce días -dijo a sus damas-. ¡Adoro ese palacio! Vamos, Nyssa, juguemos una partida de cartas -propuso-. Últimamente siempre me ganas, así que exijo la revancha. Enrique dice que debería mejorar mi juego en vez de apostar tanto.

Nyssa estuvo tentada a recordar a Cat que no pensaba pasar las Navidades en Hampton Court pero decidió guardar silencio. Cat podía enojarse y predisponer al rey en su contra. Era mejor no contradecirla y esperar un momento más propicio. Volvió su atención a la partida de cartas y dejó ganar a Cat hasta que ésta hubo recuperado lo que había perdido en las últimas noches.

– Habéis sido muy astuta esta noche, lady De Win-ter -le susurró lady Rochford cuando se disponía a marcharse-. Es una lástima que no juguéis vuestras cartas con tanta habilidad cuando se trata de asuntos más delicados.

– No sé de qué estáis hablando -replicó Nyssa escudriñando el rostro inescrutable de la dama-. Lo siento, pero los jeroglíficos no se me dan nada bien.

Abandonó la tienda de la reina y se perdió en la oscuridad de la noche. Las tiendas ocupaban siempre la misma situación en el campamento y el camino estaba bien iluminado, así que rechazó la compañía del soldado que se ofreció a escoltarla. De repente, advirtió que alguien seguía sus pasos. Cuando se volvió, dos hombres la sujetaron por los brazos y la apartaron del camino principal.

– Si gritáis, os corto la garganta -amenazó una voz familiar.

¿Cómo voy a gritar si no puedo?, pensó Nyssa, paralizada por el miedo. ¿Quiénes eran aquellos hombres y qué querían de ella? Apenas llevaba joyas.

Aquella noche el campamento había sido levantado junto a las ruinas de un viejo monasterio y sus asaltantes la arrastraron hasta allí. En ese momento asomó la luna y Nyssa descubrió que se trataba de Tom Culpe-per y sir Cynric Vaughn. Emitió un suspiro de alivio y se volvió hacia ellos, furiosa.

– ¡Me han dado un susto de muerte, señores! -siseó-. ¿Cómo se atreven a asaltarme en mitad de la noche como si fueran salteadores de caminos?

Hizo ademán de emprender el regreso al campa mentó pero Tom Culpeper le hincó unos dedos como garras en el brazo.

– No tan deprisa, señora -espetó-. Vos y yo tenemos que hablar. Os habéis mezclado en un asunto que no es de vuestra incumbencia y por vuestra culpa hay una dama que está inquieta y confundida. Estoy aquí para asegurarme de que dejéis de meteros donde no os llaman.

– Y vos habéis puesto en peligro la vida de esa dama

– replicó Nyssa-. Si la quisierais de verdad, dejaríais de verla inmediatamente. ¡Tom Culpeper, sois un egoísta y un oportunista! -acusó-. ¿No os dais cuenta de que.vuestra vida también corre peligro? Lady Rochford conoce vuestro secreto y la muy irresponsable alienta ese comportamiento. A cada día que pasa, el peligro de que el rey os descubra aumenta.

– Pero vos no se lo diréis, ¿verdad?

– ¿Yo? ¿Estáis loco? Nunca traicionaría a Cat ni me atrevería a dar una noticia tan desagradable al rey. ¡Naturalmente que no se lo diré! ¿Es eso lo que os preocupa? Tom Culpeper, sois un tonto.

– No os creo -replicó Tom Culpeper-. Si el rey no se hubiera casado con Cat, vos seríais su esposa. La reina me ha dicho que su tío, el duque de Norfolk, os obligó a casaros con lord De Winter para evitar que el rey os escogiera. Si mi señora cayera en desgracia, el rey volvería a fijarse en vos.

– Tom Culpeper, escuchadme con atención -dijo Nyssa escogiendo sus palabras con cuidado-. Yo nunca quise convertirme en la reina de Inglaterra, ¡nunca! Es cierto que me casé con mi marido porque el duque así lo ordenó, pero le quiero y también quiero a nuestros hijos. Creo que estoy embarazada de nuevo

– mintió-. No apruebo el comportamiento de Cat pero no seré yo quien la delate porque mi familia sufriría las consecuencias. Tampoco lo haré por principios porque soy consciente de que la gente implicada en este asunto desconoce el significado de esa palabra. ¡Y ahora, dejadme marchar! -ordenó-. Mi marido debe estar preguntándose dónde estoy y supongo que no os gustaría que os descubrieran aquí y empezara a hacer preguntas comprometedoras.

– Quizá estéis diciendo la verdad… o quizá no. ¿Quién me asegura que no tratáis de engañarme para que os deje marchar? Antes de eso, os enseñaré una muestra de lo que puede ocurrir si os vais de la lengua -añadió sujetándole los brazos a la espalda y levantándola en el aire-. Toda tuya, Sin. ¿Sabíais que mi amigo Sin os desea?

– Si me ponéis una mano encima, gritaré -amenazó Nyssa.

– Si lo hacéis, diremos que habéis sido vos quien nos ha citado aquí. Vamos, Sin, enséñale lo que es bueno.

Sin Vaughn avanzó y amordazó a Nyssa con un pañuelo de seda. Con una mano le acarició la mejilla mientras con la otra empezaba a desabrocharle el abrigo y el corpino. Le arrancó la ropa interior y le clavó las uñas en el pecho.

Nyssa se revolvió pero Tom Culpeper consiguió mantenerla inmóvil. Quiso gritar pero el pañuelo le impedía articular palabra. Su atacante sonrió y, sin soltarle un pecho, inclinó la cabeza y empezó a succionarle el otro pecho mientras le mordía el pezón. Lágrimas de dolor y humillación resbalaban por las mejillas de Nyssa y apenas podía respirar. Sir Vaughn le clavó los dientes en el otro pecho y la joven arqueó la espalda.

– Déjame seguir, Tom -pidió Sin a su amigo-. Ya sé que te he prometido esperar, pero no puedo. ¡Dios, es deliciosa!

– Ni hablar -replicó Tom Culpeper-. Si la fuerzas ahora, Cat me matará.

– Entonces déjame tocarla un poco más antes de soltarla -dijo levantándole la falda, sujetándosela en la cinturilla y arrancándole la ropa interior. Se arrodilló e introdujo la cabeza entre sus piernas.

Nyssa se dijo que no podía permitir que aquel atropello continuara. Se hizo hacia adelante y, cuando Tom Culpeper trató de enderezarla, descargó un fuerte rodillazo en la mandíbula de Sin Vaughn, que se quebró con un crujido. Sir Vaughn cayó al suelo hecho un ovillo y Tom Culpeper soltó a Nyssa para socorrer a su amigo. La joven se arrancó el pañuelo que le tapaba la boca y trató de recuperar la respiración mientras se bajaba la falda y cubría su desnudez. Cynric Vaughn había perdido el sentido.

– ¿Qué le has hecho, zorra? -espetó Tom Culpeper.

– Si vos o ese animal volvéis a ponerme la mano encima explicaré a mi marido el desgraciado incidente de esta noche -amenazó-. De momento guadaré silencio porque estoy segura de que no esperaría a mañana para mataros. ¿Cómo podría explicar su comportamiento sin delatar a Cat? Tampoco diré nada a la reina porque la muy ilusa cree haberse enamorado de vos y no me creería, pero os lo advierto: ¡alejaos de mí!

– Os recuerdo que tenéis dos hijos. Pensad en ellos •cada vez que os sintáis tentada a hacer una tontería.

– Atreveos a acercaros a mis hijos y os mataré con mis propias manos -prometió Nyssa con los ojos brillantes de ira. Si queréis libraros de mí convenced a Cat de que recuerde al rey su promesa de dejarnos volver a casa.

Después de pronunciar aquellas amenazadoras palabras regresó al campamento. Cuando se encontraba cerca, advirtió que había olvidado recoger su abrigo del suelo pero no se atrevía a volver sobre sus pasos. Tillie le preguntaría a la mañana siguiente dónde lo había dejado y también se daría cuenta de que su ropa interior estaba rota. Decidió contarle lo que había ocurrido y prevenirla contra Tom Culpeper y Cynric Vaughn. La pobre Cat, que sólo veía en Culpeper a un apuesto joven de ojos azules, no imaginaba qué clase de hombre se escondía detrás de aquella apariencia inofensiva.

La caravana continuó su marcha hacia el sur y, tras pasar de largo por Collyweston y Amphill, llegó a Wind-sor el 26 de octubre. La construcción del castillo de Windsor había sido iniciada por Guillermo el Conquistador. Sus muros de piedra sustentados por vigas de madera se levantaban en lo alto de una colina desde la que se divisaba el valle del Támesis. Los reyes que sucedieron a Guillermo I siguieron alojándose allí durante largas temporadas y disfrutando de la excelente caza de la zona. Enrique II sustituyó las murallas de madera por otras de piedra, más solidas, y Enrique III terminó de levantar los muros y añadió nuevas torres. Fue Eduardo III quien convirtió el castillo en una magnífica residencia tras fundar la Orden de la Jarretera, que dio origen a la leyenda del rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda.

Cuando Eduardo IV accedió al trono la capilla de palacio estaba prácticamente en ruinas y el monarca ordenó iniciar su reconstrucción, aunque nunca la vio terminada. Enrique VIII, el actual monarca, construyó el coro. Jane Seymour, su tercera esposa, estaba enterrada allí, y en numerosas ocasiones el mismo rey había expresado su voluntad de ser enterrado junto a ella. Enrique Tudor consideraba aquel castillo su verdadero hogar desde los años en que era un príncipe joven y apuesto que pasaba largas temporadas allí participando en todo tipo de competiciones y torneos. Aunque había llovido mucho desde entonces, el rey se sentía rejuvenecer cada vez que atravesaba aquellos sólidos muros. La corte asistió atónita al espectáculo del traslado de la cama de su majestad, un mueble que medía ¡más de tres metros cuadrados! El rey era incapaz de subir las escaleras que conducían a las habitaciones del piso superior y, cuando lo hacía, debía ayudarse de una soga y un sofisticado sistema de poleas.

Finalmente, el conde de March consiguió atraer la atención del rey durante el banquete que se celebró dos días después de la llegada de la caravana a Windsor.

– Sé que prometí a Nyssa que os permitiría regresar a casa antes de las Navidades -dijo Enrique Tudor, que había bebido demasiado y se había puesto un poco sentimental-. Señor, os suplico que os quedéis hasta el día de Reyes. Sé que vuestra esposa desea celebrar unas fechas tan señaladas en Riveredge pero también sé que si os dejo marchar ahora, no volveré a veros nunca más. Nyssa es un ratoncito de campo como su madre y como vos, Varian. Os ríe estado observando durante el viaje y he advertido que mirabais con más interés los rebaños de ovejas y el ganado que pastaba en los campos que los ciervos que perseguíamos. Si os quedáis con nosotros hasta el día de Reyes, no volveré a pediros que vengáis a palacio -prometió-. ¿Qué opinas tú, querida? -preguntó volviéndose hacia Cat y besándola en la boca.

– Me parece una idea excelente -asintió la reina-. Por favor, primo, quédate y pide a Nyssa que no se enfade conmigo por haberla obligado a cambiar de planes -añadió esbozando la sonrisa más encantadora de su repertorio. Varian empezaba a entender la adoración que Enrique Tudor sentía por su prima: Catherine parecía la viva imagen de la inocencia y la dedicación a su marido.

– Pido a Dios que no la descubran hasta que nos encontremos muy lejos de palacio -dijo Nyssa cuando Varían le informó que Catherine había conseguido que el rey rompiera su promesa. Saltaba a la vista que desconocía que su amante y el mejor amigo de éste habían tratado de abusar de ella en Kettleby. Si supiera algo me habría dejado partir, se dijo. Por lo menos, sus asaltantes no habían vuelto a molestarla. A la mañana siguiente Cynric Vaughn había aparecido con un impresionante hematoma de color negro azulado del tamaño de un limón y había dicho a todo el mundo que había tenido una pesadilla y se había caído de la cama. El tiempo mejoró un poco y el rey aprovechó para salir a cazar. Enrique Tudor, a quien nada le gustaba más que montar a caballo y perseguir cervatillos indefensos, se encontraba como pez en el agua. Cada noche se celebraba un banquete y él disfrutaba más que nadie con la comida, la bebida y el baile. Lady Ana decidió visitar a la corte. La verdad era que le habría encantado unirse a la caravana pero había decidido quedarse en Richmond para no poner a Catherine en una situación comprometida. Cuando vio a Nyssa, la estrechó efusivamente entre sus brazos.

– ¿Habéis tenido un bien fiaje? -preguntó-. ¡Qué enfidia me das!

– Habría cambiado gustosa vuestro lugar por el mío, señora -respondió la joven-. De buena gana me habría quedado en Winterhaven con mis hijos. Cuando nos marchamos en el mes de agosto, les habían salido dos dientes abajo y los de arriba empezaban a apuntar. Su majestad nos ha pedido que nos quedemos hasta el día de Reyes -suspiró-. Por tercer año consecutivo, no pasaré las Navidades en Riveredge.

– Si tu madre da su permiso y no le supone una gran molestia, me gustaría celebrar unas nafidades con fosotros -dijo lady Ana-. Siento curiosidad por conocer esa lugar tan marafillosa llamada Riveredge. Sin embargo, me temo que este año tendremos que con formarnos con Hampton Court. El año pasado nadie sabía muy bien cómo diriguirse a mí pero este año estaremos juntas. ¡Ya verás cuánto nos difertiremos!

Cuando los viajeros supieron que el trayecto de Windsor a Hampton Court iba a realizarse en barca, suspiraron aliviados. Llevaban cuatro meses cabalgando y empezaban a cansarse. Nyssa se llevó una desagradable sorpresa cuando descubrió que el duque de Norfolk les acompañaría en la travesía.

– Sé que detestas mi compañía, jovencita -dijo Thomas Howard a modo de saludo tras hacerle una reverencia-. Sin embargo, hace mucho que no veo a mi nieto y deseo hablar con él. Además, hay tantos invitados en palacio que no os queda más remedio que aceptar mi hospitalidad.

– Después de pasar más de tres meses recorriendo los caminos de Inglaterra, aceptaría la hospitalidad del mismísimo demonio -replicó Nyssa, que en su fuero interno reconocía que la oferta del duque era muy generosa. Si no hubiera sido por él, se habrían visto obligados a compartir habitación con otra pareja o a ser alojados en los hacinados dormitorios destinados a los hombres y las mujeres solteros.

– ¿Y cómo estás tan segura de que yo no soy el demonio?

– ¿Quién ha dicho que estoy segura?

Thomas Howard se echó a reír y olvidó sus preocupaciones por un momento. Si supiera lo que yo sé, no reiría así, se dijo Nyssa mientras el duque se volvía hacia su marido. La joven se acomodó en su.banco de respaldo alto tapizado de terciopelo y se dispuso a disfrutar del paisaje. Era 1 de noviembre, estaba muy nublado y hacía frío. Tillie y el resto de los criados se habían adelantado a caballo para tener todo a punto cuando llegaran sus señores.

Nyssa se alisó las arrugas de su elegante vestido de terciopelo anaranjado. El rey había anunciado la noche anterior que, en cuanto la caravana llegara a palacio, se celebraría una misa de Acción de Gracias por el regreso de la caravana. Nyssa recordó que la reina Catheri-ne resplandecía orgullosa junto al rey mientras éste hablaba. Habría dado cualquier cosa por que Cat le hubiera confesado que había dejado de ver a Tom Cul-peper pero sabía que no era así. Lady Rochford no se separaba de ella ni un momento y constantemente le traía recaditos que le susurraba al oído y hacían que la reina enrojeciera hasta la raíz del cabello.

Por su parte, Tom Culpeper se había convertido en un hombre orgulloso y arrogante. Francis Dereham, el malcarado secretario personal de la reina, se había peleado con él en dos ocasiones, aunque, afortunadamente, aquellos enfrentamientos no habían llegado a oídos del rey. Cuanto más favorecía Cat a Tom Culpeper y más tiempo pasaba a solas con él, más celoso se ponía su secretario. Algunas damas de la reina comentaban que Francis Dereham trataba a su majestad con una familiaridad inusual.

Nyssa estaba segura de que Catherine no dejaría de ver a Tom Culpeper. Se preguntaba si alguien más sabía lo que se traían entre manos. Clavó la mirada en la barca que les precedía, la ocupada por los reyes.

Habían embarcado cogidos del brazo y habían olvidado echar las cortinas, así que Nyssa podía observarles a placer. Catherine estaba sentada sobre el regazo del rey y reía alegremente. Nyssa enrojeció al imaginar lo que estaban haciendo. Catherine Howard era una desvergonzada y estaba convencida de que, si lograba mantener sus encuentros en secreto y no descuidaba al rey, todo saldría bien. Nyssa suspiró al pensar que todavía faltaban dos meses para que pudieran regresar a casa. Rezaba por que el invierno no fuera muy riguroso y la nieve no les cerrara el paso.

Los subditos se agolpaban en las orillas y saludaban con efusión a los ocupantes de las barcas. Si supieran qué ocurre tras los muros de palacio…, se dijo Nyssa. ¡Y pensar que ella había acudido a palacio tan ilusionada! ¿Quién iba a decirle que era un lugar poblado de peligrosos intrigantes?


Thomas Cranmer, arzobispo de Canterbury, tenía fama de ser un caballero bondadoso y comprensivo y simpatizaba más con los reformistas que con los católicos ortodoxos, tendencia a la que la joven reina y su familia se habían adherido. El arzobispo había suspirado de alivio cuando el rey le había dicho que no era necesario que le acompañara en su viaje, así que su verano había transcurrido entre oraciones, sesiones de meditación y visitas al joven príncipe Eduardo, a quien el rey había decidido dejar en palacio por miedo a que enfermara durante el viaje.

Habían sido meses muy tranquilos. No había habido ningún conflicto y el rey no se quejaba de tener mala conciencia, como solía hacer cada vez que deseaba deshacerse de una esposa. Aquella tranquilidad se terminó el día en que un tal John Lascelles le pidió audiencia para tratar «un asunto de suma importancia».

Thomas Cranmer, que había oído hablar de John Lascelles en alguna ocasión, le tenía por un reformista fanático tan convencido de que su visión de Dios y la Iglesia era la verdadera que no temía condenarse. Presentía que aquella inesperada visita le traería más de un quebradero de cabeza pero no se atrevía a despedirle con cajas destempladas. ¡Sólo Dios sabía qué era capaz de hacer si se negaba a recibirle! El rey estaba a punto de regresar y prefería deshacerse de él antes de que decidiera importunar a Enrique Tudor.

– ¿Está aquí, Robert? -preguntó a su criado, quien asintió-. Está bien, hazle pasar -suspiró, resignado mientras el joven clérigo que le ayudaba en sus tareas esbozaba una sonrisa cómplice.

– Sí, señor.

Lascelles irrumpió en el despacho del arzobispo dándose importancia.

– Os doy las gracias por haber accedido a recibirme, señor -dijo a modo de saludo mientras el secretario se retiraba discretamente.

– Sentaos, por favor -repuso Thomas Cranmer señalando un sillón.

– He venido a hablaros de un asunto muy delicado relacionado con su majestad la reina -empezó Lascelles tan atropelladamente que tuvo que hacer una pausa para tomar aire.

¡Oh, no!, se lamentó el arzobispo. ¿Por qué se empeñan en empañar la dicha del rey, ahora que ha alcanzado la felicidad junto a Catherine Howard? ¿No hemos tenido ya suficientes problemas con sus esposas, Señor? ¿Es que Enrique Tudor y este país no han sufrido bastante?

– Hablad sin miedo -ordenó-. Pero antes debo advertiros de algo: si habéis venido a contarme habladurías y chismes más propios de comadres que de hombres de nuestra posición os invito a abandonar mi despacho inmediatamente. No puedo perder el tiempo escuchando tonterías.

– Siento deciros que lo que he venido a deciros no es ninguna habladuría, sino la pura verdad -replicó John Lascelles antes de lanzarse a explicar la increíble historia que su hermana María Hall le había contado. La dama había trabajado en el castillo de Lambeth, conocía a Catherine Howard desde que ésta era una niña y la quería como si fuera su propia hija. Sin embargo, la muchacha que la hermana de John Lascelles había descrito en su relato distaba mucho de ser la inocente joven que todos creían conocer.

– Perdonad mi franqueza, pero ¿es vuestra hermana lo que se suele llamar.una chismosa? -preguntó Thomas Cranmer cuando John Lascelles hubo concluido su historia-. Ésas son acusaciones muy graves.

– Mi hermana es una buena cristiana y nunca ha faltado a la verdad. Además, muchos de los criados de la duquesa Agnes también conocían su comportamiento atrevido e indecoroso. Esos criados están al servicio de su majestad ahora y pueden corroborar que Catherine Howard cometió algunos pecadillos durante su juventud.

– Ya he oído suficiente por hoy -le interrumpió el arzobispo-. Deseo hablar con vuestra hermana. Ella asegura ser testigo de los hechos, mientras que vos os limitáis a repetir sus palabras. Decidle que la espero mañana.

– Así lo haré, señor -prometió John Lascelles poniéndose en pie e inclinándose cortésmente.

Thomas Cranmer estaba desconcertado. ¿Debía creer la historia que acababa de escuchar? Aunque la familia de Catherine Howard no estaba de acuerdo con los postulados de la Reforma, el arzobispo nunca había considerado a los Howard una seria amenaza. Thomas Howard no tenía religión, escrúpulos ni moral; simplemente era un conservador que no entendía por qué debían cambiar las cosas que siempre habían sido de una manera determinada. No le gustaban los cambios, pero era lo bastante inteligente como para dar su brazo a torcer cuando el prestigio y el bienestar de su familia estaban en juego.

En cambio, John Lascelles era un fanático empeña do en expulsar de Inglaterra a los católicos ortodoxos. Al contrarío del duque de Norfolk, era el tipo de hombre capaz de hacer cualquier cosa por llevar su causa a buen puerto. ¿Debía creer su historia? ¿Qué había impulsado a su hermana a revelarle los secretos de alcoba de Catherine Howard? ¿De verdad creía que si lograba deshacerse de una reina cuya familia simpatizaba con los católicos ortodoxos y la sustituía por una dama de familia favorable a la Reforma la causa triunfaría? Si pensaba que le iba a resultar fácil manipular a Enrique Tudor y a él mismo, arzobispo de Canterbury, era más tonto de lo que parecía.

A la mañana siguiente, María Hall se presentó en el despacho de Thomas Cranmer acompañada de su hermano. Era una mujer hermosa y saltaba a la vista que se había puesto su mejor vestido para asistir a la audiencia. El arzobispo asintió aprobatoriamente mientras recorría con la mirada el oscuro traje de seda con un escote recatado que desafiaba los dictados de la moda del momento. Se cubría la cabeza con una caperuza negra y se inclinó ante él cortésmente.

– Esperad fuera, señor Lascelles -ordenó Thomas Cranmer-. Deseo hablar a solas con vuestra hermana. Entrad, hija mía -añadió cediéndole el paso y cerrando la puerta a sus espaldas-. Hace un día muy húmedo y frío, ¿verdad? Venid, sentaos junto a la chimenea.

Thomas Cranmer hizo todo lo posible por ganarse la confianza de la dama. Pensaba que si lograba tranquilizarla, recordaría hasta el último detalle de aquella desagradable historia. Con un poco de suerte, aquella conversación no saldría de su despacho y no sería necesario tomar medidas drásticas. En cuanto a Lascelles, ya se ocuparía de él más adelante.

El arzobispo esperó pacientemente hasta que María Hall se hubo acomodado en un sillón y le tendió una copa de vino dulce rebajado con agua.

– ¿Qué os llevó a confiar a vuestro hermano algunos detalles relacionados con el pasado de la reina? -preguntó.

– Yo no quería, señor -contestó la dama-. La señorita Cat era una niña muy traviesa, pero estaba convencida de que el matrimonio la haría cambiar para bien. John y Robert, mi marido, no dejaban de repetirme que debía pedirle un puesto en palacio. Yo les dije que no pensaba hacer tal cosa, pero ellos insistían y cada día me venían con el cuento de otra antigua doncella de la duquesa Agnes que había sido admitida en el servicio de su majestad. Sé cómo mantener a raya a mi marido pero John es harina de otro costal. Un día le dije que me dejara en paz y que no sería yo quien importunara a la pobre reina Catherine. Cuando me preguntó qué quería decir con eso de «la pobre reina Catherine», le contesté que esas mujeres no deseaban servirla, sino aprovecharse de ella y que habían obtenido su puesto amenazándola con revelar lo ocurrido en los palacios de Horsham y Lambeth durante su infancia y juventud. Le dije que chantajear a la reina me parecía algo despreciable y que, si ella hubiera reclamado mi presencia en la corte, no habría dudado en acudir a su lado pero que no pensaba amenazarla para obtener un buen puesto. Desgraciadamente, mis explicaciones no convencieron a John -suspiró desalentada-; la ambición de mi hermano no conoce límites. A partir de ese día no dejó de importunarme hasta que consiguió arrancarme el secreto que había abierto las puertas de palacio a las otras doncellas. Estoy convencida de que la señorita Cat no tuvo toda la culpa: era joven e inocente y los caballeros revoloteaban a su alrededor sin descanso. Le advertí de lo que podía ocurrir, pero no quiso escucharme. Es una jovencita muy testaruda y yo sólo era una simple doncella. La duquesa nunca sospechó nada -añadió-. Cada vez que había un problema ac tuaba con contundencia, pero lady Agnes no solía advertir que había problemas hasta que era demasiado tarde. Nadie le contaba lo que ocurría en su propia casa porque la mayoría de los miembros del servicio estaban implicados.

– Contadme todo cuanto recordéis de aquellos años -dijo el arzobispo con una voz tan suave que María Hall sintió que podía confiar en él.

– Conozco a su majestad desde que era una cría

– contestó-. Yo cuidé de ella y de sus hermanas cuando llegaron a Horsham. ¡Era una niña muy revoltosa!

– rió al recordar a la pequeña Catherine-. Pero tenía un corazón de oro, señor, y todo el mundo la adoraba. Un año antes de su marcha al palacio de Lambeth dije a la duquesa que la pequeña mostraba un gran interés por la música, así que lady Agnes hizo venir a un atractivo y ambicioso joven llamado Enrique Manox para que enseñara a Catherine a tocar el laúd y a cantar. Pero Manox quería llegar muy alto e hizo creer a la señorita que iba a casarse con ella, aunque en realidad sólo quería deshonrarla. ¡Valiente sinvergüenza, el tal Manox!

– bufó furiosa-. Le ordené que se alejara de mi Cat pero ellos siguieron viéndose en secreto. Un día, la duquesa les sorprendió besándose y acariciándose. Les propinó una monumental paliza y envió a Manox de vuelta a Londres.

– ¿Sintió mucho la señorita Catherine la partida de su profesor de música?

– La verdad es que no -contestó María Hall tras reflexionar unos instantes-. La pobre había dicho a todo el mundo que Enrique Manox le había dado palabra de matrimonio, pero no era más que un sueño adolescente. Aunque hubiera estado enamorado de ella, la familia nunca habría permitido que ese matrimonio se celebrara. La señorita era una Howard y él, un simple profesor de música.

– Comprendo -asintió Thomas Cranmer-. ¿Qué ocurrió cuando lady Catherine llegó a Londres?

– Ocurrió un año después. Enrique Manox la esperaba impaciente y pretendía continuar su conquista. Sin embargo, la señorita Catherine no quiso saber nada de él, lo que le enfureció mucho. El muy sinvergüenza había estado fanfarroneando delante de sus amigos sobre su aventura con ella y aseguraba que la señorita volvería a su lado con sólo pedírselo.

– ¿Eso es todo? -sonrió el arzobispo sirviéndole un poco más de vino-. Habladme de Francis Dere-ham. ¿Cuándo conoció a lady Catherine? ¿Mantenían una relación muy estrecha?

– Francis Dereham trabajaba para el duque. Como Enrique Manox, su posición era inferior a la de la señorita, pero parecía no importarle. Cuando Manox descubrió que aquel caballero hacía la corte a lady Catherine, se puso verde de envidia. Las peleas entre ambos rivales se sucedían sin descanso y la señorita, que se sabía la envidia de todo Lambeth, no cabía en sí de gozo. Francis Dereham se granjeó las simpatías de la reina desde el primer momento. Era bastante más apuesto que el pobre Enrique Manox y de buena familia. Finalmente, Manox admitió su derrota y desapareció, dejando el campo libre a Francis Dereham. Aunque se hacía pasar por un auténtico caballero, era otro sinvergüenza. Trataba a la señorita con demasiada familiaridad y yo solía reprenderla. «Francis dice que desea casarse conmigo», me dijo una vez. «¿Conque esas tenemos? ¿Volvemos a las andadas, lady Catherine? Vos no sois nadie para dar palabra de matrimonio. Será vuestro tío, el duque, quien escogerá a vuestro marido», repliqué yo. «Sólo me casaré con Francis Dereham», insistió ella. Desde ese día la señorita Catherine empezó a volverme la espalda y dejó de confiar en mí, pero yo seguía reprobando su comportamiento. Un día, Francis Dereham me amenazó: «Si dices algo a la duquesa, alegaré que eres una mentirosa y que estás celosa de Catherine. Perderás tu trabajo y te morirás de hambre porque nadie querrá contratarte. ¿Me he explicado con claridad?», dijo. ¿Qué podía hacer yo sino callar, señor? -sollozó María Hall.

– ¿Creéis que el señor Dereham se tomó demasiadas libertades con lady Catherine? -inquirió Thomas Cranmer.

– Sí, señor, pero la señorita lo arreglaba todo diciendo que no importaba porque se iban a casar. Lo repetía tantas veces que todo el mundo acabó dando por sentado que sería así. Francis Dereham visitaba el dormitorio de las niñas casi todas las noches y se metía en la cama con ella. Hasta entonces yo había ocupado ese lugar, pero no pude seguir haciéndolo. Yo era una mujer casada y sabía perfectamente qué significaban los gemidos y los resoplidos que llegaban a mis oídos. Muchas de las jóvenes que compartían habitación con ella se negaron a seguir durmiendo allí cuando descubrieron qué estaba ocurriendo.

– ¿Insinuáis que lady Catherine no era virgen cuando se casó con el rey? -exclamó Thomas Cranmer-. ¿Estáis diciendo que el señor Dereham y ella fueron amantes?

– No puedo jurarlo porque echaban las cortinas de la cama, pero estoy casi segura de que ocurrió como os he explicado -contestó María Hall.

– Continuad, por favor.

– Se trataban de marido y mujer delante de todo el mundo. Una vez, él la besó en público y todos le reprendimos por comportarse con tanto descaro. El señor Dereham replicó: «¿Qué ocurre? ¿Acaso no tiene derecho un hombre a besar a su esposa?» Lady Catherine se encendió hasta la raíz del cabello. La señorita empezaba a tomar conciencia de qué significaba ser una Howard y se arrepentía de no haber parado los pies a su amante. Sin embargo, cuando aún estaba a tiempo de deshacerse de él, prefirió seguir haciéndole sitio en su cama. Manox, que no había olvidado la traición de Catherine y estaba celoso de Dereham, empezó a decir que había visto una mancha de nacimiento que la señorita tenía en un lugar no visible. Le pedí que dejara de lanzar infamias pero no me hizo caso. Finalmente, Catherine convenció a Dereham de que, no siendo su familia tan noble como la suya, debía conquistar a su tío con dinero, por lo que era necesario que partiera inmediatamente en busca de fama y fortuna. En aquellos días, lady Catherine ya sabía que había sido escogida como dama de honor de lady Ana de Cleves y que debía trasladarse a Hampton Court. Sospecho que a la señorita le pareció la excusa perfecta para deshacerse de su amante. Dereham partió hacia Irlanda no sin antes dejarle todos sus ahorros y asegurarle que ese dinero sería para ella si a él le ocurría algo. El pobre diablo estaba convencido de que Catherine aceptaría casarse con él. Meses después, oí decir que se había hecho pirata, pero es sólo un rumor.

El arzobispo de Canterbury sentía un peso en el pecho que le impedía respirar con normalidad.

– Decidme el nombre de las doncellas que han hecho chantaje a su majestad -pidió.

– Katherine Tylney, Margaret Morton, Joan Bul-mer y Alice Restwold -respondió María Hall sin vacilar.

– ¿Creéis que confirmarán vuestra historia?

– Si dicen la verdad sí, señor.

– Quiero pediros un favor -dijo Thomas Cranmer-: no habléis a nadie de esta conversación… ni siquiera a vuestro hermano. Si es cierto que Catherine Howard no era virgen cuando se casó con Enrique Tu-dor, quizá siga comportándose así después de su matri monio y ése sería motivo más que suficiente para acusarla de traición. Sé por experiencia que es casi imposible abandonar las malas costumbres. Antes de tomar una decisión, debo hablar con el resto de las doncellas de su majestad -añadió poniéndose en pie-. Por esta razón, os pido que guardéis silencio. Yo hablaré con vuestro hermano. El señor Lascelles a veces peca de… impulsivo.

El arzobispo acompañó a María Hall hasta la sala donde su hermano esperaba. John Lascelles se puso en pie de un brinco y corrió hacia ellos, pero Thomas Cranmer se le adelantó.

– La conversación que acabo de mantener con vuestra hermana es confidencial y le he prohibido revelar su contenido a nadie, ni siquiera a vos. Quiero investigar a fondo este asunto antes de hacerlo público. Pronto volveré a llamaros a declarar, ¿habéis entendido?

Lascelles asintió y, tomando a su hermana del brazo, abandonó el palacio. Thomas Cranmer, el clérigo más poderoso de Inglaterra, regresó a su despacho y se dispuso a meditar sobre la increíble historia que acababa de escuchar. María Hall parecía inofensiva y, aunque había manifestado su desacuerdo con el comportamiento de la reina, su afecto por ella parecía sincero.

Ahora estaba seguro de que Catherine Howard era una muchacha frivola e irresponsable, de esas que se enamoran y se desengañan con la misma facilidad que se cambian de vestido. Las atenciones de Enrique Tu-dor habían halagado su vanidad y, aunque el rey era un hombre grueso, anciano y enfermo, su poder y su riqueza habían seducido a la joven. El arzobispo negó con la cabeza. ¿Estaba Catherine Howard enamorada de Enrique Tudor? La muchacha representaba a la perfección su papel de esposa dedicada a su marido y el rey estaba locamente enamorado de ella.

¿Qué debo hacer?, se preguntó. Si la reina había enmendado su comportamiento después de su matrimonio no tenía sentido sacar los trapos sucios de su juventud. Además, sabía que el rey montaría en cólera si alguien manchaba la reputación de su rosa sin espinas. Sólo le quedaba reflexionar y pedir a Dios que le iluminara. Se dirigió a su capilla, se arrodilló frente al altar, juntó las manos, cerró los ojos y rezó.

El rey regresó a Hampton Court el día de Todos los Santos y lo primero que hizo fue ordenar la celebración de una misa de acción de gracias. Una vez en la capilla real, Enrique Tudor habló así delante de sus subditos:

– Te doy gracias, Señor, por haberme aliviado de las penas causadas por mis anteriores matrimonios entregándome a la que hoy es mi esposa.

Nyssa de Winter miró de reojo a su marido y él le estrechó una mano. Mientras escuchaba las humildes palabras del rey, Thomas Cranmer tomó una decisión: John Lascelles no era uno de esos hombres que dejan las cosas a medio hacer y no le quedaba más remedio que revelar al rey la conversación mantenida con María Hall. Tras la ceremonia, se retiró a su despacho y escribió una carta que le entregó al día siguiente.

– ¿Qué es esto, Thomas? -preguntó Enrique.

– Es una carta personal. Quiero que la leáis con atención. Sabed que estoy a vuestra entera disposición por si me necesitáis.

El rey asintió y deslizó el pergamino en el bolsillo de su abrigo. Cuando la misa de la mañana hubo terminado, despidió a Catherine con un beso y se encerró en su despacho tras ordenar que no se le molestara. Se sirvió una copa de vino que apuró de un sorbo y se sentó a leer la misteriosa carta. Mientras lo hacía, frunció el ceño y aspiró con fuerza tratando de recuperar la respiración. Sus ojos se llenaron de lágrimas y, cuando consiguió aclararse la vista, descargó un fuerte puñetazo sobre la mesa. '

– ¡Mentiras! -rugió mientras avanzaba pesadamente hacia la puerta-.¡Son mentiras! ¡No creo una sola palabra! ¡Ese tal Lascelles pagará muy caro su atrevimiento! ¡Ve a buscar al arzobispo inmediatamente! -gritó a su paje.

El muchacho se apresuró a cumplir la orden mientras los consejeros del rey intercambiaban miradas de extrañeza y Enrique Tudor regresaba a su despacho dando un portazo tan fuerte que hizo temblar los muros de la habitación. Se sirvió otra copa de vino y la apuró de un sorbo con la esperanza de calmar sus alterados nervios. Nunca había estado tan enojado, ni siquiera cuando Catalina de Aragón se había negado a concederle el divorcio. ¿Cómo se atrevían a manchar el nombre de su encantadora esposa? Ese Lascelles iba a pagar muy caro su atrevimiento. ¡Le iba a hacer sufrir hasta hacerle maldecir el día que había nacido! Furioso, descargó otro puñetazo sobre la mesa.

Thomas Cranmer, que se había retirado a su despacho a esperar la llamada del rey, siguió al asustado paje a través de los pasillos de Hampton Court mientras le dirigía palabras tranquilizadoras. Llamó a la puerta del despacho de Enrique Tudor y la abrió. El rey se volvió y miró al arzobispo con la expresión más furiosa de su repertorio.

– ¿Qué significan este montón de mentiras? -rugió-. ¡Quiero que ese tal Lascelles y su hermana sean arrestados inmediatamente y que se les encierre en la Torre! ¡Levantar acusaciones falsas contra la reina es traición! ¡Traición!

– No estoy seguro de que esas acusaciones sean falsas -replicó Thomas Cranmer sin perder la calma-. John Lascelles es un protestante convencido, pero la señora Hall cuidó de la reina cuando ésta era una niña y profesa un sincero afecto por ella. Su hermano quiso obligarla a pedir un puesto en palacio, pero ella se negó a hacerlo alegando que no deseaba servir a una joven-cita cuyo comportamiento dejaba mucho que desear. María Hall es una buena persona, majestad -aseguró-. Si reveló a su hermano los detalles de la agitada vida sentimental de lady Catherine, lo hizo para que dejara de importunarla, no para perjudicar a su majestad. Naturalmente, se negó a hacerle chantaje. ¡Es una lástima que el resto de las doncellas de su majestad no sean tan escrupulosas! -se lamentó el arzobispo-. ¿No os ha extrañado nunca el hecho de que cuatro de ellas sean antiguas doncellas del castillo de Lambeth?

– Ese tipo llamado Dereham se presentó en Ponte-fract en el mes de agosto -repuso el rey, pensativo-. Catherine dijo que le enviaba la duquesa Agnes, que debíamos tratarle con gran amabilidad y le nombró su secretario personal. Yo consentí, pero he de confesar que no me es simpático.

– Ahora lo entiendo todo… -murmuró Thomas Cranmer.

– Si Catherine me fue infiel antes de nuestro matrimonio no hay razón para condenarla, pero… Quiero que lleguéis al fondo de este asunto, Thomas -pidió Enrique Tudor al arzobispo-. Lo último que deseo es un escándalo pero si la reina da a luz a un duque de York, nadie debe poner en duda la paternidad de ese niño. Por el amor de Dios, averiguad la verdad -suplicó.

– Resolveré este asunto con la máxima discreción.

– Dios mío, ¿por qué eres tan cruel conmigo? -se lamentó Enrique Tudor-. ¿Por qué sigues poniéndome a prueba? Sólo tengo un hijo y está enfermo. Los médicos dicen que necesita perder peso y que está demasiado mimado. He ordenado que se le someta a un severo régimen de comidas y que se le obligue a hacer ejercicio todos los días. Cuando visité sus habitaciones, no me atrevía a dar crédito a mis ojos: mi hijo parecía un ídolo en su altar y apuesto a que hacía meses que nadie abría una ventana para que entrara un poco de aire fresco. ¿Es mucho pedir una mujer que me sea fiel y me dé hijos, Thomas? ¡Soy tan feliz con mi Catherine? ¿Por qué tiene Dios que llevársela ahora?

El arzobispo negó con la cabeza. Incluso el mismísimo rey de Inglaterra tenía derecho a sentir lástima de sí mismo. Desde su regreso no había dejado de recibir malas noticias: la enfermedad de su hijo, las habladurías sobre el oscuro pasado de Catherine y la muerte de su hermana Margaret, reina de Escocia. Enrique Tudor siempre se había llevado mejor con María, su hermana menor, pero la muerte de Margaret le recordaba que él podía ser el siguiente y que antes debía dejar solucionado el asunto de su sucesión.

– Quizá sólo sean habladurías y chismes -trató de consolarle Thomas Cranmer-. Muchas jóvenes no llegan vírgenes al matrimonio. Es una vergüenza, pero es así -suspiró, resignado-. Si lady Agnes era tan descuidada como María Hall asegura, ella es la culpable y no Catherine, quien, después de todo, sólo era una niña. Investigaré a fondo este asunto y os mantendré informado.

– Contad conmigo para lo que necesitéis.

– ¿Dais vuestro permiso para interrogar a quien yo crea oportuno?

– Haced todo cuanto sea necesario; contáis con mi permiso -asintió Enrique Tudor-. ¡Dios, cuánto echo de menos a mi fiel Crum!

– Que Dios le tenga en Su gloria.

– Thomas…

– ¿Sí, majestad?

– Aseguraos de que la reina no abandone sus habi taciones y decidle que no volveré a verla hasta que se aclare este asunto. Se acabaron las visitas y la compañía de sus damas. Sólo lady Rochford podrá estar con ella.

– Como ordenéis, majestad -asintió Thomas Cranmer^. Debéis ser fuerte y aceptar la voluntad de Dios, Enrique -añadió apoyando una mano en el hombro del rey.

– Así sea -murmuró el monarca volviéndose para ocultar las lágrimas que anegaban sus ojos. Sabía que Thomas Cranmer era una de las pocas personas en las que podía confiar; los demás estaban demasiado ocupados haciendo fortuna y aprovechándose de su buena fe.

El arzobispo abandonó el despacho del rey. Los caballeros que esperaban en la antesala le dirigieron miradas inquisitivas pero él se limitó a levantar su mano derecha y a bendecirles antes de desaparecer sin mediar palabra.

La reina Catherine y sus damas estaban ensayando un nuevo baile venido de la refinada corte francesa cuando la Guardia Real las interrumpió. El capitán dio un paso al frente y se inclinó cortésmente.

– Señora, tengo orden de llevaros a vuestras habitaciones y no dejaros salir de allí hasta que el rey así lo disponga. Sólo lady Rochford tiene permiso para permanecer a vuestro lado.

– ¿Cómo os atrevéis a entrar sin llamar y a interrumpir nuestro ensayo? -exclamó la arrogante joven-. Quiero mostrar al rey este baile el día de Navidad.

– Lo siento, pero se acabó el baile -replicó el capitán mientras obligaba a las damas a abandonar la habitación. Éstas no se hicieron de rogar y, recogiéndose las faldas, corrieron a contar a todo el mundo que algo terrible sucedía.

– ¡Nyssa, quédate conmigo! -suplicó Catherine Howard-. ¡Tengo mucho miedo!

– Yo también -contestó Nyssa-. No digas nada hasta que averigües de qué se te acusa -añadió bajando la voz antes de despedirse de ella con una reverencia y abandonar la habitación.

– ^¿Por qué se me encierra? -preguntó la reina-. Exijo ver al rey.

– No sé si será posible.

– Yo iré a hablar con su majestad -se ofreció lady Rochford haciendo ademán de dirigirse a la puerta.

– Lo siento, lady Rochford -dijo el capitán interponiéndose en su camino-. El rey ha ordenado que también vos seáis retenida junto con la reina. No debéis preocuparos; os traeremos comida y no os faltará de nada.

– ¡Quiero ver a mi confesor! -exigió la reina-. Si no puedo entrar y salir y tampoco puedo ver a mi marido, supongo que por lo menos podré confesarme. ¿O tampoco tengo derecho a hablar con un sacerdote?

– Se lo preguntaré a su majestad -respondió el capitán, quien hizo una reverencia y salió cerrando la puerta con llave.

Catherine y lady Rochford corrieron hacia las otras salidas, pero todas estaban cerradas, incluso el pasadizo secreto que conducía directamente al dormitorio del rey. Lady Rochford se asomó a la ventana y lo que vio le hizo contener la respiración: grupos de hombres armados y uniformados custodiaban el jardín.

– ¡Lo sabe! -siseó Catherine-. ¿Por qué otra razón iba a encerrarme?

– No digáis nada hasta que no sepáis de qué se os acusa -repuso lady Rochford-. Todavía no sabemos si alguien os ha delatado.

Lady Jane Rochford se sintió transportada al pasado. Su cuñada Ana Bolena también había sido acusada y encerrada. Aunque sabía que lady Ana era inocente, Jane Rochford había testificado contra ella para salvar a George Bolena, su marido. Había asegurado que la reina y su hermano habían pasado una tarde encerrados en una habitación y que George Bolena había disuadido a su hermana de llevar a cabo la conspiración contra el rey que planeaba. «Habladnos de dónde y cuándo se celebró aquella entrevista», había ordenado el tribunal.

Jane Rochford había obedecido sus órdenes pero Cromwell y sus compinches habían tergiversado su declaración de tal manera que Ana Bolena fue acusada de cometer incesto con su hermano George.

– ¡Mentira, eso es mentira! -había gritado mientras los guardias la arrastraban fuera de la sala. No había vuelto a ver a su marido. Tampoco había podido decirle que ella no había dicho tal cosa, que la habían engañado y que le amaba. El rey le había ordenado alejarse de palacio y Había prometido recompensarla algún día. Al nombrarla dama de lady Ana de Cleves había cumplido su promesa y, cuando había pasado a servir a lady Catherine, aquella cabeza de chorlito a quien el rey adoraba, había sabido que se acercaba la hora de la venganza.

Durante su exilio Jane Rochford había planeado su venganza cuidadosamente. Enrique Tudor se iba a enterar de lo que era ser traicionado por las personas en quien uno confía ciegamente y qué se sentía al perder a un ser amado bajo el hacha del verdugo. Si tenía que pagar con su propia vida, estaba dispuesta a hacerlo. Había perdido a su marido y a sus hijos y vivía para vengar la muerte de George.

Por esta razón había empujado a Catherine Ho-ward a cometer adulterio con Tom Culpeper. La verdad es que le había resultado muy fácil. La reina era una muchacha frivola e irresponsable con la cabeza llena de palabras vacías como romanticismo y amor y con menos seso que un mosquito. Jane Rochford había lo grado convencerla de que el rey no sospecharía nada si le mantenía satisfecho. En cuanto a Culpeper, no era más que un joven orgulloso y pagado de sí mismo que había cometido el error de enamorarse de Catherine Howard. No habría sabido decir quién era el más tonto de los dos. ¿Cómo era posible que no se hubieran dado cuenta de que su aventura estaba destinada a terminar como el rosario de la aurora?

Se preguntaba quién había delatado a la reina. Ella hubiera preferido esperar hasta que la reina quedara embarazada. Lady Catherine le había confesado que últimamente el rey no era el de siempre en la cama y Enrique Tudor no habría tardado en sospechar que él no era el padre del hijo que su esposa esperaba. Entonces tendría que delatarla o reconocer a un hijo bastardo, lo que le causaría un terrible sufrimiento. Pero alguien se le había adelantado y había dado al traste con sus planes. ¿Quién lo había hecho y por qué? ¿Qué sabía? Le asustaba pensar que quien conocía el secreto de la reina podía acusarla de cómplice.

– Macedme caso, señora -dijo tomando una mano helada de la reina entre las suyas-: negad todo. Recordad que no sabemos quién os ha delatado y qué información posee. Es su palabra contra la vuestra pero el rey os adora y os creerá a pie juntillas. Lo importante es conservar la calma.

– Recuerdo los últimos días de mi prima Ana -susurró Catherine estremeciéndose-. ¡No quiero morir, lady Rochford!

– Entonces guardad silencio y negad todas las acusaciones que se formulen contra vos -aconsejó la dama-'. Si jugáis vuestras cartas con habilidad, saldréis bien parada. No existen pruebas contra vos. -Aunque no tardarán en inventarlas, añadió para sus-adentros. Así lo había hecho Enrique Tudor cuando había decidido deshacerse de Ana Bolena, pero el rey estaba ena morado de Catherine Howard. Tendría que sobornar a uno de los carceleros para averiguar el nombre del delator de la reina.

Nyssa abandonó la habitación de la reina y corrió a buscar a su marido, a quien encontró en compañía del duque de Norfolk.

– ¡El rey ha ordenado encerrar a Cat y a lady Rochford en sus habitaciones! -dijo casi sin respiración-. El arzobispo Cranmer ha sido encargado de investigar algunos detalles del pasado de Catherine.

– ¡Que Dios nos ayude! -exclamó Thomas Howard-. ¿No sabéis de qué se acusa a mi sobrina? El rey la adora y me consta que no hay otra mujer.

– ¿Estáis preocupado por Catherine o por salvar el pellejo? -espetó Nyssa, furiosa.

– El día que tu esposa se muerda la lengua morirá envenenada -dijo el duque a su nieto.

– ¡Os he hecho una pregunta! -gritó la indignada joven-. ¡Dejad de actuar como si fuera invisible! Varían y yo estamos en palacio porque así nos lo ha pedido vuestra sobrina pero daríamos cualquier cosa por regresar a Winterhaven con nuestros hijos. Si la reina que vos aupasteis al trono ha caído en desgracia, ¿quien nos asegura que no nos arrastrará a todos en su caída?

– Tienes toda la razón, Nyssa -admitió Thomas Howard clavando la mirada en los ojos de la joven.

Al ver el rostro serio e inquieto del duque, Nyssa se compadeció de él.

– Tengo motivos para pensar que la reina va a ser acusada de adulterio, señor -dijo bajando la voz-. Lo que no comprendo es cómo se ha enterado el arzobispo.

– ¿Qué…?

Varían rodeó los hombros de Nyssa con un brazo mientras ella relataba al duque de Norfolk lo ocurrido durante el viaje.

– ¿Por qué no he sido informado antes? -preguntó Thomas Howard cuando Nyssa hubo concluido.

– Porque no habríais dudado en delatarla para salvaros -respondió Nyssa-. Le advertí que tarde o temprano la descubrirían pero no quiso escucharme. Esperaba que el día que eso sucediera, Varían y yo nos encontraríamos muy lejos de palacio y escaparíamos de la ira del rey.

Thomas Howard sonrió y asintió. Como él, Nyssa Wyndham había aprendido a desarrollar el instinto de supervivencia y era capaz de hacer cualquier cosa por proteger a su familia.

– Me temo que si abandonáis palacio ahora el rey creerá que huís porque tenéis algo que ver en este asunto. No os queda más remedio que aguantar el chaparrón aquí, como el resto de los cortesanos.

– Lo sé -dijo Nyssa-. Pero nunca os perdonaré si a Varían o a mis hijos les ocurre algo por culpa de los ambiciosos Howard.

– Me lo imagino -suspiró Thomas Howard-. Eres una de esas mujeres que perdonan pero no olvidan. Te aconsejo que no hables de este asunto con nadie; puede que el rey haya ordenado encerrar a Cathe-rine por otro motivo. Hablaré con el arzobispo Cranmer y trataré de sonsacarle -añadió poniéndose en pie.

– ¿Y nos diréis de qué se trata o utilizaréis esa información para salvar vuestro pellejo? -quiso saber Nyssa.

– Os mantendré informados -prometió el duque antes de abandonar la habitación.

– ¿En qué lío se habrá metido ahora? -se preguntó Varían mientras servía dos copas de vino-. ¿Qué habrá hecho para que el rey haya ordenado encerrarla?

Se acercó a la chimenea, tendió una copa a Nyssa y se acomodó en un sillón.

– Cat me hablaba de su infancia a menudo -susurró Nyssa-; Decía que la duquesa Agnes apenas controlaba a las sirvientas y que dos caballeros trataron de seducirla. Le dije que si se sinceraba con el rey antes de la boda, nadie utilizaría esa información en su contra, pero temía que Enrique Tudor se enfureciera y se negara a casarse con ella.

– Entonces, es posible que alguien esté tratando de aprovechar esa información para desacreditarla a ojos del rey. ¿Quién puede estar interesado en arruinar la reputación de la pobre Catherine? -se preguntó Varían-. Tiene la cabeza llena de pájaros pero es una buena chica. Nyssa, nadie debe sospechar que sabemos lo que está ocurriendo. Si alguien descubre que conocemos los secretos de la reina acabaremos envueltos en el escándalo.

– Tienes razón -asintió ella-. Si Dios nos ayuda, pronto se aclarará todo y podremos regresar a Winter-haven.


El arzobispo Cranmer no tardó en volver a llamar a John Lascelles y a María Hall y permitió que el duque de Norfolk presenciara el interrogatorio. Cuando hubo terminado, se volvió hacia él y le pidió su opinión.

– ¿Qué decís ahora, señor?

Thomas Howard estaba muy pálido y parecía preocupado. La descripción de la vida en el palacio de Lam-beth que acababa de escuchar de boca de María Hall era casi increíble. La mayoría de las jóvenes de la familia Howard habían sido criadas por la duquesa allí. Hasta mis perros de caza se habrían ocupado mejor de ellas, se lamentó.

– Es sólo una criada -respondió-. Me gustaría hablar con la duquesa Agnes y darle la oportunidad de defenderse.

– Yo también deseo formularle algunas preguntas -asintió Thomas Cranmer-. Me cuesta creer que haya sido tan negligente e irresponsable.

– A mí también -gruñó el duque.

Thomas Howard corrió al castillo de Lambeth para entrevistarse con su madrastra. Los rumores respecto al pasado de Catherine habían llegado a oídos de la duquesa y la dama sabía que sería severamente castigada si se demostraba que había descuidado la educación de las jóvenes hermanas Howard. Cuando su hijo llegó al castillo, la encontró revolviendo entre las cosas que Catherine había dejado allí y tratando de deshacerse de cualquier prueba incriminatoria.

– ¡Tom! -exclamó disimulando el temblor que sacudía su voz-. ¡Qué sorpresa! ¿Qué te trae por aquí?

– ¿Por qué no me hablaste del comportamiento de Catherine cuando te dije que planeaba hacer de ella la reina de Inglaterra? -espetó él.

– Yo no sabía nada -se defendió lady Agnes-. Además, no es culpa mía; me enviaste a esas muchachas para que las convirtiera en mujeres refinadas capaces de hacer un buen papel en la corte, no para que les diera educación moral.

– Entonces, ¿es cierto que esas chicas corrían por tu casa como cabras sin cencerro? -exclamó Thomas Howard, incrédulo-. ¡No puedo creerlo! ¿Has perdido la cabeza? ¿No se te ocurrió pensar que el escándalo acabaría estallando? ¡Me importa un bledo lo que les ocurra a las otras, pero Catherine…! ¡Es la reina de Inglaterra!

– Tranquilízate, Tom -replicó la duquesa-. Si lo que cuentan es cierto, ocurrió antes de que Catherine llegara a Hampton Court y su majestad se enamorara de ella. Enrique Tudor no se atreverá a cortarle la cabeza; lo peor que le puede ocurrir es que la repudie y vuelva a casarse. Como ocurrió tras la muerte de Ana Bolena, los Howard volveremos a caer en desgracia, pero sobreviviremos, Tom.

– Puede que tengas razón -murmuró el duque, pensativo-. Acabo de hablar con el arzobispo Cran-mer y sospecho que no cejará en su empeño hasta averiguar toda la verdad. No creo que lo consiga, pero si lo hace estamos perdidos.

El arzobispo de Canterbury despidió a John Lascelies y su hermana y se sentó a reflexionar. Las versiones de ambos hermanos coincidían hasta el último detalle. Le inquietaba saber que Francis Dereham, el amante de la reina, era ahora su secretario personal. ¿Qué había llevado a Catherine a darle un cargo tan importante? ¿Estaba pensando en volver a las andadas? Era joven, atractivo y, sin duda, mejor compañera de cama que un anciano obeso.

Aunque no podía probarlo, sospechaba que la reina había cometido adulterio. Un escalofrío le recorrió la espalda. El rey le había pedido que averiguara la verdad, pero esa verdad parecía ser más sucia y desagradable de lo que había imaginado. Desgraciadamente, era demasiado tarde para volverse atrás.

Convocó al Consejo Real y comunicó a sus miembros la gravedad de la situación. Éstos acordaron proseguir con la investigación y prevenir al rey contra Francis Dereham.

– Estoy seguro de que la reina os ha traicionado de pensamiento -dijo el arzobispo a Enrique Tudor, quien se sujetaba la cabeza entre las manos-. Y me temo que, si hubiera tenido la oportunidad, también lo habría hecho en la cama. Majestad, no puedo probar que os haya sido infiel, pero vos mismo habéis dicho que es necesario llegar al fondo de la cuestión. Vuestro nombre debe quedar limpio.

El rey levantó la mirada, la clavó en sus consejeros y, ante la estupefacción de éstos, rompió a llorar.

– ¡La quiero tanto! -sollozó-. ¿Por qué me ha traicionado? ¿Por qué?

Los consejeros intercambiaron miradas de desconcierto. Todos sabían que el rey adoraba a lady Catherine, pero los más cínicos se preguntaban cuánto habría durado aquel amor. Sin embargo, les avergonzaba ver llorar a moco tendido al hombre que gobernaba el país. Su soberano se había convertido en un anciano sensiblero y todos sentían el peso de la edad sobre sus hombros.

Enrique Tudor se puso en pie trabajosamente.

– Me voy de caza -dijo secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

El rey abandonó Hampton Court una hora después llevándose a media docena de acompañantes. Necesitaba tiempo para curar su heridas y deseaba desaparecer de la vida pública durante unos días. Tampoco deseaba estar cerca de la reina cuando ésta conociera de qué se la acusaba. Antes de partir, se había refugiado en su capilla y desde allí había oído la voz de Catherine, que le llamaba a gritos:

– ¡Enrique, ten compasión de mí! ¿Por qué no quieres verme? ¡Enrique, ven, por favor!

Alguien le dijo que la reina había empujado al guardia que le traía la comida y que había tratado de escapar para correr en su busca. Sus carceleros se habían mostrado reacios a reducirla por la fuerza pero no habían tenido más remedio que hacerlo. Enrique Tudor se alegraba de no haberla visto en aquel estado de desesperación; sabía que no habría podido resistirse a estrecharla entre sus brazos y perdonarla. Y Catherine no merecía su perdón. El arzobispo Cranmer se había limitado a insinuar que la joven podía haber cometido adulterio, pero en el fondo de su corazón tenía la certeza de que la reina era culpable de tan terrible crimen. Ahora comprendía muchas cosas: ¿por qué había insistido tanto en que se nombrara a Francis Dereham su secretario personal? El tipo parecía un pirata y sus modales eran terribles además de ser arrogante y muy irascible.

El duque de Norfolk se sentía responsable del fracaso del quinto matrimonio de Enrique Tudor. Cuando el rey había expresado su deseo de deshacerse de Ana de Cleves, se había apresurado a buscar a su susti tuta entre las mujeres de su familia. Su ansia por colocar a Catherine en el lugar de lady Ana le había llevado a no perder el tiempo investigando su pasado. Si lo hubiera hecho, habría descubierto que la muchacha no reunía las cualidades necesarias para ser reina de Inglaterra. Su cara bonita y su encantadora sonrisa habían bastado para conquistar al rey pero aquella jovencita le había puesto en una situación mucho más difícil que Ana Bolena. Le gustara o no, Cat era responsabilidad suya y era él quien debía encontrar la solución al problema.

El Consejo Real visitó a la reina y le comunicó cuáles eran la acusaciones que se habían formulado contra ella. Catherine, que no podía dejar de pensar en su prima Ana y en cómo ésta había pagado su infidelidad con su vida, sufrió un ataque de nervios. Afortunadamente, nadie había pronunciado el nombre de Tom Culpeper. Quizá no lo supieran. Las acusaciones estaban basadas en su vida anterior a su matrimonio con Enrique Tudor y Thomas Howard había asegurado que estaba de su parte. Trató de calmarse pensando que los Howard no la abandonarían, pero no le resultó fácil. ¡Tenía tanto miedo!

El arzobispo Cranmer trató de hablar con ella al día siguiente pero Catherine sufrió un nuevo ataque cuando le fue anunciada su visita. Thomas Cranmer no consiguió tranquilizarla ni comprender ninguna de las palabras que la joven balbuceaba entre sollozos.

– Se niega a probar bocado-explicó lady Rochford. -

– Cuando se calme, decidle que volveré mañana y que estoy aquí para ayudarla.

A la mañana siguiente Thomas Cranmer encontró a la reina tan nerviosa como el día anterior. Se sentó a su lado y le habló con voz suave hasta que Catherine empezó a tranquilizarse.

– Señora, no hay razón para desesperarse -aseguró-. No debéis perder las esperanzas. Mirad lo que os traigo -añadió mostrándole un pergamino-. Es una carta escrita por su majestad en la que se compromete a tener compasión de vos si confesáis.

Catherine se lo arrancó de las manos como si estuviera en llamas, lo abrió y lo leyó mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– ¡Estoy tan arrepentida de haber disgustado al hombre que tanto me ama! -se lamentó entre sollozos.

– Es cierto que las revelaciones sobre vuestro pasado le han roto el corazón, pero el rey os quiere mucho y ha prometido perdonaros en nombre de ese amor si confesáis.

– Estoy dispuesta a contestar a todas vuestras preguntas para obtener el perdón de su majestad -accedió Catherine finalmente-. ¿Estáis seguro de que tendrá compasión de mí? ¿Merezco ser perdonada? -preguntó sin dejar de llorar. Tenía los ojos enrojecidos pero parecía tranquila y había recuperado la compostura.

– Su majestad os tratará con todo cariño, señora -aseguró el arzobispo-. Todo cuanto tenéis que hacer es decir la verdad. Podéis confiar en mí, Catherine; prometo hacer por vos todo cuanto esté en mi mano.

La reina tenía los ojos hinchados por el llanto y el cabello en desorden. Thomas Cranmer advirtió que la única joya que lucía era su alianza de matrimonio, algo inusual en una mujer que sentía debilidad por las piedras preciosas. Catherine Howard era la viva imagen de una mujer pillada en falta: el' miedo la traicionaba y las huellas de la culpa se reflejaban en su rostro.

– Aunque sé que no lo merezco, doy gracias a Dios por haberme dado un marido tan bondadoso -murmuró la joven.

– Entonces, ¿estáis dispuesta a confiar en mí?

Catherine asintió y trató de hablar pero los ojos se le llenaron de lágrimas y volvió a estallar en sollozos. El arzobispo esperó pacientemente hasta que la joven se hubo serenado.

– ¡Doy gracias a Dios por estar viva! -hipó la reina-. No es el miedo a la muerte lo que me hace llorar, sino el recuerdo de mi bondadoso marido. Cada vez que pienso cuánto me quería se me saltan las lágrimas, pero este acto de amor es mucho más de lo que esperaba y hace que mis ofensas me parezcan mucho más graves de lo que en realidad son. Y cuanto más pienso en la compasión que muestra por mí más me arrepiento de haberle traicionado.

Thomas Cranmer supo que no sacaría nada en claro de aquella entrevista y se despidió de la reina tras anunciar que volvería al día siguiente.

Cuando se hubo marchado, lady Rochford abandonó el oscuro rincón desde el que había oído toda la conversación entre la reina y el arzobispo y se sentó junto a ella.

– Supongo que no estaréis pensando en hacer una tontería, ¿verdad? -dijo con tono amenazador-. Si confesáis, seréis condenada y acabaréis vuestros días como vuestra prima Ana. ¿De verdad creéis que alguien va a tomar en serio las acusaciones de un hatajo de criadas celosas?

– El arzobispo dice que el rey ha prometido perdonarme si confieso -repuso Catherine-. Tengo miedo, lady Rochford. ¡No quiero morir! Confesaré que fui amante de Dereham antes de casarme con Enrique Tu-dor y seré perdonada.

– Catherine Howard, escuchadme con atención: si confesáis dejaréis de ser reina de Inglaterra en el acto porque Enrique Tudor os repudiará. Conociendo al muy sátiro, apuesto a que ya ha echado el ojo a otra rosa sin espinas dispuesta a calentarle la cama.

– ¡Enrique nunca haría algo así! -exclamó Catherine saliendo en defensa de su marido.

– ¿Que no? -rió lady Rochford-. Mientras vuestra prima Ana estaba siendo juzgada, el rey trataba de engatusar a Jane Seymour. ¿Y qué me decís de lady Ana de Cleves? Todavía era la esposa de su majestad cuando éste deshojaba la margarita entre vos y lady Nyssa Wyndham. Quizá sea ella la candidata a sustituiros.

Furiosa, Catherine Howard propinó una sonora bofetada a lady Rochford.

– No os atreváis a hablar mal de la esposa de mi primo -siseó-. Nyssa de Winter es la única persona en quien puedo confiar y rezo por que mi imprudente comportamiento no haya puesto en peligro su vida, la de Varían o la de sus hijos. Haré cualquier cosa por proteger a su familia -prometió-. Vos también deberíais rezar, Jane Rochford. Si el rey descubre lo mío con Tom Culpeper, vos seréis acusada de cómplice y moriréis conmigo. Si, por el contrario, salgo de ésta con vida dedicaré el resto de mis días a hacer feliz a Enrique Tudor. Si el Consejo no me concede otra segunda oportunidad aceptaré mi castigo y daré gracias a Dios por conservar la vida.

– ¡Qué noble os habéis vuelto de repente, majestad! -se mofó lady Rochford acariciándole una mejilla-. Se nota que enfrentáis a la muerte cara a cara por primera vez. ¿Cómo sabéis que vuestro marido ha escrito esa carta? ¿Desde cuándo Enrique Tudor se muestra compasivo con las mujeres que le traicionan? Quizá la haya escrito el arzobispo -insinuó.

– El arzobispo no haría nunca algo así -replicó Catherine, muy pálida-. ¡Es un ministro de Dios!

– Os recuerdo que Enrique Tudor también es rey de los ministros de Dios y que, por la cuenta que les trae, hacen más caso de sus órdenes que de sus conciencias. El rey es un ser real con quien deben convivir cada día, mientras Dios no es más que una entidad nebulosa..

La reina sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. ¿Tenía razón lady Rochford? ¿Quería Thomas Cranmer traicionarla? Jane Rochford sonrió para sus adentros mientras la joven reina trataba de contener el llanto.

Los miembros de la familia Howard que vivían en palacio, muy aficionados a dejarse ver por Hampton Court, desaparecieron como si se los hubiera tragado la tierra. Todos los espectáculos y diversiones fueron suspendidos y, aunque nadie acertaba a explicarse por qué, todos sabían que la reina había caído en desgracia. El rey pasó aquellos primeros días del mes de noviembre cazando o reunido con los miembros del Consejo Real. En cuanto a Catherine, no se le permitía recibir visitas y los guardias encargados de llevarle la comida aseguraban que estaba muy pálida y que había perdido el apetito.

Una tarde, Nyssa se encontraba en uno de los salones del duque de Norfolk bordando las iniciales de su marido en una de sus camisas. Parecía tranquila, pero no lo estaba. Thomas Howard la observaba en silencio. Cuando había fijado su matrimonio con Varían, todo cuanto sabía de ella era que se había convertido en una seria amenaza para su/poderosa familia pero ahora que debían pasar largas horas recluidos en aquel salón había descubierto que era una mujer inteligente y leal y que Varían estaba loco por ella. Por lo menos, algo ha salido bien, se dijo con amargura.

– ¿Ocurre algo, señor?-quiso saber Nyssa levantando la mirada de su labor.

– Todavía no, pero ocurrirá si el arzobispo no deja de interrogar a Catherine. Juraría que sospecha que hay algo más y me terno que si lo descubre mi sobrinita recibirá su merecido. Espero que desista antes de que se derrumbe y confiese.

– ¡Pobre Cat! Deberíais haberle hablado de las responsabilidades y dificultades que una reina debe enfrentar en lugar de engatusarla con historias sobre poder, joyas y dinero. No estaba preparada para ser la esposa de Enrique Tudor y…

– ¡Tonterías! -la interrumpió Thomas Howard-. Naturalmente que estaba preparada para ser reina de Inglaterra. ¡Es una Howard!

– ¿Y eso qué tiene que ver? -rió Nyssa-. Cualquiera diría que los miembros de la familia Howard no sólo poseen atractivo físico, elegancia y distinción, sino también sensatez, buen juicio y una habilidad innata para superar cualquier dificultad. Me consta que vuestro apellido es uno de los más nobles y antiguos del país, pero no creo que Dios diera a los Howard más armas para hacer frente a las dificultades de la vida que al resto de los mortales.

– ¡Descarada! -exclamó furioso el duque de Norfolk poniéndose en pie y saliendo de la habitación.

Nyssa esbozó una sonrisa de triunfo y siguió cosiendo. Hacer rabiar a Thomas Howard era uno de los placeres más agradables que conocía. Minutos después, una doncella anunció la llegada de lady Ana de Cleves. Nyssa se apresuró a recoger su labor y a saludar a la antigua reina.

– Bienvenida, señora. Sentaos junto al fuego.

– He oído que Hendrick y Catrine tienen problemas -dijo lady Ana sin más preámbulos-. ¡Vaya con Catrine; a eso le llamo yo aprofechar la gufentud! Supongo que la negligente duquesa de Norfolk tufo parte de culpa. Me imaguino a todos esos hombres entrando y saliendo de los habitaciones de las muchachas a medianoche. ¿Es verdad que se ha vuelto loca? -preguntó mientras alisaba las arrugas de su falda de tercio pelo color amarillo. Una doncella les sirvió una copa de vino y se retiró discretamente.

– Somos afortunadas por haber recibido una educación más esmerada que la pobre Cat -contestó

Nyssa.

_ja-asintió Ana de Cleves-. Dios es el único que puede ayudarla ahora. Alguien debería haberle dicho que reina no es ningún ganga.

– Corre el rumor de que su majestad volverá a pedir vuestra mano cuando se divorcie de Cat.

– Gott una Himmel, nein! -exclamó lady Ana, muy pálida-. ¡No pienso folfer a casarme con ese oso en celo! Gracias, pero no tropezaré dos veces con la misma piedra. Hendrick se niega a admitirlo, pero tiene una problema. No es posible que no exista una mujer capaz de hacerle feliz. Es una lástima que la única que lo consiguió muriera al dar a luz a su higo. Hendrick se ha hecho fiejo. ¿Para qué quiere otra esposa?

– Sabéis que él se tiene por un príncipe joven y apuesto -respondió Nyssa-. Además, el príncipe Eduardo es su único heredero legítimo. ¿Qué será de nosotros si le ocurre algo? El Consejo Real insiste en que es necesario que vuelva a casarse y engendre más hijos.

– ¿Cuándo se darán cuenta estos hombres de que una muguer es perfectamente capaz de gobernar un país? -suspiró Ana de Cleves-. Hendrick tiene dos higas muy inteliguentes, sobre todo la pequeña Bess. Sería una reina excelente, pero estos bárbaros no le darán la oportunidad de demostrarlo -se lamentó-. La pobrecilla está muy preocupada por Catrine. Como sabes, son primas por parte de la madre de Bess y la reina es una de las pocas personas que han tratado con cariño a esa niña. Es una barbaridad hacer pagar a los hijos los pecados de sus padres. Estoy aquí para que me cuentes qué está ocurriendo, Nyssa -añadió bajando la voz y acercándose a ella-. Se oyen toda clase de rumores y ya no sé qué creer. Mi confesor asegura que, por muy inapropiado que fuera el comportamiento de Catrine antes de su boda con Hendrick, ésa no es razón suficiente para anular su matrimonio. ¿A qué fiene tanto interrogatorio? ¿Sospechan que oculta algo? Tú fifes rodeada de miembros de la familia Howard y he pensado que, como su destino está ligado al de la reina, sabrías mejor que nadie qué ocurre.

– Los Howard están tan asustados como el resto de los que vivimos en palacio -explicó Nyssa-. El duque asegura que no conocía el pasado de su sobrina y pasa el día rezando por que el rey no le haga responsable de su desgracia.

– Thomas Howard es un malfado -bufó lady Ana-. Exhibió a Catrine delante de narices del rey y se aprofechó de que necesitaba una muguer desesperadamente. ¡Y lo que hizo a ti no tiene nombre!

– Es cierto que se portó muy mal, pero afortunadamente todo ha salido bien. Varian estaba enamorado de mí y yo he aprendido a quererle. Éramos muy felices en Winterhaven con nuestros hijos pero la reina se empeñó en que pasáramos el verano con ellos. ¡Dios, cómo odio la corte! -exclamó-. Por cierto, ¿por qué no nos acompañasteis en el viaje al norte?

– No pecar de inmodestia, pero el pueblo me adora -sonrió Ana de Cleves-. Todafía no han perdonado a Hendrick que me apartara de su lado. Quizá hayan sido subditos más fieles quienes han extendido el rumor de que el rey desea folfer a pedir mi mano. Hendrick pidió que me quedara aquí porque quería presentar a su nuefa esposa y yo obedecí encantada. Este fe-rano me he difertido muchísimo. Bess solía fenir a fisitarme pero la pobre María tuvo que acompañar a padre. María y Catrine no se llefan demasiado bien,; sabes?

– La princesa María apenas se dejó ver durante el viaje -recordó Nyssa-. Salía a cazar con su padre todos los días pero se negó a participar en las celebraciones y banquetes. Sin embargo, el rey la obligaba a hacer acto de presencia cuando deseaba ofrecer la imagen de familia unida y feliz.

Las amigas charlaron durante toda la tarde sobre temas tan diversos como la situación de Catherine Howard y las próximas vacaciones de Navidad. Nyssa explicó a lady Ana que habían tratado de abandonar la caravana al llegar a Amphill pero que el rey no se lo había permitido para no contrariar a Catherine.

– Ya sabéis que odio pasar unas fechas tan señaladas lejos de Riveredge -suspiró resignada. No se atrevió a hablarle de la verdadera razón por la que habían mostrado tanta prisa por regresar a casa.

Finalmente lady Ana se marchó y Nyssa volvió a concentrarse en su labor. El invierno se acercaba y los días cada vez eran más cortos pero la luz del fuego era más que suficiente para sus jóvenes ojos. No podía dejar de pensar en Cat. ¿Se descubriría su adulterio o conseguiría escapar impune y salvar, la vida?

El arzobispo seguía visitando a Catherine cada día y finalmente logró convencerla de que confesara por escrito sus escandalosas aventuras prematrimoniales. La reina estaba convencida de que su relación con Francis Dereham no la comprometía pero Thomas Cranmer creía poseer las pruebas necesarias para acusarla de haberse casado con Enrique Tudor estando comprometida con otro hombre, razón más que suficiente para anular el matrimonio de los reyes. Catherine no era virgen cuando se había casado y la pareja no había tenido hijos, por lo que la situación podía resolverse sin que terceras partes resultaran perjudicadas. Sin embargo, el arzobispo no estaba satisfecho e intuía que Catherine ocultaba algo.

– ¿Qué has hecho, niña estúpida? -espetó lady Rochford-. ¡Acabas de dar al arzobispo una buena razón para anular tu matrimonio con el rey!

– Pero él dijo que Enrique me perdonaría si confesaba -replicó Catherine, estupefacta por la falta de respeto que acababa de sufrir.

– ¿Por qué iba el rey a perdonar a suputa? -repuso Jane Rochford, que estaba disfrutando enormemente torturando a la reina-. Sí, eso es lo que eres: la puta del rey. Si reconoces que tuviste relaciones con Francis Dereham dejarás de ser la reina de Inglaterra y te convertirás en una de sus numerosas amantes. Tu prima Ana era una mujer muy inteligente pero tú ni siquiera eres consciente del error que acabas de cometer.

– ¿Y qué voy a hacer ahora? -gimió Catherine-. ¡No quiero ser la puta del rey!

– Llamad al arzobispo y decidle que estabais tan asustada que habéis olvidado decirle que Dereham os forzó.

– ¿Me creerá?

– ¿Y por qué no iba a hacerlo? -replicó lady Rochford, empezando a impacientarse.

Pero Thomas Cranmer no creyó a la reina cuando ésta le contó que había sido violada por Francis Dereham. Estaba seguro de que mentía y se preguntaba qué la había llevado a cambiar su confesión.

– Antes de decir nada pensad que es vuestra vida lo.que está en juego. Su majestad ha prometido perdonaros, pero sólo se compadecerá de vos si decís la verdad.

– ¡Juro que no miento! -insistió Catherine-. Dereham me violó.

– ¿Todas las veces? -preguntó el arzobispo, incrédulo.

– ¡Todas la veces! Le pedí que me dejara en paz pero él hizo caso omiso de mis súplicas.

– Vuestra vida está en manos de su majestad. Os aconsejo que midáis vuestras palabras.

Pero Jane Rochford había convencido a Catherine de que si aseguraba haber sido violada nadie la haría responsable de su vergonzoso comportamiento antes de su boda con Enrique Tudor. La reina se mantuvo inflexible y Thomas Cranmer no consiguió persuadirla para que dijera la verdad. En su primera confesión había asegurado que Dereham le había pedido que se casara con él en numerosas ocasiones pero que ella le había rechazado. Sin embargo, cuando el arzobispo le había dicho que María Hall la había oído jurar amor eterno a su amante, Catherine había negado haber pronunciado aquellas palabras. Era su palabra contra la de María Hall pero el rey la amaba a ella, así que ¿por qué no iba a creerla? Lady Rochford aseguraba que no tenía nada que temer y ella confiaba ciegamente en su compañera de encierro.

El duque de Norfolk confió sus temores a su nieto: si Catherine se negaba a confesarse culpable la desgracia caería sobre los Howard.,

– ¿Cómo puedo hacerle comprender que si confiesa haber estado comprometida con Francis Dereham el rey considerará su matrimonio nulo y, por lo tanto, nunca podrá acusarla de haber cometido adulterio?

– Pero ¿alguien puede probar que la reina ha cometido adulterio? -quiso saber Varían.

– No -admitió el duque-. Pero Cranmer sospecha que Catherine y Dereham volvieron a las andadas el pasado verano. ¿Quieres saber por qué ha puesto tanto empeño en llegar al fondo de este asunto? Nuestra familia es católica ortodoxa y, aunque no es un fanático, el arzobispo es un reformista convencido y vería con buenos ojos un matrimonio entre Enrique Tudor y una mujer que compartiera la ideología reformista. El príncipe Eduardo ha sido educado según los postulados de la Reforma y se dice que el rey está pensando en volver a pedir la mano de Ana de Cleves. El pueblo la adora y nunca ha podido entender por qué el rey apartó de su lado a una princesa de sangre azul y puso en su lugar a una vulgar jovencita como Catheri-ne. Estoy convencido de que Cranmer y sus cohortes no descansarán hasta acabar con la vida de la reina. Incluso como amante sería peligrosa, ya que en cualquier momento podría recuperar su posición y llevar a cabo su venganza contra aquellos que quisieron destronarla.

– No os preocupéis, abuelo -le tranquilizó Va-rian-. Lady Ana asegura que no tiene intención de volver a casarse con Enrique Tudor. Además, su madre era católica y la princesa María ha conseguido «devolverla al rebaño», como ella dice. Ana de Cleves no conviene a los partidarios de la Reforma.

– El Consejo celebrará una reunión secreta mañana por la mañana -reveló Thomas Howard a su nieto-. Trataré de averiguar algo más. Hasta entonces, debemos tener mucho cuidado.

Aquella misma noche Francis Dereham, Enrique Manox y otros caballeros que habían servido a lady Agnes durante la estancia de la reina en el castillo de Lambeth fueron detenidos y encerrados en la Torre. Cuando la noticia llegó a oídos de Catherine, la reina sufrió un ataque de nervios. Tenía tanto miedo de que confesaran que decidió dar su versión de los hechos antes de que ellos la comprometieran. Exigió la presencia del arzobispo y el paciente Thomas Cranmer escuchó estupefacto un tercer relato nada parecido a los dos anteriores. Esta vez la reina aseguró que Dereham y ella habían intercambiado algunos regalos. Catherine le había obsequiado con una camisa de seda pero a él le había parecido poco y, aprovechando un descuido, le había robado una pulsera de plata. A cambio, había recibido flores de tela que Dereham traía de Londres y un retal de seda que la costurera de lady Agnes había convertido en una cofia símbolo del amor. Según Ma ría Hall, el día que Catherine la había estrenado, Dereham había exclamado: «¡Precioso: nudos de fraile para tu enamorado!» Cuando el arzobispo insinuó que el intercambio de regalos y las palabras pronunciadas por su amante podían ser consideradas un contrato de matrimonio, Catherine negó vehementemente con la cabeza.

– Sólo lo hacíamos para divertirnos -aseguró antes de explicar que a partir de aquel día el comportamiento de Dereham había empezado a inquietarla-. Temía que lady Agnes me enviara de vuelta a Horsham si descubría lo que había entre nosotros.

– ¿Por qué no le dijisteis que ese caballero os molestaba y que se tomaba demasiadas libertades con vos? -preguntó Thomas Cranmer.

– Sé que habría sido lo más sensato -admitió la reina-. ¡Pero me estaba divirtiendo tanto! Si mi abuela lo hubiera sabido nos habría encerrado y no habría permitido que volviéramos a vernos.

– ¿Y no pensasteis que estabais desobedeciendo las leyes de la santa madre Iglesia? ¿No os remordía la conciencia, señora?

– ¡No sabía lo que hacía! -se defendió Catherine poniendo hociquito-. Yo era joven e inocente.

– Os acostasteis con él, ¿verdad? Habladme de esos encuentros.

– ¡Dios mío, qué vergüenza! -sollozó la reina escondiendo el rostro entre las manos.

Nos habríamos ahorrado muchos disgustos si entonces os hubierais mostrado tan arrepentida -pensó el arzobispo armándose de paciencia-. Esta niña va a traernos muchos problemas.

– No tengáis miedo, hija mía -dijo con voz suave-. Confesad la verdad y quedaréis libre de todo pecado.

– Casi siempre llevaba puestos los pantalones pero visitaba cuando la duquesa se había retirado y solía premiarme con vino, fresas o barquillos si era buena con él y hacía lo que me decía. Una vez me trajo la manzana más hermosa que he visto en mi vida.

– ¿Y qué habría ocurrido si la duquesa os hubiera sorprendido con las manos en la masa?

– Una vez entró en el dormitorio cuando estábamos juntos -rió Catherine-. Tuve que esconder al señor Dereham en la galería.

Catherine Howard mentía. Unas horas antes había asegurado que Francis Dereham la había forzado y ahora confesaba ente risas que había escondido a su amante para evitar que fuera sorprendido en su cama.

– Cuando supe que mi tío me había conseguido un puesto en palacio, me volví loca de alegría. También me compró montones de ropa nueva… ¡a mí, que a mis dieciséis años no sabía qué era estrenar un vestido!

– ¿Y qué pasó con el señor Dereham? ¿No se disgustó cuando se enteró de que le abandonabais?

– Sí, pero yo estaba demasiado ocupada con los preparativos del viaje a palacio para prestarle atención. Le dije que si de verdad quería pedir mi mano al duque primero debía emigrar a Irlanda en busca de fama y fortuna. Naturalmente, yo ya no quería casarme con él y ésta me pareció una forma excelente de deshacerme de él. El adivinó que deseaba romper nuestro compromiso y se puso furioso, así que le dije que me olvidara y se fuera al infierno. La corte me esperaba y sabía que mi tío me encontraría un buen marido. Entonces Dereham dijo que corría el rumor de que iba a casarme con mi primo, Tom Culpeper. ¡Estaba muy celoso! -añadió con una risita.

– ¿Y qué contestasteis vos?

– Le dije que estaba mejor informado que yo y que nadie me había hablado de un posible matrimonio con pero entonces el rey empezó a toarse en mi y… bueno, ya conocéis el resto de la historia.

La reina y su primo se conocían desde que eran unos niños y Tom Culpeper se había convertido en un personaje importante en muy poco tiempo. Thomas Cranmer palideció. ¿Era el atractivo Tom Culpeper otro de los amantes de la reina? Oportunidades no le habían faltado pero ¿las había aprovechado? El arzobispo se despidió de la reina y ordenó que Tom Culpeper fuera arrestado. Aunque no tenía pruebas para acusarle, deseaba interrogarle.

Culpeper había llegado a palacio siendo casi un niño y era un tipo ambicioso, atractivo e ingenioso a quien el rey adoraba. Quizá accediera a decir la verdad para salvar la vida pero, ¿cómo iba a distinguir la verdad de la mentira en una corte donde todo el mundo actuaba por interés? ¿Había cometido la reina adulterio con Francis Dereham? ¿Lo sabía Tom Culpeper? ¿Se lo había dicho a su prima?

– Tom Culpeper ha sido detenido y llevado a la Torre -anunció el conde de March en cuanto entró en las habitaciones del duque de Norfolk-. Me lo han dicho mientras jugaba un partido de tenis con lord Melton. Todo Hampton Court lo sabe a estas horas.

– ¿De qué se le acusa? -preguntó Nyssa, muy pálida.

– Todavía no se ha formulado ninguna acusación contra él pero el arzobispo desea interrogarle.

– Si yo descubrí lo que había entre él y Cat, cualquiera puede haberlo hecho. ¡Que Dios ayude a Catherine Howard!

– Quizá no sea lo que imaginas -trató de tranquilizarla Varían estrechándola entre sus brazos-. Sabes que Cranmer removerá Roma con Santiago hasta descubrir la verdad. Hasta ahora sólo puede acusar a Cat de confiar demasiado en los hombres y de ser demasiado amiga de los placeres de la vida.

– ¡No hables así! -le regañó Nyssa-. Éste es un asunto muy serio.

– El destino se encargará de resolver lo que nosotros hemos empezado. Ni tú ni yo podemos hacer na4a para cambiar el curso de los acontecimientos y prefiero tomarme la situación a broma. Si no lo hago así, caeré en una depresión de la que me será muy difícil salir. El plan de mi abuelo de llevar a la familia Howard a lo más alto está a punto de fracasar y ése es motivo más que suficiente para estar contento. Siento pena por él, pero tenemos que empezar a vivir nuestra vida. ¿Desde cuándo no pasamos un rato a solas?

– Últimamente he estado tan preocupada por Cat que no he tenido tiempo de pensar en ello -confesó Nyssa.

– Ya me he dado cuenta pero me temo que, como mi prima, yo también soy demasiado amigo de los placeres de la vida -rió Varian antes de besarla en la frente-. ¿Tú no?

– Sois muy malo, señor -murmuró Nyssa apretándose contra él y empezando a desabrocharle la camisa. Apoyó las manos en su pecho desnudo y frotó la mejilla contra su piel ardiente mientras inhalaba la fragancia que desprendía. Le abrió la camisa y le lamió los pezones hasta que se endurecieron. Se arrodilló y empezó a desabrocharle el pantalón mientras Varian se quitaba la camisa y la arrojaba al suelo.

– Las botas -dijo Nyssa de repente. Varian se sentó en una silla e hizo que Nyssa le sujetara un pie entre sus piernas.

– Tira -ordenó mientras la empujaba hacia adelante. Cuando la joven le hubo quitado una bota, repitieron la misma operación con la otra.

Nyssa se dio la vuelta para mirarle y se desabrochó el corpino y la falda mientras se humedecía los labios con la punta de la lengua. Se quitó las enaguas de seda, lana y algodón que vestía debajo y se soltó el cabello. Varían la contemplaba desde su sillón.

– ¿Y si entra alguien y nos sorprende?

Como toda respuesta, Nyssa se quitó la ropa interior y se acarició los pechos. Atravesó la habitación vestida sólo con las medias de seda y los elegantes zapatos y cerró la puerta con llave. Varían contempló su espalda recta y sus nalgas redondeadas. Cuando se volvió, la imagen de sus pezones erectos emergiendo de sus pequeños pechos hizo que la sangre le empezara a hervir. Nyssa se arrodilló entre sus piernas, le cubrió el torso de besos y le introdujo la lengua en el ombligo. La joven apoyó una mano entre sus piernas y apretó la protuberancia, que había ido aumentando con el paso de los minutos.

– Te deseo -murmuró tendiéndose en el suelo y separando las piernas.

Varían abrió unos ojos como platos cuando Nyssa se introdujo los dedos en su sexo y empezó a acariciarse sin dejar de mirar a su marido. Varían de Winter se puso en pie, se despojó de su ropa y se tendió junto a ella. La atrajo hacia sí y comprobó que su piel ardía.

La besó lentamente disfrutando de la suavidad de aquellos labios que se deshacían bajo los suyos y de su apasionada respuesta. Cuando empezó a dolerle la boca, la besó en los párpados, las mejillas y el lóbulo de la oreja.

;¡Por favor! -gimió Nyssa arqueando la espalda y alargando una mano para acariciar su miembro erecto.

– Todavía no -replicó Varian obligándola a tenderse sobre el estómago. Le recorrió la espalda con los labios y sus besos se hicieron más profundos al llegar a las nalgas y los muslos. Volvió a tenderla sobre la espalda y se aplicó a besarle los pechos sintiendo los latidos de su corazón bajo sus labios.

Varian sabía que Nyssa deseaba dar rienda suelta a su pasión tanto como él pero estaba dispuesto a torturarla con sus caricias y a hacerla esperar hasta que no pudiera soportarlo más.

– ¡Ahora! -suplicó la joven mordiéndole en un hombro.

– No seas tan impaciente -gruñó él dándole una palmada y rodeándole un pezón con los labios mientras introducía su mano entre sus mulos.

Nyssa gimió. ¡Aquello no era suficiente! Ella quería tenerle dentro llenándola de pasión.

– ¿A qué esperas, maldita sea? -exclamó, impaciente, golpeándole la espalda con los puños cerrados.

Varian la soltó y la obligó a tenderse de espaldas. Cuando Nyssa separó las piernas, la sujetó por los tobillos y hundió el rostro entre sus muslos. Nyssa contuvo la respiración y se estremeció.

– ¡Basta, Varian, por favor! -gimió-. ¡Me estás matando!

Haciendo caso omiso de sus súplicas, Varian siguió torturándola hasta que Nyssa creyó que estaba a punto de perder el sentido. Entonces se tendió sobre ella y la penetró lentamente.

– Ahora, Nyssa -le susurró al oído-. Vamos, pequeña.

Nyssa estaba exhausta, pero la excitación volvió a surgir cuando sintió a Varian en su interior. Sentía que su cuerpo se deshacía y que su espíritu se elevaba hacia el cielo. Rodeó el torso de Varian con las piernas y cerró los ojos cuando él se vació en su interior. Ambos se estremecieron y se abrazaron con fuerza hasta que la intensidad de la pasión compartida empezó a disminuir. Nyssa estalló en sollozos.

– ¡Oh, Dios mío! -hipó apoyando la cabeza en el hombro de Varian-. Nunca había sido tan maravilloso como esta vez. Siempre nos hemos llevado bien en la cama, pero esto…

– A mí me ha ocurrido lo mismo -confesó él acariciándole el cabello-. Te quiero más que nunca.

– Creo que deberíamos vestirnos -propuso Nyssa tras una breve pausa-. Si alguien trata de entrar en el salón y lo encuentra cerrado con llave tendremos que dar explicaciones. Apuesto a que no se ha visto nunca un escándalo así en las habitaciones de tu abuelo.

– Seguro que no -rió Varian-. Vístete, Nyssa, y vamos a nuestra habitación.

– ¿Para qué? -preguntó ella, todavía con los ojos llenos de lágrimas.

– Aún no he terminado contigo, pequeña. Además, no se me ocurre nada mejor que hacer mientras el rey está cazando, la reina está encerrada y el resto de la corte corre de aquí para allá tratando de averiguar qué demonios ocurre. Tenemos una habitación muy acogedora y una cama enorme… ¿qué más necesitamos? Propongo que nos metamos en ella y no salgamos de allí en toda la tarde. Ya que no podemos regresar a casa, prefiero pasar el tiempo jugando contigo en lugar de discutir los problemas de la corte con los demás.

– Además, todo el mundo nos evita por ser familiares directos de Thomas Howard -añadió Nyssa esbozando una sonrisa traviesa-. No creo que nadie nos eche de menos. ¿Venís, señor? -preguntó cubriendo su desnudez con una enagua y sonriendo seductoramente.


Los miembros del Consejo que simpatizaban con Thomas Howard ayudaron a la reina a redactar una carta en la que pedía perdón al rey. Catherine no era demasiado inteligente, pero sabía que su vida estaba en manos de su marido y que el amor que le había declarado en numerosas ocasiones era su tabla de salvación. Tenía que lograr que Enrique Tudor se compadeciera de ella y ordenara al arzobispo que detuviera la investigación. Su tío le había explicado cuan grave era la situación y Catherine había decidido empezar a actuar con sensatez. Si se mostraba asustada no conseguiría salvar a su familia. Para colmo, Dereham se había tomado muy en serio su papel de amante despechado y estaba celoso de Tom Culpeper. Estaba segura de que intuía lo que había habido entre Tom y ella, por lo que decidió concentrar todos sus esfuerzos en sacar de la cárcel a Dereham y a Tom antes de que fueran torturados y confesaran la verdad. La carta que escribió rezaba así:

«Yo, vuestra subdita más afligida, que no merece la consideración de su majestad, deseo confesar mis pecados. Y, aunque no soy merecedora de vuestro perdón, me arrodillo ante vos para pediros que tengáis conmigo la compasión que habéis mostrado para con otros en parecidas circunstancias. A pesar de que no encuentro palabras para expresar mi arrepentimiento, apelo a vuestra bondad y os suplico que tratéis de comprender que mis errores han sido fruto de mi juventud, mi inexperiencia y la fragilidad de mi carácter.

»Empezaré diciendo que cuando era sólo una niña sufrí el acoso del señor Manox, quien acarició aquellas partes de mi cuerpo que una mujer decente no permite que nadie toque ni un hombre de bien osa acariciar.

»En cuanto a Francis Dereham, logró persuadirme para que le permitiera tenderse sobre la cama junto a mí. Después insistió en meterse en la cama conmigo y terminó tratándome como un marido a su esposa. Aquello duró unos tres meses, hasta un año antes del matrimonio de su majestad y lady Ana de Cleves.

«Humildemente suplico a su majestad que tenga en cuenta que esos caballeros consiguieron sus propósitos aprovechándose de la ignorancia y fragilidad de carácter de una muchacha joven e inexperta. Cuando me propusisteis matrimonio, tenía tantos deseos de agradar a su majestad y el deseo de poseer poder y riqueza me cegaba de tal manera que no me detuve a pensar que cometía un grave error al ocultaros estos hechos. Me casé con vos con el firme propósito de seros fiel hasta que la muerte nos separe y doy gracias a Dios por haberme dado con un marido cuya bondad aumenta con el paso del tiempo en lugar de disminuir. Por esta razón pongo mi vida en vuestras generosas manos para que hagáis lo que creáis justo. Sé que merezco un severo castigo pero confío en vuestra infinita bondad y vuestra compasión y os pido perdón una vez más.»

Enrique Tudor suspiró aliviado cuando leyó la carta. ¡Ahora lo comprendía todo! Aquellos sátiros sin escrúpulos se habían cruzado en el camino de su pobre-cita Catherine y se habían aprovechado de su juventud e inexperiencia. Desde luego, no podía continuar casa do con una mujer que había dado palabra de matrimonio y entregado su virginidad a otro hombre, pero por lo menos no iba a tener que decapitarla como a su prima Ana. Sonrió al pensar que Catherine no podía seguir siendo su esposa, pero sí su amante. Después de todo, era una excelente compañera de cama. Un criado que le anunció la llegada del arzobispo Cranmer interrumpió sus pensamientos.

– ¿Qué hay, Tom? -saludó.

– No hay duda, majestad -contestó Thomas Cranmer-: Catherine Howard dio palabra de matrimonio a Francis Dereham antes de venir a palacio. Vuestro matrimonio deberá ser anulado.

– Lo sé -replicó el rey tendiéndole la carta de la reina-. Aquí lo confiesa todo. Me da lástima deshacerme de ella -se lamentó-. Es una muchacha encantadora… la más alegre y bonita de todas las esposas que he tenido. Pero tenéis razón: hay que anular este matrimonio inmediatamente.

– Me temo que todavía hay más, majestad.

– ¡Basta, Tom! -le interrumpió Enrique-. No deseo saber nada más. He querido mucho a esta mujer, más que a ninguna otra, pero nuestra historia de amor debe terminar. Estoy satisfecho con los resultados, así que se acabó la investigación.

El rey regresó a Hampton Court y celebró un gran banquete en el que se hizo acompañar por veintiséis de las damas más hermosas de la corte. No quiso ver a su mujer y se mostró tan alegre y galante con las mujeres como en sus mejores tiempos.

Dos días después, abandonó palacio diciendo que iba a cazar pero en realidad se dirigió a Whitehall, donde celebró una reunión secreta con su Consejo que duró hasta altas horas de la madrugada. Se acostó, comió un poco y reanudó el encuentro, que se prolongó durante el resto del día.

Por su parte, Thomas Cranmer estaba convencido de que podía probar que la reina había cometido adulterio durante los meses que había durado su matrimonio con Enrique Tudor. No tenía nada en contra de Catherine Howard, pero sentía escalofríos cada vez que pensaba que la joven habría podido engendrar un hijo bastardo que algún día habría ocupado el trono de Inglaterra. Logró convencer a la mayoría del Consejo (casi todos enemigos de Thomas Howard) de que era necesario proseguir con la investigación hasta descubrir toda la verdad y de que la reina debía recibir su merecido. El rey, que no deseaba hacer sufrir a Catherine, se opuso, pero acabó accediendo a la petición del Consejo.

Horas después, llegó la corte proveniente de Hamp-ton Court. El duque de Norfolk estaba contrariado porque la reina no había obtenido permiso para abandonar su encierro. Cuando Catherine Howard supo que toda la corte había abandonado palacio dejándola sola volvió a asustarse. A la mañana siguiente recibió la visita del arzobispo Cranmer.

– Exijo saber por qué me han dejado aquí sola -dijo en cuanto le vio.

– No permaneceréis mucho tiempo aquí -replicó Thomas Cranmer-. Pronto seréis trasladada a Syon, hasta que el Consejo decida cuál será vuestra residencia definitiva.

– ¿A Syon? -exclamó Catherine, estupefacta-. ¡Pero si eso está en el campo! ¿Es que no podré volver a vivir en palacio? ¿Qué ha dicho su majestad sobre la carta que le escribí? ¿No me va a perdonar? ¿Es este mi castigo: el exilio en una aburrida casa de campo? ¿Cuánto tiempo deberé permanecer allí?

– Señora, no puedo responder a vuestras preguntas. Todo cuanto puedo deciros es que pronto dejaréis palacio. Se os permitirá viajar acompañada de cuatro don celias y dos criadas y recibiréis trato de reina. Debéis estar preparada para partir dentro de dos días.

– Dos días es muy poco tiempo -protestó la reina-. ¿Cómo voy a hacer el equipaje sin la ayuda de mis damas?

– No es necesario que llevéis todas vuestras pertenencias; encontraréis ropa nueva en Syon. Sir Thomas Seymour se ocupará de vuestros vestidos y los meterá en los baúles junto con las joyas para devolvérselos a su majestad.

Al oír esto, lady Rochford contuvo la respiracióri y la reina abrió unos ojos como platos.

– En cuanto a vos, lady Rochford -añadió el arzobispo-, seréis llevada a la Torre, donde seréis interrogada. Sospecho que no nos habéis contado todo cuanto sabéis sobre el comportamiento de vuestra señora durante estos últimos meses.

– Si os lleváis a lady Rochford, ¿quién me hará compañía? -gimoteó Catherine-. ¿Me quedaré completamente sola?

– Están vuestras camareras.

– ¿Podré escoger a las damas que me acompañarán a Syon?

– Me temo que no, señora.

– ¡Sólo a una, por favor! -suplicó-. ¡Deseo que Nyssa de Winter, la esposa de mi primo Varían venga conmigo! ¡Por favor!

– Veré qué puedo hacer para complaceros -prometió el arzobispo.

Finalmente, Catherine Howard pudo escoger a tres de las cuatro damas que debían acompañarla. La cuarta era lady Bayton, esposa del chambelán de la reina. Catherine eligió a Nyssa de Winter, Kate Carey y Bessie Fitzgerald.

Varían de Winter montó en cólera cuando supo que su prima se llevaba a su esposa a Syon, pero Nyssa salió en defensa de la reina:

– Cranmer está buscando una excusa para condenarla a muerte y acabará encontrándola, aunque para ello tenga que deformar la verdad -aseguró-. Durante los últimos meses he aprendido que aquí todo el mundo acaba obteniendo lo que desea. Tu abuelo y eL obispo Gardiner deseaban que la sucesora de lady Ana fuera católica ortodoxa y lo consiguieron. Ahora Cranmer quiere deshacerse de Catherine y no desistirá hasta lograr su propósito. La muy cabeza de chorlito ha firmado su propia sentencia de muerte. El Consejo no tardará en encontrar pruebas de su adulterio y ése será el fin de Catherine Howard. ¡Si el rey se hubiera conformado con divorciarse de ella quizá le hubiera perdonado la vida! -se lamentó-. Enrique Tudor ha querido a Cat más que a cualquiera de sus otras esposas, pero los reformistas no permitirán que tenga compasión de ella. Cat está condenada a muerte y, aunque se niega a admitirlo, lo sabe. Por eso quiere que sean sus mejores amigas quienes la acompañen en sus últimos momentos. Me siento orgullosa de haber sido escogida pero todavía estoy furiosa con ella por habernos metido en un lío tan gordo y haber puesto en peligro nuestras vidas.

– ¿Qué voy a hacer sin ti? -protestó Varían-. Nunca hemos estado separados desde que nos casamos. Me había acostumbrado a dormir acompañado -añadió estrechándola entre sus brazos y besándola en la frente-. ¿Quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que volvamos a vernos?

– Recuerda que el rey todavía no ha arremetido contra los Howard. Debes permanecer quieto y callado como el conejo en su madriguera cuando el zorro acecha.

– No te preocupes; me desharé del viejo zorro y esperaré impaciente tu regreso.

El duque de Norfolk entró en la habitación y se dirigió a Nyssa: -No lleves mucho equipaje. A la reina sólo se le permite llevar seis vestidos pero ninguna joya, así que escoge tu vestuario con igual discreción. Tu doncella personal puede acompañarte pero es posible que tampoco se permita al servicio entrar y salir de la casa.

– Quiero que me prometáis que Tillie será enviada de vuelta a Riveredge si a Varían o a mí nos ocurre algo -pidió Nyssa.

– Os lo prometo, pero no tenéis nada que temer. Tú y Varían sois De Winter, no Howard.

– Voy a hacer el equipaje -murmuró Nyssa a modo de despedida haciendo una reverencia y dirigiéndose a la puerta.

– ¡Espera! -la detuvo el duque de Norfolk-. Quiero decirte que eres una mujer muy valiente, Nyssa. Empiezo a pensar que hice un gran favor a mi nieto cuando arreglé vuestro matrimonio -añadió. Aquellas palabras eran lo más parecido a una disculpa que Tho-mas Howarad diría jamás.

– Me considero una mujer muy afortunada -replicó Nyssa-. Varían me ama y yo he aprendido a quererle.

Varían asistió en silencio a aquel acto de perdón entre las dos personas que más amaba después de sus hijos. Nyssa y su abuelo eran a la vez iguales y distintos y estaba convencido de que con el tiempo acabarían llevándose bien… Eso si sobrevivían al desastre provocado por Catherine Howard.

Nyssa se dirigió a su habitación y explicó la situación a Tillie.

– No tienes que venir conmigo si no lo deseas

– dijo-. Si lo prefieres, puedes regresar a casa de mi madre.

– Ni hablar -replicó Tillie negando enérgicamente con la cabeza-. Mi tía Heartha me mataría por haber abandonado a mi señora cuando más me necesita. Ade más, estaré orgullosa de poder relatar esta aventura a mis nietos dentro de algunos años.

– Para tener nietos necesitas tener hijos primero -la provocó Nyssa-. ¿Tratas de decirme que estás pensando en casarte?

– Sí -confesó la joven-. Toby y yo hemos decidido casarnos cuando regresemos a Winterhaven. Es un poco lento y bastante tímido, pero es un buen muchacho y ambos tenemos edad suficiente para sentar la cabeza.

Pobre Toby se dijo Nyssa tratando de contener la risa. ¡No se imagina dónde se ha metido! Tillie y él harían una buena pareja y estaba segura de que serían muy felices. Ordenó a su doncella que la ayudara a escoger seis de sus vestidos más sencillos y acabaron decidiéndose por seis sobrefaldas de terciopelo de colores negro, marrón, azul marino, verde oscuro, violeta y naranja y sus correspondientes faldas de satén y brocado. Con la ayuda de una modista arrancaron los adornos de pedrería de los corpinos y sólo dejaron el encaje dorado y plateado que bordeaba el escote y las mangas. Incluyó su ropa interior de algodón, lana y seda, sus medias y un abrigo con cuello de piel pero decidió dejar sus joyas excepto un crucifijo de oro y perlas y su anillo de boda.

– Necesitaréis algunas cofias -dijo Tillie-. Sabéis que a su majestad le gusta que sus damas lleven cofia.

– Tienen demasiados adornos -replicó Nyssa.

– Haremos algunas nuevas. Tenemos tiempo de sobra.

– Gracias, Tillie.

Dos días después, el nuevo guardarropa de Nyssa estaba listo y en la mañana del 13 de noviembre la joven emprendió el viaje a Syon acompañada de Kate Carey y Bessie Fitzgerald. La barca ocupada por la reina, lord Bayton y su esposa les seguía a corta distancia.

Nyssa había tenido que hacer grandes esfuerzos para no romper a llorar cuando se había despedido de Varían pero había logrado mantener la compostura. Su marido la había acompañado hasta el embarcadero, donde sus compañeras la esperaban, y Nyssa había conseguido reprimir el deseo de volver la vista atrás.

Las tres jóvenes estaban cómodamente instaladas en la cabina que un brasero mantenía caliente. Nyssa advirtió que sus amigas estaban muy calladas.

– ¿Creéis que Cat fue infiel al rey? -dijo Kate finalmente.

– Yo diría que sí -respondió Bessie-. ¿Recordáis sus huidas a medianoche del verano pasado? Solía abandonar su habitación en cuanto el rey se retiraba y pasaba horas fuera.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Nyssa, estupefacta. ¿Cómo había podido ser tan indiscreta y confiada? Al parecer, todo el mundo conocía los detalles de su relación con Tom Culpeper pero nadie se atrevía a delatarla.

– Tú no te diste cuenta porque tu tienda estaba muy alejada de la nuestra, pero casi cada noche, a eso de las once, salía y no regresaba hasta las tres o las cuatro de la madrugada. He oído que lady Rochford perdió la razón cuando la llevaron a la Torre -añadió-. No deja de murmurar incongruencias y asegura hablar con su difunto marido y su sobrina Ana. Tienen que vigilarla día y noche porque temen que se lastime.

– ¿De qué servirá el testimonio de una pobre loca?

– se preguntó Nyssa.

– Dicen que tiene algunos momentos de lucidez

– respondió Bessie-. Supongo que aprovechan esos momentos para interrogarla.

– Acabarán descubriéndolo -murmuró Nyssa, que se había quedado pensativa.

– ¿Tú sabes algo? -preguntó Kate.

– No -mintió Nyssa-. Pero salta a la vista que los días de la reina Catherine están contados. Al Consejo sólo le falta decidir si le perdona la vida.

– Eso depende de lo furioso que esté el rey -repuso Kate. La joven era hija de María Bolena, que había sido amante de Enrique Tudor antes que su hermana Ana. Las malas lenguas aseguraban que Enrique, el hermano mayor de Kate, era hijo de su majestad, pero el rey no lo había reconocido.

Las tres jóvenes guardaron silencio y se sumieron en sus pensamientos. El paisaje urbano había desaparecido y en su lugar se extendía el paisaje rural de Midd-lessex. Las ramas desnudas se recortaban sobre el cielo plomizo de noviembre y no había brisa que agitara la superficie del río. Syon era un antiguo convento y Nyssa no pudo contener una sonrisa al pensar que Catherine se sentiría completamente perdida en un lugar tan silencioso y recogido.

El mayordomo de la casa les mostró las dependencias de la reina consistentes en un dormitorio, un vesti-dor, un salón y un pequeño comedor.

– ¿Dónde vamos a dormir sus damas? -preguntó Nyssa con tono autoritario.

– En esa habitación -contestó el mayordomo señalando una puerta cerrada.

– Soy la condesa de March -dijo Nyssa-. ¿No dispondremos de un vestidor ni de una habitación para nuestras doncellas? Ya que vamos a tener que quedarnos aquí espero que seamos tratadas como merecemos.

– Es una habitación muy espaciosa y tiene chime-aseguró el mayordomo-. Hay un vestidor y

nea

una pequeña estancia para vuestras doncellas. ¿Puedo preguntaros el nombre de vuestras acompañantes?

– Os presento a Katherine Carey, la sobrina de su majestad, y a lady Elizabeth Fitzgerald.

– Bienvenidas a Syon, señoras -sonrió inclinando se cortésmente-. Venid conmigo, os mostraré vuestra habitación.

Las guió a través del oscuro pasillo, abrió una puerta de roble y las invitó a entrar en una amplia estancia de forma cuadrada con las paredes cubiertas de tela de lino y con una excelente vista sobre el río. La chimenea era magnífica y la enorme cama con colgaduras de lino del mismo color verde que lucían las pesadas cortinas de terciopelo estaba situada enfrente.

– Es una cama muy cómoda -aseguró el mayordomo dirigiéndose siempre a Nyssa-. Debajo hay un pequeño catre por si otra persona ha de dormir aquí.

– Excelente. Supongo que habrá otro bajo la cama de la reina, ¿verdad? Su majestad debe dormir siempre acompañada por una de nosotras.

– Desde luego, señora. Lord y lady Bayton tienen su propia habitación.

– Está bien -asintió Nyssa, complacida-. ¿Le importaría ayudarnos a entrar nuestro equipaje para que podamos instalarnos? Y haga el favor de avisarnos cuando aviste la barca de su majestad para que podamos salir al vestíbulo a recibirla.

– Sí, señora -contestó el mayordomo antes de retirarse.

Kate y Bessie habían decidido compartir los servicios de una doncella llamada Mavis, una mujer mayor de aspecto maternal. Ella y Tillie se apresuraron a deshacer el equipaje de las jóvenes sin dejar de charlar animadamente. Ambas se mostraron conformes con la pequeña estancia que les había sido asignada y admiraron la enorme cama que las muchachas debían compartir y la chimemea que las mantendría calientes.

Nyssa, Kate y Bessie decidieron dar un paseo por el jardín. Todavía quedaban algunas rosas en la parte sur que se habían librado de las heladas nocturnas. Recogieron algunas y las llevaron a la habitación de la reina, sabedoras de que apreciaría aquel detalle. En ese momento el mayordomo anunció que la barca de su majestad estaba a punto de llegar y las muchachas corrieron hacia el vestíbulo.

– Me pregunto cómo se siente la pobrecilla -murmuró Kate.

Nyssa también se había hecho esa pregunta cientos de veces. Por eso, cuando Catherine descendió de la barca y las saludó como si no ocurriera nada, no supo qué decir. La reina abrazó y besó a sus amigas y aseguró que estaba muy contenta de volver a tenerlas a su lado, pero en ningún momento se mostró preocupada o inquieta.

– Debes estar furiosa conmigo -dijo a Nyssa-. Sé cuánto deseabas pasar las navidades en Riveredge con tu familia.

– No estoy disgustada, sino orgullosa de serviros, majestad -contestó Nyssa.

– En cambio, Enrique está muy enfadado -repuso Cat tomando a su amiga del brazo y echando a andar-. Le escribí una carta muy bonita y estoy segura de que acabará perdonándome. Este retiro no es más que un castigo provisional, así que no debes preocuparte; ¡ya verás qué bien lo vamos a pasar! -añadió con una risita-. Será como en los viejos tiempos, cuando éramos libres y vivíamos felices.

Nyssa no daba crédito a sus oídos. Saltaba a la vista que Cat no comprendía la gravedad de la situación.

– Dicen que lady Rochford se ha vuelto loca -murmuró.

– Me alegro de haberme librado de ella de una vez por todas -replicó Catherine-. Últimamente no dejaba de importunarme. Es una pesada y no me extraña que no haya a vuelto a casarse. ¿Quién iba a querer a una mujer como ella?

Nyssa acompañó a la reina a sus habitaciones.

Cuando las vio, Catherine frunció el ceño y no tardó en protestar:

– No me gusta -dijo torciendo la boca-. No pienso vivir en un cuarto tan pequeño y destartalado. ¡Maldito seas, Enrique Tudor! -exclamó furiosa-. ¡Eres un tacaño! Señor -añadió dirigiéndose a lord Bayton-, quiero que escribáis al rey inmediatamente y le digáis que necesito más espacio.

– Su majestad piensa que ha sido más que generoso con vos -repuso Eduardo Bayton-. Me niego a transmitirle vuestras quejas.

– Muy bien -replicó Cat-. Entonces lo haré yo.

– Majestad, quizá no tengamos que quedarnos aquí demasiado tiempo -intervino Nyssa, deseosa de calmar a la reina-. Para cuando esa carta llegue a manos de vuestro marido puede que vuestras circunstancias hayan cambiado para mejor.

– Bien dicho, lady De Winter -la felicitó lady Bayton cuando estuvieron a solas-. Me temo que vos sois la única que sabe manejar a su majestad. A pesar de la difícil situación en que se encuentra, sigue siendo una jovencita orgullosa y autoritaria.

– Está asustada.

– Pues nadie lo diría.

– Nunca mostrará su miedo en público -contestó Nyssa-. Recordad que es una Howard.

Enrique Manox, el profesor de música de Catherine, fue interrogado por el Consejo y no ocultó que había tratado de seducir a la reina cuando ésta tenía doce años y medio.

– Estaba muy desarrollada para ser una niña de tan corta edad -dijo-. ¡Deberían haberla visto, señores! Tenía los pechos de una mujer de dieciséis años.

– ¿Estuvisteis juntos? -preguntó el duque de Suffolk-. Quiero decir juntos en el sentido bíblico. ¡Quiero la verdad! Vuestra vida está en juego.

– No -contestó Manox negando con la cabeza-. Yo fui el primer hombre que la tocó, pero no quise precipitarme porque era muy joven e inexperta. Iniciar a una mujer es como poner por primera vez una brida a una yegua: debe hacerse con mucho cuidado. Pero cuando la tenía a punto de caramelo apareció ese maldito Dereham y terminó el trabajo que yo había iniciado. ¡Con la cantidad de tiempo y esfuerzo que tuve que emplear en esa jovencita! -se lamentó-. A pesar de su traición, no me habría importado compartirla con él. La buena de Cat era una mujer muy apasionada. Traté de deshacerme de él con la esperanza de que Catherine volviera a mí, pero fracasé. Fui a ver a la duquesa y le dije que si visitaba el dormitorio de Catherine a medianoche descubriría algo que la escandalizaría y la sorprendería.

– ¿Y lo hizo?

– No -respondió Enrique Manox-. Me dio una bofetada, me dijo que no era más que un botarate y amenazó con echarme de su casa si volvía a irle con cuentos sobre las muchachas. No tuve más remedio que retirarme y aceptar mi derrota.

Thomas Howard se mordió el labio inferior e hizo una mueca de desaprobación al pensar cuan irresponsable había sido su madrastra. El Consejo decidió que Enrique Manox no era el hombre que buscaban y que no tenía sentido retenerle durante más tiempo. El joven fue liberado al día siguiente y nunca más se volvió a saber de él.

La siguiente testigo llamada a declarar fue Katheri-ne Tylney, una camarera que había servido a la reina antes y después de su ascensión al trono y parienta lejana de ésta.

– Conocéis a Catherine Howard desde hace mucho tiempo, ¿verdad? -le preguntó el duque de Suffolk.

– Así es -contestó ella-. La conozco desde que vivía en Horsham. Naturalmente, ella era una Howard y estaba por encima mío, así que me puse muy contenta cuando fui escogida para acompañarla a Lambeth.

– ¿Cómo era Catherine Howard?

– Muy testaruda -respondió la camarera sin vacilar-. Era de esas personas que no desisten hasta salirse con la suya. Tenía un corazón de oro, pero era testaruda como una muía.

– Habladme del viaje del pasado verano.

– No comprendo vuestra pregunta -repuso la señora Tylney-. ¿A qué os referís exactamente?

– ¿Cambió su relación con el rey durante esos meses? -inquirió el duque de Suffolk-. ¿Diríais que se comportaba como una buena esposa? ¿Sospechasteis en algún momento que engañaba a su majestad?

– Lady Catherine empezó a comportarse de una forma muy extraña hacia la primavera -recordó la camarera-. Cuando la caravana llegó a Lincoln, todo el mundo se instaló en el campamento, excepto sus majestades, que se alojaron en el castillo. La reina solía abandonar su habitación hacia las once de la noche y no regresaba hasta las cuatro o las cinco de la madrugada.

– ¿Sabéis dónde pasaba la noche? -inquirió el duque de Suffolk mientras sus compañeros se inclinaban y aguzaban el oído.

_La primera vez que su majestad abandonó su habitación, lo hizo acompañada de Margaret Morton y de una servidora. Cuando llegamos a las habitaciones de lady Rochford, nos ordenó volver a la cama pero nosotras la vimos llamar a la puerta y cerrarla con llave. La segunda vez sólo la acompañé yo y me ordenó que la esperara en la habitación de la doncella de lady Rochford. Hacía mucho frío y no salió hasta las cinco de la madrugada.

– ¿Estaba lady Rochford en la habitación con la reina? -preguntó el obispo Gardiner.

– No lo sé, señor. La reina confiaba en mí más que en las demás y me utilizaba como correo. Ella y lady Rochford se enviaban mensajes que no tenían pies ni cabeza.

– ¿Es posible que su majestad se viera con el señor Dereham? -inquirió el conde de Suffolk.

– No, señor. El señor Dereham no apareció hasta que la caravana llegó a Pontefract.

– ¿Hablasteis con alguien sobre el extraño comportamiento de la reina? -quiso saber el duque de Norfolk.

Katherine Tylney miró a Thomas Howard como si se hubiera vuelto loco.

– No, señor. ¿A quién se lo iba a decir? ¿Al rey, quizá? ¿Y qué podía decirle? ¿Que sospechaba que su esposa le engañaba? Yo sólo soy una camarera, una sirvienta. ¿Quién soy yo para criticar a la reina? Nadie me habría creído.

– Gracias, señora Tylney -dijo el conde de Suffolk-. Podéis retiraros, pero quizá volvamos a llamaros a declarar.

Katherine Tylney se despidió de los miembros del Consejo con una reverencia y se retiró a su habitación.

– ¿Qué os ha parecido, caballeros?

– Parece claro que la reina se trae algo entre manos -opinó el conde de Southampton.

– ¿Pero qué? -se preguntó lord Russell-. ¿Y por qué?

– No existe ninguna duda sobre el qué -respondió lord Audley-. Sólo nos falta averiguar con quién.

– Creo que conozco la respuesta a vuestra pregunta -intervino el arzobispo Cranmer-. No tengo pruebas, pero sospecho que Tom Culpeper es nuestro hombre. La reina le aprecia mucho y acompañó a sus majestades durante los cuatro meses que duró el viaje. Estando al servicio del rey, sabía perfectamente cuándo había moros en la costa y cuándo podía visitar a la reina sin miedo a ser sorprendido.

– ¡Por el amor de Dios, Cranmer! -exclamó Tho-mas Howard-. Culpeper llegó a palacio cuando sólo era un pequeño paje y fue criado por el rey. Su majestad le quiere como a un hijo. ¡Es imposible que Tom Culpeper sea nuestro hombre!

– Yo sólo he dicho que sospecho de él, pero que no tengo pruebas -repitió el arzobispo.

– ¿Qué os ha hecho sospechar de él?

– Vuestra sobrina.


nos


– Será mejor que continuemos con los interrogato-intervino el duque de Suffolk, que barruntaba tormenta-. La próxima testigo es Margaret Morton, otra de las camareras de la reina. Hacedla entrar, por favor -ordenó al guardia.

Margaret Morton era una mujer mucho más gruesa y bastante menos atractiva que Katherine Tylney que entró en la sala dándose importancia y saludó a los miembros del Consejo con una reverencia.

– ¿En qué puedo ayudaros, señores? -inquirió sin esperar a ser preguntada.

– La señora Tylney nos ha hablado de las escapadas nocturnas de su majestad… -empezó el duque de Suffolk.

– ¡Oh, sí! -le interrumpió la camarera-. Todo el mundo sabía que su majestad y lady Rochford se traían algo entre manos. Se daban recaditos al oído y se enviaban mensajes ininteligibles. Lady Rochford también llevaba y traía notas escritas.

– Habladnos de lo sucedido una noche en el castillo de Lincoln.

– No fue sólo aquella noche; también ocurrió en York y en Pontefract, señores -aseguró la señora Morton-. Nosotras las doncellas de la reina solíamos entrar y salir de sus habitaciones libremente, pero un día su majestad puso el grito en el cielo cuando la señora Lufflyn entró en su dormitorio sin llamar. La echó de allí con cajas destempladas y nos prohibió volver a entrar sin pedir permiso. Aquella noche se encerró en su habitación con lady Rochford -añadió bajando la voz para atraer la atención del Consejo-. Cerraron la puerta por dentro y la atrancaron, pero ¿qué diríais que ocurrió? ¡El mismísimo Enrique Tu-dor trató de entrar! Supongo que deseaba pasar la noche con ella. No quiero parecer irrespetuosa pero ¡tendrían que haberle visto aporreando la puerta en camisón y gorro de dormir! -dijo con una risita antes de hacer una pausa para comprobar el efecto que su historia producía en el Consejo-. En fin, su majestad empezó a golpear la puerta y lady Rochford preguntó quién era. Nosotras contestamos que su majestad deseaba ver a la reina y lady Rochford ordenó que esperáramos un momento porque se había atascado el cerrojo. Yo tenía el oído pegado a la puerta y escuché voces y carreras en la habitación de su majestad. Finalmente, lady Rochford abrió la puerta, asomó la cabeza y dijo que la reina tenía un terrible dolor de cabeza y rogaba a su majestad que la dejara descansar. El rey, que es todo un caballero y una excelente persona, volvió a su tienda con el rabo entre las piernas. Que Dios me perdone, pero juraría que la reina estaba con un hombre. Los miembros del Consejo intercambiaron miradas inquietas. Finalmente alguien se había atrevido a expresar en voz alta lo que todos sospechaban.

– ¿Y tenéis alguna idea de quién puede ser ese caballero, señora Morton? -preguntó Suffolk.

– Estoy segura de que se trata de Tora Culpeper. No puede ser otro.

– ¿Y qué me decís de Francis Dereham?

– ¿Ese malcarado? ¡Ni hablar! -negó la camarera-. Os digo que se trata de Tom Culpeper. Empezaron a verse con regularidad el pasado mes de abril. Más de una vez sorprendí a la reina asomada a la ventana y tirándole besitos que él le devolvía desde abajo. Una vez estuvieron a solas durante seis horas y cuando salieron sus rostros tenían la misma expresión que el del gato que acaba de comerse al canario. No hace falta ser muy listo para adivinar qué estuvieron haciendo durante ese tiempo -concluyó Margaret Morton esbozando una sonrisa triunfante.

– ¿Y no se lo dijisteis a nadie? -volvió a preguntar el duque de Norfolk.

– Yo sólo soy una humilde camarera y mi trabajo no consiste en chismorrear sobre mi señora -replicó la señora Morton muy digna-. Si lo hubiera hecho, su majestad me habría despedido y yo no habría podido volver a trabajar. Nadie quiere a una criada chismosa.

– Gracias por vuestra colaboración, señora Morton -dijo el duque de Suffolk-. Podéis marcharos.

Cuando Margaret Morton hubo abandonado la sala, el duque de Suffolk se volvió hacia sus compañeros.

– Un testimonio de lo más esclarecedor, ¿no les parece? -suspiró-. Me temo que el arzobispo estaba en lo cierto.

– Señores, no imagináis cuánto me apena comprobar que mis sospechas eran fundadas. Si conseguimos probar que Catherine Howard cometió adulterio me temo que la reina terminará sus días como lo hizo su prima Ana Bolena, que en paz descanse.

– ¿Y a vos qué os importa lo que le ocurra a mi sobrina? -espetó el duque de Norfolk-. ¡Supongo que estáis satisfecho! Ahora sólo os falta encontrar a una mujer de creencias reformistas dispuesta a ocupar el lugar de Catherine -acusó.

– Si no os hubierais mostrado tan impaciente por llevar a los todopoderosos Howard a lo más alto casando a vuestra sobrina con el rey, quizá Enrique Tu-dor hubiera podido encontrar una esposa más adecuada para ocupar el trono de Inglaterra -replicó Thomas Cranmer-. Sois demasiado ambicioso y vuestro castigo será llevar el peso de la muerte de Catherine sobre vuestra conciencia hasta el fin de vuestros días.

– ¿Creéis las palabras de una camarera y no creéis las de una Howard?

– ¿Insinuáis que todo es una conspiración de las camareras de la reina para destronarla? ¡Es absurdo! ¿Por qué querrían hacer algo así?

– Yo qué sé -refunfuñó el duque de Norfolk-. ¿Quién entiende a las mujeres? Son criaturas retorcidas y complicadas.

– Señores, esta discusión no nos conducirá a ninguna parte -intervino el duque de Suffolk-. Otros testigos esperan para ser interrogados.

Alice Restwold y Joan Bulmer corroboraron las palabras de Katherine Tylney y Margaret Morton y, aunque añadieron algunos detalles que sus compañeras desconocían o habían olvidado mencionar, sus relatos eran casi idénticos.

La sesión terminó con la lectura de una carta fechada en la primavera anterior y escrita de puño y letra de la reina que había sido encontrada entre las pertenencias de Tom Culpeper. Contenía numerosas faltas de redacción y ortografía y terminaba con las siguientes palabras: «Tuya hasta que Dios decida quitarme la vida. Catherine.»

Aquella era la prueba que el Consejo necesitaba para acusar a la reina de cometer adulterio con Tom Culpeper. Nadie deseaba comunicar una noticia tan desagradable al rey, pero el duque de Suffolk decidió tomar esa responsabilidad. No sólo era el mejor ami go de Enrique Tudor, sino también el presidente del Consejo.

El rey montó en cólera cuando recibió la noticia de la infidelidad de su esposa y, aunque Suffolk trató de calmarle, le permitió desahogarse.

– ¡Traedme una espada y ensillad mi caballo! -rugió-. ¡Voy a ir a Syon y voy a matar a esa desgraciada con mis propias manos! ¡Yo la quería más que a nadie y la muy falsa me engañaba con otro! Catherine, Catherine, ¿por qué me has hecho esto?

Los miembros del Consejo se encargaron de comunicar a los embajadores de Inglaterra en los países más poderosos de Europa los avatares del matrimonio entre Enrique Tudor y Catherine Howard mediante una carta en la que se calificaba el comportamiento de la reina de «abominable».

Francisco I, rey de Francia y considerado un libertino por el resto de los príncipes europeos, escribió una sentida carta de pésame a su querido hermano Enrique.

«Siento que el comportamiento indecente y atrevido de vuestra esposa os haya causado tan grandes quebraderos de cabeza. Os conozco bien y os tengo por un príncipe virtuoso, prudente y honrado, por lo que me atrevo a aconsejaros que os toméis tan grave ofensa con paciencia y templanza, como hice yo cuando me vi en la misma situación. En lugar de malgastar tiempo y esfuerzos maldiciendo la fragilidad de vuestra esposa, volveos hacia Dios y buscad consuelo en Él. Un monarca poderoso como vos no puede permitir que la ligereza de una mujer doblegue su honor.»

El rey de Francia no pudo reprimir una sonrisa maliciosa cuando entregó la misiva al embajador inglés, sir William Paulet.

– ¡Menuda fierecilla debía ser esa tal Catherine Howard! -comentó haciendo un gesto obsceno.

El 22 de noviembre el Consejo Real decidió retirar el título de reina a Catherine Howard y dos días después redactó la acusación contra ella, un documento en el que se le imputaba «haber llevado antes de su matrimonio una vida licenciosa y abominable basada en los placeres de la carne y el vicio, de comprometer su reputación con varios caballeros como una vulgar prostituta y de haber engañado a su familia adoptando una falsa apariencia de modestia y castidad». También se la inculpaba de haber engañado al rey y de haber puesto en peligro la legitimidad de la casa Tudor.

Catherine, que escuchó la lectura de la acusación en su encierro de Syon, no dio muestras de desolación al saber que ya no era reina de Inglaterra.

– ¿Voy a morir? -preguntó a Nyssa cuando los miembros del Consejo se hubieron retirado.

La pregunta era tan clara y directa que lady Bayton dio un respingo y Kate y Bessie rompieron a sollozar.

– Si te declaran culpable, me temo que sí -respondió Nyssa-. Sabes perfectamente que la traición al rey se castiga con la muerte.

– Ya… -musitó Cat-. Sólo cuentan con el testimonio de mis camareras y yo soy una Howard -añadió para animarse-. ¡Lo negaré todo!

– Lady Rochford, Francis Dereham y Tom Culpe-per son los testigos más importantes y todavía no han sido llamados a declarar -repuso Nyssa-. ¿Cómo pudiste confiar en lady cara de comadreja sabiendo cómo se portó con tu prima Ana? Siempre me he preguntado por qué Thomas Howard no le dio su merecido.

– Porque es una mujer tan débil y vulnerable que puede manipularla a su antojo -contestó Cat-. ¿Conque lady cara de comadreja, eh? -rió-. ¡Qué mote tan acertado!

– Así es como la llamaban mis hermanos.

– ¿Cómo está Giles? -preguntó Catherine, cambiando de tema-. ¿Sigue siendo paje de lady Ana?

– Sí.

– Nyssa, si no nos apresuramos las Navidades se nos echarán encima. He visto un magnífico grupo de árboles detrás de la casa, en dirección norte. Lady Bayton, ¿creéis que podemos arrancar unas cuantas ramas para adornar las habitaciones? También necesitaremos velas y un gran árbol de Navidad.

¡Así que Cat daba por zanjada la cuestión de su traición al rey y su posible muerte! Como de costumbre, cambiaba de tema cuando llegaba el momento de tratar cuestiones desagradables, pero Nyssa sabía que su amiga era consciente de todo cuanto ocurría a su alrededor y del peligro que corría su vida. Aquellas serían sus últimas Navidades juntas y no había nada de malo en hacer de esos días los más felices de la corta vida de la reina.

– Y una gran jarra de cerveza con especias y frutas y manzanas asadas -dijo-. Las manzanas asadas nunca faltan en Riveredge en Navidad.

– Me gustaría comer jabalí servido con una manzana en la boca -intervino Kate Carey-. ¡Ofrece un espectáculo tan impresionante en la mesa!

– Pues yo quiero música -añadió Bessie.

– ¡Tienes razón, la música no puede faltar! -exclamó Cat.

– ¿Ha perdido el juicio? -preguntó lady Bayton, asombrada por el entusiasmo mostrado por Catherine a la hora de organizar los preparativos-. ¿No se da cuenta de que su reputación está arruinada, de que el rey se va a divorciar de ella y de que es una mujer condenada a muerte?

– Ya lo creo que se da cuenta -respondió Nyssa-. Pero es demasiado orgullosa para mostrar miedo o inquietud delante de sus damas. Además, Cat es de esas personas que huyen de los problemas en lugar de enfrentarlos y me temo que es demasiado tarde para hacerla cambiar. Mientras duren los preparativos y las fiestas se sentirá feliz; después… ¿quién sabe?

– Dicen que el rey va a volver a casarse con lady Ana de Cleves -dijo la mujer del chambelán bajando la voz-. A mí me parece una buena idea; lady Ana es una dama encantadora y muy discreta.

Lady Bayton sentía predilección por Nyssa. Como ella, estaba casada, tenía hijos y hacía gala de un gran sentido común. Kate y Bessie le parecían buenas chicas, pero eran demasiado jóvenes e ingenuas.

– No creo que su majestad vuelva a casarse con lady Ana -replicó Nyssa-. Son buenos amigos y se tienen un gran respeto, pero no se llevan bien como pareja.

– ¡Qué lástima! -se lamentó lady Bayton sin atreverse a contradecir a Nyssa. Sabía que una gran amistad la unía a la anterior reina y que su hermano menor era uno de sus pajes.

– ¿Sabéis cuándo piensa el Consejo interrogar a lady Rochford?

– Mi marido asegura que lo harán mañana. No comprendo cómo una dama de su edad y experiencia no supo aconsejar mejor a esta jovencita. ¡Cualquiera diría que la empujó a echarse en brazos de su amante! Las camareras aseguran que no hizo nada por evitar esos encuentros y yo las creo. ¡Yo, en su lugar, estaría muerta de miedo!

Pero lady Rochford no temía a los miembros del Consejo. Los días pasados en soledad le habían ayudado a recuperar la cordura y el dominio de sí misma. Se presentó ante el Consejo vestida con sus mejores galas: un vestido de terciopelo negro y una cofia bordada con perlas. Se sentó ante ellos muy rígida y fijó la mirada en el vacío.

– Parece una cuerda de laúd a punto de romperse -susurró lord Audley a sir William Paulet, que había regresado a Inglaterra para entregar a Enrique Tudor la carta del rey de Francia. Sir William miró a lady Rochford y asintió.

– ¿Podríais decir al Consejo cuándo empezó Ca-therine Howard a ser infiel al rey, señora?

– La pasada primavera -respondió ella sin vacilar.

– ¿Fue Catherine Howard quien buscó la compañía de Tom Culpeper o ocurrió al revés?

– Al principio era él quien buscaba la compañía de la reina. Siempre estuvo loco por ella y cuando eran unos niños hablaban de casarse, pero Enrique Tudor dio al traste con el idilio. Sin embargo, Tom es un joven muy testarudo y nunca dejó de importunarla. La reina solía echarle con cajas destempladas pero cuando su majestad cayó enfermo y la echó de su lado, empezó a sentirse sola.

– ¿Estáis segura de que ocurrió la pasada primavera? -insistió el duque de Suffolk.

– Sí. Si no recuerdo mal, corría el mes de abril.

– ¿Dónde se producían los encuentros secretos?

– En mis habitaciones -contestó lady Rochford sin poder contener una sonrisa-. Yo hacía guardia en la puerta para evitar que fueran sorprendidos.

– Está completamente loca -susurró el conde de Southampton.

– Pues yo la veo muy tranquila -replicó el duque de Suffolk-. Además, su declaración tiene sentido. Cualquiera diría que se siente orgullosa de ser cómplice de esta traición. Podéis continuar, señora -invitó.

– Como bien han dicho las camareras, mi misión era hacer de correo entre los amantes. ¿Sabíais que la reina llamaba a Culpeper «mi pequeño tontito»? ¡Ella sí que se estaba comportando como una tonta! Cada vez que Culpeper se negaba a complacerla le recordaba que había otros esperando ocupar su lugar. ¡Se volvía loco de celos!

– ¿Sabéis si Catherine Howard y Tom Culpeper mantuvieron relaciones?

– Desde luego que sí -asintió lady Rochford-. Este verano, mientras viajábamos hacia el norte, no siempre podía abandonar mis habitaciones sin despertar sospechas, así que fui testigo de su pasión en numerosas ocasiones.

El duque de Norfolk estaba aturdido como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza.

– ¿Por qué permitisteis que mi sobrina siguiera adelante con esa locura? -espetó-. ¿Por qué no vinisteis a contarme lo que estaba ocurriendo?

– ¿Y por qué tendría que haberlo hecho? -replicó lady Rochford dirigiéndole una mirada cargada de odio-. ¿Recordáis la última vez que fui llamada a declarar ante este Consejo? Malinterpretasteis mis palabras y asesinasteis a mi esposo. Gracias a su sacrificio, su majestad pudo divorciarse de su esposa y casarse con otra. ¡Qué se le rompa el corazón en mil pedazos como él rompió el mío! -exclamó, histérica-. Por eso permití que Catherine Howard se lanzara de cabeza al precipicio. ¿Por qué tendría que haberlo evitado? Incluso si yo no hubiera estado allí para encubrirla, habría acabado traicionando al rey. Es una ramera.

El Consejo Real guardó silencio durante unos momentos mientras lady Rochford estallaba en estridentes carcajadas. Un escalofrío recorrió la espalda de los presentes.

– Llévensela -ordenó el duque de Suffolk a los guardias antes de volverse hacia sus compañeros-. Aunque necesitamos testimonios que confirmen el adulterio de la reina, propongo que el contenido de la declaración de esta dama no salga de esta habitación. ¿Están de acuerdo, señores?

Todos los miembros del Consejo asintieron. Se acabó, pensó el duque de Norfolk, un hombre poco dado a mostrar sus emociones en público. El testimonio de lady Rochford acababa de hundir definitivamente a la familia Howard y se sentía demasiado abrumado para luchar.

– Creo que hemos tenido suficiente por hoy -dijo el duque de Suffolk dando la reunión por concluida-. Les espero aquí mañana a la misma hora para interrogar al señor Tom Culpeper.

Todos asintieron, abandonaron la sala y se dirigieron al embarcadero. Thomas Howard advirtió que nadie quería acompañarle en su barca. Sonrió para sus adentros y ordenó al barquero que se dirigiera a Whi-tehall a toda velocidad. Una vez allí, se encerró en su habitación y llamó a su nieto.

– Se acabó -dijo-. Lady Rochford nos ha hundido -añadió antes de relatarle la dramática confesión de la dama.

– ¿Cuánto tiempo crees que le queda a Catherine?

– Culpeper y Dereham todavía tienen que ser juzgados. Serán declarados culpables, condenados a muerte y ejecutados antes de las fiestas de Navidad. El Consejo reanudará los interrogatorios después del día de Reyes y no los interrumpirá hasta conseguir que Catherine sea condenada a muerte y ejecutada en la Torre. Lady Rochford morirá con ella.

– ¿Y qué les ocurrirá a Nyssa y al resto de las damas que acompañan a Cat? -quiso saber Varían.

– Permanecerán con ella hasta el día de su ejecución.

– ¿Saben lo que está ocurriendo?

– Sólo saben lo que les cuentan.

– Quiero ver a Nyssa -declaró el conde de March-. Sé que los Howard han perdido el favor del rey, pero ¿crees que existe alguna posibilidad de que me dejen verla?

– Será mejor que esperes hasta que terminen los in terrogatorios -aconsejó Thomas Howard-. Quizá logre convencer a Charles Howard de que te permita hacerle una corta visita.

– ¿Qué os ocurrirá al resto de los Howard que vivís en palacio?

– Volveremos a caer en desgracia, tal vez para siempre -contestó el duque de Norfolk esbozando una sonrisa triste-. Dos mujeres de nuestra familia han sido reinas y ninguna de las dos ha sabido estar a la altura de las circunstancias. No es una buena propaganda, ¿no te parece? Considérate afortunado por ser un De Winter.

– Mi madre era una Howard y estoy orgulloso de ello -replicó Varían.

– Voy a echarme un rato -murmuró Thomas Howard con lágrimas en los ojos-. Será mejor que descanse mientras pueda.

Adiós a sus sueños de poder, se dijo el conde de March mientras le veía alejarse. Recordó que Nyssa había dicho una vez que Thomas Howard le había arrebatado sus sueños más anhelados y seguramente pensaría que el cabeza de la familia Howard había recibido su merecido al probar un poco de su propia medicina, pero también sabía que no era tan mezquina como para regocijarse con la caída de los Howard.


Thomas Culpeper compareció ante el Consejo vestido con un sencillo traje negro, como correspondía a un hombre de su posición en una ocasión como aquella. Sus ojos azules brillaban intensamente y miraban desafiantes a los miembros del Consejo.

– ¿Estáis enamorado de Catherine Howard, la mujer que hasta hace poco tiempo era reina de Inglaterra?

– inquirió el duque de Suffolk.

– Sí, lo estoy.

– ¿Desde cuándo?

– Desde que éramos niños, señor.

– A'pesar de que era una mujer casada y su marido era vuestro rey y el hombre que os trajo a la corte y os educó, la sudujisteis, ¿no es así?

– Para mí sólo era un juego, un pasatiempo más

– se defendió Tom Culpeper-. Nunca pensé que me correspondería. Al principio me rechazó y, cuanto más empeño ponía yo en acercarme a ella, más se resistía. Pero un día el rey se puso enfermo y se negó a ver a su esposa durante semanas. Catherine se sentía muy sola y, casi sin querer, empezó a prestar atención a mis tentativas de acercamiento. Yo me sentía el hombre más afortunado de la tierra: la mujer a quien siempre había amado por fin me correspondía.

– ¿Y cómo manifestasteis el amor que sentíais por ella? -preguntó el duque de Suffolk mientras daba gracias a Dios por haber conseguido evitar que el rey presenciara la declaración de aquel traidor.

– Yo temía que el rey nos descubriera y trataba de ser discreto, pero Cat aprovechaba cualquier oportunidad para estar a solas conmigo. ¡Me parecía una locura pero era magnífico!

– ¿La besasteis?

– Sí, señor.

– ¿La acariciasteis?

– También la acaricié donde sólo su marido podía haberlo hecho.

– ¿Os acostasteis con ella?

– Aunque lo hubiera hecho, nunca lo admitiría públicamente. No sería honrado.

– ¿Cómo os atrevéis a dar lecciones de moral a este tribunal? -intervino el duque de Norfolk, lívido de ira-. ¿Quién es honrado? ¿Vos, pedazo de alcornoque? Confesáis haber besado y acariciado a mi sobrina, una mujer casada, la esposa de vuestro rey, y ¿os consideráis honrado? Si lo que pretendéis es proteger a Ca-therine, sabed que Jane Rochford ha confesado haber sido testigo de vuestros encuentros secretos.

– La moral de lady Rochford es sólo comparable a la de las prostitutas del puente de Londres -replicó Tom Culpeper-. Me importa un comino lo que haya declarado esa loca; no diré nada que pueda perjudicar a mi amada reina. Perdéis el tiempo conmigo, señores -concluyó mirando al tribunal con gesto desafiante.

Thomas Culpeper fue expulsado de la sala inmediatamente.

– Tiene que confesar -dijo lord Sadler-. Quizá si le torturamos un poco…

– Podéis torturarle hasta la muerte, pero nunca confesará que fue amante de la reina -opinó lord Russell.

– Yo creo que su actitud arrogante y su negativa a confesar prueban que es culpable -intervino lord Audley.

– Estoy de acuerdo -asintió el conde de Sout-hampton-. El muy tonto está enamorado de ella y los hombres enamorados suelen comportarse como locos irresponsables.

– Que Dios se apiade de sus almas -murmuró el obispo Gardiner.

– Deberíamos volver a interrogar a la reina -propuso el arzobispo Cranmer.

– ¿Y qué conseguiréis con eso? -saltó Thomas Howard-. Mi sobrina no tiene ni una pizca de sentido común y se niega a reconocer la gravedad de la situación. ¡La muy ilusa cree que el rey la perdonará!

– No es una mala idea -repuso el duque de Suffolk-. Aunque no consigamos sacarle nada, contamos con las declaraciones de los otros testigos. Pero no debe saber que Culpeper trata de protegerla -añadió-. Podríamos decirle que sospechamos que ha mentido al Consejo para salvar el pellejo. Quizá Ca-therine aproveche la oportunidad para vengarse de él y confiese toda la verdad.

– No es necesario que vayamos todos -dijo el duque de Norfolk-. Si me lo permitís, me gustaría formar parte de la comitiva. Después de todo, Catheri-ne es mi sobrina y soy responsable de su comportamiento.

– Está bien -accedió Suffolk-. Gardiner, South-ampton y Richard Sampson nos acompañarán.

Richard Sampson era el deán de la capilla real y se decía que no se había perdido ni una sola reunión desde que había sido elegido miembro del Consejo. Ostentaba el cargo de obispo de Chichester y todos le tenían por un hombre justo.

– Os acompañaré con mucho gusto ••-asintió.

Los cinco miembros del Consejo navegaron río arriba hasta Syon, donde encontraron a Catherine Ho-ward tocando el laúd y cantando una canción dedicada a su prima Ana que el rey había compuesto hacía algunos años:

¡Ay de mí, amor mío! Me has roto el corazón al apartarme de tu lado porque yo te quería y apreciaba tu compañía.

Mi amor y mi alegría eran la Dama de las Mangas

{Verdes.

La Dama de las Mangas Verdes tenía un corazón de

{oro, pero ¿qué le ocurrió a nuestro amor?

Te di todo cuanto una mujer podía desear y Dios sabe que lo hice de buena gana. Tocabas el laúd y cantabas con el corazón pero no

{me amabas.

Mi amor y mi alegría eran la Dama de las Mangas

{Verdes.

La Dama de las Mangas Verdes tenía un corazón de

{oro, pero ¿qué le ocurrió a nuestro amor?

Los miembros del Consejo escucharon embelesados la hermosa balada pero, en cuanto la última nota murió en la garganta de Catherine, el duque de Suffolk dio un paso al frente dispuesto a romper el hechizo.

– Hemos venido a interrogaros, señora -dijo inclinándose cortésmente-. Las declaraciones de algunos testigos nos han obligado a volver para escuchar qué tenéis que decir en vuestra defensa.

– ¿Quién ha hablado mal de mí? -replicó Catherine levantando la barbilla y arrugando la nariz en un gesto desdeñoso-. ¿Ha sido lady Rochford? Es una pobre loca. ¡No iréis a decirme que dais más crédito a su testimonio que al mío!

– El señor Thomas Culpeper ha confesado haber mantenido relaciones con vos durante meses y lady Rochford asegura que es verdad.

– No tengo nada que decir -respondió la obstinada Catherine.

El obispo Sampson se adelantó y tomó una mano de la joven entre las suyas. Estaba helada. Pobrecilla, pensó. Debe de estar aterrorizada.

– Hija mía, por el bien de tu alma te ruego que confieses tus pecados para que pueda absolverte -dijo con voz suave con la esperanza de persuadirla.

– Agradezco vuestra preocupación por la salvación de mi alma, pero me niego a volver a declarar ante el Consejo -replicó Cat soltándole la mano y volviendo a tomar su laúd.

– ¡Catherine, eres una idiota! -rugió Thomas Ho-ward-. ¿No te das cuenta de que tu vida corre peligro? ¡Vas a ser condenada a muerte!

– La muerte es algo que todos debemos enfrentar desde el momento en que nacemos, tío -repuso Cat apartando la mirada del laúd durante unos segundos-. Ni siquiera tú eres inmortal.

– Entonces, ¿negáis haber mantenido relaciones con el señor Tom Culpeper? -insistió el duque de Suffolk.

– Ni niego ni confieso haber hecho nada -contestó la testaruda joven.

Los miembros del Consejo abandonaron Syon visiblemente decepcionados.

– Trata de proteger a su amante -dijo Southamp-ton-. O por lo menos eso cree ella.

– Es una tragedia para todos -suspiró el obispo Gardiner.

El 1 de diciembre se celebró el juicio contra Tom Culpeper y Francis Dereham. Dereham fue acusado de intento de traición, de haberse aprovechado de la reina para obtener un puesto en palacio y de negar haber dado palabra de matrimonio a Catherine Howard. El joven se declaró inocente.

Thomas Culpeper fue acusado de haber cometido adulterio con la reina Catherine. Cuando se dio cuenta de que no podía hacer nada por salvar la vida de su amada ni la suya, Culpeper, que hasta entonces había asegurado ser inocente, se declaró culpable ante el tribunal y expresó su deseo de tranquilizar su conciencia. Aquella era la única salida honrosa que le quedaba después de haberse enfrentado a los demoledores testimonios de lady Rochford y las camareras.

Fue Thomas Howard, duque de Norfolk, quien les declaró culpables y leyó en voz alta la sentencia:

– Se os condena a morir ahorcados en la plaza de Tyburn. Llegaréis hasta allí arrastrados por un carro, se os abrirá el vientre y vuestras entrañas serán quemadas. Después seréis colgados y descuartizados. Que Dios se apiade de vuestras almas.

El 6 de diciembre Francis Dereham volvió a ser torturado. El Consejo le había condenado a muerte y creía que no perdía nada al intentar hacerle confesar que había mantenido relaciones con Catherine Howard cuando ésta era una mujer casada. Sin embargo, Dereham volvió a negar las acusaciones.

Las familias de los condenados apelaron al Consejo en un intento desesperado por conmutar la sentencia por una muerte más digna y menos cruel. Culpeper provenía de una familia noble y el tribunal decidió apiadarse de él: sería llevado hasta Tyburn arrastrado por un carro y allí sería decapitado. Francis Dereham no tuvo tanta suerte; su familia no era noble ni poderosa y no pudo interceder por él.

A pesar de que el 10 de diciembre amaneció frío y lluvioso, los habitantes de Tyburn se agolparon en la plaza para presenciar la ejecución y arrojaron basura y restos de animales muertos al paso de los condenados. Cuando llegó la hora de ejecutar a Culpeper se descubrió que no había tajo, por lo que el joven tuvo que arrodillarse y apoyar la cabeza en el suelo mientras rezaba sus últimas oraciones. El verdugo le seccionó la cabeza de un solo golpe seco y certero.

Francis Dereham, en cambio, sufrió una agonía larga y cruel. Fue colgado hasta que su rostro y su lengua adoptaron un tono azul violáceo. Entonces, sus verdugos le tendieron en el suelo y le sujetaron brazos y piernas mientras le abrían el vientre en canal. Los espasmos de dolor sacudían a Francis Dereham mientras la enfervorizada multitud estallaba en vítores y aplausos. Cuando los verdugos arrastraron al condenado y le obligaron a ponerse en pie, Dereham estaba casi inconsciente. De un hachazo le arrancaron la cabeza, descuartizaron su cuerpo en cuatro partes y las enterraron en tierra no sagrada en dirección a los cuatro puntos cardinales. Su cabeza y la de Tom Culpeper fueron llevadas en procesión hasta el puente de Londres, donde quedaron expuestas a merced de los curiosos y las aves carroñeras.

Mientras tanto, Catherine se afanaba en decorar la casa y no sabía que su amante había sido ejecutado aquel frío día de diciembre. Tampoco sabía que el rey había ordenado detener y encerrar a sus tíos lord Wi-lliam y Margaret Howard, a la familia de su hermano Enrique y a su tía, la condesa de Bridgewater, y que les había acusado de cómplices de traición. La duquesa Agnes, que mantenía vivo en la memoria el recuerdo de los últimos momentos de la condesa de Salysbury, se fingió enferma para evitar ser encerrada en la Torre. El Consejo envió a un reputado doctor a Lambeth, quien examinó a la dama y aseguró que se encontraba en per fecto estado de salud. Varían de Winter, conde de March y nieto de Thomas Howard, también fue detenido y encerrado junto a sus parientes.

El duque de Norfolk había huido de Londres en cuanto se había declarado culpables a Tom Culpeper y Francis Dereham. Una vez a salvo en su castillo, escribió una carta en la que pedía perdón al rey por las faltas cometidas por sus sobrinas Ana y Catherine y le rogaba que no le retirara su favor tras asegurar que «se arrodillaba ante él y le besaba los pies». Aunque Enrique Tudor estaba furioso con los Howard, apreciaba al duque, por lo que le perdonó pero se propuso no devolverle el poder perdido. El duque de Norfolk era un hombre práctico y eficiente y un excelente tesorero y no deseaba cometer el error de deshacerse de una persona así, como había ocurrido con Thomas Cromwell.

Las Navidades sorprendieron a la corte sumida en la melancolía y la depresión producida por las últimas detenciones y ejecuciones. Todo el mundo había empezado a darse cuenta de que el rey se había convertido en un anciano y se comportaba como tal. Había repudiado a su reina y las personas más influyentes de palacio habían sido encarceladas o habían pedido permiso al secretario de su majestad para pasar las vacaciones lejos de palacio con sus familias. Los días transcurrían monótonos y aburridos. El rey salía de caza cada mañana y pasaba la tarde sentado en su sillón bebiendo, eructando y arrojando ruidosas ventosidades.

En Syon, en cambio, el ambiente era más alegre. Lord Bayton era un buen hombre y no pudo negarse a que su prisionera y sus damas salieran al bosque a buscar ramas para adornar la vivienda. Aunque el día de la excursión amaneció frío, Cat, Nyssa, Bessie y Kate salieron escoltadas por guardias.

– Espero que el rey no se entere -dijo lady Bayton inquieta.

– No hacen daño a nadie -replicó su marido-. Lady Catherine no ha sido acusada y condenada todavía y éstas serán sus últimas Navidades. No tengo corazón para negarle un capricho tan inocente como salir a buscar hojas y ramas -añadió volviéndose hacia la ventana. Las jóvenes se movían entre los árboles desnudos de hojas y sus siluetas se recortaban contra el cielo gris plomizo-. Va a nevar otra vez.

– No comprendo a esa niña -dijo lady Bayton-. Lady De Winter asegura que es consciente de todo cuanto ocurre a su alrededor pero que se niega a enfrentar sus problemas. ¿Crees que tiene razón? La reina, quiero decir Catherine Howard -se corrigió-, me parece una muchacha frivola e irresponsable.

– Di a lady De Winter que su marido ha sido arrestado y encerrado en la Torre junto con el resto de la familia Howard -dijo el chambelán, que no había oído la pregunta de su esposa-. Dile también que no corre peligro. El rey está buscando un chivo expiatorio y, por si acaso, Thomas Howard se ha refugiado en Leddinghall. Es astuto como un zorro y tiene más vidas que un gato.

– Pobre lady De Winter -suspiró lady Bayton-. Es una joven sensata y agradable que daría cualquier cosa por regresar a su casa. Hace cuatro meses que no ve a sus hijos ¡y su marido ni siquiera es un Howard! ¡Es injusto!

– Thomas Howard es abuelo del conde de March y supongo que el rey quiere castigarle encerrando a su único nieto. El conde de Surrey, el hijo del duque de Norfojk, también se ha refugiado en el castillo de su padre pero Varían de Winter estaba en Whitehall esperando la vuelta de su esposa y no pudo escapar.

Lord Bayton se asomó a la ventana y vio a Cat Howard revolcándose en la nieve como una niña pequeña. Los guardias contemplaban la escena y sonreían divertidos.

– ¡Mirad aquel arbusto de acebo! -exclamó dirigiéndose a sus amigas mientras uno de los guardias le alargaba un cestillo-. ¡Está cuajado de frutos!

– ¡Y aquí hay bayas, laurel y boj! -añadió Nyssa.

Las muchachas cortaron las ramas más verdes y llenaron varias cestas que los guardias cargaron de vuelta a casa. Desde lo alto de la colina se divisaba el Támesis con las orillas cubiertas de nieve de entre la que sobresalían algunas briznas de hierba que suavizaban la dureza del paisaje. En cuanto empezó a nevar las jóvenes corrieron hacia la casa y se refugiaron junto a la chimenea encendida. Nyssa tenía los pies helados.

– No tenemos velas -dijo Catherine-. ¿Dónde se han visto unas Navidades sin velas? Para hacerlas necesito cera, moldes de varias formas y tamaños, hilo de algodón, esencia de rosa y de lavanda y bayas. Mañana a primera hora quiero tener todo aquí -exigió.

– Dejadlo en mis manos -contestó lord Bayton ante el asombro de su esposa.

– ¿Te has vuelto loco? -preguntó ella aquella no-, che-. ¿De dónde vas a sacar la cera y las esencias?

– Confía en mí -contestó el chambelán con aire misterioso-. Catherine Howard tendrá todo lo necesario para fabricar sus velas. ¿Has hablado con lady De Winter?

– Todavía no. Estoy esperando el momento apropiado.

Las muchachas pasaron la mañana siguiente llenando los moldes con cera, perfumando las velas con esencia de lavanda y rosas y dejándolas secar sobre la mesa de la cocina. Horas después estaban listas para ser encendidas. Mientras tanto, decoraron las habitaciones con ramas de pino y guirnaldas hechas con hojas de laurel, acebo y boj. Una vez encendidas, las velas representaban la estrella de Belén.

Sin embargo, no pudieron cumplir con algunas de las tradiciones más populares, como la caza del jabalí o el lord Misrule.1 Incluso Cat consideró poco apropiado pedir a lady Bayton que se disfrazara de ese personaje. El día de Nochebuena lord Bayton propuso a las muchachas salir al bosque a buscar el tronco de Navidad.2 Pretextando que necesitaba algo de ayuda, lady Bayton pidió a Nyssa que se quedara con ella.

1. Persona encargada de supervisar los juegos y diversiones durante la época navideña. (N, de la T.)

2. Leño que se quema en Nochebuena (N. de la T.)

– Mi marido estuvo en Londres el otro día -dijo cuando estuvieron a solas-. El rey ha encerrado a todos los Howard en la Torre.

– ¡Dios mío! -exclamó Nyssa adivinando lo que lady Bayton trataba de decirle-. ¿Varían también…?

– Lo siento, querida. Lord Bayton y yo creemos que vuestro marido es inocente. ¡Ni siquiera es un Howard!

– ¿Quién más ha sido detenido? -preguntó la joven, arrepentida por no haber huido cuando habían tenido la oportunidad de hacerlo-. ¿Y dónde están Thomas Howard y su hijo? -quiso saber cuando lady Bayton hubo contestado a su pregunta-. ¿Cómo se las han arreglado para escapar de la ira del rey?

– Huyeron de Londres juntos.

– Lo imaginaba. Advertí a Varían de que su abuelo no dudaría en abandonarle en cuanto viera la más mínima posibilidad de salvar el pellejo. El duque de Norfolk tiene el instinto de supervivencia muy desarrollado.

– Mi marido asegura que el rey no hará ningún daño a sus prisioneros. Está furioso con Catherine y no sabe lo que hace pero en cuanto se calme un poco les dejará libres.

– ¡Ojalá sea así! -suspiró Nyssa, que no sabía si debía creer a su amiga. Quizá sólo trataba de animarla y no le había dicho toda la verdad por miedo a preocu parla. Si sigo pensando en Varían encerrado en la Torre me volveré loca, se dijo. Tengo que ser fuerte-. ¿Sabéis hacer pan de azúcar? -preguntó de improviso.

– ¿Vais a poneros a cocinar ahora? -exclamó lady Bayton, sorprendida-. Salta a la vista que sois una mujer del campo. Yo también lo soy y estaré encantada de ayudaros. ¡Vamos a la cocina!

El pan de azúcar era un postre delicioso y un dulce típico de Navidad que no se comía en ninguna otra época del año. Primero había que tamizar la harina, después ponerla a hervir en leche hasta que se deshiciera y, por último, añadir el azúcar. Nyssa y lady Bayton encontraron todos los ingredientes en la cocina y se pusieron manos a la obra.

La pequeña habitación que hacía las veces de salón había sido decorada con gusto exquisito y las velas estaban encendidas cuando Cat, Kate y Bessie llegaron con el tronco de navidad acompañadas del resto de los criados. Ésta era la única época del año en que se pasaban por alto las diferencias sociales.

Nyssa sonrió al ver a Cat sentada sobre el tronco que sus damas arrastraban y cantando a pleno pulmón una de las canciones que se entonaban para ahuyentar a los espíritus malignos que lo habitaban:

Lavaos bien las manos o el fuego no escuchará vuestros deseos, porque todas las doncellas sabéis que las manos sucias apagan la hoguera que

{encendéis.

Todos se acercaron y lo tocaron para que les diera buena suerte. Finalmente, fue colocado en la chimenea y Catherine le prendió fuego. La madera de roble estaba muy seca y el tronco prendió enseguida. Catherine lo contemplaba con ojos brillantes de emoción.

A continuación se sirvió la cena, consistente en pescado asado servido con berros, jamón, una pierna de cordero, capón relleno de frutas y nueces, pato asado con salsa de ciruelas, nabos con mantequilla y nuez moscada, zanahorias y lechuga, todo ello regado con vino aromatizado con canela y cerveza. El pan y la mantequilla habían sido hechos aquella misma mañana y el queso había sido traído de una granja vecina. El ejercicio al aire libre había abierto el apetito a las muchachas pero Nyssa fue incapaz de probar bocado.

Aunque no había músicos, Cat tenía su laúd y mientras el grueso leño ardía en la chimenea la joven cantó villancicos navideños para sus amigas. Aquellos que no la conocían bien se preguntaban cómo era posible que una joven tan malvada poseyera una voz tan dulce y un rostro tan hermoso. Dos hombres habían muerto ya por su culpa.

Por la tarde se sirvió el pan de azúcar acompañado de cerveza. Cuando Cat lo vio, aplaudió como una niña.

– ¡Pan de azúcar! -exclamó-. Creo que no lo he comido desde que salí de Horsham. ¿Quién lo ha hecho? ¡Está delicioso! -aseguró con la boca llena.

– Lady Bayton y yo -respondió Nyssa-. Por eso no os he acompañado a buscar el tronco de Navidad. Me alegro de que te guste.

A medianoche Cat, sus damas y lady Bayton salieron al jardín. Hacía mucho frío pero el cielo estaba despejado y la luna las envolvía con su haz de luz plateada. El alegre repicar de las campanas de las iglesias vecinas e incluso las de la abadía de Westminster llegó a sus oídos. Aquella noche se celebraba el nacimiento de Jesús y las muchachas se dirigieron a la capilla, donde asistieron a la misa del Gallo.

Catherine Howard se empeñó en celebrar cada uno de los doce días de Navidad. Cada noche bailaban, ju gabán a la gallina ciega, a las prendas y a las cartas y charlaban hasta altas horas de la madrugada. Era lo único que podían hacer sin bailes de máscaras ni niños que cantaran villancicos a cambio de unas monedas o un pedazo de pastel. Por orden expresa de la reina, ninguno de los mendigos que llamó a la puerta pidiendo un poco de cerveza se marchó con las manos vacías. Lord Bayton sabía que Enrique Tudor se pondría furioso si se enteraba de que Catherine lo estaba pasando en grande, pero no se atrevía a negarle ningún capricho. Una noche, Nyssa se decidió a explicar a sus amigas la situación de Varian. Kate y Bessie se echaron a llorar.

– Una reacción muy propia de Enrique -dijo Cat-. Ni una sola de las personas encerradas en la Torre tiene la culpa de que yo le haya sido infiel. Imagino que mi tío el duque de Norfolk habrá huido.

– Naturalmente -contestó Nyssa con sequedad.

– Entiendo que me odies. Si yo no hubiera insistido hasta que el rey os obligó a venir a palacio estarías a salvo en Winterhaven con tu marido y tus hijos.

– No te odio, Cat, y tampoco puedo hacer nada por cambiar lo que ha ocurrido, pero no soy ninguna santa y estoy furiosa contigo por haber puesto en peligro la vida de mi marido y mis hijos con tu irresponsable comportamiento.

– Enrique no hará ningún daño a Varian -aseguró Catherine-. No es un Howard.

– Todos decís lo mismo, pero parecéis olvidar que es el único nieto de Thomas Howard.

Aquélla fue la última vez que las muchachas hablaron sobre el injusto encierro de Varian y cuando concluyeron las celebraciones todas se preguntaron qué iba a ocurrir. El 21 de enero el gobierno decidió tomar cartas en el asunto de Catherine Howard y las dos cámaras redactaron la sentencia de muerte que el rey debía firmar.

El arzobispo Cranmer decidió volver a Syon con la esperanza de arrancar a Catherine una confesión escrita. En realidad deseaba tranquilizar su conciencia, ya que temía condenar a una inocente.

– Thomas Culpeper y Francis Dereham han muerto por haber traicionado al rey -dijo-. ¿Estáis segura de que no deseáis tranquilizar vuestra conciencia?

– ¿Desde cuándo es pecado amar a un hombre? -replicó Cat volviéndole la espalda. Aunque estuvo a punto de desmayarse al escuchar cómo habían muerte sus amantes, se cuidó bien de no mostrar sus emociones delante del arzobispo-. Lady De Winter, acompañad al arzobispo a su barca, por favor -añadió a modc de despedida.

Nyssa tomó su abrigo y salió de la casa acompañada de Thomas Cranmer.

– ¿Sabéis cómo está mi marido? -preguntó ansiosamente.

– Se encuentra perfectamente -la tranquilizó el arzobispo-. Sin embargo, él y los demás miembros de la familia Howard han sido acusados de ser cómplices át traición y todas sus posesiones han sido confiscadas.

– ¡Pero eso no es justo! -protestó Nyssa-. Mi marido no ha tenido nada que ver con la traición cometida por la reina.

– Lo sé, querida, pero el rey está furioso y dolido y desea vengarse de los Howard.

– Mi marido no es un Howard -replicó la joven De repente, tuvo una idea. Catherine Howard estaba £ punto de morir y no podía salvarla, pero sí a Varian Nyssa se había dado cuenta de que el arzobispo deseabí obtener una confesión por escrito a toda costa y que temía cargar con la muerte de una inocente sobre su conciencia. A menos que…-. Señor, quiero confesarme.

– ¿Aquí? -preguntó el arzobispo, extrañado-; Ahora?

– Sí.

Thomas Cranmer adivinó que Nyssa deseaba decirle algo pero que quería protegerse bajo el secreto de confesión. Debía ser algo importante y saltaba a la vista que pretendía intercambiar esa información por la libertad de su esposo.

– Todo cuanto puedo hacer por vos es daros la absolución.

– Lo sé, señor, pero aun así deseo confesarme -insistió Nyssa-. Si me lo permitís, no me arrodillaré para no llamar la atención de los demás. Perdonadme, padre, porque he pecado -empezó.

– ¿Qué pecados habéis cometido, hija mía?

– Este verano sorprendí a la reina en la cama con Tom Culpeper mientras el rey estaba de caza pero no me atreví a comunicar un hecho tan grave a las autoridades.

El arzobispo no daba crédito a sus oídos.

– ¿Por qué callasteis? -preguntó-. ¿No os dais cuenta de que podríais ser acusada de encubridora?

– Temía que no me creyeran. Recordad que apenas hace unos meses el corazón de Enrique Tudor estaba dividido entre Catherine Howard y Nyssa Wyndham. Todo el mundo habría dicho que estaba celosa de Cat y que quería ocupar su lugar. Además, el rey estaba tan enamorado de su esposa que me habría castigado severamente por calumniar a Cat. Ni siquiera me atreví a contárselo a mi marido y, cuando llegamos a Hull, decidí decirle a Cat que sabía que tenía un amante. Le rogué que dejara de jugar con fuego, pero no me escuchó.

– Hicisteis bien -asintió el arzobispo-. La reina debería haber aceptado vuestro consejo. ¿Qué ocurrió después?

– La reina contestó que amaba a Tom Culpeper y que no pensaba dejar de verle. Le repetí que no sólo es taba poniendo en peligro su vida, sino también la de toda su familia y le advertí que podía quedar embarazada pero fue inútil. Una noche, Tom Culpeper y su amigo Cynric Vaughn me asaltaron y trataron de forzarme. Cuando sir Cynric se agachó para levantarme la falda le di un rodillazo en la barbilla y cayó inconsciente. Tom Culpeper me soltó para ocuparse de él y me amenazó con hacer daño a mis hijos si le delataba. No me atreví a contárselo a mi marido por miedo a que organizara un escándalo. No sabía qué hacer -sollozó-. Yo sólo soy una humilde mujer de campo y temía por la vida de mis hijos. Además, Cat estaba siendo tan indiscreta que estaba segura de que acabaríar descubriéndola. Mientras tanto, hice todo lo posible por obtener el permiso del rey para regresar a casa antes de que se descubriera el pastel, pero Cat no estab. dispuesta a dejarme marchar tan fácilmente. No temái; condenar a una inocente, señor -concluyó-. Catherine Howard es culpable y, en cuanto a mi pecado d‹ omisión, ruego por que Dios me perdone.

– Yo te absuelvo, hija mía -dijo Thomas Cfanmei haciendo la señal de la cruz-. Habéis hecho bien confesándoos conmigo. No os prometo nada, pero quiz; pueda ayudaros. Os agradezco que me hayáis ayudadc a tranquilizar mi conciencia. Aunque estaba casi segu ro de que Catherine es culpable, temía condenar a un; inocente. ¡Es tan difícil averiguar la verdad cuando si trata de un asunto tan delicado!

El arzobispo de Canterbury saltó al interior de si barca y emprendió el regreso a Londres. Nyssa le sigui‹ con la mirada río abajo hasta que le perdió de vista] sintió que se había quitado un peso de encima. Hast ahora no se había dado cuenta de que era una carga de masiado pesada para ser llevada por una sola personí El Consejo había condenado a Cat Howard antes d que ella decidiera confesarse con Thomas Cranmer le aliviaba pensar que Varían no corría ningún peligro.

El jueves 9 de febrero Thomas Howard se presentó de improviso en Syon acompañado de otros miembros del Consejo. Una criada que se encontraba en el jardín y vio venir las barcas dio la voz de alarma.

Catherine Howard saludó a los caballeros con una reverencia.

– Me habían dicho que estabais en Leddinghall -dijo a su tío.

– Estaba -respondió Thomas Howard-. El rey me pidió que regresara a palacio y, como subdito fiel que soy, me apresuré a obedecer.

– ¿Y cómo están mi tía de Bridgewater, el tío Wi-lliam y su esposa, mi hermano Enrique y su familia y mi primo Varían? -insistió ella con retintín-. ¿Se encuentra mejor la duquesa Agnes? He oído decir que estaba enferma.

– Eres muy descarada, jovencita -la reprendió el duque de Norfolk.

– No soy una jovencita, soy una mujer.

– Lo has demostrado con creces -replicó su tío-. Ahora cierra la boca y escúchame con atención: el 21 de enero se redactó tu sentencia de muerte, el 6 de este mes fue aprobada por las dos cámaras y el 7 se firmó. Lady Rochford morirá contigo.

– ¿Y Enrique? -quiso saber Cat-. ¿Ha firmado ya mi sentencia?

– Todavía no.

– ¡Entonces estoy salvada!

– No digas tonterías -gruñó su tío-. Has sido condenada a muerte y no hay vuelta atrás.

– ¿Cuándo se me ejecutará? -preguntó Catherine, muy pálida.

– Todavía no se ha decidido la fecha.

– Me gustaría que mi ejecución no se convirtiera en un espectáculo público -suplicó Catherine.

– Serás ajusticiada en la Torre en presencia de unos pocos testigos, como tu prima Ana. Como ves, el rey no desea pagarte con la misma moneda ni ser cruel contigo. Ahora, prepárate para dejar esta casa -anadie Thomas Howard-. Pasarás uno o dos días encerrad; en la Torre y luego serás ejecutada.

Dicho esto, hizo una reverencia y abandonó la ha bitación seguido del resto de los miembros del Conse jo y de lord Bayton.

– Enrique no permitirá que muera -murmun Catherine desesperada-. Le conozco; tiene motivo para estar enfadado, pero nunca me haría daño.

Aquella noche Kate Carey se refugió en brazos di lady Bayton.

– Mi tío no es un hombre compasivo -sollozó- Sin embargo, Cat está convencida de que la perdonará ¿Cómo es posible que le conozca tan poco habiendí estado casada con él? Mi tía Ana era inocente y muri‹ decapitada en la Torre. ¿Qué le hace pensar que est; vez será diferente?

– Tarde o temprano tendrá que aceptar que si muerte está próxima.

– Finge que todavía conserva esperanzas porque nc quiere que la veamos derrumbarse -intervino Nys sa-. Tenemos que ser valientes, Kate. Somos tod(cuanto tiene y no podemos abandonarla cuando má: nos necesita.

Lady Bayton preparó el escaso equipaje de Catheri ne mientras sus damas le hacían compañía y trataban di evitar que pensara demasiado en su ejecución. Sin em bargo, ninguna de ellas estaba preparada cuando lo miembros del Consejo llegaron al día siguiente par; llevarse a Catherine.

Cat había pasado una mala noche y acababa de des pertar cuando una de sus damas le anunció la llegada d los caballeros.

– ¡No! -gritó la joven cubriéndose la cabeza con las sábanas-. ¡Hoy no! ¡Es demasiado pronto!

Haciendo un gran esfuerzo por contener las lágrimas, sus damas pusieron agua a calentar y la perfumaron con esencia de rosas, la favorita de Cat. Cuando el baño estuvo listo la ayudaron a bañarse, a lavarse el cabello y a vestirse.

¿Va a tardar mucho? -gruñó el duque de Suf-folk.

– Señor, no habéis avisado de vuestra llegada -replicó Nyssa-. Cat ha dormido mal esta noche y se le han pegado un poco las sábanas. Siempre se baña por las mañanas. ¿Vais a negar ese capricho a una mujer a punto de morir?

Charles Brandon, duque de Suffolk, aceptó la regañina. Nyssa había hablado con tanta dulzura que se sentía incapaz de responderle airadamente.

– Y supongo que cuando termine de bañarse querrá comer -intervino el duque de Norfolk.

– Exacto -dijo Nyssa mirándole a los ojos.

Thomas Howard agachó la cabeza incapaz de sostener la mirada de Nyssa, cargada de reproches. Sabía que la joven le culpaba por haber permitido que su marido fuera encerrado en la Torre junto con el resto de los miembros de la familia Howard y la verdad es que se sentía culpable, pero era demasiado orgulloso para reconocerlo. ¿Por qué tenía que pedir perdón a aquella jovencita insolente?

A Cat se le sirvió el desayuno en su habitación pero estaba muy asustada y fue incapaz de probar bocado. Sus damas la vistieron con un vestido de terciopelo negro, una capa a juego con el cuello de piel y una caperuza francesa bordada en oro. Completaban el sencillo conjunto un par de guantes de piel forrados de pelo de conejo por dentro.

Cuando salió de su habitación y se enfrentó con los rostros severos de los caballeros que un día se había declarado sus fieles servidores y meses después la h; bían condenado a morir decapitada, el pánico se apc deró de ella.

– No pienso ir a ninguna parte -dijo entre diente

– Me temo que no os queda más remedio qi acompañarnos, señora -repuso el duque de Suffol ofreciéndole el brazo.

– ¡Fuera de aquí! -gritó Cat dando un paso atrá

– Recuerda que eres una Howard -la reprendió duque de Norfolk-. Intenta comportarte con la poc dignidad que te queda.

– ¡Dejadme en paz! -replicó Catherine arrojándc le los guantes a la cara-. ¡He dicho que no voy acompañaros a ninguna parte! ¡No podéis obligaran ¡Si he de morir, quiero que sea aquí y ahora! No piei so moverme de aquí, ¿me habéis entendido?

Thomas Cranmer y los obispos Tunstall, Sampso y Gardiner trataron de persuadirla de que abandonai Syon por las buenas pero Catherine no estaba dispue; ta a dar su brazo a torcer. Finalmente el duque de Sui folk tuvo que recurrir a la fuerza bruta. A una sen; suya, los guardias que le acompañaban arrastraron p‹ sillo abajo a la reina, que gritaba y se retorcía, y la obl garon a embarcar en el bote de color negro que debí conducirla a la Torre.

– Si cualquiera de las dos se derrumba ahora, le dai una bofetada -amenazó Nyssa a Kate y Bessie-. Ur mujer histérica es más que suficiente y si empezamos llorar y gimotear nos,obligarán a separarnos de ell; ¿Queréis que Cat pase sola sus últimas horas?

Las muchachas negaron con la cabeza y siguieron lady Bayton hasta el embarcadero, donde Cat, ya in¡ talada en la barca junto a su tío, el arzobispo Cranm y el obispo Gardiner, seguía sollozando y gritando pleno pulmón que quería quedarse en Syon. Las cuatro mujeres les ayudaron a calmar a Catherine mientras lord Bayton, el duque de Suffolk y el resto de los miembros del Consejo iniciaban el viaje en la barca que abría la marcha acompañados de varios soldados armados. En una tercera barca viajaban las doncellas de Cat, su confesor y otro grupo de soldados.

Cuando la comitiva pasó bajo el puente de Londres, Nyssa corrió las cortinillas de la barca disimuladamente para evitar que Cat viera las cabezas de sus amantes, todavía expuestas allí. Sir John Gage, el condestable de la Torre, salió a recibir a Catherine y, a juzgar por sus modales correctos y ceremoniosos, cualquiera habría dicho que nada había cambiado desde la última vez que la reina había realizado una visita de cortesía.

Catherine Howard, que no había dejado de llorar durante todo el trayecto, fue conducida a las habitaciones destinadas a la reina. Saber que su prima Ana había ocupado aquella estancia hacía algunos años no ayudó a que se sintiera mejor. Aquella noche, el obispo de Lincoln la visitó y escuchó su confesión pero ni siquiera eso hizo que Catherine se consolará.

Mientras tanto, los miembros del Consejo, que deseaban dar a Catherine su merecido antes de que el rey se echara atrás, pusieron el sello real a la sentencia de muerte de la reina y escribieron las palabras Le roy le veut1 para ahorrarle el dolor de firmar con su nombre la sentencia de muerte de su adorada Catherine. Al día siguiente anunciaron a las Cámaras que el rey había dado su consentimiento y se fijó la fecha de la ejecución de Catherine Howard y Jane Rochford.

1. El rey lo ordena.

La Iglesia prohibía que las ejecuciones se llevaran a cabo en domingo, así que Catherine pudo disfrutar unas horas más de vida. El domingo por la noche recibió la visita de John Gage.

– Seréis ejecutada mañana por la mañana -dijo con voz suave-. Debéis estar lista a las siete. Si deseáis desahogaros os aconsejo que lo hagáis con vuestro confesor… y si hay algo que pueda hacer por vos no tenéis más que pedírmelo.

Las cuatro mujeres que la acompañaban cerraron los ojos temiendo que Catherine sufriera otro ataque de nervios.

– ¿Podríais traerme el tajo sobre el que seré ajusticiada mañana? -pidió Cat-. Deseo pasar la noche practicando cómo apoyar la cabeza en él para no ofrecer una mala impresión cuando llegue el momento. Eso es todo lo que deseo y os doy las gracias por vuestra generosidad.

– Ordenaré que os suban inmediatamente lo que habéis pedido -dijo John Gage cuando se hubo recuperado de la impresión.

– ¡Pero Cat! -exclamó Bessie Fitzgerald cuando el condestable se hubo retirado. La joven había abierto unos ojos como platos y se sentía incapaz de pensar que dentro de pocas horas su amiga estaría muerta. ¡Eran muy jóvenes y los jóvenes no deben morir!-. ¿Te has vuelto loca?

– Mi prima Ana murió haciendo gala de una gran dignidad y elegancia -repuso Cat-. Yo también soy una Howard y ya es hora de que empiece comportarme como tal.

– ¿Qué será de nosotras cuando todo haya terminado? -preguntó Kate Carey a lady Bayton.

– Seréis enviadas de vuelta a casa -contestó la dama1-. Una corte sin reina es un lugar peligroso para tres jóvenes como vosotras. Los hombres se vuelven rudos y maleducados.

– Enrique no tardará en volver a casarse -dijo Catherine-. Es uno de esos hombres que necesitan a una mujer a su lado constantemente. He oído decir que ha estado consolándose con Elizabeth Brooke y nuestra buena amiga Ana Basset.

– ¿Quién os ha metido esas tonterías en la cabeza? -quiso saber lady Báyton.

– Las criadas de Syon sabían todo cuanto ocurría en palacio y se lo contaban a mis doncellas. Yo sólo tenía que preguntar.

– Elizabeth Brooke es conocida por meterse en la cama con cualquiera que se lo pida -dijo la indignada dama, quien, aunque se negaba a admitirlo, se había encariñado con Cat-. En cuanto a Ana Basset, ¿qué se puede decir de una mujer que acepta regalos de un hombre casado? Un día se meterá en un lío tan gordo que no podrá salir de él.

– ¡Estaba tan orgullosa del caballo y la silla que el rey le había regalado! -recordó Nyssa-. Se sentía superior a todas nosotras. Su hermana es una buena chica, pero ella es insufrible.

– Pronto volverás a casa -sonrió Cat-. Estás contenta, ¿verdad? Tus hijos deben haber crecido mucho. ¿Qué edad tienen? ¿Quién cuida de ellos? -preguntó-. Yo nunca tendré hijos y me alegro de que sea así. Mira a Bess, la hija de mi prima Ana. Está sola en el mundo y crecerá rodeada de las intrigas de palacio. Me pregunto qué será de ella.

– ¡Basta de preguntas, Cat! -rió Nyssa-. El 1 de marzo los gemelos cumplirán un año. Están en Rive-redge con mi madre, la única persona en quien confío. ¡Daría todo lo que tengo por poder regresar al valle del Wye! Si logro convencer al rey para que deje libre a Varían estaremos en Winterhaven la próxima primavera.

– Siento haberte causado tantos problemas -murmuró Catherine, avergonzada.

– Es cierto que me has dado muchos disgustos pero te quiero como si fueras mi hermana, Cat -añadió-. Estoy orgullosa de que me consideres tu mejor amiga.

– No me olvidarás, ¿verdad? -preguntó la muchacha con los ojos llenos de lágrimas-. ¿Rezarás por mí?

– Rezaré por ti -prometió Nyssa abrazándola-. Y nunca te olvidaré, Catherine Howard. ¿Cómo podría hacerlo después de todas las aventuras que hemos vivido juntas?

– Eos Howard no nos hemos portado tan mal contigo. Mi tío te regaló un marido maravilloso y te apartó de las atenciones de Enrique Tudor -contestó Catherine-. Ahora me doy cuenta de que eres una mujer muy afortunada. El amor no ha pasado de largo por tu lado. El rey no me amaba; sólo me deseaba y le encantaba presumir de esposa joven y bonita delante de los demás príncipes europeos. Enrique Manox y Francis Dereham sólo querían acostarse conmigo. Quizá Tom Culpeper haya sido el único hombre que me ha querido un poco, pero estoy segura de que también pretendía aprovecharse de mí. Me pregunto si alguien me ha querido desinteresadamente.

Antes de que Nyssa pudiera responder a la pregunta de Catherine, los guardias entraron trayendo el tajo pedido por la antigua reina y lo dejaron en el centro de la habitación. Catherine Howard clavó la mirada en el pedazo de madera sobre el que debía morir.

– Quiero que lady Báyton y Nyssa de Winter me acompañen hasta el momento de la ejecución -dijo acariciando la lisa superficie-. Kate y Bessie, no tenéis que venir si no queréis, aunque sé que no os negaríais si os lo pidiera. Ahora, ayudadme, por favor.

Las tres jóvenes la ayudaron a arrodillarse. Cat apoyó la cabeza sobre el bloque de madera y se dijo que no era tan desagradable como había imaginado y que todo pasaría tan deprisa que apenas se daría cuenta. Repitió la operación unas cuantas veces y finalmente se puso en pie.

– Llamad a sir John y decidle que vamos a cenar -ordenó-. Quiero ternera asada, tarta de pera con crema de Devon como postre y una botella del mejor vino de las bodegas de su majestad.

El condestable les envió bandejas repletas de gambas cocidas con vino blanco, capón con salsa de limón y jengibre, la ternera que Catherine había pedido, alcachofas asadas con mantequilla y limón, pan, mantequilla y queso y, como postre una enorme tarta de pera cubierta de crema. Aunque bebieron mucho, no se emborracharon y pasaron toda la noche recordando los tiempos en que eran damas de honor de Ana de Cleves y haciendo llorar de risa a lady Bayton con sus historias.

Cuando quisieron darse cuenta, ya eran las seis de la mañana. Las doncellas trajeron una bañera y las damas ayudaron a Cat a bañarse y a ponerse un vestido de terciopelo negro con sobrefalda de satén negro y dorado al que habían arrancado el cuello. Le recogieron el cabello en un moño alto y le calzaron un par de zapatos de punta redonda. No llevaba joyas.

Todas vestían de negro. Lady Bayton se cubría la cabeza con una caperuza bordada con cuentas de oro y perlas y Kate y Bessie se tocaban con sendas cofias de terciopelo adornadas con perlas y plumas de garceta. Nyssa se recogió el cabello en una redecilla dorada, como le gustaba a Cat.

El que había sido confesor de Cat mientras ésta todavía era reina de Inglaterra acudió a escuchar su última confesión. Ambos se encerraron en la habitación y salieron al poco rato. En ese momento llamaron a la puerta y Nyssa cedió el paso a todos los miembros del Consejo excepto el duque de Suffolk, que había caído enfermo la noche anterior, y el duque de Norfolk, que a última hora se había sentido incapaz de presenciar la ejecución de su sobrina.

– Ha llegado la hora, señora -dijo el conde de Southampton.

A Nyssa el corazón le dio un vuelco y el pulso se le aceleró, pero se tranquilizó cuando vio que Cat se disponía a obedecer.

– Estoy lista -dijo antes de abandonar la habitación seguida por el Consejo, sus cuatro damas y su confesor.

Lady Rochford les esperaba en la sala de ejecuciones y las muchachas contuvieron la respiración al verla, iba mal vestida y despeinada, sus ojos brillaban salvajes y desorbitados y balbuceaba incongruencias.

Cuando se preguntó a Catherine si deseaba decir algo antes de morir, la joven contestó así:

– Yo, Catherine Howard, pido a todos los buenos cristianos de este país que aprendan del castigo que estoy a punto de recibir por haber ofendido a Dios cuando era una niña, por haber faltado a la promesa de fidelidad que hice a mi marido cuando me casé con él y por haber traicionado al rey. Considero que merezco ser castigada con la muerte y estaría dispuesta a morir cien veces si así pudiera limpiar mis pecados. Os suplico que me tengáis presente como ejemplo de cómo terminan las mujeres malas y perversas como yo, que enmendéis vuestra conducta y que obedezcáis a su majestad, el rey Enrique Tudor. Dicho esto, me encomiendo a Dios y le entrego mi alma.

Lady Bayton y Nyssa ayudaron a Catherine a subir los escalones que la separaban del tajo, que había sido colocado sobre un montón de paja. El verdugo la esperaba dispuesto a cumplir su misión y Nyssa no pudo evitar preguntarse si el hombre que se escondía bajo la capucha sentiría remordimientos.

Catherine Howard sonrió a su verdugo y, siguiendo la costumbre, le entregó una moneda de oro.

– Os perdono, señor.

Dicho esto, se volvió hacia Bessie y Kate, que sollozaban desconsoladas, les envió un beso de despedida y les dio las gracias por haber permanecido a su lado hasta el final.

– Nunca olvides que eres una mujer muy afortunada, Nyssa -dijo a su amiga estrechándola entre sus brazos-. Sé buena con Varían y trata de perdonar a mi tío. Estoy lista, señor -añadió dirigiéndose al verdugo.

Nyssa y lady Bayton ayudaron a Catherine a arrodillarse. La joven miró al cielo, rezó una breve oración, se santiguó y se inclinó sobre el tajo con los brazos en cruz. El verdugo le seccionó el cuello de un fuerte hachazo y la cabeza de Cat rodó hasta caer en un cesto.

Nyssa no fue capaz de apartar la mirada del hacha, que tardó una eternidad en descender, a pesar de lo breve de la ejecución. Un segundo después Catherine Ho-ward había dejado de existir. Aunque sabía que estaba muerta, le pareció oír su voz alegre y melodiosa llamándola y miró alrededor como buscándola. Lady Bayton la tomó del brazo y la ayudó a descender del cadalso mientras los guardias envolvían el cuerpo sin vida de Catherine en una manta negra y lo metían en un ataúd.

Kate Carey y Bessie Fitzgerald corrieron a refugiarse en brazos de lady Bayton mientras Nyssa miraba alrededor, todavía desconcertada. Allí estaban los miembros del Consejo, sir John Gage y un destacamento de alabarderos de la Casa Real. También había un grupo de personas a quienes no había visto nunca: eran los testigos a quienes la ley obligaba a presenciar la ejecución. Nyssa bajó los ojos y descubrió que una fina capa de hielo cubría el suelo de la sala de ejecuciones. Había llegado el momento de dar muerte a Jane Rochford, pero Nyssa no levantó la mirada; no quería presenciar dos ejecuciones en un solo día. El silbido cortante del hacha balanceándose en el aire antes de caer sobre el cuello de la dama le indicó que todo había terminado.

Cuatro guardias cargaron con el ataúd de Catherine Howard y lo llevaron a la capilla de San Peter ad Vincula, donde debía ser enterrada junto a su prima Ana Bolena. Las cuatro mujeres entraron en la oscura capilla, escucharon las oraciones que el confesor de Cat pronunció y, cuando hubo terminado, salieron en silencio pasando de largo frente al ataúd de Jane Rochford, que iba a ser enterrada en un oscuro rincón de la misma capilla. Una vez fuera, la débil luz del sol que se filtraba a través de los espesos nubarrones grises que cubrían el cielo las deslumhró. Lord Bayton se unió a ellas y rodeó los hombros de su esposa con un brazo.

– Vamonos de aquí -dijo-. Es hora de regresar a casa y la barca espera. Lady Nyssa, me temo que no podéis acompañarnos -añadió con una sonrisa-. Ese caballero desea hablar con vos.

Nyssa se volvió hacia donde lord Bayton señalaba y contuvo la respiración. Quiso gritar pero la voz se negaba a salir de su garganta.

– ¡Varían! -exclamó finalmente corriendo a abrazarle. Estaba muy pálido y ojeroso pero sonreía y también corría hacia ella. Varían de Winter estrechó a Nyssa entre sus brazos y la besó. Cuando se separaron descubrieron que los dos estaban llorando.

– Creí no volvería a verte nunca más, querida. ¡Pero por fin estoy libre! Podemos regresar a Winter-haven con nuestros hijos cuando quieras.

– Pero ¿cómo…? -sollozó Nyssa.

– No tengo ni idea -confesó Varían-. He pasado dos meses encerrado en una mazmorra sucia, fría y oscura desde que me dijeron que estaba acusado de cómplice de la reina y encubridor y que todas mis posesiones iban a ser confiscadas. Esta mañana sir John Gage me ha dicho que el rey había reconocido que había cometido un error conmigo, que iba a ser puesto en libertad y que me iban a ser devueltas las tierras. Debía presenciar la muerte de Catherine y después podía marcharme en paz. Vamonos de aquí; nuestra barca espera en el embarcadero -añadió tirando de Nyssa.

El arzobispo, pensó Nyssa. Estaba segura de que Thomas Cranmer, como hombre justo que era, había convencido al rey de que se había cometido una gran injusticia con Varían de Winter. Tomó del brazo a su marido y le siguió hasta el embarcadero, donde Toby y Tillie les esperaban muy sonrientes. Se detuvieron en White-hall y una hora después estaban listos para partir hacia Riveredge. Mientras sus criados preparaban el equipaje, Nyssa y Varían se despidieron de Thomas Howard.

– ¿Cómo se comportó nuestra Catherine? -preguntó el duque.

– Habríais estado orgulloso de ella -respondió Nyssa-. Ni yo misma habría sido la mitad de valiente.

– Supongo que no volveré a veros por palacio…

– Me temo que no -contestó su nieto-. Pero sabes que puedes contar conmigo si me necesitas, abuelo. Thomas Howard, dejad de lado vuestro maldito orgullo y atreveos a pedir ayuda cuando la necesitéis -le regañó cariñosamente.

– Lo haré -prometió el duque, que, como el rey, empezaba a sentirse viejo y cansado-. ¿Y tú, jovenci-ta? -preguntó volviéndose hacia Nyssa-. ¿También estás dispuesta a venir a ayudarme?

– Sí, abuelo -contestó ella tras meditar su respuesta-. Vendré encantada.

– Entonces, ¿me has perdonado?

– Una vez os acusé de haberme robado mis sueños, Tom Howard. Ha pasado más de un año y me he convertido en una mujer madura y responsable. Ahora me doy cuenta de que me disteis lo que más deseaba. Os perdono por lo que me hicisteis, pero nunca os perdonaré por haberle destrozado la vida a Cat.

– Comprendo -murmuró el duque.

– Adiós, abuelo -añadió Nyssa poniéndose de puntillas y besándole en la mejilla.

Nieto y abuelo se abrazaron y el duque salió de la habitación a toda prisa para evitar que los jóvenes vieran las lágrimas que nublaban sus ojos. Varian y Nyssa abandonaron palacio sin despedirse del rey. Era el lunes 13 de febrero de 1542. Con un poco de suerte, llegarían a Riveredge a tiempo para celebrar el cumpleaños de los gemelos. El tiempo fue tan bueno que alcanzaron el valle del río Wye antes de lo previsto. «Estamos llegando, estamos llegando» parecía repetir el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre el camino cubierto de nieve.

– Estamos a punto de llegar a tu casa -dijo Varian-. Hemos salido de palacio tan precipitadamente que hemos olvidado traer un regalo para los niños. Hace tanto tiempo que nos fuimos que no nos reconocerán.

– Afortunadamente son muy pequeños y pronto olvidarán que una vez estuvimos separados durante seis meses -repuso Nyssa-. Cuando sean lo bastante mayores para comprenderlo se lo explicaremos todo como si fuera un cuento. Y en cuanto al regalo, ya me he ocupado de eso ^añadió esbozando una sonrisa enigmática.

– ¿Tienes un regalo para los gemelos? -se sorprendió Varian-. ¿Cuándo…?

– Si mis cálculos son correctos, fue el pasado otoño, antes de que el rey enviara a Cat a Syon -respondió la joven colgándose del cuello de su marido-. He estado tan atareada ocupándome de ella todo este tiempo que no me di cuenta hasta hace unos días. ¡Estoy embarazada! ¡Edmund y Sabrina tendrán un hermani-to a principios de agosto!

– Y éste es el niño que, según tú, debe llamarse Enrique, ¿no es así?

– Ahora ya no me parece una buena idea -repuso Nyssa negando con la cabeza-. El rey se ha portado muy mal últimamente. Además, hay demasiados Enriques en Inglaterra. Pensándolo bien, no es un nombre muy original.

– ¿Y cómo sabes que es un niño? Podría ser una nina.

– Es un niño -aseguró ella-. Soy su madre y lo sé. Heredará mis tierras de Riverside y será un caballero rico y respetado.

– ¿Y puedo saber cómo se llamará?

– Thomas, por supuesto. ¡Mira, Varían! -exclamó-. ¡Hemos llegado a Riveredge! ¡Ahí están papá y mamá con los gemelos! ¡Dios mío, han crecido tanto que apenas les reconozco! Varían, prometo que no volveré a separarme de mis hijos.

Varían de Winter miró a su esposa y la abrazó con fuerza. Nunca la había querido tanto como ahora.

– El amor no ha pasado de largo por nuestro lado, Nyssa -dijo-. Cada día doy gracias a Dios por ello.

– ¿Por qué has dicho eso?

– ¿El qué?

– Que el amor no ha pasado de largo por nuestro lado.

– No lo sé. Se me acaba de ocurrir.

En ese momento el coche se detuvo y Nyssa abrió la portezuela y corrió a abrazar a sus hijos. «El amor no ha pasado de largo por tu lado, Nyssa», había dicho Cat unos días antes. Que Dios te acompañe, Cat rezó. Ojalá encuentres en Él el amor que nadie supo darte aquí. Sonrió a su familia, tomó a sus hijos en brazos y miró a Varían a los ojos. Tenía razón: eran muy afortunados y debían agradecer a Dios que el amor no hubiera pasado de largo por su lado.

Загрузка...