– Bueno, al fin y al cabo él prometió que vendría a visitarnos a Riveredge un día -dijo lady Blaze Wynd-ham, condesa de Langford, a su marido-. Tú también estabas allí cuando lo dijo.
– Creí que lo decía para quedar bien -replicó el conde con gesto de fastidio-. Todo el mundo promete visitar a sus conocidos pero luego nunca lo hace. ¿De verdad esperabas que el rey aceptara tu invitación a pasar unos días aquí? Sinceramente, yo no. Nuestra casa es pequeña y modesta, Blaze -añadió mesándose _el cabello y dirigiendo una mirada severa a su esposa, vieja amiga del rey y responsable de sus quebraderos de cabeza-. No sabemos cuánto tiempo piensa quedarse, a cuánta gente traerá, y si seremos capaces de atenderle como se merece.
– ¡Vamos, Tony! -exclamó la condesa sonriendo alegremente-. Ésta no es una visita formal. Hal está de caza por aquí y ha decidido venir a Riveredge. Apuesto a que no traerá a más de media docena de acompañantes -le tranquilizó-. Ya verás como todo saldrá bien.
– Los preparativos para recibir a un rey no se improvisan en un momento -gruñó el conde-. Por lo menos podía habernos avisado con más tiempo.
– ¿Y desde cuando es la casa responsabilidad tuya? -replicó Blaze, ofendida-. El rey llega mañana. Veinticuatro horas son más que suficiente para mí. No te preocupes, todo estará a punto. Todo cuanto tienes que hacer es mostrarte tan encantador como siempre y dejar lo demás en mis manos -aseguró inclinándose para besar a su marido en la mejilla-. Por cierto -añadió-, he mandado que vayan a buscar a mis padres a Ashby y también a mis hermanas. Quiero que conozcan al rey.'
– ¿A todas tus hermanas? -exclamó el conde, horrorizado. Blaze era la mayor de once hermanos, ocho de los cuales eran mujeres.
– Sólo a Bliss y Blythe -se apresuró a contestar ella-. Quizá mi madre traiga a Enrique y Tom. Gavin no vendrá; su esposa está a punto de dar a luz y él no la dejará sola. Además, se trata de su primer hijo.
El conde de Langford suspiró aliviado al saber que la casa no se vería invadida por la numerosa parentela de su esposa. De todas sus cuñadas era a Bliss, condesa de Marwood, y a Blythe, casada con lord Kingsley, a quienes mejor conocía. Ambas se llevaban pocos años con Blaze. Las seguía Delight, que vivía en Irlanda desde su matrimonio con Cormac O'Brian, señor de Ki-llaloe, y de quien apenas tenían noticias. Larke y Lin-nette estaban casadas con los hijos gemelos de lord Alcott y vivían en el campo contentas y felices de poder permanecer juntas. La orgullosa Vanora se había unido en matrimonio al marqués de Beresford, y la pequeña Glenna al marqués de Adney para no ser menos que su hermana. Las hijas de lord Robert Morgan eran conocidas en toda la comarca por su belleza y su facilidad para tener descendencia numerosa y robusta.
– El rey no podía haber escogido un momento mejor para visitarnos -dijo Blaze, que se había quedado pensativa. Su marido dio un respingo; conocía aquel tono de voz.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó, inquieto.
– ¡Nuestros hijos, Tony! El rey ha olvidado a Jane Seymour y sólo piensa en su nueva prometida, la princesa Ana de Cleves. Si mañana se le da bien la caza y mis manjares son de su agrado hará todo cuanto le pidamos.
– ¿Qué tramas, Blaze?
– Quiero que Nyssa, Philip y Giles se eduquen en la corte. Necesitan retinarse y debemos empezar a pensar en su futuro. Creo que Nyssa podría encontrar un buen marido entre los nobles que rodean al rey. ¡Quizá alguno dé ellos tenga hijas y se fije en nuestros chicos! No hablo de los nobles poderosos, naturalmente, sino de buenas familias deseosas de hacer una buena boda. Después de todo, Philip heredera el título de conde de Langford y yo he renunciado al señorío de Greenhill en favor de Giles. Opino que nuestros dos hijos mayores son un excelente partido -concluyó con una sonrisa.
– No me gusta la idea de educar a Nyssa en la corte -replicó el conde-. Es una buena oportunidad para los chicos, pero Nyssa…
– ¿Qué tiene de malo? Aquí no hay nadie con quien podamos casarla y ella tampoco muestra inclinación por ningún muchacho. He oído decir que la princesa de Cleves es una dama culta y refinada. Me gustaría que la nueva reina la aceptara como dama de honor. Así recibiría la mejor educación y de paso tendría la oportunidad de escoger a su marido entre numerosos caballeros de buena familia que nunca conocerá si permanece aquí. Si el rey todavía me aprecia (y estoy segura de que así es porque en el fondo Hal es un sentimental con la cabeza llena de recuerdos agradables) no dudará en llevarse a los niños a la corte. ¿No lo entiendes, Tony? -insistió-. ¡Nunca tendremos otra oportunidad como ésta! Ellos allanarán el camino al resto de nuestros hijos y cuando éstos sean mayores también irán a la corte. Los pobrecillos no tendrán títulos ni propiedades y necesitarán ayuda para hacer una buena boda.
– Quizá Richard tome los hábitos algún día -repuso el conde-. ¿Qué se le ha perdido en la corte?
– El arzobispo pasa largas temporadas allí -replicó Blaze con una sonrisa-. ¡Sería un contacto excelente!
– ¡Querida Blaze, olvidaba lo persuasiva que llegas a ser cuando te propones algo! -sonrió Anthony Wyndham-. Está bien, sigue adelante con tus planes y que sea lo que Dios quiera. Nyssa, Philip y Giles irán a la corte y dentro de unos años Richard seguirá sus pasos y conocerá al arzobispo. ¿Estás segura de que éste también será un niño? -añadió acariciando el abultado vientre de su esposa, que se encontraba a punto de dar a luz.
– Parece que sólo engendras hijos varones -contestó Blaze esbozando una sonrisa-. Ya hemos tenido cinco.
– ¿Y qué me dices de Nyssa?
– Nyssa es hija de Edmund -replicó ella-. Tú la has criado como si fuera tuya, pero lleva la sangre de Edmund.
– Y también la mía -insistió el conde-. ¿ Olvidas que él era mi tío?
– Sé que apenas os llevabais unos años, que os queríais como hermanos y que tu madre era su hermana mayor y os crió juntos.
– ¡Mi madre! -exclamó Anthony Wyndham-. ¡Santo Dios, Blaze! ¿Has mandado que fueran a buscarla a Riverside? Si se entera de que el rey ha venido a visitarnos y que no le hemos permitido hacerle los honores…
– Tranquilízate, Tony -repuso Blaze sofocando una carcajada-. Ordené al mensajero que envié a casa de mis padres que comunicara la noticia a lady Do-rothy y la invitara a acompañarnos en un día tan importante. ¡El pobre Hal no sabe lo que le espera mañana! -añadió con una sonrisa picara.
El rey llegó a casa de los Wyndham a última hora de la mañana del día siguiente. La caza se le había dado bien y estaba de un humor excelente. Había cazado dos liebres y un venado con una cornamenta tan impresionante que todo el mundo había asegurado no haber visto nunca otra igual. Su éxito le había devuelto a sus años de juventud pero el paso del tiempo había hecho mella en él.
Blaze no le veía desde hacía tres años y se había quedado de una pieza al observar cuánto había cambiado en tan poco tiempo. Había engordado tanto que su cincha apenas podía contener su estómago y su tez, tan pálida años antes, había adquirido un tono rubicundo. La condesa de Langford trató de recordar al atractivo joven que había.sido su amante mientras le hacía una reverencia y su falda de seda verde rozaba el suelo.
– ¡Levántate, mi pequeña campesina! -exclamó Enrique Tudor ayudándola a ponerse en pie. Al oír aquella voz tan familiar Blaze sé sintió transportada al pasado durante unos segundos-. ¡Tú siempre has sido mi subdita más fiel! -añadió con ojos brillantes al recordar los momentos compartidos con Blaze.
– Es un placer teneros en mi casa, majestad -respondió ella poniéndose de puntillas para besarle en la mejilla-. Hemos rezado mucho por vos y el joven príncipe Eduardo. ¡Sed bienvenido a Riveredge!
– Permitid que os presente mis respetos, majestad -añadió el marqués dando un paso al frente.
– ¡Tony, mi querido amigo! -exclamó el rey acer candóse a saludarle-. Esta tarde vendrás de caza con nosotros. ¿Y vosotros en qué estáis pensando? -añadió irritado volviéndose hacia sus acompañantes-. ¿Por qué no ha invitado nadie al conde a la cacería de esta mañana? ¿Es que tengo que ocuparme yo de todo?
– Será un honor acompañar a su majestad esta tarde -se apresuró a responder el conde de Langford con tono conciliador tratando de aplacar la ira del rey-. ¿Por qué no entráis a descansar y coméis algo? Ya sabéis que Blaze es una estupenda cocinera.
– Venid dentro, Hal -añadió Blaze tomando al rey del brazo y arrastrándole al interior de la casa-. Mis padres y la madre de Tony han venido para haceros los honores como merecéis y os esperan en el comedor. He preparado ternera y pastel de perdiz. Si no recuerdo mal, son vuestros platos favoritos. También hay vino tinto, chalotes y zanahorias nuevas. -
– Caballeros, pueden acompañarnos -dijo el rey volviéndose a sus acompañantes e iniciando la marcha sin soltar el brazo de Blaze.
Cuando el conde llegó al comedor encontró a su esposa presentando al rey al resto de la familia. Estaban lord y lady Morgan y su madre, lady Dorothy Wynd-ham. También habían acudido a la cita sus cuñados Owen Fitzhood, conde de Marwood, y lord Nicholas Kingsley acompañados de sus esposas Bliss y Blithe. Lord y lady Morgan habían viajado acompañados de sus hijos de dieciséis años Enrique y Thomas.
El rey, que disfrutaba como un niño con la adoración de sus subditos, se sentía como pez en el agua. Saludó a todos ellos con efusividad, alabó a aquella gran familia y preguntó a lady Dorothy por qué hacía tanto tiempo que no se dejaba ver por la corte.
– En mi corte siempre hay un lugar para una mujer tan hermosa como vos, señora -dijo con tono adulador.
– Lo sé, señor -respondió lady Dorothy, una dama de sesenta y cinco años-. Pero mi hijo no me permite ir. Dice que teme que pierda mi honra.
– Probablemente tenga razón -asintió el rey guiñándole un ojo-. ¿Y dónde está tu prole, pequeña? -preguntó volviéndose hacia Blaze-. La última vez que nos vimos tenías cuatro chicos y una chica.
– Nuestro hijo Enrique cumplió dos años el pasado mes de junio -contestó ella-. Lleva vuestro nombre, señor, y como podéis ver me encuentro a punto de dar a luz por octava vez.
– Siempre he dicho que no hay nada como una buena esposa inglesa -murmuró el rey sacudiendo la cabeza pesaroso-. ¡Echo tanto de menos a mi Jane!
– Sentaos, Hal -dijo Blaze conduciéndole a la cabecera de la mesa, el sitio de honor. Había advertido que al rey le dolía una pierna y no deseaba irritarle con una espera innecesaria-. Haré que traigan a los niños. No quería que os molestaran.
– ¡Tonterías! -gruñó Enrique Tudor dejándose caer en una silla pesadamente-. Quiero verles a todos, hasta al más pequeño.
Una sirvienta entregó al rey una copa de vino y éste la apuró de un trago. Blaze indicó con un gesto a Heartha, su sirvienta personal, que fuera a buscar a los niños. La música de un trovador que tocaba en la galería superior llegó a sus oídos y el rey se reclinó en su asiento visiblemente satisfecho.
Minutos después, los hijos de los condes de Wynd-ham entraron en el salón ordenadamente. Lord Philip, el heredero abría la marcha y su hermana Nyssa llevaba en brazos al pequeño Enrique.
– Majestad, os presento a nuestros hijos -dijo Blaze poniéndose en pie-: Éste es Philip, el mayor; tiene doce años. Le sigue Giles, que tiene nueve. Ricardo tiene ocho, Eduardo, cuatro y Enrique, dos.
Cada uno de los muchachos hizo una reverencia al oír su nombre, incluso el pequeño de dos años, a quien su hermana había dejado en el suelo.
– Y-ésta es mi hija Nyssa -añadió Blaze-. Aunque Tony la ha criado como si fuera suya, es hija de mi primer marido, Edmund Wyndham.
Nyssa se recogió la falda rosa que vestía y se inclinó al oír su nombre.
– Es bella como una rosa de Lancaster -dijo el rey-. ¿Cuántos años tiene?
– Dieciséis, señor.
– ¿Está prometida?
– No, señor.
– ^-¿Por qué no? -se extrañó el rey-. Es muy hermosa, es hija de un conde y recibirá una buena dote. ¿Cuál es el problema?
– No conocemos a nadie con quien podamos casarla -respondió Blaze-. Su dote incluye una casa en Ri-verside, y las tierras que la rodean, pero me temo que aquí no hay nadie de su posición. He pensado que quizá en la corte…
El rey se echó a reír y señaló a Blaze acusadoramente.
– ¡Blaze, tú siempre tan desvergonzada! Quieres que haga sitio en mi corte a tu niña, ¿no es así? Desde que anuncié que iba a volver a casarme, todas las familias con hijas en edad casadera, ya sean nobles o no, no han dejado de importunarme para que las coloque junto a la nueva reina. ¿Y tú qué dices, pequeña? -añadió volviéndose a Nyssa-. ¿Te gustaría venir a la corte y servir a la reina?
– Sí, si ella me acepta, señor -contestó Nyssa mirando al rey a los ojos por primera vez. El rey advirtió que la joven había heredado los ojos azules de su madre.
– ¿Ha salido de casa alguna vez?
– Como yo, es una humilde campesina, señor
– contestó Blaze negando con la cabeza.
– Los villanos de la corte se la comerían viva -repuso el rey-. ¿Es así como deseas que te recompense por tu fidelidad?
Bliss Fitzhugh, condesa de Marwood, osó intervenir en la conversación sin -ser invitada:
– He oído que la princesa de Cleves es una dama casta y recatada. Opino que mi sobrina estaría a salvo de las malas compañías bajo su protección. Mi marido y yo pasaremos el invierno en la corte y cuidaremos de ella.
Al oír el comentario de Bliss, Blaze dirigió una sonrisa de agradecimiento a su hermana.
– Está bien, pequeña -accedió el rey-. Si eso es lo que deseas, recomendaré a tu hija como dama de honor siempre y cuando la condesa de Marwood se comprometa a velar por ella. ¿Puedo hacer algo más por ti?
– Quiero que Philip y Giles sean pajes de la reina
– contestó Blaze mirando al rey a los ojos.
– ¡Nunca más volveré a decirte que me pidas lo que quieras! -exclamó el rey entre carcajadas-. Está bien, está bien, tú ganas. Tus hijos parecen listos y educados. Nunca me pediste nada cuando estábamos juntos
– añadió poniéndose serio-. Toda la corte te tenía por una boba por no aprovecharte de la situación.
– Cuando estábamos juntos tenía bastante con vuestro afecto y respeto, señor -replicó Blaze.
– Todavía te quiero y te respeto, pequeña. Miro a tus hijos y me digo que podrían ser míos si te hubiera escogido como esposa.
– Su majestad tiene al príncipe Eduardo. Queréis lo mejor para él y yo quiero lo mejor para mis hijos. Todo lo que os pido es para ellos. Vos mismo habéis dicho que nunca he abusado de vuestra generosidad.
– Nunca he conocido a una mujer con un corazón tan puro y bondadoso como el tuyo, pequeña -dijo el rey tomando la pequeña mano de Blaze entre las suyas-. Estoy seguro de que mi nueva reina estará encantada de contar con los servicios de tus tres hijos. ¿Qué decís a eso, Philip y Giles? ¿Os gustaría servir a mi reina?
– ¡Sí, majestad! -contestaron los muchachos a coro.
– ¿Y tú, Nyssa? Esta niña volverá locos a todos los hombres -añadió sin esperar la respuesta de la muchacha-. Vais a tener mucho trabajo, lady Fitzhugh.
– Puedo cuidar de mi misma -intervino Nyssa, ofendida-. Después de todo, he criado a mis hermanos.
– ¡Nyssa! -exclamó su madre escandalizada por el atrevimiento de la joven. El rey se echó a reír,
– No la regañéis, señora -intercedió-. Es igual que mi Elizabeth: una rosa salvaje. Me alegro de saber que es una muchacha fuerte; sabes que necesitará de todas sus fuerzas para sobrevivir en la corte. Y ahora que te he concedido todo cuanto me has pedido, ¿piensas darme de comer o vas a dejarme morir de hambre?
Blaze hizo un gesto a los sirvientes y éstos corrieron a la cocina a traer las numerosas viandas que habían sido cocinadas con motivo de la visita real. Como la condesa de Langford había dicho, había ternera asada con sal de roca, un hermoso jamón, truchas con limón y espinacas y, naturalmente, seis pasteles de perdiz en cuyas superficies habían sido practicadas algunas aberturas que despedían un delicioso aroma a carne y vino. También había patos con salsa de ciruelas servidos en bandejas de plata y costillas de cordero, todo ello acompañado de guisantes, cebollas asadas, zanahorias con salsa de nata, pan, mantequilla y queso.
El rey siempre había tenido buen apetito pero Blaze le observó boquiabierta cuando empezó a devorar todo cuanto tenía al alcance de la mano. Se sirvió generosas raciones de ternera y jamón, engulló una trucha, un pato, un pastel de perdiz entero y seis costillas de cordero y, cuando la emprendió con las cebollas, el brillo de sus ojos revelaba que estaba disfrutando como un niño. Se comió un pan entero, casi toda la mantequilla y la tercera parte del queso. Su copa nunca estaba vacía y bebía con tanta avidez como comía. Al descubrir que había tarta de manzana de postre, se frotó las manos satisfecho.
– La comeré con nata -dijo tomando la bandeja que un criado le tendía-. Ha sido una comida excelente, pequeña -alabó a su anfitriona-. No podré probar bocado hasta la hora de cenar -añadió aflojándose el cinturón y arrellanándose en su asiento.
– Si yo hubiera comido tanto no podría probar bocado hasta el día de San Miguel -murmuró el conde de Langford al oído de uno de sus cuñados.
Cuando el rey se disponía a regresar a su cacería, Blaze se puso de parto.
– ¡Pero si todavía faltan dos semanas! -exclamó sorprendida.
– Parece mentira que hayas tenido seis niños -replicó su madre-. Ya deberías saber que los bebés vienen cuando quieren, no cuando nosotros decidimos. Volved a vuestra cacería, majestad y llevaos al conde de Langford -añadió dirigiéndose al rey-. Este es trabajo de mujeres. No conozco a un solo hombre que sirva para nada mientras su esposa da a luz.
– Los hombres ya hacemos bastante nueve meses antes, señora -replicó el rey con una sonrisa picara.
Dicho esto, indicó a sus acompañantes que era hora de partir mientras Blaze era conducida a su habitación por su madre, su suegra y sus hermanas. Pocas horas después daba a luz a dos niñas.
– ¡No puedo creerlo! -exclamó emocionada-.
Hasta ahora Tony sólo me ha dado hijos varones y ya había perdido la esperanza de tener otra hija, pero mirad esto: ¡gemelas!
– Son idénticas -repuso su madre-. Siempre sospeché que alguna de vosotras tendría gemelos. Después de todo, yo tuve cuatro pares.
– Iré a decírselo a papá -se ofreció Nyssa-. Estará encantado. ¡Son tan bonitas! -exclamó inclinándose a mirarlas.
– Ahora ya no tienes que preocuparte por la marcha de Nyssa -dijo lady Morgan-. Tendrás tanto trabajo criando a estas dos preciosidades que no notarás su ausencia.
– Te equivocas, mamá -replicó Blaze-. Nyssa siempre será muy especial para mí y la echaré de menos, esté donde esté. Es todo cuanto me queda de Edmund Wyndham y no me sentiré feliz hasta que la vea felizmente casada. Es lo que su padre hubiera querido.
– Era un buen hombre -corroboró lady Morgan. Lady Dorothy, que había sido hermanastra de Edmund Wyndham, asintió-. Sin su ayuda tus hermanas no habrían podido hacer tan buenas bodas ni tu padre habría recuperado su fortuna perdida. ¡Bendito sea el día que vino a Ashby! Cada noche rezo por el descanso de su alma.
Los bebés fueron envueltos en pañales antes de ser entregados a su nueva mamá, que descansaba en la cama. Heartha, la doncella personal de Blaze, entró en la habitación trayendo un poco de caldo para su señora. Cuando se lo hubo bebido todos la dejaron sola para que pudiera descansar.
Las mujeres se reunieron en el comedor de Rivered-ge e iniciaron una animada charla mientras esperaban el regreso del conde Wyndham.
– Me pregunto qué nombres les pondrá -dijo Blythe.
– Blaze ha heredado tu extravagante gusto por los nombres curiosos -añadió Bliss.
– Pues yo opino que Nyssa es un nombre precioso
– repuso su madre.
– Fue Edmund quien decidió que se llamara así
– les recordó lady Dorothy-. Blaze quería que la niña llevara el nombre de la primera esposa de Edmund, Catherine de Haven, pero él insistió en que la niña fuera bautizada con el nombre de Nyssa, que significa «principio» en griego. El pobre estaba convencido de que después de ella vendría una numerosa descendencia y no imaginaba que sería mi Anthony y no él quien daría continuidad al apellido Wyndham. Aunque murió hace ya quince años, le echo muchísimo de menos.
– Blaze ha puesto a sus hijos nombres normales y corrientes -observó Blythe.
– ¡Pero éstas son niñas! -replicó la deslenguada Bliss, su hermana gemela-. Apuesto a que nuestra hermana escogerá nombres originales para ellas. ¿Cómo no va a hacerlo teniendo el ejemplo de mamá? ¡Estoy impaciente por que llegue el día del bautizo!
– Nuestras hijas también llevan nombres corrientes
– insistió Blythe provocando la mirada ceñuda de su hermana.
Poco tiempo después lord Wyndham regresó a Ri-veredge acompañado del rey.
– He venido a felicitar a mi pequeña Blaze -dijo Enrique Tudor con los ojos húmedos de emoción-. ¡Y también a ti, querido amigo, por tener una familia tan maravillosa! -añadió volviéndose a Tony.
Cuando Blaze Wyndham despertó dio un respingo al encontrar al rey sentado junto a su cama observándola con atención. La condesa se ruborizó al recordar los días en que las visitas de su majestad a su cama habían sido más que frecuentes. Los ojos de Enrique Tudor brillaban maliciosos pero sus palabras fueron cor teses y comedidas como correspondía a un hombre de su posición.
– Me alegro de ver que te encuentras bien, pequeña
– dijo antes de besarle la mano.
– No hay para tanto, majestad -respondió Blaze esbozando una sonrisa-. He tenido tantos hijos que cada vez me cuesta menos trabajo dar a luz. De todas maneras, me alegro de que hayáis vuelto sólo para verme.
– Acabo de ver a tus hijas, Blaze. Son tan bonitas como su madre. ¿Has pensado qué nombres vas a ponerles?
– Si su majestad da su permiso, me gustaría llamarlas Jane, en honor a vuestra difunta esposa, y Ana, por la futura reina. He pensado que como vos habéis honrado mi casa con vuestra visita el mismo día de su nacimiento…
El rey, en el fondo un sentimental que disfrutaba representando el papel de monarca benevolente, se llevó su pañuelo de seda a los ojos y se enjugó las lágrimas que los empañaban.
– ¿Hay un sacerdote en la casa, Tony? -preguntó volviéndose al conde, quien asintió-. Ve a buscarle
– ordenó-. Ahora mismo bautizará a tus hijas y yo seré su padrino. Así tú y tus hijos pasaréis a ser parte de mi familia -añadió volviéndose a Blaze.
– ¡Oh, Hal, estoy tan contenta! -exclamó Blaze emocionada.
Un criado partió en busca del padre Martin, el cura de los condes de Langford desde los tiempos en que Edmund Wyndham ostentaba ese título. Cuando supo que la condesa había tenido gemelas y que el rey había ordenado que fueran bautizadas aquella misma tarde corrió a buscar su mejor casulla.
– Vuelve a Riveredge y di al señor Richard que vaya encendiendo las velas del altar y que espero que me ayude durante la ceremonia -ordenó al criado.
– Sí, padre Martin.
Blaze fue llevada en litera a la capilla de la familia. Cuando el padre Martin pidió a Bliss y Blythe que dijeran en voz alta los nombres de las pequeñas, la primera hizo una mueca de disgusto y la segunda a punto estuvo de estallar en carcajadas.
– Jane Marie -dijo Blythe con una sonrisa radiante.
– Ana María -casi espetó Bliss.
El rey, radiante de alegría, tomó a las niñas de brazos de Nyssa y las sostuvo mientras el padre Martin las bautizaba. Cuando la ceremonia hubo finalizado, la condesa de Langford fue llevada a sus habitaciones y todos se reunieron allí para brindar por las recién nacidas. Momentos después, el rey se dispuso a partir.
– Enviaré un mensajero cuando Nyssa deba venir a la corte -dijo a Blaze antes de despedirse-. Será pronto porque deseo que tu hija conozca sus deberes para con mi reina antes de que ésta llegue. Deberá aprender dónde ir, qué hacer en cada sitio y quién es quién en la corte. No tenemos mucho tiempo pero te garantizo que la reina y yo cuidaremos de ella. No temas, Blaze Wyndham; tu hija estará a salvo conmigo.
– Gracias por haber sido tan generoso con nosotros, Hal -respondió Blaze, abrumada, tomando una mano del rey y besándola con efusión antes de dejarse caer sobre la almohada, agotada.
El rey se puso en pie, abandonó la habitación de puntillas y regresó al comedor, donde le esperaba el resto de la familia Wyndham.
– Espero veros pronto en mi corte, doña Nyssa, y también a vuestros hermanos. Servid bien a mi reina y tendréis mi amistad y mi favor -dijo a modo de despedida antes de partir.
– ¡Qué día tan ajetreado! -suspiró lady Morgan-. ¡No puedo creerlo! Tres de mis nietos van a ser llama dos a la corte y tengo dos nietas más. Por cierto, Bliss, ¿por qué no me habías dicho que vas a pasar el invierno en palacio? -añadió dejándose caer en un sillón y dirigiendo una mirada severa a su hija.
– Lo mismo digo -intervino Ówen Fitzhugh-. No he querido contradecirte delante del rey, querida, pero sabes que no es cierto. Hace años que decidimos alejarnos de la corte y no tengo ningún deseo de regresar.
– ¡Vamos, Owen, no seas aguafiestas! -replicó Bliss-. ¡Es una oportunidad magnífica para Nyssa! El 31 de diciembre cumplirá diecisiete años y si no hacemos algo pronto se convertirá en una solterona. La corte es el lugar perfecto para una joven de la posición de Nyssa. Además, la pobre Blaze tiene demasiado trabajo con tantos niños en casa. He pensado que sería una buena idea llevarnos a nuestro Owen y a nuestro sobrino Edmund con nosotros.
– ¡¿Qué?! -rugió su marido.
– ¿Llevaros a mi Edmund? -añadió Blythe.
– ¿Qué hay de malo? -respondió Bliss-. Philip Wyndham, nuestro Owen Fitzhugh y Edmund Kings-ley apenas se llevan unos meses y son excelentes amigos. Nunca han estado separados durante mucho tiempo y, aunque Philip tendrá mucho trabajo como paje real, todavía le quedará tiempo para jugar con sus primos. ¡Será tan divertido para ellos! -concluyó esbozando una sonrisa radiante.
– Estoy de acuerdo con mi cuñada -intervino lord Kingsley con los ojos brillantes de alegría-. A los muchachos les vendrá bien pasar una temporada fuera de casa.
– ¡Lo que mi cuñado quiere decir es que le parece maravilloso que nos llevemos a ese diablo que tiene por hijo durante unos meses! -espetó Owen Fitzhugh, cada vez más irritado.
– Cuidarás de que no me pongan en evidencia delante de las otras damas, ¿verdad, tía Bliss? -preguntó Nyssa, inquieta-. Una cosa es que Philip y Giles me acompañen a la corte y otra es que también vengan los primos Owen y Edmund. El tío Owen tiene razón: cuando esos tres se juntan, es para echarse a temblar. ¿Por qué ha tenido mamá que pedir al rey que también se llevara a los chicos? -se lamentó.
– ¡Nyssa, no seas egoísta! -la reprendió lady Morgan.
– ¡Abuela, tú siempre te pones de parte de ellos! -acusó la joven-. Sabes que tengo poca paciencia y que pierdo los estribos con facilidad. ¿Cómo me voy a comportar con el decoro y la compostura propios de una dama de honor si mi hermano y mis primos no dejan de hacerme rabiar?
– ¿Crees que no tendrán nada mejor que hacer que hacerte rabiar? -replicó su abuela.
– Son peores que una tribu de salvajes -se desesperó Nyssa-. ¡Disfrutan metiéndose conmigo!
– Es tan fácil hacerte rabiar, hermanita, que no podemos evitarlo -intervino Philip esbozando una sonrisa traviesa-. Si no nos hicieras el menor caso te habríamos dejado en paz hace mucho tiempo.
– ¡Oh, Philip, qué malo eres! -rió lady Morgan negando con la cabeza-. Debes mostrar más respeto por tu hermana mayor. Ninguna mujer de esta familia ha ocupado un lugar tan privilegiado en la corte. ¡No puedo creerlo: dama de honor de la reina! -añadió poniendo los ojos en blanco.
– Pues yo creía que ser amante del rey era todavía más importante -replicó el muchacho.
– ¡Philip, qué atrevimiento! -exclamó su abuela escandalizada-. ¿Quién ha estado llenándote la cabeza de mentiras?
– Tranquilízate, abuela -intervino Nyssa-. Mamá nos lo ha contado todo. Temía que las malas lenguas nos hicieran daño cuando fuéramos mayores, así que ella misma nos relató lo ocurrido durante su breve estancia en la corte y papá estuvo de acuerdo. Todos sabemos que mamá fue amante del rey Enrique. Afortunadamente, de esa unión no nació ningún hijo así que nunca habrá problemas de sucesión. El rey siempre ha sabido que estaba en deuda con mamá y por eso ha accedido a llevarnos a la corte. ¡Después de todo, los Wyndham de Riveredge somos una familia muy importante! -concluyó.
– ¡Vaya! -bufó lady Morgan sin saber qué decir-. ¡Pues sí que estamos bien!
– ¡Vamos, mamá, no hay para tanto! -exclamó la condesa de Marwood-. Nyssa tiene razón: en cuanto se sepa quién fue su madre toda la corte empezará a chismorrear. Los niños conocen la historia de boca de la propia Blaze y podrán defenderse de los comentarios malintencionados que sin duda les dirigirán las cotillas mayores del reino.
– ¿Y qué me dices de ti, mala madre? -se revolvió la anciana-. ¿Piensas regresar a la vida licenciosa de palacio y dejar a tus hijos al cuidado de los criados?
– He dado a Owen tres hijos y una hija -contestó Bliss, impasible-. Mi marido me prometió que regresaríamos a la corte cuando los niños fueran lo bastante mayores para valerse por sí mismos y eso es lo que pienso hacer.
– Además, yo no me moveré de aquí y podré cuidar de ellos -añadió Blythe, que aborrecía las peleas familiares.
– ¡Necesitaré ropa nueva! -exclamó Nyssa reclamando la atención de sus tías y sus abuelas. ¡Iba a ser dama de honor de la reina y ellas no hacían más que discutir por asuntos sin importancia!
Blythe se hizo cargo de la inquietud de su sobrina y se apresuró a cambiar de conversación.
– Nyssa tiene razón -dijo-. Necesitará renovar todo su vestuario. Sus vestidos son más propios de una campesina que de una cortesana. ¿Tú qué dices, Bliss?
Bliss, la experta en moda de la familia, asintió.
– Tenemos que equiparla de pies a cabeza y no disponemos de mucho tiempo -aseguró-. La nueva reina llegará dentro de dos meses y el rey ha dicho que Nyssa debe estar allí semanas antes.
– La costura no se me da demasiado bien -tonfe-só Nyssa, avergonzada.
– Cuando tu madre se casó con tu padre tuvimos que coserle el ajuar entre todas -rió su tía Blythe-. No te preocupes, pequeña; tendrás tu ropa a punto a tiempo. Lo haremos entre todas y pediremos ayuda a la costurera de tu madre. Mañana mismo empezaremos a escoger las telas.
Al día siguiente, mientras Blaze se recuperaba del alumbramiento de las gemelas, Nyssa y sus tías Bliss y Blythe recorrieron el almacén de telas. Nyssa estaba nerviosísima: en sus dieciséis años de vida no había atravesado nunca los límites de las tierras de los Wyndham.
– Ésta no me gusta, tía -protestó cuando la condesa de Marwood separó varios metros de tela ricamente bordada-. Es demasiado elegante.
– Hazme caso -replicó Bliss-. Es exactamente lo que necesitas. En palacio, todo el mundo viste de punta en blanco a todas horas y en todas las ocasiones. Tienes una piel preciosa, pequeña -añadió inclinándose sobre su sobrina para mirarla de cerca-. Has heredado los ojos azules de tu madre y su rostro en forma de corazón. El color oscuro del cabello, en cambio, es de tu padre, pero el contraste resulta muy atractivo.
– Mamá dice que el cabello de mi padre era más oscuro que el mío -repuso Nyssa. No recordaba a Ed-mund Wyndham, quien había muerto cuando la pe quena sóJo tenía dos años. Anthony, el sobrino de Ed-mund, era el único padre que había conocido.
– Es cierto -asintió su tía-. Tu padre no tenía esos reflejos dorados que adornan tu cabello y tanto te favorecen.
– Heartha dice qué me parezco a él. A veces miro fijamente el retrato de la galería y busco alguna semblanza con él, pero me resulta un extraño.
– Tu padre era un hombre maravilloso -murmuró Bliss, pensativa-. Debes estar orgullosa de ser su hija y de haber heredado su nariz.
– La nariz de mamá no está mal, pero tienes razón -rió Nyssa-. Prefiero la mía.
La condesa de Marwood pasó horas eligiendo terciopelos, tafetanes, brocados, sedas, satenes y damascos. Algunas de estas telas eran lisas y otras estaban tejidas con hilos metálicos. Metros de encaje de color blanco, negro y dorado fueron escogidos para adornar los vestidos de la joven y se decidió que su ropa interior y las medias serían de lana fina, seda, algodón y lino. El cuello de sus abrigos debía ser recubierto de pieles y sus camisones de lino y algodón fueron cuidadosamente bordados. El nuevo guardarropa de Nyssa se completaba con gorros de dormir, sombreros y caperuzas de terciopelo. Los zapatos y botas de cuero fueron confeccionados a medida y, ante el entusiasmo de la joven, su tía insistió en que alguno de los pares se adornara con piedras preciosas.
– ¡Son los vestidos más bonitos que he visto en mi vida! -exclamó Nyssa admirada-. ¿Todo el mundo viste siempre tan bien en palacio?
– Parecerás un gorrión entre pavos reales -rió su madre, que ya se había recuperado del nacimiento de las gemelas-. Nunca trates de brillar más que los poderosos de la corte. Eres muy bonita, Nyssa, y todavía te verás más hermosa con tus nuevas ropas, pero…
– ¡Mamá, estoy tan confusa! -la interrumpió Nyssa-. A ratos estoy impaciente por dejar Riveredge y otras veces tengo miedo de ir a la corte. ¡Nunca he salido de casa! ¿Y si hago o digo alguna inconveniencia delante del rey? Quizá debería quedarme aquí…
– ¿Sabías que yo también llegué a la corte de la mano de tu tía Bliss? Tu padre había muerto el otoño anterior y yo estaba muy triste por la pérdida de mi marido y mi hijo menor. Sin embargo, mi hermana no estaba dispuesta a permitir que me consumiera en casa y me llevó a palacio con ella y el tío Owen. Yo estaba aterrorizada -confesó-. Los límites de mi reducido mundo eran Ashby y Riveredge. Una vez allí, lloré mucho y me sentí fuera de lugar, a pesar de que era una viuda respetable y no una joven inexperta como tú. Deseaba esconderme de todo el mundo y pasar desapercibida, pero tu tía Bliss no lo permitió. Cuando se casó con el tío Owen se trasladó a la corte y se instaló como un pato en un estanque. La tía se mueve por palacio como pez en el agua y te guiará con mano firme por su complicado laberinto de costumbres y protocolos. Debes ser prudente, confiar en ella y escuchar sus consejos con atención.
Nyssa asintió.
– Deja que te dé un último consejo, hija mía -añadió Blaze rodeando los hombros de Nyssa con un brazo-: manten tu reputación intacta. Tu virginidad es el tesoro más valioso que posees y espero que la guardes para el hombre que escojas como marido; él apreciará tu gesto y te lo agradecerá siempre. Todo el mundo sabe que fui amante del rey y quizá los obtusos y groseros te tomen por una presa fácil, pero debes dejarles muy claro que eres la hija del conde de Langford y no una cualquiera.
– ¿Estaba el rey enamorado de ti, mamá? -Nyssa finalmente se había atrevido a preguntar lo que siempre había querido saber.
– No estaba enamorado, sino encaprichado – respondió su madre -. Nuestra relación apenas duró unos meses, pero hemos mantenido nuestra amistad y él me tiene por su subdita más fiel. Espero que tú también le demuestres tu fidelidad.
– Dicen que el rey Enrique era el príncipe más atractivo de Europa, pero a mí no me lo parece – comentó la joven arrugando la nariz -. Está gordo como un saco de patatas y su pierna enferma olía mal el día que vino a visitarnos. ¡No me casaría con un hombre como él aunque me ofreciera la corona de Inglaterra! Compadezco a la pobre princesa de Cleves; no sabe lo que le espera. Sin embargo, el rey parece tenerse por una gran persona. No entiendo cómo pudiste enamorarte de él.
Blaze sonrió. ¡Los jóvenes son siempre tan sinceros y a la vez tan crueles cuando deben juzgar a sus mayores
– Es cierto que el rey ha ganado algo de peso desde la última vez que le vi, pero debes creerme: de joven era un caballero muy atractivo. Me temo que los años no han perdonado al pobre Enrique, pero no debes ser tan dura con él. Es difícil aceptar el paso del tiempo y a nadie le gusta hacerse viejo… y mucho menos al rey.
– ¡Os voy a echar tanto de menos! – exclamó Nys-sa colgándose del cuello de su madre.
– Y nosotros también – respondió Blaze abrazando a su hija -. Pero ya es hora de que abandones el nido y remontes el vuelo. En la corte conocerás a mucha gente importante y podrás escoger a tu marido entre numerosos caballeros de buena familia. Deberá ser un hombre de reputación intachable o quizá un amieo
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de tus hermanos.
– Yo me casaré por amor – aseguró Nyssa.
– A veces el amor viene después del matrimonio, no antes – replicó Blaze -. Me casé con tu padre habiéndole visto sólo una vez y sin haber hablado nunca con él. Sin embargo, Edmund era tan bueno que no tardé en enamorarme de él. Puede que a ti te ocurra lo mismo.
– Pero ¿y si no te hubieras enamorado de él? sistió Nyssa -. ¡Habrías tenido que vivir con un hombre a quien no amabas! Gracias, pero prefiero enamorarme primero y casarme después. Doña Fortuna es muy traidora.
– Mientras escojas un buen partido… – murmuró Blaze -. Nyssa, debes unirte a alguien de tu posición.
– Sólo me casaré por amor – repitió la joven.
– Entonces el elegido será el hombre más afortunado del mundo – sonrió su madre.
El rey, que estaba muy atareado con los preparativos de su boda, sentía que hacía mucho tiempo que no estaba de tan buen humor. La ceremonia iba a celebrarse en el palacio de Greenwich, el favorito de su majestad, y estaba previsto que las celebraciones duraran doce días. La nueva reina debía ser presentada formalmente al rey el 1 de enero en Londres y ser coronada en la abadía de Westminster el 2 de febrero, festividad de la Candelaria.
Enrique Tudor se había instalado en Hampton Court y no dejaba de dar órdenes referidas a las ceremonias y las celebraciones que debían seguirlas. Varias veces al día ordenaba que le fuera llevado a su despacho el retrato de su futura esposa pintado por Holbein. Entonces lo abrazaba sin que al parecer le incomodara la presencia de sus secretarios y ayudantes, lo contemplaba largamente como si fuera un adolescente enamorado por primera vez y emitía un suspiro desgarrador antes de volver al trabajo. Estaba seguro de que la princesa Ana sería diferente a su segunda esposa. Esta Ana sería amable, cariñosa y ambos envejecerían juntos y en buena compañía. Todavía se sentía joven y con fuerzas para tener unos cuantos hijos con la princesa alemana de rostro dulce. Esta vez es la definitiva, se repetía una y otra vez. Algunos cortesanos compartían su optimismo, pero otros le consideraban un tonto romántico por seguir creyendo en el amor verdadero.
El 5 de noviembre un mensajero llegó a Hampton Court trayendo la noticia de que la princesa Ana había dejado el ducado de Dusseldorf, gobernado por su hermano, y que se esperaba que tardara tres semanas en llegar a Londres. Viajaba con un séquito de 263 personas y 228 caballos. Las damas viajaban en sus carruajes y unos cincuenta carros que transportaban el equipaje cerraban la comitiva, pero la caravana era tan numerosa que avanzaba muy lentamente. El impaciente monarca envió un mensajero a Calais y éste regresó a palacio con la noticia de que no se esperaba a la princesa en esta población francesa hasta el 8 de diciembre. Charles Brandon, duque de Suffolk y cuñado del rey, y sir William Fitzwilliam, conde de Southampton y almirante, partieron hacia Calais al acercarse esa fecha para acompañar a la princesa durante el final de su viaje mientras el rey enviaba al duque de Norfolk y a su primer ministro, Thomas Cromwell, a recibir a Ana de Cleves en Canterbury.
A Thomas Howard, duque de Norfolk, no le gustaba aquel matrimonio. Mucha gente, incluido el obispo Gardiner, opinaba que era porque la princesa era protestante, pero la verdadera razón era que el duque odiaba a Thomas Cromwell y estaba resentido por haber sido excluido de los órganos consejeros que rodeaban al monarca. Durante mucho tiempo él había sido el noble más influyente de la corte y miembro del consejo privado del rey. Se oponía a la unión de Enrique VIII y Ana de Cleves porque aquel matrimonio había sido idea de Thomas Cromwell. A partir de ahora sería el primer ministro quien aconsejaría a la reina y no él, Thomas Howard, cuya estúpida sobrina, Ana Bolena, había llevado una vez la corona de Inglaterra. Si la irresponsable joven hubiera seguido sus sabios consejos, seguiría siendo reina.
El duque suspiró apesadumbrado. ¡Le había resultado tan duro mirar a la cara a la panfila de Jane Sey-mour! Había tenido que sufrir en sus carnes la arrogancia de sus dos hermanos, Eduardo y Thomas Seymour, aquellos arribistas de Wolfhall, y sufrir la humillación de ver a una Seymour en el lugar de una Howard. Su único consuelo era pensar que la nueva reina llevaba sangre real y haber conseguido conservar su cargo de tesorero del rey a pesar de que su familia había caído en desgracia.
La reina no llegó a Calais hasta el 11 de diciembre y la comitiva fue escoltada hasta la ciudad pero no pudo cruzar el Canal hasta el 26 de diciembre debido a las fuertes tormentas que azotaban las costas de Inglaterra y Francia.
La princesa Ana combatía las horas de aburrimiento jugando a las cartas. El conde de Southampton le había asegurado que el rey era un gran aficionado a los juegos de azar y la princesa se había apresurado a instruirse en este arte. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por complacer a su futuro marido. En la aburrida corte de Cleves la música, el baile y los juegos eran considerados distracciones frivolas y estaban terminantemente prohibidos. Sin embargo, Ana encontraba las cartas de lo más estimulante, sobre todo cuando había en juego grandes cantidades de dinero.
Los secretarios de palacio, que se habían sentido desbordados para contestar a los cientos de candidatos que solicitaban entrar a formar parte del servicio personal de la nueva reina, se habían visto obligados a rechazar a la mayoría de ellos. Nyssa Wyndham llegó a Hampton Court el 15 de noviembre. El nerviosismo y el temor había aumentado a cada kilómetro que la alejaba de Ri-veredge y la acercaba a palacio. Observaba con atención a su tía Bliss y copiaba todos sus movimientos mientras trataba de ignorar a sus hermanos y a sus primos, que encontraban aquel comportamiento muy divertido.
Owen Fitzhugh sabía que el palacio estaría lleno a rebosar y había alquilado una casa en la población de Richmond. La próxima llegada de la reina había acabado con la oferta inmobiliaria de la ciudad y el conde había tenido que luchar con varios competidores para conseguir aquel modesto alojamiento. Cuando Bliss y yo éramos jóvenes y formábamos parte de la corte, todo era distinto, recordó. La vida de la corte se había puesto por las nubes y no sólo había tenido que alquilar una casa en Richmond, sino que había tenido que tomar otra en Greenwich. Afortunadamente, sus cuñados le había ayudado a sufragar los gastos; después de todo, estaban allí por Nyssa y los chicos.
– ¿Vamos a vivir aquí, tío Owen? -preguntó Nyssa.
– Tus hermanos y tú viviréis en palacio -respondió su tía sin dar tiempo a su marido a contestar la pregunta de su sobrina-. Esta casa es para nosotros dos, Owen y Edmund.
– La vida en palacio no es fácil, Nyssa -añadió Owen Fitzhugh-. Seguramente tendrás que compartir cama con otra muchacha de tu edad y apenas tendrás sitio para tus cosas. Deberás estar a disposición de la reina las veinticuatro horas del día y no dispondrás de un momento para ti.
Nyssa palideció y dirigió una mirada inquisitiva a su tía. ¿Por qué no le había hablado nadie de la dura vida que le esperaba? De repente había dejado de apetecerle ser dama de honor de la reina Ana. ¡Ojalá se hubiera quedado en casa!
– Es cierto que la vida de una dama de honor no es fácil, Nyssa -se apresuró a replicar su tía-, pero debes pensar en las ventajas que la corte ofrece a una muchacha de tu edad y posición: poder, diversión… y hombres -añadió quitándose el sombrero, tomando la mano que el cochero le tendía y disponiéndose a descender del coche-. ¿Qué es esto? -exclamó disgustada al ver la residencia escogida por su marido-. ¡Pero si es una cabana!
Nyssa descendió del coche detrás de su tía y le estrechó una mano.
– Tenemos suerte de haber encontrado una casa, aunque sea modesta -se defendió Owen Fitzhugh-. No es fácil instalarse en esta población en circunstancias normales y mucho menos ahora que la reina está a punto de llegar. Sé de gente que está durmiendo en un granero. Si preferís dormir con las vacas, señora, no tenéis más que decirlo.
Nyssa ahogó una carcajada. El tío Owen podía ser muy mordaz pero la verdad era que la tía Bliss hacía y deshacía a su antojo sin contar con él.
– A mí me parece una casa preciosa -intervino conciliadora-. Estoy impaciente por vivir en la ciudad.
– Estoy segura de que es el mejor alojamiento que has podido encontrar, Owen, querido -se apresuró a rectificar Bliss-. ¡Vamos, no te quedes como un pasmarote y veamos en qué estado se encuentra!
Tras una rápida inspección, la condesa advirtió que, aunque la casa no se encontraba en las penosas condiciones que había temido, distaba mucho de ser el lujoso palacio que habría preferido. Del vestíbulo arrancaba una escalera que iba a dar al piso superior.
– La biblioteca está en la parte de delante y el comedor, atrás -indicó el conde-. La cocina se encuentra en la planta baja pero podemos traer la comida del comedor público si no deseas cocinar. Hay tres habita ciones en el primer piso y los criados pueden dormir en la buhardilla. El jardín y el establo están incluidos en el precio. Siento no haber podido encontrar algo mejor -se disculpó.
– Afortunadamente no tendremos que vivir aquí durante mucho tiempo -se consoló su esposa-. Pronto tendremos que trasladarnos a Greenwich para asistir a la boda real.
– La casa de Greenwich es más espaciosa -respondió el conde animándose de repente-. Cuando llegué ya estaba comprometida, pero un miembro de la familia que la alquiló murió de repente y tuvieron que suspender su estancia allí. El contrato dura hasta el mes de abril y una casa allí nos será de gran utilidad, aunque tengamos que pasar alguna temporada en Londres. ¿Te he dicho que tiene un jardín precioso?
– No, Owen; no me lo has dicho -respondió su esposa con un suspiro resignado-. Saber que en Greenwich nos espera casi un palacio hará más agradable y llevadera mi estancia en esta casa.
Mientras hablaban habían recorrido la casa hasta llegar al comedor, donde un criado había encendido el fuego y las luces. Los muebles eran modestos pero por lo menos la habitación estaba limpia.
– ¿Cuándo iremos a palacio, tía Bliss? -preguntó Nyssa, impaciente.
– Mañana -respondió la condesa-. He oído que la encargada de seleccionar a las damas de honor es la esposa de sir Anthony Browne, una dama muy exigente pero buena y justa. Creo que también se encarga de instruir a los pajes. Vosotros dos tendréis que comportaros, ¿entendido? -añadió dirigiendo una mirada severa a sus sobrinos-. Sobre todo tú, Philip. Eres el heredero de tu familia y debes dejar en buen lugar el apellido Wyndham. El rey os ha hecho un gran favor al permitiros servir a la reina.
– Descuida, tía Bliss -la tranquilizó el muchacho-. Sé cuánto se espera de mí y lo que debo hacer.
– Estoy seguro de que no nos defraudarás -añadió Owen Fitzhugh palmeando la espalda de su sobrino y esquivando la mirada furiosa de su esposa.
– Debes ser muy prudente, Philip, y pensar dos veces antes de hablar -insistió Bliss.
– Sí, tía -contestó el muchacho obedientemente mientras fingía no ver el guiño cómplice que le dirigía su tío.
A última hora de la tarde Bliss dio de cenar a los niños y les acompañó a sus habitaciones.
– Aunque la princesa de Cleves tardará unos días en llegar, presiento que ésta será la última noche que podréis dormir a pierna suelta -dijo antes de desearles buenas noches.
Los cuatro primos compartían una habitación y Nyssa ocupaba un dormitorio en el que apenas cabían una cama y su equipaje. Su doncella personal dormiría a los pies de la cama.
– No es una habitación muy grande -comentó la joven Tillie, una muchacha bajita y desenvuelta de semblante agradable, ojos castaños y cabello liso recogido en una larga trenza, mirando a su alrededor-. Los perros de mi padre tienen más espacio en sus casetas. -El padre de Tillie era el guardabosques de Riveredge.
– Pronto nos marcharemos de aquí -prometió Nyssa.
– La condesa ha dicho que debéis estar en palacio a primera hora de la mañana para presentar vuestros respetos al rey y saludar a la dama encargada de seleccionar a las camareras de la reina. Será mejor que preparemos ahora vuestras ropas; mañana todo serán prisas.
Nyssa asintió. Tillie era una muchacha práctica y eficiente. Sólo hacía diez meses que Heartha, doncella de su madre y tía de la muchacha, la había escogido entre todas las sirvientas para atender a la joven señora de Riveredge.
– Es importante que causéis una buena impresión -dijo Tillie poniéndose manos a la obra-. Necesitamos algo elegante pero discreto… -murmuró pensativa-. ¿Qué tal el vestido color borgoña? No… ¿Y el verde manzana? No, ése tampoco.
– ¿Y el azul que hace juego con mis ojos? -propuso Nyssa-. Todo el mundo dice que es el que mejor me sienta.
– Es cierto, pero temo que llaméis demasiado la atención, señora -repuso Tillie frunciendo el ceño-. ¡Ya lo tengo! ¿Qué os parece el de terciopelo melocotón? Quedará precioso con la falda de damasco beige y dorada. Voy a sacarlos del baúl y a quitarles las arrugas. Estaréis preciosa, señora, y daréis la imagen de una dama bella y discreta. Id a dormir -ordenó-. Mañana os espera un día muy duro: tendréis que bañaros por la mañana y después yo os arreglaré el cabello. Dejad que os ayude a desvestiros y cuando estéis en la cama me ocuparé de vuestras ropas.
Nyssa creía que los nervios no le permitirían dormir en toda la noche, pero estaba tan cansada que cayó rendida en cuanto apoyó la cabeza en la almohada. Cuando Tillie la despertó a la mañana siguiente todavía no había amanecido y la habitación estaba helada. Nyssa hundió la cabeza bajo las mantas mientras su doncella tiraba de ella para obligarla a levantarse.
– Tenéis el baño preparado, señora. Si no os dais prisa se os enfriará el agua.
– No me importa -gruñó Nyssa dando media vuelta y acurrucándose entre las sábanas calientes-. ¡No! -gritó cuando Tillie tiró de las mantas y las arrojó al suelo-. ¡Tengo frío!
– A la bañera ahora mismo -ordenó la muchacha-. No pienso permitir que deshonréis el nombre de los Wyndham al presentaros delante del rey con toda la mugre del camino. Maybelle, la doncella de vuestra tía Bliss, es una chismosa y no tardaría en ir con el cuento a mi tía Heartha. ¿Y qué creéis que haría ella? Vendría hasta aquí aunque tuviera que hacerlo a pie y me tiraría, de las orejas hasta ponérmelas coloradas como tomates. Y vos no deseáis que nadie haga daño a vuestra fiel Tillie, ¿verdad? -añadió con voz melosa-. Yo siempre os servido lo mejor que he sabido y…
– Está bien, está bien -rió Nyssa saltando de la cama-; tú ganas.
Se quitó el camisón y se metió en la pequeña bañera redonda llena de agua caliente mientras un escalofrío le recorría la espalda. A veces Tillie hablaba como su tía Heartha pero otras veces era realmente divertida.
– Tendré que lavaros el cabello -advirtió Tillie-. Está sucio y enmarañado -añadió y, antes de que Nyssa pudiera protestar, vertió un cubo de agua caliente sobre la cabeza de su señora-. Cuanto antes empecemos, antes terminaremos.
– ¡Date prisa! -siseó Nyssa temblando de frío. La habitación estaba helada y los hombros y la cabeza mojados aumentaban la desagradable sensación. Tomó la pastilla de jabón y se lavó mientras Tillie le friccionaba la cabeza y vertía otro cubo de agua.
– Será mejor que salgáis o pillaréis una pulmonía -dijo cuando el agua se hubo enfriado. Tillie envolvió a su señora en una toalla y se apresuró a secarle el cabello con otra.
Nyssa se acurrucó en la toalla y se frotó los brazos para entrar en calor antes de regresar a la cama.
– Seguid secándoos el cabello, señora -ordenó su doncella alargándole una toalla-. Voy a buscaros algo de comer.
Nyssa se cubrió con las mantas y frotó con la toalla la húmeda melena de color castaño. En un rincón de la habitación las enaguas, el corpino y la falda que debía ponerse descansaban sobre una silla y ofrecían un aspecto impecable. ¡La pobre Tillie no debe haber pegado ojo en toda la noche!, se dijo empezando a sentirse culpable. ¡Con razón dice mamá que una buena doncella es un tesoro!
– ¡Ni en sueños imaginé lo que he visto en esa cocina! -exclamó la joven sirvienta, que acababa de entrar en la habitación trayendo una bandeja-. Ahí abajo hay una mujer con un solo ojo que asegura ser la cocinera. En un santiamén ha preparado una bandeja con un tazón de gachas, pan recién horneado, mantequilla, miel y un vaso de vino rebajado con agua -añadió dejando la bandeja sobre las rodillas de Nyssa-. Coméoslo todo. Maybelle dice que quizá no podáis comer nada más hasta la noche.
– ¿Y tú? -preguntó Nyssa a su doncella mientras tragaba una cucharada de gachas-. ¿Has comido algo?
– Comeré cuando os hayáis ido, señora -respondió Tillie-. Maybelle dice que se os permitirá regresar a dormir aquí hasta que la reina llegue a palacio. Es lo que suelen hacer las damas con casa y familia en el pueblo. Maybelle dice que…
– Veo que Maybelle es una fuente de información de lo más fiable -la interrumpió Nyssa esbozando una sonrisa traviesa.
– Está verde de envidia -contestó Tillie con una risita-. Todo el mundo sabe que el puesto de dama de honor está muy bien considerado entre los miembros de la corte. Y su señora, por muy condesa que sea, nunca ha servido a la reina. La pobre Maybelle no sabe si volverme la espalda o aconsejarme sobre cómo serviros. Después de todo, soy tan joven e inexperta como vos.
– Sácale toda la información que puedas y procura hacerte amiga de otras doncellas -ordenó Nyssa-. Sabes bien que es la primera vez que salgo de mi casa y que debo andar con pies de plomo si quiero sobrevivir en la corte. Mamá dice que es una oportunidad excelente que no debo desaprovechar.
– No os preocupéis, señora -dijo Tillie apoyando una mano en el hombro de Nyssa-. Ya veréis como todo saldrá bien. Ahora acabaos el desayuno antes de que vuestra tía suba a regañarnos por retrasarnos.
Nyssa se tragó el último bocado de pan y saltó de la cama. Seguía haciendo frío en el dormitorio, pero se sentía mucho mejor ahora que se había bañado y había comido algo. Tillie le puso una combinación de lino con el cuello de encaje, unas medias de lana fina, un corsé de seda y una enagua rematada por un fino alambre antes de ceñirle una falda con el fondo beige bordada con libélulas y margaritas doradas que asomaba entre las aberturas del vestido de terciopelo de color melocotón. Un corpino escotado del mismo color y bordado con encaje dorado, perlas y topacios completaba el conjunto.
La última moda de la corte era que las muchachas llevaran el cabello suelto y peinado con la raya en medio. Para que pareciera más elegante, Tillie le recogió la melena en una redecilla dorada. Cuando hubo terminado, se agachó para poner a su señora unos zapatos 'de punta redondeada de color beige. Finalmente, se puso en pie y contempló su obra satisfecha.
– Sólo faltan las joyas -dijo-. Iré a buscar el joyero.
Nyssa escogió un collar, un anillo de perlas y otro de topacios.
– Ya es suficiente -dijo cerrando la caja y tendiéndosela a Tillie-. ¿Cómo estoy?
– Preciosa, señora -contestó la doncella guardando el joyero en un baúl.
Alguien llamó a la puerta y Maybelle asomó la cabeza. Cuando vio a Nyssa abrió unos ojos como platos.
– ¡Qué hermosa estáis, señora! -exclamó admirada-. Vuestra tía os espera abajo.
Tillie tomó un cuello de piel de conejo, un abrigo de terciopelo de color marrón y un par de guantes y se los tendió a su señora.
– Daos prisa -dijo apartando a Maybelle de un empujón para que Nyssa pudiera pasar. Nyssa y Tillie intercambiaron un guiño cómplice cuando la vieja doncella les volvió la espalda, ofendida.
Nyssa descendió la escalera con cuidado y admiró el atuendo de su tía. A sus treinta y tres años, Bliss seguía siendo una mujer bellísima. Vestía un traje de terciopelo de color azul bordado con encaje dorado y plateado y adornado con perlas. Desafiando la moda de la corte, se había recogido el cabello en un moño bajo prendido con agujas doradas.
«Tengo un cabello precioso y no encuentro por qué tengo que esconderlo bajo esas caperuzas tan poco favorecedoras -solía decir-. A Owen le gusta que lo luzca», concluía, como si la opinión de su marido le importara.
Aquella mañana observó a su sobrina largamente antes de dar su aprobación. Nyssa y Tillie no pudieron contener un suspiro de alivio.
– Estás perfecta, sobrina -declaró-. Pareces la viva imagen de la inocencia; elegante, pero discreta; una joven de buena familia y firmes principios. Nada que ver con esas tontitas que tratan de llamar la atención de los hombres a toda costa.
– Creía que mi misión en la corte era atraer a los hombres y hacer una buena boda -repuso Nyssa esbozando una sonrisa picara mientras su tío se volvía de espaldas, incapaz de contener la risa.
– Tu misión en la corte será servir a la reina -replicó su tía-. Si de paso encuentras a un caballero que te agrada, te roba el corazón, pide tu mano en matrimonio y resulta un buen partido, mejor que mejor.
– ¿Es así como cazaste al tío Owen? -rió Nyssa.
– Conocí a tu tío en casa de tu padre.
– Fue el día que tu madre cumplió dieciséis años -intervino Owen Fitzhugh-. Bliss, Blythe y Delight fueron a Riveredge a felicitar a Blaze. En cuanto miré a tu tía no tuve ojos para otra mujer y lo mismo le ocurrió a Nick Kingsley con tu tía Blythe.
– ¿Fue un amor a primera vista? -preguntó Nyssa, que no había oído nunca aquella historia tan romántica.
– Exacto -asintió su tío-. ¿Verdad, gatita?
– Sí-suspiró Bliss, cuyos ojos brillaban cuando se volvió hacia su marido-. ¿Qué hacemos aquí parados perdiendo el tiempo? -exclamó cuando volvió a recuperar el dominio de la situación-. ¡Llegamos tarde! Te felicito, muchacha -añadió volviéndose hacia Tillie-. Has hecho un buen trabajo. Daré buenos informes sobre ti a mi hermana cuando le escriba y le diré que has aprovechado las enseñanzas de Heartha.
– Gracias, señora -murmuró Tillie haciendo una reverencia antes de ayudar a Nyssa a ponerse el abrigo y el sombrero.
– ¿Dónde están los chicos? -preguntó la joven.
– Nos esperan en el coche -contestó su tía-. Ed-mund y Owen irán en el pescante junto al cochero.
Cuando ambas mujeres llegaron al coche, los dos primos se apresuraron a trepar al pescante. Nyssa entró y advirtió que Philip, un muchacho moreno de ojos claros que guardaba un gran parecido con su padre, y Giles, rubio como su madre, vestían ropas tan caras y elegantes como las suyas. Las calzas eran de terciopelo negro y el brillo oscuro de la tela destacaba sobre el blanco de las medias que calzaban debajo. Los zapa tos eran de cuero negro y brillante y sus jubones de terciopelo negro estaban bordados con pequeñas perlas. Un abrigo de piel de liebre que les llegaba hasta las rodillas y una cadena dorada de la que pendía un medallón de oro con el escudo de armas de la familia completaban el conjunto. Un par de dagas con pequeñas piedras incrustadas pendían de sus cinturones y se cubrían la cabeza con sendos sombreros de terciopelo adornados con una pluma de avestruz.
– ¡Estáis guapísimos! -exclamó Nyssa.
– Y tú también, hermanita -respondió Philip devolviéndole el cumplido.
– ¡Mira, Nyssa! -gritó Giles mostrándole su arma, orgulloso-. ¡Tengo una espada!
– Recuerda que no debes desenvainarla nunca delante del rey o el príncipe -repuso Nyssa-. Mamá dice que eso es traición.
– No lo olvidaré -prometió solemnemente.
– No es necesario que repitas las mismas cosas cien veces -gruñó Philip, irritado-. Con una vez es suficiente.
– Usted perdone, señor mío -se mofó Nyssa arreglándose la falda-. ¿Cómo he podido olvidar que el vizconde de Wyndham es un modelo de perfección? Le ruego que acepte mis disculpas.
Giles estalló en carcajadas y Philip se volvió hacia la ventanilla, enfurruñado.
– ¿No podéis dejar de pelearos? -les regañó su tía.
Nyssa cruzó las manos sobre el regazo y se sumió en sus pensamientos mientras el coche echaba a andar camino de Hampton Court. El intenso tráfico pronto indicó que se encontraban cerca del palacio. Nyssa asomó la cabeza por la ventanilla y comprobó que muchos de los otros coches eran más elegantes que el suyo. Los que no viajaban en coche esquivaban los vehículos con sus monturas pero todos parecían dirigirse al mismo lugar.
Hampton Court había sido construido por orden del cardenal Wolsey, el consejero real, y ocupaba parte de las tierras que habían pertenecido a los Caballeros Hospitalarios de San Juan. La orden se había mostrado reacia a vender sus posesiones al cardenal y había preferido arrendarlas durante 99 años por cincuenta libras. La construcción del palacio se había iniciado en 1515 y, aunque el rey Enrique y su primera esposa, Catalina de Aragón, habían pasado una temporada allí en el mes de mayo de 1516, se había tardado varios años en concluir las obras.
El edificio se levantaba alrededor de tres patios: el patio principal, el patio del reloj y el claustro y estaba construido con ladrillo rojo y azulejos azules y negros en forma de diamante. Las torres estaban rematadas por medias cúpulas y los muros habían sido decorados con el escudo de armas del cardenal y molduras de terracota, regalo del Papa. Se decía que el cardenal solía dar largos paseos por la larga galería cubierta y que, cuando el tiempo lo permitía, le gustaba pasar un rato a solas en el cuidado jardín por las noches. Había unas cien habitaciones en el palacio, treinta de las cuales eran dormitorios para invitados, y dos cocinas. Entre las dos había una habitación desde la que el cocinero jefe, vestido como un cortesano, daba órdenes a sus pinches mientras blandía su cucharón de madera.
Bliss explicó a sus sobrinos la historia del palacio mientras sorteaban el denso tráfico.
– Mamá dice que una vez vio al cardenal -dijo Nyssa.
– Lo sé -asintió Bliss-. En su día, el cardenal fue una persona influyente a quien todos temían. Llegó muy alto pero su caída fue fulminante.
– Mamá dice que siempre fue fiel al rey -insistió Nyssa-. ¿Por qué fue ejecutado?
– El rey le acusó de traición porque el cardenal no logró obtener el permiso del Papa para divorciarle de su primera esposa. Wolsey sabía que el rey Enrique deseaba casarse con Ana Bolena pero él prefería a la princesa Renée de Francia. Estaba seguro de poder convencer a Catalina de Aragón de que cediera su puesto a la princesa francesa con la excusa de dar un heredero a Inglaterra pero de ninguna manera estaba dispuesto a mover un dedo por la hija de Tom Bolena. Como todo hombre poderoso, el cardenal tenía numerosos enemigos -siguió explicando Bliss a su sobrina, que escuchaba el relato atentamente-. Sus oponentes aprovecharon este roce con el rey para poner en tela de juicio los extravagantes métodos del cardenal y hundirle. Los chistes y los comentarios malintencionados no tardaron en extenderse por la corte y el rey empezó a preguntarse si era él o el cardenal quien gobernaba Inglaterra. A nuestro monarca no le gusta que sus colaboradores le hagan sombra y…
– ¡Mamá me habló de una canción que se cantaba en palacio durante esos días! -exclamó Nyssa recordando la graciosa poesía-: «¿Por qué no venís a la corte? ¿A qué corte: a la corte del rey o a Hampton Court? ¡A la corte del rey! En la corte del rey debería estar su excelencia pero Hampton Court tiene preferencia.»
– El autor de esta rima tuvo que refugiarse en West-minster -intervino el conde de Marwood-. El rey se puso furioso cuando un fraile franciscano visitó el palacio y, admirado por el lujo y el esplendor del que Wolsey se había rodeado, exclamó: «Sólo un hombre tan influyente y poderoso como un rey podría vivir en un palacio así.» Yo mismo le oí pronunciar estas palabras y los que estaban conmigo corrieron a contárselo al rey, quien se sintió herido en lo más profundo de su orgullo. Llamó al cardenal y le preguntó por qué se había construido un palacio tan suntuoso para él solo. El astuto Wolsey se apresuró a contestar: «Para ponerlo a vuestro servicio siempre que gustéis, majestad.»
– ¿Y qué me dices de los tapices? -rió Bliss-. Al cardenal le gustaban tanto que en un año encargó ciento treinta. Cada entarimado, cada mesa y cada ventana del palacio estaban cubiertos por una alfombra o un tapiz. Dicen que una vez llegó un barco de Venecia cargado con sesenta alfombras a nombre del cardenal Wolsey. ¡Era un auténtico sibarita!
– Pero ¿por qué fue acusado de traición y ejecutado?-insistió Nyssa.
– Cuando estés en palacio no debes repetir esto -le advirtió su tía-: Wolsey no cometió traición; simplemente tenía demasiados enemigos en la corte. Cuando cayó en desgracia fue nombrado arzobispo de York y, si se hubiera quedado quieto y calladito allí, habría terminado sus días en paz, pero el viejo Wolsey no era de ésos. Enseguida empezó a rodearse de una corte tan lujosa e influyente como la que había disfrutado en palacio, provocando la ira del rey, quien se había dejado convencer de que el cardenal se había aliado con las naciones enemigas. Enrique Tudor estaba seguro de que había impedido su divorcio con la reina Catalina a propósito y le encerró en el castillo de Cawood. El cardenal murió en la abadía de Leicester cuando iba de camino a Londres.
– El rey es un hombre tan poderoso que a veces me da miedo -murmuró Nyssa.
– Haces bien en temerle -respondió su tío-. Enrique Tudor es fiel y generoso con sus amigos, pero es un enemigo temible. Tu madre sobrevivió en la corte porque actuó como una mujer inteligente y no se dejó tentar por el poder ni se aprovechó de su privilegiada situación. Tenia siempre como modelo.
– Quizá sea mejor que vuelva a casa -gimió la joven, asustada, mientras sus hermanos estallaban en carcajadas.
– ¡Tonterías! -replicó Bliss-. Has sido elegida por el rey para ser dama de honor de la nueva reina. Vivirás en la corte, escogerás a un buen partido entre los muchos pretendientes que se acercarán a ti, te casarás y vivirás feliz el resto de tus días. Para eso has venido a palacio y no quiero ni oír hablar de regresar a casa. ¡Por el amor de Dios, Nyssa! Estás a punto de cumplir diecisiete años. ¿Tengo que recordarte cada cinco minutos que eres demasiado mayor para permanecer soltera por más tiempo? Blaze tiene demasiado trabajo en Rive-redge cuidando de tus hermanos pequeños y encontrando esposas ricas para ellos como para echarte de menos. Giles, Philip y tú estáis aquí para iniciar vuestra vida de adultos, así que ¡basta de tonterías!
Philip y Giles sofocaron sus risas mientras su hermana se ponía colorada como un tomate ante la severa regañina de su tía.
– ¡No soy una cobarde! -protestó la joven-. Lo que ocurre es que tanta novedad me asusta, eso es todo. Recuerda, tía, que la primera vez que pusiste los pies en palacio te acompañaba tu marido. Tú viniste a divertirte y yo estoy aquí para servir a la reina. Nunca he salido de mi casa, no tengo experiencia y temo dejar en mal lugar a mi familia, ¡pero no soy una cobarde!
– Nyssa tiene razón -intercedió su tío-. Recuerdo la primera vez que llegué a palacio. Sólo tenía seis años y había sido escogido como paje del príncipe Enrique, hoy nuestro rey. Yo también estaba muy asustado y me sentía desorientado, por lo que durante los primeros días no hice más que observar con atención y preguntarlo todo. Nunca temas preguntar demasiado, Nyssa -aconsejó a su sobrina-; siempre es mejor pecar de preguntona que cometer un error imperdonable en presencia del rey. Además, la reina Ana todavía tardará unas semanas en llegar, así que tendrás tiempo de sobra para prepararte. Estoy seguro de que la esposa de sir Anthony Browne pondrá todo su empeño en instruir a las damas perfectamente; después de todo, ella es la responsable.
– Gracias por tus palabras, tío Owen -sonrió Nyssa, algo más tranquila-. Tú sí me entiendes -añadió dirigiendo una mirada ceñuda a su tía, quien fingió no verla.
El coche se detuvo a las puertas de palacio y los lacayos se apresuraron a abrirles la portezuela y a ayudar a las damas a descender antes de retirar el vehículo. Mientras Bliss se alisaba las arrugas de la falda se oyó un grito a sus espaldas.
– ¡Bliss! -exclamó una dama gruesa de cabello oscuro y brillantes ojos castaños-. ¿Sois vos? ¡No puedo creerlo!
– ¿Adela? -gritó Bliss volviéndose y abrazándola efusivamente-. ¡Adela Marlowe! ¡Qué alegría!
– Me he puesto gorda como una vaca, ¿verdad? ¡Sin embargo vos estáis tan maravillosa como siempre!
– Sólo una buena amiga sería tan benevolente -rió Bliss devolviéndole el cumplido-. Ya no soy la niña que conocisteis.
– Y ésta es vuestra hija, ¿verdad? -aventuró Adela Marlowe reparando en Nyssa y escrutándola con la mirada. Joven, inocente y rica, se dijo.
– Es mi sobrina -contestó Bliss-. Es la hija de Blaze y ha sido nombrada dama de honor de la reina. Nyssa, te presento a lady Adela Marlowe. Adela, ésta es lady Nyssa Catherine Wyndham y aquéllos son Philip, vizconde de Wyndham, y su hermano Giles. También han sido nombrados pajes -añadió a la vez que los muchachos hacían una reverencia a la dama, que parecía impresionada.
– ¿Estáis prometida, jovencita? -preguntó a Nyssa.
– No, señora.
– ¡Entonces tenéis que conocer a mi Enrique!
– ¡Qué magnífica idea! -exclamó Bliss, entusiasmada.
– Bliss, querida -intervino su marido-, creo que no debemos hacer esperar a lady Browne. Si llegamos tarde haremos quedar mal a Nyssa.
– Owen tiene razón -admitió Bliss de mala gana besando a su amiga en las mejillas-. Nos veremos luego. ¡Tenéis que ponerme al día de todos los cotilleos! ¡Owen, baja de ahí inmediatamente! -gritó cuando vio a su hijo encaramado a una verja-. ¿Dónde está tu primo Edmund? Empiezo a pensar que no ha sido una buena idea traeros con nosotros.
– Te está bien empleado, gatita -dijo su marido sonriendo triunfante-. Tú te ofreciste a hacerte cargo de ellos -añadió antes de darse la vuelta y emprender el camino hacia la entrada de palacio mientras Bliss reunía a su caterva de chiquillos y le seguía.
Lady Margaret era la esposa de sir Anthony Browne, el encargado de los establos y un hombre muy querido por el rey, ya que trabajaba muy duro y siempre tenía los caballos bien cuidados e impecables. Al contrario que otros colaboradores, nunca tomaba parte en las disputas políticas de la corte y sólo vivía para servir al monarca y a su familia. Enrique Tudor le había recompensado por su fidelidad regalándole unas propiedades en Surrey que habían pertenecido a la abadía de Chertsey, al priorato de Merton, a Santa María Overey, en Southwark, y al priorato de Guilford. Su esposa había sido nombrada encargada de escoger a las damas de la nueva reina.
Los aposentos de lady Margaret estaban situados muy cerca de los que se habían destinado a la reina Ana y la amable dama saludó a los condes de Marwood cor-dialmente.
– Parece que fue ayer cuando vinisteis recién casa da, condesa, pero los años no pasan por vos. ¿Cuántos hijos tenéis?
– Tres hijos y una hija, señora -contestó Bliss.
– ¿Son éstos? -preguntó lady Browne fijando su mirada miope en los niños.
– Sólo uno de ellos -respondió la condesa-. ¡Owen, saluda a la señora!-ordenó-. Señora, permitid que os presente a Edmund Kingsley, el hijo mayor de mi hermana Blythe y sir Nicholas Kingsley. Y estos jovencitos son Philip, vizconde de Wyndham, y su hermano Giles, los hijos de mi hermana Blaze, condesa de Langford. El rey les ha nombrado pajes de la nueva reina.
Los muchachos hicieron una reverencia al oír su nombre y lady Browne asintió satisfecha al ver que mostraban buenos modales.
– ¿Y quién es esta jovencita, lady Fitzhugh? -preguntó.
– Os presento a lady Nyssa Catherine Wyndham, hija de los condes de Langford. Será una de las damas de honor de la reina.
– ¿Otra dama de honor? -exclamó lady Browne horrorizada-. ¡No, por favor! Todas las jóvenes de buena familia de Inglaterra han venido hasta aquí para ser nombradas damas de honor. Lo siento, lady Fitzhugh, pero no hay sitio para vuestra sobrina.
– Me temo que no me he explicado con claridad -replicó Bliss sin levantar la voz, pero empleando un tono frío y cortante que su marido conocía a la perfección-. El rey visitó a mi hermana el pasado octubre y escogió a Nyssa personalmente. La muchacha es hija de Blaze Wyndham, ¿recordáis a mi hermana?
– Pues…-titubeó lady Browne-. ¿La hija de Blaze Wyndham habéis dicho? El nombre me resulta familiar pero no logro recordar su rostro.
La joven era bonita y parecía tener buenos modales pero no era nadie. Más de una docena de familias de mucho más renombre que la de Nyssa Wyndham se encontraban a la espera de un puesto de dama de honor para sus hijas. Los padres de esas muchachas estaban dispuestos a recompensar al monarca con sustanciosas contribuciones a las arcas reales y, ya que el rey no había mencionado a Nyssa en ningún momento, lady Browne creyó que lo mejor era deshacerse de ella cuanto antes.
– A mi madre se la conocía como La Amante Callada -intervino Nyssa adivinando las intenciones de la dama-. Aunque su estancia en palacio fue muy breve, estoy segura de que si hacéis un esfuerzo la recordaréis. A pesar del tiempo transcurrido, el rey la sigue teniendo por su subdita más fiel y una de sus mejores amigas.
– Sois demasiado descarada, jovencita -la reprendió lady Browne. Sin embargo, cuando emitió un suspiro resignado, tía y sobrina intercambiaron una mirada cómplice y supieron que habían conseguido convencerla.
– ¿Habéis vivido en palacio alguna vez? -preguntó, aunque conocía la respuesta-. ¿No? Entonces tenéis mucho que aprender en muy poco tiempo, lady Nyssa. Quiero veros cada día después de asistir a la misa de la mañana en la capilla de palacio. De momento viviréis con vuestra familia. Las habitaciones de las damas están ocupadas por algunos invitados ilustres y aquí no cabe ni un alfiler. Cuando estemos en Green-wich todo será diferente; entonces no deberéis separaros de la reina a menos que ella os dé permiso para hacerlo.
– Sí, señora -se limitó a responder Nyssa.
– Las mismas indicaciones sirven para los pajes -añadió lady Browne volviéndose hacia Bliss-. Supongo que también es la primera vez que están lejos de su hogar. Espero que no se pasen las noches llorando y llamando a su mamá. No soporto a los niños llorones.
Philip y Giles miraron a la dama indignados.
– Vamos, niños -se apresuró a intervenir Bliss-. Os enseñaré el castillo. Si vais a trabajar aquí, os conviene conocerlo como la palma de vuestra mano.
– ¡Qué buena idea! -asintió lady Browne-. Recordad, lady Nyssa: quiero veros cada mañana a primera hora.
– Aquí estaré -prometió Nyssa haciendo una reverencia.
– Ha estado a punto de hacerme desistir -dijo Bliss cuando se encontraron lejos de los aposentos de la dama.
– Quizá habría sido lo mejor -murmuró Nyssa.
– ¡Tonterías! -replicó su tía-. ¿Qué diría tu madre si nos viera aparecer con el rabo entre las piernas? Además, habría hecho falta alguien más perverso que la buena de lady Browne para hacerme desistir de mi empeño. Sólo piensa en el provecho que puede obtener de las familias ricas si accede a colocar a sus hijas entre las damas de la reina. En palacio todo se compra y se vende y tu madre pagó con creces el favor que te ha hecho el rey.
Nyssa guardó silencio mientras su tía la guiaba a través de los laberínticos pasillos de palacio. En un salón encontraron a lord y lady Marlowe esperándole.s. Nyssa sospechaba que Adela Marlowe se había apresurado a hacerse la encontradiza en cuanto se había enterado de su presencia en palacio. Junto a ella se encontraba un muchacho con el rostro cubierto de manchas rojizas que apoyaba todo el peso de su cuerpo sobre uno y otro pie alternativamente.
– ¡Bliss, querida! -llamó Adela Marlowe en cuanto les vio. Su hijo enrojeció hasta la raíz del cabello y bajó la mirada, avergonzado-. ¡Estamos aquí!
Mientras lord Marlowe y el conde de Marwood intercambiaban saludos y apretones de manos, lady Marlowe se apresuró a presentar a su hijo Enrique. Era tan evidente que tenía en mente concertar su boda con Nyssa cuanto antes que hasta los hermanos Wyndham y sus primos se dieron cuenta y empezaron a reír.
– ^Precisamente ahora me disponía a enseñar los campos de tenis y torneos a los muchachos -intervino Owen Fitzhugh, decidido a evitar el desastre que se avecinaba-. ¿Por qué no os unís a nosotros?
– Será un placer -respondió lord Marlowe mientras su hijo se apresuraba a unirse al grupo.
– ¿Cuántos años tiene Enrique? -preguntó Bliss a su amiga cuando los hombres se hubieron marchado-. Me recuerda a su padre. ¡Parece tan callado!
– Acaba de cumplir doce -contestó lady Marlowe con un suspiro-. Tenéis razón, señora; es tan taciturno como John. Incluso más, me atrevería a asegurar.
– Nyssa cumplirá diecisiete el próximo 31 de diciembre -replicó Bliss, dispuesta a echar por tierra las esperanzas de su amiga-. Como no está prometida, la hemos traído a la corte para que haga una buena boda. Después de todo, es una heredera: posee las tierras de Riverside, y las de su difunto padre y su padrastro la han dotado con una generosa suma de dinero. Nyssa es su ojito derecho y ella le adora como si fuera su padre, ya que Edmund Wyndham murió cuando la pequeña sólo tenía dos años. Es una jovencita muy testaruda y me temo que necesita a un marido de edad que la guíe con la mano firme.
Nyssa comprobó irritada que ambas damas hablaban de ella como si no se encontrara delante.
– ¿Y tú no eras testaruda cuando eras joven, tía? -intervino en su propia defensa^. Por lo que cuenta mamá, eras peor que yo.
– ¿Cabezota, yo? -exclamó Bliss provocando las carcajadas de su sobrina y su amiga.
– Contadme cómo se encuentra vuestra familia -pidió lady Marlowe a Bliss cuando hubieron encontrado un lugar tranquilo y apartado donde sentarse.
Nyssa, a quien empezaba a aburrirle la insulsa conversación de las damas, decidió continuar la exploración del palacio por su cuenta. Pasó de largo frente a los grupos de cortesanos que conversaban animadamente y se asomó a la ventana, desde la que se divisaba el jardín. En un rincón había una puertecita y, sin pensárselo dos veces, la abrió y se encontró en el exterior. El cielo había cambiado el color gris plomizo que había lucido a primera hora de la mañana por el azul añil y el sol brillaba con fuerza. Nyssa aspiró el aire fresco de la mañana y emitió un suspiro de alivio. Las habitaciones de palacio estaban llenas de gente y su nariz le decía que, a pesar de los elegantes vestidos que lucían damas y caballeros, no todos los cortesanos eran tan escrupulosos con su higiene como ella.
Nyssa empezó a caminar sin rumbo. Las numerosas fuentes rodeadas de animales heráldicos de piedra colocados sobre pilares que adornaban el jardín llamaron su atención. Los parterres estaban pintados de verde y blanco, los colores de la dinastía Tudor. Aunque estaban en pleno invierno y se encontraban vacíos de flores y plantas, los jardineros los estaban preparando para la primavera. Enseguida se dio cuenta de que no estaba sola. Un joven se acercó a ella, le hizo una reverencia y le sonrió.
– ¿Sois nueva en palacio, señora? -preguntó-. Conozco a todas las jóvenes bonitas que viven aquí y estoy seguro de que no os había visto antes. Me llamo Hans von Grafsteen y soy el paje personal del embajador de Cleves -se presentó quitándose el sombrero y haciendo otra reverencia.
– Yo soy lady Nyssa Wyndham y he venido a la corte a servir a la reina. El rey me ha nombrado dama de honor.
– Estoy seguro de que le gustaréis más que cualquiera de esas jovencitas estiradas.
– Mis hermanos también serán pajes de su majestad
– le confió Nyssa. Aquel joven no le intimidaba tanto como el resto de los cortesanos-. ¿Cuántos años tenéis? Parecéis menor que Philip y mayor que Giles.
– ¿Cuántos años tienen vuestros hermanos?
– Trece y nueve.
– Yo tengo once y soy sobrino del embajador. Gracias a él obtuve mi puesto como paje. ¿A qué se dedica vuestra familia, lady Nyssa?
– Mis padres son los condes de Langford -respondió Nyssa, que solía considerar innecesario explicar que en realidad Anthony Wyndham era su padrastro.
– Si no me equivoco, los Wyndham no están entre los grandes de la nobleza de este país -replicó Hans-. Decidme, ¿cómo conseguisteis un puesto tan prestigioso en la corte?
¿Debo decirle la verdad?, se preguntó Nyssa. El joven le inspiraba tanta confianza que finalmente decidió hacerlo.
– Mi madre fue amante del rey hace muchos años
– contestó-. Todavía siguen siendo buenos amigos y cuando mi madre le pidió ese puesto para mí, él no pudo negarse -añadió comprobando aliviada que la historia de su madre en la corte no parecía haber escandalizado a Hans.
– Entonces, ¿sois hija de su majestad?
– ¡Naturalmente que no! -exclamó Nyssa enrojeciendo violentamente. Ahora tendría que explicarlo todo-. Mi padre fue Edmund Wyndham, tercer conde de Langford, y yo soy su hija legítima. Cuando mi madre estuvo aquí en palacio mi padre ya había muerto y ella todavía no se había casado con mi padrastro. El heredero y sobrino de mi padre se convirtió en mi padrastro y es el único padre que he conocido
– Ahora lo entiendo… -asintió Hans.
– Habladme de la reina Ana -pidió Nyssa-. He oído que es una dama bella y bondadosa y estoy encantada de haber sido escogida para servirla. ¿Cómo es? ¿Cómo debo dirigirme a ella?
– ¿Habláis alemán, señora? -preguntó Hans sonriendo divertido.
– ¿Alemán? -repitió Nyssa, desconcertada-. Pues no…
– Entonces no es necesario que os preocupéis. No podréis dirigiros a ella porque no entiende una palabra de inglés.
– ¿Y cómo hablará con el rey?
– ¿ Quién ha dicho que van a hablar? Mi señora viene a establecer una alianza y a darle herederos… No tendrá que hablar mucho.
– Me temo que os equivocáis, Hans -replicó Nyssa-. Mi madre asegura que el rey prefiere las mujeres cultas, inteligentes e ingeniosas aficionadas a la música, la danza y los juegos de cartas. La belleza no lo es todo para él, aunque le gustan las damas hermosas.
– Entonces mi señora está condenada a caer en desgracia -suspiró Hans, apesadumbrado-. Lady Ana no es hermosa y no sabe música. Tampoco baila ni sabe jugar a las cartas porque esos frivolos pasatiempos están prohibidos en la corte de su hermano.
– ¡Vaya por Dios! -se lamentó Nyssa-. ¿Qué le ocurrirá a la pobre dama cuando el rey descubra que no es como él espera? Hans, debéis enseñarme algo de alemán para que pueda ayudar a su majestad a aclimatarse a nuestro país y nuestras costumbres -pidió.
¡Qué muchacha tan bondadosa!, se dijo Hans. Ninguna de las damas que había conocido se había molestado en averiguar cómo podían hacer la estancia de su majestad en Inglaterra más agradable. ¡Desde luego que iba a ayudar a Nyssa Wyndham! Llevaba viviendo en palacio tiempo suficiente para saber que a su señora no le iba a resultar fácil adaptarse a la corte de Enrique Tudor. Había crecido en un ambiente tan estricto y represor que no iba a saber cómo comportarse.
– Os enseñaré mi idioma, señora -prometió-. ¿Conocéis otras lenguas?
– Sé algo de francés y latín -contestó-. Y también leo un poco de griego. Crecí en el campo y no he recibido una educación muy esmerada.
– ¿Qué otras cosas sabéis hacer?
– Sé sumar, leer y escribir y un poco de historia
– respondió Nyssa-. Los idiomas se me dan bien, pero las sumas… Mamá insistió en que una mujer debe saber de cuentas para que las criadas y los comerciantes no la estafen.
– Vuestra madre parece una mujer muy práctica
– rió Hans-. En Cleves nos gustan las mujeres prácticas. Mi señora Ana también es una mujer práctica.
– Tendrá que utilizar todos sus encantos ocultos cuando se dé cuenta de que el rey está decepcionado. ¡Pobrecilla! Sólo es una joven que viene a un país extraño para casarse con un hombre a quien no conoce. ¿Creéis que le costará aprender inglés?
– Lady Ana es una mujer muy inteligente -aseguró su amigo-. Aunque al principio será duro para ella, sé que acabará gustándole Inglaterra y sus costumbres desinhibidas. Mi tío la conoce bien y afirma que es una mujer alegre y animosa a quien la corte de Cleves le resulta opresiva. Las virtudes más apreciadas allí son la docilidad y la modestia.
– Me temo que no va a tener más remedio que cambiar su rígida mentalidad alemana si quiere sobrevivir aquí -rió Nyssa-. No son éstas las cualidades más valoradas aquí.
– Vuestro rostro es todavía más bello cuando sonreís -dijo Hans muy serio-. Siento ser tan joven y venir de una familia demasiado humilde para casarme con la hija de un conde, pero espero que podamos ser amigos.
La franqueza con que el joven había hablado sorprendió a Nyssa, que consiguió esbozar una sonrisa.
– Claro que podemos ser amigos -aseguró-. Venid, os presentaré a mi familia. Me gustaría que enseñarais algo de alemán a mis hermanos. Después de todo, ellos también estarán al servicio de la princesa…, quiero decir la reina -se corrigió-. Debo acostumbrarme a llamarla majestad y a tratarla como tal.
– Vamos -contestó Hans ofreciéndole el brazo-. Os acompañaré al interior del palacio. Se está levantando un viento muy frío y no deseo que os pongáis enferma. No me gustaría que pusieran a otra en vuestro lugar.
– Tenéis razón -asintió Nyssa-. Lady Browne ha tratado de deshacerse de mí esta mañana, pero estoy decidida a quedarme y servir a su majestad con la lealtad que merece.
Cuando Nyssa regresó al salón, comprobó que su tía seguía conversando animadamente con lady Marlo-we y que ni siquiera había advertido su ausencia. Les presentó al paje del embajador de su majestad y lady Marlowe, que al parecer ya le conocía, se apresuró a corregir a la joven.
– Barón Von Grafsteen, querida lady Nyssa -dijo esbozando una sonrisa demasiado amplia y forzada-. ¿Verdad, señor?
Hans asintió de mala gana. Odiaba ser barón, un título que había heredado de su padre cuando éste había muerto hacía dos años dejando sólo un hijo, y a menudo deseaba que hubiera llegado acompañado de algo de dinero.
– Hans va a enseñarme alemán -declaró-. ¿Sabíais que lady Ana no habla otro idioma? Tomaré lecciones cada día hasta que su majestad llegue. Supongo que le gustará tener a alguien con quien hablar. ¿A ti qué te parece, tía Bliss?
– Una idea excelente -aprobó su tía, complacida. Apostaba a que a ninguna de las otras damas se le había ocurrido aprender el idioma de la reina.
El conde de Marwood regresó acompañado por lord Marlowe y su joven hijo. Hans von Grafsteen les fue presentado y enseguida se hizo amigo de los muchachos. Tanto sus tíos como sus primos y hermanos parecían moverse por palacio como peces en el agua, pero Nyssa se sentía desplazada. Estaba pensando que quizá con la llegada de la reina volvería a sentirse útil cuando advirtió que estaba siendo observada. Levantó los ojos y descubrió que un caballero joven y bien vestido la miraba fijamente. Avergonzada, sus mejillas empezaron a arder.
– ¿Quién es ese caballero? -murmuró tirando de la manga del vestido de lady Marlowe tímidamente.
– ¡Dios mío! -exclamó la dama volviéndose hacia donde Nyssa señalaba y enrojeciendo violentamente-. ¡Es el conde de March! Es nieto de Norfolk, aunque procede de la rama bastarda de la familia. ¡Es un mujeriego incorregible y un malvado! No debes mirarle; ninguna dama respetable desea ser vista en compañía de Varian de Winter.
– Pues a mí me parece muy guapo -murmuró Nyssa-. Y no tiene aspecto de villano.
– Sí que es atractivo -admitió lady Marlowe-, pero también es un hombre peligroso. Sé de buena tinta que… -añadió bajando la voz para que sólo Bliss pudiera oír sus palabras.
– ¡Qué me dices! -exclamó ésta llevándose una mano a la boca, escandalizada.
– ¿Por qué habláis en voz tan baja? -preguntó Nyssa con retintín-. ¿No deseáis que escuche lo que decís?
– Eres demasiado joven, Nyssa -respondió su tía.
– Sin embargo soy lo bastante mayor para casarme -insistió la joven.
– Hay cosas para las que una mujer nunca es bastante mayor y ésta es una de ellas -replicó Bliss dando la discusión por finalizada.
Las dos mujeres reanudaron su conversación y Nyssa robó otra mirada a Varian de Winter, quien se encontraba hablando con otro caballero y no advirtió que estaba siendo espiado. Su cabello era oscuro y su rostro le recordaba al de un halcón. Se encontraba distraída preguntándose de qué color serían sus ojos cuando él se volvió y la sorprendió mirándole abiertamente. Sin pensárselo dos veces, se llevó un dedo a los labios y le mandó un beso mientras esbozaba una sonrisa traviesa. Nyssa contuvo un grito y se volvió de espaldas. ¡El muy descarado! ¿Qué se había creído? No se atrevía a mirarle pero sentía que las mejillas volvían a arderle y que el cabello de la nuca se le erizaba.
A partir de aquel día Nyssa acudió a Hampton Court cada mañana después de asistir a misa y lady Browne le presentó a las damas de más edad escogidas para servir a la reina. Dos de ellas, lady Margaret Douglas y la marquesa de Dorset, eran sobrinas de Enrique Tudor. La duquesa de Richmond también estaba emparentada con la familia real, ya que estaba casada con Enrique, el hijo bastardo que el monarca había tenido con Eliza-beth Blount. También estaban la condesa de Hert-ford, la condesa de Rutland, lady Audley, lady Rochford, lady Edgecombe y otras sesenta damas de categoría inferior. Nyssa también conoció al conde de Rutland, el nuevo chambelán de la reina, a sir Thomas Denny, su secretario personal y al doctor Kayne, el amable fraile que iba a ser su confesor.
Entre las muchas candidatas a damas de honor, sólo las hermanas Basset, Katherine y Ana, hijas de lord Lisie, gobernador de Calais, y Nyssa Wyndham tenían su puesto asegurado. La lista de solicitudes era interminable y lady Browne imaginaba que la reina traería consigo a sus propias damas. Muchas de ellas no tardarían en regresar a Cleves y las jóvenes inglesas ocuparían sus puestos, pero aún así no habría sitio para todas. La competencia era tan feroz que la presencia en la corte de una muchachita desconocida como Nyssa empezaba a levantar suspicacias.
Cuando los comentarios maliciosos llegaron a oídos del rey, Enrique Tudor se apresuró a cortar de raíz las habladurías llamando a Nyssa a su presencia. La joven se apresuró a acudir a su llamada y se arrodilló a sus pies como la subdita fiel y obediente que era.
– Levantaos, lady Nyssa -dijo el rey ayudándola a ponerse en pie y besándola en las mejillas-. Me alegro de que hayáis llegado sana y salva. ¿Qué os parece mi corte? ¿Habíais visto alguna vez un palacio como éste?
– No, majestad -contestó Nyssa-. Lady Browne me está enseñando todo cuanto debo saber para servir a nuestra nueva reina con eficacia y también estoy aprendiendo alemán.
– ¿No os parece una criatura tan deliciosa como su madre? -preguntó el rey, radiante de alegría-. ¿Recordáis a Blaze Wyndham, mi pequeña campesina? Aquí tenéis a su hija, lady Nyssa Catherine Wyndham. Yo mismo la he escogido para servir a la reina Ana y he prometido a su madre protegerla de todo peligro. ¡La buena de Blaze no quería dejar volar a su pajarillo fuera del nido! Ahora volved con lady Browne y seguid trabajando tan duro como hasta ahora -añadió acariciando una mano a Nyssa, que se apresuró a obedecer.
– Vaya, vaya -murmuró lady Rochford al oído de lady Edgecombe-. El rey ha dejado muy claro que nadie le quitará su puesto a. la hija de su amante.
– Eso parece -contestó lady Edgecombe-. Lady Browne no debe haber saltado de alegría precisamente. Sólo hay sitio para doce damas y por lo menos la mitad de ellas vendrán de Cleves con la reina. Y ahora el rey ha decidido ayudarla escogiendo personalmente a otras tres.
– Lady Nyssa Wyndham y las hermanas Basset
– adivinó lady Rochford-. Ana fue dama de la reina Jane y Katherine ha servido a la duquesa de Suffolk, pero ¿qué méritos ha hecho esta jovencita? Está aquí sólo porque su madre hizo pasar un buen rato a nuestro rey hace más de quince años. ¿Creéis que su majestad quiere probar también a su hija? -siseó al oído de su amiga.
– ¡No seáis ridicula! El rey Enrique está a punto de casarse por tercera vez y está enamorado del retrato de la nueva reina. Además, lady Nyssa es una chiquilla. ¡Podría ser su hija!
– La nueva reina también podría ser su hija -replicó lady Rochford-. Sólo es cinco años mayor que la princesa María.
– Sois una imprudente por expresar esos pensamientos en voz alta. Deberíais estar satisfecha por haber recuperado vuestro lugar en la corte después de lo ocurrido a vuestra familia.
– Se trata de mi familia política, y además soy viuda -se defendió lady Rochford-. Os recuerdo que mi madre era pariente directa del rey, aunque hoy día ser pariente de Enrique Tudor no es ninguna garantía.
– El día menos pensado os cortarán la cabeza, Jane
– exclamó lady Edgecombe muy pálida-. Y en cuanto a lady Nyssa Wyndham, el rey ha mantenido su amistad con su madre y, según lady Browne, la muchacha es una heredera.
– Así que aparte de belleza, la niña tiene algo más. De todas maneras, el privilegio de servir a la reina corresponde a las hijas de las familias más nobles. Ha sido así desde antes del reinado de Jane Seymour -añadió.
Se refería a su cuñada Ana Bolena. El matrimonio de Jane Rochford con George, hermano de la segunda reina de Inglaterra, había sido muy desgraciado pero Ana Bolena adoraba a su hermano y no había hecho nada para ayudarla. Finalmente Jane se había vengado de ellos y volvía a gozar del favor del rey. Lady Rochford esbozó una sonrisa malévola y observó a Nyssa Wyndham con atención. La muchacha era joven, rica y bonita pero hacían falta otras cualidades para sobrevivir en la corte. Tendrás que ser inteligente y astuta, pequeña, se dijo. Muy inteligente.
Finalmente lady Browne escogió a las seis damas de honor que debían servir a la reina: Ana y Katherine Basset, Katherine Carey, hija de William Carey y María Bolena, Catherine Howard, sobrina del duque de Norfolk, Elizabeth Fitzgerald, hija menor del duque de Kildare y también conocida como la huérfana de Kildare, y Nyssa Wyndham.
– No tardaremos en enviar de vuelta a Cleves a las damas que la reina traiga consigo -había prometido el rey a lady Browne-. La reina de Inglaterra debe ser servida por muchachas inglesas, ¿no creéis, lady Margar et?
– Sí, majestad -se había apresurado a contestar lady Browne, cuyo humor había mejorado notablemente cuando el monarca le había asegurado que gozaría de total libertad para asignar los puestos de las damas que debían regresar a Alemania. De repente había dejado de importarle que Enrique Tudor la hubiera desautorizado escogiendo él mismo a las seis primeras damas.
Nyssa y las hermanas Basset eran las muchachas de más edad, pero Katherine y Ana eran altivas y demasiado pagadas de sí mismas porque su padre era el gobernador de Calais. Ana, la mayor, había sido objeto de habladurías el verano anterior cuando el rey le había regalado un caballo y una silla de montar. Ambas hermanas se habían criado en la corte y Nyssa encontraba sus aires de superioridad insoportables.
– No les hagas caso – le dijo un día Catherine Ho-ward -. Son unas engreídas.
– Para ti es fácil decirlo – replicó Nyssa -. Tú eres una Howard, pero yo sólo soy una Wyndham y no tengo experiencia en la corte.
– ¡Tonterías! – intervino Elizabeth Fitzgerald -. Yo también he crecido en palacio y te aseguro que tus modales son tan buenos como los de una cortesana, Nyssa.
– Estoy de acuerdo – asintió Katherine Carey -. Nadie diría que es la primera vez que vienes a la corte!
Todas eran jóvenes amables de entre quince y dieciséis años y algunas de ellas eran bellísimas: el abundante cabello rizado de color castaño de Catherine Howard y sus ojos azul turquesa llamaban poderosamente la atención, Katherine Carey era una preciosa rubia de ojos oscuros y Elizabeth Fitzgerald tenía el cabello negro y los ojos azules. Nyssa no tardó en descubrir que también eran alegres y animosas y que tenían a los jóvenes de la corte en pie de guerra. La pobre lady Brow-ne solía tener problemas para mantener el orden y la disciplina.
La princesa Ana llegó a Calais el 1 1 de diciembre, pero no pudo continuar su viaje porque el tiempo se negó a cooperar y las costas francesas y británicas se vieron azotadas por feroces tormentas durante dos semanas. Cada vez era más evidente que la boda iba a tener que aplazarse una vez más, pero ni siquiera el nuevo retraso de la reina interrumpió la frenética actividad de palacio. Los nobles a quienes el rey había llamado a palacio para que presentaran sus respetos a la nueva reina llegaban a Hampton Court en grupos numerosos.
El 26 de diciembre el tiempo mejoró un poco, por lo que*el almirante jefe decidió embarcar a la reina y a su séquito antes de que un nuevo temporal les obligara a permanecer en Calais hasta marzo. Partieron a medianoche y consiguieron atravesar el canal sin ninguna dificultad. A las cinco de la mañana la caravana llegó a Deal y fue recibida por la duquesa de Suffolk, el obispo de Chichester y otras personalidades. La princesa Ana fue conducida al castillo de Dover y aquella misma noche el tiempo volvió a empeorar. La débil lluvia pronto se transformó en una tormenta de nieve acompañada de fuertes vientos del norte.
A pesar del mal tiempo, la princesa Ana insistió en continuar el viaje hasta Londres. El lunes 29 de diciembre llegó a Canterbury, donde la esperaban el arzobispo Cranmer acompañado de trescientos hombres vestidos con trajes de seda de color dorado que se apresuraron a escoltarla hasta el monasterio de San Agustín. El martes 30 la reina viajó de Canterbury a Sitting-bourne y el día siguiente llegó a Rochester, donde el duque de Norfolk la esperaba en Reynham Down con cien hombres a caballo vestidos de verde y dorado que la acompañaron al palacio del obispo, donde permaneció durante dos días.
Era en el palacio del obispo donde lady Browne y unas cincuenta damas, incluidas las seis damas de honor, esperaban a la nueva reina. Cuando lady Browne acudió a presentar sus respetos a la princesa Ana, apenas pudo contener su sorpresa y su consternación. La mujer que contemplaba no se parecía en nada a la hermosa joven que Holbein había pintado y cuyo retrato el rey besaba varias veces al día. Lady Browne hizo una reverencia a la princesa y contuvo la risa cuando recordó una canción que se cantaba en la corte y que había sido compuesta inspirándose en el afecto que el rey mostraba al retrato de la futura reina: «Ahora que he mos visto vuestro retrato, queremos saber si realmente sois tan bella.»
La reina no era la muchacha de rostro dulce y estatura mediana que Holbein había pintado, sino una joven alta y de facciones duras cuya piel mostraba un tono oliváceo en lugar de un blanco sonrosado. En cambio, sus ojos azules eran brillantes y estaban bien alineados; sin duda eran el único rasgo hermoso de aquel rostro. Cuando lady Browne se puso en pie, la princesa esbozó una amplia sonrisa. Era una sonrisa amable y llena de buena voluntad, pero la dama supo que aquella mujer no iba a volver loco de amor a Enrique Tudor.
Margaret Browne había vivido mucho tiempo en la corte y sabía que el rey sentía predilección por las mujeres menudas, delgadas y cariñosas. ¡Aquella valquiria alemana no tenía ninguna posibilidad de conquistar el corazón del monarca! Si por lo menos mostrara buen gusto en el vestir…, se lamentó lady Browne mientras examinaba sus ropas extravagantes y pasadas de moda. Parecía que se había vestido con un par de orejas de elefante y el traje, aparte de ser muy poco favorecedor, la hacía parecer todavía más alta.
– Bienvenida a Inglaterra, señora -consiguió articular finalmente-. Soy lady Margaret Browne, la encargada de escoger a vuestras damas. Seis de ellas me han acompañado hasta aquí y, si dais vuestro permiso, os las presentaré.
El joven barón Von Grafsteen tradujo las palabras de lady Margaret y la reina asintió con tanta fuerza que la darha temió que se le deshiciera el peinado. A una indicación de lady Browne, Philip Wyndham abrió una puerta y las seis muchachas entraron en el salón luciendo sus mejores galas. Cuando vieron a la princesa abrieron ojos como platos y las hermanas Basset emitieron una exclamación de sorpresa.
– ¡Saludad a la reina! -ordenó lady Browne, furiosa-. Cuando diga vuestros nombres en voz alta os adelantaréis y haréis una reverencia a su majestad, ¿entendido?
– Dejad a lady Nyssa la última, señora -pidió Hans-. Mi señora se llevará una gran alegría cuando vea que una de sus damas habla un poco de alemán y quizá le haga algunas preguntas.
– Me parece una buena idea -asintió lady Browne, quien se apresuró a presentar a las damas. Aliviada, comprobó que habían recuperado la compostura a pesar de la impresión que acababan de sufrir. Katherine Carey fue presentada primero por ser sobrina de Enrique Tudor. La siguió Catherine Howard por ser su tío un hombre importante e influyente. A continuación vinieron Elizabeth Fitzgerald y las hermanas Basset.
– Bienvenida a Inglaterra, majestad -dijo Nyssa en alemán cuando le llegó el turno de inclinarse ante la princesa.
Ana de Cleves esbozó una radiante sonrisa y empezó a hablar con tanta rapidez que Nyssa se volvió hacia Hans suplicando un poco de ayuda.
– Nyssa no os entiende, alteza -explicó el muchacho-. Está aprendiendo nuestro idioma porque pensó que os agradaría hablar con alguien que comprendiera vuestra lengua, pero todavía no la domina.
La princesa asintió y se volvió hacia Nyssa.
– Sois muy amable por haber pensado que me sentiría muy sola en la corte -dijo, hablando muy despacio-. ¿Me entendéis ahora?
– Sí, señora -contestó Nyssa.
– ¿Quién es esta joven, Hans? -dijo lady Ana-. ¿Es de buena familia?
– Es la hija del conde de Langford, señora. Su familia no es rica ni poderosa, pero hace mucho tiempo la madre de la muchacha fue amante de vuestro futuro marido. He oído decir que era una dama discreta y respetada y creo que se la conocía como La Amante Callada.
– Entiendo-contestó la reina-. ¿Es posible que sea la hija de mi futuro marido?
– No, señora. Cuando su madre llegó a la corte, lady Nyssa tenía dos años, así que es una heredera legítima.
– Hans, ¿tú no sabrás por qué todos me miran con esa expresión de asombro, verdad? -inquirió la princesa-. Cuando lady Browne me ha visto se ha quedado boquiabierta y mis damas parecen desconcertadas. ¿Es por mi vestido? A mí me parece que hay algo más.
– Majestad, el pintor Holbein… -titubeó Hans-. Bueno… parece que os pintó más delgada y bella de lo que en realidad sois y ahora el rey dice haberse enamorado de ese retrato.
– ¡Vaya por Dios! -se lamentó ella-. Me temo que va a tener que aceptarme tal y como soy. Después de todo, él tampoco es un Apolo -añadió sofocando una risita traviesa-. Ha tenido suerte de encontrar una novia de sangre real que haya aceptado casarse con él; no tiene muy buena reputación como marido. Aún así, me alegro de haber salido de Cleves y espero no regresar jamás: desde la muerte de nuestro padre, mi hermano está insoportable.
Nyssa era toda oídos. Aunque Hans y la princesa hablaban demasiado deprisa, de vez en cuando una palabra entendida a medias daba sentido a toda una frase. La princesa Ana parecía una mujer inteligente e intuitiva y tenía sentido del humor.
– Si queréis, yo os enseñaré a hablar nuestra lengua -se ofreció sin esperar a ser preguntada.
– ¡Excelente! -exclamó lady Ana, complacida-. Hans, di a lady Browne que las damas de honor que ha escogido son de mi agrado, especialmente lady Nyssa.
El muchacho tradujo las palabras de la futura reina y estuvo a punto de prorrumpir en carcajadas al ver la expresión de alivio de lady Margaret.
– Di a su alteza, que me alegro de que mi elección la haya complacido y que me parece una dama muy amable -dijo lady Browne. Amable, pero no lo suficientemente bonita como para agradar al rey, añadió para sus adentros. Se preguntaba cuál sería la reacción de Enrique Tudor al verla. Haciendo una última reverencia a la princesa, se apresuró a retirarse acompañada de las jóvenes damas, quienes la siguieron como los polluelos a la gallina. •
– ¡Es horrible! -exclamó Ana Basset cuando estuvieron solas en la habitación asignada a las damas-. ¡Es la mujer más fea y peor vestida que he visto en mi vida!
– En cuanto el rey la vea, la enviará de vuelta a Cleves -asintió su hermana sin abandonar su tono de superioridad-. ¡No se parece en nada a la difunta reina Jane!
– La reina Jane sería muy bonita y graciosa pero está muerta y enterrada desde hace dos años -intervino Catherine Howard-. Es cierto que dio al rey su único heredero, el príncipe Eduardo, pero todas sabemos que no habría tardado en cansarse de ella. Además, mi tío dice que sus parientes son insoportables. El rey necesita una nueva esposa que le dé más hijos -concluyó en tono práctico.
– Estoy de acuerdo -dijo Katherine-. Sin embargo, pienso que la princesa Ana no agradará al rey. ¡La pobre ha hecho un viaje tan largo para nada!
– Tampoco el rey es joven y atractivo -opinó Eli-zabeth Fitzgerald-. Es cierto que lady Ana no es una mujer hermosa, pero ¿os habéis fijado en sus ojos? Yo diría que es una dama amable y bondadosa.
– Va a necesitar más que unos ojos amables y bondadosos para conquistar al rey Enrique -intervino lady Browne-. ¿Qué decís vos, lady Ñyssa? Estuvisteis hablando con ella. ¿Qué os dijo?
– Yo sólo le di la bienvenida a Inglaterra y ella me dio las gracias -contestó Nyssa-. También me ofrecí a enseñarle inglés. Está deseosa por aprender la lengua y las costumbres de nuestro país, ¿sabéis? A mí me gusta y espero que también le guste al rey.
Poco tiempo después supieron que Enrique Tudor, incapaz de esperar por más tiempo la llegada de su adorada novia a Hampton Court, había tomado un caballo y había acudido a su encuentro para «alimentar el amor que sentía por la que iba a ser su esposa», como había dicho a su primer ministro, Cromwell. Vestido con un abrigo verde, ocultando su rostro bajo un sombrero y trayendo en la mano una docena de pieles de marta con las que pensaba obsequiar a lady Ana irrumpió en la sala de audiencias del palacio del obispo. La reina emitió un grito de terror al ver a aquel hombre de elevada estatura envuelto en pieles y la emprendió a golpes con él. El rey apartó a «aquella loca» de un empujón y la miró ceñudo.
Hans von Grafsteen le hizo una reverencia y se apresuró a disculparse en nombre de su señora.
– Su alteza no sabe quién sois. Dejadme que se lo explique.
– ¡Date prisa, muchacho! -se impacientó Enrique Tudor-. Llevo meses esperando la llegada de esta dama y estoy impaciente por empezar a cortejarla -añadió acercándose para mirarla de cerca.
– No, os asustéis, alteza -dijo Hans a su señora-. Este caballero es el rey, que ha venido a daros la bienvenida personalmente.
– ¿Estás seguro de que este oso sin modales es el rey? -se sorprendió la princesa soltando el almohadón con el que había atizado en la cabeza a Enrique Tudor-. Gott im Himmel!-exclamó-. ¿Dónde me he metido, Hans?
– Está esperando que le saludéis, señora.
– Si no hay más remedio… -suspiró lady Ana, resignada, disponiéndose a hacer una reverencia al rey.
¡Parece tan dócil y bondadosa!, se dijo Enrique Tudor recuperando su buen humor. La pobrecilla está asustada y a pesar de ello no ha dejado a un lado sus buenos modales. Qué modestia, qué delicadeza en sus movimientos… ¡qué mujer tan enorme! ¿Dónde está la dama del retrato?, se preguntó alarmado cuando lady Ana se puso en pie y le miró directamente a los ojos.
– Bienvenida a Inglaterra, señora -consiguió articular.
Hans von Grafsteen se apresuró a traducir las palabras del rey.
– Dale las gracias -respondió la princesa. Horrorizada, comprobó que, a pesar de las elegantes ropas que vestía, su futuro marido estaba gordo como un tonel. No iba a tener más remedio que renovar su guardarropa pasado de moda si no quería avergonzar al monarca. Sería un gasto enorme pero afortunadamente todo era poco para la reina de Inglaterra.
– Hans, pregunta a la princesa si ha tenido un buen viaje -pidió Enrique Tudor al joven intérprete cuando se hubo recuperado de la sorpresa.
– Di a su majestad que me impresionó el recibimiento que sus hombres me dispensaron en Calais -contestó ella-. Su pueblo me ha recibido con tanto cariño que me siento emocionada y agradecida. -No le gusto, se dijo sin dejar de sonreír. Tengo que ganarme su simpatía o acabaré decapitada. Podría conquistarle pero ¿ es eso lo que quiero?, se preguntó.
– Me alegra que hayáis decidido continuar vuestro viaje a pesar de las inclemencias del tiempo -añadió Enrique Tudor. No me extraña que se arriesgara a que dar atrapada en mitad de una tormenta de nieve, reflexionó. No podía esperar para casarse con un hombre como yo. ¡Ese maldito Cromwell me ha engañado como a un chino! Él escogió a esta mujer por mí y pagará por ello. ¡Y si existe la forma de escapar de este matrimonio, juro por Dios que la encontraré! No pienso unirme a esta dama. No puedo culpar al pobre Hol-beín; después de todo, es un artista y mira con el corazón, no con los ojos.
– Pregunta a su majestad si desea sentarse pero no le digas que he advertido que le duele la pierna -dijo lady Ana interrumpiendo los pensamientos del rey-. A algunos hombres de cierta edad no les gusta que una mujer les recuerde que se hacen viejos. Dile que me gustaría beber una copa de vino con él y brindar por nuestro futuro matrimonio. Fuera hace mucho frío, ha cabalgado bajo la lluvia durante muchas horas y, como puedes ver, acaba de sufrir una gran decepción.
– Debéis ser valiente y paciente con él, señora. Majestad, la princesa desea saber si os gustaría beber una copa de vino -añadió Hans volviéndose hacia el rey-. Teme que pilléis un resfriado tras la larga cabalgada bajo la lluvia. Como veis, le preocupa vuestra salud.
– Ya lo veo -repuso Enrique antes de quedarse pensativo durante unos segundos-. De acuerdo -dijo finalmente-. Una copa de vino me hará bien. Da las gracias a la princesa -pidió. ¡Por lo menos la dama tenía buen corazón!
Eady Ana acompañó a Enrique hasta un confortable sillón situado junto a la chimenea y se sentó frente a él. El rey observó a su futura esposa a placer y comprobó que carecía de elegancia y que su fuerte acento alemán le hería los oídos. ¡Maldito Cromwell! Seguro que había mentido cuando le había asegurado que María de Guisa y Cristina de Dinamarca habían rechazado sus propuestas de matrimonio. ¿Qué mujer en su sano juicio no querría ser reina de Inglaterra? Pero Cromwell no se iba a salir con la suya. ¡Nada ni nadie le obligaría a casarse con Ana de Cleves!
Hans regresó trayendo dos copas de plata y permaneció junto a los futuros esposos para traducir las frases que deseaban dirigirse hasta que el rey decidió que necesitaba unos momentos a solas para reflexionar.
– Di a lady Ana que agradezco su hospitalidad y que volveré a verla pronto -dijo poniéndose en pie. Espero que no sea así, añadió para sus adentros.
– Está deseando marcharse, ¿verdad? -suspiró lady Ana, resignada-. Di a su majestad que agradezco su caluroso recibimiento y si te ríes te atizaré -amenazó-. Estoy metida en un lío muy gordo.
– Mi señora dice que agradece vuestro caluroso recibimiento -repitió Hans muy serio.
– Ya -gruñó Enrique Tudor antes de despedirse de la dama con una reverencia y salir de la habitación dando un portazo.
Anthony Browne le esperaba en el pasillo.
– ¡Me han engañado! -espetó el rey corriendo a su encuentro-. ¡Esa mujer no es como me habían hecho creer… y no me gustal ¡Dáselas tú! -rugió al darse cuenta de que había olvidado entregarle las pieles que traía como regalo.
– Entonces, ¿lady Ana de Cleves no os agrada, señor? -preguntó sir Anthony.
– ¿Estás sordo o qué? -gritó Enrique fuera de sí-. ¡Acabo de decirte que no! ¡Maldito sea el que me contó la leyenda del cisne del Rin que dio origen a la dinastía de Cleves! ¡Esta mujer no parece un cisne, sino un caballo percherón!
Nyssa, que avanzaba por el pasillo y había oído los gritos del rey, no pudo contener una exclamación. Al oír su grito, ambos hombres se volvieron y Nyssa se apresuró a hacer una reverencia al rey.
– No os asustéis, lady Nyssa -la tranquilizó Enrique Tudor, tomándola de la mano y ayudándola a ponerse en pie-. Dad gracias a Dios por ser la hija de un conde -suspiró-. Los reyes debemos casarnos por el bien de nuestro pueblo, no por amor.
– La princesa de Cleves parece una dama amable y bondadosa -repuso Nyssa-. Me he ofrecido a enseñarle nuestra lengua y se ha mostrado encantada.
– ¿No te parece una criatura encantadora, Anthony? Como su madre, tiene un corazón de oro -exclamó el rey, emocionado, estrechando a la desconcertada Nyssa entre sus brazos y acariciándole el cabello-. ¡Mi querida Nyssa, ojalá no conozcáis nunca el martirio de ser casada por la fuerza! -añadió emitiendo un hondo suspiro-. ¡Soy vuestro rey y os ordeno que os caséis enamorada! -gritó antes de soltarla y alejarse pasillo abajo gruñendo entre dientes.
– Será mejor que no contéis a nadie lo que habéis visto, jovencita -advirtió sir Anthony antes de echar a correr en pos de su señor.
– Soy consciente de que el matrimonio de su majestad es un asunto de Estado -replicó Nyssa, ofendida-. Soy joven e inexperta pero sé que una boda real no es un juego de niños. Además, no deseo herir los sentimientos de lady Ana.
– Veo que no sois un ratón de campo.
– Mi madre tampoco era tan ignorante como la corte cree -respondió la joven-. Hay que ser muy inteligente para salir airosa de las intrigas de palacio y ella lo era -concluyó antes de despedirse de sir Anthony con una reverencia y regresar junto a la reina.
– Su majestad sabe que el rey está descontento con ella -espetó Hans en cuanto Nyssa cerró la puerta a su espalda.
– ¡Chist! Sir Anthony Browne está fuera.
– ¿Qué pasará? ¿Crees que el rey le cortará la cabeza?
– ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Sólo porque no es tan hermosa como Holbein la retrató? No es culpa suya; la pobre sólo es un ratoncito entre las garras del gato.
– Pero entonces, ¿qué ocurrirá? -insistió Hans bajando la voz.
– No lo sé -suspiró Nyssa-. Quizá el rey encargue a Cromwell y al resto de los consejeros que busquen la manera de anular el matrimonio. Enrique Tudor nunca confesará que ha cometido un error y buscará un chivo expiatorio. Mi madre ya me advirtió que nunca le contradijera. ¿Hay algo que pueda ser utilizado contra la princesa?
– Cuando era una niña se habló de casarla con el hijo del duque de Lorena, pero la alianza no fructificó. Mi señor no habría comprometido a la princesa con el rey Enrique si ésta hubiera dado palabra de matrimonio a otro hombre.
– ¿De qué habláis? -preguntó lady Ana, que se había acercado por detrás.
– Lady Nyssa siente mucho que vuestro primer encuentro con Enrique Tudor no haya resultado como esperabais y le gustaría ayudaros -respondió Hans.
– Dile que debe comportarse con dignidad y compostura en presencia del rey -le interrumpió Nyssa-. Será mejor que actúe como si no se hubiera dado cuenta de que está disgustado con ella y que haga todo lo posible para complacerle. Enrique Tudor no es un hombre que se moleste en disimular sus sentimientos y en cuanto la corte advierta lo que ocurre, todos se le echarán al cuello. Deberá ser prudente y discreta si desea sobrevivir.
– Ja, ja -asintió lady Ana cuando Hans hubo traducido las palabras de Nyssa-. Lady Nyssa tiene razón. Quizá sea la primera vez que pisa la corte pero es una muchacha sensata y juiciosa. Pregúntale si sabe si el rey mantendrá su palabra de matrimonio.
– A menos que sus consejeros encuentren un motivo válido para anular la unión, la boda tendrá que celebrarse. Por esta razón, la princesa deberá aprender a complacer a Enrique Tudor. Debe empezar a estudiar música cuanto antes; Catherine Howard puede enseñarle a tocar el laúd y la espineta. Y también debe aprender a bailar; a su majestad le encanta.
– Pero ¿ese mastodonte baila? -exclamó la reina sorprendida cuando Hans tradujo las palabras de Nyssa-. ¡No puedo creerlo! ¿Y no se hunde el suelo?
– Es muy buen bailarín y muy ágil a pesar de su tamaño -aseguró Nyssa.
– Ja? Entonces aprenderé -prometió-. Haré todo lo posible por convertirme en un modelo de esposa perfecta.
Nyssa se echó a reír divertida.
– Di a su majestad que, aunque debe complacerle en todo, no debe permitir que el rey la tome por una pusilánime sin carácter -advirtió-. No es que no le gusten las mujeres inteligentes y con personalidad; simplemente prefiere saberse superior a ellas.
Ana de Cleves estalló en ruidosas carcajadas.
– Ja, ja! Conozco a muchos hombres como él. Sospecho que mi hermano y el rey Enrique se llevarían de maravilla. Yo opino que Dios creó al hombre primero y, al darse cuenta de que había cometido un gravísimo error, creó a la mujer.
Dos días después la caravana real partió camino de Dartford y el 2 de enero la corte se instaló en Green-wich. Pronto se extendió entre los cortesanos el rumor de que las primeras palabras del rey al ver a su futura esposa habían sido: «¡No me gusta!» Curiosamente, Holbein se las arregló para librarse de la ira del rey regalándole un retrato al óleo del príncipe heredero vestido de satén rojo en el que se apreciaba el parecido del hijo con su augusto padre.
Ante la alegría de la mayoría de los cortesanos, el rey la emprendió con Cromwell, su primer ministro, durante el consejo que se celebró en el palacio de Whi-tehall, en Londres.
– ¡Me has engañado, maldito! -rugió furioso-. ¡Podría haber tenido una esposa francesa o danesa, pero a ti sólo te convenía la princesa de Cleves! ¿Piensas decirme por qué? ¡La piel de su rostro tira a verde, sus facciones son duras y tiene la figura de un caballo perdieron! ¡Una yegua de Flandes, eso es lo que es! ¡Pero os aseguro que este semental no la montará!
Thomas Cromwell palideció y el resto de los consejeros se regocijaron interiormente. Pero el primer ministro todavía guardaba un as en la manga:
– Vos también la visteis, señor -dijo volviéndose al almirante jefe de la armada-. ¿Por qué no dijisteis a su majestad que la dama no se parecía a la del retrato? Yo me comuniqué con su hermano por escrito pero vos la visteis en persona.
– Describir a la reina no era mi misión -se defendió el almirante-. Además, cuando la conocf su majestad ya había dado palabra de matrimonio. No es tan bella como Holbein la pintó, pero parece agradable y bondadosa.
– ¡El almirante tiene razón! -rugió el rey-. Tu obligación era conocer hasta el último detalle de esa mujer, incluido su aspecto físico. ¡Se nota que no eres tú quien debe casarse y acostarse con ella! ¡No me gusta! ¡No me gusta!
– Pero ese matrimonio os conviene, alteza -insistió el primer ministro-. Así contrarrestáis la alianza entre Francia y el Sacro Imperio Romano.
– Ya que su majestad está tan contrariado, quizá podríamos anular la boda -propuso el duque de Norfolk.
– De ninguna manera -replicó Cromwell con firmeza-. No hay ningún motivo para enviar a la princesa de vuelta a Cleves. No ha dado palabra de matrimonio a ningún otro hombre, no hay problemas de consanguinidad y tampoco es luterana. De hecho, la iglesia de su país cede su autoridad al Estado, como la nuestra.
– Me habéis engañado -refunfuñó el rey-. Si hubiera sabido cómo era no me habría comprometido con ella. ¡Estoy atrapado! -rugió descargando un puñetazo sobre la mesa y dirigiendo una mirada furiosa a su primer ministro. El resto de los consejeros se sonrieron al pensar que los días de Thomas Cromwell estaban contados. ¡Finalmente el hijo del carnicero había cometido un error que podía costarle la vida!
– ¿Qué día deseáis que la reina sea coronada, majestad? -preguntó Cromwell poniéndose en pie sin perder un ápice de su aplomo-. ¿Os parece bien el día de la Candelaria, como habíamos dicho?
– Ya veremos si esa mujer será la próxima reina de Inglaterra -respondió el rey con gesto ceñudo.
– Majestad, lady Ana no tardará en llegar a Londres -insistió Thomas Cromwell.
Sin dignarse a contestarle, Enrique Tudor dio media vuelta y salió de la habitación cerrando la puerta de un formidable portazo.
– Buena la habéis hecho, Crum -dijo el duque de Norfolk.
– He sido más fiel al rey que vos, sir Thomas -replicó Cromwell-. Además, todavía no estoy acabado.
El rey partió hacia Greenwich acompañado de un numeroso séquito. Debía encontrarse con la princesa Ana y escoltarla hasta Shooter's Hill, cerca de Black-heath, y luego hasta Londres. Enrique Tudor recorrió el Támesis en falúa acompañado de enormes barcas decoradas con vistosas cintas de seda que se movían agitadas por el viento. El alcalde de Londres y sus concejales viajaban en una falúa que seguía a la del rey.
La princesa Ana abandonó Dartford, donde se había retirado a descansar durante unos días, y salió al encuentro de su futuro esposo con un centenar escaso de personas, ya que la mayoría de los que le habían acompañado en la primera etapa de su viaje habían regresado a Cleves. Sólo dos de sus damas de honor hablaban inglés: Helga von Grafsteen, la hermana mayor de Hans, de trece años, y su prima María de Hesseldorf, un año menor. Todas las damas de honor inglesas excepto las hermanas Basset se apresuraron a darles la bienvenida y a afrecerles su amistad. Ante el regocijo de Cat Howard, ambas aprendieron enseguida a tocar el laúd. La pobre Cat se alegraba de que alguien hubiera aprovechado sus lecciones de música.
– ¡No tiene oído! -se lamentó un día refiriéndose a la princesa Ana y sacudiendo sus rizos oscuros-. El rey se pondrá furioso cuando vea que a pesar de sus esfuerzos no progresa.
– Sin embargo, el baile se le da muy bien y su inglés ha mejorado mucho -la defendió Nyssa-. Yo creo que su majestad estará muy orgulloso de ella.
– ¡Pone tanto empeño en todo cuanto hace! -exclamó Kate Carey-. ¿Qué importa si no es tan hermosa como la dama del retrato?
– ¡No seas mojigata, Kate! -replicó la descarada Cat Howard-. ¿Cuándo te darás cuenta de que la mayoría de los hombres sólo se fijan en el aspecto de una mujer?
– No todos -repuso Nyssa.
– No debes preocuparte, pequeña -respondió Cat-. Tú eres la más bonita de todas nosotras. ¿Te pareces a tu madre?
– Dicen que tengo sus ojos.
– He oído que el rey estuvo loco por ella.
– Entonces sabes más que yo -se apresuró a replicar Nyssa-. Cuando eso ocurrió yo sólo tenía dos años y no vivía en palacio. No es extraño que no recuerde nada -añadió dando por concluida la conversación.
La presentación oficial de Ana de Cleves en Londres iba a ser un acontecimiento de gran importancia y las damas habían traído consigo sus mejores galas para lucirlas en esa ocasión. Nyssa había escogido un vestido de terciopelo de color borgoña adornado con brocado dorado en la falda y piel de marta en el dobladillo y las mangas de la capa a juego. Decidió no ponerse la caperuza y lucir su larga melena castaña y completar el conjunto con unos sencillos guantes de amazona. El resto de las damas también se habían engalanado con sus mejores vestidos recordando la ocasión en que la reina Jane había enviado a Ana Basset de vuelta a su habitación por llevar un corpino con pocas perlas bordadas en él. Jane Seymour solía decir que una dama de honor nunca debe olvidar que sirve a una reina y debe vestirse en consecuencia.
La princesa de Cleves fue escoltada en su descenso de Shooter's Hill hasta la carpa dorada que había sido levantada en la explanada y alrededor de la que se erigían algunos pabellones más pequeños. A mediodía lady Ana llegó al pie de la colina y fue recibida por su chambelán, su secretario, su confesor y el resto de su servicio. El doctor Kaye pronunció su discurso en latín y presentó formalmente a la princesa a los allí presentes. Cuando hubo terminado, el embajador de Cleves agradeció las palabras del clérigo.
A continuación fueron presentadas las damas encargadas de servir a la reina. Todas ellas se situaron frente a lady Ana al oír su nombre y le hicieron una reveren cia. Las damas de honor fueron las últimas y arrancaron una cálida sonrisa a la princesa, quien agradecía de corazón sus esfuerzos por ayudarla a aclimatarse a su nuevo país. Hacía mucho frío y Ana de Cleves suspiró aliviada cuando la ceremonia finalizó y pudo retirarse a su pabellón privado donde había sido encendido el fuego y pudo calentarse junto a sus damas de honor, que estaban tan ateridas como ella.
– Está muy frío, ¿verdad? -preguntó a Nyssa con su marcado acento alemán.
– Se dice «hace mucho frío», majestad -corrigió Nyssa con una sonrisa.
– Ja, lady Nyssa -asintió la princesa-. Hace mucho frío está mejor, ja?
– Sí, señora -sonrió Nyssa.
– Que alguien traiga una silla para la princesa -ordenó Cat Howard.
Ana de Cleves se sentó junto al fuego y extendió las manos mientras emitía un sentido suspiro.
– ¡Hans! -llamó-. ¿Dónde estás?
– Estoy aquí, señora -respondió el muchacho acudiendo a su llamada y haciéndole una reverencia.
– Quédate a mi lado -pidió la princesa-. Lady Nyssa hace lo que puede pero su alemán todavía deja bastante que desear. Dime: ¿dónde está el rey Enrique?
– Ha salido de Greenwich esta mañana y se dirige hacia aquí.
El joven vizconde de Wyndham llegó junto a su hermana y le susurró algo al oído:
– Veo que te llevas bien con la princesa. Lástima que no sea tan bella como la dama del retrato. ¡Dicen que el rey está furioso!
– Peor para él -replicó Nyssa-. Lady Ana es una dama encantadora y podría ser una buena reina, pero su majestad parece olvidar que está a punto de cumplir cincuenta años y tampoco es un Apolo precisamente.
Si le diera una oportunidad no tardaría en comprobar que esta mujer sería una excelente esposa y madre.
– Te aconsejo que no hagas esos comentarios delante de otras personas -dijo su hermano-. Podrían acusarte de traición, pero el rey te encuentra tan bonita que no creo que te cortara la cabeza -añadió con una sonrisa traviesa-. Te mandaría de vuelta a casa y entonces, ¿quién querría casarse con vos, lady Nyssa?
– Sabes que yo sólo me casaré por amor, Philip.
– En cambio yo soy demasiado joven para pensar en el amor y doy gracias a Dios por ello -replicó su hermano-. Tom Culpeper, el primo de Catherine Ho-ward, está loco por ella. Cuando el rey estaba escogiendo las telas para su traje de boda ofreció a Culpeper un retal de terciopelo y él pidió otro igual para su prima. Con él se hizo el vestido que luce hoy. El muy tonto no tiene nada y podría haberse guardado la tela para otro traje pero prefirió regalársela a Cat Howard.
– Pues a mí me parece muy romántico -repuso Nyssa volviéndose cuando la princesa llamó a su hermano menor. Giles se apresuró a aparecer con la copa de vino que lady Ana había pedido-. La reina le adora.
– Así es -asintió Philip-. Parece que el pequeño cabeza de nabo está teniendo mucho éxito en la corte.
Ambos hermanos observaron divertidos cómo la reina Ana pellizcaba cariñosamente las mejillas sonrosadas del pequeño. Giles era el único de sus pajes que era rubio y tenía los ojos azules y era evidente que la princesa sentía predilección por él. Aunque saltaba a la vista que tantas atenciones le incomodaban, era demasiado inteligente para poner mala cara a su señora.
– ¡Señora, por favor! -susurró Giles, debatiéndose.
– ¡No puedo evitarlo! -rió lady Ana-. ¡Parece un querubín! -añadió dirigiéndose a Hans.
Hans tradujo las palabras de la reina y las damas de honor estallaron en carcajadas mientras Giles se ruborizaba hasta la raíz del cabello. Cat Howard le tiró un beso y la bella Elizabeth Fitzgerald le guiñó un ojo. Afortunadamente, en ese momento el doctor Kaye entró en el pabellón anunciando que el rey estaba a punto de llegar.
– Debéis cambiaros de ropa, majestad -dijo lady Browne-. Y vosotras, ¿qué hacéis ahí paradas? -espetó a las jóvenes damas-. ¡Traed el vestido y las joyas de la princesa!
El vestido que lady Ana debía lucir para recibir al rey había sido confeccionado en tafetán de color rojo y encaje dorado y, a pesar de que seguía los patrones de moda alemanes, resultaba muy elegante. Sus damas le frotaron los brazos, el pecho y la espalda con agua caliente en la que habían disuelto unas gotas de esencia de rosas. Sabedoras de lo escrupuloso que era el rey, no deseaban que se disgustara al comprobar que el olor corporal de la princesa era algo más fuerte de lo habitual. Cuando estuvo vestida, Nyssa trajo unos pendientes y una gargantilla de rubíes y diamantes y el resto de las damas le recogieron el cabello en una redecilla dorada y le pusieron una caperuza de terciopelo bordada con perlas.
– El rey ya está aquí, señora -anunció Kate Carey.
La princesa fue acompañada al exterior y guiñó los ojos al recibir la luz del sol. La ayudaron a montar en un caballo palafrén blanco como la nieve cubierto con terciopelo dorado y una silla de cuero blanco. Las monturas de sus lacayos estaban adornadas con un león negro, emblema del escudo de Cleves, y Hans von Grafsteen abría la marcha portando un estandarte.
Ana salió al encuentro del rey Enrique, quien había detenido su marcha y la saludó quitándose el sombrero y esbozando una amplia sonrisa. Por un momento, Ana de Cleves le vio como lo que había sido una vez: el príncipe más elegante y atractivo de toda la cristiandad. Le devolvió la sonrisa mientras Hans le traducía las frases de bienvenida del monarca. Complacida, comprobó que había entendido algunas de sus palabras.
– Hans, saludaré a su majestad en inglés y luego traducirás mis palabras de agradecimiento.
– Sí, señora.
– Agradesco a su maguestad su caluroso resibi-miento -chapurreó Ana-. Prometo estar una buena esposa y madre.
Sorprendido, el rey enarcó una ceja al oír el discurso de su futura esposa.
– Creía que esta mujer sólo hablaba alemán.
– Su alteza está aprendiendo inglés -explicó Hans-. Lady Nyssa Wyndham y las otras damas le están enseñando y su majestad está haciendo grandes progresos.
– ¿Ah, sí? -replicó el rey con sequedad. Recordando de repente que no estaban solos y que cientos de personas estaban pendientes de sus movimientos, se inclinó y abrazó a la princesa.
Ambos sonrieron y saludaron a sus subditos antes de retirarse a otro de los pabellones precedidos por los trompeteros y seguidos por los consejeros del rey, el arzobispo y numerosos nobles ingleses y alemanes.
– Un caballo percherón -refunfuñó el rey-. Voy a casarme con un caballo percherón.
La pareja real bebió una copa de vino y montó en un coche de caballos dorado que debía llevarles hasta Greenwich. Al lado de Ana se sentó lady Lowe, el ama de cría de la princesa y la supervisora de las damas que la habían acompañado en su viaje de Cleves a Inglaterra. También viajaba con ellas la condesa de Overstein, la esposa del embajador y les seguían los carruajes descubiertos que transportaban a las damas de la reina y al resto de personas a su servicio. Cerraba la marcha una carroza, regalo del rey Enrique, tirada por dos magníficos caballos bayos, decorada con terciopelo color carmesí y oro y conducida por los lacayos de la princesa, vestidos de negro y plata.
Los ciudadanos de Londres salieron a la calle a recibirles y el río Támesis se llenó de embarcaciones en las que se amontonaban los curiosos deseosos de aclamar a la nueva reina. Los entusiastas subditos engalanaron sus casas con colgaduras con los escudos de Inglaterra y Cleves mientras coros de niños entonaban cantos de alabanza a la corona y de bienvenida a la princesa Ana.
Cuando la carroza de la princesa entró en el patio del palacio de Greenwich fue recibida con una salva de disparos. El rey besó a su prometida y pronunció un breve discurso de bienvenida mientras la guardia real formaba y presentaba armas cuando la real pareja entró en el.palacio. Enrique Tudor condujo a lady Ana a sus habitaciones privadas y le aconsejó que descansara antes del banquete que debía celebrarse aquella noche.
Aunque la princesa Ana mantenía la serenidad, se sentía emocionada por el caluroso recibimiento dispensado por el pueblo de Londres.
– Son una gente estupenda, ¿no te parece Hans?
– preguntó por cuarta vez-. Sin embargo, el rey sigue disgustado conmigo; lo sé a pesar de que hace todo lo posible por disimular en mi presencia.
– ¿Cómo podéis estar tan segura,, señora?
– Nunca he estado enamorada pero sé que cuando un hombre ama a una mujer no rehuye su mirada
– respondió Ana de Cleves esbozando una sonrisa triste-. Ese Holbein ha engañado a todo el mundo y el rey está enamorado del retrato de una dama que en nada se parece a mí. Se casa conmigo sólo por razones políticas: si no fuera porque se muere de ganas de fastidiar al rey de Francia y al emperador de Roma no dudaría en enviarme de vuelta a Cleves.
Si Enrique Tudor hubiera podido leer los pensamientos de su perspicaz prometida se habría quedado de piedra, pero estaba demasiado ocupado lamentándose y buscando la manera de librarse de la princesa. La muchacha no era como él esperaba y no la veía con los buenos ojos de aquellos que trataban de consolarle y dorarle la pildora. En cuanto a él, se tenía por un hombre joven, atractivo y jovial y deseaba una novia con las mismas cualidades.
Por esta razón, después del banquete celebrado en honor de la princesa Ana aquella misma noche corrió en busca de su primer ministro.
– Lady Ana es una dama de reputación y pasado intachables -suspiró Cromwell negando con la cabeza-. Y el pueblo la quiere. Me temo que no hay nada que hacer.
– Entonces, ¿los abogados no han dado con una solución?
Thomas Cromwell volvió a negar con la cabeza. Sabía que su vida corría peligro y empezaba a preocuparse. Mientras un escalofrío recorría su espalda recordó a su predecesor, el cardenal Wolsey, a quien el rey había culpado por no conseguir la colaboración de la reina Catalina de Aragón en el asunto de su divorcio. Si no hubiera muerto de camino a Londres habría sido ejecutado por el mismísimo Enrique Tudor.
El cardenal había tratado de aplacar la ira del rey ofreciéndole el palacio de Hampton Court, pero ni siquiera un regalo tan valioso había bastado para hacerse perdonar. Los ojos de Enrique Tudor brillaban con la misma intensidad que lo habían hecho entonces y, por primera vez en su vida, el primer ministro, que se sabía el causante del enojo de su monarca, no sabía qué hacer. La capacidad del rey de inventar las más refinadas formas de vengarse de sus enemigos era de sobras conocida, por lo que Cromwell se dijo que, si había llegado su hora, prefería una muerte rápida y sencilla.
Enrique Tudor despidió a sus consejeros con brusquedad y se retiró a sus habitaciones. Se sirvió una copa de vino, se desplomó en un sillón y reflexionó mientras bebía.
– Parecéis un león con una espina clavada en la pata, Hal -dijo Will Somers, su bufón, arrodillándose junto a él. Margot, la mónita de cara arrugada que siempre le acompañaba, se acurrucó entre sus brazos. Era muy vieja, empezaba a perder pelo y el poco que conservaba estaba salpicado de hebras grises. Emitió un suave gruñido y miró a su amo en busca de unas palabras amables.
– Aparta a ese animal repugnante de mi vista -refunfuñó Enrique Tudor.
– A la pobrecilla sólo le quedan unos pocos dientes -repuso Will acariciando el lomo de su mascota.
– Aunque no le quedara más que uno, se las arreglaría para morderme una mano. Me siento tan desgraciado, Will -suspiró, apesadumbrado-. Me han engañado.
– Es cierto que la princesa no se parece en nada a la joven del retrato -contestó Will, que sabía que era inútil discutir con el monarca cuando éste se disgustaba-. Sin embargo, parece una mujer digna y bondadosa.
– Si pudiera encontrar la forma de librarme de ella… -murmuró el rey-. ¡Es igual que una yegua deFlandes!
– En efecto. Lady Ana es una mujer alta, pero estoy seguro de que os gustará mirarla directamente a los ojos; es ancha pero no está gruesa. Con vuestro permiso, majestad, los años también han pasado por vos y ya no sois el apuesto príncipe que cautivaba a las mujeres hace algunos años. Deberíais sentiros satisfecho por tener como prometida a una mujer como lady Ana.
– Si pudiera mandarla de vuelta a Cleves… -dijo el rey haciendo caso omiso de las palabras de su bufón.
– Un acto tan indigno no sería propio de vos, Hal. Tenéis fama de ser el caballero más galante de toda Europa y no quisiera tener que avergonzarme de serviros. La pobre princesa está lejos de su hogar, en una tierra extraña, y se siente muy sola. Si la enviáis de vuelta a su país, ¿quién la tomará como esposa después de haber sido repudiada por vos? Será una gran humillación para ella y su hermano, el duque Guillermo, os declarará la guerra. Francia y el Imperio no desaprovecharán una oportunidad tan magnífica de humillar a Inglaterra y a su monarca.
– ¡Ay, Will! -suspiró Enrique Tudor-. Eres el único hombre de esta corte que habla con sensatez y sinceridad. Si no fuera porque no puedo vivir sin tu compañía, te habría enviado a Cleves para que vieras a mi prometida. Ayúdame a acostarme y quédate un rato conmigo -añadió poniéndose en pie-. Me apetece hablar de los buenos tiempos, cuando todos éramos más felices. ¿Recuerdas a Blaze Wyndham?
– Naturalmente -respondió el bufón mientras dejaba que Enrique Tudor se apoyara en él mientras avanzaba trabajosamente hacia la cama. Él y su mónita se sentaron a los pies del lecho-. Una mujer buena y sencilla como pocas.
– Su hija está aquí, en palacio, como dama de honor de la princesa. Pero lady Nyssa no se parece en nada a su madre, quien me pidió que la trajera aquí. La joven es rebelde y franca como una rosa inglesa.
– ¿De cuál de las seis damas habláis, majestad? -inquirió Will-. Conozco a Kate Carey, a Bessie Fitzgerald y a las hermanas Basset pero nunca he hablado con la señorita rizos castaños ni con la otra joven morena.
– Nyssa es la joven morena, aunque tiene los ojos de su madre. La otra muchacha es Catherine Howard, la sobrina de Norfolk. ¡La señorita rizos castaños!
– rió Enrique Tudor-. Un mote muy ingenioso, Will. ¿No la encuentras preciosa? ¡Dios, Dios! ¡Preferiría a cualquiera de esas jovencitas como esposa en lugar de la princesa de Cleves! ¿Por qué tuve que hacer caso a Crum? -se lamentó-. Debería haber buscado una nueva esposa entre las damas de mi corte. Mi Jane, que en paz descanse, era inglesa de los pies a la cabeza y me hizo el hombre más feliz del mundo.
– Vamos, Hal, olvidáis que en la variedad está el gusto -replicó su bufón-. Apuesto a que nunca habéis estado con una alemana, por lo menos desde que yo os sirvo. Pero, ¿y antes, majestad? ¿Es cierto lo que dicen de las mujeres germanas?
– No lo sé -respondió el rey, perplejo-. ¿Qué dicen de las mujeres alemanas, Will?
– Yo tampoco lo sé -rió el bufón-. Tampoco he estado con ninguna.
– Pues pienso quedarme con la ganas de saberlo
– gruñó Enrique Tudor-. Me siento incapaz de acostarme con ella. ¡Debería haber escogido a Cristina de Dinamarca o a María de Guisa en vez de a esta muía de carga!
– ¡Hal, Hal! -le regañó el bufón cariñosamente-. ¡Qué mala memoria tenéis cuando os conviene! María de Guisa tenía tantas ganas de casarse con vos que se apresuró a comprometerse con Jacobo de Escocia cuando supo que habíais enviudado y buscabais esposa. Supongo que lo hizo porque cree que los veranos en el país vecino son más agradables que aquí. Y en cuanto a Cristina de Dinamarca, os recuerdo que contestó a vuestro embajador que si hubiera tenido dos cabezas habría estado encantada de poner una de ellas a vuestra disposición, pero que como no las tenía, prefería llorar a su difunto marido durante un par de años más. Ya no sois un buen partido y las candidatas a convertirse en vuestras esposas tienen miedo a morir decapitadas. Repito que sois afortunado por haber conseguido una esposa como lady Ana, aunque no estoy tan seguro de que ella se considere una mujer afortunada.
– Empiezas a decir tonterías, bufón -contestó el rey, irritado.
– Sólo digo la verdad, cosa que no hacen vuestros colaboradores porque temen vuestros ataques de ira.
– ¿Y tú no?
– No, Hal. Os he visto desnudo y sé que sois un hombre como el resto. Un pequeño desliz de la naturaleza, y Will habría nacido en el lugar de Hal y Hal en el de Will.
– ¡Me siento tan estúpido! ¿Cómo pude permitir que otros escogieran a mi esposa por mí? Ahora no tengo más remedio que casarme con lady Ana, ¿verdad?
– Tratad de ver el lado bueno, majestad -contestó el bufón-. Creo que lady Ana tiene mucho que ofreceros. Y ahora dormios -añadió arropándole mientras su mascota se enrollaba alrededor de su cuello-. Necesitáis descansar, y yo también. Ninguno de los dos somos jóvenes y los próximos días serán muy ajetreados. Todos sabemos que nunca hacéis las cosas a medias, así que sospecho que comeréis y beberéis tanto que no os podréis levantar en una semana.
– Como siempre, estás en lo cierto -sonrió el rey, a quien se le empezaban a cerrar los ojos.
Will se sentó a los pies de la cama hasta que los ronquidos de Enrique Tudor llegaron a sus oídos. Entonces abandonó la habitación y comunicó a los ayudas de cámara que el rey se había quedado dormido. Todos suspiraron aliviados.
El 6 de enero amaneció nublado y frío. El débil sol del invierno se filtraba a través de un cielo de color madreperla y el viento que soplaba de la orilla del río Tá-mesis era tan helado que casi cortaba. El rey se despertó a las seis de la mañana pero permaneció acostado durante media hora mientras se decía que debía ser el novio más remolón de la historia. Finalmente, saltó de la cama y llamó a sus ayudas de cámara. Éstos entraron en la habitación trayendo sus ropas y sin dejar de reír y charlar animadamente. Bañaron al monarca y le afeitaron. ¡Me siento tan ridículo!, se dijo éste con lágrimas en los ojos. Aún soy joven y sin embargo la perspectiva de una mujer joven en mi cama no me provoca la menor emoción.
Su traje de boda, bordado en oro y plata y adornado con un cuello de piel de marta, era digno de un rey. El abrigo estaba confeccionado en satén de color escarlata y los botones de diamantes se abrochaban por delante. Los zapatos de cuero rojo, de punta estrecha y redondeada, abrochados al tobillo y salpicados de brillantes y perlas, seguían la última moda de palacio. Completaba el conjunto un anillo en el que había sido engarzada una piedra preciosa y una gruesa cadena de oro.
– Estáis elegantísimo, majestad -exclamó el joven Thomas Culpeper mientras los otros asentían.
– Si no fuera porque me debo a mi país y a mis subditos no me casaría con esa mujer ni por todo el oro del mundo -refunfuñó el monarca.
– Cromwell es hombre muerto -murmuró Thomas Howard, duque de Norfolk.
– No estéis tan seguro -repuso Charles Brandon, duque de Suffolk-. El bueno de Crum es un viejo zorro y se las arreglará para salir de ésta.
– Eso ya lo veremos -contestó Thomas Howard esbozando una sonrisa triunfante. Charles Brandon se estremeció; el duque de Norfolk nunca sonreía.
– ¿Qué tramáis, Tom? -preguntó, inquieto. El duque de Suffolk sabía que Thomas Howard hacía muy buenas migas con Stephen Gardiner, obispo de Winchester. El obispo había apoyado al rey en su disputa con el Papa, pero se oponía a los cambios que Thomas Cranmer, arzobispo y aliado de Cromwell, deseaba introducir en la doctrina de la nueva iglesia británica.
– Me abrumáis, Charles -respondió Norfolk sin borrar la sonrisa de su rostro-. Siempre he sido y seguiré siendo el subdito más fiel.
– Más bien creo que os subestimo, Tom -replicó Suffolk-. A veces me dais miedo. ¡Sois tan ambicioso…!
– Acabemos con esta farsa de una vez -gruñó Enrique Tudor-. Si no hay más remedio, me casaré con ella.
Escoltado por sus nobles, abandonó la habitación y se dirigió a los aposentos de lady Ana. La joven princesa tampoco había mostrado prisa por prepararse para la boda. Cuando sus damas la habían obligado a levantarse se había metido en la bañera de mala gana. Había crecido educada en la creencia de que la higiene personal era un signo de vanidad y orgullo, pero había acabado por gustarle.
– Me bañaré todas las días -declaró entusiasmada-. ¿Qué hay en el agua, lady Nyssa? Huele bueno.
– Es esencia de rosa, majestad -contestó Nyssa.
– ¡Mí gusta! -exclamó provocando las carcajadas de sus damas, quienes no deseaban reírse de ella, sino que se sentían felices por haber complacido a su señora. Todas conocían la opinión del rey respecto a su nueva esposa y se alegraban de que lady Ana no conociera el idioma, ya que así se ahorraba un dolor innecesario. Quizá tampoco amara a Enrique Tudor pero también tenía su orgullo.
Cuando se hubo bañado, sus damas le trajeron el traje de novia de color oro bordado con perlas que, siguiendo la moda alemana, no llevaba miriñaque. Calzaba zapatos dorados sin apenas tacón para no sobrepasar al rey en estatura y se había dejado el rubio cabello suelto para proclamar su virginidad. Una diadema de oro y piedras preciosas formando tréboles y ramilletes de romero, símbolo de la fertilidad, adornaba su cabeza. Lady Lowe, su antigua ama, le puso un collar de diamantes y ciñó a la cintura de su señora un cinturón a juego. La anciana dama tenía los ojos llenos de lágrimas y cuando éstas empezaron a rodar por sus arrugadas mejillas, la princesa se las enjugó con su pañuelo.
– Si vuestra madre os viera… -sollozó.
– ¿Le ocurre algo a lady Lowe? -preguntó lady Browne a Nyssa.
– Llora porque la madre de la princesa no está aquí para asistir a la boda de su hija -contestó Nyssa. Gracias a Dios que no está aquí, añadió para sus adentros. A cualquier madre se le rompería el corazón al ver que el novio de su hija es incapaz de disimular su disgusto.
Cuando supo que el rey la esperaba, la princesa se apresuró a reunirse con él en el exterior de sus aposentos. Escoltada por el conde de Overstein y el jefe de la casa de Cleves, siguió al rey y a sus nobles a la capilla de palacio, donde el arzobispo iba a celebrar la ceremonia. Lady Ana trató de disimular el miedo que sentía y adoptó una expresión serena mientras se decía que ni el rey la quería a ella ni ella quería al rey y que sólo se casaban para cumplir el pacto firmado entre Gleves e Inglaterra.
El conde de Overstein la acompañó hasta el altar y, aunque apenas entendió las palabras que el arzobispo les dirigió, cuando Enrique Tudor le tomó la mano y le puso el anillo de oro rojo en el dedo, Ana de Cleves supo que era la nueva esposa del rey de Inglaterra. Mientras Thomas Cranmer concluía la ceremonia leyó las palabras grabadas en la alianza: «Hasta que la muerte nos separe.» Sintió unas incontenibles ganas de reír.
Acabada la ceremonia, el rey la tomó de la ínano y la arrastró pasillo abajo hacia su capilla privada. La pobre princesa dio un traspiés y casi cayó al suelo mientras se decía furiosa que no tenía por qué sufrir aquella humillación el día de su boda. Aunque no le gustara, ella era su esposa. Haciendo un esfuerzo, recuperó la calma y se dispuso a asistir a la misa que estaba a punto de celebrarse y al banquete nupcial.
Fue un día de grandes celebraciones. Después de la ceremonia el rey se encerró en su habitación y cambió su traje de boda por otro de seda bordado en terciopelo rojo. Cuando salió, una procesión de nobles le esperaba para acompañarle al banquete nupcial. A media tarde la reina se retiró a su habitación para cambiarse de ropa y ponerse un vestido con mangas por encima del codo. Sus damas también se vistieron con trajes adornados con cadenas de oro, tal y como se estilaba en Alemania.
Cat Howard estaba muy agradecida a Nyssa Wynd-ham. La joven no tenía mucho dinero y había obtenido su puesto de dama de honor gracias a su tío, Thomas Howard, quien no era tan generoso con su oro como con sus influencias. Se veía obligada a hacer combinaciones imposibles con los pocos vestidos que poseía y se sentía muy desgraciada al verse peor vestida que sus compañeras. Su familia más próxima se reducía a una hermana y tres hermanos y el poco dinero que su padre había dejado debía ser para su hermano mayor. Por esta razón no había dejado de preguntarse de dónde iba a sacar el dinero para hacerse un nuevo vestido adornado con cadenas de oro.
– Será mi regalo de Reyes -había ofrecido Nyssa-. Me ha sobrado algo de dinero después de hacerme el mío. ¿Para qué sirve el dinero si no puedes compartirlo con tus amigos?
– Eres muy generosa, pero es un regalo demasiado valioso -había protestado Cat, aunque saltaba a la vista que se moría de ganas de aceptar.
– ¡No digas tonterías! -había insistido Nyssa-. ¿Existe alguna norma en la corte que prohiba a las amigas hacerse regalos? Si la hay, estoy dispuesta a saltármela porque tengo regalos para todas.
– Nyssa Wyndham, sois una mujer buena y generosa -había intervenido lady Browne-. Catherine, sois muy afortunada por tener una amiga tan espléndida. Aceptad el regalo; si no lo hacéis vuestro tío se ofenderá.
– En ese caso, acepto -había dicho Catherine Howard esbozando una sonrisa radiante-. Gracias, lady Nyssa.
– Así está mejor -había asentido lady Browne.
– No tengo nada que ofrecerte -se había disculpado Cat-, pero así como nunca olvido una ofensa, tampoco olvido un favor. Algún día te devolveré con creces todo cuanto has hecho por mí. A pesar de que soy pobre como una rata, nunca me has despreciado por ello y todo cuanto he encontrado en ti ha sido bondad y generosidad. Prometo que te recompensaré.
Cuando regresaron al salón, los invitados saludaron su entrada con una estruendosa ovación y numerosas exclamaciones de admiración. Se representaron las mascaradas y pantomimas preparadas para la ocasión y a continuación empezó el baile. Tratando de disimular su desgana, el rey sacó a bailar a su nueva esposa, pero ante su sorpresa, lady Ana resultó ser una excelente bailarina. En su empeño por agradar al monarca, la joven princesa había aprovechado las lecciones de sus damas. Cuando Enrique Tudor la levantó en el aire y ella rió alegremente el rey se dijo que quizá se había precipitado al juzgarla sólo por su aspecto.
– Nyssa…
Nyssa se volvió al oír su nombre y se encontró frente a Cat Howard, que había acudido en su busca acompañada de… ¡de él!
– Nyssa, te presento a mi primo, Varian de Winter, conde de March. El pobre no tiene pareja y he pensado que quizá tú te compadecerías de él. Sé que te encanta bailar.
Sus ojos eran del verde oscuro de las aguas del río Wye cuando el sol de la mañana acariciaba las orillas bordeadas de setos.
– Es un placer conoceros, señora -dijo el conde haciendo una reverencia.
– Lo mismo digo, señor -contestó Nyssa recordando las normas de educación más elementales y devolviéndole la reverencia a pesar de que los escalofríos recorrían su espalda. Varian de Winter tenía una voz grave y musical y su rostro serio de mirada penetrante hizo que el corazón le diera un vuelco.
– Baila con él, Nyssa -insistió Cat antes de desaparecer en busca de su pareja.
– He oído decir que vuestra reputación deja bastante que desear -dijo Nyssa cuando estuvieron a solas-. Lady Marlowe asegura que el simple hecho de intercambiar unas palabras con vos puede comprometer seriamente la mía.
– ¿Y vos la creéis? -replicó él. A juzgar por el tono de su voz, Nyssa habría jurado que se estaba divirtiendo a su costa.
– Pienso que lady Marlowe, quien por cierto es la mejor amiga de mi tía, es una chismosa y una cotilla -respondió Nyssa-. Sin embargo, ya conocéis el dicho: cuando el río suena, agua lleva. Estamos en un lugar público y rodeados de gente, así que no creo que mi reputación sufra un daño irreparable. Acepto bailar con vos. Mi tía dice que ante todo hay que conservar las formas y los buenos modales.
Varian tomó la mano que la joven le tendía y Nyssa sintió los latidos de su corazón en la garganta. Ambos se unieron al resto de las parejas y bailaron hasta que al final del segundo baile Nyssa advirtió que su tío se había acercado a ellos.
– Nyssa, querida, tu tía desea hablar contigo -dijo mientras le sujetaba con fuerza por el brazo y la separaba de Varían de Winter-. Con vuestro permiso…
– Naturalmente, señor -contestó el conde de March haciendo una reverencia y esbozando una sonrisa sardónica antes de abandonar la pista de baile.
– ¿Cómo te has atrevido…? -siseó Nyssa, furiosa, golpeando el suelo con un pie-. ¡Me has avergonzado delante de toda la corte!
– Mi querida niña, tengo una fe ciega en tu sentido común y tu sensatez, pero ni tu tía ni Adela Marlowe opinan lo mismo. Guarda tu regañina para ellas.
– Me van a oír -murmuró Nyssa entre dientes apartando la mano de su tío de su brazo y avanzando con paso firme hacia el lugar ocupado por su tía y su chismosa amiga.
– ¡Nyssa! -la reprendió Bliss en cuanto la tuvo a su lado-. ¡Te dije que no te acercaras a ese hombre!
Gracias a Dios, Adela os ha visto bailando y ha corrido a avisarme. ¡Cuando pienso en lo que podría haber ocurrido…!
– ¿Qué podía haber ocurrido? -replicó Nyssa-. Estamos en un salón atestado de invitados. ¡En mi vida había pasado tanta vergüenza! Mi amiga Cat Howard me ha presentado al conde y me ha pedido que fuera su pareja de baile. ¡Si me hubiera negado todo el mundo me habría tachado de descortés y maleducada!
– Mi querida niña -intervino Adela Marlowe-, no es extraño que una criatura tan inocente como tú no alcance a imaginar hasta dónde pueden llegar la maldad y la crueldad de un hombre como Varían de Winter, pero recuerda que estás aquí para encontrar un marido de familia decente y respetable. Ningún hombre de buena familia querrá comprometerse con una mujer de reputación dudosa -añadió esbozando una sonrisa que pretendía ser amable pero que a Nyssa le pareció arrogante y desdeñosa.
– ¿Cómo os atrevéis a criticar mi comportamiento y mis modales, señora? -replicó Nyssa con los ojos brillantes de ira-. Vos sois mayor que yo, pero yo soy superior por nacimiento y posición. Si fuera la cabra loca por la que me habéis tomado, quizá me dignara a tener en cuenta vuestros inoportunos comentarios y a aceptar vuestros consejos. Pero no soy ninguna irresponsable y me horroriza pensar que ejercéis una influencia tan maligna sobre mi tía que ésta ha llegado a olvidar de quién soy hija. Sé perfectamente cómo debo comportarme en público. Vos no dejáis de decir que el conde es un hombre malvado y miserable, pero todavía no me habéis dicho en qué basáis vuestras acusaciones. Por lo que he visto esta tarde, Varían de Winter es un caballero amable y educado y un excelente bailarín. ¡Y a pesar de haber bailado con él, yo sigo siendo una dama de reputación intachable! Si tenéis algo que decir a eso, ha blad ahora y si no, no volváis a meteros en mis asuntos.
– ¡Debes decírselo,. Bliss! -exclamó Adela Marlowe volviéndose hacia su amiga-. Si no lo haces tú, lo haré yo.
– ¿Decirme qué? -replicó Nyssa con tono burlón.
– El hombre a quien defendéis con tanto ardor sin conocer su oscuro pasado es un auténtico corruptor de menores -reveló lady Marlowe-. Hace muchos años sedujo a una joven y la dejó embarazada. Cuando la muchacha acudió a él desesperada, el conde le dio con la puerta en las narices y la pobre niña se suicidó. ¿Todavía estáis dispuesta a defenderle, jovencita?
Nyssa estaba impresionada por la historia y se sentía estúpida. Sin embargo, se preguntaba cuánto había de verdad en el relato que acababa de escuchar de labios de la dama más amiga de las murmuraciones de toda la corte.
– Señora -dijo solemnemente-, sois la mujer más chismosa que he conocido en toda mi vida.
escandalizada-. ¡Dis-
– ¡Nyssa! -exclamó Bliss cúlpate ahora mismo!
– Es lady Marlowe quien debe disculparse -replicó Nyssa-. Y tú también, tía Bliss -añadió antes de dar media vuelta y correr en busca de sus amigas. El corazón le latía con fuerza. No habían sido las críticas a Varían de Winter, a quien apenas conocía, lo que le había molestado, sino que su tía y lady Marlowe la trataran como a una niña a pesar de que ya había cumplido diecisiete años.
Adela Marlowe estaba muy pálida y tardó un buen rato en recuperarse de la impresión producida por las palabras de Nyssa.
– ¡Jamás me habían faltado al respeto así! -espetó indignada-. Si esa descarada fuera hija mía le daría una paliza y la mandaría de vuelta a su casa. ¡Es una cabra sin cencerro y terminará mal!
– Nyssa ha sido algo brusca -admitió Bliss-, pero tiene parte de razón. Es una muchacha inteligente y responsable y se ha adaptado muy bien a la vida de palacio. Sabe cuánto esperamos de ella y nunca hará nada que ponga en peligro su reputación. Además, adora a la reina y se nota que es feliz sirviéndola.
– Supongo que su dote hará olvidar sus deslices a su futuro marido -repuso Adela Marlowe dirigiendo una mirada rencorosa a su amiga.
– ¡Quince horas de oscuridad! -se lamentó Enrique Tudor mientras 'se preparaba para recibir a su nueva esposa en su habitación-. La próxima vez que me case con una mujer tan fea como lady Ana lo haré la noche de San Juan, la más corta del año.
– La próxima vez que se case -murmuró el duque de Norfolk poniendo los ojos en blanco-. ¿Habéis oído, Cromwell?
– Vamos, majestad, la noche acaba de empezar
– le consoló el primer ministro-. Apuesto a que al amanecer seréis el hombre más feliz del mundo -añadió tratando de mostrar una seguridad en sí mismo que estaba muy lejos de sentir. El duque de Norfolk sonreía y parecía estar de un humor excelente. ¿Qué tramaba?
En esos momentos la reina estaba desvistiéndose ayudada por sus damas de honor, quienes corrían de aquí para allá llevando y trayendo ropas y adornos. Lady Ana era una mujer alta y ancha de caderas, de piernas delgadas, cintura estrecha y pechos demasiado pequeños para una mujer de su estatura. Las damas de honor intercambiaron miradas de inquietud mientras ayudaban a su señora a ponerse un sencillo camisón de seda blanco y cepillaban su hermoso cabello rubio.
Lady Lowe, la antigua ama de cría de la reina y su pervisora de las damas alemanas, se atrevió a expresar sus inquietudes en voz alta:
– ¿Qué vas a hacer con ese mastodonte con quien te han casado, mi niña? -preguntó en alemán-. Gracias a Hans, que escucha las conversaciones de los caballeros imprudentes que le ignoran porque es sólo un niño, sabemos que el rey ha dicho a todo el mundo que no le gustas. Tu madre nunca te habló de lo que ocurre entre un hombre y su esposa, pero yo sí lo he hecho. ¿Qué vas a hacer, hija mía? Temo por ti.
– No tengas miedo -la tranquilizó lady Ana-. Todavía no sé cómo voy a salir de ésta. Si consigo encontrar la manera de anular este matrimonio estoy salvada. Estoy segura de que si el rey hubiera dado con una excusa para no casarse conmigo no habría dudado en suspender la ceremonia. He oído decir que es uno de esos hombres a quienes no se les puede llevar la contraria. Se ha casado conmigo en contra de su voluntad y no encuentra la manera de divorciarse, pero ha dicho a todo el mundo que desea deshacerse de mí cuanto antes. Debo actuar con rapidez o tomaráStel camino más fácil: cortarme la cabeza. Pero yo no vine a Inglaterra a morir sino para escapar de la opresiva corte de Cleves. Reza para que Dios me ayude a tomar las decisiones correctas.
El jolgorio y la algazara de la fiesta llegaban desde el exterior de la habitación de la reina y el rey, vestido con una bata de terciopelo y tocado con un gorro de dormir, abrió la puerta. Las damas se inclinaron al paso del monarca, sus nobles colaboradores y el arzobispo. Sin mediar palabra, el rey se tumbó junto a la reina, que le esperaba en la cama, mientras el arzobispo Cranmer bendecía la unión de los esposos.
– ¡Fuera de aquí todo el mundo! -gruñó Enrique Tudor cuando el arzobispo hubo concluido las oraciones-. ¡Acabemos con esto de una vez! ¡Fuera!
Las damas y los nobles se apresuraron a abandonar la habitación mientras intercambiaban miradas y sonrisas maliciosas. Los novios se sentaron el uno junto al otro sin saber qué hacer. Finalmente Enrique Tudor se volvió, contempló a su esposa y se estremeció. La muchacha no era fea y sus ojos azules tenían un brillo inteligente, pero su rostro era de rasgos duros y angulosos. Además, era mucho más grande que Catalina, Ana y su dulce Jane. Cuanto antes empecemos, antes terminaremos, se dijo resignado mientras alargaba la mano y tomaba entre sus dedos un mechón del cabello de su esposa. Se sorprendió al descubrir que era suave y sedoso. ¡Por lo menos había algo en ella que le gustaba!
– Sé que no gusto ti -dijo lady Ana con su marcado acento alemán.
Enrique Tudor guardó silencio durante unos segundos y se preguntó a dónde conduciría aquella conversación.
– No os habéis casado conmigo si habéis tenido una… una… ¡No recuerdo el palabra!
– ¿Excusa?
– Ja! Si habéis tenido una excusa por… por…
– ¿Para rechazaros?
– Ja! ¡Para rechazar mí! -concluyó triunfante-. Si yo doy excusa, ¿tú dejas quedar mí en Inglaterra, Hendrick?
Enrique Tudor miró a su esposa estupefacto. Sólo llevaba once días en el país y ya hablaba el idioma, lo que probaba que era una mujer inteligente. Además, comprendía la situación perfectamente. ¿Estaba cometiendo un error? No. Nunca había amado a esa mujer y nunca la amaría. No podía; ni siquiera por el bien de Inglaterra.
– ¿Qué excusa? -inquirió entornando sus ojillos azules-. A pesar de mi mala reputación como mari do, te aseguro que yo sólo me divorcio por razones infalibles.
El rey había hablado muy despacio para que su esposa comprendiera sus palabras, pero la reina entendía más de lo que parecía y se echó a reír mostrando sus enormes dientes.
– Escúchame, Hendrick. No hacemos el amor y tú rechazas mí, ja?
Era. una idea tan sencilla y brillante que Enrique Tu-dor se sorprendió de que no se le hubiera ocurrido a él. Se dio cuenta de que la princesa no le rechazaba como marido, sino que trataba de facilitarle las cosas. Era una situación embarazosa, pero no podía culpar al físico escasamente atractivo de su esposa del fracaso de su matrimonio.
– Necesitamos a Hans, pero no esta noche. Lo dejaremos para mañana, ¿de acuerdo?
– Ja! -asintió ella saltando de la cama-. Gugamos a cartas, ¿Hendrick?
– ¡Está bien, Annie! -rió el rey-. Jugaremos a las cartas.
Lady Ana no era la mujer que habría escogido como esposa o como amante, pero tenía la impresión de que iban a ser grandes amigos.
A la mañana siguiente, el rey se levantó muy temprano. Habían jugado a las cartas hasta el amanecer y la yegua de su esposa le había ganado casi todas las partidas. En cualquier otra ocasión le habría enojado perder, pero esa mañana estaba de un humor excelente. Se dirigió a su habitación por un pasadizo secreto y saludó a sus ayudas de cámara. Era hora de poner en práctica el plan que había ideado la noche anterior y debía empezar por mostrar su descontento con la reina.
– ¿Ha cambiado vuestra opinión sobre la reina? -preguntó Cromwell mientras se dirigían a la capilla-. ¿Habéis pasado una buena noche?
– No -gruñó Enrique-. He dejado a la reina tan virgen como la encontré. Lo siento, Crum, pero me siento incapaz de consumar este matrimonio.
– Quizá su majestad estaba cansado después de la fiesta -insistió Cromwell-. A lo mejor esta noche…
– ¡No estaba cansado! -replicó el monarca-. Traed-me a otra mujer y os demostraré cómo se comporta el rey de Inglaterra en la cama. ¡Pero lady Ana me repugna! ¿Entendéis, Cromwell?
El primer ministro bajó la cabeza, apesadumbrado. Finalmente, Enrique Tudor había encontrado la excusa perfecta para anular su matrimonio. El rey le hacía responsable de la situación y estaba dispuesto a hacerle pagar con su vida.
Cromwell sintió que el cielo se desplomaba sobre su cabeza cuando comprobó que el rey contaba a todo el mundo su incapacidad de consumar su matrimonio. Mientras Enrique conversaba con su médico, el primer ministro empezó a sentirse mareado. El duque de Norfolk le dirigió una sonrisa burlona.
El 11 de enero se celebró un torneo en honor de la nueva reina ante la extrañeza de toda la corte. Enrique Tudor había proclamado a los cuatro vientos que estaba descontento con su esposa y lady Ana, por su parte, se limitaba a sonreír a todo el mundo y a sobrellevar su desgracia con dignidad. Su inglés mejoraba día a día y en la mañana del torneo sorprendió a todo el mundo vistiendo un favorecedor vestido confeccionado en Londres de acuerdo con la última moda inglesa. Sus subditos la contemplaban admirados y no alcanzaban a comprender por qué estaba el rey tan descontento con ella. En cuanto a los expertos en política, se habrían quedado de una pieza si hubieran conocido el plan idea do por la noble dama para librar a su marido del tormento del matrimonio.
El día después de la boda lady Ana llamó a Hans a sus habitaciones privadas, donde se encontraba junto al rey, que había llegado a través del pasadizo secreto. El joven paje actuó como intérprete para que los esposos llegaran a un acuerdo sin riesgo de que se produjeran malentendidos. Enrique Tudor y Ana de Cleves se comprometieron a no consumar su matrimonio. El rey pretextaría que su incapacidad se debía al escaso atractivo de jady Ana y ésta debía hacer ver que aceptaba su situación como si no ocurriera nada anormal. Corrían rumores de que la alianza entre el rey de Francia y el emperador romano empezaba a deteriorarse, lo que significaba que Inglaterra iba a dejar de necesitar el apoyo del reino de Cleves muy pronto. Enrique esperaría a que la alianza del enemigo se rompiera para anular su matrimonio no consumado.
A cambio, Ana recibiría dos palacios que debía elegir entre las posesiones de su esposo, una generosa cantidad de dinero y el tratamiento de hermana del rey de manera que sólo una nueva reina la precedería en importancia en la corte. También debía comunicar a su hermano que estaba satisfecha con los términos del acuerdo y que en todo momento había sido tratada como correspondía a una princesa de su posición. Lo último que Enrique deseaba era provocar la ira del soberano de Cleves.
Cuando se hubieron puesto de acuerdo, los esposos se estrecharon las manos. Enrique se preguntaba por qué su esposa se mostraba tan complaciente y aceptaba de buen grado todas sus propuestas. Quizá no es virgen y teme que lo descubra, pensó. Un escalofrío le recorrió la espalda. De todas formas, no tenía importancia; no tenía la más mínima intención de comprobarlo. Quizá la joven princesa temía ser víctima de uno de sus ataques de ira si se atrevía a contradecirle. El rey frunció el ceño. Había tratado a Catalina de Aragón y a la bruja de Ana Bolena como se merecían. Aunque había habido quien había tratado de recriminarle su actitud, sabía que había actuado correctamente.
Enrique observó a su esposa y se repitió que no entendía nada. Por un momento estuvo tentado a preguntarle cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Aunque sabía que la reina se negaría a confesarse con él, le parecía una mujer demasiado noble e inteligente para mentir. El rey sacudió la cabeza como si fuera un perro bajo la lluvia. Ana Bolena había sido una mujer muy lista y la hija que le había dado, la pequeña Bess, también mostraba signos de una inteligencia despierta y vivaz a pesar de su corta edad. ¡Dios me libre de las mujeres inteligentes!, se dijo. Gracias a Dios, Ana de Cleves era discreta y condescendiente.
El 27 del mismo mes, Enrique Tudor ofreció una gran fiesta en honor del séquito que había venido de Cleves~ acompañando a su nueva esposa y los envió de vuelta a casa cargados de regalos. Sólo quedaron en palacio Helga von Grafsteen y María von Hesseldorf, dos de las damas de lady Ana, lady Lowe, su ama de cría, y Hans von Grafsteen, el intérprete. Ante el disgusto y la decepción de lady Browne, el rey afirmó que ocho damas eran más que suficiente y que las jóvenes candidatas podían regresar a sus casas.
El 3 de febrero se iniciaron los preparativos de una recepción oficial en Londres para la reina. Aquellos que se extrañaban de que el rey no hubiera hablado todavía de la coronación de lady Ana se guardaron mucho de expresar sus pensamientos en voz alta. El séquito real llegó en barca procedente de Greenwich al día siguiente y cuando pasaron frente a la Torre de Londres una salva de honor les saludó. Los ciudadanos se agolparon a lo largo de la orilla del río Támesis y aclamaron a los monarcas.
Ana recibió todas aquellas muestras de afecto conmovida. Le dolía pensar que pronto dejaría de ser la reina de unos subditos tan fieles y cariñosos, pero si Enrique no la quería como esposa, ella tampoco le quería a él. Estaba segura de que podían llegar a ser grandes amigos pero dudaba que el rey fuera tan buen marido como amigo. Sin embargo, habían acordado mantener las apariencias así que, cuando la barcaza llegó a Westminster, ambos hicieron el recorrido que les separaba del palacio de White Hall cogidos de la mano.
Mientras duró su estancia en el palacio, el conde de March hizo todo lo posible por acercarse a Nyssa pero, aunque la muchacha se negaba a admitirlo, estaba impresionada por la historia que le había contado lady Marlowe y le evitaba.
– Estoy aquí para servir a la reina y apenas tengo tiempo libre -contestó cuando Varían de Winter la invitó a dar un paseo a caballo-. Y cuando no estoy con la reina prefiero la compañía de mi familia.
El conde no pudo ocultar su desencanto pero se propuso volver a intentar ganarse el favor y la confianza de la joven en otra ocasión más propicia.
Las damas de honor no tardaron en darse cuenta de que, aunque su señora ostentaba el título de esposa del rey, en realidad no lo era. Ana se esforzaba por cumplir lo pactado y actuaba como si nada ocurriera. En una corte donde las intrigas políticas, el adulterio y la promiscuidad sexual estaban a la orden del día resultaba increíble que la reina fuera una criatura tan inocente como parecía. Una tarde de invierno se encontraba conversando con sus damas y no pudo evitar comentar lo cariñoso que era su esposo con ella.
– Cuando nos acostamos en el noche da un beso a mí y dice: «Buenas noches, querida» y en el mañana besa a mí otra vez y dice: «Adiós, querida.» ¿No es la mejor de los maridos? Bessie, querida, trae mí un copa de malvasía.
Las damas intercambiaron miradas de extrañeza y finalmente lady Edgecombe se atrevió a hacer el comentario que quemaba en los labios de todas:
– Espero que su majestad nos dé muy pronto la noticia de que espera un hijo -dijo-. El pueblo espera impaciente un duque de York que haga compañía al príncipe Eduardo.
– No estoy embarazada -aseguró la reina alargando la mano para tomar la copa que Elizabeth Fitzgerald le ofrecía-. Gracias, Bessie.
– Entonces, ¿su majestad es todavía virgen? -se atrevió a preguntar lady Edgecombe mientras sus compañeras la miraban estupefactas. Sabían que lady Edgecombe no se habría atrevido a hacer una pregunta tan impertinente a una dama que no tuviera el carácter afable y comprensivo de lady Ana.
– ¿Cómo puedo ser virgen y dormir con mein Hendrick cada noche, lady Finifred? -rió-. ¡Qué tontería!
– Para ser su verdadera esposa tenéis que hacer algo más que dormir con él, señora -insistió la dama.
– ¿Qué más? -preguntó la reina fingiendo extrañeza-. Hendrick es lo megor marido en el mundo. -Bien dicho, Ana, añadió para sus adentros. Gracias a la cotilla de lady Edgecombe, se corroboran los rumores de que nuestro matrimonio no ha sido consumado-. Quiero descansar un poco -dijo poniéndose en pie-. Podéis iros todas menos Nyssa Wyndham.
– Pobre señora -suspiró la duquesa de Richmond negando con la cabeza cuando la reina hubo abandonado el salón-. ¡No entiende nada! Es una lástima que el rey no la quiera. ¿Qué va a ser de ella? No puede acusarla de adulterio ni alegar consanguinidad, como hizo con Ana Bolena y Catalina de Aragón.
– Seguramente se anulará el matrimonio -repuso la marquesa de Dorset.
Nyssa cerró la puerta de la habitación y se volvió hacia la reina, cuyo rostro estaba contorsionado en una mueca extraña.
– No hagáis caso de esas chismosas, majestad -trató de consolarla Nyssa creyendo que la reina estaba a punto de llorar. Como toda respuesta, lady Ana estalló en ruidosas carcajadas.
– Foy a contarte un secreto, Nyssa -dijo cuando recuperó la compostura-. Si no puedes esconder una secreto di mí ahora. Las otras no son amigas. Unas se creen muy importantes y otras son todafía unas niñas. Necesito una amiga. -Ja, Nyssa, hasta una reina necesita amigas! Hans es buen chico, pero es crío. En cambio tú…
– Estoy orgullosa de serviros, majestad -contestó Nyssa arrodillándose a los pies de la reina, que se había sentado junto á la chimenea-. Prometo guardaros el secreto y será un honor para mí ser amiga de su majestad.
– No seré reina durante muy tiempo -suspiró lady Ana.
– ¡No digáis eso, señora!
– Escucha mí, Nyssa Wyndham. Yo no gusto a Hendrick Tudor. Lo sé desde la primera día. El rey no haber casado mí si encontraba una excusa por no hacerlo. El noche de bodas hacemos un pacto: no consumamos el matrimonio porque él dice que no le gusto y yo acepto el divorcio. Hoy la cotilla lady Edgecombe sabe lo que quería.
– ¡Pero vos habéis dicho que su majestad es un marido bueno y cariñoso! -exclamó Nyssa.
– Hendrick no quiere mí por esposa, sino por amiga. Todos los noches jugamos a cartas en nuestra habitación. Siempre gano porque el pobre Hendrick no es muy listo. Me pregunto por qué le tienen miedo.
– ¡Enrique Tudor es un hombre peligroso! -aseguró Nyssa-. Es amable y bueno con vos porque os doblegáis a sus deseos y aceptáis su voluntad, pero cuando se le contradice se convierte en una bestia salvaje. Debéis tener mucho cuidado.
– Vuestra madre fue su amante, ¿verdad?
– Ocurrió antes de que el rey se casara con Ana Bo-lena y sólo duró unos meses -contestó Nyssa-. Mamá acababa de enviudar y mi tía, la condesa de Mar-wood, la trajo a palacio para que se distrajera. El rey se encaprichó de ella desde el principio pero mamá se escondió detrás del luto. Le tenía mucho miedo y nunca había estado con otro hombre que no fuera mi padre. Enrique Tudor aseguró a mi madre que antes del día uno de mayo sería suya y ella quiso escapar pero vuestro esposo amenazó con separarla de mí si lo hacía.
– Así que mi Hendrick también puede ser un hombre desagradable y despiadado -murmuró la reina.
– Así es, señora.
– ¿Y tu madre fue el amante de Hendrick Tudor antes del día un de mayo?
– Sí. Llegó a quererle y a entenderse con él bastante bien, pero todo cambió cuando Ana Bolena llegó a la corte. El rey arregló el matrimonio de mi madre con mi padrastro y dejó el campo libre para poder casarse con la primera lady Ana. Mi padrastro era el heredero de mi padre y estaba enamorado de mi madre desde hacía muchos años, aunque nunca se había atrevido a decírselo por respeto a mi padre. Se casaron en la capilla del rey y se trasladaron a vivir a Riveredge, nuestro hogar. El rey siempre ha tenido a mamá por su subdita más fiel y ha reclamado su presencia en la corte dos veces: para interceder por la reina Catalina y poco antes de la ejecución de Ana Bolena. Desde entonces no ha vuelto más.
– ¿Cómo llama Hendrick a ella?
– Mi pequeña campesina, o algo parecido -respondió Nyssa con una sonrisa.
– ¿Tú eres campesina o prefieres el corte? El corte de mi hermano estaba muy aburrido. No cartas, no baile, no festidos bonitos.
– Nuestra corte es muy emocionante pero, como mi madre, prefiero el campo -contestó Nyssa-. Naturalmente, estoy orgullosa de serviros y mi tía espera que encuentre un marido entre los caballeros de buena familia.
– ¿No has dejado prometido en Riveredge?
– No, señora. Mi familia está muy decepcionada por ello. Acabo de cumplir diecisiete años y no encuentro caballero que conquiste mi corazón -confesó-. Si es cierto que no seréis reina durante mucho tiempo me pregunto qué será de mí. ¿Sabéis cuándo piensa anular el rey vuestro matrimonio?
– Imaguino que será antes de la primafera. Hendrick no es un hombre que sepa estar sin una muguer durante mucho tiempo. ¿No has dado cuenta cómo brillan sus ojos? Sonríe a Ana Basset, a Cat Howard y a tú.
– ¿A mí? -replicó Nyssa, horrorizada-. ¡El rey fue amante de mi madre! ¡Podría ser mi padre!
– Tranquila, Nyssa -la tranquilizó la reina apoyando una mano en su hombro-. Hendrick también tiene edad por ser mi padre. Siento haber hecho caso a las habladurías de las damas. El rey quiere a ti porque quería a tu madre.
– Deber ser por eso -suspiró Nyssa, aliviada-. Estoy segura de que el rey simpatiza con todas las damas por igual.
Sin embargo, las inquietantes palabras de la reina le hicieron reflexionar. No se atrevía a revelar el contenido de aquella conversación a su tía porque ello significaría traicionar la confianza de lady Ana, pero le preocupaba saber qué sería de ella cuando se anulara el matrimonio de Enrique Tudor y Ana de Cleves. El rey no tardaría en buscar una nueva esposa que le diera hijos y, si no recordaba mal, últimamente el monarca aprovechaba cualquier oportunidad para ensalzar las virtudes de las mujeres inglesas. De repente recordó que había sorprendido a algunos consejeros del rey observando con disimulo su lealtad y su dedicación para con la reina.
A principios de marzo el rey reunió a sus consejeros y les comunicó la imposibilidad de consumar su matrimonio con lady Ana de Cleves. El consejo entendió que Enrique les pedía con tanta sutilidad como le era posible que buscaran una solución al problema. El rey insinuó que había habido un contrato de matrimonio entre su esposa y el hijo del duque de Lorena.
– Lo investigaremos, majestad -prometió Thomas Cromwell con tanta vehemencia que el duque de Norfolk estuvo a punto de estallar en carcajadas.
Enrique Tudor agradeció a sus consejeros su atención y les dejó a solas para que debatieran. Todos se volvieron hacia el primer ministro.
– Ese contrato no existe -aseguró-. Antes de firmar el contrato en nombre del rey Enrique hablamos con el duque de Lorena, el hombre con quien estaba destinada a casarse nuestra reina cuando era una niña, y aseguró que nunca se firmó ningún documento comprometedor. Revolvió entre los papeles de su padre y consultó a su confesor y no encontró nada. El sacerdote reveló que una vez se habló de comprometer a ambos herederos pero sólo fue una conversación y el proyecto se abandonó poco tiempo después. Ésta no es excusa para disolver el matrimonio del rey.
– Se deshará de ella tanto si os gusta como si no, Crum -replicó el duque de Norfolk-. Hace tanto tiempo que no pasa un buen rato en la cama que está a punto de explotar. He oído decir que no puede apartar los ojos de las damas más jóvenes y bonitas de la corte. Nunca se acostará con su esposa y el país necesita otro heredero.
– Estoy de acuerdo -asintió el obispo Gardiner.
– ¡La reina parece una mujer tan bondadosa…! -intercedió el arzobispo de Canterbury-. No merece ser humillada y maltratada. ¿Qué pensará del pueblo de Inglaterra? Si no hay más remedio que anular el matrimonio, que así sea, pero seamos considerados con ella.
– ¿Y si resulta una bruja como la española y se niega a cooperar? -replicó el duque de Norfolk-. Después de todo, su majestad tiene la culpa. ¿No ha sido él quien ha proclamado a los cuatro vientos su imposibilidad de consumar el matrimonio? ¿Y si se niega a colaborar? No tendremos más remedio que… -añadió pasándose un dedo por el cuello.
– Thomas, Thomas… -le reprendió el arzobispo-. Lady Ana no se parece en nada a Catalina de Aragón: es razonable y condescendiente. Yo mismo me ofrezco para hablar con ella. ¿Qué proponéis, Crum? ¿Pedir la anulación?
– Es la única solución -contestó el primer ministro, resignado.
– Entonces debéis ser vos quien se lo proponga a su majestad. Con el permiso del rey, yo me ocuparé de la reina. Debemos tratarla con respeto y consideración; después de todo, es una princesa de sangre real.
– También lo era la española y no hubo manera de llegar a un acuerdo con ella -refunfuñó el duque de Norfolk.
– Esta vez es diferente -contestó el arzobispo armándose de paciencia.
– No creo que el rey se avenga a convertirse en objeto de burla de sus subditos -replicó el primer ministro-. ¿De verdad creéis que confesará en público sus «desavenencias» matrimoniales?
– No le queda más remedio -intervino el obispo Gardiner-. Si quiere deshacerse de la dama tendrá que hacer este pequeño sacrificio.
– ¡Señores, olvidan que no estamos hablando de un hombre cualquiera! -exclamó Thomas Cromwell-. ¡Es Enrique Tudor, el rey de Inglaterra!
– Tranquilizaos, Crum -dijo el duque de Norfolk-. El consejo os apoyará en todo. El futuro de Inglaterra está en juego. ¿Están de acuerdo conmigo, caballeros?
– ¡Sí! -contestaron todos a coro.
– No me fío de sus promesas, señores -replicó el primer ministro-, pero parece que no tengo más remedio que proponer al rey la anulación del matrimonio. Lo haré hoy mismo; no tiene sentido esperar.
Dicho esto, Thomas Cromwell dio la reunión por terminada y fue en busca del rey. El obispo Gardiner se acercó al duque de Norfolk y le habló al oído con disimulo:
– Tenemos que hablar, Tom -murmuró.
– Venid conmigo.
Ambos amigos se deslizaron al jardín, desierto en un día helado como aquél, y pasearon por el laberinto de setos, seguros de que no podían ser vistos ni oídos.
El duque de Norfolk miró de reojo a su compañero. El obispo era un hombre de elevada estatura con un rostro alargado de nariz grande, labios carnosos y rematado por una barbilla puntiaguda. Sus ojos oscuros eran reservados e impenetrables y llevaba el abundante cabello gris muy corto. Era un hombre de carácter difícil y arrogante pero, como el duque, era profundamente conservador en política y religión y también ha bía dejado de gozar del favor del rey cuando Thomas Cromwell se había convertido en primer ministro.
– Ahora que el problema está casi resuelto tenemos que empezar a pensar en el nuevo matrimonio del rey -murmuró Stephen Gardiner.
– No queda ni una princesa de sangre real en toda Europa dispuesta a convertirse en la nueva reina de Inglaterra, pero eso nos favorece, ¿verdad, obispo? Enrique Tudor tendrá que buscar a su esposa entre las rosas de su propio jardín.
– ¿Tenéis alguna dama en mente? -preguntó el obispo, seguro de que era así-. Ya sabéis que al rey le gustan las mujeres menudas y hermosas que le hagan creer que sigue siendo el príncipe más apuesto de todos los reinos cristianos. Debe ser una mujer a quien le guste la música y el baile y que sea lo bastante joven para darle muchos hijos. Y ahora decidme, ¿dónde vamos a encontrar a una jovencita dispuesta a casarse con un viejo gruñón con un enorme absceso en una pierna y que pesa una tonelada? Eso sin mencionar que no ha dudado en deshacerse de tres de las cuatro mujeres con las que ha estado casado. Me pregunto si lady Jane habría sido reina de Inglaterra durante mucho tiempo si no hubiera muerto tras el nacimiento del príncipe Eduardo. El rey la recuerda como la esposa perfecta pero sabemos que Enrique Tudor cambia de opinión con asombrosa facilidad. ¿Qué dama de buena familia estará dispuesta a sacrificarse por el bien de Inglaterra?
Norfolk miró al obispo Gardiner a los ojos. Su rostro alargado de pómulos prominentes transmitía calma y seguridad. Era el aristócrata con más títulos después del rey pero hasta su propia esposa, lady Elizabeth Stafford, había aconsejado a Thomas Cromwell que nunca se fiara de su marido. El primer ministro, que siempre había desconfiado del duque de Norfolk, había tenido en cuenta la advertencia.
El duque de Norfolk era un conspirador, pero también era un caballero ambicioso y muy inteligente. Se había casado con Ana, hija de Eduardo IV y hermana de la esposa de Enrique VIL Lady Ana le había dado un hijo, Thomas, pero el pequeño había muerto y ella también había fallecido poco después. Su segunda esposa le había dado otro hijo, Enrique, conde de Surrey, y una hija, María, casada con Enrique Fitzroy, duque de Richmond e hijo ilegítimo del rey. El duque de Norfolk siempre había soñado con ver a su hija convertida en reina de Inglaterra, pero Enrique Fitzroy había muerto y la reina Jane había dado al rey un heredero legítimo. Ahora tenía un nuevo plan en mente.
– Conozco a la mujer perfecta, obispo -contestó-: mi sobrina, Catherine Howard, la hija de mi difunto hermano. Es joven, bonita e influenciable. Es una de las damas de honor y me consta que su majestad la mira con buenos ojos. El otro día dijo que era como una rosa sin espinas. ¿Qué os parece?
– He oído que el rey también mira con buenos ojos á otras damas -repuso el obispo de Winchester-. Qs recuerdo que el otoño pasado regaló un magnífico caballo y una silla de montar a una de las hermanas Bas-set y también está lady Nyssa Windham. Vuestra sobrina tiene un par de competidoras y sospecho que, por muy bueno que sea vuestro plan, esta vez el rey se saldrá con la suya. La otra vez dejó que otros escogieran por él y lo ha pagado muy caro. Ño será fácil engañarle.
– Ana Basset no cuenta para el rey -replicó el duque de Norfolk-. Se dice que una vez estuvieron juntos y que ninguno de los dos disfrutó demasiado. El rey dio las gracias a la muchacha y la recompensó con un pequeño regalo pero nunca se casaría con ella. Su esposa debe ser una mujer a quien sólo pueda poseer después de haberle puesto el anillo de casada en el dedo, y ésa es mi Cat. El juego no ha empezado todavía pero yo me encargaré de dar las instrucciones precisas a mi sobrina. Catherine es más sensata que Ana Bolena, esa cabezota a quien el adulterio envió a la tumba.
– ¿Y qué hay de la otra muchacha?
– ¿Lady Nyssa? Su madre fue amante del rey hace unos quince años. Quizá la recordéis. Se llamaba Blaze Wyndham.
– ¡Dios mío! -exclamó el obispo-. ¿Insinuáis que la muchacha es hija de su majestad? Si no recuerdo mal, su madre abandonó palacio precipitadamante.
– Lady Nyssa es hija de Edmund Wyndham, tercer conde de Langford -le tranquilizó el duque de Norfolk-. Tenía dos años cuando su madre vino a la corte.
– Entonces, ¿por qué no la habéis tenido en cuenta? -se extrañó el obispo-. Sabéis que el rey es un sentimental. Quizá vea en esa niña los buenos tiempos que pasó junto a su madre, cuando era más joven y feliz. Blaze Wyndham nunca quiso participar en las intrigas de la corte y el rey la aprecia por ello. Escuchadme bien, señor: esa muchacha nos traerá problemas.
Nos traerá problemas, se dijo el duque. Mi plan funciona: el obispo está conmigo.
– Tranquilizaos, obispo -dijo esbozando una amplia sonrisa-. Si Nyssa Wyndham se interpone en nuestro camino yo mismo me encargaré de desacreditarla a ojos del rey. ¡El pobre odia ser traicionado por aquellos en quienes ha depositado su confianza! No debéis preocuparos; con vuestra ayuda nuestra pequeña Catherine será la próxima reina de Inglaterra.
– Espero que haya aprendido de los errores cometidos por vuestra otra sobrina, Ana Bolena. Salisteis bien parado del lío en que os metió pero esta vez podríais pagar con vuestra vida.
– Catherine no es como Ana -aseguró el duque-. Ana pasó muchos años en la corte de Francia y era una mujer sofisticada y de gustos refinados. Era mayor y experimentada, mientras que Catherine es joven e inexperta. Ha tenido una vida muy dura desde que sus padres murieron y mi madre tuvo que hacerse cargo de ella y sus hermanos. Si no llego a proponerla como dama de honor no sé qué habría sido de ella -suspiró-. Le gustará ser reina y disfrutar de todos los caprichos que nunca ha podido permitirse. ¡Las pequeñas manías del rey son un precio muy bajo en comparación ron los privilegios de una reina! Además, el rey no vivirá muchos años y pronto será libre para escoger un nuevo marido. No temáis; hará lo que yo le diga.
– ¿Estáis seguro de que es la esposa perfecta para su majestad? -insisitió el obispo, que no parecía muy convencido-. ¿No tiene secretos escondidos?
– Ninguno -respondió el duque-. Ha vivido durante toda su vida en Leadinghall como una monja bajo la supervisión de mi madre. Toca varios instrumentos y es una excelente bailarina. No es más que una joven bonita y con la cabeza llena de pájaros, pero inofensiva. Es la clase de mujer que el rey necesita en estos momentos.
– Entonces, que así sea -suspiró el obispo, resignado-. Hablaremos de Catherine Howard hasta que al rey le duelan los oídos. ¿Y qué me decís de Cromwell? ¿No tratará de impedir nuestro plan?
– Cromwell está acabado -contestó Thomas Howard esbozando una sonrisa triunfante-. El rey está muy descontento con él y le culpa de todos sus problemas. No tenemos que preocuparnos por él. Thomas Cromwell estará demasiado ocupado tratando de salvar su preciosa vida para preocuparse por nosotros. Es increíble que un hombre de origen tan humilde haya llegado tan alto. ¡Adonde vamos a llegar! -refunfuñó-.¡Malditos tiempos modernos! Cuando nos hayamos librado del aprovechado de Crum, todo volverá a ser como antes -añadió con una sonrisa mientras se volvía y dejaba al obispo con la palabra en la boca.
En la primavera de 1540 las abadías de Canterbury, Christchurch, Rochester y Waltham se rindieron a su majestad Enrique Tudor. Thomas Cromwell acababa de conseguir la disolución de todos los monasterios y sus días al servicio del rey estaban a punto de terminar. Casi todas las riquezas que habían pertenecido a estas abadías fueron a parar a las arcas del rey y el resto fueron repartidas entre los nobles leales a su majestad. Enrique deseaba cubrirse las espaldas y procuraba mantener contenta a la aristocracia por miedo a que se opusieran a las reformas religiosas que estaba decidido a llevar a cabo.
Charles de Marillac, el embajador francés, comunicó a su rey que el primer ministro inglés estaba casi acabado, pero Enrique parecía dispuesto a sorprender a todo el mundo y nombró a Thomas Cromwell conde de Essex.
Cuando el duque de Norfolk trató de sonsacar al monarca sobre el inesperado honor concedido a Cromwell, Enrique esbozó una sonrisa cruel.
– Mi querido Thomas, sólo se trata de un truco para tranquilizar al viejo Crum -contestó-. En estos momentos teme por su vida y está asustado, y ya sabéis que un hombre asustado no rinde. Necesito la inteligencia con que me cautivó en los viejos tiempos para salir del lío en que estoy metido. ¡Él escogió a mi esposa y él debe encontrar la manera de librarse de ella!
– Entonces, ¿no hay esperanzas de que…? -preguntó el duque fingiendo decepción y pena.
– ;¿De salvar mi matrimonio? Mi matrimonio ha sido una farsa. Lady Ana es una mujer muy bondadosa pero no ha sido ni será mi esposa.
– ¿Y qué me decís del duque de Cleves? -insistió Thomas Howard-. ¿No se ofenderá cuando sepa que enviáis a su hermana de vuelta a casa? Después de todo, es una princesa.
– Lady Ana será tratada como se merece -aseguró el rey-. En cuanto al duque de Cleves, no le conviene enfrentarse a Inglaterra. Francia y el Sacro Imperio Romano vuelven a buscar nuestra amistad y nuestro apoyo. ¡Y yo volveré a tener a una rosa inglesa como esposa! -concluyó esbozando una amplia sonrisa.
– ¿Y no preferiríais a otra princesa de sangre real, majestad? Una simple ciudadana no tiene prestigio.
– ¿Prestigio? -le interrumpió el rey-. Howard, sois un presuntuoso. Las muchachas inglesas no tienen riada que envidiar a las princesas de sangre real. ¡No quiero más princesas! ¡Quiero una mujer de carne y hueso! Una mujer generosa en la cama y una buena madre para sus hijos. ¡Y pongo a Dios por testigo de que la encontraré y me casaré con ella! -concluyó descargando un puñetazo sobre la mesa.
– ¿Hay alguna dama que os llame especialmente la atención? -inquirió el duque astutamente.
– ¡Viejo curioso! -rió Enrique Tudor golpeando al duque en las costillas-. ¡Queréis ser el primero en saber lo que se cuece en palacio! La verdad es que todavía no me he decidido por ninguna dama -confesó secándose las lágrimas que rodaban por sus mejillas-. Antes de comunicaros mi decisión debo tomarla, ¿no creéis?
Pero, al igual que el resto de la corte, el duque de Norfolk sabía que el rey sentía predilección por Ca-therine Howard y Nyssa Wyndham. Thomas Howard se había apresurado a hablar con su sobrina el mismo día de la conversación con el obispo de Winchester. Su espía en las dependencias de la reina le había comunicado que la muchacha tenía la tarde libre y él se había apresurado a llamarla. Estaba muy bonita con un vestido nuevo color verde manzana que realzaba el tono de su piel y su cabello oscuro.
– ¿De dónde has sacado el dinero para hacerte un vestido nuevo? -preguntó su tío.
– Es un regalo de Nyssa Wyndham. Dice que tiene muchos vestidos y que éste no le sienta bien. Yo creo que le doy lástima porque soy pobre. ¿No os parece un gesto muy generoso por su parte?
– ¿Qué te parecería no tener que volver a preocuparte por no tener vestidos bonitos, sobrina? -preguntó el duque-. ¿Te gustaría ser la dama mejor vestida de palacio?
– ¿Cómo…? -inquirió la joven abriendo sus ojos azules como platos.
– Casándoos con un hombres rico, naturalmente -contestó su tío-. Pero primero debes prometer que me guardarás un secreto que no debes revelar a nadie, ni siquiera a tu amiga Nyssa. ¿Lo has entendido, pequeña?
Catherine asintió solemnemente mientras se preguntaba quién sería el candidato. Sabía que su tío era casi tan poderoso como el rey.
– Hablo en serio, Catherine -insistió el duque muy grave-. Si revelas nuestro secreto tendrás que pagar con tu vida.
– Haré lo que me pidáis y no hablaré a nadie de esta conversación -prometió la joven-. Y ahora hablad-me de ese matrimonio -pidió.
– ¿Te gustaría ser la nueva reina de Inglaterra, Catherine? -preguntó Thomas Howard con suavidad-. Piénsalo bien, pequeña: ¡reina de Inglaterra!
– Para eso tendría que casarme con el rey -reflexionó Cat en voz alta-. Pero él tiene esposa. No entiendo qué…
– Lady Ana no será reina de Inglaterra durante mucho tiempo. No te preocupes, pequeña; la princesa no sufrirá ningún daño -se apresuró a añadir cuando Catherine palideció-. El rey está decidido a anular ese matrimonio ya que, como toda la corte sabe, ha sido incapaz de consumarlo y el trono de Inglaterra necesita herederos. Enrique Tudor debe casarse con una mujer joven dispuesta a darle muchos hijos y sé de buena tinta que te mira con muy buenos ojos. Podrías ser la escogida para hacer de él un esposo feliz y fiel. ¿Qué te parece?
Catherine frunció el ceño y reflexionó durante unos minutos. Enrique Tudor podía ser su padre, estaba gordo como un tonel y la sola idea de tocarle le revolvía el estómago. Cuando se le hinchaba la pierna enferma, el pus salía a borbotones y olía mal pero era el rey de Inglaterra. Y ella, Catherine Howard, no podía desaprovechar la oportunidad de hacer una buena boda: tenía cuatro hermanos, tres de los cuales eran chicas, sus padres habían fallecido y dependía de la caridad de su poderoso tío, un hombre tacaño de quien no conseguiría obtener una buena dote a menos que un pretendiente rico se fijara en ella. Pero los caballeros ricos no se fijaban en las muchachas pobres, por muy poderosos que fueran sus tíos. La idea de quedarse soltera e ingresar en un convento tampoco le resultaba muy atractiva. Podía convertirse en la amante de un caballero rico y gozar de su favor pero ésa tampoco era una situación demasiado cómoda… ¿Tenía elección?
– Tengo miedo, tío -confesó.
– ¿Miedo de qué? -rugió Thomas Howard empezando a perder la paciencia-. ¡Te recuerdo que eres una Howard, Catherine!
– Mi prima Ana Bolena también era una Howard y perdió la cabeza en la Torre. El rey cambia de gustos con mucha facilidad y hasta ahora parece que lady Jane ha sido la única mujer capaz de satisfacerle. Me pregunto si habría gozado del favor de su variable marido durante mucho tiempo o también habría acabado encerrada en la Torre cuando su majestad se hubiera cansado de ella. Enrique Tudor se ha casado cuatro veces; lady Jane murió, se divorció de la primera, asesinó a la segunda y ahora quiere anular su cuarto matrimonio. Me habéis preguntado si me gustaría tener vestidos bonitos y joyas caras y yo os contesto: Sí, me encantaría. Pero me pregunto cuánto tardará el rey en cansarse de mí. Y cuando eso ocurra, ¿qué será de mí?
Thomas Howard decidió cambiar de estrategia y rodeó con un brazo los hombros de su sobrina en un gesto tranquilizador.
– Si sigues mis consejos al pie de la letra el rey estará tan satisfecho contigo que nunca querrá separarse de ti -prometió-. Este nuevo matrimonio traerá consigo importantes cambios políticos: como sabes, el rey se confiesa católico pero no está haciendo nada por impedir que los luteranos ganen terreno. Sin duda, el arzobispo Cranmer está detrás de la conspiración y nuestra misión es pararle los pies. Para ello necesitamos que la nueva esposa del rey sea una dama educada a la antigua y dispuesta a dejarse aconsejar por aquellos que saben más que ella. Creo que eres la mujer perfecta para ocupar un puesto de tanta responsabilidad y estoy seguro de que el rey estará de acuerdo conmigo. Por última vez, sobrina, ¿te gustaría ser la nueva reina de Inglaterra? -preguntó sacudiéndola ligeramente.
– Sí, tío -contestó Catherine, sabedora de que eran aquellas las palabras que el duque de Norfolk deseaba escuchar. Su tío la había puesto entre la espada y la pared y no le había dejado otra elección. Él y sus amigos eran caballeros poderosos obsesionados por asuntos enrevesados cuya mente adolescente no alcanzaba a comprender. Por lo menos al rey le gusta la conversación inteligente, la música y el baile, se dijo tratando de concentrarse en los aspectos positivos de su nueva situación. Aprenderé a curarle y vendarle la pierna y seré una esposa fiel. No puedo permitirme ser tan remilgada.
– Estoy orgulloso de ti, pequeña -sonrió Thomas Howard-, Yo te enseñaré lo que debes saber para complacer a su majestad. Deberás morderte la lengua de vez en cuando y estar siempre alegre. Dale la razón en todo, delante de los demás y cuando os encontréis a solas. Y lo más importante: no permitas que se tome demasiadas libertades contigo hasta que no estéis casados. Si obtiene de ti lo que desea antes de ese día te habrás puesto a la altura de la criada que se deja manosear por el mozo de cuadra aprovechando la oscuridad del establo. ¿Me has comprendido? Un beso de vez en cuando y algún que otro abrazo pero nada más, Catherine. ¡Por mucho que insista y se enfade contigo debes mantenerle a raya! Recuérdale que eres una muchacha decente y si es necesario échate a llorar, pero nunca cedas a sus caprichos antes del día de la boda. Recuerda que eres pobre y que tu virginidad es tu única dote.
– Sí, tío -murmuró Catherine humildemente-. Prometo obedeceros en todo.
– Ahora te diré otro secreto -añadió el duque bajando la voz-: lady Rochford es mi espía entre los sirvientes de la reina. Puedes confiar en ella pero no ciegamente. Es una mujer muy infeliz y se siente culpable por la muerte de su marido George Bolena. Desde ese día ni los Bolena ni su propia familia han querida saber nada de ella y yo he sido el único que le ha dado consuelo. En cuanto a Nyssa Wyndham, debes terminar con esa amistad inmediatamente.
– ¡No puedo hacer eso! -protestó Catherine-. Nyssa es la única amiga que he tenido en toda mi vida. Además, si riño con ella todo el mundo se extrañará y sospechará que tramamos algo.
– Quizá tengas razón -admitió su tío, pensativo. Nunca hubiera creído a Catherine capaz de razonar con astucia pero, después de todo, era una Howard-. Está bien, pequeña, manten tu amistad con lady Nyssa. Pensándolo bien, es una buena idea: así el resto de la corte seguirá preguntándose hasta el final a cuál de las dos escogerá el rey. Pero recuerda que no debes hablarle de nuestros planes, ¿entendido? ¡Nada de confidencias a medianoche!
– Os he entendido perfectamente, tío -contestó Catherine, ofendida-. Ño soy ninguna tonta. Si tenéis que recomendarme al rey, necesitáis tener el campo libre.
El duque de Norfolk sonrió satisfecho. La muchacha era más inteligente de lo que había imaginado. Era astuta, pero su generosidad y su buen corazón podían ser un obstáculo a su ambición ilimitada. Esperaba que el paso del tiempo se encargara de endurecerle el carácter. Despidió a su sobrina y se reclinó en su sillón sintiéndose satisfecho por el trabajo realizado.
Había aupado a una Howard al trono de Inglaterra. Si hubiera sido una muchacha sensata y obediente habría conservado aquella posición privilegiada, pero Ana había resultado ser demasiado cabezota para aceptar consejos de nadie. Y ahora el destino le ofrecía una segunda oportunidad de ganarse el favor de su majestad convirtiéndose en la sombra de la reina. Catherine no le fallaría y le ayudaría a llevar a su familia a lo más alto. ¡Los Howard pronto serían los más poderosos de Inglaterra y los Seymour volverían a la oscuridad de la que habían salido! Y si Catherine da al rey esos hijos tan deseados, pensó, ¿quién sabe hasta dónde podemos llegar?
Aunque seguía manteniendo las apariencias delante de la reina, Enrique Tudor había empezado a hacer la corte a dos de sus damas de honor. Mientras Catherine Howard reía las gracias que.el rey le dedicaba y le miraba con ojos tiernos, Nyssa Wyndham se mostraba reservada y distante. La joven estaba desconcertada y se preguntaba a qué venían tantas atenciones para con ella. Estaba segura de que se mostraba cariñoso con ella debido al afecto que sentía por su madre pero sabía que los cortesanos murmuraban a sus espaldas y había advertido que hasta su tía empezaba a dar muestras de inquietud.
– ¡Mira eso, Owen! -se lamentó Bliss una tarde mientras ambos observaban cómo el rey enseñaba a Nyssa a tirar con arco-. ¿Crees que se ha enamorado de ella? ¡Sólo es una niña!
– ¡Vaya! -replicó su marido sonriendo divertido-. Veo que tu ambición tiene límites.
– ¡Owen, no me mires así! Con Blaze fue diferente, pero esto…
– Tienes razón. Con Blaze fue diferente: el rey estaba casado y sólo la quería como amante. Ahora también está casado, aunque con otra mujer, pero quiere a Nyssa como la próxima reina de Inglaterra. Te recuerdo que a Tony no le pareció una buena idea traer a la niña a la corte y, si tú no te hubieras ofrecido a cuidar de ella, ahora no se encontraría en una situación tan delicada -regañó el conde de Marwood a su esposa. Los caballeros de la corte comentaban que el comportamiento reservado de Nyssa atraía a su majestad más que las carantoñas de Cat Howard y había decidido no hablar a su esposa de esas habladurías hasta haber averiguado cuánta verdad había en ellas.
– ¿Qué vamos a hacer, Owen?
– No podemos hacer nada, querida -suspiró el conde, resignado-. La decisión final está en manos del rey y me temo que esas manos se mueren por tocar carne joven. ¿Quién sabe? Quizá acabe decidiéndose por Cat Howard.
– ¡Pero nuestra Nyssa es mucho más bonita!
– protestó Bliss provocando las carcajadas de su marido.
– Señora, me temo que estáis loca de remate -dijo él entre risas.
Oyeron la voz del rey a sus espaldas y se volvieron justo a tiempo para verle dar un beso en la mejilla a la desconcertada joven.
– ¡Bien hecho, mi rosa salvaje! ¡Señores, esta niña es una excelente arquera, una verdadera Diana, la reina del tiro con arco!
Los presentes asintieron e intercambiaron sonrisas maliciosas y miradas cómplices.
– Yo nunca seré tan buena tiradora como Nyssa
– suspiró Cat Howard acercándose al rey-. Su majestad sabe que no soy una mujer inteligente.
– ¡No digáis tonterías! -protestó Enrique Tudor-. Yo os enseñaré a tirar, Cat. No hay nada que no se pueda conseguir con un poco de voluntad, mi rosa sin espinas. ¡Traed un arco y flechas para Catherine Howard!
Aquella reacción alimentó las habladurías de la corte, que volvió a murmurar sobre a quién escogería como esposa. Saltaba a la vista que el rey estaba disfrutando con el juego. En cuanto a la anulación de su matrimonio, estaba a punto de ser obtenida y todos sabían que el rey esperaba impaciente la llegada del verano para disfrutar de una nueva esposa.
El obispo de Winchester se acercó al duque de Norfolk con disimulo.
– ¿Y si su majestad escoge a Nyssa Wyndham? -preguntó, inquieto-. En cuanto se deshaga de lady Ana cualquier advenediza puede aprovechar la oportunidad. Debemos asegurar el puesto a vuestra sobrina.
– Tenéis razón -asintió Thomas Howard-. El rey se siente como un semental rodeado de yeguas jóvenes. Debemos dejar el campo libre a nuestra Cathe-rine.
– ¿Y qué vamos a hacer? -se preguntó el obispo.
– Arruinar la reputación de Nyssa Wyndham.
– Pero ¿cómo? Por lo que he oído, lady Nyssa es una muchacha de reputación intachable. No se le conocen amistades indeseables ni se la ha visto en compañía de ningún hombre. Sus modales son excelentes y es la dama más fiel a la reina. La joven es un cúmulo de virtudes.
– ¿Qué pensaría el rey si se la encontrara desnuda en brazos de su amante, mi querido obispo? -repuso el duque de Norfolk esbozando una sonrisa astuta-. Las apariencias a menudo engañan.
– ¿Estáis dispuesto a llegar a esos extremos? -exclamó el obispo, escandalizado-. La pobre muchacha ha venido a la corte a encontrar un buen marido. Si lleváis a cabo vuestros planes nadie querrá casarse con ella. ¡No pienso convertirme en cómplice de un plan tan malvado!
– Calmaos, Stephen -replicó Thomas Howard-. Pienso, desacreditarla y proporcionarle el marido perfecto a la vez. Mi hombre será tan buen partido que su familia no se atreverá a negarse. No os diré nada más para no torturar a vuestra conciencia pero os juro que la joven no sufrirá ningún daño. Sólo deseo que el rey se olvide de ella durante una temporada y ésta es la única manera de conseguirlo. Me consta que a Enrique Tu-dor no le gustan las mujeres de segunda mano. Creed-me, él mismo ordenará el matrimonio de lady Nyssa con mi hombre.
El obispo de Winchester no replicó pero se dijo que confiar en Thomas Howard era como dejar al zorro al cuidado de las gallinas. Encogiéndose de hombros, se consoló pensando que ya era demasiado tarde para echarse atrás y que no podía permitir que una jovenci-ta se interpusiera en su camino. La Iglesia de Inglaterra debía permanecer tan ortodoxa y conservadora como en los últimos siglos.
El duque de Norfolk observó al obispo de Winchester mientras éste se alejaba. ¡El muy beato!, pensó. Le importa un bledo lo que le ocurra a Nyssa Wyndham con tal de que su poder y su influencia sobre el rey queden intactos. Se niega a tomar parte en el plan pero no hará ascos a los beneficios que obtendrá. Se volvió y empezó a buscar a su hombre. Cuando le hubo encontrado, llamó a su paje personal y le dijo:
– Busca al conde de March y dile que deseo verle. Abandonó el campo de tiro y regresó al palacio lentamente.
– Cuando llegue el conde de March, hazle pasar -dijo mientras tomaba la copa de vino que un criado le ofreció cuando entró en sus aposentos-. No quiero que nadie nos moleste mientras hablamos.
El duque entró en la habitación destinada a sus reuniones más secretas y se sentó junto a la chimenea. A pesar de que corría el mes de abril, todavía hacía mucho frío. Thomas Howard era un hombre muy friolero y mantenía la chimenea encendida hasta bien entrada la primavera. Mientras contemplaba las llamas suspiró pesadamente y se llevó la copa a los labios. Ya había cumplido sesenta y siete años y empezaba a cansarse de ser el cabeza de su familia pero no confiaba en su hijo Enrique, quien prefería la poesía a la política.
Me hago viejo, se dijo negando con la cabeza mientras apuraba su copa. He engendrado a cuatro hijos y dos de ellos han muerto. Había sido padre por primera vez a los quince años y el nacimiento de María Eliza-beth, su hija ilegítima, había causado un gran revuelo. La madre de la pequeña había sido su prima Bess, una huérfana que había muerto tras dar a luz a la niña. Bess sólo tenía catorce años pero era una de sus mejores amigas y su muerte le había hecho cambiar: nunca más había vuelto a enamorarse. La niña había crecido con la familia y el duque le había encontrado un buen marido. María Elizabeth se había casado a los veinte años, la misma edad a la que había muerto Tom, el primer hijo legítimo que le había dado Ana de York.
No le había sido fácil encontrar a un hombre dispuesto a casarse con María Elizabeth Howard pero, gracias a que los Howard eran una familia rica y poderosa y a que la niña había sido reconocida, había conseguido casarla con Enrique de Winter, conde de March, un hombre ambicioso que sabía que el matrimonio con un Howard, aunque se tratara de un miembro ilegítimo de la familia, ofrecía numerosas ventajas.
La familia del conde nunca había sido muy rica y Enrique de Winter había acabado enamorándose de su esposa, por lo que se había sentido muy desconsolado cuando la joven había muerto al dar a luz a su primer hijo. No había vuelto a casarse y no sabía qué hacer con el bebé que María Elizabeth le había dejado. Afortunadamente, su suegro había tomado cartas en el asunto.
Ana de York, la primera esposa de Thomas Howard, había muerto en 1513 y el conde se había casado con lady Elizabeth Stafford tres años después. Su hijo Enrique había nacido al año siguiente. Su hija había nacido en 1520 y su esposa se había empeñado en poner le el nombre de María. María Elizabeth llevaba diez años muerta y el duque no se había atrevido a protestar pero nunca olvidó el gesto cruel de su esposa, quien sabía de la existencia de su hija ilegítima y el nieto que vivía en su casa.
Tras llamar a la puerta, Varían de Winter, conde de March, entró en la habitación.
– Buenos días, abuelo -saludó-. Tenéis cara de estar tramando algo grande. ¿De qué se trata?
– Sírvete una copa de vino y siéntate conmigo, Varían -contestó el anciano-. Necesito tu ayuda para resolver un pequeño problema.
Varían de Winter enarcó una ceja sorprendido y se apresuró a obedecer. Su abuelo poseía una magnífica bodega y le había enseñado a apreciar las cualidades de un buen vino. Se sirvió una copa y observó al anciano con disimulo. Aspiró el aroma que desprendía el vino, sonrió satisfecho y bebió un sorbo mientras se acomodaba en un sillón frente al ocupado por Thomas Howard.
– Os escucho, señor.
Ha heredado mi rostro alargado y mis ojos, pero por lo demás es un De Winter de los pies a la cabeza, pensó el duque mirando fijamente a su nieto. Es una lástima porque razona como un auténtico Howard.
– Las tierras que di a tu madre como dote… -empezó.
– ¿Os referís a las tierras que olvidasteis entregar a mi padre? -le interrumpió Varian sonriendo divertido-. Sí, deben ser ésas. Continuad, por favor.
– ¿Te gustaría tenerlas, Varian?
– ¿Qué precio tendría que pagar por ellas, señor?
– ¿Qué te hace pensar que quiero pedirte algo a cambio?-replicó el duque, dolido.
– ¿Habéis olvidado la primera lección que nie enseñasteis, abuelo? -contestó el conde-. Siempre habéis dicho que todo aquello que se puede conseguir a cambio de nada no tiene ningún valor, que todo tiene un precio.
– Has sido un alumno muy aplicado -rió Thomas Howard-; mucho más que tu tío Enrique. Tienes razón, tendrás que pagar un precio por esas tierras, pero antes de revelarte mi plan deseo saber si estás comprometido con alguna mujer.
– No -contestó Varían de Winter, extrañado-. ¿A qué viene esa pregunta?
– Tengo una mujer para ti pero te advierto que mi plan es algo peligroso. Por esta razón estoy dispuesto a recompensarte generosamente. Esa muchacha es una heredera y posee tierras al otro lado del río.
– ¿Qué queréis que haga?
– Deseo que tu prima Catherine se convierta en la próxima reina de Inglaterra -contestó el duque. Sorprendido, su nieto enarcó las cejas, pero guardó silencio y dejó que su abuelo terminara de exponer su plan-. Me consta que Enrique Tudor la mira con buenos ojos y cuando su matrimonio sea anulado quiero que la tome como esposa. Sólo hay una cosa que se interpone en su camino.
– Lady Nyssa Wyndham -adivinó Varían de Winter-. Yo también he oído las habladurías que corren por palacio. El rey está confuso como un joven de dieciséis años y no acaba de decidirse. Si no me equivoco, Nyssa Wyndham tiene tantas posibilidades de convertirse en la próxima reina de Inglaterra como nuestra Catherine. ¿Cómo la llama el rey? Su rosa salvaje, o algo parecido. Os advierto una cosa, abuelo: esa rosa tiene espinas. Es la mujer más decente que he conocido y sólo vive para servir a la reina.
– En cambio, a tu prima Cat la llama «mi rosa sin espinas» -repuso el duque-. Debemos asegurarnos de que su majestad escoge a la más dócil de entre las rosas de su jardín y ésa es nuestra Catherine. Nyssa Wyndham debe caer en desgracia y ahí es donde entras tú. Tengo un plan.
– Apuesto a que es así -rió Varían de Winter.
– Si el rey descubriera a lady Nyssa en brazos de su amante, se sentiría tan defraudado que abandonaría inmediatamente la idea de casarse con ella y entonces Catherine tendría el campo libre. ¿No te parece un plan infalible?
– Casi infalible -contestó el conde-. ¿No se os ha ocurrido pensar que el rey se pondrá tan furioso que ordenará decapitar al amante de la joven?
– No debes preocuparte, muchacho -le tranquilizó su abuelo-; te garantizo que conservarás la cabeza sobre los hombros. Oficialmente, Enrique Tudor todavía es un hombre casado y, aunque puede tener todas las amantes que desee, la elegida no debe ser una joven de buena familia; una cosa así no estaría bien vista. Toda la corte sabe que está cortejando a esas dos muchachas pero hacemos la vista gorda y guardamos un silencio prudente. Si te atrevieras a acusarle de prestar demasiadas atenciones a esas jóvenes delante de su esposa, entonces sí podrías perder la cabeza. Enrique Tudor es un mojigato que se cree un monarca justo y piadoso. Antes seduciría a una mujer casada que a una doncella. Catherine Howard y Nyssa Wyndham son su ideal de pureza e inocencia. Cualquiera de las dos sería una esposa perfecta y nosotros vamos a ayudarle a decidirse. Cuando el rey descubra que Nyssa Wyndham no es la muchacha decente y virtuosa que él creía, sólo tendrá ojos para nuestra Catherine -añadió frotándose las manos-. En cuanto a lady Nyssa, su familia la envió a la corte para encontrarle un buen marido. Cuando el rey os descubra en la cama ordenará que te cases con ella como castigo por haberla deshonrado. Yo mismo me encargaré de meterle esa idea en la cabeza e intercederé por ti. El rey se prendará de nuestra Catherine y tú tendrás una preciosa heredera como esposa. Su familia tampoco podrá protestar: tú habrás cumplido con tu deber casándote con ella y su preciosa hijita se habrá convertido en la condesa de March.
– ¿Y si te digo que no pienso hacerlo? -preguntó Varian de Winter-. Tu plan no es tan brillante como pretendes hacerme creer. El rey reacciona de manera imprevisible cuando está furioso y sabes que podría enviarnos a la muchacha y a mí a la Torre.
– Si te niegas encontraré a otro que lo haga por ti -contestó su abuelo-. ¿Hablas en serio, Varian? Hasta ahora, siempre has hecho todo cuanto te he pedido. Sabes cuánto confío en ti.
– Así es, abuelo. Siempre he hecho todo cuanto me habéis pedido. Vuestro hijo Enrique sedujo a la hija de uno de los granjeros que trabajaban en vuestras tierras y cuando la muchacha descubrió que estaba embarazada y que mi tío le daba la espalda se colgó de una viga. Nunca reveló el nombre de su amante pero aseguró que era un familiar del duque de Norfolk. Me pedisteis que me culpara por un crimen que no cometí y yo obedecí porque entendía que el heredero legítimo de la casa de Norfolk debía ser un hombre de reputación intachable. Sé que siempre me estaréis agradecido por ello, pero desde ese día he tenido que sufrir el desdén de la corte y las madres apartan a sus hijas de mí como si fuera un apestado. Tengo casi treinta años y no encuentro a una mujer dispuesta a casarse conmigo y a darme hijos. Y ahora me pedís que ponga el cuello bajo el hacha del verdugo para que la tontita de mi prima Catherine se convierta en la próxima reina de Inglaterra. Por el amor de Dios, abuelo, ¿no hemos tenido bastante con una Howard como reina?
– Si haces lo que te pido conseguirás a esa esposa que tanto deseas -insistió el duque-. Su familia es famosa por el elevado número de bebés sanos que tienen sus mujeres. ¡Di que sí, Varían! La muchacha es preciosa y muy rica.
Varían de Winter cerró los ojos y se sumió en sus pensamientos. Su abuelo estaba decidido a llevar a cabo su plan tanto si decidía ayudarle como si no. Recordó el baile que había compartido con Nyssa Wyndham hacía algunos meses. No sólo era preciosa, sino también ingeniosa e inteligente. Había tratado de conquistarla pero había advertido la expresión de alarma en el rostro de su tío cuando había corrido a separarla de su lado. Desde ese día, la joven le había evitado pero él no se daba por vencido y se había propuesto ganarse su confianza y su cariño.
Apenas la había visto después del día de la boda del rey porque la joven vivía para servir a la reina y no se separaba de su lado. De vez en cuando cruzaban una mirada en el comedor, en la capilla o en el jardín pero, aunque había tratado de acercarse a ella, no habían vuelto a cruzar palabra. Y ahora su abuelo le revelaba un plan monstruoso con el que pretendía arruinar su reputación y dejar el campo libre a su prima Catherine.
¿A quién escogería su abuelo si se negaba a ayudarle? Quizá a algún bruto que maltrataría a la pobre chiquilla. La idea de que otro hombre la poseyera le hacía hervir la sangre pero no se atrevía a expresar sus pensamientos en voz alta. Nyssa Wyndham debía ser sacrificada por la ambición de los Howard y sólo podía hacer una cosa para ayudarla.
– ¿Es necesario que la deshonre? -preguntó.
– No -contestó el duque-. Drogaremos a la joven y la llevaremos a tu cama. Cuando proclame su inocencia nadie la creerá y -el rey se pondrá tan furioso que no se molestará en comprobar hasta dónde habéis llegado. Yo también me fingiré muy furioso e insistiré hasta que el rey ordene que os caséis antes de que se desate el escándalo. No podrá negarse porque sabe que no estaría bien visto que hiciera público su interés por una de las damas de honor de su esposa.
– Será mejor que no os equivoquéis, abuelo -suspiró el conde de March, resignado-. Temo que vuestra ambición acabe por perderos y siento pena por la pobre Nyssa. Estoy avergonzado por aceptar vuestra propuesta pero no quiero que nadie haga daño a la muchacha.
– ¿La conoces? -preguntó el duque.
– Bailé con ella el día de la boda de su majestad con lady Ana pero cuando su tío se dio cuenta se apresuró a llevársela. No es de extrañar si tenemos en cuenta que toda la corte me culpa por haber empujado a la muerte a una mujer embarazada. Es encantadora y espero ganarme su cariño. ¡Que Dios me ayude si no lo consigo! Siempre he dicho que un hombre y su esposa deben ser buenos amigos.
– Me pregunto quién te ha metido esas ideas tan absurdas en la cabeza -repuso su abuelo-. Lo único que debes mirar de una mujer son las tierras y el dinero que aporta como dote y la pureza de su sangre. Eso es lo único que importa.
El conde de March agachó la cabeza y no contestó. Era un hombre frío y sin principios como todo Ho-ward pero debajo de aquella máscara de arrogancia se escondía un corazón de oro, lo más valioso que había heredado de su padre. Enrique de Winter había muerto cuando Varían tenía dieciséis años y hasta el día de su muerte no había dejado de hablar de su María Eliza-beth. Aunque Varian no había llegado a conocerla, las palabras de su padre habían conseguido despertar su cariño por su madre. Su retrato, regalo de bodas, había estado colgado siempre en el dormitorio del conde. Cuando era pequeño solía contemplarlo mientras se decía que era la mujer más hermosa que un niño podía tener como madre y cuando creció le pareció una mujer muy joven de aspecto frágil. Nyssa Wyndham le recordaba a ella.
– ¿Cuándo debe ocurrir? -suspiró.
– Esta misma noche -contestó el duque.
– ¿Tan pronto? Abuelo, ¿no podríais darme unos días para ganarme su confianza?
– ^¡Qué pérdida de tiempo! -exclamó Thomas Ho-ward-. Tú mismo acabas de decir que su familia no deja que te acerques a ella. Te diré otro secreto: Crom-well no tardará en caer. Acabará en la Torre y morirá como un traidor pero no tenemos mucho tiempo.
– ¡Pero si el rey acaba de nombrarle conde de Es-sex! -exclamó Varian de Winter sorprendido-. ¡Ya lo entiendo! El rey trata de hacerle creer que sigue confiando en él ciegamente para que se afane en deshacer su matrimonio con lady Ana. Cromwell no piensa con claridad cuando está asustado.
– Exactamente -sonrió el duque, orgulloso de su astuto nieto. Qué lástima que no sea un Howard legítimo, se lamentó. Varian razona como un cortesano pero tiene corazón de campesino. Permanece en la corte para complacerme pero sospecho que cuando el rey le descubra junto a lady Nyssa tendrá que marcharse. Voy a echarle mucho de menos.
El conde de March advirtió que su abuelo se arrebujaba en su batín de terciopelo con cuello de piel y echó otro leño al fuego.
– Contadme los detalles de vuestro plan, abuelo -pidió.
– Lady Rochford administrará un somnífero a todas las damas de honor. Cuando estén dormidas, dos de mis hombres entrarán en la habitación y llevarán a Nyssa Wyndham a tu dormitorio. Luego vendrán aquí, me comunicarán que todo está listo y yo iré en busca del rey. Irrumpiremos en tu habitación, así que asegúrate de ofrecer una estampa convincente. Cuando la abraces seguramente se despertará pero, aunque proteste, nadie creerá en su inocencia. El rey la rechazará y Catherine ocupará su lugar. Prometo recompensarte en cuanto se celebre vuestro matrimonio. Eres el único en quien puedo confiar.
Brillante, se dijo Varían de Winter. A su edad, la mayoría de los hombres se retiran a disfrutar de los pocos años de vida que les quedan, pero Thomas Howard no puede dejar de maquinar planes malvados.
– Tomaré parte en vuestro plan pero quiero tener esas tierras esta misma tarde. No soy tan confiado como mi padre, que en paz descanse.
El duque de Norfolk estalló en ruidosas carcajadas.
– ¡Has salido inteligente como un Howard en vez de confiado como un De Winter! -rió-. Está bien, tú ganas; serán tuyas antes de la puesta de sol.
– Será mejor que cumpláis vuestra promesa o vuestro plan se irá al agua. Y espero que seáis muy generoso conmigo.
– Está bien, está bien. Y ahora vete, muchacho. Todavía tengo muchas cosas que hacer.
– Apuesto a que sí -contestó el conde de March haciendo una reverencia a su abuelo y abandonando la habitación.
El dormitorio de Varían de Winter se encontraba cerca del de su abuelo, un signo inequívoco del cariño que el duque sentía por su nieto. Había vivido con su padre en Winterhaven hasta el día de su sexto cumpleaños. Hasta entonces, había visto al abuelo Howard unas cuantas veces y aquel día le recordaba de pie junto al sillón de su padre, en la biblioteca, discutiendo con él su futuro.
– Es hora de llevar al niño al hogar que nunca debería haber abandonado -había dicho el abuelo-. Ha pasado estos seis años entre campesinos y tiene los modales de un cabrero. Es mi único nieto y deseo que se críe como tal.
– ¡También es mi único hijo! -había protestado débilmente Enrique de Winter-. Pero tenéis razón, señor. Yo ya he hecho todo lo que tenía que hacer en esta vida y deseo morir aquí, pero Varían debe conocer otros lugares y a otras gentes antes de decidir cómo desea vivir. Vos sois la persona más indicada para enseñarle todo cuanto necesita saber. Podéis llevároslo pero deberá pasar los veranos aquí conmigo para que no olvide que nació De Winter. Es todo cuanto tengo y voy a echarle mucho de menos.
Así había sido cómo Varían había ido a vivir con el duque de Norfolk y había crecido junto a los dos hijos que su abuelo había tenido con su segunda esposa. Enrique Howard había nacido al año siguiente de su llegada y Varían tenía diez años cuando nació su tía María.
Cuando tenía quince años, su tío Enrique había seducido a la hija de unos granjeros. El furioso padre había propinado una monumental paliza a la joven en un vano intento por averiguar el nombre de su amante pero la muchacha sólo había revelado que se trataba de «uno de los señores». Había vuelto a ver a Enrique en secreto pero éste, temeroso de su poderoso padre y avergonzado por tener que admitir su pecado delante de su madre, había hecho oídos sordos a sus súplicas. Desesperada, la joven se había colgado de una viga del granero de su padre y el escándalo se había desatado entre los sirvientes del duque.
Thomas Howard se había puesto furioso al enterarse de la verdad. A pesar de sus defectos, era un hombre justo y se enorgullecía de haber apoyado a su prima Bess cuando ésta se había encontrado en las mismas circunstancias, aun sabiendo que no podía casarse con ella porque estaba comprometido con otra mujer. Su hijo se había comportado como un cobarde pero entonces había aparecido su nieto ofreciéndose a cargar con toda la culpa y a limpiar el nombre de la familia. Se olvidó que el joven Varian de Winter se encontraba en casa de su padre el verano en que la hija del granjero fue seducida y se recordó de repente que la difunta madre del conde de March había sido la hija bastarda del duque. Todos hablaban de su atractivo y las mujeres imaginaban en secreto que se convertían en sus amantes. Algunas lo hicieron y no sólo disfrutaron con la experiencia sino que se lo contaron unas a otras. Las madres de buena familia empezaron a apartar a sus hijas de su lado y pronto adquirió una reputación de seductor sin escrúpulos.
Pero hacía tiempo que Varian de Winter deseaba casarse y formar una familia. Era el último descendiente de la familia De Winter y debía tener hijos si quería perpetuar el apellido de su padre. Sin embargo, el escándalo le perseguía allá a donde fuera. Ningún padre de familia estaba dispuesto a entregar a su hija a un villano que había abandonado a su amante embarazada.
Empezaba a pensar que no debería haber sido tan generoso con su abuelo. Si Enrique se hubiera atrevido a confesar la verdad, se le habría perdonado su pequeño desliz y se habría culpado a su juventud e inexperiencia, pero Varian tenía veintiún años cuando había confesado ser el amante de la hija del granjero y todos habían convenido en que a esa edad un hombre debe aceptar sus responsabilidades, sobre todo un descendiente de la rama bastarda de los Norfolk. Incluso su abuelo estaba de acuerdo en que aquella no había sido la mejor solución. Ahora era demasiado tarde. Cuando se despertara al día siguiente estaría casado por muy repulsivo y despreciable que le pareciera el método empleado por su abuelo para conseguirle una esposa. Suspiró resignado y llamó a su criado personal. El joven acudió a su llamada presuroso.
– ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste las sábanas de mi cama, Toby? -preguntó el conde.
– ¿Vamos a tener visitas esta noche, señor? -repuso el muchacho esbozando una sonrisa picara-. Dejadme pensar… por lo menos hace dos semanas. Tenéis razón; ya es hora de cambiarlas. Estoy seguro de que la dama lo merece. Iré a pedir sábanas limpias al ama de llaves del duque.
– Antes de irte prepárame el baño -pidió Varian de Winter.
– Debe tratarse de una dama muy especial -dijo Toby enarcando una ceja antes de abandonar la habitación.
Tiene suerte de ser un simple criado, pensó el conde March. El pobre no imagina lo difícil que resulta vivir en la corte cuando se es el nieto del duque de Norfolk. Había dicho especial… Sí, sin duda Nyssa Wynd-ham era una mujer muy especial. Ella tampoco imaginaba la trama que se tejía alrededor de su inocente persona. ¡Dios mío!, suspiró. Espero que el rey tenga piedad de nosotros y no nos mande a morir a la Torre.
Su abuelo le había dorado la pildora todo cuanto había podido, pero ambos sabían que el rey era un hombre de carácter imprevisible. Si a Enrique Tudor se le había metido en la cabeza que Nyssa debía ser la próxima reina de Inglaterra, pagarían con sus vidas. Ni siquiera su primita Catherine sería capaz de aplacar la ira del rey.
¿Por qué había aceptado tomar parte en el plan de su abuelo? ¿Por qué no había tratado de convencerle de que no valía la pena provocar a su majestad? ¿Es que no había aprendido nada del fracaso de Ana Bolena? Saltaba a la vista que no. Se las había arreglado para conservar su puesto de tesorero mientras que el resto de los implicados en el escándalo lo habían perdido todo, incluso sus vidas. La mejor virtud y el peor defecto de Thomas Howard eran su amor infinito por el poder.
Varían de Winter sabía por qué se había comprometido a obedecer a su abuelo. Lo había hecho por Nys-sa. La idea de que la metieran por la fuerza en la cama de otro hombre le revolvía el estómago, pero ¿por qué? Apenas la conocía pero la joven le había robado el corazón. Tenía que admitirlo: se había enamorado de ella. ¿Cómo podía haberse enamorado de una mujer con quien apenas había cruzado palabra? Y sin embargo, estaba decidido a enamorarla.
Aquella noche Nyssa, que no sospechaba la consternación que estaba causando en la mente y el corazón de Varían de Winter, cenó con sus tíos. No se la esperaba de vuelta en la corte hasta el anochecer, por lo que había pasado el día con su familia. El contrato de alquiler de la casa de Greenwich vencía a final de mes y se preguntaban si debían renovarlo.
– No me parece una buena idea -opinó Nyssa-. Aunque se hace la tonta, hasta la reina sabe que su matrimonio está a punto de ser anulado. Todavía no se sabe si el rey optará por una anulación o un divorcio pero mi trabajo en la corte está a punto de finalizar. Volved a casa, tía Bliss; yo me reuniré con vosotros en cuanto su majestad se deshaga de lady Ana.
– ¿Y si te elige como esposa? -repuso su tía, inquieta-. En palacio no se habla de otra cosa. Creo que no deberías quedarte sola.
– Sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con mi esposa -intervino Owen Fitzhugh.
– El rey también mira a Cat Howard con buenos ojos -replicó Nyssa-. Su familia es más importante que la mía. Además, recordad el comprometido puesto que ocupó mi madre mientras duró su estancia en la corte. ¿Cómo va a hacer reina a la hija de una antigua amante?
– María Bolena también fue su amante y se casó con su hermana Ana -le recordó su tía-. Catalina de Aragón era la viuda de su difunto hermano y no tuvo reparos en casarse con ella. El rey comete los mismos errores una y otra vez y nunca aprende. Si realmente se ha encaprichado de ti, la relación que tuvo con tu madre no será suficiente para disuadirle.
– ¡Ojalá te equivoques, tía Bliss! -suspiró Nyssa-. ¡Prefiero morir a casarme con ese hombre! ¿Qué diría mi madre? ¡Se moriría del disgusto y mi padrastro también! Si no fuera porque lady Ana me necesita, volvería a casa hoy mismo.
– No te preocupes, Nyssa -la tranquilizó su tío-. Diré al propietario que prolongue el contrato hasta junio. Ni tú tendrás que abandonar a lady Ana ni nosotros te abandonaremos a ti.
Nyssa regresó a palacio al anochecer. Aquella noche no debía celebrarse ninguna fiesta, por lo que se dirigió directamente al dormitorio de las damas. La reina se había acostado muy temprano y las muchachas charlaban animadamente mientras jugaban a las cartas.
– Está muy triste porque sabe que el rey culpa al viejo Cromwell del fracaso de su matrimonio -explicó Bessie Fitzgerald-. ¡Tiene un corazón de oro!
– Cromwell no podía durar mucho como primer ministro -reflexionó Kate Carey-. Tanto él como Wolsey proceden de familias poco importantes y, aunque ambos han sido leales al rey y han llegado muy alto, han sido presas fáciles para conspiradores como el duque de Norfolk o el duque de Suffolk. Los hombres sin amigos influyentes están condenados a caer en picado. ¿Quién va a interceder por ellos?
– El rey debería ser leal a aquellos que han trabajado duro por él -intervino Nyssa-. Es muy fácil exi gir lealtad sin dar nada a cambio. Cromwell es un reptil, pero ha dedicado todos sus esfuerzos a hacer la vida más agradable al rey. Quizá ése haya sido su error. Me da mucha pena.
– Al rey no le gusta que las personas de su confianza cometan errores -replicó Cat Howard.
– Tengo ganas de que todo esto termine para irme a casa ^-suspiró Nyssa-. Echo de menos a mi familia y me muero de ganas de ver a mis padres. Como mi madre, soy una mujer de campo.
– Sospecho que el rey no te dejará escapar tan fácilmente -rió Kate Carey.
– ¡No digas eso! -protestó Nyssa.
– ¿No te gustaría ser reina, Nyssa? -preguntó Cat Howard sonriendo astutamente-. ¡A mí sí! Me encantaría tener decenas de personas pendientes de todos mis caprichos y ver a todos aquellos que me despreciaban haciendo cualquier cosa por ganarse mi favor.
– Pues a mí no me gustaría -replicó Nyssa-. Quiero casarme con el hombre de quien me enamore, vivir con él en las montañas y tener muchos hijos. Es evidente que no compartimos nuestros gustos, Cat.
– Sin embargo, todavía no has encontrado a tu príncipe azul -intervino Bessie Fitzgerald.
– Tienes razón -sonrió Nyssa-. He estado tan ocupada sirviendo a la reina que no he tenido tiempo de fijarme en los caballeros de la corte. Tampoco hay muchos que se hayan acercado a mí. Quizá no me encuentran atractiva…
– ¡Nyssa, eres una tonta! -rió Cat Howard-. ¿No te has dado cuenta de que mi primo Varían sólo tiene ojos para ti?
– ¡Es tan guapo! -suspiró Kate Carey.
– Mi tía y lady Marlowe aseguran que es un desalmado y que ninguna muchacha de buena familia debería acercarse a él.
– Los villanos son más interesantes que los santurrones -replicó Cat. El resto de las muchachas sofocaron unas risitas.
– Me alegro de veros tan contentas -dijo lady Rochford entrando con una bandeja-. ¿Puedo saber de qué os reís o es un secreto?
– Hablamos de hombres -contestó Cat.
– ¡Qué malas sois! -exclamó Jane Rochford esbozando una sonrisa indulgente-. ¿Dónde están las demás?
– Las hermanas Basset pasarán la noche en casa de su tía y a Helga y María les toca dormir en la habitación de su majestad -contestó Kate Carey-. La reina está muy triste y se ha retirado temprano.
– Perfecto -sonrió lady Rochford-. ¡Mis pobres niñas! Trabajáis duro durante todo el día y apenas tenéis tiempo para distraeros. Mirad lo que os he traído como premio por portaros tan bien -añadió empezando a servirles una bebida-: es un licor de cereza recién traído de Francia. ¡A vuestra salud, mis pequeñas damas!
– ¿No nos acompañáis, lady Rochford? -preguntó Bessie.
– Ya he bebido dos copas -confesó la dama ahogando un hipido-. Si pruebo una gota más empezaré a decir tonterías. ¿A que está bueno?
Las jóvenes asintieron mientras bebían de sus copas.
– Se ha hecho tarde. Es hora de prepararse para ir a dormir. Mientras lo hacéis yo me llevaré las copas antes de que lady Lowe o lady Browne nos descubran y nos regañen. Aprovechad esta oportunidad de acostaros pronto. Apuesto a que dormiréis como troncos… a menos que alguna de vosotras planee encontrarse con su amante a medianoche.
Las muchachas estallaron en alegres carcajadas.
– ¡Vamos, lady Rochford; ninguna de nosotras tiene un amante! -aseguró Kate.
– No estés tan segura, pequeña. Dicen que las apariencias engañan. Quizá seas tú quien planea un encuentro furtivo a medianoche.
– ¿Yo? -rió la joven:-. ¡Qué disparate! ¡Ojalá fuera verdad!
– ¿Podemos tomar un poco más de licor, lady Rochford? -preguntó Bessie-. Lady Browne pasará la noche con su marido y lady Lowe duerme con su majestad. No se enterarán.
– Ni hablar, Elizabeth Fitzgerald -contestó lady Rochford fingiéndose enojada-. ¿Quieres terminar borracha como una cuba? ¡Y ahora, a la cama todo el mundo! -añadió dando una fuerte palmada-. Esta noche hay espacio de sobra, así que podéis ocupar una cama cada una.
Nyssa, que había encontrado el licor demasiado dulce y apenas lo había probado, ofreció su copa a Bessie disimuladamente. Gracias a Dios, aquella noche tendría una cama para ella sola. Siempre había dormido sola y no acababa de acostumbrarse a compartirla con otra persona. Cat Howard había dormido acompañada de sus hermanas durante toda su vida, Bessie estaba habituada a las costumbres de la corte y Kate también solía dormir con su hermana. Bostezó ruidosamente. De repente le había entrado mucho sueño y sus compañeras también parecían cansadas. Se cubrió con el edredón y se quedó dormida antes de apoyar la cabeza en la almohada.
Lady Rochford se instaló en una silla junto al fuego y trató de mantenerse despierta. Una hora después, se acercó a las camas y comprobó que todas las damas dormían profundamente. Se dirigió a la ventana que daba al jardín y levantó un candelabro encendido. Regresó a su silla junto al fuego y esperó hasta que alguien llamó a la puerta débilmente minutos después. Corrió a abrir y señaló la cama de Nyssa.
– ¡Ésa es la muchacha! -siseó-. ¡Deprisa, deprisa!
Un robusto mocetón envolvió a Nyssa en el edredón, la tomó en brazos y salió de la habitación a toda prisa. El otro esperaba fuera y vigilaba que nadie les viera. Los dos recorrieron los pasillos oscuros de puntillas y dieron un largo rodeo para evitar a la guardia real. Los captores de Nyssa eran dos de los hombres de confianza del duque de Norfolk a quienes se había ordenado que llevaran a la joven a la habitación del conde March. Aunque hubieran deseado saber qué tramaba el duque, no se habrían atrevido a preguntar. Eran sirvientes y sabían que los sirvientes se limitan a cumplir órdenes sin hacer preguntas comprometedoras. Cuando llegaron a su destino, dejaron a Nyssa sobre la cama del conde y abandonaron la habitación.
Varían de Winter abandonó el rincón oscuro en el que se había refugiado y avanzó hacia la cama. Va a odiarme durante el resto de su vida, se dijo apesadumbrado. Habría preferido cortejarla y ganarse su cariño como hacen los hombres decentes; le habría gustado que su familia le considerara digno de la joven y le aceptara pero eso no iba a poder ser gracias a su turbio pasado. Los Wyndham no iban a tener más remedio que aceptarle a la fuerza. Tendría que ganarse también su confianza. ¡Si por lo menos supiera cómo hacerse perdonar! Sabía que Nyssa nunca le amaría, pero habría dado cualquier cosa por no tener que sufrir su desprecio durante el resto de sus días.
Con mucho cuidado apartó el edredón que la cubría, lo dobló y lo escondió en un armario. Se acercó a la chimenea, echó otro leño al fuego y se despojó de su bata de terciopelo. Las llamas iluminaron su esbelto cuerpo. Algunas de sus amantes habían asegurado que parecía una escultura griega, un cumplido que le sorprendía y le halagaba a la vez.
Regresó a la cama y se dispuso a preparar la escena de manera que resultara inequívoca a ojos de Enrique Tudor. Desabrochó las cintas que cerraban el camisón de Nyssa y empezó a quitárselo. La joven gimió y cambió de postura. La tela del camisón era suave como la seda y se deslizaba con facilidad sobre su piel de melocotón. Varían le apoyó la cabeza en la almohada y luchó por apartar la mirada del cuerpo de la joven pero no pudo resistir la tentación. Nyssa Wyndham era la mujer más hermosa que había visto en su vida: tenía unas piernas largas y delgadas y un torso esbelto rematado por unos pechos pequeños pero bien formados. Su largo cabello oscuro destacaba sobre su piel de alabastro y la hacía parecer frágil y vulnerable. Su conciencia protestaba a gritos pero era demasiado tarde para echarse atrás. ¡Que Dios nos ayude a los tres!, pensó. A ti, Nyssa Wyndham, a mi pobre prima Ca-therine y a mí.
Volvió a tomar a Nyssa entre sus brazos, la metió en la cama y se acostó a su lado. La joven volvió a gemir y Varían se dijo que su abuelo no tardaría en aparecer acompañado por el rey para descubrirla en brazos de su amante. Se incorporó sobre un codo y contempló a su inocente víctima. Ante su sorpresa, Nyssa abrió sus hermosos ojos azules y frunció el ceño mientras miraba de un lado a otro y se preguntaba dónde estaba.
– ¿Es esto un sueño? -preguntó al descubrir al conde de March a su lado.
– Ojalá lo fuera, querida -contestó él.
Nyssa abrió ojos como platos y metió la cabeza bajo el edredón.
– ¿Qué…? -balbuceó al descubrir que estaba desnuda.
En ese momento se oyeron voces en el exterior de la habitación y Varían de Winter sujetó a Nyssa por la nuca.
– ¡Perdonadme, Nyssa Wyndham! -siseó antes de besarla en la boca. Mientras lo hacía, oyó que alguien abría la puerta de la habitación y la voz de su abuelo:
– ¿Veis como tenía razón, majestad?
Enrique Tudor no daba crédito a sus ojos. Allí estaba Nyssa Wyndham sentada sobre la cama, mostrando su cuerpo desnudo y las huellas de los besos de Varían de Winter en su boca. ¡Nyssa Wyndham, la hija de su fiel amiga Blaze, no era una muchacha buena y decente como su madre, sino una viciosa y una perdida!
– ¿Qué significa esto? -rugió-. ¡Quiero una explicación!
– Majestad, yo… -balbuceó Nyssa, desconcertada. ¿Dónde demonios estaba y cómo había llegado hasta allí? El roce de la pierna de Varían sobre la suya le hacía cosquillas pero no era el momento de pensar en tonterías.
– ¡Silencio, muchacha! -la interrumpió el duque de Norfolk volviéndose hacia su nieto-. Varían, me has defraudado. ¿Cómo has osado seducir a una niña inocente y de buena familia como lady Nyssa? Esta vez has ido demasiado lejos. Sólo se me ocurre una solución para evitar el escándalo y salvar la reputación de la muchacha.
– ¡Eso es, a la Torre con ellos! -gritó Enrique Tudor.
– Tranquilizaos, majestad -intervino el obispo Gardiner, que había permanecido detrás del duque y había observado la escena sin despegar los labios-. No os conviene organizar un escándalo, sobre todo ahora que se rumorea que lady Nyssa es una de vuestras preferidas.
– ¡Naturalmente que es una de mis preferidas! -replicó el rey-. ¡Es la hija de mi amiga Blaze Wyndham! Prometí a sus padres que cuidaría de ella como si fuera mi propia hija. ¡Por el amor de Dios, Gardiner!
¿De verdad creíais que deseaba…? ¡Si es así, es que sois tonto de remate!
– No, majestad, yo os aseguro que no… -se apresuró a contestar el obispo. Una vez más, la reacción del rey había sorprendido a todo el mundo.
– ¡No sé cómo he llegado hasta aquí! -sollozó Nyssa, pero nadie excepto el arzobispo de Canterbury prestó atención a sus palabras.
Thomas Cranmer creía que la joven decía la verdad. Parecía realmente desconcertada y el conde tenía una expresión tan preocupada que inmediatamente sospechó que se trataba de una conspiración. Sin embargo, no imaginaba de qué se trataba y por prudencia decidió no expresar en voz alta sus pensamientos. Lo más importante era proteger la reputación de lady Nyssa. Saltaba a la vista que la muchacha era inocente pero no iba a resultar fácil convencer a Enrique Tudor, un hombre que sólo creía lo que veía.
– Majestad, sólo se me ocurre una solución -dijo con voz suave. El rey le dirigió una mirada inquisitiva-. Lady Wyndham y lord De Winter deben casarse esta misma noche, antes de que se sepa lo ocurrido. Estoy seguro de que el duque y el obispo Gardiner estarán de acuerdo conmigo, ¿verdad, señores?
– Así es -asintió el obispo.
– Aunque no suelo coincidir con el arzobispo, creo que esta vez tiene razón -añadió Thomas Howard-. Es una buena forma de acallar los rumores. Diremos que el conde se enamoró de la muchacha, que su majestad dio permiso para que se casaran y que, debido a las dificultades que atraviesa el matrimonio de su majestad, los jóvenes decidieron casarse en secreto para no tener que abandonar a sus majestades en estos tiempos tan difíciles.
– Si pudierais convertiros en un animal, apuesto a que escogeríais ser un zorro, Tom -gruñó Enrique Tudor. Se volvió hacia la joven pareja y preguntó al conde-: ¿Cuánto tiempo hace que dura esto?
– Es la primera vez que me encuentro con lady Nyssa a medianoche, señor -contestó Varían de Winter.
– ¿Y habéis llegado hasta el final o aún estamos a tiempo de salvar la reputación de la muchacha? -añadió, rabioso. No sabía con quién estaba más enfadado. Era cierto que Nyssa Wyndham era una de sus favoritas pero le había decepcionado comprobar que las nuevas generaciones no sabían estar a la altura de sus padres.
– ¡Soy virgen! -gritó Nyssa mirándoles desafiante-. ¡No sé qué hago aquí ni cómo he llegado hasta la habitación del conde! ¡Tenéis que creerme, majestad!
– Señora, vuestra madre jamás me mintió. Me apena comprobar que no os parecéis a ella en nada.
– ¡No estoy mintiendo! -sollozó Nyssa.
– ¿Me tomáis por tonto? -rugió Enrique Tudor-. Os encuentro desnuda en compañía de un hombre igualmente desnudo, ¿y todavía os atrevéis a negar la evidencia? ¿Pretendéis hacerme creer que llegasteis aquí por arte de magia? Si no habéis venido por voluntad propia, decidme: ¿qué hacéis en la cama del conde de March?
– ¡No lo sé!
– Majestad -intervino el arzobispo-, propongo ir a buscar a la tía de lady Nyssa. Salta a la vista que la muchacha se siente culpable y quizá algo de compañía femenina le haga reflexionar. Mientras tanto el obispo Gardiner y yo prepararemos la capilla de palacio para que la boda pueda celebrarse cuanto antes. Estoy seguro de que nuestros tortolitos sienten mucho haber disgustado a su majestad.
– Está bien, podéis marcharos -accedió el rey mirando a la joven pareja con gesto hosco-. Les quiero casados antes de una hora. El duque y yo mismo seremos los testigos. Lord De Winter, mañana a primera hora quiero una prueba de que el matrimonio ha sido consumado, ¿me habéis entendido? No voy a permitir que esta unión se anule.
– Sí, majestad -contestó Varían de Winter-. Os aseguro que me siento muy feliz por casarme con kdy Nyssa y prometo ser el mejor de los maridos. ¿Dais vuestro permiso para que le pongamos vuestro nombre a nuestro primer hijo?
– ¡Pero yo no quiero casarme con este hombre!
– protestó Nyssa-. ¡No le conozco y no le amo! ¡Yo sólo me casaré por amor!
– ¿Cómo podéis decir que no le conocéis? -exclamó Enrique Tudor volviendo a montar en cólera-. ¡Os he encontrado desnuda en su cama! Me temo que sois más tonta de lo que parecéis. ¿Quién creéis que aceptará casarse con vos cuando se sepa lo ocurrido esta noche? En este palacio las paredes oyen y os aseguro que a los ojos de la corte sois una perdida. Prometí a vuestra madre que cuidaría de vos como si fuerais mi hija, pero debéis aceptar las consecuencias de vuestros actos. No tenéis elección, lady Nyssa: os casaréis con lord De Winter porque yo, vuestro rey, así lo ordeno. Atreveos a desobedecer mis órdenes y seréis acusada de traición. Vuestra madre siempre ha sido mi subdita más fiel y no espero menos de vos. Por lo menos vuestro marido es un hombre de sangre noble -se consoló-. Espero que os guste este hombre porque no tenéis elección. Os casaréis con él dentro de una hora
– concluyó antes de dar media vuelta y abandonar la habitación seguido por el duque de Norfolk.
Los dos jóvenes se miraron durante unos segundos sin saber qué decir.
– ¿Os importaría explicarme cómo he llegado hasta aquí, señor? -preguntó Nyssa finalmente.
– No es el mejor momento para…
– ¡Tengo derecho a saberlo! -insistió ella apartando la mirada de los ojos de Varían de Winter-. Me acosté en la habitación de las damas y me he despertado en vuestra cama.
– Prometo que os lo explicaré con todo detalle más tarde -dijo el conde-. Sé que no tengo derecho a pediros nada, pero confiad en mí, por favor. No os haré ningún daño.
– ¿Que confíe en vos, señor? -exclamó Nyssa volviéndose para mirarle-. ¡Dadme una buena razón para hacerlo! Tenéis una malísima reputación y, sea lo que sea lo que ha ocurrido esta noche, apuesto a que no se trata de algo noble y respetable. Mis padres me prometieron que podría escoger a mi marido y ahora un hatajo de indeseables a quienes no conozco han tomado esa decisión por mí. ¡Os odio por ello y exijo una explicación!
– La tendréis, pero ahora no es el momento. Debéis tener paciencia.
– ¡La paciencia no es una de mis virtudes! -espetó-. Todavía tenéis que aprender muchas cosas de vuestra nueva esposa.
– ¿Cuántos años tenéis? -preguntó Varian de Winter.
– Cumplí diecisiete años el último día del mes de diciembre -contestó Nyssa-. ¿Y vos?
– Cumpliré treinta el última día de este mes -contestó él esbozando una sonrisa. Nyssa tenía razón: apenas se conocían.
Tiene una sonrisa bonita, pensó Nyssa. Casi me gusta. Casi.
– ¿Dónde vivís cuando no estáis en la corte?
– Mis tierras están junto al río Wye, al otro lado de vuestro hogar de Riverside -contestó-. Mi casa está en lo alto de una colina situada a unos mil quinientos metros de la orilla del río. Mi propiedad se llama Win-terhaven y limita con las tierras de vuestro tío, lord Kingsley.
– ¿Y por qué no os había visto hasta que llegué a la corte? -preguntó Nyssa, extrañada.
– Porque he vivido en la casa del duque de Norfolk desde que tenía seis años. Mi padre, Enrique de Winter, murió cuando vos erais muy pequeña. Sólo paso en Winterhaven unas semanas cada verano y no salgo mucho cuando estoy allí. Si me hubiera relacionado con mis vecinos nos habríamos conocido mucho antes. Espero no decepcionaros, pero deseo abandonar la corte y trasladarme al campo. Imagino que palacio debe ser un lugar fascinante para una joven como vos, pero yo estoy cansado y deseo cambiar de aires.
– Estaba deseando que el rey resolviera sus problemas con lady Ana para regresar a mi casa. No me da ninguna pena abandonar la corte -añadió antes de advertir que estaba temblando. ¿Era frío lo que sentía o temblaba de rabia?
Alguien llamó a la puerta y, antes de que Varían de Winter pudiera decir «Entre», Bliss Fitzhugh irrumpió en la habitación. Cuando descubrió a su sobrina desnuda junto al conde de March abrió unos ojos como platos.
– ¿Cómo has podido hacer algo así, Nyssa? -se lamentó con lágrimas en los ojos-. El rey acaba de propinarme una severa regañina y se ha empeñado en que os caséis. Y vos… -masculló entre dientes volviéndose hacia el conde-. Sois un miserable. Habéis seducido a una niña inocente ¡pero esta vez no podréis huir si queda embarazada!
– Ya que vamos a ser parientes, no tendré en cuenta vuestras ofensivas palabras -contestó Varían de Winter con toda la dignidad con que puede hablar un hombre medio desnudo-. Me temo que la informa ción que habéis recibido de vuestra chismosa amiga, lady Marlowe, no es del todo exacta. Cuando nos conozcamos mejor os daré mi versión de los hechos y confío en que sabréis distinguir la verdad de los comentarios malintencionados, lady Fitzhugh.
Bliss ahogó una exclamación de asombro y Nyssa sofocó una risita. Conocía a poca gente que supiera poner a su tía Bliss en su sitio cuando ésta era impertinente.
– Y tú, ¿de qué te ríes? -la regañó la dama-. Tus padres se llevarán un gran disgusto cuando conozcan lo ocurrido esta noche. ¡Sal de esa cama inmediatamente! -ordenó recogiendo el camisón del suelo y arrojándoselo a-la cara-. Debes prepararte para la ceremonia. ¡Y vos, señor, será mejor que empecéis a vestiros si deseáis llegar a tiempo a vuestra boda!
El conde de March se envolvió en el edredón y desapareció en el interior del vestidor donde guardaba sus ropas mientras Nyssa se ponía el camisón y saltaba de la cama.
– Es un hombre muy atractivo -le susurró su tía al oído-. ¡Y además es un Howard! Te felicito, sobrina: has cazado un pez gordo.
– Yo no he cazado nada -protestó Nyssa.
– ¿Qué te vas a poner? -siguió diciendo Bliss sin prestar atención a las protestas de su sobrina-. ¡El rey te espera en la capilla! ¿Qué vamos a hacer? No puedes presentarte delante de su majestad en camisón. ¡Ya lo tengo! Puedes ponerte mi abrigo encima. Es de terciopelo rosa y tiene el cuello de piel. El color te sentará bien pero primero debes cepillarte el cabello. ¡Señor De Winter! -llamó-. ¡Necesito un cepillo!
Envolvió a su sobrina en su abrigo con cuello de piel de armiño y se lo abrochó antes de tomar el cepillo que Varían de Winter le tendía y empezar a desenredarle el cabello. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
– Tu madre nunca me lo perdonará -sollozó-. ¡Le hacía tanta ilusión asistir a tu boda! ¡Tony se pondrá furioso, lo sé! Sabes que te adora y que no quería que vinieras a la corte.
Nyssa guardó silencio y dejó que su tía se desahogara. Sabía que, una vez empezaba a hablar, era imposible detenerla. Toda mi vida he soñado con el día de mi boda, pensó, apesadumbrada. Pero nunca imaginé que sería así. ¿Estoy soñando? Pero no era un sueño y el llanto de su tía la devolvió a la realidad.
– ¡Lord De Winter! -exclamó Bliss Fitzhugh-. No pensaréis bajar a la capilla con esa facha, ¿verdad?
– No deseo llamar la atención más que mi bella esposa -replicó Varían de Winter sin perder la calma-. No me lo perdonaría nunca. A menos que Nyssa diga lo contrario, asistiré a mi boda vestido así. ¿Qué decís vos, lady Nyssa?
Por primera vez desde que se había iniciado aquella pesadilla, Nyssa admitió que Varían de Winter le gustaba. Por muy malvado que fuera, tenía sentido del humor y sabía hacerla reír. Observó a su prometido, quien, vestido con un camisón de seda y una bata de terciopelo verde y descalzo, esperaba su veredicto.
– Yo os encuentro muy atractivo, señor -contestó ahogando una risita mientras Bliss Fitzhugh ponía los ojos en blanco y negaba con la cabeza-. Vuestra vestimenta va de acuerdo con la situación.
– ¡Qué le vamos a hacer! -suspiró su tía, resignada-. Será mejor que bajemos a la capilla. Si hacemos esperar a su majestad un minuto más, nos cortará la cabeza a todos. ¡Oh, Nyssa, no quiero ni pensar qué dirán tus padres cuando se enteren! -volvió a lamentarse-. ¡Deprisa, deprisa! Tu tío nos espera fuera. No ha querido entrar para no avergonzarte pero no me parece que estés avergonzada en absoluto.
– ¿Es toda vuestra familia así? -susurró Varían de Winter al oído de Nyssa.
– No tardaréis en descubrirlo -contestó ella-. Aunque no nos guste, me temo que vamos a tener que casarnos en contra de nuestra voluntad. Y cuando la ceremonia haya terminado espero una explicación.
– Deseo confesar a lady Nyssa antes de la ceremonia -dijo el arzobispo de Canterbury-. Obispo Gar-diner, vos podéis ocuparos del conde.
– Preferiría acabar con esto de una vez -gruñó Enrique Tudor. La capilla estaba helada a aquellas horas de la madrugada y le dolía la pierna enferma.
– Vuestra majestad no querrá que una a esta joven pareja en matrimonio sin llevar a cabo todas las formalidades, ¿verdad? -le reprendió Thomas Cranmer con suavidad-. Hemos prescindido de las amonestaciones y dadas las circunstancias en que les hemos encontrado creo que…
– Está bien, está bien -le interrumpió el rey-. ¡Pero daos prisa! Y vos, señora -añadió volviéndose hacia Nyssa-, recordad que habéis ofendido a Dios gravemente. Cuando os confeséis, no sólo tendréis que contarle a este sacerdote que envidiáis los vestidos de las otras damas y que a veces os dirigís a ellas de malas maneras.
Bliss se aferró al brazo de su esposo. ¿Por qué no había escuchado las protestas de su hermana y su marido? Si no se hubiera ofrecido a llevar a Nyssa a palacio y a cuidar de ella, nada habría ocurrido. Su familia no se lo perdonaría nunca. Se prometió que a partir de ahora escucharía los sabios consejos de su marido y le obedecería en todo. Le miró de reojo y trató de escudriñar su rostro serio, pero su atractivo marido permanecía impasible.
El conde de Marwood, que sabía que su esposa estaba inquieta y preocupada, tuvo que esforzarse para no sonreír. Te está bien empleado, Bliss Fitzhugh, se dijo. A su testaruda mujercita le encantaba salirse con la suya y confiaba en que este pequeño susto le hiciera volverse más razonable. Él mantenía la calma porque había estado haciendo averiguaciones sobre el conde de March durante las últimas semanas; el interés de Varían de Winter por su sobrina no le había pasado desapercibido. A juzgar por los informes que había recibido, el conde no era el sinvergüenza que todos creían. Sólo se le conocía el escándalo relacionado con la hija del granjero y se decía que su abuelo, el poderoso duque de Norfolk, le adoraba. Pagaba sus deudas de juego religiosamente y los pocos encuentros amorosos que se le conocían los había tenido con mujeres que se prestan a ese tipo de aventuras. Todo el mundo aseguraba que Varían de Winter no se había casado todavía porque las damas de la corte seguían empeñadas en no olvidar el desgraciado episodio de su juventud que había arruinado su reputación.
Owen Fitzhugh sospechaba que había gato encerrado en el descubrimiento de su sobrina en brazos del conde y la precipitada boda de los, jóvenes. ¿Cómo había ido a parar su sobrina a aquella cama? Nyssa no era una de esas cabezas de chorlito que se dejan seducir por cualquiera. ¿Qué hacía el rey vagando por los pasillos a medianoche y qué le había hecho pensar que encontraría a Nyssa en la habitación de Varían de Winter?
El arzobispo de Canterbury acompañó a la novia a una pequeña habitación y se dispuso a escuchar su confesión. Nyssa se arrodilló frente a él.
– El secreto de confesión te protege, pequeña -dijo Thomas Cranmer tomando las manos heladas de la joven entre las suyas-. Nada de lo que digas esta noche saldrá de esta habitación pero, por el bien de tu alma, debes decirme la verdad. ¿Cómo has llegado a la cama del conde de March y qué hacías allí? -preguntó clavando su penetrante mirada gris en los ojos de
Nyssa.
– Juro que no lo sé -contestó Nyssa sin apartar la mirada-. Me acosté en mi cama y me he despertado allí. Es la verdad. ¡Lo juro por mi difunto padre, que en paz descanse!
– ¿Lo juras por la salvación de tu alma? -insistió el arzobispo. Nyssa asintió sin vacilar-. Cuéntame todo lo que hiciste desde que llegaste a palacio anoche hasta que despertaste en la habitación de lord De
Winter.
– Anoche sólo había cuatro damas de honor en el dormitorio: Cat, Bessie, Kate y yo. Hablamos un rato y jugamos a las cartas. Poco después, lady Rochford entró trayendo un licor de cereza y nos pidió que no dijéramos a nadie que habíamos bebido antes de acostarnos. Sólo nos dejó beber un poquito porque se trataba de un licor fuerte y podíamos terminar borrachas. Bessie quería tomar otra copa pero lady Rochford fue inflexible. A mí no me gustan los licores demasiado dulces y apenas había probado el mío, así que se lo di a Bessie aprovechand9 un descuido de lady Rochford. Luego nos desnudamos y nos acostamos. No recuerdo nada más.
– Haz un esfuerzo, pequeña -insistió el arzobispo.
– Me quedé dormida enseguida y sentí como si estuviera flotando en el agua. Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fueron unas colgaduras de terciopelo. En el dormitorio de las damas no hay colgaduras de terciopelo, así que me incorporé de golpe. Había un hombre tendido a mi lado y le pregunté si estaba soñando. Él negó con la cabeza y dijo: «Perdonadme, lady Nyssa.» Luego me besó en la boca y en ese momento entró el rey hecho una furia -concluyó-. Eso es todo, señor. Debéis creerme. ¡Yo no soy una perdida de esas que se meten en la cama de cualquiera!
– Te creo, pequeña -aseguró Thomas Cranmer. Lady Rochford y lord De Winter tenían un conocido común: Tom Howard, duque de Norfolk. ¿Qué tramaba y qué pretendía arruinando la reputación de una niña inocente? Necesito tiempo para encajar todas las piezas pero acabaré averiguando la verdad, se prometió-. Arrodillaos, Nyssa Wyndham -añadió-; voy a absolveros de vuestros pecados. -Mi pobre niña, ¿cómo han podido hacerte algo así?, se dijo mientras rezaba sus oraciones.
Cuando hubo terminado, acompañó a Nyssa a la capilla y allí celebró la ceremonia ayudado por el obispo Gardiner. Owen Fitzhugh hizo de padrino y entregó a su sobrina a Varían de Winter. Bliss lloraba desconsolada y el duque de Norfolk apenas podía contener una sonrisa de satisfacción mientras Enrique Tudor conservaba su gesto enfurruñado.
El rey esperó a que terminara la ceremonia para dirigirse a Nyssa en tono severo:
– Ya no sois dama de honor de la reina. No merecéis tal honor.
– Sí, majestad -contestó Nyssa bajando la cabeza-. Sin embargo, os pido que me dejéis seguir sirviendo a lady Ana durante un tiempo. Me necesita más que nunca.
Esta muchacha es más inteligente de lo que parece, pensó Enrique Tudor. Saltaba a la vista que sabía que Ana de Cleves pronto dejaría de ser reina de Inglaterra pero aun así deseaba permanecer a su lado hasta el final. Era una subdita tan fiel como su madre.
– Está bien -accedió-. Mañana a primera hora diréis a su majestad que sois una mujer casada y que yo os he dado permiso para continuar a su servicio por el momento.
– Os lo agradezco mucho, majestad -dijo Nyssa haciéndole una reverencia.
– No sé por qué soy tan generoso con vos -gruñó Enrique-. Esta noche os habéis portado muy mal pero el cariño que me une a vuestra madre me hace ser indulgente. Si queréis corresponder a mi generosidad y contentarme, sed tan buena esposa como ella.
Dicho esto, extendió la mano para que Nyssa se la besara y se volvió hacia el conde de March.
– Recordad que quiero ver la prueba de la consumación de vuestro matrimonio mañana a primera hora. Si me queda la menor duda haré que el doctor Butts examine a vuestra esposa -dijo antes de abandonar la capilla seguido de los dos clérigos.
– Nyssa, yo… -sollozó Bliss-. No sé qué decir…
– Buenas noches, tía Bliss -contestó Nyssa-. Buenas noches, tío Owen.
Owen Fitzhugh la tomó del brazo y la arrastró hacia el exterior. Sólo quedaban tres personas en la capilla.
– ¡Buen trabajo, Varían! -exclamó el duque de Norfolk, satisfecho, mientras sujetaba a Nyssa por la barbilla. Clavó sus implacables ojos oscuros en los de la joven y sonrió al comprobar que ésta no parecía tenerle miedo-.Tenías razón: es preciosa y tiene carácter. Te dará muchos hijos.
Nyssa se apartó de él con brusquedad.
– ¿Por qué tengo la impresión de que sois el responsable de esto? -espetó furiosa-. ¡Exijo una explicación!
– Llévate a esta fierecilla a la cama y haz de ella una mujer -ordenó Thomas Howard sin hacer caso de las protestas de la muchacha.
– ¡Qué hombre tan arrogante! -bufó Nyssa, indignada, cuando se hubo marchado.
– Tenéis razón; es arrogante pero también es muy inteligente. Venid conmigo. Sólo falta que alguien nos descubra vagando por los pasillos a medianoche. Vamos, lady Nyssa; conozco un atajo.
– ¿Dónde vamos?
– A los aposentos de mi abuelo -contestó Varian de Winter tomándola de la mano e iniciando la marcha-. He ordenado que nos preparen una habitación y un poco de vino para brindar por nuestra unión, ya que nadie ha querido hacerlo en la capilla.
Nyssa advirtió que tenía los pies helados. Mientras recorría los pasillos de puntillas se preguntaba si su marido también sentiría frío. ¡Estoy casada!, se repetía una y otra vez. ¿Cómo ha ocurrido? ¡Debo saberlo! En cuanto llegaron a su destino y su marido hubo cerrado la puerta de la habitación, se volvió hacia él y le interrogó con la mirada.
– ¿Vais a decirme de una vez cómo he llegado a vuestra cama y para qué? No habrá nada entre nosotros hasta que no me expliquéis hasta el último detalle -aseguró.
– Os diré la verdad, lady Nyssa -empezó Varian de Winter-: El licor que lady Rochfprd os ofreció anoche llevaba un potente somnífero. Últimamente se ha hablado mucho del afecto que su majestad parecía sentir por vos. No tardará en volver a casarse y se temía que vos fueseis la elegida.
– ¿Quien lo temía? ¿El duque de Norfolk? Quiero saber quién es el responsable de esta conspiración.
– Tenéis razón -contestó Varian de Winter-. Mi abuelo está detrás de todo esto. Opina que existe otra persona más preparada para ocupar ese puesto. Thomas Howard es un hombre muy ambicioso y haría cualquier cosa por llevar a su familia a lo más alto -suspiró-. Sus métodos no me parecen los más adecuados pero es mi abuelo y, a pesar de sus defectos, le quiero. Mi madre era su hija bastarda pero él le dio todo su cariño y la casó con un hombre que la hizo muy feliz. Cuando murió, mi abuelo siguió visitándome con frecuencia y siempre me traía regalos por mi cumpleaños y Reyes. Cuando cumplí seis años me trajo a vivir con él. No es muy cariñoso y algunos le tienen por un hombre cruel pero le quiero y sé que, en el fondo, él también me quiere.
– Así que por culpa de la ambición de los Howard me han sido arrebatados mis sueños, ¿no? -concluyó Nyssa-. Toda mi vida he dicho que el día^de mi boda celebraría una gran fiesta a la que asistirían ambas familias. Yo luciría un vestido de satén de color blanco bordado en tisú plateado y perlas y adornaría mi cabello con perlas. Mi padrastro me acompañaría hasta la iglesia donde se casaron mis padres y allí me entregaría a mi esposo -sollozó-. Después de la ceremonia celebraríamos una gran fiesta en Riveredge a la que asistirían mis abuelos y mis tíos. Mi prima María Rose y otras primas más jóvenes serían mis damas de honor. Bailaríamos durante todo el día y Violet, mi ama de cría, lloraría de emoción. Mi esposo debía ser un hombre que me conociera bien y me amara; un hombre que se hubiera ganado el respeto de mi familia. ¡Y ahora no tendré nada de eso porque vuestro abuelo pensó que el rey se había encaprichado de mí! Decís que Thomas Howard ha encontrado a la mujer perfecta para ocupar la cama del rey y el trono de Inglaterra, pero ¿era necesario arruinar mi reputación y el buen nombre de mi familia? ¡Malditos seáis vos y vuestro abuelo, Varian de Winter! -gritó.
Varían de Winter hizo ademán de abrazarla pero Nyssa saltó como un gato rabioso.
– ¡No os atreváis a ponerme la mano encima! -gritó secándose las lágrimas con el dorso de la mano-. ¡Os odio! ¡La ambición sin límites de vuestra familia ha destrozado mi vida!
– ¿Que yo os he destrozado la vida? -replicó Varían de Winter empezando a perder la paciencia-. ¿Que os he destrozado la vida casándome con vos? ¿Qué otro caballero lo habría hecho después de lo ocurrido esta noche?
– Yo no he tenido nada que ver con lo ocurrido esta noche -contestó Nyssa-. Tenéis muy mala memoria.
– Estoy enamorado de vos desde que os vi por primera vez-confesó Varían de Winter.
– ¿Cómo os atrevéis a decir algo así? -repuso Nyssa, cada vez más furiosa-. Si me amarais no habríais accedido a tomar parte en los planes de vuestro abuelo.
– Os amo lo bastante como para permitir que mi abuelo me utilizara para conseguir sus propósitos. ¿Creéis que al duque de Norfolk le importa lo que le ocurra a una pobre niña como vos? Cuando me reveló su plan traté de disuadirle pero no tardé en darme cuenta de que estaba decidido a llevarlo a cabo, con o sin mi colaboración. ¿Qué creéis que habría ocurrido si hubiera permitido que otro ocupara mi lugar esta noche? Mi abuelo no habría dudado en llamar a cualquier sinvergüenza sin escrúpulos que no habría dudado en deshonraros de verdad. Si hubierais sido descubierta en compañía de uno de los guardias, ¿quién habría aceptado casarse con vos a pesar de vuestra riqueza? Nuestro precipitado matrimonio causará un gran alboroto, pero pasará pronto. Además, pienso abandonar palacio en cuanto sea posible.
¡Ya estaba todo dicho! Había explicado a Nyssa los detalles del malvado plan de su abuelo y le había confesado su amor. Tendió una mano a su esposa, pero ésta le respondió con un manotazo.
– ¡Ahora lo entiendo! -bufó-. Vuestro abuelo se ha salido con la suya y vos habéis conseguido una esposa rica. No me extraña que hayáis accedido a tomar parte en esta conspiración. Aseguráis que nadie estaría dispuesto a casarse conmigo después de lo de esta noche pero yo me pregunto quién querría casarse con vos. Tenéis tan mala reputación que ningún padre desea confiar a su hija al desalmado que abandonó a su esposa embarazada y la empujó al suicidio -le acusó-. ¡Sólo podíais obtener una esposa decente mediante el engaño y la mentira, y eso es exactamente lo que habéis hecho!
Aquélla se le antojaba una manera muy curiosa de pasar su noche de bodas pero si aquella noche le hubieran dicho que estaba punto de convertirse en una mujer casada, no lo habría creído.
No sin esfuerzo, Varían de Winter consiguió dominarse. Nyssa tenía parte de razón y él no podía pretender que olvidara su turbio pasado de repente.
– He prometido deciros la verdad y lo haré, pero debéis guardar el secreto, ¿lo haréis?
Nyssa asintió. Sentía curiosidad por averiguar en qué lío se hallaba metida sin tener arte ni parte. A pesar de que todavía era una niña, era una muchacha muy práctica y no había tardado en comprender que, por muchos improperios furiosos que lanzara a su marido, su situación no iba a variar lo más mínimo. Estaba casada y nada ni nadie podía cambiarlo, así que lo mejor que podía hacer era escuchar las explicaciones del conde.
– Guardaré el secreto siempre y cuando no esconda una traición al rey -prometió-. Si es así, no deseo saber de qué se trata.
– Nadie quiere traicionar al rey -aseguró el conde de March tendiéndole la mano-. Sentaos junto al fuego mientras os explico mi historia. Hace mucho frío y no quiero que cojáis un resfriado.
Nyssa tomó la mano que Varían de Winter le tendía y sintió cómo apretaba la suya con fuerza. El conde se acomodó en un sillón junto a la chimenea y sentó a Nyssa en su regazo. Sorprendida, la joven se debatió entre sus brazos tratando de ponerse en pie.
– De eso nada -dijo Varían de Winter sujetándola con firmeza-. Si queréis conocer mi historia, tendréis que quedaros quietecita en mi regazo. Dejad de resistiros o me veré obligado a tomar severas medidas.
– ¿Qué clase de medidas?
– Daros un azote, por ejemplo.
– ¡No os atreveréis!
– No me tentéis, señora.
– ¡Sois un hombre odioso! -protestó Nyssa-. ¿Gomo os atrevéis a amenazarme con darme una azotaina? ¡No soy una niña!
Tenéis razón, Nyssa Wyndham, pensó el conde reprimiendo una sonrisa. No sois una niña; sois la mujer más deliciosa que he tenido entre mis brazos y me muero por poseeros.
– Estoy esperando, señor -se impacientó Nyssa sacándole de sus cavilaciones.
– Es una historia muy simple -empezó Varían de Winter enrojeciendo al pensar que quizá Nyssa había adivinado sus pensamientos-. Cuando mi tío Enrique Howard tenía quince años se hizo amante de una joven muy bonita. No era la primera; yo mismo le pillé detrás de un seto con la hija del lechero cuando sólo tenía doce años. La cuestión es que la muchacha quedó embarazada y su familia se empeñó en conocer la identidad del padre, pero todo cuanto consiguieron arrancar a la muchacha fue que éste pertenecía a la familia del duque. Pidió ayuda a Enrique pero mi tío temía la reacción de su padre y se desentendió de su responsabilidad. La pobre niña se suicidó y cuando su enfurecida familia acudió a mi abuelo a pedir cuentas yo me ofrecí a cargar con la culpa. Mi tío era tan joven y parecía tan confundido que me dio pena.
– No era tan joven como para hacer según qué cosas -repuso Nyssa.
– Ahora me arrepiento de haberme acusado de un crimen que no cometí -añadió Varían de Winter-. Nunca imaginé que el escándalo y la fama de crápula sin escrúpulos me perseguirían dondequiera que fuese.
Nyssa no acababa de creerse aquella historia. ¿Realmente era tan noble y generoso como pretendía nacerle creer o trataba de ganarse su confianza con un montón de mentiras? ¿Podía confiar en él?
– Si vuestro abuelo consintió que cargarais con esa culpa hizo mal -dijo-. Vuestro tío era muy joven y se le habría perdonado su falta con facilidad, pero un adulto hecho y derecho… Sólo un hombre sin corazón habría hecho algo así. No me extraña que nadie permita que sus hijas se acerquen a vos.
– A mi abuelo sólo le importa su familia y ocupar una posición influyente en la corte -contestó el conde-. A pesar de sus defectos, es uno de los nobles más fieles a su majestad.
– ¿Quién es la otra mujer? -preguntó Nyssa cambiando de tema de repente-. ¿Quién será la próxima reina de Inglaterra?
– Mi prima Cat -suspiró Varian de Winter.
– ¡Pobre Cat! -exclamó Nyssa con lágrimas en los ojos.
– Sí, pobre Cat -asintió él apartándole un mechón de la cara-. Pero os sorprendería conocer las ganas que tiene de convertirse en reina.
– Lo sé -repuso Nyssa apartándose de él-. La buena de Cat es una Howard de los pies a la cabeza. ¿Quién sabe? Quizá haga feliz a Enrique Tudor.
– Y ahora que conocéis la verdad, ¿todavía estáis enfadada conmigo? -preguntó Varían de Winter.
Nyssa volvió la cabeza para mirarle a los ojos y dio un respingo cuando advirtió que los labios del conde se acercaban peligrosamente a los suyos.
– No lo sé -contestó-. Me temo que ambos somos víctimas de la ambición sin límites de los Howard. Cuando lady Ana deje de necesitar de mis servicios espero que nos marchemos muy lejos y no volvamos a ver a un Howard nunca más. Vuestra madre era una de ellos pero vos sois un De Winter y ya es hora de que olvidéis a vuestro abuelo y hagáis algo por vos.
Toda su vida había sentido uña desagradable sensación de vacío pero no había sabido de qué se trataba hasta que no había escuchado las palabras de Nyssa. Necesitaba una mujer capaz de poner sus intereses y los de la familia De Winter por encima de cualquier otra cosa. Quería tanto a su abuelo que había hecho todo cuanto le había pedido, pero Nyssa tenía razón: él era el quinto conde de March y tenía que empezar a comportarse como tal.
– Mi abuelo me ha obligado a tomaros como esposa por su propia conveniencia pero he conseguido el mejor regalo de bodas que podía haberme hecho.
– ¿Cuál? -preguntó Nyssa revolviéndose inquieta. Varían de Winter la miraba tan fijamente que empezaba a asustarse.
– Vos -contestó él mientras le acariciaba un mechón de su sedoso cabello oscuro y se lo llevaba a los labios.
Nyssa sintió un nudo en la garganta y tragó saliva con dificultad. Su corazón latía con fuerza y desacompasado y la inquietante proximidad de su nuevo marido le ponía la carne de gallina.
Varían de Winter desabrochó los botones dorados que mantenían cerrado el abrigo de terciopelo rosa que Bliss Fitzhugh había prestado a su sobrina y le acarició el rostro y la nuca.
– El rey ha ordenado que nuestro matrimonio sea consumado esta misma noche -se lamentó-. Os juro que si por mí fuera primero os cortejaría como hace cualquier hombre decente que ama y admira a una mujer con la que espera casarse algún día. Cuando os conocí me juré hacerlo así, pero vuestra familia no me permitía acercarme a vos. Esta noche nos hemos unido en matrimonio y yo tampoco me siento a gusto, pero si no consumamos nuestra unión en pocas horas, el rey nos enviará a la Torre.
– ¡Muy propio de Enrique Tudor! -bufó Nyssa-. ¿Qué habría ocurrido si el duque de Cleves llega a pedirle esa misma prueba?
– Decidme qué os ha contado vuestra madre sobre lo que ocurre entre un hombre y su esposa cuando están solos -pidió Varían de Winter mientras ayudaba a Nyssa a ponerse en pie. La despojó de su abrigo, se desabrochó la bata y arrojó ambas prendas despreocupadamente sobre una silla. Desconcertada, Nyssa le miró a los ojos.
– Mi madre decía que me explicaría todo cuanto debía saber cuando me comprometiera para casarme, -contestó cuando hubo recuperado la compostura-. Las damas de la reina hablan mucho pero no sé cuánto hay de verdad en sus comentarios. Me temo, señor, que soy una completa ignorante -admitió-. Después de todo, nunca he tenido un pretendiente.
Así que es una auténtica virgen, se dijo el conde. No era de extrañar. Nyssa era una muchacha del campo y provenía de una familia respetable. La primera vez que la había besado había sido parte de una pantomima y la segunda vez lo había hecho por orden del arzobispo, pero ahora, tenía aquella boca en forma de corazón para él solo. No está mal para empezar, pensó mientras le rozaba los labios con los suyos. Se separó unos centímetros y comprobó que la joven había mantenido los ojos abiertos mientras él la besaba.
– Cerrad los ojos -dijo.
– ¿Por qué? -preguntó ella.
– Porque… -titubeó Varían de Winter-. Porque se hace así. Vamos, cerrad los ojos.
Nyssa obedeció y le ofreció sus labios. Varían de Winter se echó a reír y la joven volvió a abrir los ojos.
– ¿De qué os reís? -preguntó, enojada-. ¡Como si no estuviera bastante nerviosa! Supongo que os sentís superior, ¿verdad?
– No me río de vos, lady Nyssa -aseguró el conde-. Es que os encuentro deliciosa y me siento muy feliz. Volved a cerrar los ojos.
Cuando lo hizo, él la besó con suavidad y la estrechó contra su pecho mientras trataba de no ir demasiado deprisa. Saltaba a la vista que estaba desconcertada y asustada.
Nyssa sintió que la cabeza, le daba vueltas y se aferró a su marido para no caer al suelo mientras emitía un suave suspiro. Varían tenía razón: era más agradable cuando cerraba los ojos, aunque tampoco habría sabido decir por qué. Entrelazó las manos en la nuca del conde y, tomando su rostro entre sus manos, lo cubrió de besos. Varían de Winter rozó con sus labios los párpados de Nyssa, su frente, sus mejillas, la punta de la nariz y por último los labios. Sus besos había aumentado de intensidad pero a Nyssa parecía gustarle y se puso de puntillas para prolongar aquel beso. Un hormigueo recorrió su cuerpo y se dijo que nunca se había sentido tan… tan… No encontraba palabras para describir las sensaciones que se habían apoderado de ella.
Varian de Winter la enlazó por la cintura y la levan tó en el aire para aumentar la presión sobre los labios de Nyssa. Segundos después, la depositó en el suelo con suavidad.
– Es la primera vez que un hombre os besa así, ¿verdad? -preguntó a su azorada esposa-. Aprendéis muy deprisa.
– ¿Lo he hecho bien, señor? -preguntó ella, expectante.
– Lo habéis hecho muy bien -aseguró-. Salta a la vista que mis besos os gustan y apenas se nota que os falta experiencia. Sin embargo, hay algo que no me gusta -añadió provocando la alarma de la joven-. Somos marido y mujer y todavía no habéis pronunciado mi nombre ni una sola vez. Nyssa es un nombre precioso. Es de origen griego, ¿verdad?
– Así es -contestó. Varían de Winter parecía un hombre imprevisible y peligroso y Nyssa se preguntaba si era un desalmado o simplemente un joven travieso. Eso sí, sus besos expertos eran lo más delicioso que había probado en su vida.
– Mi madre escogió mi nombre antes de morir ^-dijo él-. Pidió a mi padre que si tenía un niño le pusiera el nombre de Varían. Ella siempre decía que los hombres somos criaturas tan variables como el viento.
– Varían… -murmuró Nyssa-. Me gusta. Me habría gustado conocer a vuestra madre. Siento que muriera al nacer vos.
– Vuelve a decir mi nombre -pidió el conde.
– Varían… Varían… -repitió Nyssa-. ¡No, Varían, por favor! -gritó cuando él hizo ademán de quitarle el camisón.
– No olvides que ya te he desnudado una vez esta noche -contestó el conde mientras tomaba las manos temblorosas de la joven entre las suyas y se las llevaba a los labios-. Eres preciosa -añadió empezando a besarle las muñecas.
Nyssa se ruborizó y susurró algo que Varían no entendió. Acercó el oído a su boca y le pidió que repitiera sus palabras.
– He dicho que no sé qué hacer. Despertáis mis sentidos, pero desconozco la técnica del amor y tengo miedo.
– De momento limítate a disfrutar del homenaje que tu devoto marido va a dedicar a tu maravilloso cuerpo -contestó Varían de Winter bajándole el camisón hasta la cintura y besándole un hombro desnudo.
Sus labios cálidos recorrieron su garganta y la piel sedosa de sus hombros. Nyssa protestó débilmente cuando el conde apoyó una mano en uno de sus pechos y jugueteó con el pezón hasta que se endureció bajo sus dedos.
– Varían… -gimió a punto de desmayarse. ¿Era pasión lo que sentía? Si aquél era el principio del galanteo, ¿cómo debía ser el resto? Seguramente, maravilloso e inquietante. Varían le sonrió y las piernas volvieron a temblarle mientras se perdía en sus besos.
Casi sin darse cuenta, empezó a acariciarle la nuca. Varían se dijo que nunca había deseado tanto.a una mujer. Sin embargo, no podía obligarla a hacer nada que no quisiera hacer. ¡Si el rey no se hubiera empeñado en que el matrimonio debía ser consumado aquella misma noche! Hubiera preferido esperar hasta que ella le deseara tanto como él la deseaba pero apenas les quedaban unas horas. Estaba dispuesto a procurar que su primera experiencia resultara satisfactoria… si no moría de deseo contenido antes de llevar a cabo su propósito.
Se separó unos centímetros y, apoyando las manos en las caderas de Nyssa, acabó de bajarle el camisón. La prenda resbaló hasta el suelo y cayó sobre la camisa de dormir que Varían de Winter se había arrancado con un brusco movimiento. Tomó a Nyssa en sus brazos y hundió el rostro entre sus pechos mientras sentía los acelerados latidos del corazón de la joven bajo sus labios, Nyssa había cerrado los ojos, avergonzada de encontrarse junto a un hombre desnudo, pero había clavado las uñas en sus hombros y su respiración entrecortada junto a su oído le hacía cosquillas. Volvió a depositarla en el suelo y se inclinó para besar mejor aquella boca tentadora.
– ¡Me voy a desmayar! -exclamó Nyssa apartándose de él. Estaba pálida y desencajada, respiraba con dificultad y no sabía si deseaba que aquello continuara hasta el final. Las emociones que se habían apoderado de ella eran tan intensas que sentía que empezaba a perder el control de sus actos. ¿Por qué no le había explicado nadie que se podía morir de pasión?
Varían de Winter la llevó hasta la cama y se tumbó a su lado.
– ¿Te apetece un poco de vino? -ofreció apoyándose en un codo y mirándola a los ojos-. Te ayudará a calmarte.
– No tengo miedo -mintió Nyssa-. Lo que pasa es que no estaba preparada para algo así. ¿Es siempre tan intensa la pasión entre los esposos? -preguntó atreviéndose a contemplar el cuerpo desnudo de su marido por primera vez.
– Cuando se ama de verdad, es todavía más intensa
– contestó él-. Sospecho que lo que sientes en estos momentos es una mezcla de deseo y fascinación por lo desconocido, algo normal en una muchacha virgen atrapada en un matrimonio de conveniencia. Aunque no te amara, podría encender tu pasión fácilmente con mis besos y mis caricias -confesó.
– He oído que habéis tenido muchas mujeres
– dijo Nyssa-. ¿Sois un buen amante, señor?
– Eso dicen algunas -contestó Varían de Winter, desconcertado por la inesperada pregunta. Es la conversación más curiosa que he mantenido con una mujer desnuda, se dijo divertido-. ¿Siempre eres tan charlatana? -preguntó rozándole los labios con la punta de un dedo-. Te recuerdo que ésta es nuestra noche de bodas.
– Primero tengo que saber algunas cosas… -empezó Nyssa antes de que su marido interrumpiera sus palabras con un beso.
– Si te asustas, dímelo, ¿de acuerdo? -murmuró él tomando de nuevo las riendas de la situación y besándole el lóbulo de la oreja-. Ahora estamos en la cama, así que no hay peligro de que te caigas. Y no te preocupes si te sientes mareada; es normal -añadió mordiéndole un hombro desnudo con suavidad-. ¡Dios mío, eres deliciosa!
Aunque empezaba a sentirse mareada, Nyssa no estaba asustada. Varían estaba siendo muy paciente y considerado con ella. Algo le decía que era un mujer afortunada y que otro en su lugar no se habría andado con tantas contemplaciones. Guardó silencio y dejó que él explorara su cuerpo a placer. Es curioso, se dijo mientras contemplaba cómo su marido acariciaba sus hombros, sus brazos, las yemas de sus dedos y su cuello. Cuando sus labios se detuvieron en su pecho, Nyssa contuvo la respiración. Sabía que los bebés succionaban el pecho de sus madres pero no tenía ni idea de que los maridos también lo hicieran. Gimió y cambió de postura para ofrecer mejor su cuerpo a aquellas manos y aquellos labios ávidos. ¿Era un comportamiento propio de una muchacha decente? Pero eso había dejado de importarle.
A Varían también le daba vueltas la cabeza. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto haciendo el amor a una mujer. Nunca había estado con una muchacha virgen porque había preferido ahorrarse la responsabilidad de iniciar a nadie en las artes del amor, pero no estaba seguro de que fuera la inocencia de Nyssa lo que le encendía. ¡Amaba a aquella mujer! Acarició la suave piel perfumada de su nueva esposa y trató de controlar sus impulsos. Estaba seguro de que no iba a poder soportar aquella tortura durante mucho más tiempo pero no deseaba lastimar a Nyssa y había oído decir que la primera vez era menos doloroso para una mujer si se la excitaba bien. Cada vez que apoyaba los labios sobre su torso o su vientre liso sentía los latidos acelerados del corazón de la joven.
Con razón algunas muchachas pierden la cabeza y arruinan su reputación, se dijo Nyssa. Con razón las madres asustan a sus hijas. Si las doncellas supieran lo maravillosa que es la pasión, sus padres no podrían quitarles ojo en todo el día. Ésta debe ser la sensación más excitante y placentera que una mujer puede experimentar. Está reservada a las mujeres casadas… y ahora soy una mujer casada. Ronroneó satisfecha y dejó que las manos de su marido se deslizaran a lo largo de su espalda. Tímidamente al principio y más osadamente después le devolvió las caricias y entrelazó las manos en su cabello oscuro. Varían de Winter buscó su boca y sus besos se hicieron más insistentes.
– Abre la boca -ordenó.
Nyssa obedeció y dio un respingo cuando él le introdujo la lengua en la boca y buscó la suya. El cuerpo de la joven se había convertido en una sedosa lengua de fuego y Varían apenas podía contener su deseo.
– Yo también deseo acariciaros, señor -murmuró Nyssa rozándole una mejilla con un dedo.
– Eres una jovencita muy descarada -contestó él mientras se preguntaba hasta dónde estaba dispuesta a llegar.
– ¿Está mal que una esposa sea atrevida con su marido? -replicó la muchacha-. Me gusta que me acariciéis y yo también deseo hacerlo. ¿Qué hay de malo en eso? -preguntó mientras deslizaba sus manos a lo largo de la espalda de su marido y le acariciaba las nalgas-. Nunca había imaginado que la piel de un hombre pudiera ser suave como la de un bebé.
– ¿Y qué sabes tú del cuerpo de un hombre? -preguntó Varian con la voz quebrada por la excitación.
– Nada -confesó Nyssa-. Pero veo que estáis tan excitado como yo y deseo acariciaros. ¡Dejadme hacerlo, por favor! -suplicó tomando entre sus manos el rostro del conde y cubriéndolo de besos-. ¡Por favor!
Varian de Winter emitió un gruñido y se preguntó si todas las vírgenes eran tan atrevidas como Nyssa.
– Está bien -accedió echándose de espaldas-. Haz conmigo lo que quieras pero te advierto que se me está acabando la paciencia.
– ¿Y qué ocurrirá cuando se os acabe del todo? -preguntó Nyssa, que se había apoyado en un codo y le contemplaba desde aquella posición privilegiada. Los ojos verdes de Varian estaban clavados en los suyos color violeta y parecían echar chispas. Ella sólo había querido ganar tiempo pero todo cuanto había conseguido era excitarle todavía más. Sin embargo, el miedo que había sentido aquella noche se desvaneció cuando descubrió el poder de seducción que poseía y que nunca había utilizado.
– Cuando se me acabe del todo os montaré como el semental monta a sus yeguas y os haré una mujer de verdad -contestó Varian antes de sujetarla por la nuca y obligarla a besar su boca ardiente.
Aquel beso pareció renovar las fuerzas de Nyssa, quien se aplicó con entusiasmo a besarle una oreja. Instintivamente le introdujo la lengua y se vio recompensada con el efecto deseado. Varian luchaba por volver la cabeza pero ella le sujetó con firmeza y recorrió con la punta de la lengua su cuello y el pecho de su marido, deteniéndose en los pezones como él había hecho. Su piel sabía a sal pero era un sabor muy agradable. Cuan do inclinó la cabeza para posar los labios en su estómago y su vientre lo vio.
– ¿Qué es esto? -preguntó fascinada-. ¿Y por qué es tan grande?
– Creía que teníais hermanos -contestó él.
– Son pequeños y nunca se muestran desnudos delante de las mujeres. ¿Es esto lo que las damas llaman la herramienta de los hombres? -añadió alargando una mano y rozando el rígido miembro que sobresalía de su vientre.
– Lo siento, jovencita, pero has terminado con mi paciencia -murmuró Varian entre dientes.
– Todavía no estoy lista -protestó Nyssa, consciente de que el juego estaba tocando a su fin. Sospechaba que aquello no era sólo un juego y empezaba a pensar si no sería una buena idea saltar de la cama y huir.
– ¿Cómo lo sabes? -replicó él obligándola a echarse de espaldas y apoyándose en un codo-. Enseguida lo veremos -añadió tratando de separarle las piernas firmemente cruzadas-. Abre las piernas, Nyssa. No me niegues ahora el placer de tu cuerpo -ordenó mientras le separaba las rodillas y apoyaba una mano en un lugar donde ella no se había atrevido a hacerlo nunca-. ¿Sientes el calor que desprende tu cuerpo?
Incapaz de articular palabra, Nyssa asintió. Había perdido el control de la situación pero no sentía ningún miedo. Varian introdujo un dedo entre los pliegues de su cuerpo y lo movió entre la carne húmeda y resbaladiza.
– Los humores del amor han empezado a fluir -murmuró mientras le besaba una oreja-. Ya estás lista para recibirme -añadió mientras su dedo encontraba su clítoris y lo frotaba con suavidad.
Nyssa ahogó un grito. ¿Qué le estaba ocurriendo?
Las caricias de su marido se habían hecho muy atrevidas y cada vez le proporcionaban más placer. Gimió y sus ojos se llenaron de lágrimas.
– Ya no puedo más, señor -sollozó.
– Yo tampoco -contestó Varían tumbándose sobre ella.
Nyssa volvió a sentir miedo y luchó por librarse de su abrazo pero el conde sujetó sus manos con firmeza y la obligó a separar las piernas.
– No te resistas ahora, cariño.
– ¡No! -gritó Nyssa apartando el rostro para esquivar los besos de su marido-. ¡Quiero casarme con el hombre a quien yo ame!
– ¡Entonces ámame! Somos marido y mujer, Nyssa, y el rey ha ordenado que nuestro matrimonio sea consumado esta misma noche. ¡No te resistas ahora, maldita sea!
Nyssa sintió algo penetrando en su cuerpo y de repente comprendió la utilidad de la llamada herramienta de los hombres. ¡Las mujeres tenían un pasadizo escondido entre las piernas y cuando un hombre lo atravesaba se creaba una nueva vida! Aunque se sentía engañada y ultrajada, advirtió que Varian estaba tratando de ser delicado por lo que trató de dominar el miedo que la poseía y se abrió para él como una flor.
Varian cerró los ojos mientras penetraba a Nyssa con toda la suavidad que podía. El rey había ordenado que hiciera de Nyssa una mujer aquella misma noche pero habría dado cualquier cosa por que la muchacha le amara tanto como él. De repente tropezó con un obstáculo que detuvo su avance. Cuando Nyssa protestó y arqueó la espalda Varian supo que el himen estaba tan firmemente sujeto que no había forma de atravesarlo con delicadeza.
– ¡Me haces daño! -gimió Nyssa-. ¡Suéltame, por favor!
Como toda respuesta, Varian la penetró con fuerza. Nyssa gritó y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. El conde de March se sentía como un monstruo pero era demasiado tarde para echarse atrás. Sus embestidas se hicieron más rápidas y fuertes hasta que creyó morir de placer.
¿Cómo puede ser tan cruel?, se preguntó Nyssa sin dejar de sollozar. El vientre y la parte superior de los muslos le ardían y le dolían por lo forzado de la postura. Durante unos minutos se debatió entre los brazos de su marido tratando de huir de aquella tortura pero el dolor desapareció de repente tal y como había aparecido. En su lugar sintió la sensación del cuerpo de Varian dentro del suyo y, volvió a llorar, esta vez de placer. Permanecieron abrazados hasta que, exhausto y casi sin respiración, Varian de Winter se separó de Nyssa y se tendió a su lado. Ninguno de los dos podía hablar pero él le apoyó la cabeza en su pecho y le acarició el cabello para recordarle que la amaba más que al principio de la noche.
Nyssa sentía bajo la mejilla los latidos acelerados del corazón de su marido. Todavía estaba desconcertada por lo que acababa de ocurrir entre ellos. Estaba furiosa con su madre por no haberle hablado nunca de la pasión entre esposos pero admitía que no debía ser fácil hablar a una hija de un acto tan íntimo.
¿Se encuentra bien? ¿Me perdonará algún día?, se preguntaba el conde de March, angustiado.
– Nyssa, ¿estás…? Ya sé que te he hecho daño pero te aseguro que sólo ocurre la primera vez.
– Yo no sabía…
– ¿Me perdonas?
– Sé que habéis sido muy paciente conmigo, señor -contestó Nyssa mirándole a los ojos-. Os pido disculpas por haberme mostrado tan cobarde. Normalmente no soy así. La pasión es un sentimiento muy poderoso, ¿verdad? -añadió acariciándole una mejilla-. ¿Ocurre siempre así?
– Si el hombre y la mujer se desean, sí '•-contestó él tomando la mano de Nyssa entre las suyas y besándole la palma.
– ¿Era esto lo que quería el rey?
– Sí, querida.
Nyssa guardó silencio y poco después se quedó profundamente dormida. Varian permaneció despierto unos minutos escuchando su acompasada respiración pero no tardó en unirse al sueño de su esposa.
Se despertaron sobresaltados cuando pocas horas después alguien llamó a la puerta. Sin dar tiempo a Varian de Winter a salir de la cama, Thomas Howard entró en la habitación.
– Está amaneciendo. ¿Has hecho lo que debías? -preguntó a su nieto sin más preámbulos.
Varian cubrió a su esposa con la colcha. La joven dirigió una mirada furiosa al duque de Norfolk. No sólo se atrevía a irrumpir en el dormitorio de unos esposos sino que la miraba de arriba a abajo sin mostrar el más mínimo pudor.
– ¿Sí o no? -se impacientó él ignorando la mirada de Nyssa-. La joven es lo bastante bonita para excitar a cualquier hombre.
– Si sales de la habitación yo mismo te daré la prueba que el rey necesita, abuelo -contestó Varian con frialdad.
– Primero tenemos que hablar de un pequeño asunto. Deja de mirarme como si quisieras clavarme un puñal en el corazón, muchacha -añadió dirigiéndose a Nyssa-. Lo hecho, hecho está y ahora es momento de pensar en una explicación convincente que silencie las lenguas viperinas de la corte.
– Ya que contar mentiras se os da tan bien, dejaré que seáis vos mismo quien invente la historia -res pondió Nyssa, en absoluto intimidada-. ¿Qué habéis pensado? Mi virtud y mi decencia son conocidas en una corte donde las infidelidades y los escándalos están a la orden del día. ¿Diréis que de repente sufrí un ataque de pasión por vuestro nieto o contaréis que nos hemos fugado juntos?
– Lo tengo todo pensado -respondió el duque de Norfolk-. Todo cuanto tenéis que hacer es escuchar con atención y comprometeros a no contradecir mi versión. He hablado con vuestros tíos y creen que es lo mejor y el rey también está de acuerdo. A pesar de vuestro deplorable comportamiento, no os desea ningún mal.
– ¿Mi deplorable comportamiento? -gritó Nyssa, furiosa-. ¡Ya he oído suficiente! Conozco vuestros planes de convertir a Cat en la próxima reina de Inglaterra y sé cómo llegué hasta la cama de vuestro nieto.
– ¿Ah, sí? Entonces, espero que seas lo bastante sensata como para mantener la boca cerrada. Si no lo haces, tu marido y tú acabaréis vuestros días decapitados en la Torre.
– ¡Si no fuera por lady Ana, me marcharía de Gre-enwich ahora mismo!
– Sois libre de hacerlo, señora.
– ¿Y dejar a su majestad sola e indefensa? Ni hablar. El rey me ha dado permiso para seguir sirviéndola y pienso permanecer a su lado hasta el final.
– Está bien, pero ahora debéis escucharme con atención -se impacientó Thomas Howard-. Diremos que anoche Varian os raptó, os trajo a su habitación y allí os violó. Vos conseguisteis escapar y corristeis a contárselo a vuestros tíos. Ellos protestaron al rey y éste ordenó que la boda se celebrara inmediatamente. De esta manera, vuestra reputación queda intacta y os convertís en la víctima inocente. ¿Estáis satisfecha?
– ¡Es que yo soy la víctima inocente!:-protestó Nyssa-. Lo siento, señor, pero no voy a permitir que difaméis a mi marido de esta manera. ¿Es que no tenéis corazón? ¿Vais a manchar la reputación de vuestro nieto todavía más?
– Si tenemos en cuenta su fama de amante sin escrúpulos y la vuestra de dama virtuosa, ésta es la explicación más convincente -contestó Thomas Howard-. Y por la cuenta que os trae, vos la corroboraréis palabra por palabra.
Nyssa abrió la boca para decir al duque que sabía que su marido se había acusado de un crimen que no había cometido para salvar la reputación de los Howard, pero Varian de Winter la hizo callar apretándole la mano con disimulo bajo la colcha. Nyssa se mordió el labio inferior y se volvió para mirarle. El se llevó un dedo a los labios y negó con la cabeza. Las dudas volvieron a asaltarla: ¿la había engañado para ganarse su confianza o había dicho la verdad?
– Espero que por lo menos digas que fue mi amor por lady Nyssa lo que me llevó a hacer algo tan despreciable, abuelo -bromeó.
– Toda la corte murmura que el rey se ha encaprichado de mí -intervino Nyssa-. A todos les extrañará que su majestad no haya encerrado a mi marido en la Torre por apropiarse de algo que deseaba y casi consideraba suyo.
– No olvidéis que el rey todavía es un hombre casado -replicó el duque de Norfolk, admirado por la viveza y la inteligencia mostrada por la muchacha-. Nunca admitiría en público que ama a otra mujer.
– Lo hizo antes de casarse con vuestra sobrina Ana.
– Tened cuidado con lo que decís, señora -gruñó Thomas Howard-. Quizá debería pedirte disculpas por haberte dado como esposa a una mujer con una lengua tan viperina -añadió dirigiéndose a su nieto.
– Eso es exactamente lo que deberíais hacer -con testó Nyssa-. Deberíais disculparos inmediatamente. Sois el hombre más cruel que he conocido.
– Cállate, querida -murmuró Varian.
– Ya sabes lo que tienes que hacer -contestó el duque-. Esperaré fuera pero date prisa. El rey se despertará de un momento a otro y quiero acabar con esto cuanto antes.
Dicho esto, se dio la vuelta y salió de la habitación dando un portazo.
– ¿Cómo puedes serle tan leal? -preguntó Nyssa cuando estuvieron a solas de nuevo-. Vendería a su propio padre con tal de conseguir sus propósitos.
– Te prometo que es la última vez que me rebajo por él -aseguró el conde de March. Quería a su abuelo pero admitía que esta vez Nyssa tenía razón: había ido demasiado lejos. No podía permitir que la vergüenza de una violación cayera sobre Nyssa.
– ¡Le odio! -gritó Nyssa-. ¡Es un hombre malvado y cruel!
– ¿De qué otra manera podríamos explicar nuestro precipitado matrimonio? -se lamentó Varian-. Todo el mundo sabe que hasta anoche apenas habíamos cruzado palabra. No hay más remedio que aceptar la versión de mi abuelo y te pido perdón por la vergüenza y la humillación que su historia te reportará.
– ¿No podríamos decir que me sedujiste? -propuso Nyssa-. ¿Es necesario hablar de violación? Prefiero que me acusen de ser una cabeza de chorlito a que se diga que me he casado con un villano. ¿Por qué no mantenemos nuestro matrimonio en secreto? Después de todo, el rey…
– ¿Y si has quedado embarazada después de lo de anoche? -la interrumpió Varian-. ¿Cómo explicarías eso? Es mejor que hagamos público nuestro matrimonio cuanto antes. Tu primer hijo no será un bastardo
– añadió besándola con suavidad-. Levántate.
– Necesito que venga Tillie.
– ¿Quién es Tillie?
– Mi doncella personal. Necesito que me traiga algo de ropa.
– Envuélvete en la colcha -contestó el conde-. Mi abuelo espera que le dé la sábana.
– ¿Para qué? -quiso saber Nyssa apresurándose a obedecer.
El conde deshizo la cama y señaló una mancha de sangre en mitad de la sábana.
– ^¿Lo ves? -preguntó antes de arrancarla de un tirón-. Eso prueba que anoche eras virgen y que esta mañana ya no lo eres.
Abrió la puerta de la habitación, tendió la sábana a su abuelo sin mediar palabra y volvió a echar la llave.
– Pediré a Toby que vaya en busca de tu doncella. Supongo que duerme en la habitación destinada a los criados de las damas de la reina, ¿verdad? Descríbemela para que Toby pueda encontrarla.
– Es una joven de mi edad, no muy alta y lleva el cabello recogido en una trenza -contestó Nyssa-. ¡Por favor, dile que sea discreto! -suplicó-. No quiero ni pensar en el escándalo que se organizará cuando todo se sepa.
El conde llamó a su criado y se apresuró a ponerle al corriente de lo ocurrido aquella.noche.
– Ayer me casé con esta dama -explicó al desconcertado muchacho-. No creas las habladurías que se extenderán por palacio dentro de pocas horas. Ahora vete y busca a Tillie, la doncella de mi esposa -ordenó.
– Dile que me traiga algo de ropa -añadió Nyssa-. La reina me espera pero no puedo ir a ninguna parte sin ropa.
– Sí, señora -dijo Toby haciendo un esfuerzo por apartar la mirada de la hermosa joven envuelta en una colcha y apresurándose a abandonar la habitación.
Le costó bastante convencer a Tillie de que su señora se encontraba en los aposentos del conde de March.
– No te creo -aseguró la joven negando con la cabeza-. Lady Nyssa está en la habitación de las damas, como debe ser.
– Te digo que no -replicó Toby tratando de no levantar demasiado la voz-. Está en la habitación de mi amo envuelta en una colcha y dice que no puede ir a ninguna parte sin su ropa. Quiere que tú se la lleves. Si no me crees, entra en el dormitorio de las damas y compruébalo tú misma. Nadie llama mentiroso a Toby Smythe.
Tillie recorrió la habitación donde creía haber dejado a Nyssa durmiendo pero no vio a, su señora por ninguna parte. Corrió al vestidor, tomó un vestido, un par de zapatos y un cepillo para el cabello y regresó junto al muchacho.
– ¡Deprisa, llévame a la habitación de tu amo! -le apremió-. Si descubro que me has tomado el pelo, me aseguraré de que tu señor te dé tu merecido. Yo misma estaré encantada de propinarte unos cuantos azotes.
– Eres una chica muy desconfiada, ¿sabes? -contestó Toby con una sonrisa-. Sigúeme y no hagas ruido.
Tillie abrió unos ojos como platos cuando entró en los aposentos del duque de Norfolk y admiró el lujo de las estancias pero no dijo nada. Toby llamó a una puerta cerrada y cuando ésta se abrió indicó a la muchacha que entrara. Nyssa la esperaba envuelta en una colcha, tal y como Toby había dicho.
– ¿Qué hacéis aquí, señora? ¿Por qué no estáis en la habitación de las damas?
– Soy una mujer casada, Tillie -respondió Nyssa-. Deja mi ropa sobre la cama y di a Toby que vaya a buscar agua caliente. Te lo contaré todo mientras me visto pero deseo hablar con su majestad antes de que los chismes malintencionados se extiendan por palacio. Tillie ordenó a Toby que trajera el agua y se sentó en la cama para escuchar la increíble historia de su señora. A una muchacha buena y sencilla como ella el plan del duque de Norfolk se le antojó poco menos que malvado pero se alegraba de que Nyssa hubiera decidido confiar en ella y le hubiera contado la verdad. Así sería más fácil cerrar la boca a las lenguas viperinas de la corte. Naturalmente, prometió a Nyssa guardar el secreto. A pesar de ser sólo una simple campesina, era una mujer muy inteligente y sabía que podía comprometer seriamente a su señora si contaba lo que ésta acababa de revelarle.
– El conde y vuestra madre se pondrán furiosos cuando se enteren -dijo-. No les gustará que os hayáis casado obligada y rodeada del escándalo y las suspicacias de los cortesanos. Insististeis hasta que os prometieron que podríais escoger a vuestro marido y ahora me pregunto cómo vais a explicar vuestro precipitado matrimonio. ¿Cómo es él, señora? -preguntó, incapaz de dominar su curiosidad-. ¿Es guapo? Algunas criadas dicen que es un seductor incansable pero sospecho que la mitad de esas historias son pura invención y la otra mitad, exageración.
– No sé qué pensar, Tillie -confesó Nyssa-. Ha sido amable y considerado conmigo pero no sé si puedo confiar en él. El tiempo dirá…
– ¿Dónde viviréis?
– De momento nos quedaremos en palacio pero dentro de unas semanas nos trasladaremos al castillo del conde, al otro lado de Riverside. Gracias a Dios tendremos a nuestra familia y amigos muy cerca. Lord De Winter está cansado de la vida de palacio y desea instalarse en el campo definitivamente.
– Entonces no debe ser tan malo como dicen -concluyó Tillie.
En ese momento Toby entró en la habitación arrastrando una tina de madera.
– ¿Dónde la dejo? -jadeó.
– Junto al fuego, tonto -contestó Tillie-. ¿Dónde la vas a dejar? ¿Quieres que mi señora muera de un resfriado?
– Eres bonita como un día de verano pero un poco descarada -rió el muchacho-. Voy a buscar el agua.
– Será mejor que te ayude o nos llevará toda la mañana -dijo Tillie, en absoluto intimidada por el ingenioso cumplido que acababa de recibir.
La bañera no tardó en llenarse con la ayuda de algunos de los criados del conde. Tillie echó a Toby de la habitación sin demasiados miramientos y cerró la puerta con llave antes de ayudar a Nyssa a desvestirse y a meterse en la bañera. La joven se ruborizó al descubrir los restos de sangre en la parte superior de sus muslos y agradeció el silencio discreto de su doncella.
– ¿Dónde está vuestro marido, señora? -se atrevió a preguntar Tillie mientras la secaba.
– Se ha ido -contestó Nyssa. La verdad era que no tenía ni idea de dónde se encontraba. Él no le había dicho a dónde se dirigía a aquellas horas de la mañana y ella no se había atrevido a preguntar. Ahora debo concentrarme en la reina, se repitió mientras Tillie le ponía un vestido de seda color rosa bordado en plata y le cepillaba el cabello. En vez de dejárselo suelto, la doncella se lo recogió en un moño bajo sujeto con una redecilla plateada.
Nyssa contempló su imagen en el espejo y suspiró apesadumbrada.
– Me siento tan vieja, Tillie.
– Este nuevo peinado os sienta muy bien, señora -aseguró la doncella.
– Debo ir a ver a su majestad cuanto antes.
– ¿Qué queréis que haga con vuestras cosas ahora que ya no sois dama, de honor de la reina? ¿Vais a vivir en estas habitaciones hasta que nos marchemos?
– No deseo compartir mis aposentos con un hombre como el duque de Norfolk -contestó Nyssa, muy digna-. Lleva mis pertenencias a casa de mis tíos. Toby te ayudará.
– ¿Qué dirá vuestro marido, señora?
– No lo sé, Tillie -suspiró la joven antes de abandonar la habitación.
Ana de Cleves ya se había levantado cuando Nyssa llegó a sus habitaciones y sus compañeras interrumpieron su animada charla al verla entrar. Parecían asustadas y la contemplaban con los ojos abiertos como platos. Lady Rochford dominaba la situación y apenas podía contener una sonrisa triunfante. Demasiado tarde, se lamentó Nyssa. Lo saben.
– Ya no sois dama de honor de la reina, lady Wynd-ham… quiero decir lady De Winter -se apresuró a decir lady Browne, quien parecía incómoda.
– El rey me aseguró que podré seguir sirviendo a la reina mientras ella necesite a sus amigos a su lado.
– Si lo ha dicho el rey… -murmuró lady Browne bajando la mirada, avergonzada.
– Quiero ver a la reina -pidió Nyssa.
– ¡Descarada! -siseó alguien a su espalda.
– Diré a su majestad que estáis aquí-intervino Cat Howard saliendo en defensa de Nyssa.
Nyssa hizo un esfuerzo para no estallar en carcajadas. Sus compañeras se sentían superiores y creían saber lo ocurrido pero en realidad no tenían ni idea de lo que se estaba tramando en la corte. De momento le resultaba divertido pero no quería seguir siendo objeto de las miradas suspicaces de todo palacio. Estaba deseando abandonar la corte y no regresar nunca más.
Cat volvió minutos después con los ojos brillantes y una sonrisa en los labios.
– Su majestad os espera, lady De Winter -anunció haciéndole una reverencia y guiñándole un ojo.
– Gracias, señora -contestó Nyssa devolviéndole la reverencia.
Afortunadamente, la reina había pedido que las dejaran a solas para poder hablar con libertad. Nyssa se arrodilló frente a ella.
– ¡Mi querida amiga! -saludó Ana de Cleves corriendo a abrazarla-. ¡Siento tanto lo ocurrido! Lady Rochford me ha contado todo.
– Ha sido obra del duque de Norfolk -empezó Nyssa levantándose y sentándose junto a lady Ana-. Él sólo deseaba desacreditarme a los ojos del rey y vos sabéis por qué. Lady Rochford es cómplice del duque y le informa de todo cuanto ocurre aquí. ¿Sabíais eso?
– Lo sospechaba -asintió la reina-. ¡Nunca habría creído al duque capaz de obligar a su nieto a violarte! -añadió indignada.
– No fui violada, majestad -replicó Nyssa-. Lady Rochford puso un somnífero en la bebida que nos ofreció anoche.
Cuando hubo terminado de relatar su historia, la reina negó con la cabeza apesadumbrada.
– No puedo creer que se hayan ideado tantas intrigas y maquinaciones sólo para folfer a casar a Hendrick -murmuró-. Compadezco a Cat pero ella parece feliz. ¡No sabe lo que le espera!
– Tiene buen corazón pero es ambiciosa como el resto de los Howard. Es algo que se hereda de padres a hijos.
– ¿Y tu marido, Nyssa? ¿También corre por sus fe-nas la ambición de los Howard?
– Mi marido es un De Winter, majestad, y espero que de ahora en adelante se comporte como tal -respondió Nyssa-. En cuanto a nuestro matrimonio, Varían parece un buen hombre pero es.un completo desconocido. Espero aprender a amarle.
– A juzgar por cómo hablas de él, yo diría que ya has empezado a amarle. ¿Le habías visto alguna vez?
– Bailé con él el día de vuestra boda.
– Quizá el arzobispo acceda a anular vuestra unión cuando se haya solucionado el asunto de mi divorcio y Hendrick se haya casado de nuevo.
– No hay razón para anular este matrimonio, señora -confesó Nyssa-. El rey ordenó que fuera consumado inmediatamente y el duque de Norfolk se ofreció a llevarle la prueba de que así había sido.
– Una vez me diguiste que el rey ser despiadado e implacable pero yo resistí a creerte porque a mí siempre me había tratado bien. Sin embargo, su comportamiento en este asunto prueba que es hombre sin corazón.
– La escena que encontró era tan chocante que se puso furioso -replicó Nyssa saliendo en defensa de su monarca-. Prometió a mi madre cuidar de mí como si fuera su propia hija y no sospecha que Thomas Ho-ward maquina a sus espaldas. Al ver que mi reputación podía quedar manchada para siempre hizo lo que creyó mejor para limpiar el nombre de mi familia. Ordenó que el conde y yo nos casáramos inmediatamente y si insistió en que el matrimonio se consumara esta misma noche lo hizo para evitar una anulación o un divorcio posterior. Recordad que soy una heredera.
– Esos Howard están tan ambiciosos… -se lamentó la reina.
– Así es, señora.
– ¿Cuándo te vas?
– En cuanto su majestad se encuentre instalada en su nuevo hogar y no necesite de mis servicios -contestó Nyssa-. El rey me ha dado permiso para seguir a vuestro lado. No pienso dejaros cuando más me ne cesitáis. ¡Habéis sido tan buena conmigo! -exclamó tomando la mano de lady Ana y besándola.
Aunque había sido educada para ocultar sus sentimientos, la reina sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Todos sus subditos y los nobles de palacio la habían recibido calurosamente pero Nyssa Wyndham era especial.
– Ja, -dijo estrechándole la mano cariñosamente-. Te quedarás conmigo hasta que todo se haya solucionado, ¿verdad? Será mejor que llame al resto de las damas. A partir de ahora serás la encargada de mis joyas hasta el día que Hendrick diga que ya no soy reina de Inglaterra.
Nyssa le hizo una reverencia y salió en busca de las damas encargadas de ayudar a su majestad a vestirse. Cuando éstas hubieron desaparecido en el interior de la habitación de la reina, las damas de honor se agolparon a su alrededor quitándose la palabra de la boca y acribillándola a preguntas sobre su precipitado matrimonio.
– Ya conocéis la versión oficial -contestó Nyssa-. No puedo decir nada más pero os pido que seáis amables con mi marido. No es tan malvado como algunos pretenden hacer creer.
– ¿Es un buen amante? -preguntó Cat Howard con una sonrisa maliciosa.
– El dice que sí -contestó Nyssa muy seria.
– ¿Y qué dices tú? -insistió Cat-. ¿Se te curvaron los dedos de los pies y gemiste de placer?
– Nunca había estado con un hombre antes, así que no puedo hacer comparaciones. No tengo más remedio que creerle.
– Yo creo que ha estado enamorado de ti desde el día que te conoció -intervino Elizabeth Fitzgerald-. Solía mirarte cuando creía que nadie le veía.
– Los irlandeses sois unos románticos incurables -replicó Nyssa-. Además, ¿cómo sabes que no dejaba de mirarme? ¿Le mirabas tú a él?
– Sí-confesó Bessie enrojeciendo hasta la raíz del cabello-. Los hombres atractivos con un pasado dudoso me parecen cien veces más interesantes que los que son simplemente atractivos. Dicen que nosotras, las irlandesas, sentimos debilidad por ese tipo de hombres.
– ¿Vas a dejarnos? -preguntó la pequeña Kate Carey.
– El rey me ha dado permiso para seguir sirviendo a la reina hasta que ésta deje de necesitarme. A partir de ahora me encargaré de sus joyas.
– Sospecho que muy pronto ninguna de nosotras estará aquí -repuso Kate-. Supongo que tú volverás al campo, ¿verdad, Nyssa? Tengo la impresión de que no vas a echar de menos la vida de palacio.
– Tienes razón, Kate. Me ha gustado servir a la reina y me alegro de haber hecho tan buenas amigas pero, al igual que mi madre, soy una mujer del campo. El río Wye separa las tierras de Varian de las mías y doy gracias a Dios porque no tendré que separarme de mi familia.
– ¿Crees que con el tiempo aprenderás a amar a tu marido? -preguntó Bessie.
– Poco importa si le amo o no -replicó Nyssa poniéndose seria de repente-. La cuestión es que estamos unidos en matrimonio hasta que la muerte nos separe. Pero no temáis por mí, mis queridas amigas. Reservad vuestra compasión para otras menos afortunadas que yo.
– Me gustaría hablar con Nyssa a solas -intervino Cat Howard-. Será mejor que vayáis a atender a la reina antes de que el resto de las damas empiece a preguntarse dónde estamos y salga a curiosear.
Bessie y Kate se apresuraron a obedecer.
– ¿Qué quieres ahora, Cat? -preguntó Nyssa cuando estuvieron solas-. ¿No crees que ya he hecho suficiente por ti?
Catherine Howard tuvo la decencia de ruborizarse al recibir el amargo reproche de su amiga.
– Ya conoces a mi tío -se defendió-. ¿Te atreverías a desafiarle? Es un adversario temible y yo no tengo el poder ni el valor necesarios para desobedecerle. Quiere a otra Howard en el trono de Inglaterra y esa Howard soy yo.
– Podías haberte negado, pero no lo hiciste porque en el fondo te atrae la idea de ser reina -la acusó Nyssa-. Enrique Tudor no es precisamente un marido de fiar: se divorció de la reina Catalina, decapitó a tu prima Ana, lady Jane murió tras dar a luz a su hijo y está a punto de anular su matrimonio con lady Ana. ¿Quién te asegura que no encontrará la manera de deshacerse de ti cuando se canse de tus carantoñas o una mujer más joven y bonita que tú le robe el corazón? Te has metido en la boca del lobo y me temo que ya es demasiado tarde para escapar.
– ¿Estás celosa, Nyssa?
– ¿Celosa, yo? -exclamó Nyssa, incrédula-. ¡No digas tonterías, Cat! Si me hubieran dicho que el rey estaba interesado en mí, habría salido corriendo. Tu tío cometió un error, querida: el rey no estaba enamorado de mí. Era amable y cariñoso conmigo porque prometió a mi madre tratarme como a una hija pero la ambición cegó al duque y con su malvado pían ha conseguido casarme con un hombre a quien no amo. Y no, mi querida amiga, no estoy celosa. Te quiero como a una hermana y temo por ti.
– El rey está enamorado de mí -aseguró Cat-. Él mismo me lo ha dicho. Ya sé que podría ser mi padre, pero estoy dispuesta a aprender a amarle. Su pierna enferma ya no me da asco y he aprendido a vendársela.
Dice que mis caricias le hacen más bien que las medicinas. ¡Sé que puedo ser una buena esposa! Conseguiré que cada día me quiera más y no me aparte nunca de su lado. No temas por mí, Nyssa, todo saldrá bien.
– Espero que así sea -suspiró Nyssa-. ¿Y qué me dices de tu primo Thomas Culpeper? Asegura estar enamorado de ti y has estado coqueteando con él durante meses. ¿Qué dirá cuando sepa que vas a casarte con otro hombre?
– Tom es un tonto -replicó Cat con un mohín de fastidio-. No le intereso como esposa. ¡El muy descarado sólo quiere seducirme! Las Navidades pasadas trató de comprar mi afecto con un retal de terciopelo para un vestido nuevo. Esperaba a cambio un revolcón en mi cama pero le envié a paseo con viento fresco. ¡Que le parta un rayo! Me importa un comino lo que piense o haga. Apuesto a que no tardará en encontrar a otra damita que acceda a sus caprichos.
Nyssa se dijo que el discurso de Cat resultaba demasiado vehemente para ser verdad. Quizá la joven estaba enamorada de su primo pero no estaba dispuesta a permitir que un hombre sin oficio ni beneficio se interpusiera en su camino hacia el trono. ¿Y qué hay de mí?, se preguntó apesadumbrada. ¿Quién es el hombre con el que me he casado? Cuando finalice el breve reinado de lady Ana tendré toda una vida para averiguarlo, suspiró resignada.