El príncipe Jefri de Bahania no podía creer que una mujer lo venciera en un combate aéreo. Sencillamente, era imposible. Sin embargo, allí estaba, sentado en la cabina de su F15, volando a más de ochocientos kilómetros por hora y mirando hacia el horizonte al punto donde había visto por última vez el reactor de la mujer.
– Más vale que te muevas, grandullón.
La divertida voz femenina que le llegó a través de los auriculares le hizo apretar los dientes.
¿Dónde estaba? El príncipe giró la cabeza buscando el reflejo de los rayos del sol contra el metal, un destello o algo que le diera una pista sobre su situación, pero no vio nada.
Jefri pilotaba aviones desde la adolescencia, siempre con total dominio y absoluta seguridad en sí mismo. Ahora, por primera vez en su vida, sentía un reguero de sudor frío en la espalda. Segundos después, un agudo y estridente tono de advertencia resonó en la cabina como una maldición. La mujer lo tenía en su mira. De hallarse en una situación de combate real, estaría muerto.
– Pum, pum -dijo la mujer, y soltó una risita-. Ha durado dos minutos enteros. No está mal para un novato. Está bien. Descendemos. Sígame.
De repente, el reactor de la mujer se materializó a su izquierda y se colocó con movimientos elegantes y precisos delante de él. A pesar de la velocidad, los dos reactores estaban lo bastante cerca como para que Jefri distinguiera las letras rosas del nombre del aparato.
Chica Pum.
¿Se estaría burlando de él? Él era un príncipe, un jeque árabe heredero de una fortuna incalculable. Era el hijo menor del rey de Bahania, y no le cabía en la cabeza la idea de que ninguna mujer tuviera la capacidad y la osadía de vencerlo en un combate aéreo.
– Sé lo que piensa -dijo ella por los auriculares-. Está molesto y humillado. No me sorprende, es como reaccionan todos los hombres. Si le sirve de consuelo le diré que en los últimos seis o siete años nadie, ni hombre ni mujer, me ha vencido en un combate aéreo. Esto es la guerra, no es nada personal. Mi trabajo es enseñarle a ser mejor piloto. Su trabajo es aprender. Nada más.
– Conozco mis responsabilidades -dijo él, en tono seco, sin poder ocultar el orgullo herido.
– No me lo va a perdonar, ¿verdad? -dijo ella, y suspiró-. Tampoco sería el primero. En fin, es problema suyo.
Con eso, el reactor de la mujer giró con la elegancia de una bailarina y se alejó en el cielo. Jefri miró al lugar donde había estado una décima de segundo antes. ¿Cómo lo había hecho?
Sacudió la cabeza y, tras solicitar permiso a la torre de control de tráfico aéreo militar para regresar a la base, colocó el avión en las coordinadas necesarias y se dirigió hacia el sur.
Veinte minutos después, aterrizó y llevó el reactor hacia los enormes hangares que acababan de construir recientemente para proteger la nueva fuerza aérea del país. Detuvo el avión y en cuanto levantó la cubierta de la cabina, oyó a alguien gritar su nombre.
– Dos minutos -gritó Doy le Van Horn desde la pista-. Hasta ahora todo un récord. Bien hecho.
¿Bien hecho? Jefri apretó los dientes y bajó por la escalerilla.
– Ha sido un desastre.
– No debe tomárselo a título personal, Su Alteza – dijo Doyle dándole unas palmaditas en el hombro -. Nadie ha ganado a Billie en mucho tiempo, ni siquiera yo.
– Eso es lo que me ha dicho ella -dijo Jefri, mirando al hombre rubio y sonriente que acababa de recibirlo-. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando en su empresa?
Doyle sonrió.
– Técnicamente, toda la vida. Es mi hermana. Mi padre la tenía conduciendo los depósitos de combustible a los doce años. Y pilotó un reactor por primera vez el día en que cumplió los dieciséis. Usted dijo que quería el mejor instructor, y eso es lo que le hemos dado, Su Alteza.
– Llámame Jefri, y tutéame, por favor. Será más fácil así.
Doyle asintió.
– Quería comprobar que no se había ofendido después de la derrota. Hay hombres que se lo toman muy a pecho.
A Jefri no le cabía la menor duda. El segundo reactor se acercó a la pista y se preparó para aterrizar. Con una suavidad difícil de imaginar, el aparato apenas levantó polvo cuando las ruedas tocaron el suelo.
– Me gustaría conocerla -dijo el príncipe.
– Lo imaginaba -dijo Doyle, sin perder la sonrisa y el destello divertido en sus claros ojos azules-. Todos los pilotos quieren conocerla.
Jefri alzó las cejas.
– ¿En serio?
– Sí, nadie se lo puede fcreer. Pero cuando la ven, aún lo llevan peor.
– ¿En qué sentido?
Doyle se echó a reír y levantó las manos con las palmas abiertas.
– Averigúalo tú mismo -le dijo -. Sólo una cosa más. Tú serás el príncipe y el hombre que nos contrató, pero Billie es fruta prohibida. Para todo el inundo. Incluso para ti.
Jefri no estaba acostumbrado a recibir órdenes de nadie, pero no dijo nada. Billie Van Horn sólo le interesaba como instructora de vuelo, y si era la mejor, quería aprender de ella. Y cuando volvieran a enfrentarse en el aire, él ganaría.
Billie se bajó de la cabina y tiró de la cremallera del traje de vuelo. Quienquiera que diseñara aquellas prendas siempre se olvidaba de que las mujeres tenían algunas partes del cuerpo distintas a los hombres. Saltó el último medio metro hasta el suelo y se quitó el casco. Al hacerlo, vio a un hombre alto con casco y uniforme de vuelo que caminaba hacia ella. Oh, sí, ése debía de ser el príncipe. Que seguramente no estaba acostumbrado a perder. Bueno, más valía que se acostumbrara, porque iba a perder muchas veces. Billie no pensaba tratarlo de manera diferente a los demás clientes, lo que significaba que iba a continuar escuchando el estridente sonido de derrota al final de todas las clases con ella.
Todos los hombres detestaban perder contra una mujer, incapaces de aceptar que una mujer los superara en un combate aéreo.
En su experiencia, los hombres que entrenaba se dividían en dos categorías. Los primeros reaccionaban con agresividad y a menudo intentaban desahogar su frustración en el aire tratando de intimidarla en tierra firme. Los segundos la ignoraban. Fuera del aula o del avión, ella sencillamente no existía. Muy pocos hombres, poquísimos, la veían como una persona y eran agradables con ella.
Pero ninguno se había molestado nunca en verla como mujer.
El príncipe Jefri continuó acercándose hacia ella. ¿En qué categoría estaría? ¿Sería mucho pedir que fuera uno de los agradables? ¿Había…?
El hombre se quitó el casco y las gafas. En ese preciso momento, el cerebro de Billie se paralizó.
Era guapísimo.
No, guapísimo no era suficiente. Necesitaba un termino más acertado para explicar lo guapo que era. ¿Eran los ojos castaños oscuros con espesas y sensuales pestañas? ¿O la forma perfecta de la boca, los pómulos altos, el pelo negro? ¿O era la combinación de rasgos y la determinación de su expresión?
Tampoco importaba.
Cuanto más se acercaba, mejor estaba. Billie había visto su foto en revistas y periódicos, pero las imágenes no le hacían justicia. Se esforzó en recuperar la respiración y actuar con normalidad, a pesar de que su corazón continuaba latiendo a la velocidad de un reactor.
– Felicidades -dijo el guapísimo hombre tendiéndole la mano-. Pilotas el reactor como una profesional -dijo, sin parecer en absoluto ofendido.
– Soy una profesional -respondió ella, sonriendo.
Billie estrechó la mano y casi se desvanece al notar las chispas producidas por el contacto.
– ¿Cómo has desaparecido tan deprisa? -pre¬guntó él-. Te estaba viendo, y de repente ya no estabas.
– Todos los reactores tienen puntos ciegos. El truco está en saber dónde están y cómo utilizarlos, claro.
– Pero yo podía haber girado, y el punto ciego se habría movido.
Ella sacudió la cabeza mientras se quitaba un guante.
– Estabas tenso. Sabía que mantendrías el rumbo y que me daría tiempo a perderme en el horizonte. Ahora, si me disculpas…
Billie le dio la espalda y se dirigió a los barracones provisionales instalados en una de las esquinas del aeropuerto.
Pero si su intención fue alejarse de él, no lo consiguió. El hombre la siguió y continuó haciendo preguntas, a las que ella fue respondiendo automáticamente, mientras hacía un esfuerzo sobrehumano para no darse cuenta de que respondía perfectamente al tópico de «alto, guapo, moreno y para comérselo», además de príncipe. Aunque parecía mucho más interesado en volar que en ella.
– Yo me quedo aquí -dijo Billie sonriente, al llegar a la puerta de una de las tiendas, interrumpiendo la pregunta del hombre-. Tenemos mucho tiempo para hablar de esto en las clases teóricas y en los ejercicios de simulación.
– ¿Cuándo volveremos a enfrentarnos en el aire? -preguntó él.
Billie se terminó de bajar la cremallera del traje de vuelo hasta las caderas y sacó los brazos. Aunque era el mes de octubre, en el desierto hacía mucho calor.
– Tenemos tiempo de sobra -dijo ella-, y no te preocupes, volveré a matarte, todas las veces.
– No lo creo. La última maniobra…
El hombre ni siquiera se fijó en su pecho, pensó Billie con cierta lástima. Muchas veces había pensado que aunque se desnudara y se paseara por la pista como su madre la trajo al mundo el resto de los pilotos ni siquiera se darían cuenta. Sólo sus hermanos, claro, y seguramente la matarían.
– Tengo libre hasta mañana por la mañana-dijo ella cortésmente-. Sé que estás ansioso por tener la nueva fuerza aérea en funcionamiento, pero no trabajo veinticuatro horas al día.
Y con esas desapareció en el interior de la tienda.
Jefri frunció el ceño. ¿La instructora le había dado la espalda y se había largado tan fresca, dejándolo con la pregunta en la boca? Eso tampoco le había pasado nunca. La siguió al interior.
– No lo entiendes. Necesito esa información – insistió él.
Billie lo miró y sonrió.
– No te rindes, ¿verdad? -dijo, mientras abría un cajón y sacaba varias prendas. Después desapareció detrás de un biombo-. Bien, te doy quince minutos, pero después tienes que dejarme descansar. He volado toda la noche para venir hasta aquí y mi tienda todavía no está preparada. Hasta entonces, tengo que contentarme con esto, y aquí hace un calor de muerte. Quiero mi aire acondicionado. Oh, siéntate.
Jefri fue hacia la silla que le indicó. Sobre ella, había una pequeña bola peluda. Cuando él fue a apartarla la bola se movió, gruñó y le ladró.
Detrás del biombo, Billie se echó a reír.
– Veo que has encontrado a Muffin -dijo -. Sé amable con él, cielo. Es nuestro jefe.
Jefri miró al diminuto animal que lo observaba con desconfianza.
– Baja -le ordenó, señalando el suelo de la tienda.
Muffin emitió un gruñido de desprecio, le dio la espalda y se acurrucó de nuevo en el mismo sitio. Sin moverse de la silla.
– Daría mi alma por un baño -dijo Billie con un suspiro al otro lado del biombo-. Pero mi hermano se niega a viajar con una bañera. Dice que es un incordio. Oh, claro, podemos desplazar millones de kilos de reactores y equipos informáticos sin problema, pero una bañera, imposible. ¿Qué os pasa a los hombres? ¿Es que no os dais cuenta de lo bien que sienta estar un rato en remojo?
Mientras hablaba, Billie salió de detrás del biombo. Jefri fue a responder, pero al verla enmudeció.
La mujer era una fantasía hecha realidad: una larga melena rubia que caía en cascada sobre su espalda, grandes ojos azules y un pecho contundente. El vestido de verano envolvía las formas curvilíneas con delicadeza antes de caer hasta la mitad del muslo. El conjunto se completaba con sandalias de tacón.
Billie le sonrió y se acercó a tomar en brazos la bola de pelo.
– ¿Cómo está mi preciosidad? -preguntó con voz de niña-. ¿Has saludado al principito?
Después se acercó a la portezuela de la tienda y la empujó.
– No pensé que hiciera tanto calor -dijo, saliendo al exterior-. Aunque, claro, estamos en el desierto. Bueno, se te está acabando el tiempo. ¿Quieres preguntar algo más?
¿Preguntar? Jefri la siguió al exterior, donde vio las hileras de reactores en la pista. Sí, claro. Tenía cientos de preguntas que hacerle, pero de su boca no salió ninguna. ¿Cómo, si las costuras del vestido dibujaban las curvas perfectas de los muslos, y el balanceo de las caderas le hacía hervir la sangre?
No estaba acostumbrado a una reacción física tan fuerte. Para él, las mujeres siempre habían sido fáciles. Si quería lo que veía, le era ofrecido sin dilación. Pero Billie parecía ajena a su propio atractivo físico, y además no lo veía más que como un alumno con ganas de aprender.
Billie giró en redondo y se plantó ante él.
– ¿Qué? -preguntó, con ojos divertidos-. Sé que no te intimido, así que venga. ¿Qué más quiere saber?
Una infinidad de cosas. Como cómo sería sentir la suavidad de su piel bajo sus dedos. El sabor de su boca al besarla. El sonido de sus gemidos al llevarla a la cima del placer. Porque sus fantasías con ella eran rendirla de deseo por él.
– ¿Por qué lo haces? -preguntó él -. ¿Por qué vuelas?
– Porque me encanta. Siempre me ha encantado – dijo ella, sonriendo-. Y porque soy muy buena.
– Sí, lo eres.
Dos mecánicos pasaron a pocos metros de ellos. Los dos hombres miraron a Billie. Sacudieron la cabeza e intercambiaron unas palabras que Jefri no fue capaz de oír. Pero sí de imaginar.
Miró a las tiendas, al campamento y después de nuevo a Billie.
– No puedes quedarte aquí -dijo.
La sonrisa femenina se desvaneció.
– ¿Perdona? ¿Me estás expulsando del país?
– No, claro que no. Sólo que no puedes quedarte en el campamento. No es seguro.
– Agradezco tu interés, pero llevo viviendo en campamentos como éste desde que tenía once años. Por fuera parecen un poco duros, pero son muy divertidos. Y no tienes que preocuparte. Normalmente tengo un padre y tres hermanos que se ocupan de eso. Esta vez sólo está Doyle, pero él se asegura que esté bien protegida en todo momento. Demasiado, incluso -añadió-, ¿verdad, Muffin, preciosa?
– Tu hermano y tú os alojaréis en palacio.
Billie parpadeó.
– ¿Has dicho palacio?
– Sí, hay varias docenas de habitaciones de invitados. Allí estaréis más cómodos.
Billie lo estudió en silencio con los ojos entrecerrados durante unas décimas de segundo.
– ¿Y las habitaciones -preguntó por fin con interés-tienen bañera?
– Tan grandes como para nadar en ellas -le aseguró él.
– Bien -musitó ella, pensativa, haciendo un recuento de las ventajas. Inconvenientes no veía ninguno-. Una cama de verdad, un techo, aire acondicionado y una vida sin arena. Cuenta conmigo. Si Doyle se niega, tendré que cargármelo.
– Esto es una pérdida de tiempo -murmuró Doyle, mientras la limusina negra atravesaba las impresionantes verjas de hierro que rodeaban todo el perímetro del palacio-. Nunca nos hemos alojado con un cliente.
– Nunca hemos tenido un cliente regio con palacio incluido- dijo ella, contemplando los jardines y praderas de césped perfectamente cuidadas-. Esta es una oportunidad única. Pero nadie te obliga a sufrir los rigores del más absoluto y exótico lujo, hermanito. Puedes volver a la tienda del aeropuerto cuando quieras.
Su hermano la miró, furioso.
– Sabes que papá me mataría si te pierdo de vista.
– Tengo veintisiete años, Doyle -dijo ella-. Tarde o temprano tienes que reconocer que soy una mujer adulta.
– Ni lo sueñes.
Billie sacudió la cabeza. Ya era bastante duro ser la pequeña de la familia, pero ser la única chica era incluso peor.
El coche giró una esquina y los ojos de Billie se abrieron como dos soles.
– Esto es increíble -susurró, contemplando el espectacular palacio rosado que se extendía delante de ella.
El edificio principal era enorme, del tamaño de un museo o de un edificio parlamentario. Una hilera de balcones rodeaba cada planta, y había torreones, ventanas arqueadas, y guardias uniformados junto a las puertas y en los jardines que se extendían más allá de lo que alcanzaba la vista.
– No está mal -dijo Doyle.
– Es alucinante -lo corrigió Billie, dándole un codazo-. Una pena que papá y los chicos no puedan verlo.
Su padre estaba en Sudamérica en una conferencia multinacional y sus dos hermanos mayores tenían misiones especiales en Irak. Por eso, Doyle y ella eran los responsables del entrenamiento de la nueva fuerza aérea de Bahania. Un trabajo fácil, pensó Billie, que era capaz de entrenar a los pilotos con los ojos cerrados. La limusina se detuvo y un guardia uniformado se adelantó para abrir la puerta de atrás. El primero de salir fue Doyle. Después, Billie tomó a Muffin en brazos y se apeó. Lo primero que vio cuando sus ojos se acostumbraron a la luz fue al príncipe Jefri.
– Señorita Van Horn -dijo el príncipe, con un asentimiento de cabeza.
– Billie -dijo ella, con una sonrisa-. Si voy a derrotarte en el aire con regularidad, será mejor que no nos andemos con formalismos.
Estaba segura de que el príncipe se creía muy capaz de ganarle. Todos los pilotos pensaban lo mismo, y todos se equivocaban. Eso sólo significaba que su actitud sería más insoportable a medida que avanzara el programa de entrenamiento. Oh, en fin. No sería la primera vez.
El príncipe habló a una joven uniformada, y ésta asintió. Después se dirigió a Doyle, a quien hizo un gesto para que siguiera a la mujer al interior del palacio. Billie esperó su turno.
– Por aquí -dijo él.
– ¿Perdona?
– Te acompañaré a tu habitación.
¿Los príncipes hacían eso? Billie creía que lo único que un príncipe hacía por sí mismo era respirar. ¿No había leído en alguna parte que incluso tenían un criado especial que les ponía la pasta de dientes en el cepillo?
– ¿Es tu primera visita a mi país? -preguntó él.
– Sí -respondió ella, echando a caminar junto a él.
Entraron en un vestíbulo del tamaño de un pequeño estadio de fútbol. El artesonado del techo con incrustaciones en oro se elevaba bastantes metros por encima de sus cabezas. Las paredes estaban recubiertas de mosaicos que describían antiguas batallas, y Billie las contempló con interés.
– Mi pueblo siempre ha sido un pueblo luchador y guerrero -explicó él-. Hace mil años, defendimos nuestra tierra contra los infieles.
Ella lo miró de reojo,
– Esos seremos nosotros, ¿verdad?
– Sólo si eres europea.
– Soy un poco de todo -respondió ella, estudiando con curiosidad las vidrieras de las ventanas y la exquisita lámpara de araña que colgaba del techo-. Es precioso.
– Gracias. El Palacio Rosa es un tesoro de los habitantes de Bahania.
– ¿Ah, sí? -dijo ella -¿Y cuántos pueden dormir aquí de manera regular?
El príncipe la sorprendió con una amplia sonrisa.
– Lo tenemos en usufructo.
– Seguro que os lo agradecen.
El príncipe echó a andar por el pasillo principal, y Billie lo siguió, pensando que un tanque podría pasar por allí sin ninguna dificultad.
– Tu país no es estrictamente musulmán -dijo ella.
– No. Tenemos libertad religiosa, y respetamos todas las creencias.
Mientras que el resto de Oriente Medio parecía seguir inmerso en antiguas tradiciones inamovibles, Bahania y El Bahar, el país vecino, ofrecían libertad religiosa.
– ¿Y para qué queréis una fuerza aérea? -preguntó ella.
– Para proteger los yacimientos petrolíferos. Con tanta inestabilidad a nuestro alrededor, tenemos que proteger nuestros recursos.
– El petróleo no durará eternamente.
– Cierto, y por eso estamos diversificando nuestras exportaciones. Bahania no quedará atrás en el mercado mundial.
«Guapo y listo», pensó ella, con una sonrisa. Ahora sólo le faltaba que la viera como a una mujer atractiva y deseable y su vida estaría completa. Sabía que el príncipe estaba soltero, pero lo había visto en fotos siempre acompañado de una u otra hermosa mujer. Aunque entre ellas, ninguna que fuera piloto de caza.
De repente, Muffin se agitó nerviosa en sus brazos. Unos segundos después, un enorme gato blanco apareció por la puerta de una sala de reunión tan grande como todo el congreso.
Billie soltó un grito y apretó con fuerza a la perrita.
– ¿Qué es eso? -preguntó dando un paso atrás.
– Un gato -respondió el príncipe, con paciencia aunque extrañado.
– Ya sé que es un gato, pero ¿qué hace aquí?
– A mi padre le gustan los gatos.
Billie miró al demonio blanco y peludo y protegió a Muffin con sus brazos.
– ¿Quieres decir que hay gatos en el palacio?
– Docenas. ¿Algún problema?
Billie vio que la boca del príncipe se torcía ligeramente, divertido ante su reacción.
– No me gustan los gatos.
– No te harán daño. Y a Muffin tampoco- le aseguró él.
Ella no estaba tan segura.
– ¿Tienes alergia?-preguntó él, preocupado ante una reacción tan desmesurada.
– No exactamente.
– ¿Entonces qué exactamente?
– De niña tuve una mala experiencia.
– ¿Con un león?
Billie cerró los ojos. De repente no le parecía tan guapo ni tan inteligente.
– ¿Quieres llevarme a mi habitación?
– Será un placer.