Jefri llegó a la reunión semanal con su padre unos minutos antes de que empezara. Sus despachos no estaban lejos, y había varios guardias vigilando mientras docenas de empleados iban de un lado a otro con carpetas y pilas de documentos.
El ayudante del rey le hizo una señal para que entrara, a la vez que varias personas salieron del despacho de su padre. Dentro, su padre estaba sentado en su escritorio, hojeando un calendario.
– Creo que iré a Europa -dijo el rey, sin levantar la vista-. Ahora que Murat ha asumido casi todas mis obligaciones y Sadik, Reyhan y tú os repartís el resto del trabajo, prácticamente no tengo nada que hacer.
Jefri se sentó frente a él.
– ¿Quieres decir que te aburres?
– Digamos que es triste cuando un rey se queda sin sus obligaciones -explicó su padre-. ¿Qué tal va nuestra nueva fuerza aérea?
– Ha empezado con buen pie. El equipo Van Horn se ocupa de todo. Todos los instructores han llegado. Billie es quien los dirige.
El rey asintió.
– Una joven muy agradable.
A Jefri se le ocurrieron otras palabras más precisas para describirla, pero no lo dijo.
– Ayuda con el entrenamiento de los pilotos, tanto en vuelo como en los simuladores. Han preparado un programa intensivo de ocho semanas para convertir a los pilotos en un equipo. Cuando la instrucción iniciada concluya, regresarán de vez en cuando para cursos de reciclaje y actualización.
– Muy impresionante -dijo el rey-. Mi consejo es que no la enfades. No me gustaría perderla porque, según sus palabras, te dejó fuera de combate en dos minutos.
Jefri sonrió.
– Eso no volverá a pasar.
– Parece imbatible.
– Quizá.
Pero Jefri tenía la sensación de que empezaba a conocer las debilidades de Billie. La noche anterior se había rendido a sus brazos. Por muy buena que fuera en el cielo, en tierra firme era una mujer. Y él pensaba aprovecharse de ello, obteniendo el máximo placer para los dos.
– Me alegro de que todo vaya bien -dijo el pa¬dre-. Ahora pasemos a otro asunto. Te he encontrado una esposa.
Jefri estuvo a punto de preguntar para qué pero recordó la conversación que habían tenido unos meses antes, cuando se había rendido a la presión de su padre y había accedido a volver a casarse.
– Quizá ahora no sea el mejor momento -empezó él.
– Eres mi hijo. Y tu deber es producir herederos.
– Sólo tengo veintinueve años. Todavía hay tiempo.
– Para ti, quizá -dijo el rey-. Pero yo no voy a hacerme más joven. Me pediste que te encontrara una joven apropiada. Que fuera dócil, razonablemente atractiva y que le gusten los niños. Eso es lo que he encontrado.
¿En qué había estado pensando cuando se lo pidió?, se preguntó Jefri. Sí, tenía que casarse, y él no estaba en contra de los matrimonios concertados, pero ¿ahora?
– En este momento tengo otras prioridades. La fuerza aérea ocupa la mayor parte de mi tiempo.
– La novia no te quitará mucho tiempo -dijo el rey-. Cuando hablamos lo dejaste muy claro. No querías que fuera un matrimonio por amor.
Eso era cierto, pensó Jefri. Ya había jugado al amor una vez, y perdido. El amor no era para él. Mejor encontrar a alguien capaz de cumplir con su trabajo sin manipular su corazón. El respeto era más importante que el amor.
Recordó a una mujer a la luz de la luna. El contacto del suave cuerpo femenino y la apasionada respuesta a su beso. Billie era una tentación, pero no cumplía ninguno de sus requisitos. Quizá uno. Porque aunque era posible que le gustaran los niños, nadie podría acusarla de ser dócil. Ni siquiera la descripción «razonablemente atractiva» era válida para su espectacular belleza.
– En este momento no deseo comprometerme -dijo Jefri, con firmeza
No tenía la menor intención de casarse con Billie, pero eso no significaba que no pudiera disfrutar de su compañía
– Ya está todo arreglado -dijo su padre.
– En ese caso hay que suspenderlo todo.
El rey lo miró en silencio durante unos segundos, y Jefri se preparó para un enfrentamiento con él. Pero aunque pudiera salir victorioso contra su padre, no lo conseguiría contra el rey.
Por fin, el rey asintió.
– Como desees.
– Gracias, padre -Jefri miró el reloj -. Tengo que estar en el aeropuerto dentro de poco.
– Entonces ve. No olvides decirle a Billie lo mucho que disfrute anoche de su compañía -su padre sonrió-. Y dile que la próxima vez pediré al servicio que le preparen un plato de comida para su perrita. No es necesario que se meta lonchas de carne en el bolso.
Así que el rey también se había dado cuenta. Jefri sonrió.
– Estaré encantado de llevarle el mensaje.
Billie sabía que Doyle había estado hasta las cuatro de la madrugada supervisando la descarga de todo el equipo. Por eso, esperó hasta las doce para entrar en su suite y en su dormitorio.
Entre el beso y la ira por lo que había descubierto, ella tampoco había dormido mucho, lo que le había dado tiempo de sobra para ponerse furiosa.
Como esperaba, Doyle estaba durmiendo. Billie fue hasta las ventanas y abrió las cortinas de par en par, dejando que la luz del sol entrar a raudales en el dormitorio.
– ¿Qué demonios estás haciendo? – gruñó su hermano, abriendo los ojos -. ¿Sabes a qué hora me acosté?
– Pregúntame si me preocupa -le respondió Billie acercándose a la cama y mirándolo furiosa-. Ni por un segundo creas que te vas a librar de ésta. Quiero tu cabeza en una bandeja. O mejor en un palo, aún no lo tengo decidido del todo.
Doyle se desperezó y bostezó. Se incorporó y se sentó en la cama. No parecía muy preocupado por las amenazas.
– Estás moviendo los labios, sí -dijo -. Pero no sale de ellos nada interesante.
Billie se hizo con una de sus botas y se la arrojó.
– No te atrevas a burlarte de mí, cerdo. ¿Cómo te atreves a dirigir mi vida? No tienes ningún derecho.
– Te has vuelto loca -dijo él, sujetando la bota con la mano.
– Aún no, pero estoy a punto -dijo ella, tomando la otra bota.
Doyle se agachó, para evitarla.
– Eso, muy bien. Ten miedo. Porque te arrepentirás de lo que has hecho.
– Deja eso -dijo él, lanzándose hacia ella.
Billie se echó hacia atrás, consciente de que si su hermano la sujetaba estaría perdida. Como sus otros hermanos, dormía desnudo, por lo que no lo imaginaba saliendo de la cama tras ella.
– Has estado amenazando a los hombres para que no se acercaran a mí. ¿Cómo te has atrevido? ¿Qué te da ese derecho? Soy mayor de edad desde hace mucho tiempo y muy capaz de tomar mis propias decisiones.
– Estás loca.
– ¿Ah, sí? Antes no sabía por qué los hombres que habían sido tan agradables conmigo de repente pasaban de mí totalmente. Creía que era por mi culpa… Pero no, erais vosotros. Y papá. Él también lo hace, ¿verdad?
– Pensamos que…
– ¿Que qué? -quiso saber ella, amenazándolo una vez más con la bota-. ¿Que era demasiado frágil para cuidarme sola?
– Después de lo que ocurrió, pensamos que era una buena idea.
A Billie no la sorprendió.
– Doyle, eso pasó hace ocho años. No fue un trago agradable, pero ¿no se te ha ocurrido pensar que ya lo he olvidado?
– ¿Y si alguien quiere hacerte daño otra vez?
– Yo me ocuparé. No puedes protegerme. Ni tú ni nadie – dejó la bota en el suelo-. No quiero que volváis a hacerlo. No os metáis en mi vida personal.
Doyle cruzó los brazos delante del pecho.
– ¿O qué?
Billie lo miró, y recordó que de pequeña cuando no paraban de meterse con ella, siempre pensó que al hacerse mayor podría con ellos. Pero se había equivocado. Sus hermanos todavía la consideraban su hermana pequeña. Alguien que no era ni bastante grande, ni bastante mayor, ni bastante buena, a pesar de ser capaz de vencerlos en cada combate aéreo, incluso a su padre, en menos de tres minutos.
– Si no dejáis de tratarme como a una niña, dejaré la empresa.
– Es un farol -dijo su hermano-. Te gusta demasiado para dejarlo.
Era cierto, le gustaba demasiado, pero no se quedaría si continuaban interponiéndose en su vida.
– Sabes que recibo al menos seis ofertas de trabajo al mes. Lo digo en serio, Doyle. Me iré.
Doyle maldijo en voz baja, y después alzó la mano en señal de rendición.
– Bien, hablaré con papá y los chicos. A lo mejor nos cuesta un poco, ya sabes.
– Estoy segura de que lo haréis perfectamente.
Doyle murmuró algo en voz baja, probablemente algún insulto. Ninguno de sus hermanos habían sido nunca buenos perdedores.
– Tengo que ir al aeropuerto -dijo ella, con una sonrisa-. Esta tarde tenemos simulacro -y echó a andar hacia la puerta.
– Eh, ¿y las cortinas? -gritó su hermano.
– Levántate y córrelas tú.
Billie volvió a sus habitaciones para recoger a Muffin antes de ir al aeropuerto. En un coche privado y con chófer, pensó, sonriendo orgullosa y encantada de estar en su pellejo.
Al doblar una esquina casi se chocó contra el príncipe Jefri. Toda la seguridad en sí misma se desvaneció al instante.
– Pareces muy contenta -dijo él, deteniéndose delante de ella-. ¿Hay algún motivo?
Cielos, qué guapo era, pensó ella, mirándolo. Traje oscuro, camisa azul celeste y corbata a rayas. Los príncipes tenían la mejor ropa, y desde luego los mejores sastres.
– Hmm, yo… -¿qué le había preguntado? Oh, sí-. Acabo de mandar a mi hermano al infierno.
– ¿Ha ido bien?
– No ha estado mal. Creo que ha entendido el mensaje.
Jefri esbozó una sonrisa.
– ¿Lo has amenazado?
– Claro. ¿No es lo que hacen las hermanas?
– No recuerdo a mi hermana amenazándome, pero pasaba muchas temporadas en Estados Unidos. ¿Ha habido derramamiento de sangre?
– No, aunque le he tirado una bota.
– Impresionante.
Billie se echó a reír.
– Anoche trabajó hasta la madrugada. Seguro que por eso le he dado, pero no lo pienso reconocer nunca delante de él.
– Claro que no. Yo también sé guardar un secreto.
Los dos eran muy conscientes el uno del otro. Se habían besado doce horas antes, y ella continuaba experimentando las réplicas del terremoto. ¿Y él? Como príncipe estaría acostumbrado a besar a todo tipo de mujeres y quizá el beso compartido no fue más que uno más entre muchos.
– ¿En qué piensas? -preguntó él, de repente.
Los ojos de Billie se abrieron desmesuradamente.
– Nada importante.
– Creo que era muy importante -se acercó a ella-. ¿Por qué no me lo dices?
– Era sólo… -se aclaró la garganta-. Hace un día precioso. Una lástima que hoy toque simulacro en lugar de vuelo real.
– Eso ha sido un pobre intento de cambiar de conversación -dijo él, mirándola a la cara.
– No sé, pero tienes unos modales tan exquisitos que pensé que no dirías nada.
– Y yo que estaba esperando que me dijeras que estabas pensando en anoche -dijo él. Y bajó la voz-. Me gustó mucho la conversación y también el beso.
Madre del amor hermoso. ¿Iba a hablar de eso? Ella no estaba acostumbrada, como tampoco a que la besara un príncipe. Ni casi nadie.
– Yo también lo pasé bien -dijo ella, un tanto remilgada.
– ¿Sólo bien? Ya veo que tengo que trabajar en mi técnica.
Antes de poder responder, Billie sintió algo en los tobillos. Miro al suelo y se apartó de un salto. Era un gato color canela.
– Estos bichos están por todos lados -murmuró.
Jefri se agachó y sujetó al felino, que en realidad era una diminuta gatita que no tendría más de dos meses. Apenas más grande que la palma de su mano, la pequeña criatura empezó a ronronear.
– Le gustas -dijo él.
– Quiere que confíe en ella para después atacar.
Jefri acarició a la gatita, que se acomodó en la palma de su mano.
– No creo que pese ni un kilo -dijo-. Debe de tener ocho o nueve semanas.
La gatita rodó de espaldas y estiro las garras mientras Jefri le frotaba el lomo.
– Venga -dijo a Billie-. Tócala. Te aseguro que no es tan horrible como tú quieres creer.
Billie arrugó la nariz, pero acarició la piel blanca bajo la barbilla.
– Qué suave -dijo, un poco sorprendida, sintiendo el calor corporal y el temblor del ronroneo.
La gatita parpadeó lentamente, como si fuera a adormecerse.
– Parece que confía en ti -comentó Billie.
– Soy muy bueno con las hembras.
Como si eso fuera una sorpresa.
Cambió al animal para tenderlo sobre el vientre, y después se lo ofreció. Billie dio un paso atrás y sacudió negativamente la cabeza.
– No, gracias. Reconozco que es mona, pero no me interesa. Por lo que a mí respecta toda la población felina es responsable de lo que pasó.
Jefri dejó al animal en el suelo y sacudió la cabeza.
– Eres una mujer muy difícil.
– Es parte de mi encanto.
Jefri clavó los ojos en el panel de instrumentos. Todo estaba correctamente, pero eso no evitó el pitido agudo y estridente que decía que había sido derribado. Se quitó los auriculares, movió el interruptor para cortar el sonido y salió del aparato.
Otra vez. Billie lo había derribado otra vez. Al menos las dos primeras veces había durado casi tres minutos. Esta vez lo derribó en menos de cuarenta segundos.
La irritación se convirtió en rabia contra sí mismo. Recorrió la sala con los ojos, y por fin localizó a Billie saliendo de su aparato. Con la falda vaquera corta y camiseta ceñida, parecía más una estudiante universitaria que una instructora de aviones de guerra. La larga melena rubia le caía por la espalda, y llevaba unas sandalias de tacón altísimas. Jefri no sabía si quería estrangularla o empujarla contra la pared y hacerla suya.
Algo ensombreció los ojos femeninos. Jefri vio un destello de algo que podía ser desilusión, pero enseguida ella cuadró los hombros, alzó la barbilla y se dirigió hacia él.
Jefri reconoció el gesto. Se estaba preparando para aguantar su reacción, para soportar su mal genio. Algo que debía de pasarle con mucha frecuencia.
– Sé qué estás molesto -dijo ella, acercándose a él-. La última vez te has puesto muy gallito y no has pensado. Es importante respetar siempre a tu oponente, porque el precio que se paga es la muerte.
La luz que se filtraba por la ventana iluminaba la pálida piel femenina. Tenía las mejillas sonrosadas, probablemente más por el enfado que por el maquillaje.
– Tienes que olvidarte de que soy una mujer – insistió ella-. Puedes aprender mucho de mí, eso es lo importante.
Billie continuó hablando, repitiendo tópico tras tópico en un intento de devolver la confianza a un ego malherido.
Claro, pensó él. Era lo que hacía siempre. Cada nuevo cliente tenía pilotos que se molestaban con su superioridad simplemente porque era una mujer. ¿Cuántas veces se habría disculpado por ser la mejor?
Era una mujer increíble. Inteligente, incansable, y de gran talento. Además de eróticamente muy sensual.
Él la deseaba con cada célula de su ser, pero incluso más que eso.
– Reúnete conmigo dentro de una hora -dijo él, interrumpiéndola en mitad de una frase.
– ¿Perdona? -parpadeó ella.
– Reúnete conmigo dentro de una hora delante de vuestra oficina -repitió. Miró la minifalda y la camiseta ceñida-. Tráete una chaqueta.
– Tengo clases. Tengo otros alumnos que…
Él la calló poniéndole un dedo en los labios.
– Por favor -dijo-. Quiero enseñarte una cosa.