Refugiado bajo el gran paraguas de un botones del hotel Sacher, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, cruzó Augustinerstrasse corriendo, pero evitando sumergir en los charcos los zapatos de charol, en dirección a la entrada de los artistas de la Ópera. Acceder por esa puerta era un privilegio de los clientes del célebre hotel cuando hacía mal tiempo. ¡Y vaya si el tiempo era malo! Desde que había llegado a Viena, el príncipe anticuario soportaba una lluvia incesante, persistente, regular, desprovista de violencia pero cuyo ritmo pertinaz empapaba la capital austriaca. Pese a la carta un poco misteriosa que lo había llevado allí, Aldo casi añoraba su querida Venecia, donde sin embargo, y por primera vez en su vida, se aburría desde hacía varios meses.
No es que hubieran dejado de apasionarle los objetos raros y preciosos —en particular las piedras perfectas y las joyas históricas—, pero, desde su regreso de Inglaterra, le costaba horrores recuperar la ardiente curiosidad que lo caracterizaba antes de que Simon Aronov hubiese aparecido en su vida, una noche del año anterior, en las profundidades subterráneas del gueto de Varsovia. Resultaba difícil encontrar a un personaje más enigmático y atrayente que el Cojo. Y todavía más difícil soñar con una sopera de porcelana, por más que hubiera sido hecha en Sèvres para Catalina la Grande, o con un par de morillos venecianos procedentes del palacio Rezzonico que tuvieron el privilegio de calentar las zapatillas de Richard Wagner, después de las peripecias, las emociones y los peligros vividos en compañía de su amigo Adalbert Vidal-Pellicorne durante la búsqueda de un nuevo Grial: las gemas robadas en la noche de los tiempos del pectoral del Sumo Sacerdote de Jerusalén.
El, Morosini, había tenido entre sus manos ese pectoral convertido en leyenda en la memoria de los judíos y de algunos historiadores, ese ornamento sagrado surgido de épocas remotas con su aterrador cortejo de locura, miseria y crímenes. Un momento inolvidable. La gran placa de oro cuadrada, que Aronov guardaba en su capilla ciega, llevaba las emocionantes huellas de su paso a través de los siglos desde que las legiones de Tito saquearon el Templo. Más sobrecogedoras aún eran las heridas dejadas por las manos rapaces de los ladrones en las cuatro hileras de tres piedras. De los doce cabujones que representaban las doce tribus de Israel, sólo quedaban ocho, quizá casualmente los menos preciosos. Se habían esfumado el zafiro de Zabulón, el diamante de Benjamín, el ópalo de Dan y el rubí de Judá. Y, según la tradición, Israel no recuperaría su patria y su soberanía hasta que el pectoral completo regresara a su tierra.
Guiados por las indicaciones del Cojo y ayudados también por la suerte, los dos amigos lograron recuperar en nueve meses dos de las piedras fugitivas: el zafiro, tesoro durante tres siglos de los duques de Montlaure, antepasados maternos del príncipe Morosini, y el diamante conocido con el nombre de la Rosa de York, herencia de Carlos el Temerario, duque de Borgoña, y reivindicado por la Corona inglesa.
A costa, eso sí, de no pocos sufrimientos. Al igual que todo objeto sagrado profanado por la codicia, las dos joyas habían resultado ser igual de maléficas. La princesa Isabelle, madre de Aldo, había pagado con su vida el zafiro, la Estrella Azul. La misma suerte había corrido su último propietario, sir Eric Ferráis, riquísimo vendedor de cañones, asesinado —oficialmente al menos— por el antiguo amante de su mujer. En cuanto al diamante, el número de cadáveres sembrados a su paso era ya incontable. ¡Pero qué apasionantes aventuras habían vivido los dos hombres siguiéndoles el rastro! Y era eso lo que Morosini añoraba tan cruelmente desde principios de ese año, 1923, cuyo último cuarto ya había empezado.
Después de las fiestas de fin de año pasadas en su casa de Venecia «en familia», en torno a la Candelaria Aldo se había encontrado prácticamente solo. Su familia —es decir, su tía abuela, la querida marquesa de Sommieres, y Marie-Angéline du Plan-Crépin, prima y lectora de la primera, así como Adalbert Vidal-Pellicorne, arqueólogo de profesión y elevado al rango de amigo fraternal— se había dispersado. Una especie de «sálvese quien pueda» que lo había dejado en compañía de su antiguo preceptor, Guy Buteau, convertido en su apoderado, y de sus fieles sirvientes, Zaccaria y Celina Pierlunghi, que lo habían visto nacer. ¡Y eso justo en el momento en que renacía la esperanza de embarcarse de nuevo en grandes aventuras!
Dicha esperanza había aparecido el 31 de enero en forma de una carta procedente del banco suizo a través del cual el Cojo y sus enviados se ponían en contacto. Por desgracia, aunque contenía una importante letra de cambio y una nota escrita por Simon, el texto resultó de lo más decepcionante: no sólo Aronov no citaba a Morosini, sino que, tras haberlo felicitado brevemente por su «último envío», le aconsejaba «tomarse una temporada de descanso y no hacer nada hasta nueva orden, a fin de dejar que el ambiente se calmara un poco».
A partir del día siguiente, los invitados empezaron a abandonar el palacio Morosini. El primero en partir fue Adalbert, quien, bastante satisfecho en el fondo del entreacto anunciado, decidió inmediatamente embarcar rumbo a Egipto; hacía meses que el fantástico descubrimiento de la tumba del joven faraón Tutankamon y de sus tesoros le quitaba el sueño. Quería ir a ver aquello con sus propios ojos.
—Así podré pasar unos días con mi querido profesor Loret, el conservador del Museo del Cairo. No lo he visto desde hace dos años y debe de estar muerto de envidia ante los descubrimientos de esos condenados ingleses. Intentaré mantenerte informado.
Y había embarcado en el primer barco que zarpaba para Alejandría, seguido de cerca por la señora Sommieres y Marie-Angéline, para gran desesperación de ésta. Durante todo el mes de enero, Plan-Crépin se había esforzado en sustituir a la incomparable Mina[1] como secretaria de Aldo y, como estaba desenvolviéndose bastante bien, se había aficionado a las antigüedades y su mayor deseo era quedarse. Desgraciadamente, si bien la anciana dama quería mucho a Aldo, el invierno veneciano, muy húmedo y frío ese año, la estaba afectando en exceso. Padecía en particular de reuma, aunque se esforzaba en disimularlo para no obstaculizar el trabajo de la casa, pero cuando el notario Massaria comunicó a Morosini que el joven que le había propuesto como secretario acababa de regresar y estaba a su disposición, la marquesa ordenó inmediatamente que prepararan su equipaje a fin de ir en busca de un clima más seco. Marie-Angéline protestó:
—Si es en París donde esperamos encontrar el tiempo ideal, cometemos un gran error —declaró, empleando ese plural mayestático que siempre utilizaba cuando hablaba con la señora Sommieres.
—¿Te crees que estoy loca, Plan-Crépin? No tengo ninguna intención de ir a helarme a París.
—¿Escogeremos acaso la Costa Azul?
—¡Demasiada gente! ¡Demasiado cosmopolita! ¿Por qué no Egipto?
—¿Egipto? —refunfuñó Aldo, vagamente frustrado—. ¿Usted también?
—No te lo tomes a mal, pero nuestro querido Adalbert nos ha hablado tanto de ese país durante un mes que ha acabado por tentarme. Y además, el soplo del desierto será mano de santo para mis articulaciones. Plan-Crépin, vaya a Cook a reservar dos camarotes y también dos habitaciones en el Mena House de Gizeh para empezar. Después ya veremos.
—¿Y cuándo nos vamos?
—Mañana, enseguida..., en el primer barco. ¡Y no ponga esa cara! Con la de cuerdas que ha tocado ya, ahora podrá ejercitarse en el manejo del pico y la pala. Después de sus hazañas como caco escalador, será un cambio.
Dos días más tarde, habían desaparecido, dejando tras de sí una montaña de lamentaciones y un gran vacío absolutamente palpable cuando Morosini y Guy Buteau se encontraron cara a cara en el salón de las Lacas, la estancia donde comían casi siempre. El antiguo preceptor también se mostraba sensible a la súbita desertización del palacio. Al finalizar aquella primera comida, expresó así su impresión:
—Debería casarse, Aldo. Esta gran morada no está hecha para albergar únicamente a un soltero y un solterón.
—Cásese usted, si es lo que le dicta el corazón. A mí no me tienta la idea.
Luego, tras haber encendido un cigarrillo con gesto indolente, añadió:
—¿No cree que somos un poco ridículos? Después de todo, nuestros invitados sólo llevaban aquí un mes largo, y antes creo recordar que vivíamos perfectamente bien.
Bajo su fino bigote gris, los labios del señor Buteau desplegaron una media sonrisa.
—Nunca estuvimos solos, Aldo. Antes teníamos a Mina. Creo que es a ella a la que más echo de menos.
Morosini cambió de expresión y apagó en un cenicero el cigarrillo que acababa de encender.
—Por favor, Guy, evitemos hablar de ella. Mina, no hace falta que se lo diga, no existía. Era una añagaza, el fruto del capricho pasajero de una chica rica que quería distraerse.
—No es usted justo y lo sabe. Mina..., o más bien Lisa, para llamarla por su verdadero nombre, nunca buscó aquí una distracción. Ella amaba Venecia, amaba este palacio, y quiso vivir aquí.
—Sí, vivir aquí y, disfrazada de sabihonda, examinarme como a un bicho raro a través de un microscopio desprovisto de benevolencia. Su veredicto no me ha sido favorable.
—¿Y el suyo, ahora que la conoce con su aspecto real?
—¡Qué más da! ¿A quién quiere que le interese?
—A mí, por ejemplo —dijo Buteau sonriendo—. Estoy convencido de que es la mujer que le conviene.
—Eso es cosa suya, pero como yo no opino lo mismo lo mejor es olvidarse del asunto. Más vale que nos vayamos a dormir. Mañana tendremos que poner al corriente al joven Pisani, y además de eso hay varias citas, así que será un día largo. Si ese muchacho trabaja bien, no tardaremos en olvidar a Mina.
De hecho, nada más verlo, Morosini estuvo seguro de que el nuevo fichaje le iría como anillo al dedo. Aquel joven veneciano rubio, cortés, bien educado, bien vestido y bastante parco en palabras no desentonaría entre los mármoles y los oros de un palacio transformado en tienda de antigüedades de primera clase. Incluso se integró con una naturalidad perfecta, pues sentía auténtica pasión por los objetos antiguos, sobre todo los procedentes de Extremo Oriente. En lo tocante a estos últimos, demostró una erudición que dejó a su nuevo jefe estupefacto cuando descubrió sobre una consola una vasija de celadón del siglo XVIII. Sin siquiera tomarse la molestia de darle la vuelta para buscar el nien-hao (el nombre del reinado), Angelo Pisani exclamó:
—¡Admirable! Esta vasija de triple gollete de la época Kien-Long, decorada en relieve con los diagramas talismánicos de las «verdaderas formas de las cinco montañas sagradas», es una pura maravilla. ¡No tiene precio!
—Pues así y todo yo pienso ponérselo —dijo Morosini—. Pero permítame que lo felicite. El señor Massaria no me había dicho que era usted un sinólogo tan experto.
—Tengo un poco de sangre de Marco Polo por parte de madre —explicó con modestia el nuevo secretario—. Seguramente mi atracción por esa cultura viene de ahí, pero también sé algunas cosillas sobre las antigüedades de otros países.
—¿Y las piedras preciosas y las joyas antiguas? ¿Entiende también de eso?
—Nada en absoluto —admitió el joven con una sonrisa enternecedora—. Salvo en lo que se refiere a las joyas y los jades chinos, claro. Pero, si el señor Buteau tiene la amabilidad de iniciarme, seguro que aprendo deprisa.
Angelo hizo gala, efectivamente, de grandes aptitudes, y como en el aspecto administrativo poco era lo que había que enseñarle, Morosini se declaró satisfecho, si bien lamentaba que, al margen del trabajo, fuera prácticamente imposible conseguir que dijera tres palabras seguidas. Era una especie de sombra silenciosa en el palacio, eficiente pero nada entretenida, lo que hizo que Aldo añorase todavía más a Mina. Ella era viva en sus réplicas, muchas veces extravagante, y desde luego con ella uno se divertía.
Para tratar de salir del aburrimiento, tuvo una aventura con una cantante húngara que había ido a interpretar Lucia di Lammermoor en la Fenice. Era rubia, encantadora, frágil, se parecía un poco a Anielka y poseía una voz cristalina digna de un ángel, pero eso era todo lo que tenía de angelical. Aldo descubrió enseguida que la bella Ida era tan experta en amor como en contabilidad, que sabía distinguir perfectamente un diamante de un circón y que, en todo caso, no veía ningún inconveniente en añadir un título de princesa al de prima donna.
Poco deseoso de transformar a ese ruiseñor migratorio en gallina doméstica, Morosini se apresuró a hacerle renunciar a sus ilusiones, y el romance terminó una noche de junio en el andén de la estación de Santa Lucia con un regalo que incluía una pulsera de zafiros, un ramo de rosas y un gran pañuelo destinado al rito de la despedida, que el amante inconstante vio agitarse largo rato por la ventanilla bajada del sleeping mientras el tren se alejaba.
Al volver a su casa con una intensa sensación de alivio, Morosini encontró un poco menos amarga la soledad que Guy Buteau y él compartían con la curiosa impresión de estar aislados del resto del mundo.
Ello se debía sobre todo a las escasas noticias que llegaban de las personas queridas. Las arenas de Egipto parecían haber engullido a Vidal-Pellicorne, a la marquesa y a la señorita Plan-Crépin. El primero podía alegar como excusa lo absorbente de su profesión, pero las otras dos habrían podido enviar algo más que una postal en seis meses.
Ninguna noticia tampoco de Adriana Orseolo, la prima de Aldo. La bella condesa, que se había marchado a Roma el otoño pasado con la idea de que su sirviente —y amante— Spiridion Mélas recibiera clases de un maestro del bel canto, parecía haber desaparecido también de la faz de la tierra. Ni siquiera el anuncio de un robo en su casa consiguió de ella algo más que una carta dirigida al comisario Salviati para manifestarle su entera confianza en la policía de Venecia y declarar que estaba demasiado ocupada para ausentarse de Roma. De todas formas, el príncipe Morosini estaba allí para velar por sus intereses.
Un poco asombrado por semejante despreocupación —ni siquiera le había mandado una felicitación de Año Nuevo—, éste descolgó el teléfono y llamó al palacio Torlonia, donde supuestamente estaba instalada Adriana. Se enteró de que, tras una estancia de una semana, su prima se había marchado sin dejar dirección. Y, bajo el tono cortés de su interlocutor, a Morosini le pareció advertir que para los Torlonia había sido un alivio. Idéntico fracaso en casa del maestro Scarpini: el griego poseía una hermosa voz, sí, pero un carácter demasiado difícil para que fuera posible considerar la posibilidad de una estancia de varios meses en su compañía. Ignoraban adonde había encaminado sus pasos.
La primera reacción de Aldo fue enviar a su secretario a comprar un billete para la capital italiana, pero cambió de parecer; encontrar a la pareja en Roma dependía totalmente del azar, aparte de que ésta podía haberse ido a Nápoles o a cualquier otro lugar. Además, Guy, al ser consultado, sugirió que, puesto que la condesa había decidido desaparecer, la dejara vivir su aventura.
—Pero yo soy su único pariente y siento mucho cariño por ella —repuso Aldo—. Tengo la obligación de protegerla.
—¿Contra sí misma? Lo único que conseguirá es ponerse a mal con ella. Está en una edad delicada para una mujer y desgraciadamente no se puede hacer nada. Hay que dejarla llegar hasta el final de su locura, pero estar preparado para recoger los trozos cuando llegue el momento.
—Ya no nada en la abundancia y ese tipo va a acabar de arruinarla.
—Ella se lo habrá buscado.
Era lo más sensato, y desde ese día Aldo evitó pronunciar el nombre de Adriana. Ya lo atormentaba bastante su prima desde que había encontrado unas cartas en el cajón secreto de su bargueño florentino, a raíz del robo. Sobre todo una de ellas, firmada por R., que había conservado a fin de reflexionar sobre ella más despacio, sin encontrar otra clave que el amor pero sin decidirse a compartir el misterio ni siquiera con Guy. Quizá para no verse obligado a mirar las cosas demasiado de frente, pues en su fuero interno le daba miedo descubrir que esa mujer —su primer amor de adolescente— estaba implicada en mayor o menor medida en la muerte de su madre.
Lo cierto era que Aldo no tenía mucha suerte con las mujeres a las que quería. Su madre había sido asesinada y su prima se había vuelto ligera de cascos. En cuanto a la encantadora Anielka, de la que se había enamorado en los jardines de Wilanow, había terminado ante el tribunal de Old Bailey acusada del asesinato de sir Eric Ferráis, su marido, con quien se había casado por orden de su padre, el conde Solmanski. Después del juicio, ella también se había volatilizado; se había ido a Estados Unidos con el conde sin haberle dirigido la menor muestra de ternura o de agradecimiento por todo lo que había hecho para ayudarla, pese a que juraba amarlo sólo a él.
Por no hablar, claro, de la deslumbrante Dianora, su gran amor de otros tiempos, su antigua amante, convertida en esposa del banquero Kledermann. Esta no le había ocultado que, entre una fortuna y una pasión, no cabía ninguna duda. Lo gracioso del asunto era que, al casarse con Kledermann, Dianora se había convertido —sin ningunas ganas— en madrastra de Mina, alias Lisa Kledermann, la secretaria modelo pero experta en transformaciones a la que en el palacio Morosini todos añoraban unánimemente. Ella también se había esfumado una mañana gris y brumosa, sin pensar ni por un momento que una palabra amistosa quizás habría complacido a su antiguo jefe.
El verano pasó. Sofocante, brumoso, tormentoso. Para huir de las hordas de turistas y de novios en su luna de miel, Aldo se refugiaba de vez en cuando en una de las islas de la laguna en compañía de su amigo Franco Guardini, el farmacéutico de Santa Margarita, cuyo natural silencioso apreciaba. Pasaban allí plácidos ratos entre las hierbas silvestres, sobre un banco de arena o al pie de una capilla en ruinas, pescando, bañándose, recuperando sobre todo las alegrías sencillas de la infancia. Aldo se esforzaba en olvidar que el correo sólo llevaba cartas relacionadas con el negocio y facturas. La única excepción en ese océano de olvido fue una corta epístola de la señora Sommieres anunciando una estancia en Vichy para tratar de recuperarse del hígado, bastante maltrecho tras su experiencia africana: «Reúnete allí con nosotras si no sabes qué hacer», concluía la marquesa con una desenvoltura que acabó de indisponer a su sobrino nieto. Era increíble esa gente que sólo se acordaba de él cuando empezaba a aburrirse. Decidió hacerse el ofendido.
Sin embargo, estaba cada vez más preocupado por Vidal-Pellicorne. Si bien los peligros que corre un arqueólogo son limitados, no podía decirse lo mismo cuando a esa apacible profesión se unía la de agente secreto, y Adalbert era muy capaz de haberse metido en algún lío. Así pues, para quedarse tranquilo decidió mandar un telegrama al profesor Loret, conservador del Museo del Cairo, para preguntarle qué era de su amigo. Y fue al regresar de la oficina de correos cuando encontró la carta en su despacho.
No venía de Egipto, sino de Zúrich, y a Morosini le dio un vuelco el corazón. ¡Simon Aronov! ¡Sólo podía ser él! En efecto, el sobre abierto liberó una hoja de papel doblada en cuatro sobre la que habían escrito a máquina: «El miércoles 17 de octubre en la Ópera de Viena para El caballero de la rosa. Pida el palco del barón Louis de Rothschild.»Aldo se sintió revivir. Los vientos embriagadores de la aventura se arremolinaban a su alrededor, y se apresuró a tomar todas las medidas necesarias para estar libre en la fecha indicada. Gracias a Dios, a Guy y a Angelo Pisani, su tienda de antigüedades podía prescindir de él.
Su cambio de humor sacó al palacio Morosini del sopor en el que se estaba sumiendo. La única que frunció el entrecejo fue Celina, su cocinera y más vieja amiga. Cuando le anunció que se iba, dejó de cantar y refunfuñó:
—¿Estás contento porque nos dejas? ¡Muy amable por tu parte!
—¡No digas tonterías! Estoy contento porque me espera un asunto apasionante y porque eso me permitirá romper la rutina diaria.
—¿Rutina? Si me hicieras un poco de caso, ni te acordarías de la rutina. ¿No te he aconsejado varias veces que hicieras un viaje? Verte como un alma en pena me pone negra.
—Pues entonces deberías alegrarte. Voy a viajar.
—Sí, pero vete tú a saber adónde. A mí me gustaría que fueras... a Viena, por ejemplo.
Morosini miró a Celina con un estupor sincero.
—¿Por qué a Viena? Te recuerdo que en verano hace un calor espantoso.
Celina se puso a juguetear con las cintas que adornaban su cofia y que solían revolotear sobre su imponente persona al ritmo de sus entusiasmos y sus enfados.
—En verano hace calor en todas partes, y además he dicho Viena como hubiera podido decir París, o Roma, o Vichy, o...
—No te devanes los sesos. Precisamente es a Viena adónde voy a ir. ¿Satisfecha?
Sin más comentarios, Celina regresó a su cocina esforzándose en disimular una sonrisa que dejó a Morosini perplejo. Sin embargo, como sabía que no diría nada más, olvidó el asunto y fue a ocuparse del equipaje.
Como no sabía si podría quedarse en Viena después de la cita, se fue tres días antes de la fecha indicada a fin de darse el gusto de callejear por una ciudad cuya elegancia y atmósfera de gracia ligera, alimentada por el eco de un lánguido vals en uno u otro rincón, siempre había apreciado.
A pesar de que hacía un tiempo desapacible, Morosini se sentía alegre cuando su tren llegó al valle del Danubio y se acercó a Viena. Una felicidad racionalmente inexplicable. Los recuerdos festivos de antes de la guerra no tenían nada que ver con ella, ni tampoco los de los dos viajes efectuados a la capital austriaca —exclusivamente de negocios— desde el fin de las hostilidades y su consiguiente liberación de una vieja fortaleza tirolesa. Después de todo, quizás era simplemente porque, aunque se negaba a admitirlo, Viena representaba algo más que un punto de partida tras la pista de una joya desaparecida. ¿Acaso no escuchaba de cuando en cuando, en el fondo de su memoria, una voz alegre que le decía: «Me voy a Viena a pasar la Navidad en casa de mi abuela.»?
Dado el número de abuelas que vivían en la capital austriaca, esa breve información habría sido un poco escasa, pero Morosini poseía una memoria infalible. Le bastaba oír un nombre para que quedara registrado en ella, y en el vestíbulo del Ritz de Londres, Moritz Kledermann, el padre de Lisa, había pronunciado el de la condesa Von Adlerstein. Averiguar su dirección sería bastante sencillo y Aldo estaba decidido a hacerle una visita, aunque sólo fuera para tener a través de ella noticias de una valiosa colaboradora a la que había perdido de vista de un modo demasiado repentino. Ni que decir tiene que no habría hecho el viaje para eso, pero, puesto que se le presentaba la ocasión, sería una estupidez no aprovecharla, ya que el caso Mina-Lisa era casi tan interesante como las peripecias engendradas por el pectoral.
Cuando Morosini bajó del tren en la Kaiserin Elisabeth Westbahnhof, la lluvia caía a raudales de un cielo encapotado, lo que no impedía al viajero silbar un allegro de Mozart mientras se metía en el taxi encargado de conducirlo al hotel Sacher, un establecimiento que le encantaba.
Verdadero monumento a la gloria del arte de vivir vienés, además de amable recuerdo del Imperio austrohúngaro, el Sacher llevaba el nombre de su fundador, antiguo cocinero del príncipe de Metternich, y alzaba justo detrás de la Ópera su silueta señorial, construida en el más puro estilo Biedermeier y que desde 1878 albergaba a todas las figuras ilustres del imperio en el terreno de las artes, la política, el ejército y el sibaritismo, así como a numerosas personalidades extranjeras. Seguía vinculado a él el recuerdo de las cenas refinadas del archiduque Rodolfo, el trágico héroe de Mayerling, de sus amigos y de sus bellas compañeras. Sin embargo, esa sombra altiva y romántica no aportaba ninguna nota triste a un establecimiento que poseía otro elemento glorioso: una magnífica tarta de chocolate rellena de mermelada de albaricoque y servida con nata, cuya fama ya había dado varias veces la vuelta al mundo. Frau Anna Sacher, última mujer del linaje, regentaba ese bonito hotel con mano de hierro enguantada en terciopelo, fumaba puros habanos, criaba dogos poco sonrientes y, pese a la edad y a un contorno de cintura un tanto dilatado, aún sabía hacer como nadie la reverencia ante una alteza real o imperial.
Fue a ella a quien Morosini vio aparecer en la puerta de los salones cuando hizo su entrada en el vestíbulo, decorado con plantas y con dos estatuas de alegorías femeninas de pechos robustos, de tamaño mayor que el natural. No siendo más que un modesto príncipe, a Morosini sólo le correspondió el honor de besar una mano regordeta como hubiera hecho con cualquier ama de casa que lo recibiera en su hogar. Esa presencia femenina era uno de los encantos del hotel: Anna Sacher sabía recibir a cada cual según su rango, y cuando se trataba de habituales, eran tratados como amigos. Tal fue el caso de Morosini. Bajo las marcadas ondas de la cabellera plateada, una alegre sonrisa iluminó el rostro todavía fresco aunque un poco rollizo.
—Verlo llegar es tan agradable como si trajera con usted el hermoso sol de Italia, Excelencia. Me alegro de poder desearle una vez más la bienvenida en el umbral de esta casa.
—Espero que me la desee muchas más veces, querida Frau Sacher.
—¡Eso sólo Dios lo sabe! Aunque desde luego no voy para joven. ¿Estará con nosotros algún tiempo?
—No tengo ni idea. Dependerá del asunto que me ha traído aquí. Aunque no es ésa la única razón por la que he venido; la otra es la velada del miércoles en la Ópera.
—¡Ah, El caballero de la rosa! Admirable, admirable. Será una gran velada. ¿Tomaremos juntos la taza de café ritual mientras suben el equipaje a su habitación?
—Tiene usted unas tradiciones encantadoras para sus amigos, Frau Sacher. Sería un pecado rechazarlas.
Entraron juntos en el Rote Café, un elegante salón tapizado de damasco rojo e iluminado con arañas de cristal, donde se apresuraron a servirles el famoso café vienés, coronado de nata y seguido de un vaso de agua helada, que a los austriacos les chiflaba. A Morosini también. Según él, era el único café europeo que rivalizaba con el de los italianos, pues los otros eran infames aguachirles.
Mientras lo saboreaban, charlaron de cosas intrascendentes y elogiaron Venecia, pero también Viena, donde, pese a las dificultades económicas, la vida mundana se recuperaba de día en día. En realidad, era indispensable si querían continuar atrayendo a los turistas del mundo entero. Sin música y sin vals, Viena dejaría de ser Viena. Al contrario que Alemania, recientemente despojada del Ruhr por Francia y que se sumía cada vez más en la anarquía y el extremismo, el bastión original del imperio de los Habsburgo se esforzaba en recuperar su alma e incluso en salvarla, pues su canciller era un sacerdote, monseñor Seipel. Este antiguo profesor de teología, convertido en diputado y posteriormente en presidente del partido socialcristiano, estaba sacando a flote la economía gracias a la creación de una nueva moneda, el chelín, y a la imposición de severos recortes presupuestarios. Al mismo tiempo, trataba de establecer una moral rigurosa, cosa que, evidentemente, no gustaba a todo el mundo, pero en conjunto Austria funcionaba bastante bien. En cualquier caso, Frau Sacher consideraba que el canciller era un hombre de bien.
—Hay momentos en que casi parece que hayamos vuelto a los buenos tiempos de nuestro querido emperador. La vieja aristocracia se atreve a ser ella misma...
—Hablando de la vieja aristocracia, quizá podría usted serme de ayuda, Frau Sacher. Quiero aprovechar mi estancia aquí para tratar de localizar a una amiga de mi madre de la que no tenemos noticias desde que acabó la guerra, y como usted conoce a toda la ciudad...
—Si está en mi mano, no tiene más que preguntar.
—Muchas gracias. ¿Podría usted decirme si la condesa Von Adlerstein sigue siendo de este mundo?
Las cejas artísticamente perfiladas de la anciana dama subieron un centímetro largo, mientras ella retorcía el motivo de perlas que formaba el centro de la cinta de terciopelo negro que le ceñía el cuello con la ilusoria finalidad de tensarlo.
—¿Por qué no iba a estar viva? Debemos de ser más o menos contemporáneas. Dicho esto, de la alta nobleza que constituye el entorno habitual de los soberanos, he conocido a más hombres que mujeres.
—No obstante, conoce a esa dama, puesto que sabe su edad.
—En realidad, la conozco sobre todo por dos razones. La primera es el revuelo que se produjo, hace unos veinticinco años, cuando casó a su hija con un banquero suizo sin ningún título de nobleza pero muy rico. Su posición en la Corte incluso se habría visto comprometida si nuestra pobre emperatriz Isabel no hubiera intervenido. Fue poco antes de morir; ella conocía bastante bien a la familia Kledermann.
—¿Y la segunda?
—Es mucho más comercial —respondió Anna Sacher riendo—. Tiene debilidad por nuestra Sachertorte y siempre que está en Viena nos compra. Lo que no es el caso en este momento, pues desde principios de verano no ha llegado ningún pedido del palacio de Himmelpfortgasse.
Morosini estaba tan contento que poco le faltó para ponerse a aplaudir. La entrañable dama acababa de proporcionarle, con la mayor inocencia del mundo, una preciosa información: la dirección que habría sido un poco raro pedir tratándose de una amiga de su madre. Se contentó con dejar escapar un suspiro, acompañado de una sonrisa melancólica.
—¡Qué mala suerte! Tendré que conformarme con dejar mi tarjeta con unas palabras. Quizá la condesa me haga llegar noticias suyas.
—Estoy segura de que no dejará de hacerlo. Estará tan encantada de volver a verlo como yo.
Eso Morosini lo dudaba, puesto que la abuela de Mina-Lisa no tenía ni idea de su existencia.
Al día siguiente por la tarde, pese a la lluvia, paseaba por Himmelpfortgasse, a unos doscientos metros de distancia de su hotel. Era una calle como tantas de las que hay en la ciudad interior, la que en otros tiempos rodeaban las murallas que el emperador Francisco José había sustituido por el Ring, el magnífico paseo circular poblado de árboles y de jardines. Y, al igual que las otras, se hallaba bordeada de casas antiguas y de dos o tres palacios, uno de los cuales atraía especialmente la vista: tres pisos de altas ventanas sobre un entresuelo y un imponente portalón cintrado, a cuyos lados unos atlantes melenudos sostenían un admirable balcón de piedra calada. Dos puertas laterales, más pequeñas, daban acceso a las plantas inferiores del palacio. Esta mansión, un poco estrecha —sólo se alineaban siete ventanas en cada piso—, se asemejaba bastante a las de la alta burguesía del siglo XVIII, pero las armas que destacaban sobre el tejadillo esculpido de la entrada principal anunciaban la aristocracia, y como aparecía un águila negra posada en una roca sobre campo de oro, Morosini no tuvo ninguna duda de que era la casa que estaba buscando, puesto que Adlerstein significaba «la piedra del águila».
El paseante estuvo un buen rato contemplándola sin que ninguno de los escasos transeúntes concediera importancia al hecho, pues en esa soberbia ciudad los visitantes se detenían a cada paso para admirar tal o cual edificio. Morosini no observó ninguna señal de vida detrás de las dobles ventanas hasta que por una de las puertas pequeñas salió un hombre con una cesta, sin duda un sirviente que iba a hacer unas compras, y de pronto se decidió. En tres rápidas zancadas alcanzó su objetivo.
—Disculpe —dijo en alemán—, me gustaría saber si este palacio es el de la condesa Von Adlerstein.
Antes de responder, el hombre se tomó tiempo para observar a ese extranjero elegante cuyo aspecto no era el de todo el mundo. El examen debió de ser satisfactorio, porque dijo:
—Lo es, en efecto.
—Muchísimas gracias —dijo Morosini con una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera—. Suponiendo que forme usted parte de su personal, ¿podría decirme si tengo posibilidades de que la condesa me reciba? Soy el príncipe Morosini y vengo de Venecia —se apresuró a añadir al advertir un destello de desconfianza en los ojos del personaje.
Un destello, todo hay que decirlo, muy fugaz. El hielo que envolvía el ancho rostro, más ensanchado aún por unas pobladas patillas al estilo de Francisco José, se fundió como bajo un rayo de sol.
—Pido disculpas a Su Excelencia por mi ignorancia. Desgraciadamente, la señora condesa se halla ausente. ¿Desea Su Excelencia dejar un mensaje?
Aldo se tocó los bolsillos del impermeable.
—Me encantaría, pero no llevo encima lo necesario para escribir. De todos modos, puedo encargar a un botones del hotel Sacher que traiga una nota, y si su señora vuelve, espero tener el placer de verla.
—Sin duda, si es que la estancia de Su Excelencia va a ser larga. La señora condesa ha sufrido recientemente un accidente, por fortuna sin gravedad pero que la obliga a hacer reposo, y ha preferido permanecer en su residencia de verano de Salzkammergut. Si Su Excelencia le escribe, le haré llegar la carta inmediatamente.
—En tal caso, ¿no sería más sencillo darme su dirección?
—No —dijo el hombre, cuya voz untuosa se secó de golpe—. La señora condesa quiere que su correo pase por Viena. Como viaja a menudo, eso evita pérdidas. Soy de todo corazón el servidor de Su Excelencia.
Y el «servidor» se alejó en dirección a Káertnerstrasse, dejando a Morosini un poco desorientado. No por la fórmula, pues la educación austriaca solía ser tan sentimental como cortés. Lo que le parecía raro era la negativa, atenuada pero evidente, de darle la dirección solicitada. En cuanto a escribir una carta, en tales condiciones debía descartarlo. A partir de esa noche, tendría otras cosas que hacer que andar detrás de una anciana tal vez lunática. Ya empezaba a arrepentirse de haber ido hasta el palacio. Si Lisa se enteraba, podía equivocarse de medio a medio sobre su intención amistosa. Más valía dejarlo estar.
Animado por esta conclusión, Morosini decidió aprovechar la tarde que tenía por delante para refrescar sus conocimientos sobre el Tesoro de los Habsburgo. ¿Acaso no había dado a entender Simon Aronov, durante su primer encuentro, que quizás el ópalo formaba parte de él? Así pues, se dirigió a la Hofburg, la antigua residencia imperial, una parte de la cual estaba ocupada por las oficinas del gobierno y la otra por el Tesoro. Sin embargo, si bien vio un soberbio ópalo de origen húngaro, junto a un jacinto de la misma procedencia y una amatista española, no podía ser el que buscaba, pues era demasiado grande.
Se consoló admirando la magnífica esmeralda que remataba la corona imperial y los vestigios del tesoro de la orden del Toisón de oro. Le sorprendió, en cambio, no ver ninguna de las joyas pertenecientes a los últimos soberanos. Sabía que la emperatriz Isabel, la fascinante Sissi, poseía, entre otras alhajas, un fabuloso aderezo de ópalos y diamantes que le había regalado con motivo de su compromiso la archiduquesa Sofía, su tía y futura suegra, quien lo había lucido también el día de su boda. Al no verlo por ninguna parte, intentó informarse, para lo cual pidió ser recibido por el conservador, pero se encontró con un funcionario arisco que se limitó a declarar:
—Ya no tenemos ninguna de las joyas privadas. Se las llevaron al acabar la guerra, cosa francamente lamentable, sobre todo porque ese auténtico robo al pueblo austriaco nos privó del Florentino, el gran diamante amarillo procedente de los duques de Borgoña, así como de las alhajas de la emperatriz María Teresa y de... y de otras.
—¿Quién se las llevó?
—No creo que eso sea de su incumbencia. Y ahora, le ruego que me disculpe, tengo mucho trabajo.
Morosini, al verse despedido con cajas destempladas, no insistió. Como se había detenido un instante ante la cuna del rey de Roma y algunos recuerdos de María Luisa, su madre, pensó que estaría bien ir a inclinarse ante la tumba de ese joven, hijo de Napoleón y rey de Roma, que acabó su corta vida ostentando un título austriaco. Así pues, se dirigió a la cripta de los capuchinos.
No es que sintiera un afecto especial por el más grande de los Bonaparte, causante de la decadencia de Venecia. Por más que su sangre materna fuera francesa, un príncipe Morosini no podía perdonar el árbol de la libertad plantado el 4 de junio de 1797 en la plaza de San Marco, la abdicación del último dux, Ludovico Manin, y finalmente el fuego jubiloso con el que las tropas de la nueva República francesa quemaron el Libro de Oro de Venecia y las insignias del secular poder de los dux, pero el muchacho que reposaba allí, exiliado, herido en el alma y cautivo para siempre de Austria, alimentaba su amor por el romanticismo y le inspiraba una profunda compasión. Deseaba ir a saludarlo.
No era la primera vez que un monje le abría el panteón imperial fuera de las horas de visita; él sabía lo que había que hacer para conseguirlo. Los grupos de visitantes habituales —casi todos ingleses— eran invitados, antes de salir de la iglesia, a dar al hermano portero una limosna destinada a la iluminación de la cripta y a la sopa de los pobres, que el convento repartía todos los días a las dos. Morosini hacía una generosa contribución al entrar. Sin embargo, ese día encontró cierta resistencia.
—No sé si voy a poder dejarle entrar —le dijo el capuchino de servicio—. Dentro hay una dama... que viene de cuando en cuando.
—La cripta es bastante grande. Trataré de no molestarla. ¿Sabe por quién se interesa?
—Sí, porque trae flores que luego siempre vemos sobre la tumba del archiduque Rodolfo. Usted viene a visitar al duque de Reichstadt, ¿no? —añadió el monje, señalando el ramillete de violetas que Morosini había comprado antes de entrar—. De acuerdo, entre, pero intente que no lo vea; le gusta estar sola.
«Y tú no quieres perder el óbolo que voy a darte —pensó Morosini—. Es comprensible.»
—No se preocupe. Seré más silencioso que un fantasma —prometió.
El capuchino se santiguó y abrió la pesada puerta que daba acceso a las sepulturas imperiales.
Con el sigilo de un gato, Aldo bajó hacia la necrópolis de los Habsburgo. Pasó sin detenerse por delante de la primera rotonda, donde destacaba la emperatriz María Teresa, madre de la reina María Antonieta, y llegó a la segunda, dedicada al emperador Francisco II, que descansaba allí, rodeado de sus cuatro esposas, entre su hija María Luisa, la olvidadiza esposa de Napoleón I, y su nieto, el Aguilucho. La tumba de este príncipe francés, nombrado duque de Reichstadt a causa del odio de Metternich, se veía desde lejos y no se podía confundir con ninguna otra gracias a los numerosos ramilletes de violetas, frescas o secas pero casi todas adornadas con cintas con los tres colores de Francia, que cubrían el ataúd de bronce.[2] El visitante depositó su ofrenda entre las demás e hizo el signo de la cruz, aunque una vez más los versos del poeta acudían a su mente:
Y ahora, que tu Alteza duerma es preciso,
alma para quien la muerte es una curación,
que duerma en el fondo de la tumba, en la doble prisión
de su ataúd de bronce y de ese uniforme...
Duerme, no siempre miente la leyenda;
un sueño es menos engañoso a veces que un documento.
Duerme. Tú fuiste ese joven y ese Hijo aunque digan...
Ésa era la forma de rezar de Morosini.
El silencio envolvía el panteón bañado de luz gris, ese «trastero de reyes» en el que se amontonaban ciento treinta y ocho difuntos. Morosini, atrapado por la atmósfera, estaba a punto de olvidar que no se encontraba solo cuando un ligero ruido le llegó de la parte moderna de la cripta, donde dormían Francisco José, su encantadora esposa Isabel, asesinada por un anarquista italiano, y su hijo Rodolfo. Había sido un sollozo. Aldo se acercó con mucho cuidado para no revelar su presencia y vio a la mujer.
Alta y delgada, cubierta por un velo de crespón que le llegaba hasta los pies, permanecía de pie delante de la tumba en la que acababa de depositar un ramo de rosas, llorando con la cabeza inclinada y la cara entre las manos. ¿El fantasma del Dolor, o el de Sissi, que, según sabía Aldo, una noche, poco después de la muerte de su hijo, había hecho que le abrieran ese panteón para tratar de rescatar a Rodolfo del reino de los muertos?
Consciente de que espiar esa tristeza era una gran indiscreción, Morosini volvió sobre sus pasos con más precauciones aún que a la ida. Arriba se encontró de nuevo con el capuchino, que esperaba plácidamente con las manos metidas en las mangas, y no pudo evitar preguntarle si conocía a aquella dama tan impresionante.
—Entonces, ¿la ha visto?
—Sí, pero ella a mí no.
—Mejor. Es verdad que es impresionante. Incluso para mí, a pesar de que ya la he visto en varias ocasiones.
—¿Quién es?
Morosini se disponía a contribuir más a la comida de los pobres, pero el monje no aceptó.
—Ignoro quién es, créame. Sólo nuestro reverendo padre abad conoce su nombre. Lo único que sabemos nosotros es que le ha concedido una autorización que le permite venir cuando quiere. Y no es muy a menudo. En lo que a mí respecta, la he recibido dos veces.
—Tal vez se trate de algún miembro de la antigua Corte o incluso de la familia imperial.
Pero el capuchino no quería decir nada más y se limitó a mover la cabeza; luego, inclinándose ligeramente, se alejó para volver a su puesto.
Aldo se quedó unos instantes dudando. Deseaba seguir a la dama de negro a fin de averiguar, por pura curiosidad, dónde vivía. Su instinto le decía que allí había un misterio, y a él le encantaban los misterios. ¡Sobre todo cuando tenía que matar el tiempo! De modo que decidió ir a arrodillarse ante el altar mayor para rezar una corta oración y fingió prolongarla hasta que sus oídos captaron el ligero ruido de la puerta guardada por el monje: la desconocida acababa de aparecer. Morosini esperó sin moverse a que ella estuviera a punto de salir; luego, tras levantarse, hizo una rápida genuflexión y se dirigió a la salida haciendo menos ruido que un elfo. Hasta el extremo de que sobresaltó al capuchino vigilante, que ya no se acordaba de él y se disponía a cerrar la capilla.
—¿Todavía está usted aquí?
—Perdone. Estaba rezando.
Se despidió rápidamente y salió de la iglesia justo a tiempo para ver a la dama enlutada montar en una calesa con la capota subida que se puso en marcha inmediatamente. Por suerte, la circulación del atardecer no permitía al caballo ir deprisa y las largas piernas de Morosini no tuvieron demasiadas dificultades para seguirlo.
Fueron por Kaërntnerstrasse en dirección a la catedral de San Esteban, pero giraron en Singerstrasse y luego en Seilerstätte, para entrar finalmente en Himmelpfortgasse tras dar un rodeo injustificado —la iglesia de los capuchinos no estaba lejos— que había dejado sin aliento al perseguidor y hecho seria mella en su humor. Sin embargo, su curiosidad prevaleció al ver que el vehículo cruzaba el portalón del palacio Adlerstein, llevándolo al lugar al que no quería volver.
¿Qué significaba aquello? ¿Albergaba la anciana condesa a una amiga, a una pariente? Dada la fortuna familiar, la hipótesis de una inquilina era muy improbable. Y evidentemente ella no podía ser el fantasma de la cripta, que poseía la silueta y, sobre todo, los andares ágiles y rápidos de una muchacha. Pero, entonces, ¿quién podía ser esa criatura cuyas largas faldas parecían de la generación anterior? En Viena, la modernidad en las costumbres y en el vestir no había adquirido su derecho de ciudadanía, pero así y todo...
Agazapado en la sombra de una puerta cochera, enfrente del palacio, Aldo tuvo que dominar su temperamento latino para no ir a tirar de la campanilla de una casa que se había vuelto misteriosa. Habría sido una estupidez; si le abría el personaje con el que había hablado un rato antes, lo tomaría por un loco, un grosero o un espía. Además, no brillaba ninguna luz tras las altas ventanas de una casa tan silenciosa que Aldo acabó por preguntarse si no habría soñado. No tenía nada que hacer allí, de modo que era preferible marcharse. Por otro lado, el reloj lo informó de que le quedaba el tiempo justo de volver al hotel, cambiarse y comer algo antes de ir a la Ópera. Con las manos metidas en los bolsillos, echó a andar bajo la lluvia.
Dos horas más tarde, enfundado en un traje confeccionado en Londres que hacía plena justicia a su cuerpo atlético, el príncipe Morosini subía con su paso indolente la magnífica escalera de mármol del Staatsoper, considerado en Austria la obra maestra de la cultura nacional. El esplendor de ese monumento, encargado por Francisco José, permanecía intacto. Los mármoles italianos y el oro de los candelabros brillaban bajo la luz opalina de los globos de cristal. Todo parecía igual que antes. Las mujeres, con vestidos largos, lucían pieles caras y joyas admirables, aunque no todas eran absolutamente auténticas. Muchas eran bonitas, con ese encanto tan peculiar de las vienesas, y muchas también recorrían con una mirada risueña la figura del visitante extranjero, que se permitió el placer de observar a algunas de ellas.
Reinaba esa noche un ambiente festivo para escuchar El caballero de la rosa, obra reciente pero muy admirada de Richard Strauss, que figuraba desde que había sido compuesta, en 1911, en el repertorio de la Ópera, dirigida por este mismo autor. Un célebre director de orquesta alemán, Bruno Walter, iba a dirigir a dos de los mejores cantantes de la época: Lotte Lehmann en el papel de la maríscala y el barítono Loritz Melchior en el del barón Ochs. Una verdadera función de gala que presidiría el canciller Seipel en persona.
Una acomodadora vestida de negro, con un ramillete de cintas en el moño por todo adorno, abrió ante Morosini la puerta de un palco de primera fila. Sólo lo ocupaba un hombre al que Aldo no reconoció enseguida. Vestido con un traje negro impecable, estaba sentado en una de las sillas tapizadas en terciopelo de cara a la sala, de donde subía el habitual murmullo de las conversaciones sobre el confuso fondo musical de la orquesta afinando sus instrumentos.
Aldo sólo vio al principio una cabellera plateada lo bastante larga para cubrir el cuello y peinada hacia atrás, y un vago perfil del que no distinguió más que el cristal de un monóculo alojado bajo un arco ciliar. El ocupante del palco no se volvió y, como el acostumbrado bastón con empuñadura de oro parecía ausente, Morosini se preguntó si no habría cometido un error al pensar que se encontraría con su extraño cliente. Pero el equívoco sólo duró un instante.
—Pase, querido príncipe —dijo la voz inimitable de Simon Aronov—. Soy yo.
Morosini estrechó la mano que le tendía su anfitrión y tomó asiento en la silla de al lado.
—Habría sido incapaz de reconocerlo —dijo con una sonrisa admirativa—. ¡Es asombroso!
—¿Verdad? ¿Cómo está, amigo mío?
—Si se refiere a mi salud, es excelente, pero mi estado de ánimo no es tan bueno. A decir verdad, me aburro, y es la primera vez que me pasa.
—¿Quizá sus negocios ya no son tan prósperos como antes?
—No, en ese aspecto todo va a pedir de boca. Creo que lo que pasa es que le echo a usted de menos. Y también a Adalbert. Desde finales del mes de enero, no he tenido noticias suyas.
—Era un poco difícil para él, y sobre todo muy delicado, enviarle una carta o cualquier otro tipo de mensaje. Estaba en la cárcel en El Cairo.
Morosini abrió los ojos con expresión de sorpresa.
—¿En la cárcel?... ¿Por un asunto de los servicios secretos?
—No, no —dijo el Cojo—. Por un asunto de la tumba de Tutankamon. Supusieron que nuestro amigo no había podido resistirse a la atracción de una estatuilla votiva de oro puro.
Aldo se indignó. Conocía la habilidad de su amigo con los dedos y sabía que era capaz de hacer bastantes cosas, pero no de cometer un robo por interés personal.
—Tranquilícese, el objeto ha aparecido y han soltado a Vidal-Pellicorne después de pedirle disculpas, pero ha estado encerrado una buena temporada. Supongo que no tardará en volver a verlo. ¿Acaba de llegar a Viena?
—No. Estoy aquí desde hace tres días. Quería volver a ver algunos lugares y también visitar el Tesoro imperial. ¿No me había dicho que probablemente el ópalo formaba parte de él?
—Estaba equivocado. El ópalo que se encuentra en el Tesoro no tiene nada que ver con el que buscamos.
—Sí, ya lo he visto, y también he constatado que no se hallaba expuesta ninguna de las alhajas de los dos últimos emperadores y de su familia, aunque no he conseguido enterarme de dónde están.
—Dispersas... Las joyas privadas de la familia imperial fueron retiradas el 1 de noviembre de 1918, justo antes del cambio de régimen, por el conde Berchtold, que las llevó a Suiza. Muchas han sido vendidas, y no me extrañaría que cierto banquero amigo suyo hubiera adquirido una o dos. Yo he tenido la oportunidad de examinar el aderezo que llevaba Sissi en su boda y ninguno de los ópalos es el que busco.
El diálogo fue interrumpido. Por encima del tabique de separación entre su palco y el contiguo, una dama engalanada con plumas saludó a Aronov llamándolo «querido barón» y entabló con él una conversación entrecortada, en vista de lo cual Aldo optó por dirigir su atención hacia la sala, ahora llena. Ésta ofrecía la agradable visión de una asamblea en la que las mujeres, vestidas de satén, brocado y terciopelo de diferentes colores, lucían diamantes, perlas, rubíes, zafiros y esmeraldas en el escote o en la cabellera. Aldo constató con placer que la horrible moda del pelo corto y la nuca afeitada todavía no había llegado a la alta sociedad vienesa, que sin duda no tenía como libro de cabecera La garçonne, el escandaloso libro de Paul Margueritte que causaba furor en Francia desde hacía un año. Él detestaba esa moda.
No es que fuera retrógrado, pero le encantaban las hermosas cabelleras, adornos naturales en los que tan agradable resulta introducir los dedos o hundir el rostro. Acabar con ellas era un crimen. En cambio, no tenía nada contra los vestidos cortos, casi todos encantadores y que permitían admirar piernas muy bonitas, hasta entonces vedadas a miradas que no fueran las del esposo o el amante.
Una tormenta de aplausos saludó al maestro, que tuvo el tiempo justo para hacer levantar a la sala a los acordes del himno nacional cuando entró monseñor Seipel. Después, el público volvió a sentarse. Todas las luces se apagaron excepto las candilejas y se hizo un profundo silencio.
—¿Por qué me ha hecho venir aquí esta noche? —susurró Morosini.
—Para que vea a alguien que todavía no ha llegado. Chissst...
Aldo, resignado, centró su atención en el espectáculo. El telón se levantó para mostrar un delicioso decorado que reproducía un dormitorio femenino de la época de la emperatriz María Teresa en el palacio de la mariscala. Esta, una mujer bellísima, se entregaba a un encantador jugueteo amoroso con su joven amante, Octaviano, antes de recibir, como la obligaba su rango, las visitas y a los solicitantes de primera hora de la mañana. Entre ellos, el barón Ochs, personaje tan importante como inoportuno, además de bastante ridículo, que había ido a pedirle a la gran dama que le buscara un caballero encargado de llevar la tradicional rosa de plata, símbolo de una petición de matrimonio oficial, a la joven con la que deseaba casarse. Pese a su repugnancia, ese caballero será, cómo no, el apuesto Octaviano.
Aldo se dejaba llevar por la gracia alegre y maliciosa de una obra cantada por unas voces soberbias, cuando la mano de su vecino se posó sobre su brazo.
—Mire el palco de enfrente del nuestro —susurró.
Dos personas, ambas vestidas de negro, acababan de entrar. Primero un hombre de mediana edad, pero que debía de poseer una fuerza física poco común. Llevaba una especie de librea de terciopelo guarnecida con trencilla de seda, según la moda húngara.
Tras echar un rápido vistazo a la sala, dejó paso a su compañera, a la que hizo sentar con todas las muestras de un profundo respeto antes de retirarse al fondo del palco. Más notable aún era la mujer, que atrajo la atención del príncipe. Su porte era el de una princesa y, mirándola, Morosini recordó un retrato de la duquesa de Alba pintado por Goya. Iba vestida de encaje negro, y una especie de mantilla del mismo tejido que le caía desde el alto tocado hasta más abajo de la boca le cubría el rostro. Los largos guantes estaban confeccionados con la misma blonda ligera y oscura, que realzaba la deslumbrante blancura de una piel perfecta. No llevaba ninguna joya aparte de un broche que despedía un brillo mágico entre los vaporosos encajes, sobre un magnífico escote. Encima del antepecho de terciopelo rojo del palco había un abanico.
Sin pronunciar palabra, sin siquiera volver la cabeza hacia él, Aronov acercó unos gemelos de nácar a la mano de su invitado. Este estaba tan impresionado por la aparición que a punto estuvo de dejarlos caer. Sin embargo, consiguió sujetar el instrumento y se lo colocó ante los ojos, primero enfocando la escena en la que la maríscala lamentaba el paso del tiempo y luego el palco. La mujer desconocida permanecía un poco echada hacia atrás a fin de no quedar demasiado iluminada por las candilejas. La máscara de encaje impedía distinguir las facciones de su rostro, pero, por el tono marfileño de su cutis, por la finura que se adivinaba, por la forma que tenía de permanecer erguida y de mover con orgullo la cabeza sobre su largo cuello, no cabía duda de que era joven y de que por sus venas corría sangre noble.
—Fíjese en la joya —susurró el Cojo.
Merecía la pena: era un águila imperial ejecutada en diamantes, con un magnífico ópalo que constituía el cuerpo. Con ayuda de los gemelos, Morosini lo examinó lo más detenidamente posible y luego dirigió hacia su compañero una mirada interrogadora.
—Sí —murmuró éste—. Tengo motivos para pensar que se trata del nuestro.
Morosini se limitó a asentir con la cabeza, ya que era imposible hablar, pero el acto terminó enseguida en medio de un gran entusiasmo. Las luces de la sala se encendieron. La desconocida retrocedió más para refugiarse en la oscuridad del palco. Había cogido el abanico y, con él abierto, se tapaba todavía un poco más.
—¿Quién es? —preguntó Aldo.
—Le aseguro que no lo sé —respondió Aronov—. Una mujer de alto rango con toda seguridad, pero que no debe de vivir en Viena. No la conocen en ningún hotel y no se la ha visto nunca salvo en esta sala, y únicamente cuando representan El caballero de la rosa, lo que no es frecuente.
—Qué raro... ¿Por qué esta ópera?
—Mire con más atención su abanico.
Retirado detrás de las sillas, Morosini miró de nuevo a través de los gemelos: el abanico era una magnífica pieza de carey oscuro y de encaje, sobre cuya varilla principal destacaba una rosa de plata. Morosini sonrió.
—¡Una rosa! Ésa es la razón de su debilidad por esta ópera... Debe de recordarle algo.
—Claro, pero eso no hace sino aumentar el misterio que la rodea. La joya que lleva perteneció a la emperatriz Isabel, estoy seguro. La he visto en un retrato, pero ya sabía que la piedra central era la que buscamos. A esta dama, es la primera vez que la veo. Me habían informado en dos ocasiones de su presencia aquí y, aunque no estaba seguro de que viniera esta noche, me he arriesgado a invitarlo.
—Y yo se lo agradezco más de lo que imagina. Respecto a la identidad de esa mujer, debe de ser fácil enterarse de quién ha alquilado ese palco.
—En efecto. Lo que pasa es que éstos son de abono anual. El que nos interesa pertenece a la condesa Von Adlerstein.
Morosini no intentó disimular su sorpresa.
—¡Esto sí que es una coincidencia! ¿Conoce usted a la condesa?
—Personalmente, no. Sólo sé que es la suegra de Moritz Kledermann, el gran coleccionista suizo.
—Y la abuela de mi antigua secretaria.
—¡Vaya, qué interesante! Debería contarme eso.
—Bah, no vale la pena. Tengo algo mejor, porque me parece que he coincidido con esa desconocida hoy mismo, a última hora de la tarde, en la cripta de los capuchinos. Había ido a llevar flores a la tumba del archiduque Rodolfo, y según el monje guardián no era la primera vez. Parece ser que incluso tiene una autorización especial para ir fuera del horario de visita.
—Esto se pone cada vez mejor. Cuando quiere, resulta usted apasionante, querido príncipe. Continúe, continúe...
Sin hacerse de rogar, Aldo describió la extraña visión de la cripta, la larga silueta envuelta en crespón a la que por un momento había tomado por el fantasma de la madre doliente del archiduque. Después contó que había seguido al coche que la condujo al palacio de Himmelpfortgasse.
—Es una suerte que Viena permanezca fiel a los coches de caballos. Con un automóvil, no habría tenido ninguna posibilidad.
—Eso quiere decir que la suerte no lo abandona. Un trabajo excelente, amigo mío. Y ya no cabe ninguna duda: la dama vive en casa de la condesa.
—Antes de ese encuentro, había intentado hacerle una visita, pero en estos momentos no está en Viena. Parece ser que un accidente la retiene en otra de sus propiedades.
—No tiene importancia. Si esa mujer se aloja en su casa, es posible que sea pariente de ella. En cualquier caso, la seguiremos a la salida del teatro. Tengo un coche.
El entreacto estaba acabando. Las luces se apagaron. Los dos hombres se callaron, pero Aldo, si bien continuó disfrutando de la música y sus intérpretes, apenas prestó atención al escenario. Con o sin gemelos, su mirada buscaba sin cesar la figura altiva, a la vez discreta y fastuosa, en la que sólo la joya parecía vivir como una estrella en la noche.
Cuando terminó el segundo acto, con una verdadera explosión de alegría reforzada por un fascinante ritmo de vals, la sala aclamó en pie a los artistas, pero Aldo, absorto en su contemplación, no se movió.
—¡Levántese, vamos! Haga lo mismo que los demás —le susurró Aronov, que aplaudía a rabiar—. Va a atraer la atención sobre nosotros.
El príncipe se estremeció e hizo lo que le decían, aunque señaló que en el palco de enfrente aplaudían, sí, pero sin aspavientos.
Este segundo descanso era más breve que el primero. Los espectadores se desplazaron menos. Los dos hombres reanudaron la conversación, pero ahora era Morosini el que estaba ensimismado.
—¿Por qué llevaba esos velos de luto esta tarde? ¿Por qué lleva esta noche esa verdadera máscara de encaje? ¿Qué es lo que esa mujer quiere ocultar?... A no ser que desee atraer la curiosidad, intrigar, en cuyo caso lo consigue de maravilla.
—Yo también pensaba eso antes de que me contara lo de la cripta. Pero ahora intuyo que hay otra cosa. Si le he entendido bien, esa mujer lleva luto por el archiduque que se suicidó en Mayerling, y eso sucedió hace casi cuarenta y cinco años. ¿No le parece demasiado tiempo?
—¿Será su viuda?
—¿Estefanía de Bélgica? Imposible. Es una anciana que volvió a casarse en 1900 con un húngaro y de la que no sé muy bien qué ha sido. Esta es mucho más joven. Además, tiene un porte señorial, cosa que no posee la pobre princesa.
—¿Y su hija? Creo que tiene una.
—La archiduquesa Isabel, convertida en princesa Windischgraetz, podría corresponder por la edad, pero no es ella. Resulta que la conozco.
—Entonces, ¿una fanática? ¿O quizás una loca? No, su calma no encaja con esta última hipótesis. En cualquier caso, no explica por qué oculta su rostro.
—A lo mejor es fea... o está ajada. Muchas bellezas más o menos célebres han optado por cubrirse así, y destierran los espejos para no ver reflejada en ellos su decadencia.
—En fin, con velos o sin ellos —dijo Aldo—, si está seguro de que el ópalo es el que buscamos, habrá que abordarla.
—Yo juraría que sí, aunque no entiendo por qué el águila de diamantes brilla sobre el pecho de una desconocida. La archiduquesa Sofía se lo regaló a su nuera con motivo del nacimiento de Rodolfo, seguramente para completar el aderezo que le dio para la boda.
—Parece sencillo. Usted ha dicho que las alhajas privadas fueron vendidas en Suiza. Esa pieza debió de comprarla la dama en cuestión.
—No. No formaba parte del lote.
Durante el tercer acto, Morosini concedió más atención al espectáculo. La belleza de Lotte Lehmann y su voz sobrecogedora actuaban sobre él como un hechizo. Su compañero también estaba atrapado, y cuando arañas y candelabros se encendieron entre un entusiasmo llevado al límite, se dieron cuenta de que el palco de enfrente estaba vacío. La desconocida y su escolta se habían esfumado antes de que terminara el espectáculo. Morosini se lo tomó con filosofía.
—Es un fastidio, desde luego, pero no una catástrofe, porque estoy seguro de que la mujer de la cripta y la del palco son la misma persona.
—Esperemos que no se equivoque.
Una vez que el obispo-canciller se hubo marchado, la sala se vació. Aronov y su compañero fueron a buscar al guardarropa el uno una cálida pelliza y el otro la amplia capa forrada de satén que siempre llevaba con el traje. Morosini vio reaparecer entonces el bastón con empuñadura de oro.
—¿Le llevo en coche? —propuso el primero—. Tenemos que seguir hablando.
—Me alojo aquí al lado, en el Sacher. Ir en coche sería vergonzoso. ¿Por qué no viene a cenar conmigo, querido barón?
Simon Aronov se echó a reír, mientras que su único ojo de un azul intenso —el que albergaba el monóculo debía de ser de cristal— chispeaba de malicia.
—Le intriga mi título, ¿eh? Pues es auténtico y tengo derecho a utilizarlo. En cambio, el apellido que pongo detrás no es el mío. Cambio a menudo de aspecto. La sociedad de aquí me conoce por el nombre de barón Palmer... y acepto encantado su invitación.
Para sorpresa de Aldo, Aronov ordenó al chófer del largo Mercedes negro que se acercó que no lo esperara y volviese a casa.
—Voy a cenar con un amigo —dijo—. Frau Sacher se encargará de que me pidan un coche de punto.
Luego, pasando su brazo libre por debajo del del príncipe, añadió:
—Después de una cena en el establecimiento de Frau Anna, siempre me ha gustado volver a casa en coche de caballos. Recuerda el pasado.
—Aquí nunca está muy lejos. Los austriacos permanecen fieles a sí mismos bajo cualquier régimen.
Los dos hombres se dirigieron al hotel cogidos del brazo. Había dejado por fin de llover, pero los adoquines mojados reflejaban las suaves luces de los globos de cristal esmerilado como si fueran estrellas familiares. Frau Sacher, con un habano entre los dedos, los recibió y los encomendó a un atento maître que los guió a través de la sala hasta una mesa discreta con un mantel blanco de damasco y decorada con rosas, a buena distancia de la tradicional orquesta cíngara. Lo que no impidió a la anfitriona acompañarlos.
—¿El menú del archiduque, como de costumbre? —propuso riendo, pues era una broma habitual con los viejos clientes.
Se trataba, efectivamente, de la última cena degustada por Rodolfo dos o tres días antes de que se fuera a «cazar» a Mayerling. El mismo había elaborado el menú, que se componía de lo siguiente: ostras, sopa de tortuga, langosta a la armoricana, trucha con salsa veneciana, fricasé de codornices, pollo a la francesa, ensalada, compota, puré de castañas, helado, Sachertorte, queso y fruta. Todo ello regado con chablis, mouton-rothschild, champán Roedereret y jerez. Suficiente para saciar un apetito al estilo de Luis XIV.
—Hay que ser joven y archiduque para comer todo eso —dijo el Cojo—. A no ser que esté usted hambriento, querido príncipe. Yo soy bastante frugal.
Pidieron ostras, seguidas de un fricasé de codornices, una ensalada y la célebre tarta, todo acompañado de un buen champán.
Mientras su compañero intercambiaba unas palabras más con la anfitriona, Morosini lo observaba. Ese hombre jamás dejaría de ser un enigma para él. Pese a sus dos serios defectos físicos, puesto que era tuerto y cojo, encontraba la manera de crear diferentes personajes con unos medios en realidad bastante sencillos: una peluca, como esa noche, un sombrero, gafas oscuras o claras, un monóculo, la barba del sacerdote ortodoxo que había sido durante un rato en el cementerio de San Michele, en Venecia... Parecía capaz de llevar muy lejos el arte del maquillaje apenas visible, y sin embargo, fuera cual fuese la imagen elegida, nunca renunciaba al bastón de ébano con empuñadura de oro que podía delatarlo. ¿Se trataría de una especie de superstición o, también en su caso, de un recuerdo especialmente querido? Preguntar sobre ello sería una indiscreción, pero había otra cosa que intrigaba a Aldo: la voz de Simon Aronov, esa magnífica voz de terciopelo oscuro que le daba tanto encanto, ¿podía sufrir también transformaciones? No tardó en formular la pregunta, que tuvo el don de hacer reír a su compañero.
—En ese aspecto también podría tener sorpresas, amigo mío. No sólo puedo cambiar de registro, sino adoptar diferentes acentos. Permítame, de todos modos, no hacerle una demostración aquí.
—No se me ocurriría pedírselo, pero quisiera hacerle otra pregunta: ¿cómo se las arregla para integrarse tan bien en el medio en que se encuentra? En Londres era un perfecto gentleman inglés. En Venecia, cualquiera habría jurado que venía directamente del monte Athos. Aquí encarna el prototipo del aristócrata vienés. Y le conocen. Supongo que vive algunas temporadas en esta ciudad. Pero en una ocasión me dijo que Varsovia era su residencia preferida. ¿Acaso posee una casa en cada capital?
—¿Igual que los marinos tienen en cada puerto una mujer? No. Tengo varias residencias, es verdad, pero aquí vivo en el palacio de un amigo fiel en el que se puede confiar plenamente, en Prinz Eugenstrasse.
Morosini levantó las cejas. Conocía Viena y a sus celebridades lo suficiente para no temer cometer un error. No obstante, bajó la voz hasta preguntar en un susurro:
—¿El barón de Rothschild?
—El señor Palmer no tiene ningún motivo para ocultarlo —dijo Aronov con una afabilidad indulgente—. El barón Louis, en efecto. Al igual que su difunto padre, lo sabe casi todo de mí, y yo sé que en caso de... producirse un drama, siempre podría encontrar asilo y apoyo en esa casa. Si necesita ponerse en contacto conmigo rápidamente, no dude en dirigirse a él. Bajo sus maneras mundanas, es un hombre muy piadoso y está dotado de un valor poco común.
—Lo sé. Hemos coincidido en alguna ocasión, pero confieso que me gustaría conocerlo un poco mejor. Aunque no tiene mucho más de cuarenta años, ya se ha convertido en una leyenda.
Su memoria infalible le trazaba el retrato de un hombre delgado, rubio, elegante, de una imperturbable sangre fría y dotado de innumerables aptitudes. Además de ser un erudito muy versado en botánica, anatomía y artes gráficas, el barón Louis era un gran cazador, montaba a caballo como un centauro —era uno de los escasos jinetes que tenía permiso para montar los famosos Lipizzaners blancos de la escuela de equitación española de Viena— y era un notable jugador de polo. Pese a ser un soltero empedernido, adoraba a las mujeres, con las que tenía muchísimo éxito. En cuanto a la leyenda de su flema, había nacido antes de la guerra, siendo él todavía muy joven, a raíz de una avería de motor y de ventilación que se produjo durante la inauguración del metro de Nueva York. Al sacar de este mal trance a los viajeros, sudorosos, medio asfixiados y medio desnudos, el joven barón apareció tan pulcro como si acabara de pasar por las manos de su ayuda de cámara: no se había quitado ni la chaqueta ni el chaleco y, según los atónitos socorristas, no tenía «ni una gota de sudor en la frente».
—Estos días está cazando en Bohemia, pero quizá más adelante pueda reunirlos. Creo que él se alegrará mucho; ya le he hablado de usted.
—Y a los otros miembros de la familia, ¿también los conoce?
—¿A los franceses y a los ingleses? Perfectamente —dijo Aronov—. Aunque un poco menos que al barón Louis —añadió con una débil sonrisa—. Era íntimo de su padre y ahora lo soy de él. Pero hablemos un poco de usted. Parece que siguió mi consejo en lo que concierne a la bella lady Ferráis, ¿no?
Morosini se encogió de hombros.
—No tuve que esforzarme mucho. Después del juicio, que sin duda usted siguió, se marchó a Estados Unidos con su padre y no he tenido ninguna noticia de ella.
—¿Cómo? ¿Ni siquiera unas palabras de agradecimiento? ¿Ni dos líneas por correo?
—Ni siquiera eso.
Aldo se había puesto tenso al pronunciar su compañero el nombre de la mujer a la que seguía sin poder olvidar del todo. Simon Aronov se dio cuenta.
—¿Y le resulta muy doloroso?
—Un poco, sí, pero con el tiempo se me pasará —afirmó Morosini atacando sus codornices.
Durante unos instantes los dos hombres comieron en silencio, dejando que los violines de la orquesta los envolvieran en su música, hasta que Aronov dijo:
—Ahora me toca a mí hacerle una pregunta. ¿Cómo está Venecia mientras Benito Mussolini reina en Roma?
—Igual de hermosa que siempre, tal como espera encontrarla un visitante ocasional o una pareja en su luna de miel —respondió Morosini con un suspiro—. Aparentemente, todo es normal, pero sólo aparentemente. Antes se veía deambular de vez en cuando a dos policías. Ahora suelen ser jovencitos con camisa y gorro negros. Van en parejas, como los otros, pero vale más evitarlos todo lo posible; creen que todo les está permitido y gustan de mostrarse agresivos en nombre de la mayor gloria de Italia.
—¿Usted no ha tenido problemas?
—No. Los empleados deben jurar fidelidad al nuevo régimen, es verdad, pero yo no soy más que un honrado comerciante que no busca pelea. Mientras me dejen viajar cuando quiera y llevar mis negocios como me parezca...
—Siga manteniendo esa actitud. Es más prudente.
En el tono repentinamente grave del Cojo había algo que impresionaba. Tras unos instantes de silencio, Morosini dijo:
—¿Recuerda que en Varsovia me anunció la llegada de una... orden negra capaz de poner en peligro la libertad?
—Y por causa de la cual debemos reconstruir el pectoral y resucitar cuanto antes Israel como Estado —completó Aronov—. ¿Va a preguntarme ahora si el Fascio es esa orden negra?
—Exacto.
—Digamos que es la primera manifestación de una enfermedad terrible, una primera ráfaga de viento antes de la tormenta. Mussolini es un histrión vanidoso que se cree César y que podría no ser más que Calígula. El verdadero peligro viene de Alemania; su economía está destrozada y sus fuerzas vivas, heridas. Un hombre casi iletrado, inculto, brutal pero grandilocuente y con un oscuro instinto orientado hacia la guerra va a esforzarse en resucitar el orgullo alemán glorificando la fuerza y excitando los instintos más detestables. ¿No ha oído hablar aún de Adolf Hitler?
—Vagamente. Hubo una manifestación la primavera pasada, creo. Algo bastante parecido a las demostraciones del Fascio, ¿no?
—Exacto. La aventura mussoliniana podría muy bien haber dado alas a Hitler. De momento todavía no es más que el jefecillo de una banda paramilitar, pero mucho me temo que un día eso se transformará en un maremoto capaz de engullir a Europa...
Con los dos codos apoyados en la mesa y la copa entre los dedos, Simon Aronov parecía haber olvidado a su compañero. Su mirada se perdía frente a él, en una lejanía a la que Morosini no tenía acceso, pero la crispación de su rostro bastaba para darse cuenta de que esa perspectiva no ofrecía ninguna imagen risueña. En el momento en que Aldo iba a hacer una pregunta, él añadió:
—Cuando sea el amo, y un día lo será, los hijos de Israel estarán en peligro de muerte. Y no sólo ellos, sino muchas más personas.
—En tal caso —dijo Morosini—, no hay tiempo que perder si queremos tomarle la delantera. Hay que completar el pectoral del Sumo Sacerdote cuanto antes.
Aronov esbozó una sonrisa.
—Así que cree en nuestra vieja tradición, ¿eh?
—¿Por qué no iba a creer en ella? —masculló Morosini—. De todas formas, y aun en el caso de que Israel no volviera a renacer jamás como Estado, si devolverlas a su sitio es el único medio de impedir que esas malditas piedras continúen haciendo daño, me consagraré a esa tarea en cuerpo y alma. El zafiro y el diamante han dejado ambos un rastro sangriento y supongo que con las otras dos sucede lo mismo. En lo que respecta al ópalo, si la desdichada Sissi lo llevó, la causa está vista para sentencia. En cuanto a la que actualmente lo luce, los velos fúnebres con los que se tapa el rostro no son señal de una dicha radiante. Hay que liberarla de él cuanto antes.
—Estoy de acuerdo con usted, por supuesto, pero no se precipite —murmuró el Cojo con gravedad—. Es posible que le tenga más apego a esa joya que a cualquier otra cosa. Tal vez incluso más que a su vida. Si es así, como sospecho, el dinero no servirá de nada.
—¿Cree que no lo sé? Y supongo que esta vez no tiene una piedra de recambio como en los dos casos anteriores. De ser así, ya me lo habría dicho.
—En efecto. Un ópalo no se puede imitar. Es verdad que Hungría los produce y que quizá, sólo quizá, fuera posible encontrar uno bastante similar. Sin embargo, el mayor problema lo plantea la montura. Esa águila blanca está compuesta de diamantes variados y de una rara calidad. Es una joya valiosísima que, aparte de ser histórica, puede tentar a más de un ladrón. Es una suerte que la dama desconocida vaya escoltada por un guardaespaldas tan imponente.
—Me alarma. En caso de que aceptara vender, ¿estaría usted en situación de pagar el precio que pida?
—Sobre ese punto puede estar tranquilo. Dispongo de todos los fondos que sean necesarios. Ahora voy a dejarlo. Muchísimas gracias por esta agradable cena.
—¿Volveremos a vernos?
—Si lo considera necesario o si averigua algo interesante, venga a verme al palacio Rothschild. Pienso quedarme unos días.
Después de haber dejado a Aronov instalado en un coche, Morosini dudó un momento sobre lo que iba a hacer. Acostarse no, desde luego. No tenía ningunas ganas de dormir.
Levantó la cabeza y vio que el cielo estaba casi despejado; dos o tres animosas estrellas hacían guiños. El botones del hotel, al ver que se entretenía en los últimos peldaños, se ofreció a pedirle un coche.
—No, no —dijo—. Prefiero caminar un poco fumando un puro. ¿Podría ir a buscar al guardarropa del restaurante mi capa y mi sombrero?
Unos minutos más tarde, Aldo deambulaba por Käerntnerstrasse al paso apacible de un juerguista rezagado que hubiera decidido respirar el aire fresco de la noche para disipar los vapores del alcohol. Desierta a esa hora —la torre de la catedral de San Esteban daba las dos—, la gran arteria lujosa brillaba como el interior de una gruta mágica. Por eso, al girar en la esquina de Himmerlpfortgasse, mucho menos iluminada, Morosini tuvo la impresión de penetrar en una falla entre dos acantilados. De vez en cuando, una débil farola permitía apenas andar sin doblarse los tobillos sobre los adoquines, que debían de datar de la época de María Teresa. Las luces del palacio Adlerstein estaban apagadas.
Envolviéndose en su capa del más puro estilo español, de modo que resultaba prácticamente invisible, Morosini se agazapó en el hueco de una puerta y se sumió en la contemplación de la casa muda. Muda y, además, ciega, pues ni un solo rayo de luz se filtraba a través de los postigos cerrados.
Se quedó allí un buen rato, buscando la manera de descubrir el secreto de esa fachada austera que de noche, con las formas imprecisas y retorcidas de los atlantes sosteniendo el balcón, se tornaba siniestra, pero acabó por hartarse, se sintió ridículo y lamentó haber sacrificado un buen puro. Misteriosa o no, a esas horas la dama vestida de encaje negro debía de dormir el sueño de los justos, y él empezaba a tener frío en los pies. El mejor método de investigación, el único, seguía siendo ver sin tardanza a la condesa Von Adlerstein. Si no estaba en Viena, iría a su castillo alpestre y sanseacabó.
Iba a abandonar su refugio cuando el chirrido de una pesada puerta le hizo permanecer inmóvil: el gran portalón del palacio estaba abriéndose y a través de él asomó el doble haz de luz de los faros de un coche, que salió en cuanto tuvo paso libre. Morosini vio una gran limusina de un color oscuro. En el interior, un chófer con librea y tres personas difíciles de distinguir, aunque Morosini habría apostado su alma inmortal a que dos de ellas eran la dama desconocida y su escolta. Un baúl y varias maletas iban atadas en la parte trasera. El observador no tuvo oportunidad de ver nada más. Después de pasar suavemente sobre el ligero desnivel del arroyo, el potente vehículo giró a la izquierda hasta el vecino Ring y desapareció mientras una mano invisible se apresuraba a cerrar el portalón.
Evidentemente, la desconocida se marchaba de Viena y a Morosini no se le ocurría cómo averiguar, de forma inmediata, adonde se dirigía, pero el hecho de que viajara de noche no contribuía a disipar las brumas que la rodeaban.
Aldo, bastante perplejo, abandonó su puesto de observación y, esta vez a paso rápido, se encaminó hacia el hotel. Aún no había doblado la esquina cuando un hombre vestido también con traje de etiqueta, delgado, ágil y un poco más bajo que él, salió de otro hueco, se quedó un instante plantado en medio de la calle, visiblemente indeciso sobre lo que era más conveniente hacer, y luego, encogiéndose de hombros con ademán irritado, echó a correr tras el príncipe anticuario.
A la mañana siguiente, cuando hubo terminado de arreglarse, Aldo se sentó ante el pequeño escritorio de su habitación y escribió, no en el papel de carta del hotel sino en una de sus tarjetas de visita, unas respetuosas palabras dirigidas a la señora Von Adlerstein rogándole que le concediera una entrevista «por un asunto importante». Cerró el sobre, se puso el impermeable y los guantes —el tiempo vacilaba entre acumulaciones de nubes grises y golpes de viento que se esforzaban en alejarlas—, se encasquetó una gorra de tweed y se puso en camino hacia Himmelpfortgasse con la firme intención de hacer que le abrieran aquella puerta tan antojadiza.
La puerta se abrió, y Aldo se encontró frente al hombre vestido con traje tradicional al que había visto el día anterior. Éste lo reconoció de inmediato, pero ese detalle no pareció alegrarlo. Esta vez, el hielo no se fundió e incluso vino a sumarse a ello un ligero fruncimiento de entrecejo.
—¿Ha olvidado algo Su Excelencia?
—¿Qué podría haber olvidado? —dijo con altivez Morosini, que no soportaba a los criados insolentes—. No creo haber entrado en esta casa.
—Me he expresado mal y ruego a Su Excelencia que me perdone. Quería decir si ha olvidado decirme algo.
—Nada en absoluto. Le había anunciado un mensaje y aquí está.
—Sí, pero ¿no tenía que traerlo un botones del Sacher?
—Es posible, pero he decidido traerlo yo mismo, y no sé qué diferencia puede haber para usted entre una cosa y la otra. Tenga la bondad de ocuparse de que esta tarjeta llegue a manos de la condesa Von Adlerstein cuanto antes.
—En cuanto la señora condesa esté de vuelta, se la entregaré sin falta.
—Pero ¿tiene al menos una idea de la fecha de su regreso? Se trata de un asunto bastante urgente.
—Lo siento muchísimo, pero este mensaje tendrá que esperarla.
—¿No puede hacérselo llegar?
—Si Su Excelencia tiene prisa, lo más rápido sigue siendo dejar la carta aquí. La señora no puede tardar mucho tiempo.
Morosini estaba empezando a mosquearse, pues tenía la clara impresión de que el pomposo personaje se burlaba de él. Para empezar, ni siquiera le había permitido cruzar la puerta, cuya hoja mantenía firmemente sujeta. Y además, esa especie de diálogo para besugos que le imponía era ridículo. Con un raudo ademán, Morosini le quitó al hombre la tarjeta de la mano y se la guardó en el bolsillo.
—Bien pensado, no voy a dejarla. Su buena voluntad es tan conmovedora que no me perdonaría abusar más de ella.
Sorprendido por la rapidez del gesto y la rudeza del tono, el cancerbero retrocedió lo suficiente para que el patio interior quedara a la vista del visitante inoportuno. Este vio entonces un pequeño coche bajo, de un rojo vivo y forrado de piel negra, que le recordó tanto el de Vidal-Pellicorne que quiso observarlo más de cerca e intentó apartar al hombre.
—¡Oiga! —exclamó éste sin ceder ni un milímetro—. ¿Adónde pretende ir?
—¿De quién es ese coche? ¡De la condesa no será!
Le costaba imaginar a una noble dama de avanzada edad trasladándose de un lado a otro en un artefacto cuya comodidad dejaba mucho que desear.
—¿Y por qué no? Por favor, señor, váyase si no quiere que pida ayuda. Mientras la señora esté ausente, usted no tiene nada que hacer aquí.
Pese a la viva cólera que se había apoderado de él, a Morosini no le pasaba inadvertido que las fórmulas de respeto acababan de desaparecer del lenguaje del hombre. Con todo, no insistió. Habría sido una estupidez armar un escándalo por tan poca cosa. Adalbert no podía tener la exclusiva de los pequeños Amilcar rojos con tapizado negro —estaba seguro de la marca— y ruedas con radios.
—Tiene razón —dijo, suspirando—. Discúlpeme, pero me ha parecido que era el coche de un amigo.
Mientras el sirviente cerraba la puerta a su espalda, Morosini se alejó sin lograr quitarse de la cabeza la idea de que había visto el coche de Adal. Tanto más cuanto que su memoria fotográfica le mostró de pronto un detalle: las dos primeras cifras del número de la matrícula —las otras quedaban tapadas por el cubo de agua del criado que estaba lavando el coche— eran un 4 y un 1. Y el número de matrícula del coche de Adalbert era 4173 F, lo que no dejaba de ser una coincidencia sorprendente.
Dividido entre las ganas de permanecer día y noche apostado delante de esa casa para ver quién salía de ella y el deseo de ir a comer —esa mañana sólo había tomado una taza de café—, Aldo dudó un momento sobre lo que era más conveniente. Acabó imponiéndose el hambre, y también la sensatez: montar guardia en pleno día y en una calle tan estrecha significaba buscarse serios problemas. El devoto sirviente de la condesa era capaz de llamar a la policía y hacer que lo detuvieran. Podría volver más tarde con otro aspecto. Además, se le estaba ocurriendo una idea.
Echó a andar en dirección a Káertnerstrasse, la cruzó, tomó Plankengasse y llegó al Kohlmarkt sin haberse fijado, por lo preocupado que estaba, en el joven rubio y bastante bien vestido que, al verlo salir, se había apresurado a doblar el Wienertagblatt que leía con aplicación un poco más arriba del palacio Adlerstein y seguirle los pasos a una prudente distancia.
Uno tras otro, llegaron a Demel, que en Viena era una especie de institución, pues era a la vez el último café del antiguo régimen —la casa había sido fundada en 1786— y una prodigiosa pastelería-confitería. Demel había sido hasta la caída del imperio el proveedor habitual de la Corte y comer allí era sumamente agradable.
La entrada, situada a dos pasos de la Hofburg, era discreta, casi confidencial, pero la sencilla puerta de cristal grabado, de vaivén con doble batiente, daba acceso a una vasta sala en forma de L al fondo de cuyo primer brazo había un enorme bufé de caoba cubierto de las célebres tartas de la casa y de manjares salados —foie gras, vol-au-vent, pastel de buey, fiambres y canapés de toda clase— que permitían saciar el apetito más desaforado. El otro brazo de la L se escindía en dos salas llenas de mesas con tablero de mármol, en una de las cuales no estaba permitido fumar. El resto de la decoración se componía de un embaldosado antiguo, espejos de época y candelabros en apliques.
Después de haber escogido los platos ante el bufé —salmón con salsa verde, pastel de buey y unos dulces— y haber hecho el pedido a una de las camareras con uniforme negro y blanco, Morosini eligió una mesa en un rincón de la sala de fumadores y aceptó el periódico, desplegado sobre un marco de mimbre como una gran mariposa, que se ofrecía a los clientes para entretenerlos mientras esperaban ser servidos. Sin embargo, en lugar de leerlo, prefirió dejarse impregnar por una atmósfera que siempre le había parecido divertida. La sala iba llenándose de clientes que se saludaban, poblando el aire de esos títulos interminables que tanto gustaban a los austríacos y cuya base era siempre Herr Doktor, incluso cuando no se trataba de un médico, Herr Direktor, Herr Professor, pero algunos de los cuales podían alcanzar las dimensiones de una verdadera letanía.
Como el joven que lo seguía se había sentado a una mesa justo enfrente de él, no podía evitar verlo, más aún considerando que lo observaba con una atención tan persistente que llegaba a resultar insolente.
Un poco molesto, pero sin ningunas ganas de enfrentarse a ese desconocido cuyo peinado le recordaba un techo de cabaña desigual, Morosini se refugió detrás del periódico hasta que le llevaron la comida y después se dedicó a ella. Una breve mirada le había informado de que el otro hacía lo mismo, aunque había escogido mostachones con mermelada, Strudel y Schlagober, de los que engulló una cantidad increíble en un santiamén, de modo que ya había acabado cuando Aldo estaba empezando su pastel de buey.
Después de la tercera taza de café, el joven glotón se tomó un tiempo de reflexión durante el cual su humor no mejoró. Se puso rojo como un tomate, al tiempo que fruncía el entrecejo hasta el punto de juntar las cejas. Finalmente, se levantó, se encasquetó el sombrero de fieltro verde adornado con un penacho y fue directo hacia Morosini.
—Caballero —dijo—, sólo tengo una cosa que decirle: déjela en paz.
Aldo levantó la cabeza de su Spanische Windtorte para mirar al joven.
—Caballero —contestó con una amable sonrisa—, no tengo el honor de conocerlo, y si habla formulando enigmas, tendremos dificultades para entendernos. ¿A quién se refiere?
—Lo sabe perfectamente, y si es usted un hombre como es debido, comprenderá que me niegue a pronunciar un nombre que no está hecho para andar por los cafés, aunque sean tan respetables como éste.
—Esa delicadeza le honra, pero, en tal caso, quizá prefiera decírmelo fuera. Aunque supongo que me permitirá acabar el postre y tomarme el café.
—No tengo intención de quedarme más tiempo, sólo de hacerle una advertencia: deje de rondar a su alrededor. El interés que demuestra últimamente por cierto palacio debería hacerle comprender lo que quiero decir. Servidor de usted, caballero.
Y sin dar tiempo a Morosini de levantarse de la mesa, el caballero del penacho atravesó la sala y salió por la puerta batiente. Aunque aliviado en un primer momento de verse libre del que él consideraba un loco, Aldo reaccionó con prontitud: ese muchacho sólo podía aludir a la dama de negro y, en consecuencia, tenía que saber quién era. Así pues, abandonando su tarta Viento de España sin apenas haberla probado, dejó dinero sobre la mesa y se precipitó hacia la salida ante la mirada horrorizada de la camarera: ¡un comportamiento semejante era inadmisible en Demel!
Desgraciadamente, una vez en la calle constató que, si bien varios sombreros verde oscuro con penacho navegaban por allí, ninguno cubría la cabeza esperada. El vehemente joven se había esfumado.
Tras haber dudado unos instantes sobre cuál era la conducta más procedente, Aldo decidió no volver a Demel, pero, como no había tenido tiempo de tomar café y le apetecía hacerlo, fue al hotel y pidió uno en el bar. La calma que reinaba allí a esa hora del día era propicia a la reflexión, y en ella se sumió, pues no tenía más remedio que admitir que se hallaba en un callejón sin salida: la mujer de los encajes había desaparecido. En cuanto al palacio Adlerstein, no tenía muchas posibilidades de entrar en él, pues el cancerbero le cerraría la puerta en las narices si tenía el mal gusto de volver a presentarse allí. Conclusión: era preciso encontrar una manera de ver a la señora del lugar fuera de Viena, es decir, en su propiedad de los alrededores de Salzburgo.
Era una de las regiones más bonitas de Austria y Morosini no tenía ningún inconveniente en visitarla, aunque faltaba averiguar cómo se llamaba el castillo en cuestión y dónde estaba exactamente.
Una tentativa de obtener información de Frau Sacher resultó infructuosa, pues, si bien la célebre Anna conocía Viena y a sus habitantes como la palma de su mano, no sabía prácticamente nada de la provincia.
—Pero ¿por qué no se lo pregunta al barón Palmer, puesto que son amigos? —añadió.
—Amigos es mucho decir. Somos simples conocidos. ¿Usted lo conoce hace mucho?
—Antes de la guerra se alojó varias veces aquí, aunque nunca mucho tiempo. Siempre ha sido un gran viajero. Está muy unido a la familia Rothschild y ahora se aloja en su casa cuando viene a Austria. Pero cuando está en Viena nunca deja de venir a comer o a cenar, a veces con el barón Louis. No me extrañaría que hubiera un vínculo de parentesco entre ellos.
Morosini reprimió una sonrisa: un parentesco con los fabulosos banqueros «pegaba» bastante poco con lo que Aronov le había contado de los suyos, muertos durante el pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882. Sin embargo, se habían dado ejemplos más singulares a lo largo la historia, además de que eso quizás explicaría en parte la enorme fortuna de la que parecía disponer el Cojo.
—¿Sigue viviendo en...? —dijo aparentando indiferencia—. Nunca consigo acordarme del nombre...
—¿Cómo quiere recordar un nombre que tiene más consonantes que vocales? A mí me pasa lo mismo que a usted, príncipe. De lo único que me acuerdo es que está cerca de Praga —respondió inocentemente Frau Sacher jugueteando con sus numerosos collares de perlas—. Tendría que consultar las fichas antiguas para encontrar ese dato.
—No se moleste, por favor, yo también debo tenerlo anotado en alguna parte —dijo hipócritamente Aldo, un poco decepcionado de que su trampa no hubiera funcionado. Los alrededores de Praga no le decían mucho más acerca de su misterioso cliente, pues ya sabía que tenía varios domicilios. ¿Por qué no iba a figurar entre ellos Praga, desde siempre uno de los lugares destacados del pueblo judío?
Un rato más tarde montaba en un coche de punto. Como había dejado de llover, Morosini, pese a sus preocupaciones, disfrutó del paseo hasta el elegante barrio del Belvedere, donde la mansión Rothschild ocupaba un lugar privilegiado.
Un mayordomo más tieso que un palo, al que la enunciación de su nombre apenas hizo inclinarse, lo recibió en el gran vestíbulo rematado por una cúpula que era el corazón de la casa y a continuación lo introdujo en un salón marcado con el sello de ese fasto un poco recargado pero innegable característico de todas las moradas familiares. Al cabo de un momento, el paso irregular del barón Palmer sonaba sobre el brillante parqué Versalles.
—¿Podemos hablar aquí? —preguntó Morosini tras los saludos de rigor.
—Con toda confianza. Los criados de un Rothschild no se permitirían por nada del mundo escuchar detrás de las puertas. Son todos intachables. ¿Qué ocurre?
—Enseguida se lo diré, pero antes quisiera saber por qué me ha hecho venir si ya tenía aquí a Vidal-Pellicorne.
El monóculo de Aronov se desprendió al levantar éste una ceja.
—¿Adalbert aquí? Le doy mi palabra de que no lo sabía. ¿Cómo se ha enterado?
—Al ver a un criado lavar un coche en el patio del palacio Adlerstein. Resulta que era el suyo, y no sé qué iba a hacer aquí sin su propietario.
—Yo tampoco, pero, puesto que estaba usted allí, podría haberlo preguntado.
—La verdad es que no puede decirse que estuviera. En realidad, el sirviente con el que me encontré ayer me estaba echando a la calle. Tengo la impresión de que en ese palacio pasan cosas raras, o al menos de que lo habita gente rara.
—Dentro de un momento me contará todo eso.
Tras haberse anunciado mediante unos discretos golpes en la puerta, un lacayo con librea de estilo inglés entró en la habitación llevando una bandeja con un servicio de café, que depositó sobre una mesita antes de ponerse a servir.
—No hacía falta que pidiera nada —dijo Aldo.
—No he pedido nada —repuso Aronov con una de las escasas sonrisas que conferían cierto encanto a su semblante un poco severo—. Esto es simplemente una muestra de la hospitalidad Rothschild. Cuando alguien es admitido en su casa, debe ser servido en el acto. En Londres le ofrecerían té o whisky. Aquí, por supuesto, café, la pasión nacional.
—Y todo porque, al huir después de su frustrado asedio, en 1683, los turcos dejaron tal cantidad de sacos de café que los vieneses se aficionaron a él. ¡Qué curiosas son las cosas!
—No seré yo quien se lo discuta. Cuénteme ahora.
Morosini relató entonces las tres aventuras que había vivido en torno a esa «calle de la Puerta del Cielo» que tan poco lo era para él: la marcha nocturna, su visita de la mañana y, por último, su incomprensible diálogo con el joven del sombrero verde. Finalizó manifestando su intención de ver a la condesa lo antes posible, lo que le exigía ausentarse de la capital.
—Lo malo es que no tengo ni idea de dónde está. Cerca de Salzburgo, pero eso es un territorio muy amplio. Frau Sacher me ha aconsejado que le pregunte a usted sobre el asunto; según ella, es el hombre mejor informado del mundo.
—Sus palabras me honran, pero anoche todavía lo ignoraba. Hoy me he informado. Iba a enviarle una nota: el antiguo castillo familiar, o más bien debería decir la ruina ancestral, se encuentra junto a Hallstatt, pero, como es inhabitable, los Adlerstein, cercanos a la Corte, se han hecho construir una villa..., un castillo en realidad..., cerca de Bad Ischl. Se llama Rudolfskrone y parece ser que es una preciosidad. No creo que tenga ninguna dificultad en localizarlo.
Morosini anotó la información en el cuadernito que llevaba siempre en el bolsillo, se acabó el café y se despidió.
—¿Piensa ir pronto? —preguntó el Cojo.
—Enseguida, si es posible. Volveré al hotel, preguntaré a qué hora sale el primer tren para Salzburgo y me iré..., pero ¿puedo pedirle un pequeño favor?
—Desde luego.
—Intente averiguar qué hace Adalbert aquí. Aunque no tuviera que marcharme, yo no puedo montar guardia día y noche delante del palacio Adlerstein esperando que salga.
—Hemos pensado los dos lo mismo. No se preocupe, yo me encargo de eso. Váyase tranquilo.
Sin embargo, estaba escrito en algún sitio que Aldo no tomaría el tren de Salzburgo. Al llegar al Sacher, se encontró un telegrama que acababan de llevar.
«Le ruego que me disculpe, pero debo pedirle que vuelva inmediatamente. Me veo enfrentado a una situación en la que me es imposible tomar una decisión, entre otras cosas porque Celina amenaza con marcharse. Afectuosamente, Guy Buteau.»
Más que contrariado, Aldo se guardó el papel azul en el bolsillo y descolgó el teléfono interior con la intención de llamar a su casa, pero, tras reflexionar un instante, se limitó a pedir que le reservaran un sleeping en el tren nocturno para Venecia. Si Buteau, que conocía tan bien como él las virtudes del teléfono, había elegido el telégrafo, seguro que tenía una buena razón. De qué asunto podía tratarse, en cambio, no tenía ni la más remota idea, pero, para que hubiera puesto en apuros a Buteau y fuera de sí a Celina, debía ser muy desagradable.
Después de haber llamado a un sirviente para que le hiciera el equipaje, Morosini llamó al palacio Rothschild, pero no pudo hablar con el barón Palmer porque acababa de salir.
—Tenga la amabilidad de transmitirle un mensaje. Dígale que el príncipe Morosini ha sido requerido urgentemente en Venecia y que volverá en cuanto le sea posible.
Una hora más tarde, un taxi lo conducía a la Kaiserin Elisabeth Bahnhof, donde lo esperaba el tren para Venecia.
Cuando el motoscaffo se deslizó sobre el agua, ya con el motor apagado, para acercarse a los peldaños del palacio Morosini, Celina salió del gran vestíbulo como una Erinia rolliza cada vez con más dificultades para atarse el vasto delantal inmaculado. Esa mañana, las cintas multicolores que flotaban habitualmente sobre su cofia napolitana que llevaba siempre eran todas rojas, como si el genio familiar de los Morosini exhibiera, a la manera de los corsarios y los piratas de antaño, el «sin cuartel», la larga y temible llama escarlata que indicaba al enemigo que el objetivo no era hacer prisioneros. Y su expresión decidida era tan firme que Aldo, inquieto esta vez, se preguntó de qué catástrofe acababa de ser víctima su casa.
Pero no tuvo tiempo de articular ni una sola palabra. Apenas hubo puesto el pie en la escalera, Celina lo agarró de un brazo para llevarlo al interior como si tuviera intención de ponerle grilletes. Naturalmente, Aldo intentó desasirse, pero ella lo tenía bien sujeto y él, desconcertado, a duras penas consiguió dirigir un vago saludo a Zacearía, que contemplaba la escena con expresión abatida, antes de atravesar el patio como un ciclón. Un momento después, la galopada vengadora de Celina acabó en la cocina, donde la voluminosa mujer consintió en soltar a su señor, y lo hizo con tanta precisión que éste aterrizó sobre un taburete. El choque le devolvió el habla:
—¡Menudo recibimiento! ¿Se puede saber qué mosca te ha picado para que me arrastres de esta manera sin siquiera darme tiempo de decir esta boca es mía?
—Era la única manera, si quería que hablaras conmigo antes que con nadie.
—¿Hablar de qué, por favor? Podrías dejarme al menos llegar tranquilamente y servirme una taza de café. ¿Sabes qué hora es?
Las campanas de Venecia tocando el ángelus de la mañana dispensaron a Celina de responder. Ella las acogió haciendo una amplia señal de la cruz antes de ir a buscar la cafetera, que estaba sobre un fogón, volver para plantarse en el otro lado de la gran mesa de roble encerado y llenar una taza puesta ya allí encima junto a un azucarero.
—Lo sé —dijo—, y confiaba en que vinieras en el tren de la mañana. A estas horas, todo el mundo duerme y se puede hablar. En cuanto al café, te lo he preparado porque sigo queriéndote, pero un hipócrita redomado como tú no se lo merece.
La sorpresa y la incomprensión hicieron que las cejas del príncipe se levantaran un centímetro largo.
—¿Yo soy un hipócrita redomado? ¿Y tú «sigues» queriéndome? ¿Qué significa todo esto?
Celina apoyó las dos manos en la madera encerada de la mesa y clavó en el recién llegado una negra y fulgurante mirada.
—¿Cómo llamas tú a un hombre que tiene secretos para la que se ha ocupado de él desde que nació? Yo creía que contaba un poco más para ti. ¡Pero no! ¡Ahora que soy vieja, ya no cuento para Su Excelencia! Su Excelencia tiene una prometida en alguna parte y no me considera digna de saberlo. Es verdad que no hay nada de lo que sentirse orgulloso. Es más, si yo fuera tú, hasta sentiría vergüenza.
—¿Que yo tengo prometida? —dijo Morosini sin salir de su asombro—. Pero ¿de dónde has sacado eso?
—De aquí mismo. De la habitación de las Quimeras, o sea, la menos agradable de la casa. Ahí es donde la he instalado. No querrías que la pusiera en tu cuarto, supongo, eso ya sería el colmo. O en el de tu pobre madre, puesto que tiene el descaro de querer ocupar su sitio. Estas chicas de hoy en día no tienen vergüenza... Pero tendrá que conformarse con eso... hasta esta noche. Sería indecoroso que una señorita durmiera bajo el mismo techo que su futuro esposo, aunque es verdad que el decoro y esa criatura no parecen casar muy bien... Bueno, la cuestión es que como seguramente es lo bastante rica para ir a un hotel, prometida o no, si ella se queda, la que se va soy yo.
Celina hizo una pausa para respirar. Aldo sabía desde siempre que, una vez que se había lanzado, era imposible detenerla y que la sensatez aconsejaba esperar pacientemente. Sin embargo, al ver que volvía a abrir la boca para proseguir su filípica, se levantó, fue directo hasta ella, la asió por los hombros y la obligó a sentarse.
—Si no me dejas decir nada, no nos entenderemos. Para empezar, dime cómo se llama... mi prometida.
—¡No me tomes por idiota! ¡Lo sabes mejor que yo!
—Ahí es donde te equivocas. Acabo de enterarme y estoy impaciente por saber más.
—Creo que será mejor que se lo explique yo —dijo la suave voz de Guy Buteau, que acababa de entrar en la cocina terminando de atarse el cinturón de la bata—. Pero, primero, debo pedirle que me disculpe, querido Aldo.
Quería ir a esperarlo a la estación con Zian y el motoscaffo, pero dormía tan profundamente que ni siquiera he oído el despertador —añadió, pasándose por la cara sin afeitar una mano que trataba de borrar las huellas del sueño—. Y es muy raro, porque no me pasa nunca.
—No se disculpe —dijo Aldo, estrechando las dos manos de su antiguo preceptor—, son cosas que a todos nos pasan alguna vez. Con una buena taza de café se recuperará enseguida —añadió, volviéndose hacia Celina con la suficiente rapidez para sorprender en su ancho rostro marfileño una fugaz sonrisa de satisfacción—. ¿No le servirías una infusión anoche?
Si esperaba desarmar a su cocinera-gobernanta, se equivocaba. Esta levantó la barbilla y contestó, con los brazos en jarras:
—Pues claro que le di una infusión. Una deliciosa mezcla de azahar, tila y majuelo con una pizca de valeriana. Estaba hecho un manojo de nervios; tenía que dormir... y sobre todo no tomarme la delantera. Yo quería verte a solas y la primera.
—Pues lo has conseguido, Celina —dijo Aldo, suspirando, mientras se sentaba a la mesa—. Y ahora, ¿qué te parece si nos sirves un desayuno como Dios manda mientras charlamos? Por lo menos no me acusarás de intentar mantenerte al margen.
—Yo nunca he dicho eso...
Iba a subirse otra vez a la parra cuando Aldo, exasperado, dio un puñetazo en la mesa y se puso a gritar:
—¿Va a decidirse por fin alguno de vosotros a decirme quién está durmiendo en la habitación de las Quimeras?
—Lady Ferráis —contestó Guy, endulzando con generosidad su café.
—Repítamelo —dijo Aldo, que creía haber entendido mal.
—¿Le parece necesario? Lady Ferrals en persona llegó ayer por la mañana anunciándose como su futura, e inminente, esposa y prácticamente exigiendo que se le ofreciera hospitalidad.
—¡Nada de prácticamente! —rectificó Celina—. Lo exigió diciendo que te pondrías furioso cuando regresaras si dejábamos que se instalara en otro sitio.
—Esto es demencial. ¿Y de dónde venía?
—Del Havre, adonde llegó hace poco en el paquebote France. Vino directamente aquí. Parecía inquieta, nerviosa, y se sintió muy decepcionada por su ausencia. Parecía como si no hubiera dudado ni por un instante de que estaba esperándola.
—¿En serio? No la he visto desde... Londres, ¿y le parece raro que no esté aquí cuando ella decide presentarse? Es un poco excesivo, ¿no?
—A mí también me lo parece, pero ¿qué podía hacer? Por eso le mandé el telegrama.
—Hizo muy bien. Voy a aclarar todo este asunto.
—Lo que yo quisiera aclarar es lo que hay de verdad en todo esto —intervino Celina—. ¿Es tu prometida o no?
—No. Reconozco que el año pasado le propuse que se convirtiera en mi mujer, pero ese proyecto no pareció resultarle atractivo. De modo que no tienes ningún motivo para hacer las maletas, Celina. Mejor prepárame unos scampi para comer.
Morosini salió de la cocina y se dirigió hacia la escalera con la intención de ir a asearse un poco. En su habitación encontró a Zaccaria, ocupado en prepararle un baño como solía hacer siempre que volvía de viaje.
—Zaccaria, quisiera que fueses a saludar a lady Ferrals de mi parte y que le dijeras que tenga la amabilidad de reunirse conmigo a las diez en la biblioteca. ¿Entendido?
—Yo diría que está clarísimo. Un poco solemne, quizá.
El encargo no entusiasmaba al viejo mayordomo, quien, al contrario que su esposa, no discutía jamás una orden. Una vez que hubo cumplido ésta, volvió para decir que lady Ferráis estaba de acuerdo, sin más comentarios.
Aldo intentó disfrutar plenamente de su momento preferido del día, el del baño, fumando un cigarrillo mientras estaba sumergido en agua caliente perfumada con lavanda. Allí era donde reflexionaba mejor.
Durante todos los meses transcurridos, había pensado a menudo en Anielka. Con una irritación creciente, todo había que decirlo. El silencio en el que ella había decidido desaparecer después de que el tribunal de Old Bailey la absolviera, a Morosini le había parecido al principio sorprendente —se había tomado bastantes molestias para merecer al menos unas palabras de agradecimiento—, luego hiriente y, finalmente, francamente ofensivo. Y ahora la bella polaca se presentaba de repente en su casa y tenía la desfachatez de declararse su prometida, sin preocuparse lo más mínimo de los perjuicios que podía ocasionar.
—¿Y si y o estuviera viviendo con alguien? —dijo Morosini, indignado, concediéndose una segunda dosis de tabaco inglés—. ¡Es un golpe como para romper un matrimonio... o un embrión de matrimonio!
El enfado, convenientemente alimentado, lo acompañó mientras terminaba de lavarse y después se ponía una camisa azul claro y un traje de franela tan inglés como su tabaco. Cepilló su abundante cabello castaño que la cuarentena plateaba ligeramente en las sienes, lo que añadía un encanto suplementario a su rostro moreno, cuya sonrisa despreocupada, además de mostrar unos bonitos dientes blancos, atenuaba la arrogancia de la nariz y el brillo fácilmente burlón de los ojos, de un azul acerado. Dirigió una rápida y distraída mirada a su imagen y bajó a la biblioteca para encontrarse con la mujer que no sabía muy bien qué sentimientos iba a despertarle.
Como todavía no eran las diez, pensaba que llegaría antes que ella. Sin embargo, Anielka ya estaba allí. Eso lo contrarió, pero sólo por un instante; dado que no había hecho ningún ruido al entrar, tuvo ocasión de contemplar a esa joven que, a los veinte años, se las había arreglado para tener tras de sí un pasado cargado de acontecimientos y la sombra trágica de dos hombres: su marido, sir Eric Ferráis, el riquísimo comerciante de cañones asesinado por envenenamiento, y su amante Ladislas Wosinski, que se había ahorcado.
Había abierto uno de los cartularios y, de pie junto al gran mapamundi sobre soporte de bronce situado ante la ventana central, examinaba un mapa marino antiguo. Su fina silueta se recortaba armoniosamente contra la luz del sol y su imagen seguía siendo arrebatadora. Diferente, sin embargo, y Aldo no estuvo seguro de que ese cambio le gustara. Desde luego, el vestido corto, de un color miel que hacía juego con los ojos de la joven, mostraba hasta las rodillas unas piernas preciosas, pero los hermosos cabellos rubios, que a Aldo siempre le habían parecido maravillosos, habían quedado reducidos a un pequeño casquete, sin duda a la última moda pero infinitamente menos favorecedor que el anterior corte. América y sus excesos, París y su independencia femenina habían pasado por ahí, y era una pena.
No obstante, pese a lo que él creía, Anielka debía de haberlo oído entrar. Sin apartar los ojos del venerable pergamino que contemplaba, dijo con la mayor naturalidad del mundo, como si hiciera sólo unas horas que no se habían visto:
—¡Tienes auténticas maravillas, querido Aldo!
—Esta biblioteca es la única estancia del palacio, junto con la habitación de mi madre, que dejé intacta cuando monté la tienda de antigüedades. Pero ¿te has tomado la molestia de venir hasta aquí para admirarlas? Hay museos más interesantes en el mundo.
Con una desenvoltura un tanto desafiante, Anielka dejó caer el antiguo portulano, que él atrapó al vuelo y fue a dejar en su sitio.
—Nunca me han atraído los museos; sabes muy bien que lo que a mí me gusta son los jardines. He cogido eso sólo para entretenerme mientras te esperaba, pero de todas formas sé reconocer el valor de las cosas.
—¡Nadie lo diría!
Volviéndose bruscamente, Aldo se apoyó en el mueble y preguntó con frialdad:
—¿A qué has venido?
Una sorpresa llena de inocencia agrandó más los ojos dorados de la joven.
—¡Vaya recibimiento! Confieso que esperaba algo muy distinto. ¿No hubo un tiempo en que te declarabas mi paladín, en que querías convencerme de que viniera contigo a Venecia, en que jurabas que, si me convertía en tu mujer, ya no tendría nada que temer?
—En efecto, pero ¿no decidiste tú, muy poco tiempo después, casarte con otro? Que yo sepa, continúas siendo lady Ferráis, ¿o estoy equivocado?
—No, continúo siéndolo.
—Y como no recuerdo haber pedido jamás la mano de esa dama, no me gusta que hayas venido aquí y te hayas presentado como mi prometida.
—¿Es eso lo que te molesta? ¡Vamos, no seas tonto! Sabes de sobra que siempre te he querido y que antes o después seremos el uno del otro.
—Tu seguridad me encanta, pero me temo que no la comparto. Reconocerás, querida, que has hecho todo lo posible para enfriar mis sentimientos. La última vez que nuestras miradas se cruzaron, tú salías del Tribunal en compañía de tu padre y desapareciste en las brumas de Inglaterra antes de embarcar rumbo a Estados Unidos. De todo eso me enteré, además, por el superintendente Warren, porque tú en ningún momento te dignaste dirigirte a mí. ¡Y escribir una nota no cuesta tanto! Por no hablar de una vulgar llamada telefónica.
—Olvidas a mi padre. Desde el momento en que fui puesta en libertad, no se apartó de mí ni un segundo. Y no eres de su agrado, a pesar de lo que hiciste para ayudarme cuando me acusaron de ese horrible asesinato. Lo más sensato era hacerle caso, marcharme para que se olvidaran de mí, al menos durante un tiempo.
—Entonces no te quejes de haberlo conseguido. ¿Puedo saber cuáles son tus planes ahora? Pero, antes de seguir hablando, siéntate, por favor.
—No estoy cansada.
—Como gustes.
Anielka se desplazó lentamente por la vasta estancia aproximándose a la ventana, lo que sólo permitía a Aldo ver un perfil impreciso de ella.
—¿Ya no me quieres? —susurró.
—Es una pregunta que prefiero no hacerme. Estás más guapa que nunca, aunque lamento que hayas sacrificado tus cabellos, y, si formularas la pregunta de otro modo, respondería que me sigues gustando.
—Dicho de otro modo, sigo siendo deseable para ti, ¿no?
—Por supuesto.
—Entonces, si ya no quieres casarte conmigo, seré tu amante, pero tengo que quedarme aquí.
Había vuelto hacia él corriendo y apoyaba sus finas manos sobre los fuertes hombros de Aldo al tiempo que alzaba hacia él una mirada implorante en el sentido estricto del término, pues había lágrimas en sus ojos. Lágrimas y miedo.
—¡Por favor, no me eches! —suplicó—. Tómame, haz de mí lo que quieras, pero déjame quedarme contigo.
Sus bonitos labios trémulos, sus ojos relucientes y un perfume sutil, indefinible y penetrante —sin duda una mezcla cara, elaborada para ella por algún maestro de los perfumes— hacían que estuviera muy seductora, pero Aldo no sintió el ardor que había sentido— al verla en el locutorio de la cárcel de Brixton cuando era una presa condenada a la horca, con un severo vestido negro y su cabellera rubia, casi irreal, por todo adorno. No obstante, fue sensible a la angustia que expresaba todo su ser.
—Ven —dijo con delicadeza, asiéndola del brazo para conducirla hasta un canapé antiguo colocado junto a la chimenea—. Tienes que explicarme todo eso para que me haga una idea clara de la situación en la que te encuentras. Después decidiremos lo que hay que hacer. Pero, antes de nada, dime por qué tienes tanto miedo y de qué.
Mientras él, en cuclillas, atizaba el fuego para avivarlo, ella fue a buscar el bolso a juego con el vestido que había dejado sobre un mueble. Una vez se hubo sentado, sacó de él unos papeles y se los tendió a Aldo.
—De esto es de lo que tengo miedo: amenazas de muerte. En Nueva York recibía cada vez más. Toma. Mira.
Aldo desplegó una carta, pero se la devolvió enseguida.
—Deberías haberla traducido. Yo no leo ni hablo polaco.
—Es verdad. Perdona. Bueno, sin entrar en muchos detalles, en estos mensajes se me acusa de ser causante de la muerte de Ladislas Wosinski. Según dicen, no se suicidó, sino que lo mataron después de haberle obligado a escribir una confesión falsa para salvarme.
Morosini recordó entonces las confidencias del superintendente la última vez que habían cenado juntos antes de que Adal y él se marchasen de Inglaterra. Él también tenía dudas sobre ese suicidio demasiado oportuno que se había producido en un modesto piso de Whitechapel, cuando el juicio de Anielka avanzaba a pasos agigantados hacia una sentencia de muerte. Warren creía que había sido un montaje perfectamente preparado por el conde Solmanski, padre de Anielka, cuya clave no perdía la esperanza de encontrar, y al parecer no era el único.
—¿Qué dice tu padre?
—Llamó a la policía, pero no se tomaron en serio las amenazas. Para ellos es un asunto entre polacos, unos individuos demasiado románticos y descomedidos para que se conceda importancia a sus disputas. Mi padre contrató entonces los servicios de un detective privado para que me protegiera, pero no pudo impedir dos atentados: mi suite del Waldorf Astoria se incendió sin ninguna razón aparente y estuve a punto de ser atropellada al salir de Central Park. Le supliqué a mi padre que me llevase fuera de Estados Unidos, sobre todo porque no me gusta; la gente es desmesurada, brutal, muchos son maleducados y están tremendamente ufanos de sí mismos.
—¡No me digas que no encontró a unos cuantos hombres refinados que se pusieran a tus pies y se ofrecieran a defenderte! —dijo Morosini con sorna—. ¿No te salió ningún pretendiente?
—¡Demasiados! Tantos que era imposible saber cuál era sincero y cuál no. No olvides que soy una joven viuda muy rica y bastante guapa.
—No tengo intención de olvidarlo. ¿Y fue por encontrarte en esa situación tan apurada por lo que pensaste en mí?
—No —respondió la joven con cierto candor que hizo aflorar una sonrisa irónica a los labios de Aldo—. Al principio me refugié en casa de mi hermano, que vive en una magnífica propiedad en la costa de Long Island, pero no tardé en sentirme incómoda allí. Ethel, mi cuñada, es bastante amable, pero Sigismond y ella llevan una vida alocada; van de fiesta en fiesta y su casa está siempre llena. No me explico cómo puede soportar mi hermano una existencia tan agotadora.
—Debe de gustarle. Pero ¿por qué te quedaste tanto tiempo? ¿Qué te retenía allí, cuando tantos bienes tienes en Inglaterra como en Francia? Eso que yo sepa...
—La prudencia, creo. Mi padre afirmaba que era preferible establecer una clara ruptura con lo que acababa de suceder en Europa, a fin de dejar que las aguas revueltas como consecuencia de ese desgraciado asunto volvieran a su cauce. Un año le parecía un período aceptable. Mientras tanto, se metió en algunos negocios. Allí es muy fácil cuando se dispone de medios. Se lo tomó muy en serio y empezó también a viajar por todo el país. Hasta parecía dominado por la fiebre del oro.
—¿Viajaba por todo el país? ¡Curiosa forma de protegerte!
—Oh, estaba siempre rodeada de gente, pero me aburría, me aburría muchísimo. Tanto que a veces hasta valoraba el miedo; por lo menos me mantenía la mente ocupada. Hasta que un buen día me enteré de que John Sutton acababa de llegar a Nueva York. Wanda lo había visto. Entonces cedí al pánico. Me escapé aprovechando uno de los viajes de mi padre.
—¡Qué ocurrencia! Yo, en tu lugar, me habría enfrentado al enemigo. ¿Qué podría hacerte?
—¡Pero si me enfrenté! Y fue horrible. Sigue convencido de que maté a mi esposo; incluso afirma que tiene una prueba.
—¿Y a qué espera para presentarla? —dijo Aldo con desdén.
—Se le ha ocurrido algo mejor: afirma estar enamorado de mí y quiere que me case con él. Atrapada entre los polacos y él, sólo me quedaba una salida: desaparecer. Y eso es lo que he hecho con ayuda de Wanda y de mi hermano. Sigismond me consiguió un pasaporte falso.
—Parece que ha conservado sus buenas relaciones con el hampa.
—En América, con dinero consigues todo lo que quieres. Ahora soy Anny Campbell. Sigismond me compró también un billete para viajar en el paquebote France.
—¿Y le dijiste a tu querido hermano cuál era tu destino? ¿Le anunciaste que pensabas venir a mi casa?
Ella le dirigió una mirada severa:
—¿Estás de broma? Pues no es el momento. Sigismond te detesta.
—Es casi un eufemismo. Yo diría que me aborrece. Un sentimiento que sin duda compartiría si pensara que vale la pena.
—¡No seas cruel! Anuncié mi intención de instalarme en Francia o en Suiza, precisando que daría noticias mías cuando hubiera encontrado un lugar seguro y agradable.
—¿Y crees que, teniendo en cuenta nuestras relaciones pasadas, los tuyos no se acordarán de que existo?
—No hay ninguna razón para ello. No hemos tenido ningún contacto desde hace casi un año y deben de pensar que lo que me pasó contigo fue uno de esos enamoramientos juveniles sin consecuencias. No, no creo que vengan a buscarme a Venecia.
—Querida, resulta bastante difícil saber lo que cree o deja de creer el vecino, por muy cercano que sea. No puedo permitir que te quedes aquí.
La decepción dolorosa que leyó en la mirada que tanto había amado le dio pena, pero no le impresionó. La verdad era que no entendía muy bien lo que le pasaba. Un año antes, habría abierto los brazos sin tratar de imaginar las consecuencias posibles. Hacía tan sólo un año estaba locamente enamorado de Anielka y dispuesto a correr los riesgos que fuera necesario. Simon Aronov se había dado cuenta perfectamente y en Londres había hecho sonar la alarma para prevenirlo. Ahora, las cosas habían cambiado. Quizá porque su confianza ciega de entonces se había visto mermada por las contradicciones de lady Ferráis, quien, al tiempo que juraba amarlo sólo a él, había escogido quedarse con un esposo al que detestaba y no había dudado en convertirse de nuevo en amante de su antiguo novio, Ladislas Wosinski. Por más que juraba que el polaco no significaba nada para ella, a Morosini le costaba creer que se pudiera inducir a un hombre a asesinar a un semejante simplemente ofreciéndole la yema de los dedos. No, ya no estaba atrapado como antes.
—O sea, que me echas —murmuró la joven.
—No, pero no puedes quedarte en mi casa. Pienses lo que pienses, no estarías segura e incluso podrías comprometer la seguridad de sus habitantes, cosa que de ninguna manera quiero que suceda. Los considero mi familia y los quiero.
—En otras palabras, que ya no te sientes capaz de defenderme —dijo ella con desdén—. ¿Acaso tienes miedo?
—¡No digas tonterías! Te he demostrado suficientemente lo contrario. Yo puedo asumir cualquier defensa, y los hombres que viven aquí, aunque ya no sean jóvenes, no son unos cobardes. Por otro lado, yo estaba en el extranjero por asuntos de negocios y he venido exclusivamente para ocuparme de ti, pero volveré a irme y no pienso dejar a los míos solos contigo en medio. Métete en tu bonita cabeza que, aunque Venecia no sea grande, cuenta con una colonia internacional importante, y además los chismorreos van que vuelan. La presencia en mi casa de una mujer tan guapa como tú provocaría un sinfín de comentarios.
—¡Entonces cásate conmigo! Así nadie encontrará nada que decir.
—¿Tú crees? ¿Y tu padre y tu hermano, que tanto te quieren? Añadamos a eso que todavía no eres mayor de edad. Todavía te falta un año, si la memoria no me falla.
—No razonabas igual el año pasado en el Parque Zoológico de París. Querías raptarme, casarte conmigo inmediatamente...
—Estaba loco, no tengo ningún reparo en reconocerlo, pero pensaba solamente en una bendición nupcial, después de la cual te habría mantenido oculta hasta que fuera posible regularizar la situación ante la ley.
—¡Pues hagamos eso! Al menos tendremos la satisfacción de poder amarnos... tanto como deseamos los dos. ¡No digas lo contrario! Lo sé, noto que me deseas.
Desgraciadamente era verdad. La voluntad de seducir hacía que Anielka estuviera más tentadora que nunca, y ya hacía unos meses que el episodio de la cantante húngara había terminado. Al verla caminar lentamente hacia él, con las manos abiertas en un gesto de ofrecimiento, el cuerpo ondulante bajo la fina tela del vestido, los brillantes labios entreabiertos, se dio cuenta de que el peligro era serio. Justo antes de que lo alcanzara, la esquivó desplazándose hacia un lado para acercarse a la chimenea, donde permaneció unos instantes vuelto de espaldas, el tiempo suficiente para encender un cigarrillo y recuperar el control de sí mismo.
—Creo haberte dicho que estaba loco —dijo con la voz un tanto alterada—. El matrimonio queda totalmente descartado. Tengo que ausentarme de nuevo, ¿no te acuerdas?
—¡Perfecto! Llévame contigo. Podríamos hacer un bonito viaje..., muy agradable desde todos los puntos de vista.
Morosini empezaba a pensar que iba a resultarle difícil desembarazarse de ella y que había que encontrar cuanto antes una solución.
—Yo nunca mezclo los negocios y... el placer —dijo en un tono seco.
La palabra, pronunciada intencionadamente, la hirió.
—Podrías haber dicho el amor.
—Cuando existe alguna duda, ya no puede serlo. No obstante, tienes razón al pensar que no te abandonaré. Has venido aquí buscando un refugio, ¿no?
—He venido buscándote a ti.
Aldo hizo un gesto de impaciencia.
—No mezclemos las cosas. Voy a hacer lo necesario para ponerte a salvo, y no creo que en mi casa lo estés.
—¿Por qué?
—Porque si, por casualidad, una mente despierta encontrara tu rastro, vendría directo a esta casa. Y como hay que descartar esos hoteles de lujo a los que estás acostumbrada, tengo que encontrarte un alojamiento antes de irme. A no ser que desees marcharte de Venecia para ir a Suiza o a Francia, como tenías intención de hacer.
—¡Pero si nunca he tenido intención de ir a esos sitios! Siempre he querido venir aquí, y como dijo no sé qué personaje ilustre, puesto que aquí estoy, aquí me quedo.
Se acercaba de nuevo a él, pero sus intenciones parecían más pacíficas, y esta vez él no se movió para no transformar aquella entrevista en una persecución. Además, ella se limitaba a tenderle una mano que Aldo no pudo rechazar.
—Mira —dijo con una amplia sonrisa—, te declaro la guerra más dulce del mundo: no tendré otro objetivo que reconquistarte, puesto que al parecer nuestros lazos se han aflojado. Instálame donde quieras, con tal de que sea en esta ciudad, pero recuerda lo que voy a decirte: un día serás tú mismo el que me traerá a este palacio y viviremos felices aquí.
Pensando que era más prudente conformarse con una semivictoria, Aldo depositó un ligero beso sobre los dedos que le ofrecían y sonrió también, pero quienes lo conocían de verdad sabían que esa sonrisa contenía una gran dosis de desafío.
—Ya veremos. Ahora voy a ocuparme de tu alojamiento..., miss Campbell. Entretanto, aquí estás en tu casa y espero que me hagas el honor de comer conmigo y mi amigo Guy.
—Con mucho gusto. Entonces, ¿puedo ir a cualquier sitio de la casa? —preguntó girando sobre los finos tacones, lo que hizo revolotear el vestido hasta dejar un poco más al descubierto sus piernas.
—Naturalmente. Salvo a los dormitorios... y a las cocinas. Si quieres, Guy te enseñará la tienda.
—Oh, no temas —dijo Anielka en un tono afectado—, me guardaré mucho de meterme entre las faldas de esa mujer gorda que se da tantos aires cuando es una simple cocinera.
—Ahí te equivocas. Celina es mucho más que una cocinera. Estaba aquí antes de que yo naciera y mi madre la quería mucho. Yo también —dijo Morosini con severidad—. Es en cierto modo el genio familiar de este palacio. Procura no olvidarlo.
—Comprendo —dijo Anielka, suspirando—. Si quiero convertirme un día en princesa Morosini, antes tengo que domar al dragón.
—Más vale que te lo diga cuanto antes: éste es indomable. Hasta luego.
Tras estas palabras, Aldo dejó a Anielka examinando las altas estanterías para escoger un libro y salió de la estancia con la intención de buscar a Celina. No tuvo que ir muy lejos; la cocinera apareció ante él como por arte de magia en cuanto llegó al portego, la larga galería-museo común a numerosos palacios venecianos. Con un plumero en la mano, desempolvaba con una minuciosidad sospechosa un estuche de cristal que contenía una carabela con las velas desplegadas y reposaba sobre una de las consolas de pórfido. Aldo no se dejó engañar por su actitud de indiferencia fingida.
—Está muy feo escuchar detrás de las puertas —susurró—. Deberías decírselo a tu confesor.
—¡Eso es ridículo! ¡Como si no supieras que estas puertas son demasiado gruesas para que se pueda oír nada!
—Tal vez... cuando están cerradas. Pero ésta no lo estaba —dijo, pinchándola—. Además, ¿desde cuándo manejas ese instrumento?
—Muy bien, lo reconozco. ¿Qué vas a hacer con ella?
—Instalarla en casa de Anna-Maria. Nadie irá a buscarla allí y podrá estar tranquila.
—¿Necesita... tranquilidad? ¡Viéndola nadie lo diría!
—Más de lo que imaginas. Si quieres saberlo todo, está en peligro. Ésa es una de las razones por las que no puedo dejar que se quede aquí; no tengo ningunas ganas de que esta casa y sus habitantes corran ningún peligro.
Iba a bajar para telefonear desde su despacho, pero cambió de opinión.
—Ah, por cierto, ¿quién de la casa sabe cómo se llama?
—Zaccaria, claro, puesto que fue quien la recibió, y también el señor Buteau. El joven Pisani no; había ido a la villa de Stra para tramitar unos cuadros...
—Tramitar no, peritar —corrigió maquinalmente el anticuario—. ¿Y las dos doncellas?
—No, apenas la han visto. En cuanto a mí, siempre he sido incapaz de recordar los nombres extranjeros. Sólo sé que es lady... algo.
—Ya no es lady, ni algo ni nada. Ahora es miss Anny Campbell. Voy a avisar a Zaccaria y a Guy.
La primera idea de Aldo había sido telefonear a su amiga Anna-Maria para pedirle que alojara a Anielka, pero después de pensarlo había preferido ir en persona. Conocía por experiencia a las telefonistas de Venecia: las devoraba permanentemente una insaciable curiosidad y no dudaban en divulgar ciertas noticias cuando eran un poco sabrosas. Más valía no fiarse.
Anna-Maria Moretti vivía en una adorable casa rosa, a orillas de un tranquilo rio y dotada de un bonito jardín cuyo fondo llegaba al Gran Canal. Después de la guerra, en la que su marido, médico, había encontrado la muerte, la había convertido en una especie de pensión familiar en la que sólo aceptaba a personas recomendadas que deseaban llevar una vida tranquila. Dado que se trataba de su propia vivienda, convertida por razones económicas en albergue pasajero, la viuda de Giorgio Moretti no quería bajo ningún concepto hospedar a clientes ruidosos o maleducados. Exigía que se comportaran en su casa como si fueran invitados de uno de los palacios de los alrededores.
Recibió a Aldo con la invariable alegría que siempre despierta un amigo de la infancia. Era hermana del farmacéutico Franco Guardini, en cuya compañía Aldo había pasado de la infancia a la adolescencia y llegado a la madurez sin que nada turbara el buen entendimiento entre ellos. Anna-Maria era más joven que su hermano. Coronada por una abundante cabellera de ese rubio cálido típicamente veneciano, a sus treinta y cinco años pertenecía a la categoría de mujeres de las que, al verlas, se dice: «¡Esto es una mujer guapa!» Los rasgos de su cara y las líneas de su cuerpo evocaban las estatuas griegas, pero le conferían cierta frialdad. Aparente, sin duda alguna, pero que jamás había incitado a Aldo a hacerle la corte. Sus sentimientos hacia ella siempre habían sido fraternos, y era mucho mejor así, pues Anna-Maria era mujer de un solo amor. La desaparición de su esposo había puesto fin a su vida sentimental.
Recibió a Aldo con la lenta sonrisa que constituía quizá su mayor encanto.
—¿Quieres que vayamos a tomar algo al jardín? Esta mañana hace muy buen tiempo.
Como ese año el otoño estaba siendo muy suave, el pequeño jardín sobre el agua estaba aún lleno de flores y la viña virgen, de un precioso rojo profundo, que trepaba por las paredes de la casa y del palacio vecino formaba un envoltorio suntuoso a su alrededor. Sin embargo, Aldo declinó la invitación.
—Me tomaría con gusto un Cinzano frío, pero en tu despacho. Tengo que hablar contigo.
—Como quieras.
Anna-Maria sabía escuchar sin interrumpir a su interlocutor, y éste la puso al corriente de la situación sin rodeos, pero ella, lejos de asustarse por los peligros que corría su futura huésped, se echó a reír.
—Estoy segura de que ha exagerado mucho la historia. Pero no necesitas que yo te lo diga, tú conoces muy bien a las mujeres, y a ésta se le ha metido entre ceja y ceja convertirse en princesa Morosini. Teniendo en cuenta que ni eres pobre ni feo, la comprendo muy bien. Por lo demás, es posible que logre sus fines.
—¡No lo creas! El tiempo en que deseaba casarme con ella ha pasado y me extrañaría mucho que volviera. Pero no minimices los problemas que giran alrededor de Anielka; si te lo he contado todo es, en primer lugar, porque eres una amiga fiel, pero también para que puedas negarte a aceptarla con conocimiento de causa.
—¿Quieres que me niegue?
—No. Espero que la aceptes, pero los tiempos han cambiado y los extranjeros que alargan demasiado su estancia en Italia son vigilados de cerca por la gente de Mussolini, y no quisiera que tuvieses problemas.
—No hay ninguna razón para que los tenga. En primer lugar, las autoridades municipales me tienen en gran estima; en segundo lugar, el jefe del Fascio local come en la palma de mi mano; y por último, tu amiga tiene pasaporte norteamericano. Y a los Camisas Negras les gustan mucho los norteamericanos y sus dólares. Si miss Campbell interpreta bien su papel, no tendremos ningún problema. Anda, ve a buscarla.
—La traeré esta tarde. ¡Eres un cielo!
Al llegar a su casa, se puso a buscar a Anielka para comunicarle las disposiciones que acababa de tomar, pero le costó un poco encontrarla, pues ni por un instante le pasó por la cabeza que pudiera estar en la tienda-exposición. Y precisamente allí era donde estaba en compañía de Angelo Pisani, a todas luces víctima de su encanto. El joven la guiaba con una atención devota a través de las dos grandes salas, en otros tiempos almacenes de mercancías, cuando las naves venecianas surcaban las escalas del Levante para traer todo lo que producía el fabuloso Oriente. Ahora, en lugar de especias raras, piezas de seda, alfombras y otras cosas espléndidas, había, en justa compensación, una muestra de las maravillas producidas a lo largo de los siglos por los artistas y artesanos de la vieja Europa.
Cuando Aldo se reunió con los dos jóvenes, Anielka tenía en la mano un gran vaso de cristal antiguo, grabado en oro, y se divertía moviéndolo a la luz del sol mientras Angelo, emocionado, la informaba sobre la antigüedad y la historia de aquel hermoso objeto. Al entrar su jefe, el joven se sonrojó, y por su actitud se notaba que se sentía incómodo, como si Morosini lo hubiera pillado in fraganti.
—He... he tenido el placer de que el señor Buteau me pre... presentara a miss Campbell —dijo tartamudeando—, y estaba mos... mostrándole... nuestras maravillas.
—Tranquilícese, muchacho —dijo Aldo con una amable sonrisa—. Ha hecho muy bien distrayendo a nuestra visitante.
—¡Esto es una verdadera cueva de Alí Baba, querido príncipe! —exclamó la joven dejando el vaso—. Sólo faltan las joyas, las piedras. ¿Dónde las escondes?
—En un lugar secreto. Cuando tengo alguna para vender, claro, lo que no es el caso en este momento.
—Pero... dicen que eres coleccionista. Lo que, evidentemente, presupone poseer una colección. ¿No vas a enseñármela?
El tono y la sonrisa eran igualmente provocadores, y a Aldo no le gustó mucho ese súbito interés por lo que, a semejanza de sus iguales, consideraba su jardín secreto. Le recordó que esa arrebatadora criatura a la que tan cerca había estado de adorar era hija del conde Solmanski, un hombre del que seguía sospechando que había encargado asesinar a su madre, la princesa Isabelle, para robarle el zafiro estrellado del pectoral, convertido posteriormente en joya de familia.
—Se dicen muchas cosas —repuso él con desenvoltura—. Se está haciendo la hora de sentarse a la mesa y a Celina no le gusta que los comensales se retrasen.
—Entonces no la hagamos esperar. Ya me enseñarás todo eso esta tarde.
—Sintiéndolo mucho, no tendremos tiempo. Debo llevarte a la Casa Moretti, donde están preparándote unos aposentos. Después me marcharé, tal como te había dicho.
—¿Cómo? ¿Ya?... ¡Pero si acabas de llegar!
—Efectivamente, pero hoy es jueves, y el Orient-Express sale de Venecia en dirección a París a las cinco y cuarto.
—Ah, ¿es a París a dónde vas?
—Sólo estaré de paso. El asunto que he dejado pendiente requiere mi presencia en otro sitio.
La decepción de Anielka era visible, cosa que el joven Pisani advirtió. Con una conmovedora buena voluntad, se precipitó en auxilio de la beldad en apuros:
—Si teme aburrirse mientras el príncipe se halle ausente, miss Campbell, me pongo a su disposición... al menos durante mi tiempo libre —rectificó dirigiendo una mirada inquieta hacia su jefe—. Estaré encantado de enseñarle Venecia. La conozco mejor que cualquier guía.
Anielka le tendió la mano con una sonrisa radiante, lo que le hizo sonrojarse de nuevo.
—Es muy amable. Recurriré a usted, no lo dude. Morosini lamentó que el joven Pisani no se hubiera quedado dos o tres días en el castillo de Stra. Saltaba a la vista que ese incauto estaba enamorándose de miss Campbell, y eso no facilitaba las cosas. El descontento de Aldo no tenía nada que ver con los celos. Simplemente, pensaba que embarcado en esa galera el pobre chico se exponía a sufrir, y la idea le desagradaba porque apreciaba mucho a Angelo.
Mientras se lavaba las manos antes de sentarse a la mesa, Guy Buteau, que había oído el final de la conversación en la tienda, preguntó:
—Creía que iba a volver a Viena. —Mi destino no era Viena, sino Salzburgo, y además, tengo una buena razón para pasar por París: quisiera saber si allí tienen noticias de Adalbert, cuyo silencio empieza a preocuparme. No supondrá dar un rodeo muy grande, porque allí podré tomar el Suiza-Arlberg-Viena Express,[3] que me llevará a la ciudad de Mozart con toda comodidad. Pero prefiero que no hablemos de esto en la mesa.
Una vez despachada la comida gracias a la diligencia de Celina, impaciente por ver a la excesivamente guapa intrusa alejarse de la casa, Aldo condujo a Anielka a casa de Anna-Maria, donde la joven se declaró encantada tanto del sitio como de la acogida, volvió para ultimar dos o tres detalles con sus colaboradores y después hizo que Zian lo llevara a la estación de Santa Lucia, adonde llegó aproximadamente un cuarto de hora antes de que saliera el tren, lo que le permitió comprar algunos periódicos para el viaje.
Tomó posesión con gran alivio del single que el empleado de los coches-cama consiguió encontrarle. Gracias a Dios, había logrado pasar sólo el día en Venecia y solucionar de la mejor manera posible una cuestión delicada. Era una solución momentánea, por descontado, pero como le parecía muy acertado el viejo refrán según el cual cada día trae su afán, se alegraba de poder apartar esa preocupación de su mente para dedicarse a buscar a la dama de la máscara de encaje negro.
Sin embargo, cuando desplegó uno de los periódicos extranjeros, un titular le saltó a los ojos: «Robo en la Torre de Londres. Las joyas de la Corona en peligro. Gran conmoción en toda Inglaterra.»
Ante la sorpresa general, sólo habían robado una joya, y con una facilidad que dejaba al periodista perplejo e incitaba a hacerse preguntas sobre la confianza que se podía conceder a los medios de protección con que contaba el Tesoro británico. Es cierto que, dada la reciente publicidad de que había sido objeto la Rosa de York, los conservadores de la Torre habían considerado preferible instalarla en una vitrina separada y tal vez un poco peor protegida. Pero ¿quién podía imaginar que robarían ese viejo diamante, menos deslumbrante que sus compañeros, cuando los más grandes del mundo se encontraban tan cerca? La conclusión del redactor era que se trataba de una operación montada por uno de los numerosos coleccionistas decepcionados cuando el gobierno de Su Majestad había recuperado el diamante histórico. Naturalmente, el superintendente Warren se hallaba de nuevo al frente de un asunto que ya le había hecho pasar algunas noches en blanco.
Cuando acabó de leer, Morosini dedicó un amistoso pensamiento al pterodáctilo, que no necesitaba ese incremento de trabajo, y se puso a reflexionar. ¿Quién habría corrido semejantes riesgos para apropiarse de la maldita piedra, o más exactamente de su copia fiel? Lady Mary reposaba en la sepultura escocesa de los Killrenan y su esposo pasaba apaciblemente los días bajo estrecha vigilancia en una clínica psiquiátrica. Quedaba quizá Solmanski, padre de Anielka y enemigo jurado de Simon Aronov, dispuesto a todo para apoderarse del pectoral, del que creía tener el zafiro.[4]
Sí, ese audaz robo podía ser obra suya. ¿No decía Anielka que se ausentaba a menudo «por negocios»? O si no, por supuesto, un coleccionista totalmente fuera del circuito y que contara con los medios necesarios para contratar a un ladrón hábil y comprar complicidades. En cualquier caso, puesto que el verdadero diamante había vuelto a su lugar de origen, lo que pasara con su réplica a Morosini ya no le interesaba. Y como el timbre del primer servicio estaba sonando en el pasillo, dobló el periódico, se lo puso bajo el brazo y se fue a cenar.
Cuando, tres días más tarde, Aldo bajó del tren en la estación de Salzburgo, no estaba de buen humor. No le gustaba perder el tiempo, y el rodeo que había dado por París tan sólo le había aportado largas horas de reflexiones solitarias. Seguía sin saber, efectivamente, qué había sido de Adalbert Vidal-Pellicorne.
En el piso de la calle Jouffroy custodiado por dioses egipcios, sólo había encontrado a Théobald, el fiel sirviente del arqueólogo, pero éste, instruido en la escuela de un maestro que casi siempre tenía algo que ocultar, se había mostrado más hermético que un sarcófago tebano. Pese a estar encantado de ver de nuevo al príncipe, Théobald se limitó a responder a sus preguntas con un sí o con un no, sin comprometerse más. Sí, el señor había vuelto de Egipto, donde su estancia se había prolongado más de lo previsto. No, no estaba en París, y sí, su servidor ignoraba dónde podía encontrarse en ese momento.
Sin embargo, a fuerza de acribillarlo a preguntas, Morosini, uno de cuyos antepasados había formado parte del Consejo de los Diez y que en ese terreno poseía una fuerza indiscutible, había acabado por enterarse de que su amigo no había regresado directamente del Cairo. Aldo consiguió sonsacarle otra pequeña información: el señor viajaba con una dama. Pero, respecto a cuál era su destino, Théobald, al borde de las lágrimas, juró por lo más sagrado que no lo sabía, y el interrogatorio terminó ahí.
Estaba también el detalle del coche, pero, según Théobald, Vidal-Pellicorne se lo había prestado a un amigo. Así pues, Morosini no tuvo más remedio que conformarse con informaciones demasiado incompletas para satisfacerlo.
En el andén de la estación, saludó a un viajero frente al cual había cenado la noche anterior en el vagón restaurante. Era un hombre de unos cincuenta años, delgado y elegante, amabilísimo y de una sencillez bastante sorprendente en alguien tan célebre: se llamaba Franz Lehar y, tras una breve estancia en Bruselas y en París, iba a descansar un poco a su villa de Bad Ischl.
Como sabía que su compañero de una noche se dirigía también a la famosa estación balnearia, el padre de La viuda alegre y El conde de Luxemburgo le propuso compartir el coche que había ido a buscarlo a la estación.
—Hay unos sesenta kilómetros y será más agradable que tomar otro tren.
—Aceptaría con muchísimo gusto, maestro, si no hubiera planeado hacer una parada en Salzburgo.
—En tal caso, no deje de venir a verme cuando llegue. Siento una verdadera pasión por los objetos antiguos y usted habla de ellos como nadie. Ah, ahora que lo pienso, no intente alojarse en el Gran Hotel Bauer; cierra a finales de septiembre. Pero estará tan bien o incluso mejor en el Kurhotel Elisabeth, situado a orillas del Traun y casi enfrente de mi casa. Es un establecimiento que goza de una antigua reputación y se preocupa poco de las temporadas, pero que sólo admite clientes de calidad. Un recuerdo de los tiempos en que la Corte frecuentaba Ischl. Y aquí vaya al Österreichischer Hof. También está a orillas de un río, lo que resulta muy agradable.
Morosini le dio las gracias y se guardó mucho de añadir que, si quería quedarse unas horas en la ciudad natal de Mozart, no era para escuchar un concierto sino para conseguir un coche, preferentemente sin chófer, a fin de tener libertad de movimientos. Además, si bien el compositor austrohúngaro era tan encantador como su música, también era muy hablador, lo que aconsejaba relacionarse con él con moderación.
Al entrar en el antiguo hotel pomposamente denominado La Corte de Austria, en el que nada había cambiado desde su fundación, Morosini percibió una atmósfera tan solemne y un tono tan sigiloso que por un instante se preguntó si no se trataría de una sucursal imprevista de la Hofburg. El vestíbulo, pesadamente amueblado en estilo Biedermeier, era por sí solo una profesión de fe.
El personal hacía juego. Un portero con aires de primer ministro lo recibió antes de confiarlo a un lacayo dotado de la gravedad de un chambelán y a un maletero que poseía la austeridad de un camarero del papa. Estos condujeron al viajero hasta una gran habitación del primer piso, cuyas ventanas daban al muelle Isabel y a las aguas ligeramente torrenciales del Salzach. Más allá, dominada por la antigua fortaleza de los príncipes-obispos, Hohensalzburg, a la que sólo se podía llegar en funicular o por caminos de herradura, la ciudad de Mozart extendía su esplendor barroco, sus cúpulas, sus campanarios y la gracia de las colinas que lo enmarcaban y que el otoño vestía de oro y cobre.
Asomado al balcón, Morosini, que no había estado nunca en Salzburgo, la admiraba sin reservas cuando el petardeo de un motor deportivo, capaz de romper cualquier encanto, primero atrajo su atención vagamente y luego lo sobresaltó: un pequeño descapotable rojo vivo, tapizado en piel, doblaba la esquina del muelle con la evidente intención de aparcar delante del hotel. Aldo reconoció un Amilcar e inmediatamente estuvo dispuesto a jurar que las prendas de piel del conductor y sus grandes gafas cubrían la persona del egiptólogo al que buscaba por doquier.
No perdió tiempo en conjeturas, bajó a toda velocidad y aterrizó en el vestíbulo justo en el momento en que la gorra era retirada con mano enérgica, liberando los rizos de color paja y más revueltos que nunca de Adalbert Vidal — Pellicorne, cuyos ojos azules se agrandaron a causa del asombro cuando Morosini entró en su campo visual.
—¿Tú? Pero ¿qué haces aquí?
—Yo podría hacerte la misma pregunta. Es más, preguntas tengo un montón.
—Vamos a tener todo el tiempo del mundo para eso. Me alegro de verte.
Eran palabras que salían del corazón, y el vigoroso abrazo que siguió acabó de disipar la mala impresión que Aldo arrastraba desde París.
—Las he pasado canutas desde que nos separamos, ¿sabes? —suspiró Adalbert mientras tendía su pasaporte al recepcionista antes de girar sobre sus talones para seguir al lacayo-chambelán—. No te puedes ni imaginar de dónde salgo.
—¡A ver si lo adivino! Yo creo que vienes de Viena, aunque no hace mucho te pudrías sobre la paja húmeda de una prisión egipcia —recitó Morosini sin lograr reprimir una sonrisa de satisfacción al observar el estupor de su amigo.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Lo de Viena es fruto de mis deducciones personales, pero de tu aventura faraónica ha sido Simon quien me ha puesto al corriente.
—¿Lo has visto?
—La semana pasada, precisamente en Viena. Admiramos juntos una magnífica representación de El caballero de la rosa. Por cierto, podrías haberte tomado la molestia de escribirme. Entre amigos no está prohibido.
—Lo sé, pero... hay cosas que es preferible contar de viva voz. Además, detesto escribir.
—Te tenía por hombre de letras además de arqueólogo... y de otra cosa que no menciono.
—Redactar una obra o comunicados a tal o cual academia se me da bien, pero la correspondencia tipo Sévigné me horroriza.
El lacayo acababa de abrir ante ellos la puerta de una habitación contigua a la de Aldo. Adalbert asió a éste del brazo para hacerlo entrar.
—Vas a contarme todo eso mientras yo me doy una ducha y me cambio.
—¡Ni hablar! Yo también tengo que ducharme. Para que te enteres, acabo de bajar del Arlberg-Express y todavía tengo que conseguir un coche antes de cenar. Hablaremos en la mesa.
—¡Un momento! ¿Para qué quieres un coche? El mío está abajo.
—He asistido a tu llegada, pero, como no sé cuáles son tus planes, permíteme que yo me ocupe de los míos —dijo Morosini con una hipocresía absoluta.
—No tengo nada que hacer aparte de volver a París. Si nos necesitas a mí y a mi vehículo, estamos a tu disposición. Por cierto, ¿por qué estás en Salzburgo?... ¿Y qué fuiste a hacer a la Ópera con Simon? —añadió Vidal-Pellicorne, en cuyos ojos había aparecido súbitamente un brillo receloso—. ¿No sería por casualidad para un asunto relacionado con... con una...?
No se atrevía a pronunciar la palabra porque el lacayo, fiel a su personaje, se alejaba por el pasillo con una lentitud solemne. Aldo desplegó una amplia sonrisa.
—Apuesta a que sí y ganarás —dijo alegremente—. Pero, lo quieras o no, vas a tener que esperar hasta la cena. Necesito un buen baño.
—¿Te parece bonito darme largas?
—¡Esta sí que es buena! Mira, amigo, yo llevo una semana haciéndome preguntas sobre ti, y la pequeña entrevista que mantuve anteayer con tu precioso Théobald no cambió nada. Desde luego, puedes estar orgulloso de él: es más discreto que un confesor.
—¿Has estado en mi casa?
—¡Brillante deducción! Todo lo que pude sacarle después de haberlo sometido a un interrogatorio es que te habías ido de vacaciones con una dama. Así que espera hasta la cena.
Adalbert no insistió, pero, para sorpresa de su amigo, se puso de repente colorado como un tomate y se metió en su habitación.
—Como quieras —masculló—. Nos veremos a las ocho.
Y la puerta se cerró tras él.
Los dos hombres vestidos con esmoquin se sentaron a una mesa en el Roten Salón, el nombre que el hotel salzburgués, llevado por su devoción al régimen imperial, había puesto a uno de sus dos restaurantes. Como conocía bien la ciudad y el Österreichischer Hof, donde solía alojarse, Adalbert se había encargado del menú. También fue él quien abrió fuego, aprovechando que todavía estaban los dos solos en una esquina de una sala medio vacía.
—Me perdonarás que no respete el orden que deseas, pero lo que me ha sucedido en los últimos meses no es, ni de lejos, tan apasionante como nuestras relaciones con Simon. Cuéntame qué hicisteis juntos en la Ópera, por favor.
Sin contestar, Morosini se puso a beber el Gespritzer[5] que les habían servido como aperitivo, lo que tuvo la virtud de impacientar todavía más a Adalbert.
—Bueno, ¿de qué hablasteis? —insistió—. ¿Ha encontrado la pista del ópalo o del rubí?
—Del ópalo. De hecho, hasta me brindó la oportunidad de contemplarlo... de lejos, sobre una dama de gran porte aunque muy misteriosa.
Y, sin hacerse más de rogar, relató su velada operística, aunque deteniéndose deliberadamente, con un perverso sentido del suspense, en el momento en que Aronov y él se habían percatado de la desaparición de la mujer vestida de encaje negro.
—¡Desapareció! —exclamó Adalbert—. Eso quiere decir que la perdisteis.
—En realidad, no..., o todavía no. Resulta que, casualmente, yo la había visto por la tarde en la cripta de los capuchinos.
—¿Y qué hacías allí?
—Una visita. Siempre que viajo a Viena, voy al «trastero de reyes» para depositar unas violetas sobre la tumba del pequeño Napoleón. Es mi mitad francesa la que habla en esos momentos.
Siguió el relato, más dramático aún puesto que el tema se prestaba a ello, de la extraña conversación, tras lo cual Morosini describió su carrera por las calles de Viena tras las ruedas de una calesa cerrada.
—¿Y adonde llegaste? —susurró Vidal-Pellicorne, tan apasionado que había olvidado a medio camino entre el plato y su boca el trozo de anguila ensartado en el tenedor.
—A una mansión que no tuve ninguna dificultad en reconocer porque había ido previamente a ella. Y cuando, en la Ópera, Simon me dijo a quién pertenecía el palco donde estaba la desconocida, no me resultó difícil hacer la asociación. Pero tú también conoces ese palacio.
—Dime su nombre y veremos si es verdad.
El trozo de anguila desapareció, pero estuvo en un tris de reaparecer cuando Morosini dejó caer, con una sonrisa impertinente:
—Adlerstein. Está en Himmelpfortgasse... ¡Caramba! Bebe un poco, si no, vas a ahogarte —añadió ofreciéndole un vaso de agua a su amigo, a quien, en su lucha contra el trozo rebelde, se le había quedado el rostro amoratado—. ¿Qué pasa? No creí que fuera a causarte ese efecto.
Adalbert rechazó el agua y tomó un sorbo de vino.
—No has sido tú..., ha sido... este bicho. ¡Tiene espinas, fíjate! En cuanto a ese palacio, como no he puesto nunca los pies en él, no lo conozco.
—En tal caso, ¿cómo es que tu coche sí lo conoce? Lo vi allí..., o al menos lo entreví mientras un criado lo lavaba en el patio interior.
Si Morosini esperaba exclamaciones o protestas indignadas, iba a sentirse decepcionado. Adalbert se limitó a mirarlo mientras se tocaba la punta de la nariz con expresión de perplejidad, pero no contestó. Aldo volvió entonces a la carga:
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? Si estaba aparcado allí, no sería sin ti.
—Sí. Lo había prestado.
—¿Prestado? ¿Puedo preguntarte a quién?
—Te lo diré enseguida. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que lo mejor es que te cuente ahora mis aventuras personales. Así lo entenderás todo mejor.
—Te escucho.
—Bien. Te enteraste de que en Egipto estuve a punto de ser víctima de un error judicial, ¿no?
—Sí. Te acusaban de haber robado una estatuilla que afortunadamente acabó por aparecer.
—Afortunadamente, no. Más bien por casualidad, en un rincón de la tumba, a la que debió de volver sólita. El verdadero ladrón, que sospecho quién puede ser, la dejó allí cuando le entró miedo después de que se produjera la extraña muerte de lord Carnavon.
—Sí, me enteré de esa curiosa muerte. Una picadura de mosquito, por lo que dijeron.
—Que provocó una erisipela mortal, pero son muchos los que creen ver en esa muerte una especie de maldición sobre los que no han hecho caso de la inscripción descubierta en la entrada de la tumba: «La muerte tocará con sus alas a quien moleste al faraón.» Hubo una o dos más desapariciones inexplicables y, te lo repito, nuestro hombre debió de morirse de miedo.
—¿Tú crees en esa maldición?
—No. El pobre Carnavon murió el 5 de abril, y entonces la sala que contiene el sarcófago ni siquiera estaba abierta. Pero a mí eso me sacó de la cárcel. Para serte franco, yo me habría llevado con mucho gusto esa estatuilla y no la habría devuelto jamás..., aunque hubiera tenido que exponerme a sufrir la cólera del difunto. ¡Merecía condenarse por ella! —suspiró el egiptólogo con la voz quebrada por la emoción—. Una encantadora esclava desnuda, de oro puro, presentando una flor de loto. ¡La más pura expresión de la belleza femenina! Y cuando pienso que ese miserable la tuvo en sus manos durante semanas y que...
—¡Para! —lo interrumpió Aldo—. Si te embarcas en esa historia, no salimos de ahí. Volvamos al punto de partida: tu coche milagrosamente transportado a Viena. O sea, que mejor comienzas el relato después de tu liberación.
—De acuerdo. Huelga decir que la expedición y las autoridades inglesas me pidieron disculpas. Para hacerse perdonar, incluso me pidieron que escoltara hasta Londres un envío destinado al Museo Británico.
—¡Curioso honor! Tú habrías preferido llevarlo al Museo del Louvre, supongo.
—Por supuesto, e incluso me pregunté si no sería otra trampa, puesto que lord Carnavon se había comprometido a entregar a los egipcios la totalidad del producto de sus excavaciones. Pero Cárter, que sigue vivito y coleando, quería que su país disfrutara un poco de sus hallazgos, y como es él el descubridor... Así que partí para Londres, donde me dispensaron un gran recibimiento y donde tuve el placer de ver a nuestro amigo Warren.
—¡El pobre! ¿Has visto lo que le ha pasado? Nuestra Rosa de York ha desaparecido otra vez.
—Ésa, amigo mío, es la menor de mis preocupaciones. Y por favor, no cambiemos de tema —dijo Adalbert—. Como te decía, me trataron de maravilla y hasta regresé a Francia con sir Stanley Baldwin, que iba en visita oficial. Gracias a eso, tuve el honor de ser invitado a la gran recepción ofrecida por lord Crewe, el embajador de Gran Bretaña en París, y allí fue donde tuve un encuentro inesperado con una encantadora joven en apuros. Había salido a fumar un puro a los jardines cuando fui testigo de una desagradable escena: un tipo estaba maltratando a una mujer para obligarla a besarlo.
—Y tú acudiste volando en su ayuda —dijo Morosini.
—Tú habrías hecho lo mismo fuera quien fuese la dama, pero yo sacudí al bribón con más entusiasmo porque acababa de reconocerla: era Lisa Kledermann.
De pronto, a Aldo se le pasaron por completo las ganas de reír.
—¿Lisa? ¿Qué hacía allí?
—Es íntima de una de las hijas del embajador, y como había ido a París de compras, no necesitó que la invitaran puesto que se alojaba en casa de su amiga.
Morosini recordó que, en Londres, Kledermann le había dicho que su hija tenía muchos amigos en Inglaterra.
—Y el agresor, ¿quién era?
—Oh, nadie. Un agregado militar cualquiera, convencido de que un uniforme basta para seducir. Pero se marchó sin rechistar; no era un gran luchador.
—¿Y... Lisa?
—Me dio las gracias y después estuvimos charlando... de todo un poco. Fue muy agradable —dijo, suspirando, Adalbert, cuya mente estaba evadiéndose hacia las reminiscencias de aquella velada en un jardín nocturno.
—¿Está bien?
Adalbert sonrió como un bendito sin darse cuenta de que el tono de Aldo se volvía cada vez más imperioso.
—Muy bien... Es una chica deliciosa. Nos vimos dos o tres veces: una comida, un concierto al que la llevé, un desfile de alta costura...
—En resumen, ya no os separasteis. Y como eso no era suficiente, decidisteis iros juntos... de vacaciones.
El tono francamente acerbo acabó por traspasar la especie de mullido capullo en el que Vidal-Pellicorne se revolcaba desde hacía unos instantes. Se estremeció y miró a su amigo con la expresión un poco alelada de alguien que acaba de despertar: los ojos de color acero estaban volviéndose verdes, lo que en Morosini siempre indicaba tormenta.
—Pero ¿qué estás pensando? Hemos trabado verdaderos lazos de amistad. Por supuesto, hablamos un poco de ti...
—¡Qué amables!
—Yo creo que ella te aprecia a pesar de la forma en que os despedisteis y que sigue añorando Venecia.
—Nadie le impide volver. Bien, ¿qué me dices del viaje?
—Voy a eso. Un servicio del que ya te he hablado con medias palabras me pidió que fuera a dar una vuelta por Baviera para observar las maniobras de un tal Hitler, que se ha lanzado recientemente a atacar verbalmente a la República de Weimar y que congrega a bastante gente a su alrededor. Pero, para no atraer la atención sobre mí, me pidieron que fuera como turista y, por lo tanto, en coche. Lo mejor era que llevase a alguien conmigo, y como Lisa tenía que ir a Austria para el cumpleaños de su abuela, la idea de hacer el viaje en mi coche le pareció divertida y lo hicimos... como amigos —precisó Vidal-Pellicorne lanzando una mirada inquieta al semblante tormentoso de su amigo.
—Y aunque te habían enviado a Alemania, ¿fuiste hasta Viena?
—No. Hasta Múnich, donde mi trabajo me retuvo más de lo que pensaba. Así que, para no retrasar a Lisa, le presté el coche a fin de que llegara a Bad Ischl a tiempo. A pesar de lo mucho que le apetecía, al principio rechazó mi ofrecimiento porque después tenía que ir a Viena, pero la convencí diciéndole que yo iría a recoger el coche allí cuando hubiera terminado. Y eso es lo que acabo de hacer. Añado que no he visto a Lisa; cuando yo llegué, acababa de irse para asistir a un baile en Budapest. Ahora ya lo sabes todo.
—¿Sabía ella lo que ibas a hacer en Alemania?
—¡Ni pensarlo! Le hablé de la organización de un congreso de arqueología, de que a lo mejor daba unas conferencias...
—¿Y ella te creyó?
Adalbert clavó en los ojos de Aldo una mirada absolutamente cándida.
—No tenía ningún motivo para no creerme. Ya te he dicho que somos excelentes amigos.
—¡Pues tienes más suerte que yo! Ahora dejemos todo eso a un lado y ocupémonos de ese condenado ópalo. ¿Se te ocurre algo para convencer a la dama de la máscara de encaje de que nos lo venda?
—¿Cómo quieres que se me ocurra? La conozco todavía menos que tú, puesto que ni siquiera la he visto. Lo mejor es ir mañana mismo a Ischl. La señora Von Adlerstein debe de seguir allí, porque cuando he ido esta mañana a buscar el coche todavía no había vuelto a Viena.
Al día siguiente, mientras el pequeño Amilcar rojo recorría los cincuenta y seis kilómetros que separaban Salzburgo de Bad Ischl a través de un encantador paisaje de colinas arboladas y de lagos, Aldo dejaba vagar su mente en torno a su antigua secretaria. Si no hubiera tenido la evidencia, jamás habría podido creer en una «Mina» que asistía a un baile húngaro, que era cortejada en el jardín de una embajada por un vivaracho oficial, que conducía un coche deportivo y, por último, que viajaba en compañía de Adalbert, del que Morosini se preguntaba, sin osar realmente formularse la pregunta, si no estaría enamorándose de ella. Y lo que aún comprendía menos era por qué todo eso le resultaba tan desagradable.
De pronto se dio cuenta de que pensando en Lisa como mujer estaba dando la espalda a una evidencia: debía de encontrarse en Viena durante la estancia de la dama misteriosa y por lo tanto conocerla. En vez de ir a asediar a una anciana condesa que quizá no se dejaría convencer, tal vez fuera mucho más sencillo recurrir a su nieta.
—¡Qué demonios! —dijo en voz alta, siguiendo el hilo de sus pensamientos—. Al fin y al cabo ha trabajado conmigo durante dos años, y muy bien. Si alguien puede informarnos, es ella.
Sin apartar la vista de la carretera, Adalbert se echó a reír.
—¿Tú también crees que Lisa sería la mejor fuente de información para nosotros? Lo difícil va a ser dar con ella.
—Eso debería ser pan comido para ti, puesto que sois tan buenos amigos —dijo Morosini con una pizca de amargura.
—No más que para ti. Esa chica no para ni un momento y no tengo ni idea de los planes que tiene.
—Le has prestado tu querido coche, le has hecho de galán durante...
—Quince días, ni uno más.
—¿Y no te ha dicho adonde pensaba ir después de Budapest?
—Pues no. Y admito que se lo pregunté, pero contestó de una manera muy vaga: tal vez a hacer un recorrido por Polonia, donde tiene amigos, o acaso a Istanbul..., a no ser que se decidiera por España. Tuve la impresión de que no quería mezclarme más en su vida. Es muy independiente... Y además, quizá ya estaba cansada de verme.
Como por arte de magia, Aldo se sintió de un humor espléndido que conservó el resto del viaje. Incluso se había permitido el lujo de pronunciar un «No, hombre, no» absolutamente hipócrita.
Ischl debía su fama a sus fuentes saladas naturales y a un manantial de aguas sulfúreas. La Corte había escogido esa bonita ciudad situada en la confluencia del Ischl y el Traun como residencia estival, y la aristocracia que acompañaba a la familia imperial la había convertido en una de las principales estaciones balnearias de Europa, así como en una de las más elegantes, adonde no era infrecuente que los mejores artistas fuesen a actuar ante un público de cabezas coronadas.
Decían que Francisco José y más tarde sus hermanos debían su venida al mundo a los baños salinos prescritos a la archiduquesa Sofía, su madre, por el doctor Wirer-Rettenbach. Y, lo más importante, allí había tenido lugar «el» romance imperial: los esponsales decididos en unos minutos del joven emperador y su encantadora prima Isabel, cuando el matrimonio con la hermana mayor de ésta, Elena, ya había sido anunciado.
Aunque la monarquía ya no fuera más que un recuerdo, había un sinnúmero de nostálgicos. Durante la temporada de los baños, muchos y, sobre todo, muchas iban a soñar al parque o ante las columnas de la Kaiser Villa, el castillo vagamente griego donde se había desarrollado el acontecimiento, pero en otoño aún quedaban algunos y ésos eran los más fervientes, sombras de la antigua Corte en busca de las horas pasadas, cuando representaban un papel en el espectáculo que se ofrecía al emperador, la emperatriz y su séquito.
Por lo demás, en Ischl el tiempo parecía haberse detenido, sobre todo entre las mujeres. Poco maquillaje o ninguno, ausencia total de cabellos cortos y todavía muchas faldas largas mezcladas con los trajes regionales tradicionales.
—¡Increíble! —murmuró Morosini cuando el Amilcar se detuvo frente al hotel, en un sitio que una calesa acababa de dejar libre—. De no ser por este artefacto, tendría la impresión de ser mi propio padre. Recuerdo que vino a Ischl dos o tres veces.
—Los de aquí no están locos. Saben muy bien que los recuerdos del imperio representan su mejor publicidad. Este hotel lleva el nombre de Isabel, los balnearios el de Rodolfo o Gisela, el panorama más espléndido el de Sofía... Sin contar las plazas Francisco José, Francisco Carlos, etcétera. En cuanto a nosotros, vamos a instalarnos, a comer y a esperar a que sea una hora oportuna para ir al castillo de Rudolfskrone, que los Adlerstein hicieron construir cuando su vieja residencia montañesa se volvió inhabitable como consecuencia de un desprendimiento de tierra.
—¡Sí que sabes cosas! —exclamó Morosini, admirado—. Y eso que esto no es Egipto.
—No, pero cuando se realiza un largo recorrido en compañía de alguien, hay que alimentar de alguna manera la conversación. Lisa y yo charlamos bastante.
—Es verdad, no me acordaba. ¿Y no sabrás por casualidad dónde está?
—En la orilla izquierda del Traun, en la ladera del Jainzenberg —respondió, imperturbable, Vidal-Pellicorne.
Demasiado grande para ser un pabellón de caza y más parecido, con sus galerías, su frontón y sus múltiples ventanas, a una villa palladiana, Rudolfskrone, rodeado de vegetación frente a una encantadora vista, ofrecía una imagen sonriente. Resultaba fácil comprender por qué la señora Von Adlerstein pasaba muchas temporadas allí y alargaba su estancia hasta bien entrado el otoño. Esa casa era más agradable para vivir que el palacio de Himmelpfortgasse.
Un mayordomo, que llevaba con una inmensa dignidad unas calzas de piel con lazos y una chaqueta de ratina verde abeto que habrían provocado un ataque de nervios a sus colegas británicos, recibió a los visitantes en el alto porche dominado por unas estatuas en equilibrio sobre un balcón.
Pese al contenido de las tarjetas de visita presentadas por los dos hombres, el sirviente manifestó dudas sobre la posibilidad de que fueran recibidos sin haberse anunciado previamente. La condesa estaba enferma. Pero Aldo, completamente decidido a no dejar que le dieran largas, preguntó:
—¿La señorita Lisa no está?
Fue mágico: una sonrisa iluminó la máscara severa del mayordomo.
—Ah, si los señores son amigos suyos, la cosa cambia. Ya me había parecido reconocer el pequeño coche rojo que tuvimos aquí hace poco...
—Se lo había prestado —precisó Adalbert—. Pero si la señora Von Adlerstein no se encuentra bien, no la moleste. Volveremos más tarde.
—Voy a intentarlo, caballeros, voy a intentarlo.
Unos instantes después, abría ante los dos hombres las puertas de un saloncito tapizado de damasco de color crudo, con grandes cortinas de seda descorridas que dejaban ver los árboles del parque. Numerosas fotografías con marcos de plata ocupaban un amplio espacio.
Una dama de cabellos blancos, pese a su cutis todavía liso, estaba tendida en una chaise longue con una escribanía sobre las rodillas. Al ver entrar a sus visitantes, se apresuró a dejarla a un lado. Éstos pensaron que, a juzgar por el largo vestido negro con el cuerpo de encaje que llevaba, debía de ser bastante alta. Su imagen era de otra época, la de las fotografías, pero sus ojos oscuros poseían una sorprendente vitalidad. En cuanto a la sonrisa que iluminó súbitamente su rostro, era la réplica exacta de la de Lisa.
Fue a Adalbert, hacia quien tendió sin vacilar una larga mano adornada con preciosos anillos, sobre la que éste se inclinó.
—Señor Vidal-Pellicorne —dijo—, es un placer conocerlo..., aunque lamento un poco su excesiva facilidad para acceder a los caprichos de mi nieta. Cuando la vi al volante de su coche, me quedé atónita, un poco admirada pero también inquieta. ¿No fue una imprudencia?
—En absoluto, condesa. La señorita Lisa conduce muy bien.
La anciana dama se volvió entonces hacia su otro visitante, a quien dirigió una sonrisa simplemente cortés.
—Pese al gran apellido que lleva, príncipe Morosini, no tengo el gusto de conocerlo. Sin embargo, parece ser que desde hace poco se dedica a asediar mi casa de Viena. Me han dicho que ha ido a preguntar por mí varias veces.
El tono seco daba a entender que la insistencia de Morosini no agradaba.
—Reconozco mi culpabilidad, condesa, y le pido infinitamente perdón, por eso y también por haber espiado literalmente su palacio.
Ella se sobresaltó y frunció el entrecejo.
—¿Espiado? Qué palabra tan malsonante... ¿Y le importa decirme por qué razón?
—Deseaba hablar con usted de algo de suma importancia, en lo que mi amigo aquí presente está tan interesado como yo.
—¿De qué?
—Ahora mismo lo sabrá, pero ¿me permite que le haga antes una pregunta?
—Hágala. Y tome asiento, por favor.
Mientras se sentaba en un sillón tapizado en damasco que la dama le señalaba, Aldo formuló la pregunta:
—Acaba de decir que no me conoce. ¿Es que la señorita Kledermann no le ha hablado nunca de mí?
—¿Debería haberlo hecho? Debe usted comprender —añadió la señora Von Adlerstein para suavizar un poco la insolencia de su observación— que Lisa conoce a mucha gente diseminada por toda Europa. El catálogo de sus amigos es inacabable. De modo que usted también ha coincidido con ella en algún sitio... ¿Dónde?
—En Venecia, donde vivo.
No le pareció útil decir nada más. Si Lisa —quizá porque no estaba orgullosa de ello— no había creído oportuno revelar sus actividades en casa de Morosini, no le correspondía a él hacerlo, a pesar de que se sentía humillado y un poco apenado por haber sido mantenido tan al margen de la vida real de la ex Mina.
—No me extraña —comentó la condesa—. Le gusta mucho esa ciudad y tengo entendido que la visita con frecuencia. Pero, por favor, hablemos de ese gran deseo que tenía de hablar conmigo.
Morosini guardó silencio un instante para escoger cuidadosamente las palabras.
—El pasado diecisiete de octubre —se decidió por fin— asistí en el palco de Louis de Rothschild y en compañía del barón Palmer a una representación del Caballero de la rosa. Había ido desde Italia invitado por el barón y con la única finalidad de escuchar esa ópera. Aquella noche, después de levantarse el telón, vi entrar en su palco a una dama muy elegante, y muy impresionante también. Es sobre esa dama sobre lo que deseaba hablar con usted, condesa. Quisiera conocerla.
—¿Y le importa decirme por qué? —Esta vez, el tono era altanero, pero Morosini fingió no percatarse de ello—. ¿Por romanticismo tal vez? Usted es veneciano, y el misterio que sugiere esa mujer espolea su curiosidad y su imaginación, ¿no es así? —añadió la condesa.
«Decididamente, no le gusto. El tipo de Viena ha debido de prevenirla contra mí», pensó Morosini, que, dada la situación, decidió coger el toro por los cuernos y ser franco.
—Si me atribuye sentimientos, señora, tenga la bondad de escogerlos menos fútiles. Se trata de un asunto importante, yo incluso diría que grave. Esa dama posee una joya que necesito adquirir al precio que sea.
El estupor y la indignación dejaron muda a la condesa durante unos instantes, tras los cuales se disiparon para dejar paso a la cólera.
—¿Sentimientos menos fútiles? ¡Pero si es algo peor aún! La simple y vulgar codicia de un comerciante. ¡Una cuestión de dinero! Aunque no tengo el gusto de conocerlo, estoy al tanto de su reputación de negociante experto en joyas antiguas. Creo —añadió— que no tenemos nada más que decirnos. Salvo que pienso aconsejarle a mi nieta que elija mejor a sus amigos.
Aldo sintió una tentación casi irreprimible de decirle a la arrogante anciana a la cara que su preciosa nieta, disfrazada de cuáquera, había estado a sus órdenes durante dos años, pero apreciaba demasiado a la falsa holandesa para jugarle esa mala pasada. Prefirió, pues, tragar quina e intentar convencerla.
—Señora, señora, se lo ruego, no me condene sin escucharme. No se trata en absoluto de lo que usted cree y le juro que no me mueve la codicia ni la esperanza de obtener ganancia alguna. Esa joya, o al menos el ópalo que ocupa el centro, tiene una historia trágica, al igual que todas las piedras arrancadas de un objeto sagrado. Si, como me han asegurado, ésta la llevó la desdichada emperatriz Isabel, está claro que no escapa a la suerte habitual. Comprársela a esa dama es hacerle un favor, créame.
—O partirle el corazón. ¡Basta, príncipe! El asunto del que me habla es un secreto de familia y no voy a ser yo quien lo divulgue. Lo siento, pero no puedo dedicarle más tiempo.
Resultaba difícil insistir sin mostrarse grosero. No obstante, Adalbert intentó salir en defensa de su amigo:
—Permítame unas palabras, condesa. Todo lo que acaba de decir el príncipe Morosini es la expresión misma de la verdad. El y yo estamos buscando varias piedras vinculadas a un antiguo objeto de culto. Hemos encontrado dos. Faltan otras dos, y el ópalo es una de ellas.
—No pongo en duda su palabra, caballero, ni tampoco la del príncipe. Pero, en tal caso, para comprar esa joya tendrán que esperar hasta que llegue a manos de los herederos de su propietaria, pues mientras ella viva no la tendrán. Adiós, caballeros.
Un timbre acababa de requerir la presencia del mayordomo, al que no hubo más remedio que seguir.
—¿Quieres decirme qué he hecho para darle miedo? —murmuró Morosini mientras se dirigían al coche.
—No lo sé, pero yo he tenido la misma impresión.
—¿He hecho mal en plantear el asunto tan abiertamente? Tengo la desagradable sensación de haber metido la pata.
—Quizá, pero no es seguro. Con este tipo de mujeres es mejor hablar claro. Tal vez deberíamos haberle preguntado simplemente dónde está Lisa. Su nieta podría ser más manejable.
—¡No te fíes! Además, es posible que no sepa nada. La condesa ignora que su querida nieta ha pasado dos años en mi casa.
—Y eso no lo digieres, ¿eh?
Estaban subiendo al coche cuando apareció una calesa que se detuvo justo delante del Amilcar. De ella surgió, cargado con una maleta, un joven al que Morosini reconoció al primer golpe de vista: su agresor de Demel. El reconocimiento fue, por lo demás, recíproco. Tras dejar la maleta prácticamente encima de los pies del mayordomo, el vehemente personaje se precipitó sobre Aldo.
—¿Otra vez usted? Creía haberle avisado, pero debe de ser duro de oído, así que se lo advierto por última vez: deje de correr detrás de ella o tendrá que vérselas conmigo.
Dicho esto, estaba ya girando sobre sus talones cuando Morosini, perdiendo la paciencia, lo agarró de la chaqueta gris ribeteada en verde y lo obligó a volverse hacia él.
—¡Un momento, muchacho! Está empezando a sacarme de mis casillas más de lo razonable, así que aclaremos las cosas de una vez por todas. Yo no corro detrás de nadie salvo quizá detrás de la señora Von Adlerstein, y me gustaría saber qué razones tiene usted para oponerse a ello.
—¡No se haga el inocente! ¡Esto no ha tenido nunca nada que ver con tía Vivi, sino con mi prima Lisa! Así que recuerde esto: yo, Friedrich von Apfelgrüne,[6] estoy decidido a casarme con ella y no quiero seguir viendo pisaverdes, y encima extranjeros, rondando a su alrededor. ¡Y suélteme, está estrangulándome!
—¡Todavía no, pero lo haré si no me pide disculpas inmediatamente! —rugió Morosini sin aflojar ni un ápice la presión—. Nadie se ha permitido hasta ahora tratarme de pisaverde.
—¡Nu... nunca!
—Suéltalo —le aconsejó Adalbert—. Estás haciendo que esta manzana verde madure un poco deprisa.
—Vamos, a señor Fritz —intervino el mayordomo—, ¿es que no va ser nunca razonable? Sabe perfectamente que la señorita Lisa detesta su manera de emprenderla contra sus amigos cuando superan la edad de diez años. En cuanto a Su Excelencia, tenga la bondad de liberarlo. La señora condesa ya tendrá bastante disgusto cuando se entere de...
—Ya me he enterado, Josef —dijo la anciana dama, que acababa de aparecer en lo alto de la escalera apoyada en un bastón y envuelta en un chal—. Ven aquí, Fritz, y deja de hacer el imbécil. Acepte mis disculpas junto con las suyas, príncipe. Este joven pierde el juicio con todo lo que guarda relación con su prima.
Aldo no tuvo más remedio que soltar a su presa, inclinarse y ocupar su asiento junto a Adalbert, que al arrancar levantó unos guijarros del camino.
De regreso a la ciudad, los dos hombres circularon en silencio un rato, cada uno encerrado en sus propios pensamientos, hasta que Adalbert masculló:
—¿Te imaginas a Lisa casada con ese fantoche?
—¡Ni por un momento! Y espero que sea de esas personas que confunden sus deseos con la realidad. Pero, por lo que veo, Lisa te interesa mucho. Acabamos de sufrir un fracaso, ¿y tú estás pensando en ella?
—Sí, porque ahora es la única que puede ponernos sobre la pista de la dama del ópalo.
—Lo he estropeado todo —dijo Morosini—. No debería haber sido tan directo. Ahora ya no habrá manera de que nos diga dónde está Mina.
—¡Deja de llamarla así! ¡Me pone negro!... A lo mejor la abuela me lo dice a mí. Puedo intentar volver solo. Mañana, por ejemplo. Diré que tú te has ido.
Morosini, desanimado, se encogió de hombros.
—¿Por qué no? En el punto donde estamos...
El destino, sin embargo, tuvo la buena idea de socorrerlos enviándoles un ayudante inesperado.
Tras una cena tristona, compuesta de truchas y degustada en un comedor primero medio lleno y luego medio vacío, decidieron, para reconfortarse —al final del día había caído una lluvia fina, reemplazada más tarde por un viento cortante—, ir a tomar una copa o dos al bar, que era el único lugar un poco cálido de aquel hotel. Allí los esperaba una sorpresa bajo la figura del joven Apfelgrüne, encaramado en un taburete ante la alta barra de caoba y abriendo su corazón a un barman hastiado.
—¡Enviarme a dormir a un hotel, a mí, el nieto de... su propia hermana! ¡Decirme que no hay sitio para mí, cuando hay por lo menos... quince dormitorios en... esa maldita barraca! ¡Y yo me voy a un hotel! ¿Tú entiendes eso, Victor?
—No es la primera vez que le pasa, señor Fritz. Siempre ocurre lo mismo cuando la villa Rudolfskrone está llena de invitados.
—¡Pero es que... precisamente ahora... no hay invitados! ¡No he visto ni un alma allá arriba! Mi prima Lisa no está... y no hay nadie más, pero tía Vivi no me quería en su casa. Si al menos supiera por qué... Ponme otro schnaps, anda. Quizás eso me ayude.
Los dos hombres, que acababan de tomar asiento ante una mesa vecina, intercambiaron una de esas miradas de complicidad que no necesitan traducción porque ambos pensaban lo mismo: quizá sería fructífero ir a merodear alrededor de la casa. La condesa tenía miedo de algo o de alguien, y sin embargo, echaba a su sobrino nieto, que podía serle útil. Sin embargo, como una salida inmediata habría resultado como mínimo sorprendente, pidieron sendos coñacs y se instalaron más cómodamente para degustarlos mientras escuchaban el lamento de Fritz von Apfelgrüne, que, por cierto, se volvía cada vez más incomprensible a medida que desfilaban los vasitos de schnaps. Finalmente, lo que tenía de pasar pasó: Fritz se desplomó sobre la barra con la cabeza apoyada en los brazos, completamente dormido.
—¡Señor! —gimió el barman entre dientes—. Habrá que llevarlo a la cama.
—Le enviaremos al portero —dijo Morosini dejando unas monedas sobre la mesa.
—¿Los señores no se quedan un poco más?
—No, vamos a ir un rato a casa de un amigo.
—En tal caso, no tardaré en cerrar. Seguro que ya no viene nadie... ¡Con este tiempo!
Se había puesto otra vez a llover, en efecto. Se oía el repiqueteo de las gotas sobre la marquesina del hotel. Adalbert y Aldo subieron a sus habitaciones para coger gorras e impermeables y cambiar el esmoquin por un jersey de lana y unos pantalones de franela. Una vez equipados para protegerse del mal tiempo, bajaron al garaje en busca del coche y le subieron la capota.
—Está demasiado lejos para ir a pie —dijo Vidal-Pellicorne—. Seguramente podremos esconderlo entre los árboles a poca distancia del castillo. Después tendremos que continuar andando.
—¿Crees que hacemos bien emprendiendo esta expedición? —preguntó Morosini—. Quizás estemos imaginando cosas que no tienen nada que ver con la realidad.
—No lo creo. Si ha despachado a Fritz, que parece bastante buen chico y que debe de tenerle un gran cariño, es que su presencia le molestaba. Debe de esperar a alguien. Pondría la mano en el fuego.
La limusina subía la ladera del Jainzenberg a poca velocidad, deslizando lentamente el haz luminoso de sus faros a lo largo de los abetos, como si buscara el camino.
Movido por una súbita intuición, Adalbert apagó sus propios faros y se detuvo sin saber muy bien por qué. Lo que pasó le dio la razón. Al cabo de un momento, no vieron más que un reflejo en los árboles: el gran coche acababa de adentrarse en la alameda de Rudolfskrone.
—Parece que estabas en lo cierto —dijo Morosini—. Ahí está la persona a la que la condesa esperaba y por cuya causa hacía el vacío a su alrededor.
—Ahora tenemos que encontrar un rincón tranquilo.
Vidal-Pellicorne puso el coche en marcha y encendió los faros el tiempo justo para localizar un sendero forestal, por el que se internó antes de detenerse de nuevo.
—¡En marcha! —dijo, levantándose del asiento tapizado en piel negra.
Los dos hombres cubrieron a pie la corta distancia entre el lugar donde habían dejado el automóvil y la entrada, sin verja ni muros, del pequeño castillo. El cielo, aunque transportaba espesas nubes de lluvia, daba la suficiente claridad para saber por dónde se andaba, y los dos hombres echaron a correr hasta que tuvieron el edificio a la vista. Entonces distinguieron el coche de antes parado delante de la oscura entrada. Las únicas luces venían de dos ventanas de la galería, las correspondientes al salón donde los dos amigos habían sido recibidos por la tarde.
—Parece fácil escalar hasta ahí —susurró Adalbert—, pero hay que estar alerta. Durante nuestra visita oí ladrar perros. Seguramente hay algunos en la propiedad.
—Sí, pero si la condesa esperaba visitantes nocturnos, ha debido de ordenar que no los suelten.
Delante de la casa, la alameda central dividía en dos una extensión de césped bordeada de tejos podados alternativamente en forma de cono y de bola. Aldo y Adalbert decidieron rodearla a fin de alcanzar su objetivo sin ser vistos.
La planta inferior de la villa, reservada al servicio y a determinadas dependencias, era mucho menos elevada que la planta noble, dominada por un frontón triangular. Se componía de grandes bloques de piedra labrada, que a unos hombres acostumbrados al ejercicio físico y al deporte no debía de resultarles muy difícil escalar. Ayudándose mutuamente, Aldo y Adalbert lo consiguieron sin hacer ruido y se encontraron en la galería, donde la luz procedente de las ventanas permitía desplazarse sin tropezar con los muebles y con las plantas dispuestas para disfrute de los habitantes.
Avanzando a cuatro patas, los dos hombres se acercaron a las contraventanas después de haberse asegurado de que tenían al alcance de la mano las armas que habían considerado conveniente llevar, pero el espectáculo que descubrieron los sorprendió.
Se esperaban una escena dramática: la condesa plantando cara a un enemigo o quizás incluso mantenida a raya por éste. El cuadro que contemplaban, en cambio, era apacible, casi familiar. Sentada junto al fuego, que debían de haber encendido para combatir la humedad del aire, la señora Von Adlerstein, ataviada con un largo vestido de terciopelo negro sobre el que destacaba un collar de perlas de varias vueltas, miraba plácidamente a un hombre mayor, si se consideraba la corona de cabellos blancos que rodeaba su calva y la perilla canosa, pero cuyo rostro atezado y cuyas manos fuertes hablaban de vida al aire libre y de una edad menos avanzada de lo que se habría podido creer. Instalado ante una pequeña mesa, se hallaba ocupado saciando un apetito que debía de necesitarlo, con ayuda de un magnífico paté y de una larga botella de vino blanco cuyo oro líquido empañaba la copa de cristal tallado. Ninguno de los dos hablaba, tal como podían constatar los dos observadores gracias a que una de las ventanas permanecía abierta.
—¿No crees que deberíamos irnos? —susurró Morosini, incómodo por el aspecto de intimidad y complicidad de esa escena—. Nos hemos equivocado y temo que estemos comportándonos como unos mirones.
—¡Chissst...! Ya que estamos aquí, nos quedamos. Sino todo esto no habría servido para nada. Además, nunca se sabe.
En el salón, el visitante había apartado la mesa y se había acercado a la chimenea, en cuyo borde apoyó un brazo después de haber pedido y obtenido permiso para encender un cigarro.
—Gracias por haberse acordado de mi gran apetito, querida Valeria. Este refrigerio estaba delicioso.
—¿No quiere una taza de café? Josef se lo traerá dentro de un momento.
—Es tarde. No me atrevía a pedírselo.
La anciana dama borró la objeción con un gesto.
—Josef está preparándolo. Ahora deme una explicación. Su carta me ha alarmado. Rodear de tanto misterio su visita, cuando era tan fácil venir a la luz del día.
—Lo habría preferido cien veces a este paseo Viena-Ischl y a la inversa en plena noche, pero la misión que cumplo, Valeria, exige el más absoluto secreto en su propio interés. Nadie debe saber que estoy aquí. ¿Ha seguido al pie de la letra mis instrucciones?
—Naturalmente. Mis sirvientes han sido alejados, salvo el viejo Josef, y los perros están encerrados. Cualquiera diría que se trata de un asunto de Estado.
—Es la palabra más adecuada cuando uno es emisario de un canciller. Monseñor Seipel desea que le hable de su protegida.
—¿De Elsa?
El visitante no respondió enseguida. Tras haber llamado discretamente, Josef apareció llevando una bandeja con café, nata, agua helada y unos dulces. La dejó sobre una mesita extraída de un conjunto de mesas nido y colocada ante la chimenea, antes de retirarse saludando respetuosamente.
—Como ves, hemos hecho bien en quedarnos —susurró Adalbert—. Tengo la sensación de que vamos a oír cosas muy interesantes.
La señora Von Adlerstein, que tenía la bandeja al alcance de la mano, sirvió a su visitante, pero al realizar los gestos rituales la frágil porcelana tintineó un poco, delatando cierto nerviosismo.
—¿Qué quiere nuestro canciller? —preguntó.
—Teme... que Elsa esté en peligro, y usted sabe lo sensible que es ese gran cristiano a los sucesivos dramas que han golpeado a la casa de Habsburgo. Desea evitar a toda costa que la serie continúe.
—Se lo agradezco, pero dígame cómo es posible que esa desdichada mujer que vive escondida atraiga la fatalidad sobre ella.
—¿Escondida? No del todo. Están esas apariciones que hace en la Ópera, en su palco.
—Hasta ahora nadie parecía haber encontrado ningún inconveniente. Además, son muy raras. Sólo se la ha visto ahí tres veces.
—Pero ya son demasiadas. Compréndalo, Valeria, esa mujer de gran porte y de una elegancia perfecta, aunque un poco anticuada, esa alta y delgada figura que tan bien oculta su rostro y tan poco sus joyas no puede sino excitar la curiosidad. Yo mismo estaba en la Ópera el día de la última representación del Rosenkavalier y me fijé en la atención con que algunos espectadores la observaban. Sobre todo dos hombres que se encontraban en el palco del barón de Rothschild. Sus gemelos no se apartaron de ella, y creo que no eran los únicos. Esto tiene que acabar o sucederá una desgracia.
—¿Prohibirle volver? Lo he pensado, claro, pero me costará hacerlo. ¡Representa tanto para ella! Después de todo, es su única esperanza... Pero la verdad es que toma muchas precauciones: nunca llega hasta después de que se haya levantado el telón, cuando los habituales de la Opera, todos fervientes melómanos, están ya enfrascados en el espectáculo; durante los entreactos no sale nunca, se retira al fondo del palco y sólo deja visible el abanico en el que lleva la rosa de plata; y por último, se marcha nada más sonar la última nota. ¿No le había pedido que hiciera correr el rumor de que se trata de una enferma, en el caso de que la gente preguntara?
—Y pregunta. ¡Ese porte que tiene, esa presencia que evoca otra todavía presente en tantas memorias! No, querida, esto tiene que acabar. O si no, que vaya con el rostro descubierto, vestida de un modo distinto y a otra localidad.
—Imposible.
—¿Por qué? ¿Acaso se parece... a la emperatriz?
—Sí, mucho más que hace doce años. Es asombroso.
La condesa cogió su bastón, se levantó y se acercó lentamente a una peana situada en una esquina, donde reposaba un busto de Isabel. Era una obra austera por tardía. La mujer que reproducía había recibido la peor de las heridas, una que no se cura jamás: la muerte de un hijo. Sobre el camisolín que cubría el cuello, se erigía el bello rostro, marcado por el dolor pero orgulloso, altivo incluso bajo la corona de trenzas. El rostro de un ser que, no teniendo ya nada que perder, desafiaba al destino y a la muerte. La anciana dama apoyó una mano acariciadora sobre el hombro de mármol.
—Elsa le profesa culto, y yo creo que se complace en acentuar su parecido. Sea como sea, si se tapa la cara no es por prudencia; ella la desconoce. Pero no me pregunte la razón porque no se la diré.
—Como quiera. ¿Sabe que dicen que es hija de la emperatriz y de Luis II de Baviera?
—¡Eso es ridículo! Basta mirar las fechas. Cuando ella nació, en 1888, nuestra soberana ya no estaba en edad de procrear.
—Lo sé, pero de todas formas es de la familia. Y la imaginación popular está ahí, sobre todo entre los húngaros, que nunca han dejado de venerar la memoria de la que fue su reina, pero al mismo tiempo hay gente que se ha jurado borrar toda huella de una dinastía detestada; los que asesinaron a Rodolfo en Mayerling, a la propia Isabel en Ginebra, a Francisco Fernando en Sarajevo, por no hablar de los mexicanos que fusilaron a Maximiliano. Ellos tenían sus razones, pero sé que hay quien se pregunta si la enfermedad que se llevó el año pasado al joven emperador Carlos, en Madeira, era realmente una enfermedad...
—¡Qué estupidez! ¿Acaso la miseria y la falta de salud no son suficientes? Una maldición, podría ser, pero yo no creo que haya personas encargadas de aplicarla. Y menos teniendo en cuenta que Carlos deja ocho hijos. Con su madre, la emperatriz Zita, y las archiduquesas Gisela y Valeria, sin contar a la hija de Rodolfo, hacen un total de bastantes príncipes y princesas todavía vivos, gracias a Dios.
—Piense lo que quiera. En cualquier caso, han llegado advertencias a la policía: están buscando a su protegida, y si no toma precauciones...
—Hace quince años que las tomo contra los únicos enemigos que me consta que tiene: los que codician las joyas que posee y que constituyen su único bien. Nadie sabe dónde vive salvo yo y los que la protegen. En cuanto a los tres viajes que ha hecho a Viena, han sido siempre de noche.
—Pero se aloja en su casa, ¿no? Sus sirvientes...
—Me sirven desde hace muchos años y están fuera de toda sospecha. Podría decirse que forman parte de la familia. En resumen, ¿qué ha venido a pedirme? ¿Que convenza a Elsa de que no vuelva a abandonar su retiro? Haré todo lo posible en ese sentido porque el último viaje no fue bien. Lo que no significa que vaya a conseguirlo; cuando se ha visto renacer un sueño que se había creído muerto, resulta difícil renunciar a él. Especialmente a ella; su mente sólo comprende de verdad lo que le conviene y obvia lo demás. Su vida, querido Alejandro, no es sino una larga espera: ver de nuevo algún día al que hace doce años le regaló una rosa de plata y le hizo promesas de amor.
—¿Y espera encontrarlo después de doce años? ¡Es bastante increíble!
—Cuando uno la conoce, no. Su historia no es corriente. Comenzó en 1911, la noche del estreno del Rosenkavalier. En la Ópera conoció a un joven diplomático, Franz Rudiger, y tanto para uno como para otro fue un flechazo. Al día siguiente, él fue a verla para regalarle la famosa rosa de plata y ambos se consideraron prometidos. Desgraciadamente, al cabo de unos días Rudiger tuvo que marcharse porque Francisco José lo había enviado a realizar una misión en Sudamérica. Una misión tan larga y difícil que, de no ser porque llegaron dos o tres cartas desde Buenos Aires y Montevideo, habríamos creído que había muerto.
—¿Una misión en Sudamérica? ¡Vaya!... ¿Y no tiene ni idea de qué se trataba?
—Cuando el emperador da una orden, no se hacen preguntas. Usted debería saberlo. Rudiger regresó a Europa al principio de la guerra. Nosotras estábamos aquí y cuando él pasó por Viena no tuvo ocasión de vernos. Elsa recibió dos cartas, después nada más durante meses. Me enteré de que se había dado al capitán Rudiger por desaparecido. La desesperación de su prometida fue terrible. Y una noche, hace unos dieciocho meses, llegó otra carta. Rudiger estaba vivo, pero había sido gravemente herido y decía que aún se hallaba en muy mal estado. Sin embargo, quería saber si Elsa seguía libre, si todavía lo amaba. Le proponía dos fechas en las que encontrarse: la primera y la última representación de la temporada de la Ópera con El caballero de la rosa. Si no estaba suficientemente restablecido para la primera, se esforzaría en asistir a la última.
—¿Por qué no dar simplemente una dirección?
—¡Vaya usted a saber! A mí esa historia me pareció bastante rara, pero Elsa estaba tan feliz que no tuve valor para retenerla. Fue entonces cuando le avisé para evitar en la medida de lo posible que se encontrara en dificultades, y le agradezco su ayuda. Evidentemente, Rudiger no se presentó, pero mandó un último mensaje desbordante de disculpas y de palabras de amor: todavía estaba muy débil, pero juraba que estaría en la representación del 17 de octubre. Tuve que ceder de nuevo, aunque el accidente no me permitió acompañarla. Esta vez será la última. Tendré que hacerla entrar en razón.
—¿Y si llegan más noticias?
—No le diré nada. Siempre llegan aquí y me enteraré yo primero. Estoy convencida de que la última carta era una trampa. Dígale a monseñor Seipel que no se preocupe, no volverá a haber enigma vivo en mi palco. Y usted, vuelva a Viena tranquilo.
—Un momento, hay algo más. Valeria, dígame cómo es que, teniendo tantas amistades en toda Europa, empezando por mí, no intentó averiguar algo más acerca de ese tal Rudiger.
—No me faltaban ganas —dijo la condesa, suspirando—, pero quiero a Elsa y quise respetar su voluntad. Ella se oponía a que intentara penetrar el misterio de que se rodeaba su amado. No olvide, Alejandro, que es, al igual que lo era su madre, una ferviente admiradora de Richard Wagner, y no en vano se llama Elsa.
—Comprendo: toma a su Rudiger por Lohengrin y teme ver desaparecer para siempre al caballero del cisne si formula la pregunta prohibida. Además, ese hombre se llama Rudiger, como el margrave de Bechelaren, y ese apellido la remitía al anillo de los nibelungos y al universo fantástico de Wagner. Su protegida sueña demasiado, Valeria.
—Los sueños son lo único que le queda y yo voy a intentar no despertarla demasiado bruscamente.
—¡Tiene a quién parecerse! Pero yo, que no tengo ni una gota de la sangre novelesca de los Wittelsbach, voy a tratar de aclarar esta historia. Si ese hombre era diplomático, debe de haber algún rastro de él en alguna parte. Además...
Había dejado el cigarro en un cenicero y, bien arrellanado en el sillón, con las manos unidas por las yemas de los dedos, se quedó pensativo unos instantes que a Aldo y a Adalbert, víctimas de calambres, les parecieron interminables.
—¿Está pensando en algo en concreto? —preguntó la anciana dama.
—Sí. Acerca de esa misión en Sudamérica, ahora recuerdo que al parecer Francisco José, poco satisfecho de tener como heredero a su sobrino Francisco Fernando, al que no apreciaba, antes de la guerra envió un emisario a Argentina, e incluso a Patagonia, en busca de las posibles huellas del archiduque Juan Salvador, su antiguo vecino del castillo de Orth.
—¿Por qué iba a hacer una cosa así? También detestaba a Juan Salvador, al que acusaba de haber arrastrado a su hijo por la pendiente fatal a causa de sus ideas subversivas.
—Quizá por curiosidad. No pensaba ofrecerle el trono, pero era bastante normal que, al acercarse la hora de la muerte, intentara acabar para siempre con los secretos, los enigmas y todo lo que pesa sobre la memoria de los Habsburgo...
—Pero fortalece su leyenda. Podría ser que tuviera usted razón. En tal caso, mi pobre Elsa espera en vano, pues jamás se ha permitido a un hombre que está al corriente de un secreto de Estado vivir como todo el mundo.
—Sobre todo con otro secreto. Querida, tengo que continuar con lo que he venido a decirle. No basta con que impida a Elsa dejarse ver; debe dejarla a nuestro cargo para que podamos protegerla.
Los ojos oscuros de la señora Von Adlerstein lanzaron un destello bajo el arco todavía perfecto de sus cejas, pero su voz permaneció serena y fría cuando contestó:
—No. Imposible.
—¿Por qué?
—Porque eso supondría poner en peligro su razón, que es frágil, lo reconozco. Está acostumbrada a su refugio y a los que la rodean y la cuidan. Se encuentra a gusto allí, y hasta el momento el secreto ha estado bien guardado.
—Quizá demasiado bien. Perdone que le diga esto, prima, pero usted ya no es joven. ¿Qué será de su protegida si a usted le pasa algo?
Ella desplegó una sonrisa tan parecida a la de su nieta que por un instante Aldo creyó ver a Lisa cuando tuviera el cabello blanco.
—No se preocupe por eso, he tomado mis disposiciones. Mi muerte no afectará a Elsa, de modo que su argumento ya no tiene peso.
—Ese secreto es una carga pesada. ¿No desea compartirlo al menos conmigo, que estoy muy unido a usted?
—No se enfade, Alejandro, pero no. Cuanto menos se comparte un secreto, mejor se lleva. Quizá más adelante, cuando me sienta demasiado vieja —añadió, al ver ensombrecerse el rostro de su visitante—. Pero por el momento no insista. Es inútil.
—Como guste —suspiró Alejandro, levantándose del sillón—. Está haciéndose tarde y debo regresar.
—Nosotros también —susurró Adalbert.
Aunque estaban un poco anquilosados, los dos hombres lograron salir de la galería y volver sobre sus pasos. Una vez instalados en el coche, Adalbert, contrariamente a lo que Aldo esperaba, no puso el motor en marcha.
—Bueno, ¿no tienes ganas de volver a casa?
—Todavía no. Tengo la impresión de que la comedia aún no ha terminado. Hay algo que me preocupa. —¿Qué?
—Si lo supiera... No es más que una impresión, acabo de decírtelo, pero cuando me pasa eso me gusta llegar hasta el final.
—Está bien —dijo Morosini, resignado—. En ese caso, dame un cigarrillo. Llevo la pitillera vacía.
—Fumas demasiado —dijo el arqueólogo, obedeciendo.
Permanecieron un rato en silencio. El viento que estaba levantándose arrastraba las nubes y la bóveda celeste que aparecía entre las cimas de los abetos se había aclarado. Un aire fresco impregnado de los perfumes del bosque y de la tierra mojada entraba por las ventanillas bajadas. La mezcla con el olor del tabaco rubio y el embriagador de la aventura era agradabilísima para Aldo, que la respiraba con placer cuando, de pronto, se oyó el ruido de un coche y poco después el doble haz luminoso de los faros iluminó la carretera hacia abajo. Inmediatamente, Adalbert puso el motor en marcha profiriendo una exclamación, pero no encendió los faros.
—Veamos adonde nos lleva —dijo alegremente.
—Es el coche que estaba en el castillo. ¿Para qué quieres seguirlo, si sabes que va a Viena?
—No conoces la región, ¿verdad?
—No. De Austria sólo conozco el Tirol y Viena.
—Entonces, escúchame bien: si ese coche va a Viena, que me convierta ahora mismo en sombrerera. La carretera de Viena está en la dirección contraria, y eso es lo que no me encajaba. De forma inconsciente, antes me ha parecido raro que ese hombre que responde al nombre de Alejandro afirmara que venía de la capital. ¡Acuérdate! Lo hemos seguido, luego venía de Ischl. Y ahora, en lugar de dirigirse hacia el Traunsee y Gmunden para llegar al valle del Danubio, vuelve sobre sus pasos. Así que yo, que soy muy curioso, quiero intentar comprender. Y supongo que tú también.
—¡Desde luego!
Con las luces apagadas, el pequeño vehículo salió a la carretera y siguió a la limusina a la suficiente distancia para no ser visto. El recorrido de los faros le servía de guía. Con una creciente excitación, los ocupantes del Amilcar vieron al gran automóvil dirigirse hacia el sur a través de Ischl, cruzar los ríos y seguir circulando unos segundos más, aunque con las luces apagadas —lo que estuvo a punto de ser fatal para sus perseguidores—, hasta la verja abierta de par en par de una propiedad en la que desapareció. El chófer debía de conocer bien el lugar, pues la oscuridad era total; ninguna luz indicaba la presencia de una casa.
—Esto se pone cada vez más interesante —dijo Adalbert, que se había detenido un poco más lejos—. Si es a esto a lo que él llama volver a casa, ya podemos ir a acostarnos.
—Todavía no. No han cerrado la verja. Es posible que nuestro pájaro sólo esté aquí de paso.
—¿Qué va a venir a hacer a medianoche?
—Digamos que eso es cosa suya. ¿Cuántos kilómetros hay de aquí a Viena?
—Unos doscientos sesenta...
Adalbert iba a decir otra cosa, pero se calló para prestar atención. En el jardín vecino, la limusina acababa de ponerse de nuevo en marcha. Salió de la propiedad, giró a la izquierda para cruzar el puente y se alejó sin provocar la menor reacción en los que la vigilaban. Ya no cabía duda de que regresaba a su punto de partida original.
—Creo que ahora sí podemos irnos a casa —dijo Adalbert.
Arrancó y siguió la carretera, un poco estrecha, hasta encontrar un sitio donde dar media vuelta. Hubo que ir bastante lejos para dar con un atajo, y cuando volvieron a pasar por delante de la verja, constataron que estaba cerrada.
—La recepción ha terminado —comentó Aldo en tono de broma—. Mañana habrá que tratar de averiguar quién la ha dado.
—No debería resultarnos muy difícil. Es una de esas inmensas villas que pertenecen a las grandes familias que componían la Corte y que venían a cumplir con sus obligaciones a la vez que cuidaban de su salud.
Estaba dando la una en la iglesia cuando los dos hombres llegaron al hotel, pero la velada había sido tan fértil en acontecimientos que se sorprendieron al oírlo. Tenían la impresión de que era mucho más tarde.
Pese al cansancio, Morosini, nervioso, tuvo todas las dificultades del mundo para conciliar el sueño. De modo que cuando se despertó eran las nueve y media, demasiado tarde para desayunar en su habitación. Tras un breve pero vigoroso aseo, bajó al comedor para tomar lo que en Austria llamaban el Gabelfrühstück, el desayuno de tenedor.
No llevaba cinco minutos sentado a la mesa cuando vio aparecer a Adalbert, con cara de cansado y el pelo revuelto.
—Me he pasado toda la noche peleándome con los Habsburgo pasados y presentes —dijo el arqueólogo tratando de reprimir un bostezo pero sin obtener un resultado aceptable—. ¿Quién demonios será esa tal Elsa? Yo creo que hay bastantes posibilidades de que se trate de una hija natural. Pero ¿de quién? ¿De Francisco José? ¿De su mujer? ¿De su hijo?... Café, mucho café, por favor —añadió dirigiéndose al camarero que se había acercado para tomar nota de lo que quería.
—En cualquier caso, ninguno de los dos primeros. Se parece a Sissi, luego el emperador queda descartado. En cuanto a la bella emperatriz, ya lo oíste: no es posible. En cambio, mis preferencias se inclinarían por el archiduque Rodolfo, puesto que, te lo recuerdo, la vi depositar flores sobre su tumba en el panteón de los capuchinos.
—De acuerdo. Es lo más lógico teniendo en cuenta que el archiduque tuvo muchas amantes. Pero lo que no lo es tanto es el secreto en el que se rodea a esa mujer, la atención y la protección que le dispensa una gran dama como la condesa, y por último las joyas que posee.
—Yo he llegado a la misma conclusión: sin duda Rodolfo es el padre, pero su madre no debía de ser una cantante cíngara cualquiera. ¿Quién, entonces?
—Pregunta sin respuesta posible tal como están en este momento las cosas —masculló Adalbert mientras se esforzaba en dominar a una salchicha rebelde—. Y si quieres saber mi opinión, nuestro asunto no mejora. Ayer sabíamos que nadie nos ayudaría a llegar hasta la propietaria del ópalo...
—Y hoy sabemos que, intentando encontrarla, nos arriesgamos a llevar hasta ella a personas con intenciones más que dudosas. A mí no me gusta poner a una mujer en peligro. Por tanto, ¿qué hacemos?
—Yo creo que no podemos abandonar.
—Debemos proseguir nuestras indagaciones esforzándonos en limitar los perjuicios. ¡Quién sabe si, cuando descubramos el retiro de Elsa, tendremos ocasión de serle útiles! E incluso de defenderla y de ayudarla.
—Es una idea que tiene lógica. Además, si quieres que te diga la verdad, el papel de nuestro amigo Alejandro X no está nada claro. Así que, para empezar, nos informaremos sobre la villa en la que estuvo anoche. Iremos y quizás encontremos a alguien que pueda decirnos a quién pertenece.
Dicho esto, Adalbert se apoderó de un plato de Nockerlri[7] de queso y se sirvió una generosa ración. Aldo lo miraba con franca repugnancia mientras encendía un cigarrillo. Decididamente, esa mañana no tenía hambre; dos salchichas y un poco de Liptauer[8] habían bastado para saciarlo. En ese momento vio aparecer entre el humo azulado a Friedrich von Apfelgrüne, que hacía su entrada en el comedor de punta en blanco.
—¡Vaya! —murmuró—. Aquí tenemos a nuestro amigo Manzana Verde. Tiene mucho mejor aspecto que anoche: mirada directa, paso firme... ¡No, por favor!, parece que viene hacia nosotros... Deberías dejar de atracarte. ¡Sabe Dios lo que nos reserva!
Sin embargo, al llegar ante la mesa, el joven austríaco dio un taconazo inclinándose de forma muy protocolaria y a continuación dijo, dirigiéndose a Morosini:
—Señor, yo venir presentar a usted disculpas humildes —dijo en un francés aproximado que pareció encantar a Vidal-Pellicorne—. Yo sentir muchísimo mi abominable comportamiento, pero perder la cabeza cuando tratarse de prima Lisa.
Desbordaba de buena voluntad y casi resultaba conmovedor. Así pues, Aldo se levantó para tenderle la mano. Quizás ese muchacho era el enviado del cielo que tanto necesitaban; debía de conocer perfectamente la región y a sus habitantes, por no hablar de las amistades de tía Vivi.
—No se preocupe. No tiene ninguna importancia.
- Wirklich?... ¿Usted no odiarme?
—En absoluto. Está completamente olvidado. ¿Quiere compartir la mesa con nosotros? Le presento al señor Vidal-Pellicorne, un arqueólogo de gran renombre.
—¡Yo estar encantado!
Dos diligentes camareros hicieron las modificaciones necesarias en la mesa y Fritz, con expresión súbitamente risueña, se sentó. Al aceptar tan amablemente sus disculpas, Aldo debía de haberle quitado un gran peso de encima.
—Así que es usted sobrino de la señora Von Adlerstein —dijo Aldo en alemán para invitar al otro a hacer lo mismo y conseguir que se sintiera todavía más cómodo.
—No, sobrino nieto —contestó el joven, empeñado en hacer gala de sus habilidades lingüísticas—. Yo ser nieto de su hermana.
—Y, si lo he entendido bien en nuestros recientes encuentros, es usted también el prometido de su prima.
Apfelgrüne se puso colorado como un tomate.
—¡Gustaría tanto! Pero no ser verdad. Compréndanlo —añadió, renunciando a una lengua que no debía de permitirle expresar claramente la intensidad de sus sentimientos—, Lisa y yo nos conocemos desde pequeños, y desde entonces estoy enamorado de ella. A la familia le hacía mucha gracia; ella siempre decía que éramos novios. Era un juego, claro, pero yo seguí el juego.
—¿Y ella?
—¿Ella? ¡Es una chica tan independiente! —dijo Fritz, poniéndose de pronto melancólico—. Resulta muy difícil saber a quién quiere y a quién no. Yo creo que a mí me quiere. Pero ustedes la conocen, porque le dijeron a Josef que eran amigos suyos —dijo con un resto de resentimiento el joven Apfelgrüne, que quizá fuera un botarate pero tenía memoria. En vista de lo cual, Adalbert se apresuró a calmar los ánimos.
—Somos amigos, pero no íntimos. En cuanto a las relaciones de la señorita Kledermann con el príncipe Morosini, aquí presente, el término conocidos me parece más apropiado —añadió, dirigiendo una inocente mirada interrogativa a su compañero—. No creo que haya habido nunca amistad entre ellos.
—En efecto —dijo Aldo con una franqueza igualmente hipócrita—. Apenas conozco a la señorita Kledermann.
—Pero usted es italiano, concretamente de Venecia, y a Lisa siempre le ha apasionado su ciudad. Creo que incluso ha vivido allí dos años sin decírselo a nadie.
—Reconozco que he coincidido con ella una o dos veces... en algún salón.
—Tiene más suerte que yo. Más de una vez he ido a alguno creyendo que la encontraría, pero no ha habido manera. Y a Zúrich, donde está su casa familiar, no va nunca.
—¿Y pensaba que la encontraría aquí?
—Esperaba que estuviera, pues la he buscado en vano en Viena. Desde que ha renunciado a sus caprichos italianos, pasa bastante tiempo con su abuela; la quiere mucho. ¿Y ustedes a qué habían ido a Rudolfskrone?
Su voz delataba un resto de desconfianza, de modo que Adalbert indicó con un guiño a Aldo que se encargaría él de las explicaciones. Se le daba mucho mejor contar mentiras, pero convenía enterarse de hasta qué punto Fritz estaba informado de lo que sucedía en el castillo.
—¿La señora Von Adlerstein no le contó nada anoche?
—¿Ella? ¡Nada de nada! La puso tan furiosa verme aparecer que me echó a la calle con la excusa de que la molestaba y de que detestaba que se presentaran en su casa sin avisar. Ahora no me atrevo a volver, y me fastidia, porque tenía que preguntarle una cosa.
—¿Vive usted en Viena?
—Sí, en casa de mis padres —precisó Fritz—. Gracias a Dios, les queda suficiente fortuna para que yo disponga de libertad. Pero hablemos de ustedes.
Con las espaldas ya cubiertas, Vidal-Pellicorne escogió un término medio entre realidad y fantasía. Contó que su amigo Morosini, experto en piedras preciosas y coleccionista, además de un apasionado de los Habsburgo, estaba intentando reunir las joyas de éstos que el conde Berchtold había vendido en Ginebra durante la guerra. Y resultaba que, en una representación en la Ópera de Viena a la que había asistido invitado por un amigo, le había parecido que una dama a la que tomó por la condesa Von Adlerstein, puesto que ocupaba su palco, llevaba una de las joyas en cuestión. Desde entonces todo su empeño había sido localizarla.
—Ya sabe cómo son los coleccionistas —añadió con indulgencia—. Se vuelven locos en cuanto olfatean una pista. Pero desgraciadamente no ha tenido suerte: la dama es una amiga de su tía abuela y ésta no nos ha ocultado su forma de pensar. Según ella, la propietaria de la joya consideraría cualquier propuesta de venta una impertinencia. Hasta se ha negado a darnos su nombre y su dirección.
—No me extraña. Tía Vivi tiene un carácter difícil. Si yo pudiera ayudarlos, lo haría encantado, pero no pongo nunca los pies en la Ópera. Esa gente que va de un lado para otro proclamando a gritos que va a morir, o que se sienta cuando está diciendo que hay que apresurarse a huir, me aburre soberanamente. ¿Y usted? Si he entendido bien, es arqueólogo.
—Sí, mi especialidad es la egiptología, aunque desde hace algún tiempo deseo conocer algo más sobre su antigua civilización de Hallstatt y he venido para visitar el yacimiento. Me encontré con Morosini en Salzburgo y hemos venido juntos. Pero seguramente la arqueología no le atrae más que la ópera —añadió Adalbert con solicitud.
—La verdad es que no, pero resulta que conozco a fondo el lugar. Allí están las ruinas de Hochadlerstein, el viejo castillo de la familia en las estribaciones del Dachstein, donde jugaba a menudo durante las vacaciones cuando era pequeño.
—Pero no vivirían en unas ruinas... —intervino Aldo, a quien se le acababa de ocurrir una idea.
—No, alquilábamos una casa. A mi madre le gusta mucho el sitio... Le enseñaré con mucho gusto Hallstatt —añadió Fritz dirigiéndose a Adalbert—. Voy a quedarme tres o cuatro días para ver si tía Vivi recupera el buen humor, y como seguramente se encontrará usted solo —Había una nota de esperanza en su voz, pues sus preferencias se inclinaban por Vidal-Pellicorne. Como era un muchacho correcto y bien educado, había presentado a Morosini las disculpas que consideraba pertinentes, pero no rebosaba de simpatía por él. El físico del veneciano debía de tener algo que ver con eso.
—¿Por qué va a encontrarse solo? —preguntó Aldo en tono irónico.
—Usted se marchará, ya que no ha tenido éxito en su empresa. Yo reemplazarle —añadió, volviendo alegremente a su pintoresco francés—. Así yo hacer muchos progresos.
—Bueno, conmigo también los hará.
—¿Usted quedarse?
—Sí, por supuesto. Los Habsburgo me apasionan tanto que tengo intención de escribir un libro sobre la vida cotidiana en Bad Ischl en la época de Francisco José —declaró, siguiendo divertido los cambios que la decepción marcaba en el semblante redondo del joven—. Así que ahora voy a dar un paseo por la ciudad. Pero eso no les impide a ustedes dos ir de excursión.
—¡Buena idea! —exclamó Fritz—. Yo montar en el pequeño bólido rojo. Pero yo avisarle: la carretera no llegar hasta Hallstatt. Después hay que andar o coger barco.
—Ya veremos —gruñó Adalbert, cuya mirada expresaba elocuentemente lo que pensaba de las buenas ideas de Aldo—. ¿Cuándo quedamos?
—Yo creo que a la hora de la cena. Con lo que acabas de engullir, no pensarás comer.
—No —intervino Fritz—. Nosotros encontrarnos a las cinco en pastelería Zauner. Ahí latir el corazón de Bad Ischl, y si desea escribir sobre eso, debe conocer. Y usted ver, todo igual que cuando Francisco José reinar...
—En Zauner, entonces —dijo Aldo—. A las cinco.
Dejó a los otros dos sentados todavía a la mesa y subió a su habitación para coger la gorra y el impermeable.
Con las manos en los bolsillos y el cuello del Burberry's levantado, Morosini fue paseando junto al Traun. El tiempo gris y fresco no contribuía a embellecer una estación balnearia adormecida en la que muchas villas tenían las contraventanas cerradas, pero el encanto de la pequeña ciudad, en el centro del valle, era tal que le pareció agradable verla libre de las hordas de agüistas.
Después de cruzar el puente, encontró sin dificultad la verja que habían visto por la noche. Cerraba un camino bordeado de arbustos altos que conducía a una casa bastante grande, de color ocre, con un gran tejado en forma de V invertida que sobresalía ampliamente y le daba un vago aspecto de cabaña alpina, corregido por las complicadas figuras de los balcones de hierro forjado. Desde la carretera sólo se veía el primer piso, cuyas contraventanas, para sorpresa del paseante, también estaban cerradas.
Aldo, perplejo, dudaba sobre lo que era más conveniente hacer cuando una mujer con el traje típico de las campesinas de Salzkammergut —vestido de lana oscura con mangas abullonadas, chal de colores y sombrero de fieltro adornado con una pluma— se acercó a él.
—¿Busca algo, señor? —preguntó con la amabilidad instintiva de la gente de ese país. Era encantadora, y su cara fresca y redonda atraía de forma natural la sonrisa.
—Sí y no, señora —dijo Morosini descubriéndose, lo que la hizo sonrojarse un poco más—. Hace mucho que no he venido por aquí y ando bastante perdido. ¿Esta casa es la del barón Von Biedermann? —Había dicho el primer nombre que se le había ocurrido.
—No, no, ésta era del conde Auffenberg. Digo era porque acaban de venderla, pero no sé el nombre del nuevo propietario.
—Como no es la que yo creía, no tiene importancia. Gracias por su amabilidad, señora.
Ella se despidió esbozando una rápida reverencia y prosiguió su camino. Aldo hizo otro tanto cuando hubo constatado que en la casa no se veían señales de vida. Curiosa morada, en la que la gente se detenía un momento a medianoche antes de reanudar la marcha. ¿Irían a visitar a un fantasma? ¿O a alguien que no quería que se conociera su presencia allí? Decididamente, el papel de Alejandro le parecía cada vez más sospechoso.
Aldo pensó con una pizca de melancolía que se hallaba en un callejón sin salida y detestaba esa situación, pero ¿qué podía hacer para salir de ella? ¿Ir a ver de nuevo a la condesa para revelarle el extraño comportamiento de un hombre en el que ella parecía depositar toda su confianza? Imposible, a no ser que confesara que Adalbert y él los habían espiado, lo cual era un comportamiento todavía más extraño. No costaba imaginar la indignación con que recibiría las confidencias de un personaje al que ya no le tenía mucho aprecio.
La idea de que quizás Apfelgrüne supiera algo apenas le pasó por la mente. A ese muchacho sólo le interesaba él mismo y su querida Lisa, nada más.
Al final decidió entrar en una cervecería. Después iría hasta la Kaiser Villa. Él creía mucho en las atmósferas, y sumergirse en la de esa residencia estival de la familia imperial quizá le diera alguna idea.
La gran mansión cuya propietaria actual era la archiduquesa María Valeria, convertida en princesa de Toscana por su matrimonio con su primo el archiduque Francisco Salvador, podía ser visitada en parte. Sin embargo, Morosini no cruzó la puerta de esa construcción cuyas paredes, de un amarillo claro, recordaban un poco Schönbrunn y ponían una nota soleada en medio de los árboles deshojados por el otoño. Había oído decir que el interior albergaba infinidad de trofeos de caza, cabezas de ciervo, de jabalí y sobre todo de gamuza, de las que, según contaban, Francisco José había matado más de dos mil. Las hazañas cinegéticas no habían atraído nunca a Morosini, y éstas menos que ningunas. Además, ¿cómo buscar el rastro de una mujer que adoraba a los animales en medio de un mausoleo a su destrucción? Así pues, prefirió vagar por el parque, subir lentamente hacia el pabellón de mármol rosa que la emperatriz había hecho construir en 1869 para escribir, soñar, meditar, tener la sensación de ser una mujer como cualquier otra, libre de dejar vagar la mirada sobre las plantas y los árboles que rodeaban su refugio y tras los cuales no se escondía ningún guardia.
El hecho de pertenecer a un pueblo que Austria había mantenido cautivo durante largos años no hacía que el príncipe Morosini sintiera mucho afecto por su familia imperial, pero, como era un hombre bondadoso, no podía negar el homenaje de su admiración a una soberana cuya belleza iluminaba sus numerosos retratos, ni el de su compasión por las innumerables heridas que había sufrido su corazón. Y lo que quería captar era su sombra doliente y orgullosa para tratar de arrebatarle un secreto.
De pie junto a un pino, contemplaba con cierta decepción el edificio fuertemente influido por el estilo trovador, que él siempre había detestado, cuando oyó a una amable voz decir:
—A mí nunca me ha gustado mucho esta construcción. Está demasiado presente el gusto de los príncipes bávaros por una Edad Media al estilo de Richard Wagner. Sin llegar a los delirios del desdichado rey Luis II, ésta recuerda un poco que nuestra Isabel era prima suya y lo quería mucho.
Envuelto en una capa de loden, con un sombrero de fieltro encasquetado en la cabeza y un bastón en la mano, el señor Lehar miraba a su compañero de viaje con una sonrisa maliciosa.
—No me había dicho que era un admirador de Sissi.
—En realidad, no lo soy, pero cuando vienes aquí es casi imposible escapar a la magia que rodea su recuerdo. Sobre todo cuando lo que buscas es precisamente ese recuerdo. Un personaje importante, que es cliente mío, le profesa una especie de pasión póstuma y me ha encargado buscarle objetos que le pertenecieron.
—Abundan, desde luego, pero me extrañaría mucho que aceptaran venderle alguno.
—Yo tampoco tengo esperanzas, aunque nunca se sabe. Pero, de todas formas, me gustaría conocer a antiguos fieles...
—¿Más o menos necesitados? Eso es perfectamente posible, y son muchos los que frecuentan este parque. Mire, ahí hay una —añadió el músico, señalando discretamente a una dama vestida de terciopelo negro que acababa de salir del edificio de mármol y permanecía de pie, con las manos metidas en un manguito, bajo el pequeño mirador por el que trepaba una parra de un bello rojo intenso cuyas hojas empezaban a alfombrar el suelo.
—No parece estar necesitada —observó Morosini, que había reconocido a la condesa Von Adlerstein.
—No lo está, en efecto, e incluso intenta aliviar muchas miserias, pero quizá le sea útil. Venga, voy a presentársela —dijo, al tiempo que se acercaba a ella.
Aldo, tras una breve vacilación, no tuvo más remedio que seguirlo. Después de todo, podía ser interesante ver qué acogida se le dispensaba.
El compositor recibió una inmejorable. La anciana dama lo obsequió con una amplia sonrisa, que se borró cuando tuvo a Morosini al alcance de su vista. Este consideró necesario tomar la delantera:
—Es usted demasiado impetuoso, querido maestro —dijo, inclinándose ante la condesa de un modo que habría satisfecho a una reina—. Ya he tenido el honor de ser presentado a la señora Von Adlerstein... y no estoy seguro de que un nuevo encuentro sea de su agrado.
—¿Por qué no, siempre y cuando no pida usted lo imposible, príncipe? Después de que se marchara, sentí ciertos remordimientos. Ese día estaba nerviosa y lo pagó usted. Lo lamento.
—No hay que lamentar nunca nada, señora, y mucho menos un impulso generoso. Usted quiere proteger a su amiga, pero le doy mi palabra de que yo no le deseo ningún mal, sino todo lo contrario.
—Entonces me equivoqué de medio a medio —dijo ella, sacando del manguito un fino pañuelo con el que se dio un ligero toque en la nariz con un ademán desenvuelto que quitaba a sus palabras toda noción de arrepentimiento—. ¿Piensa quedarse algún tiempo? —añadió inmediatamente—. Yo creía que se había ido con su amigo el arqueólogo.
«Decididamente, tiene unas ganas locas de librarse de ti», pensó Morosini. No obstante, contestó de buen humor: —Estamos todavía aquí precisamente porque él es arqueólogo. Le apasiona la antigua civilización llamada de Hallstatt, y como llevábamos mucho tiempo sin vernos, voy a quedarme unos días más con él.
Aldo habría jurado que, al oír el nombre de Hallstatt, la señora Von Adlerstein se había estremecido. Tal vez eso fuera sólo una impresión, pero sí era real que el nerviosismo había vuelto a apoderarse de ella.
—¿Y cómo es, entonces, que no están juntos?
—Porque me ha abandonado, condesa —respondió Morosini con una amabilidad infinita—. Ayer, en el hotel, tuvimos el placer de conocer mejor a su sobrino nieto. El señor Von Apfelgrüne ha insistido en acompañar a mi amigo al yacimiento, y como su coche es de dos plazas, me he visto reducido a vagar por Ischl. Con cierta alegría, lo confieso.
—¡Cielo santo! ¡Sólo nos faltaba que a ese botarate le diera ahora por la arqueología! ¡Si ni siquiera es capaz de diferenciar un fósil de un sillar! Espero tener el placer de volver a verlo uno de estos días, príncipe. Y usted, querido maestro, venga a Rudolfskrone cuando tenga tiempo.
—No tardaré en aprovechar su permiso —se apresuró a decir el músico, un poco ofendido por haber sido dejado de lado con tanta ligereza—. Le contaré novedades de su pariente el conde Golozieny. Coincidimos en Bruselas y...
Ella ya estaba bajando el camino en pendiente que llevaba a la Kaiser Villa, pero se volvió para decir:
—¿Alejandro? Lo vi hace poco, pero de todas formas venga a hablarme de él mientras tomamos una taza de té.
La condesa prosiguió su camino sin volverse de nuevo.
—¡Qué actitud tan extraña! —dijo Lehar, desconcertado—. ¡Una mujer que es siempre la gracia en persona!
—La culpa es mía, querido maestro. Tengo la desgracia de desagradarle, eso es todo. Debería haberme dejado al margen. Pero acaba usted de pronunciar un nombre que no me es desconocido. El conde...
—¿Golozieny? —completó el compositor sin hacerse de rogar—. No me sorprende que lo conozca. Ocupa no sé qué cargo en el gobierno actual, pero eso no le impide viajar mucho al extranjero. Le gusta París, Londres, Roma... y las mujeres bonitas. Que, según tengo entendido, le cuestan muy caras. Pero no diga nada de esto, sobre todo a la condesa; es húngaro, igual que ella, y son primos.
—Me temo que no va a brindarme muchas ocasiones de vernos.
—Yo arreglaría eso si tuviera tiempo, pero me vuelvo a Viena dentro de dos días. Así que, si quiere venir a casa, debe darse prisa. ¿Se marcha ya?
—No. Voy a quedarme un rato más... Me gusta este sitio.
—A mí también, pero tengo la garganta delicada y siento un poco de frío. Hasta pronto, espero.
Cuando el padre de La viuda alegre hubo desaparecido entre los árboles, Aldo consultó su reloj, dio dos o tres vueltas alrededor del pabellón de la emperatriz y después se dirigió tranquilamente hacia la ciudad. Eran casi las cinco y no tardarían en cerrar las verjas.
Cuando se reunió con Adalbert y su mentor en una de las mesitas de mármol blanco de Zauner, en una atmósfera a la vez anticuada y cálida que olía a chocolate y vainilla, los dos viajeros estaban haciendo desaparecer una increíble cantidad de dulces variados al paso que bebían una taza de chocolate tras otra.
—Parece que tienen hambre los dos.
—El aire libre abrir apetito —lo informó Apfelgrüne engullendo un enorme trozo de Linzertorte acompañado de nata—. ¿Dar buen paseo?
—Excelente. Mejor aún de lo que pensaba —añadió Aldo con una sonrisa dirigida a su amigo—. ¿Y su excursión?
—Maravillosa —respondió éste devolviéndole la sonrisa—. No tienes ni idea de lo interesante que ha sido. Incluso debería decir apasionante. Tanto, que voy a ir a pasar unos días allí. Deberías venir tú también.
A todas luces, él también había descubierto algo, y Morosini mandó mentalmente al infierno al malhadado Fritz por impedirles hablar con libertad. Hubo que esperar hasta que regresaron al hotel, pero en cuanto los dos hombres se quedaron solos las preguntas empezaron a salir disparadas:
—Bueno, ¿qué?
—Cuenta, cuenta. ¿Qué has averiguado?
—Sé quién es Alejandro —dijo Aldo—. En cuanto a la casa de anoche, acaba de cambiar de propietario y no han podido informarme acerca del nuevo. Aparte de eso, me he encontrado con la señora Von Adlerstein y no le ha hecho mucha gracia que Manzana Verde te haya llevado a visitar Hallstatt.
—Lo contrario me extrañaría. Hallstatt es un pueblo extraordinario, magnífico, fuera del tiempo, y se tienen encuentros inesperados. ¿Sabes a quién he visto llegar mientras tomábamos una cerveza en el albergue? Al viejo Josef, el mayordomo de la condesa. Ha tomado un camino que avanzaba entre las casas, pero no he podido seguirlo a causa de mi compañero.
—¿Y él no te ha comentado nada?
—No. Ni siquiera parecía sorprendido. Según él, Josef tiene amigos allí y no hay más vueltas que darle al asunto.
—No se puede decir que el chico sea una lumbrera —gruñó Morosini—. Yo propongo que nos traslademos allí mañana mismo. Pero ¿qué vamos a hacer con él?
—Si hoy la suerte nos ha dirigido algunas sonrisas, no va a dejar de hacerlo de la noche a la mañana.
—¿Tú crees que nos librará de él?
—¿Por qué no? Yo soy de los que creerán toda su vida en Papá Noel.
Cuando bajaron a cenar, Aldo y Adalbert encontraron en la recepción una carta de su nuevo amigo: tía Vivi acababa de enviarle el coche para que fuese a verla urgentemente; debía presentarse a su mesa convenientemente vestido.
«Estoy muy triste —concluía el joven—. Yo hacer tantos progresos con la francés con ustedes... Yo esperar vernos muy pronto...»
—¡Vaya! No ha perdido ni un minuto en recuperarlo —comentó Aldo.
—¿Tú crees que es porque le has dicho que me había llevado a Hallstatt?
—Pondría la mano en el fuego a que sí. Estamos en el buen camino, Adal. Mañana nos instalamos allí y abrimos bien los ojos y los oídos. Pero, si te parece, dejaremos tu artefacto rojo aquí y tomaremos el tren. Llama demasiado la atención.
Como Adalbert se mostró de acuerdo, Morosini informó en la recepción de su intención de ausentarse del hotel unos días y dejar el automóvil del señor Vidal-Pellicorne. Luego, en un tono casi distraído, preguntó:
—Por cierto, ¿podría decirme quién ha comprado la villa del conde Auffenberg, situada poco después de pasar el puente? Fui antes con la esperanza de saludarlo y la encontré cerrada. Una mujer me dijo que había cambiado de propietario, pero no pudo informarme sobre la identidad del nuevo.
Inmediatamente, el recepcionista puso cara de circunstancias, desconsolado por tener que comunicar a Su Excelencia el fallecimiento del conde Auffenberg, acaecido hacía unos meses.
—La villa fue vendida unas semanas más tarde a la baronesa Hulenberg, pero no estoy seguro de que ya haya tomado posesión del lugar.
—No tiene importancia; no la conozco. Pero le agradezco la información.
—Empiezo a echar de menos a Fritz —dijo Vidal-Pellicorne mientras los dos tomaban una copa en el bar—. A lo mejor él podría habernos contado alguna cosa sobre Alejandro y la baronesa, porque es prácticamente seguro que se conocen. Desde luego, no fue al guarda o al jardinero a quien ese honorable miembro del gobierno fue a ver después de medianoche.
—Quizá no habrías sacado nada en claro. Me pregunto si ese chico es tan tonto como parece.
—Eso, el futuro nos lo dirá.
La tarde avanzaba cuando el tren montañés que unía Ischl a Aussee y Stainach-Irdning se detuvo en el apeadero de Hallstatt, donde dejó a media docena de viajeros, entre ellos Morosini y Vidal-Pellicorne, para que tomasen el barco que los llevaría a la otra orilla del lago. Iban cargados con abundante material destinado a la pesca, a las excursiones por la montaña e incluso a la pintura. Esta última adquisición, realizada por la mañana, se debía a la iniciativa de Aldo. Tenía buena mano para el dibujo, y se había dado cuenta de que la acuarela o el carboncillo constituían una excelente coartada para alguien que deseaba permanecer largo rato en un sitio determinado a fin de observar los detalles.
Habían incluido en sus compras sólidas botas de montaña, prendas de loden y gruesos calcetines, aunque sin caer en los calzones de piel con tirantes y lazos, típicos de la región. Adalbert, sin embargo, no se había resistido a adquirir una amplia capa y un sombrero verde con penacho que, según Aldo, le daban el aspecto de un archiduque juerguista.
—Lástima que no hayas tenido tiempo de dejarte crecer el bigote. La ilusión habría sido completa.
Un empleado de la pequeña estación los ayudó a llevar las maletas hasta el vapor que estaba esperando. Liberado de esa preocupación, Aldo se acodó en la borda para admirar el paisaje a la vez grandioso y severo. El Hallstättersee, de ocho kilómetros de largo y dos de ancho, se adentraba entre altas paredes oscuras para ir a bañar las estribaciones escarpadas del Dachstein, el macizo más elevado de la Alta Austria, cuyas cimas estaban siempre nevadas. Aquel atardecer, después de todo un día en que el sol apenas había salido, el lugar, con los negros lienzos de montaña cortados a pico sobre las aguas lívidas, resultaba imponente pero siniestro. Al fondo, al otro lado, se extendía un pueblo a lo largo del río, agarrado a las pendientes rocosas e inhóspitas cuya aridez contrastaba con el manto de bosques casi negros que había abajo.
A medida que el barco se acercaba a Hallstatt, que ya se podía ver reproducido al revés en el espejo del lago, el pueblo, que de lejos parecía pegado a las pendientes de rocas y de abetos, se alzaba como un altorrelieve cuyos puntos sobresalientes eran los campanarios de sus dos iglesias amistosamente rivales: el alargado y puntiagudo del templo protestante situado al nivel del agua, y la torre achaparrada pero rematada por una especie de pequeña pagoda del viejo santuario católico, un poco más elevado. Alrededor, apiñadas como gallinas en un gallinero, venerables y bonitas casas cuyos anchos frontones de madera oscura coronaban fachadas con balcones apoyadas sobre basamentos de piedra. Para colmo del pintoresquismo, las blancas aguas de una cascada, el Mülhbach, caían en medio del pueblo.
Aldo, fascinado, recordó lo que había dicho Adalbert la noche anterior: «Un pueblo extraordinario, magnífico, fuera del tiempo...» Era exactamente eso. Tenías la impresión de penetrar en el corazón de un cuento fantástico. ¿Dónde se esconderían los «amigos» del viejo Josef?
Una de las casas, la más alejada, atrajo de manera especial la atención de Morosini porque sus murallas de otra época parecían surgir del agua oscura y mostraban los restos de un sistema de defensa. Le habría gustado examinarla más de cerca, pero los únicos prismáticos que tenían se encontraban momentáneamente pegados a los ojos de Adalbert.
Cuando por fin desembarcaron, vio que, aparte de una plazoleta donde se alzaba la iglesia protestante, parecía no existir ninguna calle en esa extraña aglomeración. Las casas, construidas unas sobre otras en pequeñas terrazas naturales o artificiales, se comunicaban entre sí mediante escaleras, pasos abovedados y arcadas. El lugar no podía sino seducir a pintores y amantes del romanticismo, pues había por lo menos tres albergues.
Adalbert escogió el que se llamaba Seeauer. Como ya lo habían visto el día anterior y volvía con otro cliente, le dispensaron un excelente recibimiento y le dieron las dos mejores habitaciones de la casa, ambas con un balcón que permitía admirar el lago en todo su esplendor. Sin embargo, Georg Brauner y su mujer Maria pidieron disculpas por anticipado a los recién llegados; al día siguiente habría una boda y era muy probable que no pudieran dormir. Lo mejor sería quizá que aceptaran participar en la celebración.
—¡Qué buena idea! —dijo Aldo—. Seguro que será más entretenida que la última a la que asistimos —añadió, pensando en la boda fastuosa pero demencial del pobre Eric Ferráis con Anielka Solmanska.
—Sí, podremos divertirnos sin ninguna reserva —confirmó Adalbert—. Pero para empezar el día iremos a pescar al lago —añadió, sonriendo a Maria—. ¿Conoce usted a alguien que pueda alquilarnos una barca?
—Claro, a Georg —respondió la mujer—. Tenemos varias y pondrá una a su disposición. ¿La necesitarán mañana por la mañana?
—Sí, tranquila. Esta noche lo que necesitamos es sobre todo una buena cena y una buena cama.
Deshicieron las maletas y después se encontraron en la gran sala, ya abundantemente decorada con guirnaldas de abeto y flores de papel. Sentados en unos bancos que iban de un extremo a otro de una mesa suficientemente grande para seis personas, atacaron los platos de croquetas y de carne curada que les sirvieron regados con un vino blanco, muy seco, contenido en una jarra panzuda decorada con motivos sencillos.
—Oye —dijo Morosini tras dar unos bocados—, ¿a santo de qué quieres ir a pescar en cuanto amanezca, o casi? ¿Acaso has olvidado que eres arqueólogo?
—La civilización de Hallstatt me ha esperado milenios, así que podrá seguir esperando un poco más. En cambio, estoy impaciente por ir a ver más de cerca una torre feudal, o algo parecido, que vi cuando llegábamos. Por el lago debe de ser bastante fácil.
A la mañana siguiente, después de pasar una buena noche en las cómodas camas campesinas de Maria, que olían a limpio, tomaron posesión de una barca de fondo plano que eligieron porque de todas las que les ofrecían era la única provista de remos; las otras se propulsaban con pagaya, un utensilio que ni el uno ni el otro sabían manejar. Mientras Adalbert preparaba las cañas de pescar, Aldo se puso a remar aguas adentro siguiendo los consejos de Georg, que los había mirado partir antes de volver a sus ocupaciones. Era un buen momento, ya que el pueblo estaba muy atareado con los preparativos de la fiesta. Además, hacía fresco pero el tiempo era apacible y el cielo estaba despejado. La barquita se deslizaba sin esfuerzo sobre el agua, de un bonito verde oscuro, lisa como un espejo.
Cuando estuvo lo suficientemente lejos para confiar en no ser ya observados, el remero se dirigió hacia el punto que le indicaba Vidal-Pellicorne con ayuda de los prismáticos y muy pronto estuvieron bastante cerca de lo que había sido una pequeña fortaleza pero ya no era más que una ruina invadida de vegetación tras la cual no se veía gran cosa. Ni siquiera un hilo de humo que revelara la presencia de personas con necesidad de calentarse y alimentarse. Tan sólo una estrecha torre descabezada y un lienzo de pared que descendía en vertical hasta el agua podían albergar una vivienda interior, pero parecía francamente inverosímil.
—Me gustaría saber cómo se llama esta antigua obra de arte —dijo Adalbert—. Quizás es el antiguo feudo de la condesa.
—¿Hochadlerstein? Imposible. Está a ras del agua, o sea, demasiado abajo para llamarse Hoch. Por lo que he visto, en los alrededores hay varias nobles ruinas encaramadas en las alturas. Debe de ser una de ésas. Podemos intentar desembarcar.
—Me parece un poco difícil acercarse a la orilla, a no ser que quieras zambullirte en el lago. Iremos en otro momento por tierra, para ver si se puede visitar... a una hora discreta. Ahora podemos quedarnos por los alrededores para pescar. Eso nos permitirá observar si hay algún movimiento.
—¿De verdad esperas atrapar algo? —preguntó Morosini al ver a su amigo manejar una larga caña—. Más vale que te lo diga cuanto antes: soy una nulidad pescando.
—Sigue mis consejos y haz como si fueras un experto. ¡Nunca se sabe!
Para su sorpresa, Aldo consiguió pescar tres truchas a lo largo de un día que temía que resultase muy pesado. En cambio, fue un agradable momento de tranquilidad y relajación, acunado por el alegre carillón de la iglesia anunciando a los alrededores la formación de una joven pareja, e interrumpido por el copioso picnic que Maria había preparado para los pescadores. Tan sólo la observación incesante del viejo castillo resultó decepcionante; si el edificio no estaba abandonado, lo parecía. Iban a tener que buscar por otro lado.
Cuando regresaron, en el albergue reinaba un ambiente de lo más animado. Había largas mesas cubiertas de vajilla floreada, jarras de gres en las que la cerveza espumeaba y también copas de un bonito verde claro para el vino. Los trajes de los invitados, los de los días de fiesta, eran magníficos: los hombres, calzones de piel y chalecos bordados; las mujeres, múltiples enaguas bajo las amplias faldas y camisolas con mangas abullonadas, bordadas con hilo de oro. Todos estaban felices de encontrarse allí, riendo, cantando y gastando bromas a los jóvenes esposos. Estos, por cierto, eran encantadores: ella, colorada a causa de la confusión; él, más colorado todavía por haber hecho los honores a la cocina de Maria y a la bodega de Georg. Instalados ya sobre un estrado, dos acordeonistas acompañaban los coros en espera de que empezase el baile. Aldo y Adalbert entraron en la cocina, donde trajinaban Maria y sus sirvientes. Los pescados que llevaban les valieron calurosas felicitaciones.
—Vengan —dijo Maria—, voy a presentarles a los recién casados.
—Déjenos cambiarnos primero —protestó Aldo.
Iban a retirarse cuando ella los llamó.
—Ya se me olvidaba... El Herr Professor Schlumpf desea verlos para hablar de las excavaciones. Vive aquí y desde siempre se ha ocupado de ellas. Me he permitido decirle que venga esta noche.
—Ha hecho bien —dijo Adalbert, pensando todo lo contrario—. Va a ser divertido —le comentó a Morosini mientras subían a sus habitaciones— hablar de arqueología sobre fondo de acordeón, canciones tirolesas y gritos de borrachos.
—¿Dominas ese período?
—¿La primera edad del hierro? Tengo algunas nociones, pero no es mi especialidad, ya lo sabes.
—Entonces, alégrate. Si dices tonterías, la orquesta y el alboroto de la gente cubrirán tus palabras.
—¡Yo no digo nunca tonterías! —repuso Adalbert, ofendido—. Bueno, quizá tengas razón —añadió después—. Después de todo, puede venirnos bien.
El profesor Werner Schlumpf, de la Universidad de Viena, era el vivo retrato de la imagen que el común de los mortales se forma de sus semejantes: un hombrecillo nervioso, con bigote, perilla y lentes, cuyos cabellos canosos comenzaban a abandonar su frente en beneficio de su nuca. El único rasgo destacable de su cara era una cicatriz que le deformaba la ceja izquierda, pero sus maneras y su educación eran perfectas.
Tras haber intercambiado con su colega un saludo protocolario, aceptó tomar asiento en torno a la mesa donde los dos amigos estaban tomando café y fumando sendos puros. Le ofrecieron uno al mismo tiempo que Georg en persona se apresuraba a servirle un schnaps. El recién llegado tomó un buen trago con los ojos clavados en Morosini, que parecía interesarle sobremanera desde que se había enterado de que era príncipe.
—Supongo que usted no es arqueólogo. La alta aristocracia, en general, no ejerce ningún oficio.
—Desengáñese. Soy anticuario, especializado en joyas antiguas.
—Ah, empiezo a entender, pero me temo que su estancia aquí le decepcione: todos los objetos preciosos encontrados en el millar de sepulturas prerromanas descubierto desde 1846 en los alrededores de las minas de sal, en la montaña, están ahora en el Museo de Historia Natural de Viena. Algunas se han quedado aquí, en nuestro pequeño museo local, pero no son las más importantes. De todas formas, no va a encontrar nada que se pueda comprar.
—No es ésa mi intención —dijo Morosini con su encantadora sonrisa—. Sólo me interesan las piedras preciosas y he venido simplemente para acompañar a mi amigo Vidal-Pellicorne.
De pronto, el profesor pareció ofendido:
—Haría mal en despreciar las joyas de nuestro período. Están hechas con el oro más fino y algunas son de una gran belleza. Se trata de una civilización avanzada. La tribu establecida aquí no era celta, tal como se supuso al principio, sino iliria. Con toda probabilidad pertenecía al pueblo de los sigynnes del que habla Herodoto y que se instalaba en los cruces de las grandes vías de tránsito para comerciar en hierro, sal y ámbar. Le aconsejo que suba hasta la torre de Rodolfo para ver la necrópolis, cuyas tumbas más antiguas acreditan que originalmente se practicaba el rito de la incineración.
Manifiestamente feliz de haber dado con un neófito, el erudito, haciendo caso omiso de su colega francés, pronunció una verdadera conferencia en la que Adalbert fue incapaz de introducir una sola palabra a pesar de sus meritorios esfuerzos. Aldo, divertido, seguía el juego escuchando al viejo sabio con una atención halagadora cuando, de pronto, su mirada se desvió: un hombre cuya gran estatura y corpulencia anunciaban una fuerza increíble acababa de entrar y se acercaba a Georg Brauner, ocupado en secar vasos tras la barra.
Pese a la diferencia de vestimenta, la memoria fotográfica de Morosini le devolvió inmediatamente la imagen anterior que había tenido de ese personaje: en un palco de la Ópera, escoltando a la misteriosa dama de la máscara de encaje negro. En esta ocasión, llevaba una especie de librea de estilo húngaro, con alamares negros y sutás de plata, pero la cara era la misma. Sin embargo, la voz descontenta de Schlumpf lo devolvió al momento presente:
—¿No me escucha, príncipe?
—Sí, sí, perdone. ¿Decía...?
¡Cielo santo, qué difícil era mantener la mirada sobre ese viejo parlanchín! Afortunadamente, Adalbert se dio cuenta de que ocurría algo insólito y acudió en su ayuda.
—Si me lo permite, Herr Professor, le confesaré que los ritos funerarios de Hallstatt siempre me han dejado un poco perplejo. Se ha comprobado que, a lo largo del tiempo, los guerreros pasaron de la incineración a la inhumación.
—La influencia celta, con toda seguridad.
—¿Por qué, entonces, se han encontrado en algunas tumbas fragmentos de esqueletos calcinados?
Adalbert había conseguido atraer por completo la atención de Schlumpf y Aldo pudo proseguir su observación. En la barra, el hombre bebía una cerveza charlando con Georg, pero acabó enseguida. Una vaga sonrisa, un breve saludo, y el desconocido giró sobre sus talones para marcharse.
—Perdónenme un momento —dijo Aldo a los otros dos. Ninguna fuerza humana le habría impedido seguir a aquel hombre.
Aunque tuvo que abrirse paso entre un grupo bastante turbulento, llegó a la plazoleta donde estaba situado el Secauer justo a tiempo para ver a su presa tomar a la derecha una callejuela en la que se adentró a ciegas. Era noche cerrada, en efecto, y Aldo necesitó un poco de tiempo para que sus ojos, acostumbrados a las luces del albergue, se adaptaran a la oscuridad. Cuando llegó al final del pasadizo, se topó con una escalera y aguzó el oído para tratar de distinguir si el desconocido había subido o bajado, pero no oyó ningún ruido de pasos. El hombre se desplazaba con el sigilo de un gato. De mala gana, tuvo que resignarse a abandonar.
De vuelta en el albergue, Morosini buscó a Brauner infructuosamente; parecía haberse volatilizado. Al preguntarle a Maria cuando pasó junto a él con una bandeja cargada de jarras espumeantes, ésta le contestó que su esposo estaba en la bodega abriendo un tonel. Suspirando, se reunió con sus compañeros, que seguían hablando de los ritos funerarios de Hallstatt, lo que no impidió al profesor preguntarle con bastante indiscreción dónde diablos se había metido.
—En mi habitación —respondió él—. He ido a tomarme una aspirina porque empiezo a tener migraña. Seguramente es por todo este ruido, y quizá también por la cerveza.
—Nuestra cerveza nunca ha hecho daño a nadie, y por otro lado le habría sentado mucho mejor salir a tomar el aire. Es el remedio más eficaz en nuestras montañas, donde podemos curar todas las enfermedades. Son el paraíso de la salud, y los que viven como ustedes en ciudades humosas harían bien en venir más a menudo. Hace siglos que se han demostrado sus beneficios.
Morosini abrió la boca para protestar, pues llamar ciudad humosa a su querida Venecia, posada sobre el agua como una rosa abierta, le parecía denigrarla injustamente, pero la cerró, desanimado, sin haber emitido un solo sonido. El viejo parlanchín se había lanzado a pronunciar otro discurso acerca del schnaps, que con ganas o sin ellas hubo que tomar. Transcurrió casi una hora más antes de que el profesor Schlumpf, sacando del bolsillo del chaleco un enorme reloj de plata, constatara que había llegado el momento de que se fuera a descansar un poco.
No lo hizo, sin embargo, sin haber acordado una cita con sus «distinguidos colegas» —con los vasos de aguardiente que se había tomado, ya no distinguía entre el anticuario y el arqueólogo —para acompañarlos al yacimiento al día siguiente.
—Un plan muy prometedor —gruñó Morosini mientras se retiraban a sus habitaciones sin demasiadas esperanzas de dormir, teniendo en cuenta que se hallaban instalados sobre una bacanal desenfrenada.
—Olvídate de eso y cuéntame qué te ha pasado antes para que salieras corriendo como una liebre —dijo Adalbert.
—¿No te has fijado en un tipo enorme, con aspecto de jefe mongol jubilado, que ha venido a tomar una copa en compañía de nuestro posadero?
—Sí, hasta me ha parecido entender que salías tras él.
—Mis razones tenía. Es el hombre que vi en la Ópera de Viena, no diré en compañía sino a las órdenes de la famosa Elsa. Es evidente que estaba allí para velar por ella.
—¿Y qué? ¿Has descubierto adónde iba?
—¡Qué va! Me ha despistado al doblar la primera esquina. Estaba oscurísimo, y este condenado pueblo está construido de una manera delirante. Todo son escaleras, pasajes, callejones sin salida, y cuando no lo conoces...
—¿Y tu presa se dirigía hacia el castillo de esta tarde?
—No, de eso estoy seguro. Se fue hacia la derecha al salir del hotel.
—Pues entonces, sólo nos falta hacer unas cuantas hábiles preguntas al bueno de Georg.
—¡Si es que lo encontramos! Cuando he vuelto, su mujer me ha dicho que estaba en la bodega abriendo un tonel. Y al parecer sigue allí, porque yo no he vuelto a verlo.
—¿Y Maria?
—No estaba cuando ha venido el hombre. No ha debido de verlo, y en esas condiciones resulta un poco difícil interrogarla.
—No te preocupes más de lo necesario. Lo dejaremos para mañana y en paz. Intenta dormir. Con algodón en las orejas y una almohada encima de la cabeza, a lo mejor lo conseguimos.
Lo consiguieron, pero hacia las tres de la madrugada, cuando los asistentes a la boda empezaron a cansarse. Cuando Adalbert y Aldo bajaron a desayunar en torno a las nueve, Maria les informó de que su esposo había tomado el barco de la mañana para ir a Bad Ischl. En cuanto al personaje que intrigaba tanto a sus clientes, ella ni siquiera lo había visto y no tenía ni idea de sobre quién le hablaban. Dicho esto, desapareció entre un revuelo de enaguas almidonadas para ir a buscar cruasanes recién hechos.
Adalbert frunció el entrecejo con expresión desaprobadora.
—¿No tienes la impresión de que nos enfrentamos a una conspiración del silencio?
Morosini se limitó a encogerse de hombros sin responder, para declarar a continuación que por nada del mundo estaba dispuesto a aburrirse soberanamente en compañía del profesor Schlumpf.
—Con que vaya uno de los dos, será suficiente. Yo iré a estudiar con todo detalle los complicados meandros de este pueblo. Tal vez la suerte me sonría.
Provisto de un cuaderno de dibujo y una caja de carboncillos, dejó el pequeño muelle salpicado de terrazas y de cenadores instalados a ras del agua para acceder a la larga y única calle, pintoresca a rabiar, que formaba una cornisa sobre el lago, bordeada de escaleras de madera que se adentraban por agujeros oscuros bajo las viejas casas de tejados festoneados.
Ninguna carretera llevaba a Hallstatt. La que se extendía junto a la orilla occidental del lago en su lado norte giraba bruscamente al sur de Steg para subir a Gosau.
Lentamente, como un artista que busca el paraje adecuado, Aldo recorrió el pueblo que el otoño había dejado sin flores, aunque animosos geranios todavía resistían en algunas ventanas. No se oía zumbido de abejas alrededor de los alerces, pero en casi todas las casas las mujeres estaban atareadas haciendo una limpieza general que incluía ventilar camas, cortinas y mantas antes de que cayeran las primeras nieves. No dedicaban al paseante más que una mirada distraída, acostumbradas sin duda a la presencia de extraños, tan sólo un poco sorprendidas quizá de que éste hubiera elegido el mes más triste en lugar de la primavera, que haría florecer las miosotis, las anémonas y los ranúnculos en los caminos de herradura.
Tras haber permanecido largo rato en la terraza que sostenía la Pfarkirche, la iglesia parroquial, observando los tejados que se extendían ante sus ojos, Aldo pensó que si el hombre se había esfumado tan fácilmente quizá fuera porque había entrado en una casa cercana al hotel.
Sin embargo, su instinto le decía que eso era poco probable. La dama de la máscara de encaje vivía escondida, y ¿cómo se podía permanecer oculto en el corazón de un pueblo cuyas edificaciones estaban tan apiñadas? Así pues, bajó hacia la única calle para dirigirse al extremo norte de Hallstatt.
Al llegar encontró una roca desde la que podía observar las últimas viviendas y se instaló allí. Una casa atrajo su atención. Desde donde él estaba, parecía surgir de las aguas oscuras. Su ancho tejado coronado por un pináculo le daba el aspecto de una gran gallina que protegiera con las alas desplegadas unos huevos morenos. En el pequeño jardín, una mujer vestida con el Dirndl[9] aprovechaba la momentánea sequedad del tiempo para tender sábanas y fundas de almohada adornadas con anchas tiras de encaje, es decir, demasiado lujosas para una campesina, por muy rica que fuera. Eran, sin lugar a dudas, de una «dama», y Aldo supo inmediatamente que había encontrado lo que buscaba.
Finalmente, temió llamar la atención, recogió sus cosas y emprendió el camino de vuelta no sin haber tomado algunos puntos de referencia, empezando por la pequeña valla de madera oscura junto a la cual flotaba una larga barca.
Al entrar en el hotel vio a Georg Brauner haciendo cuentas de pie ante un pupitre a la antigua usanza y se dirigió hacia él frotándose las manos.
—El viento es bastante fresco esta mañana —dijo de buen humor—. He hecho algunos bosquejos y se me han quedado los dedos entumecidos. ¿Qué le parece si tomamos algo antes de comer?
Por encima del bigote pelirrojo, Georg alzó hacia su cliente una mirada de fastidio.
—Me gustaría mucho, Excelencia, pero debo terminar estas cuentas lo antes posible. No obstante, haré que le sirvan lo que quiera junto a la estufa. Acabamos de encenderla.
—Gracias, pero en tal caso esperaré a que vuelva mi amigo; no me gusta beber solo. Confío en que no tarde.
—Como quiera —dijo el posadero antes de volver a concentrarse en sus papeles.
Decididamente, no era hablador. Sin embargo, resultaba sorprendente, pues, a su llegada, los Brauner se habían mostrado bastante locuaces. Para pasar el rato, Morosini fue con su material bajo el brazo hasta la cocina, donde Maria, ayudada por una anciana y una muchacha, estaba pasando el rodillo por la masa de Knödeln rodeada de un olor de pan caliente y de chocolate. La mujer recibió al visitante inesperado con una amplia sonrisa.
—¿Desea algo, príncipe?
—Nada en absoluto, Frau Brauner, pero llegan hasta la calle olores tan apetitosos que no he podido resistir la tentación de venir a ver qué está haciendo. ¿Me perdona?
—Por descontado, puesto que es mi repostería lo que le atrae. Acabo de preparar un Gugelhupf y una crema de chocolate para el postre. ¿Ha dado un buen paseo?
—Muy bueno. Este pueblo es una maravilla. Tiene un encanto...
—¿Verdad que sí? Es una pena que lo vea fuera de temporada. Hace frío y humedad, y vamos a tener que olvidar el sol hasta la primavera. Entonces es cuando debería venir.
—Cada uno viene cuando puede. Tengo mucho trabajo, y además, era una ocasión de pasar unos días en compañía de un viejo amigo. De todas formas, el tiempo no me molesta, siempre y cuando no le quite su carácter a un lugar. Me gusta dibujar casas y por aquí tienen muchas muy bonitas, empezando por la suya. Mire, he hecho un boceto —añadió, abriendo su cuaderno de dibujo, que la mujer miró sonriendo.
—¡Vaya, tiene usted talento!
—Gracias. Esta otra también es muy bonita.
Había vuelto la página para mostrar la casa de la desconocida. María echó un vistazo y entonces su sonrisa desapareció.
—Me gusta mucho —prosiguió Morosini, cuyos ojos azul acero observaban a la posadera—. Si el tiempo me permite plantar el caballete, pintaré un cuadro. Ese lugar un poco apartado es muy romántico.
Sin decir palabra, María se limpió las manos cubiertas de harina con un paño, asió a Aldo de un brazo y lo condujo al exterior.
—No debería pintar ésa —dijo una vez que estuvieron fuera—. Hay otras igual de bonitas.
—A mí no me lo parece. Además, ¿por qué ésa no?
La expresión de María se había tornado grave.
—Porque a lo mejor molesta, o incluso ofende, a los que viven ahí. Ver que su casa se convierte en el motivo de un cuadro es lo último que desean, pues eso significa que va a observarlos durante horas y horas.
Aldo se echó a reír.
—¡Demonios! ¡Me está asustando! No estará embrujada esa casa, ¿verdad?
—No es para tomárselo a risa. Hay... una enferma, una mujer que ha sufrido mucho. No agrave su mal haciéndole creer que es blanco de la curiosidad de extraños.
Tras estas palabras, María se disponía a entrar en la cocina dejándolo plantado allí, pero él la llamó:
—¡Espere un momento!
—Tengo cosas que hacer.
—Sólo un momento.
Con gesto vivo, Aldo arrancó la página del cuaderno de dibujo por la que seguía abierto y se la tendió a la mujer.
—Tome, haga lo que quiera con ella. No pintaré esa casa.
La sonrisa que ella le dedicó parecía un rayo de sol atravesando una nube negra.
—Gracias —dijo—. Compréndalo, aquí todo el mundo los quiere mucho. No queremos que les pase nada malo.
Y esta vez entró. Morosini también lo hizo, pero bastante pensativo y a un paso mucho más lento. Si el pueblo entero se alzaba entre él y la mujer hasta la que quería llegar, las cosas podían complicarse, pero, por otro lado, resultaba tranquilizador respecto a la seguridad de esa mujer. En cuanto al detalle que acababa de tener con Maria, se sentía un poco avergonzado porque era fruto de una mentira (nunca había tenido intención de «retratar» la casa) y porque seguía estando decidido a descubrir el secreto de la misteriosa mujer.
Con el estómago en los pies, aguardó el regreso de Adalbert, y eran casi las dos cuando se rindió a las razones de sus anfitriones.
—Cuando el Herr Professor está en el yacimiento, no hay manera de apartarlo de allí. Estoy seguro de que se ha llevado bocadillos y cerveza con intención de compartirlos. Volverán cuando anochezca —anunció Georg.
—Podía haberlo dicho —masculló Morosini, que no por ello se sentó a la mesa con menos apetito y degustó los buñuelos de jamón, un gulash de ternera a la húngara y una crema de chocolate acompañada de una porción de Gugelhupf, todo regado con una botella de Klosterneuburger que Georg, compasivo y tal vez agradecido —Maria debía de haberle contado el episodio del dibujo—, fue a buscarle a la bodega.
Cuando hubo terminado, se preguntó qué iba a hacer para pasar la tarde. Se le había ocurrido la idea de alquilar otra vez la barca de Brauner e ir a pescar a los alrededores de la famosa casa, pero se había levantado un vientecillo cortante que movía las aguas de un modo que no presagiaba nada bueno.
—Si estallara una tormenta, podría tener dificultades para volver —dijo Georg—. Cuando hace mal tiempo, este lago es traicionero.
—Como todos los lagos de montaña. En fin, me conformaré con dar un paseo a pie en espera de que vuelvan los sabios.
Hizo lo que había dicho, pero esta vez sin llevarse ningún material. Con las manos metidas en los bolsillos del impermeable, emprendió otra visita al pueblo partiendo desde la izquierda para no alertar a nadie. Sin embargo, su intención era ir a la casa del pináculo. Para llegar a ella, tomó el camino más complicado posible: rodeó el templo protestante, llegó hasta la torre y regresó por la terraza en la que se alzaba la iglesia, desde donde descendió hacia su objetivo evitando cuidadosamente que lo vieran desde el albergue.
Ya era tarde cuando llegó. La luz empezaba a declinar. Desde el lago subía una bruma que casi no permitía distinguir la orilla de enfrente. Debía de ser la hora del tren: el silbido del ferrocarril se oía, pero amortiguado, como envuelto en algodón.
Desde la misma roca en la que se había apostado por la mañana, Aldo se puso a observar de nuevo la casa. No se advertía ningún movimiento, y de no ser por el pequeño penacho de humo gris que surgía del tejado, se podría haber pensado que estaba desocupada. Ningún ruido tampoco, aparte del ligero chirrido, marcado por las olas, de la cadena que sujetaba la barca al fondeadero.
Aldo continuó esperando. Confiaba en que al caer la noche los habitantes encendieran lámparas y tal vez pudiera echar un vistazo al interior, pero sus esperanzas se vieron frustradas. Antes de que la oscuridad se extendiera demasiado, la mujer a la que había visto tender la colada reapareció en el hueco de una ventana y cerró las contraventanas; después pasó a la siguiente e hizo lo mismo, y así con todas hasta que fue imposible ver absolutamente nada.
Suspirando, Morosini se levantó y se quedó un momento dudando, a punto de hacer lo que quizá fuera una locura pero que le resultaba cada vez más tentador: bajar, llamar a aquella puerta y ver qué pasaba. La mujer a la que buscaba estaba allí. Si quería intentar conseguir el ópalo, tal vez ésa fuera su única oportunidad, pues si, movida por la inquietud, la señora Von Adlerstein decidía llevar a su protegida a otro sitio, localizarla de nuevo seguramente sería imposible.
Sin embargo, pese a las buenas razones que se daba a sí mismo, Morosini no podía evitar sentir una especie de lasitud. El gusto por la caza que lo habitaba desde su primera entrevista con Simon Aronov en los sótanos de Varsovia empezaba a abandonarlo en tales circunstancias. El Cojo no podía exigir que le arrebatara a una pobre mujer condenada a vivir escondida un bien tan querido, aunque ese bien fuera tan maléfico como lo habían sido el zafiro visigodo y el diamante del Temerario.
Una voz interior le susurró lo que Simon habría dicho: la única forma de descargar las gemas del pectoral de la maldición que pesaba sobre sus sucesivos propietarios era devolverlas a su destino primitivo. ¿Quién sabía si, liberada del ópalo, Elsa no recuperaría la felicidad?
«No parece una razón válida —se dijo Aldo—. Siempre se encuentra alguna cuando uno quiere apropiarse de algo que no le pertenece. Pero, después de todo, ¿es ésta tan detestable?»
En cualquier caso, sabía muy bien que no pararía hasta haber cruzado el umbral de esa casa y haberse encontrado cara a cara con la dama de la máscara de encaje negro, así que, cuanto antes lo hiciera, mejor. Sin querer seguir discutiendo consigo mismo, bajó el sendero que conducía a la casa, llegó bajo el tejadillo que protegía la puerta y, tras una ligera vacilación, se quitó la gorra y levantó la aldaba de cobre, que cayó con un vivo tintineo de campana al tiempo que, sin saber muy bien por qué, su propio corazón se detenía un instante.
Esperaba que lo interrogaran sobre su identidad y que le ordenaran que siguiese su camino, pero al abrirse la puerta apareció una alta y delgada figura de mujer con el traje local y una lámpara en la mano.
—Me preguntaba cuánto tiempo tardaría en decidirse a venir —dijo la voz serena de Lisa Kledermann—. Pase, pero sólo un momento.
El la miró con el estupor que por lo general se reserva a las apariciones: una mezcla de admiración, alegría y temor a partes iguales. A la luz amarillenta de la lámpara, los ojos oscuros de la joven resplandecían como diamantes violeta bajo la corona viva de sus cabellos de oro rojo trenzados alrededor de la cabeza. Aldo pensó que parecía un icono.
—Bueno, ¿eso es todo lo que tiene que decir? —dijo ella, llamándolo al orden—. Si leyera a los buenos autores, debería haber exclamado: «¿Usted? ¿Usted aquí?» Y yo le habría contestado algo tan inteligente como: «¿Por qué no?», o incluso: «El mundo es un pañuelo.» Pero prefiero preguntarle qué viene a buscar.
—Es un poco largo... y delicado de explicar. ¿No me permitiría entrar un momento?
—De ninguna manera. A otro, le habría enviado a Mathias y los perros, pero reconozco que usted y yo tenemos cosas de que hablar.
—¿Entonces...?
—Aquí es imposible, pero, si le parece bien, podemos vernos mañana a las dos en la Pfarkirche. Allí estaremos tranquilos para solventar una cuestión que está empezando a resultar singularmente irritante. Pero venga solo, no traiga al querido Adalbert.
—¿Cómo sabe que está aquí?
Una sonrisa fugaz hizo brillar unos dientes que Aldo nunca había visto tan blancos en los tiempos de la inefable Mina van Zelden.
—Como si pudiera pasar inadvertido... Yo sé mucho más sobre ustedes dos que ustedes sobre mí. Ahora, váyase y apresúrese a volver al Seeauer. Mañana le diré lo suficiente para convencerlo de que nos deje tranquilos, a los míos y a mí.
—Jamás me ha pasado por la cabeza importunarla —protestó Morosini—. No tenía ni idea de que estaba aquí y...
—Mañana —lo cortó Lisa, tajante—. Hablaremos mañana. Ahora le deseo que pase una buena noche, príncipe.
Él retrocedió de mala gana hasta encontrarse bajo el tejadillo. Abrió la boca para decir algo, pero, ante la mirada imperiosa clavada en la suya, renunció a hacerlo, giró sobre sus talones y suspiró.
—Como quiera. Hasta mañana, entonces.
Lo único que había visto de la casa era una pequeña entrada, encalada y sencillamente amueblada con un baúl de madera iluminado, dos sillas con el respaldo labrado y un cuadro naif que representaba una escena de pueblo, pero el encuentro inesperado de Lisa borraba todo rastro de decepción, aunque, cuando la había visto tras el batiente de roble, con la lámpara encendida en la mano, tenía algo del Ángel exterminador colocado por Dios en la puerta del Paraíso a fin de impedir la entrada al pecador, estuviera o no arrepentido. El caso es que emprendió a paso bastante alegre el camino de regreso al albergue. Unas horas más, y algunos velos se rasgarían. Quizá no todos, porque conocía el carácter determinado de su ex secretaria, pero con ella estaba más o menos seguro de jugar en igualdad de condiciones.
Este pensamiento reconfortante le devolvió el buen humor, y al encontrar a Adalbert sentado ante la gran estufa de cerámica verde de la sala, estirando las manos y los pies hacia ella, con un vaso humeante al lado, sobre una esquina de la mesa, le dedicó una amplia sonrisa.
—¿Qué tal? ¿Ha sido un día agradable?
Adalbert volvió hacia él una mirada abatida.
—¡Pesadísimo! ¡Agotador! Ese condenado hombre tiene unas pantorrillas de acero y trepa como una cabra. Me ha dejado molido.
—¿En serio? Yo creía que los arqueólogos resistíais más.
—Yo soy egiptólogo, o sea, un hombre de terreno llano. En Egipto, los faraones hacían ellos mismos sus montañas. ¡Y pensar que quiere seguir mañana! Me entran ganas de decirle que tenemos que volver a Ischl...
—Dile lo que quieras, pero en cualquier caso estás libre. Yo tengo una cita en la iglesia.
—¿Vas a casarte?
Pese a ser inesperada, la pregunta tenía su gracia.
—Quizá no sería tan mala idea —dijo, sonriendo a una imagen que sólo él veía—. Vamos, no pongas esa cara. Coge tu vaso y ven conmigo. Voy a contártelo todo.
Mientras subía la escalera cubierta que conducía a la iglesia, veinte minutos largos antes de la hora de la cita, Morosini se preguntaba qué fatalidad lo condenaba a él, príncipe cristiano pero de una piedad muy relativa, a frecuentar los santuarios católicos para ver a una mujer, y ello desde que recorría Europa en busca de unas joyas robadas de un tesoro judío. A otros los habrían citado en un parque, en un café, en el muelle de un río o incluso en un saloncito íntimo, y no pudo dejar de evocar, con una pizca de nostalgia, el rato pasado en compañía de Anielka en el gran invernadero del Parque Zoológico de París. Era la época en que estaba loco por ella y dispuesto a hacer cualquier excentricidad para conquistarla, y ahora, después de haberse deshecho de ella como de un paquete molesto dejándola entre las manos de Anna-Maria Moretti, se había apresurado a huir a Austria, donde lo esperaban un caso sin duda atrayente pero endiabladamente difícil de resolver... y una cita con una chica bonita en la casa de un Dios que quizá no veía su empresa con buenos ojos.
Al empujarla con la mano, la puerta emitió un chirrido que el vacío interior amplificó. Inmediatamente, sus ojos se encontraron con la magnificencia de un gran tríptico del siglo XV, maravillosamente dorado y tallado, que dominaba el altar. Lo contempló con placer pero sin sorpresa: el esplendor exuberante de las iglesias austriacas le era familiar. Una lámpara roja encendida anunciaba la «Presencia», pero él no tenía ganas de rezar. Se sentó en un banco para admirar mejor. El tiempo pasaba siempre muy deprisa delante de una bella obra de arte.
El chirrido de la puerta lo hizo levantarse para acudir al encuentro de la joven, que llegaba envuelta en una capa negra con capucha de la que sólo sobresalían los tobillos enfundados en medias blancas y los pies calzados con zapatos de hebillas. Vestida de ese modo, Lisa encajaba a la perfección en el decorado antiguo de la iglesia.
Al llegar a la altura de Aldo, se arrodilló para rezar una breve oración y después le indicó a su compañero que se sentara a su lado. Aunque su semblante era grave, Aldo no pudo evitar sonreír.
—¿Quién hubiera dicho, en los tiempos de su período holandés, que un día tendríamos citas secretas en una iglesia, como a menudo se hacía en San Marco, la Salute o San Giovanni e Paolo en épocas pasadas?
—Por favor, no me hable de Venecia. No quiero pensar en ella en estos momentos. En cuanto a esta cita, tenga por seguro que no habrá una segunda.
—¡Lástima! Pero ¿por qué aquí y no en su casa o en el albergue?
—Porque no quiero que se sepa que nos conocemos. Respecto a lo que busca en Hallstatt, no se moleste en decírmelo. Ya estoy al corriente.
—Supongo que ha sido la señora Von Adlerstein quien la ha informado.
—Por supuesto. En cuanto se enteró de su presencia en Viena, me avisó.
—¿Por qué? Yo soy para ella un ilustre desconocido.
—Craso error. Ella sabe sobre usted casi tanto como yo. Verá, príncipe, yo nunca le he ocultado nada a mi abuela. Desde la muerte de mi madre, lo que equivale a decir desde siempre, ella se ocupó de mí para que no me convirtiera en una especie de marioneta educada por institutrices. Nos queremos mucho y yo siempre se lo cuento todo.
—¿Incluso el episodio Mina van Zelden?
—Especialmente ése. Siempre supo dónde encontrarme cuando mi padre creía que me había ido a la India para estudiar la sabiduría búdica o a Centroamérica siguiendo las huellas de la civilización maya.
Morosini profirió una exclamación de horror:
—¡No me diga que usted también es arqueóloga! ¡Con uno me basta y me sobra!
—Tranquilícese, sólo soy una simple aficionada. Por cierto, ¿qué tal está nuestro querido Adalbert?
—Pues no destaca por su buen humor, la verdad. Se ha ido enfurruñado a las tumbas de la antigua necrópolis de Hallstatt en compañía del profesor Schlumpf.
—Se diría que eso le complace. ¿Qué necesidad tenía de hablarle de mí?
—Me apetecía rebajarle los aires de superioridad que se da últimamente. Desde que recorrieron juntos las carreteras, adopta una actitud de propietario que me molesta un poco.
Esta vez, Lisa no pudo evitar reír.
—Es un encanto y yo lo aprecio mucho. Ese corto viaje fue muy divertido. En cuanto a usted, Eccellenza, el hecho de que haya sido su secretaria durante dos años no le da derecho a considerarme parte de su mobiliario.
Aldo aceptó la puntualización sin rechistar. Quizá porque, en el marco oval de la capucha negra, el rostro de Lisa, con sus pecas y su corona de trenzas brillantes, ofrecía un espectáculo propicio a la benevolencia.
—¡Bien! —exclamó, suspirando—. Dejemos a Adalbert y volvamos a su abuela. Ignoro lo que usted le ha contado, pero esa mujer me detesta.
—¡Ni mucho menos! Incluso le encuentra cierto encanto, pero desconfía de usted.
—Bonito resultado. ¿Le ha contado, entonces, la visita que le hice?
—Naturalmente. Pero ahora debe explicarme la razón que lo empuja a querer comprar a cualquier precio una joya que pertenece a una persona muy querida para nosotras dos. ¿La vio en la Ópera, en el palco de mi abuela, y de pronto decidió que necesitaba ese ópalo y no cualquier otro?
—Exacto. Ese y no otro. Intenté explicarle a la señora Von Adlerstein la razón imperiosa, grave, por la que necesito esa piedra, pero no quiso escucharme.
—Bueno —dijo Lisa, acomodándose mejor en el banco y cruzando las manos sobre las rodillas—, pues aquí estoy yo para escuchar esa historia. Si he entendido bien, parece ser que se trata de otra piedra maldita.
—Sí, como lo son todas las que Adalbert y yo hemos jurado encontrar.
—¿Adalbert y usted? ¿Ahora resulta que son socios?
—Solamente para esto, que sin duda es el asunto más importante de mi vida de anticuario. Debe permitirme resucitar a Mina unos instantes.
—¿Por qué no? —repuso ella con una breve sonrisa—. Yo le tenía cariño, ¿sabe?
—Yo también. ¿Recuerda aquel día de primavera, pronto hará dos años, que salió en mi busca para entregarme un telegrama de Varsovia?
La joven se animó de golpe, dominada de nuevo por la pasión que ponía en su trabajo en el palacio Morosini.
—¿Un telegrama del famoso y misterioso Simon Aronov? ¡Ya lo creo que me acuerdo! Después de aquella entrevista fue cuando se embarcó en aquella increíble aventura que le permitió recuperar el zafiro robado a su madre, que después yo me encargué de llevar a Venecia.
—Ya no está allí. Unas semanas más tarde se lo entregué a Aronov, que vino a verme al cementerio de San Michele. Al igual que le he hecho llegar la Rosa de York, recuperada en Inglaterra en dramáticas circunstancias.
—¿La Rosa de York? Pero si acaban de robarla en la Torre de Londres...
—Ésa no es la auténtica. Y ahora, por favor, déjeme que le explique por qué no le dije la verdad sobre lo que me pidió Aronov en su guarida de Varsovia. No se trataba de falta de confianza. Había dado mi palabra... Si hoy falto a ella, es porque no tengo elección. Juzgue usted misma... y apresúrese a olvidar.
Esta vez, ella no dijo nada.
Aldo contó entonces su aventura polaca, aunque sin detenerse en sus encuentros con la hija del conde Solmanski, limitándose a revelar que le había impedido suicidarse y que después se había convertido en su sombra, tras haberla visto bajar del tren en la estación del Norte luciendo en el cuello la Estrella Azul que Aronov y él estaban buscando.
Para su sorpresa, Lisa no interrumpió su relato, y Aldo incluso llegó a preguntarse si se habría dormido, pero, al quedarse él callado, ella alzó hacia su compañero unos ojos llenos de vivacidad.
—Pasemos a la Rosa de York, puesto que se trata, creo, de la segunda piedra robada, ¿no? —dijo la joven.
Él asintió, constatando con alegría que su interlocutora seguía este nuevo relato con visible atención.
—¡Una verdadera novela policiaca! —exclamó ella—. Hasta sería divertido si no hubiera habido tantas vidas sacrificadas. Pero, si me lo permite, quisiera hacerle una pregunta.
—Adelante, por favor.
—¿Cree de verdad en la inocencia de lady Ferráis?
El no se lo esperaba y, para ganar tiempo antes de responder, decidió formular a su vez una pregunta, igual que Anielka acostumbraba a hacer.
—Usted no mucho, por lo que parece, ¿verdad?
—Ni por un minuto. Leí, como debe de imaginar, todos los periódicos que hablaban del caso Ferráis y del juicio de su mujer. El golpe de efecto que lo cerró me pareció sospechoso, demasiado perfecto: el amante cómplice que se ahorca después de haber dejado una confesión por escrito y el superintendente que se apresura a llevar la noticia. No, la verdad es que no me lo creo.
—Si está pensando que hubo complicidad con la policía, se equivoca. Conozco bien al superintendente Warren y le aseguro que actuó movido por la evidencia inmediata, aunque después empezó a hacerse muchas preguntas.
—¿Y usted? Porque no me ha contestado.
—Yo también me las hago —dijo Aldo, que no deseaba extenderse más en la cuestión—. Ahora debemos hablar de la tercera piedra: el ópalo. Adalbert y yo estamos aquí por ella.
—¿Y están convencidos de que la piedra engastada en el águila de diamantes es la que buscan?
—Simon Aronov lo cree y hasta el momento no se ha equivocado nunca. Además, hay una manera muy sencilla de que se convenza si, como supongo, le es posible acceder a las joyas de esa mujer misteriosa que usted y su abuela esconden tan celosamente.
—¿Cuál?
—Todas las piedras del pectoral llevan grabada, en el reverso, una minúscula estrella de Salomón. Hace falta una lupa potente para verla, pero está ahí. Haga la prueba.
—Lo intentaré, pero, para serle sincera, no sé cómo va a conseguir que se la cedan. Esa joya es la preferida de nuestra amiga porque la heredó de una abuela prestigiosa.
Morosini dejó que se hiciera el silencio y retuvo la pregunta que iba a formular para darle a ella tiempo de examinarla, pues estaba seguro de que la adivinaría.
—¿No cree que ya va siendo hora de ponerle nombre a ese rostro velado que vi en un palco de la Ópera? En lo que se refiere a la abuela, creo conocerla porque estoy casi seguro de haber descubierto quién es el padre. Es hija del desdichado Rodolfo, el trágico héroe de Mayerling, ¿verdad? Para ahorrarle una pregunta, diré que la vi, bajo otros velos negros, depositar flores sobre su tumba unas horas antes de la representación.
—Sabe más cosas de las que pensaba —dijo Lisa sin tratar de disimular su sorpresa.
—En cuanto al águila imperial de diamantes, completó, tras el nacimiento de Rodolfo, el aderezo de ópalos que le había regalado la archiduquesa Sofía a su futura nuera unos días antes de su boda con Francisco José. La propia Sofía llevaba ese aderezo el día de su boda y deseaba que Isabel lo luciera también. Añado que el conjunto, sin el broche, fue vendido hace unos años en Ginebra junto con otras alhajas privadas de la familia.
El asombro dejó paso a una admiración divertida.
—¡Soy una tonta! ¿Cómo he podido olvidar su pasión por las joyas históricas y las piedras hermosas? Por no hablar de su insaciable curiosidad... y del hecho de que quizás es usted el mayor experto europeo en la materia.
—Gracias. Ahora, ¿no cree que ha llegado el momento de confiar en mí? Hace un rato que se escabulle como un purasangre ante la inevitable brida. Quiero su nombre... y su historia. ¡Vamos, Mina! Recuerde lo bien que trabajábamos juntos. ¿Por qué no continuamos haciéndolo? Mi causa es noble; merece la pena luchar por ella.
—¿A costa de incrementar el sufrimiento de una criatura inocente?
—¿Y si fuera a costa de liberarla? El ópalo, al igual que las otras piedras, está maldito. Tal vez yo pueda ayudarla a salvar a su amiga. ¿Va a decidirse a hablar?
—Se llama... Elsa Hulenberg, y no sólo es la nieta de la emperatriz Isabel sino también de su hermana María, la última reina de Nápoles. Por ella es por quien debo empezar. En... 1859, María, tercera hija del duque Maximiliano de Baviera y de su esposa Ludovica, se casó con el príncipe de Calabria, heredero del trono de Nápoles. Ella tenía dieciocho años, él veintitrés, y, aunque los dos esposos no se habían visto nunca, cabía suponer que sería un buen matrimonio...
—Un momento, Lisa, no me dé una clase de historia, y menos italiana. Recuerde que soy veneciano, así que conozco los sucesos de Nápoles: la muerte del rey Fernando II unas semanas después de la boda, y la ascensión al trono de la joven pareja en el momento en que Garibaldi y sus Camisas Rojas emprendían la marcha hacia la independencia. Dieciocho meses de reinado y luego la huida a Gaeta, donde se encerraron en la fortaleza y donde la joven reina María se comportó como una heroína ocupándose de los heridos bajo una lluvia de balas y de obuses. Se ganó la admiración de Europa entera, pero eso no salvó su trono. Ella y su esposo se refugiaron en Roma, bajo la protección del papa, y apenas se volvió a oír hablar del marido, pero tengo la impresión de que usted, una suiza, sabe cosas que los demás desconocemos.
—Pues sí, porque la historia que yo conozco comienza allí donde acaba la gran Historia. Después de los días plagados de peligros pero emocionantes que acababa de vivir, nuestra pequeña reina destronada de apenas veinte años tomó conciencia del gran vacío de su existencia... y del poco interés que presentaba su esposo ahora que ya no tenía nada que hacer, tanto más cuanto que su carácter se había ensombrecido y su salud seguía el mismo camino. Su Santidad Pío IX había dispuesto que los zuavos pontificios guardaran el palacio Farnesio, entonces residencia de los soberanos exiliados.[10] María se enamoró de uno de ellos, un apuesto oficial belga. Tanto que, un buen día, hubo que rendirse a la evidencia: era urgente poner cierta distancia entre ella y su esposo. Pretextando que el clima de Roma no era conveniente para sus frágiles pulmones, se fue a «reposar» a Baviera, al querido Possenhofen, donde permaneció muy poco tiempo antes de ir a encerrarse con las ursulinas de Augsburgo, donde, llegado el momento, dio a luz una niña, Margarita. Ella es la madre de Elsa.
—¡Ah! —dijo Aldo, atónito—. ¡Es increíble! Nunca había oído hablar de una separación entre la reina María y el rey Francisco II.
—Se reconciliaron enseguida y, una vez instalados en París, incluso llegaron a convertirse en un matrimonio perfecto.
—¿Y qué pinta la emperatriz Isabel en todo esto? ¿Y Rodolfo?
—Ahora llego ahí. Sissi quería mucho a su hermana pequeña, que era también muy guapa. Además, su pasión por el romanticismo la hacía admirar a la heroína de Gaeta casi tanto como a su primo Luis II de Baviera. Se ocupó mucho de esa niña a la que María hacía criar en una propiedad de los alrededores de París cuyo nombre no revelaré. Y cuando Margarita, a la que llamaban Daisy, se convirtió en una bonita joven, la invitó en varias ocasiones, sobre todo a Hungría, a su castillo de Gödöllö, donde en otoño se organizaban grandes cacerías. Fue allí donde el archiduque Rodolfo la conoció. Su matrimonio con Estefanía de Bélgica era un fracaso y engañaba constantemente a su esposa. Con Daisy tuvo uno de esos estallidos de pasión habituales en él. Una llamarada que no duró mucho.
—Pero lo suficiente para tener consecuencias. ¿Y cómo reaccionó el archiduque ante la situación?
—De acuerdo con su carácter: le propuso a la joven morir con él. No era la primera vez, pero la sangre belga de ésta la hacía hostil a las soluciones extremas y más bien la empujaba hacia las alegrías de la familia. Se negó y expuso su situación a la emperatriz. Esta encontró la única salida aceptable: una boda rápida. No fue difícil encontrar un esposo, ya que el barón Hulenberg estaba enamorado de Daisy. De buena familia, bastante rico y también bastante apuesto, constituía un pretendiente satisfactorio, y la futura madre lo aceptó. Y como la reina María sólo podía ofrecer alhajas, fue Isabel quien se encargó de la dote. También le regaló algunas joyas, entre ellas el águila de diamantes, signo tangible de los orígenes ilustres de la joven.
»Dos años después del nacimiento de Elsa, una rápida enfermedad que los médicos no fueron capaces de atajar le arrebató a su madre. Unos meses más tarde, Hulenberg decidió volver a casarse. La mujer elegida no tenía más cualidades que su juventud y su belleza. En el aspecto moral, era una criatura ávida, desprovista de corazón, pero que sabía esconder muy bien su juego. La presencia de Elsa enseguida le resultó insoportable; le recordaba demasiado a la primera esposa.
—Fue una madrastra perfecta, ¿eh?
—Por desgracia, sí. Entonces Sissi intervino. Pese al terrible dolor causado por la muerte de su hijo, no abandonó a la niña. Decidió que fuera educada en un convento de los alrededores de Salzburgo y encargó a mi abuela que velara por ella, cosa que ésta ha hecho durante años y todavía hoy continúa haciendo. Fue a ella a quien se encomendó la custodia del pequeño tesoro destinado a Elsa. Gracias a Dios, porque el barón Hulenberg murió unos años después del segundo matrimonio y su viuda, convertida en su heredera por testamento, tuvo la desfachatez de reclamar las joyas de Daisy como parte de los bienes del difunto. Afortunadamente, sin éxito: la emperatriz había sido asesinada, pero Francisco José seguía vivo y estaba al corriente de la historia de Elsa. Su protección se extendió tanto sobre ella como sobre mi abuela, nombrada tutora legal. Y la vida siguió su curso sin incidentes hasta que Elsa salió del convento.
—Supongo que la señora Von Adlerstein la acogió en su casa en ese momento.
—Sí, y de muy buen grado, pues Elsa se encontraba tan a gusto en el convento que por un momento se pensó que tomaría los hábitos. Salió más tarde de lo normal. Era una muchacha seria, un poco grave y absolutamente consciente de sus orígenes elevados. Su comportamiento se inspiraba en ellos, aunque sólo los mencionaba en presencia de mi abuela. Los jóvenes no le interesaban. Su única pasión era la música. Fue en gran parte para disfrutar de ella por lo que regresó a la vida civil. Y quizá también a causa de la nueva madre superiora, que no le gustaba. Se instaló en nuestra casa, pero la vida que se llevaba allí era demasiado mundana y ella no se encontraba cómoda. Le buscaron entonces una villa un poco retirada en los alrededores de Schönbrunn, donde vivió con una pareja de sirvientes húngaros absolutamente fieles: Marietta, a la vez doncella y dama de compañía, y su marido Mathias, un verdadero perro guardián dotado de una fuerza poco común.
»Allí se encontraba bien, sólo salía para dar paseos o para asistir a un concierto o a la Ópera, en el palco de mi abuela. Discretamente vestida, no llamaba la atención pese a su parecido con la emperatriz, un poco atenuado por los cabellos rubios. Hasta aquella noche de 1911, la del estreno del Caballero de la rosa, en que apareció completamente vestida de encaje blanco, bella como un ángel y luciendo el famoso ópalo. Ese súbito esplendor inquietó un poco a mi abuela, pero la sala estaba suntuosa, el emperador se hallaba presente y las más hermosas joyas adornaban a unas mujeres arrebatadoras. Pero estaba allí un joven diplomático que un amigo fue a presentarle en el entreacto. Entre Elsa y él se produjo un flechazo.
Aldo se sintió tentado de decir que ya conocía la historia, pero, al no saber cómo se tomaría Lisa el relato de sus hazañas —las suyas y de las Adalbert—, decidió prudentemente callar, lo que le permitió dejar vagar su pensamiento mientras contemplaba a la narradora.
La verdad es que era absolutamente encantadora, y él seguía sin comprender cómo había conseguido la proeza de pasar por un adefesio durante dos años largos junto a un hombre que, en general, sabía observar perfectamente a una mujer. Allí, en la penumbra de esa iglesia fría, con su rostro luminoso severamente enmarcado por la capucha negra, parecía un Botticelli, con la diferencia de que de ella emanaba una increíble sensación de calor y de vitalidad.
Sin embargo, Lisa era demasiado perspicaz para no darse cuenta de que la atención de su oyente había decaído.
—¿Me escucha o no? Si lo que le estoy contando no le interesa, me voy.
Ya se estaba levantando, pero él la retuvo tirando de su capa.
—¿Qué le hace creer que no la escucho?
—Es evidente. Estoy relatándole una historia triste y usted me mira con una sonrisa beatífica.
Su carácter, desgraciadamente, no había variado. Aldo optó por declararse culpable.
—Reconozco no haber prestado atención durante un breve instante —dijo, desplegando la mejor de sus sonrisas—. Pero la culpa es en parte suya, porque estaba mirándola.
—Ha estado dos años viéndome. ¿No ha tenido bastante?
—¡No diga tonterías! A la que veía no era a usted, sino a... una especie de caricatura. Un verdadero pecado, si quiere que le diga la verdad, una especie de...
—Oiga, no vamos a discutir eso otra vez. No puedo tardar mucho envolver. ¿Dónde nos habíamos quedado?
—En... ¿en esas cartas recibidas después de la guerra, cuando ya se daba a ese tal Rudiger por desaparecido? —apuntó Morosini tras una ligera vacilación.
Pero o bien la suerte estaba de su lado o bien su oído había registrado el relato sin que él se diera cuenta, porque había dado en el clavo.
—¡Ah, sí! —dijo Lisa—. Le pido disculpas; estaba más atento de lo que yo creía. Decía, pues, que al llegar la primera carta Elsa estuvo a punto de morir de contento y mi abuela de inquietud, pues en aquella época había sido preciso sacarla de Viena, donde ya no estaba segura.
—¿Qué pasó?
—Tres extraños accidentes, yo incluso diría tres atentados, que tuvieron lugar después de la guerra. El primero en el parque de Schönbrunn, donde Elsa estaba paseando con Marietta. Un hombre se abalanzó sobre ella con un cuchillo en la mano. Por suerte, un guardia estaba cerca y desarmó al asesino, aunque éste logró huir. En otra ocasión se libró milagrosamente de que la arrollara un coche que iba a toda velocidad, tirado por dos caballos. Por último, algún tiempo después su casa se incendió. Mathias consiguió sacarla de entre las llamas, que la habían alcanzado. La policía no descubrió nada, claro. Después de la guerra reinaba una gran confusión en los servicios públicos; se estaba incubando la revolución. Los que querían eliminar a Elsa tenían demasiada ventaja. Mi abuela, por consejo de mi padre, hizo correr el rumor de su muerte mientras le buscaba un refugio y la llevaba allí. Un viejo amigo suyo, el burgomaestre de Hallstatt, le cedió la casa del lago, que es de su propiedad. Mathias y Marietta se instalaron allí con Elsa, oculta bajo el nombre de Fraulein Staubing.
—Y esa llegada, supongo que en el mayor de los secretos, ¿no despertó curiosidad?
—El burgomaestre es un hombre inteligente. Hizo correr el rumor de que había dado asilo a una pareja de viejos amigos cuya hija, herida en un atentado en Hungría, había perdido en parte la razón y se tomaba por un miembro de la realeza. A los de aquí les gustan las historias bonitas y todos son generosos. El pueblo formó una piña para proteger a los refugiados.
—Pero cuando llegó la primera carta, no sería aquí...
—No, a Ischl, dirigida a mi abuela.
—¿Y su abuela no le impidió cometer la locura de asistir al teatro?
—Por lo que me han dicho, no hubo manera. Elsa estaba loca de alegría y mi abuela se dejó enternecer. Tomaron infinitas precauciones, y el día de la reposición del Rosenkavalier, la temporada pasada, ella estaba en el palco vestida tal como usted la vio.
—Pero ¿por qué de negro? Usted me ha dicho que el día que conoció a Rudiger iba de blanco.
—Ahora tiene treinta y cinco años, y además, va siempre de luto por su padre y sus abuelos.
—¿Y qué explicación tiene lo de taparse la cara? ¿No quería que la reconocieran?
—En parte. La rosa de plata debía servir de signo distintivo. Pero el enamorado no acudió a la cita. Imagínese la decepción de Elsa. Llegó otra carta en la que Franz decía que había sobrevalorado sus fuerzas, que pedía perdón y que se sentía muy desdichado. Decía también que era preferible esperar unos meses más, hasta la primera representación de la temporada siguiente.
—¿No era un plazo excesivamente largo?
—No, si se piensa que se trataba de un enfermo. El segundo encuentro estaba fijado, pues, para el mes pasado, cuando usted también estaba en la Ópera.
—Y no sucedió nada. Por lo menos yo no vi nada.
—Sí. Intentaron secuestrar a Elsa cuando salió del teatro. Dos hombres se habían apoderado del coche que la esperaba y, después de derribar a Mathias, partieron a toda velocidad a través de Viena. Gracias a Dios, Mathias pudo perseguirlos y desembarazarse de los agresores, tras lo cual llevó a Elsa a casa. Pero el peligro era evidente. Se tomaron el tiempo justo para cambiarse de ropa y hacer las maletas antes de regresar a Hallstatt apresuradamente.
—¡Pobre mujer! —exclamó Morosini, suspirando—. ¿Cómo se ha tomado el desmoronamiento de su sueño? Porque supongo que ya no queda ninguna duda sobre el origen de las cartas. Alguien se había enterado del triste romance de la infeliz y había decidido utilizarlo para hacerla salir de su escondrijo. Para mí, por lo menos, está clarísimo.
—Desgraciadamente, se dieron cuenta demasiado tarde. Mi abuela se asustó muchísimo cuando se enteró de lo que había pasado. Fue entonces cuando me telegrafió a Budapest pidiéndome que volviera, pero no me quedé en Ischl, vine enseguida aquí para tratar de calmar un poco a Elsa.
—Debe de estar desesperada.
—Su tristeza es inmensa. Es como si hubiera dejado de vivir. No habla, se pasa horas sentada junto a la ventana de su habitación contemplando el lago, y cuando te mira..., parece que no te ve. Y eso que a mí me quería mucho...
Un súbito acceso de llanto dejó a Lisa sin voz. Aldo se dejó caer de rodillas delante de ella y asió sus dos manos entre las suyas. Hasta ese momento había pensado que, ocupándose de aquella mujer recluida, Lisa cumplía un deber con la eficacia que la caracterizaba, pero al descubrir que quería a aquella desdichada se sintió conmovido.
—Lisa, por favor, disponga de mí como le parezca conveniente. Dígame qué puedo hacer para ayudarla. Soy su amigo... y Adalbert también —añadió, no sin hacer cierto esfuerzo.
Ella clavó su oscura mirada, que las lágrimas hacían brillar, en la de Morosini, y por un instante éste creyó ver en ella una dulzura nueva, una emoción... que desapareció enseguida.
—Por desgracia, nada. Y levántese, por favor. No es una postura adecuada en una iglesia.
—¿Qué se hace en una iglesia sino rogar? Y yo, Lisa, le ruego que nos deje ayudarla. Si su amiga está en peligro, usted también lo está, y no soporto esa idea —aseguró mientras obedecía y volvía a ocupar su sitio en el banco.
—No. Por el momento no. La casa del lago es nuestra mejor salvaguarda. Todo lo que ustedes pueden hacer es irse y dejarnos. Adalbert y usted son demasiado... llamativos. Su presencia aquí sólo puede atraer la atención. ¡Váyanse, se lo suplico! A cambio, le prometo hacer lo imposible para convencer a Elsa de que se deshaga del águila.
—¿Quiere desembarazarse de mí? —preguntó Aldo con una amargura que la respuesta de ella no atenuó.
Fue un «sí» clarísimo, lleno de fuerza, y en vista de que él guardaba un silencio apesadumbrado, Lisa añadió:
—¡Compréndalo! Si surge algún problema, aquí podemos recurrir a todos...
—¿Quizá también a su encantador primo, que es su ferviente admirador? Lo que me extraña es que todavía no se haya presentado; tiene todo el aspecto de un perro de caza y olfatea su perfume a kilómetros de distancia.
—¿Fritz? Bah, es un buen chico, pero bastante pesado. No se preocupe, mi abuela lo ha quitado de en medio mandándolo a Viena a hacer unas compras urgentes... y muy complicadas. Él no sabe nada de la casa del lago.
Lisa se levantó. Aldo hizo lo mismo con la desagradable sensación de haberse vuelto de repente tan molesto como Fritz. Cuando ofrecía una ayuda sincera, no le hacía ninguna gracia que la rechazaran, pero al parecer eso a Lisa le daba igual.
—Entonces —dijo ella—, ¿se van?
—Si no hay más remedio... —masculló él, encogiéndose de hombros—. Pero no antes de un día o dos. Hemos proclamado que veníamos a pescar, a pintar y a admirar el paraje. Además, Adalbert y el profesor Schlumpf se han hecho uña y carne. No me siento capaz de separarlos demasiado de golpe.
—¡Pobre Adalbert! —exclamó Lisa, riendo—. Conozco al Herr Professor y sé que es incapaz de estar con alguien sin obsequiarlo con una conferencia. Aunque en ese aspecto nuestro amigo no tiene nada que envidiarle, porque en un corto viaje me contó vida y milagros de la XVIII dinastía faraónica.
La joven tendió una mano que Aldo se apresuró a estrechar y retener.
—¿No va a decirme dónde puedo localizarla en caso de que tenga algo que decirle?
—Muy sencillo: en casa de mi abuela, en Viena o en Ischl.
—¿Por qué no aquí? No va a dejar sola a Elsa de la noche a la mañana.
—En efecto, pero lo que intento conseguir es que me permita llevarla a Zúrich. Necesita asistencia médica, especialmente la ayuda de un psiquiatra.
—Su fidelidad a Suiza la honra —dijo Morosini con una pizca de insolencia—, pero le recuerdo que en Viena tiene a Sigmund Freud, maestro absoluto en la materia.
—Y tengo intención de recurrir a él... una vez que Elsa esté a salvo en nuestra mejor clínica. Lo difícil será llevarla. Yo creo que se siente dividida entre el terror que le ha causado el intento de secuestro y lo unida que se siente a una casa con la que está muy encariñada y donde ha soñado vivir con Rudiger. Y yo no puedo ni quiero forzarla. Ahora, deje que me vaya.
El la soltó y se apartó.
—Váyase, pero sigo pensando que hace mal en rechazar una ayuda desinteresada.
—¿A quién quiere hacerle creer eso? —repuso ella en un tono repentinamente acerbo—. Me ha dicho que necesita conseguir el ópalo a cualquier precio.
Aldo se sintió palidecer.
—Piense lo que quiera —dijo, inclinándose con una fría cortesía—. Creía que me conocía mejor.
Inmediatamente se dirigió hacia la puerta sin volverse. No vio, pues, que Lisa seguía su alta y elegante silueta con una expresión de disgusto y, en la mirada, algo que parecía pesar. Él se sentía ofendido. La última frase de Lisa lo había irritado y decepcionado. A falta de cariño, esperaba, después de dos años de estrecha colaboración, tener derecho al menos a su aprecio, quizás a un poco de amistad, pero ella acababa de ponerlo en su sitio de comerciante, de relegarlo al mundo de los negocios, donde el dinero es el único motor. Era bastante lamentable.
En cuanto a Adalbert, se puso furioso cuando su amigo le hubo reproducido la conversación frase por frase. Su buen humor habitual, ya menoscabado por el hecho de que Aldo hubiera acudido solo a la cita, acabó de hacerse añicos.
—Ah, ¿con que ésas tenemos? —rugió, con su rebelde mechón más indómito que nunca—. ¿No quiere que la ayudemos? ¡Entonces dejemos a un lado la caballerosidad y los nobles sentimientos!
—¿Cómo pretendes hacerlo?
—De la forma más sencilla del mundo. La historia de Elsa es terriblemente triste. Podríamos escribir una novela, pero nosotros tenemos otras preocupaciones. Tenemos una misión que cumplir. ¿Sabemos dónde está el ópalo del Sumo Sacerdote?
—Sí, pero no se me ocurre cómo conseguirlo, y no confío mucho en la vaga promesa de Lisa. Si su protegida pierde la cabeza, no sé cómo va a poder convencerla de que nos venda su querido tesoro.
—No, pero quizá podríamos hacer que la señorita Kledermann nos prestara el águila de diamantes durante unos días.
—¿En qué estás pensando? ¿En hacerla copiar? Es prácticamente imposible, habría que encontrar unos diamantes del mismo tamaño y sobre todo de la misma calidad, un ópalo idéntico... y un maestro joyero. Y todo eso en unos días. ¿Estás loco?
—No tanto como crees. Dime en qué lugar de esta miserable tierra se encuentran los ópalos más bellos.
—En Australia y en Hungría.
—De Australia, olvídate. Pero Hungría no está tan lejos. Imagina, por ejemplo, que sales mañana por la mañana para Budapest. Siendo como eres un gran experto, conocerás allí a un joyero, un anticuario, un lapidario o Dios sabe qué capaz de proporcionarte una piedra parecida a la que buscamos.
—Sí..., pero...
—¡Nada de peros! Todas las piedras del pectoral tienen la misma forma y el mismo grosor, y supongo que tienes las medidas, al menos las del zafiro.
Aldo no contestó. Entreveía el plan de Vidal-Pellicorne y empezaba a reconocer que no era disparatado. Encontrar un ópalo grande, pagándolo bien, era perfectamente posible. De todas las piedras que faltaban, era la menos preciosa, y llegaban a encontrarse enormes, como la del Tesoro de la Hofburg.
—Supongamos que encuentro un ópalo blanco del mismo calibre, aunque Hungría es famosa sobre todo por sus ópalos negros, magníficos por cierto..., y que lo traigo. No serás tú quien desengaste el del águila para colocar el otro en su lugar.
Adalbert sonrió con descaro mientras miraba sus largos y finos dedos moviéndolos con visible placer.
—Pues sí —dijo—. Creo haberte dicho ya que, si bien los pies me juegan a veces malas pasadas, soy muy hábil con las manos. Si me traes también dos o tres instrumentos que te indicaré, soy capaz de llevar a cabo la operación con éxito.
—¿Ya lo has hecho alguna vez? —preguntó Morosini, estupefacto.
—Bueno..., una o dos. Ten esto presente, muchacho: cuando uno es arqueólogo, se ve abocado a practicar diferentes oficios, que van desde excavar hasta restaurar muebles, joyas, frescos...
Aldo estuvo a punto de añadir el de abrir cajas fuertes y otros trabajillos de ladrón, pero la sonrisa cándida de Adalbert habría desarmado a un magistrado o a un comisario de policía.
—Y mientras tanto, ¿tú qué harás?
—Continuaré aburriéndome soberanamente en compañía del amigo Schlumpf, al que adulo descaradamente pero que tiene en su casa un pequeño taller bastante bien equipado donde uno puede entrar como Pedro por su casa. Además —añadió en un tono más serio—, me las arreglaré para ver a Lisa y hacerla entrar en razón. Piense ella lo que piense, lo mejor que le podría pasar a esa infeliz es que la liberáramos de una piedra de la que no se puede decir que le haya dado suerte.
—A lo mejor este ópalo no es peor que los demás. En general no tienen muy buena fama.
—¡Y es el rey de los expertos quien dice semejante tontería! —suspiró Adalbert, alzando los ojos al cielo—. Todo porque, en una novela de Walter Scott, la protagonista no encuentra la paz hasta que arroja su ópalo al mar. Pero no olvides que en Oriente lo llaman «el ancla de la esperanza», que Plinio hablaba maravillas de esa piedra y que la reina Victoria adornó con ella a todas sus hijas en sus esponsales. Así que no me vengas con ésas. ¡Tú no, por favor!
—Tienes razón, no creo en esos cuentos. Y de acuerdo, tú ganas: tomaré el barco de la mañana e iré a Budapest a ver a Elmer de Nagy. De todas formas, no podemos elegir armas y es la única esperanza que nos queda. Pero te deseo mucha suerte con la señorita Kledermann; si te atreves tan sólo a hablarle del águila, te saltará al cuello.
Adalbert advirtió de pasada que Lisa había vuelto a convertirse en la señorita Kledermann y sacó de ese hecho toda clase de conclusiones, pero se guardó mucho de expresar sus pensamientos. Sobre todo porque la idea de mantener una conversación, aunque fuera tumultuosa, con una chica que le parecía exquisita no le desagradaba en absoluto.
—Me arriesgaré —dijo con suavidad—. Ahora vamos a arreglarnos un poco antes de bajar a cenar. Maria me ha prometido Strudel de manzana, pasas y crema, después de un civet de liebre con gelatina de arándanos.
—¡Qué glotón! —gruñó Morosini—. Cuando vuelva, estarás el doble de gordo y yo me alegraré.
Aunque la idea de Adalbert le parecía buena, detestaba tener que alejarse de Hallstatt. Su sexto sentido, el del peligro inminente, le susurraba que hacía mal en irse, que iba a suceder algo irreparable, quizá porque tenía muchas ganas de sentirse necesario. ¡Pura vanidad, indudablemente! Protegidas por el imponente Mathias, Marietta y todo el pueblo, Lisa y Elsa no debían temer gran cosa.
Sin embargo, después de la cena —excelente y a la que hizo todos los honores—, mientras pasaba el rato fumando en el balcón de su cuarto y escuchando el chapaleteo del agua del lago, la angustia que sentía iba en aumento. Desde donde estaba, la casa de las dos mujeres resultaba completamente invisible, incluso con el cielo despejado, y esa noche se elevaba una bruma a través de la cual era imposible distinguir ninguna luz en la orilla de enfrente.
De pronto oyó dos disparos lejanos que le parecieron perdidos en la montaña, de modo que no concedió mayor importancia al hecho; en aquella región de caza, en la que incluso había cazadores furtivos, aquello no era un acontecimiento. Pero casi inmediatamente su mente le sugirió que cazar en un día de niebla no era muy prudente.
Pensando que, después de todo, no era asunto suyo, encendió un último cigarrillo antes de ir a preparar la maleta para no perder el barco de la mañana y se deleitó fumándoselo. Acababa de arrojarlo al agua para apagarlo cuando unos gritos penetrantes se oyeron al final del pueblo, unos gritos que se acercaban, arrastrando tras de sí un murmullo que anunciaba que la gente estaba despertándose. Seguro ya de que pasaba algo anormal, Morosini salió de su habitación corriendo, se dio de bruces con Adalbert y juntos bajaron corriendo la escalera. El escándalo aumentó hasta estallar en la sala del albergue donde Georg estaba colocando las jarras de cerveza.
Los gritos de agonía los profería una mujer muerta de miedo, pero al llegar delante de la barra pareció quedarse de golpe sin fuerzas y cayó al suelo sin conocimiento. Inmediatamente, Brauner se arrodilló junto a ella, seguido por su mujer. La gente se agolpaba en la puerta. El pueblo entero estaba ya en pie y acudía corriendo, con el burgomaestre a la cabeza.
Mientras Maria propinaba unas bofetadas en las mejillas blancas de la mujer desvanecida, Georg le preparó un vaso de schnaps y se lo hizo beber. El doble tratamiento produjo un resultado satisfactorio: al cabo de unos segundos, la mujer abrió los ojos y sufrió un acceso de tos convulsiva que acabó en llanto. Brauner, poco dado a la paciencia, se puso a zarandearla:
—¡Vamos, Ulrique, basta! Dinos qué pasa. Llegas como un tornado, te desmayas y después te pones a llorar sin decir nada.
—La... la casa Schober... No dormía y oí disparos. Entonces me levanté, me vestí y... y fui a ver qué pasaba. La luz estaba encendida y la puerta abierta... Entré... y... y vi... ¡Es horrible!... Hay... ¡Hay tres muertos!
La mujer se puso a llorar de nuevo desconsoladamente. Un terrible presentimiento hizo a Morosini preguntar:
—¿Cuál es la casa Schober?
—Es una casa que me pertenece y que tengo alquilada —respondió el burgomaestre—. Hay que ir a ver qué ha pasado.
Antes de que acabara la frase, Morosini y Vidal-Pellicorne ya habían salido precipitadamente del albergue, abriéndose paso a empujones a través de la pequeña multitud que se había congregado en la entrada, y corrían todo lo que les permitía el trazado caprichoso del camino, aunque, por supuesto, no eran los únicos que querían averiguar lo que había ocurrido. De modo que, cuando llegaron a la casa del lago, encontraron a una docena de personas reunidas junto a la puerta abierta de par en par. Todos parecían aterrorizados y a Aldo, invadido por una terrible angustia, le dio un vuelco el corazón.
—¡Lisa! —gritó, echando a correr hacia el interior.
—¡No entre! —dijo un leñador, cerrándole el paso—. Está lleno de sangre. Hay que esperar a las autoridades.
—¡Quiero saber si todavía hay alguna posibilidad de salvarla! —gritó, dispuesto a pelearse—. ¡Déjeme pasar!
—¡Y yo le digo que es mejor que no!
Sin intercambiar ni una palabra, Aldo y Adalbert agarraron al hombre cada uno de un brazo y lo apartaron a un lado como si no pesara nada. A continuación entraron.
El espectáculo que descubrieron era espantoso. En la gran estancia a la que se accedía desde la pequeña entrada que Aldo ya conocía, Mathias, con el cráneo partido de un hachazo, yacía sobre un charco de sangre. Su mujer, Marietta, estaba tendida un poco más lejos con una bala en el corazón. Morosini, horrorizado, recordó los disparos que había oído hacía un rato: habían sido dos.
—¡Lisa! ¿Dónde está Lisa? ¡La mujer ha hablado de tres muertos!
—Debe de tener muy buena vista.
La habitación, que era una especie de gran salón, parecía que hubiera sufrido la acción de un huracán. Los asesinos lo habían registrado todo, habían derribado muebles, tirado al suelo libros, objetos decorativos, tapices... Finalmente, Aldo encontró a la joven; la había alcanzado una bala y yacía en la escalera de madera por la que se subía al piso superior. Con un suspiro de alivio, constató que estaba viva.
—¡Alabado sea Dios! ¡Respira!
La cogió en brazos, buscó dónde tumbarla y por fin descubrió una chaise longue medio escondida bajo cajones y restos. Adalbert también la había visto y la despejó rápidamente.
—Voy a ver si encuentro arriba algo con lo que hacer una cura de urgencia —dijo éste precipitándose hacia la escalera—. Sangra mucho.
—Haría falta un médico... —gimió Morosini, cuya mirada buscaba ayuda y encontró la del burgomaestre.
—El médico va a venir —dijo—. He mandado a buscarlo. Pero ¿por qué no han dicho que conocían a la señorita Kledermann? Todos somos amigos de la condesa Von Adlerstein, su abuela, cuya familia es originaria de aquí.
—Todavía ayer no sabía que estaba aquí, y si no me la hubiera encontrado... esta tarde por casualidad, seguiría sin saberlo.
—¿Temía ella algún peligro?
—No, que yo sepa.
Con su magnífico bigote de un rojo blanquecino y su rostro grueso, sonrosado y bonachón, el burgomaestre parecía un buen hombre, pero aun así Aldo consideró prudente no decir nada más y tomó la iniciativa de hacer las preguntas, la mejor manera de evitar que se las hicieran a él.
—¿Tiene alguna idea de quién ha podido cometer semejante crimen? Toda esta sangre..., esta matanza...
—No. ¡Pobre Mathias y pobre Marietta! ¡Eran tan buenas personas! Eran unos refugiados húngaros a los que la condesa buscó un lugar donde vivir. Pero lo que me intriga es que vivían aquí con su hija..., una pobre desequilibrada que no salía nunca y se tomaba por una princesa, y sólo hay tres cuerpos...
—¿Quiere decir que ha desaparecido? A lo mejor está escondida. Cuando los asesinos han irrumpido, ha debido de asustarse mucho.
—En cualquier caso, arriba no hay nadie —dijo Adalbert, que volvía con alcohol, algodón hidrófilo y vendas—. Si hubiera alguien, lo habría visto.
Ni él ni Aldo tuvieron tiempo de administrar a Lisa los primeros auxilios porque llegó el médico. Con su atuendo montañés, presentaba bastante parecido con Guillermo Tell. En un abrir y cerrar de ojos, examinó la herida, efectuó un vendaje rápido pero eficaz para detener la hemorragia y declaró que había que trasladar a Lisa a su casa para poder extraerle la bala.
—¿A su casa? —preguntó Morosini, inquieto—. ¿Tiene usted una clínica?
El médico le dirigió una mirada implacable.
—Si digo que la llevemos a mi casa, es porque tengo lo necesario para operar. Me ocupo de todo un distrito de montañas y de los obreros de las minas. Los accidentes son frecuentes. Bien, vamos a intentar reanimarla.
—¿Cómo es que sigue inconsciente? —preguntó Adalbert, alarmado también porque el desvanecimiento se prolongaba—. Es una chica fuerte, deportista...
—Pero tiene detrás de la cabeza un chichón del tamaño de un huevo. Ha debido de golpearse al caer en la escalera.
Unos instantes después, Lisa regresó al universo consciente. Abrió desmesuradamente los ojos al tiempo que gemía:
—¡Elsa!... Han... secuestrado a Elsa.