Lo que había sucedido era, lamentablemente, muy simple: hacia las diez, cuando Lisa estaba llevando a Elsa a su dormitorio para ayudarla a acostarse, Marietta, que se disponía a apagar las lámparas mientras Mathias colocaba en el armero las dos escopetas que acababa de revisar minuciosamente, oyó una voz de mujer que la llamaba llorando. Pensando que una vecina se encontraba en apuros, sin siquiera pedir opinión a su esposo abrió la puerta, ya cerrada con llave, y salió para volver a entrar inmediatamente, brutalmente empujada hacia el interior por cuatro personajes vestidos de negro, enmascarados y armados.
Todo ocurrió muy deprisa: Mathias, que había cogido una de las escopetas, fue abatido por el hacha lanzada por una mano experta; a Marietta, aterrorizada, los bandidos le dispararon con un revólver para impedirle gritar y empezaron a revolverlo todo. Fue entonces cuando Lisa, atraída por el ruido, bajó la escalera. Llevaba una pistola en la mano y se disponía a hacer fuego cuando una bala la alcanzó.
—No deberías haber disparado —reprochó el hombre que parecía el jefe—. Necesitamos las joyas, y si no queda nadie para responder a nuestras preguntas...
—Queda la loca. Ella podrá decirnos dónde están. Subamos.
Cuando llegaron a la escalera, Lisa, que había caído y fingía haberse desmayado, hizo acopio de fuerzas pese al dolor y los agarró de las piernas. Sólo derribó a uno de ellos; el otro le dio un fuerte golpe con la culata del revólver y esta vez la joven se desvaneció de verdad. Había tenido el tiempo justo de ver a uno de los criminales sacando a Elsa de su habitación.
—No sé nada más, pero temo por ella —murmuró Lisa cuando, dos horas más tarde, con la bala extraída y el hombro vendado, se encontró en una de las habitaciones de Maria Brauner en compañía de ésta, de Aldo y de Adalbert—. Esa gente quiere las joyas y son capaces de torturarla para averiguar dónde las esconde. ¡Y ella no sabe dónde están!
—¿Cómo es eso? —dijo Morosini—. Usted me dijo que el águila era su más preciado tesoro junto con la rosa de plata. ¿No disponía de ellas a voluntad?
—De la rosa, sí. En lo que se refiere al águila, se la daban cuando la pedía, pero era ella la que deseaba que la guardaran sin decirle dónde. No olvide que cree ser archiduquesa. ¡Dios mío!, ¿qué van a hacerle?
—No creo que haya que temer por ella de momento —dijo Adalbert—. Esa gente cree que está loca, ¿no?
—Eso fue lo que dijo uno de ellos.
—Si tienen un ápice de inteligencia, primero intentarán calmarla y después la interrogarán. Por eso la han secuestrado en lugar de matarla.
—¿Y cuando se den cuenta de que no sabe nada?
—Lisa, Lisa, por favor... —intervino Aldo, asiéndole una mano en la que latía la fiebre—. Debe pensar un poco en usted misma y descansar. Frau Brauner la cuidará.
—De eso puede estar seguro —aprobó ésta—. Ahora no se puede hacer gran cosa. El burgomaestre ha telefoneado a Ischl y la policía llegará por la mañana, pero no será fácil encontrar el rastro de esa gente. Hans, el pescador que está en el lago haga el tiempo que haga, ha visto una barca que se alejaba de la orilla, pero con la niebla no resultaba fácil distinguir su rumbo. Le ha parecido que se dirigía hacia Steg... Vamos, Fraulein Lisa, debe dormir... Y ustedes, señores, salgan.
Ellos se levantaron y fueron hacia la puerta, pero de pronto Morosini oyó:
—Aldo...
Se volvió. Era la primera vez que Lisa lo llamaba por su nombre de pila. La ex Mina tenía que estar realmente consternada para bajar de ese modo la guardia.
—¿Sí, Lisa?
Fue ella quien buscó su mano y la apretó alzando hacia él una mirada suplicante.
—La abuela... Hay que ir a avisarla... y sobre todo velar por ella. ¡Esa gente está dispuesta a todo! Cuando se den cuenta de que no consiguen nada de su prisionera, la abuela estará en peligro. Pensarán en ella...
Emocionado ante la angustia que reflejaba el fino rostro, se inclinó para rozar con los labios los dedos crispados sobre los suyos.
—Voy ahora mismo a verla.
—No diga tonterías. Hay que esperar el barco... y el tren...
—¿Está de broma? —dijo Adalbert, que se había guardado mucho de salir—. ¿Cuántos kilómetros hay hasta Steg por el camino del lago? Unos ocho. Y una vez allí, encontraremos algún medio de transporte para los diez restantes. Y si no, continuaremos a pie.
—¿Veinte kilómetros? ¡Llegarán reventados!
—Deje de tomarnos por un par de ancianos. Cuatro o cinco horas de marcha no nos matarán. ¿Vienes, Aldo?
—Sí. Una cosa más, Lisa: ¿cómo me dijo que se llamaba su pobre amiga? Me refiero a su verdadero nombre.
—Elsa Hulenberg. ¿Por qué?
—Más tarde se lo explicaré.
Llegó a la puerta de su habitación llamándose de todo. Con lo orgulloso que estaba de su memoria, ¿cómo es que no había caído en la cuenta cuando Lisa le había contado la historia de Elsa? ¿Tan fascinado estaba por su ex secretaria como para no haberse percatado de la coincidencia? Al separarse, se había quedado con la vaga impresión de que se le escapaba algo, pero había sido incapaz de saber qué. ¡Con lo sencillo que era!
Tranquilizados sobre la suerte de Lisa, Adalbert y él salieron del albergue al cabo de un rato, equipados con prendas deportivas, sólidos zapatos y sendas mochilas que contenían una bolsa de aseo y ropa para cambiarse, y tomaron el camino de tierra que llevaba a la carretera de Bad Ischl.
—Tenemos bastante tiempo para hablar —dijo Adalbert cuando hubieron dejado atrás la casa del drama, vigilada por algunos voluntarios en espera de que llegase la policía—. Dime por qué le has pedido a Lisa que te recordara el apellido de Elsa. Cuando te lo ha dicho, has puesto una cara...
—Porque soy un imbécil y constatarlo siempre resulta doloroso. ¿A ti no te recuerda nada ese apellido, Hulenberg?
—Mmm..., no. ¿Debería?
—Acuérdate de lo que nos dijo el recepcionista del hotel en Ischl, cuando le hablamos de la villa donde el misterioso visitante de tía Vivi consideró oportuno hacer un alto antes de regresar a Viena.
—¿Dijo eso?
—Sí, señor. Dijo que la villa fue comprada «hace poco» por la baronesa Hulenberg. Esta vez te aseguro que nada me impedirá ir a dar una vuelta por allí. La próxima noche, por ejemplo.
—¿Y cuándo dormiremos?
—No me digas que esas viles contingencias todavía te detienen. Cuando uno lleva un sombrero tan bonito adornado con un penacho y el equipo completo de un natural del país, debe sentirse tallado en granito. Así que no empieces a gimotear, porque los dos vamos a necesitar armarnos de valor.
—¿Para defender a la anciana dama?
—No —respondió Morosini—. Para contarle la agradable velada que pasamos detrás de sus ventanas espiándola y enterándonos de sus pequeños secretos.
—¿Tú crees que es preciso decírselo todo?
—No hay manera de evitarlo.
—Nos pondrá de patitas en la calle.
—Es posible. Pero antes tendrá que escucharnos.
Pese a su energía, los dos hombres estaban exhaustos cuando, hacia las ocho de la mañana, entraron en Ischl y llegaron al Kurhotel Elisabeth, donde el recepcionista los recibió discretamente sorprendido por su aspecto pero sinceramente encantado de su regreso; debían de escasear los clientes.
Empezaron por sentarse a la mesa ante un copioso desayuno, antes de ir a ducharse y cambiarse de ropa; ninguno de los dos deseaba quedarse mucho rato en un cuarto que ofrecía la irresistible tentación de una mullida cama. Aunque la perspectiva no les entusiasmara, había que ir a ver cuanto antes a la señora Von Adlerstein.
Adalbert recuperó su querido coche con una viva satisfacción y la firme decisión de no volver a separarse de él.
—Cuando volvamos a Hallstatt, lo cogeremos —dijo—. Ya hice el viaje con Manzana Verde. Se puede dejar en un granero a unos dos kilómetros, aunque no sé si intentaré ir un poco más lejos.
—Ve a donde quieras con tal de que no sea dentro del lago —gruñó Morosini, ocupado en preparar lo que iba a decir. Todo dependía, por supuesto, del recibimiento que les dispensaran.
Cuando el coche y su característico ruido se detuvieron ante la alta puerta de Rudolfskrone, pudo hacerse una ligera idea: un cordón de tres lacayos formado detrás del viejo Josef cerraba el paso.
—La señora condesa no recibe jamás por la mañana, caballeros —declaró el mayordomo en un tono severo.
Sin inmutarse, Morosini sacó de su billetero una tarjeta previamente preparada y se la tendió al sirviente.
—Tenga la amabilidad de llevarle esto. Me sorprendería mucho que no nos recibiera. Esperaremos.
Mientras uno de los lacayos realizaba el encargo, Adalbert y él salieron del vehículo y, apoyados en él, contemplaron el parque, donde el otoño extendía una espléndida paleta de colores que iba del marrón oscuro al amarillo claro, realzada por el verde profundo e inmutable de las grandes coníferas.
—¿Qué has escrito en la tarjeta? —preguntó Adalbert.
—Que Lisa está herida y que tenemos que hablarle de un asunto grave.
El resultado fue rapidísimo. El lacayo regresó y le dijo algo al oído a Josef, que reaccionó de inmediato.
—Si los señores tienen la bondad de acompañarme...
La condesa los recibió con la bata que debía de haberse puesto al levantarse, pero sin perder ni un ápice de dignidad. A pesar de que en su semblante pálido y descompuesto se reflejaba claramente la angustia, a pesar de que su mano temblaba sobre el bastón en el que se apoyaba, permanecía de pie y con la cabeza erguida, una cabeza cuya cabellera blanca había hecho cepillar y recoger en un moño flojo. Había algo regio en esa anciana, y los dos hombres, más impresionados quizá que la primera vez, ejecutaron para ella, con una simultaneidad perfecta, el mismo saludo profundo. Ella, sin embargo, no se hallaba en condiciones de apreciar las muestras de cortesía.
—¿Qué le ha pasado a Lisa? ¡Quiero saberlo!
—Anoche le dispararon en un hombro, pero, tranquilícese, ha recibido asistencia médica y en estos momentos se encuentra descansando en el Seeauer al cuidado de Mana Brauner —dijo Aldo—. Desgraciadamente, tenemos otras noticias mucho más dramáticas, condesa. La señorita Hulenberg ha sido secuestrada y su casa saqueada, y han matado a sus sirvientes.
El alivio que había aparecido en el rostro de la anciana dejó paso a una auténtica aflicción.
—¿Que han matado a Mathias y Marietta?... Pero ¿cómo ha sido?
—A él le dieron un hachazo en plena frente, y a ella le dispararon. Los asesinos entraron por sorpresa y liquidaron a los que se encontraron por delante antes de ponerse a registrarlo todo. Lisa estaba en el piso de arriba ayudando a su amiga a acostarse. Cogió un arma y bajó, pero en la escalera la alcanzó una bala. Hemos venido enseguida para que no se enterase de este drama a través de la policía.
—¿No habría sido mejor que se quedaran junto a mi nieta? ¿Quién les dice que no corre todavía peligro?
—En el lugar donde está, yo creo que habría que pasar por encima de todo el pueblo para atentar contra ella. Ha sido Lisa quien ha insistido en que viniéramos. Verá, ella teme que los secuestradores vengan a por usted cuando se den cuenta de que su rehén ignora lo que quieren averiguar. Así que nos ha enviado...
—Y para no perder tiempo, hemos venido a pie —precisó Adalbert, que consideraba que se les estaba dando un recibimiento muy malo y que estaba deseando sentarse—. Yo había dejado mi coche en el hotel y habíamos ido a Hallstatt tomando primero el tren y luego el barco, como todo el mundo.
La sombra de una sonrisa flotó un instante en los labios sin color de la anciana.
—Les ruego que me disculpen. Deben de estar muy cansados. Tomen asiento, por favor —dijo mientras ella misma iba a sentarse en una chaise longue—. ¿Les apetece un café?
—No, gracias, condesa. El asiento bastará, aunque no deseamos molestarla demasiado tiempo.
—No me molestan. Además, creo que deberíamos hablar un poco más seriamente que la última vez.
—A mí me pareció que usted lo hacía muy en serio.
—Desde luego, y creía haberles explicado de manera convincente que era inútil abordar ciertos asuntos. Incluso pensaba haberlos incitado a no quedarse más tiempo aquí. ¿Cómo es que estaban anoche en Hallstatt?
—Estábamos allí desde hacía unos días —contestó Vidal-Pellicorne—. Hacía tiempo que deseaba visitar los vestigios de una antigua civilización, y este viaje me ha permitido conocer a un eminente colega, el profesor Schlumpf, con quien he mantenido apasionantes conversaciones. Mi amigo Morosini quiso acompañarme.
—¿De verdad? Me sorprende mucho, príncipe, que sus negocios, cuya importancia conozco, no hayan reclamado su presencia en Venecia.
—Estoy aquí por negocios, señora, y usted lo sabe perfectamente. Como también sabe que la señorita Kledermann, con el nombre falso de Mina van Zelden, fue mi secretaria durante dos años.
—¿Ha sido ella quien le ha dicho que yo estaba al corriente?
—¿Qué otra persona habría podido hacerlo?
—¿Le ha dicho también que no me cae usted muy simpático? —dijo con una franqueza sin ambages.
—Créame que lo lamento. ¿Es porque no sucumbí al encanto de Mina? ¡Debería haberla visto! A su propio padre le dio un ataque de risa incontrolable cuando se encontró frente a ella en Londres.
—¡Eso sí que me gustaría haberlo visto! Mi yerno, que es la seriedad en persona, dejándose llevar por la hilaridad... Eso habría merecido el viaje, pero dejemos por el momento los sentimientos a un lado y pongamos las cartas sobre la mesa. Usted no ha perdido la esperanza de conseguir el águila del ópalo, ¿verdad?
—El águila no me interesa, ni tampoco su valor en el mercado, aunque estoy dispuesto a pagar por ella un precio muy elevado. Es el ópalo lo que quiero, porque representa mucho para muchas personas. Dicho esto, es cierto que nunca renuncio a algo cuando creo tener razón.
Se produjo un silencio, durante el cual la condesa se dedicó a examinar con una atención casi molesta al hombre que tenía enfrente, y sin duda Morosini se habría quedado muy sorprendido si hubiera podido leer sus pensamientos. Encontraba seductor ese rostro que la arrogancia del perfil y la ironía indolente de la boca salvaban de la insulsa perfección, seductores esos ojos deslumbrantes cuyo azul acerado podía adquirir un matiz más suave y tierno o teñirse de un verde inquietante. Pensaba que, de ser más joven, se habría enamorado de él, y le extrañaba que Lisa se hubiera resistido a su encanto hasta el punto de haber renunciado durante dos años a toda la gracia de su feminidad. Su nieta había actuado como un entomólogo que desea observar con la más absoluta calma un insecto raro. ¡Qué comportamiento tan curioso!
—¡Está bien! —dijo por fin, suspirando—. ¿Me dirán ahora cómo han encontrado a mi nieta? ¿Por puro azar quizás, el maravilloso azar de la arqueología?... ¿No es un poco increíble?
Morosini intercambió una mirada con Vidal-Pellicorne. El momento difícil había llegado.
—Un poco, en efecto —dijo con una gran calma—. Sin embargo, el azar no ha sido totalmente ajeno. En el hotel trabamos relación con el señor Von Apfelgrüne, que se entusiasmó al enterarse de la profesión de mi amigo. Insistió en acompañarlo a visitar Hallstatt, mientras yo vagaba por el parque de la Villa imperial en busca de sus fantasmas. Alababa, con toda la razón, ese yacimiento excepcional, además de afirmar que era la cuna de los Adlerstein...
—De modo que apenas me sorprendió —prosiguió Adalbert— ver allí a su mayordomo. De ahí a pensar que una dama a la que usted brinda amistad y protección podría no estar lejos no había más que un paso, y lo dimos.
—Friedrich siempre ha tenido la lengua demasiado larga —dijo la anciana, apaciguándose un poco—. Pero...
La frase quedó interrumpida. La puerta acababa de abrirse, dejando paso a un hombre con indumentaria de cazador que entró con toda la confianza de un íntimo.
—Me han dicho que ya se había levantado, querida Valeria, así que he venido a saludarla antes de irme de caza, aunque quizás he pecado de indiscreto —dijo el conde Golozieny mirando a los visitantes con curiosidad.
—En absoluto, querido Alejandro. Iba a enviar a buscarlo para que viniera. Se ha producido un drama en casa de Elsa: ha habido dos muertos, mi nieta Lisa ha resultado herida y han secuestrado a nuestra amiga. Pero déjeme presentarle primero a estos caballeros que me han traído la terrible noticia.
Golozieny la detuvo con un ademán, mientras su mirada clara escrutaba a los dos hombres con visible desconfianza.
—¡Un momento! ¿Cómo es posible que estos señores se encontraran en el escenario del drama? ¿Conocían acaso ese secreto que nunca ha querido revelarme a mí?
Su semblante expresaba con elocuencia que se sentía ofendido, pero a la condesa no pareció preocuparle mucho.
—¡No sea ridículo! Se encontraban allí por pura casualidad. El señor Vidal-Pellicorne es un arqueólogo muy interesado en la época de Hallstatt y había ido a visitar el lugar en compañía de su amigo el príncipe Morosini, aquí presente. Los dos son amigos de Lisa, mi nieta, que desde hacía unos días estaba con Elsa, a quien quiere mucho y que... necesitaba ayuda.
—Entonces, ¿es en Hallstatt donde vive?
—Hablaremos de eso más tarde, si no le importa. Caballeros, les presento a mi primo, el conde Golozieny, agregado en el departamento de Asuntos Exteriores.
Intercambiaron saludos y apretones de manos, lo que no aumentó la simpatía mutua; el primo ofrecía una mano blanda, cosa que tanto Aldo como Adalbert odiaban, de modo que tuvieron que contentarse con estrechar unos dedos inertes. En cuanto a la mirada del diplomático, era más penetrante y fría que nunca; el descubrimiento en el entorno de su prima de dos extraños pletóricos de energía y bastante seductores no le hacía ninguna gracia. Como el sentimiento era recíproco, Aldo decidió despedirse.
—Las autoridades no tardarán en venir —dijo, volviéndose hacia su anfitriona—. Creo que será mejor dejar que las reciba en familia. Nosotros estamos en el Kurhotel Elisabeth, por si nos necesita.
—Supongo que no se irán por mi culpa —dijo el conde con una untuosidad casi episcopal.
—En absoluto —mintió Morosini—. Tenemos cosas que hacer, y además también deseamos descansar un poco, puesto que gracias a su presencia, conde, podemos confiar en que la señora Von Adlerstein ya no corra ningún peligro, lo que no era el caso hasta ahora. Cuide de ella.
—Confíen en mí. La cuidaré.
El tono, pomposo a más no poder, respondía a lo que era más una orden y una advertencia que un consejo.
—Vengan esta noche, por favor —dijo la anciana dama movida por un impulso súbito que tal vez delataba su angustia—. Tendremos noticias y compartirán con nosotros la cena.
Los dos hombres aceptaron, se despidieron y montaron en su vehículo sin intercambiar palabra. Cuando se hubieron alejado, Adalbert manifestó sus impresiones:
—¡Maldito hipócrita! Pondría la mano en el fuego y apostaría la cabeza a que ese hombre está metido hasta el cuello en el complot contra la desdichada Elsa.
—Puedes hacerlo tranquilo. Ni la una ni la otra tienen nada que temer.
—¿Te parece prudente dejar a «la abuela» sola con él?
—Intentar algo contra ella sería desenmascararse, y no creo que esté loco.
—Entonces, ¿qué ha venido a hacer aquí? Son un poco repentinas esas ganas de cazar que lo han traído a Rudolfskrone.
—Al contrario, son muy oportunas. Sus entradas y salidas con total libertad constituyen una garantía ideal para sus cómplices. Ha venido a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos en casa de la condesa, a controlar sus reacciones y tal vez a dar algún que otro consejo... útil.
—¿Cómo puede una mujer tan inteligente confiar en él? ¡Se ve a la lengua lo falso que es!
—Es su primo. No imagina ni por un instante que pueda traicionarla. Lo malo es que su aparición nos ha impedido confesarnos y ponerla en guardia. En fin..., de momento, llévame a la estación.
—¿Qué vas a hacer? ¿No tienes intención de dormir un poco?
—Dormiré en el tren. Quiero ir a Salzburgo a alquilar un coche menos llamativo que el tuyo y, si es posible, menos ruidoso. Esto no es un automóvil, es un cartel publicitario, y necesitamos pasar un poco inadvertidos.
—Entonces olvida tus gustos principescos y no vuelvas con un Rolls —gruñó Adalbert, ofendido.
Aldo regresó por la tarde con un Fiat de color gris, más discreto que una hermanita de la caridad. Era un coche sólido, manejable y poco ruidoso, pero Morosini se había visto obligado a comprarlo. En la ciudad de Mozart, sólo se encontraban para alquilar coches grandes, generalmente con chófer.
Satisfecho de su compra, lo aparcó bajo los árboles que bordeaban el Traun, a poca distancia del hotel, y después se concedió dos horas largas de sueño antes de prepararse para ir a cenar a Rudolfskrone. Adalbert había salido.
Aldo acababa de ducharse cuando el arqueólogo irrumpió en el cuarto de baño sin siquiera tomarse la molestia de llamar. Tenía la mirada brillante, las mejillas coloradas y el cabello rubio más alborotado que nunca.
—Tengo novedades —anunció—, y son importantes. Para empezar, la famosa villa está habitada: las contraventanas están abiertas y por las chimeneas sale humo... Hablando de humos, ¿no tendrás un cigarrillo? Se me ha terminado el paquete.
—Busca encima del secreter —dijo Aldo, que había tenido el tiempo justo de cubrirse con una toalla—. Es una novedad, efectivamente, pero tienes otra, ¿no?, porque has dicho «para empezar».
—Sí, y es todavía mejor, te lo aseguro. Mientras vagaba por los alrededores de esa casa como un viejo agüista aburrido, un coche se ha detenido ante la verja, que se ha abierto casi enseguida pero no lo bastante deprisa para impedirme reconocer a su ocupante. Jamás adivinarás quién era.
—Ni siquiera pienso intentarlo —dijo Aldo, riendo—. No quiero estropearte el golpe de efecto —añadió, acercando una navaja a su cara embadurnada de jabón.
—Deja ese instrumento si no quieres cortarte —le aconsejó Adalbert—. El hombre del coche era el conde Solmanski.
Morosini, estupefacto, contempló alternativamente la hoja acerada y el rostro complacido de su amigo.
—¿Qué acabas de decir?
—Me has oído perfectamente. Reconozco que resulta difícil de creer, pero no cabe ninguna duda: era nuestro querido Solmanski en persona, el afectuoso suegro del pobre Eric Ferráis y por poco el tuyo. No faltaba ni un detalle: la actitud engreída, el perfil romano, el monóculo... A no ser que tenga un sosia perfecto, es él.
—Yo creía que estaba en América.
—Pues es evidente que ya no está allí. En cuanto a lo que hace aquí...
—No cuesta mucho imaginarlo —dijo Morosini, que, una vez recuperado de la sorpresa, se disponía a seguir afeitándose—. Seguro que tuvo algo que ver con el drama de ayer. Estaba prácticamente seguro de que la baronesa Hulenberg se hallaba implicada en el doble asesinato, pero ahora pondría la mano en el fuego. La presencia de Solmanski en su casa lo demuestra. Los dos sabemos de lo que es capaz.
—Sobre todo cuando se trata de las piedras del pectoral. ¿Cómo se habrá enterado de que el ópalo está aquí?
—Simon Aronov lo ha averiguado, ¿por qué no iba a hacerlo su enemigo declarado? No olvides que Solmanski cree poseer el zafiro y el diamante, porque estoy convencido de que es el autor del robo en la Torre de Londres.
—Yo también, y hablando de eso, se me está ocurriendo una idea...
Sentado en el borde de la bañera y mirando hacia el techo con la boca abierta, Adalbert se puso a seguir con cara pensativa el humo que salía del cigarrillo. Aldo aprovechó la pausa para terminar de afeitarse y luego se volvió hacia su amigo:
—Diez contra uno a que sé cuál es esa idea.
—¿Ah, sí?
—¿Estás pensando quizás en aconsejar a nuestro querido superintendente Warren una cura tardía en las aguas benefactoras de Bad Ischl?
—Sí —admitió el arqueólogo—. Lo malo es que no sé cómo podría sernos útil. Aquí no tendría ningún poder.
—Lo creo muy capaz de conseguirlo. Después de todo, anda detrás de un ladrón internacional, y tratándose de las joyas de la Corona debe de estar dispuesto a hacer toda clase de acrobacias..., siempre y cuando haya un indicio, por descontado. Conclusión: escríbele. De todas formas, eso no puede perjudicar a nadie. Y ahora, déjame acabar de arreglarme y ve tú a hacer lo mismo.
Una hora más tarde, cubriendo su esmoquin con el confortable loden regional, los dos hombres montaron en el Amilcar al que la señora Von Adlerstein estaba acostumbrada y se dirigieron a Rudolfskrone. Allí los esperaba una sorpresa: Lisa había sido trasladada desde Hallstatt. Por orden de su abuela, que no soportaba la idea de tenerla lejos estando herida, la gran limusina negra que Aldo había visto cierta noche de octubre salir del palacio Adlerstein había ido hasta el embarcadero; Josef y uno de los lacayos más fuertes habían cruzado el lago en el vapor y traído a la joven, debidamente arropada y acompañada de las más cálidas recomendaciones de Maria Brauner. Su estado era satisfactorio y estaba descansando en su habitación, adonde los dos hombres fueron invitados a ir a saludarla.
—Se alegrará de verlos —dijo la condesa—. Ha preguntado por ustedes una o dos veces. Josef los acompañará.
Los dos hombres temían un poco el ambiente de una habitación de enfermo, pero Lisa no era chica que gustase de imponer a nadie una cosa así. Pese al fatigoso viaje que había efectuado durante el día, los esperaba en una chaise longue, vestida con una preciosa bata de seda blanca y azul. Estaba pálida, y por el discreto escote de la prenda asomaba un poco el vendaje del hombro, pero su actitud, llena de un orgullo cercano al desafío, recordaba la de su abuela el día que había recibido a los dos extranjeros. Ella los acogió con un:
—¡Alabado sea Dios, por fin han llegado! ¿Hay alguna novedad?
—Un momento —la interrumpió Morosini—. No es a usted a quien le corresponde preguntar por las novedades. Díganos primero cómo está.
—¿A usted qué le parece? —repuso ella con una sonrisa traviesa desconocida para Aldo.
—Nadie diría que le extrajeron ayer una bala —contestó Adalbert—. ¡Está como una rosa!
—Esto es un hombre que sabe hablar a las mujeres —dijo Lisa suspirando—. No puedo decir lo mismo de usted, príncipe.
—No se me ocurriría ni intentarlo. No cultivamos mucho el madrigal en la época de nuestra colaboración, aunque la culpa es toda suya.
—No empecemos otra vez con eso y pasemos al drama que nos ocupa. Ya he preguntado si hay alguna novedad, pero no me han contestado.
—Sí, aunque temo que al oírla reaccione tan mal como lo haría su abuela si nos decidiéramos a contársela.
—¿Le han ocultado algo?
—No sé qué otra cosa podríamos haber hecho —respondió Adalbert—. ¿Nos imagina contándole como si fuera la cosa más natural del mundo que durante dos horas espiamos, escondidos en la galería de esta casa, la entrevista secreta que mantuvo con un tal Alejandro...
—¿Golozieny? ¿Suprimo? ¿Y por qué les interesaba?
—Enseguida llegaremos a eso —dijo Aldo—. Pero, antes de continuar, nos gustaría saber qué piensa de él, qué sentimientos le inspira.
Lisa, seguramente para reflexionar mejor, alzó hacia el techo sus grandes ojos oscuros y suspiró.
—Nada, o muy poca cosa. Es uno de esos diplomáticos siempre cortos de dinero pero de punta en blanco, que saben besar emocionados los metacarpios patricios pero son incapaces de alcanzar la cima de su carrera. Siempre hay dos o tres personas de esa clase en las cancillerías y los medios gubernamentales. Le interesa mucho el dinero...
—Perfecto —dijo Aldo, repentinamente risueño—. Ahora, Adalbert se sentirá mucho más cómodo para contarle nuestra incursión, lo que descubrimos y lo que vimos después. Es un narrador nato.
Entonces le tocó a Vidal-Pellicorne el turno de abrirse como un girasol tocado por los tiernos rayos del astro. La mirada que le dirigió a Morosini estaba teñida de gratitud por brindarle la ocasión de lucirse ante una joven que le parecía cada vez más cautivadora. Animado de este modo, reprodujo a la perfección la escena nocturna, sin olvidar el menor detalle, y sobre todo lo que había seguido, la extraña y breve visita hecha por Alejandro a la reciente villa Hulenberg.
Lisa escuchó con atención, pero no pudo evitar comentar con una media sonrisa:
—Escuchar a través de las ventanas..., ¡esto es nuevo! No conocía esta curiosa forma que tienen de tratar a sus amigos.
—¿Me permite recordarle que, hasta hoy, la condesa no nos trataba realmente como amigos? Pero, en fin, si lo que acabamos de contarle le parece cosa de broma...
La joven posó una mano sobre la de Morosini.
—No se enfade. Mi rasgo de ironía, fuera de lugar, se debe sobre todo a que me siento verdaderamente angustiada. Lo que han descubierto me parece muy grave y es preciso advertir a la abuela. A mí no me sorprende del todo; nunca me ha gustado ese primo.
Lisa se levantó con gesto raudo para ir hacia la puerta, pero Adalbert la retuvo sujetándola por la bata.
—No se precipite. Quizá sea mejor actuar de otro modo.
—¿De cuál, cielo santo? Quiero que ese individuo se marche inmediatamente de casa.
—¿Para que se nos escurra entre los dedos y nos cueste Dios y ayuda atraparlo? —dijo Aldo—. ¡No razone como una niña impulsiva! Mientras esté aquí, por lo menos lo tenemos al alcance de la mano. Algo me dice que podría conducirnos hasta Elsa.
—¿Delira? Alejandro no es un dechado de inteligencia, pero es más astuto que un zorro viejo.
—Quizá, pero los zorros viejos a veces se dejan engañar por la sonrisa de una chica bonita —contestó Aldo—. Así que, preciosa, va a ser usted encantadora con él aunque...
La cólera invadió los ojos oscuros de Lisa.
—Uno, no le permito ni a usted ni a nadie que me llame «preciosa», y dos, no conseguirá que sea amable con ese viejo chivo. Imagínese que, a su edad, pretende casarse conmigo.
—¿Él también? ¡Es usted un auténtico peligro público!
—No sea grosero. Si mi encanto personal no le parece suficiente, sepa que la fortuna de mi padre me hace de lo más seductora. En el fondo..., nunca he sido tan feliz corno durante los dos años que me oculté bajo el disfraz de Mina —añadió con una amargura que conmovió a Morosini, pues era un aspecto de la cuestión que hasta entonces se le había escapado.
Sintiendo mucho haber apenado a Lisa, iba a cogerle la mano cuando, desde las profundidades de la mansión, un toque de campana anunció la cena.
—Vayan a cenar —dijo Lisa—. Nos veremos después.
—¿Usted no viene?
—Tengo una buena excusa para evitar a Golozieny. Permítame que la aproveche.
—Es muy comprensible —dijo Adalbert—, pero quizá no haga bien. Con un hombre como él, tres pares de ojos y otros tantos oídos no serán demasiados.
—Arréglenselas con los suyos, pero no dejen de venir a darme las buenas noches antes de irse.
Si Lisa pensaba disfrutar tranquilamente de un rato de reflexión solitaria, se equivocaba. Acababa de pronunciar esta frase cuando su abuela entró en tromba. La anciana dama parecía presa de una gran agitación. Alejandro la seguía como su sombra.
—¡Mira lo que acaba de encontrar Josef! —exclamó, tendiéndole a Lisa un papel—. Estaba sobre la mesa de la cena, junto a mi cubierto. Realmente, la audacia de esos miserables no tiene límites. Hasta se atreven a entrar en mi casa...
La joven alargó la mano hacia la nota, pero Morosini fue más rápido y la interceptó. Una ojeada le bastó para leer el mensaje, tan breve como brutal:
«Si quiere volver a ver a la señorita Hulenberg con vida, tendrá que obedecer nuestras órdenes y no avisar a la policía bajo ningún concepto. Esté preparada para depositar las joyas mañana por la noche en un lugar que se le indicará más adelante.»
—¿Tiene alguna idea de cómo ha llegado esto hasta usted? —preguntó Morosini mientras le pasaba la nota a Lisa.
—Ninguna. Respondo de mis sirvientes como de mí misma —dijo la condesa—. Sin embargo, una de las ventanas del comedor estaba entreabierta y Josef cree...
—¿Que el papel ha entrado por ahí? A no ser que esté dotado de vida propia, alguien tiene que haberlo depositado. ¿Me permite ir a echar un vistazo? Quédate con las damas, Adalbert —añadió, posando en Golozieny una mirada desprovista de toda expresión—. Podré hacerlo yo solo.
Guiado por el viejo mayordomo, fue a la gran estancia donde estaba todo dispuesto para que cenaran cuatro personas en una larga mesa con capacidad para treinta, y vio que el cubierto de la anfitriona era el que estaba más cerca de la ventana que permanecía entreabierta.
Sin decir nada, Morosini examinó el lugar con cuidado, se asomó para ver la altura y finalmente salió de la habitación después de haberle pedido a Josef que le buscara una linterna. Juntos rodearon la casa hasta llegar bajo el comedor.
Este se encontraba a la misma altura que la galería, pero no comunicaba con ella, lo que hacía mucho más difícil el acceso desde el exterior. Con ayuda de la linterna, Aldo constató que no había señales de que alguien hubiera trepado; con la humedad, unos zapatos más o menos embarrados habrían dejado huellas. Ninguna señal de desorden tampoco en los macizos sin flores que rodeaban la villa. El investigador estaba convencido desde que había tenido la nota en las manos: la había depositado alguien de la casa, y puesto que los sirvientes estaban fuera de toda sospecha, sólo quedaba una persona cuya complicidad no ofrecía ninguna duda: Golozieny.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó la condesa cuando él regresó al saloncito.
—Nada, señora. O sus enemigos tienen a su disposición a un genio alado... o a un cómplice.
—Me niego a aceptar esa idea.
—Nadie puede obligarla, pero bien tiene que haber una explicación.
—En lo que a mí respecta —dijo Golozieny con voz aflautada—, me pregunto, príncipe, si usted o su amigo no podrían dárnosla. Después de todo, son los únicos extraños aquí.
—No para mí —repuso en un tono glacial Lisa, que acababa de aparecer, con un vestido largo de terciopelo verde, en el hueco de la puerta—. Si continúa por ese camino, Alejandro, no vuelvo a dirigirle la palabra.
—Usted no sería capaz de hacer eso, querida... queridísima Lisa. Usted sabe lo mucho que la admiro y...
—La admirará igual de bien en la mesa —intervino la condesa—. Si no me equivoco, Lisa, has decidido unirte a nosotros, ¿no?
—Sí. Ya le he dicho a Josef que añada un cubierto.
Con semejante preludio, la cena fue como cabía esperar: siniestra y silenciosa. Todos estaban encerrados en sus propios pensamientos y cruzaron muy pocas palabras hasta que Golozieny se aventuró a preguntar qué pensaba hacer su prima en relación con el mensaje de los secuestradores.
La señora Von Adlerstein se estremeció como si acabara de despertar, pero le dirigió una mirada furibunda.
—¡Qué pregunta tan tonta! ¿Qué puedo hacer sino obedecer? ¡Y usted debería saber que detesto esa palabra! Esperaré otro mensaje y luego... Josef sacó las joyas de su escondrijo cuando fue a buscar a Lisa y las trajo.
—Un momento, abuela —dijo Lisa—. Antes de pagar a esa gente el precio que exigen por su crimen, me parece que debemos asegurarnos de que Elsa sigue viva. Es muy fácil pedir y luego, una vez en posesión del botín, deshacerse de un testigo molesto..., suponiendo que no lo hayan hecho ya. Estamos tratando con personas para las que la vida humana no cuenta; un muerto más o menos no tiene importancia para ellos.
—¿Qué propones?
—Todavía no tengo ninguna idea, pero una cosa es cierta: no debemos decir nada a la policía. De todas formas, me parece que está un poco desbordada por el alcance del asunto y supongo que pedirá ayuda a Viena. Por cierto —añadió, volviéndose hacia Golozieny—, espero que, cuando usted regrese mañana a la capital como sin duda hará, también guarde silencio y no se precipite a recurrir a sus conocidos para movilizarlos.
El conde, ofendido, levantó el mentón hasta que la perilla formó un ángulo recto con su delgado cuello.
—¡No me tome por imbécil, Lisa! No haré nada que pueda perjudicarlas. Además, tengo intención de prolongar mi estancia aquí. La mera idea de dejarlas solas con un problema tan grave me hace cambiar de planes. Deseo cuidar de ustedes..., si me lo permiten —añadió, dirigiendo una mirada cordial a su prima.
Esta respondió con una sonrisa un poco cansada pero afectuosa.
—Es muy amable —dijo—. Puede quedarse todo el tiempo que quiera, por supuesto. Su interés nos conmueve, a Lisa y a mí.
Si la joven parecía afectada por algún sentimiento, no era desde luego el agradecimiento y mucho menos la alegría, pero Golozieny le dedicó una sonrisa tan radiante como si acabara de aceptar casarse con él.
—Perfecto. En tal caso, quizá deberíamos abreviar la velada. Esta noche, todos estamos fatigados, y Lisa necesita descansar más que ninguno.
El mensaje estaba claro: «Nos echa a la calle —pensó Morosini—. Decididamente, le molestamos.» Pero la condesa pareció aprobarlo levantándose de la mesa, y para que no hubiera lugar a dudas, dijo:
—Confieso que me siento cansada. Si les parece bien, caballeros —añadió dirigiéndose a sus invitados—, tomaremos un café y nos separaremos hasta mañana.
—Yo prescindiré del café, condesa —dijo Adalbert—. Bebo demasiado y, si tomo uno más, no dormiré.
Aldo, por su parte, pidió permiso para retirarse, pero mientras Adalbert, adivinando que necesitaba un momento, alargaba la despedida pronunciando ante la señora Von Adlerstein y su primo un pequeño discurso sobre las fórmulas de cortesía que se empleaban en el antiguo Egipto, él salió con Lisa a la galería desde la que se accedía a los salones.
—¿Tiene posibilidad de dejar abierta una de las puertas de esta casa?
—Creo que sí..., la de las cocinas. ¿Por qué?
—¿Cuándo quedará todo sumido en el silencio y el sueño? ¿Dentro de una hora?
—Algo más. Yo diría dos. Pero ¿qué quiere hacer?
—Ya lo verá. Dentro de dos horas, nos reuniremos con usted en su habitación, y arrégleselas para conseguir una cuerda.
—¿En mi habitación? ¿Se ha vuelto loco?
—He dicho «nosotros», no «yo». No saque conclusiones equivocadas y confíe un poco en mí. Claro que, si prefiere esperar en la cocina, no seré yo quien se lo impida... ¡Adalbert! —dijo en voz alta sin transición—. Nuestra anfitriona necesita descansar, no escuchar una conferencia.
—Es verdad. Soy incorregible. Le pido disculpas, querida condesa.
Los tres personajes aparecieron en la galería casi inmediatamente y encontraron a Morosini solo, con un cigarrillo entre los dedos. Lisa se había desvanecido como un sueño.
Para estar seguro de que se iban, Golozieny los acompañó hasta el coche, y Adalbert, para complacerlo, arrancó haciendo todo el ruido posible.
—¿Has decidido algo? —preguntó, adentrándose en la oscuridad del parque.
—Sí. Volveremos dentro de dos horas. Lisa se encargará de que la puerta de la cocina no esté cerrada con llave.
—¿Y los perros? ¿Has pensado en ellos?
—Ella no los ha mencionado. A lo mejor no los dejan sueltos cuando hay invitados. De todas formas, tomaremos precauciones.
Éstas consistieron en un plato de carne fría que los dos amigos, con la excusa de que habían cenado muy mal, pidieron que les subieran a sus habitaciones, acompañado de una botella de vino para que resultara más verosímil. Gran parte de la botella desapareció en un lavabo. Una hora más tarde, después de haber cambiado el esmoquin por prendas más apropiadas para una expedición nocturna, salieron discretamente del hotel y fueron hasta la orilla del río, donde Aldo había aparcado su coche nuevo.
Lo dejaron en la arboleda donde anteriormente habían escondido el Amilcar y continuaron a pie, provistos cada uno de un paquete de carne metido en el bolsillo del abrigo.
No les hizo ninguna falta, pues los perros no aparecieron. En el pequeño castillo no había ninguna luz encendida. Aliviados, llegaron a la puerta de las cocinas avanzando a paso prudente y silencioso, aunque no más que la hoja de madera, que se abrió sin emitir el menor chirrido al empujarla Morosini.
—Espero que me feliciten —dijo la voz amortiguada de Lisa—. Incluso me he tomado la molestia de engrasar los goznes.
Allí estaba la joven sentada en un taburete, tal como reveló la linterna sorda depositada sobre la mesa, a su lado, al abrir ella la portezuela. También se había cambiado de ropa; la falda de loden, el jersey de cuello alto y los zapatos deportivos resucitaron por un instante a la difunta Mina en la mente de Aldo.
—Buen trabajo —susurró éste—, pero ¿qué hace aquí? Todavía no está repuesta, y sólo necesitábamos que nos indicara cuál es el dormitorio de su amigo Alejandro.
—¿Qué quieren hacer? No irán... a matarlo —dijo Lisa, preocupada al percibir en la voz habitualmente cálida y un poco ronca de Morosini cierta resonancia metálica que anunciaba una decisión tajante.
La risa sofocada de Adalbert la tranquilizó.
—¿Por quién nos toma? No merece nada mejor, eso es indudable, pero sólo queremos raptarlo.
—¿Raptarlo? ¿Y adonde lo van a llevar?
—A un sitio tranquilo donde podamos interrogarlo lejos de oídos sensibles —dijo Aldo—. La verdad es que contábamos con usted para encontrarlo.
La joven se puso a reflexionar en voz alta, en absoluto impresionada por el plan de sus amigos:
—Tenemos la antigua guarnicionería, pero está demasiado cerca de la nueva y de los establos. Lo mejor será el cobertizo del jardinero. Pero más vale que les diga cuanto antes que Golozieny no está en su habitación.
—¿Dónde está, entonces?
—En algún lugar del parque. Tiene la manía de dar paseos nocturnos. Incluso en Viena, a veces sale a fumar un cigarro bajo los árboles del Ring. La abuela lo sabe y por eso nunca sueltan a los perros cuando él está aquí. Es una suerte que no se hayan topado con él al venir; podría haber pedido ayuda.
—No habría pedido nada de nada, y a mí me parece, por el contrario, que lo que es una suerte es que esté fuera.
—El parque es muy grande. No esperarán encontrarlo en plena noche...
Adalbert, que empezaba a tener sueño, bostezó sin contenerse antes de decir:
—Sin duda es porque está herida, pero su brillante inteligencia no acaba de comprender la situación. No vamos a ir detrás de él; vamos a esperarlo. ¿Tiene usted la cuerda?
Lisa la cogió de un banco contiguo y, sin responder al comentario, cerró la puerta de la cocina y condujo a los dos hombres a través de la oscura casa hasta el gran porche de entrada, en cuyas sombras fue fácil ocultarse.
—Es curiosa esta manía ambulatoria en un hombre de su edad —observó Vidal-Pellicorne—. Sobre todo cuando no hace un tiempo como para ponerse a soñar bajo las estrellas.
—Más que curiosa, es práctica —masculló Aldo entre dientes—. Una buena manera de ponerse en contacto con sus cómplices... Pero... chissst... me ha parecido oírlo...
Alguien se acercaba a paso tranquilo, subrayado por el crujido de la grava. El punto rojo de un cigarro brilló antes de describir una graciosa curva cuando el fumador tiró la colilla. Al mismo tiempo, aceleró el paso, de modo que la silueta del paseante no tardó en recortarse contra la oscuridad en la entrada del porche. Allí era donde Aldo lo esperaba; su puño salió como una catapulta contra la barbilla de Golozieny, que se desplomó sin decir ni pío.
—Buen golpe —comentó Adalbert—. Ahora lo atamos y nos lo llevamos.
—No olviden amordazarlo —les aconsejó Lisa, ofreciendo un pañuelo estrujado en forma de bola y un fular.
Morosini rió quedamente mientras se ocupaba de Golozieny.
—Está avanzando por el camino del crimen, querida Lisa. Y ahora, si hace el favor de guiarnos...
Ella cogió la linterna que había tenido la precaución de llevar consigo, pero no la abrió.
—Por aquí. Pero les advierto que está bastante lejos y no puedo proporcionarles una camilla...
—Nos turnaremos para llevarlo —dijo Aldo cargando el cuerpo inerte sobre un hombro.
Tardaron diez minutos largos, relevándose, en llegar a un pequeño grupo de edificios bajos situados en el fondo del parque, protegidos bajo grandes árboles y que no se podían ver desde la casa debido a los arbustos plantados delante. Lisa abrió una puerta, liberó la luz de su linterna y penetró en un cobertizo bastante grande, lleno de numerosos y variados útiles de jardinería. Dejó la linterna sobre un banco de trabajo. Mientras tanto, Morosini descargó a Adalbert del fardo del que se había hecho cargo a medio camino y lo tendió sin excesivas precauciones sobre el suelo de tierra batida. El conde profirió un gemido... Había recobrado el conocimiento y lanzaba a uno y otro lado miradas furibundas.
Aldo se agachó a su lado y le puso delante de la cara el revólver que acababa de sacar del bolsillo.
—Como tenemos algunas preguntas que hacerle, vamos a devolverle la voz, pero le advierto que, si grita, no tendré más remedio que ponerme muy desagradable.
—De todas formas, «querido» Alejandro —dijo Lisa—, nadie lo oiría. De modo que mi consejo es que responda a estos caballeros con la mayor tranquilidad posible. Es el momento de demostrar sus aptitudes de diplomático. ¿Estamos de acuerdo entonces? ¿Nada de gritos?
El prisionero dijo que no con la cabeza.
Inmediatamente, Adalbert se arrodilló también, desató el fular y liberó la boca del conde, mientras Aldo contemplaba no sin sorpresa este nuevo aspecto de su antigua colaboradora: Lisa parecía meterse con facilidad en la piel de una justiciera fría, decidida y tal vez implacable.
Golozieny tuvo la misma sensación, pues no sólo no gritó, sino que todo cuanto logró decir fue:
—Usted, Lisa..., ¿usted me trata como a un enemigo?
—Le trato como espero que sean tratados los que han secuestrado a Elsa Hulenberg y asesinado a sus sirvientes.
—¿Acaso yo formo parte de ellos?
—Si no es así —intervino Morosini—, explíquenos qué fue a hacer la noche del 6 al 7 de noviembre a la villa comprada por la señora Hulenberg, después de haber mantenido una entrevista que deseaba que fuera secreta en este castillo de Rudolfskrone?
La mirada que el prisionero alzó hacia su acusador reflejaba un miedo sincero, pero sólo fue un destello. Casi inmediatamente, bajó de nuevo los pesados párpados arrugados.
—Pueden hacerme todas las preguntas que quieran. No pienso responder a ninguna.
La declaración de Golozieny provocó un minuto de silencio que los demás protagonistas de la escena calibraron cada cual según su temperamento. El primero en reaccionar fue Adalbert:
—Una actitud muy digna, pero me extrañaría que lograra mantenerla mucho tiempo.
—No sé qué podría hacérmela cambiar.
—Enseguida lo verá. A mi amigo Morosini y a mí no nos gusta que las cosas se alarguen, y desde que tuvo la amabilidad de depositar un mensaje en el plato de la señora Von Adlerstein, hasta tenemos tendencia a ponernos nerviosos.
La protesta de Alejandro fue inmediata y furiosa:
—No he sido yo quien ha depositado el ultimátum.
—Como no quiere responder a nuestras preguntas, no le preguntaremos quién ha sido y, por lo tanto, daremos por cierto que es usted el autor de ese regalo envenenado. Al igual que también daremos por cierto que es usted uno de los autores del doble crimen de Hallstatt y del secuestro de una mujer inocente. Así pues, no tenemos ninguna razón para tratarle de otro modo que no sea como culpable, lo que le causará algunos sinsabores.
—¡Yo no he matado a nadie! ¿Quién creen que soy? ¿Un esbirro?
—Lo que es, acaban de decírselo —intervino Aldo, que había comprendido el juego de su amigo—. Así que conteste al menos a esta simple pregunta: ¿prefiere morir deprisa o lentamente? Como no puede sernos de ninguna utilidad y el tiempo apremia, yo voto por un final breve.
—¡Eh, un momento! —dijo Vidal-Pellicorne—. Dada la gravedad del caso del señor, yo me inclinaría más bien por algo un poco... elaborado. Sin llegar al descuartizamiento en diez mil pedazos empleado por los chinos, que exige varias horas, vería con bastantes buenos ojos un suplicio al estilo del de san Sebastián adaptado a los gustos actuales. Podríamos empezar por una bala en la rodilla, por ejemplo, después una en la cadera, una en el vientre... y así sucesivamente.
—¿Está loco? —dijo Golozieny—. Y usted, Lisa, ¿permite que ese hombre desbarre en su presencia sin intervenir? Si lo hace, tiene que ser porque está segura de que esos hombres no harán nada semejante... Además, el ruido de las detonaciones atraería gente —Lisa le dirigió una sonrisa cargada de malicia.
—En esta región se oyen disparos de escopeta noche y día. En cuanto a las amenazas de Adalbert, si yo fuera usted, me las tomaría en serio.
—¡Vamos! ¿Y qué adelantarían matándome? Eso no les devolvería a Elsa.
—No, pero liberaría al mundo de un hombre falso, codicioso y enormemente aburrido. Yo sólo vería ventajas —concluyó la joven.
—¡Pero si le digo que no he matado, herido ni secuestrado a nadie! Usted sabe lo mucho que la aprecio, Lisa. ¿Qué debo hacer para convencerla de que no soy culpable?
—Decir la verdad. Yo deseo creer que no tiene las manos manchadas de sangre, pero quiero saber con todo detalle qué papel ha desempeñado en este triste asunto. ¡Y no intente mentir si quiere que siga dirigiéndole la palabra!
—Pero, Lisa, le juro...
—¡No jure! Y no olvide esto: si se niega a ayudarnos, suponiendo, cosa muy improbable, que le dejemos con vida, sepa que su situación se volverá insostenible. Mi padre, cuyo poder financiero conoce y del que sabe que mantiene buenas relaciones con nuestro gobierno, se encargaría de eso, ¿entendido?
Golozieny asintió con la cabeza y guardó silencio mientras, a todas luces, sopesaba las palabras que acababa de escuchar. La reflexión debió de resultar saludable, pues la mirada que alzó hacia Lisa reflejaba sumisión.
—Pregunten lo que quieran —dijo—. Contestaré.
—Una decisión muy sensata —aplaudió Morosini—. Gracias por su ayuda, Lisa. Bien, empecemos: ¿ha sido usted quien ha dejado la nota?
—Sí. Me la dieron esta tarde, mientras cazaba.
—¿Cuáles son exactamente sus relaciones con la señora Hulenberg?
—Oigan, si tenemos que hablar, preferiría hacerlo sentado en uno de esos bancos. Detesto estar tumbado a sus pies como un perro.
Los dos hombres accedieron a su deseo y lo instalaron donde quería, pero sin desatarlo.
—Ya está —dijo Adalbert—. ¿Qué hay de la baronesa?
Alejandro, súbitamente incómodo, volvió la cabeza para evitar la mirada de Lisa, de pie frente a él.
—Es mi amante... desde hace tres o cuatro años. Como saben, fue la segunda esposa del padre putativo de Elsa y considera que las joyas de ésta deberían haber pasado a sus manos como heredera del difunto Hulenberg. Se ha jurado recuperarlas.
—¿A costa de derramar sangre? —dijo Morosini con desprecio—. ¿Ya usted le ha parecido natural ayudarla en esa empresa criminal? ¿Qué le ha prometido? ¿Compartirlas con usted?
—Darme una parte. Poseen un enorme valor y, desgraciadamente, yo he perdido casi toda mi fortuna. Además, sólo podrían comprenderlo si la vieran. Es una... mujer muy bella, muy seductora, y confieso que me ha... hechizado.
Las carcajadas de Lisa sonaron en la habitación y distendieron un poco la atmósfera.
—Pero el sortilegio del que es cautivo no le impedía abrumarme con cumplidos... y correr detrás de mi dote. Eso es lo que se llama un sentimiento sincero.
—¡Por supuesto que lo es! Todos los hombres de nuestra clase han tenido amantes antes de enamorarse de una muchacha y proponerle matrimonio.
—Es usted un poco viejo para una muchacha —dijo Aldo—. Volvamos a nuestra bella amiga. Hemos visto en su casa a un hombre al que conozco muy bien y que, se lo confieso, no entiendo qué pinta aquí. Se trata del conde Solmanski.
Una auténtica sorpresa unida a algo que parecía esperanza se pintó en las facciones tensas de Golozieny.
—¿Lo conoce?
Morosini se encogió de hombros y se guardó el arma, que ya no hacía ninguna falta.
—¿Quién puede presumir de conocer a un personaje de esa clase? Hemos coincidido con él demasiadas veces para nuestra paz interior, pero es curioso que siempre aparezca, como por casualidad, en los lugares donde hay joyas fabulosas y que siempre intente apoderarse de ellas utilizando los medios menos ortodoxos. Dicho esto, repito la pregunta: ¿qué hace en Ischl y en casa de la baronesa?
—¡Todo! ¡Lo hace todo! —dijo el prisionero con una rabia fruto sin duda del rencor acumulado—. Es el dueño y señor... Desde que ha llegado, Maria sólo lo escucha a él. El ordena, él decide, él... ejecuta. Los demás sólo pueden callar y obedecer.
—¡Qué curioso! —observó Adalbert—. ¿Y en calidad de qué? ¿De jefe de la banda? No habrá aparecido un buen día en casa de esa mujer proclamando su soberanía sin más ni más...
—No. Maria me había hablado en varias ocasiones de su hermano, pero no imaginaba que fuera así.
—¿Su hermano? —dijeron al unísono los dos hombres?
—Sí. Maria es polaca, pero durante muchos años no había mencionado a su familia. Por desavenencias, creo. Hasta que de pronto un día me habló de ella. Fue el año pasado, cuando se celebró ese juicio por la muerte de Eric Ferráis que causó tanto revuelo en Inglaterra. A Maria le afectó bastante, y fue entonces cuando me habló de su hermano...
—Y antes de casarse con Hulenberg, ¿se llamaba Maria Solmanska?
—Sí, supongo... ¿Cómo iba a llamarse si no?
Morosini y Vidal-Pellicorne intercambiaron una rápida mirada. Ellos sabían perfectamente que las cosas podían presentar un aspecto diferente, puesto que Solmanski no era polaco ni por asomo, sino ruso, y su verdadero apellido era Ortchakov. Había, pues, muchos motivos para pensar que los vínculos entre él y la baronesa —suponiendo que ésta fuera polaca— fueran de una naturaleza que no tenía nada que ver con la fraternidad. Lisa, por su parte, manifestó en ese momento su opinión personal:
—Tendré que preguntárselo a la abuela, pero yo nunca le he oído decir que la madrastra de Elsa fuese extranjera.
—Por el momento, eso es secundario. Lo importante es la propia Elsa. Hay que encontrarla, y deprisa. Supongo —añadió Morosini acercándose de nuevo al prisionero— que sabe dónde está.
Este no contestó e incluso, en un gesto defensivo bastante pueril dadas las circunstancias, apretó los dientes.
—¡Ah, no! —dijo Aldo, irritado, sacando el arma—. No irá a empezar otra vez... ¡O habla o le juro que no vacilaré en disparar!
—Un momento —intervino Adalbert—. Tengo que decirle una cosa. Después, haz lo que quieras. Si he entendido bien sus palabras, querido conde, no le tiene mucho cariño a Solmanski, ¿verdad? Yo incluso diría que le tiene miedo. ¿Sí o no?
El conde dirigió hacia él una mirada de desesperación.
—Sí, odio a ese hombre. De no ser por él, habríamos logrado nuestros fines sin que corriera la sangre, pero él es un bárbaro...
—Entonces, cambie de bando —propuso Lisa—. Todavía no es demasiado tarde. Díganos dónde tienen encerrada a Elsa, y cuando entreguemos a sus cómplices a la policía, nos olvidaremos de usted. Tendrá tiempo de escapar.
—¿Para ir adonde?'-repuso él, recuperando la rabia anterior—. Habré perdido mi parte de las joyas y...
—Una parte que no tiene ninguna seguridad de que recibirá —lo interrumpió Aldo—. Solmanski no es amigo de compartir.
—Habré perdido también mi posición, puesto que tendré que huir.
—Quizá podamos arreglar eso —dijo Lisa—. En el peor de los casos, mi padre podría ofrecerle una compensación. Falta saber qué valor concede a su amante. Si la quiere, comprendo que sienta cierta angustia.
—¡Yo sólo la quiero a usted! Quería rehacer mi fortuna por usted. Piense lo que piense, me casaría sin dote si usted quisiera.
—¡Bravo! —aplaudió Adalbert—. ¡Eso son sentimientos, eso es amor puro! Bueno..., no del todo, si se consideran los medios empleados. Pero no nos desviemos de la cuestión: ¿dónde está la señorita Hulenberg?
—¡Vamos, hable! —ordenó Lisa al percibir una nueva vacilación—. Si no, le juro que antes de una hora estará en manos de la policía.
—Y no en muy buen estado —añadió Morosini, acercando a una rodilla de Golozieny el cañón del revólver. Su mirada implacable decía claramente que no bromeaba. El conde emitió una especie de gorgoteo y puso los ojos en blanco, pero su instinto le decía que no estaba tratando con asesinos y que quizá, si aguantaba...
Su última esperanza se desvaneció cuando, desde la puerta del cobertizo, una voz glacial ordenó:
—¡Dispare, príncipe! ¡Ese lamentable señor ya les ha hecho perder bastante tiempo!
Pese a la bata y al hecho de que se apoyaba con una mano en el bastón y con la otra en el brazo de Friedrich von Apfelgrüne, forrado de loden verde de la cabeza a los pies, la señora Von Adlerstein presentaba un notable parecido con la estatua del Comendador. Al reconocerla, Golozieny profirió un gemido de dolor. Si confiaba en conservar una posibilidad por ese lado, acababa de verla volatilizarse.
—¿Cómo es que estás aquí, abuela? —preguntó Lisa.
—Es a ti a quien habría que preguntarte eso, cariño. Deberías estar en la cama. En cuanto a nuestra común presencia —añadió, dirigiendo una mirada severa a su sobrino nieto—, se debe por completo al querido Fritz. Siguiendo su costumbre, ha llegado sin avisar y a una hora de lo más intempestiva. Para no dormir fuera, ha despertado a toda la casa, y ha sido entonces cuando he visto desde mi habitación que aquí había luz. Le he ordenado que me acompañara, y así es como hemos podido ser discretos testigos de una escena muy interesante. Por una vez, Fritz, tus tonterías han servido para algo.
—Gracias, tía Vivi. ¿Cómo estás, Lisa?
—De maravilla, como ves. Pero, si se nos interrumpe cada cinco minutos, no averiguaremos nunca dónde tienen escondida a Elsa.
Tras un breve saludo, Aldo ofreció su arma a la anciana dama:
—Después de todo, es su primo, condesa. Le corresponde a usted el honor.
La condesa ya estaba cogiendo el revólver con mano firme cuando Golozieny se rindió:
—Está en una casa cerca de Stobl, en Wolfgangsee, pero les aseguro que no es tratada como una prisionera. Incluso ha ido por voluntad propia...
—¿A quién pretende hacer creer eso? —dijo, indignado, Aldo—. ¿Por voluntad propia, pasando por encima de los cadáveres de sus allegados? ¿Acaso está loca de atar?
—No. Digamos que no tiene los pies en el suelo. Bastó decirle que su caballero la llamaba, que había mandado buscarla y que, en realidad, sus sirvientes sólo estaban allí para impedir que se reunieran.
—¿Y nadie se ocupa de ella?
—Por supuesto que sí. Hay una mujer a su servicio, y los dos sirvientes que Solmanski ha traído consigo la vigilan día y noche.
—Pero habrá visto que su amigo no ha aparecido —dijo la condesa—. ¿O es que ha encontrado a Rudiger y lo ha enrolado en su empresa criminal?
—Nos habría resultado muy difícil. Murió a consecuencia de las heridas poco después de acabar la guerra..., pero yo conocía su romance con Elsa mucho antes de que usted me lo contara. Rudiger era uno de los mejores agentes de Francisco José...
—¡Diga el Emperador cuando hable de él! —lo interrumpió la señora Von Adlerstein, que añadió con todo su desprecio—: No reconozco a un canalla como usted el derecho de llamarlo por su nombre. ¡Continúe! ¿De dónde venían las cartas que transmití a Elsa? ¡Y míreme, por favor! Cuando se ha engañado hasta ese extremo a la gente, hay que tener el valor de afrontar su mirada.
Muy lentamente, como si temiera ser fulminado cuando sus ojos encontraran los de su prima, fulgurantes, Golozieny levantó la cabeza.
—No me abrume, Valeria. Confesaré todo lo que quiera, sobre todo que era un instrumento en manos de Maria Hulenberg. Era... era yo el que escribía las cartas. No me resultaba difícil; había encontrado en la Cancillería algunas notas escritas por Rudiger. Queríamos apoderarnos de Elsa para hacernos con sus joyas.
—Ella sólo llevaba el águila del ópalo.
—Sí, pero habríamos conseguido las otras con el medio que acabamos de emplear. Desgraciadamente, hasta ahora el secuestro ha fracasado. En la Ópera la atrapamos... y se nos escapó. En lo que a mí respecta, lo que debía hacer era averiguar dónde vivía, pero usted lo mantenía muy en secreto y no podíamos vigilarla todo el año.
—¡Y pensar que es de mi misma sangre y que confiaba en usted! —dijo la anciana, volviéndose con repugnancia.
Lisa se acercó a ella y la abrazó.
—Deberías volver a casa, abuela.
—Tú también. Pero antes quiero saber qué vamos a hacer con Alejandro. Lo mejor, creo yo, es llamar a la policía.
—No, eso no —dijo Aldo—. Sus cómplices deben ignorar que está en nuestras manos. Lo mejor sería dejarlo encerrado hasta que todo haya acabado. Para empezar, todavía tenemos que hacerle algunas preguntas, aunque sólo sea sobre el emplazamiento exacto de la casa. Lo que nos ha dicho me parece un poco vago...
—Yo ser capaz de encontrar —intervino Fritz—. Yo conocer zona a la admiración.
—¡Por el amor de Dios, Fritz, habla en alemán! —exclamó Lisa—. La situación ya es bastante difícil sin que haya que descifrar tu francés chapurreado.
—Como quieras —masculló el joven, decepcionado—, pero es verdad que conozco esta región como la palma de mi mano. Recuerda que mis padres tenían una casa aquí cuando yo era pequeño. Tú viniste varias veces.
No tuvo, efectivamente, ninguna dificultad en obtener una descripción del lugar que pareció llenarlo de satisfacción, pues iba a permitirle quedar bien delante de su amada.
—Sé exactamente dónde está —dijo, dedicando a su prima una sonrisa triunfal—. Podemos ir inmediatamente. No hay más de una decena de kilómetros.
Dada su situación, podían esperarse cualquier manifestación del prisionero salvo oírlo reír. Una risa, todo hay que decirlo, bastante cavernosa.
—Si van, se exponen a provocar una catástrofe. La casa está minada.
—¿Minada? —dijo Adalbert—. ¿Qué quiere decir?
—Muy sencillo: si se acerca la policía, o unos visitantes demasiado curiosos, las personas que vigilan a su querida Elsa la harán saltar por los aires mediante una bomba con mecanismo de relojería que les dejará tiempo para huir por el lago.
El sentimiento de horror que se apoderó de todos se tradujo en un profundo silencio. Las dos mujeres miraban a aquel hombre emparentado con ellas con una especie de repulsión.
—¿Cómo es, entonces, que no nos lo han advertido en la petición de rescate?
—Se lo dirán, sin precisar el sitio, en el mensaje que recibirán mañana por la noche..., o más bien esta noche.
—Mensaje que usted va a entregarnos, ¿no?
—Que yo estoy encargado de depositar, en efecto, después de haberlo recogido de cierto sitio. Creo que todavía van a necesitarme.
Su tono se había vuelto insolente, incluso burlón. El hombre estaba recobrando el aplomo, decidido a negociar lo que podía quedarle de futuro. Todos lo entendieron a la perfección, pero fue la anciana dama quien se encargó de contestarle.
—Usted verá en qué lado de las tostadas le queda un poco de mantequilla.
—Yo puedo asegurarle —dijo Morosini— que en el lado de sus amigos ya no queda ni rastro. Si es que la hubo alguna vez, teniendo en cuenta que Solmanski anda por medio.
—Mientras se decide —dijo Apfelgrüne bostezando de tal modo que parecía que se le iba a desencajar la mandíbula—, ¿es preciso que acabemos la noche aquí?
—No —decidió la condesa—. Vamos a llevar a este hombre al castillo, donde permanecerá bajo vigilancia hasta que termine este drama. Caballeros —añadió, volviéndose hacia el italiano y el francés—, me gustaría, si es posible, que se quedaran con nosotros. Puesto que todavía no podemos entregarlo a la policía, creo que su ayuda nos es indispensable.
Inclinándose y declarándose a su entera disposición, Aldo pensó que, si en alguna parte de Europa o en otro sitio necesitaban una reina, esa mujer podría desempeñar el papel mucho mejor que otra nacida sobre los peldaños de un trono. Desprendía ese fluido soberano que atrae la abnegación, hasta el punto que, en lo que respectaba a él, llegaba a olvidar el ópalo para pensar únicamente en complacer en todo a aquella grandísima dama. Adalbert debía de experimentar el mismo sentimiento, pues cuando se fue para ir al hotel, avisar de su ausencia y coger lo necesario para una breve estancia, susurró a su amigo:
—Esta será una noche señalada en mi vida. Tengo la impresión de haber cambiado de siglo y de encontrarme en la piel de un paladín de los tiempos antiguos. Me vería bastante bien con armadura plateada, cabalgando en un blanco corcel y empuñando una espada reluciente. Tenemos que liberar a una princesa cautiva... y perder toda posibilidad de recuperar el ópalo, pero curiosamente eso me da igual.
A la mañana siguiente, Morosini, a pesar del horrible tiempo que hacía desde las cuatro de la madrugada, decidió ir a localizar la casa que Fritz afirmaba poder identificar. Un auténtico diluvio inundaba el paisaje, emborronando formas y colores, circunstancia que iba a permitir que su pequeño Fiat gris con la capota levantada pasara inadvertido. Al igual que sus pasajeros: Fritz y él, vestidos con prendas de piel, con la cabeza cubierta y gafas, estaban irreconocibles.
—Intente abrir bien los ojos —recomendó Aldo a su compañero—, porque sólo pasaremos una vez por la carretera. He localizado un camino con algunos baches, pero que nos permitirá regresar bastante directos.
Encantado en su fuero interno de la atmósfera tensa y misteriosa que reinaba en Rudolfskrone, y todavía más de compartirla con Lisa, el joven aseguró que no le hacía falta más. Y en efecto, pasado Strobl, señaló sin vacilar un edificio parcialmente construido sobre pilotes y situado en el comienzo de la punta de Pürglstein.
—¡Mire, ahí está! Es imposible equivocarse. Esa barraca fue construida hace tiempo por un apasionado de la pesca que se habría instalado en medio del lago si se hubiese atrevido.
—Hay que reconocer que también tenía buen gusto. Escogió uno de los rincones más bonitos del lago, que no son pocos.
El lago de Saint-Wolfgang es quizás el más amable de los que se encuentran en el interior de Salzburgo y, pese a las ráfagas de lluvia que obligaban a Aldo a sacar con regularidad un brazo para limpiar el parabrisas, su encanto permanecía intacto. En cuanto a la casa parda y achaparrada, con los pies metidos en el agua y el trasero apoyado en medio de las margaritas otoñales y de los pequeños crisantemos amarillos, era de las que daban ganas de pararse un momento.
—Curioso lugar para tener a alguien encerrado —pensó Morosini en voz alta—. Uno se esperaría algo menos amable. Yo habría creído más bien que la baronesa la metería en su bodega.
Entonces pudo constatar que a veces Fritz razonaba correctamente:
—Si también hay que poner una bomba, es preferible irse un poco más lejos. Además, esto está aislado y no debe de ser posible acercarse a la casa sin ser visto. No hay ni un arbusto en el jardín.
—Tiene toda la razón; no sé cómo no se me ha ocurrido. Debo de estar empezando a envejecer.
—Ah, desgraciadamente, eso no tiene remedio —dijo el joven con una convicción que le habría valido una mirada de odio si a Morosini no le hubiera sido imposible apartar los ojos de aquella carretera sinuosa, resbaladiza y llena de baches.
—Volvamos —gruñó éste—. Tenemos que ver si hay noticias.
Las había.
El sistema de correspondencia empleado por Golozieny y sus cómplices era sencillísimo y se remontaba a la noche de los tiempos: un hueco en un árbol en la linde del parque, donde resultaba de lo más fácil dejar una nota o cogerla. El diplomático había encontrado la nota depositada allí cuando salió a cazar, y por la noche, durante su paseo nocturno, había anunciado a sus cómplices que las cosas iban sobre ruedas, sin imaginar ni por un instante el nubarrón que estaba a punto de estallar sobre su cabeza.
Como no podían dejarlo ir de aquí para allá por el parque con una escopeta al hombro, Adalbert se puso su traje de caza, se caló hasta las cejas el sombrero adornado con un penacho y se levantó el cuello, sujeto con una bufanda, del amplio loden impermeable que envolvía el conjunto. Lloviendo como llovía, era poco probable que alguien se tomara la molestia de observar sus movimientos, pero siempre era aconsejable tomar las máximas precauciones. Lisa, que conocía el árbol en cuestión desde su infancia, le sirvió de guía, vestida de chico e interpretando el papel de sirviente encargado de llevar las escopetas.
La expedición fue breve. No vieron ni un alma, encontraron lo que habían ido a buscar y, como la lluvia arreciaba, se apresuraron a regresar al castillo como si fueran cazadores desanimados por el mal tiempo.
El mensaje, destinado a ser depositado en el secreter de la señora Von Adlerstein, era un poco más explícito que el primero y contenía, además de la cita esperada, una sorpresa: era Golozieny quien debía ir, acompañando a su prima Valeria, a llevar el rescate, a cambio del cual devolverían a Elsa a su protectora. Este último detalle tuvo la virtud de poner a Aldo fuera de sí.
—¡Es increíble! ¡Y cómodo! Si no hubiéramos desenmascarado a Alejandro, esa gente apostaba sobre seguro. Recuperaban a su cómplice y no tenían más que irse tranquilamente a repartir entre ellos el botín. Sin contar con que quizá pidieran un rescate para devolver al inefable primo, convertido en rehén.
—No se deje llevar por su imaginación italiana, querido príncipe —dijo la anciana dama—. Para este desgraciado era mucho más provechoso continuar interpretando el papel de pariente afectuoso, puesto que acariciaba la idea de casarse algún día con Lisa.
—Está totalmente descartado que vayas sola con él, abuela —intervino ésta—, porque, sabiendo la fortuna que mi padre y yo estaríamos dispuestos a pagar por tu liberación, quizá fuese a ti a quien secuestraran.
—Tranquila, no irá sola —dijo Morosini—. Puesto que la cita es a unos kilómetros de aquí, habrá que ir en coche, y su limusina me parece el vehículo más indicado porque me permitiría ir escondido.
—¿Y y o? —protestó Adalbert—. ¿Qué hago y o? ¿Me voy a la cama?
—No me olvide tampoco a mí —dijo Fritz.
—No olvido a nadie. Creo que somos suficientes para salvar a la señorita Hulenberg y sus joyas al tiempo que ponemos fin a las actividades de un verdadero bandido. Si he entendido bien, el lugar escogido para el intercambio está cerca del lago de Saint-Wolfgang, es decir, no muy lejos de la casa que hemos localizado hace un rato.
—Exacto —dijo Lisa—. Como ignoran que nosotros sabemos dónde tienen escondida a Elsa, prefieren que no sea ni cerca de la villa de la baronesa ni de la nuestra. Además, suponiendo que surja alguna complicación, el lago permite escapar hacia uno u otro lado, o incluso en barca...
—No le den más vueltas —dijo la señora Von Adlerstein—. Puesto que nos devuelven a Elsa, lo mejor es obedecer.
Una gran lasitud se leía en su semblante, hasta el punto de que Lisa propuso hacerse pasar por ella para evitarle la última prueba que tendría que afrontar esa noche, pero ella se negó.
—No tenemos la misma silueta, cielo. Tú eres mucho más alta. Voy a descansar un poco y espero poder interpretar dignamente mi papel en esta espantosa obra. Ante todo, hay que salvar a Elsa... a cualquier precio. Aunque tenga que quedarse sin las joyas. Más vale perder eso que la vida, y tal vez así la dejen por fin tranquila. Tenga eso muy presente, príncipe, y no corra riesgos innecesarios.
—¿Tranquila? Abuela, ¿tú crees que lo estará cuando se entere de que Franz Rudiger está muerto?
—Lo creyó durante mucho tiempo. De todos modos, haremos lo posible por ocultárselo. Supongo —añadió la anciana con una amarga tristeza— que de ahora en adelante podrá ir a escuchar el Rosenkavalier sin correr peligro.
Morosini pensó que todavía faltaba mucho para eso.
Por la tarde, el jefe de la policía de Salzburgo se presentó en el castillo con la esperanza de hacer avanzar una investigación que sus subordinados no sabían por dónde coger a causa del secreto absoluto en el que debía llevarse a cabo. A petición del burgomaestre de Hallstatt primero, y de la señora Von Adlerstein después, la prensa había sido mantenida al margen, y como en el pueblo nadie había visto nada, a todo el mundo le parecía más prudente no decir nada..., suponiendo que hubiera algo que decir.
Así pues, las esperanzas del alto funcionario se hallaban depositadas en Lisa, testigo privilegiado. La joven lo recibió en el saloncito de su abuela, tendida en la chaise longue, con una manta sobre las piernas y cara doliente, pero el policía no pudo sacarle gran cosa. Se encontraba mejor, desde luego, pero no podía sino repetir lo que ya había dicho: mientras pasaba unos días en casa de una amiga de su abuela que vivía muy apartada del mundo, se había encontrado con la terrible sorpresa de ver la casa tomada por unos hombres armados y enmascarados, que habían matado a los sirvientes de Fraulein Staubing y raptado a ésta, después de haberla dado a ella por muerta. Semejante aventura sobrepasaba su entendimiento y no lograba comprender cuál podía ser la causa de una agresión tan brutal como inesperada.
—Esa gente vino a robar, pero ¿por qué han secuestrado a esa pobre mujer? —dijo entre lágrimas, a modo de conclusión.
—Seguramente lo han hecho con la esperanza de obtener un rescate, puesto que al parecer esa mujer es rica. ¿No han recibido ninguna noticia?
—Ninguna. Mi abuela se lo confirmará. Aunque tampoco se encuentra bien y le rogaría que no interrumpiera ahora su descanso. Ni ella ni yo sabemos absolutamente nada. Las dos estamos desconsoladas, Herr Polizeidirektor, y muy preocupadas.
—No tienen por qué, teniéndome a mí aquí —afirmó el hombre, que medía lo mismo de ancho que de largo. Sacaba pecho, encantado de operar entre la alta aristocracia. Lisa temía que apostara hombres en todos los rincones de la casa, pero se limitó a darle su tarjeta de visita, en el que figuraba su número de teléfono particular, recomendándole que no dudara en llamarlo si se producía el menor acontecimiento. No obstante, la joven sintió un verdadero alivio cuando lo vio marcharse.
Eran más de las once de la noche cuando el Mercedes de la condesa, conducido por un Golozieny más muerto que vivo, salió de Rudolfskrone sumido en la oscuridad. Aprovechando que a última hora de la tarde se había levantado un fuerte viento, la señora Von Adlerstein había ordenado que todas las luces quedaran apagadas cuando los criados se hubieran retirado.
Poco después, al volante del Fiat de Aldo, Adalbert salió también en compañía de Fritz. Los dos iban a situarse en el lugar que habían considerado más adecuado, después de haberlo debatido ampliamente con Morosini antes de cenar. Tan sólo Lisa se quedaba en casa, de muy mala gana, bajo la protección de Josef. Una sorprendente sensatez obtenida no sin dificultad: Aldo había tenido que desplegar toda su elocuencia para convencerla de que permaneciera al margen, y ante la inquietud que manifestaba, Lisa había acabado por ceder.
—Necesito tener la mente clara, y no podré tenerla si debo preocuparme por usted. Apiádese de mí, Lisa —suplicó, sin esperanzas de ver borrarse el frunce de terquedad de su frente y las nubes de su mirada borrascosa—, y comprenda que todavía no se encuentra en condiciones de correr una aventura tan peligrosa.
Ella cedió de repente, pero él no imaginó que su mano firme y cálida apoyada en ese instante en el hombro de la joven acababa de convencerla mucho más que un largo discurso.
El punto de encuentro se hallaba en la linde del bosque: una encrucijada de caminos, señalada con una de esas pequeñas capillas aisladas que suele haber en las zonas montañosas, un poste de madera clavado en el suelo, con un tejadillo que protege una imagen santa o un crucifijo. Allí había una imagen de san José, patrón de Austria, dominando un vasto paisaje. El lugar, apartado de toda vivienda, estaba desierto.
El gran coche negro se detuvo. Apagaron los faros, que habían encendido al llegar a la carretera.
Golozieny apartó las manos del volante, se quitó los guantes y se puso a frotarse los dedos, helados, sin conseguir que dejaran de temblar. El silencio y la noche lo rodeaban ahora, sin aportarle la menor calma. ¿Cómo olvidar a la anciana dama vestida de negro que ocupaba el asiento trasero, tan erguida y orgullosa como si fuera a una recepción de la Corte? ¿Cómo olvidar sobre todo que, bajo la manta extendida sobre sus rodillas, el príncipe Morosini estaba agazapado a sus pies, armado hasta los dientes y dispuesto a disparar contra él, Alejandro, en cuanto hiciera el menor gesto sospechoso, en cuanto dijera una sola palabra?
Era la primera vez que se sentía cansado y viejo. Sabía que, cuando saliera el sol, no quedaría nada de sus esperanzas de fortuna, durante tanto tiempo acariciadas.
Notó movimientos detrás de su asiento. El italiano debía de haberse incorporado para echar un vistazo a los alrededores. La voz amortiguada de Valeria murmuró:
—Yo no veo nada. ¿Es el lugar indicado?
—Sí —oyó responder—, pero hemos llegado un poco pronto.
Bajó una de las ventanillas para dejar entrar el aire frío de la noche e intentar distinguir el ruido de un motor, pero sólo oyó el ladrido lejano de un perro y luego la voz de Morosini:
—Ya son las once y media. ¿Cómo es que todavía no están aquí?
Acababa de hablar cuando una linterna se encendió bajo los árboles a unos cincuenta metros, se apagó y volvió a encenderse.
Esos breves destellos atrajeron la atención de los que esperaban, lo que les impidió ver salir de detrás del parapeto en el que se apoyaba el oratorio a dos personajes. Cuando se percataron de su presencia, ya estaban delante de la capilla.
Había un hombre alto y una mujer cuya silueta a Morosini le pareció familiar: su porte y sus largas ropas eran las del fantasma que había visto en el panteón de los capuchinos, en Viena.
—¡Mire! —dijo la condesa—. Están ahí..., y ésa es Elsa. ¡Vamos, Alejandro!
Abrió la portezuela y bajó por el lado menos visible del coche, lo que permitió a Aldo deslizarse, oculto por su falda, hasta el suelo. Sin cerrar, avanzó hasta situarse delante del radiador mientras Golozieny, después de haber cogido una bolsa de viaje que tenía al lado, iba a reunirse con ella.
—¡Bien! ¡Aquí estamos! —gritó la anciana—. ¿Qué tenemos que hacer?
Una voz de hombre con acento extranjero que Morosini creyó reconocer como la de Solmanski le respondió:
—Quédese donde está, condesa. Teniendo en cuenta que se habría jugado la vida si hubiera avisado a la policía, sólo hemos exigido su presencia como garantía. Puede subir al coche...
—¡No sin la señorita Hulenberg! Nosotros traemos lo que nos ha pedido. Devuélvanosla.
—Dentro de un momento. ¡Acérquese, conde Golozieny! ¡Venga hasta aquí!
—Cuidado —susurró Aldo—. Sabe lo que le espera si decide unirse a ellos. Y yo tengo una vista de lince, así que no fallaré.
Golozieny respondió con un encogimiento de hombros lleno de lasitud y, tras dirigir una mirada angustiada a su prima, echó a andar lentamente, arrastrando un poco los pies. Morosini pensó que parecía que fuese al cadalso y casi lamentó su última amenaza. Golozieny era un hombre acabado.
El emisario tenía que dar unos treinta pasos para llegar a donde estaba la pareja. El desconocido sujetaba a su compañera por debajo de los brazos, como si temiera que se desplomase o que se escapara. En cualquier caso, ella no se movía.
—¡Pobre Elsa! —murmuró la condesa—. ¡Qué trago!
Golozieny llegó ante el secuestrador y de repente se produjo el drama. Solmanski soltó a la mujer y, al tiempo que le tendía la bolsa de las joyas, sacó una pistola y disparó a quemarropa contra el diplomático. El desdichado se desplomó sin proferir un grito mientras su asesino se reunía con la mujer, que se había refugiado detrás de un alto terraplén. Entonces se oyó una risa burlona.
Morosini tardó en darse cuenta de que el coche de los bandidos estaba mucho más cerca de lo que imaginaba y, sin perder un segundo, echó a correr empuñando el arma, pero al llegar tras el parapeto herboso recibió en plena cara el doble haz luminoso de unos potentes faros. Al mismo tiempo, el automóvil salió disparado y él tuvo que echarse hacia atrás para que no lo atropellara. Se levantó de un salto y disparó, pero el automóvil ya había alcanzado la carretera y se perdía de vista. Lo único que se podía hacer era intentar perseguirlo con el coche de la condesa. Sin embargo, cuando regresó hacia el pequeño monumento votivo, encontró a ésta arrodillada junto a su primo, tratando de reanimarlo.
—Es inútil, condesa, está muerto —dijo Morosini, que se había agachado para examinarlo—. Ya no se puede hacer nada por él salvo atrapar a su asesino.
—Pero no podemos dejarlo aquí...
—Eso es justo lo que tenemos que hacer. La policía debe encontrarlo donde ha caído. Jamás hay que tocar el cadáver de una persona asesinada.
Sin querer escuchar ninguna objeción más, la condujo hasta la limusina, la hizo subir y arrancó.
—Nos llevan demasiada ventaja. No... no conseguirá darles alcance —dijo la anciana dama, con la respiración entrecortada a causa de la emoción.
—¿Por qué no? Adalbert y Friedrich estarán esperándolos en el cruce con la carretera de Ischl a Salzburgo. En cualquier caso, Elsa ha cambiado de opinión sin pensárselo dos veces. ¡Curiosa forma de recuperar sus joyas! Si cree que se las van a dejar...
—Esa mujer no era ella. Me he dado cuenta cuando la he oído reír. Seguramente la baronesa Hulenberg se ha hecho pasar por ella.
—¿Está segura?
—Totalmente. Había uno o dos detalles en los que no me había fijado, pero que... ¡Dios mío! ¿Dónde estará?
—¿Dónde quiere que esté? En la casa del... ¡Cielo santo! ¿Hay algún atajo para llegar al lago?
Una idea horrible acababa de acudir a la mente de Morosini, tan espantosa que éste hizo un movimiento brusco que estuvo a punto de ser el último. El coche, que iba a toda velocidad, dio un bandazo y poco faltó para que se saliera de la carretera en la curva siguiente. La pasajera, sin embargo, no gritó. Su voz sólo sonó un poco quebrada cuando dijo:
—Sí... Encontrará... a mano derecha un camino de tierra con una barrera rota. Lleva hasta un poco más arriba de Strobl, pero dista mucho de ser bueno.
—Creo que podrá soportarlo —dijo Aldo con una imperceptible sonrisa burlona—. He estado a punto de matarla y no ha rechistado. ¡Tiene usted agallas, condesa!
Lo que siguió fue como una pesadilla y demostró la solidez del automóvil, lanzado por lo que parecía un camino de cabras. Brincando, saltando, dando tumbos, zarandeando a sus ocupantes como si fueran un ciruelo en agosto, avanzó dando unos botes que lo emparentaban con un caballo de rodeo y aterrizó en la pequeña carretera del lago, donde Morosini apretó todavía más el acelerador. El pináculo que coronaba la casa a la que quería llegar ya estaba a la vista.
Un minuto más tarde, detuvo el vehículo a cierta distancia del jardín salvaje y salió apresuradamente mientras gritaba a su compañera:
—¡No se mueva de aquí! ¿Entendido?
No se veía ninguna luz en las ventanas, pero el hecho de que la puerta, movida por las ráfagas de viento, estuviera abierta de par en par indicaba que la casa había sido abandonada precipitadamente, y Aldo temía saber la razón. Sin embargo, no dudó ni un segundo; hizo una rápida señal de la cruz y se abalanzó hacia el interior.
El tic-tac que oyó, amplificado por el miedo, se le metió en los oídos.
—¡Elsa! —llamó—. ¡Elsa! ¿Está aquí?
Un débil gemido le respondió. Guiándose por el sonido, avanzó entre las tinieblas —no había electricidad— hasta que tropezó con algo blando y estuvo a punto de caer encima. Había encontrado lo que buscaba. Solmanski y su banda no sólo habían matado a Golozieny, sino condenado también a la inocente a una muerte horrible.
—No tema. He venido a buscarla.
Sus manos palpaban un bulto alargado, hecho de mantas enrolladas y atadas de manera que a la persona que había dentro le resultara imposible levantarse e incluso ir arrastrándose hacia la puerta. Aldo llevaba un cuchillo, pero el mecanismo de relojería seguía sonando y temía perder demasiado tiempo. Así pues, tiró del bulto hasta la entrada, una vez allí lo levantó del suelo haciendo un gran esfuerzo —Elsa era alta y pesaba lo suyo— y consiguió ponérselo al hombro. Finalmente, salió, pero por un momento creyó que no lograría ir más lejos; el corazón se le salía del pecho y sentía que se ahogaba, pero el tiempo seguía apremiando. Se agarró un momento a las ramas de un seto para recuperar la respiración y, después de inspirar hondo una o dos veces, echó a andar en línea recta sin pensar en otra cosa que no fuera alejarse lo más rápidamente posible de la casa y llegar al coche, cuya silueta veía a una distancia que le pareció enorme.
Pensó que no lo conseguiría, pero de pronto vio una roca que no estaba a más de una veintena de metros. Tenía que llegar hasta allí, refugiarse detrás y desatar a la desdichada, que quizás estaba ahogándose. Sacó fuerzas de flaqueza y, apretando los dientes y tensando todos los músculos, echó a correr, subió una corta pendiente cuya hierba mojada le hizo resbalar, se agarró a un puñado de gramíneas, tiró, empujó y consiguió dejarse caer detrás de la roca con su compañera. Pensó que ésta debía de estar desvanecida, pues había permanecido inerte durante el penoso recorrido a través del jardín.
Para liberarla de las mantas que la envolvían, sacó el cuchillo y se puso a cortar las ataduras. Justo en el momento en que éstas cedieron, una violenta explosión desgarró la noche e instintivamente Aldo se arrojó encima de la mujer a fin de protegerla mejor. El cielo se incendió, se volvió rojo como en una de esas puestas de sol que anuncian viento. Morosini alargó el cuello para ver por encima de la roca: la casa había desaparecido; en su lugar, un enorme surtidor de llamas y chispas parecía brotar de las aguas del lago.
Casi inmediatamente, oyó una voz angustiada llamándolo. La condesa debía de creerlos muertos.
—¡Estamos bien! —gritó él—. ¡No tema! ¡Ahora la llevo!
La cabeza, cuyos largos cabellos se deslizaban entre las manos de Aldo, ya estaba libre. El reflejo del incendio permitió a su salvador distinguir los finos y delicados rasgos de una mujer de unos cuarenta años. Unos rasgos de una gran belleza, cuyo parecido con la emperatriz Isabel lo confundió, aunque al mismo tiempo comprendió por qué Elsa sólo aparecía con el rostro cubierto: un solo lado de su rostro estaba intacto; en el otro tenía una larga cicatriz que iba desde la comisura de los labios hasta la sien. Aldo recordó entonces que no era la primera vez que escapaba de un incendio.
De pronto, Elsa abrió los ojos: dos lagos de sombra que una súbita alegría hizo brillar.
—Franz... —murmuró—. ¡Por fin has venido!... Sabía que volveríamos a vernos...
Tendió las manos e intentó incorporarse, pero ese esfuerzo sobrepasó las pocas fuerzas que le quedaban, porque se desvaneció de nuevo.
—¡Vaya por Dios! —masculló Morosini—. ¡Sólo nos faltaba esto!
Afortunadamente, estaba recobrándose de su breve desfallecimiento. Había recuperado las fuerzas y, como valía más no eternizarse, recogió su fardo y acabó de subir hasta la carretera, donde la señora Von Adlerstein salió a su encuentro.
—¿La tiene? ¡Gracias, Dios mío! ¡Pero ha corrido usted un riesgo enorme!
—Creo que lo he conseguido gracias a sus oraciones, condesa. Ahora, si tuviera la bondad de ir a abrir la puerta del coche, me sería de gran ayuda. ¡Jamás habría pensado que una heroína de novela pudiera pesar tanto!
La anciana dama se apresuró a obedecer, no del todo tranquila todavía.
—¿No le han hecho daño? ¿Cree que está bien?
—Todo lo bien posible, por lo que he podido ver —suspiró Aldo, depositando a la mujer desmayada en el asiento trasero—. Por lo menos en el aspecto físico. El mental me preocupa más.
—¿Por qué?
—Me ha llamado Franz. ¿Acaso me parezco a ese mítico Rudiger?
La condesa, sorprendida, miró a su compañero más atentamente.
—Era alto y moreno, como usted, pero en lo demás no veo ningún parecido. Además, él llevaba bigote... No, la verdad es que no se le parece en nada. En cualquier caso, él era menos atractivo que usted.
—Es usted muy amable, pero, si no le importa, hablaremos de eso más tarde. Ya va siendo hora de que la lleve a casa.
—Y de que avisemos a la policía. ¡Sabe Dios cómo van a tomarse que hayamos tardado tanto en informarlos!
Morosini la ayudó a sentarse y a arreglar los pliegues de su largo vestido. No contestó enseguida, sino que esperó a estar al volante para decir:
—Creo que el hombre de Salzburgo ya sabe algo.
La primera reacción de ella fue de indignación.
—¿Cómo se ha atrevido? Ha sido una imprudencia...
—No. Era una precaución que más valía tomar y que habrá permitido, espero, arrestar a la banda de asesinos.
—¿Cómo lo ha hecho?
—Muy sencillo. Cuando el hombre de Salzburgo...
—Se llama Schindler.
—Bien, pues cuando ese tal Schindler se marchó de Rudolfskrone tras su entrevista con Lisa, se encontró con Adalbert... Pero tranquilícese, es un hombre más inteligente de lo que parece. Ya se había dado cuenta de que le estaban haciendo a usted chantaje. Su papel ha debido de reducirse a interceptar la carretera de Salzburgo, mientras que Adalbert y Fritz se ocupaban de la de vuelta a Ischl. Naturalmente, Vidal-Pellicorne no ha hecho la menor alusión al papel desempeñado por el conde Golozieny. Ahora está muerto y saldrá indemne de la aventura.
—¿Usted cree que, si los han pillado, sus cómplices no lo denunciarán?
—¿Cómo explicar, entonces, que les haya parecido oportuno matarlo sin dar ninguna explicación? Su situación va a ser delicada, sobre todo si añadimos la explosión de la casa.
Precisamente a causa de la explosión, Aldo se vio obligado a aminorar la marcha. Acudía gente de las granjas más cercanas, así como de Strobl, de donde llegaba un coche de bomberos haciendo sonar frenéticamente la campana.
En las inmediaciones de Ischl, encontraron una aglomeración formada por el Fiat, sus ocupantes y el coche del director Schindler más dos o tres policías. Al ver llegar a Morosini, Adalbert se precipitó hacia él, furioso:
—¡No hemos podido echarles el guante! ¡Nos han dado el esquinazo!
—¿Cómo es posible? ¿Nadie ha podido cerrarles el paso a esos miserables?
—No, ni nosotros ni la policía. Es para echarse a llorar...
—Sobre todo es increíble. ¿No han visto a nadie?
—Sí, hemos visto a la baronesa Hulenberg regresar de una cena en Saint-Wolfgang acompañada de su chófer. Se ha mostrado muy amable; hasta nos ha permitido registrar su coche, donde, por descontado, no hemos encontrado nada y desde luego ni una sola joya.
—Tal como están las cosas en este momento —intervino Schindler—, no tenemos nada contra ella y no hemos tenido más remedio que dejarla irse a su casa.
—¿Y qué ha sido del tercer criminal, el que hace media hora mató fríamente al conde Golozieny cuando éste acababa de entregarle las joyas? Haría bien en ir a echar un vistazo por allí arriba, Herr Polizeidirektor, en el cruce de San José. Hay un cadáver reciente...
El policía se apartó para dar unas órdenes mientras Aldo proseguía con amargura:
—El tercero era Solmanski, estoy seguro. Debe de andar por estos parajes con la bolsa de las joyas. Su amiga ha debido de dejarlo en un lugar tranquilo.
—Es posible que haya seguido la vía del tren que discurre junto al Wolfgangsee y cruza dos túneles antes de llegar a Ischl —dijo Schindler, que lo había oído—. El del Kalvarienberg mide 670 metros . Voy a registrarlo, aunque no tengo muchas esperanzas. Ha podido permanecer un rato escondido ahí y luego seguir a nado. Si es deportista...
—Es un hombre de unos cincuenta años, pero yo diría que está en forma. No obstante, debería interrogar a la baronesa, puesto que al parecer es su hermana. A todo esto —añadió Morosini en un tono acerbo—, ninguno de ustedes parece preocupado por la rehén.
—Por lo que veo, la han devuelto —dijo Adalbert dirigiendo un saludo a la condesa, sentada en la parte trasera del coche sosteniendo a Elsa, que parecía dormida.
—¡No ha sido tan fácil como crees! Por cierto, Herr Schindler, ¿no ha oído una explosión hace un rato?
—Sí, ya he enviado a alguien. ¿Era por la parte de Strobl?
—Era la casa en la que tenían prisionera a esa desdichada mujer. Gracias a Dios, hemos podido sacarla a tiempo. Caballeros, si no les importa, voy a llevar a la señora Yon Adlerstein y a su protegida a Rudolfskrone.
Tanto la una como la otra necesitan descansar, y además, Lisa debe de estar muy preocupada.
—Vayan, vayan. Nos veremos más tarde. Pero necesitaría una descripción minuciosa de ese tal Solmanski.
—El señor Vidal-Pellicorne le dará una muy precisa. Y a lo mejor la baronesa tiene una fotografía suya.
—Me extrañaría —dijo Adalbert—. Un hombre al que busca Scotland Yard no creo que deje que su cara decore los salones.
Morosini se marchó y al cabo de unos minutos el coche llegó al castillo, que esta vez estaba iluminado como para una fiesta. Lisa, envuelta en una gran capa verde, caminaba arriba y abajo delante de la casa. Parecía muy tranquila; sin embargo, cuando Aldo se detuvo y bajó, se arrojó en sus brazos llorando.
Adalbert empujó su taza de café, encendió un cigarrillo y apoyó los codos después de haberse apartado el mechón rebelde con un gesto maquinal.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Pensar —contestó Aldo.
—Hasta el momento, eso no nos ha llevado muy lejos.
Los dos compañeros habían regresado al hotel de madrugada. Su presencia en Rudolfskrone, adonde la señora Von Adlerstein había conseguido que trasladaran el cuerpo de su primo después de la autopsia, ya estaba fuera de lugar y quizás hubiera sido una molestia. Estaba también Elsa, cuyo estado nervioso necesitaba cuidados atentos antes de que pudiera responder a las preguntas del comisario Schindler.
Aldo hizo una seña a un camarero para que le sirviera otro café y, mientras esperaba, encendió también un cigarrillo.
—No —dijo—, y es una lástima. Lo lógico sería que fuéramos tras Solmanski, pero siempre y cuando supiéramos qué dirección ha tomado.
Hasta el momento no habían encontrado ni al conde ni las joyas, y el hecho de que el ópalo estuviera en manos del peor enemigo de Simon Aronov era lo que más les preocupaba.
—Podemos esperar un poco —dijo Adalbert, exhalando una larga voluta de humo azulado—. Schindler nos está agradecido por haberlo avisado. Quizás obtengamos algo de su investigación.
—Quizá.
Aldo no confiaba mucho en eso. Tenía la moral por los suelos. Aunque había tenido la suerte de salvar a Elsa, experimentaba una dolorosa sensación de fracaso. El Cojo le había puesto prácticamente en las manos la gema que buscaba; se la había señalado confiando en que él la consiguiera, y él había sido incapaz de hacerlo. Peor aún: quizá las indagaciones de Vidal-Pellicorne y él mismo en Hallstatt habían indicado a los asesinos el camino de la casa del lago. Esa idea le resultaba insoportable. Pero ¿cómo iba a saber que Solmanski ya estaba metido de lleno en el asunto? ¡Y a través de su hermana, nada menos! Ese hombre era el diablo en persona.
—No exageremos —dijo Adalbert, que parecía haber seguido en el rostro de su amigo el recorrido de su pensamiento—. Es un mal bicho capaz de lo peor, pero eso ya lo sabíamos.
—¿Cómo has sabido que estaba pensando en Solmanski?
—No era muy difícil adivinarlo. Cuando tus ojos tiran a verde, en general es que no estás pensando en un amigo... o una amiga. De todas formas, no entiendo por qué pones esa cara. El recibimiento de Lisa anoche fue bastante... prometedor, ¿no?
—¿Porque se echó en mis brazos? Eso fue porque sus nervios estaban al límite y yo fui el primero que llegó. Si Fritz o tú hubierais venido antes, habríais sido vosotros los que os hubierais beneficiado de ese desfallecimiento.
—Lo primero que hay que hacer es informar a Simon. A lo mejor él consigue localizar a Solmanski. Voy a ir a telegrafiar a su banco de Zúrich.
Estaba levantándose de la mesa para ir a hacer lo que había dicho cuando un botones se acercó a su mesa y le tendió a Aldo un sobre en una bandeja de plata. En el interior no había más de cinco palabras: «Venga. Ella quiere verlo. Adlerstein.»-Ya irás más tarde a correos —dijo, tendiéndole la nota a su amigo.
—Es a ti a quien llaman, no a mí —dijo éste con un matiz de pesar que no pasó inadvertido.
—La condesa no piensa en el uno sin el otro. En cuanto a... la princesa —desde que le había visto la cara, Aldo era incapaz de llamarla Elsa—, tú mereces su gratitud tanto como yo. Vamos.
Al llegar al castillo, encontraron a Lisa en lo alto de la gran escalera. Su sobrio vestido negro les sorprendió.
—¿Va a llevar luto por un primo lejano?
—No, pero hasta que se celebren mañana los funerales es más correcto. El pobre Alejandro no tiene familia, aparte de nosotras, así que la abuela le ofrece una tumba en el cementerio... Adalbert, va a tener que hacerme compañía —añadió, sonriendo al arqueólogo—. Elsa sólo quiere ver al que llama Franz. Es muy natural...
Había en sus palabras una nota de tristeza que a Morosini no le pasó inadvertida.
—¡Pero es absurdo! Según su abuela, no me parezco a ese hombre. ¿Por qué no la han sacado de su error?
—Porque ha sufrido demasiado —murmuró la joven con lágrimas en los ojos—. ¿Y si me atreviera a pedirle que le siga el juego, que no le diga la verdad?
—¿Quiere que me comporte como si fuera su prometido? —dijo Aldo, desconcertado—. No podré hacer una cosa así jamás.
—Inténtelo. Dígale... que tiene que volver a Viena, que... que debe someterse a una operación o... llevar a cabo otra misión, pero, por lo que más quiera, no le diga quién es. La abuela y yo tememos el momento en que se entere de que ha muerto. ¡Está tan débil! Cuando haya recuperado las fuerzas, será más fácil, ¿comprende?
Lisa le había cogido las manos a Aldo y las estrechaba entre las suyas como para transmitirle su convicción, su esperanza. Con un gesto lleno de dulzura, él se desasió, pero fue para apoderarse de los dedos de la joven y acercarlos a sus labios.
—¡Sería una abogada magnífica, querida Lisa! —dijo con su semisonrisa impertinente para ocultar su emoción—. Sabe perfectamente que haré lo que usted quiera, pero va a tener que ponerse a rezar, porque nunca he tenido dotes de actor.
—Piense en lo que ha sido su vida, mírela bien... y después deje hablar a su generoso corazón. Estoy segura de que se desenvolverá de maravilla. Josef le anunciará. Elsa está en el gabinete de la abuela.
Lisa iba a coger del brazo a Adalbert para conducirlo a otra estancia, pero Aldo la retuvo.
—Una cosa... indispensable. ¿Conocía Rudiger sus orígenes más que principescos?
—Sí. Elsa no quería que ignorase nada de ella. Por lo que yo sé, él le mostraba una tierna deferencia. Es una actitud que no podría pedirle a cualquiera, pero usted es el príncipe Morosini y no le dan miedo las reinas.
—Su confianza me honra. Haré cuanto esté en mi mano para no decepcionarla.
Un momento más tarde, Josef anunció:
—El visitante que esperaba Su Alteza.
A continuación salió después de hacer una reverencia. Aldo avanzó, dominado por un súbito nerviosismo, como si esa puerta diera a un escenario teatral y no a un saloncito tapizado de seda beis y caldeado por las llamas de una chimenea. Pese a su desenvoltura mundana, tuvo que hacer un esfuerzo para cruzar el umbral. Jamás había imaginado que un día se encontraría en una situación tan delicada. Y en cuanto su primer paso hizo chirriar las tablas del parqué, optó por inclinarse ante la imagen que sólo había entrevisto.
—Señora —murmuró con una voz tan ronca que en otro momento y en otro lugar se habría burlado de sí mismo.
Una risa fresca y ligera le respondió.
—¡Cuánta solemnidad, amigo mío!... Acérquese... ¡Tenemos tantas cosas que decirnos!
Al incorporarse tuvo la impresión de que veía doble: el rostro de la mujer que tenía enfrente, sentada en una butaca junto a la chimenea, era igual que el del busto de mármol situado a unos pasos de ella: el mismo perfil, la misma blancura. La dama de la máscara de encaje negro, el sombrío fantasma de la cripta de los capuchinos, iba esa noche de blanco: un fino vestido de lana la envolvía y un chal de muselina níveo, puesto sobre su cabellera trenzada en forma de corona, caía de manera que sólo dejaba ver la mitad intacta de su cara. Una de las manos de Elsa jugueteaba con el ligero tejido y de vez en cuando se lo acercaba a la boca, mientras que la otra estaba tendida hacia el visitante.
Éste no tuvo más remedio que acercarse. Sin embargo, sentía aumentar su incomodidad y su malestar, tal vez a causa del tono íntimo que empleaba la desconocida. Tomó la mano tendida hacia él, sobre la que se inclinó sin atreverse a tocarla con los labios.
—Perdone mi emoción —logró por fin murmurar—. Había perdido la esperanza de volver a verla algún día.
—Es verdad que la espera ha sido larga, Franz, pero no viene al caso lamentarlo, puesto que ha podido superar sus problemas de salud para venir en mi ayuda y salvarme de la muerte.
Aldo, desconcertado por un momento, recordó que supuestamente había sufrido cruelmente durante mucho tiempo a causa de las heridas recibidas en la guerra.
—Gracias a Dios, estoy mejor, y venía a verla cuando una voz secreta me guió hacia el lugar donde la tenían cautiva.
—No tenía conciencia de estar prisionera, puesto que me habían prometido llevarme a un lugar donde usted me esperaba. Hasta anoche no sentí miedo... y comprendí. ¡Dios mío!
Al ver que el terror invadía de repente la bella mirada oscura de Elsa, Aldo se emocionó, acercó un taburete a la butaca y le asió de nuevo la mano, que ahora temblaba.
—Olvide eso, Elsa. Está viva y eso es lo único que importa. En cuanto a los que se han atrevido a atentar contra su persona, a hacerle daño, tenga por seguro que haré todo lo posible para que reciban su castigo.
Los ojos de Elsa recobraron la serenidad y acariciaron a su interlocutor.
—¡Mi eterno caballero! Un día fue el de la rosa y ahora vuelve con la brillante armadura de Lohengrin.[11] —Con la diferencia de que usted no tendrá que preguntarme cuál es mi nombre.
—Y de que usted no se marchará. Porque ya no volveremos a separarnos, ¿verdad?
Había en la pregunta una nota imperiosa que no pasó inadvertida a Aldo. Pero ya se la esperaba, y también Lisa, que le había sugerido una respuesta:
—No mucho tiempo. Aunque tendré que volver pronto a Viena para... terminar el tratamiento médico que llevo recibiendo desde hace meses. Soy un hombre enfermo, Elsa.
—No lo parece. Nunca lo había visto tan apuesto. ¡Y qué bien ha hecho en quitarse el bigote! Yo sí que he cambiado mucho —añadió con amargura.
—¡No diga eso! ¡Está más hermosa que nunca!
—¿De verdad? ¿Incluso con esto?
Los dedos que llevaban un rato jugueteando nerviosamente con el velo blanco lo apartaron bruscamente, mientras Elsa volvía la cabeza para que él viera mejor la cicatriz, pendiente de la reacción de rechazo que temía y que no se produjo.
—Eso no tiene nada de terrible —dijo él con dulzura—. Además, estaba al corriente de lo que ha sufrido.
—¡Pero no había visto nada! ¿Continúa pensando que es posible amarme?
El observó un instante el brillo aterciopelado de los grandes ojos castaños, la masa sedosa de la cabellera rubia recogida en forma de corona, la finura de las facciones y la nobleza natural que ponía una especie de aureola alrededor de aquel rostro herido.
—Le juro por mi honor que no veo nada que se oponga a ello. Su belleza ha sido maltratada, pero quizás eso haya aumentado su encanto. Parece más frágil, luego más preciosa, y quien la amó antes no puede sino amarla más ahora.
—¿Todavía me ama, entonces? ¿A pesar de esto?
—No me ofenda poniéndolo en duda.
Atrapado sin darse cuenta en ese juego extraño y por esa mujer más extraña aún pero tremendamente poética, Aldo no tenía ninguna dificultad en transmitir a su voz el eco de un sentimiento cálido. En ese instante, sin duda confundiendo su deseo de salvarla por todos los medios y la atracción natural de un corazón generoso por un ser a la vez bello y desgraciado, amaba a Elsa.
Ella acababa de taparse la cara con las manos. Aldo comprendió que estaba llorando, seguramente de emoción, y prefirió guardar silencio. Fue ella quien habló:
—¡Qué tonta he sido, Dios mío, y que mal lo conocía! Tenía miedo, mucho miedo... cada vez que iba a la Ópera. Miedo de causarle horror. Pero deseaba tanto, necesitaba tanto volver a verlo... una última vez.
—¿Una última vez? ¿Por qué?
—Por esta cicatriz. Me decía que al menos tendría la dicha de verlo, de tocar su mano, de oír su voz... Después nos habríamos dado cita antes de despedirnos..., una cita a la que yo no acudiría. Y durante toda la entrevista, yo me habría negado a apartar la mantilla de encaje que me defendía tan bien... y que intrigaba a tanta gente.
—¿Cómo? ¿Sin siquiera permitirle... permitirme contemplar sus magníficos ojos? Cuando uno los mira, no ve nada más.
—¡Qué quiere!... Está claro que era una tonta...
Elsa levantó la cabeza, se enjugó los ojos con un pañuelito y, movida por el hábito, se arregló de nuevo el chal de muselina, pero sonreía.
—¿Se acuerda usted de aquel poema de Henrich Heine que me recitaba cuando paseábamos por el bosque vienés?
—Mi memoria ya no es lo que era —dijo suspirando Morosini, que apenas conocía la obra del romántico alemán por preferir la de Goethe y Schiller—. Incluso la perdí por completo durante una temporada.
—¡No puede haberlo olvidado! Era «nuestro» poeta, como también lo era de la mujer que más venero en el mundo —añadió, volviendo su mirada húmeda hacia el busto de la emperatriz—. ¡Vamos! ¡Inténtelo conmigo!
Tienes diamantes, perlas
y todo cuanto se puede desear...
»¿De verdad no se acuerda de cómo sigue?
Aldo hizo un gesto de impotencia confiando en que fuera una disculpa válida. Estaba sufriendo una auténtica tortura.
—Voy a continuar un poco y verá cómo los versos acuden a su mente, estoy segura:
Tienes los ojos más bellos del mundo.
¿Qué más quieres, amada mía?
En vista de que él seguía sin decir nada, siguió sola hasta la última estrofa:
Esos bellos ojos, los más bellos del mundo,
me han hecho sufrir un martirio
y reducido a la desesperación.
¿Qué más quieres, amada mía?
El silencio que siguió cayó como una losa sobre Aldo, al que ya no se le ocurría qué decir y que empezaba a mirar con malos ojos a Lisa. ¿Cómo había podido embarcarlo en esa aventura demencial sin darle ninguna arma? ¡Como mínimo los gustos y las costumbres de Elsa! Seguro que en aquella enorme casa había un libro de poemas de Henrich Heine. Más que incómodo, se sentía avergonzado y buscaba desesperadamente algo inteligente que decir, pero, como Elsa parecía perdida en sus pensamientos, optó por callar y esperar.
De repente, Elsa se volvió hacia él.
—Si todavía me ama, ¿cómo es que todavía no me ha besado?
—Quizá porque soy consciente de mi inferioridad. Después de todo este tiempo, ha vuelto a ser para mí la princesa lejana a la que apenas me atrevía a acercarme.
—¿Acaso no me regaló la rosa de plata? En cierto modo, estábamos prometidos— Lo sé, pero...
—¡Nada de peros! ¡Béseme!
Aldo dejó las dudas a un lado y obedeció. Se levantó del taburete, asió a Elsa de las muñecas para hacer que se levantara también y se lanzó. No era la primera vez que besaba a una mujer sin estar enamorado de ella. Eran momentos de ligera voluptuosidad, como cuando aspiraba el perfume de una rosa o acariciaba el grano liso de un mármol griego. Pensaba, al inclinarse sobre la boca que lo esperaba, que sería igual, que bastaría con dejarse llevar. Y sin embargo, fue distinto, porque a esa mujer que sentía estremecerse contra él quería ofrecerle a toda costa un instante de felicidad pura. El placer suyo no tenía ninguna importancia; lo que contaba era que ella fuese feliz, y esa necesidad de dar que sentía en sí mismo transmitió a su beso un ardor inesperado. Elsa gimió mientras todo su cuerpo se abandonaba.
Aldo, por su parte, sintió una ligera embriaguez. Los labios que violentaba eran dulces, y el perfume de azucenas y de nardos que aspiraba, aunque era un poco mareante para su gusto, resultaba muy eficaz. Quizá se habría atrevido a ir más lejos si una tosecilla seca no hubiera roto el encanto.
—Le ruego que me disculpe —dijo la voz serena de Lisa—, pero ha llegado su médico, Elsa, y no puedo hacerle esperar. ¿Quiere recibirlo?
—Emmm... sí, claro. Querido..., tiene que disculparme.
—Su salud es lo primero. Me retiro.
—Pero volverá, ¿verdad? ¿Volverá pronto?
De pronto se la veía excitada, con algo en el fondo de los ojos que parecía angustia. Aldo le sonrió al besarle la punta de los dedos.
—Cuando me llame.
—Entonces, mañana. Voy a pedirle a mi querida Valeria que dé una cena de gala, íntima pero magnífica. Tenemos que celebrar nuestros nuevos esponsales...
—Mañana será un poco difícil —la cortó Lisa, impávida—. Tenemos un funeral. Aunque sólo se trate de un primo, no podemos dar una fiesta por la noche.
Morosini pensó, divertido, que su antigua secretaria, erguida e inflexible con su vestido negro, sobre cuyo hombro caía un mechón indisciplinado, estaba encantadora haciendo el papel de aguafiestas, pero aparentemente ella no compartía su jocosidad.
—¡Enhorabuena! —dijo la joven cuando se quedaron solos en la galería, después de que ella hubiera hecho pasar al médico—. Para ser un papel que no quería, lo ha representado a la perfección. ¡Qué fogosidad! ¡Qué realismo!
—Lo principal es que usted esté contenta, pero me pregunto si realmente lo está. No lo parece en absoluto.
—¿No cree que podría haberse comportado con un poco más de comedimiento? Al menos en la primera entrevista.
—¿Quién habla de primera entrevista? Si he entendido bien, antes de que Rudiger desapareciera, hubo unas cuantas. Y los dos ignoramos cómo se desarrollaban.
—¿Adonde quiere ir a parar?
—Pues... a algo evidente. Después de charlar un momento, Elsa ha mostrado su extrañeza por el hecho de que aún no la hubiera besado. Yo me he limitado a satisfacer su deseo...
—¡Con gran placer, a juzgar por lo que he visto!
—Ah, ¿es que tendría que haber sido, además, una tarea penosa? Es verdad que me ha parecido agradable; su amiga es una mujer exquisita...
—¡Fantástico! Ya está prometido; ahora podrá casarse con ella.
Dado que esta conversación se desarrollaba mientras recorrían la galería y bajaban la gran escalera, Aldo consideró que valía más explicarse cara a cara y detuvo a Lisa asiéndola de un brazo.
—No hay quien la entienda. Sé por experiencia que es más terca que una mula, pero le recuerdo que ha sido usted la que se ha empeñado en que me haga pasar por el gran amor de esa pobre mujer. ¿Qué debía hacer, en su opinión?
—¡No lo sé! Seguro que ha actuado de la mejor manera posible, pero...
—¡Pero nada, Lisa! Si se hubiera tomado la molestia de escuchar detrás de la puerta...
—¿Yo? ¿Escuchar detrás de la puerta? —exclamó, indignada.
—No, claro, usted no. Sin embargo, creo recordar que... Mina recurrió a ese método de información sencillo y práctico. Recuerde el día que recibimos la visita de lady Mary Saint Albans... Volviendo a la cuestión que nos ocupa, le he dicho a la señorita Hulenberg que debía regresar a Viena a fin de proseguir un tratamiento. Así que voy a irme, y enseguida.
—¿Tanta prisa tiene? —dijo Lisa, con la inconmensurable falta de lógica de una hija de Eva.
—Pues sí. El conde Solmanski se ha marchado no sé en qué dirección con las joyas de Elsa, y sobre todo con el ópalo tras el que Adalbert y yo debemos ir.
Se hizo un silencio, durante el cual Lisa permaneció un momento sin moverse y con la cabeza gacha. Cuando la levantó, fue para clavar en los ojos de su compañero su hermosa mirada oscura cargada de nubes.
—Perdóneme —dijo—. Le he dado al asunto más importancia de la que tiene. Quédese al menos hasta esa famosa cena que Elsa va a pedirle a la abuela que organice.
—Quizá ya no se acuerda.
—Ni lo sueñe. Es todavía más cabezota que yo.
—¡Las mujeres son increíbles! —estalló Morosini cuando se quedó solo con su amigo—. Me hace interpretar un papel ridículo y después se queja de que lo interpreto demasiado bien. ¡Yo me largo de aquí! ¡Estoy más que harto de esta historia!
—En el punto en el que nos encontramos, tres o cuatro días más no tienen mucha importancia —dijo Vidal-Pellicorne con ánimo apaciguador—. Comprendo que te moleste, pero piensa que es por una buena causa.
—¿Una buena causa? Habría preferido cien veces que le dijeran a Elsa la verdad. ¿Adónde va a llevarnos esta comedia? Y mientras tanto, el ópalo se aleja.
—Deja que la policía haga su trabajo. Quizás hoy tengamos noticias.
Las tuvieron, pero no eran muy alentadoras. El asesino del conde Golozieny y las joyas parecían haberse volatilizado; había dejado menos huellas que si hubiese sido un elfo. En cuanto a la baronesa Hulenberg, a la que Schindler había visitado esa misma mañana, era un modelo de inocencia: había ido a pasar unos días de otoño a Ischl con su chófer y su doncella; le encantaba esa bonita villa cuando el otoño vestía de rojo sus jardines todavía poblados de margaritas y crisantemos, aunque no tardaría en marcharse, no a Viena, sino a Múnich, a fin de ver a unos amigos.
Por cierto, su hermano había pasado unos días con ella. El pobre estaba desesperado por la desaparición de su hija, la famosa lady Ferráis, que se había ido de Estados Unidos huyendo de unos terroristas polacos con la intención de refugiarse, en principio, en las montañas suizas, pero a la que le había sido imposible encontrar. Temiendo lo peor, después de una búsqueda infructuosa, había ido a Bad Ischl en busca de un poco de consuelo junto a su hermana antes de dirigirse a Viena y Budapest. Desde que había tomado el tren en Ischl, el lunes anterior, no había tenido ninguna noticia de él.
—¿Y qué puedo objetar a todo eso? —dijo Schindler, que había ido a tomar una copa al bar del hotel con los dos amigos—. Lo único que he podido hacer es prohibir a la baronesa que salga de Ischl y mantenerla bajo vigilancia. ¡Y eso sólo gracias a ustedes! Si no me hubieran revelado la verdadera identidad de Fraulein Staubing, me vería obligado a dejarla tranquila. De este modo, puedo hablar con ella sobre bases más serias.
—¿Ha comprobado la marcha de Solmanski?
—Sí. Su hermana lo acompañó al tren el día y a la hora indicados.
—¡Pero ha habido tres muertos, uno de ellos un diplomático austriaco! —señaló Morosini.
—No tenemos ninguna prueba. Operaron en Hallstatt yendo y viniendo por el lago, pero no sabemos por dónde. En lo que se refiere a la noche pasada, el hecho de que no pudiéramos dejarnos ver me impidió desplegar un dispositivo suficientemente amplio. El coche que detuvimos era el correcto, pero no encontramos nada en él que permitiera retenerlo. Además, en Saint-Wolfgang nos han jurado que la baronesa cenó allí, en casa de unas personas que están fuera de toda sospecha.
—Y la casa que explotó, ¿a quién pertenecía?
—A un canónigo de la catedral de Salzburgo, un apasionado de la pesca pero que no viene nunca en otoño porque padece de reuma. En cuanto a la pareja que vigilaba a la prisionera, huyó antes de la explosión. La estamos buscando, por supuesto, y quizá sea la posibilidad que tenemos de atrapar a los culpables. Como pensaban que la señorita... Staubing no saldría viva de la aventura, no se taparon la cara y ella ha podido darnos una descripción bastante buena.
El policía vació su jarra de cerveza y se levantó.
—Espero —dijo— que se queden algún tiempo más. Los necesitaremos. Además —añadió dirigiéndose a Adalbert—, usted no debe de haber acabado los estudios que estaba realizando en Hallstatt.
El arqueólogo hizo una mueca.
—El drama que se ha producido ha enfriado un poco mi entusiasmo.
—Yo no pensaba prolongar demasiado las vacaciones que me concedí para acompañar a Vidal-Pellicorne —dijo Aldo—. Mis negocios me esperan y desearía regresar a Venecia lo antes posible.
—No los retendremos mucho tiempo, pero deben comprender que ustedes son, junto con las damas de Rudolfskrone, nuestros principales testigos. Y teniendo en cuenta que tuvo oportunidad de ver a ese tal Solmanski...
Adalbert, que desde hacía un rato parecía cautivado por las yemas de sus dedos y las examinaba atentamente, declaró de repente, como si acabara de ocurrírsele una idea:
—Si me permite un consejo, Herr Polizeidirektor, yo de usted me pondría en contacto con uno de sus colegas ingleses al que nosotros tenemos el gusto de conocer, el superintendente jefe Gordon Warren, de Scotland Yard.
—¡Ah, sí, he oído hablar de él! Si no recuerdo mal, era quien llevaba el caso Ferráis.
—Exacto. Si yo estuviera en su lugar, le contaría con todo detalle los últimos acontecimientos y añadiría que tenemos todas las razones para creer que Solmanski ha sido el autor. Le alegrará saber dónde estaba hasta anoche y enterarse de que tiene una hermana aquí. El, por su parte, tal vez le diga cómo anda la investigación en Inglaterra.
—¿Por qué no? Se trata de un asunto internacional y una colaboración discreta pero inteligente podría ser eficaz. Gracias, señor Vidal-Pellicorne. Lo que también voy a tratar de averiguar es dónde se encuentra la hija de Solmanski, puesto que, según la baronesa Hulenberg, él está buscándola.
Aldo intercambió una breve mirada con Adalbert, pero se limitó a coger un cigarrillo y encenderlo. Si había aceptado dar asilo a Anielka, no era para facilitar esa información a la policía. La desdichada ya había sufrido bastante con su experiencia ante el tribunal de Oíd Bailey, y el hecho de que su padre fuera un monstruo a escala planetaria no significaba que ella tuviera que pagar por él ni servir de cebo para atraparlo.
Cuando Schindler se fue, Adalbert pidió otra copa, sacó su pipa, la cargó con un cuidado devoto, la encendió, dio una larga y voluptuosa bocanada y finalmente suspiró.
—¡Bonita cosa, la caballerosidad! Pero me pregunto si has hecho bien. Imagina que Solmanski llega a enterarse de dónde está su hija y decide ir a buscarla.
—A no ser que Anielka se haya tomado la molestia de informarle ella misma, no hay ninguna posibilidad de que eso ocurra. Tiene demasiado miedo de que otros descubran su pista. Tranquilo, en Venecia sólo hay una joven norteamericana llamada Anny Campbell. Pero no entiendo tu comentario. Tú tampoco le habrías dicho nada a ese policía.
—Es verdad —admitió Adalbert con una imperceptible sonrisa burlona—. Simplemente quería saber qué me contestarías.
Al día siguiente, Alejandro Golozieny fue enterrado bajo unas ráfagas de lluvia y de viento que levantaban las hojas secas para enviarlas a adherirse aquí y allá, y que amenazaban con dar la vuelta a los paraguas lo suficientemente temerarios para aventurarse a salir con ese tiempo apocalíptico que hacía encorvarse a todo el mundo.
Digna y orgullosa, apoyada en su bastón y, mal que bien, protegida por la cúpula de seda negra que Josef sostenía por encima de su cabeza, la señora Von Adlerstein encabezaba la comitiva. A su lado, su sobrino nieto, con las manos hundidas en los bolsillos de un inmenso abrigo negro y la cabeza metida entre los hombros, se esforzaba en ofrecer la menor superficie posible al temporal. Detrás de ellos, unos pocos amigos llegados de Viena en el tren de la mañana, junto con algunos de los sirvientes de Rudolfskrone y un puñado de habitantes de la ciudad que habían ido por pura curiosidad y, pese a las inclemencias, para asistir al funeral de un hombre al que la mayoría no conocía pero cuya muerte trágica volvía de lo más interesante.
Por consejo de su abuela, Lisa se había quedado en casa para hacer compañía a Elsa. En cuanto a Morosini y Vidal-Pellicorne, se hallaban presentes pero permanecían apartados, bajo una arboleda, en compañía del policía salzburgués. Habían ido para ver si la baronesa Hulenberg, amante de Golozieny según propia confesión de éste, aparecía, pero no lo hizo. La curiosidad de los dos amigos quedó satisfecha.
—Era de esperar —dijo Aldo entre dientes—. Llevó a ese hombre a su perdición y se echó a reír cuando él cayó. ¡No querrías que le trajera flores!
—Si no estuviera seguro de que sigue aquí, creería que se ha ido pese a mi prohibición —dijo Schindler—. Las contraventanas de su casa están cerradas, aunque las chimeneas humean...
—Quizá sería mejor que le dejara la cuerda alrededor del cuello, pero poniéndole uno o dos ángeles de la guarda —sugirió Adalbert—. Quién sabe si no lo conduciría hasta su querido hermano. Si los une de verdad un vínculo de sangre, me extrañaría mucho que ella le dejara todo el beneficio del crimen. Entre esa clase de gente, la confianza no debe de formar parte de las virtudes familiares.
—Ya lo había pensado, pero la considero demasiado lista para cometer un error como ése. Seguro que no hace nada durante una temporada.
Mientras los enterradores cubrían al difunto con una capa de tierra antes de colocar encima las coronas de crisantemos, hojas y perlas, los asistentes se dirigieron hacia la salida después de haber dado a la condesa un pésame tanto más expansivo cuanto más desprovisto estaba de convicción. La propia condesa se retiró hablando con el sacerdote que acababa de oficiar y que se había reunido con ella bajo el vasto paraguas.
—Me pregunto —dijo Aldo— si hay aquí una sola persona que eche en falta a Golozieny.
—Me parece que hemos hablado demasiado deprisa —murmuró Schindler mientras los tres salían del cementerio—. Miren el coche que está delante del de la condesa; es el que registramos la otra noche.
Dos personas ocupaban el vehículo: un chófer al volante y una mujer en el asiento trasero. No se movían, seguramente en espera de que los asistentes se dispersaran.
—Me gustaría verle la cara —dijo Aldo—. Váyanse, nos veremos más tarde.
Acto seguido se escabulló discretamente y aprovechó la salida del coche fúnebre para entrar de nuevo en el cementerio y avanzó entre las tumbas dando un rodeo que le permitió esconderse tras un arbusto situado justo en la cabecera de la sepultura. Una vez allí, esperó.
No mucho tiempo. Un cuarto de hora debió de transcurrir antes de que unos pasos hicieran crujir la grava: una mujer avanzaba con un ramo de siemprevivas entre las manos enguantadas. Llevaba un abrigo de pieles y, sobre el cabello rubio artísticamente peinado, un sombrerito de terciopelo marrón que protegía con ayuda de un encantador paraguas. Se acercó a la reciente tumba mientras, con un saludo, los enterradores, que habían terminado su trabajo, se marchaban. Sin dedicarles ni una mirada, ella se santiguó y pareció concentrarse en la oración.
Desde donde estaba situado, Morosini la veía lo bastante bien para no seguir dudando ni por un instante que la unía un vínculo familiar a Anielka y su padre. Sobre todo a este último. Tenía el mismo corte de cara un poco severo, la misma nariz arrogante, los mismos ojos claros y fríos. No carecía de belleza, pero el observador se preguntó cómo era posible convertirse en amante de una mujer como ella.
Durante un rato, no pasó nada; la baronesa rezaba. De repente, volvió la cabeza a derecha e izquierda, sin duda para asegurarse de que estaba sola y de que nadie la observaba. Tranquilizada por la calma del lugar, donde sólo se oía el silbido del viento, se arrodilló, dejó el ramo y el manguito a juego con el abrigo y se puso a hurgar bajo las flores. Aldo, sin moverse, alargó el cuello, preguntándose qué era lo que hacía arrodillada sobre el suelo mojado. Ella hizo un ademán de impaciencia; era evidente que el paraguas le estorbaba, pero renunciar a su protección habría sido fatal para el tocado de terciopelo que llevaba en la cabeza.
La baronesa sacó un objeto del manguito y lo metió debajo de las coronas. Luego, con el manguito en una mano y el paraguas en la otra, dio media vuelta para dirigirse hacia la salida del cementerio y montar en su coche.
Aldo seguía sin moverse. Tan inmóvil como el ángel de piedra de una tumba vecina, continuó mojándose hasta que el ruido de un motor al ponerse en marcha le informó de que la baronesa se iba.
Inmediatamente, salió de su escondrijo y fue a colocarse en el lugar exacto donde había estado la visitante. Como ella, miró si había alguien a la vista, se agachó y comenzó a excavar la tierra bajo las flores. Esa mujer no había ido ni para rezar ni para rendir un homenaje irrisorio al hombre que había amado, sino para dejar allí algo. Y ese algo, él lo quería.
Sin embargo, no le resultó tan fácil como creía. La tierra que la baronesa acababa de echar todavía estaba mojada, pero ésta debía de haber enterrado bastante profundamente el objeto. Aldo encontró varias piedras con los dedos, hasta que por fin su índice atrapó algo que parecía una anilla. Dando un buen tirón, tan enérgico que hasta estuvo a punto de caer hacia atrás, extrajo una pistola de repetición. La baronesa había ido a enterrar en la tumba del hombre asesinado el arma que había servido para matarlo.
Morosini sacó su pañuelo, envolvió con él su hallazgo y, tras guárdaselo en uno de sus amplios bolsillos, se encaminó hacia la carretera. Sentía sobre él el peso de la prueba que hasta entonces faltaba y eso lo llenaba de alegría. Las balas extraídas durante la autopsia del cuerpo de Alejandro Golozieny sólo habían podido ser disparadas con ese instrumento mortal.
La idea de que Schindler quizá ya se había marchado a Salzburgo le pasó por la mente y echó a correr. Gracias a Dios, cuando llegó al puesto de policía el coche del alto funcionario todavía estaba allí. Entró precipitadamente, vio a Schindler charlando con un colega y dijo sin esperar:
—Disculpe, ¿hay aquí algún lugar donde podamos hablar tranquilamente?
Sin hacer preguntas, el policía abrió una puerta que daba a un pequeño despacho.
—Pase.
Miró a Morosini dejar sobre el cartón manchado de una carpeta su paquete un poco embarrado, pero cuando vio lo que había dentro frunció el entrecejo.
—¿Dónde ha encontrado eso?
—La baronesa lo ha puesto en mis manos sin siquiera sospecharlo.
Y a continuación contó lo que acababa de suceder en el cementerio.
—Me imagino —masculló Schindler— que lo ha cogido con toda la mano.
—No. Lo he sacado por la anilla del gatillo y lo he envuelto con el pañuelo, pero me extrañaría que encontrase huellas. La señorita Hulenberg ha efectuado el trabajo con guantes y la tierra mojada ha debido de borrar muchas de ellas, suponiendo que no se hayan ocupado de hacerlo antes.
—Ya veremos. Acaba usted de hacernos un gran servicio, pero tendrá que aparecer en la instrucción del caso, pues es el único que ha visto enterrar esta arma.
—¿Quiere decir que será su palabra contra la mía? No tengo ningún inconveniente. En cambio, hay una pregunta que no paro de hacerme.
—¿Qué nos apostamos a que es la misma que me hago yo? ¿Dónde escondieron esta pistola después de matar al consejero Golozieny? Cuando detuvimos el coche, lo registramos a conciencia, y no es un objeto que pase inadvertido en un buen registro.
—¿No registró a los ocupantes?
—Al chófer sí. En cuanto a la baronesa, nos dio su manguito y su bolso. Hasta se quitó el abrigo de pieles para demostrarnos que era imposible esconder una cosa así bajo el vestido bastante ajustado que llevaba.
—Pero debía de estar en algún sitio, puesto que no se esperaban encontrar a la policía. O bien se lo quedó Solmanski, lo que significa que se ha reunido con su hermana delante de sus narices.
La cara tersa y redonda del austriaco pareció arrugarse de golpe. No le había gustado el «delante de sus narices» de Morosini.
—Hay otra posibilidad —gruñó—, y es el argumento que utilizará el abogado de la baronesa: el arma podía perfectamente estar en posesión de usted. Como usted muy bien ha dicho, será la palabra de ella contra la suya, y usted es extranjero.
—¿Y acaso ella no lo es?
—Ella es polaca, y una parte de Polonia pertenecía al Imperio austriaco.
Aldo sintió que lo dominaba la cólera.
—¿Y cree que en Varsovia les están agradecidos por eso? No más que en Venecia, que ocuparon despreciando todos los derechos de sus ciudadanos. Yo incluso pude apreciar su hospitalidad carcelaria durante la guerra. Así que deberíamos jugar en igualdad de condiciones. Y más teniendo en cuenta que el verdadero apellido de su hermano es Ortchakov y que es ruso. Encantado de saludarlo, Herr Polizeidirektor.
Morosini cogió su sombrero de encima de la silla donde lo había dejado al entrar, se lo puso con gesto enérgico, fue hacia la puerta y la abrió, pero antes de salir añadió:
—No olvide que yo estaba en el coche de la señora Von Adlerstein cuando mataron a su primo y que ella lo confirmará. Ah, y le voy a dar un consejo: si escribe al superintendente Warren, pídale algunas pequeñas indicaciones sobre el arte de dirigir una investigación. Le vendrán muy bien.
—No deberías haberle dicho eso —le reprochó Adalbert cuando se encontraron en el hotel—. Ya no nos apreciaba mucho, y si no fuera porque en Rudolfskrone tenemos la puerta abierta, quizás hasta habríamos tenido algunas dificultades.
—¡Sólo faltaría eso! —masculló Morosini—. Mira, tú haz lo que quieras, pero yo contesto a las preguntas del juez de instrucción o como sea que lo llamen aquí, me despido de las damas y vuelvo a Venecia. Desde allí intentaré ponerme en contacto con Simon.
—Bueno, yo tampoco tengo intención de eternizarme aquí. Hace muy mal tiempo. Pero, en lo que respecta a las ocupantes del castillo, no seremos nosotros los que les digamos adiós. Aquí tengo una invitación para cenar mañana por la noche —añadió, sacando del bolsillo una elegante tarjeta grabada—. Como ves, es algo casi oficial... y con traje de gala. También hay unas palabras menos formales que nos informan de que las damas, a instancias de la «princesa», han decidido regresar a Viena.
—¿A instancias de Elsa? ¡Dios mío! —gimió Morosini—. Yo le dije que debía volver a la capital para completar un tratamiento. Te apuesto diez contra uno a que me pide que vaya con ella.
—En eso creo que te equivocas y que, por el contrario, la condesa desea reservarte una puerta de salida. Si no, ¿a qué viene esta cena de gala?
—Te recuerdo que Elsa hablaba de comida de esponsales. ¡Y yo no quiero prometerme! Elsa tiene mi edad, o casi, y por muy encantadora que sea, no quiero hacerla mi esposa. Cuando me case, será para tener hijos.
—¿Te casarás con un vientre, como decía Napoleón?
¡Qué romántico y agradable debe de ser para una mujer enamorada escucharlo! —dijo Adalbert, burlón—. Pues yo creo que no tienes nada que temer. Es a un tal Franz Rudiger a quien ella quiere, y tú no vas a cambiar de nombre, ¿verdad? Además, voy a ir a comentar todo esto con Lisa, para ver cómo debemos comportarnos y...
—¡Tú no vas a ir a ninguna parte! Hay teléfono, ¿no? Es mucho más cómodo llamar, sobre todo cuando llueve.
La sonrisa de Adalbert se amplió ante el semblante borrascoso de su amigo.
—¿Por qué no quieres que vaya? Parece que te moleste.
—No, pero si Lisa tiene algo que decirnos, seguro que nos lo hará saber.
Adalbert abrió la boca para replicar y luego la cerró. Empezaba a conocer a su amigo cuando estaba de mal humor. En esos momentos, decirle algo era tan imprudente como acariciar a un tigre a contrapelo. De modo que prefirió quitarse de en medio y dijo:
—Voy a tomar un chocolate a Zauner. ¿Vienes?
Salió sin esperar una respuesta que ya conocía.
O bien la brusca reacción de Morosini resultó eficaz, o bien el director de la policía de Salzburgo era más decidido de lo que parecía, pero el caso es que aquella misma noche detuvieron a la baronesa Hulenberg y a su chófer. Tras la marcha del príncipe, Schindler se había presentado en su casa con una orden de registro; habían encontrado sin dificultad el par de guantes mojados y manchados de tierra que aún no se habían preocupado de limpiar, y habían descubierto que el chófer ocultaba bajo una falsa identidad que era un antiguo presidiario. Aldo fue convocado para hacer la declaración oficial que su acceso de cólera no había permitido realizar en su momento. Como no le gustaba ofender a la gente, se disculpó y felicitó al policía.
—Espero que encuentre pronto al hermano —añadió—. El es el más peligroso y, sobre todo, el que tiene las joyas.
—Mucho me temo que haya pasado ya a Alemania. La frontera está muy cerca de Salzburgo. Lo único que podemos hacer es cursar una orden de arresto internacional, aunque sin grandes esperanzas de conseguir algo, teniendo en cuenta el estado de anarquía que reina en la República de Weimar.
—No es seguro que se quede allí, y en los países occidentales la policía es eficaz.
—Sobre todo en Inglaterra —dijo Schindler entre bromas y veras. Y, después de disparar este dardo, él y Morosini se despidieron.
El día siguiente se hizo muy largo porque no sucedió nada, salvo la llegada de una carta de Venecia que dejó a Morosini perplejo e inquieto.
Sin embargo, no eran más que unas líneas escritas por Guy Buteau preguntándole si pensaba quedarse mucho tiempo más en Austria. Todos los de la casa gozaban de una excelente salud, pero deseaban que el señor no pospusiera su regreso hasta las calendas griegas. Y fue ese aspecto anodino lo que preocupó a Aldo. Conocía demasiado bien a su apoderado para no saber que Guy no tenía la costumbre de escribir tonterías. Bajo las frases convencionales, Aldo creía adivinar una especie de llamada de socorro.
—Tengo la impresión de que ocurre algo en mi casa y de que Buteau no se atreve a decírmelo —le comentó a Adalbert.
—Es posible, pero, en cualquier caso, pensabas irte pronto, ¿no?
—Dentro de dos o tres días. Después de la cena de mañana, ya no tendré nada más que hacer aquí.
—Perfecto. Anuncia, entonces, que vas a volver.
—Haré algo mejor: voy a telefonear.
Había que contar con un mínimo de tres horas de espera para hablar con Venecia y ya eran las cinco de la tarde. Ante el visible nerviosismo de su amigo, Vidal-Pellicorne propuso su panacea personal: ir a tomar un chocolate y unos pasteles en Zauner. El tiempo seguía siendo horrendo, pero la pastelería no estaba lejos del hotel.
—Nada mejor que unos dulces para hacer la vida más agradable —argumentó el arqueólogo, que era un goloso empedernido—. Y son mucho mejores que el alcohol.
—¡Como si no te gustara también! Valdría más que me dijeras que estás un poco harto de la cocina del Kaiserin Elisabeth. No tendrás hambre a la hora de cenar.
—Pues comeremos cualquier cosa y pasaremos la velada en el bar. De todas formas, si no te apetece, quédate. Yo me voy. Ese Zauner es el Mozart de la nata montada.
Como de costumbre, la célebre pastelería-salón de té estaba a rebosar, pero acabaron por encontrar en el fondo de la sala una mesita redonda y dos sillas. También encontraron a Fritz von Apfelgrüne.
Sentado en un rincón, entre un panel de cristal grabado y tres damas rollizas que, sin parar de hablar, hacían desaparecer una increíble cantidad de pasteles, el joven comía a cucharadas, con gesto melancólico, una copa de chocolate helado con nata. Acodado en la mesa y con la cabeza hundida entre los hombros, ofrecía una imagen patética, y los recién llegados se compadecieron de él. Mientras Aldo guardaba la mesa, Adalbert se acercó al joven. Fritz levantó una mirada desanimada hacia el arqueólogo, quien pudo ver en ella incluso huellas de lágrimas.
—¿Qué pasa, Fritz? No tiene buen aspecto.
—Estoy desesperado. Siéntese, por favor.
—Gracias, pero he venido a buscarlo. Venga con nosotros, quizá podamos ayudarlo.
Sin responder, Fritz cogió su helado y se dejó trasladar, mientras Vidal-Pellicorne indicaba a la camarera con delantal de muselina adonde lo llevaba y Aldo buscaba otra silla.
—Debería tomarse un buen café —le aconsejó éste cuando se sentaron—. Parece necesitarlo.
Fritz le dirigió una mirada de perro apaleado.
—Ya me he tomado dos... con media docena de pasteles. Ahora he empezado con los helados.
—¿Qué intenta hacer? ¿Suicidarse por indigestión? Supongo que puede conseguirse, pero debe de ser largo y bastante desagradable.
—¿Qué me aconseja entonces? ¿El revólver?
—No le aconsejo nada. ¿Qué le pasa? Hasta ahora, era el rayo de sol que iluminaba la casa.
—Se acabó. He comprendido que Lisa no me quiere, que no me querrá nunca... y tal vez que incluso me detesta.
—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó Adalbert.
—No, pero me lo ha dado a entender. La pongo nerviosa, la saco de quicio. En cuanto entro en una habitación donde está ella, se marcha... ¡Y además está la otra!
—¿Qué otra?
—Esa tal Elsa que no sé de dónde ha salido y a la que usted salvó. Yo ni siquiera había oído hablar de ella, y ahora ordena y manda en la casa. La tratan como a una princesa. Ella acepta todo eso como si fuera lo normal, y a mí me detesta a pesar de que siempre me comporto con cortesía.
—Seguro que está equivocado; no tiene ninguna razón para detestarlo. ¿Acaso no colaboró usted también la noche en que fue liberada?
—Ah, ni le debe de haber pasado por la mente. Tiene tendencia a considerarme un mueble que estorba, y esta misma mañana me ha preguntado si mi única ocupación en la vida es agobiar a Lisa con un amor que no necesita. También ha dicho que haría mucho mejor yéndome antes de que me digan claramente que estoy de más.
—¿Lisa y su tía abuela están de acuerdo?
—No lo sé. Ellas no se encontraban delante, pero no sé por qué no van a estarlo; se pasan el día las tres juntas, y cuando llego yo, me tratan como si fuera el niño que ha escapado de su aya. Poco les falta para decirme que me vaya a jugar a otra parte.
—Ya sabe lo que son tres mujeres juntas —dijo Aldo—. Deben de tener montones de cosas que decirse. Es normal que se sienta un poco perdido.
—¡Pero no hasta este extremo! Por lo menos, podrían dejarme acompañarlas cuando salen a pasear.
—¿A pasear? ¿Con este tiempo?
—¡Huy, eso no detiene a Elsa! Ella quiere salir aunque caigan chuzos de punta, dar largos paseos a pie. Le ha dado por ahí de repente; dice que es indispensable para su salud, para mantener la línea, pero exige que Lisa la acompañe. Ayer, después del entierro, fueron hasta la cascada de Hohenzollern. Lisa estaba cansada, pero Elsa no, y ha querido ir otra vez esta mañana... y esta tarde han ido no sé adónde a pie también. Yo creo que está un poco loca.
Esta vez, Aldo no dijo nada. Pensaba en esa otra mujer un poco desequilibrada a la que llamaban la emperatriz errante. También se empeñaba en realizar verdaderas proezas caminando, hasta tal punto que dejaba a sus damas de honor extenuadas.
—¿Elsa come mucho?
—Es curioso que me haga esa pregunta. Desde que está en el castillo, no come casi nada. Tía Vivi está muy preocupada por eso. Incluso le he oído decir a Lisa que desde el secuestro esa mujer no es la misma... Y cuando no ha salido, se pasa horas a solas con el busto de Sissi que está en el despacho de tía Vivi. Se le parece, eso es verdad... ¿Acaso intenta acentuar ese parecido?
—Exacto —aprobó Morosini—. Confiemos en que se le pase cuando esté en Viena. A la emperatriz no le gustaba vivir en la capital, y si Elsa se obstina en su nuevo comportamiento, habrá que instalarla en otro sitio. Usted vive en Viena. Y Lisa no se pasará la vida haciendo de fiel acompañante, se marchará.
—Yo también —afirmó Fritz—. Todavía no sé adónde, pero voy a irme.
—¿Por qué no viene conmigo a Venecia? —propuso amablemente Morosini—. Allí se distraería.
Fue mágico. El semblante desolado del pobre chico se iluminó como si un rayo de sol acabara de posarse sobre él.
—¿De verdad quiere que vaya? ¿A su casa?
—A mi casa, claro. Ya verá, es muy entretenido, y tengo una cocinera excelente... a la que Lisa conoce. Podrá hablar de ella con Celina, y practicar francés con el señor Buteau, que fue mi preceptor.
Por un momento creyó que Fritz iba a abrazarlo. El joven se limitó a darle calurosamente las gracias, se acabó el helado y se despidió. Estaba impaciente por volver a casa para empezar a hacer los preparativos y contar la buena noticia. Adalbert lo miró divertido mientras salía de la repleta sala sorteando los obstáculos.
—¿Ahora te dedicas a hacer de buen samaritano? ¡Y nada menos que con un austriaco!
—¿Por qué no? Ese muchacho no es responsable de su nacimiento, y además, si quieres que te diga la verdad, lo encuentro bastante divertido. Sobre todo cuando habla en francés.
Después de una cena frugal —Adalbert se había atiborrado de pasteles—, se instalaron en el bar para esperar allí la comunicación con Venecia que Aldo había solicitado. Con excepción de un matrimonio mayor que estaba tomando unas infusiones y de un anciano caballero, de elegancia un tanto anticuada, que hacía desaparecer tras el periódico desplegado un apreciable número de vasitos de schnaps, además del barman, por supuesto, no había nadie. Aldo, que ya se había terminado la segunda copa de coñac, empezaba a perder la paciencia cuando por fin lo llamaron; eran las nueve y media, pero estaba al habla con Venecia.
Para su gran sorpresa, Aldo oyó en el otro extremo del hilo la voz rezongona de Celina. No era habitual que la cocinera respondiese al teléfono, detestaba hacerlo. Su reacción, por lo demás, fue la típica de ella cuando estaba de mal humor.
—Ah, ¿eres tú? —dijo sin manifestar la menor alegría—. Podrías telefonear más temprano.
—No soy yo quien regula las comunicaciones internacionales. ¿Dónde están los demás?
—El señor Buteau ha ido a cenar con el señor Massaria. Mi viejo Zacearía está en cama con gripe. Y el joven Pisani anda de picos pardos con miss Campbell. ¿Qué quieres?
—Saber qué pasa. He recibido una carta del señor Buteau que me ha dejado un poco preocupado.
—¡Ya era hora de que te decidieras a pedir noticias! No se puede decir que te hayas ocupado mucho de nosotros en los últimos tiempos. Su Excelencia desaparece, y la casa podría arder que él no se preocuparía más que si fuera la caseta del perro. Además...
Morosini sabía que, si no la cortaba de manera tajante, tendría que hacer frente" a una hora de diatriba y a una factura astronómica.
—¡Basta, Celina! Para empezar, no tenemos perro, y además, no he telefoneado para aguantar tu mal humor. Te repito que me digas si ocurre algo fuera de lo normal.
La carcajada de Celina le atravesó los tímpanos.
—¿Fuera de lo normal? Entérate de que, cuando vuelvas, presentaré mi dimisión. Escucha bien lo que te digo: o ella o yo.
—Pero ¿de quién hablas?
—¡Pues de la bella Anny! No sé por qué te gastas el dinero instalándola en casa de Anna-Maria Moretti, porque está siempre metida aquí. No puedo dar dos pasos sin tropezarme con ella, y se entromete en cosas que no le incumben.
—Pero ¿qué hace ahí?
—Eso pregúntaselo a tu secretario. Está colado por ella. ¿Decías que no teníamos perro? Pues ahora tenemos uno: un perrito bien adiestrado que come de la mano de su amante y que se llama Angelo.
—¿Su amante? ¿Se ha atrevido...?
—Yo no he llevado la cesta, así que no sé si se acuesta con ella, pero a juzgar por cómo se comporta no me extrañaría. Te digo que ella se pasa la vida aquí. Y eso no ayuda precisamente al señor Buteau a hacer reinar la disciplina en tu ausencia.
—Tranquila, dentro de dos o tres días estaré ahí y pondré orden. ¿No ha habido visitas sospechosas? —añadió, pensando en los temores expresados por Anielka sobre los revolucionarios polacos.
—Si te refieres a bandidos con escopetas y cuchillos entre los dientes, no, no hemos tenido ninguna así.
—Perfecto. Entonces, escúchame bien: yo no he llamado y tú no sabes que vuelvo, ¿entendido?
—¿Quieres darles una sorpresa? Te va a costar.
—Porque tu secretario paga a un crío para que vaya a la estación a la hora de llegada de todos los trenes de largo recorrido.
—¡Caramba! Enamorado pero prudente, ¿eh? No te preocupes, voy a ir en coche. He comprado un pequeño Fiat y lo dejaré en Mestre, en el garaje de Olivetti. Vuelve con tu marido, Celina, y duerme bien.
La idea de regresar a Venecia en automóvil se le había ocurrido de pronto. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta que pensaba llevar a Fritz, sería más sencillo. En cuanto a lo demás, a Aldo no le gustaba en absoluto el comportamiento de Anielka. Y tampoco el de ese joven imbécil que había caído en sus redes.
—Saldremos pasado mañana —concluyó, después de haber puesto al corriente a Adalbert—. La actitud de Anielka empieza a parecerme rara. Llega suplicando que la esconda, que la salve de sus enemigos, la pongo a resguardo y lo primero que hace es invadir mi casa.
—Hubo un tiempo en que eso te habría complacido.
—Sí, pero ese tiempo pasó. Hay demasiadas sombras, demasiados sobreentendidos, demasiadas cosas oscuras en esa criatura aparentemente tan luminosa. Y, sobre todo, me temo que demasiados amantes; ni siquiera estoy ya seguro de sentir simpatía por ella.
—Te recuerdo que, cuando se instaló en tu casa, se presentó como tu prometida, y supongo que cree que sigues locamente enamorado de ella.
—Enseguida le quité esa idea de la cabeza.
—¡Eso es lo que tú te crees! Yo juraría que no ha renunciado a convertirse en princesa Morosini.
—¿Acostándose con mi secretario? No me parece el modo más acertado.
—Eso no es más que una suposición gratuita. Yo más bien me inclino a creer que intenta grabar en tu paisaje personal su imagen... de forma indeleble. Te va a costar librarte de ella.
—A no ser que consiga hacer arrestar a su padre o, mejor aún, matarlo.
Vidal-Pellicorne observó unos instantes, sin decir nada, el rostro crispado de su amigo, sus facciones enérgicas más endurecidas aún por la ira, su larga silueta indolente, su mirada azul tan a menudo chispeante de humor o de ironía. Incluso con una diferencia de veinte años, pensó, no debía de ser fácil renunciar a un hombre así. ¡Y, por si fuera poco, gran señor!
—No te fíes —dijo por fin—. Es posible que ni eso la disuada.
Con todas las ventanas iluminadas interiormente por un bosque de velas —esa noche la electricidad parecía desterrada—, Rudolfskrone brillaba en la noche de noviembre como un relicario en el fondo de una cripta. Parecía preparado para ser escenario de una de esas fiestas nocturnas, exquisitas y refinadas, que gustaban en siglos pasados. Sin embargo, cuando a las ocho en punto el pequeño Amilcar rojo depositó a sus ocupantes, no había ningún otro coche a la vista.
—¿Crees que somos los únicos invitados? —preguntó Adalbert cuando el motor parado les permitió oír los violines de un vals de Lanner.
—Eso espero. Si esta comedia de los esponsales debe continuar, prefiero que haya los menos testigos posible.
Un lacayo con librea de color amaranto abrió la puerta, mientras que otro se dispuso a preceder a los invitados por la gran escalera.
—La condesa espera a los señores en el salón de las Musas —les dijo este último.
Habían debido de acabar con todas las flores de los contornos para esa recepción. Había por todas partes, y los dos hombres entendieron por qué les había costado tanto encontrar el ramo de rosas blancas que habían hecho llevar a mediodía. Rodeaban los grandes candelabros de bronce cargados de velas encendidas, llenaban cestas en el rellano y bajo la escalera de mármol. Gracias a ellas y a las llamitas que lo bañaban todo en una luz dorada, el castillo se hallaba sumergido esa noche en una atmósfera irreal que Aldo no podía decir si le resultaba agradable o no. Pensaba, sobre todo, que iba a tener que interpretar ese molesto papel de enamorado ante el público más difícil del mundo: los ojos de Lisa. O lo haría demasiado bien y ella despreciaría su talento, o lo haría mal y le parecería ridículo.
—Pon otra cara —le susurró Adalbert—. Parece que te dirijas al cadalso.
¡Menuda suerte tenía él, que podía abandonarse al simple placer de pasar un rato junto a la mujer que amaba! Porque para Morosini ya no cabía ninguna duda de que su amigo se había enamorado de la señorita Kledermann.
—Más o menos es a donde voy —masculló Aldo.
Magníficamente ataviado de terciopelo color amaranto guarnecido en negro, Josef los recibió al final de la escalera para conducirlos hasta el salón de las Musas, pero, al llegar a la mitad del rellano, se volvió:
—¡Dios mío, casi se me olvida!... Príncipe, la señorita Lisa me ha encargado que le diga que esté preparado para una sorpresa.
¡Sólo faltaba eso!
—¿Una sorpresa? ¿De qué tipo?
—No lo sé, Excelencia, pero creo que debe de ser importante para que me hayan encargado que le avise.
—Gracias, Josef.
Ninguno de los dos vio una forma blanca que escuchaba desde el piso superior, con una mano apoyada en la barandilla.
El salón de las Musas precedía al comedor. Lo decoraban unos frescos de gusto italiano, pero de una factura simplemente correcta, que no retuvieron la atención de Morosini. Éste la dedicó por completo a la anciana dama que permanecía de pie en el centro de la estancia, junto a un enorme jarrón de celadón colocado directamente en el suelo que contenía un impresionante ramo de rosas blancas.
—Son espléndidas —dijo ella, sonriendo y ofreciendo a Morosini su hermosa mano cargada de anillos.
Ella también lo estaba. Una fortuna en diamantes brillaba en sus orejas, sobre el encaje negro de su vestido de cuello rígido; y sobre sus cabellos blancos, peinados en un moño alto, una diadema hecha de delgadas varillas relucientes formaba una aureola preciosa. Junto a esta reina, Friedrich, con frac y aspecto de sentirse muy desgraciado, pasaba inadvertido.
Aldo buscaba a Lisa con la mirada. La sonrisa de su abuela se tiñó de una dulce ironía.
—Está con Su Alteza, ayudándola a vestirse.
Aldo frunció el entrecejo mientras que Adalbert, sorprendido, arqueó las cejas.
—¿Su Alteza? —dijo este último—. ¿Es así como debemos llamarla?
—Me temo que sí. Debo advertirles, queridos amigos, que desde su liberación Elsa no es la misma. Ha ocurrido algo que se nos escapa, y creo, príncipe, que la encontrará diferente de como era cuando se entrevistaron.
—¿Significa eso que ya no tengo que interpretar el papel que me pidieron que representara? —preguntó Morosini, esperanzado.
—La verdad es que no lo sé —murmuró la anciana dama, abatida—. No ha hablado de usted ni una sola vez, no ha vuelto a reclamar su presencia... En cambio, exige la consideración, la deferencia, los honores debidos a una alteza, y no nos sentimos con valor para negárselos. Después de todo, debería tener derecho a ellos. Creo —añadió, volviéndose hacia su sobrino nieto— que Fritz ya les ha hablado de esto.
—Así es —dijo Adalbert—. Los dos pensamos que, esforzándose en resucitar a su imperial abuela, Elsa hace lo que en psiquiatría llaman una transferencia. Quizá deberían pedir visita al famoso doctor Freud cuando estén en Viena.
—Sí, ya lo había pensado. Si es que conseguimos presentársela...
—¿Y ha sido ella quien le ha pedido esta recepción de gala? —preguntó Aldo.
—Sí. Extraña recepción, organizada con el esplendor de una fiesta cuando sólo seremos seis, ¿verdad? Pero ella espera que venga su prometido y la mesa está puesta para veinte personas.
En ese momento, Fritz explotó. Hasta entonces se había limitado, después de haber estrechado la mano a los dos hombres, a mantener los ojos clavados en el suelo al tiempo que se esforzaba en hacer un agujero en la alfombra con el tacón.
—¿Por qué no llamamos a las cosas por su nombre? Está loca. Y haces mal en prestarte a seguirle la corriente en sus manías, tía Vivi. Lo único que conseguirás es darle alas.
—Un poco de calma, ¿quieres? Se trata de una noche..., sólo una. Además, ella lo ha especificado: una cena de despedida.
—¿De quién? ¿De qué?
—Quizá de Ischl. Se ha enterado de que nos marchamos mañana. O quizá de otra cosa. Pero no he tenido valor para negárselo y Lisa lo aprueba.
—Ah, si Lisa lo aprueba...
Fritz pareció desinteresarse del asunto para concentrarse en la copa de champán que un sirviente le ofrecía en una bandeja. Pero tuvo que dejarla, porque Josef abrió las puertas del salón y anunció con voz potente:
—Su Alteza imperial.
Y Elsa apareció totalmente vestida de blanco. Un blanco tirando un poco a marfil. El vestido de cola era de los que se llevaban a principios de siglo: satén y encaje de Chantilly, recogido, drapeado, sujeto con algunos prendedores de rosas del mismo color. La misma tela sujetaba, sobre el pelo recogido en un moño alto con dos tirabuzones que bajaban por el cuello, una diadema de ópalos y diamantes que sólo podía pertenecer a la señora Von Adlerstein.
Los tres hombres se inclinaron, mientras que la condesa hacía una reverencia perfecta pese a su pierna enferma, pero al incorporarse Aldo y Adalbert se quedaron sin respiración: en el hueco del profundo escote de la princesa, descansando sobre el satén abullonado en el lugar donde la llevaba en la Ópera, el águila de ópalo y diamantes brillaba con insolencia.
La mirada de Morosini buscó la de Lisa, que la seguía a una distancia de tres pasos. Ella le respondió levantando las cejas: ésa era, por descontado, la sorpresa anunciada.
Y había que reconocer que era mayúscula. Sin embargo, por muy sorprendido que estuviera, Aldo no dejó de fijarse en lo encantadora que estaba Lisa con un vestido a la antigua usanza, de tul verde almendra, que hacía plena justicia a su cuello gracioso, a sus bonitos hombros y a un pecho que Aldo habría calificado de interesante.
Llevando en la mano un abanico a juego con el vestido, en el que estaba prendida la rosa de plata, Elsa fue directamente hacia la condesa, a la que ayudó a levantarse.
—Usted no, querida —protestó amablemente. Luego, volviéndose hacia los tres hombres que esperaban uno junto a otro, tendió las manos hacia Morosini.
—¡Querido Franz! ¡He esperado esta noche con tanta impaciencia! Marcará el momento en que todo empiece de nuevo, ¿verdad?
La débil esperanza que el falso Rudiger había abrigado se desvaneció. Incluso encarnando otro personaje, Elsa continuaba viendo en él a su prometido perdido. Con todo, se inclinó sobre la mano enguantada murmurando que se sentía infinitamente feliz y algunas tonterías más que le parecieron adecuadas para el personaje.
Ella, sin embargo, había dejado de escucharlo para reservar toda su atención a Adalbert. Eso permitió a Aldo mirarla más atentamente. El perfil que le ofrecía era tan parecido al del busto del saloncito que se quedó impresionado, aunque ciertos detalles, como la forma de los ojos o un pliegue de la boca, delataban que no se trataba del modelo. De no ser por la cicatriz que marcaba el otro lado de su rostro, esa mujer habría podido despertar el entusiasmo, hacer creer en una milagrosa resurrección, tal vez causar problemas. El velo de encaje con el que se cubría la cara en público no era solamente una protección impuesta por la coquetería; era necesario en un país donde lo más mínimo desataba la imaginación cuando se trataba de un miembro de la antigua familia imperial. Faltaba por aclarar la historia del águila del ópalo.
Aldo se acercó a Lisa, que acariciaba con un dedo una de las rosas del enorme ramo un poco apartada de Elsa.
—¿Cómo se las han arreglado para encontrar estas maravillas? —preguntó sonriendo.
—Me alegro de que le gusten, pero no es eso lo que me interesa ahora. Yo creía que las joyas habían desaparecido con Solmanski. ¿Retiraron el ópalo antes de separarse de ellas?
—Yo no las tuve entre las manos y no pedí verlas. Lo que ocurrió en realidad es que Elsa se había apoderado de él antes de ser secuestrada. Desde su regreso de Viena, se le había metido en la cabeza que, si llevaba siempre encima el ópalo de la emperatriz, no le volvería a pasar nada malo.
—¿Consiguió que le dejaran tenerlo?
—No, porque sus pobres cuidadores desconfiaban un poco de su mente inestable. Habían habilitado un escondrijo en una viga de la sala, pero Elsa los vio y, en cuanto se quedó un momento sola, cogió la joya y la ha mantenido escondida hasta esta noche. Está muy contenta de haber burlado a todo el mundo.
—¿A todo el mundo? Yo no estaría tan seguro. ¿Qué cree usted que va a hacer Solmanski cuando se dé cuenta de que no tiene el ópalo?
—Se conformará con el resto del tesoro. Hay perlas sublimes y bastantes piezas magníficas...
—Ya le dije que lo que él quiere es el ópalo, y por las razones que le expuse.
—Ya lo sé, pero no puede volver sobre sus pasos. La policía se le echaría encima.
—Sí, pero ustedes se marchan mañana. Tenga por seguro que ese individuo se enterará y que todo empezará de nuevo.
Con un gesto vivo, Lisa cogió una rosa para acercársela a los labios. Sus ojos entornados dejaron filtrar una mirada burlona:
—Y, naturalmente, usted tiene una solución, ¿no?
—¿Yo? Dios mío, ¿cuál?
—Muy sencillo: que le demos el ópalo. ¿No ha sido acaso por él, y sólo por él, por lo que Adalbert y usted han venido?
—¿Me cree tan vil como para quitarle a una pobre loca lo que considera su talismán? Aunque lo cierto es que sería la mejor solución. Elsa, que lo ha perdido todo, tendría de qué vivir, y sobre todo, en caso de recibir una visita desagradable, no habría más que desviar el peligro hacia el comprador, es decir, hacia mí; pero si...
—¡Su Alteza imperial está servida!
El anuncio, hecho desde el umbral del comedor por la vigorosa garganta de Josef, cortó en seco la frase de Aldo, que dudó un instante sobre lo que debía hacer; vio que Elsa se dirigía sola con majestuosidad hacia la doble puerta abierta y fue a ofrecer su brazo a la señora Von Adlerstein, que le dio las gracias con una sonrisa, mientras que Adalbert asió la mano de Lisa tomándole la delantera a Fritz, que tuvo que resignarse a cerrar la marcha.
Y fue la cena más increíble, más delirante y también más angustiosa a la que había asistido Morosini en toda su vida. La suntuosa mesa —vajilla de fina porcelana y cristalería de Bohemia dispuestas sobre un mantel de encaje, alrededor de montones de azucenas, rosas y altas velas nacaradas en candelabros de cristal tallado— estaba puesta para veinte comensales, y como ninguna otra luz iluminaba la vasta estancia forrada de tapices, aquel fastuoso servicio se hallaba inmerso en una atmósfera extraña. En ambos extremos de la mesa había un sillón de respaldo alto, los de los señores de la casa, y Elsa, sin vacilar, fue a tomar asiento en el primero, que por lo demás Josef ya estaba apartando para ella. Aldo se inclinó para preguntar en voz baja a la condesa:
—¿Adonde debo conducirla, señora?
—La verdad es que no lo sé —susurró ella—. Elsa se ha empeñado en organizarlo todo esta noche. Yo quería complacerla, pero empiezo a preguntarme si no he hecho mal.
La incertidumbre no duró mucho: la anciana dama fue graciosamente invitada a sentarse a la derecha de la princesa. Suponiendo que, de acuerdo con las normas sociales, él debía tomar asiento a su lado, Aldo se disponía a hacerlo cuando Elsa dijo en un tono seco:
—¡Un momento, por favor! Esa silla no está destinada a usted. —Luego, más suavemente, añadió—: Querido, me parece lo más natural que tome asiento frente a mí. ¿Acaso no es nuestra fiesta? Debemos presidirla juntos.
Aldo se inclinó de nuevo y fue a la otra punta de la mesa, donde ya lo esperaba un lacayo. Pensaba que los otros cuatro invitados serían repartidos entre los dos extremos de la mesa, pero no fue así. Elsa hizo sentar a Lisa a su izquierda y a Adalbert al lado de ésta, mientras que, enfrente, el joven Apfelgrüne se instaló, más enfurruñado que nunca, junto a su tía abuela. Morosini permaneció en su inmensa soledad, separado de los demás por una decena de sillas vacías y la curiosa impresión de encontrarse ante una especie de tribunal. Sin las flores y las llamitas danzantes que sobrecargaban la mesa, el efecto habría sido cautivador, pero él no era hombre que se dejase impresionar por un capricho de mujer, de modo que, como si la situación fuese la más natural del mundo, desplegó la servilleta y la extendió sobre sus rodillas. En la otra punta, nadie se atrevía a mirarlo; la condesa intentó expresar una débil protesta, pero enseguida fue invitada a no insistir.
La cena comenzó en un silencio opresivo. En alguna parte de la casa, unos violines tocaban a Mozart en sordina. Pese a sus deseos de escapar de esa reunión fantasmal, Aldo se obligaba a no perder la calma. Presentía que iba a pasar algo, pero ¿qué? Allá, al final del interminable camino florido, Elsa degustaba la sopa con enorme lentitud, con la cabeza erguida y mirando al vacío. De vez en cuando, sonreía, se inclinaba un poco hacia la derecha o hacia la izquierda, dirigiéndose a una de las sillas vacías como si viera a alguien sentado allí. Alrededor de ellos, la danza amortiguada de los sirvientes ejecutaba su rito.
Estaban sirviendo el segundo plato, que era carpa a la húngara, cuando de pronto se oyó el ruido metálico de un cubierto al ser depositado sobre el plato. La voz de Lisa se alzó, tensa, nerviosa, rozando el grito:
—¡Esto es insoportable! ¿A qué viene esta cena siniestra? ¿No tenemos nada que decirnos?
—Lisa, por favor —murmuró su abuela—. No es correcto que hablemos cuando Su Alteza no lo desea...
—Tiene razón, tía Vivi —la interrumpió Fritz, sumándose a la protesta—. Esta comedia que se nos hace interpretar es ridícula. Como lo es la idea de enviar a Morosini a aburrirse solo a la otra punta de la mesa, como si estuviera castigado. Acérquese, amigo, y tratemos al menos de cenar agradablemente.
Elsa se levantó como accionada por un resorte.
—Que sea usted un grosero no es una novedad para mí —le espetó, con un desprecio real, al infeliz—. En cuanto a ese hombre que no dudo ni por un instante que sea su amigo, sepa que lo he puesto ahí para ver hasta dónde llegaría su desvergüenza, hasta dónde sería capaz de llevar su odiosa impostura.
Inmediatamente, Aldo se puso en pie. En unas zancadas, recorrió la vasta sala y se detuvo ante la que lo atacaba. Su semblante permanecía impasible, pero la cólera hacía brillar sus ojos, cuyo color azul se había transformado en verde.
—Señora, no soy ni un grosero, ni un desvergonzado, ni un impostor...
—¿Ah, no? ¿Acaso va a seguir asegurando que es Franz Rudiger?
—Yo nunca lo he asegurado, señora...
—¡Diga Su Alteza imperial!
—Si se empeña... Sepa, pues, Alteza imperial, que ha sido usted y sólo usted quien se ha obstinado en ver en mí al hombre al que añora. Tal vez debería haberla sacado de su error, pero acababa de soportar una dura prueba y temí que sufriera otra conmoción.
—Fuimos nosotras las que le rogamos que continuara interpretando ese papel hasta que usted se encontrase mejor, Elsa. Se hallaba en tal estado... —intervino la condesa—. Nos asustó mucho, y además, la única idea a la que se aferraba era la de que la hubiera salvado el hombre al que ama. Estaba segura de haberlo reconocido, quiso verlo, hablar con él, y en esa ocasión tampoco puso en duda que fuera Franz. Aquello nos entristecía, pero ¿cómo podíamos quitarle esa ilusión sin herirla? Hasta lo veía más apuesto que antes...
—Sólo le falta decir que estoy loca.
—No —intervino Lisa con calma—, pero hace tantos años que no ha visto a Rudiger... Y no tenía ningún retrato. Creo que, sin darse cuenta, ha olvidado un poco su cara.
—¡Era inolvidable!
—Siempre decimos eso, pero lo cierto es que se ha equivocado. ¿Cuándo se ha dado cuenta de su error?
—Hace un rato —respondió Elsa—. Cuando nuestros invitados han llegado, yo estaba asomada a la escalera. Quería... quería ser la primera en verlo. Entonces he oído a Josef llamar a ese hombre «príncipe» y «Excelencia» y he comprendido que estaban engañándome, que los enemigos de mi familia que me persiguen habían encontrado un medio de introducir en mi vida a un ser nefasto, encargado de adueñarse de mi mente y de...
—¡No exageremos! —saltó Vidal-Pellicorne—. Con el respeto debido a Su Alteza, él la salvó arriesgando su propia vida.
—¿Está seguro? Me gustaría creerlo...
Aquello era más de lo que Aldo podía soportar.
—Querida condesa —dijo, inclinándose ante su anfitriona—, me temo que ya he oído suficiente por esta noche. Permítame que me retire.
Apenas había acabado la frase cuando Elsa dio un golpe tan fuerte en la mesa con el abanico que éste se partió.
—¡Ni se le ocurra marcharse sin que se le haya dado permiso! Tengo que hacerle unas preguntas. La primera es: ¿quién es usted?
—Permita que me encargue yo de contestar —intervino Lisa, que prosiguió en un tono solemne destinado a impresionar la mente confusa de Elsa—. Me corresponde a mí el honor de presentar a Su Alteza imperial al príncipe Aldo Morosini, perteneciente a una de las doce familias patricias que fundaron Venecia y descendiente de varios de sus dux. Debo añadir que es un hombre valiente y leal..., sin duda el mejor amigo que se puede tener.
—Es exactamente lo mismo que pienso yo —dijo Adalbert, aunque ese concierto de testimonios no lograba atravesar la armadura de desconfianza de la princesa, cuya mirada, turbia de nuevo, parecía contemplar una escena invisible al fondo de la habitación.
—¡Venecia nos odia!... Tuvo la osadía de abuchear e insultar al emperador y a la emperatriz, mi querida abuela...
—Jamás hubo ni abucheos ni insultos —rectificó Aldo—. Nada más que silencio. Reconozco que el silencio de un pueblo es terrible. Las palabras no pronunciadas, los gritos no proferidos retumban en la imaginación de quien es objeto de ellos, pero la opresión jamás ha sido una buena manera de hacer amigos. Mi tío abuelo fue fusilado por los austríacos y no tengo que disculparme por nada.
Curiosamente, Elsa no replicó. Volvió a posar los ojos en el hombre que se atrevía a plantarle cara, detuvo un momento la mirada en él y luego la bajó.
—Ofrézcame el brazo —murmuró— y volvamos al salón. Tenemos que hablar... ¡Ustedes quédense! —añadió—. Quiero estar a solas con él. Ah, y hagan callar a esos violines.
Salieron con gran majestuosidad, pero, como en las situaciones dramáticas muchas veces se cuela un elemento burlesco, antes de abandonar el comedor Aldo oyó mascullar a Fritz, siempre tan pegado a las realidades terrenales:
—La carpa fría no vale nada. ¿No podrías pedir que la calienten, tía Vivi?
Y se mordió los labios para no echarse a reír. Era el tipo de comentario que le hacía a uno mantener los pies en el suelo y, bien mirado, eso era muy aconsejable en un momento en que sentía que estaba cayendo en la irracionalidad.
Al llegar a la estancia donde habían estado un rato antes, Elsa optó por sentarse junto al gran ramo de rosas blancas y pasó la mano por sus corolas con ademán acariciador.
—Me habría gustado que fuesen para mí —murmuró.
—La costumbre es enviar flores a la dama que te invita —dijo Aldo—. Además, no las enviaba sólo yo. De todas formas, quizá no me habría atrevido...
Elsa dejó sobre un velador el abanico, cuya varilla partida en dos permanecía sujeta por la rosa de plata.
—No fue usted quien me dio esto, es verdad. Sin embargo, el otro día se atrevió a besarme.
—Le pido perdón, señora. Usted me lo había pedido.
—Y era esencial interpretar su papel, ¿no? —murmuró con una amargura que conmovió a Morosini.
—No tuve que hacer ningún esfuerzo. Recuerde lo que le dije, y le juro por mi honor que era sincero. Es usted muy bella y, sobre todo, posee un encanto que supera las bellezas más raras. Es muy fácil amarla..., Elsa.
—Pero usted no me ama.
Sin mirarlo, tendió hacia él una mano de ciega en busca de un apoyo. Una mano perfecta, y tan frágil que él la tomó entre las suyas con una infinita dulzura.
—Qué más da, puesto que no es a mí a quien usted ha entregado su corazón.
—Claro, claro..., pero él tiene pocas posibilidades de conseguir que le concedan mi mano. Ni mi padre ni Sus Majestades aceptarán a un plebeyo. Usted, según me han dicho, es príncipe.
Aldo se dio cuenta de que sus fantasmas volvían a apoderarse de ella.
—Un príncipe insignificante —dijo sonriendo—. Indigno de una archiduquesa. Y enemigo, por añadidura, puesto que soy veneciano.
—Tiene razón. Es un grave impedimento... Al menos él es un buen austriaco y un fiel servidor de la Corona. Tal vez mi abuelo acepte concederle un título de nobleza.
—¿Por qué no? Habrá que pedírselo...
El terreno se volvía tan resbaladizo que Aldo sólo se atrevía a avanzar paso a paso. Deseaba acabar con esa escena fuera del tiempo, pero, por otra parte, hubiera querido poder ayudar a esa mujer quizá tan atractiva, caprichosa y desdichada como lo había sido aquella cuya imagen se esforzaba en resucitar.
La idea que le había sugerido debió de gustarle, pues se puso a sonreír a una visión que ella era la única en contemplar:
—¡Exacto! ¡Se lo pediremos juntos!... Por favor, vaya a decirle a Franz que venga a reunirse conmigo.
—Lo haría con mucho gusto, Alteza, pero no sé dónde está.
Ella volvió hacia él una mirada que no lo veía.
—¿Todavía no ha llegado?... ¡Qué raro! Siempre es de una puntualidad extrema. ¿Quiere mirar si está en la antecámara?
—A sus órdenes, Alteza.
Aldo salió, dio unos pasos por la galería mientras reflexionaba y luego regresó al salón. Elsa se había levantado. Caminaba de un lado para otro sobre la gran alfombra de flores, apretando las manos contra el pecho. La cola del vestido la acompañaba con un crujido sedoso.
Al oír entrar a Morosini, se volvió de golpe.
—¿Y bien?
—Todavía no ha llegado, Alteza. Quizás haya tenido algún contratiempo de tipo mecánico...
—¿Mecánico? —repuso ella, horrorizada—. ¡Los caballos no son mecánicos y Franz no utilizaría otra cosa! A él y a mí nos encantan los caballos.
—Claro, debería haberme acordado. Le pido perdón... ¿Me permite que aconseje a Su Alteza sentarse? Está atormentándose por nada y eso no es bueno.
—¿Quién no se atormentaría cuando su prometido llega tarde la noche más importante de su vida?... ¿Qué debo hacer, Dios mío, qué debo hacer?
Su agitación iba en aumento. Aldo comprendió que solo no conseguiría controlar la situación, que debía buscar ayuda. Asió firmemente a Elsa de un brazo para obligarla a sentarse.
—Cálmese, por favor. Voy a pedir que salga alguien a su encuentro. Quédese aquí sin moverse y esté tranquila.
La soltó con tantas precauciones como si temiera verla desplomarse y a continuación salió y se dirigió apresuradamente al comedor. No había nadie sentado a la mesa y los criados habían desaparecido. Tan sólo la señora Von Adlerstein estaba sentada en el alto sillón que antes ocupaba Elsa. Junto a ella, Adalbert fumaba como una locomotora. Fritz, ante una ventana, comía pastas dispuestas en una gran fuente. En cuanto a Lisa, caminaba detrás del asiento de su abuela con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho, pero al ver entrar a Aldo fue corriendo hacia él.
—¿Dónde está?
—Aquí al lado, pero, Lisa, ya no sé qué hacer... Vaya con ella.
—Dígame primero qué ha pasado.
Aldo contó con toda la fidelidad posible su extraña conversación con Elsa.
—Confieso que me siento culpable —concluyó—. Jamás debería haberme prestado a esta comedia.
—Lo ha hecho a petición nuestra —dijo la condesa—. Y nosotras se lo pedimos porque pensábamos que un poco de alegría podría serle beneficiosa. Después, usted se ausentaría y eso me dejaría tiempo para llevarla a Viena y hacer que la examinaran.
—Sí, claro, pero ahora ella lo mezcla todo y espera a Rudiger. Está muy preocupada por él. Acabo de prometerle que voy a ir en su busca porque teme que haya tenido un accidente.
—Bien, hay que acabar con esto. Voy con ella —dijo Lisa, pero su abuela la retuvo por la muñeca.
—No, espera un momento. Hay que pensar... ¿Dice que teme un accidente? Y nosotros sabemos que ha muerto... ¿Y si aprovecháramos la ocasión para decirle... que no volverá a verlo nunca más?
—Tal vez no sea una mala idea —dijo Adalbert—, pero es mejor no precipitarse..., dejar que pasen las horas, los días. Aldo debe desaparecer de su horizonte. Ella está confusa porque no acaba de saber con seguridad si es Rudiger o no.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo el interesado—. Tengo miedo de cometer un error sea cual sea mi actitud. Vaya, Lisa, no conviene dejarla mucho tiempo sola.
—Te acompañamos —dijo la anciana dama—. ¡Josef!
El viejo mayordomo, que había permanecido en las lejanas sombras del comedor, reapareció en el halo de luz.
—Señora condesa...
—No creo que nos acabemos esta cena. Diga a todos que se retiren, pero sírvanos el café en mi gabinete. Quizá con el postre, para complacer a Fritz.
En ese momento oyeron la voz de Lisa:
—¡Elsa!... ¡Elsa! ¿Dónde está?
La joven volvió para anunciar que la princesa no estaba donde Aldo la había dejado.
—Voy a subir a su habitación —añadió.
Pero la habitación estaba vacía, al igual que el resto del piso, al igual que todas las demás estancias de la casa. Y, lo que era más curioso aún, nadie había visto a Su Alteza. Alguien sugirió la idea de que quizás había salido a pasear por el parque.
—No me extrañaría nada —dijo Lisa—. Si le diéramos libertad total para obrar a su antojo, estaría día y noche fuera.
En ese momento se oyó el galope de un caballo alejándose rápidamente. Se precipitaron a las cuadras con linternas y vieron una de las puertas abierta de par en par. Faltaban una yegua y una silla de amazona, según afirmó el jefe de los palafreneros, que había acudido al oír ruido.
—He tenido el tiempo justo de ver algo blanco, como un largo chal de bruma que corría hacia los bosques —dijo el hombre.
—¡Dios mío! —gimió Lisa, ciñendo alrededor de sus hombros desnudos la capa de loden que había cogido del guardarropa del personal—. ¿Cómo ha podido montar con ese vestido de noche? ¡Y con el frío que hace! ¿Adónde habrá ido?
—A buscarlo a él —dijo Aldo, precipitándose hacia uno de los caballos—. Vuelva a casa, Lisa, vamos a intentar encontrarla.
—No, ustedes no van a hacer nada —dijo la joven—. ¿Adónde van a ir en plena noche y con traje de gala, sin conocer además la región ni a los caballos?... Sí, lo sé, es usted un jinete excelente, pero yo le pido que se quede aquí. No serviría de nada que se partiera la nuca... Llame a sus hombres, Werner, y envíelos en la dirección en la que la ha visto ir. Cojan linternas para intentar seguir las huellas... El señor Friedrich irá con ustedes. Conoce la región palmo a palmo. Nosotros iremos a casa y avisaremos a la policía. Hay que dar una batida por el norte de Ischl.
—Pero esos bosques hacia los que la han visto ir, ¿adónde llevan? —preguntó Adalbert.
—Depende. A la montaña... al Attersee, al Traunsee. Lugares llenos de obstáculos, llenos de peligros, y no creo que ella conozca la zona mejor que ustedes..., mi pobre Elsa...
La voz de la joven se quebró al pronunciar las últimas palabras. Dándose cuenta de que iba a romper a llorar, Aldo tendió las manos hacia ella, pero, de repente, Lisa giró sobre sus talones y se fue corriendo hacia la casa.
—Dejémosla —murmuró Adalbert—. A quien necesita es a su abuela... Lo mejor es que vayamos a coger el coche e intentemos ejecutar la parte que nos corresponde en el concierto delirante de esta noche.
Siguiendo los consejos de Josef, que les facilitó un mapa de carreteras, subieron hacia Weissenbach y Burgau, en el Attersee, deteniéndose con frecuencia para escuchar los ruidos nocturnos. No había luna. Estaba oscuro, hacía frío, y los dos pensaban en la mujer vestida de satén que galopaba a ciegas a través de esa oscuridad. ¿Estaría aún viva? Su montura podía haberse desbocado, o una rama baja haberla golpeado. La maravillosa naturaleza de aquel rincón de Austria, constelada de cascadas y de grandes lagos apacibles, les parecía ahora amenazadora, pérfida, plagada de trampas, algunas de las cuales podían ser mortales.
—¿En qué piensas? —preguntó de pronto Morosini, después de haber encendido el vigésimo cigarrillo.
—Intento no pensar.
—¿Por qué? ¿Temes que la galopada de Elsa sea una carrera hacia el abismo?
—No lo temo, estoy seguro de que lo es. Esto no puede acabar de otra forma.
—¿Por el ópalo? ¿Tú también crees en su poder maléfico?
—Hemos constatado el del zafiro y el del diamante. Esta maldita piedra no es una excepción. Aunque esta vez me pregunto si nuestra búsqueda va a terminar aquí. Supón que Elsa desaparece...
—No irás a dotarla de poderes sobrenaturales... Aunque a veces da la impresión de que es un fantasma, no lo es. Así que intentemos razonar con realismo. Primera hipótesis: tiene un accidente y se mata. Creo que conseguiremos que la condesa nos venda una joya que no tendrá ganas de conservar. Y cuanto antes, mejor, pues hay que contar con Solmanski. Podría reaparecer en el momento menos pensado.
—Hummm.... —gruñó Vidal-Pellicorne—. Segunda hipótesis: la encontramos, está bien... y entonces, ¿qué? Te recuerdo que ve ese objeto como un talismán.
—Lo sé. En ese caso, tendremos que hacer lo que habíamos decidido en Hallstatt: encargar una copia de la joya, y ahora con más posibilidades de éxito, porque sin duda podremos conseguir una fotografía. Evidentemente, es una solución muy cara, pero es la mejor: Elsa tendrá una joya auténtica en la que podrá creer todo lo que quiera, pero ya sin peligro.
—¿Crees que Lisa estará de acuerdo? Siempre ha detestado la idea de mercadeo que sugería nuestra presencia.
—Y eso te fastidia, ¿verdad? —dijo Aldo en tono sarcástico.
—Un poco, lo reconozco, y me cuesta creer que a ti te deje indiferente.
—Los sentimientos no se pueden medir con el mismo rasero que la misión que debemos llevar a cabo. La misión es lo importante, puesto que se trata de un pueblo.
Adalbert no contestó y se concentró en la conducción del vehículo. Durante su recorrido, los dos hombres se encontraron con Fritz y uno de los palafreneros, que, sujetando al caballo por la brida y acercando la nariz al suelo, intentaban encontrar el rastro que habían perdido. Por supuesto, todavía no habían visto nada. Y nadie encontró nada.
Era de día cuando regresaron a Rudolfskrone, donde reinaba una atmósfera de catástrofe. Ni Elsa ni la yegua habían aparecido. Lisa tampoco estaba a la vista.
—Vayan a descansar un poco —les aconsejó la señora Von Adlerstein, cuya angustia se reflejaba claramente en su rostro cansado y sus ojos apagados—. Se han portado como verdaderos amigos y nunca podré agradecérselo bastante.
—¿Está segura de que ya no nos necesita?
—Sí. Vengan a cenar esta noche. Si antes hay alguna noticia, se lo haré saber.
—¿Dónde está Lisa?
- Acaba de salir, pero no se preocupen, la he obligado a dormir tres horas y a comer algo.
Fue Fritz quien, dos horas más tarde, les llevó la noticia: Lisa había regresado con la yegua. Al llegar a la cascada a la que a Elsa le gustaba ir los últimos días, la joven había visto al animal, cuya brida se había enganchado en una rama. De la amazona no había otro rastro que una mantilla blanca en el saliente puntiagudo de una roca, en la pared que bajaba. Más abajo aún, el borboteo del torrente, que rebotaba despidiendo blancas salpicaduras. Y luego las profundidades rugientes de la catarata.
—Había ido en otra dirección —dijo Fritz—. No habíamos buscado por ahí. Ni siquiera sabemos por qué camino ha podido llegar a la cascada, pero una cosa es segura: está ahí, y para sacarla... Es horrible, ¿verdad? Allá arriba todo el mundo está destrozado.
—No es para menos —murmuró Morosini, que se volvió hacia su amigo—. Los dos teníamos razón: era una carrera hacia el abismo.
—Quiso salir al encuentro de su prometido, pero se encontró con la muerte. Y le tendió los brazos...
En el silencio que siguió, Fritz se sintió incómodo.
—Supongo que nos veremos más tarde en casa de tía Vivi, ¿no? Naturalmente, el viaje a Venecia queda pospuesto. ¿Y... ustedes? ¿Qué van a hacer? —añadió tras una ligera vacilación.
—Yo iré a despedirme —dijo Aldo con un suspiro—. Tengo que volver a casa sin falta, pero mi invitación sigue en pie.
—Es muy amable y se lo agradezco, pero será mejor que me quede en Rudolfskrone mientras duren las operaciones de búsqueda. Quizá después —dijo con una mirada de cocker que espera una golosina—. Cuando Lisa se marche... o cuando se haya cansado de verme.
—Siempre será bien recibido —dijo Aldo con sinceridad. Sentía una especie de ternura por ese muchacho torpe pero conmovedor en su amor obstinado, que veía claramente que no tenía esperanzas. Se había equivocado de siglo; la época de los Minnesánger y de los caballeros que se pasaban la vida suspirando por una dama inaccesible habría sido más indicada para él—. Venga a Venecia —concluyó, estrechando la mano del joven—. Ya verá; hace milagros. Pregúnteselo a Lisa.
—El milagro sería ir con ella, pero más vale no soñar.
Una vez solos, Morosini y Vidal-Pellicorne permanecieron un rato sumidos en pensamientos coincidentes. Adalbert fue el primero en expresar el sentimiento común:
—Esta vez sí que ha acabado todo de verdad. No hemos podido salvar a esa desdichada y el ópalo yace con ella en el fondo del agua. Es una verdadera catástrofe.
—A lo mejor encuentran el cuerpo.
—No lo creo. De todas formas, si no te molesta, me quedaré unos días más para ver cómo se desarrollan los acontecimientos.
—¿Por qué crees que va a molestarme?
El arqueólogo se sonrojó de pronto hasta la punta de los cabellos en perpetuo desorden.
—Podrías... creer que busco motivos para quedarme el máximo tiempo posible cerca de Lisa.
—Y después de todo, ¿por qué no ibas a hacerlo? Yo no tengo ningún derecho sobre la señorita Kledermann y no me hago ninguna ilusión sobre sus sentimientos hacia mí. Tú le gustas, así que...
—Como decía Fritz, más vale no soñar. Dejando esto a un lado, después seguramente iré a Zúrich para intentar tener una entrevista con Simon. Es preciso ponerlo al corriente.
—Yo de ti iría primero al palacio Rothschild, en Viena. Tal vez el barón Louis pueda decirte dónde reside en estos momentos su viejo amigo el barón Palmer. Y así estarás unos días más junto a Lisa.
Demasiado emocionado para contestar, Adalbert cogió a su amigo por los hombros y lo abrazó.
A la mañana siguiente, Morosini salía de Bad Ischl al volante de su pequeño Fiat. Solo.