TERCERA PARTE

La peste de Venecia



1 2. Una trampa muy bien tendida


Era la primera vez que Morosini regresaba a casa en coche. A ese hijo de la Serenísima enamorado del mar, los barcos le bastaban. Y para los viajes fuera del país, sus preferencias se inclinaban por los grandes expresos europeos, cómodos como palacios ambulantes.

Aun así, estaba encantado con el viaje que había hecho; su artefacto funcionaba de maravilla y le iba a permitir esta llegada sorpresa, gracias a la cual esperaba descubrir qué pasaba exactamente en su casa. Llegar de puntillas no le hacía mucha gracia. La alegría que le producía regresar a su querida casa se veía afectada por ello, pero ¿podía hacer otra cosa?

Al llegar a Mestre, llevó el automóvil al único garaje de la ciudad, donde pensaba dejarlo hasta que lo necesitase de nuevo. Después, tras descartar ir en un pontón porque era un transporte lento y ya pasaban de las cuatro, tomó el tren que unía Mestre con Venecia varias veces al día. La bella del Adriático sólo estaba sujeta a la tierra por el doble cable de acero de los raíles, sobre los tres mil seiscientos metros del Ponte sulla Laguna.[12]

Cuando llegó a la estación de Venecia unos minutos más tarde, Morosini estaba seguro de que no habría nadie esperándolo, puesto que no era la hora de ningún gran tren. Sin embargo, no pudo evitar la sorpresa un tanto escandalizada del maletero que se hizo cargo de su equipaje.

—¡Jamás lo hubiera creído! ¿Usted, Excelencia, en el cercanías?

—He venido en coche hasta Mestre, y no será la última vez que tome estos trenes. Los tiempos cambian.

—¡Y que lo diga! —murmuró el hombre, señalando con la barbilla a dos hombres jóvenes, con camisa y gorro negros, que deambulaban lentamente con las manos tras la espalda—. Ahora está todo lleno de tipos de estos que no se sabe de dónde han salido y se dedican a amenazar a todo el mundo. ¡Y tienen las manos largas!

—¿Y la policía? ¿Les deja campar por sus respetos?

—No le piden su opinión. Y a ella le conviene más no actuar... ¡Ya estamos! ¡Ahí vienen!

A los milicianos les había llamado la atención ese viajero elegante que había llegado en unas condiciones que les parecían anormales.

—¿De dónde viene? —preguntó uno de ellos con el acento áspero de la Romaña y, por supuesto, sin dignarse saludar.

—De Mestre, donde he dejado mi coche. ¿Está prohibido?

Uno de los hombres, que estaba limpiándose los dientes, gruñó:

—No, pero no es normal. ¿Es usted extranjero?

—Soy más veneciano que usted y voy a mi casa.

Completamente decidido a no dejarse avasallar por esos patanes, Aldo se disponía a seguir su camino, pero aún no habían acabado con él.

—Si es usted de aquí, diga cómo se llama.

—No tiene más que preguntárselo a cualquier empleado de la estación. Todo el mundo me conoce.

—Es el príncipe Morosini —se apresuró a decir el maletero—, y en Venecia todo el mundo le quiere porque es generoso.

—¿Otro de esos aristócratas que no han dado golpe en su vida?

—Se equivoca, amigo, yo trabajo. Soy anticuario... y me alegro de saludarlo. ¡Vamos, Beppo!

Esta vez les volvió la espalda, maldiciéndose por haber tenido la idea de ir en tren. El viaje en barco le habría evitado ese encuentro desagradable, pero apartó enseguida ese pensamiento de su mente mientras embarcaba en la lancha del hotel Danieli, cuyo conductor, que había ido a recoger unos paquetes, se había ofrecido a llevarlo. El recorrido por el Gran Canal siempre representaba para él un momento de gracia y quería saborear su belleza bajo una puesta de sol de las que se veían muy pocas a las puertas del invierno. Un día como el que acababa de vivir —cielo azul y aire templado, cargado de olores marinos— era excepcional en noviembre.

Pero, cuando la lancha giró a la derecha, hacia la entrada del Rio Foscari, Morosini recibió una impresión desagradable: en la puerta de su palacio, un niñato con camisa negra que parecía el hermano pequeño de los de la estación montaba guardia con un arma en la bandolera.

—Vaya —dijo el empleado del Danieli—, parece que tiene visita, don Aldo. Esa gente empieza a ponerse pesada.

—Demasiado, desde luego —dijo él entre dientes.

sin esperar a que el visitante indeseable le hiciera la menor pregunta, atacó preguntándole qué hacía allí. El joven miliciano se sonrojó ante la mirada borrascosa del príncipe, pero eso no le hizo abandonar el tono insolente que parecía de rigor.

—Eso no es cosa suya. ¿Y usted qué quiere?

—¡Entrar en mi casa! Soy el propietario de este palacio.

El otro se apartó de mala gana y se guardó mucho de ayudar a desembarcar el equipaje. Morosini dio las gracias al conductor de la lancha y, después de dejar las maletas en medio del vestíbulo al tiempo que llamaba a Zacearía, se dirigió a su despacho. Aldo era muy sensible a las atmósferas, y no le gustaba nada la que reinaba en su casa. Incluso empezaba a sentir una vaga inquietud.

El que apareció fue Guy Buteau, pero tan pálido, tan alterado que Aldo creyó que iba a desmayarse y se acercó a él precipitadamente para sujetarlo.

—¡Guy! ¿Qué ocurre? ¿Está enfermo?

—De angustia, sí, ¡pero gracias a Dios que ya está aquí! ¿Recibió mi telegrama?

—No. ¿Cuándo lo envió?

—Anteayer. Inmediatamente después... del drama.

—Debía de estar en camino. Pero ¿de qué drama habla?

—Celina y Zacearía... han sido detenidos por los del Fascio. Y todo porque quisieron echar a la calle a ese hombre cuando pretendía instalarse aquí... ¡Cielo santo, Aldo, tengo la impresión de estar viviendo una pesadilla!

—¿Qué hombre? ¡Hable, demonios!

Incapaz de sostener la mirada fulgurante de Morosini, Buteau desvió la suya.

—El... el conde Solmanski. Llegó hace dos días. Fue su hija quien lo trajo.

—¿Cómo?

Esta vez, Aldo creyó de verdad que uno de los dos estaba volviéndose loco, y si no era Guy, tenía que ser él. ¡Solmanski! ¡Ese asesino, ese miserable en su casa! Y lo había llevado Anielka... Se concedió unos segundos para asimilarlo, pero no conseguía entender nada. A no ser que la más taimada de las mujeres le hubiera interpretado una infernal comedia afirmando que se escondía de los suyos para despistar mejor a sus supuestos perseguidores, cosa que, después de todo, a esas alturas ya no le extrañaba. Anielka se había reído de él desde su primer encuentro.

—No me digas que se han atrevido a instalarse en mi casa.

—Sí. Vinieron escoltados por unos milicianos. Celina me contó que usted llamó la otra noche, así que seguro que ya sabe que... esa mujer que decía ser su prometida se pasaba la mayor parte del tiempo aquí.

—Sí, gracias a ese imbécil de Pisani, al que Anielka ha hecho perder la cabeza y al que yo voy a calentar las orejas. Por cierto, ¿dónde está? ¿Sigue haciéndole arrumacos a su amada?

—No. Desapareció después de que ella se riera en sus narices y lo llamara pánfilo. Debe de estar escondido en algún sitio, muerto de vergüenza.

—Hace bien, eso me ahorrará echarlo a la calle. Pero cuénteme lo de Celina y su esposo. ¿Qué ha pasado exactamente?

Todo sucedió muy deprisa. Al ver llegar, cargados de maletas, a los dos Solmanski acompañados de un jefe de los Camisas Negras y decididos a instalarse en el palacio Morosini, Celina había tenido uno de sus más memorables accesos de cólera, cuya virulencia toda Venecia reconocía con una pizca de admiración. Una palabra había llevado a la otra y, ante lo que ella consideraba una violación de su territorio y una intolerable injusticia, la vehemente napolitana había dicho lo que pensaba de los nuevos amos de Italia. El efecto había sido inmediato: la habían agarrado para llevársela, y como Zaccaria había intervenido también en la trifulca para defender a su mujer, los dos habían sido detenidos por ultraje a la sagrada persona del Duce.

—Le juro que hice lo que pude para que los soltaran, Aldo, pero ese tal Fabiani que los acompañaba me amenazó con seguir la misma suerte que ellos. Dijo que Solmanski era amigo personal de Mussolini y que mandarlo a vivir en nuestra casa era un privilegio extraordinario que había que apreciar no precisamente con insultos. Le expliqué que, en su ausencia, era delicado aceptar a unos extraños bajo su techo. Pero él me replicó que su futura esposa y su padre no podían ser considerados unos extraños.

—¿Otra vez esa historia disparatada? Pues yo no le oculté a... lady Ferráis lo que pensaba al respecto.

—A lo mejor creyó que quería ponerla a prueba o Dios sabe qué. El caso es que no tuve más remedio que inclinarme si no quería dejar su casa sin vigilancia.

—A nadie se le ocurriría reprocharle nada, amigo mío —dijo Aldo, consternado—. ¿Están aquí ahora?

—En el salón de las Lacas, donde Livia ha debido de servirles el té.

—¡Se creen realmente que están en su casa! —dijo Morosini con rabia—. Pero, ahora que lo pienso, ¿cómo se las arreglan para las comidas? ¿Quién reemplaza a Celina en los fogones?

El antiguo preceptor agachó la cabeza y se puso rojo como un tomate.

—Bueno..., para el té y el café, las pequeñas Livia y Fulvia se las arreglan muy bien. De lo demás me encargo yo.

—¿Usted cocina? —dijo Morosini, atónito—. ¿Se han atrevido a pedirle eso?

—No, he sido yo quien ha decidido hacerlo. Ya sabe el amor que siente Celina por sus dominios, por sus cacerolas, y he pensado que la ausencia le sería menos penosa si... un amigo se hiciera cargo de ellos. Ya debe de estar bastante mal sin imaginar una violación de su territorio.

Aldo, emocionado, rodeó al señor Buteau con los brazos y lo estrechó unos instantes contra sí. Esa prueba de amistad hacia la que él llamaba su madre putativa le llegaba al corazón, aunque sabía desde hacía tiempo que, a través de innumerables conversaciones y controversias culinarias, los lazos tejidos entre la napolitana y el borgoñón se habían vuelto fraternales.

—Espero que vuelva pronto para decirle lo que piensa de esto —murmuró—. Ahora voy a ocuparme de los invasores, y si sólo depende de mí...

—Vaya con cuidado, Aldo —le rogó el señor Buteau—. Recuerde que nos vigilan y que al siniestro muchacho apostado en la puerta le bastaría un toque de silbato para hacer venir a un escuadrón de sus colegas. Es absolutamente preciso que permanezca con nosotros; si no, esa gente es capaz de desposeerlo de todo.

—¡Todavía no hemos llegado a esos extremos!

Sin embargo, aunque se había dirigido a la escalera dispuesto a subir los peldaños de cuatro en cuatro, aminoró la marcha a fin de tomarse el tiempo de reflexión necesario para apaciguar su cólera. Si sólo hubiera prestado oídos a su indignación, habría cruzado el umbral del salón de las Lacas y agarrado por las solapas a ese viejo demonio de Solmanski para arrojarlo directamente al Gran Canal a través de una ventana.

Al llegar al portego, la larga galería donde, bajo la mirada altiva del dux Francesco Morosini el Peloponesio, estaban reunidos los grandes recuerdos de los combates y de las glorias navales de la familia, dejó sobre uno de los arcones de marina el abrigo, los guantes y el sombrero con los ojos clavados en la puerta tras la que el enemigo permanecía agazapado. Tenía la impresión de que un gusano inmundo estaba pudriendo el fruto magnífico de su casa, madurado a lo largo de siglos de grandeza. Pero tenía cosas mejores que hacer que filosofar. Respirando hondo, como uno hace siempre antes de zambullirse, abrió la puerta con decisión y entró.

Allí estaban los dos, padre e hija, sentados a uno y otro lado de un velador antiguo que sostenía una gran bandeja de plata, él vestido de negro, como era su costumbre, con el monóculo levantando arrogantemente su poblada ceja gris, ella ataviada con un fino vestido de lana blanca, que le daba ese aire de reina de las nieves al que Aldo había sido tan sensible pero que en esta ocasión lo dejó frío.

Fue ella la primera en verlo. Tras dejar la taza, fue hacia él con las manos tendidas.

—¡Aldo! ¡Por fin has vuelto! ¡Qué contenta estoy!

Se disponía a abrazarlo, pero él la detuvo con un gesto seco y sin siquiera dedicarle una mirada.

—No estoy seguro de que sigas estándolo mucho tiempo.

Acto seguido, dirigiéndose hacia el conde, que lo miraba acercarse con una media sonrisa pero sin moverse ni un milímetro, le espetó:

—¡Largo de aquí! ¡No tiene nada que hacer en mi casa!

La ceja que sostenía el círculo de cristal lo soltó al levantarse bruscamente, mientras que Solmanski, dejando la taza, pareció replegarse sobre sí mismo. Su boca hizo un mohín de disgusto.

—¡Vaya recibimiento! Esperaba algo mejor de un hombre cuyas aspiraciones más profundas voy a colmar asegurando su felicidad.

—¿Mi felicidad? ¿En serio? ¿Haciendo encerrar a mi segunda madre y a mi sirviente más antiguo? ¿De verdad creía que me iba a tragar eso?

Solmanski hizo un gesto evasivo, se levantó y dio unos pasos sobre la alfombra de Savonnerie.

—Quizás aprecie a esa mujer, pero ella ha actuado en contra de sus intereses más elementales negándome hospitalidad, pese a haber sido pedida con toda cortesía por el gran hombre que se ha hecho cargo de los destinos de este país y que...

—¿Dónde cree que está en estos momentos? ¿En un mitin electoral? Yo no conozco a Benito Mussolini, él no me conoce a mí, y deseo que nuestras relaciones sigan siendo las que son. Dicho esto, la casa de los Morosini nunca ha servido de refugio a un asesino, y eso es lo que usted es. ¡Así que váyase! ¡Váyase a Roma, váyase a donde quiera, pero salga de este palacio! ¡Y llévese a su hija!

—¿Acaso su visión le ofende? Sería el primero, y hasta ahora no pensaba así.

—Hace ya bastante que cambié de opinión respecto a ella; es demasiado buena actriz para mi gusto. La espera un gran futuro en el teatro.

La protesta indignada de Anielka fue cortada en seco por su padre, que la invitó en un tono amable pero firme a retirarse a su habitación.

—Seguramente vamos a decirnos cosas poco agradables. Prefiero que no las oigas; podrías recordarlas más tarde.

Para sorpresa de Morosini, Anielka no protestó. Esbozó un gesto dirigido a la estatua rígida y sin mirada que se alzaba ante ella, pero enseguida dejó caer la mano y salió sin que sus ligeros pasos arrancaran la menor queja al entarimado. Cuando la puerta se hubo cerrado tras ella, Aldo se colocó delante del gran retrato de cuerpo entero de su madre, pintado por Sargent, que estaba enfrente del de la heroína de la familia, Felicia, princesa Orsini y condesa Morosini, cuya imperiosa belleza había fijado sobre el lienzo Winterhalter. Aldo permaneció delante del cuadro y, con las manos cruzadas tras la espalda, plantó cara al hombre que, estaba seguro, había ordenado el asesinato. La sonrisa que le dedicó entonces fue un poema de desdeñosa insolencia:

—En los tiempos en que estaba enamorado de ella, a menudo me pregunté si... lady Ferráis —en ese instante era incapaz de pronunciar su nombre— era realmente su hija. Ahora estoy seguro de que lo es; se parece demasiado a usted, y por eso ya no la quiero.

—Sus sentimientos no tienen mucha importancia. No sería el primer matrimonio que deja el corazón a un lado. Aunque la creo muy capaz de volver a conquistarlo. Su belleza es de las que no dejan a ningún hombre indiferente. Engañar es un defecto muy femenino, pero que se perdona fácilmente cuando la mujer tiene una cara de ángel y un cuerpo capaz de condenar al propio Satán.

Morosini se echó a reír.

—¡Con él sería incesto! Pero dígame, Solmanski, ¿por casualidad está pensando en convertirse en mi suegro?

—¡Muy bien! ¡Entiende usted las cosas enseguida! —repuso el otro, devolviendo un sarcasmo por otro—.

He decidido darle a Anielka, en efecto. Sé que hubo un tiempo en que la habría recibido de rodillas, pero en aquella época esa unión interfería en mis planes. Hoy, las cosas han cambiado y he venido expresamente para acordar este matrimonio.

—¡No le falta descaro! Tartufo era un aprendiz a su lado. ¿Por qué no añade que mi casa le ha parecido un excelente refugio contra las diferentes policías que lo buscan? Y no por minucias: varios asesinatos, secuestro... y robo, porque debió de tener algo que ver con el robo cometido en la Torre de Londres, ¿verdad?

El conde se ensanchó de pronto como un dondiego de día al darle el primer rayo de sol.

—Ah, ¿se dio cuenta? Es usted más inteligente de lo que pensaba, y confieso que... no estoy descontento de ese golpe. Pero, ya que saca a relucir el asunto del pectoral, y que estoy en posesión del zafiro y del diamante, creo que no tendrá demasiados inconvenientes en entregarme el ópalo, puesto que usted y Simon Aronov ya tienen la carrera perdida.

—Usted también la tiene perdida —dijo Morosini súbitamente apaciguado, pues sabía perfectamente que las joyas que tenía Solmanski eran falsas—. Si quiere esa piedra, tendrá que ir a buscarla a las entrañas de la tierra, al fondo de la cascada de los alrededores de Ischl a la que se arrojó la infeliz a la que usted había condenado a morir en el incendio provocado por una explosión. Ella prefirió el agua.

—¡Miente! —rugió el hombre, cuya nariz se encogió de un modo muy curioso.

—No, palabra de honor, aunque esa expresión debe de resultarle desconocida. El periódico austríaco que compré ayer y que está en mi maleta informa de ese accidente. En cuanto a la señorita Hulenberg, había separado el águila de diamantes del resto de las alhajas sin que sus sirvientes se enteraran. La consideraba un talismán y la llevaba siempre oculta bajo la ropa. ¡Sí, Solmanski! Durante varios días tuvo el ópalo al alcance de la mano. Desgraciadamente, se lo había puesto para lucirlo en su última cena y se lo llevó consigo a la muerte..., junto con una diadema bastante bonita que la señora Von Adlerstein le había prestado para la ocasión. Tendrá que conformarse con las joyas que robó, aunque con un consuelo: no estará obligado a compartirlas con su hermana. En el lugar donde está la baronesa, no tendrá oportunidad de llevar joyas durante mucho tiempo.

—Si la han detenido, ha sido por su culpa —dijo el conde, rechinándole los dientes—. Presumir de ello ante mí es una grave torpeza.

Un acceso de rencor había hecho que la arrogancia del supuesto polaco se desmoronara. Aldo se permitió el placer de encender un cigarrillo y de echarle el humo a su enemigo en la cara antes de declarar:

—Para mí fue una verdadera satisfacción, y no creo que a usted le cause una pena muy profunda; no es un hombre de grandes sentimientos.

—Tal vez, pero soy un hombre al que le gusta saldar sus cuentas y la suya está subiendo considerablemente. En cuanto al ópalo, no pierdo la esperanza de hacerme algún día con él; un cuerpo puede encontrarse, incluso en una cascada.

—Siempre y cuando pueda volver a Ischl, donde el Polizeidirektor Schindler le recibiría con los brazos abiertos.

—Cada cosa a su tiempo. Por el momento centrémonos en usted y su próximo matrimonio: dentro de cinco días hará de mi hija una deliciosa princesa Morosini.

—No cuente con ello —repuso Aldo.

—¿Se apuesta algo?

—¿Qué?

Los ojos del conde, fríos como los de un reptil, y los centelleantes del príncipe estaban clavados los unos en los otros. Una sonrisa cruel deformó los delgados labios de Solmanski.

—La vida de esa mujer gorda a la que usted llama su segunda madre y la de su compañero. Mis amigos y yo nos hemos encargado de que los encierren en un lugar suficientemente secreto para que la policía oficial no tenga ninguna posibilidad de encontrarlos y del que podrían desaparecer sin ninguna dificultad. Y eso es lo que les pasará si se niega.

Un desagradable hilo de sudor frío se deslizó por la espalda envarada del príncipe anticuario. Sabía que ese indeseable era capaz de cumplir su amenaza sin vacilar ni un segundo, e incluso de hacerlo con cierto placer. La idea de la muerte, quizá terrible, que Solmanski reservaba a la vieja pareja a la que quería desde su infancia le resultó insoportable, pero se negaba a rendirse tan deprisa e intentó seguir combatiendo.

—¿Tan bajo ha caído Venecia para que un monstruo como usted pueda perpetrar sus fechorías a sus anchas sin que los que la gobiernan sean capaces de impedirlo? Tengo muchos amigos entre ellos...

—Ninguno moverá ni un dedo. No es Venecia la que está cayendo en la decrepitud, es Italia entera. Ya era hora de que un hombre se alzara, y son muchos los que lo apoyan. Ahora, la ley la hacen sus servidores. Y yo tengo el honor de ser su amigo. Usted también lo será cuando le obedezca. Mussolini será mucho más grande que cualquiera de sus dux.

—Eso está por ver. Obediencia es una palabra que aquí detestamos. En cuanto a mí, no compartiría con usted ni la amistad de un santo.

—¿Eso quiere decir que se niega? Cuidado, porque si dentro de cinco días mi hija no se ha convertido en su mujer, no matarán a sus criados en el acto, sino que cada día que pase recibirá un regalo de su parte: una oreja, un dedo...

Aquello fue más de lo que Aldo podía soportar. Presa de un furor ciego, de una irreprimible necesidad de congelar para siempre esa expresión insolente, de apagar para siempre esa voz feroz, se abalanzó con todo su peso sobre el conde, que no tuvo tiempo de prever su ataque, lo derribó sobre la alfombra arrastrando junto con ellos la bandeja, que cayó haciendo un estruendo apocalíptico, y rodeándole con sus largos dedos nerviosos el cuello, empezó a apretar, disfrutando ya del primer ronquido que el otro dejó oír. ¡Qué divina sensación notar cómo se debatía bajo su fuerza implacable! Pero apareció alguien que tiró de él hacia atrás.

—¡Suéltelo, Aldo, se lo ruego! —suplicó la voz aterrada de Guy Buteau—. ¡Si lo mata, será el final para todos!

Esas palabras lograron penetrar como un trozo de hielo en el cerebro del príncipe. Sus manos aflojaron la presión y, lentamente, se levantó, sacudiendo con gesto maquinal la raya del pantalón antes incluso de secarse con el pañuelo la fina capa de sudor que brillaba en su frente.

—Perdóneme, Guy —dijo con voz ronca—. Creo que había olvidado todo lo que no era mi deseo de acabar de una vez por todas con esta pesadilla viviente. Por nada del mundo quisiera que le hiciesen daño, ni a usted ni a nadie de los que viven bajo este techo.

Sin dirigir una mirada a su víctima, a quien el antiguo preceptor ayudaba caritativamente a ponerse en pie, salió del salón dando un portazo que retumbó en todo el portego.

Anielka lo esperaba, de pie y con las manos juntas, junto al arcón donde Aldo había dejado sus cosas. La mirada que alzó hacia él era implorante y estaba cargada de lágrimas.

—¿Podemos hablar un momento a solas? —le preguntó.

—Tu padre se ha expresado por los dos. Permite, no obstante, que te felicite. Has tendido muy bien la trampa, con mano maestra; claro que has tenido un buen maestro. Y yo he sido un imbécil por dejarme engañar otra vez por tu personaje de frágil criatura perseguida por todas las fuerzas del mal. Nunca he logrado saber quién eras realmente, lady Ferráis, pero ahora ya no tengo ningunas ganas de averiguarlo. Ten la bondad de dejarme pasar.

Ella bajó la cabeza y se alejó.

Tras una breve vacilación, Aldo decidió cambiarse de ropa y salir. En la escalera se encontró con Livia, que estaba empezando a subir su equipaje. Vio que tenía los ojos rojos.

—Deje la maleta grande, la subiré yo después —le dijo—. Y no tema, Livia. Estamos viviendo una pesadilla, pero le prometo que saldremos de ésta.

—¿Y Celina y Zaccaria?

—Ellos sobre todo. Ellos más que nadie.... Pero, si tiene miedo, vaya a pasar una temporada a casa de su madre.

—¿Y dejar que Su Excelencia se haga el café? Cuando se pertenece a una casa, don Aldo, se vive con ella los buenos momentos y los malos. Y Fulvia piensa lo mismo que yo.

Morosini, emocionado, puso una mano sobre el hombro de la joven doncella y lo presionó suavemente.

—¿Qué he hecho para merecer sirvientes como ustedes?

—Cada cual tiene lo que merece.

Y Livia prosiguió su ascenso.

La noche había caído hacía ya un rato y, en la puerta del palacio, los grandes faroles de bronce mostraron a Morosini que el miliciano de guardia no era el mismo. Debían de haberlo relevado, pero el príncipe no tuvo mucho tiempo de pensar en ello, pues Zian, como si surgiera de las oscuras aguas tornasoladas por los reflejos de la luz, acababa de saltar a los peldaños musgosos.

—¡Don Aldo! ¡Virgen santa! ¿Ha vuelto? ¿Por qué no me lo han dicho?

—Porque he preferido no avisar a nadie. Ven. Vamos a coger la góndola y me llevas a la Cá Moretti. ¿Cómo es que estás aquí a estas horas? —preguntó mientras el gondolero manejaba la elegante embarcación—. ¿Ya no vigilas el palacio Orseolo?

—Desde hace dos días, no, Excelencia. Doña Adriana volvió el martes por la noche cuando yo acababa de llegar y, como aquel que dice, me echó a la calle.

—Curiosa forma de darte las gracias. ¿Qué mosca le picó?

—No lo sé. Estaba rara, como si hubiera llorado mucho... Ni siquiera estoy seguro de que me reconociera.

—¿Estaba sola?

—Sí, y me dio la impresión de que no traía todas las maletas que se había llevado. Seguramente ha tenido problemas.

Morosini no lo ponía en duda. No le costaba adivinar lo que debía de haber pasado entre Adriana y el sirviente griego al que soñaba con convertir en un gran cantante, por la sencilla razón de que hacía tiempo que había imaginado el escenario: o bien Spiridion se hacía famoso y encontraba sin ninguna dificultad una compañera más joven y, sobre todo, más rica, o bien no llegaba a nada pero, estando dotado de un físico bastante atractivo, encontraba una amante más joven y, sobre todo, más rica. En los dos casos, la desdichada Adriana, al borde de la ruina, acababa abandonada sin demasiados miramientos. Esa era la causa de los ojos enrojecidos y la actitud rara.

—Iré a verla mañana —concluyó Aldo.

Encontró a Anna-Maria en la pequeña e íntima habitación, entre salón y despacho, desde la que dirigía con gracia y firmeza su elegante pensión familiar. Pero no estaba sola; sentado en un sillón bajo, con los codos apoyados en las rodillas y una copa entre las manos, Angelo Pisani, con cara de preocupación, intentaba darse ánimos. La súbita entrada de Morosini le hizo levantarse inmediatamente.

—Siento invadir tu casa sin avisarte, Anna-Maria, pero quería hablar un momento contigo... ¿Qué hace usted aquí?

—No seas demasiado severo con él, Aldo —dijo la joven, cuya sonrisa expresaba el placer que le producía aquella visita inesperada—. Se ha dejado engatusar por la seudomiss Campbell y en estos momentos es el rigor de las desdichas.

—Eso no es una razón para que abandone su trabajo. Le confié mis asuntos bajo el control de Guy Buteau, y cuando no se convierte en perrito faldero, viene a llorar en tu regazo en lugar de quedarse en su puesto y hablar conmigo de hombre a hombre.

El tono mordaz hizo palidecer al joven, pero al mismo tiempo despertó su orgullo.

—Sé muy bien que había depositado su confianza en mí, príncipe, y eso es lo que me pone enfermo. ¿Cómo voy a atreverme ahora a mirarlo a la cara y, sobre todo, cómo iba a imaginar que una mujer de mirada angelical, tan exquisita, tan...?

—¿Quiere que le sugiera otros adjetivos? Jamás encontrará tantos como yo. Me había dado cuenta de que iba a enamorarse y debería haberle prohibido todo contacto con ella, aunque no me habría hecho caso, ¿verdad?

Angelo Pisani se limitó a agachar la cabeza, lo que constituía una respuesta suficiente.

—Seguirán hablando igual de bien sentados —intervino Anna-Maria—. Coja su copa, Angelo, y a ti voy a servirte una, Aldo. ¿Cómo están las cosas?

—Luego te lo cuento —respondió Morosini, aceptando la copa de Cinzano que ella le ofrecía—. Déjame acabar primero con Pisani. Relájese, amigo —añadió, dirigiéndose al joven—. Siéntese, beba un poco y conteste a mis preguntas.

—¿Qué quiere saber?

—Celina, con quien hablé por teléfono... justo antes de la catástrofe, supongo, me dijo que lady Ferráis, para llamarla por su verdadero nombre, estaba a todas horas en mi casa. ¿Qué hacía allí?

—Nada malo. No paraba de admirar el contenido de la tienda, me pedía datos, quería que le contara historias...

—¿Y... el contenido de la caja fuerte? ¿Pidió verlo?

—Sí, varias veces, aunque le había dicho que las llaves no las tenía yo, sino el señor Buteau. De todas formas, suponiendo que las hubiera tenido, le doy mi palabra de que jamás la habría abierto para ella. Eso hubiera sido traicionar su confianza.

—Está bien. Ahora te toca a ti, Anna-Maria. ¿Cómo se marchó de tu casa?

—De la manera más sencilla del mundo. Hace dos días, un hombre de entre cincuenta y sesenta años, con monóculo y cierto aspecto de oficial prusiano de civil, aunque muy distinguido, vino a ver a «miss Campbell» y pidió que le entregaran una nota. Ella salió enseguida, se abrazaron, y después ella subió a hacer las maletas mientras él pagaba la cuenta y anunciaba que volvería a buscarla. El programa fue ejecutado punto por punto; ella se despidió de mí dándome las gracias por mis atenciones, él me besó la mano, y se marcharon a bordo de un motoscaffo. Confieso que no entendí muy bien aquello, teniendo en cuenta lo que tú me habías contado.

—Pues es muy sencillo. Ese hombre, que se declara amigo personal de Mussolini y parece tener a su disposición a todo el Fascio de Venecia, se ha instalado en mi casa, ha hecho que los Camisas Negras arresten a Celina y Zacearía y, cuando he llegado, me ha anunciado que, si quiero volver a ver a mis viejos y queridos sirvientes vivos, tengo que casarme en el plazo de cinco días con su hija. Añado que el tal Solmanski es un criminal buscado por la policía austríaca y muy probablemente por Scotland Yard. Tiene, que yo sepa, al menos cuatro muertes recientes sobre su conciencia, sin contar con otras más antiguas. Supongo que también participó en el asesinato de Eric Ferráis...

—¿Y quiere que te cases con su hija? Pero ¿por qué?

—Para tenerme en sus manos. Los dos estamos metidos en un asunto gravísimo y seguramente piensa que de ahora en adelante me dominará.

—Si me permite, príncipe —dijo Angelo—, su colección de joyas antiguas también le interesa. Anny..., perdón, lady Ferráis me hablaba demasiado de ellas para que no sea así.

—No lo dudo ni por un instante, amigo mío. A ese hombre le gustan las piedras tanto como a mí, pero no de la misma forma.

La señora Moretti sirvió de nuevo a sus invitados y volvió a la carga:

—¡Pero es terrible! No irás a aceptar a esa gente en una de las principales familias de Venecia, ¿verdad?

—¿Quieres decir si voy a casarme? A no ser que un terremoto acabe con todos, desgraciadamente no se me ocurre otra manera de salvar a Celina y a Zacearía. Salvo, quizá, si tú puedes ayudarme. ¿No me dijiste que el jefe local del Fascio comía de tu mano?

—¿Fabiani? Es verdad, te lo dije, pero ahora lo hace mucho menos.

—¿Por qué?

—Ya no tenía bastante con la mano...

—Ah, entonces olvida lo que acabo de decirte. Debes pensar en tu propia protección e intentaré ayudarte... ¿Le llevo a su casa, Pisani?

—No, gracias. Quiero andar un poco. Pasear por Venecia ayuda muchas veces a encontrar un poco de paz interior. ¡Es tan bonita!

—¡Y encima se pone lírico! En cualquier caso, mañana por la mañana sea puntual. Ya va siendo hora de que volvamos a trabajar.

—Precisamente tenemos un cliente importante a las diez —dijo Angelo, repentinamente locuaz—, el príncipe Massimo, que llega de Roma esta noche. Es una verdadera suerte que haya vuelto. Al señor Buteau no le gusta mucho el príncipe.

—¡No le gusta ninguno! Al único que soporta es a mí, y porque me educó, que si no...

—También tenemos al señor Carabanchel, de Barcelona, que...

La alegría que le producía al joven asumir de nuevo las funciones de un puesto que creía perdido era conmovedora. No obstante, Morosini lo cortó diciendo que no debían aburrir a la señora Moretti con asuntos comerciales y se despidió.

Mientras Zian lo llevaba a casa, Aldo aprovechó esos momentos de paz para buscar un medio de escapar de la trampa que Solmanski y su hija le habían tendido. Era imposible seguir creyendo que Anielka había huido de su familia, cuando su padre había ido a buscarla directamente a casa de Anna-Maria nada más llegar a Venecia. Estaban conchabados y ahora jugaban sobre seguro: unas instituciones oficiales amordazadas por un poder que ya no tenía nada de oculto, una policía impotente para defender a las personas honradas... ¿El rey? Víctor Manuel III no haría nada contra un amigo del temible Mussolini. Ni tampoco la reina Elena, pese a que en otros tiempos la bella montenegrina había mantenido relaciones cordiales con la princesa Isabelle Morosini. Además, los dos estaban en Roma, que era como estar en la otra punta del mundo. Y por una sencilla razón: vigilado como sin duda estaba, Aldo no conseguiría ni siquiera salir de Venecia. Entonces, ¿a quién podía dirigirse? ¿A Dios?

—¡Llévame a la Salute! —ordenó de pronto Morosini—. Necesito rezar.

—Hay iglesias más cerca, y ya es tarde.

—Quiero ir a ésa. Mi casa está siendo víctima de la peste, Zian, y la Salute fue construida para agradecer a la Virgen que hubiera erradicado la peste de Venecia. Tal vez haga algo por mí.

La breve escala que hizo en Santa Maria, al pie del admirable Descendimiento de la cruz de Tiziano, apaciguó un poco a Aldo. Era tarde, pero era la hora de las últimas oraciones del día y en la gran iglesia redonda, apenas iluminada por unos cirios y la lámpara del coro, reinaba la calma y eso resultaba tranquilizador.

Poco devoto hasta entonces, el príncipe Morosini pensó que sin duda hacía mal en descuidar sus más simples deberes cristianos. Una oración nunca hace daño y a veces hasta es escuchada. Así pues, regresó a su palacio con una disposición de ánimo más serena, decidido a discutir paso a paso el asunto con el invasor. Quizá se viera obligado a casarse con Anielka, pero no iba a permitir bajo ningún concepto que Solmanski se instalara en su casa.

Encontró a Livia en la escalera, como cuando había salido, pero esta vez la chica bajaba con un montón de toallas.

—Doña Adriana acaba de venir —le dijo a su señor—. Está en la biblioteca con el conde... no sé qué. No consigo acordarme de su apellido.

—No tiene importancia. ¿Qué hace con él?

—No lo sé, pero al llegar ha preguntado por él.

¡Esa sí que era buena! ¿De qué demonios conocería Adriana a ese rufián de Solmanski? Sin embargo, como sería más interesante sorprender su conversación que hacerse preguntas estériles, Aldo subió los peldaños de cuatro en cuatro, recorrió el portego haciendo menos ruido que un gato y, sobre todo, esforzándose en refrenar la cólera que lo invadía al pensar que «el otro» tenía la desvergüenza de instalarse en «su» biblioteca, considerada una especie de santuario.

Al llegar a su destino, se apoyó contra la puerta, pues sabía que podría abrirla sin que emitiera el más leve chirrido. La voz de su prima le llegó de inmediato. Lo que decía, tensa e implorante, era más que extraño:

—¿Cómo es que no entiendes que tu presencia aquí constituye para mí una oportunidad inesperada? Estoy arruinada, Román, completamente arruinada..., sin un céntimo. Me queda la casa y lo poco que todavía hay dentro. Así que, cuando llegué anteayer y te vi con tu hija, no me atrevía a dar crédito a mis ojos. Comprendí que mi suerte iba a cambiar...

—No sé por qué. Y además, tu visita es una locura.

—No pasa nada. Aldo no está.

—¡Que te crees tú eso! Llegó hace un rato y podríais haberos encontrado.

—No sé qué tendría de malo. Es mi primo, prácticamente lo he criado y me quiere mucho. Mi visita sería la cosa más normal del mundo.

—No sé adónde ha ido, pero puede volver en cualquier momento.

—¿Y qué? Tú estás en su casa, llego yo, acabamos de conocernos y charlamos. Todo de lo más normal. Román, por favor, tienes que hacer algo por mí. Recuerda que en otros tiempos me amabas. ¿O es que has olvidado Locarno?

—Has sido tú quien lo ha olvidado. Cuando te envié a Spiridion para que te ayudara en tu tarea, no imaginé ni por un instante que fueras a convertirlo en tu amante.

—Lo sé, perdí la cabeza..., pero he recibido un buen castigo. Compréndelo: tiene una voz maravillosa y yo estaba segura de que conseguiría convertirlo en uno de nuestros mejores cantantes. Si hubiera aceptado ser razonable, trabajar, pero es incapaz de someterse a ninguna disciplina, de aceptar la menor obligación... Beber..., beber y andar detrás de las chicas, y sobre todo no hacer nada. Ésa es la clase de vida que le gusta. ¡Es un monstruo!

Se oyó la risa seca de Solmanski.

—¿Por qué? ¿Porque te dijo que te quería y tú fuiste tan tonta como para creerlo?

—¿Por qué no iba a creerlo? —replicó, indignada, Adriana—. ¡Sabía demostrármelo muy bien!

—En una cama, no lo dudo. ¿Y dónde está ahora?

—No lo sé. Me... dejó en Bruselas, y tuve que vender las perlas para pagar el hotel y volver a Venecia. ¡Ayúdame, Román, por favor! ¡Me lo debes!

—¿Por lo que hiciste aquí? Ya cobraste, si no recuerdo mal, y no poco.

El diálogo proseguía, suplicante por una de las partes, cada vez más seco por la otra, pero Morosini había recibido un golpe tan brutal y cruel que había tenido que apoyarse en una de las consolas. ¡De modo que la R. de la carta encontrada en casa de Adriana y que Aldo no se había decidido a restituir era Solmanski! Todo encajaba: el lugar de encuentro, la relación amorosa que había convertido a la sensata condesa Orseolo en un instrumento dispuesto a cualquier cosa para saciar la pasión que ese hombre le había inspirado y su perpetua necesidad de dinero. Y ahora resultaba muy fácil adivinar en qué había consistido esa cualquier cosa: para ofrecer a su amante el zafiro de los Morosini, Adriana no había dudado en matar a la princesa Isabelle, que la quería como a una hermana pequeña.

Lo que sentía Aldo no era realmente sorpresa; leyendo y releyendo la misteriosa carta, que se sabía de memoria («Debes hacer lo que la causa espera de ti todavía más que aquel para quien eres toda la vida»), no había cesado de temer ser demasiado clarividente. Aquello le parecía monstruoso. Sin embargo, ahora que la última duda se había despejado, una nauseabunda oleada de repugnancia y de tristeza reavivada invadía al hijo de Isabelle, dividido entre el deseo de huir y el de entrar en la biblioteca para estrangular con sus propias manos a la asesina. ¿Acaso no se había jurado, al renunciar a informar a la policía, que haría justicia él mismo como la habría hecho cualquiera de sus antepasados?

Seguía allí, escuchando los potentes latidos de su corazón dentro del pecho, buscando el aire que le faltaba, cuando oyó a Solmanski, más despreciativo que nunca, decir:

—¡Ya está bien! No haré nada por ti, y te aconsejo que en el futuro me evites, porque podrías ser un estorbo para mis planes. Si necesitas ayuda, pídesela a tu caballeroso primo; es suficientemente rico para dártela.

Adriana no tuvo tiempo de contestar. Morosini acababa de aparecer en el umbral del salón, y debía de haber algo aterrador en su cara, porque al verlo la visitante profirió un grito de terror y corrió hacia su cómplice con la pueril intención de buscar su protección.

Pero Aldo no se movió. Permanecía en pie entre el marco dorado de la puerta, metidas las manos en los bolsillos del abrigo con el cuello levantado, tan altanero y frío como los retratos de la galería, toda emoción interior refugiada en sus ojos centelleantes, en esos momentos de un verde inquietante. Miraba a Adriana y a Solmanski, contento pese a todo de constatar que el arrogante conde parecía súbitamente incómodo. Se desentendió provisionalmente de él para traspasar con su mirada implacable a la aterrorizada mujer que temblaba frente a él.

—Vete —se limitó a decir, aunque con una voz más cortante que el hacha de un verdugo.

Adriana juntó las manos en un gesto de súplica, pero él no le permitió decir una sola palabra.

—Vete —repitió—. No vuelvas nunca más y considérate afortunada de que te deje con vida.

Ella comprendió que había oído la conversación y adivinado otras cosas. Sin embargo, algo en su interior se negaba a rendirse sin luchar.

—Aldo, ¿me rechazas?

—Mi madre es quien debería haberte rechazado. Sal de mi casa sin obligarme a emplear la fuerza.

Morosini se apartó para dejarle paso, pero volvió la cabeza. Curvando la espalda bajo el peso de una condena que imaginaba inapelable, la condesa Orseolo se marchó de la antigua morada donde hasta entonces se la había recibido con tanta alegría sin esperanzas de volver jamás.

Cuando el eco de sus pasos se hubo apagado, Morosini cerró con fuerza tras de sí el pesado batiente de roble decorado con bronces dorados y se acercó al polaco.

—Y usted puede acompañarla —dijo—. Es más, le aconsejo que lo haga. Por amarlo, se convirtió en una criminal. Le debe esa compensación.

—Yo no le debo nada. En cuanto a usted, es indudable que su interpretación no carece de grandeza, pero ¿cree que ha sido muy prudente? Puede que la querida condesa esté sin blanca, pero ha hecho algunos buenos servicios al Fascio y podría encontrar apoyos en Roma.

—Sobre todo con su ayuda, puesto que lo tienen en tanta consideración. Dicho esto, exijo que salga de mi casa. La he echado a ella, pero el instigador del crimen fue usted. Así que fuera, usted y su hija.

—¿Se ha vuelto loco? ¿O acaso ha decidido desentenderse de la suerte de sus viejos sirvientes? Pueden sufrir mucho por culpa de su falta de colaboración.

Morosini sacó de uno de los bolsillos un revólver y apuntó con él a Solmanski.

—Si los hubiera olvidado, usted ya estaría muerto. Lo que pretendo ahora es que todo quede bien claro entre nosotros. Dentro de cinco días, me casaré con lady Ferráis, pero con algunas condiciones.

—No está en situación de poner ninguna.

—Pues yo creo que sí. Gracias a este objeto —dijo Aldo, moviendo ligeramente el arma—. O las acepta, o le meto una bala en la cabeza.

—Firmaría su propia sentencia al mismo tiempo que la de sus criados.

—¡No esté tan seguro! Muerto usted, es posible que llegara a entenderme con sus protectores. Cuando se está en situación de pagar un precio elevado...

—¡Veamos esas condiciones!

—Son tres. La primera, que Celina y Zaccaria Pierlunghi estén presentes en la boda, libres. La segunda, que la ceremonia se celebre aquí. Y la tercera, que se vaya esta misma noche a vivir .a otro sitio y sólo vuelva a este palacio para asistir a la boda. El asesino no debe manchar con su presencia la casa de su víctima. Su hija lo acompañará hasta el momento previsto. No es decoroso que unos futuros esposos vivan bajo el mismo techo.

Solmanski acogió esta última exigencia con un fruncimiento de entrecejo que hizo caer el monóculo, pero cuando volvió a alojarlo en la órbita su semblante había recuperado por completo la impasibilidad.

—No quiero ir a un hotel. Se pueden tener encuentros desagradables.

—Sobre todo cuando a uno lo buscan como mínimo dos policías extranjeras. Pero puede hospedarse en casa de la señora Moretti, donde yo había instalado a su hija. Es la discreción personificada y no tengo más que telefonearla. ¿Acepta?

—¿Y si no acepto?

—Lo mato ahora mismo. Y no se moleste en amenazar con pedir auxilio. Su vigilante no duraría mucho entre las manos de Zian, mi gondolero, que está abajo.

—¡Es un farol! —dijo el conde, encogiéndose de hombros.

—Compruébelo. Y métase bien esto en la cabeza: los venecianos difícilmente soportamos ser sometidos. Normalmente preferimos acabar de una vez. Así que, hágame caso, confórmese con haber tenido éxito en su pequeño chantaje y acepte mis condiciones.

Sin duda el conde daba la cosa por hecha, pues no se tomó ningún tiempo para reflexionar.

—¿Dentro de cinco días mi hija será princesa Morosini?

—Tiene mi palabra.

—Llame a su amiga y disponga que nos lleven a su casa. Vamos a prepararnos.


De pie junto a una de las ventanas de la biblioteca, Aldo miraba al padre y a la hija tomar asiento en el motoscaffo con ayuda de Zian. Antes de embarcar, la joven había levantado la cabeza en su dirección, como si percibiera su presencia allí. Con un ademán de disgusto, se volvió y bajó a las cocinas, donde el señor Buteau, con uno de los grandes delantales de Celina, picaba hierbas aromáticas en compañía de Fulvia, que estaba poniendo al fuego una olla con agua para la pasta.

—Deje eso —le dijo—. Nos hemos librado de ellos durante cinco días y ya ha hecho usted bastante. Vamos a San Trovaso a comer una zuppa di verdure y unos scampi en Montin. Comeremos en el restaurante hasta el sábado. Ese día, espero que Celina nos sea devuelta.

—Entonces, ¿va a aceptar esa boda?

Había tristeza y cólera en el semblante del antiguo preceptor. Aldo, emocionado, lo abrazó.

—No tengo otro medio de salvarlos, a ella y a Zacearía —dijo sonriendo.

—Celina detesta a esa joven. No aceptará...

—Tendrá que hacerlo. A no ser que no me quiera tanto como yo a ella.

Fulvia, que se había limitado a escuchar sin decir nada, se acercó a su señor y le besó la mano. Ella también tenía lágrimas en los ojos.

—Haremos todo lo que podamos para ayudarle, don Aldo. Y le prometo que Celina lo comprenderá. Además, esa dama es muy guapa, y parece que le quiere.

¡Ironías del destino! Había habido un tiempo, no tan lejano, en que Aldo habría dado su fortuna por convertir a la exquisita Anielka en su princesa. ¡Cuánto había soñado, Dios mío, con pasar los días y, sobre todo, las noches con ella! Y, justo cuando se la ofrecían, rechazaba la idea con horror.

Aunque ofrecérsela no era la palabra. Se la vendían... ¡y al precio de un chantaje innoble! Un chantaje que ella aceptaba, que quizás había sugerido. Entre ellos había ahora demasiadas sombras, demasiadas dudas. Nada podría volver a ser como antes.

—¿Y si se hiciera la única pregunta válida? —sugirió Guy mientras cenaban en el agradable comedor de Montin, donde la bohemia veneciana se reunía en torno a manteles de cuadros y botellas convertidas en palmatorias.

—¿Cuál?

—En otros tiempos la amaba. ¿Qué queda de ese amor?

La respuesta fue inmediata e implacable:

—Nada. Lo único que me inspira es desconfianza. Y recuerde esto, amigo mío: el día señalado le daré mi apellido, pero jamás, ¿lo oye?, jamás será mi mujer.

—Nunca se puede decir de esta agua no beberé. La vida es larga, Aldo. Anielka es una de las mujeres más bonitas que he conocido y...

—Y yo soy un hombre, ¿no? Pero no se calle, llegue hasta el final.

—A eso voy. Si realmente está enamorada de usted, tendrá que vérselas con un adversario temible. Será una tentación permanente.

—Es posible, pero sé cómo afrontarla. Aunque acepte, coaccionado y forzado, que la hija de ese bandido que mató a mi madre se convierta en mi esposa ante los ojos de todos, jamás me expondré a tener hijos que lleven su sangre.





13. Un visitante inesperado


El sábado 8 de diciembre, a las nueve de la noche, Morosini se casaba con la ex lady Ferráis en la pequeña capilla que la piedad temerosa de una antepasada, asustada por la epidemia de peste de 1630, había instalado en uno de los edificios del palacio. Un santuario a la vez severo en su decoración de piedra desnuda y fastuoso por la magia de una Virgen de Veronese que sonreía por encima del altar con vestiduras de reina. Lo que no quería decir que la ceremonia fuese a ser más alegre por ello.

Tan sólo la novia, guapísima con un conjunto de terciopelo blanco con adornos de armiño, parecía vivir a la débil luz que cuatro cirios esparcían sobre una asamblea completamente vestida de negro, como el propio novio, cuyo chaqué no llevaba ninguna flor en la solapa.

Los testigos de Aldo eran su amigo Franco Guardini, el farmacéutico de Santa Margarita, y Guy Buteau. A la futura princesa la acompañaban Anna-Maria Moretti —que había aceptado por la amistad que la unía a Aldo— y el commendatore Ettore Fabiani, pero el abrigo de breitschwanz de la primera no era más alegre que el uniforme del segundo. Solmanski, bastante atrás, observaba, y en un rincón Zaccaria permanecía de pie, muy erguido, con una dureza en la expresión que nadie le había visto nunca hasta entonces. Junto a él, Celina, ostensiblemente de luto, rezaba de rodillas.

Los habían llevado a los dos al palacio esa misma mañana y en perfecto estado; no habían cometido la torpeza de maltratarlos. Pero entre Celina y Morosini se había producido una escena conmovedora cuando se habían encontrado cara a cara.

—¡No tenías que haber aceptado eso! —había dicho ella—. ¡Ni siquiera por nosotros!... ¡Toda la culpa es mía! Si hubiera sido capaz de callar, no se nos habrían llevado..., pero nunca he sabido callarme.

—Por eso, entre otras cosas, te quiero. No te reproches nada; si no hubieras hablado, a Solmanski se le habría ocurrido otra cosa para obligarme a que me casara con su hija. O se te habrían llevado de todas formas, con Zaccaria y quizá también al señor Buteau... ¿Qué es un matrimonio, cuando vosotros formáis parte de mí?

Ella se había arrojado en sus brazos llorando y él había acunado un momento a aquel enorme bebé desesperado mientras Zaccaria, más tranquilo pero con las lágrimas saltándosele de los ojos, se obligaba a permanecer impasible. Y cuando por fin ella se había apartado de Aldo, éste le había anunciado que iba a instalarlos a los dos en una casa comprada el año anterior cerca del Rialto, porque no quería imponerles, sobre todo a ella, un servicio que les sería desagradable. Pero, de pronto, un nuevo acceso de cólera había secado las lágrimas de Celina:

—¿Que te dejemos solo aquí con esa envenenadora? ¡Supongo que es una broma!

—No exactamente —había dicho Morosini, que no le veía ninguna gracia al asunto—, y como siempre, exageras. Ella no ha matado a nadie, que yo sepa.

—¿Y su marido, ese milord inglés por cuya muerte la encerraron? ¿Estás seguro de que no tuvo nada que ver?

—La absolvieron. Pero, por favor, antes de rechazar mi propuesta, examina la situación: la nueva princesa va a vivir aquí. Si te quedas, tendrás que servirla...

—¿Aquí? ¿Dónde? ¿En la habitación de doña Isabelle?

Aldo la había cogido de la mano y la había llevado hacia la escalera.

—Ven conmigo. Tú también, Zaccaria.

Los había conducido hasta el dormitorio que había sido de su madre y donde nadie volvería a entrar: cruzados como las alabardas de invisibles guerreros, dos largos remos de góndola con los colores de los Morosini, clavados sobre la doble puerta, condenaban la habitación.

—¿Lo ves? Fulvia y Livia la han limpiado y han cerrado las contraventanas, y Zian, por orden mía, ha puesto esto. En cuanto a... doña Anielka, he dado órdenes de que le preparen la habitación de los Laureles, reservada hasta ahora para los invitados importantes.

Celina, durante unos instantes muda de emoción, había recobrado la voz para preguntar:

—¿Y tú también te trasladarás allí?

—No tengo ninguna razón para dejar mis aposentos habituales.

—¿En la otra punta de la casa?

—¡Pues claro! Compartiremos el techo, pero no la cama.

—¿Y... su padre?

—Después de la ceremonia de esta noche, no volverá a poner los pies aquí. Se lo he exigido y ha aceptado. ¿Crees que podrás vivir en esas condiciones... incluso cuando yo no esté?

—Podré hacerlo, no te preocupes. Y ahora me voy a la cocina. A mi casa. Mientras yo esté aquí, podrás comer tranquilo.

Ahora estaba allí, con su vestido de tafetán negro y una mantilla en la cabeza, rezando con una aplicación apasionada que le formaba una arruga en el entrecejo.

La aceptación del compromiso fue una dura prueba para Morosini. Había prometido amar a su compañera y, por primera vez en su vida, había hecho una promesa sabiendo que no la cumpliría. Era una sensación desagradable y se esforzó en borrarla pensando que ese matrimonio no era sino una mascarada y el juramento una simple formalidad. ¿Acaso la que se había convertido en su mujer no había dicho lo mismo cuando se casó con Eric Ferráis? Con el resultado de todos conocido. Por un instante, se preguntó qué sentiría en esos momentos aquella mujer de cara angelical y cuerpo de ninfa a la que no se había dignado mirar. Ni siquiera cuando sus manos se habían unido para recibir la bendición nupcial dada por un sacerdote de San Marco que era primo de Anna-Maria y viejo amigo de Aldo.

Cuando le ofreció el brazo para salir de la capilla y subir al salón de las Lacas, donde habían preparado un piscolabis —las normas de la hospitalidad lo imponían—, notó que le temblaba la mano.

—¿Tienes frío? —preguntó.

—No..., pero ¿no me vas a dedicar ni una sonrisa la noche de nuestra boda?

—Perdona. Dadas las circunstancias, no creo que pueda conseguirlo.

—¡Y pensar que no hace mucho decías que me amabas! —dijo ella, suspirando—. Estabas dispuesto a cometer cualquier locura por mí.

—¿No hace mucho? ¡A mí me parece que han pasado siglos! Cuando se quiere conservar el amor de un hombre, hay medios que vale más no utilizar.

—El responsable de eso es mi padre y...

—Por favor, no me tomes por imbécil. Os habíais puesto de acuerdo, y él no estaría aquí si tú no lo hubieras llamado.

—¿No puedes comprender que te quiero y que quería ser tu esposa? Cuando se es una verdadera mujer, todos los medios son buenos para lograr el objetivo deseado.

—¡Estos no! Pero, si no te importa, vamos a atender a nuestros invitados. Ya tendremos tiempo después para hablar del modus vivendi que he decidido para nosotros.

Habían llegado a la estancia donde estaba el bufé bajo la vigilancia de Zaccaria, que presentaba una bandeja con copas de champán. Aldo ofreció una a su mujer, esperó a que todos estuvieran servidos, cogió la suya y dijo:

—Espero que perdonen la sencillez de esta ceremonia, amigos, pero no hemos tenido mucho tiempo para prepararla. Además, yo no habría querido que hubiese sido de otro modo. No obstante, deseo darles las gracias. No por su amistad, porque la conozco desde hace mucho tiempo, porque nunca me ha faltado y porque acaban de demostrármela una vez más estando presentes esta noche. En lo sucesivo habrá aquí una mujer que espero que también sepa conquistarla. Les propongo brindar por la nueva princesa Morosini.

—¡Eso es! —exclamó Fabiani—. ¡Brindemos por la princesa y por la felicidad de su esposo! ¿Qué hombre no desearía estar en su lugar? En lo que a mí respecta, me siento dichoso de transmitir las felicitaciones del Duce y su vivo deseo de recibir próximamente en Roma a una pareja que goza de toda su simpatía, puesto que ha sido unida gracias a su viejo amigo el conde Román Solmanski, a quien quiero incorporar a este brindis en honor de sus hijos.

Si Aldo había confiado en que el interesado se abstuviera de asistir a la pequeña recepción, se había equivocado. Durante el oficio había sido muy discreto, es verdad, pero ahora avanzaba con una sonrisa triunfal en los labios hacia su cómplice, que lo abrazó dándole unas palmadas en la espalda. Luego, el conde tomó la palabra:

—Gracias, querido amigo, gracias de todo corazón. Y gracias también al gran hombre que ha tenido el detalle de dedicar un instante de su valioso tiempo para dirigir un mensaje tan cálido a mis queridos hijos. Es muy posible que dentro de poco aceptemos encantados su invitación y que...

¿Sus «queridos hijos»? Confundido por tanta desfachatez y persuadido de que Solmanski había mentido una vez más y pensaba incrustarse en su vida, Morosini iba a dar rienda suelta a su cólera increpándolo duramente cuando una voz glacial, con un marcado acento inglés, interrumpió a ese suegro excesivamente afectuoso:

—Si yo fuera usted, Solmanski, revisaría mis planes de viaje. Va a tener que renunciar al castillo Sant'Angelo en beneficio de la Torre de Londres.

Más pterodáctilo que nunca con su macfarlane de un amarillo sucio y su gorra de dos viseras, al estilo de Sherlock Holmes, el superintendente Gordon Warren estaba en la entrada del salón acompañado del comisario Salviati, de la policía de Venecia. Al ver que había damas presentes, se descubrió, pero ese hecho no le impidió avanzar hasta su objetivo. Este, que se había quedado pálido, adoptó una actitud arrogante:

—¿Qué significa esto y qué ha venido a hacer aquí?

—Detenerlo en virtud de una orden internacional y en nombre del rey Jorge V, así como en el del presidente de la República federal de Austria, que me ha dado poderes para hacerlo. Se le acusa...

—¡Un momento, un momento! —lo interrumpió Fabiani—. Esto es de locos. Estamos en Italia y aquí no se acepta ninguna orden inglesa, austríaca o incluso internacional. Gracias a Dios, tenemos un poder fuerte que no se deja avasallar por el primero que llega. Y a usted, Salviati, esto le va a causar serios problemas.

El comisario se limitó a encogerse de hombros y a hacer un gesto que expresaba perfectamente que la amenaza no le preocupaba mucho. Por lo demás, Warren acabó con esas protestas dirigiéndose esta vez al pomposo personaje que había puesto una mano tutelar sobre los hombros de Solmanski.

—¿Es usted el commendatore Fabiani?

—Por supuesto.

—Tengo una carta para usted escrita de puño y letra del Duce. Lo he visto esta mañana después de haber sido recibido por Su Majestad el rey Víctor Manuel III, a quien he entregado una carta de mi soberano. Cuando ha sido puesto al corriente de las hazañas de su protegido, el señor Mussolini no ha considerado conveniente renovar una amistad tan perjudicial para la imagen de un jefe de Estado.

Fabiani leyó el mensaje y se puso rojo como un tomate, pero rectificó su actitud, dio un taconazo y se inclinó:

—En estas condiciones, sería muy inapropiado oponerme a la justicia de mi Duce. Salviati, encierre a este hombre hasta que el superintendente Warren se lo lleve a Inglaterra y proporcione a éste toda la ayuda necesaria a fin de que el traslado se efectúe de manera satisfactoria.

Príncipe Morosini, me siento infinitamente halagado por haber podido asistir a esta fiesta familiar, pero lo compadezco con toda mi alma.

Y sin una mirada para el hombre al que un momento antes abrazaba afectuosamente, el commendatore giró sobre sus talones y se dirigió hacia la salida lo más deprisa posible, dejando a los asistentes estupefactos por un cambio de opinión tan radical.

En cuanto a Solmanski, estaba rabioso:

—¡Váyanse al diablo usted y su Duce! ¿Así es como agradecen los favores que les he hecho? Y además, me gustaría saber de qué se me acusa.

—¿Ya no se acuerda? —ironizó Warren, que mientras tanto había ido a estrecharle la mano a Morosini—. ¡Eso es lo que se llama tener una memoria acomodaticia! Se le acusa de haber asesinado el 27 de noviembre de 1922, en Whitechapel, al hombre conocido con el nombre de Ladislas Wosinski...

—¡Eso es ridículo! Se ahorcó después de haber escrito una confesión responsabilizándose de la muerte de sir Eric Ferráis, mi yerno.

—No. Usted lo ahorcó. Y tuvo la mala suerte de que hubo un testigo, un prendero judío que vivía en la misma casa y que ya lo había visto en acción durante un pogromo en Ucrania, donde usted hizo de las suyas en la época en que se llamaba Ortchakov. Ese infeliz tenía tanto miedo que al principio le pareció más prudente callar, pero lo contó todo cuando le mostré una fotografía suya tomada en el momento del juicio de su hija. Además, se le acusa de haber encargado el robo en la Torre de Londres, el pasado mes de octubre, del diamante conocido con el nombre de la Rosa de York. Pagó generosamente a sus dos cómplices, pero, desgraciadamente, ellos no se pusieron de acuerdo en el reparto. Se les oyó discutir, los arrestaron e hicieron una confesión completa. La continuación de sus delitos compete sobre todo a la policía austríaca, pero...

—¡Aldo! —exclamó Franco Guardini precipitándose hacia Anielka—. Tu mujer se encuentra mal.

Profiriendo un débil grito, la joven acababa de caer sin conocimiento sobre la alfombra. Morosini acudió, levantó el delgado cuerpo y lo sacó del salón mientras llamaba a Livia para que le dispensara los cuidados necesarios.

—Si quieres, yo me ocupo de ella —propuso Guardini, que lo acompañaba.

—Encantado, amigo. Te lo agradezco, porque debo volver al salón.

—¡Vaya historia! Esta pobre chica no va a olvidar el día de su boda.

—¡Ni yo tampoco! —repuso Aldo, que ya no sabía muy bien si se sentía más aliviado que afligido. Aliviado por el hecho de que su detestable suegro fuera a recibir su castigo, pero afligido porque el superintendente y su orden de arresto no hubieran llegado una hora antes. Apenas sesenta minutos, y habría evitado ese matrimonio que lo exasperaba. Ahora iba a tener que pasar la vida junto a una mujer a la que ya no amaba y a la que, por si fuera poco, tendría que consolar. Sin contar la agradable perspectiva de tener por suegro a un criminal bajo cuyos pies se abriría una mañana la trampilla del patíbulo de Pentonville.

Al regresar al salón, encontró a Anna-Maria en la puerta con expresión de perplejidad.

—¿Quieres que vaya a ocuparme de ella?

—Depende. ¿Trabasteis amistad cuando estaba en tu casa?

—No. Yo era para ella una hostelera.

—En ese caso, no hace falta que hagas nada más. Gracias por haber venido —añadió, inclinándose para besarla—. Iré a verte pronto. Zaccaria te acompañará a tu góndola.

Cuando entró de nuevo en el salón, Solmanski tenía las esposas puestas y dos policías a las órdenes del comisario Salviati se disponían a llevárselo. Al cruzarse con Morosini, el prisionero desplegó una sonrisa malévola.

—No vaya a creer que ha acabado conmigo..., yerno. Todavía no me han colgado y dejo a su lado a alguien que mantendrá vivo mi recuerdo.

—No sea tan optimista, Solmanski —aconsejó Warren—. Yo soy como los dogos de mi país: cuando encuentro un hueso, ya no lo suelto.

—Ya veremos... ¡Hasta la próxima, Morosini!

El superintendente se disponía a seguir el cortejo cuando Aldo lo retuvo.

—Supongo que no se irá ahora mismo a Londres, querido Warren, y espero que me conceda el placer de ofrecerle hospitalidad.

La sombra de una sonrisa pasó por el rostro cansado del policía.

—Aceptaría encantado, pero temo ser inoportuno una noche como ésta.

—¿Inoportuno usted? Lo único que lamento es que no haya llegado antes. No me encontraría en estos momentos casado a la fuerza y medio deshonrado. Quédese, superintendente. Cenaremos juntos y charlaremos. Creo que tenemos muchas cosas que contarnos.

- All right! Voy con Salviati para recoger la maleta que he dejado en la comisaría y vuelvo.

Mientras Warren se marchaba, Aldo ordenó que prepararan una habitación y que sustituyeran el bufé por una mesa para tres personas. Luego se dirigió a los aposentos de la recién casada para ver cómo estaba, pero en la galería a la que daban los dormitorios encontró a Celina.

—El Señor y la Virgen han escuchado mis oraciones —dijo en cuanto vio a Aldo—. El maldito va a recibir su castigo y tú, hijo mío, eres libre.

—¿Libre? ¿De qué hablas, Celina? Estoy casado... y desgraciadamente ante Dios.

—La boda no es válida. He oído lo que ha dicho el inglés: el demonio no se llama Solmanski sino Or... Bueno, no me acuerdo. En cualquier caso, podrás echarla —añadió, alargando un brazo vengador hacia la habitación de Anielka.

—Yo también lo he pensado, pero no hay que hacerse ilusiones. Ese hombre no es de los que dejan en manos del azar una cosa así; adoptó oficialmente para él y sus descendientes el apellido polaco y la nacionalidad que lo acompaña. Sólo el papa podría anular mi matrimonio.

En el animado rostro de Celina, la decepción dejó paso inmediatamente a una firme decisión:

—¡Pues por san Genaro que tendrá que hacerlo! ¡Iré a pedírselo yo misma! ¡Y tú vendrás conmigo!

Morosini no contestó. Había aludido al Santo Padre en el calor de la conversación y casi como una broma, pero, después de todo, ¿por qué no? Un matrimonio contraído en tales condiciones y no consumado debía de poder denunciarse ante el temible Santo Oficio.

—Quizá no sea una mala idea, Celina, pero ya sabes que, aunque uno se casa en cinco minutos, obtener la anulación cuesta mucho más tiempo. Se puede tardar años, así que, prepárate para tener paciencia. Mientras tanto habrá que tratar a la princesa —añadió, subrayándola palabra— como corresponde a su rango, servirla y ocuparse de ella. Te propongo de nuevo...

—¡No, no! Haré lo que hay que hacer, pero tengo derecho a pensar lo que quiera. ¡La princesa!... Si hubiera muchas princesas así...

Y desentendiéndose de su señor, Celina se dirigió gruñendo y mascullando hacia la escalera con toda la rapidez que le permitían sus cortas piernas. Aldo entró en el dormitorio sin hacer ruido.

Franco seguía allí. Sentado junto a la joven, que lloraba tendida en la cama, con la cabeza entre los brazos y dándole la espalda, hacía unos esfuerzos conmovedores para consolarla, tan desconsolado él mismo que estaba al borde de las lágrimas. La entrada de Aldo le arrancó un suspiro de alivio.

—Iba a buscarte —susurró—, porque sólo tú puedes hacer algo. Ya ves en qué estado se encuentra.

—Me ocuparé de ella, no te preocupes..., pero te agradezco que la hayas atendido.

Acompañó a su amigo hasta la puerta y volvió hacia la cama. Los sollozos de Anielka se habían calmado desde que había empezado a oírse la voz de Aldo. Al cabo de un momento, la joven levantó la cabeza, con los cortos y rubios cabellos revueltos. Tenía la cara enrojecida e hinchada, y los ojos brillantes.

—¿Qué vas a hacer ahora conmigo? ¿Echarme?

—¿Debería? ¿Acaso has olvidado que acabamos de casarnos? Te debo ayuda y protección, y mi techo debe ser el tuyo. Lo he prometido... El hecho de que hayan detenido a tu padre no cambia la ley que nos une. Estás en tu casa.

Su mirada recorrió la vasta habitación tapizada, así como el gran lecho provisto de un baldaquino de brocatel de color marfil, con dibujos de laureles verde y oro, en la que reinaba el desorden que acompaña generalmente a un mujer bonita de viaje. Sólo uno de los tres baúles apartados en un rincón estaba abierto, pero de dos maletas colocadas sobre el kilim antiguo sobresalía un encantador batiburrillo de lino, encaje y seda. No había ninguna sombrerera a la vista. En cambio, el tocador forrado de satén marfil, a juego con las cortinas, rebosaba de frascos, cajas, tarritos y todos esos múltiples y graciosos útiles necesarios para el mantenimiento de la belleza.

—Voy a enviarte a Livia. Te ayudará a acostarte y pondrá un poco de orden. Mientras tanto, te prepararán una bandeja. Necesitas reponerte. ¿Qué quieres? ¿Un caldo, té...?

Ella saltó de la cama como propulsada por un resorte y dijo:

—¡Nada de eso! Una copa de champán, si la compartes conmigo. Creo que es una buena manera de empezar una noche de bodas. En cuanto a la doncella, tampoco la necesito. ¿No es la costumbre que el esposo desnude él mismo a la novia?

Con una rodilla apoyada en el sillón al que acababa de acercarse, Anielka lo desafiaba con todo su poder de seducción. El vestido de terciopelo blanco que llevaba bajo una cascada de perlas —las que le había regalado su primer marido— ceñía unas curvas deliciosas y dejaba libres sus delgados brazos y su cuello frágil, mientras que el profundo escote de pico se sumergía entre los pechos hasta la altura del estómago. Sonreía, como si hubiera olvidado el profundo pesar que la había abatido. Empezaba a utilizar sin pérdida de tiempo, pensó Morosini, esos medios que un rato antes decía que eran las armas naturales de una mujer amante. Pero el recién casado ya no conseguía creer en ese amor. Y, a decir verdad, no le importaba en absoluto.

Optando por un repliegue estratégico, Aldo fue a apoyarse en la chimenea y encendió un cigarrillo.

—Me alegro de ver que estás mejor —dijo—. Eso me simplificará las cosas. Más vale que establezcamos inmediatamente lo que será nuestra existencia en común: viviremos en buena armonía aparente; tendrás mi respeto y mi cortesía, pero nada más.

—¿Nada? ¿Qué significa eso?

La pregunta era tan infantil que le arrancó una sonrisa.

—Creo que la palabra no puede ser más explícita: sólo serás mi mujer de nombre, no de hecho.

—¿No te acostarás conmigo esta noche? —preguntó Anielka con su característica manera de expresar crudamente las realidades de la vida.

—Ni esta noche ni nunca. Y no empieces a llorar otra vez. Me has obligado a casarme contigo.

—No he sido yo.

—¡Vamos! Podías imaginar que esos procedimientos me ofenderían y, si me amabas como afirmas, no deberías haber aceptado imponerme esta... humillación. Y menos aún este innoble chantaje.

—¡Te han devuelto a tus sirvientes!

—Da gracias por ello. Si no, tú no estarías aquí y tu padre desde luego ya no estaría en este mundo.

—¿Lo habrías matado? ¿Por esos dos?

—Sin dudarlo ni un segundo. De hecho, estuve a punto de hacerlo... Recuerda que esos dos, como tú los llamas, son muy queridos para mí.

—¿Y te has casado conmigo por ellos?

—¡No te hagas la inocente! Lo sabías perfectamente, pero querías meterte aquí a toda costa. Ahora ya estás, así que intenta darte por satisfecha. Dicho esto, puedes entrar y salir a tu antojo o viajar si te apetece, pero con dos condiciones: no me molestes y no manches el apellido que no he tenido más remedio que darte. Te deseo que pases una buena noche.

Con una sonrisa burlona en los labios, Morosini se inclinó y salió del dormitorio sin querer oír el grito de rabia que el grosor de las paredes apenas amortiguaba. Seguramente Anielka iba a desquitarse con algunos objetos, pero, si el precio de la tranquilidad era ése, él estaba dispuesto a proporcionarle más. Procurando que no fueran valiosos, claro.


Una hora más tarde, en compañía de Warren y de Guy Buteau, Aldo terminaba la cena fría que les habían servido en la biblioteca ofreciendo a sus invitados café, puros habanos y licores franceses. El superintendente finalizaba el relato del largo acoso coronado esa noche con la detención de Solmanski: la discreta vigilancia de los paquebotes transatlánticos, la minuciosa y sigilosa investigación llevada a cabo en Whitechapel, la vigilancia casi invisible del sospechoso a partir del momento en que había pisado suelo británico, enormemente facilitada por John Sutton,[13] cuyo odio no disminuía.

—Y también por su amigo Bertram Cootes[14] —dijo Warren—. Ese chupatintas es un fisgón nato. Fue él quien, después del robo de la Torre, descubrió la discusión de los dos autores del robo y permitió su detención. Como ya no tenían la piedra, denunciaron al que les había encargado robarla, pero éste había escapado de sus ángeles guardianes y tomó tranquilamente el barco para Francia. Fue justo en el momento en que yo había adquirido la certeza de que era el asesino de Wosinski. Para detenerlo, necesitaba una orden internacional, y el Foreign Office siempre se hace de rogar en virtud de un montón de consideraciones confusas. Por suerte, la policía francesa me hizo el favor de seguir su rastro hasta la frontera suiza, pero a partir de ahí desapareció.

»De todas formas, no perdí la esperanza; quería atrapar a ese hombre y, en espera de averiguar más cosas, hice todo lo necesario para obtener las armas que necesitaba. Había llegado hasta el primer ministro cuando recibí un mensaje de un tal Schindler, director de la policía de Salzburgo, diciéndome cosas muy interesantes. Al mismo tiempo, París me informaba de que correo procedente de Venecia llegaba con bastante regularidad al hotel Meurice, desde donde lo enviaban a un hotel de Múnich. Fue una suerte que llegara una última carta a París y que pudiéramos leerla. Era de lady Ferráis y constituía a todas luces la continuación de otras, pero en ésa la joven dama se extrañaba de que su padre tardara tanto en reunirse con ella e insistía en que se apresurara, a lo que añadía que usted podría regresar bastante pronto y que había que darse prisa. Eso fue lo que yo hice, y el resto ya lo saben.

Pensando que, después de un discurso tan largo, se merecía de sobra su coñac, Gordon Warren tomó un sorbo y lo «masticó» antes de tragarlo con los ojos entornados y de preguntar:

—¿Qué piensa hacer ahora, príncipe?

Éste pareció despertar de la ensoñación en la que el final de la historia lo había sumido.

—¿Sobre qué? —preguntó con voz cansada.

—Sobre este matrimonio, por supuesto. Es indudable que le han tendido una trampa, como se la tendieron en su día al pobre Eric Ferráis, y a sus amigos, entre ellos yo, les gustaría que no corriera usted la misma suerte. Estoy convencido de que fue ella quien lo envenenó. Lo sé, lo intuyo... y, por desgracia, no puedo hacer nada.

—¿Por qué? —preguntó Guy—. ¿No tiene pruebas?

—Aunque las tuviera, no servirían de nada. Las leyes del Reino Unido no permiten que alguien pueda ser juzgado dos veces por la misma causa. Lady Ferráis fue absuelta. Incluso con un montón de pruebas, sería imposible llevarla ante el tribunal de Oíd Bailey.

—Yo estoy pensando en otro tribunal: el del Santo Oficio, al que pienso solicitar la anulación de mi matrimonio vi coactas.[15] -Es el único camino para recuperar su libertad —dijo, suspirando, el superintendente—, pero lleve cuidado cuando inicie los trámites e intente que sean lo más discretos posible, porque a partir de ese momento estará en peligro. Se ha tomado demasiadas molestias para casarse con usted y no lo soltará fácilmente. Mientras tanto, creo que empleará otras armas. Es una de las mujeres más bonitas que he conocido. ¡Una verdadera sirena!

—No hace mucho todavía me hallaba bajo el influjo de su encanto, pero ya no. No sabría decirle por qué, pero así es. Quizá porque me horroriza lo que es turbio, dudoso, equívoco.

—Me alegro. Sea como sea, siga mi consejo: vaya con cuidado.

Consciente de que no conseguiría dormir, esa noche Morosini no se acostó. El amanecer lo encontró asomado a la ventana de su habitación, escrutando la grisura donde se juntaban el cielo y el Gran Canal en espera de un poco de rosa, de una esperanza de sol que atravesara el capullo brumoso y húmedo que envolvía a Venecia. Por primera vez en su vida, se sentía prisionero allí, tanto como el criminal que esperaba su traslado bajo uno de esos techos uniformados por la luz mortecina.

El miliciano ya no montaba guardia en la puerta y no volvería, pero la peste fascista había empezado a extenderse solapadamente, como una mancha de aceite, por Italia. Venecia estaba afectada hasta los cimientos, puesto que su familia, la familia del príncipe Morosini, se había contagiado. Adriana, a quien tanto había querido, convertida por el doble amor a un hombre y al dinero hasta el punto de haber aceptado asesinar a una mujer de la que nunca había recibido sino ternura y favores. Eso era quizá lo peor.

¿Y qué iba a hacer con ella? ¿Matarla como había jurado que haría con el asesino de su madre? Si ése era el precio de la paz de su alma, ¿por qué no? Sólo le inspiraba ya asco y aversión, al igual que la criatura que descansaba a unos pasos de él. Dejarla hundirse poco a poco en la miseria que la acechaba, darle un empujoncito en caso necesario, podía ofrecer una venganza más sutil. Faltaba saber si existían vínculos entre ella y Anielka, en cuyo caso ésta quizá lograra socorrer a la antigua amante de su padre. ¿Qué sería entonces de él y de los que vivían con él, atrapados entre dos fuegos, entre dos odios? ¡Había que hacer algo!

Hacia las diez de la mañana, Morosini fue a casa del señor Massaria, su notario, para hacer un testamento en el que repartía sus bienes entre Guy Buteau, Adalbert Vidal-Pellicorne y la pareja Celina-Zaccaria. Después volvió a casa para ocuparse de los asuntos atrasados con el alma mucho más serena. Si moría, Anielka y Adriana no recibirían ni una migaja de su fortuna.


El banquero luxemburgués cerró el estuche con el grifo de oro y rubíes, se lo guardó en un bolsillo, estrechó efusivamente la mano de Morosini y se puso los guantes.

—Nunca podré agradecérselo bastante, querido príncipe. Mi madre va a sentirse muy feliz de recibir por Navidad esta joya de familia desaparecida hace un centenar de años. Va a ser una verdadera sorpresa. La verdad es que hace usted milagros.

—Usted me ha ayudado. Es paciente y yo soy obstinado; la suerte ha hecho el resto.

Morosini miró a su cliente embarcar en el Giudecca, con el que Zian iba a llevarlo a la estación. Faltaban dos días para Navidad y el luxemburgués no podía perder tiempo, pero al menos se marchaba feliz.

El no podía decir lo mismo. La alegría de su cliente y la cercanía de la Navidad aumentaban su lasitud. Sobre todo cuando se acordaba del año anterior. En esa época, Adalbert y él habían conseguido recuperar el diamante del Temerario para Simon Aronov. Además, el palacio Morosini sólo deploraba la ausencia de Mina en torno a una mesa de Nochebuena en la que un jovial trío tapaba sólidamente esa brecha: la querida tía Amélie, flanqueada por Marie-Angéline du Plan-Crépin y Vidal-Pellicorne, todos contentísimos de estar allí y de compartir con Aldo la fiesta más hermosa del año.

Esta vez el fracaso había sido total: el ópalo se había perdido para siempre y la familia inmediata de Aldo se componía de una mujer dudosa y de un criminal en espera de juicio. Los otros, los verdaderos, no estarían allí: la señora de Sommieres estaba en cama con gripe en su mansión del parque Monceau y Plan-Crépin la cuidaba. En cuanto a Adalbert, cabía imaginar que pasaría las fiestas en Viena, con Lisa y su abuela, y estaría muy bien que lo hiciera. ¿Por qué iba a privarse de esa satisfacción?

De pronto, el príncipe anticuario notó que un estremecimiento le recorría la espalda y empezó a estornudar. Estaba cogiendo frío. Era una tontería estar plantado ahí, con el viento cortante que soplaba sobre Venecia, dando vueltas y más vueltas a sus desgracias. Podía hacer lo mismo dentro. Sin embargo, cuando iba a entrar algo atrajo su atención y la retuvo: abajo, la barca del hotel Danieli empezaba a girar en dirección a la entrada del Rio Cá Foscari y el conductor movía el brazo mirando hacia él. Seguramente le llevaba un nuevo cliente.

O más bien una clienta, pues a su lado se veía una figura femenina y elegante, con un sombrero de zorro azul y un abrigo ribeteado en la misma piel. Ella también hizo un gesto y a Aldo le dio un vuelco el corazón. Pero el barco ya había apagado el motor para acercarse a los peldaños y Aldo apenas tuvo tiempo de salir de su sorpresa: era Lisa, con la nariz enrojecida por el frío pero los ojos de color violeta brillantes de alegría.

—¡Buenos días! —dijo—. Creo que no me esperaba.

De la joven emanaba una luz tan hermosa, un calor tal que Aldo olvidó sus estremecimientos. Tuvo que reprimirse para no abrazarla y limitarse a tenderle las manos.

—No, desde luego que no la esperaba. Y además no paraba de tener pensamientos lúgubres, pero aparece usted y todo se ilumina. ¡Qué increíble alegría verla hoy aquí!

—¿No podríamos entrar? Hace una humedad glacial.

—¡Pues claro! ¡Venga! ¡Venga deprisa!

La condujo hacia su gabinete de trabajo, pero Zacearía, que llegaba con la bandeja del té, reconoció a la recién llegada y, dejando su carga sobre un baúl, se precipitó hacia ella.

—¡Señorita Lisa!... ¡Quién iba a imaginarlo! Celina va a ponerse muy contenta.

Antes de que pudieran impedírselo, desapareció en dirección a las cocinas olvidando toda la pomposidad de su actitud para no pensar más que en la alegría de su mujer. Aldo, no obstante, hizo entrar a su visitante en la gran estancia tapizada de brocado amarillo donde tan a menudo habían trabajado juntos y ella se sentó con toda naturalidad en el sillón que ocupaba antes para tomar en taquigrafía las cartas que Morosini le dictaba. Pero no tuvieron tiempo de cruzar dos palabras, porque la puerta se abrió y Celina, riendo y llorando a la vez, se abalanzó hacia Lisa, a la que estuvo a punto de aplastar con su entusiasta abrazo.

—¡Por todos los santos del Paraíso, es ella, es nuestra pequeña! ¡Jesús bendito, que hermoso regalo de Navidad nos has hecho!

—Si tenía alguna duda sobre el cariño que se le tiene aquí, creo que habrá quedado despejada —dijo Aldo cuando Lisa consiguió liberarse del torbellino de cintas, tela almidonada, seda negra y carne exuberante que representaba Celina llorando a moco tendido—. Supongo que se queda con nosotros, ¿no?

—Sabe que no puedo. Al igual que el año pasado, vuelvo a Viena para estar con mi abuela, que me ha dado muchísimos recuerdos para usted. Le quiere mucho.

—Yo también. Es una mujer admirable. ¿Cómo está?

—Estupendamente. Espera también a mi padre y a mi madrastra, cosa que sólo le hace gracia a medias, pero la hospitalidad la obliga, y no quiero dejarla pasar ese trago sola.

—Entonces..., este viaje a Venecia... ¿Ha venido de verdad por nosotros?

No se atrevía a decir «por mí», pero esperaba tanto que fuera así... En ese momento .tornó por fin conciencia de lo que sentía por Lisa. Supo por qué ya no quería a Anielka, por qué no podría volver a quererla jamás, suponiendo que lo que lo había atraído hacia ella fuera amor. Y la sonrisa de Lisa le confortó el corazón.

—Pues claro que ha sido por ustedes. Me gusta Venecia, pero ¿qué sería sin... todos ustedes? Bueno, para ser sincera, hay también otro motivo.

El sonido de unos pasos rápidos la interrumpió. En ese momento, para Aldo el cielo se nubló y Celina retrocedió hasta la sombra de una estantería como ante una amenaza. Anielka acababa de entrar en el despacho, invadido por un repentino silencio.

—Perdón si molesto —dijo con voz clara—, pero necesito una respuesta, Aldo. ¿Qué hacemos con esa cena en casa de los Calergi? ¿Quieres ir o no?

—Hablaremos de eso más tarde —dijo Morosini, cuyo semblante palideció de ira y de dolor a la vez—. No es ni el momento ni el lugar para tratar ese asunto. Ten la bondad de dejarnos, por favor.

—Como quieras.

Con un desdeñoso encogimiento de hombros, la joven giró sobre sus talones, haciendo revolotear el vestido de crêpe georgette de color crudo alrededor de sus piernas perfectas, y se fue como había venido, pero Lisa ya se había levantado con un movimiento automático. Ella también se había quedado pálida. Había reconocido a la intrusa, y la mirada que dirigió a Aldo estaba teñida de sorpresa y de incomprensión.

—¿He visto bien? ¿Es... lady Ferráis?

¡Dios, qué difícil fue responder! Pero había que hacerlo...

—Sí..., pero ahora lleva otro apellido...

—No me dirá que se llama... Morosini... ¿La hija de...? ¡Es abominable!


Lisa trató de salir corriendo hacia el vestíbulo, pero Aldo la retuvo por la fuerza.

—¡Un momento, por favor! ¡Sólo un momento!... Déjeme por lo menos que le explique...

—¡Suélteme! ¡No hay nada que explicar! Tengo que irme... ¡No me quedaré aquí ni un segundo más!

Su voz entrecortada, nerviosa, traducía su conmoción. Celina intentó acudir en ayuda de Aldo:

—¡Concédale un momento, señorita Lisa! No ha sido culpa suya...

—¡Deje de mimarlo, Celina! Este imbécil redomado es bastante mayorcito para saber lo que hace... y después de todo siempre he sabido que estaba enamorado de esa mujer.

—No, no... Usted no puede entenderlo...

—¡Ya basta, Celina! La quiero mucho, pero no me pida tanto. Adiós.

Se inclinó para besar a su vieja amiga y después se volvió hacia Aldo, que era demasiado consciente de lo irreparable para seguir intentando reaccionar.

—Casi se me olvida la verdadera razón de mi visita. ¡Tome! —dijo, arrojando sobre la mesa un estuche de piel negra—. Le he traído esto. Encontramos el cuerpo de Elsa.

Al caer entre los papeles, el estuche se abrió, dejando a la vista el águila que no esperaban volver a ver. La potente lámpara de lapidario encendida sobre la mesa hizo centellear los diamantes, mientras que todos los matices del espectro solar parecían brotar de las profundidades misteriosas del ópalo.

Cuando Aldo volvió la cabeza, la señorita Kledermann ya no estaba. Ni siquiera intentó ir en su busca. ¿Para qué? Paralizado ante la piedra que no se atrevía a tocar, oyó crecer y decrecer el ruido de la barca que se llevaba a Lisa. Lejos, muy lejos de él. Seguramente demasiado lejos para que fuera posible reunirse algún día con ella.


Saint-Mandé, diciembre de 1995


Fin

Notas:


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19/05/2011
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