Capitulo 4

Al cruzar el salón, se golpeó con la mesita. Había intentado recordar cómo se encendían las luces, pero lo había olvidado y no veía nada. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse en la oscuridad; entonces, vio luz bajo la puerta del dormitorio de Meredith.

Se acercó, llamó suavemente y entró. Merrie alzó la mirada. Estaba sentada en la cama, con las gafas puestas y aquella caja que llamaba ordenador portátil, entre un montón de papeles. Le pareció tan maravillosa, que tuvo que resistirse al impulso de tomarla entre sus brazos. Necesitaba estar con una mujer. Con aquella mujer.

Sin embargo, consiguió controlarse y sonrió.

Ella le devolvió la sonrisa.

– Me alegra observar que no estás enfadada conmigo.

– ¿Enfadada? ¿Por qué tendría que estarlo? Él frunció el ceño.

– En mi siglo, a las mujeres no les gustaban los hombres que llegaban tarde a casa y entraban borrachos en mitad de la noche después de haber estado de juerga con los amigos.

– ¿Eso es lo que has estado haciendo? ¿Y cuál de tus amigos lleva perfume barato?

– Te he traído esto -dijo Griffin, mientras sacaba las sombrillas de cóctel que se había guardado-. No sé para qué sirve, pero me ha parecido interesante.

Merrie las tomó y sonrió.

– Gracias… ha sido muy amable por tu parte. Pero, ¿te has bebido seis de los cócteles de Tank?

Griffin contempló los labios de Meredith sin poder evitarlo. Deseaba besarla.

– Estaban buenos y no dejó de servirme uno tras otro. Rechazarlos no habría estado bien;

Merrie suspiró y lo observó con sus grandes ojos verdes.

– Siento que seas tan infeliz aquí. Me gustaría poder ayudarte, pero no sé cómo. Estoy haciendo lo que puedo.

Una vez más, Griffin se quedó asombrado con su belleza. Y esta vez no pudo evitarlo: extendió un brazo y le acarició suavemente el labio inferior.

– Sé que tengo mal genio, pero no quería ser grosero contigo. Siento haberme enfadado contigo esta mañana. Te estoy muy agradecido por todo lo que has hecho por mí, Merrie.

– Pero quieres volver a tu tiempo…

– No tengo otro remedio. Debo hacerlo. Merrie lo tomó de la mano.

– Mi amiga, Kelsey, ha estado aquí esta tarde. Decidió venir a verme.

– ¿Y qué te ha dicho?

– El único consejo que ha podido darme es que deberíamos repetir las condiciones que se dieron la noche de tu aparición. Puede que entonces encontremos el agujero negro por el que llegaste.

Griffin estuvo a punto de maldecir en voz alta.

– ¿Repetir las condiciones? ¿Y cómo podríamos crear un huracán? A menos que hayáis encontrado la forma de controlar el clima, sospecho que eso es imposible.

– Puede que no necesitemos un huracán, que nos sirva una simple tormenta…

– ¿Y qué hacemos? ¿Esperar una?

– Por ahoja, sí. Por lo menos, hasta que encontremos otra solución.

Él intentó controlar su desilusión. Sabía que Merrie no merecía otro de sus enfados.

– ¿Le has hablado a tu amiga sobre mí? Ella negó con la cabeza.

– No, sólo le he planteado una situación hipotética. Le he dicho que estoy escribiendo una novela -respondió-. Si le hubiera contado la verdad, habría pensado que he perdido el juicio.

Griffin comenzó a caminar de un lado a otro, nervioso. Podía sentir que Merrie lo seguía con la mirada.

– ¿A qué hora me encontraste?

– A medianoche.

– ¿En qué condiciones?

– Muy extrañas, la verdad. El huracán estaba en lo peor y de repente se detuvo. Todo se quedó tan tranquilo y silencioso, que me asusté.

– ¿Y cómo me encontraste? Ella frunció el ceño.

– No estoy segura, pero recuerdo que algo me empujó a salir al exterior. Y entonces, te vi en la playa.

Griffin se acercó a la ventana del dormitorio, corrió la cortina y miró hacia el mar.

– ¿Dónde exactamente?

– A unos metros del cedro grande, en línea recta. La marea estaba alta y las olas casi llegaban al jardín. ¿Pero sabes una cosa? Sospecho que el proceso no empezó en la playa. Creo que allí, en realidad, sólo terminó.

– No te entiendo…

– Da igual, eso no importa ahora -dije ella-. He alquilado un yate durante unos días, así que podríamos marcharnos mañana si hace buen tiempo. He pensado que podíamos navegar hasta el lugar donde dices que te caíste por la borda. Tal vez en centremos alguna pista… pero el viaje es largo, así que tal vez deberíamos anclar en Bath, pasar la noche allí y regresar al día siguiente.

– Es un buen plan. Pero, ¿sabes navegar?

– Mi padre me enseñó cuando era pequeña. Y lo que no pueda recordar, me lo recordarás tú. No creo que la navegación haya cambiado mucho en los últimos siglos.

Por primera vez, Griffin sintió que tenía alguna esperanza. Si conseguía regresar a su época antes de una semana, todavía pondrían acabar con Barbanegra.

Sin embargo, sabía que echaría de menos a Merrie. Cada día le sorprendía más su fuerza de espíritu y su carácter. No retrocedía nunca, ni siquiera cuando él se sentía dominado por la desesperación y se enfadaba. No lloraba, no pedía ayuda, no se escondía. En lugar de eso, lo retaba constantemente y lo animaba a ver lo bueno de aquella situación.

Era una mujer muy fuerte. Y en cuanto a él, ya no podía negar lo que sentía. Merrie le importaba. Quería que fuera feliz y desde luego no le agradaba la necesidad de abandonarla.

Volvió a cerrar la cortina de la ventana y se sentó en la cama, junto a ella. Después, se frotó los ojos y se pasó una mano por el pelo.

– ¿Qué pasará si no puedo volver? -murmuró él.

Meredith le puso una mano en el hombro. Griffin se sintió tan bien, que cerró los ojos para disfrutar de su contacto.

– Si se presenta ese problema, ya pensaremos en ello.

Emocionado por su actitud, se volvió hacia ella. Una vez más, su mirada se clavó en los labios de Meredith.

– ¿Por qué estás sola? -preguntó.

Merrie parpadeó, confundida.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Cómo es posible que ningún hombre te proteja? Cuando yo me marche, te quedarás sola. ¿No tienes miedo?

Ella sonrió.

– No necesito que nadie me proteja, Griffin. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí.

– Pero ya has pasado la edad del matrimonio y…

– ¿De dónde te has sacado que soy una especie de vieja solterona? -se burló.

– ¿Es que te gusta vivir así? ¿Sola? Merrie se ruborizó levemente y se encogió de hombros.

– No lo sé, no he pensado mucho en ello. Pero, de todas formas, el mundo ha cambiado gracias a la revolución sexual y las mujeres tenemos ahora la oportunidad de ser independientes como los hombres, de poder elegir.

Griffin estuvo a punto de preguntarle sobre la revolución sexual, pero decidió concentrarse en lo que realmente importaba.

– Sea como sea, deberías buscar un marido. No esperes más tiempo.

– No es tan sencillo. Hay muchos asuntos que considerar…

– ¿Qué me dices de ese Muldoon? Parece un buen hombre, tiene salud y es dueño de un local con muchos clientes. Seguro que sería un marido decente… si quieres, puedo ir y hacerle una propuesta en tu nombre.

– ¿Tank Muldoon? -dijo Merrie, entre risas-. Sí, es un buen hombre, pero no me gusta.

Griffin tomó las manos de Merrie y las apretó con suavidad.

– Es un hombre fuerte y rico y su aspecto no es malo. Sé que para una mujer es importante que los hombres se bañen con frecuencia y que su dentadura se encuentre en buenas condiciones.

– Está bien, te lo diré de otro modo: yo no soy de la clase de mujeres que le gustan a Tank.

– Qué tontería. Si te tuviese, sería un hombre muy afortunado. Merrie apartó las manos.

– Griffin, no te preocupes por mí. Estaré bien cuanto te marches, en serio… ya estaba bien cuando apareciste.

Él asintió.

– Si yo fuera de tu época, querría estar contigo.

– Eres muy amable, pero no me gustaría que estuvieras conmigo a menos que me amaras de verdad.

– Muchas personas se casan sin estar enamoradas…

Griffin pensó que se había casado con Jane sin estar enamorado y sin que apenas se conocieran, lo cual no había evitado que su mundo se hundiera por completo cuando falleció. Tal vez porque, con el tiempo, había aprendido a amarla.

Jane había muerto sola en su pequeña casa de Williamsburg, tres días después de que las fiebres se llevaran a su hijo. Por entonces, él se encontraba en mitad del Atlántico, regresando desde Inglaterra, ocupado con sus responsabilidades como capitán del Spirit y contento por el precio que había conseguido por su cargamento de tabaco de Virginia.

– ¿Griffin?

– ¿Sí?

– ¿Te encuentras bien?

Lentamente, y sin decir nada, Griffin se inclinó y la besó en los labios. Ella entreabrió la boca, invitándolo a seguir; y al ver que no lo hacía, se decidió a adoptar una actitud más activa y lo lamió.

Lo que había comenzado como un gesto apenas perceptible, se transformó de repente en un acto cargado de sensualidad. Griffin deseaba besarla apasionadamente, hundirse en su cabello y en sus ojos. Pero, a pesar de ello, se apartó. No creía tener derecho a aceptar lo que le ofrecía; no podía hacerlo entonces ni podría hacerlo nunca.

– Lo siento -dijo ella.

– Soy yo quien debe disculparse. He actuado de forma impulsiva, sin pensar en tus sentimientos ni en tu honor.

Griffin se levantó de repente y se dirigió hacia la puerta.

– No tienes que marcharte…

– Debo hacerlo. Es casi medianoche y tu amiga dijo que debíamos repetir las condiciones de aquel día… tal vez no fuera el huracán, sino el momento o el lugar. Voy a ver qué pasa.

– ¿Crees que puede funcionar?

– No lo sé, pero no lo sabré si no lo intento. Duerme, Merrie… Y si cuando despiertas me he marchado, piensa que todo esto ha sido un sueño.

– Nunca creería que ha sido un sueño. Nunca te olvidaré -declaró, con voz temblorosa.

– Ni yo a ti.

Griffin se volvió y salió del dormitorio, dejándola sola. Merrie le había, dicho que estaría bien sin él, que ya vivía sola antes de que apareciera. Pero en el fondo de su corazón, sabía que dejaría algo precioso y mágico atrás cuando regresara a su época. Y también sabía que siempre se preguntaría por lo que podría haber sucedido si se hubiera quedado en el siglo XX.

Al decir que no la olvidaría, había dicho la verdad. Nunca dejaría de pensar en sus ojos, en su sonrisa, en el contacto de su piel y en su aroma.

No, nunca olvidaría a Merrie.

Meredith se tumbó y se tapó los ojos con las manos. Tenía ganas de llorar y no sabía por qué. Aquel hombre había aparecido en su vida con la fuerza de un huracán y estaba a punto de desaparecer del mismo modo.

Sabía que debía dejarlo marchar; aquella no era su época y, por otra parte, tenía que vengar la muerte de su padre. Sin embargo, no quería que se marchara; y por encima de todo tenía la sensación de que su relación no estaba ni mucho menos terminada, de que había algo inconcluso y de que Griffin no podía marcharse. Por lo menos, todavía.

Quería levantarse, salir corriendo y pedirle que no se marchara, pero 'se limitó a acercarse a la ventana del dormitorio y mirar al exterior. Griffin estaba mirando el mar, observando y esperando, apenas iluminado por la luz de la luna.

Nerviosa, Merrie miró el despertador. Eran las once y cincuenta y siete minutos. No podía soportar la tensión de la espera, de modo que se volvió a echar en la cama y se hizo un ovillo. Tenía miedo. Temía perderlo y temía no volver a sentir una atracción similar por ningún otro hombre. Y aunque intentó tranquilizarse y pensar que no podía hacer nada salvo ponerse en manos del destino, no conseguía conciliar el sueño.

Los minutos transcurrieron muy lentamente. Oía el sonido de las manecillas y al cabo de un rato perdió el sentido del tiempo. Ya no sabía qué hora era; cerró los ojos, convencida de que Griffin se había marchado para siempre, y poco después tuvo la sensación de que no estaba sola en el dormitorio. Él estaba allí, con ella.

Cuando Griffin se sentó, la cama se hundió bajo su peso. Acto seguido, se tumbó pegado a su cuerpo y paso un brazo alrededor de su cintura. Meredith sabía que sólo necesitaba estar con alguien, con cualquiera, pero se alegró de que la hubiera elegido a ella. Por primera vez, comprendió su profunda soledad, la sensación de estar lejos de su mundo. Había sentido lo mismo al verlo en la playa.

Griffin no tardó en quedarse dormido. Entonces, ella encendió la lámpara de la mesita de noche y lo observó durante un buen rato, admirando sus largas pestañas, su fuerte mandíbula, su sensual boca y su aristocrática nariz. Antes de salir de la casa se había puesto otra vez sus viejas prendas, pero al tumbarse en la cama se había quitado el chaleco y desabrochado parcialmente la camisa.

Incapaz de resistirse a la tentación, acercó a una mano a su pecho. No se atrevía a tocarlo, pero pasó los dedos a escasos milímetros de su piel; así podía sentir su calor e imaginar que lo acariciaba. Meredith había tenido varias relaciones con amigos de la universidad; sin embargo, nunca había sentido nada parecido y jamás le habían gustado tanto como para llegar hasta el final y dejar de ser virgen.

En muchos aspectos, Griffin era lo contrario de lo que pensaba que le gustaba en los hombres. Era un hombre de acción, no un intelectual, y desde luego no resultaba especialmente sensible. Pero 16 adoraba. Le gustaba tal y como era, con su arrogancia y su energía*sensual y sus ideas anticuadas.

En aquel momento, lamentó no parecerse a él. Dé haber sido un poco más atrevida, lo habría tocado. No habría esperado a que Griffin tomara la iniciativa, no se habría contentado con simples fantasías; habría actuado y le habría hecho el amor.

Poco a poco, el cansancio hizo mella en Merrie. Y antes de quedarse dormida, pensó que no importaba cuánto tiempo les quedara: nunca sería suficiente.

Sin embargo, tendría que serlo. A fin de cuentas, el año, la semana o el día que tuvieran por delante tendrían que servir por toda una vida.

La lluvia golpeaba suavemente el tejado de la casa. Griffin se encontraba junto a la ventana, contemplando el cielo gris y la oscura superficie del mar. La brisa mecía los árboles del jardín y a lo lejos se oían truenos.

Se volvió hacia Merrie, que estaba sentada en el sofá, y dijo:

– He navegado en aguas mucho peores que éstas. El viento es perfecto para navegar hasta el Pamticoe.

– Hasta el Pamlico, querrás decir. Y sí, no dudo que has navegado en sitios peores…

– Te aseguro que no estarás en peligro. Ella lo miró con desconfianza.

– No vas a conseguir convencerme de que salgamos con este tiempo, así que será mejor que te tranquilices.

– ¿Que me tranquilice? No puedo. Llevamos tres días esperando a que mejore el tiempo. Pero no pasa nada, sólo es lluvia…

Griffin estaba harto de esperar. No sabía qué hacer, y él viaje a Bath le daba esperanzas.

– Estamos en plena temporada de huracanes. No pienso salir al mar hasta que el cielo esté totalmente despejado -declaró ella-. Y por cierto, ¿no podrías dejar de caminar de un lado a otro como un tigre enjaulado? ¿Por qué no sales a pasear?

– No me apetece.

– ¿Qué hacíais en vuestra época para divertiros?

– Cazar zorros, ir a peleas de gallos…

– No me refiero a ese tipo de cosas.

– Bueno, también montamos a caballo, hacemos competiciones, asistimos a fiestas. Y por supuesto, bebemos.

Merrie frunció el ceño.

– Está bien, supongo que’ aquí no tienes mucho que hacer. En tal caso, tendremos que buscarte nuevas diversiones.

– ¿Para qué? ¿Eso mejorará mi vida?

– No lo sé, pero al menos me dará el tiempo necesario para hacer mi trabajo. Griffin suspiró. Sabía que tenía razón.

– Está bien, supongo que debería ocupar mi tiempo en algo.

– Veamos… ¿Qué sueles hacer en tu casa cuando llueve?

Él sonrió de forma lasciva.

– Sólo se me ocurre una cosa. Y supongo que eso es igual en tu siglo.

– Sí, bueno… ¿Y al margen de eso?

Griffin permaneció en silencio durante unos segundos, al cabo de los cuales movió la cabeza en gesto negativo. Además de acostarse con una mujer, no se le ocurría nada salvo subir a su barco y sentir la cubierta bajo sus pies. Había nacido para ser capitán y había heredado el sueño de su padre de construir un pequeño imperio con la venta del tabaco de Virginia.

Como hijo único, siempre había estado muy apegado a él. A los diez años ya lo sabía todo sobre el cultivo del tabaco y era plenamente consciente de la necesidad de invertir hasta el último penique en la plantación de los Rourke. Y a los doce, ya navegaba en el primer navío de la familia, el Betty, llamado así en honor a su madre.

Todavía recordaba la expresión de alegría de su padre cuando botaron aquel barco. El Betty se transformó en el centro de su vida, en lo único que lo empujaba a seguir adelante tras el fallecimiento de su esposa.

Pero, entonces, Teach se lo robó. El pirata lo atacó y lo capturó en la costa de Virginia cuando el padre de Griffin se encontraba a bordo. Y después de saquearlo, lo hundió.

– ¿Qué día es hoy? -preguntó Griffin, mirando al extrañamente silencioso loro.

– Veintiséis de septiembre.

– Ya ha pasado casi un año -murmuró, mientras acariciaba a Ben-. Este enredo comenzó por entonces.

– ¿A qué te refieres?

– A todo este asunto de Teach y de mi padre.

– ¿Puedes contarme lo que pasó? Griffin se apartó del loro y volvió a la ventana.

– Teach lo mató. No hay mucho más que contar.

– Es extraño…

– ¿Por qué?

– Porque a pesar de su fama, no ha pasado a la historia como un pirata especialmente sanguinario. Los marinos de la época pensaban que era una especie de demonio, pero ahora sabemos, por las distintas fuentes encontradas, que casi siempre capturaba sus cargamentos sin lucha de ninguna clase.

Griffin intentó contener su enfado. No podía comprender que Merrie defendiera a aquel canalla. Por lo visto, había pasado a la historia como una especie de héroe romántico.

– Mató a mi padre, Merrie -insistió.

– Lo siento, Griffin… ¿no quieres contarme lo que pasó?

– No hay más que decir.

– Pero, si hablaras de ello, tal vez…

– No, hablar no servirá para devolverle la vida.

– Está bien. Entonces, no hablaremos. Pero siéntate e intenta relajarte…

Griffin gruñó, pero lo hizo. Y Merrie le dio una revista de barcos para que leyera un rato.

– Me estás poniendo tensa…

– Es que relajarme no forma parte de mi naturaleza.

Meredith decidió tomar cartas en el asunto y le puso las manos en los hombros. Sus duros músculos estaban tensos, así que empezó a darle un masaje. Él cerró los ojos y la dejó hacer. Nunca le habían dado un masaje de ese tipo, y lo encontró maravillosamente agradable.

– Eres el hombre más impaciente que he conocido en mi vida. Griffin sonrió.

– Heredé esa característica de mi padre. Nunca estaba satisfecho con nada y todo lo quería para ayer. Mi madre solía enfadarse por eso y no le dirigía la palabra hasta que la sacaba de paseo en el carruaje.

– Parece que era una mujer muy sensata.

– Sí, lo era. Fue criada de mi padre, pero demostró ser tan sensata, que se casó con ella.

– ¿Fue su criada?

– Mi padre llegó a las colonias en 1670, cuando tenía veinte años. Había sido condenado por un pequeño robo y estaba preso, así que tuvo que trabajar durante quince años en una plantación, hasta que se ganó la libertad.

– Debió de ser difícil para él…

– Sí, pero no te detengas.

– ¿Que no me detenga?

– Me refiero a lo que estás haciendo con tus dedos. No pares, por favor…

Merrie siguió masajeándole la espalda. Griffin se sentía como un gato tumbado al sol y absolutamente feliz con su vida.

– Sigue, hablándome de tu padre -dijo ella.

– Cuando dejó la plantación, había aprendido dos cosas: la primera, plantar tabaco y sacar beneficios de ello; la segunda, odiar la esclavitud. Se negó a tener esclavos y sólo trabajaba con presos a los que daba la libertad al cabo de cuatro años además de ropa nueva, una pistola y suficiente dinero para que pudieran establecerse por su cuenta.

Griffin se detuvo un momento antes de continuar con la historia.

– Mi madre era huérfana, de Bristol. Cuando llegó a su mayoría de edad, se embarcó en Inglaterra y también vino a las colonias. Mi padre la vio aquel día en los muelles y se enamoró de ella, así que la contrató como criada para servir en su casa. Pero, cinco meses después, ya la había convencido para que se casaran.

– Es una historia preciosa, muy romántica…

Griffin le acarició los brazos y se dejó llevar por el placer de su abrazo. Merrie se las arreglaba para hacerlo feliz a pesar de las circunstancias, y él disfrutaba plenamente de aquella amistad que compartían.

Nunca había sido amigo de ninguna mujer, y por supuesto no lo había sido de ninguna mujer a la que deseara. En su época, las mujeres estaban en una situación muy distinta y él siempre las había considerado más débiles y más incapaces de afrontar las preocupaciones diarias que los hombres. Pero sin duda alguna, Merrie era tan capaz como cualquier hombre. Era decidida, fuerte, independiente, obstinada, y él sabía que podía confiarle sus dudas, sus esperanzas y sus sueños.

– Cuando mi padre ganó el dinero suficiente, vendió la plantación y ordenó que construyeran su primer barco. Lo llamó Betty en honor a mi madre, Elizabeth, y comenzó a comerciar entre las colonias e Inglaterra. Cuando cumplí los veintiún años, me dio mi propio barco y me encargó la ruta entre Norfolk y Londres.

– Era una gran responsabilidad. A esa edad, la mayoría de los chicos que conozco están más preocupados por sus estudios y por las mujeres que por ninguna otra cosa.

Apenas eras un nombre y ya capitaneabas tu propio barco…

– Sí, era su capitán. Pero para entonces ya había cruzado el Atlántico más veces que muchos de los miembros de mi tripulación. Ten en cuenta que me embarqué por primera vez a los trece años, como grumete – explicó Griffin-. A los diecisiete años me aparté un año entero del mar para estudiar. Y a los dieciocho, serví como lugarteniente en un bergantín que hacía el trayecto entre el río James y el Támesis.

– Eres muy valiente.

Merrie comenzó a frotarle el cuello con las manos, pero esa vez, el contado le pareció mucho más íntimo.

– No soy tan valiente. Pero en determinados momentos, me habría gustado serlo más.

– Supongo que debes de arder en deseos de vengarte de Teach para poder seguir con tu vida… -dijo, intentando ocultar su emoción.

Griffin tardó en hablar. En realidad, su futuro le parecía un terreno yermo, vacío, sin nadie a quien amar. Su madre había fallecido cuando él tenía catorce años. Después, había perdido a Jane y a su hijo recién nacido. Y finalmente, a la única persona que le quedaba: su padre.

Se volvió hacia ella lentamente y miró sus ojos verdes.

– No puedo quedarme, Merrie. Si pudiera, lo haría. Pero no puedo.

– No te estaba pidiendo que te quedaras.

– Has hecho tanto por mí, que siento que he contraído una deuda impagable.

– No me debes nada -dijo a la defensiva, como si se sintiera ofendida. Griffin la acarició en la mejilla.

– Me has salvado la vida y siempre te estaré agradecido-susurró-. Pero al margen de eso, te debo mucho más de lo que jamás podrás imaginar.

Griffin volvió a besarla en los labios. Fue un roce tan suave como el contacto del pétalo de una rosa. Sin embargo, esa vez no se contentó con una simple caricia; siguió besándola con abierto deseo y ella gimió y pasó los brazos alrededor de su cuello. Griffin saboreó el néctar de su boca, un sabor tan embriagador como el mejor vino de Madeira y tan adictivo como el opio de la China. Quiso detenerse, pero no podía.

Nunca se había sentido tan atraído por ninguna mujer. En poco tiempo se había convertido en su puerto, en un lugar tranquilo a donde huir de las terribles tormentas que acechaban su corazón. Quería quedarse allí, a salvo, pero debía vengarse del pirata que había matado a su padre y por otra parte no quería hacerle daño. Así que, finalmente, se apartó.

– Lo siento -murmuró-. Me he vuelto a aprovechar de tu amabilidad.

– No me importa en absoluto… no te has aprovechado de mí -confesó con timidez-. Me gusta. Me encanta que me beses. Quiero que me beses. Te deseo, Griffin.

Griffin se levantó y se alejó a una distancia prudencial del sofá.

– Mi comportamiento es inadmisible. Creo que será mejor que salga a dar un paseo.

Meredith se levantó también y se plantó ante él, bloqueándole la salida.

– No soy ninguna niña, Griffin. Estamos en el siglo XX y las mujeres ya no somos elementos pasivos. Esto es cosa de dos, de ti y de mí, y puedes estar seguro de que no beso a nadie si no quiero hacerlo.

Acto seguido, se marchó del salón y lo dejó plantado ante la puerta.

Griffin frunció el ceño, confundido con el súbito arrebato de Meredith y por el deseo que sentía. No sabía qué hacer.

Cansado, miró a Ben Gunn, que lo miraba con desconfianza desde su percha, y dijo:

– Parece que he vuelto a meter la pata.

– Ten cuidado -dijo el loro.

– No es mal consejo -observó Griffin-. Tal vez sea mejor que salga a dar ese paseo.

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