La fiesta tenía algo de mágico. Quizá porque esa noche nacía de la más pura tradición andaluza, convertida en milagro por la voz excepcional de un niño.
Sentado en una silla junto a la fuente, vestido con un traje negro y una camisa blanca, las palmas de las manos sobre los muslos, el cuello estirado y mirando hacia arriba, como para interrogar a las estrellas que constelaban la bóveda azul del cielo, Manolo, indiferente a la multitud que lo rodeaba, dejaba brotar su voz pura en una soleá de una gran belleza. A su lado, el guitarrista, erguido, con un pie apoyado en un taburete, se inclinaba hacia él como en actitud solícita.
La frase musical, auténtica filigrana sonora, surgía límpida, quedaba entrecortada por extraños lamentos y después reanudaba el vuelo. El público contenía la respiración, hechizado por una expresión tan perfecta del cante jondo, cuyo origen había que buscarlo en las profundidades del tiempo y en el que confluían la música litúrgica de Bizancio, la de los reyes moros de Granada y la aportación fogosa de las bandas gitanas que emigraron en el siglo XV. Era la raíz misma del flamenco antes de la contribución de los cafés de Triana y del Sacromonte, un extraordinario momento de arte puro.
Como un encantamiento que se rompe, la línea melódica se detuvo en seco, produciendo un instante de silencio seguido de una tormenta de aplausos bajo la que el muchacho saludó con gravedad.
Aún no tenía catorce años, pero ya era famoso. Dos años antes, ese chiquillo gitano había ganado el concurso de cante que acababan de fundar en Granada el poeta Federico García Lorca y el músico Manuel de Falla. Desde entonces estaba solicitadísimo. Los que velaban por la carrera del joven cantante llevaban a cabo una rigurosa selección, pero ¿qué barrera podía resistir a los deseos de doña Ana, decimoséptima duquesa de Medinaceli, si ésta había decidido convertirlo en la principal atracción de la fiesta que daba en honor de la reina el día de San Isidro?
De pie a unos pasos de las dos damas, en el gran patio iluminado por cientos de velas y de lamparillas de aceite que realzaban el esplendor de los azulejos, el príncipe Morosini se sentía inclinado a dejar de atender al cantante para contemplar mejor a la anfitriona y a su invitada, pues su belleza casi nórdica contrastaba de forma llamativa con la piel y el cabello morenos del resto de los presentes. De un rubio veneciano, ojos claros y facciones delicadamente cinceladas, la mujer que ostentaba el título más importante de España después de la duquesa de Alba permanecía de pie junto al sillón de su soberana, cuyos treinta y seis años y siete alumbramientos no atenuaban en absoluto su belleza. El rubio inglés de la reina, su cutis de camelia y sus ojos de color aguamarina armonizaban de maravilla con la alta peineta andaluza y la mantilla de encaje. Unidas por una verdadera amistad —la reina Victoria Eugenia era la madrina de la pequeña María Victoria, hija de la duquesa, que ocupaba el puesto de dama de honor—, de una edad similar y con un mismo sentido de la elegancia, las dos mujeres parecían realmente salidas de un cuadro de Goya, cuya obra y época eran el tema de la magnífica fiesta organizada en la Casa de Pilatos, el palacio sevillano de los Medinaceli, cuyo encanto cautivaba a Morosini.
No era la primera vez que el príncipe iba a Sevilla, pero en esta ocasión había llegado dos días antes con la reina gracias a la afectuosa invitación del esposo de ésta, el rey.
—Acabas de hacerme un gran favor, Morosini —había declarado Alfonso XIII, que solía tutear a las personas que le agradaban—, y para agradecértelo, voy a pedirte otro: acompaña a mi mujer a Andalucía. Últimamente España la agobia un poco. Tu presencia será una agradable diversión… Hay momentos en que añora Inglaterra.
—Pero, señor, yo no soy inglés —objetó Morosini, a quien tentaba poco la idea de encontrarse atrapado en los meandros de la severa etiqueta cortesana.
—Eres un veneciano con sangre francesa, o sea, casi perfecto, si a eso añadimos que el té no te parece una pócima y que detestas las corridas tanto como ella. Y como de todas formas no puedes alojarte bajo el mismo techo, te instalarás en una suite del Andalucía Palace como invitado mío. Te lo debo —añadió el rey cogiendo de su mesa de despacho un objeto magnífico: una copa de ágata bordeada de oro y de piedras preciosas, cuya asa estaba formada por un Cupido de marfil y oro cabalgando sobre una quimera esmaltada…, el «favor» que se le agradecía a Aldo.
Dos meses antes, los talentos de Morosini habían sido requeridos por los herederos de un príncipe napolitano demasiado arruinado para que su familia, una vez sus esperanzas frustradas, dudara en «malbaratar» la increíble cantidad de objetos de todo tipo amontonados en su viejo palacio. Allí dentro había de todo, desde animales disecados, jaulas vacías y horrendos objetos seudogóticos, hasta deliciosas piezas de cristal, una colección de tabaqueras, algunos cuadros y sobre todo una copa antigua, excepcional, que decidió a Morosini a comprarlo todo, revender a un chamarilero la mayor parte de sus adquisiciones y quedarse sólo con las tabaqueras y la copa, que le recordaba algo.
El vago recuerdo se convirtió en certeza después de consultar numerosos libros antiguos en la paz de su biblioteca: el objeto había pertenecido al gran delfín, hijo del rey de Francia Luis XIV. Al príncipe, coleccionista impenitente, le encantaban las copas, los platos y los cofrecillos que representaban lo más precioso que se hacía en la época del Renacimiento y del Barroco. A su muerte, acaecida en Meudon el 14 de abril de 1711, el Rey Sol decidió que el hijo menor del gran delfín, convertido en el rey Felipe V de España, pese a su renuncia a los derechos al trono de Francia debía recibir al menos un recuerdo de su padre. Así pues, el tesoro, guardado en suntuosos baúles de piel sellados con las armas del heredero difunto, emprendió, convenientemente escoltado, el camino de Madrid. Allí permanecería hasta el reinado bastante breve de José Bonaparte, a quien Napoleón I, su hermano, había nombrado rey de España. Éste, poco delicado, al abandonar el trono se llevó la colección a París.
Cuando Luis XVIII sucedió al emperador, podría haber considerado que el tesoro, reunido en Francia por uno de sus antepasados, debía permanecer allí, pero decidió devolverlo a Madrid para tratar de restablecer unas relaciones deterioradas por la tormenta corsa.
Desgraciadamente no se cuidó mucho el embalaje y varias piezas se rompieron o resultaron dañadas en el traslado. Peor aún: una docena desapareció, entre ellas la copa de ágata decorada con veinticinco rubíes y diecinueve esmeraldas.
Una vez identificada su adquisición, Aldo pensó que sería conveniente ofrecerla a la Corona española a fin de que se reuniera en el palacio del Prado con sus hermanas supervivientes. Escribió, pues, al rey Alfonso XIII y a modo de respuesta recibió una invitación.
No fue una buena operación financiera, desde luego. Los reyes suelen hacerse de rogar para abrir la cartera, sobre todo si se trata de comprar lo que consideran que les pertenece, y el español no constituía una excepción: fingió creer que era un presente, besó al veneciano en las dos mejillas, le concedió la orden de Isabel II con una emoción que incluso hizo correr una lágrima a lo largo de su imponente nariz borbónica y lo admitió definitivamente «en su intimidad». En otras palabras, Morosini fue tratado como amigo, acompañó al rey en algunas de las locas carreras que le gustaba realizar con los potentes coches que le chiflaban y, sobre todo, fue con él a cazar, lo que le permitió constatar que Alfonso XIII tenía una vista de lince y era increíblemente rápido disparando. Cazando al vuelo con tres escopetas y dos «cargadores», Su Católica Majestad conseguía con frecuencia dar en cinco blancos de cinco: dos delante, dos detrás y el quinto en cualquier dirección. ¡Asombroso! Era sin lugar a dudas el mejor tirador de Europa. Después de una semana disfrutando de tales privilegios, no podía presentar una factura como si fuese un simple tendero. En consecuencia, Aldo dio la copa por perdida y se fue a Sevilla con Victoria Eugenia, dichoso de volver a ver a los Medinaceli y la Casa de Pilatos, una de las residencias más bonitas erigidas bajo el cielo de España.
Construida en estilo mudéjar pese a haberse empezado a fines del siglo XV, la Casa encerraba entre sus severos muros dos exuberantes jardines con fuentes, diversos edificios, un patio principal y otro más pequeño, magnífico —donde estaba el cantante—, galerías caladas y una decoración mudéjar en la que los azulejos ocupaban un amplio lugar. Un poco excesivo para el gusto de Morosini, que no apreciaba sobremanera semejante derroche de esas placas de cerámica con dibujos y colores variados. No obstante, el conjunto poseía un encanto indiscutible.
En cuanto al nombre, si ese palacio de sultán llevaba el del famosísimo procurador de Judea, se lo debía a don Fadrique Enríquez de Ribeira, primer marqués de Tarifa, que después de efectuar un viaje a Tierra Santa quiso que su casa se pareciera a la de Pilatos. Una leyenda tal vez, pero que había persistido, y durante la Semana Santa el palacio se convertía todos los años en el punto de partida de una especie de «vía dolorosa» que serpenteaba a través de Sevilla, cuya parte medieval hay que reconocer que se asemeja a Jerusalén, con sus casas blancas cerradas sobre sí mismas, sus jardines secretos y sus patios inundados de sombra.
Entre frenéticos aplausos, cantante y guitarrista se habían retirado tras haber tenido el honor de ser presentados a su reina. Morosini aprovechó la circunstancia para retroceder discretamente entre los asistentes, pues le pareció un momento propicio para ir a contemplar más de cerca un cuadro colgado en un saloncito de las estancias de invierno que sólo había entrevisto.
Con el sigilo que permitían las finas suelas de sus zapatos de charol, subió la escalera, que se elevaba en anchos tramos por un hueco revestido de azulejos de color en un estilo mudéjar adaptado al gusto del Renacimiento, y llegó a la habitación que buscaba, pero se detuvo en el umbral haciendo un mohín de decepción: alguien había tenido la misma idea que él y estaba ante el retrato, el de esa reina de España que llamaban Juana la Loca y que era la madre de Carlos V.
Obra del maestro de La leyenda de la Magdalena, era un encantador retrato pintado cuando la hija de los Reyes Católicos era muy joven y una de las princesas más bellas de Europa. El terrible amor que la conduciría a las puertas de la locura aún no se había apoderado de ella. En cuanto a la mujer que estaba allí y cuyas manos acariciaban el marco, su silueta ofrecía una curiosa similitud con la del cuadro, seguramente porque iba peinada y vestida de la misma forma, la que se estilaba en el siglo XV.
Morosini pensó que se trataba de una excéntrica, puesto que esa noche el tema escogido era Goya. Con todo, llevaba ropa suntuosa: tanto el vestido como el tocado, de terciopelo púrpura bordado en oro, eran prendas dignas de una princesa. La propia mujer parecía joven y bonita.
Acercándose sin hacer ruido, Aldo vio que sus largas manos, de una extraordinaria blancura, abandonaban el marco para tocar la joya que Juana llevaba en el cuello, un ancho medallón de oro cincelado alrededor de un gran rubí cabujón. Lo acariciaban, y al observador le pareció oír un gemido. Esa alhaja era lo que el príncipe anticuario quería examinar más de cerca, pues por su forma y su tamaño le recordaba otras piedras.
Intrigadísimo, decidió abordar a la desconocida, pero esta vez ella lo oyó y volvió hacia él uno de los rostros más bellos que Morosini hubiera visto jamás: un óvalo blanco, perfecto, y unos ojos de una profundidad insondable, enormes y oscuros, tan grandes que casi parecía que la mujer llevara una máscara. Y esos ojos estaban anegados de lágrimas.
—Señora… —dijo Aldo.
No pudo seguir: con un gesto de sobresalto, la mujer escapó hacia las sombras acumuladas al fondo de la estancia poco iluminada. Fue tan rápida que pareció fundirse en ellas, pero Morosini salió enseguida tras ella. Al llegar a la escalera, la vio parada hacia la mitad, como si lo esperara.
—¡No se vaya! —le rogó—. Sólo quiero hablar con usted.
Ella, sin contestar, continuó bajando los peldaños, cruzó el patio principal y se detuvo de nuevo junto a la portalada. Aldo se dirigió a uno de los sirvientes que se dirigía hacia el otro patio con una bandeja cargada de copas de champán.
—¿Conoce a esa dama? —le preguntó.
—¿Qué dama, señor?
—La que está allí, junto a la entrada, con ese espléndido vestido rojo y oro.
El hombre miró al príncipe como compadeciéndolo.
—Perdone, señor, pero yo no veo a nadie.
Instintivamente, apartaba un poco la bandeja, convencido de que ese elegante personaje con frac (Morosini no se disfrazaba nunca) ya no se hallaba en su estado normal.
—¿No la ve? —dijo Aldo, desconcertado—. Es una mujer preciosa, vestida de terciopelo púrpura… Y mire, hace un gesto con la mano…
—Le aseguro que no hay nadie —repuso el criado, súbitamente asustado—, pero, si le hace señas, debe seguirla… Le ruego que me disculpe…
Tras estas palabras, se marchó como una exhalación haciendo equilibrios con la bandeja, cuyas copas entrechocaban como dientes castañeteando. Morosini se encogió de hombros y volvió la cabeza: la mujer seguía allí y le hacía señas de nuevo. Aldo no lo dudó ni un segundo: si había misterio, era demasiado atrayente para desentenderse de él. Se dirigió hacia el porche en el momento mismo en que la desconocida lo cruzaba. Por un instante creyó que la había perdido, pero se había limitado a doblar una esquina y de pronto la vio parada junto a una fuente, desde donde repitió su gesto de invitación antes de adentrarse en un dédalo de calles y plazas. Sevilla no obedecía a ningún plan; sus palacios, sus casas y sus jardines, cuyo verde intenso contrastaba con el blanco puro, el ocre de las construcciones y el rosa claro de los tejados, se hallaban distribuidos sin orden ni concierto. Salvo en las horas más calurosas, la ciudad rebosaba de una vida exuberante que la noche no apagaba. Su terciopelo azul salpicado de estrellas devolvía aquí o allá el eco de una guitarra, una canción tarareada, risas o el chasquido alegre de las castañuelas en alguna posada.
La mujer de rojo continuaba avanzando de forma tan caprichosa que Morosini, completamente perdido, se preguntó si no estaría tratando de despistarlo quizá volviendo sobre sus pasos; porque, ¿acaso no había visto ya esa palmera solitaria asomando por encima de la tapia de un jardín? ¿Y esa delicada reja de hierro forjado en una ventana a cuyo pie crecían rosas?
Desanimado, e intranquilo también, se sintió tentado de renunciar y se sentó en un antiguo montador; los zapatos elegantes no eran muy apropiados para andar sobre los adoquines desiguales, algunos de los cuales eran simples piedras del Guadalquivir; un buen par de zapatillas habría sido mucho más cómodo. No obstante, Morosini se puso de nuevo en marcha y se adentró en una callejuela oscura, en cuya entrada se había detenido la dama de rojo. Seguía haciendo el mismo gesto de llamada, pero ahora sonreía, y esa sonrisa hizo olvidar al veneciano el dolor de pies. Sin duda se trataba de una endiablada coqueta, pero era tan bella que resultaba imposible resistírsele.
En el barrio en el que desembocaba la calleja, la noche era más oscura. Las casas eran menos vistosas y más viejas. En sus paredes grises y sucias, el olor de naranjos en flor que envolvía Sevilla se mezclaba con el penetrante y fétido de la miseria. Y antes de que Morosini tuviera tiempo de preguntarse qué iba a hacer allí una mujer vestida de fiesta, ésta había desaparecido en el interior de un edificio en ruinas pero que conservaba huellas de un antiguo esplendor, delante del que se extendía un jardín salvaje. El conjunto ocupaba la esquina de una plazoleta ennoblecida por una pequeña capilla.
Decidido a vivir la aventura hasta el final, Morosini creía que no tendría dificultades para abrir la puerta rajada, pero la madera se resistió. Se disponía a derribarla empujando con un hombro cuando detrás de él se alzó una voz:
—¡No haga eso, señor! A no ser que no le importe que le suceda una desgracia.
Aldo, que no había oído que alguien se acercaba, se volvió bruscamente y, enarcando una ceja, observó al extraño personaje surgido de la nada que se dirigía a él. Con su cara huesuda y alargada por una corta barba, su cabeza rapada, sus pómulos salientes y vestido con una especie de blusón rojo cuyos agujeros mostraban unas prendas interiores vagamente blancas, parecía el aguador de Velázquez, pero sus orejas puntiagudas, sus ojos brillantes bajo unos párpados pesados y el pliegue sardónico de sus delgados labios hacían pensar en un demonio a punto de jugar una mala pasada, lo que no impresionó en absoluto a Morosini.
—¿Por qué tendría que sucederme una desgracia?
—Porque es la noche del 15 de mayo, festividad de san Isidro, el arzobispo de Sevilla que fue también un gran sabio, y porque también es la noche en que ella murió.
—¿La noche en que murió? ¿Quiere decir que esa mujer tan guapa no está viva?
—En cierto modo continúa estándolo, sobre todo esta noche, la única del año que puede salir de su casa para buscar a alguien que la libere de su maldición. Aquellos a los que consigue arrastrar no regresan o pierden la razón, porque nadie quiere ayudarla y entonces ella se enfada… Por suerte, no todo el mundo puede verla; se necesita una… sensibilidad especial.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Porque una noche, hace diez años, seguí al último desdichado que logró arrastrar hasta su guarida. Lo que vi y oí me dejó aterrorizado, y créame, señor, soy valiente, pero salí huyendo. Justo a tiempo, creo. Desde entonces, vigilo para…
—¿Pasa la noche junto a esta casa?
—Sí. Vivo al lado. De día, mendigo delante de la catedral, mientras brilla el sol no hay nada que temer, y a veces entro en el jardín abandonado para fantasear. La puerta apenas se sostiene…
—Si es un lugar tan nefasto, ¿cómo es que no lo han incendiado o derribado?
—Porque nadie aceptaría encargarse de hacerlo por miedo a que le trajera mala suerte. Destruir la morada de un fantasma es peligroso. Pero ¿me permite hacerle una pregunta, señor?
—¿Por qué no? —dijo Morosini, cautivado por las maneras de ese mendigo tan orgulloso y digno como un hidalgo.
—¿Dónde se ha encontrado con Catalina?
—¿Así es como se llama?
—Sí. Era hija de Diego de Susan, uno de los conversos más ricos de la ciudad y también una de las primeras víctimas de la Inquisición… Pero no me ha contestado.
—Disculpe. Ha sido en la Casa de Pilatos. Durante la fiesta que se celebraba en el patio y los jardines, he subido al primer piso para ver un cuadro que me interesaba. Ella estaba allí, delante de ese retrato, acariciándolo. Al verme ha huido, y yo la he seguido.
—¿El retrato era el de Juana la Loca?
—En efecto. ¿Existe algún vínculo entre ellas? Catalina va vestida igual.
—Sí, aunque las dos mujeres no se vieron nunca. La princesa tenía dos años en el momento del drama, y no es con ella con quien Catalina está encariñada, sino con la joya que luce. Seguramente se ha fijado en el medallón con un gran rubí engastado que lleva en el cuello.
—Sí, me he fijado —afirmó Aldo, aunque guardándose de precisar que eso era precisamente lo que quería examinar más de cerca.
—La infeliz está condenada a encontrar ese objeto para obtener su liberación…, pero es una larga y triste historia y se hace tarde, señor.
—Aun así, me gustaría escucharla. ¿No podríamos ir a algún sitio a tomar una copa de jerez o de manzanilla?
Mientras decía esto, hizo aparecer un billete entre sus dedos. El mendigo se echó a reír, dejando al descubierto unos dientes casi tan blancos como los de su interlocutor.
—¡Seguro que tendríamos un gran éxito, usted contraje de etiqueta y yo con mis harapos! De todas formas, aceptaría encantado ese dinero mañana, cuando vaya vestido de un modo menos llamativo.
—De acuerdo. ¿Dónde y cuándo?
—Aquí mismo. Pongamos… ¿hacia las tres? Es la hora de más calor y no habrá mucha gente. Lo esperaré delante de la capilla.
—¿Y adonde iremos?
—En ningún sitio estaremos más tranquilos que en ese jardín abandonado. Si no tiene miedo, claro.
—Al contrario. Incluso entraría de buena gana ahora mismo.
—No me obligue a repetir lo que ya le he dicho: no es aconsejable desafiar a las fuerzas desconocidas. Mañana se enterará… por lo menos de lo que yo sé. ¿Vuelve a la Casa de Pilatos?
—Sí, claro. Tengo la impresión de que llevo horas fuera.
—Venga. Le buscaré un coche para que lo lleve.
Al cabo de un rato, Morosini se reincorporó a la fiesta. Estaban cenando en el Jardín Grande, bajo los arcos floridos y las hojas de una vegetación casi tropical. El ruido de las risas y de las conversaciones sobre fondo musical llenaba la noche, y de pronto Morosini dudó sobre lo que debía hacer: ya no podía ponerse a buscar su sitio en la mesa, presidida por la reina; el protocolo no lo permitía.
Decidió esperar en el Jardín Chico, iluminado pero desierto. Allí se sentó en un banco cubierto de azulejos amarillos y se puso a fumar el contenido de su pitillera. Allí fue donde lo encontró una de las damas de la reina.
—¿Cómo es que está aquí, príncipe? Lo hemos buscado por todas partes. Su majestad incluso ha manifestado cierta preocupación. ¿Acaso se encuentra mal?
—Un poco, sí. Verá, doña Isabel, a veces sufro neuralgias muy dolorosas que me convierten en un compañero poco agradable. Me ha sucedido durante el concierto y por eso me he apartado…
Cuando se trata de un hombre seductor, hasta la vieja más arisca se vuelve comprensiva, y aquella mujer no tenía nada ni de vieja ni de arisca.
—Debería habérmelo dicho y haberse ido. Su majestad le aprecia mucho y no quiere verlo sufrir; yo habría presentado disculpas en su nombre… Y eso es lo que voy a hacer —añadió tras haber contemplado un instante el rostro crispado del príncipe—. Vamos a pedir un coche y lo llevarán al hotel. Yo me encargo de todo. Mañana vendrá al Alcázar a excusarse.
—Acepto encantado su ayuda, aunque irme sin permiso de la reina…
—Yo lo obtendré por usted. Ella comprenderá. Venga. Voy a ordenar que se acerque uno de nuestros coches.
Unos instantes más tarde, Morosini, satisfecho de su estrategia, circulaba hacia el Andalucía Palace al trote ligero de una calesa con cascabeles y borlas rojas y amarillas que le pareció el colmo de la comodidad; después de la carrera por las callejuelas con zapatos de charol, ya no sabía de quién eran los pies. Gracias a la querida doña Isabel, era libre de dedicarse a pensar en su siguiente encuentro con el mendigo. Un encuentro del que su instinto de cazador le decía que podría abrir un camino interesante. Y en los dos últimos años, los más apasionantes eran los que conducían a una u otra de las piedras preciosas robadas tiempo atrás del pectoral del sumo sacerdote en el Templo de Jerusalén. [1] Sólo faltaba encontrar una: un gran rubí cabujón. Ese rubí era la razón por la que Aldo había querido examinar tranquilamente el retrato de Juana la Loca, pues el que la madre de Carlos V llevaba en el cuello poseía todas las características de la joya desaparecida.
Desde hacía dos años, Morosini recorría Europa en compañía de su amigo el egiptólogo Adalbert Vidal-Pellicorne. Habían logrado encontrar tres de las piedras desaparecidas: el zafiro, el diamante y el ópalo. Aldo había conocido al hombre que los había comprometido en esta búsqueda en los sótanos del gueto de Varsovia. Era un judío cojo, dotado de una vasta cultura y de una gran sabiduría, que incluso poseía el don de la clarividencia. Era, además, una de esas personas que saben atraerse el afecto de la gente. La historia que Simón Aronov le contó al príncipe anticuario era de las que no se pueden escuchar con indiferencia cuando uno es joven, valiente, un apasionado de las joyas antiguas y le gusta la aventura. Según esa historia, el pueblo de Israel, dispersado por todo el mundo, sólo recuperaría su tierra natal y sus derechos soberanos si el pectoral completo regresaba a la madre patria. Eso también acabaría con el poder maléfico de las piedras sagradas, robadas por primera vez por los soldados de Tito. ¡Y Dios sabía lo malignas que eran! Su belleza y su enorme valor despertaban la codicia tanto de hombres como de mujeres, y a lo largo de los siglos su rastro estaba manchado de sangre.
El propio Aldo había sufrido las consecuencias de ese poder: su madre, la princesa Isabelle, a quien sus antepasados habían legado el zafiro, había muerto asesinada. Al igual que había sido asesinado sir Eric Ferráis, el riquísimo comerciante de cañones, asesinato planeado por su suegro —y quizás ejecutado por su mujer—, el conde Solmanski, enemigo jurado del Cojo y empeñado, como él, en localizar las joyas perdidas. Igualmente nefasta era la Rosa de York, el diamante del Temerario, el duque de Borgoña, de destino shakespeariano: media docena de cadáveres tras el anuncio de su puesta en venta en Londres. Sin contar una víctima de Jack el Destripador y algunas más. En cuanto al ópalo, ligado a la trágica leyenda de los Habsburgo, pasando por la de la deslumbrante Sissi y su hijo Rodolfo, había dejado cuatro cadáveres en tierra austríaca sólo en el transcurso del otoño anterior. En todos los casos, los dos investigadores habían encontrado la mano criminal de Solmanski.
Morosini había pagado también su parte. Solmanski, no contento con haber convertido en una asesina a Adriana Orseolo, la prima preferida de Aldo, había conseguido, mediante un innoble chantaje, obligarlo a él, el príncipe Morosini, a casarse con su hija, la arrebatadora pero inquietante Anielka, viuda de sir Eric Ferráis, probablemente envenenado por ella pese a que el tribunal de Old Bailey no había podido demostrar su culpabilidad.
Ironía del destino: Aldo se encontraba casado con una mujer por la que estaba loco antes de descubrir que ya no la amaba. Suponiendo que la hubiera amado realmente alguna vez. Es tan fácil confundir el deseo con el amor…
Cuando llegó al Andalucía, Aldo fue a tomar una última copa al bar. Una buena manera de ahuyentar las ideas sombrías que se le ocurrían cuando pensaba en la mujer que llevaba su apellido. Con gracia, eso sí. Su belleza rubia, frágil y delicada atraía a los hombres como un tarro de miel atrae a las moscas. Algunos envidiaban a Morosini y nadie entendía que el matrimonio no se consumara, pero él jamás faltaría al juramento hecho a los manes de su madre asesinada, jamás le daría a la hija del criminal la satisfacción de continuar el linaje de una de las familias más nobles y antiguas de Venecia. Sabía que no podría mirar a sus hijos a la cara si tuvieran a Román Solmanski por abuelo.
Para esa situación, existía una solución: la anulación en los tribunales de Roma de un matrimonio contraído bajo coacción y no consumado. Aldo había tomado ya una decisión: iba a iniciar el procedimiento.
Si no lo había hecho al día siguiente de la boda, era sobre todo por compasión hacia la que había tenido que jurar ante Dios que amaría y protegería. Y ello precisamente porque la había amado hasta el punto de arriesgarlo todo para poseerla.
La situación de la joven era, en efecto, poco envidiable pese a la presencia de su fiel doncella, Wanda, que se ocupaba de ella desde la infancia. Soportada más que aceptada en un palacio que se negaba a ser su hogar, mantenida a distancia por un marido al que aseguraba amar, debía de sufrir la angustia producida por la suerte de su padre, encarcelado en Inglaterra y en espera de un juicio por asesinato que podía llevarlo a la horca. El hecho de que el conde Solmanski fuera un ser abyecto no cambiaba en absoluto la imagen que de él tenía su hija, y si bien Morosini se alegraba de ver a su enemigo vencido, no se podía pedir a Anielka que compartiera ese sentimiento. Así pues, mientras no se dictara sentencia, el esposo forzado no presentaría la solicitud de anulación. Era una simple cuestión de humanidad. Pero después, estuviera Solmanski muerto o vivo, Aldo hacía todo lo que tuviera que hacer para recuperar su libertad.
¿Qué haría con ella? Seguramente poca cosa. La única mujer por la que la habría sacrificado con entusiasmo se había alejado de él para siempre. Debía de despreciarlo, de detestarlo, y eso también era por su culpa. Había descubierto demasiado tarde lo mucho que quería a la ex Mina van Zelden, transformada en una adorable Lisa Kledermann.
Al darse cuenta de que el coñac despertaba los recuerdos en lugar de ahogarlos, Morosini salió del bar, subió a su habitación y, sin siquiera dedicar una mirada al mágico paisaje nocturno de Sevilla, se metió en la cama con la firme intención de dormir. Era la mejor manera de invertir el tiempo hasta su encuentro con el mendigo.
El hombre había acudido a la cita. Al llegar a la plazuela, Morosini lo vio en cuclillas en la entrada de la capilla con su blusón de color coral. El lugar estaba desierto, así que no mendigaba; incluso parecía dormir. Sin embargo, en cuanto apareció el que esperaba se levantó y le indicó por señas que se dirigiera hacia la casa, donde se reunió con él.
A la luz cruda de un sol ya abrasador, la suciedad y las heridas del edificio exhibían su miseria sin restarle un ápice de una especie de belleza arisca, pero Morosini sabía que en ninguna parte del mundo se llevan los andrajos con más orgullo que en España.
Sin pronunciar palabra, el mendigo sacó una llave de entre sus harapos y abrió con ella una puerta más sólida de lo que parecía.
—Como ve, a menos que uno sea un espíritu, no se entra tan fácilmente —dijo el mendigo—. Pero Catalina no necesita llaves.
—Y los que la siguen, ¿cómo se las arreglan?
—Les abre la puerta el diablo. Anoche usted habría entrado si yo no hubiese intervenido.
El jardín debió de ser delicioso. Las baldosas azules y amarillas que marcaban los caminos estaban rotas, descoloridas, algunas reducidas a polvo, pero aquella espléndida primavera la vegetación, más abundante que nunca, transformaba los antiguos macizos en una pequeña jungla delirante y perfumada. Una gran piedra desgastada, que había sido un banco cubierto de azulejos azules, acogió a los dos hombres bajo un obstinado naranjo cuyas flores blancas despedían una suave fragancia. Todo ese bonito batiburrillo ocultaba las heridas de la vieja casa.
—Yo no sé si el diablo vive aquí, pero esto presenta ciertas similitudes con un paraíso —observó Morosini.
—La pena es que no haya nada que beber —repuso el mendigo—. Estamos casi en tierras islámicas, y las huríes de Mahoma se mostraban más generosas.
—No hay más que pedir —dijo Morosini, sacando de una bolsa de viaje que llevaba consigo dos porrones de manzanilla envueltos en sendos paños húmedos para mantenerlos frescos y tendiendo uno a su compañero.
—¡Usted sí que sabe vivir! —dijo éste, echando la cabeza hacia atrás para enviar, con gesto experto, un largo chorro de vino al fondo de la garganta.
Aldo hizo lo mismo pero con más moderación.
—He pensado —dijo— que su memoria se sentiría más a gusto humedeciéndose un poco. Ahora, si le parece bien, hábleme de esa tal Catalina cuya belleza me impresionó.
—Siempre ha sido así. En el último cuarto del siglo XV era la muchacha más bonita de Sevilla y quizá de toda Andalucía. Y como su padre era muy rico, disponía de todos los medios para realzar esa belleza: se vestía como una princesa…
—Me dijo que su padre era un converso. Supongo que eso quiere decir convertido, ¿no?
—Sí, pero no uno cualquiera: un judío convertido. Desde que Tito saqueó Israel, nunca estuvieron los judíos tan a punto de construir una nueva Jerusalén como en la Edad Media y en este país. Su fracaso definitivo fue obra de Isabel la Católica. Para empezar, desempeñaron un papel importante en la venida de los sarracenos de África hacia el año 709 y fueron recompensados por ello. Durante el reinado de los califas, y pese a persecuciones intermitentes, alcanzaron su grado de prosperidad más elevado. Destacaban tanto en medicina como en astrología, y a través de sus correligionarios de África conseguían drogas, especias, todos los medios para practicar un comercio generador de riqueza… Pero debo de estar aburriéndole. Parece que le esté dando una clase de historia y…
—Una clase absolutamente necesaria y muy interesante. Continúe, por favor.
Animado por estas palabras, el mendigo le sonrió, bebió otro trago, se secó la boca con una manga y prosiguió:
—Cuando los cristianos volvieron a ocupar poco a poco la península, los judíos siguieron viviendo tranquilos. El rey Fernando III, llamado el Santo cuando reconquistó Sevilla en 1248, incluso les dio cuatro mezquitas para convertirlas en sinagogas y los barrios más ricos para que se instalaran en ellos. Pero con dos condiciones: no insultar la religión de Cristo y abstenerse de hacer proselitismo. Lamento decir que no respetaron su promesa.
—¿Lo lamenta? ¿Por qué?
—Yo también soy judío —dijo el mendigo con sencillez—. Diego Ramírez, para servirlo. Y nunca me ha gustado que mis correligionarios observen una conducta reprobable. Pero es un hecho patente que violaron la ley todo lo que quisieron. Se habían enriquecido tanto que prestaban dinero a los reyes. Alfonso VIII incluso nombró a uno de ellos su tesorero, y de forma progresiva el gobierno pasó en gran parte a sus manos. Hasta se dice que la reina María, amenazada de muerte por su esposo si no le daba un hijo varón, cambió al nacer a la heredera legítima por un niño judío, el futuro Pedro el Cruel, que pasó largas temporadas aquí. Su muerte fue la primera desgracia para los hijos de Israel, pero los acechaba una desgracia todavía peor: la gran epidemia de peste, la Muerte Negra que exterminó en dos años la mitad de Europa. Las multitudes enloquecidas los hicieron responsables de aquello, acusándolos de haber envenenado los pozos. Pese a las amenazas de excomunión del papa Clemente VI, comenzaron las matanzas. Aquí, cuatro mil habitantes de la judería fueron exterminados, y los demás, obligados a convertirse.
»Ése fue el origen de una nueva clase social, los conversos. Sin embargo, si bien hubo algunas conversiones sinceras, la mayoría había abandonado su culto ancestral con la boca pequeña. Enseguida se dieron cuenta de que era la única posibilidad de recuperar su fortuna y su poder. Fingiendo ser cristianos, podían acceder a todos los puestos, entrar en la Iglesia e incluso casarse con miembros de las familias nobles. Y ascendieron tan rápidamente en la escala social que volvieron a convertirse en un estado dentro del Estado. Algunos llevaban la hipocresía hasta el extremo de maltratar a sus hermanos pobres que habían permanecido fieles a la ley de Moisés, sin renunciar al mismo tiempo a celebrar las ceremonias judías.
»Esta situación habría podido prolongarse. Desgraciadamente, seguros de su poder y de sus fortunas, apoyados por una Iglesia en buena parte afecta a ellos, se escondieron cada vez menos, practicaron la blasfemia casi oficial, el escarnio, y mostraron una falta total de escrúpulos. El resto del pueblo los odiaba tanto como los temía, pero su mayor error fue no haber apreciado en su justo valor a la joven reina Isabel, que reunía todas las cualidades de un gran jefe de Estado.
—Ah, tengo la impresión de que no vamos a tardar en hablar de la Inquisición —dijo Morosini.
—Pues sí. Un día de septiembre de 1480, Isabel la Católica abrió uno de los cajones del mueble donde guardaba los papeles de Estado y sacó un documento que descansaba allí desde hacía aproximadamente un año. Era un pergamino provisto de un sello de plomo sujeto a unas cintas de seda de colores claros: la bula que autorizaba a los soberanos españoles a instaurar en su país un severo tribunal eclesiástico. El documento llevaba fecha de 1 de noviembre de 1478, pero la reina había tenido la prudencia de tomarse tiempo para reflexionar y diferir su promulgación. Esta vez, lanzó el arma terrible que guardaba en el secreto de sus aposentos.
Diego Ramírez había hecho otra pausa para saciar su sed y Morosini empezó a preguntarse si le quedaría la suficiente lucidez para contar la historia que a él le interesaba por encima de todo.
—Si he entendido bien —dijo—, ya tenemos el decorado montado, la atmósfera creada… Vayamos ya a la historia de Catalina, por favor.
—Estoy a punto de llegar, no tema. Entre la creación de la Inquisición y el drama que nos ocupa sólo transcurrieron tres meses. Los dos primeros inquisidores, fray Juan de San Martín y fray Miguel de Morillo, ordenaron detener a los conversos más sospechosos. Unos monjes dominicos constituyeron el tribunal y lo establecieron en la fortaleza de Triana, en la otra orilla del río, y allí, a unos calabozos situados la mayoría de ellos por debajo del nivel de las aguas del Guadalquivir, fueron a parar varios de los personajes más ricos e influyentes de Sevilla.
—¿Diego de Susan, el padre de Catalina, fue uno de ellos?
—Todavía no. Pero congregó en la iglesia de San Salvador, que era una antigua mezquita, a los conversos que seguían libres. El tiempo apremiaba, el peligro se acercaba. Diego predicó la sublevación ante esos hombres, algunos de los cuales eran los principales magistrados de la ciudad. Había que reunir tropas, podían pagarlas, y con su ayuda apoderarse de Sevilla y del peligroso tribunal. Se repartieron las tareas: reclutar hombres, comprar armas, preparar el plan de lo que debía ser una auténtica guerra contra la Iglesia e Isabel. Ahí es donde aparece Catalina.
—¿Qué tenía que ver ella con esa conspiración?
—Más de lo que cree. Le bullía la sangre y estaba perdidamente enamorada de uno de los oficiales de la reina. La sola idea de perderlo la volvía loca. Y si los rebeldes ganaban, Miguel, el oficial en cuestión, sería uno de los primeros en caer. Así que…
—No me diga que denunció a su propio padre…
—Sí, y a todos los demás. Los encerraron en la fortaleza de Triana, donde fueron interrogados antes de hacerlos comparecer ante un consejo de legistas. Los menos culpables fueron condenados a penas de prisión; los jefes, a la hoguera. El 6 de febrero de 1481 se encendieron, no sólo en Sevilla sino en toda España, las primeras hogueras de la Inquisición. En atención al «servicio» prestado por su hija, Diego de Susan no fue conducido a una de ellas, pero, cuando lo llevaron a la catedral para que se retractara públicamente, rechazó de dientes afuera el cristianismo que lo había protegido durante mucho tiempo y se declaró judío practicante. Unos días más tarde, era arrojado al fuego junto con dos de sus cómplices. La ejecución tuvo lugar fuera de las murallas, en el Campo de Tablada, ante un público muy escaso: la peste aún merodeaba y un profundo malestar pesaba sobre Sevilla. Pero Catalina estaba allí, oculta bajo pobres vestiduras, y las llamas que devoraban a su padre se reflejaban en sus grandes ojos oscuros.
El mendigo tenía la mirada perdida. Parecía haber olvidado por completo el jardín salvaje y estar reviviendo la escena de horror que describía.
—Se diría… que usted también estaba presente —murmuró Morosini.
El comentario fue suficiente para devolverlo a la tierra. Miró unos instantes a su compañero sin decir nada.
—Puede que estuviera… Puede que lo haya soñado. En esta ciudad, el pasado nunca está muy lejos.
—¿Qué fue de ella?
—Se quedó sola. Su crimen fue de los que inspiran repugnancia. Con todo, ella pensaba que con el tiempo las cosas se arreglarían. Los bienes de su padre habían sido incautados, pero ella había conseguido conservar oro, sus alhajas y, sobre todo, un rubí que le habían prohibido llevar porque era una piedra sagrada y el más preciado tesoro secreto de Diego de Susan.
Al príncipe anticuario se le secó la garganta de golpe: ¿habría descubierto una pista?
—¿Una piedra sagrada? —susurró—. ¿Cómo es eso?
—Antiguamente…, mucho tiempo atrás, decoraba junto con once piedras más el pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. Todas juntas representaban las doce tribus de Israel. Pero no me pregunte cómo había llegado el rubí, símbolo de Judá, a las manos de Diego. Parece ser que había estado en poder de su familia desde hacía varias generaciones, pero para él era el signo tangible de su pertenencia profunda a la fe de Moisés.
El porrón estaba vacío. Morosini sacó otro de la bolsa, para alegría de su compañero, aunque esta vez él fue el primero en beber. La suerte acababa de hacerle descubrir un hilo conductor hacia la última piedra, la que Simón Aronov no sabía dónde estaba. Aquello merecía ser celebrado, aunque fuera con un simple trago de manzanilla. Aun cuando entre saber dónde se encontraba el rubí en el siglo XV y echarle el guante había una gran diferencia.
Agradecido, se secó los labios con el pañuelo y tendió el porrón a su compañero al tiempo que le preguntaba:
—Y Catalina quería lucir esa joya, ¿no?
—Por supuesto. Poco interesada por la religión, la Susona, como la llamaban, creía que el rubí haría eterna su belleza. Sin embargo, no fue capaz de conservarla.
—¿Se la robaron?
—No. La entregó voluntariamente. Hay que tener en cuenta que su, situación era peligrosa. La comunidad judía la había maldecido. Estaba sola y su amante, horrorizado por su crimen, le daba la espalda. Sólo podía escoger entre una existencia de apestada y el exilio, pero no se decidía a alejarse del hombre al que amaba. Fue entonces cuando encontró ayuda en un antiguo amigo de su padre, el obispo de Tiberias, un hombre codicioso y ambicioso. Éste consiguió convencerla de que le diera la joya para ofrecérsela a la reina Isabel, que tenía debilidad por los rubíes. A cambio, la Susona recibiría la protección real. Para la réproba, vivir bajo la égida de la soberana era acercarse a Miguel; antes o después, el joven acabaría por sucumbir de nuevo a sus encantos. De modo que le dio la piedra al obispo…
—… Y éste se la quedó.
—No, no. Se la dio a la reina e incluso abogó por la causa de la parricida presentándola como una persona muy unida a la Iglesia que rechazaba con repugnancia la conducta equívoca de su padre. Isabel, entonces, la hizo ingresar en un convento, pero no era eso lo que la Susona quería. Lo que ella quería era recuperar a Miguel. Debido a sus accesos de ira acabaron expulsándola. Después de eso, la única salida que le quedaba era la prostitución, y no la asustaba. Se instaló en esta casa que nadie había querido y que estaba abandonada. Mientras duró su maravillosa belleza, llevó aquí una vida vergonzosa. Con la edad vino la miseria y finalmente la muerte. Dicen que se había arrepentido y que exhaló el último suspiro en los peldaños de la capilla, pero, como usted mismo pudo constatar, la muerte no le reportó descanso. Catalina habita esta casa, perseguida por la maldición del pueblo judío.
—¿Se sabe algo de esa maldición? ¿Hay alguna redención posible para el alma en pena de Catalina?
—Quizá. Si lograse encontrar la piedra sagrada para devolvérsela a los hijos de Israel, la paz descendería sobre ella. Por eso todos los años sale de la casa en busca del rubí y sobre todo del hombre que acepte buscarlo por ella.
—¿Y siempre va a la Casa de Pilatos? ¿Es que el rubí del retrato es el que ella busca?
—Sí. La reina Isabel se lo regaló a su hija, Juana, cuando ésta se fue a los Países Bajos para casarse con el hijo del emperador Maximiliano, Felipe el Hermoso, que la volvió loca. Lo que no puedo decirle, señor, es qué pasó después con él. Le he contado todo lo que sé.
—Es mucho, y se lo agradezco —dijo Morosini, sacando del bolsillo un sobre que contenía la recompensa prometida—. Pero antes de despedirnos me gustaría entrar en la casa.
Diego Ramírez se metió el sobre bajo el blusón después de echar un rápido vistazo al interior, pero después hizo una mueca.
—No hay nada que ver salvo escombros, ratas y telarañas.
—¿Y Catalina? ¿No ha dicho que la habitaba?
—Por la noche. Sólo por la noche —respondió el mendigo, repentinamente nervioso—. Todo el mundo sabe que los fantasmas no se dejan ver durante el día.
—En tal caso, no hay nada que temer. ¿Viene?
—Prefiero esperarlo aquí…, pero no demasiado tiempo. Esa puerta no está cerrada con llave y se abre fácilmente… Puede verla desde aquí, detrás de la quinta columna de la galería de acceso.
Aldo no tuvo ninguna dificultad en penetrar en el universo desolado descrito por su compañero. Dos salas abandonadas bajo techos de cedro cuyas elegantes esculturas subsistían, algunas con un resto de color. Al fondo de la segunda, una escalera con las baldosas rotas subía hacia el piso superior, pero la oscuridad era tan densa que apenas si se veía.
Hacía frío en la casa abandonada. El ambiente olía a polvo, a moho y a otra cosa, algo indefinible que producía una sensación de tristeza al visitante. Era tan extraño que, pese a su valentía, Morosini notó que palidecía y que unas gotas de sudor le bañaban la frente. Incluso le dio un vuelco el corazón mientras avanzaba lentamente hacia los viejos peldaños. Al mismo tiempo, sentía, de un modo cada vez más angustioso, una presencia.
—¿Qué me ocurre? —masculló, sin pensar ni por un instante en retroceder—. ¿Acaso estaré convirtiéndome en médium, para que me afecte de esta forma lo invisible?
Y de pronto la vio, o más bien la percibió, pues no era más que un rostro de contornos mal definidos en medio de las sombras concentradas junto a la escalera, pero sin duda correspondía a la mujer a la que había seguido el día anterior. Semejaba una flor cubierta por un velo de bruma en medio de las tinieblas, una flor sin tallo pero capaz de expresar todo el sufrimiento del mundo. Las personas que padecían suplicios debían de tener esa expresión doliente. Entonces, casi a su pesar, Aldo dijo en un tono lleno de dulzura:
—Catalina, yo también busco el rubí, lo busco para devolvérselo al pueblo de Israel. Cuando lo haya encontrado, vendré a decírselo… y rezaré por usted.
Le pareció oír un suspiro y no vio nada más. Entonces, tal como acababa de prometer, pronunció en voz alta las palabras del padrenuestro, se santiguó y salió al jardín. La sensación de angustia experimentada un momento antes había desaparecido, dejándolo más fuerte y decidido que nunca. La misión que le había encargado Simón le parecía más noble aún si podía sumar a ella la salvación de un alma perdida.
El mendigo, que esperaba su regreso con aprensión, se acercó a él.
—¿Ya está satisfecho, señor?
—Sí, y le estoy muy agradecido por haberme traído aquí. Creo que en esta casa habrá ahora más tranquilidad. Si es que me ha entendido, claro…
—¿La ha visto? ¿Ha visto a la Susona?
—Quizás…, y le he prometido que buscaré el rubí para devolverlo a los suyos. Si lo consigo, vendré a decírselo.
Ramírez abrió los ojos como platos y hasta se olvidó del porrón de vino que no había soltado.
—¿Y de verdad cree que lo logrará? ¿Después de tanto tiempo? ¡Debe de estar usted más loco que yo, señor!
—No, lo que pasa es que mi oficio consiste en briscar joyas perdidas. Vayámonos ya. Espero que volvamos a vernos algún día.
—Yo me quedaré aquí un rato más… en compañía de este excelente vino. ¡Dios le guarde, señor!
Morosini dejó allí la bolsa y volvió andando al hotel. Después de la siesta, la ciudad despertaba, y era un placer caminar por sus estrechas calles cercadas de paredes blancas sobre las que velaba la torre rosa de la Giralda. Además, paseando y dándose un baño era como Aldo pensaba mejor.
El rito de la bañera vendría más tarde, antes de vestirse para ir a la cena que la reina daba esa noche en el Alcázar Real. A ésa no podía faltar. En primer lugar, para no perder la amistad de una dama tan encantadora como Victoria Eugenia. Y en segundo lugar, porque esperaba encontrar allí a un personaje al que el día anterior apenas había prestado atención, pero que quizá le fuese de cierta utilidad.
Se le había ocurrido una idea, y cuando esto sucedía, Aldo no era amigo de hacerla esperar. ¿Acaso la idea no es del género femenino?
Al llegar al Alcázar, Aldo encontró al hombre que buscaba cruzando con cautela el patio de las Doncellas y dando el brazo a un personaje calvo y de aspecto frágil que parecía tener dificultades para andar. Vestido con un traje ajado, cualquiera habría tomado a ese personaje por un oscuro funcionario retirado, de no ser porque lucía una ostensible insignia del Toisón de Oro de la que se podía deducir que se trataba de un grande de España, y era preciso que fuera así para que el arrogante marqués de Fuente Salada le manifestase tanta solicitud. Así pues, Morosini consideró que no era un buen momento para abordarlo. En cualquier caso, hacía falta alguien para hacer las presentaciones oficiales y el noble anciano tan augustamente condecorado era un desconocido para el veneciano, de modo que éste se dirigió hacia el salón de los Embajadores con la esperanza de encontrar allí a doña Isabel.
Dos días antes, al llegar a la Casa de Pilatos con el séquito real para tomar el té, Morosini había tenido ocasión de ver por primera vez el retrato de Juana la Loca que había deseado examinar después del concierto de la noche pasada. Con su taza en la mano, se había acercado a él, pero ya había alguien allí removiendo el té con una cucharilla sin prestar la menor atención a lo que hacía. Era un hombre mayor, más tieso que una vela, más rígido que una tabla y aproximadamente igual de grueso. El perfil que ofrecía no era muy seductor: la ausencia de mentón y una frente huidiza de la que partían largos cabellos grises hacían destacar una nariz larga y puntiaguda y, sobre el cuello almidonado, una prominente nuez de Adán que parecía en perpetuo movimiento. El hombre debía de ser presa de una gran emoción, pero, como se eternizaba e interceptaba el paso hacia el cuadro, Morosini se acercó y dijo, adoptando una actitud sumamente amable para disimular su impaciencia:
—Magnífico retrato, ¿verdad? Uno no sabe qué debe admirar más, si el arte del pintor o la belleza de la modelo.
La cucharilla se detuvo; la nuez de Adán, también. La nariz dio un cuarto de vuelta y su propietario examinó a Morosini con la mirada gélida de un par de ojos que poseían el color y la ternura del cañón de una pistola.
—Que yo sepa, no hemos sido presentados —dijo el personaje.
—No, pero me parece que es una laguna fácil de colmar. Soy…
—No me interesa quién es usted. Para empezar, no es español, eso salta a la vista, y además no se me ocurre ninguna razón para que trabemos conocimiento. Entre otras cosas, por lo inoportuno que es: acaba de interrumpir un instante de emoción pura. De modo que le ruego que siga su camino…
—¡Con mucho gusto, señor! —repuso Morosini—. Jamás habría creído que fuera posible encontrar a una persona tan grosera en una casa como ésta.
Y le dio la espalda para volver con el grueso de los invitados. De camino, fue detenido por la marquesa de Las Marismas —doña Isabel—, que lo asió de una manga.
—Le he visto hablando con el viejo Fuente Salada y no parecía que se entendieran muy bien —dijo con una sonrisa burlona.
—Sí, nos hemos entendido perfectamente, aunque ha sido más bien desagradable.
Aldo le contó la breve escaramuza y la joven se echó a reír.
—Compréndalo, querido príncipe —dijo—, ha cometido usted un crimen de lesa majestad: ¡osar interrumpir la conversación que Don Basilio, que es como se le conoce, sostenía con su amada reina!
—¿Su amada…? ¿Significa eso que está enamorado del retrato?
—No, de la modelo. Yo incluso diría que es la gran pasión de su vida, desde la infancia.
—¡Vaya ocurrencia! No me imagino soñando con la imagen de una princesa tan sombría.
—Porque no es usted español. Reconozco que sobrecoge un poco, pero para muchos de nosotros es una mártir. Además, fue la última reina antes de que llegaran los Habsburgo: Carlos V, su hijo, y todos sus descendientes. Su matrimonio con Felipe el Hermoso representó una catástrofe para el país. En fin, volviendo a Fuente Salada, no cabe duda de que actualmente es la mayor autoridad en lo que se refiere a la historia de Juana.
—Lástima que sea tan desagradable; seguramente habría sido interesante charlar con él.
—¿Quiere que lo arregle? Venga, se lo presentaré. Siempre ha tenido debilidad por mí. Dice que me parezco a ella.
—Es verdad, pero usted es mucho más guapa. En cuanto al marqués, no tengo ningunas ganas de volver a aventurarme en unas aguas tan salobres. De todas formas, gracias por el ofrecimiento.
¡Cuánto lamentaba ahora haber rechazado la proposición! Se le ocurría un montón de preguntas para hacerle al tal Don Basilio. El nombre le iba que ni pintado; sólo le faltaba el enorme sombrero y la sotana de jesuita para ser igual que el modelo. [2] Ahora no le quedaba más remedio que tratar de congraciarse con él, aunque tuviera que tragarse su orgullo.
Al entrar en el salón de los Embajadores, cuya decoración y, sobre todo, la magnífica cúpula de madera de naranjo databan de la época de Pedro el Cruel, Morosini encontró una agitación absolutamente desacostumbrada. La reina todavía no había hecho acto de presencia, y en general se la esperaba charlando; pero esta vez predominaba una atmósfera de excitación entre todas aquellas personas vestidas de etiqueta. El centro del revuelo parecía ser la duquesa de Medinaceli, que manejaba con nerviosismo un abanico de plumas de avestruz negras. Aldo iba a acercarse a ella, pero la duquesa ya lo había visto y se dirigía hacia él.
—Príncipe, esta tarde he encargado que lo buscaran, pero ha sido imposible encontrarlo. ¿Ha visto ya a la policía?
—¿A la policía? No. ¿Por qué?
—Créame que lo lamento muchísimo, pero ha sido inevitable llamarla: ha habido un robo en mi casa. Se han llevado un cuadro de gran valor, el retrato de Juana la Loca. Quizá se fijara en él.
—¿Fijarme? Me interesaba muchísimo; incluso pensaba hablar con usted sobre él. ¿Cuándo lo han robado?
—Anoche, durante la fiesta, aunque no sabría decir en qué momento. Ah, aquí está su majestad… Sólo dos palabras: la policía me ha pedido la lista de invitados, incluidos los acompañantes de la reina.
La duquesa tuvo el tiempo justo para ir a ocupar su lugar y hacer la reverencia: Victoria Eugenia, sonriente y luciendo una diadema de brillantes, acababa de cruzar el umbral del salón. Doña Isabel iba detrás de ella, e instintivamente Aldo buscó a Don Basilio entre los invitados.
No le costó mucho localizarlo: Fuente Salada estaba justo enfrente de él, al otro lado de la estancia. Su actitud arrogante pero serena sorprendió a Morosini. La agitación se había calmado tras la entrada real, de acuerdo, pero aun así él debía de estar al corriente de un robo que tenía que haberlo sumido en un abismo de dolor. La idea de que su amada estuviera en manos de un vil bribón debía de resultarle insoportable. O quizás aún no supiera nada, en cuyo caso valdría la pena observar su reacción.
Mientras la reina hablaba con uno u otro grupo de invitados, Morosini se llevó a doña Isabel aparte.
—Tengo que pedirle un favor, querida amiga. Es… un poco delicado, y no quisiera que me tomara por un veleta que cambia constantemente de parecer.
—¡Cuántos preámbulos! Vamos, pida lo que sea.
—Ese viejo irascible, el marqués de Fuente Salada… Quisiera que nos presentase.
Una expresión divertida se pintó en el encantador rostro de la joven.
—¿Acaso le gusta que lo martiricen, querido príncipe?
—En absoluto, pero necesito hacerle algunas preguntas. Usted me dijo que era una autoridad en todo lo relativo a Juana la Loca, ¿no?
—Sí, lo es; pero ¿no teme que hoy sea un momento aún peor que el otro día? Ya sabe que han robado el retrato que se encontraba en casa de los Medinaceli. Debe de estar de un humor de perros.
—No lo parece. Incluso se diría que está muy tranquilo. Tal vez aún no lo sepa.
—En ese caso, vamos allá.
Pero Don Basilio lo sabía. Para ser exactos, acababa de enterarse, pues su lívido rostro estaba adquiriendo una curiosa tonalidad rosácea que en él debía de ser signo de una violenta emoción. Movía de un lado a otro la cabeza de pájaro y la larga nariz, como si intentara olfatear el rastro del malhechor.
—¡Increíble! ¡Inconcebible! ¡Absolutamente escandaloso! —no cesaba de repetir. Y a continuación puso por testigo a la señora de Las Marismas—: ¿No es usted del mismo parecer, querida Isabel? Vivimos en el siglo de las abominaciones.
La conciliadora doña Isabel se puso enseguida manos a la obra.
—El príncipe y yo compartimos su opinión, querido don Manrique —dijo—. Por cierto…
El marqués interrumpió un instante sus imprecaciones para clavar unos ojos de búho en el recién llegado.
—¿El príncipe? —masculló—. ¿Príncipe de qué, si puede saberse?
El tono era tan despreciativo que, pese a sus buenos propósitos, Aldo se ofendió.
—Cuando alguien cuenta con cuatro dux de Venecia entre sus antepasados, uno de ellos un príncipe del Peloponeso —dijo con la misma arrogancia que el otro—, no tiene que rendir cuentas de sus blasones a un hidalgüelo español.
Doña Isabel se interpuso valientemente en la disputa.
—¡Señores, señores! ¡Piensen que la reina está aquí! Esta reyerta no es propia de hombres cuya inteligencia y cuyos grandes conocimientos deberían permitirles simpatizar. Permita, pues, príncipe, que le presente…, privilegio de la edad —precisó con una sonrisa, para evitar confusiones—, al marqués de Fuente Salada, chambelán de su majestad la reina María Cristina, viuda de nuestro añorado rey Alfonso XII. Don Manrique, éste es el príncipe Morosini, un gran señor y un experto internacional en joyas históricas. Su cultura es casi tan vasta como la de usted. Además, el rey, a quien ha prestado un gran servicio, lo aprecia mucho.
Fuente Salada esbozó un saludo, mirando desafiante al veneciano al tiempo que mascullaba, incorregible:
—¡Hummm, hummm!… ¡En el fondo, nobleza de comerciantes!… ¿Y de qué podríamos hablar?
—De ese magnífico período español llamado Siglo de Oro —dijo Morosini, impávido—, y en particular de la más desdichada y tal vez la más atrayente de las reinas, ésa cuyo retrato un malhechor ha osado robar, doña Juana…
El otro lo interrumpió con un gesto, carraspeó, sacó del chaqué un pañuelo enorme, se limpió con él la nariz y declaró:
—Ni el lugar, ni la hora, ni las circunstancias me parecen apropiados para evocar tan noble recuerdo. No podría decir usted nada que yo ya no supiera. Además, sólo acepto hablar de ella en un sitio, el de su martirio. En Tordesillas, donde tengo una casa. Y estamos lejos de allí.
—¿Por qué no en Granada, puesto que en la capilla real de su catedral es donde descansa, junto a su esposo y su madre? —preguntó Morosini en tono provocador.
—Porque ahí sólo hay cenizas y a mí lo único que me importa es la vida. Para servirlo, señor. Están anunciando la cena y no tenemos nada más que decirnos. Querido duque, lo acompaño —añadió, inclinándose con solicitud sobre la cabeza calva del hombre del Toisón de Oro, que parecía dormir de pie.
La marquesa los miró perderse entre la multitud.
—¡Será imbécil! —exclamó—. Hay que compadecer a las reinas por estar condenadas a vivir a diario con gente así. Éste ni siquiera tiene la disculpa de creerse don Quijote, como uno que yo conozco. Simplemente está afectado de cursilería [3] crónica.
—¿Cursilería? ¿Qué es eso?
—Una especie de esnobismo. Ser cursi es ser pomposo, pretencioso, encopetado pero adoptando cierta actitud que sobrepasa el sentido burgués de la respetabilidad. Manrique pertenece a la alta nobleza, antigua pero sin mucha educación, de modo que profesa una auténtica devoción a todo lo que lleva corona ducal, principesca o, por supuesto, real.
—¡La mía no ha parecido impresionarle mucho!
—Porque es usted extranjero. El hidalgo más insignificante vale para él más que un lord inglés o un príncipe francés. Y estos últimos, todavía, porque no olvida que nuestros reyes son Borbones. Y ahora, puesto que es mi vecino de mesa, ofrézcame el brazo y vayamos a cenar, si no acabará por llamar la atención.
A las doce y media, Aldo estaba de vuelta en el Andalucía Palace, lo suficientemente cerca del Alcázar para que resultara agradable regresar a pie disfrutando de una hermosa noche de primavera.
Lo que lo esperaba en la casilla del correo no lo era tanto: el comisario de policía Gutiérrez lo convocaba a la mañana siguiente a las diez. Por lo que parecía, estaba escrito en su destino que debería tener tratos con la policía en todas sus estancias en el extranjero: después de París, Londres; después de Londres, Salzburgo; y ahora Sevilla. Sin contar, por supuesto, la de su propio país.
«Algún día escribiré una monografía comparada», pensó mientras se metía con gusto en la cama. Esa convocatoria no le preocupaba: ¿acaso no había dicho doña Ana que las autoridades deseaban hablar con todos los invitados? Además, ¿no habían llegado a convertirse algunas de sus relaciones con la policía en sólida amistad, como la que unía a su amigo Adalbert y a él con Gordon Warren, de Scotland Yard?
Sin embargo, al entrar al día siguiente en el despacho del comisario Gutiérrez supo de inmediato que no tenía muchas posibilidades de que éste llegara a convertirse en un viejo amigo. El funcionario recordaba de forma irresistible un toro rabioso. Tenía la cabeza enorme y una cabellera engominada de un negro azulado. El rostro, rubicundo; la barba, corta y cortada en punta, tan oscura como el cabello, del que caía una especie de caracol sobre una frente maciza. Los ojos eran oscuros, de mirada desdeñosa y muy dominadora. Si a ello se añadía un tronco cuadrado que emergía de la mesa cubierta de papeles y unas manos impresionantes, se obtenía una imagen lo menos tranquilizadora posible para quien no tenía la conciencia tranquila.
Una vez que hubo observado con ojo crítico la alta y elegante figura masculina que estaba de pie ante él, el personaje, después de consultar una nota que enseguida tapó con su ancha mano, gruñó:
—¿Se llama usted… Morosini?
—Ese es mi apellido, en efecto —respondió Aldo, sentándose tranquilamente en una silla colocada delante de la mesa y estirando con cuidado la raya de los pantalones.
—No creo haberle ofrecido asiento.
—Un simple olvido por su parte, supongo —repuso el príncipe sin alterarse—. Pero ya estoy sentado. Si no me equivoco, desea hablar conmigo sobre el robo de que fue víctima la duquesa de Medinaceli anteayer en la Casa de Pilatos.
—Así es. Y estoy convencido de que tiene cosas muy interesantes que contarme.
Morosini alzó una ceja para mostrar su sorpresa.
—No sé cuáles, pero pregunte y trataré de contestarle.
—Muy sencillo: ¿quiere decirme dónde se encuentra actualmente el cuadro en cuestión?
El interpelado se sobresaltó y frunció el entrecejo.
—¿Cómo voy a saberlo? No he sido yo quien lo ha cogido.
Gutiérrez adoptó una expresión astuta que quedaba de lo más forzada.
—Eso es lo que habría que ver. Ya imagino que no le es posible decirme dónde está exactamente el retrato de la reina Juana. Supongo que, tras llegar hasta el mar por el Guadalquivir, se dirige hacia algún lugar de África o a cualquier otro destino, y que registrar su habitación del Andalucía no serviría de nada.
—En otras palabras, me acusa de ladrón, y sin tener la mínima prueba.
—Aunque todavía no la tenemos, no tardaremos en encontrarla. De todas formas, alguien sospecha que usted ha robado ese objeto, y un sirviente lo vio salir de la casa en plena fiesta.
—¡Eso es ridículo! Estaba siguiendo a una dama…
—Que el sirviente no vio, lo que no significa que no existiera realmente y que quizá llevara el cuadro bajo el vestido. Sin el marco, no ocupa mucho, y en una fiesta de disfraces se llevan faldas amplias…
—Es verdad que salí, y también lo es que seguía a una dama… Pero se lo explicaré todo a la duquesa. No creo que sea usted capaz de comprender lo que me ocurrió ayer. Ella sí.
—¡Llámeme idiota, sólo le falta eso!… Y estese quieto, Morosini. No soporto que no paren de moverse delante de mí.
—Y yo no soporto que se me trate como si fuera un delincuente y que no se me tenga la consideración debida. No soy Morosini, al menos para usted; soy el príncipe Morosini, y puede llamarme excelencia o príncipe, como prefiera. Debo añadir que he venido a esta ciudad por invitación de su majestad el rey Alfonso XIII, formando parte del séquito de la reina. ¿Qué tiene que decir a eso?
Era muy raro que Aldo hiciese semejante alarde de nobleza, que quizá quedaba un poco esnob, o más bien cursi, pero ese cernícalo tenía la virtud de sacarlo de sus casillas. Sin embargo, la réplica parecía haber producido algún efecto. El comisario perdió un poco de color y pestañeó.
—La duquesa no ha dicho nada de eso —dijo en un tono más conciliador, aunque sin pensar ni por un instante en disculparse—. Se ha limitado a dar la lista de sus invitados de anteayer.
—¿Y ha puesto en la lista Morosini sin más?
—N… no. Ha indicado su título. Organizaré un careo entre usted y el sirviente, pero el hecho es que si sobre usted pesan graves sospechas es porque uno de sus iguales…, me refiero a uno de los asistentes a la fiesta, está convencido de su culpabilidad. Esa persona dice que mostraba un interés sospechoso por el cuadro, y como se trata de una personalidad absolutamente…
—Déjeme adivinar de quién se trata. ¿Es quizá mi acusador el marqués de Fuente Salada?
—No tengo por qué revelarle mis fuentes.
—Ya lo creo que va a revelármelas, porque sólo aceptaré participar en un careo con el sirviente si hace venir también a ese personaje, del que tal vez usted ignora que siente por el cuadro en cuestión una auténtica pasión. Yo me limité a mirarlo; él, por un momento creí que iba a cubrirlo de besos.
—¡Nadie besa un cuadro! —repuso Gutiérrez, no sólo cerrado a toda forma de humor sino abiertamente escandalizado.
—¿Por qué no, si se está enamorado de la persona que representa? ¿Usted nunca ha besado una foto de su mujer?
—La señora Gutiérrez, mi esposa, no es de las que permiten esa clase de familiaridades.
Eso, Morosini no lo ponía en duda. Si se parecía a su dueño y señor, debía de ser un verdadero antídoto contra el amor. Pero no estaban allí para discutir sobre la vida privada del comisario.
—Sea como sea, insisto en que si alguien siente un gran interés por ese cuadro es él.
—Según él, usted también. ¿A quién creer, entonces?
—Pónganos cara a cara y lo verá.
El comisario no se rendía. Se guardaba en la manga un argumento que creía de peso.
—¿Es cierto que usted ejerce la profesión de anticuario?
—Sí, pero no me dedico a los cuadros. Estoy especializado en piedras preciosas y joyas antiguas. Y, para que se entere, cuando trataba de examinar el famoso retrato lo que deseaba ver de cerca era sobre todo el rubí que la reina lleva en el cuello. El pintor lo reprodujo con una gran fidelidad y tengo razones para creer que esa piedra es una de las que busco para un cliente.
—¿Y cree que voy a tragarme eso?
—Mire, señor comisario, me es absolutamente indiferente que lo crea o no. De modo que, si no le importa, vamos a ir juntos a la Casa de Pilatos y allí formulará su acusación en presencia de la duquesa, de su sirviente y de Don… del marqués de Fuente Salada, a quien mandará buscar.
—Eso es justo lo que tengo intención de hacer, pero no bajo sus órdenes. Le aconsejo que no se muestre tan altanero. Dirigir la investigación es mi trabajo, y voy a tomar las disposiciones necesarias para organizar esa reunión… mañana a la hora que le vaya bien a la duquesa. Mientras tanto, usted permanecerá bajo vigilancia.
—Espero que no pretenda obligarme a quedarme en este lugar.
—¿Por qué no? Me gustaría que probase una prisión española.
—Le aconsejo como amigo que abandone ese proyecto; de lo contrario, telefonearé a mi embajada en Madrid, y llegado el caso puedo llamar también al Palacio Real para pedir que me busquen un abogado. Después…
Tras hacer amago de embestir al insolente para cornearlo, el toro se conformó con rebufar, se aclaró la garganta y finalmente masculló:
—Está bien, puede irse, pero le advierto que lo vigilarán y lo seguirán a todas partes.
—Si eso le complace, adelante. Sólo le digo que debo ir al Alcázar Real para despedirme de su majestad. Formo parte provisionalmente de su séquito y tenía que volver a Madrid con ella esta noche. He de disculparme y pedir permiso para quedarme.
—¿No aprovechará para huir? ¿Me da su palabra?
Morosini le dedicó una sonrisa burlona.
—Se la doy con mucho gusto, si es que la palabra de un… ladrón representa algo para usted. No se preocupe: mañana seguiré estando aquí. No soy de los que se escabullen ante una acusación y tengo intención de llegar hasta el final de este asunto antes de volver a mi casa.
Después de pronunciar estas palabras, se despidió con desenvoltura y salió.
Sin apresurarse, fue a la residencia real totalmente decidido a no decirle a la reina ni una palabra acerca de sus dificultades con la policía. Presentó sus disculpas por no acompañar a su majestad durante el viaje de vuelta, alegando un irresistible deseo de quedarse algún tiempo más en Andalucía. A cambio, recibió la garantía de que siempre sería recibido con sumo placer, tanto en Madrid como fuera de la capital, y a continuación se despidió. Doña Isabel, a quien ese deseo de quedarse en Sevilla resultaba un tanto sorprendente, lo acompañó hasta la salida de los aposentos reales.
Cuando una mujer inteligente quiere saber algo, en general consigue averiguarlo. En este caso, además, Aldo no tenía ningún motivo para ocultarle la verdad.
—¿Lo acusan de robo? —dijo con indignación—. ¿A usted? ¡Pero eso es un disparate!
—Tiene su explicación: ha sido cosa de Don Basilio.
Ese hombre me detesta, debe de pensar que tengo algo contra su querido retrato y hace lo posible para librarse de mí. Actúa en buena lid…, sobre todo si cree sinceramente que soy culpable.
—¿Por qué no le ha dicho nada a su majestad?
—¡Ni pensarlo! Quiero cuidar mi imagen, y las relaciones con los alguaciles siempre dejan una pequeña sombra. Además, me gusta solucionar mis asuntos yo mismo.
—Está loco, amigo. Se expone a tener encima a ese tal Gutiérrez un montón de semanas. Puede perfectamente mandarlo a pudrirse en la cárcel hasta que encuentren el cuadro.
—¿Y qué pasa con los derechos de las personas?
—¿Los derechos? Recuerde que esto no queda lejos de África y que el tiempo no cuenta. En serio, si después de ese careo el comisario pretende retenerlo, exija que se informe a Madrid. De todas formas, voy a dar instrucciones al mayordomo que se ocupa de nuestra casa de Sevilla. Confío plenamente en él. Estará atento y, llegado el caso, me avisará.
Morosini le cogió una mano a la joven y se la acercó a los labios.
—Es usted una buena amiga. Gracias.
Después de despedirse de doña Isabel, se dirigió hacia la catedral vecina, imponente y hermosa bajo el sol matinal. Allí, por más que buscó en todas las puertas del monumento, no vio por ninguna parte el blusón rojo de su mendigo. En cierto sentido, valía más así, a fin de evitar que el policía encargado de vigilarlo se hiciera preguntas. Como no tenía otra cosa que hacer, Aldo decidió pasearlo. Para ofrecerle un ejemplo edificante, entró a rezar una oración en la catedral y luego se dirigió tranquilamente a la calle Sierpes, donde estaba prohibida la circulación de vehículos y que era el centro neurálgico de la ciudad. Allí abundaban los cafés, los restaurantes, los casinos y los clubes donde, detrás de amplios ventanales, los hombres acomodados de Sevilla se solazaban tomando bebidas frescas, fumando enormes puros y contemplando la animación de la ciudad. En vista de que era más de la una de la tarde, Morosini decidió ir a comer y entró en Calvillo para degustar el famoso gazpacho andaluz, unos langostinos a la plancha y mazapán, todo regado con un Rioja blanco que resultó excelente. No se podía decir lo mismo del café, tan denso que casi podía mascarse y que tuvo que ayudar a bajar bebiendo un gran vaso de agua. Tras de eso, considerando que su ángel de la guarda merecía un poco de descanso, decidió echar una siestecita, como todo el mundo, y regresó al agradable fresco del Andalucía. Su vigilante podría elegir entre los sillones del gran vestíbulo y las palmeras del jardín.
Naturalmente, no durmió. Principalmente, porque la siesta no formaba parte de sus hábitos, pero también porque, pese a su aparente serenidad, aquella historia le fastidiaba. No tenía ganas de eternizarse en Sevilla. Además, el comisario Gutiérrez no le inspiraba ninguna confianza; si lo había dejado libre, quizá fuese para tener tiempo de pensar la mejor forma de soslayar la protección real sin jugarse la carrera, pero estaba decidido a clavarle las garras. Fuera cual fuese el resultado del careo del día siguiente, Morosini estaba casi seguro de que encontraría la manera de hacerlo pasar por la cárcel.
Unos golpes en la puerta interrumpieron su acceso de morbidezza, como decían en su país, y su lento descenso hacia las oscuras profundidades del desánimo. Fue a abrir y se encontró frente a un botones con uniforme rojo adornado con galones, que le presentaba una carta sobre una bandeja de plata. En realidad, no era más que una nota, pero al leerla Aldo tuvo la impresión de que acababan de insuflarle oxígeno: en unas pocas palabras, la duquesa de Medinaceli le rogaba que fuese a charlar un rato con ella hacia las siete. «Estaremos solos. Venga, por favor. Me disgustaría que se llevara de Sevilla una imagen desagradable.»
¿Significaba eso que doña Ana estaba al corriente y no daba ningún crédito a la acusación formulada contra él? Confiaba en ello. Además, quizá la amable mujer supiera algo sobre la joya.
Así pues, fue con entusiasmo a darse una ducha, antes de ponerse un elegante traje gris antracita cuyo corte impecable hacía plena justicia a sus anchos hombros, sus largas piernas y sus estrechas caderas. Una camisa blanca con cuello de pajarita y una corbata de seda en tonos grises y azules completaron un atuendo perfecto para visitar a una dama a última hora de la tarde. Una rápida mirada a un espejo le mostró que su espesa y morena cabellera empezaba a encanecer en las sienes, pero ese detalle no le preocupó. Al fin y al cabo, le sentaba bien a su piel mate, tensada sobre una osamenta de una arrogante nobleza, y a sus ojos azul acero, en los que a menudo chispeaba la ironía.
Tranquilo sobre su aspecto físico, cogió un sombrero y unos guantes y llamó a recepción por el teléfono interior para pedir un coche ante el que, al cabo de un momento, se abrió la verja de la Casa de Pilatos.
Encontró a la señora de la casa en el jardín. Ataviada con un vestido de crespón rojo oscuro y luciendo un collar de perlas de varias vueltas, lo esperaba sentada en un gran sillón de mimbre, junto a una mesa sobre la que había algunos refrescos. Morosini observó que parecía nerviosa, ansiosa incluso; no obstante, respondió a su besamanos con una encantadora sonrisa.
—Ha sido muy amable viniendo, príncipe. Ver de nuevo este palacio no debe de causarle un placer infinito.
—¿Por qué no? Es una fiesta para los ojos —repuso Aldo en tono cordial, dejando que su mirada vagara por la jungla florida y perfumada de uno de esos jardines que constituyen una de las más bellas manifestaciones del espíritu andaluz.
—Sin duda, pero en él suceden cosas desagradables. No sé cómo expresarle lo confusa y disgustada que me siento por que se hayan atrevido a involucrarlo en este desagradable asunto del cuadro robado. Debería haber venido a contármelo de inmediato. De no ser por doña Isabel, aún no me habría enterado.
—Ah, ha sido ella quien…
—Sí, ha sido ella… Esa acusación es ridícula. No nos conocemos mucho, pero su reputación habla en su favor. Hay que estar mal de la cabeza, como ese pobre Fuente Salada, para tomarla con usted. En cuanto a ese majadero que afirma que lo vio perseguir a una dama que no existía, voy a despedirlo…
—¡Ni se le ocurra hacerlo! El pobre chico se ha limitado a decir la verdad. Me vio salir; Estaba cruzando el patio principal con una bandeja cargada de copas y le pregunté el nombre de una dama a la que sólo veía yo. Él no vio a nadie.
—Y el comisario ha sacado la conclusión de que usted intentaba distraer su atención a fin de permitir a un o una cómplice salir con el retrato.
—¿Es eso lo que cree? Podría habérmelo dicho. En cualquier caso, es ridículo. —Aldo rió—. ¿Cómo habría podido distraer su atención señalándole a una dama a la que él no veía y que…
Se interrumpió; un criado más imponente que un ministro acababa de presentarse con las bebidas. Morosini aceptó un dedo de jerez y su anfitriona optó por lo mismo. Después, tan silenciosamente como había surgido de entre unos naranjos en flor, el hombre se esfumó.
La duquesa hizo girar por un instante la copa entre sus dedos.
—¿Puede describirme a esa mujer?
—Desde luego. Y también puedo decirle hasta dónde la seguí. Pero… temo que me tome por loco, doña Ana.
—Hable, por favor.
La duquesa escuchó tranquilamente, sin hacer ningún comentario y sin mostrarse sorprendida. Luego dijo con la mayor naturalidad del mundo:
—Algunos afirman que aparece aquí todos los años en la misma fecha. Yo nunca la he visto, porque sólo se aparece a los hombres.
—Entonces, ¿la conoce?
—Todos los sevillanos conocen la historia de la Susona. Está grabada en la memoria colectiva. Mi suegro aseguraba que la había visto, y también uno de nuestros mayordomos, al que encontraron una mañana vagando por las calles totalmente privado de razón. Dicen que viene aquí por el retrato de la reina, pero sobre todo por el rubí que lleva al cuello. A lo mejor es la responsable del robo del cuadro.
—No creo que tuviera posibilidad de hacerlo. En cualquier caso, cuando la seguí no llevaba nada. Pero, ya que hablamos de la joya representada en el lienzo, ¿puede decirme qué ha sido de ella? Una piedra de esa importancia debe de haber dejado su rastro en la historia.
La duquesa separó sus pequeñas manos cargadas de anillos en un ademán que expresaba ignorancia.
—Me avergüenza confesar que no sé nada al respecto, y eso que descendemos del marqués de Denia, que fue el carcelero de Tordesillas, donde la pobre reina sufrió tan larga cautividad y a veces en terribles condiciones. Denia y su mujer eran increíblemente rapaces y no me extrañaría nada que se hubieran apoderado de las pocas joyas que la reina conservaba. Pero también es posible que en el momento de su muerte el rubí ya no le perteneciera; si no, habría llegado hasta nosotros por herencia. Quizá doña Juana se lo regalase a su última y muy querida hija, Catalina, cuando ésta se marchó de Tordesillas para casarse con el rey de Portugal. Pero, ahora que caigo, puesto que mañana tenía usted que mantener un careo con Fuente Salada, podríamos preguntarle qué sabe de la joya. Creo que no ignora nada referente a la reina loca.
—¿Ha dicho «tenía»? Sigo teniendo que mantener ese careo, señora duquesa…, a no ser que se niegue a que se realice en su casa. Le confieso que lo lamentaría, porque he puesto muchas esperanzas en él.
—No será necesario. Tengo intención de solventar este asunto esta misma tarde: dentro de un cuarto de hora escaso, el comisario Gutiérrez estará aquí. En cuanto a Fuente Salada, voy a mandar que le lleven una invitación para comer con usted mañana. Lo conozco y sé que vendrá corriendo —añadió con una sonrisa que Aldo imitó.
—¿Por… cursilería?
—Sí, por cursilería. Ese hombre es incapaz de resistirse a un título ducal, y yo poseo nueve. Es un personaje curioso; todas las primaveras realiza una especie de peregrinación: aquí y a Granada, por el retrato y por la tumba.
Nunca dejamos de invitarlo, pero esta vez la reina ha llegado al mismo tiempo que él.
—Me ha sorprendido que no formara parte del séquito real. Me han dicho que era chambelán.
—De la reina María Cristina, la madre del rey y viuda de Alfonso XII. Vive retirada en Madrid, y el título de chambelán ya ha quedado prácticamente desprovisto de funciones. Además, creo que a su majestad le parecía fastidioso.
Con una puntualidad militar, Gutiérrez hizo su entrada en el minuto exacto que se le había indicado, saludó como correspondía y se sentó en el borde del asiento que le ofrecían, no sin lanzar a Morosini una mirada cargada de sobreentendidos; saltaba a la vista que no le hacía ninguna gracia encontrarlo allí. Y todavía le hizo menos cuando la anfitriona tomó la palabra.
—Señor comisario, le he pedido que venga a verme para evitar que continúe avanzando por un camino equivocado —dijo, dirigiendo al policía una de esas sonrisas a las que resulta difícil resistirse—. Estoy en condiciones de asegurarle que el príncipe Morosini, aquí presente, no tiene nada que ver con el daño que hemos sufrido.
—Le ruego que me perdone si me permito contradecirla, señora duquesa, pero los hechos y testimonios que he podido recoger no dicen mucho a favor de… su protegido.
La palabra había sido desafortunada. Doña Ana frunció su noble entrecejo.
—Yo no protejo a nadie, señor. Resulta que un incidente absolutamente fortuito me ha puesto en condiciones de ofrecerle un testimonio irrefutable. Mientras estábamos cenando, la marquesa de Las Marismas vino a pedir a su majestad la reina autorización para que el príncipe Morosini, que padecía un acceso de neuralgia, se retirara. A continuación, pidió un coche y mandó que lo llevaran a su hotel. Un rato más tarde, le rogué a mi secretaria, doña Inés Aviero, que fuera a buscarme un chal, y así lo hizo. Pues bien, doña Inés es tajante: el retrato estaba en su sitio cuando ella pasó por delante de él.
—Quizá no se dio cuenta. Cuando se está acostumbrado a ver un objeto día tras día, esas cosas pasan.
—A doña Inés, no. Ella se fija en todo y no pasa ningún detalle por alto. Usted mismo podrá preguntárselo; voy a hacer que la llamen.
—Si está segura del hecho, ¿por qué no dijo nada cuando interrogué a su personal?
—Usted no se lo preguntó —respondió la duquesa con una lógica implacable—. Además, fue al quedarnos solas ayer por la noche cuando doña Inés, después de haber reflexionado, me dijo que estaba segura de haber visto el retrato de la reina alrededor de la una de la mañana. Puesto que el príncipe nos dejó hacia las doce y media, saque usted mismo la conclusión.
El tono, que no admitía réplica, era de los que un modesto comisario, ante una de las damas más importantes de España, no podía permitirse poner en duda, pero era evidente que ganas no le faltaban. Sentado en su silla, replegado sobre sí mismo, la cabeza de toro hundida entre los hombros macizos, parecía incapaz de decidirse a levantar el asedio. Doña Ana, compadeciéndose de él y para darle tiempo de digerir su decepción, añadió, súbitamente afable:
—Tenga la bondad de informar al marqués de Fuente Salada de lo que acabo de decirle.
Gutiérrez se estremeció, como si despertara de un sueño, y no sin esfuerzo se puso en pie.
—De todas formas, el señor marqués no hubiera venido mañana. Acabo de pasar por casa de su primo, donde se aloja cuando viene a Sevilla, y me han dicho que ya se ha marchado.
—¡Cómo! —se indignó la duquesa—. ¿Lanza una acusación gratuita y se marcha? Esa es la mejor prueba de que lo movía el rencor y de que se trataba de simple maldad.
—Yo me inclinaría más bien por el simple ahorro —sugirió el comisario, empeñado en defender a un hombre tan valioso—. Ha pensado que, si aprovechaba el tren real para volver a Madrid, el viaje no le costaría nada.
Morosini se echó a reír.
—Quizá simplemente ha recapacitado —dijo con indulgencia—. En lo que a mí respecta, bien está lo que bien acaba, y ahora voy a preocuparme por mi propio viaje de vuelta.
Se disponía a levantarse también, pero doña Ana lo retuvo.
—Quédese un momento. Señor comisario, su investigación se encuentra en un punto muerto y debe de tener usted mucho que hacer. No le entretendré más.
Gutiérrez se marchó, pero su forma de arrastrar los pies decía claramente que lo hacía de mala gana.
—No parece muy convencido —comentó Morosini.
—Eso es lo de menos. Lo que cuenta es que deje de importunarlo. Su acusación era grotesca.
—Pero normal cuando no se conoce a una persona y se trata de un extranjero.
—Es normal sobre todo cuando uno es de pocos alcances. La primera cualidad de un buen policía es saber distinguir con quién está tratando.
Se oyó la campana de un convento vecino. Aldo se levantó de nuevo, esta vez sin que se lo impidieran. Su mirada chispeaba cuando se inclinó sobre la mano de su anfitriona:
—Le debo un gran favor, duquesa. Un favor mucho mayor de lo que quiere reconocer.
La misma llamita de diversión brilló en los ojos oscuros de doña Ana.
—¿Acaso insinúa, querido príncipe, que lo que acabo de afirmar no es la expresión misma de la verdad?
Morosini aspiró la brisa fresca que venía del mar y agitaba con majestuosidad la cima de las grandes palmeras.
—No hace calor y el vestido de su gracia —empleó adrede el título inglés reservado a las duquesas porque le parecía que a doña Ana le iba como anillo al dedo— es de un tejido precioso pero bastante fino…, y todavía no ha pedido un chal.
Esta vez, ella se echó a reír, se levantó también y fue a coger a Aldo del brazo. .
—¿Cree que debería?… De todas formas, yo nunca tengo frío. Pero… me gustaría saber por qué a Fuente Salada le han entrado tantas prisas por irse. No le importa hacerse el pobretón a pesar de que no está en la miseria, ni mucho menos. Entonces, ¿a qué viene lo de aprovechar el tren real?
—¿Un ataque agudo de cursilería?
—Me cuesta creerlo; se relaciona con el entorno real todo lo que quiere. A lo mejor ha sentido de verdad remordimientos por sus afirmaciones caprichosas.
—Es posible, pero si siente remordimientos me enteraré. Mañana por la mañana salgo para Madrid y no tengo intención de dejarlo escapar. No olvide que necesito sus conocimientos. Esa es, por cierto, la única razón por la que no le daré un buen puñetazo.
—¿Lo haría, si no fuera por eso?
—¿Cómo cree usted que reaccionaría un español en el mismo caso?
—Me temo que de forma violenta.
—Los venecianos somos igual de sensibles, pero le prometo que yo me comportaré con una amabilidad exquisita.
Lo que no dijo es que le estaba rondando una idea por la cabeza. ¿Y si por casualidad el ladrón fuera Don Basilio?
Llegaron al gran patio donde esperaba el mayordomo encargado de acompañar al visitante a su coche.
—Soy su esclavo para siempre, doña Ana —dijo Aldo, inclinándose—. Ahora sé qué aspecto tiene un ángel de la guarda.
—En ocasiones, la verdad encuentra muchas dificultades para abrirse paso hacia la luz. Es un deber ayudarla a conseguirlo… Además, para ser totalmente franca, me sentiré bastante satisfecha de verme privada del retrato si su ausencia me libra de las visitas de la Susona. No le tengo mucho aprecio.
Al llegar a la plaza de la antigua Puerta de Jerez, al fondo de la cual se alzaba el Andalucía Palace, Morosini vio de pronto, bajo un viejo sombrero de paja, un blusón de un rojo descolorido que le pareció reconocer y que parecía andar arriba y abajo como esperando. Inmediatamente hizo detener la calesa, pagó y bajó, pensando que quizás el mendigo estuviese buscándolo. No se equivocaba; en cuanto lo vio, Diego Ramírez le hizo una discreta seña invitándolo a seguirlo.
Uno detrás del otro, los dos hombres llegaron a un venerable edificio cuya fachada barroca estaba decorada con magníficos azulejos. Era el Hospital de la Caridad, fundado en el siglo XVI por la congregación del mismo nombre para dar asilo a los pobres y sepultura a los ajusticiados cuyos cuerpos abandonados se pudrían bajo el cielo. Uno de sus principales bienhechores había sido don Miguel de Manara, cuya vida disoluta serviría de modelo a donjuán. Ver entrar allí a un mendigo no tenía nada de sorprendente, y tampoco a un hombre elegante, ya que las religiosas encargadas del hospital recibían a menudo donativos y visitas de la alta sociedad sevillana.
Los dos hombres se dirigieron a la capilla, que permanecía abierta hasta tarde. Como sabía que el curioso personaje era judío, a Morosini le extrañó un poco verlo entrar en una iglesia, pero Ramírez no se acercó al altar. Se detuvo a la derecha de la gran puerta, delante del terrible cuadro de Valdés Leal, obra maestra del realismo español, que según Murillo sólo se podía mirar tapándose la nariz. Representaba a un obispo y un caballero muertos, metidos en sus ataúdes semiabiertos y llenos de gusanos.
—Podría haber buscado otra cosa… —murmuró Morosini deteniéndose junto a él.
—¿Por qué? Para todos mis iguales este cuadro es un consuelo, pero es de otro cuadro del que quiero hablarle.
—¿Del que han robado en la Casa de Pilatos? Estoy al corriente. ¡Hasta me han acusado del robo!
—Es un grave error. Yo sé quién se lo ha llevado.
Aldo miró al hombre con un asombro que rayaba en la admiración.
—¿Cómo puede saberlo?
—Los mendigos estamos en todas partes, alrededor de las iglesias, de la plaza de toros los días que hay corrida, junto a las casas ricas cuando dan una fiesta… No he tenido más que buscar, preguntar…
—¿Y qué ha averiguado?
—Fue hacia las dos de la mañana. La fiesta no había terminado, pero la reina ya se retiraba: los invitados y los anfitriones se agolpaban a su alrededor, pero los mendigos estaban en la calle a la que da el Jardín Chico, donde dos o tres criados estaban dándoles comida; siempre hay en abundancia cuando se recibe en la Casa de Pilatos, y ellos esperan obtener otros servicios a cambio. Bueno, pues según Gómez, el mendigo de San Esteban, que es la iglesia vecina, esa noche hubo un paquete distinto de los demás, no muy grande pero rectangular y bastante plano. Intrigado, Gómez siguió al hombre al que se lo habían dado, que no esperó al reparto, sino que salió corriendo como alma que lleva el diablo.
—¿Y adonde fue?
—A una antigua casa noble, junto a la plaza de la Encarnación. Pertenece a un viejo huraño, un poco chocho, cuyo hermano fue chambelán de la reina madre.
—¿No se llamará Fuente Salada ese chambelán?
—Creo que sí.
—Entonces tenía una buenísima razón para dirigir las pesquisas de la policía hacia mí; ha sido él quien ha hecho robar el cuadro, y supongo que en estos momentos el retrato viaja con él en el tren real en dirección a Madrid. Acaba de hacerme un inestimable favor.
—Bueno, todo tiene un precio —dijo el mendigo con modestia.
Morosini entendió la alusión, sacó unos billetes de la cartera y los puso en una mano que no andaba muy lejos de ella.
—Otra cosa: ¿por qué ha hecho todas estas averiguaciones? ¿Por mí?
Diego Ramírez adoptó de pronto una actitud grave.
—En parte, sí —respondió—, pero sobre todo porque, el día de nuestra cita, por la noche oí llorar a Catalina.
—Dígale que tenga paciencia. Encontraré el rubí y será devuelto a los hijos de Israel. Ese día regresaré. Dios le guarde, Diego Ramírez.
—Dios le guarde, príncipe.
Una vez fuera, Morosini se preguntó cómo podía saber su título el mendigo, pero no se entretuvo en averiguarlo. Al igual que Simón Aronov, ese demonio de hombre parecía poseer un servicio de información que funcionaba de maravilla.
En Madrid, igual que en París o en Londres, Aldo Morosini sólo conocía un hotel: el Ritz. Había escogido estos establecimientos fundados por un suizo genial porque apreciaba su estilo, su elegancia, su cocina, su bodega y cierto arte de vivir que, ligeramente adaptado a cada ciudad, no dejaba de establecer una relación indiscutible entre los tres y permitía al viajero, por más exigente que fuera, sentirse siempre en ellos como en su casa.
En esta ocasión, sin embargo, sólo se quedó veinticuatro horas, justo el tiempo necesario para que el recepcionista le diera la dirección del palacio de la reina María Cristina, ex archiduquesa de Austria, para ir a preguntar por el marqués de Fuente Salada y para enterarse de que éste se había marchado nada más llegar a la residencia real, donde lo esperaba un telegrama reclamando su presencia en Tordesillas. Su esposa estaba enferma.
Aquello fue una sorpresa para Aldo, quien no imaginaba que ese viejo bandido enamorado de una reina que llevaba muerta casi cinco siglos tuviera una esposa, pero la dama de honor asmática y coja que había recibido al veneciano aseguró, alzando los ojos al cielo, que era uno de los mejores matrimonios bendecidos por el Señor.
Con todo, no olvidó preguntar la razón por la que un caballero extranjero deseaba ver al personaje más xenófobo del reino. Pero la respuesta estaba preparada: deseaba hablar con él sobre un hecho nuevo, un detalle descubierto por un historiador francés y relativo a la estancia de la reina Juana y su esposo en la residencia del rey Luis XII en Amboise el año de gracia de 1501.
El efecto fue milagroso. Al cabo de un momento, Aldo se encontraba en la calle con la dirección y los deseos de que tuviera un buen viaje. No tuvo más que ir a consultar la guía de ferrocarriles y reservar una plaza en el tren de Medina del Campo, con el que, por la línea de Salamanca a Valladolid, acabaría llegando a Tordesillas. Lo que, a causa de unos horarios caprichosos, representaba un viaje de largo recorrido para menos de doscientos kilómetros.
El trayecto a través de los desiertos de tierra y granito de Castilla la Vieja fue monótono. Hacía mucho calor y el cielo de un azul blanquecino se extendía abrasando los pueblos y los caminos, que parecían errar en busca de las pocas casas dispersas por los valles y las alturas de una sierra deprimente. Al llegar a Tordesillas después de haber soportado una elevada temperatura, Morosini, cubierto de polvo y de carbonilla, se sentía sucio y de mal humor. Tenía que necesitar de verdad los conocimientos de ese viejo loco para seguirlo hasta esa pequeña ciudad gris, extendida sobre una colina desde la que se dominaba el Duero. No quedaba nada del sombrío castillo en el que, durante cuarenta y seis años, una reina de España, secuestrada por la voluntad de un padre despiadado y luego de un hijo que aún lo era más, había vivido la larga pesadilla en la que alternaban la desesperación y la locura. Los descendientes habían preferido derribar aquel testigo de piedra.
Desde el punto de vista del turismo, era una lástima. La presencia del castillo habría atraído a las masas y justificado la existencia de un hotel decente en aquella pequeña ciudad de cuatro o cinco mil habitantes. El establecimiento en el que se instaló Aldo no era digno ni de una cabeza de partido francesa: el recién llegado se encontró con una especie de celda monacal encalada y un olor de aceite rancio que no decían mucho en favor de la cocina de la casa. En tales condiciones, no había que alargar la estancia. Debía ver a Fuente Salada cuanto antes.
Así pues, aprovechando el fresco que traía la caída de la tarde, Morosini se tomó el tiempo justo de lavarse un poco, preguntó por la iglesia junto a la que vivía su presa y emprendió a paso alegre el camino por las callejuelas, reanimadas por la proximidad del crepúsculo.
No le costó encontrar lo que buscaba; era una gran casa cuadrada, medio fortaleza y medio convento, cuyas escasas ventanas estaban provistas de fuertes rejas salientes que desanimaban a cualquier visitante intempestivo. Encima de la puerta cintrada, varios blasones más o menos desvencijados parecían amontonarse. No sería fácil invadir esa ciudadela… Pero tenía que entrar como fuese, porque si Fuente Salada se había apoderado del retrato, éste sólo podía encontrarse en esa casa. Lo difícil era asegurarse.
En vista de que el entusiasmo de un momento antes había dejado paso a algunas reflexiones, Aldo decidió utilizar una estratagema para conseguir que le abrieran aquella puerta cerrada a cal y canto. Ajustándose el sombrero, se acercó para levantar la pesada aldaba de bronce, que al caer hizo un ruido tan cavernoso que el visitante se preguntó por un instante si la casa no estaría deshabitada. Pero no: al cabo de un instante oyó unos pasos quedos deslizarse por lo que sin duda era un suelo embaldosado.
Los goznes debían de estar bien engrasados, pues la puerta se entreabrió sin hacer el ruido apocalíptico que Morosini había imaginado. Un rostro de mujer alargado y arrugado, digno de haber sido pintado por el Greco, apareció entre una cofia negra y un delantal blanco que anunciaban a una sirvienta. Ésta miró un momento al extraño antes de preguntarle qué quería. Aldo, esforzándose en hablar lo mejor posible en español, dijo que deseaba ver al señor marqués… de parte de la reina. De pronto, la puerta se abrió de par en par y la mujer hizo una especie de reverencia mientras Morosini tenía la impresión de cambiar de siglo. Aquella casa debía de datar de la época de los Reyes Católicos y la decoración interior seguramente no había cambiado mucho desde entonces. Lo dejaron en una sala para acceder a la cual había tenido que bajar dos escalones y cuya bóveda estaba sostenida por pesados pilares. Los únicos muebles eran dos bancos de roble negro con respaldo, pegados a la pared y enfrentados. De repente, Morosini sintió frío, como sucede al entrar en el locutorio de algunos conventos particularmente austeros.
La mujer regresó al cabo de un momento. Don Basilio la acompañaba, pero su sonrisa atenta se transformó en una horrible mueca cuando reconoció al visitante.
—¿Usted? ¿De parte de la reina?… ¡Esto es una traición! ¡Salga de aquí!
—Ni hablar. No he hecho todo este camino con un calor abrasador por el simple placer de saludarlo. Tengo que hablar con usted…, y de cosas importantes. En cuanto a la reina, sabe perfectamente que tenemos muy buenas relaciones; la marquesa de Las Marismas, que me ha dado su dirección, podrá confirmárselo.
—¿No lo han metido en la cárcel?
—No ha sido porque usted no haya hecho lo necesario para que acabara ahí… Pero ¿no podríamos hablar en un sitio más acogedor? Y sobre todo a solas.
—Venga —dijo el otro de mala gana, después de haber hecho una seña indicando a la sirvienta que se retirara.
Si bien el vestíbulo era de una sobriedad monacal, la cosa era muy distinta en la sala donde fue introducido el visitante. Fuente Salada la había convertido en una especie de santuario dedicado a la memoria de su princesa: entre las banderas de Castilla, de Aragón, de las diferentes provincias que componían España y de las tres órdenes de caballería, una alta cátedra de madera labrada estaba dispuesta sobre un estrado con tres escalones y bajo un dosel de tela con los colores reales. Sobre ese trono improvisado estaba colgado un retrato de Juana: un simple grabado en blanco y negro. En la pared de enfrente, levantada en piedra que no se había considerado necesario cubrir con argamasa ni enlucir con cal, un gran crucifijo de ébano extendía sus brazos descarnados, y en los dos lados de la sala una fila de escabeles estaba dispuesta de forma simétrica, cada uno bajo el escudo del noble que supuestamente ocupaba ese lugar los días de Gran Consejo. El conjunto resultaba bastante impresionante, y esa impresión aumentó cuando el marqués, al cruzar la estancia para ir hasta otra puerta, flexionó brevemente la rodilla delante del trono. Cortésmente, Morosini hizo lo mismo, lo que le valió la primera mirada de aprobación de su anfitrión.
—Este asiento —explicó este último— no ha sido escogido al azar. «Ella» se sentó en él. Procede de la Casa del Cordón, en Burgos, y probablemente sea mi más preciado tesoro. ¡Pasemos a mi despacho!
La palabra «leonera» era la más adecuada para designar aquel cuarto estrecho y asfixiante pese a la ventana abierta a un cielo que palidecía y a los murmullos del anochecer. Alrededor de una mesa de madera encerada con patas de hierro forjado, cubierta de papeles y de un batiburrillo de plumas, lápices y objetos al parecer sin destino, los libros apilados en el suelo embaldosado dificultaban la circulación. El marqués sacó de entre los montones un taburete, que ofreció a su visitante antes de llegar a su sillón, que tenía grandes clavos de bronce y estaba tapizado en una piel que en otro tiempo había sido roja. Era una pieza interesante, según juzgó el ojo experto del anticuario, y seguramente tan antigua como la propia casa. Se trataba, en cualquier caso, de una base sólida sobre la que su propietario se sentía estable, como atestiguaban sus manos firmemente apoyadas en los reposabrazos. La mirada había perdido ya todo rastro de amabilidad.
—Bien, hablemos, puesto que se empeña en hacerlo, pero hablemos deprisa. No puedo dedicarle mucho tiempo.
—Sólo le quitaré el que sea necesario. En primer lugar, sepa que si estoy libre es porque se ha demostrado mi inocencia.
—Me gustaría saber quién lo ha demostrado —dijo Don Basilio con una sonrisa sarcástica.
—La duquesa de Medinaceli en persona, gracias al testimonio de su secretaria. Comprendo que le resultara útil convertirme en su chivo expiatorio, pero la jugada le ha salido mal.
—Muy bien, pues me alegro por usted. ¿Y para decirme eso ha hecho el viaje?
—En parte, pero sobre todo para proponerle un trato.
Fuente Salada se puso en pie de un salto, como accionado por un resorte.
—Sepa, señor mío, que en mi casa no se emplea esa palabra. ¡Con un marqués de Fuente Salada no se hacen tratos! ¡Yo no soy un comerciante!
—No, usted es simplemente un comprador de un tipo muy particular. En cuanto a la transacción que le propongo…, ¿le parece más apropiada esta palabra?…, ya verá que dentro de un momento le parece interesante.
—Me extrañaría tanto que voy a rogarle que se retire.
—No antes de que me haya escuchado. ¿Me permite fumar? Es un hábito deplorable, lo sé, pero gracias a él mi cerebro funciona mejor, se me aclaran las ideas… —Sin esperar el permiso solicitado, Morosini sacó del bolsillo la pitillera de oro con sus armas grabadas y extrajo de ella un delgado cilindro de tabaco después de haberle ofrecido a su anfitrión, quien, mudo de indignación, lo rechazó con un breve ademán de la cabeza. Morosini encendió tranquilamente el cigarrillo, dio dos o tres bocanadas y, tras cruzar sus largas piernas llevando mucho cuidado con la raya del pantalón, declaró—: Piense lo que piense, la idea de poseer ese retrato no me ha pasado nunca por la cabeza. En cambio, daría cualquier cosa por saber qué ha sido del admirable rubí que la reina lleva al cuello en él. Si alguien puede decirme algo, es usted y sólo usted, puesto que, si su leyenda es cierta, en todo el mundo nadie sabe más sobre esa desdichada soberana que no reinó jamás.
—¿Y por qué le interesa esa piedra en concreto?
—Usted es coleccionista y yo también lo soy. Debería comprender con medias palabras, pero seré más explícito: ese rubí, que tengo motivos de sobra para creer que es el que busco, es una piedra maldita, una piedra dañina que no perderá su poder maléfico hasta que sea devuelta a su legítimo propietario.
—Que es su majestad el rey, por supuesto.
—De ninguna manera, y usted lo sabe perfectamente, ¿o acaso piensa decirme que ignora a quién pertenecía ese cabujón antes de que se lo regalaran a Isabel la Católica, que se lo dio a su hija cuando ésta se casó con Felipe el Hermoso?
Los ojos del anciano empezaron a lanzar destellos de odio.
—¡Ese canalla! ¡Ese flamenco que lo único que hizo con la perla más bella de España fue envilecerla y destrozarla!
—No voy a contradecirlo. Pero reconozca usted que la posesión de ese maravilloso rubí no le dio mucha suerte a su reina.
—Es posible que tenga razón, pero no tengo ningunas ganas de hablar sobre esa historia con usted. Uno sólo habla de aquellos a los que venera con personas con las que se lleva bien, y no es ése su caso. ¡Ni siquiera es español!
—Personalmente, no lo lamento, y es un hecho al que tendrá que acostumbrarse; pero, puesto que parece no entenderme, le hablaré más claro: ha sido usted quien ha robado el retrato, o quien ha hecho que lo robe un sirviente, que se lo pasó por encima de la tapia del jardín a un cómplice disfrazado de mendigo, el cual se apresuró a llevarlo a casa de su señor hermano… ¿No se encuentra bien?
Aquello era poco decir: el marqués, cuyo semblante se había tornado de un color violeta purpúreo, parecía a punto de ahogarse. Sin embargo, al ver que Morosini se acercaba con intención de socorrerlo, alargó, para protegerse, un largo y delgado brazo al tiempo que balbucía:
—Esto…, esto es demasiado… ¡Váyase! ¡Salga de aquí!
—Tranquilícese, por favor. No he venido para juzgarlo, y todavía menos para quitarle el retrato. Ni siquiera le pido que confiese su hurto, y le doy mi palabra de que no se lo diré a nadie si usted me da lo que he venido a buscar.
—Creía que era amigo de doña Ana —dijo Fuente Salada, que poco a poco iba recuperando el color.
—Nos hemos hecho amigos a raíz de su intervención para evitar que fuera víctima de una injusticia. Pero el hecho de que recupere o no el cuadro me es absolutamente indiferente. Por lo demás, no estoy seguro de que ella tenga mucho empeño en recuperarlo.
—¿Está de broma?
—Ni por asomo. El retrato comportaba curiosas visitas nocturnas a la Casa de Pilatos todos los años. Por cierto, más vale que sepa cuanto antes que se expone a heredarlas.
El marqués se encogió de hombros.
—Si se trata de un fantasma, no me da miedo. En esta casa ya hay uno.
Morosini observó que aquello era una confesión, pero se limitó a tomar nota mentalmente. En cambio, amplió la sonrisa con la esperanza de ser más persuasivo.
—Entonces, ¿acepta hablarme del rubí?
El marqués apenas lo dudó. Se recostó en el respaldo del sillón y apoyó los codos en los reposabrazos, juntando las manos por la yema de los dedos.
—Bien, ¿por qué no? Pero le advierto que no lo sé todo. Ignoro, por ejemplo, dónde se encuentra la piedra en el momento presente. Quizás irremediablemente perdida.
—Ese tipo de investigación forma parte de mi oficio —dijo Aldo con gravedad—, y he de admitir que me gusta. La Historia siempre ha sido para mí un extraño y fascinante jardín, paseando por el cual a veces uno se juega la vida pero que sabe recompensarte con extraordinarias alegrías.
—Empiezo a creer que podríamos llegar a estar de acuerdo —dijo el anciano en un tono súbitamente más conciliador—. Como ya sabe, la reina Isabel regaló esa magnífica piedra, montada tal como pudo verla en el retrato, a su hija Juana en el momento en que ésta embarcaba en Laredo rumbo a los Países Bajos, donde la esperaba el esposo que ella había elegido. Era una buena boda, incluso para una infanta: Felipe de Austria, descendiente por parte de madre de los grandes duques de Borgoña, a los que llamaban grandes duques de Occidente, era hijo del emperador Maximiliano. Era joven, según decían, y apuesto… Juana estaba convencida de que partía hacia la dicha. ¡La dicha! ¿Acaso ese consuelo de las personas insignificantes puede existir cuando se es princesa? En realidad, se trataba de una doble boda, pues la princesa Margarita, hermana de Felipe, se casaría ese mismo año, 1496, con el hermano mayor de Juana, el heredero del trono de España, y las naves que llevaban a la infanta debían regresar con la prometida real.
El narrador se detuvo y dio unas palmadas que hicieron acudir a la sirvienta, a la que dio una orden concisa. Al cabo de un momento, la mujer reapareció llevando una bandeja con dos vasitos de estaño y una frasca de vino y la dejó delante de su señor haciendo una reverencia. Sin decir palabra, el marqués llenó los recipientes y ofreció uno a su visitante:
—Pruebe este amontillado —le aconsejó—. Si es un experto, debería satisfacerle.
Aunque hubiera sido el veneno de los Borgia, Morosini habría aceptado un brebaje que se parecía mucho a un armisticio. Resultó, además, que no era desagradable: aquel vino, dulce y muy aromático, se dejaba beber.
Seguramente para animarse, Fuente Salada tomó dos copas seguidas.
—No sé si el rubí tuvo algo que ver —prosiguió—, pero, aunque era el mes de agosto, cuando la enorme flota (¡unos ciento veinte navíos!) atravesaba el canal de la Mancha, se desencadenó una terrible tempestad que la obligó a buscar refugio en Inglaterra, donde se perdieron varios barcos. Gracias a Dios, el de la princesa no, pero pasó casi un mes antes de que llegaran a la costa llana de Flandes… y otro mes antes de que el novio se decidiera a presentarse.
—¿Cómo? ¿No estaba allí para recibir a su prometida?
—¡Qué va! Estaba cazando en el Tirol. Nunca le pareció de utilidad tomarse muchas molestias por su mujer. En realidad, que no estuviera cuando Juana desembarcó en Arnemuiden era mucho mejor, porque la pobre estaba empapada, mareada y con un espantoso resfriado. De todas formas, tomar tierra allí fue una decisión improvisada; fue en Amberes donde tuvo lugar el primer contacto con su familia política: Margarita, que iba a convertirse en su cuñada, y la abuela, Margarita de York, la viuda del Temerario.
—¿Y no se sintió ofendida por el hecho de que su esposo se diera tan poca prisa?
—No. Le hablaron de asuntos de Estado, y ése era un argumento que había aprendido a respetar desde la infancia. Sin lugar a dudas, Juana era la más completa de las princesas de su edad.
—Habla de ella como si la hubiera conocido —observó Morosini, emocionado por la pasión con que vibraba la voz de su anfitrión forzado.
Sin responder, Fuente Salada se levantó, cogió de un oscuro rincón de la estancia un paquete envuelto en una lona gruesa y lo desenvolvió para mostrar el retrato, que colocó sobre la mesa, junto al gran candelabro cargado de velas medio consumidas que lo iluminaba.
—Mire ese rostro dulce y encantador, tan joven y, sin embargo, tan grave. Era el de una muchacha adornada con todas las cualidades, de una viva inteligencia y dotada también para las artes: Juana pintaba, versificaba, tocaba diferentes instrumentos, hablaba latín y varias lenguas, bailaba con una gracia infinita. El único punto oscuro era su tendencia a la melancolía, heredada de su abuela portuguesa… Su madre pensaba, con toda la razón del mundo, que sería una maravillosa emperatriz junto a un esposo digno de ella, sin imaginar ni por un instante que un bárbaro obtuso, abusando de la pasión que Juana sentiría por él, la conduciría a las puertas de la locura.
»No voy a contarle su historia; nos pasaríamos la noche entera. Sólo le hablaré de lo que le interesa: el rubí. Tras las primeras noches de amor, porque antes de desentenderse de ella para volver con sus amantes él también la amó, Juana le regaló la joya, y él la llevaba con orgullo… hasta el día que ella se dio cuenta de que ya no la llevaba. La pobre criatura se aventuró a preguntar dónde estaba su presente. Felipe respondió despreocupadamente que creía que lo había perdido, pero que un día u otro aparecería.
—¿Y lo encontraron?
—Sí. Tres años más tarde. La Historia había avanzado a paso de gigante. El hermano de Juana, el príncipe de Asturias, había muerto; después le llegó la hora a Isabel, la hermana mayor, cuyo único hijo murió también en 1500. Esto convertía a Juana y a su esposo en herederos de la doble corona de Castilla y de Aragón. Tuvieron que venir a España para ser reconocidos como tales por los Reyes Católicos y por las Cortes, pero Felipe se hartó enseguida de España, poco conforme a su temperamento de vividor flamenco. Regresó a su país, dejando tras de sí a una esposa medio loca de desesperación pero obligada a prolongar su estancia. Cuando por fin pudo partir, después de protagonizar escenas terribles que inquietaron a su madre, era invierno y hacía un tiempo espantoso. Todas las tempestades parecían haberse dado cita en el camino de la nave, pero cuando Juana llegó a Brujas, donde se encontraba entonces su esposo, encontró a éste en plena fiesta, exhibiendo desvergonzadamente a su última amante, una magnífica criatura de cabellos de oro…, en cuyo cuello impúdico brillaba el rubí dado por amor.
»La cólera de la princesa fue terrible. Al día siguiente hizo que sus damas le llevaran a la flamenca e, insensible a sus gritos, no sólo le arrancó la joya sino que, con ayuda de unas tijeras, le destrozó su suntuosa cabellera antes de cortarle la cara. Felipe vengó a su amante tratando a su mujer como a un animal maligno, a latigazos. Juana estuvo tan enferma de resultas de ello que el Hermoso tuvo miedo de la ira de sus suegros si llegaba a morir. Temiendo sobre todo perder sus derechos al trono de España, se propuso hacerse perdonar. Y esta vez Juana se quedó el rubí.
»Isabel la Católica murió y los dos esposos partieron de nuevo para España a fin de ser reconocidos soberanos de Castilla, que la muerte de la reina había separado de Aragón. Fernando aún vivía e incluso se había vuelto a casar. Ni Juana ni Felipe volverían a ver el cielo gris de Flandes. El 25 de septiembre de 1506, Felipe, que se había enfriado al volver de una cacería, murió tras una agonía de siete días y siete noches durante la cual su mujer no se separó de su lado.
»Cuando exhaló el último suspiro, Juana no lloró, incluso mantuvo una extraña calma. Sin embargo, muy pronto embarcaría a quienes la rodeaban en una horrible odisea.
»Fue entonces cuando se desencadenó su locura: no había manera de separarla del cadáver de su esposo, con el que recorrió media España.
»Cuando Felipe murió, se trataba más bien de una desesperación llevada al paroxismo. Es verdad que la noche que siguió a las exequias provisionales fue a la Cartuja de Miraflores, donde se hallaba el cuerpo, para que le abrieran el féretro y cubrir a su esposo de caricias y besos. En ese momento colgó de su cuello el rubí, tal como había hecho en los tiempos del amor. No se resignaba a que lo enterraran y decidió llevar el cuerpo a Granada para que reposara allí como rey junto a Isabel la Católica. Y entonces es cuando empieza la pesadilla. En la Navidad de 1506, Juana, a la cabeza de un largo cortejo, sale de Burgos al anochecer, exponiéndose al viento y la lluvia de la meseta. El ataúd va en un carro tirado por cuatro caballos. Todos los días se detienen al amanecer en algún monasterio o una casa de pueblo, y todos los días las mismas palabras terribles salen de la boca de ese fantasma negro en que se ha convertido la reina:
»—"¡Abrid el ataúd!"»Le aterroriza la posibilidad de que se lleven el cuerpo que idolatra. Tanto más cuanto que, estando embarazada de su quinto hijo, sabe que tendrá que detenerse para dar a luz. Teme en particular a las mujeres, incluidas las religiosas, y se opone terminantemente a hacer algún alto en un convento femenino. De modo que comprueba que el cadáver sigue allí y hace celebrar servicios fúnebres tres veces al día.
»En Torquemada nacerá la pequeña Catalina, el 17 de enero, pero tendrán que prolongar la estancia debido a una epidemia de peste que estaba causando estragos en Castilla. Hasta mediados de abril no pudieron reanudarla marcha… en las mismas condiciones nocturnas y espantosas. Si una mujer osaba acercarse al ataúd, era ejecutada.
»A mitad del viaje, el séquito real, exhausto y horrorizado, piensa que es preciso poner fin a ese periplo y se dirige al padre de la reina, Fernando de Aragón, expulsado de Castilla por Felipe el Hermoso y que se ha marchado a su reino de Nápoles con su joven esposa, la francesa Germana de Foix. Éste anuncia entonces su regreso. Le envían mensajeros para que se apresure, y eso es lo que hace, contento de la oportunidad que se le presenta.
»El encuentro con Juana tiene lugar en Tortoles. La joven reina vive entonces un instante de felicidad: quiere a su padre y supone que su afecto es correspondido, mientras que él sólo piensa en reinar en su lugar. No obstante, esconde bien su juego, se muestra tierno y cariñoso, promete escoltar personalmente el cortejo fúnebre hasta Granada, pero es aquí, a Tordesillas, adonde trae a Juana y donde ésta permanecerá hasta su muerte, cuarenta y siete años más tarde. En cuanto al cuerpo de Felipe, es depositado "provisionalmente" en el convento de las Clarisas.
»Pero las Clarisas, evidentemente, son mujeres, y eso Juana no lo soporta. Hará una escena tras otra sin obtener más satisfacción que ir a ver de nuevo a ese muerto al que se obstina en adorar, aunque esta vez recuperará su rubí por miedo a que una de esas "criaturas lúbricas" lo robe para lucirlo. A partir de ese momento, lo conservará en su poder.
—¿Quiere decir que está enterrado con ella?
—No. Alguien se hizo con él durante la agonía de la reina: los que la custodiaban.
—¿Y quiénes eran?
—El marqués y la marquesa de Denia, una gente sin entrañas ni escrúpulos.
—Entonces, ¿hay que buscar la piedra en su descendencia?
—Su sucesor actual es la duquesa de Medinaceli. Los Denia fueron nombrados duques, y el título que recibieron es uno de los nueve ducales que poseen. Pero el rubí había desaparecido de la familia hacía bastante tiempo.
—¿Sabe algo al respecto? Aunque supongo que no habrá tenido muchos motivos para investigar acerca de las pertenencias de la reina…
Por la expresión de desdén del marqués, Aldo se percató de que acababa de decir una tontería: la menor reliquia de su ídolo debía de ser preciosa para ese fanático. Y, en efecto, sus palabras se lo confirmaron.
—No he hecho otra cosa durante toda la vida —dijo—, y he dejado en ello la mayor parte de mi fortuna. Por lo demás, el azar me ha favorecido a través de mis antepasados: uno de ellos relató en sus Memorias haber asistido a la compra de la piedra por el príncipe Khevenhüller, entonces embajador del emperador Rodolfo II ante la Corona de España. Como quizá sepa, el emperador era bisnieto de Juana por partida doble: por su madre, María, hija de Carlos V, y por su padre, Maximiliano, hijo de Fernando, cuarto hijo de nuestra pobre reina. Era, además, un coleccionista impenitente, siempre en busca de piedras extraordinarias, de objetos raros y de cosas extrañas…
—Lo sé —gruñó Morosini—. «Sólo amó lo extraordinario y lo milagroso», ha dicho no recuerdo qué autor contemporáneo.
Su buen humor acababa de sufrir un duro golpe: si debía buscar el rubí a través de los complicados meandros de la más nutrida de las familias imperiales, las dificultades no habían hecho más que empezar. En último extremo, violar la sepultura de Juana la Loca en plena catedral de Granada le habría parecido más fácil. No obstante, sintió cierto alivio cuando Fuente Salada añadió:
—Así pues, el rubí partió para Praga, pero ignoro qué ha sido de él. Lo único que sé con certeza es que a la muerte del emperador, el 20 de enero de 1612, el rubí ya no figuraba entre las joyas de la Corona, así como tampoco entre las alhajas privadas de Rodolfo ni entre las numerosas piezas de su gabinete de curiosidades.
—¿Está seguro?
—He investigado a fondo, no con la esperanza de apropiarme algún día de él, sino por saber.
—Es mucho mejor para usted no haber podido permitírselo. Parece bastante satisfecho de su suerte.
—Ahora sí…, plenamente —admitió el marqués dirigiendo una mirada de enamorado al retrato.
—Entonces confórmese con eso y piense que esa maldita piedra sólo le habría aportado desastres y catástrofes.
—Y aun así, ¿usted la busca? ¿No tiene miedo?
—No, porque, si doy con ella, no me la quedaré. Verá, marqués, ya he encontrado tres como ésa, que han sido devueltas a su lugar de origen: el pectoral del sumo sacerdote del Templo de Jerusalén. El rubí debe seguir la misma suerte. Sólo así perderá su poder maléfico.
—¿Una joya… judía?
—No ponga mala cara. Usted ya lo sabía, ¿o acaso ignoraba que, antes de que se la regalaran a Isabel la Católica, había sido robada en la judería de Sevilla por la hija de Diego de Susan, que después envió a su padre a la hoguera?
Fuente Salada volvió la cabeza, molesto. Era un hecho que una mitad larga de la nobleza española conservaba en sus venas unas gotas de sangre judía.
—Bien, príncipe —añadió el marqués, levantándose—, no puedo decirle nada más. Espero que cumpla su promesa respecto a esto.
Señalaba el cuadro. Morosini se encogió de hombros.
—Ese asunto no me concierne; además, soy hombre de una sola palabra. De todas formas, quizá debería esconder esta obra maestra durante un tiempo.
Mientras acompañaba a su visitante hasta la puerta, don Manrique guardó silencio. Hasta el último momento no dijo, con cierta timidez:
—Si consigue encontrar el rastro del rubí…, me gustaría que me pusiera al corriente.
—Es natural. Le escribiré.
Se despidieron con un saludo protocolario, pero sin estrecharse la mano: esas maneras anglosajonas no se estilaban en Castilla la Vieja.
De regreso en el hostal, Aldo se disponía a instalarse en el comedor con la idea de pedir algo para cenar cuando vio aparecer a alguien que no esperaba: el comisario Gutiérrez en persona, más toro de combate que nunca. Sin perder un segundo, éste se precipitó hacia su objetivo preferido.
—¿Qué hace aquí? —gruñó.
—Yo podría formularle la misma pregunta —repuso Morosini, flemático—. ¿Debo suponer que me ha seguido? La verdad es que no lo había puesto en duda ni por un segundo.
—Me alegro por usted. Ahora, conteste: ¿qué ha venido a hacer aquí?
—Hablar.
—¿Sólo hablar? ¿Con la persona que lo acusaba de robo? ¿No es un poco extraño?
—Precisamente porque me acusaba de robo he querido explicarme ante él. Cuando se lleva mi apellido, resulta muy difícil dejar en el aire ese tipo de acusación, sobre todo en el extranjero. Reconozco que esto podría haber terminado en un duelo o un combate, pero el marqués es un hombre más sensato y ponderado de lo que yo creía. Una vez dadas y recibidas las explicaciones, hemos permitido a nuestras mentes apaciguarse y el marqués me ha ofrecido una copa de amontillado más que honorable. Eso es todo. Ahora le toca a usted.
—¿Qué me toca?
—Decirme al menos por qué me ha seguido. Su puesto está en Sevilla y lo encuentro a cientos de kilómetros de allí. ¿Qué más quiere de mí?
—Simplemente, me interesa lo que hace.
—¡Ah!
En ese momento se presentó el hostelero con un plato humeante que dejó sobre la mesa.
—Si por casualidad mi cena también le interesa, podríamos compartirla. La cocina española a veces no es impecable, pero siempre es abundante. Tome asiento. Me gusta charlar en torno a una buena comida.
Mientras formulaba la invitación, Aldo se preguntaba si la cena en cuestión sería realmente tan buena. Saltaba a la vista que era cerdo demasiado cocido, rodeado de garbanzos que deberían de estarlo aún más, todo sazonado con el inevitable pimentón. No obstante, el plato parecía atraer a Gutiérrez, que sólo dudó un instante antes de coger una silla y sentarse.
—Después de todo, ¿por qué no?
Tras ser llamado con un gesto imperativo, el hostelero se apresuró a poner otro cubierto. Suponiendo que, dadas sus dimensiones, su invitado quizás encontrara un poco escasa la mitad del plato, Morosini pidió otra ración, acompañada de una tortilla y del «mejor vino que tenga».
A medida que él pedía, el comisario iba abriéndose como una rosa al sol, y cuando tomó el primer vaso de vino, desplegó una media sonrisa y a continuación hizo chascar la lengua con una satisfacción que su anfitrión no compartía. El vino en cuestión era bastante áspero y debía de alcanzar la graduación de un buen aguardiente de Borgoña.
—Vuelva a contarme qué ha ido a hacer a casa del marqués.
—Creía haber sido lo bastante claro —dijo Aldo, volviendo a llenar con generosidad el vaso de su acompañante—: he pedido explicaciones, me las han dado y hemos hecho las paces…, a decir verdad con bastante facilidad, pues el marqués empezaba a lamentar sus acusaciones. —En vista de que el comisario lo miraba con recelo, añadió—: ¿Me equivoco, o no le convenció lo que le dijo la duquesa de Medinaceli?
En el modesto comedor del hostal, el ilustre apellido resonó como un gong, incomodando visiblemente al tozudo policía: era, en cierto modo, como si lo desafiaran a tachar a doña Ana de mentirosa. Gutiérrez acusó el golpe y pareció encogerse:
—N… no —murmuró—, pero sé que la nobleza forma un gran club cuyos miembros se defienden unos a otros.
—Debería haberle dicho eso al marqués de Fuente Salada cuando me acusó de ladrón.
—En cualquier caso, ¡alguien tiene que haberse llevado ese maldito retrato! Admito que quizá no saliera usted de la casa con él, pero eso no demuestra que no contara con un cómplice, debidamente retribuido, dentro.
Morosini volvió a llenar el vaso dé su compañero de mesa y se echó a reír.
—¿Tenaz, eh? Y cabezota. No sé qué hacer para convencerlo. ¿Cree que habría venido hasta aquí…?
—¿Para persuadir al marqués de que reconociera su inocencia? ¿Por qué no? Después de todo, nada impide que ustedes dos sean cómplices.
Una pequeña vena comenzó a latir en la sien de Aldo, como le sucedía cuando se ponía nervioso u olfateaba un peligro. Ese cernícalo era más inteligente de lo que parecía, pensó. Si se le metía en la cabeza fisgar en casa de Fuente Salada, la cosa podía acabar en drama. Éste podría creer que Morosini lo había engañado y lo llevaba a la policía después de haberle tirado de la lengua, y Dios sabe cómo reaccionaría y lo que sería capaz de inventarse. No obstante, su rostro era un modelo de impasibilidad cuando sugirió:
—¿Por qué no va a preguntárselo?
—¿Por qué no vamos juntos?
—Si lo prefiere… Me gustaría ver cómo lo recibe —dijo Aldo esbozando una sonrisa—. Pero, si no le importa, acabemos antes de cenar. Me gustaría tomar un postre, acompañado quizá de un vino más dulce. ¿Qué le parece?
—No es mala idea —dijo el comisario, apurando con una pena manifiesta el vino que quedaba.
Era una idea incluso excelente, si Morosini conseguía hacer lo que se le acababa de ocurrir. Tras ser llamado, el hostelero llevó flan, mazapán y una compota indefinida, y asintió encantado cuando su fastuoso cliente le pidió echar un vistazo a la bodega a fin de elegir mejor. El hombre se apresuró a coger una linterna para guiarlo.
—No tengo una bodega muy bien provista, señor —se disculpó.
Pero era más que suficiente para lo que Morosini quería hacer en ella. Nada más entrar, Aldo sacó del bolsillo una pequeña libreta y una pluma, escribió rápidamente, en francés, una nota poniendo al marqués al corriente de la situación, arrancó la página, la dobló cuidadosamente y, dirigiéndose al hostelero, que lo miraba estupefacto, preguntó:
—¿Conoce al marqués de Fuente Salada?
—Muy bien, señor, muy bien.
—Haga que le lleven esto enseguida. De inmediato, ¿me entiende?, sin esperar ni un segundo. Es muy importante. ¡Incluso para Tordesillas!
Al hombre se le iluminaron los ojos al ver el billete que acompañaba al papel.
—Ahora mismo mando a mi hijo. ¿Y… lo del vino?
Encontraron una polvorienta botella de jerez que iba a costarle al príncipe lo mismo que el mejor champán en el Ritz —era la única que quedaba y la guardaban para una gran ocasión—, tras lo cual regresaron al comedor, donde el policía ya había empezado a atacar el mazapán.
Una hora más tarde, Gutiérrez hacía sonar la aldaba de bronce contra la puerta del marqués y obligaba a acudir, al cabo de un rato, a una asustada sirvienta con gorro de dormir y camisón. Casi pisándole los talones, apareció don Manrique envuelto en una bata con estampado de ramas, su semblante pálido más sobrecogedor que nunca a la luz de la vela que llevaba en la mano.
—¿Qué quiere? —preguntó con una rudeza que, unida a su aspecto casi fantasmal, hizo perder al policía parte de su aplomo.
No obstante, la obstinación fue más fuerte y, tras una cascada de disculpas y zalemas, el comisario expuso lo que quería: había seguido al príncipe Morosini desde Sevilla y, muy sorprendido al ver que venía a Tordesillas, quería visitar la casa… porque… hummm…, bueno, se preguntaba si no le habían representado una comedia y si…
El desprecio con que el marqués obsequió a Gutiérrez habría dejado anonadado a más de uno, pero éste, estimulado quizá por las numerosas libaciones, se mantuvo firme en sus trece. No tenía muchas ideas a la vez, pero cuando tenía una no la abandonaba y la seguía hasta el final. Dejando a Morosini y a Fuente Salada bajo la vigilancia del alguacil local, requerido para la ocasión, siguió con paso decidido a la sirvienta, a la que su señor había dado instrucciones de que iluminara todas las habitaciones y mostrara todo al comisario, incluidos la bodega y el desván.
—¡Busque! ¡Regístrelo todo! —dijo el marqués con una desenvoltura de gran señor seguro de sí mismo—. Nosotros estaremos muy bien aquí esperándolo.
Dicho esto, fue a sentarse en uno de los dos bancos de la sala baja, dejó la vela en el suelo y señaló al fondo de la sala el otro banco a Morosini, que fue a instalarse allí. El guardián tuvo que conformarse con apoyarse en un pilar.
Durante el tiempo que duró la visita, los dos hombres no intercambiaron ni una sola palabra. Oficialmente, Fuente Salada estaba indignado por que el veneciano le hubiera llevado a la policía, pero la breve y silenciosa sonrisa que le ofreció decía elocuentemente que, a su manera, apreciaba la comedia que estaban interpretando. Morosini, por su parte, saboreó ese largo rato de silencio en la penumbra de aquella sala donde el marqués y él parecía que estuvieran velando a un muerto invisible. Era muy relajante, sobre todo para un hombre amenazado por la migraña. Porque a Aldo le sentaban mal los vinos azucarados, y el jerez, incluso tomado en cantidades limitadas, resultaba terrible. Hacía falta tener una constitución como la de Gutiérrez para ingerir tres cuartos de botella sin sufrir las consecuencias.
Empezaba a adormecerse cuando el comisario regresó, sucio a más no poder, cubierto de polvo y con las manos vacías. Parecía de un humor de perros, pero no por ello dejó de disculparse.
—He debido de cometer un error. Señor marqués, le pido que me disculpe. Reconozca, no obstante, que su repentino entendimiento con el hombre al que acusaba podía dar que pensar.
—Yo no reconozco nada, caballero. Le sería de utilidad, para ejercer su… oficio, que aprendiera a conocer a la gente. Señores…, no les retengo…
Salieron en silencio. Sin embargo, Morosini, que estaba intrigadísimo, puso la excusa de que se le había caído un guante para volver sobre sus pasos justo antes de que la puerta se cerrara empujada por la sirvienta, a la que hizo a un lado con cierta brusquedad.
—Se me ha caído un guante —dijo en voz alta, mostrando el que tenía en la mano.
El marqués se dirigía ya a su dormitorio. En tres zancadas, Morosini lo alcanzó.
—Perdone mi curiosidad, pero ¿cómo se las ha arreglado?
Una débil sonrisa apareció en el largo y solemne rostro.
—En el patio hay un pozo: está dentro. Espero que mi reina me perdone este trato indigno de ella.
—El amor es la mejor disculpa, la más grande. Estoy seguro de que, donde esté, ella lo sabe. Le daré noticias del rubí…, si consigo encontrar su rastro.
Salió tan deprisa como había entrado. Los dos policías no habían dado más que unos pasos y lo esperaban. Regresaron al hostal en silencio.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Gutiérrez, mohíno.
—Voy a dormir y mañana iré a Madrid para saludar a sus majestades antes de volver a Venecia.
—Entonces, iremos juntos.
Esa perspectiva no entusiasmaba a Morosini, pero si ése era el precio de la paz con el receloso comisario, lo más prudente sería aceptarla con buen humor. Como el tren salía a las nueve, quedaron a las ocho para desayunar.
El viaje fue menos pesado de lo que Aldo había imaginado: el policía durmió casi todo el rato. Con todo, supuso un alivio estrecharle la mano en la estación del Norte y decirle un adiós que esperaba fuese definitivo. Para consolar un poco al pobre Gutiérrez, que parecía muy desanimado, dijo:
—No es fácil vender un retrato de esa importancia, pero si me entero de que lo han visto en alguna subasta o incluso en una colección privada, le informaré.
Era el colmo de la hipocresía, pero después de todo aquel hombre se limitaba a hacer su trabajo, e intentaba hacerlo bien.
En el hotel, a Aldo lo esperaba una carta de Guy Buteau. En ella, el fiel apoderado lo mantenía al corriente de la evolución de sus negocios, como tenía por costumbre cuando su jefe se ausentaba. En esta ocasión, sin embargo, había añadido unas líneas relativas a la esposa de Aldo:
Doña Anielka se marchó hace dos días tras recibir una carta de Inglaterra. Ignoro si tiene intención de ir allí, pues no nos informó de nada. Envió a Wanda a reservar un sleeping en el Orient-Express en dirección a París. Tampoco dijo cuándo regresaría. Celina se pasa el día cantando…
Esto último, Aldo no lo ponía en duda: Celina hacía esfuerzos sobrehumanos para soportar a «la extranjera». Debía de estar encantada de haberse librado de ella. En cuanto a la misiva inglesa, imaginaba su contenido: la instrucción de la causa contra Román Solmanski debía de haber acabado y quizá se dispusiera a anunciar a la joven la fecha establecida para la comparecencia de su padre en Oíd Bailey. Claro que, si realmente pensaba viajar a Inglaterra, iba a cometer una imprudencia, puesto que allí tenía más enemigos que amigos. Pero ¿podía reprocharse a una hija querer estar al lado de su padre en una situación crítica? Eso la honraba. Fuera como fuese, en París, donde tenía previsto detenerse para poner a Adalbert al corriente de sus hallazgos, quizás Aldo se enterara de algo más.
Al día siguiente por la noche embarcaba en el Sud-Express con destino a la capital francesa.