SEGUNDA PARTE
El mago de Praga

4. Los feligreses de Saint-Augustin


En medio de la muchedumbre que, pese a lo temprano de la hora, se agolpaba en el andén número 4 de la estación de Austerlitz, en París, Morosini, ocupado en pasar su equipaje por la ventana a un maletero, vio de pronto, moviéndose por encima de las cabezas, una mata de pelo rubio y rizado que le recordaba a alguien. La duda no tardó en despejarse: bajo la cabellera un poco revuelta estaban los ojos azules, la nariz respingona y el semblante falsamente angelical de su amigo y cómplice Adalbert Vidal-Pellicorne.

Como no había avisado de su llegada, pensó que el arqueólogo-hombre de letras, además de agente secreto en sus horas libres, había ido a buscar a otro viajero del Sud-Express, pero, resuelto a no desaprovechar esa ocasión de hablar inmediatamente con él, se apresuró a bajar y corrió hacia él.

—¿Qué haces aquí?

—He venido a buscarte. Me alegro de verte, amigo. ¡Tienes un aspecto estupendo! —exclamó Adalbert dándole una palmada en la espalda que podría haber hecho hincar las rodillas en el suelo a un buey.

—Tú también. Sin duda eres el egiptólogo mejor vestido de toda la profesión —dijo Morosini, admirando sinceramente el impecable traje de paño inglés de color gris que llevaba su amigo, realzado por una corbata amarillo claro—. Pero ¿cómo te has enterado de que venía?

—La señora de Sommières me dio la noticia por teléfono anoche.

—Me alegro. Entonces, está en París. Como conozco sus hábitos migratorios en primavera, mandé un telegrama a su casa pensando que al menos estaría Cyprien para recibirme y darme noticias suyas. Si no, siempre está el Ritz…, pero confieso que su mansión de la calle Alfred-de-Vigny también me gusta mucho…

—Lo comprendo, sin embargo, no vas a instalarte allí sino en mi casa, y ésa es la razón de que me encuentres aquí.

—¿En tu casa? ¿Por qué? ¿Es que están reparando la casa de tía Amélie? ¿O la tiene invadida por visitantes? ¿O…?

—Nada de todo eso. La querida marquesa estaría encantada de albergarte, lo sabes de sobra, pero cree que quizá no te haría mucha gracia tener de vecina a tu mujer.

—¿Anielka está en su casa?

—¡No, hombre! Se instaló hace más o menos una semana en la casa de al lado.

—¿La de su anterior marido? Yo creía que la mansión de Eric Ferráis había sido vendida.

—Fue en gran parte vaciada, pero sigue perteneciendo a los sucesores. Y la sucesora es la viuda.

—Y el hijo bastardo de su marido. No olvides a John Sutton.

—Oye, tenemos todo el tiempo del mundo para hablar de eso, y sin duda estaremos mejor en mi casa que en el andén de una estación.

Al cabo de un momento, el pequeño Amilcar rojo vivo de Adalbert, cargado con las maletas del veneciano, llevaba a los dos amigos hacia la calle Jouffroy. Aldo dejó a su chófer concentrado en los placeres y las dificultades de una conducción peligrosamente deportiva, como era habitual en él, y optó por guardar silencio durante el trayecto. Ese año la primavera parisina estaba deliciosa. Una brisa ligera y fresca, que esparcía el perfume de los castaños en flor, corría a lo largo del Sena. El viajero se abandonó a ella, aunque sin dejar de pensar en el nuevo enigma que se le planteaba: ¿por qué Anielka se había instalado en su antigua residencia? La princesa Morosini no tenía nada que hacer allí… Quizá tía Amélie y, sobre todo, su fiel acompañante Marie-Angéline du Plan-Crépin, a quien nada se le escapaba, podrían decirle algo al respecto. Ese pensamiento lo decidió a romper el silencio que siempre observaba cuando Vidal-Pellicorne iba al volante.

—Me gustaría hablar un poco con tía Amélie. ¿Habéis organizado una cita secreta a medianoche detrás de una arboleda del parque Monceau?

—Vendrá a cenar esta noche —masculló Adalbert, con la mente y los ojos ocupados.

La aparición de dos agentes en bicicleta saliendo de la calle Royale aportó un súbito apaciguamiento a los rugidos rabiosos del motor. Adalbert les ofreció una sonrisa seráfica cuyo final dirigió a su compañero.

—¿Qué tal en España? ¿Bien? ¿Qué asunto te ha llevado allí? ¡Debe de hacer ya un calor de mil demonios!

—La restitución al Tesoro español de una pieza desaparecida desde el siglo pasado. Eso me ha valido escoltar a la reina hasta Sevilla para asistir a una fiesta en casa de los Medinaceli mientras su real esposo se iba a hacer alguna calaverada a Biarritz…, y de paso he encontrado el rastro del rubí, la última piedra del pectoral.

El coche dio un bandazo que traducía la emoción de su conductor, pero éste recuperó el control de inmediato.

—¿Y por qué no lo has dicho antes?

—¿Para que nos peguemos un tortazo? ¿Tú has visto a qué velocidad conducías?

—Reconozco que cuando hace buen tiempo me dejo llevar un poco.

—Y cuando llueve también. Por cierto, en lo referente al rubí, no lances las campanas al vuelo todavía: sólo estoy seguro de su recorrido hasta finales del siglo XVI, cuando lo compró el emperador Rodolfo II.

—No me digas que vamos a tener que vérnoslas otra vez con el tesoro de los Habsburgo…

—No lo creo. El personaje con el que hablé en España jura que, a la muerte del emperador, éste ya no lo poseía y que nadie sabe adónde ha ido a parar. Lo primero que hay que hacer, creo yo, es poner a Simón al corriente. Nadie conoce mejor que él las joyas de los Habsburgo y, con lo que ya he podido averiguar, quizás encuentre alguna pista. Sobre todo teniendo en cuenta que esa condenada piedra parece todavía más maligna que las otras.

—¡Cuenta!

—Ahora no. Vale más que mires por dónde vas.

Aldo guardó un silencio prudente hasta que su amigo pisó el freno delante de la puerta de su casa, una vivienda de finales de siglo muy señorial, donde ocupaba un vasto primer piso sobre entresuelo, maravillosamente cuidado por Théobald, su fiel sirviente. En caso de necesidad, éste llamaba a su hermano gemelo Romuald, [4] con el que formaba una pareja tanto más valiosa cuanto que ninguno de los dos tenía miedo de nada y sabía hacer prácticamente de todo, desde cultivar rábanos hasta practicar la guerra de guerrillas en pleno desierto.

Théobald esperaba al príncipe con una satisfacción sobradamente puesta de manifiesto por el suntuoso desayuno dispuesto para él en la biblioteca… y el ramo de olorosas peonías colocado sobre un velador en el dormitorio del invitado.

Mientras hacía desaparecer una buena cantidad de brioches calientes, de cruasanes deliciosamente hojaldrados y de tostadas untadas con mantequilla con sabor de avellana y mermelada de albaricoque, acompañados de un café digno de Celina, Aldo contó sus aventuras españolas y cómo había dejado, a cambio de información, que un ladrón disfrutara en paz del producto de su robo.

—El amor lo justifica todo —dijo, suspirando, Vidal —Pellicorne—. No podías romperle el corazón a ese pobre hombre.

—El amor verdadero, quizá, pero ¿lo es siempre tanto como algunos afirman? —murmuró Morosini, pensando en la que llevaba su apellido gracias a un chantaje hecho en nombre de ese mismo amor—. Por cierto, ¿tienes noticias de Lisa Kledermann?

Adalbert se atragantó con el cruasán y consiguió hacerlo pasar bebiendo media taza de café, lo que sirvió de disculpa para el bonito color púrpura que había teñido su rostro.

—¿Por qué relacionas a Lisa con el amor? —preguntó por fin.

—Porque sé que sientes debilidad por ella, y como sois excelentes amigos y Lisa no tiene ninguna razón para darte la espalda, he pensado que a lo mejor sabías algo.

—El último en verla fuiste tú, cuando te llevó el ópalo.

—¿Ni una carta, ni una llamada telefónica?

—Nada. Debe de tener demasiado miedo de que le hable de ti, y yo no sé dónde está. En Viena no, desde luego, porque he recibido noticias de la señora Von Adlerstein; parece ser que su nieta ha decidido desaparecer de nuevo.

—Entonces no hablemos más del asunto… y volvamos a la causa de todo el mal: Anielka. ¿Qué hace en París?

—Aparentemente, no gran cosa. Vive más o menos enclaustrada en la mansión Ferráis…, pero prefiero dejar que te hablen de ella las damas de la calle Alfred-de-Vigny.

La señora de Sommières no compartía el buen humor de Adalbert. Quería mucho a Aldo, cuya difunta madre era sobrina y ahijada suya. La noticia de su matrimonio con la viuda de su ex vecino y enemigo, sir Eric Ferráis, la había consternado. Reconocía que Aldo, ante el abominable trato que le habían impuesto, [5] no había tenido elección, pero, pese a la bendición nupcial dada a la pareja, se negaba a considerar a la joven su sobrina.

«Los tribunales eclesiásticos no se han inventado para los perros —escribió a su sobrino cuando se enteró de la noticia— y espero que no tardes en recurrir a ellos…»

Y eso fue lo primero que le preguntó a Morosini tras darle un beso, cuando llegó a la calle Jouffroy:

—¿Has presentado la solicitud de anulación ante el tribunal de Roma?

—Todavía no.

—¿Y por qué, si puede saberse? ¿Has cambiado de opinión?

—En absoluto, pero no he querido abrumar a esa desdichada en el momento en que su padre tiene que responder de sus crímenes ante la justicia inglesa. Confieso que me da un poco de pena.

—Con esas ideas nunca te librarás de ella. Y si lo ahorcan, ¿tendrás que consolarla?

—Espero que encuentre todo el consuelo necesario en su hermano. Dejaré que se celebre el juicio y después enviaré la solicitud. A partir de ese momento podremos vivir cada uno por nuestro lado.

—Entonces ya puedes ir a redactarla y mandarla. No habrá juicio.

El tono de la marquesa se tornaba dramático y Aldo, divertido, pensó que en algunos momentos su querida y anciana tía parecía más que nunca una Sarah Bernhardt entrada en años. No faltaba ningún detalle: voz profunda y vibrante, abundantes cabellos cuya blancura todavía mostraba algunos mechones rojos, sobre una mirada que conservaba toda su juventud. Hasta el vestido de corte «princesa», de moaré violeta con una pequeña cola, completaba la ilusión. La marquesa de Sommières permanecía fiel a esa moda introducida hacía muchos años por la reina Alejandra de Inglaterra y que la favorecía. Siempre llevaba una colección de collares de oro combinado con perlas, esmaltes o pequeñas piedras preciosas, uno de los cuales sujetaba sus impertinentes y cuyos colores variaban según el de la ropa. En aquellos momentos, sentada muy erguida en un sillón tapizado de terciopelo verde oscuro, recordaba a la vez un cuadro de La Gándara y el retrato de una emperatriz china que Aldo había admirado un día en la tienda de Gilíes Vauxbrun, el anticuario de la plaza Vendôme y un querido amigo.

Junto a esta soberana, su lectora —esclava y sin embargo pariente— tenía el aspecto de un dibujo al pastel en proceso de borrado de tan descolorida que estaba.

Era una solterona alta y delgada, provista de una cabellera rizada rubio claro, de párpados caídos bajo los que se resguardaban unos ojos que no acababan de decidirse entre el gris y el dorado, pero singularmente vivos en determinados momentos, y de una larga nariz puntiaguda que Marie-Angéline du Plan-Crépin se las ingeniaba como nadie para meterla en los asuntos de los demás. Liberada por su aspecto físico de toda preocupación sobre su vida sentimental, esta sorprendente persona gustaba de inmiscuirse con discreción en lo que no le incumbía y desarrollaba unas cualidades dignas del mejor servicio secreto. En este papel de detective, ya había hecho más de un favor a Morosini, que sabía apreciarlo. Hacia ella tendió con majestuosidad la señora de Sommières una mano:

—¡Plan-Crépin! ¡El periódico!

Marie-Angéline sacó de la nada —aunque seguramente fue de un bolsillo invisible de su amplia falda— lo que se le pedía: un ejemplar del Morning Post de dos días antes, que la señora de Sommières, sin siquiera echarle un vistazo, tendió a Morosini. Un enorme titular ocupaba tres columnas: «Muerto en su celda.»Aldo, estupefacto, leyó que el conde Solmanski, cuyo juicio debía celebrarse ante el tribunal de Oíd Bailey la semana siguiente, se había envenenado con una dosis masiva de veronal, sustancia de la que se habían encontrado dos tubos vacíos junto a una carta en la que el «noble polaco» declaraba preferir rendir cuentas a Dios de sus acciones pasadas en lugar de a los hombres y encomendaba a sus hijos el cuidado de su alma. Pedía por favor que entregaran sus restos mortales a su hijo, Sigismond, para que los llevara a Polonia, donde el conde podría descansar en la tierra de sus antepasados.

—¿Sus antepasados? —exclamó Aldo—. ¡Ese viejo farsante no tiene ni uno allí! Era ruso.

—Si consiguió apropiarse del apellido y del título, tal vez también adquirió el panteón familiar —sugirió Adalbert mientras ofrecía a la señora de Sommières una copa de champán, su bebida favorita y diaria cuando anochecía.

Aldo miró la fecha del periódico.

—Es de anteayer —dijo.

—Pero lo compré ayer —señaló Marie-Angéline—, Las publicaciones inglesas tardan un día en llegar a París.

—Sí, ya lo sé. Pero no es eso lo que me intriga. ¿Cuándo me has dicho que Anielka llegó aquí? —preguntó Aldo, volviéndose hacia su amigo.

—Hace cinco días, creo.

—Cinco días, en efecto —confirmó Plan-Crépin.

Y acto seguido precisó que su atención se había visto atraída, hacia principios de la semana anterior, por cierta animación que se había producido en la casa vecina, deshabitada desde la muerte de sir Eric Ferráis salvo por la presencia de un guardes y su mujer. No una gran agitación, desde luego, sino los ruidos característicos que se hacen al abrir ventanas, levantar persianas y hacer limpieza.

—Pensamos —dijo la señora de Sommières— que estaban preparando la casa con vistas a la visita de un posible comprador, pero Plan-Crépin se enteró de una cosa en su centro de información preferido.

El centro en cuestión no era otro que la misa de las seis de la mañana en la iglesia de Saint-Augustin, donde se encontraban las almas más piadosas de la parroquia, entre las que había numerosas señoritas de compañía, ayas, cocineras y doncellas de un barrio rico y burgués. A fuerza de asiduidad, Marie-Angéline había acabado por hacer amistades de las que obtenía información, la cual había resultado utilísima varias veces en el pasado. En esta ocasión, el chismorreo procedía de una prima de la guardesa de la mansión Ferráis que servía en la avenida Van-Dyck, en casa de una vieja baronesa que la empleaba únicamente para que alimentara a sus numerosos gatos y jugara con ella al tric-trac.

Esta piadosa persona había vertido en el corazón compasivo de Marie-Angéline las quejas de su pariente, quien, con la reapertura de una mansión cerrada desde hacía casi dos años, veía acabarse un agradable período de dolce far niente. Y lo peor era, ni que decir tiene, que no pensaban contratar de nuevo al numeroso servicio de antes. Las órdenes enviadas desde Inglaterra en papel con membrete de Grosvenor Square decían que no se trataba de una estancia larga: lady Ferráis deseaba solamente sumergirse durante unos días en sus recuerdos del pasado. Como llevaría a su doncella, bastaría una señora de la limpieza, pues el resto del servicio quedaba cubierto por la propia guardesa y su esposo, que podía hacer de chófer.

—Esto es demencial —dijo Morosini, suspirando—. ¿Qué viene a hacer aquí con su antigua identidad esta mujer que ahora lleva mi apellido? Me he enterado de que se marchó de Venecia al recibir una carta procedente de Londres.

—Sin duda le anunciaron que iba a empezar el juicio y quiso estar más cerca de su padre —dijo Adalbert tratando de encontrar una explicación—. Es un poco delicado para ella volver allí.

—¿Porque el superintendente Warren y, naturalmente, John Sutton están convencidos de que mató a Ferráis, y por las amenazas que presuntamente ha sufrido por parte de los círculos polacos? En mi opinión, eso no se sostiene: uno puede esconderse en Londres si dispone de medios para hacerlo, y su hermano, que al parecer ha venido de América, es perfectamente capaz de recibirla discretamente. Además, tiene un pasaporte italiano y no sé por qué los polacos o incluso Scotland Yard van a ocuparse de una insignificante princesa Morosini.

—Scotland Yard tal vez no, pero Warren sí. Ese apellido le resulta familiar: aparte de la amistad que te profesa, fue a tu casa a detener a tu suegro después de haber recorrido media Europa. [6]—Me entran ganas de ir a dar una vuelta por Londres —masculló Aldo—, aunque sólo sea para charlar un rato con el superintendente. ¿Qué te parece?

—No es mala idea. Hace buen tiempo, el mar debe de estar espléndido y como mínimo sería un agradable paseo.

—Si quieren saber mi opinión —intervino la marquesa—, valdría más que uno de los dos averiguara lo que pasa en casa de mis vecinos. Todo esto me parece muy raro.

—De lo primero que habría que enterarse es de cuál ha sido la reacción de «lady Ferráis» ante el suicidio de su padre. Supongo que Sigismond, su hermano, debió de informarla antes de que la prensa se encargara de hacerlo. ¿Su confidente sabe por casualidad algo al respecto? —añadió el príncipe volviéndose hacia la señorita Plan-Crépin.

Ésta puso la misma cara que una gata que acabara de encontrar un plato lleno de leche.

—Por supuesto. Puedo decirle que ayer, como todas las mañanas, esa dama envió a su polaca a buscarle los periódicos ingleses y que los leyó con la mayor tranquilidad del mundo, sin manifestar absolutamente nada. Muy raro, ¿no?

—Rarísimo. Pero dígame, Marie-Angéline, ¿la guardesa se pasa la vida con el ojo pegado a las cerraduras para ver todo eso?

—No cabe duda de que pasa algún tiempo dedicada a esa actividad, pero sobre todo está mucho tiempo fuera de la garita y dentro de la casa con el pretexto de vigilar a la señora de la limpieza para asegurarse de que hace bien su trabajo. Como la escogió ella misma, no pueden reprocharle su presencia.

—¿Y vio a lady Ferráis leer este periódico?

—Leer es mucho decir: le echó un vistazo y después lo dejó despreocupadamente sobre una mesa. Y como la noticia está en la primera página, no podía dejar de verla.

Se produjo un silencio. Los dos hombres reflexionaban, la señora de Sommières bebía plácidamente su segunda copa de champán y Marie-Angéline resoplaba.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó con impaciencia.

—Por el momento, vamos a cenar —respondió Adalbert.

Théobald había ido a anunciar, con la gravedad de un arzobispo, que «el señor» estaba servido. Pasaron a la mesa.

Sin embargo, no estaban tan hambrientos como para abandonar un tema tan apasionante en beneficio de la comida. Mientras procedía con diligencia a pelar unos cangrejos de río, la anciana dama sugirió de pronto:

—Si yo estuviera en su lugar, caballeros, me repartiría el trabajo. Sería conveniente que uno fuese a Londres a cambiar impresiones con el superintendente Warren. Mientras tanto, el otro podría, desde mi casa, observar la de al lado y lo que pasa en ella. Si la memoria no me falla, querido Aldo, ya tuviste que llevar a cabo, solo o en compañía de Plan-Crépin, algunas expediciones que fueron un éxito. Confieso que los movimientos de tu presunta esposa me interesan.

—No veo ningún inconveniente, al contrario. Pero, en ese caso, ¿por qué no me ha dejado ir directamente a su casa?

—¿En pleno día y con todas las ventanas abiertas? Eres demasiado modesto, muchacho. Deberías saber que tus idas y venidas difícilmente pasan inadvertidas. Siempre hay en alguna parte una mujer que se fija en ti.

—¡No exageremos!

—Me limito a constatar. Y no me interrumpas a cada momento. Decía que, en cambio, podrías venir a instalarte en casa a escondidas, y preferentemente en plena noche.

—¡Es fantástica esta idea que se nos ha ocurrido! —exclamó Marie-Angéline, que siempre empleaba la primera persona del plural para dirigirse a la marquesa y que veía asomar por el horizonte una aventura excitante con todos los números para romper la monotonía de la existencia.

—Es verdad —aprobó Aldo—, es una buena idea. —Y volviéndose hacia su amigo, que chapoteaba en un lavafrutas, preguntó—: ¿Te apetece hacerle una visita a Warren?

—No sólo me apetece, sino que hace por lo menos tres minutos que estoy decidido a ello. Me voy mañana. ¿Y tú?

—¿Por qué no esta noche? ¿Cyprien las ha traído con el cupé, tía Amélie?

—Sí, y vendrá a buscarnos hacia las once. Plan-Crépin, vaya a telefonear a casa para que preparen la cama de Aldo.

Terminaron de cenar y, cuando el paso de los grandes caballos de la marquesa anunció que el coche había llegado —fiel al arte de vivir de su juventud, la señora de Sommières sólo utilizaba el «coche de petróleo» cuando no le quedaba más remedio y únicamente concebía sus desplazamientos por la ciudad con un tiro de alta calidad—, Aldo fue a su habitación a fin de cambiarse el esmoquin por unas prendas más prácticas para viajar en el suelo de un cupé. Cogió un maletín con sus útiles de aseo, bajó la escalera y, tras asegurarse de que no había ni un alma en la calle, se metió en el coche, que Cyprien había tenido la precaución de no detener junto a una farola. Unos minutos más tarde, las dos damas, escoltadas por Adalbert, se reunieron con él. No tardaron en llegar a la calle Alfred-de-Vigny, donde el pasajero clandestino se apeó tranquilamente en el patio de la mansión Sommières, una vez cerrado el portalón.

Como era demasiado temprano para ir a acostarse, después de instalar a tía Amélie en el pequeño ascensor que le ahorraba subir la escalera se dirigió al invernadero, situado a continuación del gran salón, para tomarse una copa mientras reflexionaba.

Tenía una sensación extraña. Dos años antes, más o menos por esas fechas, se encontraba en el mismo lugar ardiendo en deseos de invadir la mansión vecina para llevarse a la dama que ocupaba sus pensamientos, la encantadora y frágil Anielka Solmanska, a quien un padre ávido y autoritario había entregado al Minotauro del tráfico de armas, el rico y poderoso Eric Ferráis, mucho mayor que ella. [7] Ahora, el decorado quizá no había cambiado, pero los personajes, en cambio, habían sufrido una singular transformación. Eric Ferráis había pagado con su vida un amor que, sin ser senil, era excesivamente tardío. En cuanto a la mujer tan ardientemente codiciada entonces, había sido necesario un innoble chantaje para que él, Morosini, acabara aceptándola cuando ya no quedaba nada, absolutamente nada, de una de esas pasiones violentas y efímeras que se consumen por sí solas.

Esa noche, sin embargo, ella estaba de nuevo allí, detrás de las paredes de doble grosor, haciendo Dios sabe qué, durmiendo quizás, aunque era poco probable, pues tenía más bien hábitos nocturnos. En Venecia, cuando no salía —casi siempre sola, ya que Aldo no mostraba ningún interés en consagrar mediante su presencia una unión que no deseaba—, la luz permanecía encendida hasta muy tarde en su habitación, donde charlaba con Wanda, su doncella, fumando, jugando a las cartas e incluso bebiendo champán, lo que provocaba en Celina una cólera contenida.

—¡No sólo es una zorra sino que encima bebe! —refunfuñaba la fiel cocinera—. ¡Una princesa Morosini borracha, lo nunca visto!

En realidad, Anielka debía de beber moderadamente, pues su comportamiento diurno nunca se resentía de sus libaciones nocturnas.

Hablando de alcohol, Aldo se sirvió otra copa, pero no volvió a sentarse. Dominado por un súbito deseo de comprobar qué pasaba en la mansión vecina, abrió despacio la cristalera, bajó los peldaños y caminó hasta el final del jardín a fin de observar la fachada. Tal como imaginaba, había luz en dos de las ventanas de la planta baja, las que, por lo que recordaba, iluminaban un saloncito. La decisión de Aldo fue inmediata: ¡había ido a ver y vería! Entró para dejar la copa y luego se dirigió sin hacer ruido hacia los setos de rododendros, hortensias y alheñas que trazaban, junto con una corta verja contra la pared, la frontera entre las dos mansiones contiguas.

No era la primera vez que cruzaba esa muralla vegetal. Ya lo había hecho la noche en que Eric Ferráis celebraba su compromiso con la bella polaca, y fue precisamente en aquella ocasión cuando estuvo a punto de caerle encima de la cabeza Adalbert Vidal-Pellicorne, invitado de la fiesta pero ocupado en los balcones del primer piso en unas actividades que no tenían mucho que ver con el comportamiento normal de un hombre de la buena sociedad. [8]

Nada de tal índole había que temer esta vez: Adalbert debía de estar preparándose para emprender el viaje a Londres.

Una vez que hubo saltado por encima de los arbustos sin hacer ruido, Morosini se acercó a las ventanas con paso sigiloso. El espectáculo que descubrió tenía algo de apacible, casi familiar: Anielka, con un cigarrillo entre los dedos, estaba sentada en un sofá con las piernas recogidas bajo el cuerpo, en una postura habitual en ella. Hablaba con alguien a quien Aldo no vio enseguida. Pensó que se trataba de Wanda, pero, para asegurarse, se desplazó hasta la ventana de al lado y allí contuvo a duras penas una exclamación: sentado en un sillón y fumando también, había un hombre, y ese hombre no era otro que John Sutton, el hijo bastardo, el enemigo jurado de Anielka, el hombre que afirmaba tener la prueba de su culpabilidad en el asesinato de su marido. ¿Qué hacía allí, instalado como en su casa, sonriendo incluso a esa joven, a la que parecía mirar con placer? Es cierto que, fiel a su imagen, Anielka estaba preciosa con un vestido de crespón de China rosa pastel bordado con perlitas brillantes, apenas más largo que una camisa y que no evocaba el luto ni por asomo. Camisa, por cierto, no llevaba: unos finísimos tirantes sostenían la seda del vestido sobre unos pechos libres de toda traba.

Las ventanas estaban cerradas, de modo que era imposible oír lo que se decían aquellos dos, tanto más cuanto que no debían de hablar muy alto. Tan sólo la risa de Anielka logró atravesar el cristal. De pronto, la escena cambió: Sutton apagó el cigarrillo medio consumido en un cenicero, se levantó, se acercó al sofá y asió las dos manos de la joven para hacerla levantarse, tras lo cual la abrazó con una fogosidad que expresaba elocuentemente el deseo que sentía.

Mientras Sutton hundía la cara en el delgado cuello, ella se abandonó a su abrazo, pero cuando él intentó apartar la frágil barrera del vestido, ella lo rechazó, atenuando su gesto con una sonrisa y un suave beso en los labios. Luego, cogiéndolo de la mano, se dirigió con él hacia la puerta y la abrió antes de apagar la luz. Al cabo de un momento, la ventana del balcón central, en el primer piso, se iluminaba: la que Aldo sabía que correspondía al dormitorio de lady Ferráis.

Morosini se quedó inmóvil, sorprendido él mismo de su falta de reacción. Esa mujer, «su» mujer según la ley, estaba acostándose con otro hombre y lo único que eso le inspiraba era una vaga cólera neutralizada por la repugnancia. En una situación normal, debería haber roto los cristales de la ventana, haberse abalanzado sobre la pareja para separarla y haber grabado a puñetazos su resentimiento en la cara de su rival. Pero en las circunstancias actuales Sutton no era su rival, puesto que él ya no estaba enamorado, no era sino un pobre imbécil más que había caído, como él mismo, en la trampa de una sirena poco corriente que utilizaba su cuerpo como quien toca la guitarra.

Por el momento, más valía no manifestarse y observar de cerca los tejemanejes de aquel par.

Una idea cruzó de pronto la mente de Aldo mientras éste se abría de nuevo paso entre los arbustos floridos: Adalbert salía unas horas más tarde para ver a Gordon Warren. Era preciso que supiera que John Sutton se había pasado al bando enemigo. Eso podía evitar muchos tropiezos y quizá ser de alguna utilidad al superintendente.

De vuelta en territorio Sommières, encontró a Marie-Angéline sentada en la escalera, sujetándose las rodillas con los brazos. Debería haberse figurado que no iría a acostarse antes de que él regresara.

—¿Ha descubierto algo?

—Sí…, y se trata de algo que he de hacer saber a Vidal-Pellicorne. ¿El teléfono sigue en casa del guardes?

—Pues sí. No hemos cambiado de opinión sobre eso.

En efecto, la señora de Sommières detestaba la idea de que un vulgar aparato pudiera llamarla como a una simple criada. Para facilitar la vida cotidiana, había terminado por aceptarlo, pero en la vivienda de los guardeses, y Aldo no pensaba hacer a éstos testigos de sus infortunios conyugales.

—Entonces iré a verlo.

—No es prudente. Con la de precauciones que hemos tomado para traerlo aquí… ¿Y si lo ven desde la casa de al lado?

—No hay ninguna posibilidad, créame —dijo en tono irónico—. Deme una llave, no tardaré mucho.

Unos segundos más tarde, emprendía su carrera hacia la calle Jouffroy lamentando que el parque estuviera cerrado; cruzarlo habría acortado el trayecto, pero para un hombre tan bien entrenado como él aquello no suponía un problema.

Lo que sí lo supuso fue conseguir que le abrieran. Adalbert y su sirviente debían de dormir a pierna suelta en espera de que se hiciese la hora de tomar el tren, y pasó un buen rato antes de que la voz soñolienta del arqueólogo preguntase quién era.

—¡Soy yo, Aldo! Abre, por favor. Tengo que hablar contigo.

La puerta se abrió.

—¿Qué pasa? ¿Has visto qué hora es?

—Para las cosas importantes no hay hora. Acabo de ir a ver qué hacen en la mansión Ferráis.

—¿Y qué hacen?

—He visto a mi mujer, con un traje de noche muy escotado, extasiada entre los brazos de su mejor enemigo, John Sutton.

—¿Cómo?… Ven, voy a preparar café; esta noche ya no dormiré.

Mientras Aldo molía el café, Adalbert puso agua a hervir y sacó unas tazas y azúcar.

—Saca también el calvados —pidió Aldo—. Necesito un estimulante.

—Así que los has visto, ¿eh? —dijo Vidal-Pellicorne, mirando a su amigo con expresión de inquietud.

—Como estoy viéndote a ti… Bueno, desde un poco más lejos. Ellos estaban en el saloncito y yo al otro lado de las cristaleras, donde nos encontramos por primera vez. Después de… los preliminares, se han cogido de la mano como dos niños buenos para ir a saborear el plato fuerte en el piso de arriba.

—Y… ¿qué has hecho tú?

Morosini alzó hacia su amigo unos ojos cuyo color estaba pasando curiosamente del azul acero al verde.

—Nada —contestó—. Nada en absoluto… En cuanto a lo que he sentido, ha sido un breve acceso de furia rápidamente sofocado por la repugnancia, pero nada de dolor. Si necesitara una confirmación acerca de mis sentimientos hacia ella, acabo de recibirla. Esa mujer me asquea. Lo que no significa que un día u otro no le haga pagar lo que está haciendo mientras todavía es mi mujer.

El suspiro de alivio que dejó escapar Adalbert habría bastado para hinchar un globo aerostático.

—¡Uf!… Eso me gusta más. Perdona que insista, pero vuelve a decirme cómo iba vestida.

—Un sucinto vestido de crespón de China rosa adornado con perlas y nada debajo.

—¿Habiéndose enterado de la muerte de su padre no hace ni dos días? ¡Muy curioso!… En cualquier caso, has hecho bien en venir. Veré con Warren qué puede deducirse del cambio de chaqueta de Sutton.

—Bueno, lo de cambio de chaqueta quizá sea excesivo, porque hasta cuando quería verla caminar hacia la horca admitía haberla deseado. Y Anielka me dijo que, cuando se lo encontró en Nueva York, le había propuesto que se casara con él, cosa que ella rechazó castamente. Y todo porque me quería a mí. En fin, ésa es la versión destinada a mí.

—¡Vete a saber qué hay de verdad en los sentimientos de esa mujer! A lo mejor a ti también te quiere.

—No te esfuerces: me tiene absolutamente sin cuidado.

Tras pronunciar esta frase lapidaria, Aldo se tomó la taza de café acompañada de un vivificante calvados, deseó un buen viaje a su amigo y emprendió el camino de vuelta a la calle Alfred-de-Vigny. No tan deprisa como a laida, pero sin entretenerse demasiado, pues acababa de recordar que se le había olvidado preguntar una cosa a Plan-Crépin.

Sin embargo, no tenía por qué preocuparse: Plan-Crépin seguía levantada. Sencillamente, había cambiado de escalera y en ese momento estaba sentada, con la cabeza sobre las rodillas, en los peldaños que quedaban junto al ascensor.

—¿Todo en orden? —preguntó.

—Casi, pero debo pedirle un favor. ¿Tiene intención de ir a misa dentro de un rato?

—Por supuesto. Hoy es Santa Petronila, virgen y mártir —contestó aquella curiosa cristiana.

—Intente averiguar si ayer llegó alguien a la casa Ferráis. Un hombre… —Para evitar posibles preguntas, añadió—: Después le contaré. Ahora tengo que irme a descansar… y usted también.

A la hora del desayuno —que tomaban juntos en el comedor—, Aldo recibió la información que deseaba: dos días antes había llegado alguien de Londres, en efecto, pero aquello no tenía nada de extraordinario, puesto que se trataba del secretario del difunto sir Eric Ferráis, que había ido a reunirse con la viuda para tratar asuntos que afectaban a ambos. Esa misma mañana se marchaba.

—¿Y ella se va también?

—No. Es más, creo que espera otra visita: la polaca encargada del abastecimiento ha comprado provisiones en cantidad.

—Pero ¿cómo puede la… jugadora de tric-trac enterarse con tanta rapidez de lo que pasa aquí al lado? ¿Es que la guardesa también va a misa?

—A veces. En cualquier caso, lo importante es que la señorita Dufour, que así es como se llama, va todas las mañanas a la mansión Ferráis para tomar un suculento desayuno sin el cual le resultaría difícil realizar su trabajo. Su patrona, con la excusa de que tiene que mantener a treinta gatos, compensa gastando poco en ella misma y en su señorita de compañía, a la que alimenta miserablemente. Pero la señorita Dufour tiene buen apetito, y así es como llegamos a la situación actual. .

—¿A quién creen que espera esa mujer? —preguntó la señora de Sommières, que había escuchado atentamente mientras bebía el café con leche a sorbitos.

—Quizás a su hermano y su cuñada. Si han obtenido la autorización para llevarse el cuerpo de Solmanski a Polonia, tienen que pasar por París para tomar con el ataúd el Nord-Express. Si los horarios no coinciden, eso los obliga a pasar unas horas aquí.

—¿Tantas provisiones para sólo dos personas más durante unas horas? —dijo Marie-Angéline con expresión de duda—. Soy del parecer, como decimos en Normandía, que va a haber que vigilar a su mujer más estrechamente que nunca, querido príncipe. Durante el día no hay problema, pero, por la noche, le propongo que nos relevemos.

—¡Plan-Crépin! —exclamó la marquesa—. ¿Pretende ponerse a corretear otra vez por los tejados?

—Exacto. Pero no tenemos por qué preocuparnos: es fácil acceder a ellos. Además, debo reconocer que me encanta —añadió la solterona con un suspiro de placer.

—Está bien —dijo la anciana dama alzando los ojos al cielo—, así se divertirá un poco.

Unas horas más tarde, la benévola ayudante de Aldo encontraría nuevo material para satisfacer su curiosidad. Acababa de salir de la mansión Sommières para ir a la iglesia de Saint-Augustin cuando un taxi se detuvo delante de la residencia que tanto le interesaba. Tres personas se apearon de él: un joven moreno, delgado y apuesto, de maneras arrogantes, una muchacha rubia, vestida con bastante elegancia pero de forma un poco extravagante, y para acabar un hombre mucho mayor que llevaba lentes, barba y bigote, y que permanecía encorvado apoyándose en un bastón.

Para tener oportunidad de pararse, Marie-Angéline se puso de pronto a revolver frenéticamente el bolso como quien cree haberse dejado algo en casa, lo que le permitió quedarse plantada a dos o tres metros del grupo, que, dicho sea de paso, no le prestó ninguna atención.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó la joven con un acento nasal que no podía ser sino de la otra orilla del Atlántico.

—Sí, querida —respondió el joven, con un acento más cercano a la Europa central—. Ten la bondad de llamar. ¡No entiendo cómo es que no han abierto la portalada con antelación! Tío Boleslas podría coger frío…

Hacía un sol radiante y un suave calor primaveral envolvía París, pero al parecer la salud del anciano era frágil.

—El señor debería haberse quedado dentro —dijo el conductor, compadecido ante el aspecto tembloroso del personaje—. Habría podido entrar con el coche en el patio…

—No es necesario, amigo, no es necesario. ¡Ah, ya abren! ¿Quieres pagarle a este hombre, Ethel? Tío Boleslas, cógete de mi brazo. Mira, ahí está Wanda. Ella se ocupará del equipaje.

La doncella polaca salía al encuentro de los viajeros. Considerando que ya había visto bastante, Marie-Angéline se dio una palmada en la frente, cerró el bolso y, dando media vuelta, volvió sobre sus pasos corriendo.

Cruzó los salones a la velocidad del rayo y entró en tromba en el invernadero, donde la señora de Sommières se instalaba al final del día para la ceremonia diaria de la copa de champán. Sentado junto a ella, Aldo se hallaba sumergido en una obra que había encontrado en la biblioteca y que trataba de los tesoros de la casa de Austria, y en particular del emperador Rodolfo II. Obra, por lo demás, incompleta, en palabras del propio autor, dada la cantidad de objetos que poseía este último personaje, gran parte de los cuales había sido vendida o robada después de su muerte. No era la primera vez que el príncipe anticuario se interesaba por ese increíble batiburrillo de objetos heteróclitos en el que, junto a magníficos cuadros y hermosas alhajas, figuraban raíces de mandrágora, fetos peculiares, un basilisco, plumas indias, una figura diabólica dentro de un bloque de cristal, corales, fósiles, piedras marcadas con signos cabalísticos, dientes de ballena, cuernos de rinoceronte, una cabeza de muerto acompañada de una campanilla de bronce para llamar a los espíritus de los difuntos, un león de cristal, clavos de hierro procedentes del arca de Noé, manuscritos raros, un bezoar enorme procedente de las Indias portuguesas, el espejo negro de John Dee, el célebre mago inglés, y montones de cosas más destinadas a alimentar la pasión de un soberano cuya eterna melancolía empujaba a la magia y la nigromancia.

Que todo eso se hubiera dispersado no tenía nada de sorprendente, pero cabía esperar que al menos las piedras de gran valor hubieran dejado un rastro, y el rubí debía de figurar entre las más importantes. Sin embargo, no aparecía mencionado en ninguna parte.

La llegada tumultuosa de una Marie-Angéline hecha un manojo de nervios le hizo olvidar su investigación.

Por la descripción detallada que hizo de ellos, Morosini no tuvo ninguna dificultad para identificar a los dos primeros personajes: a todas luces, Sigismond Solmanski y su esposa norteamericana. En cuanto al «tío Boleslas», era para él a la vez una novedad y un descubrimiento, por la sencilla razón de que nunca, absolutamente nunca, había oído hablar de él.

—Descríbamelo otra vez —le pidió a Marie-Angéline, que lo hizo de nuevo y con más brío aún.

—¿Dice que no parece muy fuerte y que camina encorvado? ¿Tiene una idea de cuál puede ser su estatura real?

—¿Y a ti qué te ronda por la cabeza? —preguntó la señora de Sommières.

—No sé… Me parece tan rara la llegada repentina de ese tipo cuyo nombre nunca ha sido mencionado, ni siquiera con motivo del enlace Ferráis, en el que estuvo medio mundo… Además, cuando se compra un apellido, no se reparte también entre los hermanos, y la verdadera identidad de Solmanski es rusa.

—¡No digas tonterías! Puede ser un hermano por parte materna.

—Hummm… sí, es posible, lo reconozco. Sin embargo, me cuesta creerlo. Me parece recordar que Anielka me dijo un día que no tenía familia por parte de su madre.

—Entonces, ¿qué es lo que supone? —dijo Marie-Angéline, siempre dispuesta a seguir las pistas más fantasiosas—. ¿Que podría ser el suicida de Londres, que no murió o que ha resucitado milagrosamente?

—¡Otra que desvaría! —protestó la marquesa—. Hija mía, entérese de que, cuando alguien muere en la cárcel, sea en el país que sea salvo quizás entre los salvajes, no se libra de la autopsia. Así que ponga los pies en el suelo.

—Tiene razón —dijo Aldo suspirando—. Estamos desvariando los dos, como usted dice. Pero, de todas formas, me gustaría entender lo que está pasando ahí al lado.

—Presiento —dijo Marie-Angéline con satisfacción— que nos espera una noche apasionante.

Sin embargo, para su gran decepción, y también para la de Aldo, fue imposible echar el menor vistazo al interior de la casa. Pese a la suavidad del tiempo, en cuanto empezó a declinar el día cerraron las ventanas y corrieron las cortinas, tal como Morosini pudo comprobar cuando salió al jardín a fumar un cigarrillo al hacerse de noche. Había luz en las habitaciones de la planta baja y también en las del primer piso, pero sólo salía en forma de delgados rayos brillantes. Una expedición al tejado hacia medianoche no aportó nada. Aldo decidió ir a acostarse y dejó a la obstinada Marie-Angéline compartir con los gatos la compañía de las tejas, los balaustres y los canalones. Ésta bajó al clarear el día para asearse rápidamente e ir a misa, con tanta precipitación que llegó antes de que abrieran la iglesia.

Volvió con un cargamento de información. Quizá para hacerse perdonar la noche pasada en blanco, la suerte había querido que la guardesa de la mansión Ferráis fuera también al servicio matinal. Aquella mujer consideraba normal y un signo de respeto ir a rezar por el pobre difunto que esperaba, en la consigna de la estación del Norte, la salida del gran expreso europeo encargado de repatriarlo, salida que tendría lugar esa misma noche. Y más interesante todavía era que lady Ferráis — ¡todo el mundo se había puesto de acuerdo para llamarla así!— no acompañaría el cuerpo de su padre como se habría podido suponer. Se quedaría algún tiempo más en París con el señor mayor, que estaba demasiado cansado para continuar el viaje.

—He preguntado, claro está, si habían llamado a un médico —añadió Marie-Angéline—, pero por lo visto consideran que no merece la pena porque dentro de unos días estará repuesto.

—¿Y qué va a hacer la bella Anielka con su tío cuando se haya recuperado? —preguntó la señora de Sommières—. ¿Llevarlo a Polonia?

—Eso lo sabremos, supongo, los próximos días. ¡Habrá que tener paciencia!

—Yo no tengo mucha —gruñó Morosini—, y tampoco tengo tiempo. Sólo espero que no esté pensando en llevarlo a Venecia. Sabe desde el día de la boda lo que pienso de su familia.

—No se atreverá a hacer una cosa así. Tranquilízate.

—Me resulta bastante difícil. Ese tal tío Boleslas no me dice nada bueno.

La cosa empeoró cuando unos días más tarde Adalbert regresó de Londres.

El egiptólogo, sin llegar a estar preocupado, se mostraba sorprendido.

—Jamás habría pensado que un cruel asesino como Solmanski, prácticamente condenado a la horca, estuviese tan bien relacionado. Y Warren tampoco, claro. Se habría dicho que, tras la muerte de Solmanski, la única preocupación de la justicia británica era aliviar la pena de la familia. Las puertas de la prisión se abrieron ante Sigismond y su mujer, a quienes fue entregado el cuerpo del suicida. Habían suplicado que les evitaran el horror de una autopsia totalmente innecesaria, puesto que se conocía la causa de la muerte: envenenamiento por veronal. Pero Warren, muy apegado a las tradiciones y los usos, está muy molesto. Le horroriza recibir órdenes.

—Al valorar el dolor de la familia, ¿se tuvo en cuenta también el del tío Boleslas? —preguntó Aldo.

—¿Quién es ése?

—¿Cómo? ¿No estaba en Londres el tío Boleslas? ¿Cómo es posible, entonces, que llegara aquí el otro día con Sigismond y su mujer, que lo llevaban entre algodones de lo achacoso que estaba?

—Es la primera vez que oigo hablar de él. ¿Y dónde está ahora?

—Aquí al lado —respondió Morosini en tono sarcástico—. La joven pareja sólo se quedó veinticuatro horas, hasta la siguiente salida del Nord-Express, tras dejar el ataúd en la consigna de la estación. Pero, si bien llegó con el tío Boleslas, se marchó sin él. El pobre hombre está agotado; necesita descansar y reponer fuerzas. Y de eso está ocupándose en este momento mi querida mujer, antes de llevarlo a… no sabemos qué destino, aunque espero que no sea mi casa.

—¡Vaya, vaya!

Adalbert había entornado los ojos hasta convertirlos en dos líneas delgadas y brillantes. Al mismo tiempo, el arqueólogo fruncía la nariz como un perro olfateando una pista. Era evidente que el tono sarcástico de su amigo le daba que pensar.

—Se me ocurre una cosa —dijo—, y me pregunto si por casualidad no se te habrá ocurrido a ti también. Es disparatado, pero de esa gente me creo cualquier cosa.

—Explícame de qué se trata y te diré si estamos de acuerdo.

—Muy sencillo: Solmanski no tomó veronal sino una droga que simula la muerte o que lo sumió en un estado de catalepsia. Las autoridades tuvieron la gentileza de entregarlo a su desconsolada familia y, una vez en Francia, ésta lo sacó de la caja para introducirlo en el personaje del tío Boleslas.

—¡Justo! Aunque no paro de repetirme que es un plan muy difícil de llevar a cabo.

—Olvidas el dinero. Esa gente es muy rica: además de la fortuna de Ferráis, de la que tu querida mujer, como dices, ha recibido una buena parte, está la esposa norteamericana de Sigismond, que, conociendo al granuja, no debe de encontrarse en una mala situación económica. En tu opinión, ¿cuánto tiempo se quedarán aquí Anielka y su tío?

Durante tres días más, Aldo, encerrado en casa de tía Amélie, reprimió su impaciencia dedicándose a devorar todo lo interesante que encontraba en la biblioteca o a hablar durante horas con Adalbert sobre el posible camino seguido por el rubí después de su llegada a Praga. Lo primero que habían hecho había sido escribir a Simón Aronov para ponerlo al corriente y pedirle alguna orientación, pero, en espera de la respuesta, Morosini se aburría solemnemente y sólo encontraba cierto alivio cuando, ya entrada la noche, podía bajar al jardín para observar los escasos movimientos que se producían en la casa vecina. En cuanto a Marie-Angéline, no dejaba de hacer, noche tras noche, una excursión al tejado con la esperanza, siempre frustrada, de ver algo. Los habitantes de la mansión Ferráis continuaban viviendo con las ventanas cerradas y las cortinas corridas pese a que hacía un tiempo deliciosamente suave, lo que demostraba fehacientemente que tenían algo que ocultar.

Alrededor de ese islote silencioso, París se agitaba en medio de los grandes festejos permanentes de los VII Juegos Olímpicos y de los sobresaltos de un gobierno en ebullición que arrastraría en su caída al presidente de la República, Alexandre Millerand. Y esta situación se prolongó hasta la mañana del cuarto día, en que Marie-Angéline volvió de misa corriendo: lady Ferráis y tío Boleslas saldrían de París al día siguiente por la noche a bordo del Arlberg-Express. Inmediatamente, una llamada telefónica informó a Vidal-Pellicorne, que se apresuró a ir a Cook para reservar el sleeping de Plan-Crépin. Como no se sabía dónde pensaba bajar la pareja, le pareció prudente sacar el billete hasta Viena.

Aunque Adalbert dudaba de que, si tío Boleslas era el difunto Solmanski, se atreviera a cruzar la frontera austríaca.

—¿Disfrazado y con documentación falsa? ¿Por qué no? —repuso Aldo—. Nuestro amigo Schindler [9] ha debido de enterarse del suicidio y no malgastará el tiempo sentado junto al puesto fronterizo. Una cosa es segura: Anielka no lo lleva a mi casa. Como no tienen ningún motivo para pensar que los espían, habrán tomado el Simplón.

Al día siguiente por la noche, Marie-Angéline, contentísima de la escapada y del papel que le hacían desempeñar, montaba en el mismo coche-cama. Y la espera empezó de nuevo.

Una espera un poco angustiosa para Morosini, preocupado ante la idea de que su emisaria se hallara expuesta a no pegar ojo otra vez en toda la noche. Pero tía Amélie lo tranquilizó:

—Ya sabes que Marie-Angéline se entera siempre de lo que quiere saber. Me apuesto lo que sea a que media hora después de salir el tren descubrirá el destino de la pareja.

A la mañana siguiente, en efecto, una llamada telefónica desde Zúrich aclaraba la situación: los viajeros se habían instalado en el mejor hotel de la ciudad, el Baurau-Lac, y naturalmente Plan-Crépin había hecho lo mismo. Ésta pudo precisar a sus interlocutores que Anielka se había registrado con el nombre de princesa Morosini y el tío con el de barón Solmanski.

—¿Qué hago ahora? —preguntó.

—Esperar.

—¿Cuánto tiempo?

—Hasta que ocurra algo. Si esto se prolongara mucho, enviaríamos a alguien para relevarla. Ahora que lo pienso, vamos a hacerlo ya. Debemos evitar que se fijen en usted —decidió Morosini.

Esa misma noche, Romuald, hermano gemelo de Théobald, el criado para todo de Vidal-Pellicorne, emprendía el viaje con destino a Suiza. Conocía perfectamente a los Solmanski, padre, hijo e hija, por haber intervenido en la tragicomedia en que se había convertido la boda de Anielka y Eric Ferráis, [10] y Marie-Angéline lo apreciaba.

Dos días más tarde, esta última estaba de vuelta con más noticias: la joven había partido para Venecia y tío Boleslas se había quedado acabando de recobrar la salud bajo la mirada vigilante de un Romuald firmemente decidido a no dejarlo ni a sol ni a sombra.

—¿Se ha ido sola? —preguntó Aldo.

—Sí. Bueno, acompañada de Wanda, claro.

—En tal caso, yo también voy a volver a casa. Ya va siendo hora de que vaya a ver cómo marchan las cosas por allí.

—¿Piensas poner en marcha la solicitud de anulación al tribunal de Roma? —preguntó la señora de Sommières.

—Es lo primero que voy a hacer. En cuanto llegue, pediré audiencia al patriarca de Venecia. [11]—Supongo que te ayudará que una vieja descreída como yo rece por ti —dijo la señora de Sommières dándole un beso, lo que en ella era muestra de una emoción extraordinaria.

Provisto de un montón de recomendaciones, Aldo se puso en camino hacia Venecia en el Simplon-Orient-Express. Le había hecho prometer a Adalbert que le daría noticias de Simón Aronov en cuanto las recibiera. El rastro del rubí todavía estaba caliente; no había que dejar que se enfriara.

5. Encuentros


La mujer a la que Aldo encontró frente a él, al otro lado de la mesa del desayuno, tenía muy poco que ver con la atractiva criatura con el vestido rosa brillante que había visto salir del salón Ferráis de la mano de John Sutton. De luto riguroso y sin el menor rastro de maquillaje, parecía la reclusa de Brixton Jail [12] y ofrecía la imagen —impresionante— de un dolor contenido con dignidad que habría engañado a cualquiera. Salvo, por supuesto, a Aldo. No obstante, éste siguió el juego con una cortesía intachable.

—Estoy seguro de que estos caballeros te han expresado sus condolencias —dijo señalando a Guy Buteau y a Angelo Pisani, que compartían con ellos la comida—. En estas circunstancias, las palabras no significan gran cosa y no intentaré decirte que siento algún pesar, pero te ruego que creas que deseo adherirme al tuyo.

—Gracias. Es muy amable por tu parte manifestármelo.

—Es lo mínimo. Pero… estoy un poco sorprendido de verte aquí. ¿No has acompañado a tu padre hasta Varsovia?

—No. Mi hermano ha insistido en que no lo hiciera, y en lo que a mí respecta, no tenía ningunas ganas de volver. Parece que no recuerdas que allí no estaría segura.

—En Inglaterra tampoco estás muy segura, y sin embargo has ido, ¿no?

—No. Me quedé en París, donde pensaba esperar… noticias del juicio. En Londres, el acoso de los periodistas habría sido insoportable.

—¿Y en París no? ¿Los caballeros de la prensa no te localizaron allí?

—De ninguna manera. Wanda y yo nos alojamos en casa de una norteamericana, una prima de mi cuñada. Aunque debería decir… nuestra cuñada —añadió la joven con una débil sonrisa.

—No te disculpes, no tengo espíritu de clan.

—¿Y a ti qué tal te ha ido el viaje a España?

—Muy bien. He visto cosas preciosas.

Aldo atrapó al vuelo la ocasión para introducir a Guy en la conversación evocando para él las «cosas preciosas» en cuestión, sin hacer, por descontado, la menor mención al retrato robado. Necesitaba oír otra voz si quería seguir conservando la sangre fría ante lo que sabía que era un cúmulo de mentiras. No era la primera vez que sospechaba que Anielka era una hábil actriz, pero esta vez estaba superándose a sí misma.

Seguramente fue eso lo que lo decidió a no seguir dejando para más adelante las primeras gestiones encaminadas a obtener la anulación de su matrimonio. Vestido con un traje oscuro, hizo que Zian lo llevara a San Marco con la góndola. Salvo cuando se trataba de algo urgente, no utilizaba el motoscaffo para ir al conjunto basílica-palacio de los Dux, que era como la corona puesta en la frente de la más sublime de las repúblicas. Según él, el olor de gasolina y los rugidos iconoclastas no debían romper el encanto de la Piazzetta, el lugar de desembarco sin duda más singular, más luminoso, más anunciador de maravillas.

Después de dejar atrás las dos columnas de granito oriental, una coronada por el león alado de Venecia, la otra por un san Teodoro vencedor de una especie de cocodrilo, entre las que antaño ejecutaban a los culpables, llegó andando a paso rápido al porche de San Marco, donde piafaban los cuatro sublimes caballos de cobre dorado, nacidos bajo los dedos de Lisipo, fundidos en el siglo III antes de Cristo y que tiempo atrás habían suscitado la codicia de Bonaparte. A Morosini le gustaban y siempre les dirigía un pequeño saludo antes de adentrarse en la oscuridad resplandeciente de la basílica bizantina, cuya luz procedía exclusivamente de la pala de oro y de esmalte ante la que ardía un bosque de cirios. Cuando entraba allí, siempre tenía la impresión de penetrar en el corazón de un bosque mágico.

Como de costumbre, había mucha gente. La proximidad del verano multiplicaba los turistas, que poco a poco invadirían Venecia y la harían menos soportable. Cristiano poco practicante pero profundamente creyente, Aldo presentó sus respetos al Señor de la casa rezando una breve oración antes de ponerse a buscar al padre Gherardi, que había bendecido su inverosímil matrimonio.

Lo encontró en la puerta de la sacristía vestido para salir.

—¿Tienes prisa? —preguntó Morosini, un tanto frustrado.

—No mucha. Debo estar a las cuatro en el Rio dei Santi Apostoli para visitar a una enferma.

—En ese caso, ven. Zian me espera en el muelle con la góndola; te llevaremos. lie de hablar contigo.

—Parece que se trata de algo serio —dijo el sacerdote mirando la cara de preocupación de su amigo. Se conocían desde la infancia.

—Más que serio, es grave. Pero esperemos a encontrarnos a bordo. Allí al menos estaremos tranquilos. Dime primero cómo estás tú.

Mientras los dos hombres se dirigían con paso decidido a la dársena de San Marco, entre los numerosos transeúntes apareció una mujer que caminaba hacia ellos. Era alta, un poco corpulenta pero elegante, aunque su ropa —un traje sastre de corte impecable— mostraba algunos signos de fatiga.

El padre Gherardi sonrió al reconocerla y quiso dirigirse hacia ella, pero Aldo, asiéndolo con firmeza del brazo, lo arrastró hacia la izquierda a fin de evitar a la dama. El rostro del sacerdote se convirtió en el símbolo mismo de la sorpresa:

—No me digas que no la has reconocido… ¡Es tu prima!

—Ya lo sé.

—¿Y no la saludas? ¿No te paras para hablar con ella?

—Nuestra relación se ha enfriado un poco —dijo Morosini.

Presintiendo que éste no quería dar más explicaciones, Gherardi no insistió y esperó hasta que estuvieron bien instalados entre los cojines de terciopelo de la góndola para reanudar la conversación; había advertido el ensombrecimiento súbito del rostro de su amigo.

—Bueno —dijo con un tono distendido un tanto forzado—, ¿de qué quieres hablar?

—Deseo que Roma anule mi matrimonio y, como .ves, sigo la vía jerárquica, puesto que fuiste tú quien lo celebró.

—¿Quieres separarte de tu mujer? ¿Ya? Pero si apenas llevas casado…

—Olvídate de eso. Sólo te digo que, si hubiera podido romper esa unión el mismo día, lo habría hecho.

—¡Pero eso es absurdo! Tu mujer es… encantadora y…

—Lo sé, pero no es ésa la cuestión. Para empezar, no la he tocado.

—¿Un matrimonio rato? ¿Entre dos seres como vosotros? Nadie querrá creerlo.

—Lo que crean los demás me tiene sin cuidado, Marco. Quiero que disuelvan una unión que me ha sido impuesta por la fuerza.

—¿Por la fuerza? ¿A ti?

—Haciéndome chantaje, para ser exactos. Tuve que comprometerme a aceptar casarme con la ex lady Ferráis para salvar la vida de dos inocentes: Celina y su marido, Zaccaría.

—Pero… los dos estaban en la capilla.

—Porque yo había dado mi palabra y me hicieron el favor de creer en ella. Tú eres sacerdote, Marco, puedo contártelo todo. Debo contártelo todo.

Unas frases bastaron para reproducir la pesadilla vivida por Aldo y los suyos a la vuelta de éste de Austria. El sacerdote lo escuchó sin interrumpirlo pero con una indignación manifiesta, una indignación que iba en aumento:

—¿Por qué nadie me dijo nada? ¿Por qué me dejasteis celebrar un matrimonio en esas condiciones?

—Es evidente: si te hubiéramos informado, habrías sido capaz de negarte a…

—¡Por supuesto que me habría negado!

—Y habrías estado en peligro. No ignoras bajo qué régimen vivimos. Permaneciendo en la ignorancia, no te exponías a nada.

Gherardi no contestó. Resultaba muy difícil refutar los argumentos de Aldo. Aquel año, 1924, que asistía a la renovación del Parlamento, Italia estaba sufriendo una auténtica oleada de terrorismo. La victoria de los fascistas era aplastante y, para consolidarla aún más, Mussolini acababa de anexionarse Fiume con ayuda de un poeta, el gran D'Annunzio, que por ese servicio prestado a la patria recibió del rey el título de príncipe de Nevoso. Pero el día anterior a la anexión el diputado socialista Matteoti había sido asesinado. Venecia sentía todas esas cosas como ofensas, y en el fondo Gherardi no estaba sorprendido de escuchar el relato del drama vivido en el palacio Morosini.

La góndola de los leones alados proseguía su apacible camino por el Gran Canal. Aldo dejó que el silencio la envolviera un momento antes de preguntar:

—Y bien, ¿qué decides? ¿Puedo contar con tu ayuda?

El sacerdote se estremeció como si lo hubiera despertado.

—Naturalmente que puedes contar con ella. Tienes que escribir una carta oficial presentando tu solicitud y las razones que la apoyan. Yo la trasladaré a su eminencia el patriarca, pero no te oculto que la cláusula del matrimonio vi coactus me preocupa un poco. Uno de los testigos de tu mujer era Fabiani, el jefe de los Camisas Negras, y como esa gente se encuentra en la base del chantaje del que fuiste víctima, no les va a gustar este tipo de publicidad.

—¡Publicidad, publicidad! No voy a pregonar esta historia a los cuatro vientos…

—No, pero en el tribunal de la Rota el abogado del caso hará preguntas, y algunas serán comprometidas. Los testigos tendrán que declarar, y el miedo hace que a veces se obtengan curiosos resultados. Tal vez sería preferible basarse en la no consumación, aunque eso también presenta algunos inconvenientes. ¿Tu mujer llegó virgen al matrimonio?

—Sabes muy bien que era viuda.

—Su esposo anterior era mucho mayor, según creo, así que eso no significa nada.

—También ha tenido amantes —dijo Morosini.

—Entonces, más vale que te hagas un cuadro realista de lo que quizá te espera: en ese caso, la no consumación puede significar que…, que el marido es impotente.

El «¡Ah, no!» de protesta de Aldo fue tan enérgico que la góndola se balanceó. Marco Gherardi se echó a reír.

—Me imaginaba que esa palabra te impresionaría. Pero no deberías preocuparte, pues la mitad de Venecia (¿o son tres cuartos?) podría declarar que eso es falso.

—¡Tampoco soy Casanova! Mira, lo único que quiero es recuperar mi libertad…, quizá para fundar una verdadera familia. Así que habla de este asunto con el patriarca, cuéntale lo que quieras, pero arréglatelas para que acabe por ganar.

—¿Sabes que esto puede alargarse mucho?

—Tengo prisa, pero una prisa razonable.

—Bien. Estudiaré el asunto con nuestro jurista y su eminencia. Intentaremos encontrarte el mejor abogado eclesiástico y te ayudaré a redactar la petición al Santo Oficio… Ah, ya he llegado. Gracias por traerme.

—¿Quieres que te espere?

—No. Es posible que la visita se alargue. Que Dios te acompañe, Aldo.

Al tiempo que desembarcaba, el sacerdote trazó sobre su amigo una pequeña señal de la cruz.




Unos días más tarde, Morosini recibía un modelo de carta que le pareció absolutamente conforme a lo que él deseaba expresar. Se apresuró, pues, a copiarla con cuidado, antes de enviarla de acuerdo con las formas exigidas por el protocolo a su eminencia el cardenal La Fontaine —natural de Viterbo pese a su apellido tan maravillosamente francés—, que entonces ocupaba el trono patriarcal de Venecia. Al día siguiente, envió a Zaccaría a decirle a Anielka que se reuniera con él antes de cenar en la biblioteca. Le parecía más elegante avisarla de lo que estaba haciendo que pillar a la joven desprevenida. Ella debía buscarse también un abogado, y además, Aldo albergaba la débil esperanza de conseguir una especie de consenso mutuo para afrontar ese desagradable episodio.

El vestido de noche que llevaba la joven/de crespón negro con algunas lentejuelas del mismo color, apenas atenuaba el ostensible luto. De todas formas, pensó Morosini, poco caritativo, ella sabía bien que el fúnebre color, en contraste con el rubio resplandeciente de sus cabellos, le sentaba de maravilla.

—Es una invitación muy solemne —dijo Anielka, sentándose en un sofá y cruzando con cierta audacia sus finas piernas enfundadas en seda negra—. ¿Puedo fumar, o la circunstancia es demasiado importante?

—No te prives. Es más, voy a acompañarte —contestó Aldo, sacando su pitillera y tendiéndosela completamente abierta.

Al cabo de unos instantes, dos delgadas volutas de humo azulado se elevaban en dirección al suntuoso techo artesonado.

—Bueno, ¿qué tienes que decirme? —preguntó Anielka con una débil sonrisa—. Pones cara de haber tomado una decisión.

—Admiro tu perspicacia. En efecto, he tomado una decisión que no te sorprenderá mucho. Acabo de presentar en la Santa Sede una solicitud de disolución de nuestro matrimonio.

La réplica de la joven fue inmediata y tajante:

—Me niego.

Aldo fue a sentarse junto al cartulario donde reposaban los numerosos y venerables títulos familiares, como buscando en él nuevas fuerzas para la batalla que se anunciaba.

—No tienes que aceptar o negarte, aunque sin duda sería más sencillo que lográramos ponernos de acuerdo.

—¡Jamás!

—Eso es hablar claro. Pero, una vez más, sólo te informo por cortesía y para que puedas preparar tu defensa, puesto que vamos a enfrentarnos.

—No esperarías otra respuesta, supongo. Me he tomado demasiadas molestias para casarme contigo.

—Sí, y hace bastante que me pregunto por qué.

—Muy sencillo: porque te quiero —dijo ella en un tono a la vez áspero y nervioso que hizo sonar, la palabra de un modo extraño.

—¡Bonita manera de decirlo! —ironizó Morosini—. ¿Qué hombre no se rendiría ante una declaración tan apasionada?

—Depende de ti que lo diga de otra forma.

—No te molestes. No serviría de nada y lo sabes.

—Como quieras… ¿Puedo saber en qué basas tu solicitud?

—Tu padre y tú me habéis proporcionado argumentos de sobra: unión contraída bajo coacción y no seguida de… consumación. Sólo el primer punto es en sí mismo causa de nulidad…

Anielka entornó los ojos para dejar filtrar sólo una delgada línea dorada y ofreció a su marido la más ambigua de las sonrisas.

—Lo que no se puede decir, desde luego, es que tengas miedo.

—¿Quieres decirme de qué debería tener miedo?

—Para empezar, de incomodar a los que nos ayudaron a conducirte hasta el altar. Es gente a la que no le gusta que se la acuse de haber obrado mal.

—Si la memoria no me falla, la detención de tu padre enfrió mucho su ardor.

—El ardor puede atizarse. Basta con ponerle un precio…, y yo soy rica. Deberías tener eso en cuenta. En cuanto al otro argumento que has mencionado, de lo que deberías tener miedo es del ridículo.

—¿Por qué? ¿Por no querer acostarme contigo? —repuso sin contemplaciones—. El hecho de que seas encantadora no significa nada. ¡Si uno tuviera que desear a todas las mujeres bonitas que pasan por su lado, la vida se volvería insoportable!

—¡Yo no soy una mujer cualquiera! ¿No me decías antes que mi belleza era demasiado poco común para permanecer escondida, que podría ser la reina de Venecia porque sin duda era una de las más guapas del mundo?

Aldo se levantó, apagó el cigarrillo en un cenicero y, con las manos metidas en los bolsillos, dio unos pasos en dirección a la ventana.

—¡Qué tonto se puede llegar a ser cuando se está enamorado! ¡Se dicen disparates! En cualquier caso, pareces estar totalmente segura de ti misma. ¡Es realmente admirable! —añadió riendo con bastante insolencia.

—Tienes razón. Me basta con mirar a un hombre para que se enamore de mí. Tú el primero.

—Sí, pero el enamoramiento se me ha pasado del todo. Reconozco que también le hiciste perder la cabeza a Angelo Pisani…, que no cesa de lamentarlo. Es curioso: nos enamoramos de ti y luego nos arrepentimos de habernos enamorado. Deberías explicarme eso.

—¡Ríe, ríe! ¡No reirás siempre! Ni siquiera mucho tiempo, porque puedo demostrar la falsedad de tu presunto matrimonio rato.

—¿Presunto? ¿Soy quizá sonámbulo?

—De ningún modo, pero a veces se producen milagros.

La palabra era tan inesperada que Morosini rompió a reír.

—¿Tú y el Espíritu Santo? ¿Crees acaso que eres la Virgen? ¡Esta sí que es buena!

—¡No blasfemes! —exclamó Anielka, santiguándose precipitadamente—. No es obligatorio compartir la cama con un hombre para ofrecer al mundo la imagen feliz de una mujer colmada…, de una futura madre. En ese caso, sería muy difícil invocar la «no consumación», ¿no te parece?

Las cejas de Aldo se juntaron hasta formar un solo trazo oscuro e inquietante sobre unos ojos cada vez más verdes.

—Tu discurso me parece un poco hermético —dijo—. ¿Podrías aclararlo? ¿Qué quieres decir? ¿Que estás embarazada?

—Comprendes las cosas con rapidez —dijo ella en tono burlón—. Espero darte dentro de unos meses el heredero con el que siempre has soñado.

La bofetada fue tan inmediata que Morosini apenas se dio cuenta de haberla dado: había sido el simple reflejo de una cólera contenida durante demasiado tiempo. Sólo al ver que Anielka se tambaleaba se percató de la fuerza del golpe. La mejilla de la joven se tornó escarlata y una gota de sangre brotó en la comisura de sus labios, pero Aldo no sintió ni pena ni remordimiento.

—¿Estás viva? —preguntó, recuperada por completo la calma—. ¡Mucho mejor!

—¿Cómo te has atrevido? —rugió ella, replegada sobre sí misma como si estuviera tomando impulso para abalanzarse sobre Aldo.

—¿Deseas quizás una segunda representación? ¡Ya está bien, Anielka! —añadió él, cambiando de tono—. Llevas meses…, ¡qué digo!, años poniendo todo tu empeño para que me convierta en tu obediente servidor. Conseguiste arrastrarme hasta el altar, pero desde ese acontecimiento quizás hayas advertido que no me dejo manejar tan fácilmente. Así que ahora pongamos las cartas boca arriba: ¿estás embarazada? ¿Quieres decirme de quién?

—¿De quién quieres que sea? ¡De ti, por supuesto! Y jamás daré mi brazo a torcer.

—A no ser que, cuando nazca, ese niño se parezca demasiado a John Sutton, a Eric Ferráis… ¡o a Dios sabe quién!

Anielka, sin respiración, abrió desmesuradamente los ojos, en los que Aldo vio, con una satisfacción cruel, un temor nuevo.

—¡Estás loco! —susurró la joven.

—No lo creo. Repasa tus recuerdos… recientes.

Ella comprendió y dejó escapar un grito.

—¡Me haces seguir!

—¿Y por qué no, desde el momento en que has decidido no respetar la única exigencia que formulé en el momento de casarnos? Te pedí que no pusieras en ridículo mi apellido y no me has hecho caso. ¡Peor para ti!

—¿Qué vas a hacer?

—Nada, querida, nada en absoluto. He presentado una solicitud de anulación; seguirá su curso. Tú toma las disposiciones que creas oportunas. Incluso puedes irte a vivir donde te parezca.

Ella se tensó como un arco a punto de lanzar la flecha.

—¡Jamás!… Jamás me iré de aquí, ¿me oyes?, porque estoy segura de que no conseguirás lo que quieres. Y yo me quedaré y criaré tranquilamente a mi hijo… y a los que quizá vengan después.

—¿Acaso tienes intención de hacer que te deje embarazada la cristiandad entera? —le dijo Morosini con un desprecio absoluto—. Hacía algún tiempo que empezaba a temer que fueras una puta. Ahora estoy seguro, de modo que me limitaré a darte un consejo, sólo uno: ¡lleva cuidado! La paciencia no es la principal virtud de los Morosini, y a lo largo de los siglos nunca les ha asustado cortar un miembro gangrenado… No tengo nada más que añadir. Adiós.

Pese a su actitud impasible, Aldo temblaba de rabia. Esa mujer con cara de ángel, a la que durante meses había puesto en un pedestal, revelaba cada día un poco más su verdadera naturaleza: la de una criatura vana y ávida, capaz de cualquier cosa para alcanzar sus objetivos, el más importante de los cuales parecía ser el dominio total sobre su apellido, su casa, sus bienes y él mismo. Aunque se había hecho rica gracias a la herencia de Ferráis, todavía no se daba por satisfecha.

—Aun así, tendré que librarme de ella —mascullaba Morosini mientras recorría a grandes zancadas el portego, la larga galería de los recuerdos ancestrales, para bajar a informar a Celina de que esa noche no cenaría en el palacio. La sola idea de encontrarse a Anielka al otro lado de la mesa le ponía enfermo. Necesitaba aire.

Le sorprendió, dada la hora, no encontrar a Celina en la cocina, pero Zaccaría le dijo que había subido a cambiarse.

—¿Dónde está el señor Buteau?

—En el salón de las Lacas, creo. Espera la cena.

—Él y yo vamos a salir.

—¿La señora cenará sola?

—La señora hará lo que le parezca; yo me voy. ¡Ah, se me olvidaba! En el futuro, Zaccaría, que no se vuelva a poner la mesa en el salón de las Lacas sino en el de los Tapices. Y que la señora no intente modificar esta orden; de lo contrario, no volveré a compartir una comida con ella. Díselo a Celina.

—No sé cómo se lo tomará. No irá a privarla de cocinar para usted, ¿verdad? Le gusta tanto mimarlo…

—¿Crees que para mí no representaría un castigo? —dijo Morosini con una sonrisa—. Arréglatelas para que sea obedecido. Me parece, por lo demás, que ni Celina ni tú necesitaréis muchas explicaciones.

Zaccaría se inclinó sin contestar.

Guy Buteau tampoco necesitaba una explicación. No obstante, Aldo no pudo evitar dársela mientras ambos degustaban unas langostas bajo el revestimiento dorado del restaurante Quadri, escogido para no tener que cambiarse de ropa —los dos llevaban esmoquin— y para escapar de las hordas de mosquitos que, desde principios del mes de junio, tomaban posesión de la laguna en general y de Venecia en particular. Después de haber reproducido ante su amigo la escena en la que acababa de enfrentarse a Anielka, añadió:

—Ya no soporto la idea de verla a sus anchas en esa habitación, a medio camino entre el retrato de mi madre y el de tía Felicia. Desde que he vuelto, tengo la impresión de que sus miradas se han vuelto acusadoras.

—¡No se obsesione con esa clase de ideas, Aldo! Es usted víctima, y sólo víctima, de un lamentable encadenamiento de circunstancias, pero, allí donde están, esas nobles damas saben muy bien que usted no tiene la culpa.

—¿Usted cree? Si no hubiera hecho de estúpido paladín en los jardines de Wilanow y en el Nord-Express, [13] por no hablar de mis hazañas en París y en Londres, no me encontraría en esta situación.

—Estaba enamorado: eso lo explica todo. Y ahora, ¿cómo piensa salir de ésta?

—No lo sé muy bien. Me limitaré a esperar el resultado de mi proceso en Roma. Cada día trae su afán, y ahora me gustaría ocuparme del rubí de Juana la Loca. Es mucho más apasionante que mis asuntos íntimos… y sobre todo menos sórdido.

—¿Ha recibido noticias de Simón Aronov?

—Es Adalbert quien tendría que recibirlas, y aún no ha dado señales de vida.

Como si el hecho de mencionarlo lo hubiera atraído, una carta del arqueólogo esperaba al día siguiente sobre el escritorio de Morosini. Una carta que al destinatario le pareció inquietante. El propio Vidal-Pellicorne no ocultaba su preocupación. Y con razón: siempre mantenían la correspondencia con el Cojo a través de un banco zuriqués, lo que garantizaba la impersonalidad de las relaciones; el correo titular de determinado número era transmitido hacia uno y otro lado mediante un anónimo, para entera satisfacción de todo el mundo. Pero la última carta que los dos amigos habían enviado desde París acababa de regresar a la calle Jouffroy, acompañada de unas palabras del «transmisor» que por una vez llevaban una firma legible: la de un tal Hans Würmli. Éste decía que las últimas órdenes indicaban interrumpir momentáneamente la correspondencia; en otras palabras, Aronov, por una razón que sólo él sabía, no quería ni recibir ni enviar ninguna carta. Adalbert terminaba diciendo que deseaba ver a Aldo a fin de hablar sin tener que utilizar el teléfono.

—¿Será posible? ¡Pues no tiene más que venir! —refunfuñó Morosini—. El dispone de tiempo libre, y yo no puedo abandonar mis negocios un día sí y otro también.

Precisamente tenía uno entre manos al que debía dedicar el día, así que pospuso para más tarde el análisis del problema. Habría telefoneado a Adalbert, pero espiar las comunicaciones, sobre todo las internacionales, era uno de los pasatiempos favoritos de los fascistas. Adalbert lo sabía, y ésa era la razón por la que había decidido escribir.

Sin lograr apartar de la mente esta nueva preocupación, Aldo se dirigió al hotel Danieli, donde estaba citado con una gran dama rusa, la princesa Lobanov, que, como muchas de su clase, tenía dificultades económicas. Dificultades que podían multiplicarse hasta el infinito ya que a la dama en cuestión le gustaba el juego. Como detestaba aprovecharse de los apuros de los demás, sobre todo tratándose de una mujer, el príncipe anticuario contaba con pagar un precio elevado por unas joyas que quizá le costaría bastante vender incluso obteniendo un beneficio modesto.

Esta vez, sin embargo, no lamentó la visita: le ofrecieron un prendedor de diamantes que había pertenecido a la esposa de Pedro el Grande, la emperatriz Catalina I. Quizás hubiera sido sirvienta de un pastor de Magdeburgo, pero esa soberana, más acostumbrada en su juventud a las tabernas que a los salones, sabía reconocer las piedras hermosas, y las escasas joyas suyas que seguían en circulación eran, en general, de una calidad poco común.

Consciente de con quién trataba, la gran dama rusa aventuró un precio, elevado pero bastante razonable, que Morosini no discutió: sacó su talonario de cheques, escribió la suma requerida y aceptó la taza de té negro, puro zumo de samovar, que le ofrecían para sellar el trato.

En general, el té no le gustaba mucho, pero éste preparado «al estilo ruso» todavía menos. Así pues, mientras salía del hotel pensaba en ir a la vecina Piazza San Marco para tomar en el café Florian algo más civilizado. Bajó la gran escalera gótica y, cuando se dirigía a la puerta de salida, alguien lo abordó.

—Le ruego que me disculpe. ¿Es usted el príncipe Morosini?

—En efecto… Es un placer inesperado verlo en Venecia, barón.

Había reconocido de inmediato a ese hombre de unos cuarenta años, delgado, rubio y elegante, cuya sonrisa poseía un indudable encanto: el barón Louis de Rothschild, cuyo palacio de la Prinz Eugenstrasse de Viena había visitado un día del año anterior [14] para ver al barón Palmer, uno de los heterónimos de Simón Aronov.

—Estaba cruzando el Adriático y no acababa de decidirme a venir a verlo cuando mi yate ha resuelto mis dudas averiándose. Lo he dejado en Ancona y aquí estoy. ¿Puede dedicarme un momento?

—Por supuesto. ¿Quiere venir a mi casa… o prefiere quedarse aquí, donde supongo que se aloja.

—Si no nos hubiéramos encontrado, habría ido al palacio Morosini, pero ¿está seguro de las personas de su entorno? Tengo que decirle cosas bastante graves.

—No —respondió Aldo pensando en la curiosidad permanentemente despierta, en la indiscreción incluso, de Anielka—. Quizá sería preferible quedarse aquí. No faltan lugares tranquilos.

—Desconfío un poco de esos lugares donde se está solo en una estancia vacía y que, por lo tanto, obligan a bajar la voz, lo que acaba por llamar la atención. En medio de una multitud es donde se está más aislado.

—Yo pensaba ir al Florian a tomar un café. Allí tendrá toda la multitud que quiera —dijo Aldo con su imperceptible sonrisa burlona.

—¿Por qué no?

Los dos hombres, a quienes los botones saludaron, se dirigieron al local, que era en sí mismo una verdadera institución. La tarde tocaba a su fin y la terraza estaba llena, pero el director, que conocía a su clientela, enseguida se fijó en esos clientes excepcionales y les envió a un camarero, que les encontró rápidamente una mesa a la sombra de las arcadas y pegada a los grandes ventanales de cristal grabado, garantizándoles así cierta tranquilidad. Aldo había saludado sin detenerse a varias personas, entre ellas la insistente marquesa Casati, pero, gracias a Dios, ésta, acompañada del pintor Van Dongen, su amante desde hacía tiempo, se pavoneaba en medio de una especie de cenáculo ruidoso en el que habría sido muy difícil encontrar sitio. Aldo fue obsequiado con una amplia sonrisa acompañada de un gesto de la mano, respondió con una cortés inclinación del busto y se felicitó por una circunstancia tan favorable.

Tras degustar un primer capuccino, el barón, sin cambiar de tono, preguntó:

—¿Sabe por casualidad dónde se encuentra Simón…, quiero decir el barón Palmer?

—Iba a hacerle la misma pregunta. No sólo no tengo noticias de él, sino que la última carta que envié no ha sido transmitida.

—¿Adonde la dirigió?… Antes de que me conteste, debe saber que estoy al corriente de la historia del pectoral y de su valerosa búsqueda. Simón sabe lo importante que es para mí el regreso de nuestro pueblo a la madre patria.

—Estoy convencido, y me parece que colabora económicamente en esta búsqueda.

—Yo y algunos más, la mayoría pertenecientes a nuestra vasta familia. Pero volvamos a mi pregunta: ¿a dónde envía el correo?

—A un banco de Zúrich, pero mi socio en este asunto, el arqueólogo francés Adalbert Vidal-Pellicorne, acaba de escribirme esta carta. Hay que interrumpir la correspondencia.

—Comprendo —dijo Rothschild después de leerla—. Es muy preocupante. Estoy… casi seguro de que se encuentra en peligro.

—¿En qué se basa esa impresión?

—En el hecho de que debíamos partir juntos. El crucero que acabo de interrumpir tenía varios objetivos, pero el principal se situaba en Palestina. Como sabe, nuestra tierra fue puesta bajo mandato británico en 1920, pero hace cincuenta años los sionistas establecieron allí una veintena de colonias destinadas a hacer productiva la tierra. En realidad, han sobrevivido fundamentalmente gracias a la poderosa ayuda de mi pariente Edmond de Rothschild. Sin embargo, todo eso dista mucho de ser satisfactorio. El alto comisario nombrado por Londres, sir Herbert Samuel, es un hombre rebosante de bondad decidido a que reine la paz entre musulmanes y judíos, reconociendo a éstos cierto derecho a una existencia legal y a la formación de un Estado; pero nuestras pequeñas comunidades andan escasas de fondos, y eso es lo que íbamos a llevarles Simón y yo. El, además, se había encargado de reavivar la esperanza dando a entender que el pectoral, al que sólo le falta una piedra, quizá protagonizara muy pronto su regreso triunfal. Le cuento esto para que vea el interés que tenía en realizar este viaje. Pero lo esperé en vano en el puerto de Niza, donde debíamos encontrarnos.

—¿No acudió?

—No. Y no llegó nada, ni una simple nota para explicar su ausencia. Esperé cuanto pude, pero debía acudir a una importante cita… en el litoral de Jaffa, y tuve que hacerme a la mar. A la vuelta fue cuando se me ocurrió venir a verle para tratar de averiguar algo. Desgraciadamente, usted no parece más informado que yo.

—¿Qué piensa en estos momentos? ¿Cree que está muerto?

El alargado y sensible rostro del barón Louis, marcado por la preocupación, se iluminó con una especie de luz interior.

—Es la hipótesis más plausible…, y sin embargo, no puedo creerlo. Lo conozco muy bien, ¿sabe?, y siento por él un gran cariño. Creo que, si hubiera dejado de existir, lo presentiría.

—¡Dios le oiga!

—Además, ¿no se ha librado, hace poco, es verdad, de su peor enemigo? El conde Solmanski ha muerto para no tener que hacer frente a un proceso criminal, y es un alivio, créame.

Morosini guardó silencio un instante mientras su mirada pasaba rozando sobre todas aquellas personas congregadas allí que charlaban animadamente alrededor de mesas de mármol, flirteaban, soñaban o se dejaban llevar por la música de la orquesta. Todas disfrutaban bajo el sol del atardecer de un momento de paz y despreocupación, mientras que entre su compañero y él se acumulaban sombras inquietantes. Se preguntaba lo que convenía hacer. ¿Debía revelar su sospecha de que Solmanski estaba mucho más vivo de lo que se creía?

De pronto, su mirada se quedó fija en un punto: dos mujeres estaban instalándose unas mesas más allá de la suya, que las largas hojas verdes de una palmera plantada en un tiesto tapaban en parte. Una iba vestida de negro, con un tocado de crespón prolongado por un chal que rodeaba el cuello; la otra, de gris y rojo oscuro. Parecían entenderse de maravilla, e incluso oyó reír a una de ellas: una oleada de asco le llenó la boca de amargura, porque esas dos mujeres eran Anielka y Adriana Orseolo. Hizo chascar los dedos para llamar al camarero y pidió un coñac con agua, después de preguntar al barón si deseaba uno. Éste lo observaba con inquietud.

—No, gracias. Pero… ¿no se encuentra bien?

Aldo sacó el pañuelo y se enjugó la frente con mano un tanto trémula. Tenía la impresión de encontrarse en el centro de una conspiración de invisibles tentáculos, pero se sobrepuso a ella al paso que tomaba una decisión.

—No es nada, no se preocupe —dijo—. Pero me temo que debo darle una noticia desagradable: sospecho que Solmanski continúa en este mundo. No tengo ninguna seguridad, desde luego, pero…

—¿Solmanski vivo? Eso es imposible.

—Para él no hay nada imposible. No olvide que dispone de la fortuna de Ferráis, que cuenta con esbirros cuyo nombre ignoro y sobre todo con una familia: un hijo a quien los escrúpulos nunca han frenado y una hija… que quizá sea la criatura más peligrosa que he visto jamás.

—¿La conoce?

—No sólo eso, sino que estoy casado con ella. Se encuentra a unos pasos de nosotros: es esa joven que lleva un tocado de crespón negro y que está hablando con una mujer vestida de gris. Esta última es mi prima… y la asesina de mi madre por amor a Solmanski, de quien era amante.

Louis de Rothschild poseía una casi legendaria sangre fría, pero al oír a Morosini abrió desmesuradamente sus ojos, como si se encontrara ante todo el horror del mundo. Pensando que tal vez lo tomaba por loco, Aldo dejó escapar una breve risa.

—Estoy en mis cabales, barón, téngalo por seguro —dijo—. Aunque es verdad que lo que hace las veces de mi familia parece una copia bastante buena de los Átridas.

—¿Cómo soporta semejante situación?

—No la soporto. De hecho, estoy intentando salir de ella… de una u otra forma.

—¿Qué planea? —preguntó el barón con un deje de inquietud.

—Nada que vaya en contra de la ley de Dios o incluso de los hombres. A no ser que me obliguen a ello, en cuyo caso pagaré el precio. Pero ahora lo importante es la suerte de Simón. Contaba con él para que me ayudara a encontrar la pista del rubí, la última piedra que falta. Encontré un hilo en España, pero se ha roto…

—¿Hasta dónde ha llegado?

—Hasta el emperador Rodolfo II. Sé que la piedra fue comprada para él. ¿Sabe usted algo más?

—¿Sabe quién la compró para el emperador?

—Sí: el príncipe Khevenhüller, entonces embajador suyo en Madrid.

—En ese caso, no hay ninguna duda: la piedra fue entregada al soberano y no servirá de nada compulsar los archivos de Hochosterwitz, la fortaleza que Georges Khevenhüller construyó en Carintia a fines del siglo XVI.

—No imaginaba que el nombre del comprador pudiera ser relevante.

—Sí, lo es. La pasión coleccionista del emperador era muy conocida. Resultaba fácil utilizar su dinero… y quedarse con lo adquirido, pero eso no lo haría Khevenhüller. De modo que hay que buscar en el tesoro, y no es una tarea sencilla. Todo no permaneció en Praga, ni mucho menos.

—Sí, lo sé. Además, un especialista en objetos que pertenecieron a Juana la Loca, entre los que figura el rubí, jura que ya no estaba en posesión del emperador cuando éste murió.

—¿La piedra perteneció a la madre de Carlos V?

—De eso no cabe duda. Incluso la lleva en uno de sus retratos.

—¡Qué raro! En cualquier caso, no entiendo cómo puede su informador estar seguro de que no estaba en el tesoro. Me cuesta imaginar a un coleccionista tan apasionado como Rodolfo deshaciéndose de una pieza de semejante importancia, sobre todo procediendo de su propia familia. Además, era el hombre más misterioso e imprevisible del mundo. Ese rubí debió de ser uno de sus más caros tesoros. No me extrañaría que lo hubiera escondido en alguna parte, quizá junto con otras piedras. Si no me equivoco, hay algunas que no se han encontrado nunca.

—Podría habérsela regalado a algún ser querido. A una mujer tal vez.

—La única a la que amó de verdad no habría lucido jamás una joya como ésa.

—¿Qué solución queda, entonces? ¿Demoler el castillo de Hradcany piedra a piedra en busca de un escondrijo… que quizá no existe?

—Espero que no —dijo el barón, sonriendo—. Yo creo que hay que estudiar lo más a fondo posible la vida de Rodolfo. Aunque no podemos estar seguros de que los suecos, cuando tomaron Praga en 1648, no encontraran ese hipotético escondrijo.

—En tal caso, el rubí habría entrado a formar parte del tesoro sueco, y la reina Cristina, cuando dejó el trono, se llevó las joyas más hermosas y algunas fruslerías más. Se habría guardado de dejar una maravilla como ésa. Conozco el camino que ha seguido su herencia, legada al cardenal Odescalchi, en Roma, y vendida más tarde, en 1721, al regente de Francia, Felipe de Orleans. Mi amigo Vidal-Pellicorne ya ha inventariado la herencia del regente. Una parte de sus joyas se sumó a las de la Corona. Yo tengo el catálogo completo de éstas y el rubí no figura en él. En cuanto a la familia Orleans actual, si estuviera en su poder, los coleccionistas lo sabrían. Evidentemente, está también la hipótesis del robo, pero no me parece probable. En el palacio del emperador había mucha vigilancia y un robo de esa importancia habría sido duramente castigado. No, esa condenada piedra parece haberse volatilizado entre las manos de Rodolfo II… y lo único que me falta a mí por hacer es darme de cabezazos contra la pared.

—Sería una lástima —dijo el barón con una sonrisa indulgente—. Pero, contemplando la hipótesis de un posible robo, con el tiempo que ha pasado, la piedra habría salido a la luz en uno u otro momento y puedo asegurarle que mi familia se habría enterado. Usted sabe con qué apasionamiento perseguimos objetos raros y piedras antiguas. Y ninguno de nosotros ha tenido nunca noticias de ella. Así que eso me lleva a contemplar una posibilidad muy sencilla: ¿por qué el rubí no podría seguir en Praga?

—Simón lo habría sabido. En Viena oí decir que tiene una propiedad en Bohemia…

—Sí, pero está bastante lejos de Praga. Junto a Krumau, si no recuerdo mal. Fue legada al «barón Palmer» por una mujer cuyo nombre no diré. La única, creo, a la que él ha amado. Por eso le gusta residir allí de vez en cuando. No, olvidemos de momento a Simón y tratemos de encontrar una pista. Puedo equivocarme, pero…, sí, creo que el rubí debe de estar aún en algún lugar de Bohemia.

—No será vidente… —dijo Morosini, sonriendo también.

—¡Dios me libre! Pero, conociendo nuestra historia y nuestras tradiciones, Praga es de una gran importancia. Sin duda sabe que forma la punta más alta del triángulo hermético cuyos otros dos ángulos son Lyon y Turín. Las tres se parecen. Están repletas de pasajes secretos, de callejas tortuosas, pero la ciudad mágica es Praga.

—¿Por Rodolfo y su corte de magos, brujos y alquimistas?

—Ésa es la leyenda, pero ya lo era antes de él. Según nuestra tradición, después del saqueo de Jerusalén, ciertos judíos que se llevaron consigo algunas piedras del Templo incendiado por Tito se instalaron allí. Con esas piedras transportadas desde tan lejos construyeron una sinagoga, la más antigua de todas, la que actualmente se llama Vieja-Nueva. La verá si va allí, y creo que irá.

La mirada de Rothschild se distanciaba. Su voz se volvía lejana, como si contemplara una imagen venerada.

—Estaba pensando en eso —dijo en voz baja Morosini.

—Algo me dice que no lo lamentará. A veces tengo intuiciones, y ésta es muy fuerte, hasta el punto de que me gustaría ir a Praga con usted. Desgraciadamente, por el momento me resulta imposible, pero voy a intentar ayudarlo.

De un porta tarjetas de piel con los cantos de oro, extrajo una tarjeta con su nombre donde escribió unas palabras. Después la metió en un sobre que cerró con cuidado y arrancó de una libretita una hoja en la que escribió un nombre y una dirección. Este papel fue lo primero que le dio a su compañero.

—¿Puede memo rizar este nombre y esta dirección?

—Tengo una memoria excelente —dijo Aldo mientras fotografiaba el breve texto, presintiendo que no se lo daría—. Ahora que los he visto, no los olvidaré.

El barón encendió entonces una cerilla y quemó el papel dentro de un cuenco; cuando se hubo consumido, aplastó las cenizas con una cucharilla a fin de que se volvieran finas e impalpables, tras lo cual sopló y las miró revolotear como si fueran pequeñas moscas negras. Sólo entonces tendió el sobre a Aldo.

—Dele esto, y espero que lo reciba.

—¿No es seguro?

—Nunca hay nada seguro con él. Incluso mi recomendación puede ser papel mojado. Es un personaje sorprendente…, difícil, al que el presente no interesa. Goza de un profundo respeto. Se dice que posee extraños poderes e incluso el secreto de la inmortalidad.

—¿Simón lo conoce?

—De nombre, seguro que sí, pero no creo que se hayan visto nunca, probablemente porque Simón no ha querido. Es muy consciente de la violencia y los peligros que arrastra tras de sí para exponerse a mezclar en ellos a un ser de esta categoría.

—¿Y yo voy a atreverme a cometer ese… sacrilegio?

—No hay otro medio —dijo, suspirando, el barón Louis—. En el punto en el que nos encontramos, necesita su ayuda… No obstante, debo darle un consejo: no se embarque solo en esta aventura. En una ciudad como Praga, el peligro puede venir de cualquier sitio; hay que estar en condiciones de guardarse las espaldas.

—Entendido. Y en lo que se refiere a Simón, ¿qué hacemos?

—No tengo ni idea. Usted puede ir a Krumau, pero sea prudente. Es posible que Simón haya decidido enterrarse voluntariamente y que una búsqueda resulte inoportuna. Yo pienso recurrir a las otras ramas de la familia. Algunos lo conocen y lo aprecian, y nuestro servicio de información familiar funciona igual de bien que en los tiempos en que nuestro antepasado Mayer Amschel disparaba, desde su establecimiento de cambista en Fráncfort, las cinco flechas que convertimos en nuestro escudo de armas…, sus cinco hilos lanzados hacia todos los horizontes de Europa…

—¿Volveremos a vernos?

El barón no respondió. El hombre que estaba más cerca de ellos acababa de doblar el periódico y pedía la cuenta al camarero. Rothschild esperó a que éste se hubiera alejado para decir:

—Quizás, aunque no de forma inmediata. Me marcho de Venecia mañana por la mañana para dirigirme a Ancona, donde espero que hayan terminado de reparar el barco. Le mantendré informado…, si es que consigo averiguar algo.

En ese momento, la expresión siempre tan apacible de su rostro se tiñó de una especie de espanto:

—¡Dios mío! Creo que va a tener una visita. ¿Me permite que desaparezca un poco precipitadamente?

En efecto, navegando por la gran terraza llena de gente como un gran barco en medio de las pequeñas embarcaciones reunidas en un puerto, su cabeza arrogante tocada con un precioso bosque de plumas exóticas y arrastrando tras de sí muselinas de color escarlata, la marquesa Casati, sin duda intrigada por la larga conversación de los dos hombres, se dirigía con decisión hacia su mesa. El barón Louis se levantó, estrechó la mano a Morosini, se inclinó ante la dama con la gracia de un maestro de ballet del siglo XVIII y, sorteando las mesas, desapareció casi enseguida en la lejanía ya azulada del crepúsculo. Aldo se levantó también, pero para inclinarse sobre la larga mano constelada de rubíes y de perlas que se ofrecía a sus labios.

—Si no me equivoco —dijo la marquesa—, ese caballero es un Rothschild.

—Sí, el barón Louis, de la rama vienesa.

—Eso me parecía… ¿Y he sido yo quien lo ha hecho huir?

—No huye, se va. Su yate está averiado en Ancona y sólo ha venido a dar una vuelta por aquí para pasar el rato. Lo conocí en Viena y nos hemos encontrado por casualidad en el vestíbulo del Danieli… ¿Satisfecha?

Los grandes ojos negros y ostensiblemente pintados de Luisa Casati miraron a Morosini con una expresión un poco contrita.

—Cree que soy demasiado curiosa, ¿verdad? Pero, querido Aldo, por encima de todo soy su amiga y vengo a darle un buen consejo: no debería dejar que su mujer se exhibiera así.

Si había algo que a Morosini le horrorizaba era que se ocupasen de su vida privada cuando él no hablaba de ella.

—Tomar una copa en Florian al atardecer —repuso, arqueando una ceja con insolencia—, y con una prima, me parece que no tiene nada de indecoroso.

—¡No se suba a la parra! Para empezar, todo Venecia sabe que está peleado a muerte con Adriana Orseolo, lo que no tiene nada de sorprendente después de su escapada a Roma…

—Querida Luisa —la interrumpió Aldo—, no me dirá que se ha incorporado al escuadrón de venerables señoras ariscas que, olvidando los escarceos amorosos de su juventud, fusilan con sus impertinentes de oro a las que se permiten algunos interludios galantes…

—Pues claro que no. Sería absurdo que le reprochara lo de su sirviente griego cuando yo misma…, sí, en fin, dejemos eso. Lo más desagradable para nosotros, los venecianos de siempre, son sus relaciones actuales, relaciones que parece compartir con su esposa. ¡Mire!

Con el paso pomposo de un gallo desfilando, el torso abombado bajo el uniforme, las botas negras relucientes y el gorro inclinado de manera que disimulase una calvicie totalmente decidida a ganar la partida, el commendatore Ettore Fabiani, arrogante tentáculo del Fascio extendido sobre Venecia, acababa de llegar a la mesa de las dos mujeres y, con labios glotones y mirada brillante, se inclinaba sobre la mano de Anielka antes de tomar asiento junto a Adriana, con la que parecía llevarse a las mil maravillas.

—Dicen que no desaprovecha ninguna oportunidad de encontrarse con su mujer —susurró Luisa Casati—. Al parecer, está… perdidamente enamorado de ella.

—¡Cómo! ¿No tiene miedo de contrariar a su amo cortejando a la hija de un hombre perseguido por la justicia a causa de sus crímenes? —repuso Morosini, sarcástico.

—Ha pasado tiempo. Y además, Solmanski se ha suicidado; luego, según él, el honor está a salvo. Queda una mujer muy guapa ante la que ese gato vicioso se relame. Lo que no le impide mantener excelentes relaciones con la condesa Orseolo. Por cierto, desde hace unos días nuestra querida Adriana ofrece una imagen de más prosperidad.

Pese a su apariencia venenosa, Aldo estaba convencido de que las palabras de Luisa Casati estaban inspiradas por un deseo real de ayudarlo.

—Por lo que la conozco, Luisa, debe de llevar guardado en la manga un consejo para darme, ¿no es así?

Ella le dedicó una sonrisa que, a pesar del exagerado maquillaje y de los trágicos velos, conservaba la picardía de la infancia.

—¿Por qué no?… ¡Guarde las apariencias, Aldo! Y sepa que sigo teniendo una o dos panteras a su disposición. Si se las deja en ayunas, no es aconsejable acercarse a ellas… y un accidente puede producirse en el momento menos pensado.

La sugerencia era tan monstruosa que Aldo no pudo evitar echarse a reír, aunque sabía que Luisa Casati, gran criadora de fieras salvajes e incluso de serpientes, siempre estaba dispuesta a ayudar a un amigo en apuros. Aldo se levantó, le cogió la mano y la besó.

—Espero conseguirlo recurriendo a unos medios menos drásticos, pero, de todas formas, gracias. Ahora, perdone que la lleve a su mesa…

Tras haber dejado a la marquesa en compañía de su pintor preferido, Morosini dio media vuelta y fue directamente a la mesa de las dos mujeres. Una vez allí, sin tomarse siquiera la molestia de saludar, asió de la muñeca a Anielka con dos dedos que se habían vuelto de repente duros como el hierro.

—Despídete de tus amigos, querida, y ven. ¿No te acuerdas de que esta noche tenemos invitados?

El tono no tenía nada de afectuoso y la joven reprimió un gemido. No obstante, se levantó.

—Me haces daño —murmuró.

—Lo siento, pero tengo prisa. No se moleste, commendatore —añadió con una sonrisa desdeñosa—. No me perdonaría estorbarles.

Y antes de que el otro hubiera tenido tiempo ni de levantar la masa de su cuerpo, ya estaba arrastrando a Anielka para llevarla a la góndola que lo esperaba en el muelle de los Esclavones. La joven trató de desasirse, pero Aldo no la soltó y ella, para no exponerse a armar un escándalo, se vio obligada a acompañarlo.

—¿Te has vuelto loco? —dijo, furiosa, mientras la hacía embarcar.

—Yo podría hacerte esa misma pregunta: ¿no estás un poco loca por exhibirte así con Fabiani? Por no hablar de esa mujer a la que sabes perfectamente que eché de mi casa. ¿Te has propuesto que Venecia entera te desprecie?

Ella se acurrucó en uno de los asientos recubiertos de terciopelo y se puso a llorar.

—¿Y a ti qué más te da? ¡Tengo derecho a vivir a mi manera!

—No mientras lleves mi apellido. Después…

El gesto que Aldo hizo traducía muy bien su desinterés por ese «después», lo que reavivó la cólera de Anielka.

—¡No habrá un después! ¡Te guste o no, tendrás que aceptar a mi hijo como heredero y yo me quedaré!

—¿A tu hijo?

De pronto, Aldo se echó a reír.

—Espero por ti que no se parezca a Fabiani… ¡Menudo ridículo!

Indiferente a la cólera de la joven e incluso a los hombros encogidos de Zian, que conducía la góndola y que a todas luces habría deseado desaparecer, Aldo seguía riendo cuando subieron los peldaños del palacio Morosini, aunque ya no era la risa espontánea, divertida, del principio. Había en ella ira y desesperación. Al entrar en la casa, volvió la espalda a Anielka y se dirigió a su despacho para anunciar a Guy Buteau que se marchaba al día siguiente por la mañana y que, una vez más, el fiel amigo tendría que velar por los negocios y los intereses de la firma Morosini.

Mientras guardaba el prendedor de la zarina en su enorme arca medieval, que había hecho perfeccionar para convertirla en la más moderna e inviolable de las cajas fuertes, Aldo dio las últimas instrucciones a su amigo, pero sin sentir la excitación y la alegría que siempre precedían a sus expediciones. Ese viaje sería más peligroso que los otros. Quizá se debía al aura sangrienta, bárbara e incluso sobrenatural que emanaba de ese rubí. Pero a él no le daba miedo: la muerte nunca le había asustado cuando era joven por inconsciencia, y ahora porque, desde la intrusión de los Solmanski en su vida íntima, le encontraba a ésta mucho menos encanto que en el pasado. La sorda inquietud que lo corroía guardaba relación con los pocos seres a los que quería: Guy, Celina, Zaccaría y sus otros sirvientes. Debía ponerlos a salvo de las maniobras de Anielka y los suyos por si no regresaba.

Buteau conocía demasiado bien a su antiguo alumno para no percatarse de su estado de ánimo.

—No hace falta que pregunte si va a buscar la última piedra, Aldo, pero tengo la impresión de que esta vez lo hace sin alegría. ¿Me equivoco?

—No. El gusto por investigar no me ha abandonado, sigo sintiendo la misma curiosidad, pero lo que dejo aquí empieza a horrorizarme. Una enfermedad mortal, un inmundo gusano carcome el árbol orgulloso y vivo que era esta casa. Si no regresara…

—¡No diga eso! —protestó Guy con la voz súbitamente alterada—. Se lo prohíbo igual que se lo prohibirían todos aquí. Debe regresar; si no, nada tendría ya sentido.

—Haré todo lo que pueda, pero esta noche redactaré un nuevo testamento y le ruego que lo lleve mañana a primera hora al despacho del señor Massaria después de haberlo firmado usted y Zaccaría. Si esa mujer está embarazada…

—¿La princesa?

—¡No la llame así! Al menos delante de mí… Si se dispone a procrear, no quiero que un ser que no será nada mío se convierta en mi heredero… Si muero, mi solicitud de anulación ya no serviría de nada.

—¡Usted no va a morir! —afirmó Guy Buteau, con una llamita en los ojos que reconfortó a Morosini.

—¡Dios le oiga!

Encerrado en su habitación, Aldo se pasó gran parte de la noche redactando el documento. En él ratificaba los legados anteriores y negaba todo derecho al hijo que la «condesa Solmanska» pudiera traer al mundo, además de describir detalladamente las relaciones que habían mantenido en los últimos tiempos, de revelar lo que había visto en la calle Alfred-de-Vigny —y que podía ser confirmado por la señora de Sommières y Adalbert Vidal-Pellicorne— e incluso de decir que sospechaba que los Solmanski habían planeado y llevado a cabo la evasión de su padre mediante una falsa muerte. Sólo cuándo hubo terminado de escribir se sintió mejor, fue a guardar el testamento en la caja fuerte y se concedió unas horas de sueño. Para evitar ser seguido, había decidido no viajar en tren, cuyo destino podía ser revelador, sino en el coche comprado el año anterior en Salzburgo y que esperaba en un garaje de Mestre. [15] Eso le permitiría, además, salir a la hora que más le conviniera.

Por la mañana, hizo que Guy y Zaccaría firmaran el testamento, lo metió en la cartera que siempre se llevaba de viaje, se despidió rápidamente como si se tratara de uno de los numerosos viajes cortos que realizaba todos los años por Italia y embarcó en el motoscaffo conducido por Zian. Hicieron una primera parada en casa del señor Massaria, al que encontraron en bata; luego, tras volver a la dársena de San Marco, la canoa motorizada tomó velocidad y puso rumbo hacia el mar, dejando tras de sí una estela blanca.

Hacía aproximadamente una hora que se había ido cuando Celina se ató un pañuelo a la cabeza, donde ya no lucía las alegres cintas de colores de antes, cogió una cesta y se dirigió por las calles hacia el mercado del Rialto. Al llegar al Campo San Polo, entró un momento en la iglesia, fue a rezar una oración a la Virgen y encendió un gran cirio; después salió por una puerta lateral y se adentró en una calleja estrecha a la que daba la parte trasera de dos viviendas patricias. Allí, sacó una llave del bolsillo, abrió una puerta baja, la cerró tras de sí, atravesó a paso rápido un encantador jardín interior en el que cantaba una fuente y, tras haber llamado con los nudillos a una alta ventana con los cristales emplomados, penetró en una gran habitación fresca.

—Tenía que venir —dijo—. Hay novedades.

Mientras tanto, al volante del pequeño Fiat, Morosini circulaba hacia los Alpes, que pensaba cruzar por el puerto de Brenner. Pero esperó a llegar a Innsbruck, una vez cruzada la frontera, para enviar a su amigo Adalbert un breve telegrama:


Estaré en Praga, hotel Europa. Confirma llegada. Aldo.


Sabía que, a no ser que se hubiera roto una pierna o hubiera contraído una grave enfermedad, Adalbert montaría en el primer tren que saliese de París.

6. Un americano pelmazo


Morosini se lo encontró la misma noche de su llegada a Praga. Sentado en un alto taburete del elegante bar, decorado con frescos espléndidos, del Europa, con sus grandes pies, calzados con zapatillas de deporte blancas, apoyados en los barrotes de caoba, comía salchichas de rábanos blancos —en Praga se pueden degustar a cualquier hora del día y de la noche, pero no era aconsejable hacerlo en el bar del Europa—, acompañadas de una gran jarra de Pilsen-Urquell, la cerveza nacional.

Era imposible no fijarse en él: su cuerpo de luchador envuelto en un traje blanco y adornado con una corbata llamativa, su pelambrera roja y su cara colorada por haber permanecido demasiado tiempo al sol se daban de patadas con los refinamientos de ese hotel reciente, construido en honor del Art Nouveau local, y sobre todo con la música nostálgica que salía de un violín y un piano refugiados entre unas plantas. Además, estaba solo en compañía de un barman de punta en blanco, cuyo largo bigote de estilo húngaro apenas disimulaba el pliegue reprobador de la desdeñosa boca.

Cansado a causa de la larga y, sobre todo, difícil carretera que lo había llevado de Innsbruck a su destino por Salzburgo y Passau, Morosini sólo deseaba beber algo fresco y reconfortante antes de retirarse a su habitación. Pidió un gin-fizz y, aunque todavía llevaba la ropa de viaje, el barman se lo sirvió con una gran deferencia. Su ojo experto no se equivocaba sobre la calidad de ese nuevo cliente. Incluso llevó su amabilidad hasta poner una considerable distancia entre él y el bárbaro.

Cosa que, por lo demás, no desanimó a éste, encantado de tener compañía: se limitó a trasladar su plato y su jarra junto a Aldo, antes de declarar:

—Me alegro de que haya venido alguien que no tiene aspecto de ser de aquí —dijo en su lengua natal—. ¿Qué es usted? ¿Inglés, francés, austríaco…?

—Italiano —gruñó Morosini, que detestaba que lo abordaran con ese descaro, sobre todo cuando estaba de mal humor.

—¡Vaya! Nunca lo hubiera dicho… Yo soy americano. —Y sin transición, tendiendo una mano del tamaño de una pala de las que se usan para golpear la ropa al lavarla, que su víctima se vio obligado a estrechar, añadió—: Me presento: Aloysius C. Butterfield, de Cleveland, Ohio.

—Aldo Morosini, de Venecia —dijo éste maquinal —mente, liberando las falanges del tremendo apretón.

Pero si pensaba haber cumplido presentando esa modesta tarjeta de visita, se equivocaba de medio a medio. El hombre de Cleveland profirió una especie de bramido que sobresaltó al barman.

—¡No! —dijo, golpeándose con el puño derecho la palma de la mano izquierda—. ¿Es usted «el» Morosini que vende joyas antiguas?

—En efecto —reconoció Aldo, que no se creía tan famoso, sobre todo en el Medio Oeste.

—¡Esto es lo que se llama tener un golpe de suerte! Y sobre todo, lo que es una suerte es que no haya ido a verlo a Venecia, teniendo en cuenta que está usted aquí.

—¿Quería ir a verme a Venecia?

—Estaba contemplando seriamente esa posibilidad. Verá, soy rico…, muy rico, y tengo una mujer a la que le chiflan esas cosillas tan caras. Y naturalmente, quiero llevarle un recuerdo.

—En tal caso, lo más sencillo es pasar por París e ir a Cartier, Boucheron o…

—No. Eso son cosas nuevas. Lo que Coralie quiere es algo que tenga historia.

—Pero yo no tengo el monopolio de las joyas históricas. Esos grandes joyeros también compran y venden piezas antiguas.

El americano hizo una mueca.

—En cualquier caso, serán menos históricas que las suyas. Me han dicho que es usted noble, duque o…

—Príncipe, pero el título no tiene nada que ver con esto. Además, actualmente no tengo nada extraordinario para vender.

—¡Eso es lo que usted dice! —repuso el otro, testarudo—. Habría que verlo… ¿Otro gin-fizz? —propuso en cuanto Aldo hubo apurado su copa.

—No, gracias. Con su permiso, voy a dejarle. Quisiera tomar posesión de mi cuarto, ducharme…

—¿Cenamos juntos?

—No. Perdone, pero voy a pedir que me suban algo y me acostaré enseguida. Estoy cansado del viaje.

Bajó del taburete para dirigirse a la salida, pero uno no se libraba tan fácilmente de Aloysius C. Butterfield, que prácticamente interceptaba el paso.

—OK, nos veremos mañana. ¿Va a quedarse aquí algún tiempo?

—Todavía no lo sé. Depende de mis negocios y de mis citas. Le deseo buenas noches, señor Butterfield.

El tono no admitía réplica. Este último tuvo que resignarse a dejarle paso y Morosini entró en su habitación de la segunda planta con la sensación de ser un navegante sacudido por la tormenta que llega por fin a una bahía en calma. Ese yanqui escandaloso y entrometido era el último espécimen humano que deseaba encontrar en Praga. Desentonaba demasiado en esa ciudad de arte, de sueños y de misterio, donde uno se sentía en el cruce de múltiples mundos. Era una nota discordante en una sinfonía sublime, y Aldo detestaba las notas discordantes. Tendría que ingeniárselas para encontrárselo lo menos posible.

La vasta y lujosa habitación con revestimiento de madera que habían asignado al viajero daba a los tilos de la inmensa plaza de Wenceslao, un largo cuadrilátero en el que reinaba la estatua ecuestre del gran rey de Bohemia, flanqueado por las de sus cuatro santos protectores representados de pie. Morosini abrió la puerta del balcón y salió para aspirar el exquisito perfume que los árboles en flor exhalaban al finalizar un día estival. El paisaje de espesos bosques y campo suavemente ondulado que envolvía la Ciudad Dorada era a la vez magnífico y apaciguador. A la derecha, la colina de Hradcany sobre la que se alzaba el castillo real, sus iglesias y sus palacios, surgía de la profunda vegetación de sus jardines de estilo italiano, y Morosini pensó que iba a gustarle esa capital, quizá porque, como en Venecia, la desorientación allí era total y la magia estaba garantizada. Siempre y cuando se olvidara el chirrido metálico de los tranvías, claro.

Al cabo de un rato, Aldo recordó que, al darle la llave de la habitación, el recepcionista le había entregado también una carta que él, impaciente por refrescarse, había guardado en el bolsillo sin siquiera mirarla. El encuentro con el americano le había hecho olvidarla. Pensando que era de Adalbert, se apresuró a abrirla y se llevó una sorpresa al ver la firma de Louis de Rothschild.


Sentí —escribía el barón Louis— no decirle más sobre el personaje al que le he enviado a visitar, pero en la terraza de un café era imposible. Me ha sido dado verlo una vez, sólo una, y me infundió un respeto indescriptible. Se dice de él que es el Rey oculto, la Luz y el Único porque no pertenece a esta tierra. Según una de las leyendas secretas de Israel, es la reencarnación del gran rabino Loew al que Rodolfo II recibió en su castillo de Praga y que una noche modeló un ser gigantesco de barro y tierra al que dio vida introduciendo en su boca un trozo de pergamino con el nombre secreto de Dios. Una noche, víspera de sabbat, que a su señor se le olvidó retirar el chem, el fragmento mágico, el Golem —así es como lo llamaban— se enfureció y comenzó a destruir todo cuanto encontraba a su paso. Loew consiguió dominar a su criatura, que, privada de su poder, se desmoronó convertida en un montón de barro y tierra. Sin embargo, para los habitantes de Praga el Golem puede renacer en cualquier momento y reaparece en las épocas de grandes catástrofes. Se cree que sus restos descansan en el desván de la sinagoga Vieja-Nueva, que era la de Loew… y es la de Liwa, el gran rabino actual, cuyo nombre es, por lo demás, el mismo que el de ese maestro entre los maestros de antaño.

Quizá me tome por loco. No lo creo, pues, por el hecho de haberse hecho amigo de Simón, sabe sobre nuestro pueblo muchas más cosas que la mayoría de los hombres. Pero debía decirle todo esto para que, sabiendo con quién va a tratar, sepa también qué palabras debe pronunciar. Deseo que el Altísimo esté con usted para ayudarlo a realizar su peligrosa misión.


Aldo, pensativo, releyó la carta y luego entró en el cuarto de baño, donde, después de haberla reducido a cenizas, la hizo desaparecer por el desagüe del lavabo. Habiendo sido escrita por un hombre tan moderno como el barón Louis, era una misiva extraña, aunque no sorprendente. Morosini conocía desde hacía mucho la cultura universal y el apego profundo de los Rothschild a sus tradiciones, a la historia y a las raíces de su pueblo. En cuanto a él, había leído demasiado sobre Rodolfo II para no conocer a Loew, el más grande de todos los rabinos, y a su criatura fantástica, el Golem, pero de ahí a creer que uno u otro pudiera manifestarse en pleno siglo XX había un gran trecho.

Dejando el asunto así por el momento, Aldo descolgó el teléfono para encargar que le subieran la carta del restaurante y que pidieran una comunicación telefónica con París, con el número de Vidal-Pellicorne. Como sin duda la espera sería de varias horas, tenía tiempo de lavarse y hasta de cenar.

Hasta las diez de la noche no obtuvo la comunicación con París. Le respondió Théobald. Sí, el telegrama del príncipe había llegado; desgraciadamente, el señor ya había partido para Zúrich, donde Romuald parecía tener problemas.

—¿Sabe al menos si está en el hotel donde se alojaba la señorita Plan-Crépin? Por cierto, ¿ha vuelto?

—Sí, príncipe…, y en perfecto estado, por lo que he oído decir. Respecto al hotel del señor, no puedo decirle nada, pero espero recibir pronto una llamada del señor.

—Bien. Entonces, cuando la reciba, dígale que es de vital importancia que se reúna aquí conmigo cuanto antes.

—Muy bien, príncipe. Le deseo que pase una buena noche.

—Lo intentaré, Théobald. Gracias. Y espero que su hermano haya podido resolver sus problemas, que son también los nuestros.

Mientras por fin se metía en la cama, cosa que necesitaba urgentemente, Aldo, pese a estar ya seguro de que su amigo llegaría en un futuro próximo, sentía una vaga inquietud: para que Adalbert se hubiera visto obligado a reunirse con Romuald en Zúrich, tenía que haber ocurrido algo grave, pero ¿qué? Se apresuró a ahuyentarla, consciente de que las cábalas y las hipótesis constituían el mejor obstáculo para el sueño. Y necesitaba realmente dormir.

Se despertó con el canto de los pájaros que entraba por las ventanas abiertas. Como nunca le había gustado holgazanear en la cama, se levantó, se dio una ducha, se afeitó, se puso un traje de paño inglés y una camisa de seda y encendió el primer cigarrillo del día. En espera de más noticias de Adalbert, había decidido dedicar ese primer día a visitar una ciudad que no conocía pero que, por lo que había visto al llegar, ya le gustaba. Quería también localizar las señas que le había dado Louis de Rothschild.

Tentado por el buen tiempo, pensó en pedir una calesa como había hecho en Varsovia, pues guardaba un recuerdo muy agradable de aquella visita, pero cayó en la cuenta de que en Praga tenía pocas posibilidades de encontrar un cochero que hablara francés, inglés o italiano. Además, la dirección del hombre al que debía ver, Jehuda Liwa, se encontraba en el viejo barrio judío, y si deseaba ser discreto, sería preferible ir a pie. Ya tendría oportunidad de tomar uno de esos vehículos cuando quisiera ir al castillo real para buscar la sombra de Rodolfo II, el emperador cautivo de sus sueños. En cuanto a su propio coche, no saldría del garaje del hotel.

Bajó tranquilamente la gran escalera de madera de teca, gloria del hotel en el que abundaban las maderas preciosas, los ornamentos dorados, las vidrieras, los balcones labrados y las pinturas evanescentes de Mucha. Se acercó al recepcionista y le preguntó si podía facilitarle un plano de la Ciudad Vieja.

—Por supuesto, excelencia. Permítame recomendarle, si dispone de tiempo, visitarla a pie…

—Es una idea excelente —dijo a la espalda de Morosini una voz ya demasiado familiar—. Podríamos hacerlo juntos.

Consternado por este golpe de mala suerte, Aldo se volvió y miró con una especie de horror el traje «deportivo» y la corbata abigarrada de Aloysius C. Butterfield, completados esa mañana con un sombrero de paja ceñido por una cinta rojo vivo: ¡una auténtica enseña! ¿De dónde salía ese mamarracho a una hora tan temprana? ¿Había pasado la noche en el bar? ¿Se había acostado? El aspecto ligeramente arrugado de su traje permitía suponer que no se había cambiado desde el día anterior o incluso que había dormido vestido.

Con todo, Morosini logró componer una sonrisa que sus amigos habrían considerado lo menos natural posible.

—Le ruego que me perdone, señor Butterfield —dijo con toda la amabilidad de que fue capaz—, pero no quisiera hacerle cambiar de planes…

—Oh, no tengo planes concretos —dijo Aloysius—. Llegué anteayer y dispongo de todo mi tiempo. Verá, he venido a petición de mi mujer, para buscar a los miembros de su familia que todavía vivan, si es que hay alguno. Sus padres, que eran de un pueblo de los alrededores, emigraron a Cleveland para trabajar en las fábricas, como tantos otros. Fue justo antes de nacer ella. Y como yo tenía que venir a Europa por negocios, me ha pedido que haga algunas averiguaciones.

—¿Y no le ha acompañado? Es sorprendente, porque debe de tener muchas ganas de conocer este magnífico país.

Butterfield agachó la cabeza y puso la cara de circunstancias que debía de poner en los entierros.

—Le habría gustado mucho, pero está enferma y no puede desplazarse. Me ha pedido que haga fotografías —añadió, señalando una cámara que estaba sobre una mesa cercana.

—Lo siento —dijo Aldo, pero el parlanchín aún tenía algo que añadir.

—¿Comprende ahora por qué estoy tan deseoso de regalarle una joya de las que a ella le atraen? Así que tendrá que pensar bien en el asunto y buscar algo que pueda gustarle. El precio es lo de menos. ¿Qué le parece si hablamos de esto mientras andamos?

Reprimiendo un suspiro de impaciencia, Aldo se decidió a decir:

—Pensaré y, si quiere, hablaremos de ese asunto más tarde. Por el momento, deseo salir solo. No se lo tome a mal, pero cuando visito una ciudad o un paraje por primera vez me gusta recorrerlo solo. No me gusta compartir las emociones. Le deseo que pase un buen día, señor Butterfield —dijo cortésmente, aceptando el plano que el recepcionista le tendía con una mirada que expresaba elocuentemente su compasión. Acto seguido, salió rogando a Dios que el otro hubiera comprendido y no se le ocurriese ir tras él. Al cabo de un momento, ya más tranquilo, dirigió sus pasos hacia el Moldava: la guía del saber vivir de todo visitante que llegaba a Praga lo conducía hacia el puente Carlos, sin duda uno de los más bonitos del mundo.

Guardado por dos altas puertas góticas, alargadas como espadas, el vínculo de piedra tendido sobre el Moldava, entre el Hradcany y la Ciudad Vieja, formaba un camino triunfal sostenido por arcos medievales que pasaban por encima de la corriente rápida y majestuosa cantada por Smetana y bordeado por una treintena de estatuas de santos y santas. El conjunto, erigido en un decorado excepcional y cargado de historia, era impresionante pese a la multitud que el buen tiempo atraía, ruidosa, pintoresca, constituida no sólo por curiosos sino también por cantantes, pintores y músicos. Aldo se detuvo un momento, seducido por los vivos colores y la melodía desgarradora de un violín cíngaro, y al final cruzó casi a regañadientes la alta ojiva de una puerta para acercarse a la segunda maravilla, la plaza de la Ciudad Vieja, dominada por la alta torre Polvorín y las dos agujas de la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, y donde cada casa era una obra de arte. De diferentes colores, suntuosas en su decoración, las viviendas que la rodeaban componían un conjunto arquitectónico sorprendente en el que se codeaban el gótico, el barroco y el renacimiento, al tiempo que, gracias a sus arcadas blancas, daba una gran impresión de armonía.

Morosini recordó de nuevo Varsovia, el Rynek, por donde había disfrutado paseando, aunque aquí era todavía más desconcertante: había, al aire libre, artesanos que trabajaban la piel y la madera, titiriteros, cocinas ambulantes que ofrecían pepino a tiras o en zumo, que a los de Praga les encantaba, además de las famosas salchichas con rábano blanco. Al mismo tiempo, uno se esperaba ver surgir a cada instante el cortejo del burgomaestre camino del encantador ayuntamiento, o incluso de los guardias croatas del emperador conduciendo a un condenado al cadalso. Palomas blancas emprendían el vuelo desde la casa del «unicornio de oro», la del «cordero de piedra» o la de «la campana», pasaban mujeres riendo o charlando con una cesta al brazo, grupos de niños jugaban a la peonza. El tiempo pasado parecía haberse detenido para revivir al ritmo del gran reloj astrológico y zodiacal del ayuntamiento, con su esfera azul y sus personajes animados: Jesucristo, sus apóstoles, la muerte…

Como en Varsovia, también desde la plaza se accedía a la ciudad judía, y Aldo, guiándose por el plano, se dirigía hacia ella cuando, al girar sobre sus talones para contemplar una fachada rosa decorada con una admirable ventana renacentista, vio una figura blanca, un sombrero con cinta roja. ¡No cabía duda! Era el americano armado con su cámara de fotos. Morosini, asaltado por una duda, se escondió detrás de un puesto para observar al indiscreto; una voz secreta le decía que Aloysius lo seguía.

Lo vio volver la cabeza en todas direcciones, sin duda buscándolo. Para asegurarse, salió de su escondrijo y se plantó delante de la estatua del reformador Jan Hus, quemado en Constanza en el siglo XV, que se alzaba como un reproche y una maldición en la punta de la hoguera de bronce. Quería saber si Aloysius iba a abordarlo, pero éste no hizo tal cosa sino que, por el contrario, pasó por el otro lado del monumento. Aldo echó entonces a andar de nuevo, pero en lugar de dirigirse hacia el antiguo gueto se adentró, en el otro lado de la plaza, en las tortuosas y pintorescas calles que formaban la Ciudad Vieja y una vez allí aminoró el paso. Vio un cartel con una jarra rebosante de cerveza, unas ventanas bajas con los gruesos cristales emplomados, y entró en el local. Se sentó a una mesa situada junto a una ventana y al cabo de un momento vio pasar a su perseguidor, que lo había perdido de vista y a todas luces estaba buscándolo. ¡Y eso a él no le gustaba nada!

Mientras bebía una jarra de una excelente cerveza, fresquísima y servida por una bonita muchacha vestida con el traje nacional, se esforzó en pensar en el problema que planteaba ese hombre indiscreto y tenaz. ¿Qué quería exactamente? Pese a su locuacidad y al hecho de que supiera su nombre y profesión, Morosini no acababa de creerse ese deseo tan grande de comprar una joya histórica. No era la primera vez que trataba con americanos, algunos en el límite de lo soportable, como la arrogante lady Ribblesdale, [16] pero ninguno comparable a ese natural de Cleveland. Aquello no era normal.

De pronto, recordando lo que le había dicho Rothschild sobre la configuración peculiar de Praga, llamó a la camarera con una seña.

—Disculpe, Fräulein —dijo, echando un vistazo hacia la calle—, me han dicho que este local tiene otra salida. ¿Es cierto?

—Desde luego, señor. ¿Quiere que se la muestre?

—Es usted muy amable, además de bonita —dijo Morosini, sonriendo, mientras pagaba la cuenta—. Volveré para verla.

El sombrero con la cinta roja acababa de entrar en su campo visual. Butterfield estaba volviendo sobre sus pasos con la intención evidente de entrar en la cervecería, pero, cuando cruzó la puerta, Morosini, guiado por la chica, ya estaba al fondo de un corredor oscuro que llevaba, después de pasar un recodo, a un patio trasero atestado de toneles, al otro lado de los cuales una bóveda cintrada dejaba ver la animación de otra calle. Aldo se precipitó al exterior, se detuvo para orientarse, volvió hacia la plaza de la Ciudad Vieja y fue hasta el punto de donde partía la calle que conducía directamente al gueto, de cuya antigua muralla quedaban algunos restos.

Llegó al barrio de Josef y sus dos obras maestras, el antiguo cementerio judío y la sinagoga Vieja-Nueva, que le interesaba en grado sumo puesto que el hombre al que buscaba, el rabino Jehuda Liwa, estaba a cargo de ella y vivía en una casa cercana. Estuvo un buen rato contemplando el santuario judío, el más viejo de Praga, ya que se remontaba al siglo XIII. Era un venerable edificio situado en una placita y compuesto por una base ancha y baja, sobre la que se alzaba una especie de capilla de doble piñón, rematada por un tejado puntiagudo tan alto que parecía hundir el edificio en la tierra. Aldo lo rodeó dos veces, sin acabar de decidir qué hacer.

Si seguía los consejos del barón Louis, debía esperar que llegara Adalbert, pero algo le decía que sería mejor entregar ya la nota de recomendación. Sin embargo, no se resolvía, retenido por un temor sagrado. Dio unos pasos por las calles estrechas y oscuras del barrio.

Contrariamente al de Varsovia, el gueto de Praga ya no presentaba su antigua arquitectura de callejas sórdidas con casuchas amontonadas. En 1896, el emperador Francisco José lo había hecho demoler a fin de sanear el territorio predilecto de las ratas y los parásitos. Sólo se habían salvado las sinagogas y el pequeño ayuntamiento donde se trataban los asuntos internos de la ciudad judía. No obstante, en menos de treinta años el nuevo barrio había conseguido recuperar su pintoresquismo de antaño gracias a sus casas estrechas, pegadas unas a otras, sus grandes adoquines mal unidos, sus locales de ropavejeros, de zapateros remendones, de chamarileros y de vendedores de comestibles, sus pasajes abovedados y sus escaleras exteriores con ropa tendida. Olores de col, de cebollas cocidas y de sopa de nabo se mezclaban con tufaradas menos nobles, aunque ante los lugares de oración el que predominaba era el de incienso.

Todavía presa de sus dudas, Morosini se disponía a cruzar el muro del viejo cementerio, cuyas lápidas grises, que parecían apoyarse unas en otras o empujarse entre macizos de jazmín o de saúco, le daban el aspecto de un mar cuyas olas hubieran sido inmovilizadas por un genio, cuando de pronto vio a un hombre vestido de negro, con el pelo trenzado bajo un sombrero redondo, que salía de la sinagoga y cerraba cuidadosamente la puerta con una enorme llave. Morosini se acercó.

—Perdone que lo aborde así, pero ¿es usted el rabino Liwa?

Por debajo del reborde del sombrero negro, el hombre escrutó aquel rostro desconocido antes de responder:

—No. Sólo soy su indigno servidor. ¿Qué quiere de él?

El tono hostil no tenía nada de alentador. Aldo, sin embargo, hizo como si no se hubiera percatado.

—Tengo que entregarle una carta.

—Démela.

—Debo entregársela en mano, y puesto que usted no es el rabino…

—¿De quién es esa carta?

Aquello era más de lo que Morosini estaba dispuesto a soportar.

—Empiezo a creer que efectivamente es usted un servidor «indigno». ¿Cómo se permite inmiscuirse en el correo de su señor?

Entre los tirabuzones de cabello negro, el hombre se puso muy colorado.

—¿Qué quiere, entonces?

—Que me lleve a su casa…, ésa —dijo el príncipe, señalando la construcción que ya sabía que era la del rabino—. Y, por supuesto —añadió—, que rae conduzca a su presencia si el rabino accede.

—Venga.

Mirándola más de cerca, la casa parecía mucho más vieja que las vecinas. Sus paredes tenían ese gris profundo que aportan los siglos y sus ventanas, con cristales de color emplomados, eran ojivales, mientras que una estrella de cinco puntas, deteriorada por el paso del tiempo, marcaba la puerta baja que el hombre abrió con una llave casi tan grande como la de la sinagoga. Morosini pensó que aquella vivienda debía de haberse salvado de la demolición.

Siguiendo a su guía, subió una estrecha escalera de piedra que se elevaba en torno a un pilar central, pero cuando llegaron ante una puerta pintada de un rojo apagado y provista de pernios de hierro, el hombre rogó al visitante que le diera la carta y esperase allí.

—Detrás de esa puerta sólo están sus manos. Le aseguro por mi salvación que nadie más la tocará.

Sin contestar, Aldo le dio lo que pedía y se apoyó en la escalera de piedra para aguardar. La espera fue breve. La puerta no tardó en abrirse y su guía, con un respeto inesperado, se inclinó ante él y lo invitó a entrar.

La sala que Morosini descubrió ocupaba toda la planta, como en la Edad Media, pero la similitud no acababa ahí. Pese a que en el exterior hacía sol, altas y gruesas velas colocadas en candelabros de hierro de siete brazos iluminaban una estancia que, a causa de sus bóvedas negras y sus estrechas ventanas con cristales amarillos y rojos emplomados, realmente lo necesitaba. Había allí un hombre, anacrónico también, que debía de resultar imposible olvidar una vez que lo habías visto: muy alto —sobre todo tratándose de un judío—, muy delgado, de hombros huesudos desde los que caía hasta el suelo una larga túnica negra, cabellos blancos y también largos, brillantes como la plata, y tocado con un casquete de terciopelo; pero lo más impresionante era sin duda su rostro barbudo, arrugado, y sobre todo sus ojos oscuros, profundamente hundidos en las órbitas, de mirada ardiente.

El gran rabino permanecía en pie junto a una larga mesa que sostenía libros de magia y un viejo incunable con cubiertas de madera, el Indraraba, el Libro de los Secretos. Se decía que ese hombre no pertenecía a este mundo, que conocía el lenguaje de los muertos y sabía interpretar las señales de Dios. No lejos de él, sobre un atril de bronce, el doble rollo de la Tora descansaba dentro de un estuche de piel y de terciopelo bordado en oro.

Morosini avanzó hasta el centro de la sala y se inclinó con tanto respeto como si estuviera ante un rey, se incorporó y permaneció inmóvil, consciente del examen al que estaban sometiéndolo aquellos ojos relucientes.

Jehuda Liwa dejó sobre la mesa la tarjeta del barón Louis y, con su larga y blanca mano, indicó un asiento a su visitante.

—Así que eres tú el enviado —dijo en un italiano tan perfecto que Morosini se quedó maravillado—. Eres tú el que ha sido elegido para buscar las cuatro piedras del pectoral.

—Eso parece, en efecto.

—¿Cómo llevas la búsqueda?

—Tres piedras han sido puestas ya en manos de Simon Aronov. La cuarta, el rubí, es la que estoy buscando aquí y para la que necesito ayuda. También la necesitaría para localizar a Simón, al que no sé qué le ha pasado, y no le oculto que estoy muy preocupado por él.

Una leve sonrisa relajó un poco las facciones severas del gran rabino.

—Tranquilízate. Si el dueño del pectoral hubiera dejado de ser de este mundo, yo estaría informado de ello. De todas formas, él sabe desde hace tiempo, como también tú debes de saberlo, que su vida pende de un hilo. Hay que rezar a Dios para que ese hilo no se rompa antes de que haya realizado su tarea. Es un hombre de un inmenso valor.

—¿Sabe dónde está? —preguntó Morosini casi tímidamente.

—No, y no intentaré averiguarlo. Creo que se esconde y que su voluntad debe ser respetada. Volvamos al asunto del rubí. ¿Qué te hace pensar que está aquí?

—En realidad, nada… O todo…, todo \o que he podido averiguar hasta el día de hoy.

—Cuéntame. Dime lo que sabes.

Morosini hizo entonces un relato lo más completo y detallado posible de su aventura española, sin omitir nada, ni siquiera el hecho de que había permitido a un ladrón conservar el fruto de su robo.

—Quizá repruebe mi comportamiento, pero…

Liwa restó importancia al hecho haciendo un rápido ademán.

—Los asuntos policiales no me incumben. Y a ti tampoco. Ahora déjame pensar.

Transcurrieron largos minutos. El gran rabino se había sentado en su alto sillón de madera negra y, con una mano en la barbilla, parecía perdido en una ensoñación.

Salió de ella para ir a consultar un rollo de grueso papel amarillento, que cogió de una estantería situada detrás de él y desenrolló con ambas manos. Al cabo de un momento, lo dejó en su sitio y dijo a su visitante:

—Esta noche, a las doce, haz que te lleven al castillo real. A la derecha de la verja monumental encontrarás, en un hueco, la entrada de los jardines. Allí me reuniré contigo.

—¿El castillo real? Pero… ¿no es ahora la residencia del presidente Masaryk?

—Te cito ahí precisamente para evitar la entrada principal y a los centinelas. De todas formas, el edificio al que iremos está muy apartado de la sede de la República. Voy a llevarte al pasado y no tendremos nada que temer del presente… Ahora vete, y sé puntual. A las doce.

—Allí estaré.

Morosini se encontró en el exterior con la impresión de regresar de esa inmersión en el pasado que le habían anunciado para la noche. La animación de la calle lo ayudó a recuperarse. Se encontró con un mercado, una sorprendente mezcla de ropavejeros, verduleros, músicos ambulantes, zapateros remendones, vendedores de pollos y una infinidad de pequeños oficios más, como en Whitechapel, pero el espléndido sol, los árboles cargados de hojas y los saúcos en flor del viejo cementerio ponían una nota alegre y aportaban una gracia que no poseía el barrio judío inglés. Vagó un rato entre aquel animado desorden, entró, llevado por la costumbre, en la tienda de un chamarilero que parecía un poco menos mugrienta que las demás —había encontrado algunas veces objetos sorprendentes en establecimientos de ese tipo—, regateó por seguir la tradición el precio de un frasco de cristal de Bohemia, de un bonito rojo intenso, declarado del siglo XVIII cuando en realidad era del XIX pero que merecía ser comprado. Como buen veneciano, le gustaban los objetos de cristal y no tenía inconveniente en admitir que en Francia o en Bohemia podían encontrarse piezas tan bonitas como en Murano.




Cuando el reloj del campanario dio las doce del mediodía, Morosini se preguntó si debía ir a comer al hotel. La respuesta fue que no: regresar al hotel era exponerse a caer en las garras del americano. Se decidió por la cervecería Mozart, la más bonita de la Ciudad Vieja. Los planes que hizo para la tarde, mientras degustaba un gulash que podría haber resucitado a un muerto por lo generoso que se había mostrado el cocinero con el pimentón picante, consistían en estudiar el terreno de su expedición nocturna. Tomaría un coche para ir al Hradcany, visitaría los palacios abiertos al público y también la famosa catedral de San Vito. Faltaba saber en qué invertiría el tiempo después de cenar. ¿Cómo se las arreglaría para escapar al asedio de Butterfield, que estaría en el bar hasta muy tarde?

Y desde el bar era perfectamente posible vigilar la salida del hotel.

De pronto, la mirada de Aldo se detuvo en un pequeño cartel colocado dentro de un marco de madera barnizada. Anunciaba una representación de Don Giovanni para esa misma noche. Eso es al menos lo que le pareció entender. El camarero que le servía se lo confirmó: esa noche, el Teatro de los Estados daba una función de gala.

Y como era la sala donde la obra había sido estrenada en 1787, sin duda sería una velada memorable.

—¿Cree que será posible aún encontrar localidades? —Depende de cuántas.

—Sólo una.

—Sí, me extrañaría mucho que el señor viera frustrado su deseo. Si se hospeda en un gran hotel, el recepcionista podría encargarse de hacer la reserva.

—Buena idea. Llame por teléfono al Europa.

Al cabo de un momento, Morosini tenía su entrada, remataba la comida con un café honorable y después pedía un coche. Empezó por hacerse llevar al Teatro de los Estados para localizar el emplazamiento y luego, desde allí, directamente a la entrada del castillo real. Como poseía un sentido muy fino de la orientación, estaba seguro de recordar el camino sólo con recorrerlo una vez. Y esa noche, la única solución para no despertar la curiosidad de nadie sería ir en su propio coche.

La tarde pasó deprisa. Para un amante del arte, la visita de la colina real poseía ingredientes de sobra para contentar hasta a los más exigentes, sin contar la admirable vista sobre la «ciudad de las cien torres», cuyos tejados de cobre, que el tiempo había cubierto de cardenillo, conservaban en algunos puntos algo del brillo que había dado a Praga el sobrenombre de la Ciudad Dorada. Los pocos edificios modernos se fundían con el esplendor de las antiguas construcciones y la larga curva del Moldava, con sus viejos puentes de piedra y sus islas verdeantes, formaba alrededor de los barrios antiguos una cinta azulada a la que el sol hacía lanzar destellos. La capital bohemia parecía un inocente ramo de flores. Sin embargo, Morosini sabía que esa ciudad siempre había atraído las manifestaciones de lo sobrenatural. Las tradiciones paganas se habían mezclado allí con las de la Cábala judía y con las creencias más oscuras del cristianismo. Había sido el refugio de los brujos, los demonios, los magos y los alquimistas que las riquezas minerales de la tierra hacían proliferar. En cuanto a ese palacio rodeado de jardines en lo alto de la colina, era el lugar idóneo para seducir a un emperador enamorado de la belleza, la fantasía y los sueños, pero temeroso tanto de los hombres como de los dioses y cuya primera juventud, pasada en la lúgubre corte de su tío, Felipe II de España, e iluminada por las llamas de las hogueras de la Inquisición, había predispuesto a la melancolía y a la soledad y que detestaba más que cualquier otra cosa el ejercicio del poder. No obstante, ese soberano casi ajeno a su función inspiraba un prodigioso respeto a sus súbditos. Ello se debía especialmente a su majestad natural, a la nobleza de sus actitudes, a su silencio, pues hablaba poco, y sobre todo a su mirada enigmática, cuya verdad nadie era capaz de descifrar. Una cosa era segura: ese hombre jamás había conocido la felicidad, y la presencia del rubí maléfico entre sus fabulosos tesoros quizá no fuera ajena a ello.

Morosini iba pensando en él de regreso al Europa. Y estaba tan cautivado por la magia que emanaba de lo que había visto y volvería a ver en el corazón de la noche que había olvidado al americano. Sin embargo, allí estaba, instalado en el bar. Cuando Aldo lo vio era demasiado tarde, pero, gracias a Dios, Aloysius parecía haber encontrado otra víctima: estaba hablando con un hombre delgado y moreno, de tipo mediterráneo.

Mientras se precipitaba hacia el ascensor, Aldo tuvo la fugaz impresión de que lo había visto en alguna parte, pero había conocido a tantas personas diferentes en sus numerosos viajes que no intentó ahondar en la cuestión.

Cuando bajó al vestíbulo, Butterfield, con el que se encontró de cara, miró estupefacto sus seis pies de aristocrático esplendor antes de exclamar:

Gee!... ¡Qué elegante! ¿Adónde va así?

—Como ve, voy a salir. Y permítame no hacer públicas mis citas.

—Sí, sí, por supuesto. Páselo bien —gruñó el americano, decepcionado.

El automóvil, pedido por teléfono, esperaba delante del hotel. Aldo se sentó al volante, encendió un cigarrillo y arrancó con suavidad. Unos instantes después, aparcaba delante del teatro, donde entró al mismo tiempo que un público elegante que no tenía nada que envidiar al que frecuentaba la Ópera de París, de Viena y de Londres o su querido teatro de la Fenice de Venecia. La sala era deliciosa con sus tonos verde y oro, un poco pasados, aunque eso hacía el encanto todavía más presente. En cambio, cuando consultó el programa Morosini reprimió un juramento: la cantante que interpretaba el papel de Zerlina era el ruiseñor húngaro que durante unas semanas lo había ayudado a sobrellevar el tedio a finales del invierno del año anterior. De repente lamentó que el recepcionista del hotel le hubiera conseguido, gracias a su celo, un sitio tan bueno: si Ida se percataba de su presencia, llegaría a Dios sabe qué conclusión en su propio beneficio y él tendría todas las dificultades del mundo para librarse de ella.

Estuvo a punto de levantarse para buscar otro asiento, pero la sala ya estaba llena. En cuanto a marcharse, no podía andar recorriendo cervecerías o tabernas vestido de etiqueta. Pero no tardó en tranquilizarse: la dama que se sentó a su lado, acompañada de un caballero menudo e incoloro, era una persona imponente, desbordante a la vez de exuberantes carnes y de plumas negras que debían de haber pertenecido a una manada entera de avestruces. Pese a su altura, Morosini desapareció parcialmente detrás de esa pantalla providencial, se sintió a gusto y pudo disfrutar apaciblemente de la divina música del divino Mozart. Al menos hasta el final del entreacto.

Cuando se encendieron las luces de la sala, se apresuró a salir para tomar en el bar una copa acompañada de unas pastas saladas —no había tenido tiempo de cenar—, pero, desgraciadamente, cuando volvió a su sitio encontró a una acomodadora que le entregó una nota dirigiéndole una mirada de complicidad: lo habían pillado.


¡Qué detalle que hayas venido! —escribía la húngara—. Naturalmente, cenamos juntos. Ven a buscarme después de la función. Te quiere como siempre, tu Ida.


¡Menudo desastre! Si no respondía de uno u otro modo a la invitación de su antigua amante, era capaz de buscarlo por toda la ciudad y pasaría por un auténtico grosero. Pero por lo menos esa noche tendría que prescindir de él. Ni por todo el oro del mundo faltaría a la extraña cita del gran rabino.

No obstante, se obligó a mantener la calma, esperó a que el segundo acto estuviera bien avanzado y a que doña Ana hubiera terminado entre «bravos» el aria Crudele? Ah no! Mio ben! para salir de debajo de las plumas y escabullirse discretamente. Una vez fuera de la sala, encontró a la acomodadora que le había dado la nota y sacó un billete de la cartera.

—Por favor, ¿podría llevarle esto a Fräulein De Nagy cuando la función haya terminado?

En el reverso de la nota que había recibido, escribió rápidamente unas palabras:


Como has adivinado, he venido para escucharte, pero después tengo un asunto importante que resolver.

No nos será posible cenar juntos. Recibirás noticias mías mañana. No me lo tengas en cuenta. Aldo.


Mientras doblaba el papel para meterlo en el sobre, añadió:

—Al llegar he visto a una florista junto al teatro. ¿Le importaría ir a comprar dos docenas de rosas para unirlas al mensaje? Yo tengo que irme.

La importancia del nuevo billete aparecido entre los dedos de aquel hombre tan seductor amplió más la sonrisa de la mujer. Ésta lo cogió todo e hizo una pequeña reverencia.

—Lo haré, señor, no se preocupe. Aunque es una lástima que no pueda quedarse hasta el final. Promete ser triunfal.

—Me lo imagino, pero no siempre puede uno hacer lo que desea. Gracias por su amabilidad.

Al entrar en el coche, Aldo dejó escapar un suspiro de alivio. La reacción de Ida le importaba un comino; no tenía ninguna intención de volver a verla. Lo que contaba era estar a medianoche junto a la entrada del castillo real. En ese momento oyó sonar las once en el histórico reloj y pensó que llegaría muy pronto, pero era preferible eso que hacer esperar a Jehuda Liwa. Así tendría tiempo para buscar un lugar tranquilo donde aparcar el coche.

Se puso en marcha despacio para seguir escuchando el débil eco de la música. En Praga, además, igual que en Viena, siempre había una melodía, el eco de un violín, de una flauta de Pan o de una cítara flotando en el aire, y ése no era uno de sus menores encantos. Con todas las ventanillas bajadas, Aldo aspiró los olores de la noche, pero pensó que el tiempo podría muy bien estropearse. En el cielo, todavía claro cuando había llegado al teatro, estaban acumulándose pesadas nubes. Ese día había hecho calor y el sol, al ponerse, no había abierto la puerta al fresco. El lejano rugido de un trueno anunciaba que se preparaba una tormenta, pero Morosini no le concedió ninguna importancia. Intuía que una aventura fuera de lo común lo esperaba y sentía una excitación secreta nada desagradable. Ignoraba por qué el rabino lo llevaba allí, pero el hombre era en sí mismo tan fabuloso que él no habría cedido su lugar ni por todo un imperio.

Mientras el pequeño Fiat subía las cuestas del Hradcany, Aldo tenía ya la impresión de estar sumergiéndose en un mundo desconocido y enigmático. Las calles oscuras, tan silenciosas que el ruido del motor producía una sensación de incongruencia, apenas estaban iluminadas por antiguas farolas muy separadas unas de otras. Arriba de todo, el inmenso castillo de los reyes de Bohemia dibujaba una masa negra. De vez en cuando, los faros iluminaban el doble fulgor de los ojos de un gato. Hasta que no llegó a la plaza Hradcanské, donde se encontraban las verjas monumentales del castillo, Morosini no tuvo la impresión de regresar al siglo XX: unas farolas iluminaban los ocho grupos escultóricos situados sobre las columnas repartidas a lo largo de la verja con el monograma de María Teresa, así como las garitas de rayas grises y blancas que albergaban a los centinelas encargados de la protección del presidente.

Poco deseoso de atraer la atención de los soldados, Morosini aparcó el coche junto al palacio de los príncipes Schwarzenberg, lo cerró y subió hacia el hueco donde se abría la doble arcada que conducía a los jardines, cerrados también por verjas. Por extraño que pareciera, ése era el lugar de la cita, y Aldo se dispuso a esperar fumando un cigarrillo tras otro. Al principio, el silencio le pareció total; luego, poco a poco, a medida que pasaba el tiempo, empezaron a llegarle ligeros ruidos: los lejanos de la ciudad al borde del sueño, el vuelo de un pájaro, el maullido de un gato. Y después empezaron a caer gotas de lluvia en el mismo momento en que, en alguna parte situada hacia el norte, un relámpago iluminaba el cielo como un puñado de magnesio ardiendo. En ese preciso instante, la catedral de San Vito dio las doce, la verja giró sobre sus goznes de hierro sin hacer ruido y la larga silueta negra de Jehuda Liwa apareció. El gran rabino indicó por señas a Morosini que se acercara. Éste tiró el cigarrillo y obedeció. Detrás de él, la verja se cerró sola.

—Ven —murmuró el gran rabino—. Dame la mano.

La oscuridad era profunda y hacían falta los ojos de la fe para orientarse a través de esos jardines poblados de estatuas y de pabellones.

Sujeto por la mano firme y fría de Liwa, Aldo llegó a una escalera monumental que atravesaba los edificios del palacio. Más allá había un gran patio dominado por las agujas de la catedral, cuyo pórtico principal quedaba justo frente a la bóveda, pero Morosini apenas tuvo tiempo de situarse, pues enseguida cruzaron una puerta baja en lo que reconoció como la parte medieval del castillo. Como había estado por la tarde, tenía aún los recuerdos muy frescos y sabía que se dirigían hacia la inmensa sala Vladislav, que ocupaba todo el segundo piso del edificio. El guía había dicho que era la sala profana más grande de Europa, y ciertamente recordaba bastante el interior de una catedral, con su alta bóveda de caprichosas nervaduras, auténticos entrelazados vegetales, complicados y sin embargo armoniosos. Era una joya del gótico flamígero, aunque sus altas ventanas exhibían ya los colores del Renacimiento.

—Los reyes de Bohemia y más tarde los emperadores recibían aquí a sus vasallos —dijo el gran rabino sin tomarse la molestia de bajar la voz—. El trono estaba colocado contra esa pared —añadió, señalando la pared del fondo.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Morosini con voz queda.

—Hemos venido a buscar la respuesta a la pregunta que me has hecho esta mañana: ¿qué hizo el emperador Rodolfo con el rubí de su abuela?

—¿En esta sala?

—A mi entender, es el lugar más apropiado. Ahora, calla, y veas lo que veas, oigas lo que oigas, permanece en silencio y tan inmóvil como si fueras de piedra. Ponte junto a esa ventana y mira, pero piensa sólo en esto: un sonido, un gesto, y eres hombre muerto.

La tormenta ya se había desencadenado e iluminaba intermitentemente la sala, pero los ojos de Morosini se habían acostumbrado a la oscuridad.

Pegado al profundo vano de una de las ventanas, Aldo vio a su compañero situarse en medio de la sala, a unos diez metros de la pared desnuda ante la que en otros tiempos se hallaba el trono de un imperio. De su larga túnica, sacó varios objetos: primero una daga, con ayuda de la cual trazó en el aire un círculo imaginario cuyo centro era él; después, cuatro velas que se encendieron solas y que él colocó sobre las baldosas, al norte, al sur, al este y al oeste de su posición. Las inmensas lianas de la bóveda parecieron cobrar vida propia, como si una cuna de ramas acabara de nacer sobre ese sacerdote de otra época.

El rabino había dejado de moverse. Con la cabeza inclinada sobre el pecho, se hallaba inmerso en una profunda meditación que se prolongó varios minutos. Por fin, tras erguir el cuerpo por completo, echó la cabeza hacia atrás, levantó los dos brazos en vertical y pronunció con voz potente lo que al observador mudo le pareció una súplica en hebreo. Luego bajó los brazos, irguió la cabeza e inmediatamente tendió hacia la pared la mano derecha con los dedos separados, en un gesto imperioso, y pronunció lo que tanto podía ser un llamamiento como una orden. Entonces sucedió algo increíble. Sobre esa pared desnuda se dibujó una forma, borrosa e imprecisa al principio, como si las piedras emitieran una luz oscura. Un cuerpo inmaterial dentro de unos ropajes rojos y, sobre él, un rostro doliente: el de un hombre de facciones grandes, medio ocultas por una barba y un largo bigote de un rubio rojizo que enmarcaban unos labios duros. Los rasgos llenos de nobleza expresaban sufrimiento y la mirada sombría parecía anegada de lágrimas, pero sobre la frente de la aparición se distinguía la forma vaga de una corona.

Entre el gran rabino y el espectro se entabló un extraño diálogo casi litúrgico en una lengua eslava de la que Morosini, fascinado y aterrado a la vez, no entendió una sola palabra. Los responsorios se sucedían, algunos largos pero la mayoría cortos. La voz de ultratumba era débil, la de un hombre en el límite de sus fuerzas. El brazo tendido del rabino parecía arrancarle las palabras. Las últimas fueron pronunciadas por éste y, por su dulzura, por la compasión que expresaban, Aldo comprendió que, además de ser una oración, estaban destinadas a proporcionar sosiego. Por fin, lentamente, muy lentamente, Jehuda Liwa bajó el brazo. Al mismo tiempo, el fantasma pareció disolverse en la pared.

Sólo se oía el rugido de los truenos alejándose. El gran rabino estaba inmóvil. Con las manos cruzadas sobre el pecho, seguía rezando, y Morosini, en su rincón, susurró mentalmente las palabras del De profundis. Finalmente, sin moverse aún, con un leve gesto, el mago pareció ordenar alas velas que se apagaran. Se agachó para recogerlas y se acercó al hombre transformado en estatua que lo esperaba. Tenía el semblante lívido y sus facciones acusaban un profundo cansancio, pero todo su ser reflejaba el triunfo.

—Ven —se limitó a decir—. Ya no tenemos nada que hacer aquí.

7. Un castillo en Bohemia


En silencio, se marcharon de la vieja morada, pero, en lugar de volver hacia los jardines, salieron del ala medieval a la plaza que separaba el ábside de la catedral y el convento de San Jorge, recorrieron la calle del mismo nombre, apenas iluminada, y se adentraron en angostas y oscuras arterias que parecían fallas entre los muros severos de algunas casas nobles o religiosas sin que Morosini hiciera ninguna pregunta. Todavía conmocionado por lo que acababa de presenciar, no estaba muy lejos de creer que el hombre al que seguía lo había trasladado, empleando la magia, a los tiempos de Rodolfo, y esperaba ver surgir en cualquier momento de las tinieblas circundantes alabarderos empuñando sus armas, lansquenetes monstruosos, sirvientes transportando presentes o incluso la escolta de algún embajador.

No despertó de esa especie de sueño hasta el momento en que el gran rabino abrió ante él la puerta de una casita baja pintada de verde manzana, una diminuta casa similar a las vecinas, de colores variados. Recordó entonces haberlas visto durante el día y supo que lo habían llevado a lo que llamaban el callejón del Oro, o de los Orífices. Adosado a la muralla, desde lo alto de la cual se dominaban sus tejados, todos iguales, había sido construido por Rodolfo II para que albergara, según la leyenda, a los alquimistas que el emperador mantenía. [17]

—Pasa —dijo Liwa—. Esta casa es de mi propiedad. Aquí podremos hablar tranquilamente.

Los dos hombres tuvieron que inclinarse para entrar. Junto al hogar apagado se apiñaban una mesa, un aparador sobre el que había un candelero que el rabino encendió, dos sillas, un reloj de pared y una estrecha escalera que subía a un piso con el techo todavía más bajo. Morosini se sentó en la silla que le indicaban mientras que su anfitrión se acercó al aparador para coger un vaso y una frasca de vino, llenó el primero con el contenido de la segunda y se lo ofreció:

—Bebe. Debes de necesitarlo. Estás muy pálido.

—No me extraña. Siempre impresiona ver que se abre ante ti una ventana a lo desconocido…, al más allá.

—No creas que me someto a menudo a esta clase de experiencias, pero para los hijos de Israel es preciso que el rubí aparezca y no había otro medio. Sabes con quién acabo de hablar, ¿verdad?

—He visto retratos suyos. Era… Rodolfo II, ¿no?

—En efecto, era él. Y tenías razón al pensar que esa piedra, la más maléfica de todas, no ha salido de Bohemia.

—¿Está aquí?

—¿En Praga? No. Enseguida te diré dónde, pero antes tengo que contarte una historia horrible. Es preciso que la conozcas para saber hasta dónde deberás llegar y para que no cometas la locura, una vez encontrada la gema, de llevártela tranquilamente a fin de entregársela a Simón. Tienes que traérmela primero a mí, y lo más rápido que puedas, para que yo la vacíe de su carga asesina; de lo contrario, te expondrías a ser tú mismo víctima de ella. Vas a jurar que vendrás a ponerla en mis manos. Después te la devolveré. ¿Lo juras?

—Lo juro por mi honor y por la memoria de mi madre, que fue víctima del zafiro —dijo Morosini con voz firme—. Pero…

—No me gustan las condiciones.

—No es una condición, sino un ruego. Puesto que todo parece obedecerle, ¿tiene usted poder para liberar a un alma en pena?

—¿Te refieres a la parricida de Sevilla?

—Sí. Le prometí que haría cuanto estuviera en mi mano para ayudarla. Me parece que su arrepentimiento es sincero y…

—Y sólo un judío puede liberarla de la maldición de otro judío. No temas: cuando el rubí haya perdido su poder, la hija de Diego de Susan podrá descansar. Ahora, presta atención. Y bebe si te apetece.

Sin hacer caso del gesto negativo de Morosini, el anciano llenó de nuevo el vaso; después apoyó la espalda en la silla y cruzó las largas manos sobre las rodillas. Finalmente, sin mirar a su visitante, empezó:

—En el año 1583, Rodolfo tenía treinta y un años. Ocupaba el trono imperial desde los siete, y aunque estaba prometido a su prima, la infanta Clara Eugenia, no se decidía a celebrar la boda. La indecisión fue, por lo demás, su defecto más grave. Pese a que le gustaban las mujeres, el matrimonio le daba miedo y se contentaba con saciar sus necesidades viriles con muchachas humildes o mujeres fáciles. Su corte, a la que afluían artistas, sabios y también charlatanes, era en aquella época muy alegre y brillante. El pintor Arcimboldo, el hombre de las caras extrañas que fue para él lo que Leonardo da Vinci fue para Francisco I en Francia, organizaba fiestas, inventaba danzas, espectáculos y sobre todo bailes de disfraces, que encantaban al emperador. Fue en una de esas fiestas donde se fijó en dos jóvenes de una gran belleza. Se llamaban Catalina y Octavio y, para sorpresa de Rodolfo, que no los había visto nunca hasta entonces, eran hijos de uno de sus «anticuarios», Jacobo da Strada, natural de Italia, como Arcimboldo, y tan apuesto también que Tiziano le había dedicado un lienzo. Catalina y Octavio se parecían de un modo extraordinario, y al verlos, el emperador quedó profundamente impresionado, quizás incluso más que aquellos dos jovencitos ante la majestad del soberano. Le parecieron tan excepcionales que creyó que eran seres sobrenaturales y deseó mantenerlos a su lado.

»El padre se convirtió en conservador de las colecciones y Octavio, a quien Tintoretto pintaría un día, en encargado de la biblioteca. En cuanto a Catalina, fue durante años la compañera de Rodolfo, y era tan discreta que, con excepción de los familiares, nadie sospechó la existencia de esa relación. Era cariñosa y quería al emperador, a quien dio seis hijos.

»El primero, Julio, nació en 1585 y Rodolfo quedó enseguida prendado de él. Deploraba que no pudiera ser su heredero, pese a las advertencias de Tycho Brahe, su astrónomo-astrólogo: según el horóscopo de su nacimiento, el niño sería excéntrico, cruel y tiránico. Si reinaba, sería una especie de Calígula, y en cualquier caso el pueblo no lo aceptaría jamás. Desconsolado pero resignado, el emperador, pese a todo, lo hizo criar a su lado de un modo principesco. Por desgracia, el horóscopo resultó ser exacto: el niño presentaba todas las taras de los Habsburgo, exactamente igual que su primo carnal don Carlos, hijo de Felipe II. A los nueve años se le declaró una epilepsia y hubo que vigilarlo de cerca, lo que no le impedía escaparse con una astucia que desanimaba a cuantos le rodeaban. Cuando tenía dieciséis años empezaron a correr rumores: el príncipe atacaba a sus sirvientas, raptaba niñas para hacerlas azotar, maltrataba a los animales. Un día provocó un escándalo terrible por pasearse desnudo por las calles de Praga persiguiendo como un sátiro a las mujeres que encontraba a su paso. El pueblo protestó y el emperador, apenado, decidió alejarlo de la capital. Y como Julio era amante de la caza, le dio como residencia el castillo de Krumau, en el sur del país… ¿Qué ocurre?

—Perdone que lo interrumpa —dijo Morosini, que se había estremecido al oír ese nombre—, pero no es la primera vez que oigo hablar de Krumau.

—¿Quién te ha hablado de ese lugar?

—El barón Louis. Parece ser que Simón Aronov tiene una propiedad en los alrededores.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Es extraño, porque el rubí está precisamente en Krumau. Es… digamos una coincidencia, pero voy a proseguir mi relato. En sus nuevos dominios, Julio era dueño y señor, pero las órdenes eran tajantes: en ningún caso debía volver a Praga. Sólo su madre podía visitarlo. Muy pronto, el terror empezó a reinar en la región. El «príncipe», que era un fanático de la caza, tenía una jauría de perros que espantaban incluso a los muchachos encargados de cuidarlos. Además, como Krumau era un gran centro de curtido de pieles, había instalado una curtiduría en el castillo, así como un taller de taxidermia: desollaba animales y rellenaba las pieles con paja o las curtía, según su capricho. Las noches estaban dedicadas a celebrar orgías. Conseguían muchachas pagándoles, a veces raptándolas, y algunas no regresaron nunca. El miedo iba en aumento.

»Al principio, un miedo mudo, pues nadie se atrevía a informar al emperador. Este adoraba a su primogénito y, sabiendo que, como a él, le gustaban las joyas, sobre todo los rubíes, con motivo de su dieciocho cumpleaños le regaló la magnífica piedra que Khevenhüller había traído de España. Julio manifestó una alegría casi demencial, la hizo montar en el extremo de una cadena y no se separó de ella jamás.

»Una tarde, mientras volvía de cazar, se encontró en su camino con una muchacha muy joven, casi una niña, pero tan bella que se enamoró inmediatamente de ella y la llevó al castillo. Nada más llegar, la violó. La pequeña, aterrorizada, huyó durante la noche, pero, debilitada por lo que acababa de sufrir, se desvaneció al borde del estanque, donde los guardias la encontraron al amanecer con el cuerpo lleno de cortes. Naturalmente, informaron a su señor, que la llevó personalmente al castillo. Esta vez la encerró en su habitación y prohibió a los criados que se acercaran. Todas las noches la oían gritar, llorar, pedir clemencia. Su padre, barbero en la ciudad, finalmente se atrevió a ir al castillo para reclamarla. Aquello desencadenó la furia de Julio, que la emprendió a golpes contra él con la hoja de la espada hasta echarlo.

»Sin embargo, al cabo de un mes la pobre criatura consiguió escapar y se refugió en casa de sus padres. Julio fue a reclamarla. Le dijeron que no la habían visto; entonces, loco de rabia, se apoderó del padre y le dijo a la madre, deshecha en lágrimas, que si su hija no iba a reunirse con él esa noche mataría a su marido. Y por la noche, la jovencita regresó. Julio se mostró encantador; despidió al padre con presentes y palabras amistosas: amaba a su "palomita" y pensaba casarse con ella. La noche siguiente sería su noche de bodas. El hombre se marchó un poco más tranquilo.

Jehuda Liwa hizo una pausa y respiró hondo, como si se preparara para pasar un mal trago.

—Al día siguiente, los criados, al no poder abrir la puerta de la habitación y no oír ningún ruido, se decidieron a derribarla. Estaban acostumbrados a las crueldades de su señor, pero el espectáculo que descubrieron los hizo retroceder de horror. La habitación estaba patas arriba, los colchones rajados, las alfombras manchadas de sangre y sembradas de jirones de carne. En medio de todo eso, Julio, completamente desnudo, aunque con la cadena de la que colgaba el rubí puesta, abrazaba llorando el cuerpo… o lo que quedaba del cuerpo de la joven: estaba despedazada, tenía los dientes rotos, los ojos hundidos, las orejas cortadas, las uñas arrancadas.

»Los guardias consiguieron sacar de allí a Julio, extraviado y medio inconsciente. Reunieron los restos de la muerta en una sábana a fin de darles cristiana sepultura e informaron al emperador. Era el 22 de febrero de 1608.

»Rodolfo fue a Krumau. Tenía el corazón partido, pero dio las órdenes que debía dar. Era preciso, ante todo, sofocar el escándalo de ese crimen abominable. Los padres de la muchacha recibieron una fortuna y tierras para que se marcharan lejos de allí. En cuanto a Julio, que había perdido totalmente la razón, lo encerraron en sus aposentos, tapiaron las puertas y pusieron gruesos barrotes en las ventanas. Con excepción de dos sirvientes fieles, nadie lo vio nunca más, pero lo oían gritar todas las noches. No soportaba ninguna prenda de vestir y vivía desnudo como un animal. Cuatro meses más tarde lo encontraron muerto y el emperador, que había ordenado ese fin, jamás halló consuelo. Enterraron al joven en la capilla del castillo.

Cuando la voz del gran rabino se apagó, Morosini sacó un pañuelo, se secó el sudor de la frente, se sirvió vino y se lo bebió de un trago. Esa inmersión en un pasado abominable le resultaba penosa, pero ante aquellos ojos oscuros y atentos que lo observaban se esforzó en disimular su emoción.

—¿Es eso —dijo por fin— lo que el emperador le ha revelado?

—No. No ha hablado tanto. Yo ya conocía esa terrible historia; de lo que no sabía nada es del rubí. Ahora sé dónde está, pero no creo que te alegres mucho cuando te lo diga. Tus dificultades no han acabado, príncipe Morosini.

—¿Dónde está?

—Continúa en Krumau… y continúa en el cuello de Julio. Su padre exigió que se lo dejaran puesto.

Aldo se enjugó de nuevo la frente. Notaba que un sudor helado le bajaba por la espalda.

—No querrá decir que voy a tener que…

—¿Violar una sepultura? Sí. Y yo, que siento un gran respeto por los muertos, te animo a que lo hagas. Es preciso, aunque sólo sea por la paz del alma de ese desgraciado loco y por la redención de la de la sevillana. Pero además, y sobre todo, el pectoral debe ser reconstruido. El futuro de Israel depende de ello.

—Es terrible —murmuró Morosini—. Le juré a Simón Aronov que no retrocedería ante nada, pero esta vez…

—¿Tanto miedo tienes? —rugió el rabino—. ¿De qué? Los arqueólogos modernos no dudan en entrar, en nombre de la ciencia, en las tumbas de personajes muertos hace cientos y cientos de años.

—Lo sé. Un amigo mío ejerce esa profesión y no tiene ninguna clase de escrúpulos.

—Y sin embargo, lo que ellos hacen es infinitamente más grave. Sacan los cuerpos de los difuntos para exponerlos a la curiosidad pública en toda su miseria. Tú sólo tendrás que retirar la piedra, sin turbar el sueño de Julio, y una vez que lo hayas hecho ese sueño será más plácido. Pero no podrás hacerlo solo. No sé qué vas a encontrar allí: una losa de piedra, un sarcófago… ¿Puede ayudarte alguien?

—Contaba con este amigo egiptólogo, pero parece que va a tardar.

—Espera un poco. Si no viene, te daré una carta para el rabino de Krumau. Él encontrará a alguien que te ayude.

—Por cierto, ¿dónde está Krumau?

—Más de cuarenta leguas al sur de Praga, en el alto valle del Moldava. El castillo, que pertenece al príncipe Schwarzenberg, fue durante mucho tiempo una fortaleza a la que han añadido construcciones más agradables. La capilla está en la parte antigua. No puedo decirte nada más. Ahora te acompañaré hasta la entrada de los jardines…, pero no te vayas sin haber venido antes a verme. Intentaré ayudarte todo lo que pueda.

Cuando hubo regresado al coche, Aldo permaneció un rato sentado al volante, sin moverse. Se sentía aturdido, abrumado por esas horas vividas fuera del tiempo. Necesitaba inmovilidad y, sobre todo, silencio, y a esas horas de la noche era absoluto, profundo, parecía fuera del tiempo también.

Después encendió un cigarrillo y lo saboreó con tanta voluptuosidad como si llevara días sin fumar. Se sintió apaciguado y pensó que ya iba siendo hora de volver al hotel. El automóvil recorrió las pendientes del Hradcany y condujo a su dueño hacia el mundo más prosaico de los vivos.

Eran más de las tres de la madrugada cuando llegó al Europa, sumido en la penumbra. El bar estaba cerrado, lo que le produjo un gran placer: temía un poco ver aparecer a su pesadilla americana, con una sonrisa estereotipada y una jarra de cerveza en la mano. Todo estaba en calma. El portero de noche lo saludó y le dio su llave, acompañada de un papel doblado por la mitad que estaba en el casillero.

—Hay un mensaje para su excelencia.

Morosini desdobló el papel y estuvo a punto de gritar de alegría:


Estoy en la habitación 204, justo al lado de la tuya, pero, por el amor de Dios, déjame dormir. Me contarás tus calaveradas mañana.


Era de Vidal-Pellicorne.

Morosini se habría arrodillado de buen grado para dar gracias al Señor. Era un alivio inmenso saber que Adalbert estaría con él para afrontar la prueba que lo esperaba. Se dirigió hacia el ascensor muy animado. De repente, la vida le parecía mucho más bella.




Morosini acababa de abrir los ojos cuando Adalbert entró en su habitación precedido de una mesa con ruedas con un copioso desayuno para dos. Dado que las efusiones eran raras entre ellos, el arqueólogo miró primero a su amigo, sentado en la cama, y luego las elegantes prendas dejadas de cualquier manera con mirada crítica.

—Lo que me imaginaba. No te aburriste.

—¡Ni un momento! Primero Don Giovanni, en el Teatro de los Estados, y luego una impresionante audiencia imperial, seguida de una interesante conversación con un hombre del que no estoy seguro que no tenga tres o cuatro siglos de existencia. Y tú, ¿de dónde vienes? —añadió Aldo poniéndose a buscar las zapatillas.

—De Zúrich, donde Théobald me ha transmitido tu mensaje. Fui para ayudar a Romuald, a quien la policía suiza recogió una mañana a orillas del lago en un estado bastante lamentable.

Aldo, que estaba poniéndose la bata, se quedó inmóvil.

—¿Qué pasó?

—La típica encerrona. Me extraña que un viejo zorro como Romuald se dejara atrapar. Quiso seguir a «tío Boleslas» y se encontró en compañía de cuatro o cinco bribones que le dieron una paliza y lo abandonaron, dándolo por muerto, en un carrizal. Afortunadamente, él es fuerte y los suizos saben curar a la gente. Recibió un buen golpe en la cabeza y tiene varias fracturas, pero saldrá de ésta. Lo he hecho repatriar a París, a la clínica de mi amigo el profesor Dieulafoy, custodiado por dos robustos enfermeros. En cualquier caso, estoy en condiciones de decirte una cosa: tío Boleslas y Solmanski padre son una sola persona.

—Ya nos lo parecía… ¿Y sigue en Zúrich… mi encantador suegro?

—No lo sabemos. Romuald lo siguió hasta una villa en el lago, pero es imposible saber qué ha hecho después de eso. Por si acaso, he mandado una larga carta a nuestro querido amigo el superintendente Warren. Cuando hay una alianza, debe compartirse todo, hasta los dolores de cabeza.

—Tu carta seguro que le ha dado uno de campeonato.

Sentado a la mesa, Adalbert, que había pedido una auténtica comida en la que el breakfast inglés se unía a las delicias vienesas, estaba atacando unos huevos con beicon después de haberse servido una gran taza de café.

—Ven a comer —dijo—, esto va a enfriarse. Mientras, me contarás tu velada con todo detalle. Tengo la impresión de que debió de ser pintoresca.

—¡No te imaginas hasta qué punto! Y tu llegada ha sido providencial. Anoche, cuando volví, no andaba muy lejos de creer que estaba volviéndome loco.

Los ojos azules de Adalbert brillaron bajo el mechón rubio y rizado que se empeñaba en caer encima.

—Siempre he pensado que tenías cierta tendencia.

—Ya veremos cómo estás tú cuando haya terminado mi relato. Para que te hagas una idea, sé dónde está el rubí.

—¡No me lo puedo creer!

—Pues más vale que te lo creas. Pero, para recuperarlo, vamos a tener que transformarnos en saqueadores de tumbas: tenemos que violar un ataúd.

Adalbert se atragantó con el café.

—¿Qué has dicho?

—La verdad, muchacho, y no debería causarte ese efecto: un egiptólogo está acostumbrado a ese tipo de actividad.

—¡Tienes unas cosas! No es lo mismo una tumba de dos o tres mil años y una que se remonta a…

—Aproximadamente trescientos.

—¿Lo ves? No es lo mismo.

—No veo la diferencia. Un muerto es un muerto, y no es más agradable contemplar una momia que un esqueleto. No deberías ser tan tiquismiquis.

Vidal-Pellicorne se sirvió otra taza de café y se puso a untar de mantequilla una tostada antes de añadirle mermelada.

—Bueno, tienes que contarme una historia, ¿no? Pues cuéntamela. ¿Qué es eso de la audiencia imperial? ¿Has visto a otro fantasma?

—Podríamos llamarlo así.

—Está convirtiéndose en una manía —gruñó Adalbert—. Deberías llevar cuidado.

—¡Me habría gustado verte allí! Escucha, y no abras la boca para otra cosa que no sea comer.

A medida que avanzaba el relato, curiosamente el apetito de su amigo iba decreciendo, y cuando terminó, Adalbert había apartado su plato y fumaba, nervioso, con semblante grave.

—¿Sigues creyendo que tengo visiones? —preguntó Morosini.

—No, no…, pero es impresionante. ¡Interrogar a la sombra de Rodolfo II a medianoche en su palacio! ¿Quién es ese tal Jehuda Liwa? ¿Un mago, un hechicero…, el señor del Golem devuelto a la vida?

—Sé tanto como tú, pero Louis de Rothschild no debe de andar muy lejos de pensar algo parecido.

—¿Cuándo salimos?

—Lo antes posible —respondió Aldo, recordando de pronto a su cantante húngara, que sin lugar a dudas no tardaría nada en localizarlo—. ¿Por qué no hoy mismo?

No había terminado la frase cuando llamaron a la puerta y apareció un botones llevando una carta en una bandeja.

—Acaban de traer esto para su excelencia —dijo.

Presa de un horrible presentimiento, Aldo cogió la carta, dio una propina al chiquillo y miró el sobre por todos lados. Le parecía reconocer aquella letra extravagante y, por desgracia, no se equivocaba: en unas frases impregnadas de autosatisfacción que pretendían ser seductoras, la bella Ida sugería que se viesen «para hablar del delicioso pasado» en el restaurante Novacek, en los jardines de Petrin, en Mala Strana, el barrio que se extendía al pie del Hradcany.

Morosini le enseñó a Adalbert la nota, que despedía un fuerte olor de sándalo.

—¿Qué hago? No tengo ningunas ganas de verla. Fue el azar lo que me llevó al teatro anoche, y porque tenía tres horas por delante que pasar de alguna manera.

—¿Vuelve a cantar esta noche?

—Creo que sí. Me pareció ver que había tres representaciones excepcionales.

—Entonces, lo mejor será que vayas. Di cualquier cosa, seguro que se te ocurre algo, y como de todas formas, si te parece bien, nos iremos después de comer, no podrá correr detrás de ti, que es lo que haría si no acudieses al restaurante. Yo comeré aquí mientras te espero.

Era lo más sensato. Dejando que Adalbert se ocupara de los preparativos de la marcha —habían decidido no dejar las habitaciones, puesto que tendrían que regresar a la vieja sinagoga— y de que el coche estuviera a punto para primera hora de la tarde, Morosini pidió una calesa y se dispuso a acudir a su cita. Sin demasiado entusiasmo, desde luego.

El lugar estaba bien elegido para una operación de seducción. El jardín sombreado y florido donde se alineaban las mesas ofrecía una vista encantadora del río y la ciudad. En cuanto al ruiseñor húngaro, apareció luciendo un vestido de muselina con estampado de glicinas y una sonrisa radiante bajo una pamela cubierta de las mismas flores; un conjunto más apropiado para un garden-party en cualquier embajada que para una comida campestre y… el sólido plato de choucroute que la dama escogió, precedido de salchichas de rábano blanco («¡me chiflan, querido!») y regado con cerveza. ¡Es curioso, por cierto, cómo el ambiente en el que se degusta un plato, incluida la indumentaria, puede realzarlo o empequeñecerlo! Aldo habría sido más sensible a una comedora de choucroute con el traje típico austríaco y los brazos desnudos bajo unas mangas cortas de farol, que a una prima donna empeñada en llamar la atención. Y como había poca gente, lo conseguía a la perfección, sobre todo porque hablaba bastante fuerte, de modo que nadie se quedara sin saber el título principesco que ostentaba su compañero.

—¿No podrías hablar un poco más bajo? —acabó por decir él, exasperado por la larga enumeración de las ciudades en las que Ida había obtenido inmensos éxitos—. No hace falta poner a todo el mundo por testigo de lo que nos decimos.

—Perdona. Soy consciente de que es una mala costumbre, pero es por la voz. Necesita ser ejercitada constantemente.

Era la primera vez que Morosini, habitual de la Fenice, oía decir que el mantenimiento de la voz de una soprano exigiera proferir incesantes gritos, pero, después de todo, cada cual tenía su método.

—¡Ah! ¿Y qué programa tienes ahora?

—Dos días más aquí y después varias ciudades balnearias famosas: primero Karlsbad, por supuesto, después Marienbad, Aix-les-Bains, Lausana…, no sé exactamente. Pero, ahora que lo pienso —añadió, alargando sobre el mantel una mano con las uñas pintadas—, ¿por qué no vienes conmigo? Sería maravilloso, y ya que has venido hasta aquí para escucharme…

—Un momento, debo rectificarte: no he venido aquí para escucharte, sino por negocios, y he tenido la agradable sorpresa de ver que interpretabas Don Giovanni. Naturalmente, no he resistido la tentación…

—Eres muy amable, pero espero que al menos estemos juntos hasta que me vaya.

Aldo cogió la mano que se ofrecía y depositó en ella un rápido beso.

—Desgraciadamente, me marcho de Praga esta tarde en compañía de un amigo con el que trabajo. Es una lástima —añadió hipócritamente.

—¡Qué contrariedad! Pero ¿hacia dónde vas? Si es en dirección a Karlsbad…

Aldo dio gracias por que la célebre estación termal se encontrara al oeste de Praga.

—No. Voy al sur, hacia Austria. De no ser así, como puedes imaginar, estaría encantado de escucharte de nuevo.

Se esperaba lamentos, pero ese día Ida parecía decidida a tomárselo todo con cierta filosofía.

—No estés triste, carissimo mio. Tengo una sorpresa para ti: en otoño iré a Venecia. Debo interpretar el papel de Desdémona en la Fenice.

Morosini dominó perfectamente el juramento que afloraba a sus labios y encontró al instante la réplica:

—¡Qué suerte! Iremos con mucho placer a aplaudirte… mi mujer y yo.

La sonrisa se borró y dejó paso a una viva decepción.

—¿Estás casado? ¿Desde cuándo?

—Desde el pasado noviembre. ¡Qué quieres! No hay más remedio que acabar sentando la cabeza… Es curioso —añadió—, mi mujer se parece un poco a ti.

Ese ligero parecido era, por lo demás, lo que le había atraído de la cantante húngara, pero en aquella época estaba enamorado de Anielka y todo lo que le recordaba a ella le gustaba. Ahora las cosas eran distintas: ninguna mujer podía despertar emociones en él, a no ser que se pareciera a Lisa, pero Lisa era única y toda semejanza, incluso vaga, le habría parecido una blasfemia.

Lo que acababa de decir no consolaba a Ida. Con la mirada perdida en el vacío, removía el café con la cucharilla. Aldo aprovechó para observar el entorno. De pronto vio levantarse a alguien a quien había visto antes y al que no tuvo ninguna dificultad en identificar: era el hombre que hablaba la noche anterior en el bar con Aloysius Butterfield y que lo había librado de la insistencia del americano. Debía de haber comido en una mesa cercana y ahora se marchaba con un periódico doblado en la mano y ajustándose las gafas negras. Aldo no tuvo tiempo de observarlo más: la melancólica ensoñación de Ida había terminado y ésta volvía a ocuparse de él.

—Espero —dijo— que vengas a charlar conmigo durante mi estancia en Venecia. Yo creo en las coincidencias, en el destino, y si nos hemos encontrado de nuevo es por alguna razón. ¿Tú qué opinas?

—¿Yo? Estoy totalmente de acuerdo contigo —dijo Aldo sonriendo, feliz de haber salido tan bien parado.

Era evidente que Ida no perdía la esperanza: ¿ha impedido alguna vez una esposa legítima que un hombre tenga amigas atractivas? Los pensamientos de la cantante acababan de tomar una dirección distinta y, consciente de que enfurruñarse no le serviría de nada, estuvo encantadora hasta que se alejaron de Novacek, sus jardines y su choucroute.

«Es más inteligente de lo que creía», pensó Morosini, que en correspondencia se mostró más amable que al principio. Cruzaron juntos el Moldava por el admirable puente Carlos y la calesa dejó a Ida de Nagy en el teatro. La cantante tendió a su antiguo amante la mano, aparentemente sin rencor.

—¿Nos vemos en otoño?

—Será un placer —respondió él, inclinándose con galantería sobre los delicados dedos—. Lléveme al hotel Europa —añadió cuando las muselinas malva de la joven hubieron desaparecido bajo el peristilo del teatro.

Esa misma tarde, Morosini y Vidal-Pellicorne salían de Praga, el uno al volante y el otro con un mapa de carreteras extendido sobre las rodillas. Unos ciento sesenta kilómetros separaban Krumau de la capital, pero se podía ir por varias carreteras. Las más importantes pasaban por Pisek o por Tabor, y Adalbert escogió la segunda por parecerle más fácil; por lo demás, todas desembocaban en Budweis para formar una sola que pasaba por la frontera austríaca y por Linz.

Hacia última hora de la tarde llegaron a su destino después de un viaje sin incidentes. Cuando descubrieron su objetivo tras la última curva de una carretera secundaria trazada a través del espeso bosque bohemio, profirieron al unísono la misma exclamación —«¡Sopla!»— mientras Aldo detenía el coche en el arcén.

—Si en otra época era un pabellón de caza, ha crecido mucho —comentó Vidal-Pellicorne.

—Versalles también era un pabellón de caza en la época de Luis XIII y ya has visto en lo que Luis XIV lo convirtió. El rabino me advirtió que era un castillo importante.

—Sí, ¡pero tanto! ¿Llegaremos siquiera a entrar sin haberlo tenido sitiado varios meses?

Krumau era, efectivamente, un castillo enorme y no tenía nada de tranquilizador. Situada sobre un saliente rocoso por encima del valle del Moldava y de una pequeña ciudad a la que parecía cobijar, la propiedad más importante de los príncipes Schwarzenberg se componía de un agrupamiento de edificios pertenecientes a distintas épocas pero con bastante aspecto de cuartel bajo sus grandes tejados inclinados, todo ello dominado por una alta torre que parecía salir de una película fantástica. En los cuatro pisos se sucedían las estrechas ventanas geminadas de la Edad Media, una galería circular con delgadas columnillas que evocaban el Renacimiento y cubierta por un tejado, y una curiosa construcción coronada por dos pináculos y un pequeño mirador calado, rematado por un bulbo de cobre que debía de haber sido dorado. El edificio iba estrechándose de manera que presentaba un aspecto general de pan de azúcar decorado y falsamente jovial. Esa atalaya, de la que no debía de ser fácil desalojar a sus ocupantes, se asentaba cerca de la cima del campanario vecino, lo que daba una idea de su altura. El conjunto ofrecía una imagen altiva, llena de nobleza y de orgullo, pero muy poco tranquilizadora.

—¿Qué hacemos? —preguntó, suspirando, Morosini.

—Lo primero de todo, buscar un albergue e instalarnos. El recepcionista del Europa me ha proporcionado alguna información útil.

—¿Te ha dado también la dirección de un buen ferretero? Porque no conseguiremos abrir un panteón con un cortaplumas; ni siquiera con una navaja suiza.

—No te preocupes. Está todo previsto. En mi oficio uno no se embarca nunca en un asunto sin llevar un pequeño maletín de herramientas. El material de gran tamaño, como picos y palas, lo encontraremos fácilmente aquí. No me imaginaba cargando ese tipo de cosas en el coche ante la mirada atónita del personal del Europa.

Morosini dirigió una mirada burlona hacia su amigo. Sabía desde su primer encuentro que, en su caso, la profesión de arqueólogo se ampliaba casi de forma natural hasta abarcar tareas más delicadas que presentaban algunas afinidades con las del ladrón de guante blanco. Podía estar tranquilo: Adalbert nunca se embarcaba en una aventura con las manos vacías.

—No olvides que vamos a actuar en una propiedad privada y que hay que evitar a toda costa causar desperfectos. Por lo menos visibles.

—¿Qué crees que he traído? ¿Dinamita?

—No me extrañaría…

—Y haces bien —dijo Adalbert con gravedad—. La dinamita es muy útil. Siempre y cuando sepas manejarla y conozcas las dosis, por supuesto.

El aire angelical de Adalbert, que muchas veces parecía Un querubín bromista, no engañaba a su amigo. No tendría nada de sorprendente que llevara en su «maletín» uno o dos cartuchos del descubrimiento del gran Nobel, pero era preferible no extenderse sobre el asunto. Se hacía tarde —el pinchazo de un neumático había retenido a los viajeros en la carretera más de lo previsto— y ahora Aldo estaba impaciente por llegar.

—Bueno —dijo, poniendo el coche en marcha—, vamos a ver más de cerca cómo es la ciudad. Desde aquí tiene un aspecto interesante, y además debemos instalarnos. Te propongo que mañana por la mañana, antes incluso de subir al castillo, busquemos la casa de Simón. Preferiría pedirles pico y pala a sus sirvientes que despertar la curiosidad local sobre lo que dos elegantes turistas extranjeros se disponen a hacer con esa clase de útiles.

—Buena idea.

—¿Cómo se llama el albergue?

—Zum goldener Adler. Los límites de Bohemia están poblados de gente que tiende más a hablar en alemán que en checo. Además, estamos en las tierras de los Schwarzenberg, que la Historia ha convertido en príncipes bohemios pero que no dejan de ser originarios de Franconia. Sin contar con que han dado a Austria muchos de sus más grandes servidores.

—Gracias por la clase magistral —lo interrumpió Morosini en tono burlón—. Conozco el almanaque Gotha. No aprendí a leer en él por muy poco.

Adalbert se encogió de hombros, fastidiado.

—¡Mira que puedes ser esnob cuando te lo propones!

—En algunos casos va bien.

No dijo nada más, atrapado de pronto por la belleza en la que penetraba. Ya desde Tabor admiraba el paisaje casi salvaje de bosques profundos, colinas abruptas a menudo coronadas por ruinas venerables, ríos tumultuosos que formaban una densa espuma en gargantas profundas, pero Krumau, encerrado entre los meandros del Moldava, le dio la sensación de ser un lugar en el que el tiempo se había detenido. La ciudad, con sus altos tejados rojo coral o pardo aterciopelado, parecía surgida directamente de la imaginería de la Edad Media. La torre arrogante que la dominaba, y que apuntaba como un dedo hacia el cielo, reforzaba esa impresión a pesar de que las antiguas murallas y otras obras de defensa hubieran sido destruidas: por sí sola bastaba para crear la atmósfera.

El albergue anunciado por Adalbert estaba junto a la iglesia. Su dueño se asemejaba mucho más, por su larga nariz puntiaguda y sus ojillos redondos, a un pájaro carpintero que al pájaro imperial que aparecía en el rótulo del establecimiento. Era muy moreno, en contraste total con su esposa, Greta. Ésta tenía el aspecto de una valquiria, con su porte imponente y sus gruesas trenzas rubias. Sólo le faltaba el casco alado, la lanza y, por supuesto, el caballo, que para ella habría sido sin duda una molestia, pues era imposible encontrar una persona más plácida. Una sumisión casi bovina se leía en su mirada azul permanentemente clavada en su menudo esposo, como la aguja de una brújula en el norte magnético. Pero poseía grandes virtudes domésticas y desde la primera noche demostró ser una excelente cocinera, cosa que sus huéspedes le agradecieron. Se ocupó también de que a éstos les dieran dos habitaciones de las que antiguamente sabían construir en una casa grande, cuyo alto tejado de cuatro alas debía de haber sido terminado alrededor del siglo XVI.

En esa época del año —finales de la primavera— había pocos viajeros y los recién llegados recibieron toda clase de atenciones, tanto más cuanto que los dos hablaban alemán. El dueño, Johann Sepler —un austríaco que se había casado con la hija de los propietarios—, era hablador y, seducido por la amabilidad de aquel príncipe italiano, se empeñó en hacerle probar, después de la cena, un aguardiente de ciruela que casaba de maravilla con un café tan bueno como el de Viena. Y puesto que nada desata tanto la lengua como el aguardiente de ciruela, Sepler se sintió enseguida en confianza.

Habían ido a Krumau, explicaron los viajeros, con la idea de obtener autorización para visitar un castillo que interesaba sobre todo a Morosini, deseoso de documentarse sobre los tesoros desconocidos de la Europa central con vistas a escribir un libro —ese pretexto siempre funcionaba—, y después, de ir a ver a un viejo amigo cuya residencia se encontraba en los alrededores de la ciudad.

—Tal como está situado, debe de conocer usted toda la región e incluso más allá —dijo Aldo— y seguramente podrá indicarnos dónde vive el barón Palmer.

El hospedero puso cara de consternación.

—¿El barón Palmer? ¡Dios mío!… Entonces…, ¿no lo saben?

—¿Saber qué?

—Su casa se quemó hace unos quince días y él desapareció en el incendio.

Morosini y Vidal-Pellicorne intercambiaron una mirada en la que asomaba un amago de pánico.

—¿Está muerto? —susurró el primero.

—Bueno… debe de estarlo, aunque no han encontrado el cuerpo. En realidad, no han encontrado absolutamente nada: la pareja de sirvientes que vive en la propiedad con el jardinero sólo rescató al sirviente chino, herido e inconsciente.

—¿Cómo se prendió fuego?

Johann Sepler se encogió de hombros en señal de ignorancia.

—Lo único que puedo decirles es que esa noche había tormenta. Los truenos no dejaban de rugir y se veían relámpagos, pero hasta poco antes de amanecer no empezó a llover. Cayó un verdadero torrente y eso apagó el incendio, pero de la casa ya no quedaba gran cosa. ¿El barón era… amigo suyo?

—Sí —dijo Aldo—, un viejo amigo… y muy querido.

—Siento muchísimo darles esta mala noticia. Aquí no veíamos mucho a Pane Palmer, [18] pero estaba bien considerado; se le tenía por generoso. ¿Un poco más de aguardiente? Esto ayuda a pasar los golpes duros.

Era un ofrecimiento hecho de todo corazón. Los dos amigos aceptaron y, efectivamente, sintieron un poco de consuelo que los ayudó a superar el choque brutal que acababan de sufrir. La idea de que el Cojo hubiera dejado de respirar el aire de los hombres les resultaba insoportable tanto a uno como a otro.

—Iremos a dar una vuelta por allí mañana por la mañana —dijo Morosini—. Supongo que podrá indicarnos el camino. Es la primera vez que venimos.

—Es muy fácil: salen de aquí por el sur remontando el curso del río y a unos tres kilómetros verán a la derecha, entre los árboles, un camino cerrado por una vieja verja entre dos pilares de piedra. Está un poco herrumbrosa, la verja, y nunca está cerrada. No tienen más que entrar y seguir el camino. Cuando estén delante de las ruinas ennegrecidas, sabrán que han llegado… Pero ¿no han dicho que querían ir al castillo?

—Sí, es verdad —dijo Adalbert, haciendo visiblemente un esfuerzo—, pero confieso que se nos había ido un poco de la cabeza. Esperemos que el príncipe quiera recibirnos.

—Su alteza está en Praga, o en Viena. En cualquier caso, no en Krumau.

—¿Está seguro?

—Es fácil saberlo; no hay más que mirar la torre: si su alteza está aquí, izan su bandera. Pero no se preocupen; siempre hay alguien allí arriba. El mayordomo, por ejemplo, y sobre todo el doctor Erbach, que se ocupa de la biblioteca; él les dará toda la información que quieran… Ah, discúlpenme, por favor, me necesitan.

Una vez que su anfitrión se hubo ido, Aldo y Adalbert subieron a sus habitaciones, demasiado preocupados por lo que acababan de saber para hablar. Los dos sentían la necesidad de reflexionar en silencio, y esa noche ninguno de los dos durmió mucho.

Cuando se encontraron al día siguiente para desayunar en el comedor, intercambiaron pocas palabras, y no muchas más durante el corto trayecto que los condujo al escenario del drama. Porque realmente lo era: la casa renacentista —se podía determinar la época gracias a algunas piedras angulares y a un fragmento de pared que conservaba restos de aquellos sgraffite [19] tan apreciados en los tiempos del emperador Maximiliano— prácticamente había desaparecido. Lo poco que quedaba de ella era un amasijo de escombros ennegrecidos, alrededor del cual un círculo de grandes hayas parecía montar una guardia fúnebre. A cierta distancia, los establos y una construcción reservada al servicio contrastaban por la serenidad de sus ventanas abiertas al sol, al otro lado de un jardín florido. El alegre murmullo del río añadía encanto al lugar y Morosini recordó que aquella morada había pertenecido a una mujer. Una mujer que había querido a Simón Aronov y le había legado su casa como última prueba de amor.

Atraído seguramente por el ruido del motor, un hombre salía al encuentro de los visitantes todo lo deprisa que le permitían sus pesadas botas ceñidas con una correa. Llevaba unas calzas de terciopelo marrón bordadas, bajo un chaleco cruzado rojo y una chaqueta corta con muchos botones, según la moda de los campesinos bohemios acomodados, atuendo que realzaba un indudable vigor apenas desmentido por el cabello y el largo bigote gris.

Los dos extranjeros notaron de inmediato que no eran bien recibidos. En cuanto estuvo lo suficientemente cerca, el hombre les espetó:

—¿Qué quieren?

—Hablar con usted —dijo Morosini con calma—. Somos amigos del barón Palmer y…

—¡Demuéstrenlo!

¡Como si fuera fácil! Aldo hizo un gesto de impotencia, pero luego se le ocurrió una idea.

—En Krumau nos han dicho…

—¿Quién?

—Johann Sepler, el hospedero. Pero deje de interrumpirme constantemente; si no, no llegaremos a ninguna parte. Sepler nos ha dicho que el sirviente asiático del barón no pereció en el incendio y está recuperándose en su casa. Vaya a decirle que me gustaría hablar con él. Soy el príncipe Morosini, y él es el señor Vidal-Pellicorne.

El guarda frunció el entrecejo: los nombres extranjeros despertaban desconfianza. Los dos amigos sacaron al unísono una tarjeta de visita y se la dieron al hombre.

—Déselas y ya verá…

—Está bien. Esperen aquí.

Volvió a la casa, de la que salió unos instantes más tarde sujetando del brazo a un personaje que se apoyaba con la otra mano en un bastón. Aldo reconoció enseguida a Wong, el chófer coreano de Simón Aronov, al que había visto una tarde en las calles de Londres al volante del coche del Cojo. El rostro del sirviente mostraba evidentes huellas de sufrimiento, pero a los visitantes les pareció que en sus ojos negros brillaba una llamita.

—¡Wong! —dijo Aldo acercándose a él—. Habría preferido volver a verlo en otras circunstancias… ¿Cómo está?

—Mejor, excelencia, gracias. Me alegro de verlos, caballeros.

—¿Podemos hablar un momento sin cansarlo demasiado?

El checo se interpuso:

—¿Estos hombres son amigos de Pane Barón?

—Sí, sus mejores amigos. Puedes creerme, Adolf.

—Entonces les pido disculpas. Pero es que los otros también se presentaron como amigos.

—¿Los otros? —dijo Adalbert—. ¿Qué otros?

—Tres hombres que se presentaron aquí una tarde —gruñó el llamado Adolf—. Por más que les aseguré, tal como me habían ordenado, que Pane Baron no estaba, que no lo habíamos visto desde hacía tiempo, insistieron. Querían «esperarlo». Entonces cogí la escopeta y les dije que no tenía ningunas ganas de que se instalaran delante de nuestra puerta hasta el día del Juicio Final y que, si no querían irse por las buenas, me encargaría de que se fueran por las malas.

—¿Y se fueron?

—No de buen grado, se lo aseguro. Pero estaban aquí unos primos míos de Hohenfurth, que habían venido hacía dos días para ayudarnos a encalar el granero. Al oír voces, acudieron, y como son igual de corpulentos que yo, esa gente se dio cuenta de que no podría con nosotros. Así que se fueron, pero al día siguiente regresaron, y mis primos ya se habían marchado a su casa… Perdonen, pero, con su permiso, voy a llevar a Wong hasta ese banco de piedra para que se siente. Todavía no está suficientemente fuerte para permanecer mucho tiempo de pie.

—Claro, debería haberlo sugerido yo mismo —dijo Morosini cogiendo el bastón del coreano y ofreciéndole su brazo para acompañarlo hasta el asiento indicado.

Éste se dejó caer con un suspiro de alivio. Resultaba bastante curioso ver la solicitud manifestada por ese campesino checo hacia un ser tan alejado de él, tanto por su origen como por su cultura, pero, viéndolos tan juntos, a Aldo le llamó la atención cierta similitud en la forma de los ojos, ligeramente rasgados. Después de todo, la Panonia de los guerreros hunos no quedaba muy lejos y quizás esos dos hombres fueran menos distintos de lo que cabía creer.

—Decía que esos hombres volvieron —intervino Adalbert—. ¿Qué aspecto tenían?

Adolf se encogió de hombros y resopló.

—¿Cómo le diría…? En cualquier caso, bastante malo. Uno de ellos hablaba nuestra lengua, pero cuando se dirigía a los demás lo hacía en un inglés muy nasal. Todos llevaban traje de lienzo crudo y sombrero de paja con una cinta de color, y masticaban sin parar algo. Y eran corpulentos, ya lo creo que sí.

—Americanos, está claro —diagnosticó Morosini, recordando el aspecto del pelmazo del Europa. Al parecer, ese verano había muchos en Bohemia—. ¿Cuál de ellos parecía ser el jefe? —preguntó—. ¿El que hacía de intérprete?

—Eso es lo que creímos al principio, pero al día siguiente vimos que no, porque esa vez vino uno más: un apuesto joven moreno, muy bien vestido, distinguido incluso, que daba órdenes a todo el mundo. Ese parecía hablar un montón de lenguas, pero yo habría jurado que era polaco.

Asaltados por el mismo pensamiento, Aldo y Adalbert cruzaron una breve mirada. La descripción encajaba perfectamente con Sigismond Solmanski. Sabían que estaba en Europa y seguramente había llevado consigo una banda de bribones made in USA. Con la fortuna de su mujer a su disposición, y quizá también la de su hermana, no debía de andar escaso de dinero.

—¿Por qué no nos cuenta ahora lo que pasó? —sugirió Vidal-Pellicorne.

—Eran casi las once y Karl, el jardinero, y yo estábamos fumando una pipa mientras mi mujer guardaba los platos, cuando oímos chillar a los perros… Fíjense en que no he dicho ladrar. Era un chillido horrible, y Karl y yo salimos inmediatamente, pero no tuvimos tiempo de nada; en un abrir y cerrar de ojos, nos dejaron inconscientes y nos ataron a unas sillas en la sala. Allí recobramos el conocimiento, y mi mujer, atada y amordazada también, estaba junto a nosotros. Por las ventanas veíamos gente que se movía con antorchas en la mano. Distinguíamos también la silueta de Pane Barón detrás de la ventana de su despacho, en el primer piso. El estruendo era ensordecedor, porque los bandidos habían cogido un tronco de árbol en el bosque y lo utilizaban como si fuera un ariete bramando como animales.

—Y usted, Wong, ¿dónde estaba? ¿Con su señor?

El herido, que parecía dormitar, abrió los ojos, y los que lo miraban descubrieron con sorpresa que los tenía llenos de lágrimas.

—No. El señor me había enviado después de comer a Budweis con el coche. Fui a llevar un paquete al banco y a hacer unas compras, pero debía regresar tarde y no ir a casa. Las órdenes del señor eran que aparcara el coche en el convento en ruinas que se encuentra a trescientos metros de aquí y que esperara. Allí fue donde, por primera vez, le desobedecí.

—¿Desobedecer usted? —repuso, extrañado, Morosini.

—Sí. Nunca es bueno dejarse llevar por los impulsos. Había llegado al lugar indicado cuando de pronto oí un ruido ensordecedor y vi una gran llamarada elevarse hacia el cielo. Entonces me dirigí corriendo hacia la casa y dejé el coche donde estaba. Cuando llegué, el castillo estaba ardiendo y unos hombres iban de un lado para otro, pero no estaban ni Adolf ni Karl. Los extranjeros me vieron. Uno de ellos gritó: «¡Es el chino!» Entonces se abalanzaron sobre mí y me llevaron a rastras a casa de Adolf, donde vi a todo el mundo atado y amordazado. Estaban furiosos y querían que les dijese a toda costa dónde estaba el señor, porque se negaban a creer que hubiera hecho explotar la casa él mismo estando dentro.

—¿Fue el barón quien… lo hizo? —preguntó Adalbert, estupefacto.

—Sí, fue él —respondió Adolf con lágrimas en los ojos—. Debía de haberlo preparado todo para recibirlos. Los malhechores se disponían a derribar la puerta con el tronco cuando la casa saltó por los aires. Dos se quedaron en el sitio y los otros se pusieron furiosos.

—¿Y están seguros de que el barón estaba en la casa cuando explotó?

—Yo lo había visto en su despacho, detrás de la ventana iluminada —dijo Adolf—. En el momento de la explosión, la luz seguía encendida, y de todas formas no habría podido salir. Sólo hay una salida, la que pasa sobre los fosos. No hay duda: el señor está muerto. No olvide que tenía una pierna mal… Suponiendo que hubiera querido hacerlo, le habría sido imposible salir por una ventana. Además, aquellos hombres estaban al acecho…

—Pero, si las cosas sucedieron así, ¿por qué intentaban los bandidos hacerle decir a Wong dónde estaba?

—¡Porque no acababan de creérselo! Sobre todo el joven. Así que lo quemaron con cigarrillos, le pegaron con una especie de guante…

—Un puño de hierro —precisó Wong—. Me rompieron unas costillas, pero creo que acabaron por admitir la verdad. Además, la explosión y las llamas habían atraído a la gente de los alrededores; el joven distinguido dijo que tenían que irse enseguida y llevarse los dos cadáveres. Y eso es lo que hicieron, aunque antes de marcharse ese miserable me disparó. Menos mal que estaba muy nervioso y falló. Después fuimos liberados y Adolf hizo venir a un médico de Krumau.

—¿Y el coche? —preguntó de pronto Morosini—. ¿Enviaron a alguien a buscarlo?

—Por supuesto —dijo Adolf—. Fue Karl, que sabe conducir esos trastos, pero por más que buscó no encontró ni rastro.

—¿Creen que se lo llevaron los bandidos?

—Tenían demasiada prisa. Además, tendrían que haber sabido dónde estaba…

Dejando a Adalbert haciendo unas cuantas preguntas más sobre detalles, Morosini se alejó para ir a contemplar las ruinas. ¿Era posible que el cuerpo de Simón reposara bajo ese amasijo de escombros? Le costaba creerlo; era evidente que Aronov había preparado el recibimiento que reservaba a sus enemigos. Incluso se había ocupado de alejar a Wong y el coche, que sin duda pensaba utilizar. ¿Conocía algún medio de salir de ese refugio antes de destruirlo para siempre, puesto que ya era conocido? ¿Un pasadizo subterráneo quizá?

—Me apuesto lo que quieras a que estás pensando lo mismo que yo —dijo Adalbert, que en ese momento llegaba a su lado—. Resulta difícil creer que Simón se haya inmolado, abandonando su misión sagrada, por el simple placer de escapar de la banda de Solmanski. Porque supongo que el «apuesto joven moreno» no es otro que el inefable Sigismond. Para empezar, ¿por qué razón iba a pedirle a Wong que se quedara con el coche en la granja en ruinas? Tenía en mente reunirse allí con él, seguro.

—Pero ¿cómo salió? Yo estaba pensando en un pasadizo subterráneo…

—Eso es lo primero que se piensa siempre tratándose de un viejo castillo, pero según Adolf no hay ninguno. Claro que yo tengo una extraña impresión…

—La impresión de que Wong también tiene dudas acerca de la muerte de su patrón, pero que por nada del mundo hablaría de ello delante de Adolf, por más grande que sea la fidelidad y la amistad de éste hacia Simón, ¿no? Para eso sólo hay una solución: cuando nos vayamos de aquí, debemos llevarnos al coreano con nosotros.

—¿Adónde?

—A mi casa, a Venecia, después de pasar por el hospital de San Zaccaría para que lo curen a conciencia. De todas formas, esté Simón vivo o muerto, no podemos dejar a su fiel sirviente abandonado. Si ha muerto, tomaré a Wong a mi servicio, y si está vivo, algo me dice que quizás él sea el único que pueda conducirnos hasta Simón.

—No es mala idea. Intentemos encontrar ese maldito rubí y vayamos a ver de nuevo las aguas azules del Adriático. Mientras la piedra no esté en tu posesión, no pienso separarme de ti.

8. El réprobo


Herr Doktor Erbach no se parecía nada a los bibliotecarios que Morosini e incluso Vidal-Pellicorne habían visto hasta entonces. En realidad, incluso podía resultar sorprendente que hubiera obtenido todos los títulos, o casi, de la Universidad de Viena, teniendo en cuenta lo mucho que su aspecto evocaba el de un maestro de danza o un clérigo cortesano del siglo XVIII: cabellos blancos y alborotados revoloteando sobre el cuello de terciopelo de una levita acampanada, puesta sobre unos pantalones con trabillas y una camisa con chorreras y puños de muselina —todo ello espolvoreado con un fino polvo de tabaco—, gafas con montura metálica apoyadas en la punta de una nariz ligeramente respingona, mirada chispeante y sonrisa afable, el encargado de los libros parecía permanentemente a punto de esbozar un paso de baile apoyándose en el bastón, alrededor del cual, más que caminar, giraba.

Recibir a un egiptólogo acompañado de un príncipe anticuario no pareció sorprenderle más de la cuenta. Lo hizo de tan buen grado y con tanta solicitud que Morosini pensó que debía de aburrirse mucho en aquel inmenso castillo que el puñado de criados que vieron no conseguía llenar.

—Han tenido suerte de encontrarme aquí —dijo al reunirse con sus visitantes en el encantador salón chino al que habían conducido a éstos—. También me ocupo de las bibliotecas de los otros castillos Schwarzenberg: la de Hluboka, donde la familia reside casi siempre, ésta y la de Trebon, cuya importancia es menor. He venido a Krumau para clasificar la ingente correspondencia del príncipe Félix cuando era embajador en París en 1810, en el momento de la boda de Napoleón I con nuestra archiduquesa María Luisa. ¡Una trágica historia! —añadió, suspirando, sin pensar ni por un instante en ofrecer asiento a sus visitantes—. Usted que es francés —dijo, volviéndose hacia Adalbert—, seguro que conoce el drama que vivió la familia en esa terrible época: el incendio de la sala de baile improvisada en los jardines de la embajada, en la calle Mont-Blanc, durante la recepción ofrecida en honor de los nuevos esposos, que provocó un horrible pánico y en el que nuestra desdichada princesa Paulina, la más exquisita de las embajadoras, pereció entre las llamas buscando a su hija… ¡Qué suceso tan abominable!

Había soltado todo aquello sin respirar, pero después de «abominable» se permitió exhalar un profundo suspiro que Aldo aprovechó sin vacilar:

—A nosotros también nos interesa la Historia, como debe de imaginar —dijo—, pero nuestro propósito no es preguntarle sobre la gloriosa andadura de los príncipes Schwarzenberg, tan espléndida que…

—¡Y que lo diga! La princesa Paulina incluso ha entrado en la leyenda. Dicen que, justo en el momento en que expiraba, su fantasma se apareció aquí, en Krumau, al aya que se ocupaba de su hijo pequeño. ¡Pero los tengo de pie! Por favor, caballeros, tomen asiento.

Mientras señalaba dos elegantes silloncitos Luis XVtapizados en satén azul y blanco, él se instaló en un tercero y prosiguió:

—¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí, la desdichada princesa Paulina! Si lo desean, podrán admirar su retrato con traje de baile en los grandes aposentos donde muchos soberanos. Feliz de tener público, se disponía a comenzar una interminable digresión cuando Adalbert decidió intervenir y pilló la ocasión al vuelo:

—Precisamente hemos venido y nos permitimos molestarlo, Herr Doktor, por sus soberanos. Creo que ha llegado el momento de que le exponga el motivo de nuestra visita: mi amigo el príncipe Morosini, aquí presente, y yo mismo deseamos recopilar documentos sobre las residencias imperiales y reales del antiguo Imperio austro-húngaro.

Las cejas del bibliotecario, que había aprovechado la interrupción para coger una pizca de tabaco de una preciosa tabaquera, se alzaron hasta la mitad de la frente mientras él levantaba en señal de advertencia una mano blanca y cuidada, digna de un prelado.

—¡Permítame, permítame! Por vasto y noble que sea, Krumau no ha sido nunca residencia imperial, aunque sus príncipes hayan sido soberanos.

—¿No perteneció al emperador Rodolfo II?

El amable rostro se transformó en una máscara de dolor.

—¡Dios mío! Tiene razón, y lo sé de sobra, pero lo cierto es que tanto los habitantes de este castillo como los de la ciudad se esfuerzan en olvidarlo. ¿De verdad insisten en que les hable de él?

—Es indispensable para nuestra obra —dijo Aldo—. Pero, si le resulta demasiado penoso relatar la horrible historia del bastardo imperial, no se preocupe, porque ya la conocemos. Lo que nos falta son sobre todo fechas y emplazamientos. El castillo, evidentemente, no era como es ahora, ¿verdad?

—Evidentemente —dijo Erbach, aliviado—. Enseguida los llevaré a visitar lo que queda de esa época. En cuanto a las fechas, el emperador sólo fue propietario de Krumau una decena de años. En 1601 obligó al último de los Rozemberk, Petr Vork, cargado de deudas, a venderle la propiedad, y en 1606 se la regaló a… don Julio, a raíz de un escándalo sin precedentes. Debería decir más bien que se la asignó como residencia confiando en que el alejamiento bastaría para hacer olvidar sü conducta. Y puesto que saben lo que pasó, me limitaré a decirles que, después del horrible drama del que fue triste protagonista, el bastardo, encerrado en sus aposentos transformados en prisión, murió súbitamente el 25 de junio de 1608. Tras su muerte, el emperador conservó el castillo hasta 1612, fecha en la que se lo regaló a uno de sus fieles amigos y consejeros, Johann Ulrich von Eggenberg…

—Once años, en efecto —lo interrumpió Adalbert—. Pero, volvamos un instante, por favor, a ese Julio al que yo no conozco tan bien como el príncipe Morosini. Tenemos entendido que fue enterrado en su capilla y nos gustaría que nos mostrara su tumba.

El bibliotecario puso cara de disgusto.

—Hace mucho que ya no está aquí. Como imaginarán, el nuevo propietario no tenía ningún interés en conservar semejante vecindad, sobre todo porque algunas de sus sirvientas estuvieron a punto de morir de miedo al ver el fantasma ensangrentado de un hombre desnudo. Habló del asunto con el superior de los minoritas, cuyo convento está abajo, en el barrio de Latran, y le rogó que se hiciera cargo del difunto, a quien la proximidad de hombres santos quizá convencería de permanecer tranquilo, pero éste temía provocar un tumulto en la ciudad, cosa que a buen seguro se produciría si los restos del loco asesino fueran a reposar allí. El drama era todavía demasiado reciente.

—Entonces, ¿qué hicieron con él? —preguntó Morosini, preocupado—. ¿Lo arrojaron al río?

—¡Oh, príncipe!… ¡Ese miserable era, pese a todo, de sangre imperial! Después de mucho reflexionar, el superior tuvo una idea: a cierta distancia de la ciudad había un pequeño priorato dependiente de su convento, que ya no estaba habitado pero donde todavía se celebraba misa en fechas señaladas. La tierra, por supuesto, era tan sagrada como podía serlo la de nuestra capilla de San Jorge o la del monasterio. A Johann Ulrich von Eggenberg le pareció una idea excelente, pero acordaron actuar en el más estricto secreto. De modo que el pesado ataúd de madera de teca fue transportado de noche al cementerio del priorato, donde no se enterraba a nadie desde hacía mucho tiempo…

—Y que se encargarían de que volviera al estado salvaje —dijo Vidal-Pellicorne, sarcástico—. Así, el muerto desaparecería de la faz de la tierra.

—No se atrevieron a llegar hasta ese extremo. Según lo que he leído en los archivos del castillo, pusieron sobre la tumba una lápida con su nombre en latín grabado: Julius. Pero se las arreglaron para que la vegetación creciera a su alrededor a fin de que el secreto quedara mejor preservado. Se trataba de evitar que la sed de venganza turbara el sueño del difunto… Bien, les he contado todo lo que sé —se apresuró a añadir Erbach, enjugándose el rostro con un gran pañuelo.

Decididamente, el tema le desagradaba sobremanera.

—No todo —dijo Morosini con suavidad—. ¿Dónde se encuentra el priorato en cuestión?

—No creo que eso pueda tener ningún interés para su obra, excelencia. En la actualidad está en ruinas.

—Pero esas ruinas, ¿dónde se encuentran?

—En la carretera del sur, a menos de una legua…, pero les ruego que hablemos de otra cosa. ¿Quieren visitar el castillo?

Para evitar un tema que lo aterrorizaba, Ulrich Erbach estaba dispuesto a abrir ante sus visitantes todas las puertas que quisieran. Como ya no podía informarles de nada más, los dos hombres lo siguieron de buena gana y admiraron sin reservas las maravillas de esa extraña morada en la que, como en Praga, los siglos convivían unos con otros: el precioso patio renacentista, el triple puente tendido sobre una profunda falla entre dos rocas para unir las estancias a un asombroso teatro construido en el siglo XVIII y cuyo escenario giratorio, el único de Europa en esa época, se había adelantado unas décadas. La biblioteca, aunque hubiera sido despojada de parte de sus tesoros en beneficio de la de Hluboka, no carecía de atractivos, y su conservador acabó por confesar, suspirando:

—En el fondo, aquí es donde me siento más feliz porque este castillo tiene alma.

—¿Hluboka no?

Erbach encogió sus escuálidos hombros cubiertos de terciopelo negro.

—Es un remedo de Windsor. Un castillo para Alicia en el país de las Maravillas construido hace poco por uña princesa que había leído demasiado a Walter Scott. La biblioteca es magnífica, desde luego, pero yo prefiero ésta.

Se despidieron como los mejores amigos del mundo.

Después de que el atento personaje los hubiera acompañado hasta el puesto de guardia, Aldo y Adalbert se dirigieron de vuelta a la ciudad en silencio, hasta que Aldo lo rompió para decir lo que pensaba:

—¿Qué te parece? ¡Simón vivía a unos cientos de metros del rubí y ni siquiera lo sospechaba!

—Si es que la piedra todavía está aquí. ¿Quién te dice que los que trasladaron el ataúd no lo abrieron?

—Eran monjes, y esa gente respeta a los muertos, aunque se trate de un loco asesino. Además, ya debía de imponer bastante el hecho de contravenir las órdenes de un emperador difunto…, por no hablar del intenso miedo que el tal Julio parece provocar todavía. Yo juraría que a nadie se le ha pasado por la cabeza abrir el féretro.

—Lo admito, pero ¿cómo vamos a arreglárnoslas para encontrar la tumba?

—Hay que contar con la suerte. De todas formas, será más fácil que ir a excavar la capilla del castillo. ¿Tú has visto esa maravilla barroca? Si hubiera sido preciso perforar el suelo o excavar una de las tumbas, habríamos tenido problemas. ¡Por no hablar de la vigilancia! Sinceramente, prefiero esto. En cualquier caso, el fantasma del emperador no debía de estar al corriente de adonde fue a parar el cuerpo de su hijo.

—Los fantasmas no lo saben todo. ¿Qué hacemos ahora?

—Coger el coche y hacer una primera exploración. Es pronto y disponemos de todo el tiempo hasta la hora de la cena.

Media hora más tarde, el pequeño Fiat se adentraba en el sendero que conducía a las ruinas donde Simón Aronov había ordenado a Wong esconder la limusina, y la primera impresión de sus ocupantes fue desalentadora.

—¡Es como buscar una aguja en un pajar! —masculló Vidal-Pellicorne.

En efecto, al otro lado de lo que debía de ser una valla, se encontraba el enorme montón de piedras que tiempo atrás fue la capilla, de la que sólo quedaba la poderosa ojiva y algunos fragmentos de muralla todavía en pie, todo cubierto de malas hierbas, de zarzas y de un cornejo que había conseguido abrirse paso.

—Ha habido un incendio —observó Adalbert señalando las huellas visibles del fuego—. De todas formas, no tenemos nada que buscar en el interior de la capilla. Supongo que el cementerio estaba al otro lado.

—Hay casi tantas piedras como en lo que queda de los edificios conventuales. No lo conseguiremos nunca. Es un trabajo de titanes.

—¡No exageremos! Es, ante todo, un trabajo de arqueólogo. Si te parece bien, empezaremos por delimitar el terreno que nos interesa. En otras palabras, intentaremos determinar el emplazamiento del antiguo cementerio.

Durante dos horas, recorrieron el campo de ruinas levantando una piedra aquí y moviendo otra allá. A medida que avanzaban, la vegetación se hacía más densa, y cuando por fin encontraron una antigua estela que debía de señalar una tumba, habían llegado a la linde de un bosque a través de cuyas ramas los últimos rayos del sol se reflejaban en las aguas muertas de un pequeño estanque. Adalbert, sin embargo, sacó de ello una conclusión:

—No cabe duda: el cementerio está entre este punto y el verdadero comienzo de las ruinas. Debe de hallarse oculto bajo esta abundante vegetación. Vamos a necesitar instrumentos de trabajo. Volvamos a la ciudad. Con un poco de suerte, encontraremos una tienda abierta.

—¿Y no temes que el vendedor se pregunte para qué los queremos? Te recuerdo que íbamos a pedirlos en casa de Simón.

—Lo sé, pero vamos a trabajar tan cerca de la casa de Adolf que puede resultar incómodo. Vendrá a ver qué hacemos. Las distracciones deben de escasear por aquí, ¿y qué crees que dirá si nos sorprende violando una tumba?

—En ese caso, lo mejor será que vayamos a aprovisionarnos a Budweis. Es mucho más grande que Krumau y sólo está a veinticinco kilómetros.

—No es mala idea, pero es demasiado tarde para ir hoy. Iremos mañana a primera hora.




Durante cuatro días, armados de cizallas, podaderas, una horca, una pala y un pico, Adalbert y Aldo trabajaron a destajo en el perímetro marcado por el primero y lograron localizar varias tumbas, pero ninguna coincidía con las indicaciones de Erbach. Era un trabajo agotador y el calor lo hacía todavía más penoso.

—Empiezo a pensar que vamos a pasarnos aquí el verano —dijo Aldo, secándose con la manga arremangada la frente cubierta de sudor—. En Venecia van a darme por muerto.

Vidal-Pellicorne sonrió a su amigo con expresión burlona.

—¡Lo que es ser un aristócrata delicado, habituado a las comodidades y a manejar piedras preciosas! Nosotros, los arqueólogos, que estamos acostumbrados a desenterrar mastabas y a perforar montañas bajo un sol abrasador, somos más resistentes.

—Olvidas decir que siempre tenéis a un montón de fellahs a vuestra disposición. Por lo que yo sé, son ellos los que se dedican a cavar. Vosotros, como tú dices, manejáis más bien el pincel y la esponja para limpiar lo que os han despejado previamente.

Su hospedero estaba muy sorprendido de verlos llegar por la noche exhaustos y más polvorientos de lo que cabía esperar tratándose de turistas, pero ellos le contaron confidencialmente que habían descubierto por casualidad restos de una antigua ciudad romana y que estaban intentando sacar a la luz lo suficiente para tener una prueba. Encantado de ser el único depositario de un asunto que podía suponer un incremento de interés para la región, Sepler juró guardar silencio y trató todavía mejor a unos clientes tan apasionantes. Todas las mañanas los proveía de grandes cestas de picnic y de botellas de agua mineral, y en la cena preguntaba discretamente sobre los progresos realizados:

—Avanzamos, avanzamos —respondía el arqueólogo—. Pero, como bien sabe, este tipo de búsqueda tarda mucho en dar frutos.

Una tarde, mientras se concedían un descanso comiendo melocotones y ciruelas, vieron acercarse a una joven que les causó el efecto de una aparición. Era una campesina con largas trenzas rubias, dotada de la belleza de una imagen y que llevaba entre los brazos un gran haz de margaritas y acianos. Los saludó con la extrema cortesía que se encuentra en toda Checoslovaquia y les preguntó qué hacían allí.

—Me he enterado hace poco —respondió Aldo— de que un antepasado mío que fue monje en este priorato descansa aquí y estoy buscando su tumba.

Ella alzó hacia aquel hombre de tan noble aspecto pese a los pantalones manchados de tierra y la camisa abierta, arremangada sobre unos brazos morenos y musculosos, unos ojos que parecían vincapervincas.

—¡Cuánta razón tiene! —exclamó—. No hay que abandonar a los pobres muertos. Preocuparse por el lugar donde descansan y manifestarles respeto es un deber piadoso. Sin duda Dios permitirá que la encuentre.

Dicho esto, esbozó una pequeña reverencia y prosiguió su camino bajo el sol, con la amplia falda azul bordada en amarillo revoloteando alrededor de sus redondeadas pantorrillas.

—¿Adonde crees tú que va? —susurró Adalbert al verla adentrarse en el bosque, en dirección al estanque.

—Supongo que a su casa.

—El sendero no lleva a ninguna parte salvo al borde del agua, y no hay ninguna casa por ahí.

—Quizá se trate de… una cita. Es una jovencita encantadora.

—Es posible, pero de todas formas tengo curiosidad por saber adonde va. ¿No te has fijado en que parecía estar soñando despierta? Hasta su voz sonaba algo lejana cuando ha aprobado tu comportamiento.

Adalbert ya había salido tras ella y Aldo se encogió de hombros.

—Después de todo, ¿por qué no? Así descansaremos.

Y siguió a su amigo.

Escondidos entre los árboles, vieron a la muchacha rodear la mitad del estanque para llegar a la parcela de bosque que quedaba al otro lado. Como no sabían cuánto pensaba adentrarse en la espesura, no se atrevieron a acercarse a la orilla del estanque. Si los veía, podía asustarse.

—He visto bien el sitio por donde ha entrado —dijo Aldo—. Esperemos un poco. Luego iremos a ver.

Sentados sobre la hierba al pie de un fresno, permanecieron un cuarto de hora largo escuchando cantar a una curruca.

—Vamos —dijo Aldo después de haber mirado su reloj de pulsera.

Acababa de hablar cuando la joven salió del bosque para volver sobre sus pasos.

—¡Corre! —susurró Adalbert—. Y apresurémonos a reanudar el trabajo.

—¿Te has fijado? Ya no lleva las flores. Me gustaría saber dónde las ha dejado.

—Intentaremos encontrarlas después. No debe de haber ido muy lejos…

Cuando la joven llegó a donde estaban trabajando, ya se habían puesto de nuevo manos a la obra.

—¡Cuánto trabajan! —observó—. ¡Y con este calor!

—A usted no parece asustarla, señorita. ¿Podemos charlar un momento?

—Me gustaría mucho, pero tengo prisa. Mi madre está esperándome. Quizá volvamos a vernos pronto.

Los saludó haciendo un ademán con la cabeza y dedicándoles una bonita sonrisa y desapareció entre las ruinas. A buen seguro todavía no había llegado a la carretera cuando los dos hombres se dirigieron de nuevo hacia el estanque y se adentraron en el bosque dejando señales con ayuda de los cuchillos, pues por allí ya no había camino. De pronto, detrás de unos matorrales, distinguieron una mancha clara: las flores de la muchacha. Pero hasta que no vieron el lugar donde las había depositado no tuvieron la impresión de haber sido guiados por una mano invisible y de que esa jovencita rubia posiblemente era una enviada del cielo: casi totalmente oculta bajo unas zarzas que habían apartado un poco, había una ancha piedra enmohecida pero en la que aún se podía leer un nombre grabado: Julius.

Maquinalmente, Morosini apoyó una rodilla en el suelo para apartar mejor la maleza y dejar más a la vista la inscripción.

—¿Esto es el cementerio del priorato? Herr Doktor nos ha mentido —dijo con amargura.

—No lo creo. A mi entender, la mentira se remonta a mucho antes, a los orígenes. A los monjes debía de hacerles tan poca gracia como al propietario del castillo semejante vecindad. Prometieron enterrar a Julio en sus tierras y una noche fueron a buscarlo. El conde se dio por satisfecho con eso. Lo que a él le interesaba era que se lo llevaran y no se preocupó de nada más; seguramente se limitó a pagar generosamente, y los santos hombres, en lugar de dar a ese desdichado la sepultura cristiana que se les pedía, lo enterraron aquí, lejos de todo, como al réprobo que siempre fue.

—¡Y aún gracias que no lo arrojaron al estanque!

—Seguramente eso habría sido demasiado para su conciencia temerosa. En cuanto a nosotros, de no ser por esa jovencita, habríamos podido pasar mucho tiempo buscándolo. Su gesto y el ramo son conmovedores, y ahora me avergüenzo un poco de lo que vamos a tener que hacer.

—Coincido contigo, pero no tenemos elección. Nos las arreglaremos para borrar toda huella de nuestro paso. Esa muchacha debe de soñar con este desconocido abandonado en su tumba romántica y no quiero estropear su sueño. En lo que se refiere al rubí, si está aquí, cosa que empiezo a dudar, Julio reposará más serenamente cuando lo hayamos liberado de él.




La noche era oscura, densa, calurosa. La puesta del sol no había hecho que refrescara el tiempo. Adalbert se había quedado junto a la tumba mientras Aldo regresaba al albergue para anunciar a Johann que un granjero con el que habían trabado amistad les ofrecía hospitalidad esa noche.

—Volveremos mañana, no se preocupe… Pero me gustaría que me diese dos botellas de su excelente vino de Melnik para ofrecérselo a nuestro anfitrión.

El semblante consternado del hospedero, que temía la competencia, había recuperado enseguida la tranquilidad. Incluso había propuesto añadir una botella de aguardiente de ciruela («¡Aquí es muy apreciado!») que Aldo se había guardado mucho de rechazar. Se lo llevó todo y, antes de reunirse con Vidal-Pellicorne, pasó por una frutería para comprar melocotones y albaricoques. Con el estómago lleno, esperaron que cayera la noche observando el cielo, donde negros nubarrones se desplazaban lentamente.

—Si todo eso nos cae encima, quedaremos empapados, lo que no nos facilitará la tarea —suspiró el arqueólogo.

—Por consejo de nuestro anfitrión, he traído los impermeables. Por lo menos nos servirán para disimular el estado en el que nos encontraremos mañana.

Pero ningún rugido lejano, ningún relámpago fugaz anunciaba todavía el diluvio. Cuando se hizo totalmente de noche, los dos hombres tiraron al mismo tiempo el cigarrillo que estaban fumando, cogieron el material y se dirigieron al lugar donde debían realizar la horrible tarea, pero hasta que no llegaron a su destino no encendieron las linternas sordas, cuya luz les era indispensable.

Contrariamente a lo que temían, la lápida no les dio mucho trabajo: estaba simplemente depositada sobre el suelo. Después había que cavar. Lo hicieron relevándose, después de haberse santiguado.

—Quizá tengamos más problemas con el ataúd —murmuró Aldo—. La madera de teca no se pudre fácilmente y pesa mucho… Venecia entera está construida sobre ese tipo de madera.

—Todo depende de la profundidad.

Pero afortunadamente los monjes, impacientes por librarse de su endiablado fardo, habían hecho el trabajo deprisa y corriendo. Lo habían enterrado a muy poca profundidad, contando con que la calidad excepcional de la madera y la lápida evitara que los animales del bosque se sintieran atraídos. Aproximadamente a un metro, el pico de Adalbert encontró una resistencia.

—¡Creo que lo tenemos!

Trabajando con denuedo y prudencia a la vez, retiraron toda la tierra que cubría la larga caja negra, junto a la cual Adalbert bajó con una linterna: las armas imperiales en metal deslustrado aparecieron en la tapa. Por suerte, ésta se había mantenido cerrada por su propio peso y unos pasadores de hierro oxidados que no ofrecieron gran resistencia a las tijeras y las tenazas del arqueólogo.

—Quizá no haga falta forzar los de la parte inferior —dijo Adalbert—. Ahora baja; levantaremos la tapa y tú la mantendrás abierta mientras yo busco.

Los dos hombres no olvidarían jamás lo que vieron: esperaban encontrar huesos, pero vieron el cuerpo ennegrecido, momificado, de un joven cuya extraordinaria belleza seguía siendo evidente. Debían de haberlo envuelto en un gran manto de terciopelo púrpura bordado en oro, que había quedado reducido a una especie de velo rojo rasgado con algunos fragmentos más gruesos.

—Los alquimistas de Rodolfo II debían de haber descubierto algunos secretos de los egipcios —susurró Adalbert, cuyos largos dedos, habituados a ese tipo de trabajo, recorrían con presteza esa capa de tejido fantasma que cubría el cuerpo.

Y de pronto, a la débil luz de la linterna, apareció un destello sangriento: el rubí estaba allí, colgado del cuello mediante una cadena de oro, y parecía mirarlos como un ojo rojo súbitamente abierto en el fondo de la noche.

Durante unos instantes, los dos hombres permanecieron en silencio. Luego, Adalbert murmuró con voz ronca:

—El enviado eres tú…, a ti te corresponde quitársela. Yo sostendré la tapa.

Aldo alargó, vacilante, una mano que notaba helada. Con suavidad y precaución, buscó el cierre de la cadena, lo abrió y, sin retirar ésta, extrajo el colgante y se lo guardó en un bolsillo, del que sacó un paquete estrecho y plano y lo desenvolvió: contenía una hermosa cruz pectoral de oro con amatistas, que puso en sustitución del rubí. La había comprado en una tienda de antigüedades, en los barrios altos de Budweis.

—La he hecho bendecir —dijo.

Después arregló lo mejor que pudo los vestigios de tela, trazó sobre el cuerpo la señal de la cruz y ayudó a Adalbert a colocar la pesada tapa. Tras lo cual, murmuraron al unísono, sin haberse puesto de acuerdo, un De profanáis. Sólo faltaba volver a cerrar la tumba.

Cuando la lápida, así como las flores de la joven desconocida, hubieron ocupado de nuevo su lugar, resultaba difícil imaginar el trabajo de titanes realizado por los dos hombres.

Completamente sin fuerzas, se dejaron caer al suelo a fin de recuperarse un poco y de permitir que sus corazones desbocados se sosegaran. En algún lugar lejano, un gallo cantó.

—¿Hemos estado toda la noche? —dijo, asombrado, Adalbert.

Como si esas palabras hubieran sido una señal que el cielo esperaba, un potente trueno, seguido del cegador zigzag de un relámpago, estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que las nubes empezaban por fin a descargar. Trombas de agua cayeron sobre el campo.

Pese a la protección de los árboles, al cabo de un instante los dos amigos estaban empapados, pero, lejos de pensar en huir del aguacero, dejaron, con una especie de placer salvaje, que el agua del cielo resbalara sobre ellos como un nuevo bautismo. Después de tanto calor, de tantos esfuerzos, era maravilloso.

—No tardará en amanecer —dijo Aldo—. Habría que ir pensando en volver.

Cuando llegaron al coche, tenían los pies enfangados, pero sobre sus cuerpos no quedaba ni rastro de la terrible obra que habían llevado a cabo. Allí se desnudaron por completo, extendieron su ropa lo mejor posible sobre el asiento posterior, se taparon con los impermeables y se quedaron dormidos en el acto.

Hacía mucho que había amanecido cuando se despertaron y continuaba lloviendo. Se encontraban en el centro de un universo uniformemente gris y chorreante, pero se sentían absolutamente despiertos y con la mente despejada.

—¡Brrr! —dijo Adalbert, sacudiéndose—. Tengo un hambre canina. Un desayuno y sobre todo un buen café, eso es lo que necesito.

Aldo no contestó. Había retirado el rubí del pañuelo en el que lo había envuelto y lo contemplaba en la palma de su mano: era una piedra admirable, de un magnífico color sangre de paloma y sin duda la más hermosa, junto con el zafiro, de las cuatro piedras que habían tenido el honor de encontrar.

—Misión cumplida, Simón —dijo, suspirando—. Falta saber cuándo y cómo vamos a poder dártelo. Si es que todavía es posible…

Vidal-Pellicorne cogió la joya y la movió unos instantes en el hueco de su mano.

—Y si no, ¿qué va a ser del pectoral? Si quieres que te diga la verdad, no acabo de creerme que Simón haya muerto. Las circunstancias son demasiado extrañas para que no haya sido él el artífice. Piensa que fue él quien provocó el incendio, así que seguro que sabía una manera de escapar. Además, está ese coche en el que Wong debía esperarlo y que ha desaparecido.

—Me cuesta creer que, si sigue con vida, no se haya preocupado de su sirviente.

—Tiene su lógica. Wong desobedeció al volver a la casa. Simón no podía arriesgarse a regresar en su busca. El depositario del pectoral no tiene derecho a poner en peligro su vida de manera caprichosa. En cuanto a nosotros, habría que encontrar un medio de hacer que esto llegue al lugar donde debe estar. La piedra es espléndida, ¡pero cuántos horrores se han producido a su alrededor! Piensa que, desde el siglo XV, ha pasado más tiempo sobre cadáveres que sobre carne viva… No quiero contemplarla mucho tiempo.

—Debo llevársela al gran rabino para que la exorcice y, al mismo tiempo, libere el alma de la Susona. Él nos dirá lo que hay que hacer. Esta noche volvemos a Praga.

—¿Y Wong?

—Pasaremos para decirle que uno de los dos volverá a buscarlo. Después lo embarcaremos en el Praga-Viena, y una vez en Viena en el expreso para Venecia. Tú lo acompañarás y yo volveré con el coche.

Se vistieron y se pusieron en marcha, pero, contrariamente a lo que Morosini esperaba, el coreano declinó la invitación de ir a Venecia.

—Si el señor sigue siendo de este mundo y me busca, no se le ocurrirá ir allí. Si quieren ayudarme, caballeros, llévenme a Zúrich lo antes posible.

—¿A Zúrich? —preguntó Adalbert.

—El señor tiene una villa junto al lago, cerca de la clínica de un amigo suyo. Gracias a él pudimos huir. Allí estaré bien atendido y esperaré…, si es que hay algo que esperar.

—¿Y si no sucede nada?

—Entonces, caballeros, tendré el honor y la tristeza de recurrir a ustedes para que juntos tratemos de encontrar una solución.

Morosini no insistió.

—Como desee, Wong. Esté preparado. Dentro de dos o tres días vendré a recogerlo e iremos a tomar el Arlberg-Express en Linz. Pero primero tenemos que resolver un asunto en Praga.

—Esperaré, excelencia. Obedientemente… Tengo muchos remordimientos por no haber seguido las órdenes de mi señor.




Cuando Adalbert y él entraron en el vestíbulo del hotel Europa, Aldo tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a Aloysius C. Butterfield arrellanado en uno de los sillones, detrás de un periódico que mandó a paseo nada más reconocer a los recién llegados:

—¡Es un placer volver a verlo! —bramó, exhibiendo una sonrisa tan amplia que permitió admirar en todo su esplendor la obra de un cirujano-dentista especialmente amante del oro—. Me preguntaba dónde podía haberse metido.

—¿Acaso debo rendirle cuentas de mis desplazamientos? —repuso Morosini con insolencia.

—No… Perdone mi intromisión, pero ya sabe lo interesado que estoy en hacer un trato con usted. Cuando me di cuenta de que se había ido, estaba desconsolado e incluso había empezado a pensar en ir a Venecia, pero me dijeron que iba a volver, así que le he esperado.

—Lo siento, señor Butterfield, pero creía haber hablado con claridad: aparte de mi colección particular, en este momento no tengo nada que responda a sus deseos. De modo que deje de perder el tiempo y prosiga su viaje: Europa está llena de joyeros que pueden ofrecerle cosas preciosas.

El americano dejó escapar un suspiro que agitó la planta más cercana.

—De acuerdo… Pero lo cierto es que siento simpatía por usted. Hagamos una cosa: olvidemos ese asunto, pero tomemos al menos una copa juntos.

—Si se empeña… —cedió Aldo—, pero más tarde. Estoy deseando darme un baño y cambiarme.

Finalmente pudo reunirse con Adalbert, que esperaba discretamente delante del ascensor.

—Pero bueno, ¿se puede saber qué le has hecho a ese tipo para que se pegue a ti de ese modo?

—Ya te lo dije: se le ha metido en la cabeza comprarme una joya para su mujer…, y además parece que le soy simpático.

—¿Y eso te parece suficiente? No me gusta nada tu americano.

—No es «mi» americano, y a mí me gusta tan poco como a ti. Pero, aun así, le he prometido tomar una copa con él antes de cenar. Espero que después nos libremos de él.

—En ese caso, me pregunto si no sería mejor que fuéramos a cenar a otro sitio. Lo digo por si se encuentra tan a gusto que se empeña en compartir la cena con nosotros.

Eso fue exactamente lo que pasó, pero esta vez Adalbert se interpuso como tan bien sabía hacer, empleando un tono a la vez perentorio y desdeñoso gracias al cual se convertía en un hombre completamente distinto. Se levantó, saludó secamente a Butterfield y le dijo a Aldo que recordara que esa noche estaban invitados en casa de uno de sus colegas arqueólogos. Aquello fue milagroso y el americano no insistió.

Unos minutos más tarde, los dos amigos recorrían en calesa el puente Carlos en dirección a la isla de Kampa, donde encontraron refugio en un restaurante a la vez arcaico y encantador de la vieja plaza discretamente recomendado por el recepcionista del Europa: El Lucio de Plata.

—Supongo —dijo Vidal-Pellicorne dejándose caer sobre el respaldo del banco cubierto de cojines rojo y oro— que después de la noche que hemos pasado habrías preferido, como yo, ir a acostarte.

—No. Tenía intención de salir después de cenar. Así será más sencillo: cuando volvamos, le pediré al cochero que pare en la plaza de la Ciudad Vieja y tú me esperarás en el coche.

Adalbert frunció el entrecejo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer?

Aldo se sacó del bolsillo una carta que había escrito en su habitación antes de salir.

—Acercarme a casa del rabino para meter esto por debajo de la puerta. Le pido que nos veamos lo antes posible. Estoy impaciente por que esta maldita piedra sea exorcizada. Desde que la tenemos, temo que suceda una catástrofe en cualquier momento.

—Yo no soy supersticioso, pero confieso que esta vez me siento incómodo. ¿Dónde está?

—En mi bolsillo. ¡No querrías que la dejara en la habitación!

—En la habitación no, pero en la caja fuerte del hotel sí. Está para eso.

—Creo que no hubiera podido dejar de temer que el Europa se incendiara esta noche.

Pese a la gravedad del tema, Adalbert se echó a reír y vació de un trago su copa de vino.

—Vamos a tener que hacer algo pronto. Te veo muy afectado, amigo.

Sin embargo, a Adalbert se le quitaron las ganas de reír cuando, de regreso en el hotel, se percató de que habían registrado su habitación. Con mucha habilidad, eso sí, pero el arqueólogo tenía una vista de lince y no se le escapaba ningún detalle. Naturalmente, Aldo también había tenido visita, de modo que, pese al cansancio, los dos hombres tomaron todas las medidas destinadas a asegurarles la noche de sueño que tanto necesitaban. Una vez puertas y ventanas estuvieron debidamente atrancadas —gracias a Dios, la noche era suave y bastante fresca, sin el habitual bochorno del verano—, se metieron por fin en la cama sin olvidar poner un arma debajo de la almohada.

En cuanto al rubí, Aldo lo metió en uno de los elementos estilo Gallé que componían la araña. Protegidos de este modo, durmieron como benditos.

A la mañana siguiente, Aldo encontró una carta en la bandeja del desayuno. Una nota del recepcionista explicaba que una joven la había llevado a las siete de la mañana. Era de Jehuda Liwa.


Esta noche, a las once, en la sinagoga Vieja-Nueva. La paz esté contigo.


La paz, Morosini la deseaba desde que se hallaba en posesión del rubí fatal. No es que sintiera remordimientos por haber turbado el sueño eterno de Julio; estaba seguro de que, por el contrario, el joven descansaría más tranquilo sin la piedra. Pero la joya en sí misma despedía una atmósfera angustiosa, cargada de todo el horror y de toda la miseria que su posesión desencadenaba. Y cuando se disponía a salir, Aldo tuvo que obligarse a recuperar la gema maléfica de su escondrijo de cristal. Más valía no dejarla allí por si a las camareras se les ocurría limpiar la araña a fondo. No obstante, se serenó pensando que, por la noche, cuando volviera con ella, la piedra maldita habría perdido por fin su poder.

Dedicaron el día a hacer que realizaran en el coche los ajustes necesarios con vistas a un largo viaje y a pasear por la ciudad; después decidieron cenar en la cervecería Mozart. Eso les evitaba a la vez soportar las preguntas indiscretas de Butterfield cuando se encontraran con él en el hotel y ponerse el ritual esmoquin, demasiado elegante y llamativo para moverse por el viejo barrio judío.




Hacía una noche bonita y agradable, y cuando los dos hombres salieron de la cervecería las calles y las plazas estaban llenas de gente. Durante la temporada estival, Praga solía vivir una fiesta perpetua y tranquila. Iluminados por lámparas de acetileno en las que parecían reflejarse las estrellas del cielo, los vendedores de pepino, en zumo o a tiras, de salchichas de rábano blanco y de cerveza hacían magníficos negocios sobre un fondo musical en el que los antiguos aires bohemios alternaban con el tema de Smetana que evocaba el Moldava y que era más conocido que el himno nacional. Una mujer que decía la buenaventura, de ojos llameantes y largos cabellos negros mal sujetos por un pañuelo amarillo, intentó cogerle la mano a Aldo, pero éste la retiró suavemente:

—Gracias, pero no tengo ganas de conocer mi futuro —dijo en francés.

Esa lengua no debía de resultarle familiar, pues respondió con un gesto de fastidio que hizo tintinear sus pulseras de plata y meneó la cabeza dejando escapar un suspiro de pesar.

—Quizás hagas mal —comentó Vidal-Pellicorne—. Era una buena ocasión para averiguar algo sobre lo que va a sucedemos.

Unos instantes más tarde, la entrada de la ciudad judía los engullía y la oscuridad les hacía parpadear deprisa. El agradable olor de las salchichas a la plancha y la menta fresca desapareció para ser sustituido por el tufo de una carnicería y el de una prendería que quedaban una enfrente de otra. Dos faroles de un amarillo sucio trataban de iluminar la calle de adoquines mal unidos. Luego, los ojos de los dos hombres se acostumbraron y no tardaron en distinguir el muro del viejo cementerio y las bolas temblorosas de los árboles que protegían las estelas, cuya increíble acumulación hacía que ese campo de muerte pareciera un mar gris y encrespado. Y de pronto, una deliciosa fragancia acarició el olfato de los visitantes nocturnos: la de los saúcos y los jazmines del cementerio. Cuando llegaron, la masa negra y puntiaguda de la antigua sinagoga apareció frente a ellos.

Al acercarse, vieron que un hilo de luz amarilla se filtraba por la puerta entreabierta.

—Entra tú solo —susurró Adalbert—. El rabino no me conoce.

—¿Y qué harás tú mientras tanto?

—Montar guardia. Eso nunca está de más, y este barrio no ofrece ninguna diversión.

Para confirmar su determinación, se sentó tranquilamente en los gastados peldaños y se puso a cargar la pipa. Aldo no insistió y empujó la puerta sobre la cual, en una ojiva, una higuera extendía sus ramas bajo un cielo sembrado de grandes estrellas. La hoja gimió pero se abrió sin dificultad.

Iluminado únicamente por el admirable candelabro de siete brazos colocado sobre el altar y por dos grandes cirios al pie de los escalones que lo sostenían, el venerable santuario dejaba sumidos en la oscuridad sus pilares y sus bóvedas góticas, pero la sobriedad de lo que descubría sorprendió a Morosini. Tan sólo el tímpano del tabernáculo presentaba un bonito motivo vegetal que se repetía en los escasos capiteles poco iluminados.

En ese decorado a la vez austero y misterioso, la alta silueta de Jehuda Liwa se alzaba como un altorrelieve. Inclinado sobre el Indraraba, el Libro de los Secretos, que había colocado junto a los rollos de la Tora, leía atentamente, pero se incorporó al oír el ligero ruido de los pasos del visitante. Éste observó que, bajo la larga capa negra, llevaba las vestiduras blancas de los difuntos.

Impresionado, Morosini se detuvo en el centro de la nave. La voz profunda del rabino lo invitó a avanzar hasta el pie de los peldaños.

—No estás en una iglesia —añadió—. Debes cubrirte la cabeza. Coge el casquete que está a tus pies y póntelo.

—Le pido disculpas. Lo sabía, o sea que mi comportamiento es imperdonable, pero esta noche siento un gran desasosiego.

—Lo sentiremos por una cuestión menor si, como indica tu carta, has encontrado lo que buscabas. Supongo que no ha sido fácil… ¿Cómo te las has arreglado? Es un trabajo duro abrir el panteón de una capilla principesca.

—El cuerpo ya no estaba en la capilla.

En unas pocas frases, Aldo reprodujo el camino seguido desde su marcha de Praga. Sin olvidar mencionar el incendio del pequeño castillo y la desaparición de Simón Aronov. El gran rabino sonrió:

—Apacigua tus temores: el depositario del pectoral no ha muerto. Incluso puedo decirte que ha venido aquí.

—¿A esta sinagoga?

—No, al barrio de Josefov, donde tiene un amigo. Te recuerdo que, por nuestro bien común, es preferible que no nos veamos. Y añado que es inútil buscarlo: nada más llegar, volvió a marcharse. No me preguntes dónde ha ido, lo ignoro. Ahora, dame la piedra maldita.

Aldo desplegó el pañuelo blanco que envolvía la joya y la ofreció en la palma de su mano, donde inmediatamente apareció un resplandor rojizo. El rabino acercó sus dedos huesudos, cogió la joya y la miró fijamente. Después la elevó como si quisiera ofrecerla a alguna divinidad desconocida. En el mismo momento, una voz vulgar sonó con la violencia de un disparo:

—¡Déjate de tonterías, vejestorio, y dame eso!

Aldo se volvió bruscamente y miró con estupor la forma grotesca de Aloysius Butterfield surgida de la oscuridad como un gnomo maléfico. El gran Cok que oscilaba entre él y Jehuda no tenía nada de tranquilizador.

El personaje disfrutaba sin ningún pudor de la sorpresa que había provocado:

—No te esperabas esto, ¿eh, principito? No hay que tomar nunca a papá Butterfield por tonto, y por si te interesa saberlo, hace bastante que andamos detrás de ti. Pero no estamos aquí para charlar. ¡Tú, dame esa piedra!

La voz de bronce retumbó, multiplicada por las profundidades del edificio:

—Ven a buscarla si te atreves.

—¡Que te crees tú que voy a ir a buscarla! Y tú, Morosini, no te muevas, si no, dejo seco a tu amigo.

Aldo, que se preguntaba dónde podía haberse metido Adalbert, intentó ganar tiempo.

—¿Cómo se las ha arreglado para entrar? ¿Nadie ha tratado de impedírselo?

—¿Te refieres al de la pipa? Ha recibido un buen golpe detrás de las orejas y por el momento duerme como un angelito…, si mi compañero no ha considerado conveniente rematarlo.

—¿Qué compañero?

—Lo reconocerás. Lo viste en el Europa y un poco antes en Venecia: tomó un café a tu lado y el de Rothschild en el Florian.

El hombrecillo moreno con gafas de montura negra acababa de entrar en el círculo de luz y también iba armado. Aldo se sintió idiota. ¿Cómo había podido contentarse con pensar que lo había visto antes en alguna parte? Realmente debía de estar haciéndose viejo.

Butterfield estaba subiendo los peldaños de piedra, pero su aplomo parecía vacilar a medida que se acercaba al gran rabino, que permanecía muy erguido. Incluso se hubiera dicho que empequeñecía. El anciano sin embargo, no hacía ni un solo gesto, sus ojos oscuros lanzaban destellos y su terrible voz retumbó de nuevo:

—Estarás maldito hasta el fin de los tiempos si tocas esta piedra y nunca más conocerás el descanso.

—¡Basta ya! ¡Cállate! —ordenó el americano con un temblor que anunciaba un ataque de pánico. Pero el rubí estaba allí, en las manos del rabino, y la codicia fue más fuerte que el miedo. Le arrebató la piedra, retrocedió, resbaló al bajar de espaldas y cayó al suelo. El rubí se le escapó de las manos y se alejó un trecho rodando. Aldo iba a agacharse para recogerlo, pero el hombre de las gafas dijo:

—¡Todos quietos!

Sin apartar la mirada de Morosini, al que amenazaba con el arma, dobló las rodillas, cogió el colgante y se lo guardó en el bolsillo.

—¡Levántate! —ordenó a su cómplice—. Y larguémonos de aquí.

Desapareció con una rapidez pasmosa. Seguro de ser capaz de alcanzar y reducir sin dificultades a ese hombrecillo, Aldo se lanzó en su persecución. El otro se volvió y disparó. Alcanzado por la bala, Aldo se tambaleó y se desplomó justo en el momento en que sonaba otro tiro, disparado sin duda por Butterfield, repuesto de su caída. Antes de desvanecerse, el herido oyó rugir la voz del rabino, pero era como una llamada. Inmediatamente después sonó un grito terrible, un grito de espanto, y quien lo había proferido era el americano. La última impresión de Aldo antes de sumirse en las tinieblas fue que la pared de la sinagoga había empezado de pronto a moverse.




Cuando emergió de las profundidades, lo que le rodeaba le pareció tan extraño que creyó que había pasado al otro lado del espejo. Estaba acostado en algo que debía de ser una cama, como corresponde a un herido o a un enfermo, y esa cama se encontraba en una habitación clara que podía ser el cuarto de un hospital. Sin embargo, el ser humano que se inclinaba sobre él no parecía una enfermera: era el rabino Liwa con su larga y poblada barba, sus cabellos blancos y sus ropajes negros. Debía de estar en algún purgatorio, porque no se encontraba bien. Sentía un dolor en el pecho y unas vagas náuseas. Cerró los ojos con la esperanza de volver a las benefactoras tinieblas donde, privado de conciencia, lo estaba también de sufrimiento.

—¡Vamos, despierta! —ordenó con dulzura la voz inolvidable que habría podido ser la del Ángel del Juicio—. Todavía eres de este mundo y ya va siendo hora de que vuelvas a ocupar tu puesto.

El herido intentó hacer algo que esperaba que fuese una sonrisa y murmuró:

—Creía que estaba muerto.

—Podrías estarlo si hubieran apuntado mejor, pero, ¡alabado sea el Altísimo!, el proyectil no entró en el corazón y hemos podido extraerlo.

—¿Y dónde estoy?

—En casa de un amigo, Ebenezer Meisel, que es un hombre rico y un excelente cirujano. Ha sido él quien ha extraído la bala. Es mi vecino y nuestras casas se comunican, lo que me permite venir a verte cuando quiero… Volveré mañana.

Morosini comprendió que aquel arreglo presentaba la ventaja de no introducir a la policía en los asuntos del barrio judío y se alegró, pero ahora que estaba recobrando la lucidez las preguntas acudían en tropel, de modo que retuvo por la manga al rabino, que ya estaba dando media vuelta para marcharse.

—Un momento, por favor. ¿Tiene noticias del amigo que dejé en la puerta de la sinagoga y al que dejaron inconsciente antes de atacarnos?

—Está bien, no te preocupes. Asegura que los chichones en la cabeza nunca le han asustado. Lo verás enseguida.

—¿Y el rubí?… ¿Qué ha pasado con el rubí?

—Otra vez ha desaparecido. El hombre de las gafas negras huyó con él. Los de aquí han intentado encontrar su rastro, pero se diría que se ha desvanecido en el aire. Nadie lo ha visto.

—¡Dios mío! ¡Tantos esfuerzos para que dos miserables bribones, sin duda pagados por Solmanski, se lo lleven justo cuando…!

—Sólo queda uno. El americano que, en su locura asesina, disparó contra mí, fue abatido. Uno de mis sirvientes se encargó de él.

—Pero ¿cómo…?

El rabino tocó la frente de Aldo.

—Estás hablando demasiado. Cálmate. Tu amigo te lo contará todo.

Y esta vez salió. Una vez solo, Aldo examinó lo que le rodeaba. Entonces se dio cuenta de que lo que había tomado al despertar por la habitación de una clínica porque estaba decorada en blanco, parecía mucho más el dormitorio de una muchacha. Lazos de cinta azul sujetaban las grandes cortinas de seda blanca y, al incorporarse, cosa que le arrancó una mueca, vio dos silloncitos del mismo azul, un secreter de madera clara y, entre las ventanas, un espejo, una banqueta y una mesita con frascos sobre el tablero. Curiosamente, la estancia no tenía aspecto de estar habitada. Todo estaba demasiado ordenado, era demasiado perfecto, y no se percibía ninguna presencia: ni una flor en los jarrones de cristal, un pequeño secreter demasiado bien cerrado y, sobre todo, ni el menor rastro de perfume. En cuanto a la mujer que entró poco después de que se hubiera marchado el rabino, llevando un cuenco humeante sobre una bandeja, no tenía nada de jovencita: rondando la cincuentena, cara cuadrada y cabellos recogidos bajo un gorro tan blanco como el delantal, hacía pensar tanto en una enfermera como en una vigilante de prisión.

Sin una palabra, sin una sonrisa, arregló las almohadas de Aldo para incorporarlo y depositó la bandeja ante él.

—Perdone, pero no tengo hambre —dijo él, sincero y también poco tentado por la especie de gachas con leche que le habían llevado (se parecía bastante al porridge inglés), acompañadas de una taza de té.

Sin articular palabra, la mujer frunció sus pobladas cejas e indicó con un dedo perentorio que el herido no tenía otra cosa que hacer más que comer. Y acto seguido, salió.

Aldo, que habría dado su mano derecha por el buen café y los panecillos calientes de Celina, pensó que, si quería recuperar fuerzas —¡y le faltaban muchas!—, debía alimentarse. De modo que tomó una cucharada con prudencia, comprobó que estaba caliente, dulce, y que olía a vainilla. Y como, por otra parte, era incapaz de apartar él mismo la bandeja, comenzó a ingerir su contenido y se sintió un poco mejor. El té, había que reconocerlo, era un excelente darjeeling, o sea que, después de todo, habría podido ser peor. Estaba acabando de comer cuando la puerta se abrió para dejar paso a Adalbert, que desplegó una amplia sonrisa ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

—Parece que estás mejor. Tienes un poco de mal color de cara, pero supongo que con el tiempo eso se arreglará. En cualquier caso, tu aspecto es mucho mejor que el de ayer por la tarde.

—¿Ayer por la tarde? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Pronto hará cuarenta y ocho horas. Y los de aquí no te han escatimado sus cuidados.

—Les daré las gracias. Si he entendido bien, sigo estando en el gueto, ¿no?

—Se dice el barrio judío o Josefov —rectificó Adalbert en un tono doctoral—. Y puedes dar gracias a Dios, porque el doctor Meisel tiene unas manos de hada: la bala estaba a medio centímetro de tu corazón. No te habrían operado mejor en ningún gran hospital occidental.

—Por favor, quítame esto de encima y siéntate. Y dime cómo estás tú.

Adalbert retiró la bandeja, la dejó sobre una mesita, acercó uno de los sillones azules y se sentó.

—Gracias a Dios, tengo la cabeza dura, pero ese bruto al que no oí acercarse golpeó con ganas y tardé bastante en recobrar el conocimiento. En realidad, fue ese extraordinario rabino el que me reanimó. Al principio, cuando lo vi creía que estaba soñando: parece salido directamente de la Edad Media.

—No me extrañaría. Nada de lo que sucede aquí podría sorprenderme. Pero háblame de Aloysius. Liwa me ha dicho que está muerto, que uno de sus sirvientes se había encargado de él.

—Sí, y no es el único misterio. Yo no vi nada porque estaban atendiéndome en esta casa, pero sé que disparó contra el rabino y lo alcanzó en un brazo. En cuanto a él, la gente del barrio lo encontró a la mañana siguiente, tendido delante de la entrada del cementerio; no presentaba ninguna herida aparente, pero se hubiera dicho que le había pasado por encima una apisonadora.

—Supongo que avisaron al cónsul norteamericano y que éste ha organizado una buena.

Adalbert se pasó la mano por los rubios cabellos con el gesto que le era habitual, aunque con más comedimiento que de costumbre: debía de tener aún el cráneo bastante sensible.

—Pues la verdad es que no —repuso, suspirando—. Para empezar, descubrieron que Butterfield, que no se llamaba Butterfield sino Sam Strong, era en realidad un gánster buscado en varios estados de Estados Unidos. Y además, cuando el cónsul llegó al barrio, creyó que estaba en un manicomio. No te imaginas el terror que reina aquí desde el descubrimiento de ese cadáver insólito. La gente dice que el Golem ha hecho justicia porque ese impío osó disparar contra el gran rabino… ¿Por qué pones esa cara? No me dirás que tú también crees eso…

—No…, claro que no. Es sólo una leyenda.

—Pero aquí las leyendas perduran, sobre todo ésta. La gente cree que los restos de la criatura de Rabbi Loew descansan en el desván de la vieja sinagoga y que se han reconstruido varias veces a lo largo de los siglos para hacer justicia o sembrar el temor al Todopoderoso.

—Lo sé. También se dice que nuestro rabino es descendiente del gran Loew, quizás incluso su reencarnación, que posee sus poderes, que ha penetrado en los secretos de la Cábala…

Mientras hablaba, Aldo recordó la extraña impresión de que un lienzo de la pared se había puesto en movimiento en el momento en que él perdía el conocimiento. Butterfield había cometido la mayor ofensa, no sólo por disparar contra el hombre de Dios, sino por insultarlo, y en el propio recinto de su templo. ¿Y no había dicho antes Liwa que su sirviente se había encargado de él? Pero el único sirviente que Aldo conocía era el que el otro día lo había conducido ante Liwa: un hombrecillo mucho más bajo que el americano y absolutamente incapaz de aplastarlo bajo su peso.

La entrada de un hombre con bata blanca y un estetoscopio alrededor del cuello interrumpió la conversación. Adalbert se levantó y retrocedió para permitirle acercarse a la cama.

—Éste es el doctor Meisel —dijo.

El herido sonrió y tendió una mano que el cirujano tomó entre las suyas, fuertes y calientes. Se parecía a Sigmund Freud, pero su sonrisa rebosaba bondad.

—¿Cómo puedo darle las gracias, doctor? —murmuró Morosini—. Por lo que me han dicho, ha obrado usted un milagro.

—Sí, manteniéndolo tranquilo. Mientras ha estado dominado por la fiebre, nos ha dado mucha lata. Dicho esto, no ha habido ningún milagro. Usted posee una constitución fuerte y puede dar gracias a Dios por ello. Veamos cómo va la cosa.

En un profundo silencio, examinó a su paciente a conciencia y cambió el apósito colocado sobre el pecho, todo con una extraordinaria delicadeza.

—Todo está perfectamente —dijo por fin—. Ahora, lo que necesita sobre todo es reposo para garantizar la cicatrización y recuperar fuerzas alimentándose bien. Dentro de tres semanas lo dejaré libre.

—¿Tres semanas? ¡Pero no puedo seguir molestando tanto tiempo!

—¿De dónde se saca que molesta?

—Pues… simplemente por ocupar esta habitación. Es evidente que es de una muchacha.

—En efecto. Era de mi hija, Sarah, pero murió.

La voz cálida, por un instante quebrada, recobró inmediatamente la serenidad.

—No tenga escrúpulos. Sarah era una excelente enfermera y a veces ofrezco su habitación a personas que prefieren no estar en el hospital. Bien, le dejo. Hasta mañana. Y usted —añadió dirigiéndose a Adalbert— no lo canse demasiado.

—Me quedo unos minutos más y me voy.

Cuando el médico hubo salido de la habitación, Vidal-Pellicorne se sentó de nuevo. Morosini parecía perplejo.

—¿Qué te preocupa? —preguntó Adalbert—. ¿Esas tres semanas?

—Sí, claro. Aunque debo de necesitarlas, porque nunca me había sentido tan débil…

—Te recuperarás. ¿Quieres que llame a tu casa?

—¡Ni se te ocurra! Pero quisiera que hicieses algo por mí.

—Todo lo que quieras menos volver a París. No te dejaré hasta que no estés en plena forma. Dispongo de todo mi tiempo.

—No es una razón para perderlo. Deberías coger el coche, ir a buscar a Wong y llevarlo a Zúrich. Parecía tener mucho interés en ir, y además, quién sabe, a lo mejor allí recibe alguna noticia. Al menos de Simón, porque lo que es del rubí…

—No tenemos muchas posibilidades de encontrarlo, ¿verdad? Desde que estás aquí, me dedico a recorrer Praga en busca del hombrecillo de las gafas negras, pero debió de irse inmediatamente. No hay ni rastro de él. La policía también lo busca, porque evidentemente he dado su descripción. La agresión contra el gran rabino ha causado un gran revuelo en la ciudad.

—Aunque consigamos echarle el guante, no recuperaremos el rubí: debe de estar ya en manos de Solmanski. Ese hombre sin duda forma parte de la banda que Sigismond se ha traído de Estados Unidos. De todas formas, yo no pierdo la esperanza de atrapar a éste. No olvides que es mi cuñado, y además, quizás el rubí siga haciendo de las suyas.

Adalbert se levantó y posó prudentemente una mano sobre el hombro de su amigo.

—Lo he pasado muy mal —dijo en un tono súbitamente grave—. Si tú ya no estuvieras aquí, faltaría algo en mi vida. ¡Así que lleva cuidado con la tuya!

Acto seguido, se volvió, pero Aldo habría jurado que había una lágrima en la comisura de sus ojos. Además, era muy raro que Adalbert se pusiera a sorber por la nariz con tanta energía.

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