Cuándo la obligación susurra, debes, la juventud responde, puedo.
Ralph Waldo Emerson "Voluntaries III"
El viejo vendedor callejero lo captó inmediatamente, ya que el muchacho parecía fuera de lugar entre la muchedumbre de corredores de bolsa y banqueros bien vestidos que atestaban las calles del bajo Manhattan. Unos rizos negros sobresalían por debajo de un sombrero de fieltro abollado. Una camisa remendada desabotonada en el cuello, quizás en deferencia al calor de principios de julio, los hombros estrechos, frágiles, mientras unos tirantes de cuero sujetaban unos pantalones enormes y sucios.
El muchacho llevaba unas botas negras que parecían demasiado grandes para supequeño tamaño, y llevaba un bulto rectangular en su brazo. El vendedor callejero se apoyó contra su carretilla llena de bandejas de pasteles y observó al muchacho caminar entre el gentío, como si fuera a conquistar al enemigo. El anciano vio cosas en el muchacho que otros no veían y le llamó la atención.
– Eh, ragazzo. Tengo un pastel para tí. Dulce como el beso de un ángel. Vieni qui.
El chaval levantó la cabeza, y miró fijamente con ansia las bandejas de pasteles caseros que su esposa hacía todos los días, y el vendedor casi pudo oírle contar los peniques que guardaba en el bulto de manera tan protectora.
– Ven, ragazzo. Esto es un regalo para tí -sostenía una tartaleta de manzana grande-. El regalo de un anciano a un recién llegado aquí, a la ciudad más importante del mundo.
El muchacho metió desafiante el pulgar en la pretina de su pantalón y se acercó al carro.
– ¿Qué le hace pensar que acabo de llegar?
Su acento era tan espeso como el olor de los jazmines sobre un campo de algodón de Carolina, y el anciano ocultó una sonrisa.
– Tal vez es mi tonta imaginación, ¿eh?
El muchacho se encogió de hombros y dio una patada a algo tirado en el suelo.
– No soy un forastero, no, no lo soy -señaló con un mugriento dedo la tarta-. ¿Cuánto pide usted por eso?
– ¿No he dicho que es un regalo?
El muchacho lo pensó, asintió con la cabeza y extendió la mano.
– Muchas gracias.
Mientras cogía el pastel, dos hombres de negocios con levita y sombreros altos de castor pasaron junto al carro. La mirada fija del muchacho barrió con desprecio las leontinas de sus relojes de oro, los paraguas enrollados, y los pulidos zapatos negros.
– Malditos cerdos yanquis -refunfuñó.
Los hombres iban absortos en su conversación y no lo escucharon, pero en cuanto se alejaron, el anciano frunció el ceño.
– Creo que esta ciudad no es un buen lugar para ti, ¿eh? Hace sólo tres meses que ha acabado la guerra. Nuestro presidente ha muerto. El odio es todavía muy fuerte.
El muchacho se sentó en el bordillo para comerse la tarta.
– No me gustaba mucho el Sr. Lincoln. Pienso que era pueril.
– ¿Pueril? ¡Madre di Dio! ¿Qué significa esa palabra?
– Ingenuo como un niño.
– ¿Y dónde aprende un muchacho como tú una palabra como esa?
El muchacho entrecerró los ojos para protegerlos del sol de la tarde y bizqueó al anciano.
– Me distraigo leyendo libros. Esa palabra en particular la aprendí del señor Ralph Waldo Emerson. Admiro mucho al señor Emerson -comenzó a mordisquear con delicadeza alrededor del borde de su tarta-. Yo no sabía que era un yanqui cuando comencé a leer sus ensayos. Cuando me enteré me enfadé muchísimo. Pero ya era demasiado tarde, porque ya era su discípulo.
– Este señor Emerson. ¿Qué dice él que es tan especial?
Un trocito de manzana se quedó pegado a la punta de su mugriento dedo, y él lo chupó con la punta de su pequeña lengua rosada.
– Él habla del carácter y la independencia. ¿Es la independencia el atributo más importante que una persona puede tener, verdad?
– La fe en Dios. Eso es más importante.
– Ya no creo más en Dios, ni en Jesús. Creía, pero he visto demasiado dolor estos últimos años. He visto a los yanquis matar todos nuestros animales y quemar nuestros graneros. He visto como le pegaban un tiro a mi perro, Fergis. He visto a la señora Lewis Godfrey Forsythe perder a su marido y su hijo Henry el mismo día. Mis ojos se sienten viejos.
El vendedor callejero miró más atentamente al muchacho. Tenía una cara pequeña, en forma de corazón, y una nariz que se inclinaba un poquito al final. Parecía un pecado que fuera un chico, ya que pronto se embrutecerían esos rasgos tan delicados.
– ¿Cuántos años tienes, ragazzo? ¿Once? ¿Doce?
Una sombra de cautela pasó por los ojos que eran de un sorprendente violeta.
– Más mayor, supongo.
– ¿Y tus padres?
– Mi madre murió cuando nací. Mi padre murió en Shiloh hace tres años.
– ¿Y tú, ragazzo? ¿Por qué has venido a mi Nueva York?
El muchacho se metió el último pedazo de tartaleta a la boca, se colocó el bulto mejor debajo del brazo, y se levantó.
– Tengo que proteger lo que es mío. Muchas gracias por esta deliciosa tarta. Ha sido un verdadero placer conocerle -comenzó a alejarse, luego vaciló-. Y sabe qué… no soy un chico. Y mi nombre es Kit.
Mientras Kit caminaba por la ciudad hacía Washington Square según las direcciones que le había dado una mujer en el ferry, pensó que había sido una tontería decirle su nombre al anciano. Una persona que pensaba cometer un asesinato no debería dejar rastros. Excepto que eso no sería un asesinato. Eso sería justicia, aunque la corte de yanquis no lo viera así si la cogían. Ella haría todo lo posible para que nunca supieran que Katharine Louise Weston de la plantación Risen Glory, había abandonado Rutherford, Carolina del Sur, y había estado a tiro de escupitajo dentro de esta maldita ciudad.
Agarró el bulto más fuerte. Llevaba dentro el Pettingill de seis tiros de su padre, un revolver de percusión del ejército; un billete de tren para volver a Charleston; la primera parte de los Ensayos de Emerson; una muda de ropa; y el dinero que iba a necesitar mientras estuviera aquí. Lamentaba no poder terminar el trabajo hoy, para poder volver a casa, pero necesitaba tiempo para observar al bastardo yanqui y conocer su rutina. Matarlo era sólo la mitad del trabajo. La otra mitad era que no la cogieran.
Hasta ahora, Charleston era la ciudad más grande que había visto, pero Nueva York no era para nada como Charleston. Mientras caminaba por sus ruidosas y atestadas calles, tuvo que admitir que había monumentos bonitos. Hermosas iglesias, hoteles elegantes, edificios con grandes portales de mármol. Pero la amargura le impedía disfrutar de su entorno. La ciudad parecía intacta por la guerra que había desgarrado el Sur. Si había Dios, ella esperaba que el alma de William T. Sherman se quemara en infierno.
Se quedó embelesada mirando un organillo en lugar de mirar hacía adelante, y se chocó con un hombre que iba andando por la cera.
– ¡Eh, muchacho! ¡Ten cuidado!
– Ten cuidado, tú -gruñó ella-. ¡Y no soy un muchacho!
Pero el hombre ya había desaparecido detrás de la esquina.
¿Es qué eran ciegos? Desde el día que había salido de Charleston, todo el mundo la confundía con un muchacho. No le gustaba, pero seguramente era lo mejor. Un muchacho vagando sólo, no era tan visible como una chica. En su casa nunca la confundirían. Desde luego, también todos la conocían desde pequeña, y sabían que no tenía paciencia para las tonterías de las chicas.
Si no hubiera cambiado todo tan rápido. Carolina del Sur. Rutherford. Risen Glory. Incluso ella misma. El anciano creía que ella era un chico, pero no lo era. Había cumplido los dieciocho, y era una mujer. Algo que su mente rechazaba, pero su cuerpo no le dejaba olvidar. El cumpleaños, su sexo, todo parecía un accidente, y como un caballo ante una valla demasiado alta, había decidido negarse a admitirlo.
Descubrió a un policía más adelante y se escabulló entre un grupo de trabajadores que llevaban cajas de herramientas. A pesar de la tarta, todavía tenía hambre. También estaba cansada. Ojalá estuviera ahora en Risen Glory, subiéndose a uno de los melocotoneros del huerto, o pescando, o hablando con Sophronia en la cocina. Para tranquilizarse metió la mano en el bolsillo y apretó el pequeño papel con la dirección de su destino, aunque tenía impresas las letras en la memoria.
Antes de encontrar un lugar para pasar la noche, tenía que echar un vistazo a la casa. Quizás pudiera ver al hombre que amenazaba lo que más quería. Entonces planificaría lo que ningún soldado de los Estados Confederados de América había sido capaz de hacer. Sacaría su arma y mataría al Major Baron Nathaniel Cain.
Baron Cain era un hombre peligrosamente apuesto con el pelo rubio leonado, una nariz cincelada y ojos grises que daban a su rostro el aspecto de un hombre temerario que vivía al límite. También estaba aburrido. Aunque Dora Van Ness era hermosa y sexualmente aventurera, estaba arrepentido de haberla invitado a cenar. No estaba de humor para escuchar su estúpida charla. Sabía que estaba preparada, pero siguió bebiendo tranquilamente su brandy. Estaba con las mujeres según sus términos, no los de ellas, y un brandy con tanta solera no se podía beber deprisa.
El anterior propietario de la casa tenía una excelente bodega en el sótano cuyo contenido junto con la casa había conseguido Cain gracias a sus nervios de acero y una pareja de reyes. Cogió un fino puro de un bote de madera que el ama de llaves había dejado para él en la mesa, cortó el final y lo encendió. En pocas horas debía estar en uno de los exclusivos clubs de Nueva York para lo que se auguraba una partida de póker con apuestas elevadas. Antes de eso, probaría los encantos íntimos de Dora.
Mientras se inclinaba para atrás en su silla, la vio mirar persistentemente la cicatriz que desfiguraba el dorso de su mano derecha. Era una de tantas que acumulaba, y todas y cada una parecían encantarla.
– No creo que hayas escuchado una sola palabra de lo que te he dicho esta noche, Baron -se lamió los labios, y le sonrió astutamente.
Cain sabía que las mujeres lo encontraban atractivo, pero no le interesaba demasiado, y tampoco le enorgullecía. Según él lo veía, su cara era una maldición más. La herencia de un padre de voluntad débil y una madre que se abría de piernas para cualquier cosa que llevara pantalones.
Tenía catorce años la primera vez que fue consciente de las miradas de las mujeres, y había disfrutado con la atención. Pero ahora, doce años más tarde, había tenido demasiadas mujeres, y ya se había cansado.
– Claro que te he escuchado. Estabas dándome las razones por las cuáles debería trabajar para tu padre.
– Es muy influyente.
– Ya tengo un trabajo.
– De verdad, Baron eso no es un trabajo. Es una actividad social.
Él la miró levemente.
– No hay nada de social en esto. El juego es la forma en que me gano la vida.
– Pero.
– ¿Te apetece subir arriba, o quieres que te lleve a tu casa? No quiero demorarme mucho aquí.
Ella se puso de pie de inmediato y en un minuto estaba en su cama. Tenía unos pechos llenos y maduros y él no pudo entender por qué no se sentía mejor con ellos en las manos.
– Lastímame -susurró ella-. Sólo un poco.
Él estaba cansado de lastimar, cansado del dolor del que parecía no poder escapar aunque la guerra ya había acabado. Hizo un mohín cínico.
– Todo lo que quiera la señora.
Más tarde, cuando estuvo solo y ya vestido para la noche, se encontró vagando por las habitaciones de la casa que había ganado con una pareja de reyes. Y recordó la casa dónde había crecido.
Tenía diez años cuando su madre se marchó, dejando a su padre sólo en una mansión desierta de Philadelphia, que se estaba cayendo a pedazos. Tres años después su padre murió y un comité de mujeres vino a llevarlo a un orfanato. Se escapó esa noche. No tenía ningún destino en mente, solamente una dirección. Oeste.
Pasó los siguientes diez años yendo a la deriva de una ciudad a otra, guardando ganado, poniendo raíles de ferrocarril y mojándose buscando oro hasta que descubrió las mesas de póker. El Oeste era tierra virgen que necesitaba hombres cultos, pero él nunca admitiría que no sabía ni leer.
Las mujeres caían rendidas a los pies del guapo chico de rasgos esculpidos y fríos ojos grises que susurraban misterios, pero ese frío en su interior nadie pudo deshelarlo. Su capacidad para sentir amor se había congelado en su niñez. Si sería para siempre, Cain no lo sabía. Tampoco le preocupaba.
Cuando estalló la guerra, atravesó el río Mississippi hacía el este por primera vez en doce años y se alistó, no para ayudar a preservar la Unión, sino porque era un hombre que valoraba la libertad por encima de todo, y no podía soportar la esclavitud. Entró en los grupos de carácter duro de Grant y mereció la atención del general cuando capturaron Fort Henry. Cuando llegaron a Shiloh, ya era un miembro del personal de Grant. Casi lo mataron dos veces: una vez en Vicksburg, y cuatro meses más tarde en Chattanooga. Missionary Ridge fue la batalla que abrió el camino para la marcha de Sherman hacía el mar. Los periódicos empezaron a escribir de Baron Cain, como el "Héroe de Missionary Ridge", alabándolo por su coraje y patriotismo. Después de que Cain hiciera una serie de exitosas incursiones a través de las líneas del enemigo, se citó al General Grant diciendo "Perdería mi mano derecha antes de perder a Baron Cain".
Lo que ni Grant ni los periódicos sabían era que Cain vivía para correr riesgos. El peligro, como el sexo, hacía que se sintiera vivo y completo. Quizá por eso se ganaba la vida jugando al póker. Un día podría apostar todo a una carta.
Pero todo había comenzado a aburrirle. Las cartas, los clubs exclusivos, las mujeres… nada empezaba a importarle realmente. Había algo que se le escapaba, pero no tenía ni idea que era.
Kit se despertó ante el sonido de una voz masculina desconocida. Sentía la limpia paja contra la mejilla, y por un momento creyó estar de vuelta en casa, en el granero de Risen Glory. Entonces recordó que lo habían destruido.
– ¿Por qué no te marchas ya, Magnus? Has tenido un día largo.
La voz venía desde el otro lado de la pared del establo. Era fría y profunda, sin alargar las vocales, ni susurrar las consonantes como hablaba la gente de su tierra.
Parpadeó tratando de despertarse. Todo volvió a su mente. ¡Dulce Jesús! Se había quedado dormida en la cuadra de Baron Cain.
Se incorporó lentamente sobre un codo, lamentando no poder ver más. Las indicaciones que le había dado la mujer del ferry debían estar equivocadas, porque era ya de noche cuando encontró la casa. Se subió a un árbol y se acurrucó durante unas horas, pero no ocurría nada y decidió saltar el muro que rodeaba la casa para ver mejor. Mientras caminaba por el patio vio una construcción de madera con una ventana, y decidió entrar para investigar. Desgraciadamente el olor tan familiar a caballos y paja fresca había sido superior a sus fuerzas, y se durmió en la parte de atrás de un establo vacío.
– ¿Planeas sacar a Saratoga mañana?
Esta era una voz diferente, de tonos familiares, el sonido evocador de los esclavos de la plantación.
– Es posible. ¿Por qué?
– No me parece que esté todavía bien curada de la pata. Mejor dale un par de días más.
– Estupendo. Le echaré un vistazo mañana. Buenas noches, Magnus.
– Buenas noches, Major.
¿Major? El corazón de Kit dio un vuelco. ¡El hombre de la voz profunda era Baron Cain! Se deslizó a la ventana del establo y miró por el antepecho sólo para verlo desaparecer en el interior de la casa encendida. Demasiado tarde. Había perdido la oportunidad de conseguir echar un vistazo a su cara. Y había pasado un día entero.
Durante un momento un nudo traidor le atenazó la garganta. No podía haberlo hecho peor ni aunque se lo hubiera propuesto. Era pasada la medianoche y estaba en una ciudad yanqui extraña, y casi se había descubierto el primer día. Tragó intensamente y trató de levantar su decaído ánimo poniéndose mejor el sombrero sobre la cabeza. No era inteligente llorar por la leche derramada. Lo que tenía que hacer ahora era salir de aquí y buscar un sitio para pasar el resto de la noche. Mañana seguiría con su vigilancia desde un lugar más seguro.
Recogió su atillo, se deslizó hacía las puertas, y escuchó. ¿Cain había entrado en la casa, pero dónde estaba el hombre llamado Magnus? Cautelosamente empujó la puerta exterior y miró.
La luz de las ventanas que se filtraba tras las cortinas caía sobre el terreno que había entre la casa y la cuadra. Salió lentamente y vio que todo estaba desierto. Sabía que la puerta de hierro del muro estaría cerrada, de modo que debía salir por el mismo lugar por dónde había entrado. Los metros que tenía que atravesar la intimidaban. Una vez más miró hacía la casa. Entonces respiró profundamente y echó a correr.
En el momento en que salió de la cuadra, supo que algo no iba bien. El aire de la noche ya no estaba enmascarado por el olor a caballos, y llevaba el olor débil, inconfundible del humo de un puro.
Su sangre corrió deprisa. Alcanzó el muro y trató de subirse, pero la rama con la que se había ayudado al bajar se le resbaló de las manos. Intentó desesperadamente agarrarse a otra, el paquete se le cayó, pero ella pudo agarrarse. Justo cuando alcanzaba la cima, algo tiró con fuerza hacía abajo de sus pantalones. Se quedó un momento en el aire, y luego de golpe cayó de cara al suelo. Sintió el peso de una bota encima de su espalda.
– Bien, bien, ¿pero qué tenemos aquí?- dijo el propietario de la bota opresora.
La caída la había dejado un momento sin respiración, pero todavía reconoció esa voz profunda. El hombre que la tenía cautiva era su enemigo jurado, el Major Baron Nathaniel Cain.
Su rabia centelleó y lo vio todo rojo. Se apoyó con las manos en el suelo y luchó por levantarse, pero él no cedió.
– ¡Quite la bota de encima, sucio hijo de puta!
– No creo que sea el momento todavía -dijo él con calma.
– ¡Suélteme! ¡Suélteme ahora mismo!
– Eres bastante enclenque para ser un ladrón.
– ¡Ladrón! -ultrajada golpeó los puños contra el suelo-. Nunca he robado nada en mi vida. Si me vuelve a llamar eso, yo le llamaré maldito mentiroso.
– ¿Entonces qué estabas haciendo en mi cuadra?
Eso la contuvo. Rebuscó en su cerebro para decir una excusa que sonara convincente.
– Yo… he venido a mirar… a mirar… para buscar trabajo en su cuadra. No había nadie cuando llegué, y he debido dormirme.
Su pie no cedió.
– Cuando me he despertado, ya estaba oscuro. Entonces oí voces y me asusté que alguien me viera y pensara que estaba tratando de hacer daño a los caballos.
– Creo que alguien que busca trabajo, debería tener suficiente sentido común para llamar a la puerta principal.
Eso también le parecía a Kit.
– Es que sufro de timidez -dijo ella.
Él se rió entre dientes y levantó poco a poco el pie de su espalda.
– Voy a permitir que te levantes. Pero te arrepentirás si sales corriendo, chico.
– Yo no soy un… – afortunadamente se paró a tiempo-. Yo no voy a salir corriendo -lo enmendó poniéndose lentamente de pie-. No he hecho nada malo.
– Salvo entrar sin permiso, ¿verdad?
Sólo entonces la luna apareció entre las nubes, y su rostro dejó de ser una sombra amenazadora, sino la de un hombre de carne y hueso. Contuvo el aliento.
Él era alto, ancho de espaldas y delgado. Aunque ella no prestaba normalmente atención a esas cosas, también era el hombre más apuesto que había visto en su vida. Llevaba el lazo de la corbata suelto y los extremos colgaban del cuello abierto de su camisa blanca con unos pequeños botones de ónice. Llevaba pantalones negros y estaba tranquilamente de pie, con una mano apoyada en la cadera, y el puro encendido todavía entre sus dientes.
– ¿Qué llevas ahí? -señaló con la cabeza hacía la pared donde estaba tirado su paquete.
– ¡Nada que le importe!
– Enséñamelo.
Kit quería desafiarlo, pero no sabía si saldría victoriosa, de modo que cogió el paquete de malos modos, lo colocó encima de la hierba y lo abrió.
– Una muda de ropa, los Ensayos del señor Emerson, y el revolver Pettingill de mi padre de seis disparos -no dijo nada del billete de tren para volver a Charleston que estaba en el interior del libro-. Nada que pueda interesarle.
– ¿Qué hace un muchacho como tú leyendo los Ensayos de Emerson?
– Soy un discípulo.
Los labios de Cain temblaron ligeramente.
– ¿Tienes dinero?
Ella se agachó para envolver su paquete.
– Claro que tengo. ¿Cree que sería tan pueril como para venir a una ciudad extraña sin dinero?
– ¿Cuánto?
– Diez dólares -dijo ella insolentemente.
– No podrás vivir mucho en una ciudad como Nueva York con eso.
Sería incluso más crítico si supiera que en realidad sólo le quedaban tres dólares y veintiocho centavos.
– Le he dicho que estoy buscando trabajo.
– Sí, lo has dicho.
Si no fuera él tan grande. Se odió a sí misma mientras daba un paso atrás.
– Ahora, será mejor que me vaya.
– Entrar en propiedad privada va contra la ley. Tal vez te entregue a la policía.
A Kit no le gustó tener que apoyarse en el muro, y levantó la barbilla.
– Me importa un bledo lo que haga. No he hecho nada malo.
Él cruzó los brazos sobre su pecho.
– ¿De dónde eres, chico?
– De Michigan.
Al principio ella no entendió su estallido de risa, pero pronto reconoció su error.
– Supongo que me ha descubierto. Realmente soy de Alabama, pero a causa de la guerra no estoy ansioso de decirlo.
– Entonces mejor mantén la boca cerrada -él se rió entre dientes- ¿No eres un poco joven para llevar esa pistola?
– No veo por qué. Sé cómo utilizarla.
– Apuesto a que sabes -él la estudió más detenidamente-. ¿Por qué has dejado tu casa?
– Allí no hay trabajo.
– ¿Y tus padres?
Kit le repitió la misma historia que le había contado al vendedor callejero. Cuando terminó, él se tomó su tiempo pensando. Tuvo que controlarse para no retorcerse.
– El chico del establo se fue la semana pasada. ¿Te gustaría trabajar para mí?
– ¿Para usted? -murmuró ella débilmente.
– Exacto. Debes acatar las órdenes de mi hombre de confianza, Magnus Owen. No tiene la piel blanca como las azucenas de modo que si eso va a ofender tu orgullo sureño, mejor me lo dices ahora y nos ahorramos tiempo.
Como ella no respondió, él continuó.
– Puedes dormir sobre la cuadra y comer en la cocina. El sueldo es de tres dólares a la semana.
Ella pateó el suelo con el dedo de su bota arrastrando el pie. Su mente corría deprisa. Si hoy había aprendido algo era que Baron Caine sería difícil de matar, especialmente ahora que había visto su cara. Trabajar en su cuadra la mantendría cerca de él, pero haría también su trabajo dos veces más peligroso.
¿Desde cuándo el peligro había sido un inconveniente?
Ella metió los pulgares en la cintura de sus pantalones.
– Dos dólares más, yanqui y tendrás un nuevo chico para el establo.
Su habitación encima de la cuadra olía agradablemente a caballos, cuero y polvo. Tenía una cómoda y suave cama, una hamaca de roble y una descolorida alfombra además de una pequeña mesa con una jofaina y una palangana que ella ignoró. Lo más importante era la ventana que estaba orientada hacía el norte de la casa, de modo que podía calcular las horas.
Esperó hasta que Cain se marchó antes de quitarse las botas y subirse a la cama. A pesar de su siesta en el establo, estaba cansada. Incluso así le costó conciliar el sueño. En su lugar se encontró pensando como habría sido su vida si su padre no hubiera hecho ese viaje a Charleston cuando ella tenía ocho años, lo que provocó su segundo matrimonio.
En el momento en que Garrett Weston conoció a Rosemary se quedó prendado de ella, aunque fuera mayor que él y su belleza estuviera ya marchitándose. Rosemary no trató de ocultar que no soportaba a su niña, y el día que Garrett la llevó a su casa de Risen Glory, le convenció de la necesidad de tener intimidad, pues eran recién casados y envió a Kit con ocho años a pasar la noche en una caseta cerca de los barracones de los esclavos. No permitió que Kit volviera a su habitación nunca más.
Si se olvidaba que no tenía que estar por la casa, Rosemary se lo recordaba agarrándola de las orejas o dándole bofetadas, así que Kit se limitaba a ir a la cocina. Las lecciones esporádicas que recibía de un profesor, se trasladaron a la caseta.
Garrett Weston nunca había sido un padre atento y no parecía darse cuenta que su propia hija estaba recibiendo menos cuidados que los hijos de sus esclavos. Estaba demasiado obsesionado con su hermosa y sensual esposa.
Los vecinos estaban escandalizados. ¡Esa niña anda por ahí corriendo como una salvaje! Ya sería malo si fuera un chico, pero incluso un tonto como Garrett Weston debería darse cuenta que una chica no puede andar comportándose así.
Rosemary Weston no tenía ningún interés en la sociedad local, e ignoraba los consejos que le decían que Kit necesitaba una institutriz o ropa interior más aceptable. Finalmente las mujeres del pueblo le dieron a Kit vestidos de sus hijas y trataban de enseñarle a comportarse como una señorita. Kit ignoró las charlas y cambió los vestidos por ropas de muchacho. Cuando cumplió los diez años, sabía disparar, montar un caballo a pelo y fumar un puro.
Por la noche cuándo se sumergía en su soledad, pensaba que su corazón aventurero no habría sobrevivido al tipo de comportamiento de las chicas. Podía subirse a los melocotoneros del huerto siempre que quería y balancearse de las cuerdas del granero. Los hombres de la comunidad la enseñaron a montar y pescar. Se movía furtivamente por la biblioteca antes de que su madrastra bajara de su dormitorio por la mañana y se llevaba libros sin ninguna censura. Si se hacía una herida en la rodilla o tenía una astilla en un dedo, siempre podía correr a la cocina con Sophronia.
La guerra lo cambió todo. Los primeros disparos sonaron en Fort Sumter un mes antes de su decimocuarto cumpleaños. Poco tiempo después, Garrett Weston puso en las manos de Rosemary la administración de la plantación y se alistó en el ejército Confederado. Puesto que la madrastra de Kit nunca se levantaba antes de las once y odiaba Risen Glory, la plantación cayó en decadencia.
Kit, furiosa, trató de tomar el lugar de su padre, pero la guerra había acabado con el mercado del algodón para el Sur, y ella era demasiado joven para hacerse cargo.
Los esclavos huyeron. Mataron a Garrett Weston en Shiloh. Amargamente Kit recibió la noticia que le había dejado la plantación a su esposa. Kit sólo tenía un fondo en fideicomiso que su abuela le había dejado hacía algunos años pero eso no le solucionaba nada.
No mucho después los soldados yanquis entraron en Rutherford, quemando todo a su paso. La atracción inicial entre Rosemary y un joven atractivo subteniente de Ohio y su invitación posterior a compartir su cama, mantuvo en pie la casa de Risen Glory aunque no los alrededores. Al poco tiempo, Lee se rindió en Appomattox, y Rosemary murió en una epidemia de gripe.
Kit lo había perdido todo. Su padre, su niñez, su forma de la vida. Solamente tenía la tierra. Sólo Risen Glory. Y mientras se acurrucaba en el fino colchón encima de la cuadra de Baron Cain, se dijo que era lo único que contaba. Se durmió imaginando cómo sería cuándo Risen Glory fuera finalmente suya.
Había cuatro caballos en los establos, dos para el coche y dos para montar. Una parte de la tensión de Kit se aligeró esa mañana cuando acariciaba el cuello de un elegante corcel, mientras él le hociqueaba en el hombro. Todo iría bien. Mantendría los ojos abiertos y esperaría el momento adecuado. Baron Cain era peligroso pero ella tenía una ventaja. Ella conocía a su enemigo.
– Su nombre es Apolo.
– ¿Qué?
Se dio la vuelta para encontrar a un joven negro de ojos grandes y expresivos que estaba de pie en la puerta que separaba los establos del pasillo central de la cuadra. Tendría alrededor de veinticinco años, y era alto, con una complexión ligera, flexible. Un chucho blanco y negro estaba tranquilamente a su lado.
– Ese corcel. Su nombre es Apolo. Es la montura favorita del Major.
– No me digas -Kit abrió la puerta y salió del establo.
El chucho la olió mientras el joven la estudiaba críticamente.
– Soy Magnus Owen. El Major me ha dicho que te contrató anoche después de que te pescara husmeando fuera de la cuadra.
– Yo no estaba husmeando. No exactamente. Ese Major tuyo tiene una naturaleza excesivamente recelosa, eso es todo -miró al mestizo-. ¿Ese es tu perro?
– Sí. Se llama Merlín.
– Se comporta como un perro que yo quería mucho.
La frente alta y lisa de Magnus se frunció con indignación.
– ¿Qué quieres decir con eso, muchacho? ¡Ni siquiera conoces a mi perro!
– Le vi ayer por la tarde tumbado cerca de ese muro. Si Merlín fuera un verdadero guardián, me hubiera descubierto -Kit descendió y le acarició distraídamente detrás de las orejas.
– Merlín no estaba ayer por la tarde aquí -dijo Magnus-. Estaba conmigo.
– Oh. Bien supongo que tal vez esté equivocada. Los yanquis mataron a mi perro, Fergis. Era el mejor perro que he tenido. Todavía lo lloro.
La expresión de Magnus se endulzó un poco.
– ¿Cómo te llamas?
Ella lo pensó un momento, entonces decidió que sería más fácil utilizar su propio nombre de pila. Por encima de la cabeza de Magnus vio una lata de Aceite Finney para los arneses de cuero.
– Me llamo Kit. Kit Finney.
– Un nombre realmente curioso para un chico.
– Mis padres eran admiradores de Kit Carson, el luchador Injún.
Magnus pareció aceptar su explicación y pronto se pusieron a hacer su trabajo. Más tarde entraron en la cocina para el desayuno, y él le presentó al ama de llaves.
Edith Simmons era una mujer sólida con el pelo oscuro salpicado de canas y voz fuerte. Era la cocinera y el ama de llaves del anterior propietario y decidió permanecer en la casa sólo cuando descubrió que Baron Cain estaba soltero y no había ninguna esposa para decirle cómo hacer su trabajo. Edith creía en la economía, la buena comida y la higiene personal. Ella y Kit eran enemigas naturales.
– ¡Este chico está demasiado sucio para comer con la gente civilizada!
– No voy a discutir eso contigo -respondió Magnus.
Kit estaba demasiado hambrienta para discutir por nada tampoco, de modo que caminó con paso lento hacia la despensa y se lavó con agua la cara y las manos, pero no tocó el jabón. Olía a niña y Kit había estado combatiendo todo lo femenino durante más tiempo del que podía recordar.
Mientras devoraba el suntuoso desayuno, estudió a Magnus Owen. De la manera en que la señora Simmons le trataba, era evidente que era una figura importante en la casa, insólito para un hombre negro bajo cualquier circunstancia, pero especialmente para uno tan joven. Algo se despertó en la memoria de Kit, pero no fue hasta que terminaron de comer cuando comprendió que Magnus Owen le recordaba a Sophronia, la cocinera de Risen Glory y la única persona a la que Kit amaba en el mundo. Tanto Magnus como Sophronia actuaban como si lo supieran todo.
Le sobrevino una oleada de nostalgia, pero la combatió con presteza. Pronto regresaría a Risen Glory, y levantaría la plantación de la ruina.
Esa tarde en cuándo terminó su trabajo, se sentó a la sombra cerca de la puerta de la cuadra, con un brazo sobre el lomo de Merlín que se había dormido con la nariz reposando en su muslo. El perro no movió un sólo músculo cuando Magnus se acercó.
– Animal inútil -susurró ella-. Si viniera un asesino con un hacha, ya estaría muerto.
Magnus se rió entre dientes y se sentó a su lado.
– Supongo que tengo que admitir que Merlín no es un gran perro guardián. Pero todavía es joven. Era sólo un cachorrillo cuando el Major lo encontró vagabundeando en un callejón detrás de la casa.
Kit sólo había visto a Cain una vez ese día, cuando le ordenó bruscamente ensillar a Apolo. Había sido demasiado cortante y altanero como para saludarla. No es qué ella quisiera que lo hiciera. Simplemente por cortesía.
Los periódicos yanquis le llamaban el Héroe de Missionary Ridge. Ella sabía que había luchado en Vicksburg y Shiloh. Quizá fuera el hombre que había matado a su padre. No parecía justo que él estuviera vivo cuando tantos valientes soldados Confederados estaban muertos. Y todavía era más injusto que mientras siguiera respirando amenazaba la única cosa que le había quedado en el mundo.
– ¿Cuánto hace que conoces al Major? -preguntó ella cautelosamente.
Magnus cogió una brizna de hierba y empezó a masticarla.
– Desde Chattanooga. Casi perdió la vida por salvar la mía. Estamos juntos desde entonces.
Una horrible sospecha empezó a crecer en el interior de Kit.
– ¿No luchaste a favor de los yanquis, no es verdad Magnus?
– ¡Claro que luché a favor de los yanquis!
Ella no sabía por qué estaba tan desilusionada, pero lo estaba y Magnus dejó de gustarle.
– Me has dicho que eres de Georgia. ¿Por qué no luchaste por tu estado natal?
Magnus se sacó la brizna de hierba de la boca.
– Eres el colmo, chico. Te sientas aquí junto a un hombre negro, y fresco como una lechuga le preguntas por qué no combatió con la gente que le tenía encadenado. Tenía doce años cuando me liberaron. Me trasladé al norte, conseguí un trabajo y fui a la escuela. Pero no era todavía libre, ¿y sabes por qué, chico? Porque no había un sólo hombre negro en este país que se pudiera considerar libre mientras sus hermanas y hermanos en el Sur seguían siendo esclavos.
– No se trataba de la esclavitud -explicó ella pacientemente-. Se trataba del derecho de gobernar sin interferencias. La esclavitud fue sólo secundaria.
– Puede ser secundario para ti, chico blanco, pero no para mí.
Las personas negras sí que eran susceptibles, pensó ella cuando él se levantó y se fue. Más tarde mientras preparaba la segunda comida para los caballos, todavía estaba rumiando su conversación anterior. Le recordó a varias charlas que había tenido con Sophronia.
Cain llegó con Apolo y se bajó con un movimiento insólitamente ágil para un hombre de su tamaño.
– Atiéndelo de inmediato, chico. No quiero que el caballo enferme -le lanzó a Kit la brida y con grandes zancadas empezó a caminar hacia a la casa.
– Conozco mi trabajo -le gritó ella -. No necesito que ningún yanqui me diga como atender a un caballo caliente y sudoroso.
Nada más salir las palabras de su boca, deseó haber podido morderse la lengua. Sólo era miércoles y no podía arriesgarse a que la echaran todavía.
Ya sabía que el domingo era la única noche que la señora Simmons y Magnus no dormían en la casa. La señora Simmons tenía el día libre y se quedaba con su hermana, y Magnus pasaba la noche en lo que la señora Simmons describía como un modo borracho y vicioso, inadecuado para oídos jóvenes. Kit necesitaba callarse la boca durante cuatro días. Entonces cuando llegara el domingo por la noche, entraría a matar al bastardo yanqui que se había girado y la miraba con esos fríos ojos grises.
– Si crees que serías más feliz trabajando para otra persona, puedo encontrar otro chico para los establos.
– No he dicho que quiera trabajar para otra persona -murmuró ella.
– Entonces quizá fuera mejor que intentaras callarte la boca.
Ella dio un golpe en el suelo con el dedo polvoriento de su bota.
– Y, ¿Kit?
– ¿Sí?
– Date un baño. La gente se queja de como hueles.
– ¡Un baño! -la atrocidad casi estranguló a Kit y apenas pudo mantener la compostura.
Cain parecía estar disfrutando.
– ¿Hay algo más que quieras decirme?
Ella apretó los dientes y pensó en el tamaño del agujero de bala que pretendía dejar en su cabeza.
– No, señor -musitó ella.
– Entonces necesitaré el coche en la puerta frontal en hora y media.
Mientras llevaba a Apolo hacía los establos, iba soltando una gran cantidad de blasfemias. Matar a ese yanqui le iba a dar más placer que nada que hubiera hecho en sus dieciocho años. ¿Qué le importaba a él si se bañaba o no se bañaba? No le gustaban los baños. Todo el mundo sabía que eran la antesala de la gripe. Además para eso tenía que desnudarse, y odiaba ver su cuerpo desde que le habían crecido unos pechos que no encajaban con lo que ella quería ser.
Un hombre. Las chicas eran débiles y suaves, por eso había borrado todo rastro femenino en ella para hacerse dura y fuerte como cualquier hombre. Siempre que no olvidara eso, todo iría bien.
Todavía se sentía indispuesta mientras estaba de pie delante de las cabezas de los dos caballos grises y esperaba que Cain saliera de la casa. Se había lavado un poco la cara y se había cambiado de ropa, aunque también estaba sucia, y por lo tanto no había mucha diferencia.
Cuando Cain bajó las escaleras de la casa, miró los calzones remendados y la descolorida camisa azul de su chico de establo. Si era posible, parecía que el chico tenía peor aspecto. Estudió lo que podía ver del rostro del muchacho debajo de ese sombrero roto y pensó que la barbilla quizás estaba un poco más limpia. Probablemente no debería haber contratado al tunante, pero el chico le hacía sonreír más que nadie que recordara.
Desgraciadamente la actividad vespertina sería menos divertida. Deseó no haberse dejado convencer para dar un paseo con Dora por Central Park. Aunque los dos conocían las reglas desde el principio, sospechaba que ella quería una relación más permanente, y trataría de sacar partido de la privacidad que ofrecía el paseo para presionarle. A menos que tuvieran compañía…
– Sube detrás chico. Es hora de que veas algo de la ciudad de Nueva York.
– ¿Yo?
Él sonrió ante el asombro del chico.
– No veo por aquí a nadie más. Necesito que alguien me sujete los caballos -y evitar una invitación de Dora para ser un miembro permanente de la familia Van Ness.
Kit miró fijamente al yanqui de ojos grises, ojos de rebelde asesino y tragó con fuerza. Después se subió al asiento de cuero tapizado. Cuanto menos lo tuviera enfrente, menos probabilidades tenía de pillarla.
Mientras conducía expertamente a través de las calles, Cain le iba señalando las atracciones de la ciudad y su placer por los nuevos monumentos empezó a superar su prudencia. Pasaron por el famoso restaurante Delmonico's y el Teatro Wallach, donde Charlotte Cushman aparecía en Oliver Twist. Kit observó a gente elegantemente vestida salir de las tiendas y los hoteles que rodeaban la exuberante vegetación del Madison Square, y más hacía el norte admiró las elegantes e imponentes mansiones.
Cain paró el coche delante de una de ellas.
– Cuida los caballos, chico. No tardaré mucho.
Al principio a Kit no le molestó esperar. Estaba absorta observando las majestuosas mansiones y los estupendos carruajes que pasaban con gente bien vestida en su interior. Pero entonces se acordó de Charleston, reducida a escombros, y la familiar amargura se renovó dentro de ella.
– Es un DIA perfecto para pasear. Y tengo una historia divertidísima que contarte.
Kit se giró y vio a una elegante mujer de rizos rubios y boca bonita, haciendo una mueca mientras bajaba los escalones de la entrada del brazo de Cain. Iba vestida con un vistoso vestido rosa y llevaba una sombrilla de encaje blanca para proteger su pálida piel del sol de la tarde. Completaba el atuendo un pequeño sombrero que parecía espuma en la parte alta de su cabeza. Kit la detestó a primera vista.
Cain ayudó a la mujer a subir al coche y a acomodar sus faldas. La opinión de Kit sobre él cayó aún más bajo. Si este era el tipo de mujer que a él le gustaba, no era tan inteligente como había pensado.
Puso la bota en el escalón de hierro y se balanceó hacía el asiento trasero. La mujer se giró con asombro.
– Baron ¿quién es esta criatura asquerosa?
– ¿Quién es aquí asquerosa? -Kit se incorporó en el asiento, con los puños en posición de pelea.
– Siéntate -dijo Cain casi ladrado.
Ella le miró airadamente, pero su expresión de rebelde asesino no parpadeó. De mala gana, se hundió de nuevo en el asiento, y se puso a mirar fijamente ese tonto y coqueto sombrerito blanco y rosa.
Cain deslizó suavemente el carruaje por el tráfico.
– Kit es mi chico de establo, Dora. Lo llevo para que se quede con los caballos en caso de que decidas pasear a pie por el parque.
Las cintas del sombrerito de Dora bailaron.
– Hace demasiado calor para caminar.
Cain se encogió de hombros. Dora ajustó su sombrilla y permaneció en un silencio que denotaba indignación, pero para satisfacción de Kit, Cain no le prestó ninguna atención.
A diferencia de Dora, Kit no era propensa a enfurruñarse, y disfrutó del placer de una brillante tarde de verano y de los monumentos que él seguía señalándole. Esta era seguramente la única oportunidad que tendría de ver la ciudad de Nueva York, y aunque tuviera de guía a su enemigo jurado, pensaba disfrutarlo.
– Esto es Central Park.
– No entiendo por qué lo llamáis así. Cualquier idiota puede ver que está al norte de la ciudad.
– Nueva York está creciendo muy deprisa -dijo Cain-. Ahora mismo no hay nada alrededor del parque. Unas chabolas, alguna granja. Pero dentro de pocos años habrá edificios por todas partes.
Kit estaba a punto de expresar su escepticismo cuando Dora giró en su asiento y la miró con una luz deslumbradoramente abrasadora. El mensaje decía claramente que Kit no debía abrir otra vez la boca.
Con una sonrisa afectada en su rostro, Dora se volvió hacia Cain y tocó su antebrazo con una mano enguantada en malla rosa.
– Baron, tengo una historia muy divertida que contarte de Sugar Plum.
– ¿Sugar qué?
– Ya sabes. Mi querido perrito de raza pug.
Kit hizo una mueca y se echó hacía atrás en el asiento. Miró el juego de luces mientras el coche pasaba por un camino bordeado de árboles que corría a través del parque. Otra vez se encontró así misma observando el sombrerito de Dora. ¿Por qué llevaría alguien algo tan tonto? ¿Y por qué no podía apartar los ojos de él?
Un landó negro con dos mujeres sentadas pasó en dirección contraria, y Kit observó con qué descaro miraban a Cain. Parecía que todas las mujeres se volvían tontas a su alrededor. Él sabía cómo manejar los caballos, eso tenía que reconocerlo. Aunque sin duda no era eso lo que atraía a esas mujeres.
Estaban interesadas en él como hombre.
Trató de estudiarlo objetivamente. Era hermoso el hijo de puta, no había duda de eso. Su pelo era del mismo color del trigo antes de la cosecha, y se le rizaba un poco en el cuello. Cuando se giró para hacer un comentario a Dora, su perfil quedó definido contra el cielo, y ella decidió que había algo pagano en él, como un dibujo que había visto de un vikingo… una ceja suave, elevada, una nariz recta y una mandíbula firme.
– … entonces Sugar Plum empujó lejos el bombón de frambuesa con su nariz y en su lugar eligió uno de limón. ¿No es la cosa más dulce que has escuchado nunca?
Pugs y bombones de frambuesa. La mujer era una maldita tonta. Kit suspiró en voz alta.
Cain se volvió hacia atrás.
– ¿Pasa algo?
Ella trató de ser cortés.
– No me gustan mucho los pugs.
La comisura de la boca de Cain tembló visiblemente.
– ¿Y eso por qué?
– ¿Quiere mi sincera opinión?
– Oh, por supuesto.
Kit lanzó una mirada de repulsión a la espalda de Dora.
– Los pugs son unos perros mariquitas.
Cain se rió entre dientes.
– ¡Este niño es un impertinente!
Cain ignoró a Dora.
– ¿Prefieres los mutts, Kit? He observado que pasas mucho tiempo con Merlín.
– Merlín pasa el tiempo conmigo, no al revés. Y no me importa lo que dice Magnus: "Este perro es más inútil que un corsé en un burdel".
– ¡Baron!
Cain hizo un extraño ruido con la boca antes de recuperar la serenidad.
– Quizá deberías acordarte que hay una dama presente.
– Sí, señor -murmuró Kit, aunque creía que no había dicho nada malo.
– Este chico no conoce su lugar -dijo Dora bajito-. Yo despediría a cualquier criado que se comportara de forma tan extravagante.
– Entonces supongo que es bueno que trabaje para mí.
Él no había elevado la voz, pero la advertencia era clara y Dora enrojeció.
Estaban acercándose el lago, y Cain detuvo el carruaje.
– Mi chico de establo no es un criado común -continuó él, con tono ligero-. Es discípulo de Ralph Waldo Emerson.
Kit dejó de mirar a lo lejos a una familia de cisnes que se deslizaban entre las canoas para ver si él se estaba burlando de ella, pero no lo parecía. En su lugar él puso el brazo sobre la espalda del asiento de cuero y se giró para mirarla.
– ¿El único escritor que conoces es el señor Emerson, Kit?
La rabieta indignada de Dora puso parlanchina a Kit.
– Oh no, leo todo lo que cae en mis manos. Ben Franklin desde luego, aunque todo el mundo lo lee. Thoreau, Jonathan Swift. Edgar Allan Poe cuando estoy de humor. No me gusta mucho la poesía, pero de lo demás generalmente tengo un apetito voraz.
– Ya veo. Quizás no has leído a los poetas adecuados. Walt Whitman por ejemplo.
– Nunca he oído hablar de él.
– Es un neoyorquino. Trabajó como enfermero durante la guerra.
– No creo que pueda soportar a un poeta yanqui.
Cain levantó una ceja divertido.
– Me decepcionas. Seguramente un intelectual como tú no puede permitir que esos prejuicios interfieran para disfrutar de gran literatura.
Él estaba riéndose de ella, y sintió burbujear su rabia.
– Estoy sorprendido que hasta recuerde el nombre de un poeta, Major, la verdad es que no tiene mucha pinta de lector. Pero supongo que eso es común en los hombres tan grandes. Tantos músculos en sus cuerpos, y no ejercitan mucho el cerebro.
– ¡Impertinente!- Dora miró a Cain con una mirada de ¿lo-has-visto?
Cain la ignoró y estudió a Kit más detenidamente. El chico tenía agallas, no había duda. No podía tener más de trece años, la misma edad que Cain tenía cuando se escapó. Pero entonces Cain casi había alcanzado ya su altura adulta, mientras Kit era pequeño, poco más de metro cincuenta.
Cain se fijó en lo delicados que eran los rasgos del sucio chico: El rostro en forma de corazón, la pequeña nariz con una decidida inclinación ascendente, y esos ojos violetas rodeados de espesas pestañas. Eran el tipo de ojos hermosos en una mujer, pero parecían fuera de lugar en un chico y lo serían incluso más cuando Kit creciera y se hiciera un hombre.
Kit rechazó acobardarse bajo su escrutinio, y Cain reconoció una chispa de admiración. La delicadeza de sus características tenía probablemente algo de relación con sus agallas. Un chico de aspecto tan delicado habría tenido que defenderse de bastantes peleas. Todavía era demasiado joven para valerse por sí mismo, y Cain sabía que debería llevarlo a un orfanato. Pero incluso mientras consideraba la idea, sabía que no lo haría. Había algo en Kit que le recordaba a él a su edad. Había sido firme y tenaz andando por la vida afrontándola sin un titubeo. Sería como cortar las alas de un pájaro encerrar a este chico en un orfanato. Además era bueno con los caballos.
La necesidad de Dora de estar sola con él superó finalmente su aversión a hacer ejercicio, y le pidió bajar a pasear por el lago. Allí se desarrolló la molesta y previsible escena que esperaba. Era por su culpa. Había dejado que el sexo superara a su buen juicio.
Fue un alivio volver al carruaje donde Kit había empezado una conversación con el hombre que alquilaba las canoas y dos señoras de la noche brillantemente maquilladas para un paseo antes de irse a trabajar.
Esa noche después de cenar Kit se tumbó en su lugar favorito al lado de la puerta del establo, con el brazo apoyado en la cálida espalda de Merlin. Se encontró recordando algo extraño que le había dicho Magnus hacía un rato mientras admiraba a Apolo.
– El Major pronto se desprenderá de él.
– ¿Por qué? -había dicho ella-. Apolo es increíblemente hermoso.
– Por supuesto que lo es. Pero el Major no se queda mucho con las cosas que le gustan.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Regala sus caballos y sus libros antes de poder estar demasiado atado a ellos. Es su forma de ser.
Kit no podía imaginarlo. Eran las cosas que te mantenían anclado a la vida. Pero quizá el Major no quería estar anclado a nada.
Se tocó el cabello bajo su sombrero, y una imagen del sombrerito rosa y blanco de Dora Van Ness le llegó a la mente. Era tonto. El sombrero no era nada más que unos pocos trozos de seda y encaje. Pero no podía apartarlo de su mente. Continuó imaginando que aspecto tendría ella llevando esa ropa.
¿Qué le pasaba? Se quitó el sombrero roto y lo golpeó bruscamente contra el suelo. Merlín levantó la cabeza y la miró con sorpresa.
– No pasa nada, Merlín. Todos estos yanquis están metiendo ideas extrañas en mi cabeza. Como si necesitara la distracción de pensar en sombreritos.
Merlín la miró con detenimiento con sus sentimentales ojos castaños. No le gustaba admitirlo, pero le iba a echar de menos cuando se fuera a casa. Pensó en Risen Glory. Dentro de un año, tendría levantada la vieja plantación.
Decidiendo que la misteriosa crisis humana había terminado, Merlín volvió a poner la cabeza sobre su muslo. Distraídamente Kit manoseó una de sus largas y sedosas orejas. Odiaba esta ciudad. La enfermaban los yanquis y el sonido del tráfico incluso por la noche. La disgustaba tener que llevar ese asqueroso sombrero y sobre todo, la enojaba que todos la llamaran "chico".
Qué ironía. Toda su vida había odiado todo lo que tenía que ver con lo femenino, pero ahora que todo el mundo pensaba que era un chico, también lo odiaba. Quizás era una especie de mutante.
Se tocó distraídamente las puntas de su pelo sucio. Cuando el bastardo yanqui la había llamado hoy chico, se había sentido más que enferma. Él era tan arrogante, estaba tan seguro de sí mismo. Se había fijado en los ojos llorosos de Dora después de que volvieron de su paseo por el lago. La mujer era tonta pero Kit había sentido un instante de simpatía hacia ella. De formas distintas, pero las dos sufrían por culpa de él.
Acarició con los dedos el lomo del perro y repasó su plan. No era infalible, pero en general, estaba satisfecha. Y decidida. Seguramente sólo tendría una oportunidad para matar a ese demonio yanqui, y no tenía intención de fallar.
A la mañana siguiente Cain le tiró una copia de Hojas de hierba de Walt Whitman.
– Quédatelo.
Hamilton Woodward estaba de pie cuando Cain pasó a través de las puertas de caoba de su despacho privado de abogados. De modo que este era el famoso Héroe de Missionary Ridge, el hombre que estaba vaciando los bolsillos de los financieros más ricos de Nueva York. No iba vestido demasiado llamativo, lo que decía mucho a su favor. Su chaleco a rayas y la corbata marrón oscuro parecían caros, pero conservadores y su levita gris perla se le adaptaba a la perfección. De todas formas había algo no exactamente respetable en este hombre. Era algo más que su reputación, aunque eso era algo inexcusable. Quizá era la forma en que andaba, como si fuera el amo de la habitación dónde acababa de entrar.
El abogado dio la vuelta a su escritorio y le ofreció la mano.
– ¿Cómo está usted señor Cain? Soy Hamilton Woodward.
– Señor Woodward.
Mientras Cain le estrechaba la mano, lo evaluaba mentalmente. Era un hombre obeso de mediana edad. Competente. Pomposo. Probablemente un jugador de póker lamentable.
Woodward indicó un sillón de cuero delante de su escritorio.
– Lamento haberle avisado con tan poco tiempo, pero ya se ha retrasado este asunto más de lo normal. Y no por mi culpa, tengo de añadir. Apenas me enteré ayer, y le aseguro que nadie en este despacho es tan arrogante como para haber obviado un asunto tan importante. Especialmente cuándo concierne a un hombre al que todos estamos en deuda. Por su coraje en la guerra.
– Su carta decía solamente que quería hablar conmigo de algo de vital importancia -le interrumpió Cain. Le disgustaba la gente que alababa sus hazañas en la guerra, como si lo que había hecho pudiera escribirse en una pancarta y colgarla para que todos pudieran leerla.
Woodward cogió unas gafas y se colocó los alambres detrás de las orejas.
– ¿Usted es el hijo de Rosemary Simpson Cain… últimamente Rosemary Weston?
Cain como buen jugador de póker había aprendido a esconder sus sentimientos, pero ahora fue difícil no demostrar las feas sensaciones que le embargaron.
– No estaba al tanto que se había vuelto a casar, pero sí ese es el nombre de mi madre.
– ¿Era su nombre, querrá usted decir? -Woodward le enseñó un papel.
– ¿Ella está muerta entonces? -Cain no sintió nada.
La rechoncha mandíbula del abogado tembló como lamentándose.
– Lo siento. Pensaba que lo sabía. Murió hace casi cuatro meses. Perdóneme por haberle dado la noticia tan bruscamente.
– No se moleste en disculparse. No he visto a mi madre desde que tenía diez años. Su muerte no me dice nada.
Woodward removió los papeles ante él, pareciendo no saber que responder a un hombre que reaccionaba tan fríamente ante la muerte de su madre.
– Yo, uh, tengo una carta que me envió un abogado de Charleston de nombre W. D. Ritter que representaba a su madre -se aclaró la garganta-. El señor Ritter me informa que contacte con usted para entregarle las últimas voluntades de su madre.
– No tengo interés.
– Sí, bueno, eso ya lo veremos. Hace diez años su madre se casó con un hombre llamado Garrett Weston. Él era el propietario de Risen Glory, una plantación de algodón no lejos de Charleston, y cuándo a él le mataron en Shiloh, le dejó la plantación a su madre. Hace cuatro meses ella murió de gripe, y parece que le ha dejado a usted la plantación.
Cain no demostró su sorpresa.
– No he visto a mi madre en dieciséis años. ¿Por qué haría algo así?
– El señor Ritter incluyó una carta que ella le escribió poco antes de morir. Tal vez en ella le explique los motivos -Woodward sacó una carta sellada de la carpeta y la puso delante de él encima de la mesa.
Cain la cogió y la metió en el bolsillo de su levita.
– ¿Qué sabe usted de la plantación?
– Al parecer era bastante próspera, pero la guerra la ha dejado en ruinas. Con trabajo, se podría levantar. Desgraciadamente no hay dinero junto a este legado. Y también está el tema de la hija de Weston, Katharine Louise.
Ahora Cain no se molestó en esconder su sorpresa.
– ¿Está usted diciéndome que tengo una medio hermana?
– No, no. Ella es hermanastra. No hay relación de sangre. La chica es la hija de Weston de un matrimonio anterior. Sin embargo, ella le concierne.
– No puedo imaginar por qué.
– Su abuela le dejó mucho dinero, afortunadamente en un banco del Norte. Quince mil dólares para ser exactos, pero no podrá hacer uso de ellos hasta que cumpla veintitrés años, o se case, lo que ocurra primero. Usted ha sido nombrado su administrador y tutor.
– ¡Tutor! -Cain explotó y se incorporó de golpe en el sillón de cuero.
Woodward se encogió en su propia silla.
– ¿Qué podía hacer su madre? La chica apenas tiene dieciocho años. Hay una sustancial suma de dinero implicado y ningún otro familiar.
Cain se inclinó hacia adelante sobre la reluciente superficie de caoba del escritorio.
– No voy a coger la responsabilidad de una chica de dieciocho años o una plantación de algodón en decadencia.
Woodward hizo una mueca.
– Es su decisión, desde luego, y estoy de acuerdo en que un hombre tan… mundano como usted tenga la tutela de una joven dama es algo irregular. Cuando vaya a Charleston para inspeccionar la plantación, puede hablar con el señor Ritter y comunicarle a él su decisión.
– No hay ninguna decisión -dijo Cain terminantemente-. No pedí esta herencia y no la quiero. Escriba a su colega Ritter y ordénele encontrar a otro pardillo.
Cain estaba de pésimo humor cuando llegó a su casa, y no mejoró cuando su chico de establo no acudió a ayudarle con el coche.
– ¿Kit? ¿Dónde diablos estás? -le llamó dos veces antes de que el chico apareciera-. ¡Maldita sea! Si trabajas para mí, quiero que estés preparado cuando te necesito. ¡No me tengas esperando nunca más!
– Saludos también -se quejó Kit.
Saltó del coche ignorándolo y atravesó a zancadas el patio hasta la casa. Una vez dentro, se encerró en la biblioteca y echó whisky en un vaso. Sólo después de apurarlo, se sacó la carta que Woodward le había dado y rompió el sello de cera rojo.
Dentro había una sola hoja cubierta de una pequeña letra casi indescifrable.
6 De marzo de 1865
Querido Baron
Puedo imaginarme tu sorpresa al recibir una carta mía después de tantos años, aunque sea una carta desde la tumba. Un pensamiento morboso. No estoy preparada para morir. Pero la fiebre no remite, y me temo lo peor. Y mientras tengo fuerzas, intentaré arreglar los asuntos que he abandonado.
Si esperas de mí una disculpa, no recibirás ninguna. La vida con tu padre fue excepcionalmente aburrida. Yo no soy una mujer maternal y tú eras un niño muy rebelde. Demasiado duro para mí. Aunque tengo que reconocer que he seguido tus hazañas a través de los periódicos con algún interés. Me encantó enterarme de que te consideran un hombre importante.
Sin embargo, no quiero hablarte de eso ahora. Quería a mi segundo marido, Garrett Weston, que me hizo la vida muy agradable, y es por él por quién te escribo esta carta. Aunque nunca he podido soportar a su andrógina hija Katharine, supongo que comprendo que necesita alguien que la proteja hasta que sea mayor de edad. Por lo tanto te dejo Risen Glory con la esperanza que seas su tutor. Quizás rehúses. Aunque la plantación fue una vez la más próspera de la zona, la guerra ha destruido todo.
Independientemente de tu decisión, yo he descargado mi responsabilidad.
Tu madre
Rosemary Weston
Tras dieciséis años, eso era todo.
Kit escuchó las campanas del reloj de la iglesia Metodista del edificio de al lado, mientras se arrodillaba delante de la ventana abierta y miraba con detenimiento hacia la oscura casa. Baron Cain no viviría para ver el amanecer.
El aire crepuscular era pesado y metálico, anunciando una tormenta, y aún cuando su cuarto estaba todavía caliente del calor de la tarde, Kit temblaba. Odiaba las tormentas, sobre todo por la noche. Tal vez si hubiera tenido un padre para refugiarse en él cuando era niña, su miedo habría pasado. En cambio, se había acurrucado en su caseta cerca de los barracones de los esclavos, sola y aterrorizada, segura de que la tierra se abriría en cualquier momento y se la tragaría.
Cain había llegado finalmente a casa hacía media hora. La señora Simmons, las criadas y Magnus estaban fuera durante toda la noche, de modo que estaba en la casa sólo, y tan pronto como se hubiera dormido, el momento sería el ideal.
El retumbar distante de un trueno la acobardó. Trató de convencerse que la tormenta haría su trabajo más fácil. Escondería cualquier ruido que ella pudiera hacer cuándo entrara en la casa a través de la ventana de la despensa que había dejado abierta horas antes. Pero el pensamiento no la consoló. En su lugar se imaginó corriendo por esas calles extrañas y oscuras con una tormenta a su alrededor. Y que la tierra se abriría y se la tragaría.
Saltó cuando se iluminó el cuarto con otro relámpago. Para distraerse, trató de concentrarse en su plan. Había limpiado y lubricado el revólver de su padre y había releído "Confianza en sí mismo" del señor Emerson para infundirse coraje. Luego había hecho un atillo con sus posesiones y lo había ocultado detrás de la casa para poder cogerlo rápidamente.
Después de que matara a Cain, iría hacía los muelles por la calle Cortlandt donde cogería el primer transbordador hacia Jersey City. Allí se montaría en un tren hacia Charleston, sabiendo que la larga pesadilla que había empezado cuando habló con ese abogado de Charleston había terminado definitivamente. Con Cain muerto la voluntad de Rosemary no tendría efecto, y Risen Glory sería suyo. Todo lo que debía hacer era pillarlo en su dormitorio, apuntarle con la pistola y apretar el gatillo.
Se estremeció. En realidad, nunca había matado a un hombre, pero no podía pensar en estrenarse con alguien mejor que Baron Cain.
Debería estar ya dormido. Era el momento. Cogió el revólver cargado y bajó con cuidado los escalones, para no perturbar a Merlín mientras dejaba la cuadra. El sonido de otro trueno la hizo encogerse junto a la puerta. Se dijo que no era una niña y caminó por el patio hacía la casa, agachándose en unos arbustos al llegar a la ventana de la despensa.
Metió el revólver en la cintura de sus pantalones y trató de abrir la ventana. No cedió.
Empujó otra vez más fuerte pero no ocurrió nada. La ventana estaba cerrada.
Aturdida se apoyó en la pared. Sabía que su plan no era infalible, pero no esperaba fracasar tan pronto. La señora Simmonds debía haber visto el pestillo abierto.
Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer. Kit quiso correr de nuevo a su habitación y esconderse bajo las sábanas hasta que la tormenta pasara, pero se animó a sí misma, y rodeó la casa para buscar otra entrada. La lluvia empezó a caer más intensamente golpeándola a través de la camisa. Las ramas de un arce se movían con el viento. Subiéndose a una de ellas podría entrar por una ventana del segundo piso.
Su corazón palpitaba. La tormenta rugía encima de ella y su aliento se convirtió en jadeos asustados. Se forzó a coger una rama e impulsarse hacia arriba.
Un relámpago partió el cielo y el árbol tembló. Ella se aferró a la rama, aterrada por la fuerza de la tormenta y maldiciéndose por ser tan cobarde. Apretando los dientes, se obligó a subir hasta lo más alto. Finalmente logró estar en la rama que estaba más cerca de la casa, aunque la intensa lluvia le impedía medir la distancia.
Gimoteó cuando otro trueno dejó el olor de azufre en el aire. ¡No me tragues! Comenzó a desplazarse poco a poco por la rama. El viento movía la rama que estaba empezando a ceder bajo su peso.
El cielo se iluminó con otro relámpago. Justo entonces vio que la rama no estaba lo bastante cerca para alcanzar la ventana. La desesperación la empapó más todavía.
Parpadeó, se limpió la nariz con la manga, y empezó a ir hacía atrás en la rama.
Cuando llegó al suelo, un trueno se oyó tan cerca que le dolieron los oídos. Temblando se apoyó de espaldas en el tronco. La ropa se le pegaba a la piel, y el ala de su sombrero colgaba como una hojuela empapada alrededor de su cabeza. Las lágrimas que estaba luchando por contener le quemaban en los párpados. ¿Era así como acabaría todo? ¿Perdería Risen Glory porque era demasiado débil, demasiado niñita para entrar en una casa?
Saltó cuando algo le tocó las piernas. Merlín la miraba con detenimiento, con la cabeza ladeada hacia un lado. Se puso de rodillas y enterró la cara en ese pelaje húmedo y mohoso.
– Tú chucho… -sus brazos temblaron cuando rodeó con ellos al animal-. Soy tan inútil como tú.
Él lamió su mejilla húmeda con su áspera lengua. Otro relámpago la sobresaltó. El perro ladró y Kit se puso rápido de pie, llena de determinación. ¡Risen Glory era suya! ¡Si no podía entrar en la casa a través de una ventana, lo haría por la puerta!
Enloquecida por la tormenta y su propia desesperación, corrió deprisa hacia la puerta trasera, combatiendo el viento y la lluvia demasiado desesperada para prestar atención a la voz interior que le ordenaba abandonar y probar otro día. Se lanzó contra la puerta, y cuando el cerrojo no cedió, empezó a machacarla con sus puños.
Las lágrimas de ira y frustración la estrangulaban.
– ¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar, yanqui hijo de puta!
Nada ocurrió.
Ella continuó machacando, maldiciendo y dando patadas con el pie.
Un relámpago volvió a iluminar el cielo y movió el arce del que antes se había protegido. Kit gritó y se lanzó de nuevo hacía la puerta.
Directamente a los brazos de Baron Cain.
– Qué demonios…
El calor de su pecho desnudo, caliente de la cama rezumó a través de su camisa fría, húmeda, y durante un momento, todo lo que quiso hacer fue quedarse donde estaba, contra él, hasta que dejara de tiritar.
– ¿Kit, qué pasa? -la asió por los hombros-. ¿Ha ocurrido algo?
Ella dio un paso atrás. Desgraciadamente Merlín estaba detrás de ella. Tropezó con él y cayó en el duro suelo de la cocina.
Caín estudió el montón enredado que había ante sus pies. Su boca se torció.
– Supongo que esta tormenta es demasiado para ti.
Ella trató de decirle que podía irse directamente a Hades, pero sus dientes le castañeteaban tanto que le hacían imposible hablar. Se había clavado el revolver en la caída, y sentía un dolor afilado en la cadera.
Cain pasó sobre ellos para cerrar la puerta. Desgraciadamente Merlín eligió ese momento para separarse.
– Chucho desagradecido -Cain cogió una toalla de un gancho cerca del fregadero y empezó a pasarla sobre su pecho.
Kit comprendió que su revólver sería visible bajo sus ropas tan pronto como ella se levantara. Mientras Cain estaba preocupado en secarse ella se lo sacó de los pantalones y lo escondió detrás de una cesta de manzanas cerca de la puerta trasera.
– No sé cual de los dos está más asustado -dijo Cain mientras veía a Merlín salir de la cocina y dirigirse al pasillo que dirigía a la habitación de Magnus-. Pero desearía que hubieras estado quietecito en tu cama hasta mañana.
– Te aseguro que no me asusto de la maldita tormenta -le devolvió Kit.
En ese momento sonó otro trueno y ella se puso rápidamente de pie con una mortal palidez en su rostro.
– Entonces estaba equivocado -él habló arrastrando las palabras.
– Sólo porque yo… -se calló y tragó en el momento que pudo verlo entero.
Estaba casi desnudo, sólo llevaba unos pantalones de color pardo por debajo de las caderas, con los dos botones superiores sin abrochar por su prisa por llegar a la puerta. Ella estaba acostumbrada a ver hombres con poca ropa trabajando en el campo o en la serrería, pero ahora se sentía como si nunca hubiera visto ninguno.
Su pecho era ancho y musculoso, ligeramente cubierto de vello. Una cicatriz de una cuchillada le atravesaba un hombro y otra sobresalía sobre el desnudo abdomen de la cinturilla abierta de sus pantalones. Sus caderas eran estrechas y el estómago plano, bifurcado por una delgada línea de pelo rubio leonado. Sus ojos se movieron lentamente más abajo al punto en el que sus piernas se juntaban. Lo que vio allí la fascinó.
– Sécate tú mismo.
Ella levantó la cabeza y lo vio mirándola con detenimiento, con una toalla extendida en su mano, y una expresión perpleja. Ella cogió la toalla y se secó bajo el borde de su sombrero dándose un ligero golpe en sus mejillas.
– Podrías hacerlo mejor si te quitaras ese sombrero.
– No quiero quitármelo -ella hizo un ruido inquieto por su reacción-. Me gusta mi sombrero.
Con un gruñido de exasperación, él se dirigió al vestíbulo, sólo para reaparecer con una manta.
– Quítate esa ropa mojada. Puedes envolverte con esto.
Ella miró con detenimiento a la manta y después a él.
– ¡No pienso quitarme mi ropa!
Cain frunció el ceño.
– Estás helado.
– ¡No estoy helado!
– Tus dientes están castañeteando.
– ¡No es cierto!
– Maldita sea, chico, son las tres de la mañana, he perdido doscientos dólares al póker esta noche y estoy malditamente cansado. Ahora quítate esa asquerosa ropa de modo que podamos irnos a dormir. Puedes quedarte en la habitación de Magnus esta noche, y no quiero saber nada de ti hasta el mediodía.
– ¿Estás sordo, yanqui? Ya te lo he dicho. ¡No pienso quitarme mi jodida ropa!
Cain no debía estar acostumbrado a tener alguien haciéndole frente, y la severa línea de su mandíbula le dijo que debería haberlo matado de forma inmediata. Cuando él dio un paso adelante, ella corrió hacia la cesta de las manzanas, sólo para pararse en seco cuando él la agarró del brazo.
– ¡Oh, no vas a irte!
– ¡Deja que me vaya, hijo de puta!
Ella comenzó a retorcerse, pero Cain la sujetaba con fuerza del brazo.
– ¡Te he ordenado que te quites esa ropa mojada, y vas a hacer lo que te digo, para poderme ir a dormir de una maldita vez!
– ¡Puedes pudrirte en el infierno, yanqui! -ella se retorció otra vez, y trató de golpearle, pero sin mucho éxito.
– Estate quieto o te vas a lastimar -él la sacudió como advertencia.
– ¡Qué te jodan!
Su sombrero se le empezó a caer cuando notó que la levantaba en vilo.
Sonó un trueno, Cain se sentó en una silla de la cocina, y ella se sorprendió al encontrarse de pronto tumbada boca abajo sobre sus rodillas.
– Voy a hacerte un favor -su palma abierta cayó sobre su trasero.
– ¡Eh!
– Voy a enseñarte una lección que debería haberte enseñado tu padre.
Su mano bajó otra vez y ella gritó más de indignación que de dolor.
– ¡Basta ya, tú maldito y podrido bastardo yanqui!
– Nunca maldigas a la gente que es mayor que tú…
Él le dio otro manotazo duro, urticante.
– O más fuerte que tú…
Su trasero comenzó a arderle.
– Y sobre todo…
Los dos manotazos siguientes dejaron su trasero insensible.
– … ¡no me maldigas a mí! -la empujó de su regazo-. ¿Ahora nos entendemos o no?
Ella contuvo el aliento cuando aterrizó en el suelo. La furia y el dolor se arremolinaron como una neblina a su alrededor, nublando su vista, de modo que no lo vio inclinarse hacia ella.
– Vas a quitarte esa ropa -su mano agarró su camisa húmeda.
Con un aullido de rabia, ella se puso de pie.
El viejo tejido se desgarró en sus manos.
Tras eso, todo ocurrió muy deprisa. El aire frío tocó su carne. Ella oyó el débil repiqueteo de los botones cayendo en el suelo de madera. Bajó la mirada y vio sus pequeños pechos expuestos a su mirada.
– Qué en el…
Un sentimiento de horror y humillación la asfixió.
Él la liberó despacio y dio un paso atrás. Ella agarró los bordes rasgados de su camisa y trató de unirlos.
Unos ojos helados del color del estaño la miraban con detenimiento.
– Bueno. Mi chico de establo, no es un chico después de todo.
Ella se sujetó la camisa y trató de esconder su humillación detrás de la ira.
– ¿Qué diferencia hay? Yo necesitaba trabajo.
– Y conseguiste uno haciéndote pasar por un chico.
– Fuiste tú quién supuso que yo era un chico. Nunca dije que lo fuera.
– Tampoco lo negaste -él recogió la manta y se lo tiró-. Sécate un poco mientras consigo algo de beber.
Él caminó hacia la puerta de vestíbulo.
– Espero unas respuestas para cuando vuelva y no pienses en escaparte, eso sería un error aún mayor.
Después de que él desapareció ella tiró la manta y corrió deprisa hacia la cesta de manzanas para recuperar el revólver. Se sentó en la mesa para esconderlo en su regazo. Solamente entonces reunió los bordes de su camisa interior rota y los ató en un nudo torpe a su cintura.
Cain estaba ya de vuelta antes que ella comprendiera la inutilidad del resultado. Había desgarrado su camiseta interior junto con la camisa, y una profunda V le llegaba hasta el nudo en la cintura.
Cain tomó un sorbo de whisky y miró con detenimiento a la chica. Estaba sentada a la mesa, con las manos escondidas en su regazo, el suave tejido de su camisa perfilaba claramente un par de pequeños pechos. ¿Cómo no se había dado cuenta enseguida que era una chica? Esos delicados huesos deberían habérselo advertido, junto con esas pestañas que eran tan gruesas que podrían barrer el suelo.
La suciedad la había escondido. La suciedad y su lenguaje, por no mencionar su actitud beligerante. Qué tunanta.
Se preguntó qué edad tendría. ¿Catorce? Él sabía bastante sobre mujeres pero no sobre muchachas. ¿Cuándo comenzaban a crecerle los pechos? Una cosa sí estaba clara… ella era demasiado joven para vivir por su cuenta.
Él dejó en la mesa su vaso de whisky.
– ¿Dónde está tu familia?
– Ya te lo he dicho. Están muertos.
– ¿No tienes ninguna familia?
– No.
Su serenidad lo enfadó.
– Mira, una chica de tu edad no puede estar vagando sola por Nueva York. No es seguro.
– La única persona que me ha dado algún problema desde que estoy aquí has sido tú.
Ella tenía razón pero él lo ignoró.
– De todas maneras, mañana te llevaré con unas personas que cuidarán de ti hasta que seas más mayor. Ellos encontrarán un lugar para que puedas vivir.
– ¿Estás tratando de decirme que me vas a llevar a un orfanato, Major?
Lo irritó que ella pareciera divertida.
– ¡Sí, estoy hablando de un orfanato! Tú por supuesto no te vas a quedar aquí. Necesitas una casa para vivir hasta que seas suficientemente mayor para cuidar de ti misma.
– No creo que haya tenido demasiados problemas hasta ahora. Además no soy una niña. No creo que un orfanato acoja a una chica de dieciocho años.
– ¿Dieciocho?
– ¿Acaso estás sordo?
Otra vez ella había logrado impresionarlo. Él la miró con detenimiento por encima de la mesa… la ropa de chico andrajosa, un rostro y un cuello mugrientos, el pelo corto negro tieso por la suciedad. En su experiencia las chicas de dieciocho años eran casi mujeres. Llevaban vestidos y se bañaban. Pero nada en ella parecía normal en una chica de dieciocho años.
– Siento estropear todos tus agradables proyectos para un orfanato, Major.
Ella tuvo el descaro de sonreír satisfecha, y él de repente se alegró de haberle dado esos azotes.
– Muy bien, escúchame Kit… ¿o ese nombre también es falso?
– No, ese es mi verdadero nombre. Bueno, la forma en que todo el mundo me llama.
Su diversión se evaporó y él sintió un hormigueo en la base de la espalda, la misma sensación que tenía antes de una batalla. Extraño.
Él miró su mandíbula apretada.
– Sólo que mi apellido no es Finney -dijo ella-. Es Weston. Katharine Louise Weston.
Era su última sorpresa. Antes de que Cain pudiera reaccionar, ella estaba de pie, y le apuntaba con un viejo revolver del ejército.
– Hija de perra -murmuró él.
Sin retirar los ojos de él, ella se separó del borde de la mesa. La mano pequeña sujetaba firme la pistola que apuntaba a su corazón.
– No pareces muy contento con el giro que han dado los acontecimientos -dijo ella.
Él dio un paso hacia ella e inmediatamente se arrepintió. Una bala pasó a su lado rozándole la sien.
Kit no había disparado nunca una pistola dentro de una casa y sus oídos zumbaron. Notó que le temblaban las rodillas, y apretó más fuerte el revólver.
– No te muevas a menos que yo te lo ordene, yanqui -escupió ella más envalentonada de lo que se sentía -. La próxima bala te volará la oreja.
– Tal vez sería mejor que me dijeras de que va todo esto.
– Es evidente.
– Compláceme.
Ella odió el aire débil de mofa en su voz.
– ¡Es Risen Glory, tú malvado hijo de puta! ¡Es mío! Y no tienes ningún derecho a quitármelo.
– Eso no es lo que dice la ley.
– No me importa la ley. No me importan el testamento, los tribunales ni nada de eso. Lo único que me importa es que Risen Glory es mío y ningún yanqui va a quitármelo.
– Si tu padre hubiera querido que fuese tuyo, te lo habría dejado a tí en lugar de a Rosemary.
– Esa mujer lo volvió ciego y sordo además de tonto.
– ¿Eso hizo?
Ella odió la mirada divertida de sus ojos, y quiso herirlo como la habían herido a ella.
– De todas formas, supongo que debería estarle agradecida -se mofó ella-. De no haber sido por lo fácil que era Rosemary para los hombres, los yanquis hubieran quemado la casa además de los campos. Tu madre era famosa por dar sus favores a todos los hombres que se lo pedían.
El rostro de Cain estaba sin expresión.
– Ella era una guarra.
– Eso es una verdad de Dios, yanqui. Y no voy a permitir que me quite lo que es mío incluso desde la tumba.
– Así que ahora vas a matarme.
Él sonó casi harto y sus manos empezaron a sudar.
– Contigo fuera de mi camino, Risen Glory será mía, lo que tenía que haber ocurrido desde el principio.
– Creo que tienes razón -se mofó él despacio-. Bien, estoy preparado. ¿Cómo quieres ocuparte de esto?
– ¿Qué?
– Matarme. ¿Cómo vas a hacerlo? ¿Quieres que te de la espalda de modo que no me mires a la cara cuando aprietes el gatillo?
La atrocidad superó su dolor.
– ¿Qué tipo de burrada estás diciendo? ¿Crees que podría respetarme a mí misma otra vez si disparo a un hombre por la espalda?
– Perdón, era sólo una sugerencia.
– Una tonta y maldita sugerencia -un hilo de sudor se deslizó hacia abajo por su cuello.
– Estaba tratando de hacerlo más fácil para tí, eso es todo.
– No te preocupes por mí, yanqui. Preocúpate por tu propia alma inmortal.
– Bien entonces. Adelante.
Ella tragó.
– Es el destino.
Ella levantó el brazo y miró el tambor de su revólver. Parecía tan pesado como un cañón en su mano.
– ¿Has matado alguna vez a un hombre, Kit?
– ¡Cállate! -las rodillas le temblaban tanto que el brazo había comenzado a moverse. Cain por el contrario parecía tan tranquilo como si estuviera preparándose para echarse una siesta.
– Dispárame bien entre los ojos -dijo él suavemente.
– ¡Cállate!
– Será rápido y seguro. La tapa de mis sesos saldrá volando, pero puedes manejar ese jaleo, ¿verdad Kit?
Su estómago se quejó.
– ¡Cállate! ¡Sólo cállate!
– Vamos, Kit. Termina con esto de una vez.
– ¡Cállate!
La pistola explotó. Una vez, dos, tres, cuatro, cinco. Y después el sonido del tambor vacio.
Cain se tiró al suelo con el primero disparo. Cuando el silencio volvió a la cocina levantó la cabeza. En la pared detrás de donde él estaba de pie, cinco agujeros formaron el dibujo perfecto de la cabeza de un hombre.
Kit se quedó con los hombros caídos y los brazos a los lados con el revólver colgando inútilmente de su mano.
Él se levantó aliviado y caminó hacía la pared que había recibido los balazos que estaban destinados a él. Mientras estudiaba el arco perfecto, sacudió despacio la cabeza.
– Tengo que decirte algo, chica. Eres un demonio disparando.
Para Kit, el mundo había terminado. Había perdido Risen Glory y no podía culpar a nadie más que a ella misma.
– Cobarde -susurró ella -. Soy una maldita cobarde, cobarde como una chica.
Cain hizo que Kit durmiera en una cama estrecha, en un dormitorio de la segunda planta en lugar de su agradable y polvorienta habitación encima de los establos. Sus órdenes fueron precisas. Hasta que decidiera qué hacer con ella, no volvería a trabajar con los caballos. Y si trataba de escaparse, él la alejaría de Risen Glory para siempre.
A la mañana siguiente huyó detrás de la cuadra y se acurrucó en el rincón con un libro tristemente titulado La vida sibarita de Louis XV, que había birlado de la biblioteca varios días antes. Al cabo de un rato se quedó dormida soñando con tormentas, sombreros, y el rey de Francia con su ruidosa amante, Madame Pompadour a través de unos campos de algodón desde donde se veía Risen Glory.
Cuando se despertó, se sentía insegura y desorientada. Se sentó desalentada dentro del establo de Apolo con los codos reposando en las grasientas perneras de sus pantalones. En toda su planificación nunca había previsto enfrentarse cara a cara con un hombre desarmado y apretar el gatillo.
La puerta del establo se abrió permitiendo entrar la débil luz de una tarde encapotada. Merlín llegó corriendo y se echó sobre Kit, golpeándola en el sombrero con su alegría. Magnus le seguía con un paso más lento, y sus botas aparecieron en su campo de visión.
Ella no quería levantar la mirada.
– No estoy de humor para una conversación ahora, Magnus.
– No puedo decir que esté asombrado. El Major me ha contado lo que pasó anoche. Es un truco muy feo, Señorita Kit.
Era la forma como la llamaban en casa, pero él hizo que sonara como un insulto.
– Lo que ocurrió anoche fue algo entre el Major y yo. No es asunto tuyo.
– No me gusta juzgar mal a la gente, y por lo que a mí respecta, no hay nada tuyo que sea asunto mío -recogió un cubo vacío y abandonó la cuadra.
Ella lanzó el libro al suelo, cogió un cepillo y se dirigió al establo que ocupaba una yegua pelirroja llamada Saratoga. No le importaban las órdenes que Cain le había dado. Si no permanecía ocupada, se volvería loca.
Acababa de meter las manos con el cepillo en las piernas traseras de Saratoga cuando oyó abrirse otra vez la puerta, enderezándose, dio la vuelta al caballo para ver a Cain de pie en el centro del pasillo, mirándola con ojos duros como el granito.
– Mis órdenes fueron claras, Kit. Nada de trabajar en la cuadra.
– El buen Señor me ha dado dos fuertes brazos -replicó ella-. No estoy acostumbrada a gandulear.
– Cuidar de los caballos no es una actividad apropiada para una joven dama.
Ella le miró intensa y detenidamente tratando de ver si estaba tratando de burlarse de ella, pero no pudo leer su expresión.
– Si hay trabajo que hacer, pienso hacerlo. No me atrae una vida sibarita.
– Aléjate de la cuadra -le dijo en tono duro.
Ella abrió la boca para protestar, pero él era demasiado rápido para ella.
– Nada de discusiones. Lamento que no te hayas lavado, quiero verte limpia en la biblioteca para hablar contigo después de cenar.
Él se giró y caminó hacía la puerta del establo, con ese modo de andar poderoso, de piernas largas, demasiado ágil para alguien de su tamaño.
Kit llegó la primera a la biblioteca esa noche. Obedeciendo algo a Cain, se había lavado la cara, pero se sentía demasiado vulnerable para hacer más. Necesitaba sentirse fuerte ahora, no como una chica.
La puerta se abrió y Cain entró en la habitación. Estaba vestido con el uniforme habitual cuando estaba en casa, pantalones color beige y camisa blanca, abierta en la garganta. La miró detenidamente.
– Creía que te había dicho que te lavaras.
– ¿Me he lavado la cara, no?
– Vas a hacer algo más que eso. ¿Cómo puedes ir por el mundo con ese olor tan inmundo?
– No me gustan demasiado los baños.
– Me parece que hay bastantes cosas que no te gustan demasiado. Pero vas a darte un baño antes de pasar otra noche aquí. Edith Simmons ha amenazado con marcharse, y no me gustaría nada perder a mi ama de llaves por tu culpa. Además hueles apestosamente.
– ¡No es cierto!
– Maldita sea, claro que lo es. Aunque sea de forma temporal, soy tu tutor y ahora mismo debes acatar mis órdenes.
Kit se congeló.
– ¿Qué estás diciendo, yanqui? ¿Qué quiere decir que eres mi tutor?
– Y yo que pensaba que no habría nada que pudiera sorprenderte.
– ¡Habla!
Ella pensó que había visto un destello de simpatía en sus ojos. Desapareció mientras le explicaba los detalles de la tutela y el hecho que también era el administrador de su fondo fiduciario.
Kit apenas se acordaba de la abuela que había guardado dinero para ella. El fondo fiduciario había sido un origen constante de resentimiento por parte de Rosemary, y había obligado en vano a Garrett a consultar a un abogado tras otro para romperlo. Aunque Kit sabía que debería estar agradecida a su abuela, el dinero era inútil. Ella lo necesitaba ahora no dentro de cinco años o cuándo se casara, algo que no ocurriría nunca.
– La tutela es una broma de Rosemary desde la tumba -concluyó Cain.
– Ese maldito abogado no me dijo nada sobre un tutor. No te creo.
– He visto los papeles personalmente. ¿Le permitiste tú que se explicara?
Con el corazón hundiéndose, ella recordó como le había echado de la casa justo después de hablarle de la herencia de Cain, aunque él había dicho que había mucho más.
– ¿Qué has querido decir antes cuando has dicho que sería temporal?
– ¿No pensarás que me voy a quedar contigo los próximos cinco años?, ¿verdad?
El Héroe de Missionery Ridge temblaba sólo ante la idea.
– Mañana por la mañana temprano parto hacía Carolina del Sur para intentar solucionar este lío. La señora Simmons cuidará de tí hasta que yo vuelva. No debería tardar más de tres o cuatro semanas.
Ella se colocó las manos unidas detrás de la espalda de modo que él no pudiera ver como le habían empezado a temblar.
– ¿Cómo piensas solucionar las cosas?
– Voy a tratar de conseguir otro tutor para tí.
Ella se clavó las uñas en las palmas aterrada por la respuesta a su siguiente pregunta, aunque ya la intuía.
– ¿Qué va a ocurrir… con Risen Glory?
Él estudió la puntera de su bota.
– Voy a venderla.
Algo parecido a un gruñido salió de la garganta de Kit.
– ¡No!
Él levantó la cabeza y la miró a los ojos.
– Lo siento Kit. Es lo mejor.
Kit oyó la nota de acero en su voz, y sintió que los últimos y frágiles restos del mundo que conocía se derrumbaban. Ni siquiera fue consciente cuando Cain abandonó la habitación.
Cain necesitaba prepararse para una partida con apuestas elevadas en uno de los comedores privados del Astor House. En su lugar miraba absorto por la ventana de su dormitorio. Ni siquiera la invitación de una famosa cantante de ópera a la que había visto la noche pasada le levantó el ánimo.
Todo parecía demasiado problemático.
Pensó en la tunanta de mirada violeta que estaba bajo su techo. Antes, en el momento que le había dicho que iba a vender Risen Glory, parecía abatida, como si la hubiera disparado.
Su reflexión fue interrumpida con el sonido de cristales rotos y el grito de su ama de llaves. Juró y salió al pasillo.
El cuarto de baño era un monstruoso desorden. Los cristales rotos estaban cerca de la tina de cobre, y la ropa estaba esparcida por todo el suelo. Un bote de polvos de talco se había desbordado y había manchado de blanco el friso oscuro de la pared. Sólo el agua de la tina parecía oro tranquilo, pálido a la luz de los mecheros de gas.
Kit se encaraba con la señora Simmons amenazándola con un espejo. Lo agarraba por el mango como un sable. La otra mano sujetaba una toalla alrededor de su cuerpo desnudo mientras señalaba con la cabeza la puerta a la desafortunada ama de llaves.
– ¡No voy a permitir que nadie me bañe! ¡Ya puede largarse de aquí!
– ¿Qué demonios pasa?
La señora Simmons lo agarró.
– ¡Esta locuela está tratando de matarme! ¡Me ha tirado una botella de witch hazel! Ha estado a punto de darme en la cabeza.
Se abanicó el rostro y gimió.
– Puedo sentir viniéndome un ataque de neuralgia.
– Vaya a acostarse, Edith.
Los ojos duros como el pedernal de Cain miraron a Kit.
– Yo tomaré el relevo.
El ama de llaves estaba demasiado alterada para protestar ante la inconveniencia de dejarlo solo con su pariente desnuda, y huyó escaleras abajo sin dejar de murmurar palabras como neuralgia y locuelas.
Pese a todo el envalentonamiento de Kit, podía ver que estaba asustada. Él se planteó ablandarse pero sabía que entonces no le estaría haciendo ningún favor.
El mundo era un lugar peligroso para las mujeres, pero era doblemente traidor para las chicas ingenuas que creían que eran tan duras como los hombres. Kit debía aprender cómo inclinarse o se rompería y ahora mismo él parecía ser el único que podía enseñarle esa lección.
Despacio él se desabrochó las mangas de la camisa y empezó a enrollárselas.
Kit miró aparecer los musculosos antebrazos bronceados, cuando se subió las mangas. Ella dio un paso hacía atrás, sin retirar los ojos de sus brazos.
– ¿Qué crees que estás haciendo?
– Te he ordenado bañarte.
Con la boca seca, ella retiró los ojos. Le costaba trabajo enfrentarse a Baron Cain cuando estaba completamente vestida. Ahora con sólo una toalla envuelta alrededor de su cuerpo, se dio cuenta que nunca se había sentido más vulnerable. Si él no le hubiera quitado la pistola, podría haberle disparado ahora sin pensarlo dos veces.
Ella se pasó la lengua por los labios.
– Tú… tú, ya estás marchándote.
Sus ojos la taladraron.
– Te he ordenado que te bañes, y eso es lo que vas a hacer.
Ella levantó el espejo de carey.
– No te acerques. Te lo advierto. Cuando le he lanzado esa botella a la señora Simmons, he fallado a propósito. ¡Pero ahora no lo voy a hacer!
– Es hora de que crezcas -dijo él demasiado suave.
Su corazón palpitaba.
– ¡Te lo repito, yanqui! No te acerques más.
– Ya tienes dieciocho años… lo bastante mayor para comportarte como una mujer. Una cosa es atacarme a mí, pero has atacado a una persona inocente que nunca te ha hecho daño.
– ¡Me quitó la ropa, cuando no me daba cuenta! Y… y después me ha arrastrado hasta aquí.
Kit todavía no se explicaba como había podido hacer eso la señora Simmons, pero después de anunciarle Cain que iba a vender Risen Glory, se había sentido entumecida. Sólo cuando la señora mayor le estaba diciendo que iba a tirar toda su ropa, Kit había vuelto en sí.
Él habló otra vez utilizando esa voz calmada que ella encontraba más espantosa que su rugido.
– Deberías haberlo hecho por tí misma. Pero ya que veo que no eres capaz, yo mismo te meteré en esa tina.
Ella tiró el espejo contra la pared como distracción y se lanzó por delante de él hacía la puerta.
Él la cogió antes de que ella hubiera dado tres pasos.
– Parece que no aprendes, ¿verdad?
– ¡Deja que me vaya!
Los cristales rotos crujieron bajo sus zapatos cuando la levantó en vilo y la dejó caer en la tina, con toalla y todo.
– Tú, bastardo inmundo…
Eso fue lo único que pudo decir antes de que él la cogiera por la coronilla y le metiera la cabeza en el agua.
Ella salió farfullando.
– Tú sucio…
De nuevo le metió la cabeza.
– Tú…
Y otra vez.
Kit no podía creerse lo que estaba ocurriendo. Él no la mantenía bajo el agua lo suficiente para que se ahogara, pero eso no importaba. Era la humillación. Y si no mantenía la boca cerrada, la sumergiría de nuevo. Le miró con ojos furiosos cuando salió, pero de alguna manera consiguió estarse callada.
– ¿Has tenido suficiente? – preguntó él apaciblemente.
Ella se limpió los ojos y apeló a su dignidad.
– Tu comportamiento es infantil.
Él comenzó a reír solamente para ponerse serio cuando la miró dentro de la tina.
Entonces ella comprendió que había perdido la toalla. Levantó las rodillas para esconder su cuerpo.
– ¡Sal de aquí ahora mismo! – el agua comenzó a hacer pequeñas olas que rebosaban por el borde mientras ella trataba de recuperar la toalla.
Él comenzó a caminar hacía la puerta, parándose cuando llegó a ella.
Ella apretó las rodillas contra su pecho y luchó con la toalla empapada.
Él se aclaró la garganta.
– ¿Crees qué, uh, puedes terminar tú sola?
Ella creyó ver una especie de rubor extendiéndose por esos pómulos duros. Asintió, tirando de la pesada toalla.
– Te daré una de mis camisas para que te la pongas. Pero si encuentro una sola partícula de suciedad cuando hayas terminado, comenzaremos de nuevo otra vez.
Desapareció sin cerrar la puerta. Ella apretó los dientes, y se imaginó unos buitres comiéndose sus globos oculares.
Se lavó dos veces quitándose la mugre que había acumulado en los rincones y grietas de su cuerpo durante algún tiempo. Después se lavó el pelo. Cuando se convenció que ni la Virgen María podría encontrar ni una mota de suciedad en ella, se arriesgó a salir para coger una toalla seca, pero vio que alrededor de la tina estaban los cristales rotos dando el aspecto de un foso alrededor de un castillo medieval.
Esto era lo que pasaba por bañarse.
Maldijo mientras se envolvía la toalla empapada alrededor de su cuerpo, y gritaba hacía la puerta abierta.
– ¡Escúchame yanqui! Necesito que me alcances una toalla seca, pero ya puedes cerrar los ojos, o te juro que te mataré esta noche mientras duermes, te cortaré en trocitos y me comeré tu hígado para desayunar.
– Me encanta saber que el agua y el jabón no han estropeado ese carácter tuyo tan dulce.
Él reapareció en la puerta, con los ojos abiertos de par en par.
– Estaba preocupado por eso.
– Pues mejor preocúpate por tus órganos internos.
Él cogió una toalla de la estantería del cuarto de baño pero en lugar de pasársela como una persona decente, se quedó mirando los cristales rotos del suelo.
– "En todo el mundo, en el maravilloso balance de belleza y disgusto, se encuentran cosas malas y buenas." Ralph Waldo Emerson, por si acaso no reconoces la cita.
Sólo después de que él le hubiera pasado la toalla seca, ella se sintió fuerte para responderle.
– El señor Emerson también escribió, "Todo héroe se aburre al final de su carrera." Si no lo conociera mejor, pensaría que tú le inspiraste esas palabras.
Cain se rió entre dientes, de algún modo contento al ver que ella todavía tenía su espíritu. Era delgada como una potranca, todos brazos huesudos y piernas largas y flacas. Incluso la mata de vello púbico oscuro que había vislumbrado cuando se le había caído la toalla en la tina parecía de una niña.
Mientras se retiraba de la tina, recordó sus pechos jóvenes, con sus pezones como corales en punta. No le habían parecido tan inocentes. La imagen le puso incómodo y habló más bruscamente de lo que deseaba.
– ¿Te has secado ya?
– ¿Como voy a hacerlo estado tú ahí?
– Envuélvete. Me doy la vuelta.
– Eso es lo que estoy esperando, que te des la vuelta para que no pueda ver tu fea cara.
Enfadado se acercó a la tina.
– Debería dejar que salieras y caminaras por estos cristales con los pies desnudos.
– No podría ser más doloroso que aguantar tu engreída compañía.
Él la agarró en vilo sacándola de la tina y poniéndola de pie en el pasillo.
– He dejado una camisa mía en tu habitación. Mañana la señora Simmons te comprará algunas ropas decentes.
– ¿Qué consideras como ropas decentes? -dijo ella mirándolo desconfiadamente.
Él sabía lo que se avecinaba, y se preparó.
– Vestidos, Kit.
– ¿Acaso te has vuelto loco?
Ella pareció tan ultrajada que él casi sonrió, pero no era tonto. Era hora de apretarle las riendas.
– Ya me has oído. Y mientras yo esté fuera, harás exactamente lo que te diga la señora Simmons. Si le das cualquier problema, le daré órdenes a Magnus para que te encierre en tu habitación y tire la llave. Y te digo más, Kit. Cuando vuelva quiero oír que te has comportado como un ángel. Planeo dejarte con tu nuevo tutor vestida como una dama respetable.
Las emociones que pasaban por su cara iban desde la indignación a la ira pasando por algo que se parecía a la desesperación. El agua que chorreaba por las puntas de su pelo parecían lágrimas cayendo sobre sus finos hombros y su voz ya no era su bramido normal.
– ¿Vas a hacerlo de verdad?
– Desde luego que voy a buscarte otro tutor. Deberías alegrarte de ello.
Sus nudillos se le pusieron blancos mientras se sujetaba la toalla.
– Eso no es lo que quiero decir. ¿Vas a vender de verdad Risen Glory?
Cain se endureció a sí mismo contra el sufrimiento que veía en ese pequeño rostro. No tenía la menor intención de cargar con una plantación de algodón decadente, pero ella no lo entendería.
– No me voy a quedar con el dinero, Kit. Lo meteré en tu fondo fiduciario.
– ¡No me importa el dinero! No puedes vender Risen Glory.
– Tengo que hacerlo. Algún día lo entenderás.
Los ojos de Kit se oscurecieron con una mirada asesina.
– No volarte la cabeza fue mi mayor error.
Su pequeña figura, cubierta sólo por una toalla era extrañamente inquietante cuando se alejó de él y cerró la puerta de su habitación.
– ¿Está usted diciéndome que no hay nadie en esta comunidad dispuesto a relevarme como tutor de la señorita Weston? ¿Ni siquiera si yo pago los gastos?
Cain estudió al Reverendo Rawlins Ames Cogdell de Rutherford, Carolina del Sur que a su vez lo estudiaba a él.
– Debe entender, señor Cain. Nosotros conocemos a Katharine Louise desde hace mucho más tiempo que usted.
Rawlins Cogdell rogó a Dios que le perdonara por la satisfacción que sentía al ver el dilema del yanqui. ¡El Héroe de Missionary Ridge, en efecto! Qué mortificante estar obligado a recibir a este hombre. ¿Pero qué podía hacer? En estos días con uniformes azules por todas partes, incluso él, un hombre de Dios tenía que tener cuidado de no ofender.
Su esposa Mary, apareció en la puerta con un plato con cuatro pequeños emparedados, entre las rebanadas se vislumbraba una finita línea de mermelada de fresa.
– ¿Interrumpo?
– No, no. Entra, querida. Señor Cain, tiene la oportunidad de comer un auténtico manjar. Mi esposa es famosa por su mermelada de fresa.
La mermelada era lo único que quedaba del último tarro que su esposa había hecho hacía dos primaveras cuando todavía tenían azúcar, y el pan eran las rebanadas que tenían para toda la semana. Pero Rawlins estaba orgulloso de ofrecérselo. Prefería morir de hambre a dejarle ver a este yanqui lo pobres que eran.
– Para mí no, querida. Guardaré mi apetito para la cena. Por favor, señor Cain, coja dos.
Cain no era ni de lejos tan obtuso como Cogdell creía. Sabía el sacrificio que hacían ofreciéndole ese plato. Cogió un emparedado aunque no le apetecía e hizo los cumplidos pertinentes. Malditos fueran todos los Sudistas.
Seiscientas mil vidas se habían perdido por su terco orgullo.
Cain creía que esa arrogancia era producto del enfermo sistema de esclavitud. Los plantadores habían vivido como reyes en sus aisladas plantaciones dónde tenían autoridad absoluta ante cientos de esclavos. Eso les había dado un monstruoso ego. Pensaban que eran omnipotentes y la derrota en la guerra les había cambiado sólo superficialmente. Una familia del Sur podría estar hambrienta, pero ofrecerían emparedados y té a un invitado, ofendiéndose si no aceptaban.
El Reverendo Cogdell se giró hacia su esposa.
– Por favor siéntate, querida. Quizás puedas ayudarnos. El señor Cain se encuentra inmerso en un enorme dilema.
Ella hizo lo que su marido le pedía y escuchó mientras él perfilaba la conexión de Cain con Rosemary Weston y el hecho que él quería transferir la tutela de Kit. Cuando su marido terminó, ella negó con la cabeza.
– Siento mucho decirle que eso que usted pretende es imposible, señor Cain. Un gran número de familias de la zona hubieran estado encantadas de acoger a Katharine Louise durante sus años formativos. Pero ahora es demasiado tarde. Dios mío, tiene dieciocho años ya.
– Apenas una Matusalén -dijo Cain secamente.
– Las normas de comportamiento son distintas en Carolina del Sur de lo que lo son en el Norte -habló suavemente, pero con reproche-. Las jóvenes de buena familia aprenden desde la cuna las corteses tradiciones de una mujer sureña. Katharine no sólo no las ha aprendido sino que siempre se ha mofado de ellas. Las buenas familias de nuestra comunidad estarían preocupadas de la influencia que Katharine tendría en sus propias hijas.
Cain sintió una chispa de piedad por Kit. No lo habría tenido fácil creciendo con una madrastra que la odiaba, un padre que la ignoraba y una comunidad que la desaprobaba.
– ¿No hay nadie en esta comunidad que tenga afecto por ella?
Las pequeñas manos de Mary revolotearon en su regazo.
– Perdone, señor Cain usted no comprende. Todos la queremos mucho. Katharine Louise es una persona generosa y cariñosa. Su habilidad para cazar a provisto de comida a muchas de las familias más pobres, y siempre está animándonos. Pero eso no cambia el hecho que ella se conduce fuera de los límites definidos dentro de un comportamiento aceptable.
Cain jugaba demasiado al póker para saber cuando estaba derrotado. Willard Ritter les había dado cuatro cartas a otras tantas familias de Rutherford, y todas lo habían rechazado. Se acabó el maldito emparedado y se despidió de ellos.
Mientras se dirigía a Risen Glory montado en la huesuda yegua que había alquilado en una cuadra de librea de Charleston, afrontó la desagradable realidad. Le gustara o no, estaba atado a Kit.
La casa de la plantación apareció ante su vista. Era una hermosa construcción de dos plantas de ladrillo cubierto de estuco que se asentaba al final de un camino de césped demasiado crecido. A pesar el aspecto de negligencia general de la pintura descascarillada y las ventanas rotas, el lugar tenía encanto. La casa era de un cálido color crema con los ladrillos visibles bajo el estuco. Grandes robles daban sombra a la casa y al tejado cubierto de tejas. Azaleas, smilax y acebos cubrían un suelo demasiado alto, mientras las magnolias esparcían sus hojas enceradas hasta sus rodillas en el patio principal.
Pero no fue la casa lo que había llamado la atención de Cain cuando llegó hace dos días. En su lugar había pasado la tarde inspeccionando las ruinas de los alrededores, mirando la maquinaria rota, separando las herramientas oxidadas y parando de vez en cuando en el campo vacío para coger un puñado de tierra tan rica. Se filtraba entre sus dedos como cálida seda. De nuevo se encontró pensando en su vida en Nueva York y cómo empezaba a asfixiarlo.
Cain entregó el caballo a Eli, el viejo y anterior esclavo que lo había recibido con una escopeta el día que Cain había llegado a Risen Glory.
– No se acerque más -le había dicho-. La señorita Kit me ha ordenado que dispare a cualquiera que se acerque a Risen Glory.
– La señorita Kit necesita que le den unos buenos azotes -respondió Cain sin añadir que ya se había encargado él de hacerlo.
– Es posible que tenga razón en eso. Pero todavía debo dispararle si se acerca más.
Cain podría haber desarmado al viejo sin dificultad, pero quería su cooperación de modo que le explicó su relación con Kit y Rosemary Weston. Cuando Eli comprendió que Cain no era uno de los carroñeros que habían estado aprovechándose de lo que quedaba, bajó la escopeta y le dejó pasar a Risen Glory.
El centro de la casa se curvaba en un arco lleno de gracia. Cain caminó por el ancho vestíbulo central que había sido diseñado para dejar entrar la brisa. Los salones, una sala de música y una biblioteca, todo en un estado lamentable y lleno de polvo. La hermosa mesa de teca del comedor presentaba cortes recientes. El grupo de Sherman la había utilizado como matadero, para cuartear los animales que quedaban en la plantación.
Cain percibió el olor a pollo frito. Eli no podía cocinar y por lo que él sabía, no había nadie más en la casa. Los anteriores esclavos tentados por la promesa de cuarenta acres y una mula, se habían marchado detrás del ejército de la Unión. Se preguntó si la misteriosa Sophronia habría vuelto. Eli había hecho alguna referencia a la cocinera de Risen Glory pero Cain todavía no la había visto.
– Buenas, Major.
Cain se paró en seco cuando una figura delgada y familiar apareció al final del vestíbulo. Entonces comenzó a maldecir.
Las manos de Kit se movían nerviosamente a sus lados. No pensaba acercarse hasta que él hubiera tenido la posibilidad de adaptarse a la idea de verla allí.
Había abandonado la casa de Cain en Nueva York de la misma forma como había entrado. Saltando el muro exterior. Había cogido su paquete junto con La vida sibarita de Louis XV que había sido su inspiración para el desesperado plan que había concebido el día que Cain se marchó.
Ahora compuso una sonrisa en su cara tan grande y amplia que le dolían las mejillas.
– Espero que estés hambriento, Major. He cocinado pollo frito y bizcochos de manteca calientes sólo para una persona con gran apetito.
Incluso he limpiado la mesa del comedor para que podamos comer allí. Por supuesto, está un poco quebrada, pero es una genuina Sheraton. ¿Has oído alguna vez hablar de Sheraton, Major? Era inglés y además Baptista por si fuera poco. ¿No te parece extraño? Creía que sólo los sureños podían ser Baptistas. Yo…
– ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Ella sabía que no se alegraría de verla, pero esperaba que no se enfadara demasiado. Aunque en cierto modo no estaba segura sobre eso. Había soportado un viaje en tren hasta Charleston, un paseo en carruaje que casi le disloca los huesos y una caminata de casi veinticinco kilómetros que la habían dejado con ampollas en los pies y quemaduras por el sol. Lo último que le quedaba de dinero lo había utilizado para comprar la comida de esta noche. Incluso se había bañado en la cocina y se había puesto una camisa y unos pantalones limpios, para no oler mal. Estaba asombrada, pero había descubierto que le gustaba estar limpia. Bañarse no había resultado tan malo después de todo, aunque significara tener que verse los pechos desnudos a menudo.
Intentó componer una sonrisa sincera aunque eso estuvo a punto de hacerla vomitar.
– Estoy preparando la cena para tí, Major. Estoy haciendo pollo.
Él apretó los dientes.
– No, lo que estás es preparándote para morir. ¡Porque voy a matarte!
Ella no lo creía exactamente pero no confiaba en que no lo hiciera tampoco.
– ¡No me grites! ¡Tú en mi lugar hubieras hecho lo mismo!
– ¿De qué estás hablando?
– ¡Tú no te habrías quedado en Nueva York mientras alguien trata de destruir la única cosa que te importa en el mundo! Tú no te habrías sentado en ese fantástico dormitorio leyendo y viendo feos vestidos mientras todo se iba al carajo. Tú habrías salido hacía Carolina del Sur tan rápido como te hubieran llevado tus pies. Y después, hubieras estado dispuesto a hacer lo que fuera por conservar lo que es tuyo.
– Y yo tengo una idea bastante clara de lo que has venido a hacer aquí -en dos largas zancadas, él llegó hasta ella.
Antes de que ella pudiera moverse, él comenzó a palpar con sus manos su cuerpo.
– ¡Basta!
– No hasta que te desarme.
Ella respiró con dificultad cuando él le tocó los pechos. Una extraña sensación se disparó dentro de ella, pero él no pareció afectado. Sus manos siguieron hacia su cintura y sus caderas.
– ¡Basta!
Él sacó un cuchillo atado a su bota.
– ¿Pretendías utilizarlo conmigo cuando estuviera dormido?
– Si no tuve las agallas para matarte con una pistola, menos las tendría para hacerlo con un cuchillo, ¿no crees?
– Supongo que llevas esto para abrir las latas de comida.
– Me quitaste la pistola. No podía viajar sin ninguna protección.
– Ya veo -él puso el cuchillo fuera de su alcance-. Entonces, si no piensas matarme, ¿que es lo que tienes en mente?
Esta no era la forma que Kit había esperado. Quería ordenarle que dejara de intimidarla con su tamaño, pero seguramente no le haría el menor caso.
– ¿Por qué no cenamos primero, y después te lo cuento? La comida es difícil de conseguir. No tiene sentido que la comamos fría y seca.
Él se tomó un momento para pensarlo.
– De acuerdo, comeremos. Pero más tarde tendremos una seria charla.
Ella se encaminó deprisa hacía la cocina.
– La cena estará en la mesa en un minuto.
Cain debería haberla encarado inmediatamente, pero estaba hambriento, maldita sea. No había tomado una comida decente desde que había abandonado Nueva York.
Se guardó el cuchillo, y caminó hacía el comedor. Kit apareció con una fuente de pollo frito que colocó sobre la mesa, y él observó finalmente lo que se le había escapado antes. Todo en ella estaba limpio. Desde su pelo corto a la camisa de cuadros – que le faltaba un botón en el cuello- a los pantalones marrones oscuros que le colgaban sin apretar sus estrechas caderas. Parecía brillar tanto como un penique nuevo. No podía imaginarse que se hubiera bañado sin obligarla. Ella obviamente se había preparado concienzudamente para agradarlo.
No es que fuera a tener ningún éxito. Todavía no podía creerse que hubiera hecho esto. ¿Pero, porqué no? Ella no entendía el significado de la palabra prudencia.
– Siéntate y come Major. Yo por supuesto espero que estés hambriento.
Cain debía admitir que fue una gran comida. El pollo frito tenía un color tostado y estaba crujiente y el vapor se elevaba de los bizcochos de manteca cuando los partía. Incluso los dientes de león verdes estaban ricamente condimentados.
Cuando terminó de comer y se sentía lleno, se reclinó en la silla.
– Esto no lo has cocinado tú.
– Claro que lo he hecho yo. Normalmente Sophronia me habría ayudado pero ella no está aquí.
– ¿Sophronia es la cocinera?
– También se ha ocupado de criarme.
– No ha hecho un gran trabajo en eso.
Esos ojos violetas se estrecharon.
– Yo también podría decir algo sobre tu educación.
La comida estaba estupenda quizás ella tuviera sus cosas buenas.
– Todo estaba delicioso.
Ella se levantó para traer una botella de brandy que había dejado preparada en el aparador.
– Rosemary la escondió antes de que los yanquis vinieran. Pensaba que te gustaría tomar una copa para celebrar tu llegada a Risen Glory.
– Creo que mi madre cuidaba mejor del licor que de su hijastra -él cogió la botella y empezó a sacar el corcho-. ¿Por qué se llama esto Risen Glory? Es insólito.
– Ocurrió no mucho después que mi abuelo construyera la casa -Kit se apoyo contra el aparador-. Un predicador Baptista vino a la puerta a pedir comida, y aunque mi abuela era una estricta metodista, le dio de comer. Se pusieron a hablar, y cuando se enteró que la plantación no tenía un nombre aún, dijo que deberían llamarla Risen Glory, ya que era casi domingo de resurrección. Ha sido Risen Glory desde entonces.
– Ya veo -pescó un trozo de corcho de su vaso de brandy-. Creo que es el momento que me cuentes porqué estás aquí.
Su estómago dio un vuelco. Ella lo miró tomar un sorbo, sus ojos mirándola fijamente. A él nunca se le escapaba nada. Se movió hacia las puertas abiertas que conducían desde el comedor al descuidado jardín. Estaba oscuro y silencioso fuera y ella podía oler la madreselva en la brisa de la noche. Amaba tanto todo esto. Los árboles y arroyos, las vistas y olores. Más que nada, le encantaba mirar el baile blanco de los campos de algodón. Pronto, estarían así otra vez.
Despacio se dio la vuelta hacia él. Todo dependía de los siguientes minutos y debía hacerlo bien.
– He venido para hacerte una proposición, Major.
– Dimití del ejército. ¿Por qué no me llamas sólo Baron?
– Si no te importa, seguiré llamándote Major.
– Supongo que eso es mejor que algunas otras cosas que me has llamado.
Él se recostó en la silla. A diferencia de un correcto caballero del Sur, no había llevado corbata en la mesa y el cuello de la camisa lo llevaba abierto. Durante un momento ella se encontró mirando con detenimiento los fuertes músculos de su cuello. Se obligó a apartar la mirada.
– Háblame de esa proposición tuya.
– Bien… -ella trató de tomar aliento-. Como seguro habrás adivinado, tu parte del trato sería quedarte con Risen Glory hasta que yo pueda comprártelo.
– Supongo.
– No tendrías que quedarte con ella para siempre -se apresuró a añadir-. Sólo durante cinco años, hasta que yo pueda coger el dinero de mi fondo fiduciario.
Él la estudió. Ella atrapó su labio inferior entre los dientes. Esta parecía ser la parte más difícil.
– Y comprendo que esperarás algo a cambio.
– Desde luego.
Ella odió el parpadeo de diversión en sus ojos.
– Lo que voy a ofrecerte quizás te parezca poco ortodoxo. Pero si piensas en ello, sé que lo considerarás educadamente -ella cogió aire.
– Continúa.
Cerró los ojos, respiró profundamente y lo dejó salir.
– Me ofrezco a ser tu amante.
Él se atragantó.
Ella consiguió decir el resto de forma rápida.
– Se que te puede haber cogido por sorpresa, pero tienes que admitir que yo soy mucho mejor compañía que esas excusas lamentables de mujer que frecuentas en Nueva York. Yo no me río tontamente ni pestañeo. No podría flirtear contigo ni aunque quisiera, y por supuesto nunca escucharías nada sobre perritos afeminados. La mejor parte es, que no tendrás que preocuparte por ir a las fiestas y cenas a los sitios mal ventilados que a las mujeres les gusta. En su lugar podríamos pasar el tiempo cazando, pescando y montando a caballo. Podríamos pasarlo realmente bien.
Cain comenzó a reír.
Kit anheló tener un cuchillo a mano.
– ¿Podrías decirme que consideras tan gracioso?
Él consiguió finalmente controlarse. Dejó el vaso y se levantó de la mesa.
– Kit, ¿sabes por qué tienen los hombres amantes?
– Desde luego que sí. Estoy leyendo La vida sibarita de Louis XV.
Él la miró socarronamente.
– Madame Pompadour -explicó ella-. Ella era la amante de Louis XV. Me he inspirado en ella para esta idea.
Ella no le dijo que Madame Pompadour también había sido la mujer más poderosa de Francia. Había logrado controlar al rey y al país solamente usando su ingenio. Kit seguramente podría controlar el destino de Risen Glory si fuera la amante del Major. Además no tenía nada más que ella misma para negociar.
Cain comenzó a decir algo, pero se calló, sacudió la cabeza y apuró lo que quedaba de brandy. Parecía como si le volviera el enfado de nuevo.
– Ser la amante de un hombre implica más que cazar y pescar. ¿Tienes alguna idea de lo qué estoy hablando?
Kit sintió ruborizarse. Esta era la parte que no quería hablar en profundidad, la parte del libro que no había leído del todo.
Nacer en una plantación la había expuesto a los hechos rudimentarios de la reproducción animal, pero esto también la había dejado con muchas preguntas que Sophronia se negaba a responder. Kit sospechaba que no tenía todos los detalles adecuados, pero sabía lo suficiente para entender que el proceso entero era repugnante. De todos modos debería ser parte del trato. Por alguna razón el acoplamiento era importante para los hombres, y se esperaba que las mujeres lo soportaran, aunque ella no podía imaginar a la señora Cogdell permitiendo al reverendo subirse a su espalda para hacer eso.
– Sé todo sobre eso. Y estoy preparada para permitírselo a mi compañero -le miró con ojos furiosos-. ¡Aunque voy a odiarlo!
Cain rió; entonces su expresión se nubló como si estuviera pensando en los malditos azotes otra vez. Se sacó un puro del bolsillo y salió por las puertas al jardín para encenderlo.
Ella lo siguió y le encontró apoyado en un viejo banco oxidado, mirando fijamente fuera hacia el huerto. Ella esperó a que dijera algo. Como no lo hizo, habló ella.
– Bien, ¿y qué?
– Es la cosa más ridícula que he escuchado nunca.
La luz de su puro proyectó una sombra sobre su rostro, y el pánico fluyó dentro de ella. Esta era su única oportunidad de mantener Risen Glory. Tenía que convencerlo.
– ¿Por qué es tan ridículo?
– Porque lo es.
– ¡Pues dime por qué!
– Soy tu hermanastro.
– Que seas mi hermanastro no quiere decir una maldita cosa. Es puramente una relación legal.
– También soy tu tutor. No he podido encontrar a una sola persona que esté dispuesta a quitármelo de encima, y a juzgar por tu reciente comportamiento, supongo que no es ninguna sorpresa.
– ¡Lo haré mejor! Y soy muy buena disparando. Puedo ponerte encima de la mesa toda la carne que quieras.
Eso le hizo maldecir otra vez.
– ¡Los hombres no buscan a alguien que les pueda poner carne en la mesa cuando buscan una amante, maldita sea! Quieren una mujer hermosa y que huela y actúe como una mujer.
– ¡Yo huelo realmente bien! Mira. ¡Huéleme! -ella levantó su brazo de modo que él pudiera olerla bien, pero él seguía con su enfado.
– Quieren una mujer que sepa cómo sonreír, decir cosas bonitas y hacer el amor. ¡De modo que eso te excluye!
Kit se tragó el último pedazo de su orgullo.
– Podría aprender.
– ¡Oh, por el amor de Dios! -él miró al otro lado del camino cubierto de grava-. Ya me he decidido.
– ¡Por favor! No lo hagas.
– No voy a vender Risen Glory.
– No vendas… -parecía no poder respirar, y entonces una gran ola de felicidad la arrastró-. ¡Oh Major! ¡Eso es… es la cosa más maravillosa que he escuchado nunca!
– Cálmate. Hay una condición.
Kit sintió una espina afilada de advertencia.
– ¡Nada de condiciones! Nosotros no necesitamos condiciones.
Él dio un paso en la mancha ámbar que proyectaba la luz que salía por el comedor.
– Tienes que volver a Nueva York e ir a la escuela.
– ¡A la escuela! -Kit estaba incrédula-. Tengo dieciocho años. Soy demasiado mayor para ir a la escuela. Además soy autodidacta.
– No a ese tipo de escuela. Una escuela para pulirte. Un lugar dónde te enseñen conducta y etiqueta y todos esos otros logros femeninos sobre los que tú no tienes una maldita idea.
– ¿Una escuela para pulirme? -estaba horrorizada-. Eso si que es tonto y pueril -vio nubes de tormenta llegando a su expresión y cambió de táctica. -Deja que me quede aquí. Por favor. No seré ningún problema. Lo juro por Jesús. Puedo estar aquí, y tú ni siquiera me verás. Además puedo serte útil de muchas formas. Conozco esta plantación mejor que nadie. Por favor deja que me quede.
– Vas a hacer lo que yo te diga.
– No, yo…
– Si no cooperas, venderé Risen Glory tan deprisa que ni te darás cuenta. Entonces no tendrás ninguna posibilidad de recuperarlo alguna vez.
Ella se sintió enferma. Su odio hacía él se unió en una bola grande y dura.
– ¿Qué… cuánto tiempo debería ir a esa escuela?
– Hasta que puedas comportarte como una dama, hasta el punto que incluso yo me lo crea.
– Podrías tenerme allí para siempre.
– Bien. Digamos tres años.
– Eso es mucho tiempo. Tendré veintiún años entonces.
– Todavía te quedará mucho por aprender. Cógelo o déjalo.
Ella lo miró amargamente.
– ¿Y entonces que ocurrirá? ¿Podré comprarte Risen Glory con el dinero de mi fondo fiduciario?
– Discutiremos eso cuándo llegue el momento.
Él podría mantenerla lejos de Risen Glory durante años, exiliarla de todo lo que amaba. Se dio la vuelta y entró en el comedor. Recordó como se había humillado ofreciéndose a ser su amante, y su odio la estranguló. Cuándo acabara su destierro y finalmente recuperara Risen Glory, él iba a pagar por esto.
– ¿Es un sí, Kit? -dijo él detrás de ella.
Ella apenas pudo dejar salir las palabras.
– ¿No me das mucha elección, no es verdad, yanqui?
– Bueno, bueno, bueno -la voz ronca y seductora llegó desde el vestíbulo-. Parece que ya ha vuelto el muchacho que se marchó a la ciudad de Nueva York.
– ¡Sophronia! -Kit se lanzó a través del comedor a los brazos de la mujer que estaba de pie en la puerta-. ¿Dónde estabas?
– En Rutherford. Jackson Baker está enfermo.
Cain miró con sorpresa y detenimiento a la recién llegada. Así que esta era la Sophronia de Kit. No era para nada como se la había imaginado.
Se había imaginado alguien mucho más mayor, pero parecía que tuviera poco más de veinte años, y era una de las mujeres más exóticamente hermosas que había visto en su vida. Alta y delgada sobrepasaba en mucho a Kit. Era de pómulos altos, esculpidos y ojos dorados rasgados que se levantaron despacio mientras él la observaba.
Sus miradas se encontraron por encima de la cabeza de Kit. Sophronia rompió el abrazo y caminó hacia él, moviéndose con una lánguida sensualidad que hacía que su simple vestido de algodón azul pareciera de la más fina seda. Cuando llegó frente a él, se paró y le ofreció su delgada mano.
– Bienvenido a Risen Glory, Jefe.
Sophronia actuaba de la odiosa manera que la gente trataba a Cain desde que había llegado del Norte. Todo era "sí, señor" y "no, señor", sonriéndole y poniéndose en contra de Kit.
– Eso es porque él tiene razón -dijo Sophronia cuando Kit le preguntó sobre ello-.Ya es hora de que comiences a comportarte como la mujer que estás destinada a ser.
– Y también ya es hora que tú comiences a estar del lado de quién se supone que debes estar.
Sophronia y Kit se querían más que nadie en el mundo a pesar de ser negra y blanca. Lo que no significaba que no discutieran. Y esas peleas se intensificaron después de llegar a Nueva York.
En el momento que Magnus puso los ojos en Sophronia, comenzó a andar por las nubes y la señora Simmonds no dejó de alabar lo maravillosa que era Sophronia. Después de tres días, Kit estaba hasta el gorro de eso. Entonces su mal humor llegó a límites insospechados.
– ¡Me parezco a un burro!
El sombrero de fieltro color pardo parecía una salsera aplastada sobre el pelo desigual de Kit. El material de su chaqueta ocre era de buena calidad, pero le quedaba demasiado grande de los hombros y el feo vestido de sarga marrón le arrastraba por la alfombra. Parecía que se había disfrazado con la ropa de una tía solterona.
Sophronia puso sus largos dedos en sus caderas.
– ¿Y qué esperabas? Te avisé que los vestidos que te había comprado la señora Simmons eran demasiado grandes pero no me hiciste ningún caso. Y si quieres saber lo que pienso, creo que te lo tienes merecido por pensar que lo sabes todo.
– Sólo porque tienes tres años más que yo y estemos en Nueva York no significa que puedas actuar como alguna especie de reina.
Sophronia arrugó su elegante nariz.
– Crees que puedes decirme todo lo que te parezca. Pues bien, ya no soy tu esclava, Kit Weston. ¿Me entiendes? Ya no te pertenezco. ¡No pertenezco a nadie, salvo a Jesús!
A Kit no le gustaba herir los sentimientos de Sophronia, pero a veces se ponía demasiado terca.
– Es sólo que nunca me muestras el menor agradecimiento. Yo te enseñé a sumar. Te enseñé a leer y escribir, incluso contra la ley. Te escondí de Jesse Overturf esa noche que él quería encontrarte. Y ahora te pones del lado de ese yanqui y en contra mía a la menor oportunidad que encuentras.
– Tú tampoco me has agradecido nada. Pasé largos años cuidando que no te pusieras a la vista de la señora Weston. Y siempre que te pillaba y te encerraba en el baño, era yo quién te sacaba. Me jugaba el pellejo por tí. Así que no quiero oír nada de agradecimientos. Tú has sido una soga alrededor de mi cuello. Asfixiándome. Robándome el aire para respirar. Si no fuera porque tú…
Bruscamente Sophronia se calló cuando oyó pasos que se acercaban por el pasillo. La señora Simmonds apareció para anunciar que Cain estaba abajo esperando a Kit para llevarla a la Escuela que había escogido.
Justo entonces, las dos peleonas se abrazaron la una a la otra. Kit habló finalmente mientras cogía el feo sombrero en forma de salsera y caminaba hacía la puerta.
– Tendrás cuidado, ¿verdad? -dijo.
– Cuídate mucho en esa estupenda escuela -contestó Sophronia.
– Lo haré.
Los ojos de Sophronia se nublaron con lágrimas.
– Nos volveremos a ver antes que te des cuenta.