CUARTA PARTE
Katharine Louise

Nada puede traerte la paz, salvo tú mismo

Ralph Waldo Emerson "Confianza en sí mismo"


15

Estaba sola en la gran cama cuando el ruido del pasillo la despertó. Parpadeó contra la luz del sol y se incorporó al comprender donde estaba. El repentino movimiento le provocó una mueca de dolor.

Sophronia entró precipitadamente sin molestarse en llamar.

– ¡Kit! Cariño, ¿estás bien? Magnus no me ha dejado salir antes, si no hubiera venido más temprano.

Kit no pudo mirar a Sophronia a los ojos.

– Estoy bien -retiró las sábanas. Su bata estaba encima de la cama. Cain debía haberla dejado allí.

Mientras se la ponía, Sophronia se puso rígida. Kit la vio mirar detenidamente la pálida mancha en la sábana.

– ¿Has pasado la noche con Magnus? -dijo rápidamente, tratando de desviar su atención.

Sophronia retiró la mirada de la cama.

– El Major no me dio otra opción. Magnus ha dormido en el porche.

– Ya veo -Kit se dirigió hacía su propia habitación, como si todo estuviera normal-. Una noche agradable para dormir al aire libre.

Sophronia la siguió. Kit comenzó a lavarse con el agua que Lucy le había llevado. Un pesado silencio se instaló entre ellas.

Fue Sophronia quién lo rompió.

– ¿Te ha hecho daño? Puedes contármelo.

– Estoy muy bien -repitió Kit demasiado rápidamente

Sophronia se sentó en la cama sin deshacer.

– Nunca te he hablado de esto. No quería hacerlo, pero ahora…

Kit se alejó de la jofaina.

– ¿Qué pasa?

– Yo… yo sé lo que es… que te haga daño un hombre… -se retorcía las manos en su regazo.

– Oh, Sophronia…

– Yo tenía catorce años la primera vez. Él… él era un hombre blanco. Después deseé morirme, me sentía sucia. Y durante aquel verano siempre me encontraba, no importaba lo intensamente que tratara de esconderme. "Tú, chica, me llamaba, ven conmigo".

Los ojos de Kit se llenaron de lágrimas. Se precipitó al lado de su amiga y se arrodilló a su lado.

– Lo siento. Nunca lo supe.

– No quería que lo supieras.

Kit se llevó la mano de Sophronia a la mejilla.

– ¿No pudiste ir a mi padre y contarle lo que estaba ocurriendo?

A Sophronia le llamearon las ventanas la nariz, y retiró la mano.

– Él sabía lo que estaba ocurriendo. Los blancos siempre sabían lo que les pasaba a las esclavas que poseían.

Kit se alegró de no haber desayunado aún, porque lo habría vomitado. Siempre había escuchado esas historias, pero trataba de convencerse que nada de eso ocurría en Risen Glory.

– No te estoy contando esto para hacerte llorar -Sophronia puso el pulgar en una de las lágrimas de Kit.

Kit pensó en los argumentos sobre los Derechos de los Estados que durante años siempre había esgrimido cuando alguien le decía que la guerra había sido a causa de la esclavitud. Ahora entendía porqué esos argumentos eran tan importantes para ella. Le habían impedido ver una verdad que no estaba preparada para afrontar.

– Es tan perverso. Tan horrible.

Sophronia se levantó y se alejó.

– Estoy haciendo todo lo posible por olvidarlo. Ahora mismo, tú eres quién me preocupa.

Kit no quería hablar de ella. Volvió a la jofaina, comportándose como si su mundo fuera el mismo que el día anterior.

– No tienes que preocuparte por mí.

– Vi la expresión de tu cara cuando te metía en la casa. No se necesita mucha imaginación para saber que lo pasaste mal. Pero, escúchame, Kit, no puedes guardarte todo eso en tu interior. Debes dejarlo salir para que no te afecte.

Kit trató de pensar en algo que decirle, especialmente después de lo que Sophronia le había revelado. ¿Pero cómo podría hablar de algo que no comprendía?

– No importa lo malo que fuera -dijo Sophronia-, puedes hablarme claramente, te entiendo cariño. Puedes decírmelo.

– No, tú no entiendes.

– Lo hago. Sé como es. Lo sé.

– No, no lo sabes -Kit se giró-. No fue tan horrible como lo tuyo. No fue malo en absoluto -terminó suavemente.

– Quieres decir que él no te hizo…

Kit tragó saliva y asintió.

– Sí lo hizo.

El rostro de Sophronia volvió a palidecer.

– Yo… yo no debería tener… -le faltaban las palabras-. Tengo que volver a la cocina. Patsy no se encontraba bien ayer.

Sus enaguas hicieron un suave frufrú mientras salía de la habitación.

Kit miró con detenimiento la puerta, sintiéndose culpable y enferma. Finalmente se obligó a terminar de vestirse. Metió la mano en el armario y sacó lo primero que tocó, un bombasí a rayas rosas y blancas.

Había perdido una peineta, de modo que se ató los rizos con una cinta anaranjada que encontró en el cajón. No hacía juego con el vestido, pero no lo notó.

Cuando llegaba al vestíbulo, se abrió la puerta principal y entraron Cain y Miss Dolly. Kit inmediatamente fue engullida en un abrazo con olor a menta.

– ¡Oh mi dulce, dulce querida! Este es el día más feliz de mi vida, sin duda lo es. Y pensar que tú y el Major estabais enamorados y yo sin sospechar nada.

Era la primera vez que oía a Miss Dolly llamar Major voluntariamente a Baron. La miró más detenidamente, dándole una excusa para evitar mirar a Cain.

– Ya he regañado al Major por haberme mantenido al margen, y también debería regañarte a tí, pero estoy demasiado contenta -la vieja dama se llevó las manos a su corpiño de volantes-. Sólo mírela Major, con su bonito vestido y la cinta en el pelo. Aunque podrías haber escogido otro color, Katharine Louise. Esa de satén rosa que tienes aunque tal vez no esté bien planchada. Y ahora, tengo que ir a pedirle a Patsy que prepare una tarta.

Con un beso rápido en la mejilla de Kit, se dirigió a la cocina. Cuándo el ruido de sus diminutos tacones en el suelo de madera se perdieron, Kit se obligó a mirar a su marido.

Podría haber estado mirando a un extraño. Su rostro estaba carente de expresión y sus ojos distantes. La pasión que habían compartido la noche anterior podría haber estado sólo en su imaginación.

Buscó algún rastro de ternura, algún reconocimiento de la importancia de lo que había ocurrido entre ellos. La recorrió un escalofrío cuando no encontró nada. Debería haber sabido que las cosas serían así con él. Había sido tonta al esperar algo más. Igualmente se sintió traicionada.

– ¿Por qué te llama Major Miss Dolly? -le hizo esa pregunta, ya que no se atrevía con las otras-. ¿Qué le has dicho?

Él dejó el sombrero en la mesa de vestíbulo.

– Le dije que nos habíamos casado. Y añadí que si continuaba creyendo que soy el General Lee, debería resignarse al hecho que tú estabas viviendo con un bígamo, pues el General está casado desde hace años.

– ¿Cómo reaccionó ella?

– Lo aceptó, sobre todo cuando le recordé que mi cartilla militar no era para avergonzarse.

– ¿Tu cartilla militar? ¿Cómo has podido asustarla así? -finalmente tenía un motivo para airear su dolor-. Si la has intimidado…

– No parecía asustada. Se puso bastante contenta al escuchar como serví valientemente a las órdenes del General Beauregard.

– Beauregard luchó por la Confederación.

– Compromiso, Kit. Quizá algún día aprenderás el valor de eso -él se dirigió a los escalones y luego se detuvo-. Me voy a Charleston dentro de una hora. Magnus se quedará aquí por si necesitas cualquier cosa.

– ¿A Charleston? ¿Te marchas hoy?

Sus ojos se burlaron de ella.

– ¿Acaso esperas una luna de miel?

– No, desde luego que no. ¿Pero no crees que va a parecer un poco extraño que te vayas solo un día después de… nuestra boda?

– ¿Desde cuándo te importa lo que piense la gente?

– No me importa. Sólo estaba pensando en Miss Dolly y su tarta -su ira se inflamó-. Vete a Charleston. Por lo que a mí respecta, puedes irte al infierno.

Ella pasó por delante de él y salió por la puerta de la calle. Tenía la esperanza que la siguiera. Quería pelear, entablar una rabiosa pelea para desfogar su tristeza. Pero la puerta permaneció cerrada.

Fue hacía el roble detrás de la casa y se apoyó contra una de las grandes ramas caídas. ¿Cómo iba a sobrevivir siendo su esposa?


***

Durante los siguientes días, permaneció lejos de la casa tanto como le fue posible. Al amanecer, se ponía los pantalones y montaba a Tentación recorriendo la plantación de lado a lado, evitando la zona del molino. Hablaba con las mujeres sobre sus jardines, con los hombres sobre la cosecha de algodón, y caminaba entre las largas filas de plantas hasta que el sol de la tarde la conducía a su refugio en los bosques o a la orilla del estanque.

Pero el estanque había dejado de ser su santuario. Le había estropeado eso también. Mientras se sentaba bajo los sauces, pensaba como le había quitado todo: su casa, su dinero, y finalmente su cuerpo. Sólo que eso se lo había dado libremente.

A veces los recuerdos la llenaban de rabia. Otras veces se sentía nerviosa e inquieta. Cuando esto ocurría, sacaba a Tentación y cabalgaba hasta acabar extenuada.

Un día seguía a otro. Kit nunca había sido una cobarde, pero no encontraba el coraje para afrontar a sus visitantes, de modo que los dejaba con Miss Dolly. Aunque sabía que los Cogdell nunca revelarían los detalles de su horrible boda, el resto era también bastante deprimente. Se había casado con el enemigo con una prisa que los tendría contando con los dedos los próximos meses. Igual de embarazoso era el hecho que su marido la había abandonado el día después de la boda, y lo peor es que no tenía la más mínima idea de cuándo regresaría.

Sólo una vez había aceptado recibir una visita, y fue el sábado por la tarde cuándo Lucy le anunció que el señor Parsell estaba abajo. Brandon sabía lo que pensaba de Cain, de modo que debía suponer que la había forzado a contraer matrimonio. Quizá había pensado en una forma de ayudarla.

Rápidamente se cambió los pantalones por un vestido que había llevado el día anterior y bajó deprisa al salón. Él se levantó del sofá para recibirla.

– Señora Cain -le hizo una ceremoniosa reverencia-. He venido a extenderte mis felicitaciones así como los mejores deseos de parte de mi madre y mis hermanas. Espero que el Major Cain y tú seáis muy felices.

Kit sintió una histérica burbuja de risa crecer en su interior. Él se comportaba como si no hubiera habido nada entre ellos, como si fueran unos amigos distantes.

– Gracias, señor Parsell -respondió, tratando de poner el mismo tono.

Sostenida por su orgullo, jugó impecablemente el papel para el cual la Academia Templeton la había entrenado. Durante los veinte minutos siguientes, habló de los rosales que crecían cerca de la entrada de la casa, la salud del presidente del Banco de Ciudadanos y Plantadores, y la posibilidad de comprar una nueva alfombra para la iglesia.

Él respondió a cada tema y ni una sola vez intentó referirse a alguno de los acontecimientos que habían compartido menos de una semana antes. Cuándo se despidió, exactamente veinte minutos después de su llegada, se preguntó por qué le había llevado tanto tiempo admitir que era un completo idiota.

Pasó la tarde acurrucada en un sillón en la sala de estar, con su viejo y gastado libro de los Ensayos de Emerson en el regazo. Enfrente tenía el escritorio de caoba donde Sophronia trabajaba con las cuentas de la casa. Cain esperaría que ahora ella asumiera el control, pero Sophronia no apreciaría su interferencia, y Kit no tenía ningún interés en contar manteles. Ella no quería llevar la casa. Ella quería llevar las tierras.

Cuando llegó la noche, Kit se hundió más profundamente en su desesperación. Él podría hacer lo que quisiera con su plantación, y no podría impedírselo. Aunque él se preocupaba más por el molino que por los campos. Tal vez decidiera cortar los campos para hacer un camino. Y además era un jugador. ¿Y si despilfarraba el dinero de su fideicomiso? ¿Y si decidía vender la tierra para conseguir dinero en efectivo?

El reloj del vestíbulo tocó la medianoche y sus pensamientos se volvieron aún más lúgubres. Cain era un nómada y ya había vivido allí tres años. ¿Cuánto tardaría en decidir vender Risen Glory y marcharse a otro lugar?

Trató de convencerse que Risen Glory estaba segura por ahora. Cain estaba preocupado por trabajar en el molino, de modo que no era probable que hiciera nada drástico de forma inmediata. Aunque estaba en contra de su naturaleza, debía tener paciencia.

Sí, Risen Glory estaba segura pero, ¿y ella? ¿Qué pasaba con el torrente de calor que hacía hervir su sangre cuando él la tocaba? ¿O la agitación interior que sentía siempre que lo miraba? ¿Se estaba repitiendo la historia? ¿La sangre Weston llamaba a la sangre Cain como había ocurrido ya una vez, en la unión que casi había destruido Risen Glory?

– ¿Katharine Louise por qué no estás en la cama? -Miss Dolly estaba de pie en la puerta, con su gorro de dormir torcido y un gesto de preocupación en la cara.

– Me siento inquieta. Lamento haberla despertado.

– Déjame darte un poco de láudano, querida. Así podrás dormir.

– No lo necesito.

– Claro que sí, Katharine. No seas obstinada.

– Está bien -acompañó a Miss Dolly arriba pero la mujer mayor rechazó dejarla sola hasta que Kit tomó varias cucharaditas de láudano.

Se durmió, sólo para ser asaltada por gran cantidad de imágenes producidas por el opio. Hacía el amanecer, un gran león dorado vino a ella. Olió a su macho, olor a selva, pero en lugar de sentir miedo, enterró los dedos en su melena y lo acercó más a ella.

Gradualmente, el león se transformó en su marido. Él susurró palabras de amor y comenzó a acariciarla. A través del sueño, ella sintió su piel. Era cálida y tan húmeda como la suya.

– Voy a poseerte ahora -susurró su marido del sueño.

– Sí -murmuró ella.

Él la penetró entonces y su cuerpo ardió en combustión. Se movió con él, subió con él, y justo antes que las llamas la consumieran, gritó su nombre.

Todavía sentía los efectos del sueño provocado por el láudano cuando despertó por la mañana. Miró fijamente la seda rosa y verde del dosel, tratando de desprenderse del atontamiento que producía los efectos secundarios de la medicina. Pareció tan real… el león dorado que se había convertido bajo sus manos en…

Rápidamente se incorporó en la cama.

Cain estaba afeitándose tranquilamente delante del espejo colgado sobre la jofaina. Llevaba sólo una toalla blanca cubriéndole las caderas.

– Buenos días.

Ella le fulminó con la mirada.

– Vete a tu propia habitación a afeitarte.

Él se giró y miró con inequívoco placer sus senos.

– Aquí es mejor el paisaje.

Comprendió que la sábana se le había caído hasta la cintura, y rápidamente se la subió hasta la barbilla. Entonces vio su camisón arrugado en el suelo. Él se rió cuando la vio contener el aliento. Ella levantó la sábana y se tapó hasta la cabeza.

Estaba claro. La humedad entre sus muslos no era imaginaria.

– Fuiste una gata salvaje anoche -dijo él claramente divertido.

Y él había sido un león.

– Estaba drogada -replicó ella-. Miss Dolly me hizo tomar láudano. No me acuerdo de nada.

– Entonces supongo que tendrás que fiarte de mi palabra. Fuiste dulce y sumisa, y me dejaste hacer todo lo que quise.

– ¿Quién está soñando ahora?

– Anoche tomé lo que me pertenece -dijo él en un tono deliberado-. Es bueno para tí que tu libertad sea cosa del pasado. Evidentemente necesitas una mano firme.

– Y tú, evidentemente, necesitas una bala en el corazón.

– Sal de la cama y ponte un vestido, esposa. Ya te has escondido demasiado.

– Yo no me he escondido.

– Eso no es lo que he oído -él se aclaró la cara y cogió una toalla para secarse-. Ayer vi a una de nuestras vecinas en Charleston. Con evidente placer me informó que no estás recibiendo a las visitas.

– Perdóname si no estoy ansiosa por escuchar a todo el mundo chasquear sus lenguas porque me he casado con un yanqui, que además me ha abandonado un día después de mi boda.

– ¿Eso es lo que realmente te duele, no? -dejó la toalla-. No tuve elección. El molino debe ser reconstruido para la cosecha de este año, y necesitaba encontrar suministro de madera y contratar carpinteros.

Él caminó hacía la puerta.

– Quiero que te vistas y estés abajo en media hora. El coche estará esperando.

Ella lo miró con desconfianza.

– ¿Para qué?

– Es domingo. El señor y la señora Cain van a la iglesia.

– ¡A la iglesia!

– Así es, Kit. Esta mañana vas a afrontarlos a todos, y dejarás de comportarte como una cobarde.

Kit se puso en pie de un salto llevando la sábana consigo.

– ¡Yo no he sido una cobarde en mi vida!

– Cuento con ello -y desapareció por la puerta.

Nunca lo admitiría, pero él tenía razón. No podía continuar escondiéndose más. Maldiciendo entre dientes, echó la sábana a un lado y se lavó.

Decidió llevar el vestido de nomeolvides en muselina azul y blanco que había llevado la primera noche de su regreso a Risen Glory. Después de ponérselo, se hizo un moño flojo, complementado con un casquete de satén beige y azul sobre la cabeza. Joyas, sólo llevaba su detestado anillo de boda y unos pequeños pendientes de labradoritas.

Era una mañana cálida y los parroquianos no habían entrado aún en la iglesia. Mientras se iban acercando en el carruaje de Risen Glory, Kit podía ver todas las cabezas girarse. Sólo los niños jugando en un alarde de energía eran indiferentes a la llegada de Baron Cain y su novia.

Cain ayudó a bajar a Miss Dolly, y extendió el brazo para tratar de ayudar a Kit. Pero ella se apartó elegantemente, y cuando él ya retiraba el brazo, se acercó. Con lo que esperaba fuera una sonrisa íntima, deslizó primero una mano y después la otra encima de su brazo y se aferró a él en una pose de mujercita cariñosa y desvalida.

– Vas a comportarte, ¿de acuerdo? -murmuró él.

Ella le dirigió una ardiente sonrisa y susurró entre dientes.

– Sólo hago mi papel, y tú puedes irte al infierno.

La señora Rebecca Whitmarsh Brown fue la primera que la alcanzó.

– Hola, Katharine Louise no esperábamos verte esta mañana. Eso por no hablar de tu repentino matrimonio con el Major Cain. Nos sorprendió muchísimo, no es cierto, Gladys?

Los ojos de su hija Gladys estaban fijos en Cain, y por su expresión, Kit dedujo que yanqui o no, no le había hecho ninguna gracia verse relegada por una jovencita como Kit Weston.

Kit presionó la mejilla en el brazo de Cain.

– Hola señora Brown, Gladys. Sí, creo que sorprendió a muchos. Pero no a todo el mundo, pues mucha gente adivinó tras mi regreso a Risen Glory lo que sentíamos el uno por el otro. Aunque él, al ser un hombre, fue capaz de esconder sus verdaderos sentimientos mejor que yo, ya saben que las mujeres esas cosas no podemos esconderlas.

Cain hizo un sonido ahogado e incluso Miss Dolly parpadeó.

Kit suspiró y chasqueó la lengua.

– Traté de combatir nuestra atracción… el Major era un intruso yanqui, y además uno de nuestros enemigos más perversos. Pero como escribió Shakespeare, "el amor conquista todas las cosas". ¿No es así, querido?

– Creo que eso lo escribió Virgil, querida -contestó él -. No Shakespeare.

Kit sonrió a las mujeres.

– ¿No creen que es un hombre muy inteligente? ¿Nunca pensaron que un yanqui supiera tanto, verdad? Ya sabemos lo vacías que tienen sus cabezas.

Él apretó su brazo en lo que parecía un gesto cariñoso, pero que en realidad era un aviso para que no siguiera.

Ella se abanicó el rostro.

– ¡Bueno, que calor! Baron, querido, será mejor que pasemos dentro, que hace más fresco. Parece que no me sienta bien el calor esta mañana.

Apenas habían salido las palabras de su boca y una docena de pares de ojos se posaban en su cintura.

Esta vez la malvada sonrisa de Cain, era inequívoca.

– Desde luego, querida. Entremos rápidamente -la condujo hacía las escaleras, con el brazo alrededor de sus hombros como si llevara una delicada flor, y su fruto necesitara protección.

Kit sintió los ojos de los parroquianos fijos en su espalda y los pudo imaginar contando mentalmente los meses. Déjalos que cuenten, se dijo. Pronto verían que estaban equivocados.

Pero entonces le llegó un pensamiento horrible.


***

La curandera había vivido siempre en una casucha desvencijada en lo que habían sido las tierras de los Parsell durante más tiempo del que alguien pudiera recordar. Algunos decían que el viejo Godfrey Parsell, el abuelo de Brandon, la había comprado en un mercado de esclavos en Nueva Orleans. Otros decían que había nacido en Holly Grove y era en parte Cherokee. Nadie sabía con exactitud los años que tenía y si tenía algún nombre.

Blancas o negras, todas las mujeres del condado habían ido a verla en algún momento de sus vidas. Podía curar las verrugas, predecir el futuro, hacer pociones de amor y determina el sexo de los niños aún no nacidos. Kit sabía que era la única que podía ayudarla.

– Buenas tardes curandera. Soy Kit Weston… Katharine Louise Cain ahora… la hija de Garrett Weston. ¿Me recuerda?

La puerta crujió al abrirse y apareció una cabeza canosa.

– Eres la joven de Garrett Weston. Has crecido -la anciana dejó salir un cacareo seco, quebrado-. Sin duda tu padre estará quemándose en el fuego del infierno.

– Seguramente. ¿Puedo pasar?

La anciana se apartó de la puerta, y Kit entró al interior de una pequeña y limpia habitación, a pesar de su desorden. Los manojos de cebollas, hierbas y ajos colgaban de las vigas, muebles desiguales llenaban los rincones y al lado de la única ventana de la casa había una rueca. Una de las paredes de la habitación estaba llena de estanterías de madera inclinadas en el centro por el peso de distintas vasijas de barro y otros tarros.

La curandera revolvió el fragrante contenido de una cacerola que tenía colgando de un gancho de hierro sobre el fuego. Después se sentó en una mecedora junto a la chimenea. Como si estuviera sola, empezó a mecerse y canturrear con una voz tan seca como las hojas caídas.

– Hay un bálsamo en Gilead…

Kit se sentó en la silla más próxima a ella, era vieja y tenía el asiento hundido, y escuchó. Desde la reunión en la iglesia de esa mañana, había tratado de pensar que haría si tuviera un bebé. La ataría a Cain para el resto de su vida. No podía dejar que sucediera eso, no mientras todavía tuviera alguna posibilidad, algún milagro que le devolviera su independencia y pusiera todo en orden otra vez.

Tan pronto como volvieron de la iglesia, Cain desapareció pero Kit no pudo escaparse hasta mucho después esa tarde, cuando Miss Dolly subió a su dormitorio a leer la Biblia y dormir la siesta.

La curandera dejó finalmente de cantar.

– Niña, cuéntale tus problemas a Jesús, Él te indicará el camino a seguir para mejorar tu vida.

– No creo que Jesús pueda hacer mucho por solucionar mi problema.

La señora alzó la vista al techo y cacareó.

– ¿Señor? ¿Estás escuchando a esta niña?-la risa agitó su huesudo pecho-. Ella desprecia tu ayuda. Cree que la curandera puede ayudarla, pero no Jesucristo, tu hijo.

Sus ojos comenzaban a llorarle por la risa y se los secó con la esquina del delantal.

– Oh Señor -cacareó de nuevo- esta niña… ella es tan joven.

Kit se inclinó hacía adelante y tocó la rodilla de la anciana.

– Necesito seguridad, curandera. Ahora no puedo tener un hijo. Por eso he venido a verla. Le pagaré bien si me ayuda.

La anciana dejó de mecerse y miró a Kit a la cara por primera vez desde que había entrado en su casa.

– Los hijos son una bendición del Señor.

– Son una bendición que yo no deseo -el calor en la pequeña casa era opresivo y se levantó-. Cuando era niña, oía a las esclavas hablando. Decían que a veces usted las ayudaba para evitar tener más hijos, aunque ponía en peligro su vida por ello.

La curandera estrechó los ojos y la miró con desprecio.

– Los hijos de aquellas esclavas eran vendidos y mandados lejos. Tú eres blanca. No debes preocuparte de que arranquen a tu hijo de tus brazos y no vuelvas a verlo nunca más.

– Lo sé. Pero no puedo tener un bebé. No ahora.

De nuevo la anciana comenzó a mecerse y a canturrear.

– Hay un bálsamo en Gilead que cura todos los males. Hay un bálsamo en Gilead…

Kit caminó hacía la ventana. Estaba perdiendo el tiempo. La curandera no la ayudaría.

– Ese yanqui. Puede llevar el demonio consigo, pero también tiene bondad.

– Mucho de demonio y poco de bondad, creo yo.

La vieja se rió entre dientes.

– Un hombre así, tiene una semilla fuerte. Tendré que hacer un remedio poderoso para combatirla.

Se levantó con dificultad de la mecedora y fue arrastrando los pies hacía las estanterías, dónde miró en uno de los frascos y luego en otro. Finalmente vertió una generosa cantidad de polvo grisáceo en un tarro de mermelada vacío y lo tapó con un trozo de tela que ató con una cuerda.

– Agítalo antes de poner una cucharadita en un vaso de agua y bebértelo todas las mañanas, después de haber pasado la noche con él.

Kit cogió el tarro y le dio un abrazo rápido y agradecido.

– Gracias -sacó varios dólares que se había metido en el bolsillo y se los puso en la mano.

– Haz lo que la curandera te dice, señorita. Yo sé lo que es mejor.

Y entonces soltó otro jadeante cacareo, y volvió junto al fuego, riéndose en silencio de una broma que sólo ella conocía.

16

Estaba en la biblioteca subida en una escalera de mano, tratando de coger un libro, cuando oyó abrirse la puerta principal. En el salón, el reloj del abuelo tocó las diez. Sólo una persona abría la puerta así. Toda la tarde había estado nerviosa esperando su vuelta.

Esa tarde, cuando regresaba de la casa de la curandera le había visto a lo lejos. Como era domingo, estaba trabajando sólo en el molino. Se había quitado la camisa, y descargaba material que había traído de Charleston.

– ¡Kit!

La luz de la biblioteca la había delatado y por el sonido de su bramido, no estaba de buen humor.

La puerta de la biblioteca voló sobre sus bisagras. Su camisa estaba manchada de sudor y el pantalón sucio remetido en las botas embarradas que seguramente habían dejado manchas en el vestíbulo. Sophronia no estaría feliz por eso.

– Cuando te llame, quiero verte inmediatamente -gruñó él.

– Eso si tuviera alas -dijo ella, pero el hombre no tenía ningún sentido de humor.

– No me gusta tener que buscarte por todos lados cuando vuelvo a casa.

Él estaba siendo tan terco que ella casi sonrió.

– Tal vez debería llevar un cascabel. ¿Quieres algo?

– Por supuesto que quiero algo. En primer lugar, un baño y ropa limpia. Después la cena. En mi habitación.

– Llamaré a Sophronia -incluso mientras lo decía, sabía que él no lo aprobaría.

– Sophronia no es mi esposa. Ella no es la culpable de que haya pasado las seis últimas horas descargando material, algo que no habría ocurrido si tú no tuvieras afición por los fósforos -él se apoyó contra el marco de la puerta, desafiándola a que discutiera-. Tú te ocuparás de mí.

Ella intentó combatir su mal humor con una sonrisa.

– Será un placer. Prepararé tu baño.

– Y la cena.

– Por supuesto.

Mientras pasaba a su lado para dirigirse a la cocina, fantaseó con la idea de montar a Tentación y marcharse lejos, para siempre. Pero eso dejaría Risen Glory en manos de su temperamental marido.

Sophronia no estaba por ninguna parte, de modo que ordenó a Lucy que se ocupara del baño para Cain, y fue a prepararle algo de comer. Pensó en servirle matarratas, pero finalmente se decidió por el plato que Patsy había dejado tapado con un paño de cocina, para mantenerlo caliente. Retiró el paño para que estuviera frío cuándo se lo subiera.

Lucy apareció jadeante en la puerta.

– El señor Cain dice que quiere verla arriba ahora mismo.

– Gracias, Lucy.

Mientras llevaba el plato de comida arriba, sopló al estofado caliente varias veces, esperando enfriarlo un poco más. Incluso había pensado en vaciar un salero, pero no le quería tan mal. Él podía ser el mismo diablo, pero hoy había trabajado duro. La comida tibia, sería su único castigo.

Cuando entró en la habitación, vio a Cain sentado en una silla, todavía completamente vestido. Parecía tan malhumorado como un león con una espina en la pata.

– ¿Dónde demonios estabas?

– Ocupándome de tu cena, queridísimo.

Él estrechó los ojos.

– Ayúdame con mis malditas botas.

Aunque sus botas estaban cubiertas de fango, él fácilmente podría habérselas quitado sólo, pero tenía ganas de fastidiarla. Normalmente habría estado encantada de combatirlo, y ya que él tenía ganas de pelea, decidió ser perversa.

– Desde luego, cariño mío -pasó a su lado, le dio la espalda y se sentó a horcajadas sobre su pierna-. Si haces fuerza, saldrá más fácilmente.

La única forma en que podría hacer fuerza era poniendo su otra bota lodosa en su trasero. Pero ella sospechaba que eso era demasiado, incluso para él.

– No importa, me quitaré las malditas botas yo mismo.

– ¿Estás seguro? Vivo para servirte.

Él le dirigió una mirada oscura, murmuró algo entre dientes, y se quitó las botas. Cuando se levantó para quitarse la ropa, ella se ocupó en ordenar un poco la habitación.

Escuchó el sonido de su ropa caer al suelo, y después el ruido del agua cuándo se metió en la tina.

– Ven aquí y frótame la espalda.

Sabía que había sido demasiado brusco antes y trataba de compensarla. Ella se volvió y lo vio sentado en la tina, el brazo apoyado en el borde, y una pierna mojada colgando sobre el otro borde.

– Primero quítate el vestido para que no te lo mojes.

Esta vez estaba seguro que ella lo desafiaría, que le daría una excusa para ser aún más desagradable. Pero no iba a ganar fácilmente, especialmente cuando ella llevaba debajo una modesta camisola interior, junto con varias enaguas. Evitó mirar el agua de la bañera mientras se desabotonaba el vestido.

– Qué considerado eres.

El agua debía haberlo apaciguado, porque sus ojos perdieron su mirada penetrante, y brilló con un destello de picardía.

– Gracias por notarlo. Ahora frota mi espalda.

Podía complacerlo. Se la frotaría a conciencia.

– ¡Ouch!

– Lo siento -dijo inocentemente desde su posición detrás de él-. Pensaba que eras más resistente.

– No olvides mi pecho -dijo él de forma vengativa.

Eso sería complicado, y él lo sabía. Ella se había mantenido prudentemente detrás de él, y sería difícil frotarle el pecho desde esa posición. Con cautela se puso delante de él.

– No puedes hacerlo bien desde ahí, -cogió su muñeca y la tiró al lado de la bañera, mojando en el proceso la parte frontal de su camisola.

Evitando mirar hacía abajo, puso la esponja en su pecho y empezó a enjabonar el vello que se lo cubría. Hizo todo lo posible para no demorarse demasiado, pero esos sólidos músculos la tentaban. Le encantaba delinearlos.

Se puso de cuclillas y uno de los alfileres del pelo cayó a la tina, provocando que un mechón de cabello tocara el agua. Cain lo alcanzó y se lo puso detrás de la oreja. Sus ojos se paseaban de su cara a sus pechos. Ella sabía que su camisola mojada se trasparentaba.

– Voy a… voy a prepararte la mesa para que puedas comer después de secarte.

– Hazlo -dijo él con voz ronca.

Ella se retiró y se tomó su tiempo poniendo la comida en la mesa junto a la chimenea. Podía oírlo secarse. Cuándo el ruido cesó, se giró cautelosamente hacía él.

Sólo se había puesto unos pantalones y el pelo húmedo lo había peinado de cualquier manera. Se lamió los labios nerviosamente. El juego había cambiado sutilmente.

– Lamento que la comida esté un poco fría, pero estoy segura que estará deliciosa -se desplazó hacia la puerta.

– Siéntate, Kit. No me gusta comer sólo.

Se sentó frente a él de mala gana. Él comenzó a comer, y mientras lo miraba, la cama de cuatro postes en el rincón de la habitación, parecía crecer en su imaginación, llenando toda la habitación. Necesitaba distraerse.

– Seguro que ahora esperas que asuma las responsabilidades de Sophronia, pero…

– ¿Por qué querrías hacer eso?

– No he dicho que quiera. Puedo cocinar, pero soy terrible con el resto.

– Entonces deja que Sophronia se encargue.

Ella estaba preparaba por si él no lo aceptaba, por el contrario, se mostraba totalmente razonable.

– Quiero que te ocupes sólo de una cosa de la casa. Además de atenderme a mí, desde luego.

Ella se tensó. Aquí estaba. Algo que sabía que ella detestaría.

– Una zorra entró en el gallinero anoche. Mira a ver si puedes rastrearlo. Estoy seguro que disparas mejor que muchos hombres de por aquí.

Ella le miró fijamente.

– Y si necesitamos comida, deberás proporcionarla tú misma. Ahora mismo con la reconstrucción del molino, apenas tengo tiempo para eso.

Ella no podía creer lo que estaba escuchando y le odió por entenderla tan bien. No habría tenido nunca este tipo de libertad como esposa de Brandon. Pero Brandon no la habría mirado nunca como Cain la estaba mirando ahora.

La cama parecía más grande. Los hombros se le tensaron. Estudió los brillantes prismas que colgaban del globo de la lámpara sobre la mesa, después paseó la mirada sobre los libros que tenía cerca de la cama.

La cama.

Sus ojos le miraron las manos. De palma ancha, con dedos largos. Las manos que habían acariciado su cuerpo y tocado cada curva. Los dedos que habían explorado su…

– ¿Pan?

Se sobresaltó. Él le ofrecía un trozo de pan que no había comido.

– No. No, gracias -ella luchó por mantener la calma-. Miss Dolly estaba muy alterada hoy. Ahora que no necesito una chaperona, teme que la envíes lejos -lo miró tercamente-. Le he dicho que no harías algo así. Y que podría permanecer aquí mientras ella quiera.

Esperaba que protestase, pero él simplemente se encogió de hombros.

– Supongo que ahora lo queramos o no, Miss Dolly nos pertenece. Tal vez sea lo mejor. Ya que a ninguno de los dos nos importan un bledo los convencionalismos, ella nos mantendrá respetables.

Kit se levantó como un resorte de la silla.

– ¡Deja de ser tan razonable!

– De acuerdo. Quítate la ropa.

– No. Yo…

– ¿No pensarías que el baño y la cena era todo lo que quería?, ¿verdad?

– Si esperas algo más, tendrás que forzarme.

– ¿De veras? -él se inclinó perezosamente en la silla y la miró-. Desabróchate esos cordones. Quiero mirarte mientras te desnudas.

Ella se escandalizó al sentir un rubor de emoción, y luchó contra eso.

– Voy a acostarme. Sola.

Mientras Cain la veía dirigirse a la puerta, pudo ver la lucha que estaba manteniendo consigo misma. Ahora que había probado la pasión, le deseaba tanto como él a ella, pero lucharía antes de admitirlo.

Era tan condenadamente hermosa que le dolía con sólo mirarla. ¿Esta debilidad es la que su padre había sentido con su madre?

El pensamiento lo heló. Había querido presionarla esta noche para provocar ese carácter que siempre le fastidiaba. Debería haber sabido que ella era una adversaría demasiado poderosa para moldearla tan fácilmente en sus manos.

Pero era más que el deseo de hacerla salirse de sus casillas lo que había incitado su grosero comportamiento. Había querido infligirle una pequeña herida, humillarla, algo que demostrara lo poco que le preocupaban sus sentimientos. Una vez que ella entendiera eso, se sentiría seguro al cogerla en sus brazos y hacerle el amor.

Todavía tenía intención de hacerle el amor. Pero no como quería, con ternura y delicadeza. No era tan tonto.

Se levantó y fue hacía la habitación de ella. Había cerrado la puerta con llave, desde luego. No esperaba menos. Con un poco de paciencia, podría abatir su resistencia, pero no se sentía paciente y abrió la puerta de una única patada.

Ella todavía llevaba su ropa interior aunque se había aflojado la cinta de su camisola interior, y su pelo de seda negra colgaba libremente sobre sus hombros de marfil. Las ventanas de su nariz llamearon.

– ¡Vete! No me siento bien.

– Pronto te sentirás mejor -la cogió en brazos y la llevó a su cama, dónde ella pertenecía.

– ¡No voy a hacerlo!

Él la tiró en la cama. Ella aterrizó en un montón de enaguas y furia.

– Harás lo que yo te diga.

– Limpiaré tus botas, te maldeciré y prepararé tu cena. Pero eso es todo.

Él habló con calma, contra la furia de su sangre.

– ¿Con quién estás más enfadada? ¿Conmigo por hacértelo? ¿O contigo por querer que te lo haga?

– Yo no… yo no quiero…

– Sí que quieres.

Él se deshizo de sus ropas y su resistencia se fundió con las primeras caricias.

– ¿Por qué tiene que ser así? -susurró ella.

Él enterró la cara en su pelo.

– Porque no podemos evitarlo.

Fue una reunión de cuerpos, no de almas. Encontraron satisfacción, pero eso fue todo. Exactamente como él quería.

Excepto que más tarde, nunca se había sentido tan vacío.

Rodó sobre su espalda y miró el techo con detenimiento. Las escenas de su violenta e infeliz niñez, relampaguearon ante él. Su padre había perdido algo más que su dinero y a su esposa. Había perdido su orgullo, su honor y por último, su virilidad. Y Cain estaba obsesionándose con Kit, tanto como Nathaniel Cain lo había estado con Rosemary.

La comprensión lo aturdió. Su lujuria por esta mujer lo estaba atontando.

Respiró profundamente, inquieto. Kit podía desearlo, pero ese deseo no era tan fuerte como su pasión por Risen Glory. Y debajo de su deseo, ella lo odiaba tanto como antes.

Justo entonces, comprendió lo que debía hacer, y el conocimiento fue como un cuchillo en sus intestinos. Desesperadamente, intentó encontrar otra salida, pero no había ninguna. No dejaría que una mujer le robara su virilidad, y eso significaba que no podría tocarla. Ni mañana, ni la próxima semana, ni el próximo mes. No hasta que se hubiera librado de su embrujo. Y eso podría ser para siempre.


***

Una semana dio paso a otra, y cayeron en un patrón de coexistencia atenta pero distante, como dos vecinos que se saludan formalmente junto a la verja, pero rara vez se detienen a charlar. Cain contrató a hombres adicionales para trabajar en el molino, y en poco más de un mes, el daño del incendio estaba reparado. Era hora de instalar la maquinaria.

Los días estivales se hacían más largos, y la ira de Kit había dado paso a la confusión. Él no la había tocado desde aquella noche de domingo después de su regreso de Charleston. Entre tanto, ella le servía las comidas, preparaba su baño, y superficialmente al menos, interpretaba el papel de esposa respetuosa. Él la trataba con cortesía. Pero ya no la llevaba a su cama.

Caminaba pesadamente por los bosques, con sus pantalones y las botas embarradas, con su escopeta Spencer metida bajo un brazo, y un saco de arpillera conteniendo codornices o conejos bajo el otro. Aunque él quería que estuviera en casa cuando regresaba, no le preocupaba que tuviera un comportamiento apropiado para una mujer el resto del tiempo. Pero ni tan siquiera en los bosques, se sentía contenta. Estaba demasiado nerviosa, demasiado confusa.

Llegó una carta de Elsbeth:


Mi querida, queridísima Kit.

Cuándo recibí tu carta contándome tu matrimonio con Major Cain, grité tanto, que realmente asusté a mi pobre Mama de que me hubiera hecho daño.

¡Eres una pícara! ¡Y pensar como te quejabas de él! Sin duda es la histoire d'amour más romántica que jamás he oído. Y una solución tan perfecta para todos tus problemas. Has conseguido a la vez Risen Glory y un marido amoroso.

Tienes que contarme si su proposición fue tan romántica como me imagino. En mi mente, te veo con un maravilloso vestido (el mismo que llevaste en la fiesta de graduación) y con Major Cain arrodillado delante de tí, con las manos en el pecho de manera suplicante, justo como lo ensayábamos nosotras. ¡Oh mi querida Kit (mi querida Señora Cain!), cuéntame pronto si mi imaginación hace justicia al acontecimiento.

Espero que estés encantada con mis noticias, aunque sospecho que no serán una sorpresa. ¡En octubre seré una novia como tú! Ya te he contado en mis otras cartas que últimamente paso mucho tiempo con el amigo de mi hermano, Edward Matthews. Es un poco más mayor que yo y hasta hace poco sólo me veía como a una niña. ¡Pero te aseguro que ya no lo hace!

Mi queridísima Kit, odio que estemos separadas. Como detesto que no podamos reunirnos y hablar con libertad de los hombres que amamos, tu Baron y mi querido Edward. Ahora que eres una mujer casada, podría preguntarte cosas que no me atrevo a preguntar ni a mi propia y querida Mama.

¿Realmente es la Vergüenza de Eva tan horrible como nos dijo la señora Templeton? Estoy empezando a sospechar que no es cierto, pues no puedo imaginarme nada repulsivo entre mi querido Edward y yo. Oh querida, no debería estar escribiendo esto, ni incluso a tí, pero estoy pensando mucho en ello últimamente. Lo dejaré ahora para no ser más indiscreta. ¡Cuánto te echo de menos!

Ta chère, chère amie.

Elsbeth


Durante una semana, la carta de Elsbeth miró a Kit acusadoramente desde su tocador. Se sentó para contestarla una docena de veces, sólo para volver a dejar la pluma. Finalmente no pudo aplazarlo más. El resultado, evidentemente no la satisfaría, pero era lo mejor que podía hacer.


Querida Elsbeth. Tu carta me ha hecho sonreír. Estoy muy feliz por tí. Tu Edward parece perfecto, el marido adecuado para tí. Sé que serás la novia más hermosa de Nueva York. Ojalá pudiera verte.

Estoy asombrada por lo cerca que tu imaginación está de la verdad en la proposición de matrimonio de Baron. Fue como has imaginado, hasta en lo del vestido de la graduación.

Perdóname por la carta tan corta, pero tengo todavía cientos de cosas que hacer esta tarde.

Todo mi amor

Kit


P.D: No te preocupes por la Vergüenza de Eva. La señora Templeton nos mintió.


Fue a finales agosto cuando Kit pudo acercarse a visitar el molino, y sólo porque sabía que Cain no estaría allí. Era tiempo de cosecha y él estaba en los campos con Magnus desde el alba hasta el anochecer, dejando a Jim Childs a cargo del molino.

Aunque Kit no había ido al molino desde la horrible noche que trató de destruirlo, siempre lo había tenido en mente. El molino la amenazaba. Ella no podía imaginar que Cain se contentara con dejarlo de ese tamaño, y cualquier expansión sería en detrimento de la plantación. Al mismo tiempo la fascinaba. Ella era una sureña nacida con el algodón. ¿Podrían las máquinas instaladas en el molino realizar el milagro con el algodón como una Cotton Gin? ¿O en cambio, sería una maldición?

Como todos los niños del Sur, conocía la historia del algodón mejor que la palma de su mano. La historia no entendía de credos o colores. Lo aprendían igual los ricos y los pobres, los hombres libres y los esclavos. Cómo el Sur fue salvado en sólo diez días. Mientras cabalgaba hacía el molino, lo recordó…

Fue a finales del siglo dieciocho, y las semillas del diablo estaban matando al Sur. Oh, se podría hablar sin parar sobre el valor del algodón de Sea Island, fibras sedosas y semillas suaves que se desgranaban tan fácilmente como el fruto de una cereza madura. Pero si no tenías el suelo arenoso de la costa, podías olvidar también plantar ese algodón de Sea Island, porque no crecería en cualquier otro lugar.

Plantaban tabaco, pero chupaba la fertilidad del suelo en pocos años, dejando la tierra yerma para otros cultivos.

¿Arroz? ¿Índigo? ¿Maíz? Eran buenas cosechas, pero no harían a un hombre rico. No harían a un país rico. Y eso era lo que el Sur necesitaba. Una cosecha de dinero. Una cosecha que hiciera a todo el mundo llamar a su puerta.

Fueron las semillas del diablo. El Sur cultivó la semilla verde del algodón por todas partes. Indiscriminadamente. No sólo en suelo arenoso con brisa marina. La semilla verde de algodón creció como un hierbajo. La pena fue, sobre todo, que esas semillas del diablo se adherían como erizos a las fibras en el momento de desgranarlas, como si las hubiera puesto el mismísimo diablo para reírse de los tontos hombres que trataban de separarlas.

Un hombre tenía que trabajar diez horas para separar de kilo y medio de semillas, unos quinientos gramos de fibra de algodón. Mil quinientos gramos de semillas para conseguir menos de quinientos gramos de fibra. Diez horas de trabajo. El diablo tenía que estar riéndose a mandíbula suelta de todos ellos.

¿De dónde iba a venir esa rica cosecha? ¿Dónde estaba esa cosecha que salvaría al Sur?

Dejaron de comprar esclavos y prometieron la libertad a los que tenían. Demasiadas bocas que alimentar. Ninguna rica cosecha. Las semillas del diablo.

Y entonces llegó un maestro de escuela a Savannah. Un muchacho de Massachusetts con una mente que funcionaba de forma distinta a la de los otros hombres. Soñaba con máquinas. Le hablaron de las semillas del diablo y aquellas fibras cortas, duras. Fue al cobertizo de limpieza y miró como trataban de arrancar con fuerza las semillas.

Kilo y medio de semilla para quinientos gramos de fibra de algodón. Diez horas.

El maestro de escuela se puso a trabajar. Le llevó diez días. Diez días que salvaron al Sur. Cuando terminó, había fabricado una caja de madera con algunos rodillos y ganchos de hierro. Tenía un plato metálico con ranuras, y una manivela en el lado que giraba de forma mágica. Los dientes enganchaban el algodón y lo sacaban por los rodillos, las semillas del diablo quedaban en la caja. Un hombre. Un día. Cinco kilos de fibra de algodón.

Se hizo el milagro. Una cosecha rica. El Sur era la Reina y el Rey Algodón estaba en el trono. Los plantadores compraron más esclavos. Ahora todos estaban ávidos. Cientos de miles de acres de tierra debían ser plantados con algodón de semilla verde, y necesitaban espaldas fuertes para eso. Se olvidaron las promesas de libertad. Eli Whitney, el maestro de escuela de Massachusetts, les había dado la máquina para desgranar el algodón, la Cotton Gin. Se hizo el milagro.

El milagro y la maldición.

Cuando Kit ataba a Tentación al riel y caminaba hacia el edificio de ladrillo, pensaba cómo la Cotton Gin había salvado al Sur, pero también lo había condenado. Sin esa desgranadora, la esclavitud habría desaparecido porque no hubiera sido rentable y no habría habido una guerra. ¿Tendría la Cotton Gin instalada en el molino el mismo efecto desastroso?

Cain no era el único que pensaba que era fundamental para el Sur tener sus propios molinos textiles en lugar de enviar el algodón en bruto al nordeste de Inglaterra. Y le seguirían más hombres. Entonces el Sur controlaría el algodón desde el principio hasta el final… lo cultivaría, lo desgranaría y finalmente lo tejería. Los molinos textiles podrían devolver la prosperidad que la guerra se había llevado. Pero como la desgranadora, los molinos también traerían cambios, sobre todo a plantaciones como Risen Glory.

Jim Childs le mostró el molino, y si tenía curiosidad por qué la esposa de su patrón aparecía de repente después de dos meses, no mostró ninguna señal. Por lo que Kit sabía, Caín no le había dicho a nadie que ella fue la que había tratado de incendiarlo. Sólo Magnus y Sophronia parecían haber adivinado la verdad. Cuando Kit se marchó, comprendió que una parte de ella estaba ansiosa por ver las enormes máquinas trabajar cuando el molino se abriera finalmente en octubre.

De camino a casa, vio a Cain de pie al lado de un carro lleno de algodón. No llevaba camisa, y su pecho brillaba con el sudor. Mientras le miraba, él agarró un saco de arpillera lleno de los hombros de uno de los trabajadores y lo vació en el carro. Entonces se quitó el sombrero y se pasó el antebrazo por la frente.

Los tensos tendones, nervudos, se ondulaban a través de su piel como el viento sobre el agua. Siempre había sido delgado y de músculos duros, pero el trabajo intenso en la plantación había definido cada músculo y tendón. Kit reconoció un agudo y repentino debilitamiento en sus entrañas, como si estuviera viendo esa fuerza desnuda apretada sobre ella. Sacudió la cabeza para librarse de la imagen.

Después de volver a Risen Glory, tuvo el capricho de cocinar, a pesar que el calor durante estos últimos días de agosto era opresivo y la cocina era como un horno. Hacía el final del día, había cocinado un guiso de tortuga, rollos de maíz y un pastel de jalea, pero no había podido sacudirse todavía su inquietud.

Decidió montar hasta el estanque y darse un baño antes de la cena. Cuando atravesaba el patio montada en Tentación, recordó que Cain estaría trabajando en un campo que tenía que cruzar para ir allí. Él sabría exactamente dónde se dirigía. En lugar de molestarla, el pensamiento la excitó. Dio un toque con sus talones en los flancos de Tentación y salió.

Cain la vio pasar. Levantó la mano en un pequeño y burlón saludo. Pero no se acercó al estanque. Ella nadó en las frías aguas, desnuda y sola.

Se despertó a la mañana siguiente con su ciclo menstrual. Por la tarde, su alivio por no estar embarazada había quedado desplazado por el tremendo dolor. Rara vez la molestaba su menstruación y nunca sentía tanto dolor.

Al principio trató de aligerar el dolor andando, pero poco después, lo dejó, y quitándose el vestido y las enaguas se metió en la cama. Sophronia le dio una medicina y Miss Dolly le leyó El secreto de la vida cristiana feliz, pero el dolor no disminuyó. Finalmente les pidió que salieran de la habitación para poder sufrir en paz.

Pero no la dejaron sola mucho tiempo. Cerca de la hora de la cena, la puerta se abrió y Cain entró vestido todavía con la ropa de trabajo.

– ¿Qué te ocurre? Miss Dolly me dijo que estabas enferma pero cuándo le pregunté que te pasaba, comenzó a balbucear y salió corriendo como un conejo de la habitación.

Kit estaba tumbada de lado, abrazándose las rodillas con el pecho.

– Vete.

– No hasta que no me digas que te pasa.

– No es nada -se quejó ella-. Estaré bien mañana. Y ahora vete.

– Maldita sea, me lo vas a decir. La casa está tan silenciosa como el salón de un velatorio, mi esposa encerrada en su dormitorio y nadie me dice nada.

– Es mi ciclo menstrual -murmuró Kit, demasiado enferma para sentirse cohibida-. Nunca me había dolido tanto.

Cain se giró y abandonó la habitación.

¡Bruto insensible!

Se agarró la tripa, y gimió.

Menos de media hora más tarde, se sorprendió al sentir que alguien se sentaba a su lado en la cama.

– Bébete esto. Hará que te sientas mejor -Cain la incorporó por los hombros y llevó la taza a sus labios.

Ella tragó y después jadeó.

– ¿Qué es esto?

– Té tibio con una fuerte dosis de ron. Te quitará el dolor.

Sabía asqueroso, pero era más fácil beberlo que montar un alboroto. Cuando suavemente la puso de nuevo en la cama, su cabeza empezó a flotar agradablemente. Ella era débilmente consciente del olor a jabón y comprendió que él se había bañado antes de volver junto a ella. El gesto la emocionó.

Él la tapó con la sábana. Bajo ella sólo llevaba una camisola interior de algodón de sus días en la Academia y unos delicados pololos. La ropa estaba mal emparejada, como era habitual.

– Cierra los ojos y deja que el ron haga su trabajo -susurró él.

En efecto, sintió los párpados de repente tan pesados que le costaba mantenerlos abiertos. Cuando comenzaron a cerrarse, él tocó la parte más estrecha de su espalda y comenzó a masajearla. Sus manos subían suavemente a lo largo de su espinazo, y bajaban otra vez. Apenas fue consciente cuándo él levantó su camisola y tocó directamente su piel. Mientras llegaba el sueño, sólo pensaba que su tacto parecía haber aliviado su horrible dolor.

A la mañana siguiente, encontró en su tocador un gran ramillete de margaritas silvestres en un jarrón de cristal.

17

El verano tocaba a su fin y un aire de tensa expectación colgaba sobre la casa y sus habitantes. La cosecha estaba a punto y el molino pronto estaría funcionando.

Sophronia estaba en pie de guerra esos días, cada vez más irritable y difícil de agradar. Sólo el hecho que Kit no compartía la cama de Cain le traía algo de comodidad. No es que quisiera a Cain para ella… afortunadamente había abandonado hacía tiempo esa idea. Pero sentía que mientras Kit permaneciera lejos de Cain, Sophronia no tendría que afrontar la horrible posibilidad que una mujer decente como Kit, o como ella, pudiera encontrar placer acostándose con un hombre. Porque si eso era posible, todas sus arraigadas ideas de lo que era importante y lo que no, quedarían sin sentido.

Sophronia sabía que se estaba quedando sin tiempo. James Spence estaba presionándola para que se decidiera a ser su amante, le daría dinero y protección en la casita de muñecas que había encontrado para ella en Charleston, lejos de las chismosas lenguas de Rutherford. Nunca había sido holgazana, pero ahora Sophronia se sorprendía pasando largos ratos junto a la ventana, mirando hacía la casa del capataz.

Magnus también esperaba. Sentía que Sophronia estaba pasando por una especie de crisis y se fortalecía así mismo para afrontarla. ¿Cuánto tiempo más, se preguntaba, sería capaz de esperar? ¿Y cómo iba a ser capaz de vivir, si ella se marchaba con James Spence en su fantástica calesa roja, con su mina de fosfato y su piel, tan blanca como el vientre de un pescado?

Los problemas de Cain eran diferentes, pero en el fondo, similares. Con la cosecha acabada y la maquinaria instalada, ya no había razón para trabajar tan intensamente. Pero necesitaba el entumecido agotamiento de esos largos días laborables, para impedir que su cuerpo protestara por la situación que le estaba haciendo soportar. Desde que era niño, nunca había estado tanto tiempo sin una mujer.

La mayoría de las noches volvía a la casa para la cena, y no podría asegurar si ella trataba deliberadamente de volverlo loco, o lo hacía de forma involuntaria. Cada noche aparecía en la mesa oliendo a jazmín, peinada de modo que reflejara su cambiante humor. A veces lo llevaba de forma traviesa, en lo alto de la cabeza con suaves mechones sueltos delineando su rostro, como plumas de seda negra. Otras, peinado en el severo estilo español, que a tan pocas mujeres favorecía, con raya en medio y con un moño en la nuca, pidiendo a gritos a sus dedos deshacerlo. De cualquier forma, debía luchar para despegar los ojos de ella. Qué ironía. Nunca había sido fiel a una mujer, y ahora lo estaba siendo con una con quién no podía acostarse, no hasta que pudiera colocarla en el lugar apropiado en su vida.

Kit era tan infeliz como Cain. Su cuerpo una vez despertado, no quería volver a dormirse. Eróticas y extrañas fantasías la molestaban. Encontró el libro de Walt Whitman Hojas de hierba, que Cain le había dado hacía mucho tiempo. En aquel momento los poemas la habían confundido. Ahora la dejaban desnuda. Nunca había leído una poesía así, con esos versos llenos de imágenes que dejaban su cuerpo ardiendo:

Pensamientos amorosos, zumo de amor, aroma de amor, amor complaciente, enredaderas amorosas, y trepadora savia.

Brazo y manos amorosos, labios de amor, fálica tuerca del amor, senos del amor, vientres estrujados y adheridos unos con otros por el amor…

Se moría porque la tocara. Se encontraba así misma subiendo por las tardes a su dormitorio con tiempo, para tomar húmedos baños y vestirse para la cena con sus vestidos más atractivos. Su ropa empezó a parecerle demasiado aburrida. Cortó una docena de diminutos botones de plata del corpiño de su vestido de seda en tono canela, de modo que el escote cayera abierto al centro de sus pechos. Después le puso una cadena de cuentas de cristal. Sustituyó el cinturón de un vestido de mañana amarillo pálido por una larga cenefa de tafetán rojo y azul. Llevaba zapatillas en rosa brillante con un vestido de color mandarina, y era incapaz de resistirse a ponerse unas cintas color lima en las mangas. Estaba vergonzosamente encantada. Sophronia decía que se comportaba como un pavo real extendiendo su cola para atraer a su compañero.

Pero Cain no parecía darse cuenta.


***

Verónica Gamble llegó de visita un lluvioso lunes por la tarde, casi tres meses después de la boda. Kit se había ofrecido para buscar en el polvoriento ático un conjunto de porcelana que nadie encontraba, y de nuevo su aspecto dejaba mucho que desear.

Aparte de intercambiar unas pocas palabras corteses cuando se encontraban en la iglesia o en la ciudad, Kit no había estado con Verónica desde aquella desastrosa cena. Le había enviado una atenta nota de agradecimiento por el hermoso libro, Madame Bovary, que había sido su regalo de bodas… un regalo de lo más inoportuno, había descubierto Kit, después de devorar cada palabra. Verónica la fascinaba, pero también se sentía amenazada por la fría belleza y la confianza en sí misma de la mujer más madura.

Mientras Lucy servía dos vasos de limonada en vasos helados y un plato de sándwiches de pepino, Kit comparó lúgubremente el traje de buen corte color galleta de Veronica con su propio vestido de algodón, sucio y arrugado. ¿No era lógico que su marido mostrara un evidente placer en compañía de Verónica? No por primera vez, Kit se encontró preguntándose si todas sus reuniones se desarrollaban en público. La idea de que pudieran estar viéndose en privado, le dolía.

– ¿Y cómo encuentras la vida de casada? -preguntó Verónica, después de intercambiar bromas y de que Kit se hubiera comido cuatro sándwiches de pepino, por uno de la otra mujer.

– ¿Comparado con qué?

La risa de Verónica tintineó a través de la sala como campanillas de cristal.

– Eres sin duda la mujer más refrescante de este condado, decididamente tedioso.

– ¿Si es tan tedioso, por qué continua aquí?

Verónica se toqueteó el camafeo de la garganta.

– Vine aquí para curar mi espíritu. Supongo que suena algo melodramático para alguien tan joven como tú, pero quería mucho a mi marido, y su muerte no ha sido fácil de aceptar. Sin embargo, estoy encontrando que el aburrimiento es un enemigo tan poderoso como el dolor. Cuando se está acostumbrada a la compañía de un hombre fascinante, no es fácil estar sola.

Kit no estaba segura cómo responder, especialmente porque veía algo calculado detrás de sus palabras, una impresión que Verónica rápidamente constató.

– ¡Pero basta! Seguro que no te interesa pasar la tarde escuchando las sensibleras reflexiones de una viuda solitaria, sobre todo cuándo tu vida es tan joven y novedosa.

– Estoy adaptándome, como cualquier otra recién casada, -respondió Kit con cuidado.

– Qué respuesta tan convencional y correcta. Me decepcionas. Hubiera esperado que me dijeras con tu habitual sinceridad, que me metiera en mis asuntos, aunque seguramente me lo dirás antes de marcharme. Porque he venido con el único propósito de entrometerme en las intimidades de este matrimonio tuyo tan interesante.

– Realmente, señora Gamble -dijo Kit débilmente-. No puedo imaginarme porque querría usted hacer eso.

– Porque los misterios humanos hacen la vida más divertida. Y ahora, me encuentro con uno delante de mis narices -Verónica se dio un toquecito en la mejilla con una uña ovalada-. ¿Por qué, me pregunto, la pareja más atractiva de Carolina del Sur, parece estar en conflicto?

– Señora Gamble, yo…

– ¿Por qué raramente se miran a los ojos en público? ¿Por qué nunca se tocan de esa forma casual, como lo hacen los amantes?

– Realmente, no creo…

– Desde luego, esa es la pregunta más interesante, pues hace que me pregunte sin realmente ellos son amantes.

Kit trató de decir algo, pero Verónica, la paró en el acto con un perezoso movimiento con la mano.

– Ahórrate cualquier dramatismo hasta que hayas oído atentamente todo lo que tengo que decirte. Quizás descubras que estoy haciéndote un favor.

Kit libraba una pequeña y silenciosa batalla en su interior, la prudencia de una parte, la curiosidad de otra.

– Continúe -dijo ella, tan descaradamente como pudo.

Verónica continuó

– Hay algo que no está del todo bien en esta pareja. El marido tiene un aspecto hambriento, que un hombre satisfecho no debería tener. ¡Mientras la esposa!… ¡Ah, la esposa! Es incluso más interesante que el marido. Lo mira cuando él no se da cuenta, absorbiendo su cuerpo de la manera más escandalosa, acariciándole con la mirada. Es lo más desconcertante. El hombre es viril, la esposa sensual y sin embargo, juraría que no se acuestan juntos.

Una vez dicho esto, Verónica esperó satisfecha la respuesta. Kit sintió como si la hubiera dejado desnuda. Era humillante. Pero…

– Usted ha venido aquí con un propósito, señora Gamble. Me gustaría saber cuál es.

Verónica parecía asombrada.

– ¿Pero, no es evidente? No puedes ser tan ingenua para no saber que estoy interesada en tu marido -inclinó la cabeza-. Estoy aquí para darte un ultimátum. Si no vas a hacer uso de él, por supuesto lo haré yo.

Kit se encontró casi tranquila.

– ¿Ha venido aquí para prevenirme que planea acostarse con mi marido?

– Sólo si tú no lo quieres, querida -Verónica cogió su limonada y dio un delicado sorbo-. A pesar de lo que puedas pensar, te he tomado un tremendo cariño desde que te conocí. Me recuerdas mucho a mí a tu edad, aunque yo sabía esconder mejor mis sentimientos. De todas formas, ese cariño puede llegar hasta aquí, y al final será mejor para tu matrimonio que yo comparta la cama de tu marido, en lugar de alguna pícara intrigante que tratará de interponerse permanentemente entre los dos.

Hasta ese momento, ella había estado hablando en tono ligero, pero ahora sus ojos verdes la miraban de forma inflexible, como pequeñas esmeraldas pulidas.

– Créeme cuando te digo esto, querida. Por alguna razón que no alcanzo a entender, has abandonado a tu marido maduro para la recolección, y es sólo cuestión de tiempo antes que alguna decida recogerlo. Y esa, planeo ser yo.

Kit sabía que tendría que levantarse y salir indignada del salón, pero había algo en la franqueza de Verónica Gamble que activaba la parte suya que no tenía paciencia con los disimulos. Esta mujer conocía las respuestas a los secretos que Kit sólo podía vislumbrar.

Logró mantener el rostro inexpresivo.

– Por seguir con la conversación, suponga que lo que ha dicho es cierto. Suponga… que yo no tengo… no tengo interés en mi marido. O suponga, otra vez por seguir con la conversación, que es mi marido quién no tiene ningún interés en mí… -sus mejillas enrojecieron, pero estaba determinada a seguir-. ¿Cómo me sugiere que yo consiga… consiga interesarlo?

– Seduciéndolo, desde luego.

Hubo un silencio largo y doloroso.

– ¿Y cómo -preguntó Kit fríamente -podría hacer eso?

Verónica lo pensó durante un instante.

– Una mujer seduce a un hombre siguiendo sus instintos, sin pensar en ningún momento si lo que hace está bien o mal. Un vestido seductor, ademanes seductores, una buena voluntad para atormentarle con promesas por venir. Eres una mujer inteligente, Kit. Estoy segura que si te lo propones, encontrarás la manera. Sólo recuerda esto. El orgullo no tiene sitio en el dormitorio. Es un lugar sólo para dar, no para pelear. ¿Me comprendes?

Kit asintió rígidamente.

Al haber logrado el propósito de su visita, Verónica recogió sus guantes y su bolsito, y se puso de pie.

– Te lo advierto, querida. Ya puedes aplicarte rápido con tus lecciones, pues no te daré mucho más tiempo. Ya has tenido suficiente.

Y salió de la habitación.

Un momento más tarde, cuando estaba ya dentro de su landó, Verónica sonrió para sí misma. Cómo hubiera disfrutado Francis esta tarde. No muy a menudo la vida te da la oportunidad para hacer de Hada Madrina, y tenía que admitir que lo había hecho de forma impecable.

Mientras se recostaba en el asiento forrado de cuero, levantó ligeramente una ceja. Ahora debía decidir si cumplía o no su amenaza.


***

Kit finalmente tuvo la excusa para hacer lo que llevaba mucho tiempo queriendo hacer. La cena fue una tortura, peor por el hecho que Cain parecía estar determinado a prolongarla. Habló del molino y le preguntó su opinión sobre lo que el mercado del algodón podía depararlos este año. Como siempre cuando hablaban de ese tema, él la escuchaba atentamente.

Hombre horrible. Era tan condenadamente apuesto que tenía problemas para apartar los ojos de él, ¿y por qué tenía que mostrarse tan encantador con Miss Dolly?

Escapó a su habitación tan pronto como le fue posible. Durante unos minutos caminó inquieta de un lado para otro. Finalmente se desnudó, se puso un camisón de algodón descolorido y se sentó al tocador para quitarse el peinado delante del espejo. Estaba cepillándoselo en una suave nube de medianoche, cuando escuchó a Cain subir a su habitación.

Su reflejo le mostraba un rostro pálido, poco natural. Se pellizcó las mejillas, se quitó los pendientes de labradorita y los sustituyó por otros de perlas. Después, se aplicó un ligero toque de jazmín en el hueco de su garganta.

Cuando estuvo satisfecha, se quitó el descolorido camisón y se puso otro de seda negra, regalo de bodas de Elsbeth. Se deslizó como aceite por su cuerpo desnudo. El camisón era elegantemente sencillo, con manga corta abombada, y el corpiño cruzado quedaba tan bajo, que apenas cubría los pezones de sus senos. La falda se adhería a su cuerpo en largos y suaves pliegues, que perfilaban a la perfección la curva de sus caderas y de sus piernas cuando se movía. Sobre el camisón, se puso la bata, hecha enteramente de seda negra transparente. Con dedos temblorosos, se abrochó el único pequeño botón a la altura de la garganta.

A través de la seda, su piel brillaba como la luz de la luna en invierno, y cuando andaba, la bata se abría, algo que estaba segura, Elsbeth no había tenido en cuenta cuando le compró el regalo. El camisón más corto, se pegaba a su cuerpo como una segunda piel, perfilando sus senos, adhiriéndose al delicado agujero de su ombligo, y de forma más seductora, al pequeño montículo más abajo.

Salió de su habitación, con los pies desnudos andando silenciosamente a través de la sala que comunicaba sus habitaciones. Cuando llegó a la puerta de su dormitorio, casi perdió el valor. Antes que sucediera del todo, golpeó con los nudillos en la puerta.

– Adelante.

Él estaba en mangas de camisa, sentado en la silla junto a la ventana, mirando un montoncito de papeles. Alzó la vista y cuando observó como iba vestida, sus ojos se oscurecieron a un gris profundo, ahumado. Ella caminó despacio hacía él, con la cabeza alta y los hombros erguidos, y el corazón martilleándole en el pecho.

– ¿Qué quieres?

No había ni rastro del hombre encantador de la cena. Parecía cansado, receloso y hostil. Otra vez se preguntó por qué habría perdido interés en ella. ¿Porque ya no le atraía? Si eso era así, estaba a punto de sufrir una terrible humillación.

Podría haber inventado una excusa… un corte en un dedo que necesitaba que le mirara, pedirle un libro prestado… pero él seguramente conocería ya esas tretas. Levantó la barbilla y le miró a los ojos.

– Quiero hacer el amor contigo.

Ella miró inquietamente como su boca se curvaba en una pequeña y burlona mueca.

– Mi bella esposa. Tan directa -sus ojos miraron su cuerpo, tan claramente definido contra la seda -. Deja que yo sea igual de franco. ¿Por qué?

Esta no era la forma en que ella lo había imaginado. Ella había esperado que le abriera los brazos y la tomara en ellos.

– Estamos… estamos casados. No es justo que durmamos separados.

– Ya veo -señaló con la cabeza la cama-. Es sólo un convencionalismo social, ¿no es eso?

– No exactamente.

– ¿Entonces qué?

Un ligero brillo de transpiración se reunió en mitad de sus omoplatos.

– Yo sólo quiero…- demasiado tarde comprendió que no podía hacerlo-. Olvídalo.

Se giró hacia la puerta.

– Olvida lo que acabo de decir. Era una idea estúpida -alargó la mano para coger el pomo, sólo para sentir la mano de él sobre la suya.

– ¿Tan fácilmente abandonas?

Ella deseó no haber comenzado nunca esto y ni siquiera podría culpar de su comportamiento a Verónica Gamble. Quería probarlo, tocarlo, experimentar el misterio del acto del amor otra vez. Verónica le había dado solamente la excusa.

Comprendió que él se había alejado de ella, y se giró para verlo apoyarse en la repisa de la chimenea.

– Vamos -dijo él-. Espero que comiences.

– ¿Comience qué?

– Un hombre no puede funcionar cuando se lo ordenan. Lo siento, pero deberás despertar mi interés.

Si ella hubiera bajado la mirada, habría comprobado que ya había despertado su interés, pero estaba demasiado ocupada tratando de reprimir el extraño revoltijo de sensaciones que sentía en su interior.

– No sé como hacerlo.

Él apoyó los hombros contra la repisa y cruzó los tobillos de forma perezosa.

– Experimenta. Soy todo tuyo.

Ella no podía soportar su burla. Con un nudo en la garganta, se movió de la puerta.

– He cambiado de idea.

– Cobarde -dijo él suavemente.

Se dio la vuelta a tiempo de ver la burla desaparecer de su expresión y algo distinto tomar su lugar, una mezcla de seducción y desafío.

– Te desafío, Kit Weston.

Un martilleo salvaje reverberó profundamente dentro de ella. Sigue tus instintos, le había aconsejado Verónica. ¿Pero cómo sabría qué hacer?

Él levantó una ceja en silencioso reconocimiento de su dilema y la invadió una sensación de coraje que desafiaba toda lógica. Despacio, ella levantó los dedos al único botón que mantenía la bata unida. La prenda se deslizó al suelo en una cascada de seda negra.

Sus ojos absorbieron su cuerpo.

– Nunca has podido rechazar un desafío, ¿verdad? -dijo él roncamente.

Su boca se curvó en una sonrisa. Caminó hacía él despacio, sintiendo una repentina oleada de autoconfianza. Mientras se movía, dejaba balancear sus caderas de manera que la delgada falda del camisón se volviera más reveladora. Se paró delante de él y miró con detenimiento dentro de las humeantes profundidades de sus ojos. Sin bajar la mirada, levantó las manos y le tocó ligeramente los hombros.

Ella sintió su tensión debajo de los dedos, y le dio una sensación de poder que nunca hubiera imaginado tener en su presencia. Se puso de puntillas y presionó sus labios contra el pulso que latía en la base de su garganta.

Él gimió suavemente y enterró la cara en su pelo, pero mantenía los brazos caídos. El entusiasmo ante su desacostumbrada pasividad la hizo estremecerse. Ella separó sus labios y tocó ese lugar con la punta de la lengua, hasta que sintió su pulso latir más y más rápido.

Ávida de tener más de él, le desabrochó los botones de la camisa. Una vez abierta, empujó la tela a los lados, extendiendo sus dedos sobre el vello de su pecho y besando un plano y duro pezón, que había quedado expuesto.

Con un sonido estrangulado él la cogió en sus brazos y apretó su cuerpo contra él. Pero ahora era su juego, y ella lo haría jugar según sus reglas. Con una suave risa, de zorra malvada, se alejó dulcemente de su lado y caminó hacía atrás a través de la habitación.

Levantando los ojos hacía él, se humedeció los labios con la punta de la lengua. Entonces, deslizó las palmas de sus manos sobre sus costillas, su cintura y la curva de sus caderas en una acción provocativamente deliberada.

Las ventanas de su nariz llamearon. Ella escuchó su aliento acelerado. Despacio, siguió deslizando sus manos arriba y abajo por la parte delantera de su cuerpo. Los muslos… las costillas… Una mujer seduce a un hombre siguiendo sus instintos, sin pensar en ningún momento si lo que hace está bien o mal. Se ahuecó los pechos con las manos.

Una sorda exclamación salió de los labios de Cain. La palabra era impronunciable, pero él la dijo de una manera tan halagadora que la hizo parecer un cumplido.

Confiada ahora de su poder, se desplazó para que la cama quedara entre ellos. Se levantó el camisón y subió al colchón. Con un movimiento de cabeza, su pelo cayó hacia adelante sobre su hombro. Ella sonrió, con una sonrisa que había sido transmitida por Eva y dejó que su manga cayera hacia abajo sobre su brazo. Debajo del velo de su pelo, se encontraba expuesto un pecho desnudo.

A Cain le llevó todo su autocontrol no precipitarse a la cama y devorarla como ella quería ser devorada.

Se había jurado así mismo que esto no ocurriría, pero ahora era incapaz de contenerse. Ella era suya.

Pero ella no había terminado aún. De rodillas en la cama, la falda de su camisón se arrugaba en sus rodillas, y jugó con su pelo, de modo que los sedosos mechones negros como el azabache parecían acercarse y alejarse sobre su seno, como un erótico juego del escondite.

El último hilo que sujetaba su autocontrol se rompió. Debía tocarla o se moriría. Llegó al borde de la cama, extendió su mano llena de cicatrices, y empujó la oscura cortina de pelo detrás de su hombro. Contempló fijamente el seno perfectamente formado, con su rígido pezón.

– Aprendes rápido -dijo con la voz espesa.

Intentó tocárselo, pero otra vez ella lo eludió. Se deslizó atrás contra las almohadas, descansando sobre un codo, con la falda de seda negra de su camisón suelta a través de sus muslos.

– Llevas demasiada ropa -susurró ella.

Su labio inferior tembló. Con movimientos hábiles, desabrochó las mangas de su camisa y se quitó la ropa. Ella le miró desnudarse. Su corazón aporreando con un ritmo salvaje, salvaje.

Finalmente, estuvo ante ella, ferozmente desnudo.

– Ahora, ¿quién lleva demasiada ropa? -murmuró él.

Él se arrodilló en la cama y colocó su mano sobre su rodilla, bajo el dobladillo de su camisón. Pero ella sentía que el camisón lo excitaba, y no se sorprendió cuando no se lo quitó. En cambio, deslizó la mano bajo el suave tejido y la movió a lo largo de la piel interior del muslo, hasta que encontró lo que andaba buscando. La tocó ligeramente una vez, y después otra, y otra, adentrándose más.

Ahora fue ella la que gimió. Cuando arqueó la espalda, la seda negra se movió, dejando libre el otro seno. Él bajó la cabeza para reclamar con la boca uno de ellos, y después el otro. La doble caricia en sus senos y bajo su camisón, fueron más de lo que pudo soportar. Con un gemido que llegaba desde las profundidades de su alma, se deshizo bajo sus caricias.

Podrían haber pasado segundos u horas antes de que volviera en sí, él estaba tumbado a su lado, mirando atentamente su rostro. Cuando ella abrió los ojos, él acercó la cara y besó sus labios.

– Fuego y miel -susurró él.

Ella lo miró de manera inquisidora, pero él sólo rió y la besó otra vez. Ella devolvía su pasión con las manos llenas.

Su boca viajó a sus senos. Finalmente él levantó el camisón por encima de su cintura y siguió adelante hacía su estómago.

Ella percibió lo que iba a ocurrir antes de sentir la caricia de sus labios en la suave piel del interior de su muslo. Al principio, pensó que debía estar equivocada. La idea era demasiado espantosa. Seguramente se había confundido. No podía ser… Él no podía…

Pero lo hizo. Y ella pensó que moriría del placer que le daba.

Cuándo acabó, se sintió como si no pudiera volver a ser la misma otra vez. Él la abrazó, y acarició su pelo, envolviéndose perezosamente los rizos alrededor de su dedo, dándola tiempo para recuperarse. Finalmente, cuando ya no pudo esperar más, se apretó contra ella.

Ella colocó las palmas de sus manos en su pecho y lo apartó.

Ahora la pregunta estaba en sus ojos cuando él se recostó contra las almohadas, y ella se puso de rodillas a su lado. Él la miró poner los brazos en cruz modestamente, coger el dobladillo del camisón y sacárselo por encima de la cabeza.

Él miró su belleza desnuda sólo un segundo antes que ella se pusiera sobre él. La cortina de su pelo cayó entre ellos cuando tomó su cabeza entre sus pequeñas y fuertes manos.

Exploró su boca enérgicamente. Era audazmente femenina utilizando su lengua tomando y saqueando, para coger placer y devolverlo en abundancia. Entonces acarició el resto, besando cicatrices y músculos; su dura masculinidad, hasta crear entre ellos una sensación única. Estaban juntos, se elevaban juntos… y después se disolvían juntos.

A lo largo de la noche, se despertaron varias veces para hacer el amor, dormitando después con sus cuerpos todavía unidos. A veces hablaban, del placer de sus cuerpos, pero nunca ni una sola vez, mencionaban los asuntos que los separaban, incluso en la intimidad, establecían límites que no se podían cruzar.

Puedes tocarme aquí… puedes tocarme allá… Oh, sí, oh, sí y allí… Pero no esperes más. No esperes que la luz del día traiga un cambio en mí. No habrá ningún cambio. Sólo podrías hacerme daño… Tómame… Destrúyeme… te daré mi cuerpo, pero no me atreveré, a entregar más, a pedir más.

Por la mañana, Cain gruñó cuando ella arrugó el periódico que quería leer. Y Kit le increpó por poner una silla en su camino.

Las barreras de día estaban alzadas.

18

Sophronia se decidió antes de Navidad. James Spence la citó junto al camino que llevaba a Rutherford y le mostró la escritura a su nombre de una casa en Charleston.

– Es una casita de estuco pintada en color rosado, señorita Sophronia, con una higuera en la parte frontal y una reja cubierta de wisterias detrás.

Ella cogió la escritura, la estudió con cuidado y le dijo que iría con él.

Mientras contemplaba fijamente por la ventana de la cocina los campos inactivos de Risen Glory ese triste y húmedo día de invierno, se recordó que ya tenía veinticuatro años. No tendría una oportunidad así, quizás ya nunca. James Spence podría darle todo lo que siempre había querido. Él la trataba correctamente, y era apuesto para ser blanco. La cuidaría bien, y a cambio, ella se encargaría de él. No sería tan diferente a lo que hacía ahora… excepto que tendría que acostarse con él.

Sintió un escalofrío, y se preguntó que diferencia había. Ya no era una virgen. La casa de Charleston sería suya, era lo que importaba, y finalmente, estaría segura. Además era hora de dejar Risen Glory. Entre Magnus, Kit, y el Major, la volverían loca si tenía que permanecer mucho tiempo más allí.

Magnus la miraba con esos suaves ojos castaños. Odiaba la compasión que veía en ellos, pero a veces se encontraba soñando despierta con aquella tarde de domingo, cuando la besó en el huerto. Quería olvidar ese beso, pero no podía. No había tratado de tocarla otra vez, ni siquiera la noche que Kit y el Major se casaron y ella había dormido en su casa. ¿Por qué no desaparecía y la dejaba en paz?

Deseaba que desaparecieran todos, incluso Kit. Desde que había vuelto a la cama del Major, había algo frenético en ella. Se precipitaba de una cosa a otra, sin tiempo para pensar. Por la mañana cuando Sophronia iba al gallinero a recoger los huevos, la veía en la distancia, montando a Tentación como si la vida le fuera en ello, saltando sobre obstáculos demasiados altos, empujando al caballo al límite. Incluso montaba con frío o lluvia. Era como si temiera que la tierra desapareciera durante la noche, mientras el Major y ella estaban en el gran dormitorio, arriba.

Durante el día, el aire entre ellos centelleaba con tensión. Sophronia no había oído a Kit hablar una sola palabra con él en semanas, y cuándo el Major se dirigía a ella, lo hacía con una voz fría como el hielo. De cualquier modo, él al menos parecía intentarlo. Él había propuesto hacer un camino hacía el molino por la zona este, dónde sólo había hierbajos, todo el mundo menos Kit podía ver que era una zona estéril y el camino ahorraría varios kilómetros en llegar al molino.

Esa mañana, Sophronia había temido que se liaran a golpes. Durante semanas el Major le había pedido a Kit que dejara de montar a Tentación de esa manera tan temeraria. Finalmente él se había enfadado, y le había prohibido montar a Tentación de cualquier manera. Kit se había marchado llamándolo de todo y amenazándolo con cosas que ninguna mujer debería saber, menos aún decir. Él se había quedado quieto como una estatua, sin decir una palabra, simplemente mirándola con esa expresión helada que enviaba escalofríos a la columna vertebral de Sophronia

Pero no importaba cómo de mal fueran las cosas entre ellos durante el día, cuando llegaba la noche, la puerta de ese gran dormitorio se cerraba y no se volvía a abrir hasta la mañana siguiente.

Por la ventana, Sophronia vio a Kit vestida con esos vergonzosos pantalones volver de una caminata. Los músculos del estómago se le tensaron con temor. No podía posponerlo más. Tenía la maleta preparada y el señor Spence estaría esperándola en el cruce del camino en menos de una hora.

No le había contado a nadie sus planes, aunque creía que Magnus sospechaba algo. La había mirado de forma extraña mientras desayunaba en la cocina esa mañana. A veces tenía la sensación que podía leerle la mente.

Se alegraba que él se hubiese marchado a Rutherford para que no estuviera allí cuando se marchara. Aunque una parte de ella quería volver a ver ese rostro hermoso y amable por última vez.

Dejó el delantal en el gancho junto al fregadero, donde había colgado sus delantales desde niña. Después paseó por la casa, despidiéndose de ella.

Una ráfaga de aire frío acompañó a Kit cuando entraba por la puerta.

– Este viento te hiela los huesos. Voy a hacer sopa de pescado para cenar esta noche.

Sophronia olvidó que eso ya no sería su responsabilidad.

– Son casi las cinco -la reprendió-. Si querías sopa de pescado, deberías habérmelo dicho antes. Patsy ya ha hecho un buen pisto de calabacines.

Kit se quitó la chaqueta de lana, y la dejó con irritación en el perchero junto a la puerta.

– Seguro que no le importará que añada sopa de pescado al menú – comenzó a subir a buen paso las escaleras.

– La gente de esta casa agradecería que sonrieras de vez en cuando.

Kit hizo una pausa y miró a Sophronia.

– ¿Qué se supone que quieres decir?

– Quiero decir que llevas malhumorada meses, y parece que se está contagiando. Incluso has conseguido que discuta con Patsy.

No era la primera vez que Sophronia reprendía a Kit por su comportamiento, pero hoy Kit no podía reunir energía para contrarrestarla. Últimamente se sentía nerviosa y decaída, no exactamente enferma, pero tampoco del todo bien. Suspiró con cansancio.

– Si Patsy no quiere sopa de pescado en el menú esta noche, yo la haré mañana.

– Deberás decírselo tú misma.

– ¿Y eso, por qué?

– Porque yo no estaré aquí.

– ¿Oh? ¿Y dónde vas?

Sophronia dudó. Kit había preguntado con inocencia.

– Vamos al salón unos momentos para que podamos hablar.

Kit la miró con curiosidad, y la siguió hacía el salón. Una vez dentro, se sentó en el sofá.

– ¿Algo va mal?

Sophronia permaneció de pie.

– Yo… yo me voy a Charleston.

– Podías haberlo dicho antes. Necesito comprar unas cosas. Te podría haber acompañado.

– No, no es un viaje para hacer compras -Sophronia colocó las manos delante de su falda de lana marrón -. Yo… me marcho para siempre. No volveré más a Risen Glory.

Kit la miró de forma perpleja.

– ¿No volverás? Claro que volverás. Vives aquí.

– James Spence me ha comprado una casa.

Kit arrugó la frente.

– ¿Por qué haría él eso? ¿Vas a ser su ama de llaves? ¿Sophronia cómo puedes pensar en abandonarnos así?

Sophronia negó con la cabeza.

– No voy a ser su ama de llaves, voy a ser su amante.

Kit agarró el brazo del sofá.

– No te creo. Tú nunca harías algo tan horrible.

La barbilla de Sophronia subió rápidamente.

– ¡No te atrevas a juzgarme!

– ¡Pero es que está mal! Lo que estás diciendo es sencillamente horrible. ¿Cómo podrías considerar siquiera algo así?

– Haré lo que tenga que hacer-dijo tercamente Sophronia.

– ¡No debes hacerlo!

– Para tí es fácil decirlo. ¿Pero has pensado alguna vez que me gustaría tener las cosas que tú tienes… una casa, bonitos vestidos, poder despertarme por la mañana sabiendo que nadie puede hacerme daño?

– Pero aquí nadie puede hacerte daño. Hace más de tres años que terminó la guerra, y desde entonces nadie te ha molestado.

– Eso es porque todo el mundo suponía que estaba compartiendo la cama de tu marido -al ver la mirada afilada de Kit, añadió- no lo hice. Pero sólo Magnus lo sabe. -Las líneas esculpidas de su rostro se volvieron amargas-. Ahora que estás casada, todo es diferente. Es sólo cuestión de tiempo que alguien decida que estoy libre para perseguirme. Es la manera como una mujer negra vive si no tiene un hombre blanco protegiéndola. No puedo seguir viviendo así.

– Pero, ¿y Magnus? -discutió Kit -. Es un buen hombre. Cualquiera con ojos puede ver que te ama. Y no importa cuanto trates de negarlo, sé que tú también sientes algo por él. ¿Cómo puedes hacerle esto?

La boca de Sophronia se tensó en una fina línea.

– Tengo que pensar sólo en mí.

Kit se levantó de un salto del sofá.

– No veo dónde está lo maravilloso de tener a un hombre blanco cuidándote. Cuando eras esclava, mi padre te cuidaba y mira lo que te ocurrió. Quizá el señor Spence tampoco pueda protegerte, como le pasó a mi padre. A lo mejor mira para otro lado, como él hizo. ¿Has pensado en eso, Sophronia? ¿Lo has hecho?

– ¡Tu padre no trató de protegerme! -gritó Sophronia-. No lo hizo, ¿entiendes? No sólo no lo hizo, sino que me entregaba por la noche a sus amigos.

Kit sintió un dolor punzante en las paredes del estómago.

Ahora que la verdad estaba dicha, Sophronia no pudo detenerse.

– A veces dejaba que me jugaran a los dados. Otras veces, una carrera de caballos. Yo era el premio por el que competían.

Kit corrió hacía Sophronia y la cogió en sus brazos.

– Lo siento. Oh, lo siento tanto, tanto.

Sophronia se volvió rígida bajo sus manos. Kit la acarició, contuvo sus lágrimas, murmuró disculpas por algo que no tenía culpa, y trató de encontrar el valor para convencer a Sophronia de que no abandonara la única casa en la que había vivido siempre.

– No dejes que lo que ocurrió arruine el resto de tu vida. Fue horrible, pero ocurrió hace ya mucho tiempo. Eres joven. Muchas esclavas…

– ¡No me hables de esclavas! -Sophronia se separó de ella con una expresión feroz-. ¡Haz el favor de no hablarme de esclavas! ¡Tú no sabes nada de eso! – hizo una inspiración profunda-. ¡Él también era mi padre!

Kit se quedó helada. Lentamente, movió de un lado a otro la cabeza.

– No, no es verdad. Estás mintiéndome. Incluso él, no entregaría así a su propia hija. ¡Maldita seas! ¡Maldita seas por mentirme!

Sophronia no se acobardó.

– Soy su hija, igual que tú. Se acostó con mi madre cuando no era más que una muchacha. Estuvo con ella hasta que se enteró que estaba embarazada. Entonces la tiró a los barracones de los esclavos, como si fuera basura. Al principio cuándo sus amigos venían tras de mí, yo pensaba que tal vez había olvidado que era su hija. Pero no lo había olvidado. Simplemente no le importaba. La sangre no tenía ningún significado para él, porque yo no era humana. Era sólo una esclava más de su propiedad.

El rostro de Kit estaba ceniciento. No podía moverse. No podía hablar.

Ahora que ya había contado su secreto, Sophronia finalmente se calmó.

– Me alegro que mi madre muriera antes que eso comenzara. Era una mujer fuerte pero ver lo que estaba ocurriéndome la habría destrozado. – Sophronia extendió la mano y tocó la mejilla inmóvil de Kit. -Somos hermanas, Kit -dijo suavemente. – ¿Nunca te diste cuenta? ¿Nunca sentiste ese lazo que nos une tan fuerte que no podíamos estar nunca separadas? Desde el principio, siempre fue así. Tu madre murió cuando naciste y se suponía que mi madre tenía que criarte, pero a ella no le gustaba tocarte, por lo que le había pasado. Así que yo me ocupé de tí. Una niña criando a otra niña. Recuerdo dormirte en mi regazo cuando yo apenas tenía cuatro o cinco años. Te ponía a mi lado en la cocina cuando trabajaba y jugaba contigo a las muñecas por la noche. Y entonces mi madre murió y te convertiste en lo único que tenía en la vida. Por eso nunca salí de Risen Glory, ni siquiera cuando te fuiste a Nueva York. Tenía que asegurarme que estabas bien. Pero cuando volviste, te habías trasformado en una persona diferente, eras parte de un mundo al que yo no nunca perteneceré. Estaba celosa, y también asustada. Tienes que perdonarme por lo que voy a hacer, Kit, pero tú tienes un lugar en el mundo, y ya es hora que yo trate de buscar el mío.

Dio un abrazo rápido a Kit y se marchó.

No mucho tiempo después, Cain encontró a Kit allí. Ella estaba todavía de pie en el centro del salón. Tenía los músculos rígidos y las manos apretadas en puños.

– ¿Dónde diablos está todo el… Kit? ¿Qué te pasa?

En un instante estaba a su lado. Ella se sintió como si la hubieran sacado de un trance. Se apoyó contra él, ahogándose con un sollozo. Él la cogió en sus brazos y la llevó al sofá.

– Dime que ha ocurrido.

Se sentía bien con sus brazos a su alrededor. Nunca la había abrazado así…protectoramente, sin rastro de pasión. Comenzó a llorar.

– Sophronia se marcha. Se va a Charleston a ser… a ser la amante de James Spence.

Cain juró suavemente.

– ¿Lo sabe Magnus?

Yo… yo creo que no -intentó tomar aliento-. También me ha dicho que… Sophronia es mi hermana.

– ¿Tu hermana?

– La hija de Garrett Weston, igual que yo.

Él acarició su barbilla con el pulgar.

– Has vivido en el Sur toda tu vida. La piel de Sophronia es clara.

– No lo entiendes -apretó la mandíbula, y trató de escupir las palabras a través de sus lágrimas-. Mi padre la entregaba a sus amigos durante la noche. Él sabía que era su hija, su propia carne y su propia sangre pero la entregaba igual… Oh, por amor de Dios…

Cain se puso pálido. La apretó más y dejó reposar su mejilla contra la coronilla de ella mientras lloraba. Gradualmente, ella le contó los detalles de la historia. Cuando terminó, Cain habló brutalmente.

– Espero que esté quemándose en el infierno.

Ahora que le había contado todo, Kit comprendió lo que debía hacer. Se soltó y se puso de pie de un salto.

– Tengo que detenerla. No puedo permitir que pase por esto.

– Sophronia es una mujer libre -le recordó él suavemente-. Si ella quiere irse con Spence, no hay nada que tú puedas hacer.

– ¡Es mi hermana! ¡La quiero, y no permitiré que haga esto!

Antes de que Cain pudiera pararla, salió del salón a toda prisa.

Cain suspiró mientras se levantaba del sofá. Kit estaba herida, y como él sabía muy bien, eso podría llevar al desastre.

Fuera, Kit se escondió entre los árboles cerca de la entrada de la casa. Le castañeteaban los dientes mientras se acurrucaba en las frías y húmedas sombras, esperando que Cain saliera. Pronto apareció, como ella sabía que haría. Le vio bajar los escalones y mirar hacía el camino. Al no verla, maldijo, y se giró hacía la cuadra.

Tan pronto como le perdió de vista, Kit corrió hacía la casa y fue hacía el armario de armas de la biblioteca. No esperaba demasiados problemas de James Spence, pero como no tenía la menor intención de dejar que Sophronia se fuera con él, necesitaba el arma para añadir peso a sus argumentos.


***

A varios kilómetros de allí, la calesa roja y negra de James Spence pasó al lado de la carreta que Magnus conducía. Spence iba como si le persiguiera el diablo, tiene prisa, pensó Magnus mientras le veía desaparecer por una curva. Desde allí no había mucho hasta el cruce del camino que llevaba a Risen Glory y al molino de algodón, Spence debía tener negocios con el molino.

Era una conclusión lógica, pero de algún modo no lo satisfizo. Hizo girar a los caballos, y se dirigió deprisa hacía Risen Glory, mientras repasaba lo que sabía de Spence.

Los cotilleos locales decían que había gestionado una cantera de grava en Illinois, había vendido su parte por trescientos dólares, y tras terminar la guerra se había marchado al Sur, con una maleta llena de dólares. Ahora poseía una próspera mina de fosfato y deseaba a Sophronia.

La calesa de Spence estaba parada al final del camino cuando Magnus llegó hasta allí. El hombre de negocios iba vestido con una levita y sombrero negro, con un bastón en su mano enguantada. Magnus apenas le miró un momento. Toda su atención estaba en Sophronia.

Ella estaba de pie al lado del camino, con su mantón de lana envolviendo sus hombros y una pequeña maleta a sus pies.

– ¡Sophronia! -paró la carreta y saltó.

Ella levantó la mirada hacía él, por un momento creyó ver una chispa de esperanza en sus ojos, pero después se nublaron y ella se apretó más fuerte el mantón.

– Márchate de aquí, Magnus Owen. Esto no tiene nada que ver contigo.

Spence se alejó un paso de la puerta de la calesa y miró a Magnus.

– ¿Pasa algo, chico?

Magnus metió un pulgar en su cinturón y le fulminó con la mirada.

– La señora ha cambiado de opinión.

Los ojos de Spence se redujeron bajo el ala de su sombrero.

– Si estás hablando conmigo, chico, sugiero que me llames señor.

Mientras Sophronia veía la confrontación, una sensación de temor se deslizaba por su espalda. Magnus se giró hacia ella, pero en lugar del hombre amable de voz suave que ella conocía, vio a un desconocido mirándola con dureza.

– Vuelve a la casa.

Spence avanzó otro paso.

– Bien, de acuerdo. No sé quién te crees que eres, pero…

– Vete, Magnus -Sophronia podía escuchar el temblor de su voz-. He tomado una decisión, y no puedes detenerme.

– Claro que puedo detenerte -dijo él en tono frío -. Y eso es precisamente lo que voy a hacer.

Spence caminó hacía Magnus, tomando con firmeza el bastón con empuñadura dorada en la mano.

– Creo que sería mejor para todos que te marcharas por dónde has venido. Sophronia, vamos.

Pero cuando intentó agarrarla, Magnus fue más rápido y la alejó de él.

– Ni se le ocurra tocarla -gruñó Magnus empujándola con firmeza detrás de él.

Entonces levantó los puños y fue al encuentro del otro hombre.

Hombre negro contra hombre blanco. Todas las pesadillas de Sophronia se hacían realidad. El miedo se enroscó en su interior.

– ¡No! -sujetó a Magnus por la camisa -. ¡No le pegues! Si pegas a un hombre blanco, estarás colgado de una soga al amanecer.

– Suéltame, Sophronia.

– Los blancos tienen todo el poder, Magnus. ¡Olvídate de esto ahora mismo!

Él la apartó a un lado, en claro gesto de protegerla. Spence aprovechó que le daba la espalda y cuando Magnus se giró, levantó el bastón y le golpeó en el pecho.

– Aléjate de las cosas que no te importan, chico -gruñó Spence.

En un movimiento rápido, Magnus agarró el bastón y lo partió en dos con la rodilla.

Sophronia gritó.

Magnus tiró el bastón al suelo y pegó un fuerte puñetazo en la mandíbula de Spence, que envió el propietario de la mina directamente a la tierra del camino.

Kit llegó justo en ese momento, saliendo de los árboles. Levantó su escopeta y apuntó al hombre en el suelo.

– Márchese de aquí, señor Spence. No le queremos.

Sophronia nunca había estado tan contenta de ver a alguien, pero el rostro de Magnus se puso tenso. Spence se levantó despacio, mirando a Kit de forma hostil. En ese momento se oyó una voz profunda.

– ¿Qué está ocurriendo aquí?

Cuatro pares de ojos giraron y vieron a Cain desmontando de Vándalo. Caminó hacia Kit con ese andar lento y seguro que era tan característico en él y extendió la mano.

– Dame la escopeta, Kit -habló con la misma calma como si le pidiera el pan en la mesa.

Darle el arma era exactamente lo qué Kit quería hacer. Como ya había descubierto una vez, no tenía agallas para dispararle a nadie. Cain se pondría de parte de Magnus y tranquilamente, se lo entregó.

Para su asombro, él no apuntó a Spence. Por el contrario, la cogió del brazo y la llevo sin ningún miramiento hacía su caballo.

– Acepte mis disculpas, señor Spence. Mi esposa tiene un temperamento algo exaltado -y metió la escopeta en la funda que colgaba de su silla.

Los ojos de Spence se volvieron sagaces. El molino de algodón había hecho a Cain un hombre importante en la comunidad, y ella pudo ver como trataba de buscar la forma de no enemistarse con él.

– No mencione eso, señor Cain -trató de limpiarse el barro de sus pantalones-. Supongo que ninguno de nosotros puede predecir el comportamiento de nuestras pequeñas esposas.

– Nunca han sido dichas palabras tan ciertas -respondió Cain, pasando por alto la mirada furiosa de Kit.

Spence recogió su sombrero negro y señaló a Magnus con la cabeza.

– ¿Valora usted a este chico suyo, Major?

– ¿Por qué lo pregunta?

Él dirigió a Cain una sonrisa de hombre a hombre.

– Si usted me dice que lo valora, supongo que no se sentiría feliz de verlo colgando de una soga. Y ya que ambos somos hombre de negocios, estaría más que dispuesto a olvidar lo que ha ocurrido aquí hoy.

El alivio hizo temblar las rodillas de Kit. Los ojos de Cain se dirigieron hacía Magnus.

Se quedaron mirándose durante tensos y largos segundos antes de que Cain apartara la vista y se encogiera de hombros.

– Qué Magnus arregle sus propios asuntos. No tiene nada que ver conmigo, de ninguna manera.

Kit dio un silbido de atrocidad cuando la subió a lomos de Vándalo, montó él, y espoleó al caballo para volver al camino.

Sophronia los vio marchar, con la bilis subiéndole por la garganta. Suponía que el Major era amigo de Magnus, pero parecía que no. Los blancos se unían siempre en contra de los negros. Así había sido siempre, y así seguiría.

La desesperación la abrumó. Alzó los ojos hacía Magnus para ver como se había tomado la traición de Cain, pero no parecía molestarle. Estaba de pie con las piernas ligeramente separadas, con una mano en la cadera, y una extraña luz brillando en sus ojos.

El amor que había rechazado admitir, explosionó libre dentro de ella, rompiendo todas las invisibles cadenas del pasado, arrastrándolas en una avalancha purificadora. ¿Cómo habría podido negar esos sentimientos tanto tiempo? Él era todo lo que un hombre tenía que ser… fuerte, bueno, amable. Era un hombre tierno y orgulloso. Pero ahora, por su culpa, lo había puesto en peligro.

Sólo había una cosa que pudiera hacer. Le dio la espalda a Magnus y se obligó a caminar hacía James Spence.

– Señor Spence, es culpa mía lo que ha sucedido hoy aquí -le fue imposible tocarle el brazo-. He estado flirteando con Magnus, haciendo que creyera que estaba interesada. Por favor, olvide todo esto. Iré con usted, pero prométame que no tomará represalias contra él. Es un buen hombre y todo esto es culpa mía.

Desde detrás le llegó la voz de Magnus, espesa y suave como un antiguo himno.

– Es inútil, Sophronia. No voy a dejar que te vayas con él -se puso junto a ella-. Señor Spence, Sophronia va a ser mi esposa. Si trata de acercarse a ella, lo mataré. Hoy, mañana, dentro de un año, es igual. Le mataré.

Los dedos de Sophronia se volvieron helados.

Spence se lamió los labios y miró nerviosamente por dónde Cain había desaparecido. Magnus era un hombre grande, más alto y musculoso, y Spence llevaba todas las de perder en una pelea física. Pero Spence no necesitaba ese tipo de lucha para ganar.

Con una sensación de temor, Sophronia miró las emociones que surcaban su cara. Ningún hombre negro saldría indemne si pegaba a un hombre blanco en Carolina del Sur. Si Spence no conseguía que el sheriff hiciera algo, iría al Ku Klux Klan, esos monstruos que llevaban atemorizando al estado desde hacía dos años. Cuando Spence se dirigió con toda confianza a su calesa y subió despreocupadamente al asiento, imágenes de azotamientos y linchamientos volvieron a su mente.

Él recogió las riendas y se dirigió a Magnus.

– Has cometido un grave error, chico -entonces miró a Sophronia con una hostilidad que no trató de esconder-. Volveré mañana a por tí.

– Sólo un minuto, señor Spence -Magnus se agachó para recoger las mitades rotas del bastón. Caminó hacía la calesa con una seguridad que no tenía derecho a sentir-. Me considero un hombre justo, de modo que creo necesario advertirle del tipo de riesgo que cometería si decidiera venir a por mí. O si decidiera enviar a sus conocidos con sábanas aquí. Pero eso no sería una buena idea, señor Spence. De hecho, sería muy mala idea.

– ¿Qué se supone que quieres decir? -se mofó Spence.

– Quiero decir que tengo una especie de talento, del que me gustaría hablarle, señor Spence. Y tengo tres o cuatro amigos con el mismo talento. Son hombre negros, como yo, y quizás piense que al ser negros no merece la pena tomarnos en cuenta, señor Spence. Pero estaría cometiendo un grave error.

– ¿De qué estás hablando?

– Estoy hablando de la dinamita, señor Spence. Material repugnante pero realmente útil. Aprendí a utilizarlo cuando tuvimos que volar algunas rocas para construir el molino. La mayoría de la gente no sabe demasiado sobre dinamita, puesto que es tan reciente, pero usted me parece alguien con ideas renovadoras, y supongo que la conoce. Sabría, por ejemplo, cuanto daño puede causar una pequeña carga de dinamita si alguien la pone en el lugar equivocado de una mina de fosfato.

Spence miró a Magnus con incredulidad.

– ¿Estás amenazándome?

– Supongo que podría decirse que estoy tratando de hacer una puntualización, señor Spence. Tengo buenos amigos. Realmente buenos. Y si me ocurriera algo, cualquier cosa, no estarían muy contentos. Serían tan infelices que podrían hacer estallar una carga de dinamita en el lugar incorrecto. ¿Y nosotros no queremos que eso suceda, verdad señor Spence?

– ¡Maldito seas!

Magnus puso un pie en el escalón de la calesa y se dio unos golpecitos con los trozos rotos del bastón en sus rodillas.

– Todo hombre merece su felicidad, señor Spence y la mía es Sophronia. Planeo vivir una buena vida, muy larga para poder disfrutarla, y estoy dispuesto a hacer lo necesario para conseguirlo. Cuando coincidamos en la ciudad, me tocaré el sombrero y le diré atentamente, ¿Cómo está, señor Spence? Y mientras escuche ese ¿Cómo está, señor Spence?, sabrá que soy un hombre feliz que le desea a usted y a su mina de fosfato lo mejor -sin dejar de mirarle a los ojos, le tiró las mitades rotas del bastón.

Rígido de ira, Spence las recogió y agarró las riendas.

Sophronia apenas podía creerlo. Lo que había visto iba en contra de todas sus creencias, pero había ocurrido. Había visto a Magnus enfrentarse a un hombre blanco, y ganar. Había luchado por ella. La había protegido… incluso de ella misma.

Se lanzó a través de la fría y húmeda hierba corta que los separaba y se lanzó a sus brazos, repitiendo su nombre una y otra vez, igualando el ritmo con los latidos de su corazón.

– Me pones a prueba continuamente, mujer-dijo suavemente, apoyando las manos en sus hombros.

Ella levantó la mirada y vio firmeza y sinceridad, unos ojos que prometían tanto bondad como fortaleza. Él levantó una mano y pasó su índice sobre sus labios, como si fuera un ciego marcando un territorio que estaba a punto de reclamar. Entonces bajó la cabeza y la besó.

Ella aceptó sus labios tímidamente como si fuera una jovencita. Él hacía que se sintiera de nuevo pura e inocente.

Él la acercó más y el beso creció en exigencia, pero en lugar de asustarla, la conmovió su poder. Este hombre, este hombre bueno, sería para ella. Él era más importante que una casa en Charleston, más importante que vestidos de seda, más importante que cualquier cosa.

Cuando empezaron a alejarse, Sophronia vio sus ojos brillar. Este hombre duro y fuerte, que había amenazado descaradamente con volar una mina de fosfato, era amable y suave como un corderito.

– Sólo me causas problemas, mujer -dijo él bruscamente-. Cuando estemos casados, no aguantaré más tonterías.

– ¿Vamos a casarnos, Magnus? -preguntó ella descaradamente, pasando sus elegantes y largos dedos por los lados de su cabeza, para darle otro largo y profundo beso.

– Oh sí, mi amor -respondió él, cuando finalmente pudo coger aliento-. Vamos a casarnos cuanto antes, sin ninguna duda.

19

– ¡Te creía muchas cosas, Baron Cain, pero nunca creí que fueras un cobarde! -Kit entró como una tormenta en el establo pisándole los talones a Cain-. Magnus va a ser hombre muerto, y eso caerá sobre tu conciencia. Todo lo que tendrías que haber hecho era asentir con la cabeza, sólo asentir con la cabeza y Spence habría olvidado que Magnus lo golpeó. ¡Devuélveme ese rifle ahora mismo! Si no eres lo bastante hombre como para defender a tu mejor amigo, lo haré yo misma.

Cain giró, con la escopeta apoyada en su pecho.

– Como tenga la remota idea que vas a volver allí, te encerraré y tiraré la llave.

– Eres odioso, ¿lo sabías?

– Me lo dices continuamente. ¿Se te ha ocurrido preguntarme por qué lo he hecho, en lugar de lanzarme todo tipo de acusaciones?

– Lo que has hecho es evidente.

– ¿Lo es?

De repente Kit se sintió insegura. Cain no era ningún cobarde y él nunca hacía nada sin una razón. Las aristas de su cólera se enfriaron pero no las de su preocupación.

– Muy bien, dime que tenías en mente cuando dejaste a Magnus con un hombre que quiere verlo linchado. -Me has enojado bastante, voy a dejar que lo averigües tu sola. Comenzó a andar hacia la casa, pero Kit saltó delante de él. -Oh, no, tú no vas a largarte tan fácilmente.

Él cambió la escopeta a su hombro.

– Magnus odiaba tu interferencia y habría odiado también la mía. Hay algunas cosas que un hombre debe hacer por sí solo.

– También podrías haber firmado su sentencia de muerte.

– Digamos que tengo más fe en él que tú.

– Esto es Carolina del Sur, no Nueva York.

– ¿No me digas que finalmente estas admitiendo que tu querido estado no es perfecto?

– Estoy hablando del Ku Klux Klan -dijo ella- la última vez que fuiste a Charlestón, trataste de conseguir que los funcionarios federales tomaran medidas contra ellos. Ahora actúas como si el Ku Klux Klan no existiera.

– Magnus es un hombre. No necesita que nadie luche sus batallas. Si tu supieras la mitad de lo que crees que sabes, comprenderías eso.

Desde el punto de vista de Magnus, Cain tenía razón, pero ella no tenía paciencia con esa clase de orgullo masculino. Solo conducía a la muerte. Cuando Cain se alejó, ella pensó en la guerra que tan gloriosa había parecido una vez.

Bufó y dio vueltas con paso firme durante la mayor parte de la hora hasta que Samuel apareció, con una abierta sonrisa en su rostro y una nota de Sophronia en la mano.

Querida Kit

Deja de preocuparte. Spence se ha ido, Magnus está bien y nos vamos a casar.

Con amor

Sophronia

Kit la miró fijamente con una mezcla de alegría y aturdimiento. Cain tenía razón. Pero sólo porque tenía razón en esto no significaba que tuviese razón en todo.

Habían ocurrido demasiadas cosas y sus sentimientos por Sophronia, por Risen Glory y por Cain giraban dentro de ella. Se dirigió a por Tentación a la cuadra, pero recordó que Cain le había ordenado que no montara al caballo. Una vocecilla le dijo que sólo podía culpar a su propia imprudencia, pero se negó a escucharla. Tenía que resolver esto con él.

Caminó con paso majestuoso de vuelta a la casa y encontró a Lucy pelando patatas.

– ¿Dónde está el señor Cain?

– Lo oí subir hace algunos minutos.

Kit salió disparada hacia el vestíbulo y subió las escaleras. Abrió de un tirón la puerta del dormitorio.

Cain estaba junto a la mesa recogiendo algunos papeles que había dejado allí la noche anterior. Se giró hacia ella con expresión burlona. Vio lo agitada que estaba y levantó una ceja.

– ¿Y bien?

Sabía lo que le estaba preguntando. ¿Rompería la regla no escrita entre ellos? La regla que decía que este dormitorio era el único lugar donde no discutían, el único lugar que estaba destinado para otras cosas, algo tan importante para ambos como el aire que respiraban.

Ella no podía romper esa regla. Solamente aquí se desvanecía su inquietud. Solamente aquí se sentía… no feliz… pero de algún modo adecuada.

– Ven aquí – dijo él.

Se dirigió hacia él, pero no se olvidó de su resentimiento por lo de Tentación. No se olvidó de su miedo a que él aún pusiera un camino hacia el molino a través de sus tierras. No se olvidó de su prepotencia y de su obstinación. Ella dejaba todo eso hervir en su interior mientras se entregaba a unas relaciones sexuales que se estaban volviendo cada día menos satisfactorias y más necesarias.

A la mañana siguiente, ni siquiera la felicidad de Sophronia y Magnus pudo impedir que Cain y Kit se hablasen furiosamente. Se había convertido en una rutina. Cuanto más apasionada era la noche, peor se trataban al día siguiente.

No esperes que la luz del día cause un cambio en mí… te daré mi cuerpo, pero no, no te atrevas a pedir más.

Mientras Kit observaba a Magnus y a Sophronia moviéndose en un dichoso aturdimiento durante la semana siguiente preparando su boda, se encontró deseando que Cain y ella pudiesen tener también un final feliz. Pero el único final feliz que podría imaginar para ellos consistía en que Cain se marchara lejos, dejándola sola en Risen Glory. Y eso no parecía correcto en absoluto.


***

El domingo por la tarde, Sophronia y Magnus tomaron sus votos en la vieja iglesia de los esclavos con Kit y Cain junto a ellos. Después de los abrazos, de las lágrimas y de cortar el pastel de boda hecho por Miss Dolly, se quedaron finalmente solos en la casa de Magnus que estaba junto al huerto.

– No te presionaré- dijo mientras la noche de diciembre caía intensa y tranquila al otro lado de las ventanas-. Podemos tomarnos un tiempo.

Sophronia le sonrió a los ojos y se recreó con la visión de su hermosa piel marrón.

– Ya nos hemos tomado demasiado tiempo -sus dedos se arrastraron por los botones superiores del hermoso vestido de seda que Kit le había dado.

– Ámame, Magnus. Sólo ámame.

Él lo hizo. Tierna y completamente. Mandando lejos toda la fealdad del pasado. Sophronia nunca se había sentido tan segura y amada. Nunca olvidaría lo que le había pasado, pero las pesadillas de su pasado ya no la controlarían. Finalmente entendió lo que significaba ser libre.


***

Mientras diciembre daba paso a enero, las relaciones sexuales entre Cain y Kit se desarrollaban en un filo primitivo y violento que los asustaba a ambos. Kit dejó una contusión en el hombro de Cain. Cain dejó una marca en su pecho, sólo para maldecirse mas tarde.

Únicamente una vez trataron de hablar.

– No podemos continuar de este modo -dijo él.

– Lo sé -giró la cabeza en la almohada y fingió dormirse.

La parte traicionera y más femenina de ella anhelaba dejar de luchar y abrir su corazón antes de que este explotara con sentimientos que no podía nombrar. Pero este era un hombre que abandonaba sus libros y caballos antes de que pudiesen significar demasiado para él. Y los demonios de su propio pasado también eran fuertes.

Risen Glory era todo lo que tenía… todo lo que alguna vez había tenido… la única parte de su vida que era segura. La gente desaparecía pero Risen Glory era eterna y nunca iba a permitir que sus tumultuosos y secretos sentimientos por Baron Cain amenazaran eso. Cain con sus fríos ojos grises y su molino textil, Cain con su descontrolada ambición que podía devorar sus campos, para luego escupirlos al igual que tantas descartadas semillas de algodón, hasta que no quedara nada más que una cáscara sin valor.


***

– Te lo he dicho, no quiero ir -Kit arrojó violentamente su cepillo y miró fijamente a Cain a través del espejo. Él lanzó a un lado su camisa.

– Yo sí.

Todas las peleas se detenían en la puerta de dormitorio. Pero esta no lo haría. ¿Qué diferencia había? Su forma de hacer el amor ya había transformado su dormitorio en otra zona de guerra.

– Tú odias las fiestas -le recordó ella.

– Esta no. Quiero mantenerme lejos del molino durante unos cuantos días.

El molino, observó ella, no Risen Glory.

– Y echo de menos ver a Verónica -añadió.

El estómago de Kit dio un vuelco de dolor y de celos. La verdad era, que ella también echaba de menos a Verónica, pero no quería que Cain lo hiciera.

Verónica había dejado Rutherford seis semanas antes, poco antes de Acción de Gracias. Se había instalado en una mansión de tres plantas en Charlestón y Kit se había enterado de que ya se estaba convirtiendo en un referente de moda y cultura. Artistas y políticos acudían a su puerta. Había un desconocido escultor de Ohio, un famoso actor de Nueva York. Ahora Verónica planeaba inaugurar su nueva casa con un baile de invierno.

En su carta a Kit, le había dicho que había invitado a todo el mundo divertido de Charleston, además de a algunos viejos conocidos de Rutherford. En el estilo típicamente perverso de Verónica, eso incluía a Brandon Parsell y su nueva prometida, Eleanora Baird cuyo padre había asumido la presidencia del banco tras la guerra.

Normalmente a Kit le habría encantado asistir a tal fiesta, pero ahora mismo no tenía el corazón para eso. La nueva felicidad de Sophronia, la hacía consciente de su propia miseria, y por mucho que Verónica la fascinara, también hacía que Kit se sintiera torpe y estúpida.

– Ve tú solo -dijo, aunque odiaba la idea.

– Vamos juntos -la voz de Cain sonó cansada-. No tienes ninguna elección en este tema.

Como si alguna vez la tuviera. Su resentimiento creció, y esa noche, no hicieron el amor. Ni la siguiente. Ni la siguiente después de esa. Eso estaba bien, se dijo a sí misma. Se sentía enferma desde hacía varias semanas. Tarde o temprano tendría que dejar de resistirse y ver al médico. Aún así, esperó hasta la mañana antes de partir hacia la fiesta de Verónica para hacer el viaje. Para cuando llegaron a Charleston, Kit estaba pálida y agotada. Cain se marchó para ocuparse de algún negocio, mientras a Kit le mostraban la habitación que compartirían durante las próximas noches. Era luminosa y ventilada, con un estrecho balcón que dominaba sobre un patio de ladrillo, atractivo incluso en invierno con su verde arriate de césped que provenía de Sea Island, y con el perfume de los dulces olivos.

Verónica envió a una criada para ayudarla a desempacar y prepararle un baño. Más tarde Kit se echó sobre la cama y cerró los ojos, demasiado agotados de emoción incluso para llorar. Despertó varias horas más tarde y torpemente se puso su bata de algodón. Mientras se abrochaba el cinturón, caminó hacia las ventanas y apartó las cortinas. Fuera estaba ya oscuro. Tendría que vestirse pronto. ¿Cómo superaría esa noche? Puso la mejilla contra el frío cristal de la ventana.

Iba a tener un bebé. No parecía posible, incluso ahora, que una pequeña partícula de vida creciera dentro de ella. El bebé de Baron Cain. Un bebé que la ataría a él por el resto de su vida. Un niño a quien desesperadamente quería, aunque todo se volviera mucho más difícil.

Se obligó a sentarse frente al tocador. Al buscar a tientas su cepillo, noto el tarro azul de cerámica que reposaba junto a sus otros artículos de tocador. Lucy también lo había llevado. Qué irónico. El tarro contenía los polvos grisáceos que Kit había conseguido de la curandera para evitar concebir. Los había tomado una vez y después nunca más. Al principio, había habido largas semanas en las que Cain y ella habían dormido separados, y luego, después de la noche de su reconciliación, se había encontrado reacia a utilizar los polvos. El contenido de ese tarro azul le había parecido casi malévolo, hasta que finalmente le había hecho rechinar los dientes.

Cuando escuchó a varias mujeres hablar sobre lo difícil que había sido para ellas concebir, ella había justificado su descuido decidiendo que el riesgo de embarazo no era tan grande como había temido. Entonces Sophronia descubrió el tarro y le dijo a Kit que los polvos eran inútiles. A la curandera no le gustaban las mujeres blancas y había estado vendiéndoles polvos de prevención inútiles durante años. Kit pasó el dedo por la tapa del tarro, preguntándose si eso sería verdad.

La puerta se abrió tan bruscamente, que la sobresaltó y volcó el tarro. Bajó de un salto del taburete.

– ¿No podrías entrar, aunque sólo fuera una vez, en una habitación sin arrancar la puerta de sus bisagras?

– Siempre estoy demasiado impaciente por ver a mi fiel esposa -Cain tiró sus guantes de cuero sobre una silla, entonces descubrió el desorden sobre el tocador-. ¿Qué es eso?

– ¡Nada! -agarró una toalla y trató de limpiarlo.

Él se acercó por detrás de ella y depositó su mano sobre la de ella. Con su otra mano, recogió el tarro volcado y estudió el polvo que quedaba dentro.

– ¿Qué es esto?

Ella trató de apartar la mano, pero él la sujetaba fuerte. Depositó el tarro y su deliberada mirada fija le dijo que no la dejaría ir hasta que no le dijera la verdad. Comenzó a decir que era un polvo para el dolor de cabeza pero estaba demasiado cansada para disimular, ¿y que importaba de todas formas?

– Es algo que conseguí de la curandera. Lucy lo empaquetó por error -y después, porque ahora ya no suponía ninguna diferencia-: Yo… yo no quería tener un bebé.

Una mirada de amargura relampagueó a través de su rostro. Soltó su mano y se giró.

– Ya veo. Tal vez deberíamos haber hablado de eso.

Ella no pudo esconder totalmente la tristeza de su voz.

– ¿No parece que tengamos un matrimonio de esa clase?, ¿no crees?

– No. No, supongo que no lo tenemos -dándole la espalda se quitó el abrigo gris perla y tiró de la corbata.

Cuando él finalmente se dio la vuelta, sus ojos eran tan remotos como la estrella del norte.

– Me alegro de que fueras tan sensata. Dos personas que se detestan no serían los mejores padres. No puedo imaginar nada peor que traer a un mocoso no deseado a este sórdido lío que llamamos matrimonio, ¿o, sí?

Kit sintió como su corazón se rompía en un millón de pedazos.

– No- se las arregló para decir-. No, yo tampoco.


***

– Tengo entendido que es suyo ese nuevo molino de algodón pasando Rutherford, señor Cain.

– Es correcto -Cain estaba al final del vestíbulo junto a John Hughes, un joven y fornido norteño que había reclamado su atención justo cuando estaba a punto de ir arriba para ver que estaba reteniendo a Kit.

– He oído que está haciendo un buen negocio allí. Más poder para usted, ya sabe. Arriesgado, sin embargo, no cree, con el…-dejó de hablar y silbó suavemente cuando miró fijamente más allá del hombro de Cain, hacia las escaleras-. ¡Guau, guau! ¿Puede ver eso? Hay una mujer a la que no me importaría llevar a casa conmigo.

Cain no necesitó dar media vuelta para saber quién era. Podía sentirla a través de los poros de su piel. Aún así, tenía que mirar.

Llevaba su vestido blanco plateado con las cuentas de cristal. Pero el vestido había sido arreglado desde la última vez que lo había visto, de la misma manera que recientemente había cambiado muchas de sus ropas. Había cortado el corpiño de raso blanco justo debajo de sus pechos y fijado una fina capa de organdí plateado. Esta se alzaba sobre sus suaves curvas hacía su garganta donde utilizaba una brillante cinta para recogerla en un elevado y delicado volante.

El organdí era transparente y no llevaba nada debajo. Solamente las cuentas de cristal que ella había quitado de la falda y había colocado en grupos estratégicos sobre el tejido transparente que protegía su modestia. Lentejuelas de cristal sobre la carne redondeada.

El vestido era escandalosamente hermoso y Cain nunca había visto nada que odiara más. Uno por uno, los hombres de su alrededor se giraron hacía ella, y sus ojos devoraron codiciosamente la carne que debería haber sido vista únicamente por él.

Era una doncella de hielo prendida en llamas.

Y entonces olvidó sus celos y simplemente disfrutó de la visión. Era salvajemente hermosa, su rosa salvaje de las profundidades del bosque, tan indómita como el día en que la conoció, preparada para pinchar la carne de un hombre con sus espinas al mismo tiempo que lo tentaba con su espíritu.

Observó el profundo color que manchaba sus delicados pómulos y las extrañas y brillantes luces que centelleaban en las intensas profundidades de sus ojos violetas. Sintió un primer picor de inquietud. Había algo casi frenético que se ocultaba dentro de ella esa noche. Palpitando desde su cuerpo como un redoble, esforzándose por escapar y correr libre y salvaje. Dio un rápido paso hacia ella y luego otro.

Sus ojos se entrelazaron con los de él y luego se alejaron deliberadamente. Sin una palabra, ella recorrió el vestíbulo hacia otro vecino de Rutherford que había sido invitado.

– ¡Brandon! Soy yo, oh está muy apuesto esta noche. Y ésta debe ser su dulce prometida, Eleanora. Espero que me deje robarle a Brandon de vez en cuando. Hemos sido amigos durante tanto tiempo… como hermano y hermana, usted entiende. Es posible que no pueda cederlo enteramente, pero sí un poquito.

Eleanora trató de sonreír, pero sus labios no pudieron esconder su desaprobación ni la sensación que tenía de ser poco elegante al lado de la belleza exótica de Kit. Brandon, por otro lado, contemplaba a Kit con su extraño vestido como si fuera la única mujer del mundo.

Apareció Cain.

– Parsell. Señorita Baird. Si ustedes nos disculpan…

Sus dedos se hundieron en el brazo de organdí drapeado de Kit, pero antes de que él pudiera arrastrarla a través del vestíbulo hacia las escaleras y obligarla a cambiarse de vestido, Verónica apareció ante ellos con un traje de noche negro azabache. Hubo un ligero ascenso de su frente cuando comprendió que el pequeño drama estaba acabado antes de su llegada.

– Baron, Katharine, justo los dos que estaba buscando. Llego tarde como de costumbre, y en mi propia fiesta. Cook está listo para servir la cena. Baron, sé un caballero y acompáñame en el comedor. Y Katharine, quiero que conozcas a Sergio. Un hombre fascinante y el mejor barítono que la ciudad de Nueva York ha escuchado en una década. Él será tu pareja en la cena.

Cain hizo rechinar los dientes por la frustración. Ahora no había ninguna forma de que pudiese alejar a Kit. Observó a un italiano demasiado apuesto avanzar con impaciencia y besar la mano de Kit. Después, con una expresión conmovedora, giro su mano y presiono íntimamente sus labios en la palma.

Cain se movió rápidamente pero Verónica fue incluso más rápida.

– Mi querido Baron -gorjeó suavemente mientras le clavaba los dedos en el brazo- estás comportándote como la clase de marido más posesivo. Acompáñame al comedor antes de que hagas algo que sólo hará que parezcas estúpido.

Verónica tenía razón. Sin embargo, tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para girarse y darle la espalda a su esposa y al italiano.

La cena duró casi tres horas y al menos una docena de veces, la risa de Kit resonó mientras dividía su atención entre Sergio y los otros hombres que se sentaban cerca de ella. Todos la adulaban exageradamente y la colmaban de atenciones. Sergio parecía estar enseñándole italiano. Cuándo ella derramó una gota de vino, él mojó su dedo índice en la mancha y luego lo llevo hasta sus labios. Solamente el fuerte apretón de Verónica impidió que Cain saltara al otro lado de la mesa.

Kit estaba luchando una batalla consigo misma. Había pedido perversamente a Lucy que empacara el vestido de cuentas plateado después de que Cain le hubiera dicho que no le gustaba. Pero realmente no había planeado llevarlo. Aún cuando había tenido tiempo de ponerse un vestido más apropiado de terciopelo verde jade, las palabras de Cain la habían perseguido.

No puedo imaginar nada peor que traer a un mocoso no deseado a este sórdido lío que llamamos matrimonio…

Escuchó la risa de Cain resonar en la otra punta de la mesa y observó la atenta manera en que él escuchaba a Verónica.

Las damas abandonaron a los caballeros con sus puros y sus brandys.

Después fue hora de que comenzara el baile.

Brandon entregó a Eleanora a su padre y pidió a Kit el primer baile. Kit miro fijamente su apuesto y débil rostro. Brandon que hablaba de honor, estaba dispuesto a venderse a sí mismo al mejor postor. Primero a ella por una plantación, y ahora a Eleanora Baird por un banco. Cain nunca se vendería por nada, ni siquiera por su molino de algodón. Su matrimonio con ella había sido un justo castigo, nada más.

Cuando Brandon y ella entraron a la pista de baile, vio a Eleanora en el lateral de la habitación con expresión apesadumbrada, y se arrepintió de sus flirteos anteriores. Había bebido justo el suficiente champán, como para decidir saldar cuentas por todas las mujeres desdichadas.

– Te he echado de menos -susurró cuando la música comenzó.

– Yo también te he echado de menos, Kit. Oh Señor, eres tan hermosa. Casi me ha matado pensar en tí con Cain.

Se acercó más a él y susurró con malicia

– Querido Brandon, escápate conmigo esta noche. Dejémoslo todo, a Risen Glory y el Banco. Seremos solamente nosotros dos. No tendremos dinero o una casa pero tendremos nuestro amor.

Ocultó su diversión cuando lo sintió tensarse bajo la tela de su chaqueta.

– Realmente Kit, yo… yo no creo que eso fuera… fuera sensato.

– ¿Pero por qué no? ¿Estas preocupado por mi marido? Él vendrá tras nosotros, pero estoy segura que podrás ocuparte de él.

Brandon tropezó.

– Dejar no es… es decir, pienso que quizá… es demasiada prisa…

No había querido dejarlo librarse tan fácilmente, pero una burbuja de arrepentida risa se le escapó.

– Te estás riendo de mí -dijo rígidamente.

– Te lo mereces, Brandon. Eres un hombre comprometido y deberías haber pedido a Eleanora el primer baile.

Parecía perplejo y un poco patético cuando trató de recuperar su dignidad.

– No te comprendo en absoluto.

– Eso es porque realmente yo no te gusto mucho, e indudablemente no me apruebas. Sería más fácil para tí si pudieras admitir que todo lo que sientes por mí es una lujuria poco caballerosa.

– ¡Kit! -tal honestidad sin rodeos era más de lo que podía aceptar-. Te pido perdón si te he ofendido.

Sus ojos se vieron atrapados por los adornos de lentejuelas de cristal del corpiño del vestido de Kit. Con gran esfuerzo, desvió su mirada fija y bullendo de humillación, fue a buscar a su prometida.

Con la partida de Brandon, Kit fue reclamada rápidamente por Sergio. Mientras tomaba su mano, echó un vistazo al lejano final de la habitación, donde su marido y Verónica habían estado de pie hacía un momento. Ahora solamente Verónica estaba allí.

La indiferencia de su marido pinchó a Kit hacía los limites de lo que incluso ella consideraba un comportamiento aceptable. Daba vueltas de una pareja a otra, bailando con rebeldes y yanquis por igual, elogiándolos a cada uno exageradamente y permitiendo que la sujetaran estrechamente. No le preocupaba lo que pensaran. ¡Deja que hablen! Bebió champán, bailó cada baile y rió con su embriagadora risa. Sólo Verónica Gamble detectó el filo de desesperación detrás.

Algunas de las mujeres estaban secretamente envidiosas del atrevido comportamiento de Kit, pero la mayor parte estaban escandalizadas. Buscaban con inquietud al peligroso señor Cain, pero él no estaba a la vista. Alguien susurró que estaba jugando al póker en la biblioteca y perdiendo muchísimo dinero.

Había una abierta especulación sobre el estado del matrimonio Cain. La pareja no había bailado ninguna vez juntos. Había habido rumores de que era un matrimonio inevitable pero el talle de Katharine Cain era tan delgado como siempre, de modo que eso no podía ser.

La partida de póker terminó poco antes de las dos. Cain había perdido varios cientos de dólares, pero su humor negro poco tenía que ver con el dinero. Estaba de pie en la puerta del salón de baile, mirando a su esposa flotar a través del parqué en los brazos del italiano. Parte de su cabello se había aflojado de sus alfileres y caía desordenadamente alrededor de sus hombros. Sus pómulos todavía mantenían su elevado color y sus labios eran manchas rosadas, como si alguien acabara de besarla. El barítono no podía apartar la mirada de ella.

Un músculo tembló en la esquina de la mandíbula de Cain. Avanzó empujando a la pareja que estaba delante de él y estaba a punto de entrar a zancadas en la pista de baile cuando John trató de agarrarle el brazo.

– Señor Cain, Will Bonnett allí afirma que no hay ningún casaca azul en todo el ejército de la Unión que pudiera disparar mejor que un rebelde. ¿Qué piensa usté? ¿Ha conocido alguna vez un rebelde al que no pudo eliminar aunque lo intentó?

Era una conversación peligrosa. Cain despegó los ojos de su esposa y centró su atención en Hughes. Aunque habían pasado casi cuatro años desde Appomattox, la interacción social entre norteños y sudistas todavía era débil, y la conversación sobre la guerra era evitada deliberadamente cuando se veían forzados a estar juntos

Observó que ese grupo de siete u ocho hombres estaba formado tanto por ex soldados de la Unión como por veteranos confederados. Era evidente que todos habían bebido más que suficiente, e incluso desde donde él estaba de pie, podía oír que su discusión había pasado de un educado desacuerdo a un abierto antagonismo.

Con una última ojeada hacia Kit y el italiano, caminó con Hughes hacía los hombres.

– La guerra ha terminado, señores. ¿Qué me dicen si vamos a probar un poco del fino whisky de la señora Gamble? -pero la discusión había llegado demasiado lejos. Will Bonnett, un ex plantador de arroz que había servido en el mismo regimiento que Brandon Parsell, dirigió violentamente su dedo índice en dirección de uno de los hombres que trabajaron para la Oficina de Freedmen-. Ningún soldado en el mundo entero peleó alguna vez como un soldado Confederado, y usted lo sabe.

Las furiosas voces estaban empezando a captar la atención de los demás invitados, y cuando la discusión se volvió más fuerte, la gente dejó de bailar para ver que provocaba el tumulto.

Will Bonnett descubrió a Brandon Parsell de pie con su prometida y los padres de esta.

– Brandon, dígaselo usted. ¿Ha visto alguna vez a alguien que pudiera disparar como nuestros muchachos de gris? Venga aquí. Diga a estos casacas azules cómo fue.

Parsell se desplazó hacia adelante de mala gana. Cain frunció el ceño cuando vio que Kit también se había adelantado en lugar de quedarse detrás con las demás mujeres ¿Pero qué había esperado?

En ese momento la voz de Will Bonnett había alcanzado a los músicos, que gradualmente dejaron sus instrumentos para así poder disfrutar de la pelea.

– Nos excedieron en número -declaró Bonnett- pero ustedes los yanquis nunca nos dejaron fuera de combate ni siquiera durante un minuto de la guerra.

Uno de los norteños avanzó.

– Parece que tiene mal la memoria, Bonnett. Tan cierto como el infierno que estuvisteis fuera de combate en Gettysburg.

– ¡No estuvimos fuera de combate! -exclamó un anciano que estaba de pie junto a Will Bonnett-. Fuisteis afortunados. Porque, nosotros teníamos niños de doce años que podrían disparar mejor que todos sus oficiales juntos.

– ¡Demonios, nuestras mujeres podrían disparar mejor que sus oficiales!

Hubo un gran rugido de risa por esta ocurrencia, y el hombre que había hablado fue golpeado con ganas en la espalda por su ingenio. De todos los sureños presentes, Brandon fue el único que no tenía ganas de reír.

Miró primero a Kit y luego a Cain. La injusticia de su matrimonio era como una astilla bajo su piel. Al principio había estado aliviado de no estar casado con una mujer que no se comportaba como debía hacerlo una dama, aunque eso representara la pérdida de Risen Glory. Pero cuando las semanas y los meses habían pasado, observó como los campos de Risen Glory habían estallado en blancas cápsulas y había visto las carretas cargadas de algodón ya tratado ir hacía el molino de Cain. Incluso después de que se hubiese comprometido con Eleanora, quien lo llevaría al Banco de Ciudadanos y Plantadores, no podía borrar de su memoria un par de perversos ojos violetas. Esa noche ella había tenido la audacia de burlarse de él.

Todo en su vida se había deteriorado. Él era un Parsell y sin embargo no tenía nada, mientras que ellos lo tenían todo… un yanqui de mala fama y una mujer que no conocía cual era su lugar.

Impulsivamente se adelantó.

– Creo que tiene razón sobre nuestras mujeres. Porque, una vez vi a nuestra propia señora Cain lanzar una piña a un árbol a setenta metros, aunque en ese momento no debería haber tenido más de diez u once años. Todavía se comenta de ese día que es la mejor lanzadora del condado.

Varias exclamaciones coincidieron con este fragmento de información, y otra vez Kit se encontró siendo el centro de las admirativas miradas masculinas. Pero Parsell no había terminado. No era fácil para un caballero saldar cuentas con una dama y quedar como un caballero, pero eso era exactamente lo que planeaba hacer. Y las saldaría con su marido al mismo tiempo. No sólo sería imposible para Cain salir victorioso con lo que Brandon estaba a punto de proponer, sino que también, el yanqui parecería un cobarde cuando se negara.

Brandon tocó el borde de su solapa.

– He oído que el Major Cain es un buen tirador. Supongo que todos hemos escuchado más que suficiente sobre el héroe de Missionary Ridge. Pero si yo fuera un hombre aficionado al juego, apostaría mi dinero por la señora Cain. Daría cualquier cosa por enviar a Will al otro lado de la calle a por su juego de pistolas, colocar una fila de botellas sobre el muro del jardín de la señora Gamble, y ver simplemente como de bueno es un oficial yanqui disparando contra una mujer del Sur, aunque de la casualidad que ésta sea su esposa. Desde luego, estoy seguro que el Major Cain no permitiría que su esposa tomara parte en un concurso de tiro, especialmente cuando sabe que tiene bastantes posibilidades de salir perdedor.

Hubo fuertes risas de los sureños. ¡Parsell había puesto a ese yanqui en su lugar! Aunque ninguno de ellos creyera seriamente que una mujer, incluso del Sur, podría disparar mejor que un hombre, a pesar de todo disfrutarían del combate. Y como solamente era una mujer, no habría ningún honor perdido para el Sur cuando el yanqui la venciera.

Las mujeres que se habían reunido cerca estaban profundamente escandalizadas por la proposición de Brandon. ¿En qué estaba pensando? Ninguna dama podía dar tal espectáculo público, no en Charleston. Si la señora Cain siguiese adelante con eso, se convertiría en una paria social. Miraron furiosas a sus maridos, que estaban apoyando el duelo, y juraron reducir sus consumos de alcohol por el resto de la noche.

Los norteños instaron a Cain a que aceptara el desafío.

– Vamos, Major. No nos abandone.

– ¡No puede dar marcha atrás ahora!

Kit sintió los ojos de Cain sobre ella. La quemaban como el fuego.

– No puedo permitir que mi esposa participe en un concurso público de tiro.

Hablaba tan fríamente, como si no le preocupase en absoluto. Podría haber estado hablando sobre una de sus yeguas en lugar de su esposa. Simplemente era otra parte de su propiedad.

Y Cain se deshacía de sus propiedades antes de que pudiese encariñarse.

Acudió a ella una sensación salvaje y se adelantó, provocando destellos en las cuentas de su vestido.

– Me han desafiado, Baron. Esto es Carolina del Sur, no Nueva York. Aunque seas mi marido, no puedes interferir en un asunto de honor. Traiga sus pistolas, señor Bonnett. Caballeros, me encontraré cara a cara con mi marido -le lanzó un desafío-. Si él rehúsa, me enfrentaré con cualquier otro yanqui a quien no le importe competir contra mí.

Los gritos escandalizados de las mujeres fueron desoídos bajo los triunfantes gritos de los hombres. Solamente Brandon no participó en la jovialidad. Había querido avergonzarlos a ambos, pero no había tenido la intención de arruinarla. Después de todo, aún era un caballero.

– Kit… Major Cain… yo… yo creo que he sido algo precipitado.

Seguramente usted no puede…

– Déjelo, Parsell -gruño Cain, su propio humor era tan imprudente como el de su esposa. Estaba cansado de ser el conciliador, cansado de perder las batallas a las que ella parecía resuelta a empujarlos. Estaba cansado de su desconfianza, cansado de su risa, cansado incluso de la expresión de preocupación que vislumbraba demasiado a menudo en sus ojos cuando él llegaba exhausto del molino. Sobre todo, estaba cansado de preocuparse tantísimo por ella.

– Coloque las botellas -dijo bruscamente-. Y lleve tantas velas como pueda encontrar al jardín.

Sin parar de reír, los hombres se alejaron, norteños y sureños repentinamente unidos mientras calculaban las posibilidades del duelo. Las mujeres palpitaban con la emoción de ser testigos de tal escándalo. Al mismo tiempo no querían ponerse demasiado cerca de Kit, así que se movieron más lejos empujadas por la corriente, dejando a marido y mujer de pie a solas.

– Has conseguido tu combate -dijo despiadadamente -de la misma manera que has conseguido todo lo demás que has querido.

¿Cuándo había conseguido ella cualquier cosa que había querido?

– ¿Te asusta que pueda ganarte? -se las arregló para preguntar.

Él se encogió de hombros.

– Supongo que hay una gran posibilidad de que eso ocurra. Yo soy un buen tirador pero tú eres mejor. Lo he sabido desde la noche en que trataste de matarme cuando tenías dieciocho años.

– Sabías como reaccionaría cuando me prohibiste disparar ¿verdad?

– Quizá. O tal vez pensé que ese champán que has estado bebiendo ha inclinado las posibilidades a mi favor.

– Yo no contaría demasiado con el champán -era un falso envalentonamiento. Aunque no lo admitiría, había bebido demasiado.

Verónica descendió hasta ellos, su diversión habitual había desaparecido.

– ¿Por qué estás haciendo esto? Si esto fuera Viena, sería diferente pero es Charleston. Kit, sabes que te condenaran al ostracismo.

– No me importa.

Verónica se giró hacía Cain.

– ¿Y tú… cómo puedes tomar parte en esto?

Sus palabras cayeron en oídos sordos. Will Bonnett había reaparecido con su caja de pistolas, y Kit y Cain fueron arrastrados hasta el jardín por la puerta trasera.

20

A pesar de ser una noche sin luna, el jardín brillaba tan intensamente como si fuese de día. Se habían encendido nuevas velas sobre las repisas de hierro, y las lámparas de queroseno habían sido sacadas al exterior. Una docena de botellas de champán estaban colocadas a lo largo del muro de ladrillo. Verónica observó que solamente la mitad estaban vacías y dio apresuradamente órdenes al mayordomo para cambiar las llenas. El honor podría estar en juego, pero no iba a ver como desperdiciaban un buen champán.

Los sureños gimieron cuando vieron las pistolas gemelas que Bonnett había llevado. Eran la versión confederada del revólver Colt, liso y útil, con los mangos de nogal y con una estructura de latón en lugar de la estructura de acero más cara de la Colt. Pero eran pesadas, diseñadas para ser usadas por un hombre en época de guerra. No era pistola para una mujer.

Kit, sin embargo, estaba acostumbrada al peso y apenas lo notó cuando sacó el arma más cercana de su caja. Insertó seis de los cartuchos que Will le había proporcionado en la recamara vacía del cilindro y tiro de la palanca de carga al mismo tiempo que los introducía en su sitio. Luego ajustó los seis casquillos de cobre en el otro extremo del cilindro. Sus dedos eran más pequeños que los de Cain, y terminó primero.

Se marcó la distancia. Se mantendrían a veinticinco pasos de sus blancos. Cada uno efectuaría seis disparos. Las damas primero.

Kit caminó hasta la borrosa línea que había sido grabada en la grava. Bajo circunstancias normales, las botellas habrían supuesto un pequeño desafío para ella, pero su cabeza daba vueltas a causa de demasiadas copas de champán.

Se giró de lado hacia el blanco y levantó el brazo. En cuanto observó a través de la mira, se obligó a olvidarse de todo excepto de lo que debía hacer. Apretó el gatillo, y la botella estalló.

Hubo exclamaciones sorprendidas que provenían de los hombres.

Ella se desplazó hacia la botella siguiente, pero su éxito la había hecho descuidada y se olvidó de tomar en cuenta esas copas de champán de más. Disparó demasiado rápido y falló el segundo blanco.

Cain miró desde un costado como eliminaba las cuatro botellas siguientes. Su ira dio paso a la admiración. Cinco de seis y ni siquiera estaba sobria. Maldición, era una mujer diabólica. Había algo primitivo y maravilloso en la forma en que se mantenía erguida destacando contra las llamas de las velas con el brazo extendido, y el mortal revólver contrastando con su belleza. Si pudiera manejarla mejor. Si pudiera…

Ella bajó el revólver y se giró hacia él, sus oscuras cejas se alzaron con expresión de triunfo. Parecía tan contenta que él no pudo reprimir del todo una sonrisa.

– Muy bien señora Cain, aunque creo que dejó una.

– Eso es cierto, señor Cain -dijo ella con una sonrisa por respuesta-. Asegúrese de no dejar más de una.

Él inclinó la cabeza y se giró hacia el blanco.

El silencio había caído sobre la multitud cuando los hombres se dieron cuenta con inquietud de lo que Cain había sabido desde el principio. Tenían un serio combate entre manos.

Cain levantó el revólver. Lo sentía familiar en su mano, de la misma forma que la Colt que lo había acompañado durante la guerra. Eliminó la primera botella y luego la segunda. Un disparo siguió a otro. Cuando bajó finalmente el brazo, todas y cada una de las seis botellas habían desaparecido.

Kit no pudo evitarlo. Sonrió abiertamente. Era un tirador estupendo, con buen ojo y brazo firme.

Un nudo de orgullo contrajo su garganta mientras le miraba con su formal traje de noche negro y blanco, con las cobrizas luces de las velas resplandeciendo sobre su impecable y leonado pelo. Olvidó su embarazo, olvidó su ira, se olvidó de todo en un éxtasis de sentimiento por este difícil y magnifico hombre.

Él se dio la vuelta con la cabeza inclinada.

– Bien hecho, mi amor -dijo ella suavemente.

Ella vio la sorpresa en su rostro, pero era demasiado tarde para tratar de recuperar sus palabras. La cariñosa palabra era una expresión de dormitorio, parte de un pequeño diccionario de palabras de amor que constituían el vocabulario privado de su pasión, palabras que nunca deberían ser dichas en cualquier otro lugar, en cualquier otro momento, y eso era lo que ella había hecho. Ahora se sentía desnuda e indefensa. Para esconder sus emociones, levantó la barbilla y se giró hacia los espectadores.

– Puesto que mi marido es un caballero, estoy segura que me dará una segunda oportunidad. ¿Alguien podría buscar una baraja de cartas y sacar el as de picas?

– Kit…-la voz de Cain tenía una brusca nota de advertencia.

Ella se giró para enfrentarlo y limpiar de un plumazo su momento de vulnerabilidad.

– ¿Dispararás? ¿Sí o no?

Podrían haber estado de pie a solas en lugar de frente a una docena de personas. Los presentes no se dieron cuenta, pero Cain y Kit sabían que el propósito de la competición había cambiado. La guerra que se había desencadenado durante tanto tiempo entre ellos había encontrado un nuevo campo de batalla.

– Dispararé contra ti.

Había una tranquilidad mortal mientras el as de picas era sujetado sobre el muro.

– ¿Tres disparos cada uno? -preguntó Kit mientras recargaba su pistola.

Él asintió gravemente con la cabeza.

Ella levantó el brazo y miró la pica negra en el centro exacto del naipe. Sintió temblarle la mano, y bajó el revólver hasta que se sintió más firme.

Luego lo levantó otra vez, divisó el pequeño blanco y disparó.

Le dio a la esquina superior derecha de la carta. Era un disparo excelente y hubo murmullos tanto de los hombres como de las mujeres que se habían reunido para observar. Algunas sintieron un secreto estallido de orgullo al ver a alguien de su propio sexo destacando en semejante deporte masculino.

Kit amartilló el arma y se concentró en su puntería. Esta vez su disparo fue demasiado bajo y le dio a la pared de ladrillo, justo debajo de la parte inferior de la carta. Pero también era un disparo admirable y la multitud lo reconoció.

Su cabeza giraba pero se forzó a concentrarse en la pequeña forma negra en el centro del naipe. Había hecho este disparo docenas de veces. Todo lo que necesitaba era concentración. Suavemente, apretó el gatillo.

Fue casi un disparo perfecto y quitó la punta de la pica. Hubo un vestigio de inquietud en las tenues felicitaciones de los sureños. Ninguno había visto nunca disparar así a una mujer. De algún modo no parecía correcto. Las mujeres debían ser protegidas. Pero esta mujer podría protegerse sola.

Cain levantó su propia arma. Otra vez la multitud quedó en silencio, y sólo la brisa que movía los dulces olivos alteraba la tranquilidad de la noche en el jardín.

El revolver disparó. Dio en el muro de ladrillo justo a la izquierda de la carta.

Cain corrigió su puntería y disparó otra vez. Esta vez le dio al borde superior.

Kit contuvo la respiración, rogando que fallara su tercer disparo, rogando que acertara, deseando demasiado tarde no haber forzado esta competición entre ellos.

Cain disparó. Hubo una nube de humo, y la única pica del centro del naipe desapareció. Su último disparo la había perforado. Los presentes se volvieron salvajes. Incluso los sureños olvidaron temporalmente su animosidad, aliviada por el hecho de que la ley de la superioridad masculina se mantenía firme. Rodearon a Cain para felicitarlo.

– Estupendo disparo, señor Cain.

– Ha sido un privilegio mirarlo.

– Desde luego, sólo competía contra una mujer.

Las felicitaciones de los hombres le crispaban los oídos. Cuando lo golpearon en la espalda, miró sobre sus cabezas hacía Kit, que se mantenía al margen, con el revólver acomodado en los suaves pliegues de su falda.

Uno de los norteños dejó un puro en su mano.

– Esa mujer suya es bastante buena, pero a fin de cuentas, disparar es todavía cosa de hombres.

– Ahí está en lo cierto -dijo otro-. Nunca hubo muchas dudas sobre que un hombre vencería a una mujer.

Cain sintió solamente desdén por la manera informal con la que despreciaban la habilidad de Kit. Arrojó el puro al suelo y les miro furioso.

– Son todos idiotas. Si ella no hubiera bebido tanto champán, yo no hubiera tenido ninguna oportunidad. Y, por Dios, que ninguno de ustedes la hubiera tenido tampoco.

Girando los talones, salió con paso majestuoso del jardín, dejando a los hombres tras él, boquiabiertos y asombrados.

Kit estaba aturdida por su defensa. Tendió bruscamente el revólver a Verónica, recogió sus faldas y corrió tras él.

Él estaba ya en su dormitorio cuando lo alcanzó. Su breve felicidad se desvaneció cuando lo vio lanzar su ropa en una maleta abierta sobre la cama.

– ¿Que estas haciendo? -preguntó jadeante.

Él no se molestó en mirarla.

– Me voy a Risen Glory.

– ¿Pero, por qué?

– Te enviaré el carruaje pasado mañana -contestó, sin responder a su pregunta-. Me habré ido para entonces.

– ¿Qué quieres decir? ¿A dónde te vas?

No la miraba mientras tiraba una camisa en la maleta. Él habló despacio.

– Te estoy abandonando.

Ella hizo un sonido amortiguado de protesta.

– Me voy ahora mientras aún puedo mirarme a los ojos. Pero no te preocupes. Veré a un abogado antes y me asegurare de que tu nombre esté en la escritura de Risen Glory. Nunca tendrás que tener miedo de que te quiten tu preciosa plantación de nuevo.

El corazón de Kit estaba golpeando en su pecho como las alas de un ave atrapada.

– No te creo. No puedes irte sin más. ¿Qué pasa con el molino de algodón?

– Childs puede dirigirlo por ahora. Quizá lo venda. Ya me han hecho una oferta -agarró un conjunto de cepillos de la parte superior de la cómoda y los empujó en el interior junto al resto-. Dejo de pelear contigo, Kit. Ahora tienes el campo libre.

– ¡Pero no quiero que te vayas! -las palabras surgieron de sus labios espontáneamente. Eran ciertas y no quería recuperarlas.

Él finalmente la miró, su boca se torció en una mueca burlona.

– Me sorprendes. Te has esforzado mucho tratando de deshacerte de mi de varias formas desde que tienes dieciocho años.

– Eso era diferente. Era por Risen Glory…

Él golpeó con la mano abierta un pilar de la cama, haciendo vibrar el pesado eje de madera.

– ¡No quiero oír hablar más de Risen Glory! No quiero escuchar nunca más ese nombre. Maldita sea, Kit, es sólo una plantación de algodón. No es un santuario.

– ¡No lo entiendes! Nunca lo has entendido. Risen Glory es todo lo que tengo.

– Ya me lo has dicho -dijo en voz baja-. Quizá deberías preguntarte por qué es así.

– ¿Qué quieres decir? -ella se agarró al soporte de la cama cuando él se le acercó.

– Quiero decir que tú no das nada. Eres como mi madre. Tomas todo de un hombre, hasta que le has sacado la sangre dejándolo seco. Bien, maldito sea si acabo como mi padre. Y esa es la razón por la que me voy.

– ¡No soy en absoluto como Rosemary! Simplemente no puedes aceptar el hecho que no dejaré que me domines.

– Nunca quise dominarte -dijo en voz baja-. Tampoco quise poseerte, no importa cuántas veces lo dijera. Si yo hubiese querido a una esposa a la que pudiese mantener bajo mi bota, podría haberme casado hace años. Nunca quise que te arrastraras ante de mi, Kit. Pero, maldito sea, yo tampoco me arrastrare ante tí.

Cerró la maleta y empezó a abrochar las correas de cuero.

– Cuándo nos casamos… después de esa primera noche… yo tenía la idea de que quizá de algún modo todo podría ir bien entre nosotros. Después todo fue mal demasiado rápido, y decidí que había sido un tonto. Pero cuando viniste a mí con ese camisón negro, y estabas tan asustada y tan decidida, me olvidé de todo sobre lo de ser un tonto y dejé que te deslizaras otra vez bajo mi piel.

Soltó la cartera y se enderezó. Durante un momento la contempló, y luego cerró la pequeña distancia dejada entre ellos. Sus ojos estaban llenos de un dolor que la atravesó como si fuera suyo propio. Un dolor que era suyo.

Él tocó su mejilla.

– Cuando hacíamos el amor -dijo roncamente- era como si dejáramos de ser dos personas distintas. Nunca te contenías. Me dabas tu valentía, tu suavidad, tu dulzura. Pero no había unos cimientos debajo de las relaciones sexuales… ninguna confianza o conocimiento… y por eso se volvió ácido.

Él frotó suavemente su pulgar sobre sus labios secos, su voz era apenas un susurro.

– A veces cuando estaba dentro de ti, quería usar mi cuerpo para castigarte. Me odiaba por eso -dejó caer su mano-. Últimamente he estado despertándome con un sudor frío, asustado de que algún día pudiera realmente herirte. Esta noche cuando te vi con ese vestido y te observé con otros hombres, comprendí finalmente que debía irme. Lo nuestro no está bien. Comenzamos mal, y no hemos tenido nunca una oportunidad.

Kit le agarró del brazo y lo miró fijamente a través de la neblina de sus propias lágrimas.

– No te vayas. No es demasiado tarde. Si lo intentáramos más intensamente…

Él sacudió la cabeza.

– No tengo nada dentro en mí. Estoy herido, Kit. Estoy gravemente herido.

Al agacharse, le dio un suave beso en la frente, recogió la maleta y salió de la habitación.


***

Sus palabras fueron ciertas, Cain se había ido cuando ella regresó a Risen Glory y durante el siguiente mes Kit se desplazó como una sonámbula a través de la casa. Perdía la noción del tiempo, se olvidaba de comer, y se encerraba en el gran dormitorio principal que antes había compartido con él. Un joven abogado apareció con un montón de documentos y una actitud agradable y atenta. Le mostró los papeles que le daban el título de propiedad de Risen Glory, así como el control sobre su fondo fiduciario. Tenía todo lo que siempre había querido, pero nunca se había sentido más triste.

Él se deshace de sus libros y sus caballos antes de que pueda atarse demasiado a ellos…

El abogado le explicó que el dinero que Cain había cogido de su fondo fiduciario para reconstruir el molino de algodón le había sido devuelto íntegramente. Escuchó todo lo que él le dijo, pero no le importaba lo más mínimo.

Magnus fue para recibir instrucciones, y ella lo echó. Sophronia la regañaba para que comiera, pero Kit la ignoraba. Incluso se las arregló para hacer oídos sordos frente a la preocupación de Miss Dolly.

Una triste tarde a finales de febrero, mientras estaba sentada en el dormitorio fingiendo leer, apareció Lucy para anunciar que Verónica Gamble la estaba esperando en el salón.

– Dígale que no me siento bien.

Verónica, sin embargo, no era tan fácil de disuadir. Rozando a la criada al pasar, subió las escaleras y entró en el dormitorio después de llamar. Observó el pelo despeinado y la tez amarillenta de Kit.

– Como le hubiese encantado esto a Lord Byron -dijo mordazmente -. La doncella que se marchita como una rosa moribunda, creciendo mas débil cada día. Se niega a comer y se esconde. ¿Qué diablos piensas que estas haciendo?

– Simplemente quiero estar sola.

Verónica se desprendió de una elegante capa de terciopelo color topacio y la tiró sobre la cama.

– Si no te preocupas por tí misma, podrías pensar en el niño que llevas dentro.

La cabeza de Kit se alzó rápidamente.

– ¿Cómo lo sabes?

Me encontré a Sophronia en la ciudad la semana pasada. Ella me lo contó y he decidido venir a verlo por mi misma.

– Sophronia no lo sabe. Nadie lo sabe.

– ¿No creerías que algo tan importante se le pasaría a Sophronia, verdad?

– No debería haber dicho nada.

– No le hablaste a Baron del niño, ¿verdad?

Kit intentó continuar serena.

– Si vas al salón, llamaré para que nos traigan el té.

Pero Verónica no se iba distraer.

– Por supuesto que no se lo dijiste. Eres demasiado orgullosa para eso.

Todo su brío la abandonó y Kit se hundió en la silla.

– No fue orgullo. No pensé en ello. ¿No es extraño? Estaba tan aturdida porque me estaba abandonando que olvidé decírselo.

Verónica paseo junto a la ventana, corrió la cortina y miró detenidamente hacía afuera.

– Creo que te has convertido en mujer de la manera más difícil. Pero bueno, supongo que es difícil para todas. Crecer parece más fácil para los hombres, quizá porque sus ritos de transición son más claros. Realizan actos de valentía en el campo de batalla o demuestran que son hombres a través del trabajo físico o haciendo dinero. Para las mujeres es más confuso. No tenemos ningún rito de transición. ¿Nos hacemos mujeres la primera vez que un hombre nos hace el amor? ¿Si es así por qué nos referimos a ello como la pérdida de la virginidad? ¿No implica la palabra 'pérdida' que estábamos mejor antes? Aborrezco la idea de que nos hacemos mujeres a través del acto físico de un hombre. No, yo creo que nos hacemos mujeres cuando nos damos cuenta de lo que es importante en nuestras vidas, cuando aprendemos a dar y tomar con un corazón cariñoso.

Cada palabra que Verónica pronunciaba calaba en el corazón de Kit.

– Querida -dijo Verónica en voz baja mientras se acercaba a la cama y recogía su capa -es hora de dar el último paso para convertirte en mujer. Algunas cosas en la vida son temporales y otras son eternas. Nunca estarás contenta hasta que decidas cuál es cuál.

Se fue tan rápidamente como llegó, dejando únicamente el poso de sus palabras. Kit escuchó arrancar al carruaje, cogió la chaqueta que hacía juego con su traje de montar y se la puso sobre su arrugado vestido de lana. Se escabulló fuera de la casa y se abrió paso hacia la vieja iglesia de los esclavos.

El interior era oscuro y frío. Se sentó sobre uno de los incómodos bancos de madera y pensó intensamente en lo que Verónica había dicho.

Un ratón se rascó en la esquina. Una rama golpeó en la ventana. Recordó el dolor que había visto en el rostro de Cain antes de marcharse, y en ese momento la puerta tras la cual tenía encerrado a su corazón se abrió.

No importa cuánto hubiera tratado de negarlo, no importa lo intensamente que había luchado contra ello, estaba enamorada de él. Su amor había sido escrito en las estrellas mucho antes de aquella noche de julio cuando la había bajado del muro tirando de sus pantalones. Toda su vida desde su nacimiento la había preparado para él, igual que a él lo había preparado para ella. Era la otra mitad de sí misma.

Se había enamorado de él por de sus batallas y peleas, por su obstinación y arrogancia, por esos sorprendentes y repentinos momentos en los que sabían que estaban viendo el mundo de la misma manera. Y se había enamorado de él en las profundas y secretas horas de la noche, cuando habían creado la preciada nueva vida que crecía dentro de ella.

Deseaba poder hacerlo de nuevo. Ojala le hubiera demostrado su propia dulzura, en esos momentos que él era tierno con ella. Ahora se había ido, y ella nunca le había hablado de su amor. Pero él tampoco lo había hecho. Quizá porque sus sentimientos no eran tan profundos como los de ella.

Quería correr tras él, para comenzar todo de nuevo, sin guardarse nada esta vez. Pero no podía hacerlo. Ella era la responsable del dolor que había visto en sus ojos. Y él nunca había fingido que quería una esposa, menos una esposa como ella.

Amargas lágrimas corrieron por sus mejillas. Se abrazó a sí misma y aceptó la verdad. Cain estaba contento de haberse librado de ella.

Pero había otra verdad que necesitaba aceptar. La hora de hacerse con las riendas de su vida había llegado. Había estado atrapada en la autocompasión durante suficiente tiempo. Podría llorar en la privacidad de su dormitorio por la noche, pero durante el día necesitaba mantener los ojos secos y la cabeza despejada. Había trabajo que hacer y gente que dependía de ella. Había un bebé que la necesitaba.


***

El bebé nació en julio, casi cuatro años después de aquella calurosa tarde en que Kit llegó a Nueva York para matar a Baron Cain. El bebé fue una niña, con pelo rubio como el de su padre y sorprendentes ojos violetas rodeados por diminutas y negras pestañas. Kit le puso Elizabeth y la llamaba Beth.

El parto fue largo, pero el nacimiento tuvo lugar sin complicaciones.

Sophronia permaneció a su lado hasta el final mientras que Miss Dolly revoloteaba por la casa, apartando a todo el mundo de su camino y haciendo trizas tres de sus pañuelos. Más tarde los primeros visitantes de Kit fueron los Rawlins y Mary Cogdell, que parecían patéticamente aliviados al ver que el matrimonio con Cain había producido finalmente un bebé, aunque hubiese tardado doce meses en llegar.

Kit pasó el resto del verano recuperando las fuerzas y enamorándose profundamente de su hija. Beth era una niña dulce y tranquila, más feliz cuando estaba en los brazos de su madre. Por la noche, cuando se despertaba para que la alimentaran, Kit podía arroparla cerca de ella en la cama, donde las dos dormitaban hasta el amanecer… Beth contenta con el dulce y lechoso pecho de su madre y Kit llena de amor por este precioso bebé que era un regalo que le había entregado Dios cuando más lo necesitaba.

Verónica le escribía cartas regularmente y de vez en cuando iba de visita desde Charleston. Un profundo afecto creció entre las dos mujeres. Verónica todavía hablaba de forma escandalosa sobre su deseo de hacer el amor con Cain, pero Kit ahora reconocía sus declaraciones como un intento poco sutil de estimular los celos de Kit y mantener vivo sus sentimientos por su marido. Como si necesitara algo más para recordarle el amor que sentía por su marido.

Con los secretos del pasado barridos, la relación de Kit con Sophronia se hizo más profunda. Las dos aún peleaban como siempre, pero ahora Sophronia hablaba libremente y Kit estaba más cómoda en su presencia. A veces, sin embargo, a Kit le dolía el corazón cuando veía el rostro de Sophronia suavizarse con un amor profundo y constante al captar la mirada de Magnus. Su fuerza y bondad habían colocado los últimos restos de los fantasmas de Sophronia en el pasado.

Magnus comprendía la necesidad de Kit de hablar de Cain, y por las noches mientras se sentaban en el pórtico, él le contaba todo lo que sabía sobre el pasado de su marido: Su niñez, los años de vagar, su valentía durante la guerra. Ella lo absorbía todo.

A principios de septiembre se encontró con energías renovadas y un conocimiento mas profundo de sí misma. Verónica le había dicho una vez que debía determinar qué cosas en la vida eran temporales y cuales eternas. Mientras montaba por los campos de Risen Glory, por fin entendió lo que Verónica quería decir. Ya era hora de buscar a su marido.

Desgraciadamente, comprobó que era más fácil en la teoría que en la práctica. El abogado que manejaba los asuntos de Cain sabía que había estado en Natchez, pero desde entonces no había tenido noticias suyas. Kit se enteró de que las ganancias de la venta del molino de algodón habían permanecido intactas en un banco de Charleston. Por alguna razón, se había marchado prácticamente pobre.

Preguntó a lo largo de todo el Mississippi. La gente le recordaba pero nadie parecía saber donde había ido.

A mediados de octubre, cuando Verónica llegó de Charleston para hacerle una visita, Kit estaba desesperada.

– He preguntado por todas partes pero nadie sabe dónde está.

– Está en Texas, Kit. En una ciudad llamada San Carlos.

– ¿Sabías dónde estaba todo este tiempo y no me lo has dicho? ¿Cómo has podido hacer eso?

Verónica ignoró el humor de Kit y tomó un sorbo de té.

– En realidad, querida, nunca me preguntaste.

– ¡No creí que tuviese que hacerlo!

– Te enfada que me haya escrito a mí y a tí no.

Kit quería abofetearla, pero como de costumbre, Verónica tenía razón.

– Estoy asegura que has estado enviándole toda clase de mensajes seductores.

Verónica sonrió.

– Desgraciadamente no. Era su manera de mantenerse en contacto contigo. Sabía que si algo iba mal yo se lo diría.

Kit se sintió enferma.

– Así que él sabe sobre Beth, pero ni siquiera así volverá.

Verónica suspiró.

– No, Kit él no sabe sobre ella, y no estoy segura de haber hecho lo correcto al no contárselo. Pero decidí que no eran mis noticias por lo que no debía compartirlas. No soportaría veros más heridos de lo que ya lo estáis.

Su ira estaba olvidada y Kit presionó a Verónica.

– Por favor. Dime todo lo que sabes.

– Los primeros meses se desplazaba en embarcaciones fluviales y vivía de lo ganaba en las mesas de póker. Luego se marchó a Texas y trabajó como guardia armado en una de las líneas de las diligencias. Un trabajo detestable, en mi opinión. Durante algún tiempo arreó ganado. Y ahora está dirigiendo un palacio de juego en San Carlos.

Kit sentía un fuerte dolor mientras escuchaba. Los viejos patrones de conducta de la vida de Cain se estaban repitiendo.

Estaba yendo a la deriva.

21

Kit llegó a Texas la segunda semana de noviembre. Fue un viaje largo, que se hizo aún más arduo por el hecho de que no viajaba sola.

El desierto de Texas fue una sorpresa para ella. Era tan diferente de Carolina del Sur… llanas praderas del este de Texas y ciudades interiores, más inhóspitas y lejanas, donde los sinuosos árboles crecían en irregulares rocas y las plantas rodadoras corrían de un lado a otra a través del áspero y montañoso terreno. Le dijeron que los cañones se desbordaban cuando llovía, llevándose a veces rebaños enteros de ganado, y que en el verano, el sol cocía la tierra hasta que se endurecía y se agrietaba. Aún así, había algo en esa tierra que le resultaba atractivo. Quizá el desafío que planteaba.

Cuanto más se acercaba a San Carlos, más insegura se sentía de lo que había hecho. Ahora tenía preciadas responsabilidades, y sin embargo, había abandonado su entorno familiar para buscar a un hombre que nunca le había dicho que la amaba.

Cuando subía los peldaños de madera que llevaban al palacio del juego " La Rosa Amarilla ", su estómago se enroscó en apretados y dolorosos nudos. Apenas había podido comer durante días y esta mañana, ni los apetitosos olores que subían del comedor del cercano Hotel Ranchers habían podido tentarla. Había estado perdiendo el tiempo mientras se vestía, arreglándose el pelo de una forma, y después de otra, cambiándose de vestido varias veces y buscando botones o ganchos desabrochados que pudiera haber pasado por alto.

Finalmente, había decidido llevar el vestido gris paloma con el encaje rosa. Era el mismo vestido que había llevado en su regreso a Risen Glory.

Había añadido el sombrero que hacía conjunto y cubierto con un velo su rostro. La reconfortó un poco la ilusión de que estaba volviendo a empezar de nuevo. Pero el vestido ahora se ajustaba de forma diferente, más ajustado en el pecho, como recordatorio de que todo había cambiado.

Su mano enguantada temblaba ligeramente cuando alcanzó la alegre puerta que conducía al bar. Vaciló un momento, tiró hacía ella, y entró.

Había oído que la Rosa Amarilla era el mejor y más caro de los salones de San Carlos. Tenía papel pintado en rojo y oro, y una lámpara de araña. La barra de caoba, acabada de forma florida, recorría la longitud de la sala, y detrás había colgado un retrato de una mujer tumbada desnuda, con rizos dorados y una rosa amarilla atrapada entre los dientes. La habían pintado contra un mapa de Texas, de modo que lo alto de su cabeza descansaba cerca de Texarkana y los pies se ondulaban a lo largo del Río Grande. El retrato dio a Kit un renovado golpe de valor. La mujer le recordaba a Verónica.

Todavía no era mediodía, y había pocos hombres sentados. Uno por uno, dejaron de hablar y se giraron para estudiarla. Aunque no podían ver sus facciones claramente, su vestido y su comportamiento indicaban que no era una mujer que perteneciera al salón, aunque éste fuera el elegante La Rosa Amarilla.

El barman se aclaró la garganta nerviosamente.

– ¿Puedo ayudarla, Señora?

– Me gustaría ver a Baron Cain.

Él echó un vacilante vistazo hacía las escaleras de la parte posterior y luego al vaso que estaba limpiando.

– No hay nadie aquí con ese nombre.

Kit pasó por delante de él y se abrió paso hacia las escaleras.

El hombre corrió alrededor de la barra.

– ¡Eh! ¡Usted no puede subir ahí!

– Míreme – Kit no aflojó el paso-. Y si no quiere que invada la habitación incorrecta, tal vez debería decirme exactamente dónde puedo encontrar al señor Cain.

El barman era un hombre gigante, con un pecho de barril y brazos como dos jamones. Estaba acostumbrado a tratar con vaqueros borrachos y bandidos armados que buscaban hacerse una reputación, pero estaba indefenso ante una mujer que, evidentemente, era una dama.

– Última habitación a la izquierda -musitó-. Voy a tener serios problemas.

– Gracias.

Kit subió las escaleras como una reina, con los hombros hacía atrás y la cabeza alta. Esperaba que ninguno de los hombres que la miraban pudiera adivinar lo asustada que estaba.


***

Se llamaba Ernestine Agnes Jones pero para los hombres en La Rosa Amarilla, era simplemente Red River Ruby. Igual que la mayoría de las personas que venían al Oeste, Ruby había enterrado su pasado junto con su nombre y nunca volvió a mirar atrás.

A pesar de los polvos, de las cremas y de los labios cuidadosamente coloreados, Ruby parecía más vieja que sus veintiocho años. Había tenido una vida dura y eso se notaba. Todavía era atractiva con un rico pelo castaño y pechos como almohadas. Hasta hace poco, pocas cosas habían sido fáciles para ella, pero todo eso había cambiado con la conveniente muerte de su último amante. Ahora era la propietaria de La Rosa Amarilla y la mujer más codiciada de San Carlos… es decir, pretendida por cada hombre excepto el que ella quería.

Hizo un mohín cuando lo miró a través del dormitorio. Él se estaba remetiendo una camisa de lino por unos pantalones de paño negro, que se le ajustaban lo suficiente en la entrepierna como para renovar su determinación.

– Pero dijiste que me llevarías a dar un paseo en mi nueva calesa. ¿Por qué hoy no?

– Tengo cosas que hacer, Ruby -dijo bruscamente.

Ella se inclinó un poco hacia adelante de modo que el cuello de su roja y arrugada bata, cayera abriéndose más, pero él parecía no darse cuenta.

– Alguien podría pensar que aquí el jefe eres tú, no yo. ¿Qué tienes que hacer que es tan importante que no puede esperar?

Cuando no le respondió, decidió no presionarlo. Lo había hecho una vez, y no cometería ese error de nuevo. En su lugar, mientras caminaba alrededor de la cama hacia él, deseó poder romper la regla no escrita del Oeste e interrogarlo sobre su pasado.

Sospechaba que había un precio por su cabeza. Eso explicaría el aire de peligro que formaba parte de él tanto como el conjunto de su mandíbula. Era tan bueno con los puños como con el revólver, y la expresión firme y vacía de sus ojos le producía un escalofrió siempre que lo miraba. Sin embargo sabía leer y eso no encajaba con ser un fugitivo.

Una cosa era segura, no era un mujeriego. Parecía no darse cuenta que no había una sola mujer en San Carlos que no levantaría sus enaguas para él si tuviera la oportunidad. Ruby había tratado de meterse en su cama desde que lo había contratado para ayudarle a dirigir La Rosa Amarilla. Hasta ahora, no había tenido éxito, pero él era el hombre más apuesto que había visto nunca, y todavía no iba a abandonar.

Se paró delante de él y puso una mano sobre la hebilla de su cinturón y otra sobre su pecho. Ignoró la llamada en la puerta, y deslizó los dedos en el interior de su camisa.

– Podría ser realmente buena contigo si me dieras la oportunidad.

No fue consciente de que la puerta se había abierto hasta que él levantó la cabeza y miró por encima de ella. De manera impaciente, se dio la vuelta para ver quién los había interrumpido.

El dolor golpeó a Kit como una avalancha. Vio la escena ante ella en fragmentos separados… una bata chillona, roja y arrugada, grandes pechos blancos, una boca intensamente pintada abierta de indignación. Y después, no vio nada más que a su marido.

Parecía más viejo de lo que recordaba. Sus rasgos eran más finos y duros, con profundas arrugas en las esquinas de los ojos y cerca de la boca. Llevaba el pelo más largo, cubriéndole totalmente la parte posterior del cuello. Parecía un proscrito. ¿Tendría ese aspecto durante la guerra? ¿Atento y cauteloso, como una cuerda desgastada tan tirante que estaba apunto de romperse?

Una expresión cruda se reflejó en su cara y después su rostro se cerró como una puerta con llave.

La mujer se encaró con ella.

– ¿Quién diablos crees que eres para interrumpir de este modo? Si vienes buscando trabajo, puedes arrastrar tu culo abajo y esperar hasta que yo llegue.

Kit dio la bienvenida a la cólera que llenaba su cuerpo. Subió el velo de su sombrero con una mano y con la otra empujó la puerta de vuelta a sus bisagras.

– Usted es la que tiene que irse. Yo tengo asuntos privados con el señor Cain.

Los ojos de Ruby se entrecerraron.

– Conozco a las de tu tipo. La niña de clase alta que viene al Oeste y piensa que el mundo le debe la vida. Bien, este es mi lugar y aquí ninguna señoritinga va a decirme qué hacer. Puedes poner esos aires cuando regreses a Virginia, Kentucky o de dondequiera que vengas, pero en La Rosa Amarilla, mando yo.

– Fuera de aquí -dijo Kit, en voz baja.

Ruby se ajustó el cinturón de la bata y avanzó de modo amenazador.

– Te haré un favor hermana, voy a enseñarte que las cosas son distintas aquí en Texas.

Cain habló discretamente desde el otro lado de la habitación.

– Mi mejor consejo, Ruby… no te metas con ella.

Ruby dio un bufido desdeñoso, dio otro paso hacia adelante y se encontró el cilindro de una pistola de cañón corto.

– Fuera de aquí -dijo Kit suavemente-. Y cierra la puerta cuando salgas.

Ruby miró boquiabierta la pistola y luego hacia atrás a Cain.

Él se encogió de hombros.

– Vete.

Con una última mirada especulativa a la dama de la pistola, Ruby salió deprisa de la habitación y cerró de golpe la puerta.

Ahora que estaban definitivamente solos, Kit no podía recordar ni una palabra del discurso que tan cuidadosamente había ensayado. Se dio cuenta de que todavía sujetaba la pistola y que estaba apuntando a Cain. Rápidamente la devolvió a su bolso.

– No estaba cargada.

– Gracias a Dios por los pequeños favores.

Ella había imaginado su reencuentro cientos de veces, pero nunca había imaginado a este desconocido de ojos fríos, recién salido de los brazos de otra mujer.

– ¿Que estas haciendo aquí? -preguntó él finalmente.

– Buscándote.

– Ya veo. Bien, me has encontrado. ¿Qué quieres?

Ojala se moviera, quizás así podría encontrar las palabras que necesitaba decir, pero él permanecía de pie rígidamente, como si su simple presencia lo incomodara.

De repente todo fue demasiado… el extenuante viaje, la horrible incertidumbre y ahora esto… encontrarlo con otra mujer. Manoseó torpemente en el interior de su bolso y sacó un grueso sobre.

– Quería traerte esto -lo puso sobre la mesa junto a la puerta, se dio la vuelta, y salió.

El pasillo parecía no acabar nunca, y también las escaleras. Tropezó a mitad de las escaleras y apenas consiguió agarrarse para no caer. Los hombres sentados a la barra estiraron los cuellos para mirarla. Ruby estaba de pie al final de la escalera, llevando aún su bata roja. Kit la rozó al bajar y se abrió paso hacia las alegres puertas del bar.

Casi las había alcanzado cuando lo oyó detrás de ella. Unas manos agarraron sus hombros y la hicieron girar. Sus pies dejaron el suelo cuando Cain la cogió entre sus brazos. Sujetándola contra su pecho, la llevó a la parte posterior a través del bar.

Subió las escaleras de dos en dos. Cuándo llegó a su habitación, pateó la puerta con el pie y la cerró igual.

Al principio no parecía saber qué hacer con ella; luego la echó sobre la cama. Durante un momento la miró fijamente, con expresión aún inescrutable. Entonces atravesó la habitación y recogió el sobre que le había llevado.

Ella estaba tendida silenciosamente mientras leía.

Él echo un vistazo a las páginas una vez, rápidamente, y luego volvió al principio y las leyó más cuidadosamente. Finalmente la miró por encima de las hojas, sacudiendo la cabeza.

– No puedo creer que lo hayas hecho. ¿Por qué Kit?

– Tuve que hacerlo.

Él la miró bruscamente.

– ¿Te forzaron?

– Nadie podría forzarme a hacerlo.

– ¿Entonces por qué?

Ella se incorporó al borde de la cama.

– Era el único camino que tenía.

– ¿Qué quieres decir? ¿El único camino para qué?

Cuando ella no le respondió inmediatamente, tiró los papeles al suelo y fue hacia ella.

– ¡Kit! ¿Por qué has vendido Risen Glory?

Ella se miró detenidamente las manos, demasiado entumecida para hablar.

Él se pasó bruscamente los dedos por el pelo, parecía estar hablándose más a si mismo que a ella.

– No puedo creer que vendieras esa plantación. Risen Glory significa todo para ti. Y por diez dólares el acre. Eso es solamente una fracción de lo que realmente vale.

– Quería deshacerme de ella rápidamente, y encontré al comprador adecuado. Deposité el dinero en tu cuenta en Charleston.

Cain estaba aturdido.

– ¿Mi cuenta?

– Era tu plantación. Tu dinero puso a Risen Glory otra vez en pie.

Él no dijo nada. El silencio se extendió entre ellos hasta que pensó que gritaría si no lo llenaban.

– Te gustará el hombre que la compró -dijo finalmente

– ¿Por qué Kit? Dime por qué

¿Estaba imaginándolo, o podía detectar un ligero insulto en su voz? Ella pensó en Ruby apretujándose contra de él. ¿Cuántas otras mujeres había tenido así desde que la había abandonado? Seguro que muchas más de las que a ella le gustaría. Parecería tonta cuando se lo explicara pero ya no le importaba su orgullo. Allí no habría más mentiras por su parte, expresadas o no expresadas, solamente la verdad.

Levantó la cabeza, luchando contra el nudo que se formaba en su garganta. Él permanecía de pie en las sombras de la habitación. Estaba contenta de no tener que ver su rostro mientras hablaba.

– Cuando me dejaste -dijo despacio -pensé que mi vida había acabado. Al principio te culpé a tí, y después a mí misma. Hasta que no te marchaste no me dí cuenta de lo mucho que te amaba. Te amaba desde hacía mucho tiempo pero no iba a admitirlo, de modo que lo escondí bajo otros sentimientos. Quise venir a buscarte enseguida, pero eso no era… no era práctico. Además, he actuado impulsivamente demasiado a menudo, y necesitaba estar segura de lo que estaba haciendo. Y quería asegurarme que cuando te encontrara, cuando te dijera que te amo, tú me creerías.

– Así que decidiste vender Risen Glory -su voz sonaba espesa.

Los ojos de Kit se llenaron de lágrimas.

– Iba a ser la prueba de mi amor. Iba a agitarlo bajo tus narices como un estandarte. ¡Mira lo que he hecho por ti! Pero cuando finalmente la vendí, descubrí que Risen Glory era solamente un trozo de tierra. No era un hombre para abrazarte, hablar contigo y hacer una vida juntos -su voz se entrecortó y se levantó para tratar de cubrir su debilidad-. Entonces hice algo muy tonto. Cuando planeas cosas con la imaginación, a veces resultan mejor que en la vida real.

– ¿Qué?

– Le dí a Sophronia mi fondo fiduciario.

Hubo una suave y sobresaltada exclamación desde las sombras de la habitación, pero ella apenas la escuchó. Sus palabras salían en breves y bruscos estallidos.

– Quería deshacerme de todo, de modo que te sintieras responsable de mí. Era una póliza de seguro en caso de que tú no me quisieras. Podría mirarte y decirte que tanto si me querías como si no, tendrías que llevarme contigo, pues no tengo otro lugar dónde ir. Pero no estoy tan desamparada. Nunca me quedaría contigo porque te sintieras responsable de mí. Eso sería peor que estar separados.

– ¿Y fue tan horrible estar separados?

Ella levantó la cabeza ante la inconfundible ternura de su voz.

Él salió de las sombras, y los años parecieron haberse esfumado de su rostro. Los ojos grises que siempre le habían parecido tan fríos, ahora estaban rebosantes de emoción.

– Sí -susurró ella.

Él ya estaba junto a ella, abrazándola, levantándola.

– Mi dulce, dulce Kit -gimió, enterrando el rostro en su pelo-. Dios querido, cómo te he echado de menos. Cómo te quiero. Desde que te dejé sólo he soñado con estar contigo.

Estaba en sus brazos otra vez. Trató de respirar hondo, pero se transformó en un sollozo cuando aspiró su familiar olor a limpio. Sentir su cuerpo contra ella después de tantos meses era más de lo que podía soportar. Él era su otra mitad, la parte que le había faltado durante tanto tiempo. Y ella era la otra mitad de él.

– Quiero besarte y hacerte el amor más de lo que nunca he querido nada.

– ¿Entonces, por qué no lo haces?

Él contempló el rostro alzado hacia él, y el asombro se reflejó en su expresión.

– ¿Me dejarías hacer el amor contigo después de encontrarme con otra mujer?

El dolor era una puñalada afilada, pero lo superó.

– Supongo que en parte soy la responsable. Pero será mejor que no vuelva a ocurrir.

– No -su sonrisa era suave y tierna-. Amas de la misma forma que haces todo lo demás ¿verdad? Sin condiciones. Te llevó menos tiempo que a mí descubrir como hacerlo bien.

Él retrocedió.

– Te voy a soltar ahora mismo. No será fácil pero hay algunas cosas que debo decirte, y no puedo pensar correctamente cuando te estoy abrazando así.

La soltó con una agonizante lentitud y se alejó sólo lo suficiente como para no tocarla.

– Mucho antes de abandonarte sabía que te amaba, pero no fui tan inteligente como tú. Traté de atarte y ponerte condiciones. No tuve las agallas para ir hacia tí y decirte cómo me sentía, de la misma forma en que tú lo acabas de hacer. En lugar de ello, salí corriendo. Justo como he hecho toda mi vida cuando sentía algo o a alguien acercarse demasiado a mí. Bien, estoy cansado de correr, Kit. No tengo ninguna forma de probártelo. No tengo un estandarte para agitarlo bajo tus narices. Pero te amo y me marchaba a recuperarte. Ya me había decidido. De hecho, justamente iba a decirle a Ruby que me iba cuando irrumpiste por esa puerta.

A pesar del inconfundible mensaje de amor que estaba escuchando, Kit no pudo evitar una mueca de dolor ante la mención del nombre de la cantinera.

– Apaga ese fuego de tus ojos, Kit. Debo hablarte de Ruby.

Pero Kit no quería escucharlo. Sacudió la cabeza y trató de luchar contra la traición que suponía lo que él había hecho.

– Quiero que me escuches -insistió él-. No más secretos, aunque esta parte no es fácil para mí -respiró profundamente-. Yo… yo no he sido el mejor amante del mundo desde que te dejé. No he… no he sido ningún tipo de amante en absoluto. Durante mucho tiempo me mantuve lejos de las mujeres, de modo que no pensaba en ello. Luego vine a trabajar a La Rosa Amarilla, y Ruby estaba bastante decidida, pero lo que viste hoy fue totalmente unilateral por su parte. Nunca la he tocado.

El ánimo de Kit renació.

Él se metió una mano en el bolsillo y se apartó ligeramente de ella, una parte de su anterior tensión volvió.

– Sé lo que supones. Ruby no es muy bella, pero eso es distinto para un hombre. Tanto tiempo sin una mujer, y ella se me insinuaba continuamente…viniendo a mi habitación vestida como la has visto hoy, dejándome ver claramente sus intenciones. ¡Pero no he sentido nada por ella!

Dejó de hablar y la miró como si esperara algo. Kit estaba empezando a desconcertarse. Parecía más un hombre que confiesa una infidelidad, que uno que confiesa su fidelidad. ¿Habría algo más?

Su confusión debía notarse.

– ¿No lo entiendes Kit? ¡Ella se ofrecía en cualquier sitio y a mí no me excitaba!

Ahora Kit entendió y la felicidad explotó dentro de ella como si el mundo entero hubiese sido creado de nuevo.

– ¿Estás preocupado por tu virilidad? ¡Oh cariño! -con una gran carcajada, se lanzó a través de la habitación hacía sus brazos. Cogió su cabeza y la bajó, llevando su boca a la suya. Ella hablaba, reía y lo besaba todo al mismo tiempo-. Oh cariño, mi amor… mi querido y gran tonto. ¡Cómo te amo!

Fue un sonido ronco y firme, desde lo más profundo de su garganta, y entonces él la atrapó en sus brazos. Su boca se volvió insaciable.

El beso fue intenso y dulce, lleno del amor del que por fin habían hablado, del dolor que finalmente habían compartido.

Pero habían estado separados durante demasiado tiempo, y a sus cuerpos no les bastaban sólo los besos. Cain, que solo unos momentos antes había dudado de su virilidad, ahora se encontraba dolorido por el deseo. Kit lo sintió, lo anheló, y en el último instante antes de perder la razón, recordó que no se lo había contado todo.

Con su última pizca de voluntad, se retiró y dijo con voz entrecortada

– No he venido sola.

Sus ojos estaban vidriosos por la pasión, y pasó un momento antes de que él entendiera.

– ¿No?

– No, yo…Miss Dolly ha venido conmigo.

– ¡Miss Dolly! -Cain se río, un alegre rugido que comenzaba en sus botas y que crecía más fuerte hacía arriba-. ¿Has traído a Miss Dolly a Texas?

– He tenido que hacerlo. No me dejaba marcharme sin ella. Y tú mismo dijiste que estábamos obligados a cargar con ella. Es nuestra familia. Además, la necesito.

– Oh, eres dulce… Dios mió, cómo te amo -se acercó otra vez, pero ella retrocedió rápidamente.

– Quiero que vengas al hotel.

– ¿Ahora?

– Sí. Tengo algo que enseñarte.

– ¿Tengo que verlo ahora mismo?

– Oh, sí. Definitivamente ahora mismo.


***

Cain señaló algunos de los lugares de interés de San Carlos mientras andaban por la desigual acera de madera. Mantenía su mano apretando la de ella colocado en el hueco de su codo, pero sus respuestas distraídas pronto hicieron evidente que sus pensamientos estaban en otro lugar. Contento con el simple hecho de tenerla junto a él, se calló.

Miss Dolly estaba esperando en la habitación que Kit había alquilado. Se rió como una colegiala cuando Cain la cogió y la abrazó. Después, con un rápido y preocupado vistazo a Kit, se marchó para visitar la tienda general al otro lado de la calle, y hacer algunas compras para sus queridos y canosos niños.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Kit se giró hacia Cain. Estaba pálida y nerviosa.

– ¿Que pasa? -preguntó él.

– Tengo una… una especie de regalo para ti.

– ¿Un regalo? Pero yo no tengo nada para ti.

– Eso no es… exactamente verdad -dijo ella con indecisión.

Perplejo la observó escabullirse por una segunda puerta que llevaba a una habitación contigua. Cuando volvió, sujetaba un pequeño bulto blanco en sus brazos.

Se acercó a él despacio, con una expresión tan llena de súplica que casi le rompió el corazón. Y entonces el bulto se movió.

– Tienes una hija -dijo en voz baja-. Su nombre es Elizabeth, pero yo la llamo Beth. Beth Cain.

Él miró hacia abajo, a un diminuto rostro en forma de corazón. Todo en ella era delicado y estaba perfectamente formado. Tenía una pelusa de pelo rubio claro, pequeñas cejas oscuras, y una nariz minúscula. Sintió un fuerte pinchazo en las entrañas. ¿Había ayudado a crear algo tan perfecto? Y entonces el corazón bostezó y agito sus rosados parpados hasta abrirlos, y en un segundo, perdió su corazón por un par de ojos violetas.

Kit vio cómo esto ocurría entre ellos de forma inmediata y sintió que nada en su vida, podría ser alguna vez tan dulce como este momento. Apartó la mantita de modo que él pudiera ver el resto de ella. Entonces le ofreció a la niña.

Cain la contempló con aire vacilante.

– Vamos -sonrió tiernamente-. Cógela.

Él tomo al bebé en su pecho, sus grandes manos casi abarcaban el pequeño cuerpo. Beth se movió y giró la cabeza para mirar al nuevo extraño que la estaba sujetando.

– Hola, Corazón -dijo en un susurro.


***

Cain y Kit pasaron el resto de la tarde jugando con su hija. Kit la desvistió para que así su padre pudiera contarle los dedos de las manos y de los pies. Beth realizó todos sus trucos como una campeona: Sonriendo con los ruidos graciosos que le dirigían, tratando de agarrar los grandes dedos que había puestos a su alcance, y haciendo felices sonidos de bebé cuándo su padre soplaba en su barriga.

Miss Dolly les hizo una breve visita, y cuando vio que todo iba bien, desapareció en la otra habitación y se echó para tomar su propia siesta. La vida era peculiar, pensó, cuando estaba apunto de dormirse, pero también era interesante. Ahora tenía a la pequeña y dulce Elizabeth en quien pensar. Era indudablemente su responsabilidad. Después de todo, apenas podía contar con Katharine Louise para asegurarse que la niña recibiera la instrucción necesaria para ser una gran dama. Había tanto que hacer. Su cabeza empezó a dar vueltas como una peonza. Era una tragedia, desde luego, lo qué estaba ocurriendo en la Cámara del Tribunal de Appomattox, pero probablemente fuese lo mejor para todos.

Ahora estaba demasiado ocupada para preocuparse por el resultado de la guerra…

En la otra habitación, Beth empezó finalmente a inquietarse. Cuando frunció la boca y dirigió un resuelto aullido de protesta hacia su madre, Cain pareció alarmado.

– ¿Qué le pasa?

– Está hambrienta. He olvidado alimentarla.

Cogió a Beth de la cama donde habían estado jugando, y la llevó a una silla cerca de la ventana. Cuando se sentó, Beth giró la cabeza y empezó a hociquear en el tejido gris paloma que cubría el pecho de su madre. Cuándo no ocurrió nada de forma inmediata, se puso más frenética.

Kit la contempló, entendiendo su necesidad, pero de repente se sintió tímida por realizar este acto tan íntimo frente a su marido.

Cain estaba tendido repantigado al otro lado de la cama, mirándolas. Vio la angustia de su hija e intuía la timidez de Kit. Despacio se puso de pie y se acercó a ellas. Extendió la mano y tocó a Kit en la mejilla. Luego la bajó a la cascada de encaje gris de su garganta. Suavemente la aflojó con los dedos para exponer una fila de botones rosa perla que había debajo. Los desabrochó y apartó el vestido.

La cinta azul de su camisola interior se soltó con un único tirón. Él vio los regueros de sentimentales lágrimas en las mejillas de Kit y se inclinó para besarlas. Luego abrió la camisola de modo que su hija pudiese alimentarse.

Beth se agarró ferozmente con su diminuta boca. Cain rió y besó los regordetes pliegues de su cuello. Luego giró la cabeza y sus labios tocaron el lleno y dulce pecho que la alimentaba. Cuando los dedos de Kit se enrollaron en su pelo, él supo finalmente que tenía un hogar y que nada sobre la tierra lo haría abandonarlo.


***

Todavía había promesas que debían ser selladas entre ellos. Esa noche, con Beth arropada segura en la cama donde Miss Dolly podría velar por ella, salieron a caballo hacia un cañón al norte de la ciudad.

Mientras montaban, hablaron de los meses perdidos entre ellos, al principio solamente de los acontecimientos y luego de sus sentimientos. Hablaban en voz baja, a veces en la mitad de una frase, terminaban frecuentemente los pensamientos el uno del otro. Cain habló de su culpa por abandonarla, abrumado ahora que sabía que estaba embarazada. Kit habló de la forma en que había utilizado Risen Glory como una brecha para mantenerlos separados. Compartir su culpabilidad debería haber sido difícil, pero no lo fue.

Ni tampoco lo fue el perdón mutuo que se ofrecieron.

Vacilantemente al principio y luego con más entusiasmo, Cain le habló de un trozo de tierra que había visto al este, cerca de Dallas.

– ¿Cómo te sentirías si construyera otro molino de algodón? El algodón se va a convertir en un gran cultivo en Texas, más grande que en cualquier otro estado del Sur. Y Dallas parece un buen lugar para criar una familia -la miró fijamente-. O tal vez quieras volver a Carolina del Sur y construir allí otro molino. También estará bien para mí.

Kit sonrió.

– Me gusta Texas. Parece el lugar adecuado para nosotros. Una tierra nueva y una vida nueva.

Durante algún tiempo montaron silenciosamente satisfechos. Finalmente, Cain habló.

– No me has dicho quién ha comprado Risen Glory. Diez dólares el acre. Todavía no puedo creer que lo vendieras por eso.

– Es un hombre especial -lo miró maliciosamente-. Puede que lo recuerdes. Magnus Owen.

Cain echó la cabeza hacía atrás y rió.

– Magnus tiene Risen Glory y Sophronia tiene tu fondo fiduciario.

– Simplemente parecía lo correcto.

– Muy correcto.

Las sombras profundas y frías de la noche los envolvieron cuando entraron en el pequeño y desierto cañón. Cain ató los caballos a un sauce negro, sacó su saco de dormir de detrás de la silla, y cogió a Kit de la mano. La llevó al borde de un pequeño arroyo que serpenteaba a través del suelo del cañón. La luna los miraba, una redonda y brillante esfera que pronto los bañaría con su luz plateada.

Miró hacia ella. Llevaba un sombrero de ala plana y una de sus camisas de franela sobre unos pantalones de montar color beige.

– No pareces muy distinta de cuando te hice bajar de mi muro. Excepto que ahora, nadie podría confundirte con un chico.

Sus ojos se desplazaron hacia sus pechos, visibles incluso bajo su enorme camisa y ella lo deleitó con su rubor. Alisó el saco de dormir, le quitó el sombrero y después se quitó el suyo, y dejó ambos en la mohosa orilla del arroyo.

Tocó los pequeños pendientes de plata que ella tenía en los lóbulos de las orejas y después su pelo, enrollado en un grueso moño a la altura de la nuca.

– Quiero soltarte el pelo.

Sus labios se curvaron dándole permiso dulcemente.

Sacó los alfileres uno a uno y los puso cuidadosamente en el interior de su propio sombrero. Cuando la brillante nube de pelo cayó finalmente libre, él lo cogió en sus manos y lo llevó suavemente a sus labios.

– Dios querido, cómo te he echado de menos.

Ella puso los brazos a su alrededor y alzó la vista para mirarlo fijamente.

– Esto no va a ser un matrimonio de cuento de hadas, ¿verdad, cariño?

Él sonrió suavemente.

– No veo cómo. Somos tan irascibles como tercos. Vamos a discutir.

– ¿Te importará mucho?

– No lo querría de otra manera.

Ella presionó la mejilla en su pecho.

– Los príncipes de los cuentos de hadas siempre me han parecido aburridos.

– Mi rosa salvaje de las profundidades del bosque. Nuestra vida en común nunca será aburrida.

– ¿Qué me has llamado?

– Nada -silenció su pregunta con sus labios-. Nada en absoluto.

El beso que comenzó suavemente, creció hasta que hizo que ambos ardieran en llamas. Cain introdujo los dedos en su pelo y sostuvo su cabeza entre sus manos.

– Desnúdate para mí, ¿lo harás, cariño? -gimió suavemente-. He soñado con esto durante mucho tiempo.

Ella supo en seguida cómo debía hacerlo para darle mayor placer. Lanzándole una abierta sonrisa guasona, se quitó las botas y las medias, después se deshizo de los pantalones. Él gimió cuando el largo faldón de franela cayó recatadamente por debajo de sus caderas. Ella extendió la mano bajo él, tiró de sus calzones blancos, y los dejó caer junto a ella.

– No tengo nada debajo de esta camisa. Parece que he olvidado la camisola. A propósito.

Apenas podía controlarse para no saltar encima de ella y abrazarla.

– Eres una mujer perversa, señora Cain.

Su mano se desplazó al botón superior de la camisa.

– Estás a punto de descubrir qué perversa soy, señor Cain.

Nunca se desabrocharon unos botones tan lentamente. Era como si cada uno de ellos sólo pudiese ser desabrochado con el más lento de los movimientos. Incluso cuando la camisa estuvo finalmente desabotonada, la pesada tela la mantenía unida en la parte delantera.

– Voy a contar hasta diez -dijo con voz ronca.

– Cuenta todo lo que necesites, yanqui. Eso no te hará las cosas más fáciles -con una sonrisa de diablesa, se quitó la camisa lentamente, milímetro a milímetro, hasta que finalmente quedó desnuda ante él.

– No te recordaba bien -murmuró él espesamente-. Qué hermosa eres. Ven a mí, amor.

Ella corrió hacía él a través del suelo helado. Sólo cuando lo alcanzó se preguntó si aún sería capaz de complacerlo. ¿Y si el haber tenido un bebé la había cambiado?

Él cogió su mano y tiró de ella hacía él. Suavemente, ahuecó sus pechos más llenos entre sus manos.

– Tu cuerpo es diferente -ella asintió con la cabeza.

– Estoy un poco asustada.

– ¿Lo estas, mi amor? -él le levantó la barbilla y rozó su boca con la suya-. Moriría antes de hacerte daño.

Sus labios eran suaves.

– No es eso. Yo tengo miedo… de no ser capaz de complacerte.

– Tal vez yo no seré capaz de complacerte a ti -susurró él suavemente.

– Tonto -murmuró ella.

– Tonta -susurró él como respuesta.

Sonrieron y se besaron hasta que no soportaron la barrera de la ropa entre ellos. Se quitaron uno a otro lo que les quedaba, y cuando los besos se hicieron más profundos, cayeron sobre el saco de dormir.

Un jirón de nube se deslizó sobre la luna, llenando de sombras móviles las antiguas paredes del cañón, pero los amantes no se dieron cuenta. Nubes, lunas, cañones, un bebé con cara de corazón, una anciana con olor a menta… todo dejó de existir. En ese momento, su mundo era pequeño, formado únicamente por un hombre y una mujer, juntos por fin.

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