TERCERA PARTE
Una Dama Sureña

Nos hervimos a diferentes grados

Ralph Waldo Emerson "Eloquence"


7

El carruaje se inclinaba continuamente balanceándose mientras recorría el largo y tortuoso camino que llevaba hasta Risen Glory. Kit se tensó con anticipación. Después de tres años, finalmente regresaba a casa.

La grava fresca ocultaba los surcos que tenía el camino desde que podía recordar. No había ni hierbajos ni maleza, haciendo que el camino le pareciera más ancho. Sólo los árboles habían resistido el cambio. El familiar surtido de pinos, robles, tupelos y sicomoros la recibieron. En un momento tendría la casa a la vista.

Pero cuando el coche tomó la última curva, Kit ni siquiera le lanzó una ojeada. Algo más importante había llamado su atención.

Más allá de la apacible inclinación de césped, más allá del huerto y las nuevas dependencias, más allá de la misma casa, alcanzando más de lo que le permitía su vista, estaban los campos de Risen Glory. Unos campos que se parecían a los que habían sido antes de la guerra, en unas interminables filas de jóvenes plantas de algodón estirándose como cintas verdes a través del rico y oscuro suelo.

Golpeó el techo del carruaje, sorprendiendo a su acompañante, que dejó caer una ramita de menta que iba a meterse en la boca y se le cayó entre los volantes de su falda.

Dorthea Pinckney Calhoun dio un chillido de alarma.

Una Chica Templeton, aún la más rebelde, no podía viajar de ninguna manera sin acompañante, ni por supuesto, permanecer en la misma casa que un hombre soltero. Incluso el hecho de ser medio hermanos no hacía ninguna diferencia. Kit no pensaba hacer nada que diera a Cain una excusa para enviarla de vuelta, y como seguramente no querría tenerla allí, sin duda buscaría una razón.

No había sido difícil encontrar una mujer sureña sin recursos ansiosa por volver a su tierra natal, tras años de destierro con una cuñada viuda en el Norte. Miss Dolly era una pariente lejana de Mary Cogdell, y Kit había conseguido su nombre a través de una carta que recibió de la esposa del reverendo. Con su estatura pequeña y sus rizos rubios descoloridos, Miss Dolly se parecía a una antigua muñeca de porcelana. Aunque ya había pasado de los cincuenta, vestía de modo retro con faldas de muchos volantes y nunca llevaba menos de ocho enaguas debajo.

Kit ya había descubierto que era una coqueta natural, batiendo las pestañas de sus arrugados párpados a cualquier hombre que considerara un caballero. Y siempre parecía estar moviéndose. Las manos en los encajes, revoloteando sobre los mitones; tocándose sus descoloridos rizos cortos, sus fajas color pastel o flecos que ya no se llevaban. Ella hablaba de cotillones y remedios para la tos y el conjunto de perros de porcelana que habían desaparecido con su niñez. Era dulce e inofensiva y como pronto había descubierto Kit, estaba algo loca. Era incapaz de aceptar la derrota de la Gloriosa Confederación, y Miss Dolly había decidido tomarse el pequeño lujo de volver hacía atrás, a los primeros días de la guerra cuando las esperanzas eran altas y pensar en una derrota inconcebible.

– ¡Los yanquis! -exclamó Miss Dolly cuando el coche se sacudió antes de detenerse-. ¡Están atacándonos! Oh yo… Oh yo, yo…

Al principio su costumbre de referirse a acontecimientos que habían ocurrido hacía siete años como si estuvieran pasando ahora la habían desconcertado, pero Kit había comprendido rápidamente que la elegante locura de Miss Dolly era su manera de enfrentarse a una vida que le había sido imposible controlar.

– No ocurre nada -aseguró Kit -. He detenido yo el carruaje. Quiero caminar.

– Oh querida, Oh mi querida, no hagas eso. Los grupos de merodeadores están por todas partes. Y tu cara…

– Estaré bien, Miss Dolly. La veré en la casa en unos minutos.

Antes de que su acompañante pudiera protestar más, Kit salió fuera y le hizo una seña al conductor. Cuando el carruaje se alejaba, se subió a un montículo de hierba para tener mejor vista de los campos que rodeaban la casa. Se levantó el velo y se hizo sombra con la mano para evitar el sol de la tarde.

Las plantas tendrían aproximadamente seis semanas. Dentro de poco, los brotes se abrirían en las cremosas flores de cuatro pétalos que darían lugar a las cápsulas de algodón. Incluso bajo la eficiente dirección de su padre, Risen Glory nunca había parecido tan próspera. Las dependencias que habían destruido los yanquis estaban reconstruidas, y una nueva cerca blanqueada se estiraba rodeando el prado. Todo en la plantación tenía el aspecto próspero de estar bien cuidado.

Su mirada se centró en la casa de la que había sido exiliada cuando era tan pequeña. La parte frontal todavía tenía el agraciado arco, y el color era la misma sombra de crema cálida que recordaba, tintada ahora con la luz rosácea provocada por el reflejo del sol.

Pero había diferencias. Se había reparado el tejado de tejas rojas cerca de las chimeneas gemelas, las contraventanas y la puerta principal mostraban una mano fresca de pintura negra brillante, y hasta desde esa distancia, los cristales de las ventanas brillaban. Comparado con la continua devastación que había visto viniendo en el tren, Risen Glory era un oasis de belleza y prosperidad.

Las mejoras deberían haberla alegrado. En su lugar le provocaban una mezcla de ira y resentimiento. Todo esto había ocurrido sin ella. Dejó caer el velo sobre su rostro y se dirigió a la casa.

Dolly Calhoun esperaba a unos pasos del carruaje, su boca de arco de Cupido temblando por estar sola cuando había llegado a su destino. Kit la sonrió tranquilizándola, bajó los bultos y se dirigió al conductor para pagarle con lo último que le quedaba de dinero. Mientras el carruaje ya se alejaba, cogió el brazo de Miss Dolly, la ayudó a subir los escalones hacía la puerta principal y golpeó con la aldaba de latón.

Una criada joven y nueva abrió la puerta, y el resentimiento de Kit creció. Quería ver el querido y familiar rostro de Eli, pero el anciano había muerto el invierno anterior. Cain no le había permitido volver a casa para el entierro. Ahora tenía nuevos resentimientos para unir a los ya viejos y familiares.

La criada las miró curiosamente y luego a los bultos y sombrereras amontonados en la entrada.

– Me gustaría ver a Sophronia -dijo Kit.

– La señorita Sophronia no está aquí.

– ¿Cuándo volverá?

– La curandera se ha puesto enferma, y la señorita Sophronia ha ido a ver como se encuentra. No se cuando regresará.

– ¿Está el Major Cain aquí?

– Volverá de los campos en cualquier momento, pero todavía no ha llegado.

Menos mal, pensó Kit. Con un poco de suerte, estarían instaladas antes de que llegara. Tomó suavemente a Miss Dolly del brazo y la condujo a través de la puerta por delante de la estupefacta criada.

– Por favor, que alguien recoja nuestros bultos y los suba arriba. Esta es Miss Dolly Calhoun. Estoy segura que le gustaría que la subieran un vaso de limonada a su habitación. Yo esperaré al Major Cain en el salón.

Kit vio la incertidumbre de la criada pero la chica no tenía el coraje para desafiar a una visitante tan bien vestida.

– Sí, señora.

Kit se giró hacia su acompañante, más que preocupada por ver cómo reaccionaría al saber que dormiría bajo el mismo techo que un anterior oficial del ejército de la Unión.

– ¿Por qué no se echa un rato antes de la cena, Miss Dolly? Ha tenido un día largo.

– Creo que sí, dulce querida -Mis Dolly acarició el brazo de Kit-. Quiero tener mi mejor aspecto esta noche. Sólo espero que los caballeros no hablen de política durante la cena. Con el General Beauregard camino de Charleston ninguna de nosotras debe preocuparse por esos asesinos yanquis.

Kit dio a Miss Dolly un empujoncito amable hacía la atónita criada.

– La veré antes de la cena.

Después de que desaparecieran escaleras arriba, Kit tuvo finalmente tiempo de recorrer la casa. El suelo de madera brillaba encerado, y sobre la mesa del vestíbulo habían colocado un jarrón con flores de primavera. Recordaba cómo odiaba Sophronia el aspecto descuidado de la casa con Rosemary.

Cruzó el vestíbulo y entró en el salón. Las paredes habían sido pintadas nuevamente de color marfil, las molduras de verde y las cortinas amarillas de tafetán de seda se ondulaban con la brisa que entraba por las ventanas abiertas. Los muebles sin embargo eran la cómoda mezcolanza que Kit recordaba, aunque las sillas y el sofá habían sido tapizados de nuevo, y la sala olía a aceite de limón y cera de abejas en vez de moho. Los candelabros de plata brillaban y el reloj del abuelo funcionaba por primera vez desde que Kit recordaba.

El suave y rítmico tic-tac, debería tranquilizarla pero no lo hacía. Sophronia había hecho demasiado bien su trabajo. Kit parecía una forastera en su propia casa.


***

Cain miró a Vándalo, su nuevo caballo mientras lo llevaba a la cuadra. Era un buen caballo pero a Magnus se lo llevaban los demonios por haberlo cambiado por Apolo. A diferencia de Magnus, Cain no dejaba coger demasiado apego por un caballo. Desde niño aprendió a no tener aprecio a ninguna cosa.

Mientras caminaba de la cuadra a la casa, se encontró pensando en todo lo que había logrado en estos tres años. A pesar de los problemas que le causaba vivir rodeado de gente que le ignoraba, nunca se había arrepentido de vender su casa en Nueva York y trasladarse a Risen Glory. Tenía algo de experiencia con el algodón de su época en Texas antes de la guerra, y Magnus había venido al mundo en una plantación. Con la ayuda de un buen suministro de folletos agrícolas, los dos habían conseguido producir una mejor cosecha que la del año pasado.

Cain no fingió reconocer una profunda afinidad por esta tierra, no se ponía sentimental como con los animales, pero le encantaba el desafío de restaurar Risen Glory. Construir el nuevo molino en el rincón noreste de la plantación era lo que más le llenaba.

Había gastado todo lo que tenía en construir el molino. Por lo tanto, estaba en la misma situación que cuando era más joven, pero siempre le gustaba tomar riesgos. Y de momento, estaba contento.

No había dado más que un paso por la puerta posterior cuando Lucy, la criada que Sophronia había contratado recientemente, llegó corriendo.

– No ha sido culpa mía, Major. La señorita Sophronia no me dijo que esperaba visita, cuando se marchó a ver a la curandera. Esta dama ha llegado preguntando por usted y luego ha dicho que tranquilamente le esperaría en el salón.

– ¿Está todavía allí?

– Sí. Y eso no es todo. Ella ha traído…

– ¡Maldición!

Había recibido la semana pasada una carta anunciándole que un miembro de la Sociedad Protectora de Viudas y Huérfanos de la Confederación llamaría a su puerta para una contribución. Los respetables ciudadanos del lugar lo ignoraban a menos que necesitaran dinero; entonces alguna matrona acudía y le miraba con los labios fruncidos y ojos nerviosos mientras trataba de vaciarle los bolsillos. Había comenzado a sospechar que todos esos asuntos de la caridad eran en realidad una excusa para echar un buen vistazo en el interior de la guarida del perverso “Héroe de Missionary Ridge”. Le divertía contemplar luego a esas mismas mujeres, desalentar las miradas coquetas que le dirigían sus propias hijas cuando estaba de visita en la ciudad, pero él sólo re relacionaba y de forma poco frecuente con las mujeres más expertas de Charleston. Se dirigió por el pasillo hacía el salón. No le preocupaba presentarse con los pantalones marrones y camisa blanca, su ropa de trabajo. Se condenaría antes de cambiarse de ropa para recibir la visita de esas molestas mujeres. Pero lo que vio cuando entró en la sala no era lo que había esperado…

La mujer estaba de pie mirando por la ventana. A pesar de verla sólo de espaldas, vio que estaba bien vestida, insólito para las mujeres de la comunidad. Su falda onduló cuando se dio la vuelta.

Él contuvo el aliento.

Era exquisita. Llevaba un entallado vestido color gris paloma con ribetes en rosa, y una catarata de seda gris pálido caía desde su garganta hacía un par de pechos altos y redondos. Tenía un pequeño sombrero del mismo tono de rosa que el vestido colocado sobre su cabello negro como el carbón. La punta de la pluma gris caía graciosamente sobre su frente.

El resto de los rasgos de la mujer estaban cubiertos por un velo negro tan ligero como una telaraña. Unas gotas de rocío brillantes y diminutas se adherían a su tela de nido de abeja, y dejaba visible debajo sólo una húmeda boca. Eso y un par de pequeños y brillantes pendientes.

No la conocía. Se habría acordado de tal criatura. Debía ser una de las hijas de la gente respetable de la comunidad que habían mantenido alejada de él.

Ella permaneció silenciosamente confiada bajo su abierto escrutinio.

¿Qué calamidad habría ocurrido para que enviaran a esta preciosidad en lugar de a su madre a la madriguera del infame yanqui?

Su mirada se posó en esa boca madura que se veía debajo del velo. Hermosa y seductora. Sus padres habrían hecho mejor manteniéndola encerrada de manera segura.

Mientras Cain estaba estudiándola tan atentamente, Kit estaba haciendo su propia lectura detrás de su velo de nido de abeja. Habían pasado tres años. Ahora era más mayor, y lo estudió con ojos más maduros. Lo que vio no la tranquilizó. Era más increíblemente apuesto de lo que recordaba. El sol había bronceado las líneas de su rostro y había aclarado su pelo, rubio leonado. El pelo más oscuro en sus sienes daba a su rostro el aspecto escabroso de un hombre que pertenecía al aire libre.

Todavía iba vestido con la ropa de trabajo y la vista de ese cuerpo musculoso la inquietaba. Llevaba las mangas de la camisa blanca enrolladas, revelando unos antebrazos bronceados de tendones duros. Los pantalones marrones se adherían a sus caderas y abrazaban los potentes músculos de sus muslos.

La espaciosa sala en la que los dos estaban de pie, parecía haber encogido. Incluso sin moverse, él emanaba una aureola de peligro y poder. De alguna manera parecía haberse olvidado de ello. ¿Qué curioso mecanismo de auto protección había hecho que lo colocara al mismo nivel que a los otros hombres? Era un error que no cometería otra vez.

Cain era consciente de su escrutinio. Ella parecía no tener ninguna intención de ser la primera en hablar, y su serenidad indicaba un grado de autoconfianza que lo interesó. Curioso, para probar sus límites, rompió el silencio con deliberada brusquedad.

– ¿Quería usted verme?

Ella sintió un ramalazo de satisfacción. No la había reconocido. El velo del sombrero le había dado esta pequeña ventaja. La mascarada no duraría mucho, pero mientras tanto, tendría tiempo para medir a su adversario con ojos más sabios que los de una inmadura chica de dieciocho años que sabía de unas cosas mucho y de otras nada.

– Esta sala es muy hermosa -dijo ella descaradamente.

– Tengo un ama de llaves excelente.

– Es usted afortunado.

– Sí, lo soy -él caminó por la habitación, moviéndose de un modo fácil, demostrando sus muchas horas a caballo-. Normalmente es ella la que recibe las visitas como la suya, pero resulta que ha salido a algún tipo de recado.

Kit se preguntó a qué se referiría y quién pensaba que era ella.

– Ha ido a ver a la curandera.

– ¿La curandera?

– Echa las cartas y lee el futuro -después de tres años en Risen Glory, él ni siquiera conocía eso. Nada podría haber dejado más claro que él no pertenecía allí.

– Está enferma y Sophronia ha ido a verla.

– ¿Usted conoce a Sophronia?

– Sí.

– ¿De modo que vive cerca?

Ella negó con la cabeza pero no se explicó. Él indicó una silla.

– No ha dado a Lucy su nombre.

– ¿Lucy? ¿Quiere usted decir a la criada?

– Ya veo que hay algo que usted no sabe.

Ella ignoró la silla que él indicó y anduvo hacía la chimenea, dándole prudentemente la espalda. Él observó que se desplazaba con un paso más atrevido que la mayoría de las mujeres. Tampoco trataba de ponerse en una postura para lucir su vestido. Era como si la ropa fuera algo que ponerse por la mañana, y una vez hecho, olvidarse.

Decidió presionarla.

– ¿Su nombre?

– ¿Es importante? -su voz era baja, ronca y claramente sureña.

– Tal vez.

– Me pregunto por qué.

Cain se sentía cautivado tanto por su manera provocativa de evitar responder a su pregunta como por el débil olor a jazmín que llegaba desde ella y nublaba sus sentidos. Deseaba que se girara de nuevo para poder echar un buen vistazo a esas encantadoras facciones que sólo podía vislumbrar detrás del velo.

– Una dama misteriosa -se burló el suavemente -en la guarida del enemigo sin una madre celosa para servir como chaperona. No es en absoluto correcto.

– Yo no me comporto siempre correctamente.

Cain sonrió.

– Tampoco yo.

Su mirada fija fue desde el sedoso pelo negro enrollado bajo el tonto sombrerito hasta el que descansaba sobre la nuca. ¿Cómo sería suelto y cayendo sobre esos hombros blancos desnudos? La sacudida de excitación le indicaba que llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Aunque incluso si hubiera tenido una docena la noche anterior, sabía que esta mujer le hubiera excitado igual.

– ¿Debo esperar que un esposo celoso llame a mi puerta buscando a su caprichosa esposa?

– No tengo marido.

– ¿No? -de repente quiso probar los límites de esa autoconfianza-. ¿Por eso ha venido usted? ¿Ha bajado tanto el nivel de los solteros elegibles del condado que las damas sureñas bien educadas tienen que explorar la guarida del yanqui?

Ella se dio la vuelta. A través de su velo él sólo pudo ver unos brillantes ojos y una pequeña nariz llameando con delicadeza.

– Le aseguro, Major Cain que no estoy aquí para explorar en busca de un marido. Usted tiene una opinión muy elevada de sí mismo.

– ¿Yo? -él se movió más cerca. Sus piernas acariciaron su falda.

Kit quiso retroceder, pero se obligó a permanecer quieta. Él era un depredador y como todos los depredadores, se alimentaba de la debilidad de sus víctimas. Aún la menor retirada sería una victoria para él, y ella no le mostraría ninguna debilidad. Al mismo tiempo, su proximidad hacía que se sintiera un poco mareada. La sensación debería haber sido desagradable, pero no lo era.

– Dígame, dama misteriosa. ¿Qué hace una joven respetable visitando a un hombre, sola? -su voz era profunda y guasona y sus ojos grises brillaban con luz tenue con una travesura que hizo que su sangre corriera más deprisa-. ¿O es posible que la joven y respetable dama no sea tan respetable como parece?

Kit levantó la barbilla y le miró a los ojos.

– No juzgue a otros por su propio rasero.

Ella no sabía que su desafío no expresado sólo lograba excitarlo más todavía. ¿Eran azules los ojos detrás de ese velo de nido de abeja o eran más oscuros, más exóticos? Todo sobre esta mujer le intrigaba. Ella no era ninguna coqueta con sonrisa afectada, ni una orquídea de invernadero. Le recordaba a una rosa salvaje, creciendo rebelde en lo más profundo del bosque, una rosa con espinas preparadas para pinchar a cualquier hombre que la tocara.

La parte salvaje de él reconocía la misma cualidad en ella. ¿Como sería esquivar esas espinas y arrancar esa rosa de las profundidades del bosque?

Aún antes de que él se moviera, Kit entendió que algo estaba a punto de ocurrir. Ella quería escaparse, pero sus piernas no respondían. Mientras miraba ese apuesto rostro, trató de recordar que era su enemigo. Controlaba todo lo que ella más quería: su casa, su futuro, su misma libertad. Pero ella había sido siempre una criatura de instinto, y su sangre había empezado a rugir tan fuerte en su cabeza que nublaba su razón.

Despacio, Cain levantó su mano llena de cicatrices y la ahuecó en su nuca. Su toque fue extremadamente suave y de modo exasperante, excitante. Ella sabía que debía retirarse, pero sus piernas, como su voluntad, rechazaban obedecer.

Él levantó el pulgar y lo deslizó hacia arriba a lo largo de la curva de su mandíbula y bajo el borde del velo. Lo llevó al valle detrás del lóbulo de su oreja. Acarició el sedoso hueco, enviando un temblor por todo su cuerpo.

Acarició sus delicadas orejas y los zarcillos de rizos que rodeaban los pequeños pendientes. Su respiración tranquila onduló el borde inferior de su velo. Trató de alejarse, pero estaba paralizada. Entonces él bajó sus labios.

Su beso fue amable y persuasivo, en absoluto como el húmedo asalto del amigo de Hamilton Woodward. Sus manos se levantaron por voluntad propia y le tocaron. La sensación de su carne caliente a través de su fina camisa se hizo parte del beso. Y se perdió en un mar de sensaciones.

Sus labios se abrieron y empezaron a moverse sobre los de ella, cerrados. Él curvó la mano a lo largo de la delicada línea de su espina dorsal hasta la parte más estrecha de su espalda. El pequeño espacio entre sus cuerpos desapareció.

Se le fue la cabeza cuando su pecho presionó sus senos y sus caderas se encontraron con su plano estómago. La punta húmeda de su lengua comenzó un juego diabólico, deslizándose tranquila entre sus labios.

Esa espantosa intimidad la inflamó. Una salvaje y caliente sensación se vertió por todo su cuerpo.

Y del de él.

Perdieron sus identidades. Para Kit, Cain ya no tenía un nombre. Él era el típico hombre, feroz y exigente. Y para Cain, la misteriosa criatura velada de sus brazos era todo lo que una mujer debería ser… pero nunca era.

Él se puso impaciente. Su lengua decidida, empezó a investigar más profundamente, para pasar la barrera de sus dientes y tener acceso al dulce interior de su boca.

La desacostumbrada agresión llevó un parpadeo de racionalidad a la febril mente de Kit. Algo no iba correctamente…

Él acarició el lado de su pecho, y la realidad volvió fría, condenatoria. Ella hizo un sonido ahogado y se echó hacía atrás.

Cain estaba más fastidiado de lo que quería admitir. Había encontrado las espinas de la rosa salvaje demasiado pronto.

Ella estaba de pie ante él, los pechos elevándose, las manos colocadas en puños. Con una pesimista certeza de que el resto de su rostro nunca podría cumplir con la promesa de su boca, extendió la mano y subió el velo por encima del sombrero.

El reconocimiento no llegó inmediatamente. Quizá porque él se fijó en sus rasgos separados en vez de en el conjunto. Vio la frente suave, inteligente, las gruesas pestañas curvadas, las cejas oscuras, los ojos de un increíble violeta, la barbilla decidida. Todo eso junto con esa boca rosa salvaje de la cual él había bebido tan profundamente, hablaban de una intensa belleza, poco convencional.

Entonces sintió una inquietud, un fastidioso sentido de familiaridad, una indirecta de algo desagradable acechando al otro lado de su memoria. Miró las pequeñas ventanas de su nariz, como las alas de un colibrí. Ella tensó la mandíbula y levantó la barbilla.

En ese momento la reconoció.

Kit vio sus iris grises convertirse en negros, pero ella también estaba conmocionada por lo que había pasado entre ellos, por dejarle llegar tan lejos. ¿Qué le había ocurrido? Este hombre era su enemigo mortal. ¿Cómo había podido olvidarlo? Se sintió enferma, enfadada y más confusa de lo que había estado en su vida.

Llegó un ruido desde el vestíbulo… una serie de pasos rápidos, como si se estuviera derramando un saco de maíz seco en el suelo de madera. Una bola de piel blanquinegra entró lanzada a la habitación, patinando al parar en seco. Merlín.

El perro movió la cabeza, estudiándola, pero no le llevó tanto tiempo como a Cain descubrir su identidad. Con tres ladridos de reconocimiento, se lanzó deprisa a recibir a su vieja amiga.

Kit se puso de rodillas. Ignorando el daño que sus polvorientas patas estaban infligiendo a su vestido de viaje color gris paloma, le abrazó y metió la cara en su pelaje. Su sombrero cayó a la alfombra, aflojando el organizado pelo, pero a ella no le importó.

La voz de Cain se metió en su abrazo como un viento polar sobre un glaciar.

– Veo que la escuela no ha mejorado tus modales. Todavía eres la pequeña mocosa testaruda que eras hace tres años.

Kit buscó sus ojos y dijo la única cosa que le vino a la mente.

– Estás enfadado porque el perro ha sido más listo que tú.

8

No mucho tiempo después de que Cain saliera del salón, Kit escuchó una voz familiar.

– ¿Lucy has permitido a ese perro entrar en la casa de nuevo?

– Ha entrado sin que yo lo supiera, señorita Sophronia.

– ¡Bien, pues voy a echarlo!

Kit sonrió cuando oyó acercarse unos pasos rápidos y enérgicos.

– No dejaré que te eche -susurró Kit abrazando a Merlín.

Sophronia entró en la habitación, y se detuvo de repente.

– Oh lo siento. Lucy no me dijo que tenemos visita.

Kit la miró y la sonrió traviesamente.

– ¡Kit! -Sophronia se llevó la mano a la boca-. ¡Dios mío! ¿Realmente eres tú?

Con una risita Kit se puso de pie y corrió deprisa hacia ella.

– Claro que soy yo.

Las mujeres se abrazaron mientras Merlín las rodeaba en círculos ladrando a sus faldas.

– Es tan bueno verte. Oh Sophronia, eres incluso más bella de lo que recordaba.

– ¡Yo! Mírate tú. Pareces una imagen salida del Libro de la Señora Godey.

– Todo es mérito de Elsbeth -Kit rió otra vez y cogió la mano de Sophronia. Se sentaron en el sofá y trataron de ponerse al día después de tres años de separación.

Kit sabía que era culpa suya que la correspondencia entre ellas hubiera sido poco frecuente. A Sophronia no le gustaba escribir cartas, y las pocas que la había enviado estaban llenas de elogios a lo que Cain estaba haciendo en Risen Glory, por lo que las respuestas de Kit habían sido mordaces. Sophronia finalmente había dejado de escribir.

Kit recordó su anterior agitación por todas las mejoras que Sophronia había hecho en la casa. Ahora le parecía tonto, y la alabó por todo el trabajo que había realizado.

Sophronia asimiló las palabras de Kit. Sabía que la vieja casa brillaba bajo su cuidado, y estaba orgullosa de lo que había logrado. Al mismo tiempo comenzó a sentir la familiar combinación de amor y resentimiento que poblaban sus relaciones con Kit.

Durante mucho tiempo Sophronia había sido la única persona que cuidaba de Kit.

Ahora Kit era una dama con amistades y experiencias que Sophronia no podía compartir. También era hermosa, serena y pertenecía a un mundo en el que Sophronia nunca entraría.

Las viejas heridas comenzaron a abrirse.

– No creas que porque has regresado puedes meter las narices en mis asuntos y decirme como llevar la casa.

Kit sólo se rió entre dientes.

– No te preocupes por eso. Todo lo que me preocupa es la tierra. Los campos. No puedo esperar para verlo todo.

El resentimiento de Sophronia se evaporó y la preocupación tomó su lugar. Tener al Major y a Kit bajo el mismo techo era invitar a los problemas.


***

El viejo dormitorio de Rosemary Weston había sido redecorado en tonos rosas y verde musgo. A Kit le recordaba el interior maduro de una sandía. Se alegró que esa bonita habitación fuera la suya, aún cuando fuera inferior al dormitorio que Caín ocupaba. El hecho que ambos compartieran una sala en común la inquietaba, pero al menos esto le permitiría poder vigilarlo de algún modo.

¿Cómo había dejado que la besara así? La pregunta que le rondaba una y otra vez la mente le producía una sensación rara en el estómago. Cierto que le había apartado, pero no antes de que él la besara a fondo. Si hubiese sido Brandon Parsell, podría entenderlo, pero ¿cómo podía haber permitido a Baron Cain hacer una cosa así?

Recordó la charla de la señora Templeton sobre la Vergüenza de Eva. Seguramente sólo una mujer antinatural se abandonaría así con su enemigo más enconado. Quizá había algo incorrecto en ella.

Tonterías. Simplemente estaba cansada del viaje, y la perorata de Miss Dolly era suficiente para conducir a una persona a hacer algo irracional.

Decidida a no seguir pensando en ello, se quitó el vestido y se quedó sólo con la camisola y las enaguas delante de la jofaina. El baño era su lujo preferido. No podía creer que una vez lo hubiera odiado tanto. Que chica tan tonta había sido. Tonta sobre todas las cosas, excepto su odio hacía Cain.

Maldijo suavemente entre dientes, una costumbre que Elsbeth no había podido quitarle. Antes de salir del salón, Cain había pedido verla en la biblioteca después de la cena. No esperaba ilusionada esa entrevista. Pero era el momento de hacerle entender que ya no trataba con una inmadura chica de dieciocho años.

Lucy había desempaquetado sus bultos y durante un momento Kit se planteó ponerse uno de los vestidos más viejos y salir a explorar. Pero debía estar pronto abajo, lista para pelear de nuevo. Ya tendría tiempo mañana.

Eligió un vestido con unos alegres ramitos de nomeolvides azules dispersos sobre un fondo blanco. Los pliegues suaves de la falda dejaban ver las enaguas del mismo tono azul que las flores. Cain le había proporcionado una bonificación en ropa muy generosa, maldita sea su estampa, y Kit tenía un hermoso guardarropa. La mayor parte gracias a Elsbeth, ya que no se fiaba del gusto de Kit, y había decidido acompañarla a la modista. La verdad era, que a menos que Elsbeth fuera con ella, Kit se aburría tanto que se conformaba con lo que las modistas le ponían delante.

Se quitó los alfileres del pelo con impaciencia. Esa mañana se había recogido el pelo al estilo español, con raya en medio y un moño sujeto en la nuca. Con algunos rizos sueltos, era perfecto para su primer encuentro con Cain. Pero no soportaba el sofisticado peinado ni un segundo más. Se lo cepilló hasta que estuvo brillante y se lo sujetó con una de las peinetas de plata que Elsbeth le había regalado. El pelo le cayó como una cascada de rizos sobre los hombros. Tras aplicar un ligero toque de jazmín en sus muñecas, estaba lista para recoger a Miss Dolly.

Mientras golpeaba en la puerta, se preguntó como soportaría su frágil acompañante el sentarse a la mesa para cenar con un héroe de guerra yanqui. Golpeó una segunda vez, y como no hubo respuesta, empujó suavemente la puerta.

Miss Dolly estaba sentada meciéndose en una silla en la penumbra de la habitación. Tenía en las manos un andrajoso pedazo de tela que alguna vez había sido un pañuelo azul, y las lágrimas rayaban sus arrugadas mejillas.

Kit fue a su lado.

– ¡Miss Dolly! ¿Qué le pasa?

La mujer mayor no pareció enterarse. Kit se arrodilló ante ella.

– ¿Miss Dolly?

– Hola, querida -dijo ella vagamente-. No te he oído entrar.

– Usted ha estado llorando -Kit tomó las frágiles manos de la mujer-. Dígame que le pasa.

– Realmente nada. Recuerdos tontos. De cuando mis hermanas y yo hacíamos muñecas de trapo. Cosiendo bajo la pérgola de la vid. Los recuerdos son parte de la vejez.

– Usted no es vieja, Miss Dolly. Mírese con su bonito vestido blanco. Parece tan fresca como un día de primavera.

– Trato de conservarme bien -admitió Miss Dolly, incorporándose un poco en la silla y dándose unos ligeros toquecitos en sus húmedas mejillas-. Es sólo que a veces en días como hoy, me encuentro pensando en cosas que ocurrieron hace mucho tiempo, y me ponen triste.

– ¿Qué tipo de cosas?

La mano de Miss Dolly se movió impaciente.

– Vamos. Vamos, querida. Seguro que no quieres escuchar mi parloteo.

– Usted no parlotea -le aseguró Kit, aún cuando sólo unas horas antes, ese hábito había estado conduciéndola a la locura.

– Tienes un corazón bueno, Katharine Louise. Lo supe en el momento que puse mis ojos en tí. Me alegró tanto que me pidieras que te acompañara a Carolina del Sur -sus cintas se movieron cuando sacudió la cabeza-. No me gusta el Norte. Todo el mundo habla en voz tan alta. No me gustan los yanquis, Katharine. No me gustan nada.

– ¿Está molesta por tener que conocer al Mayor Cain, no es verdad? -Kit acarició el dorso de la mano de Miss Dolly-. No debería haberla traído aquí. Simplemente pensaba en mí misma, y no tuve en cuenta sus sentimientos.

– Vamos, vamos. No vayas a sentirte mal ahora por la necedad de una vieja tonta, querida.

– No permitiré que permanezca aquí si va a sentirse infeliz.

Los ojos de Miss Dolly se abrieron con alarma.

– ¡Pero no tengo otro sitio donde ir! -se levantó de la silla y comenzó a llorar otra vez-. Una necia tonta… eso es lo que soy. Yo… yo me arreglaré para estar lista y bajaremos a cenar. Sólo tardaré unos minutos. No un… no, un minuto.

Kit se levantó y abrazó los frágiles hombros de la mujer.

– Cálmese, Miss Dolly. No la voy a mandar a ninguna parte. Estará conmigo todo el tiempo que usted quiera. Se lo prometo.

Un parpadeo de esperanza apareció en los ojos de su acompañante.

– ¿No harás que me vaya?

– Nunca -Kit alisó las mangas arrugadas del vestido blanco de Miss Dolly, y le dio un beso en la mejilla -. Póngase guapa para la cena.

Miss Dolly lanzó una mirada hacía el pasillo que se encontraba más allá del puerto seguro de su habitación.

– Muy… bien, querida.

– Por favor no se preocupe por el Major Cain – Kit sonrió-. Sólo crea que es el simpático General Lee.

Tras más de diez minutos de acicalarse, Miss Dolly decidió que ya estaba preparada y Kit estaba tan feliz de ver de nuevo con ánimo a la mujer mayor que no le importó esperar. Mientras bajaban las escaleras, Miss Dolly empezó a mimarla excesivamente.

– Espera un segundo, querida. No llevas la sobrefalda puesta correctamente sobre tu bonito vestido -chasqueó la lengua mientras le ajustaba la ropa-. Desearía que tuvieras más cuidado con tu aspecto. No pretendo ser crítica, pero no siempre estás tan limpia como debería estar una señorita.

– Sí, señora -Kit puso su expresión más dócil, la que nunca había podido engañar a Elvira Templeton pero parecía funcionar con Miss Dolly. Al mismo tiempo estaba decidida a asesinar a Baron Cain con sus manos desnudas si de alguna manera amenazaba esta noche a Miss Dolly.

En ese momento salía él de la biblioteca. Iba vestido de forma informal con unos pantalones negros y una camisa blanca y el pelo aún húmedo de su baño. Kit disfrutó que fuera tan palurdo de no vestirse para la cena, aunque sabía que habría damas presentes.

Él se detuvo y las observó bajar hacia él. Algo parpadeó en sus ojos que ella no pudo descifrar.

Su corazón empezó a palpitar. Tenía fresco en la memoria ese loco beso. Respiró profundamente. La noche que se avecinaba sería difícil. Debía olvidarse de lo ocurrido y guardar su temperamento. El aspecto de Cain iba a aterrar a Miss Dolly.

Sin embargo se tranquilizó cuando vio los labios de la mujer mayor curvarse en una sonrisa coqueta. Miss Dolly estiró una mano cubierta con un guante de encaje y descendió los últimos escalones hasta el vestíbulo tan elegantemente como una debutante.

– Mí querido, querido General. No puedo decirle el honor que representa para mí, señor. No se puede imaginar la cantidad interminable de horas que he pasado de rodillas rezando por su seguridad. Nunca ni en mis sueños más salvajes imaginé que alguna vez tendría el honor de conocerlo -empujó bruscamente su mano pequeñita en la enorme de Cain-. Yo soy la chaperona de Katharine, Dorthea Pinckney Calhoun, de los Calhouns de Columbia -y luego le hizo una reverencia tan llena de gracia que habría podido hacerla cualquier orgullosa Chica Templeton.

Cain miró aturdido el final de su sombrerito. Era una mujer bajita. Su cabeza apenas le llegaba al botón del centro de su camisa.

– Si hay cualquier cosa, lo que sea, que yo pueda hacer para que usted se sienta cómodo mientras permanezca en Risen Glory, General, sólo tiene que decírmelo. Desde este momento, desde este mismísimo momento, considéreme su fiel criada.

Miss Dolly movió los párpados con tal velocidad que Kit temió que la dejaran ciega.

Cain se giró hacia Kit con expresión interrogadora, pero Kit también parecía desconcertada. Se aclaró la garganta.

– Creo… lo siento señora, pero creo que ha cometido un error. No tengo el grado de General. En realidad no tengo ningún rango militar ya, aunque mucha gente sigue llamándome por mi anterior grado de Major.

Miss Dolly se rió como una niña.

– ¡Oh yo, sí! ¡Tonta de mí! Me ha pillado como a un gatito en la nata – bajó su voz a un susurro conspirador-. Me olvido que está con un disfraz. Y uno muy bueno, debo decir. Ningún espía de los yanquis podría reconocerlo, aunque haya sido una vergüenza que haya tenido que afeitarse la barba. Admiro a los hombres con barba.

La paciencia de Cain llegaba al límite y fulminó a Kit con la mirada.

– ¿De qué está hablando?

Miss Dolly presionó los dedos en su brazo.

– Vamos, vamos, no hay necesidad de preocuparse. Le prometo que cuando estemos en público seré muy discreta y me dirigiré a usted solamente como Major, querido General.

La voz de Cain sonó a un aviso.

– Kit…

Miss Dolly chasqueó la lengua.

– Ay, ay General. No tiene que preocuparse lo más mínimo por Katharine Louise. No existe una hija más leal a la Confederación. Ella nunca delataría su verdadera identidad. ¿No es así querida?

Kit trató de responder. Incluso abrió la boca. Pero no le salió nada.

Miss Dolly levantó el abanico de piel que colgaba de su huesuda muñeca y golpeó a Kit en el brazo.

– Dile al General de inmediato que es así, querida. No podemos permitir que se preocupe innecesariamente de que puedas traicionarle. El pobre hombre tiene bastante en su cabeza como para añadirle más. Vamos. Dile que puede confiar en tí. Díselo.

– Puede confiar en mí – croó Kit.

Cain la miró airadamente.

Miss Dolly sonrió y olió el aire.

– Si mi nariz no me delata, creo que huelo a estofado de pollo. Me encanta el estofado, si señor, me encanta, sobre todo si tiene un poquito de nuez moscada.

Enlazó su brazo con el de Cain y giró hacia el comedor.

– General, sabe usted, existe una gran posibilidad que nosotros estemos lejanamente emparentados. Según mi tía abuela, Phoebe Littlefield Calhoun, el árbol genealógico de nuestra familia se conecta con el suyo por el matrimonio de su padre con Virginia Lee.

Cain se paró en seco.

– ¿Está usted tratando de decirme, señora…? ¿Cree usted en realidad que yo soy el General Robert E. Lee?

Miss Dolly abrió su boca de arco de Cupido para responder, sólo para cerrarla con una risilla sofocada.

– Oh, no, usted no me cogerá tan fácilmente, General. Y es travieso por su parte tratar de probarme, especialmente después de que le dijera que puede confiar en mi discreción. Usted es el Major Baron Nathaniel Cain. Katharine Louise me lo ha dicho muy claramente -y entonces le dedicó un conspirador pestañeo.


***

Cain se pasó toda la cena con el ceño fruncido, y a Kit le abandonó su habitual apetito. No sólo por la charla que se avecinaba, ni el recuerdo del beso, sino porque sabía que había sido ella quién había plantado la semilla de la última locura de Miss Dolly. Miss Dolly sin embargo, no tenía ninguna dificultad en llenar el tenso silencio. Gorjeó sobre estofados, parentescos lejanos y las cualidades medicinales de la camomila, hasta que la cara de Cain tomó el aspecto de una nube tormentosa. En los postres, se tensó cuando ella sugirió una informal sesión de poesía en el salón.

– Perdone. Señorita Calhoun -su mirada voló hacia ella a través de la mesa-. Katharine Louise ha traído algunos envíos secretos de Nueva York. Lo siento, pero tengo que hablar con ella en privado.

Una ceja leonada se disparó hacia arriba.

– ¡E inmediatamente!

– Pero, desde luego, querido General -dijo Miss Dolly-. No necesita decir otra palabra. Pueden marcharse. Yo me quedaré aquí sentada saboreando este delicioso pastel de jengibre. Porque yo no tengo…

– Usted es una verdadera patriota, señora -se levantó de su silla y gesticuló hacia la puerta-. A la biblioteca, Katharine Louise.

– Yo… uh…

– Ahora.

– Date prisa querida. El General es un hombre ocupado.

– Y a punto de ponerse más ocupado -dijo él con intención.

Kit se levantó y pasó rápidamente a su lado. Estupendo. Era hora de que tuvieran una confrontación.

La biblioteca de Risen Glory estaba casi igual que como Kit la recordaba.

Las confortables sillas con asientos hundidos de cuero estaban colocadas en ángulo ante el viejo escritorio de caoba. Las grandes ventanas mantenían la estancia alegre y soleada a pesar de los sombríos libros de cuero que poblaban las estanterías.

Siempre había sido su habitación preferida de Risen Glory y le molestó ver un humidor extraño encima del escritorio, además del revólver Colt del ejército que reposaba en una caja de madera roja a su lado. Pero lo que más la molestó fue el retrato de Abraham Lincoln que colgaba encima de la repisa de la chimenea, en lugar de "La decapitación de San Juan Bautista". Una pintura que había estado allí desde que podía recordar.

Caín se sentó echándose hacía atrás en la silla detrás del escritorio, apoyó los talones sobre la superficie de caoba, y cruzó los tobillos. Su postura era deliberadamente insolente, pero no le dejó ver que eso la molestaba. Antes, esa tarde cuando llevaba el velo, la había tratado como a una mujer. Ahora pretendía tratarla como a su chico de establo. Pronto descubriría que los tres años no habían pasado en vano.

– Te ordené que permanecieras en Nueva York -dijo él.

– Sí, lo hiciste -ella fingió estudiar la habitación-. Ese retrato del señor Lincoln está fuera de lugar en Risen Glory. Insulta la memoria de mi padre.

– Por lo que he oído, tu padre insultó su propia memoria.

– Eso es cierto. Pero de todos modos era mi padre y murió valientemente.

– No hay nada valiente en la muerte -los rasgos angulares de su rostro se endurecieron en la débil luz de la habitación-. ¿Por qué has desobedecido mis órdenes y has abandonado Nueva York?

– Porque tus órdenes no eran razonables.

– No tengo que darte explicaciones.

– Eso es lo que tú piensas. Ya he cumplido nuestro trato.

– ¿Lo has hecho? Nuestro trato era hasta que te comportaras correctamente.

– He completado los tres años en la Academia.

– No son tus actividades en la Academia lo que me preocupan -sin bajar los pies del escritorio, se inclinó hacia adelante y extrajo una carta de un cajón. Se la extendió por encima-. Una lectura interesante aunque no para personas fácilmente escandalizables.

Ella la cogió. Su corazón dio un vuelco cuando vio la firma. Hamilton Woodward.

Es mi triste obligación informarle sobre lo ocurrido la última Pascua, su pariente se portó de un modo espantoso con un invitado a mi casa, tal es así que apenas puedo describirlo. Durante el baile tras nuestra cena anual de empresa, Katharine trató de seducir a uno de mis socios. Afortunadamente la interrumpí a tiempo. El pobre hombre estaba aturdido. Es un respetable hombre casado, con hijos, y es un pilar de nuestra sociedad. Su comportamiento obsceno me hace pensar si no podría tener la enfermedad de la ninfomanía…

Ella arrugó la carta y se la lanzó por encima del escritorio. No tenía ni idea que era eso de la ninfomanía, pero sonaba horrible.

– Esa carta es una sarta de mentiras. No puedes creerlo.

– Estaba reservándome mi opinión hasta que tuviera posibilidad de viajar a Nueva York para finales del verano y hablar contigo personalmente. Por eso te ordené que te quedaras allí.

– Teníamos un acuerdo. No puedes echarte atrás sólo porque Hamilton Woodward es un tonto.

– ¿Lo es?

– Sí -sintió el rubor quemarle las mejillas.

– ¿Estás diciéndome que no tienes la costumbre de ofrecer tus favores?

– Por supuesto que no.

Sus ojos bajaron a su boca y sin duda estaba recordando lo que había ocurrido entre ellos sólo unas horas antes.

– Si esta carta es mentira -dijo él en tono bajo- ¿Cómo explicas que te hayas echado a mis brazos tan fácilmente esta tarde? ¿Es esa tu idea de un comportamiento correcto?

Ella no sabía explicar algo que ni ella misma entendía, de modo que se lanzó al ataque.

– Quizá eres tú quién debería explicarse. ¿Siempre asaltas a las jóvenes damas que vienen a esta casa?

– ¿Asaltar?

– Considérate afortunado que estuviese exhausta del viaje -dijo ella tan arrogantemente como pudo-. Si no, mi puño habría terminado en tu barriga. Exactamente igual que al amigo del señor Woodward.

Él bajó los pies a la alfombra.

– Ya veo -podía ver que no la creía-. Es interesente que te preocupe tanto mi comportamiento, y sin embargo el tuyo queda impune.

– No es lo mismo. Tú eres una mujer.

– Ah, ya veo. ¿Y qué diferencia hay?

Él parecía incómodo.

– Sabes exactamente qué quiero decir.

– No se qué quieres decir.

– ¡Digo que vas a regresar a Nueva York!

– ¡Y yo digo que no!

– No depende de lo que tú digas.

Eso era más verdad de lo que ella podía soportar, y pensó rápidamente.

– ¿Quieres deshacerte de mí rápido, y poner fin a esta ridícula tutela?

– Más de lo que puedas imaginarte.

– Entonces déjame que me quede en Risen Glory.

– Perdona, pero no capto la relación.

Ella trató de hablar de forma tranquila.

– Hay varios caballeros que desean casarse conmigo. Sólo necesito unas pocas semanas para decidirme.

Su rostro se ensombreció.

– Puedes decidirte ya.

– ¿Cómo? Han sido tres años confusos y esta es la decisión más importante de mi vida. Debo pensarlo con cuidado, y necesito tener a mi gente a mi alrededor. Si no, no creo que pueda decidirme, y ninguno de los dos quiere eso -la explicación quizás era simple, pero puso toda la sinceridad en ella.

Él frunció más el ceño y caminó hacia la chimenea.

– Me es imposible imaginarte como una leal esposa.

Ella tampoco podía imaginarse, pero de todos modos su comentario la ofendió.

– No sé por qué no- recordó la imagen de Lilith Shelton mientras exponía su opinión sobre los hombres y el matrimonio-. ¿El matrimonio es lo que las mujeres buscan, no? -puso los ojos en blanco de la manera que había visto hacer tantas veces a su anterior compañera de clase-. Un marido que te cuide, te compre bonitos vestidos, y joyas para tu cumpleaños. ¿Qué más podría desear una mujer en la vida?

Los ojos de Cain se volvieron fríos.

– Hace tres años cuándo eras mi chico de establo, eras un incordio, pero eras fuerte y valiente. A esa Kit Weston no le hubiera interesado venderse por joyas y vestidos.

– Su tutor todavía no había obligado a esa Kit Weston a asistir a una Academia dedicada a transformarla en una esposa.

Ella había hecho su puntualización. Él reaccionó con un encogimiento de hombros y se apoyó en la repisa.

– Todo eso es pasado.

– Ese pasado me ha moldeado en lo que soy ahora -respiró profundamente-. Planeo casarme, pero no quiero equivocarme en la elección. Necesito tiempo, y me gustaría pasarlo aquí.

Él la estudió.

– Esos hombres jóvenes…-su voz fue bajando hasta convertirse en un susurro perturbador-. ¿Los besas a ellos como me has besado a mí?

Ella necesitó toda su determinación para no apartar los ojos.

– Estaba cansada del viaje. Y ellos son demasiado caballeros para presionarme del modo que lo has hecho tú.

– Entonces son unos tontos.

Ella se preguntó que querría decir con eso. Él se alejó de la chimenea.

– Muy bien. Te doy un mes, pero si en ese tiempo no te has decidido, regresarás a Nueva York, con marido o sin él. Y otra cosa… -él señaló el vestíbulo con la cabeza-. Esa mujer loca tiene que irse. Déjala que descanse un día, y la llevas al ferrocarril. Yo me encargo de compensarla.

– ¡No! No puedo.

– Sí, sí puedes.

– Se lo prometí.

– Ese es tu problema.

Él parecía tan inflexible. ¿Qué podría decirle para convencerle?

– No puedo quedarme aquí sin una chaperona.

– Es un poco tarde para preocuparse por tu reputación.

– Quizá para tí, pero no para mí.

– No creo que sea una chaperona correcta. Tan pronto como empiecen a hablar con ella los vecinos, comprenderán que está más loca que una cabra.

Kit salió ardientemente en su defensa.

– ¡Ella no está loca!

– Pues me ha engañado completamente.

– Ella es sólo un poco… distinta.

– Más que un poco -Cain la miró desconfiadamente-. ¿Por qué tiene esa idea que soy el General Lee?

– Yo… podría haber mencionado algo por error.

– ¿Le has dicho que yo era el General Lee?

– No, claro que no. Ella tenía miedo de conocerte, y yo simplemente estaba tratando de levantarle el ánimo. Nunca pensé que me tomara en serio- Kit le explicó lo que había ocurrido cuando fue a la habitación de Miss Dolly.

– ¿Y ahora esperas que yo participe en esta charada?

– No tendrás que hacer mucho -señaló Kit razonablemente-. Ella hace la mayor parte de la charla.

– Eso no es suficiente.

– Deberá serlo -odiaba suplicarle, y las palabras casi se clavaban en su garganta-. Por favor. No tiene ningún lugar donde ir.

– ¡Maldita sea, Kit! No la quiero aquí.

– Tampoco me quieres a mí, y sin embargo vas a permitir que me quede. ¿Qué diferencia hace una persona más?

– Una gran diferencia -su expresión se volvió astuta-. Tú me pides mucho, pero no estás dispuesta a dar nada a cambio.

– Ejercitaré tus caballos -dijo ella rápidamente.

– Yo estaba pensando en algo más personal.

Ella tragó.

– Coseré tu ropa.

– Eras más imaginativa hace tres años. Y desde luego no eras tan… experimentada como ahora. ¿Recuerdas la noche que me propusiste ser mi amante?

Ella deslizó la punta de la lengua sobre sus resecos labios.

– Estaba desesperada.

– ¿Cuánto de desesperada estás ahora?

– Esta conversación es impropia -ella consiguió responder en un tono tan almidonado como el de Elvira Templeton.

– Tan impropio como el beso de esta tarde.

Él se acercó más y su voz se fue convirtiendo en un susurro. Durante un momento pensó que iba a besarla otra vez. En su lugar sus labios hicieron una mueca burlona.

– Miss Dolly puede quedarse por ahora. Ya pensaré más adelante como puedes recompensarme.

Mientras él dejaba la habitación, ella miró con detenimiento la puerta y trató de decidir si había salido ganando o perdiendo.

Esa noche Cain se quedó inmóvil en la oscuridad, con el brazo apoyado detrás de la cabeza y mirando detenidamente el techo. ¿A qué tipo de juego había estado jugando con ella esta noche? ¿O fue ella la que había estado jugando con él?

Su beso de esa tarde le había dejado claro que ella no era una inocente, pero tampoco parecía tan licenciosa como la carta del abogado hacía creer. Pero no estaba seguro. Por ahora, simplemente esperaría y la vigilaría.

En su mente vio una boca como una rosa, con los labios como pétalos suaves, y le llegó una ola espesa y caliente de deseo.

Una cosa sí tenía clara. La época en que la consideraba una niña había pasado a la historia.

9

Kit estaba levantada. Se puso unos pantalones de montar color caqui que habrían escandalizado a Elsbeth, y una camisa de chico encima de la camisola adornada de encaje. No le gustaban las mangas largas, pero si no se cubría los brazos pronto los tendría marrones como un bollo de manteca si los exponía al sol. Se consoló comprobando lo fino que era el tejido, como el de su ropa interior, de modo que no le daría demasiado calor.

Remetió los faldones en los pantalones y se abrochó la corta fila de cómodos botones de la parte delantera. Mientras se ponía las botas, disfrutó el suave tacto del cuero que se ajustaba a sus pies y sus tobillos. Eran las mejores botas de montar que había tenido nunca, y estaba impaciente por probarlas.

Se hizo una larga trenza que dejó caer por la espalda. Unos mechones se le rizaban en las sienes, delante de los diminutos pendientes de plata de sus orejas. Para protegerse del sol, había comprado un sombrero de fieltro negro de chico, con un fino cordón de cuero para atárselo bajo la barbilla.

Cuándo terminó de vestirse, se giró para estudiar con el ceño fruncido su imagen en el espejo móvil de cuerpo entero. A pesar de sus ropas masculinas, nadie podría confundirla con un chico. El fino material de la camisa perfilaba sus pechos con más precisión de lo que había previsto, y el fino corte de los pantalones de montar se adhería femeninamente a sus caderas.

¿Pero qué importaba? Planeaba llevar esa ropa poco ortodoxa sólo cuando montara en Risen Glory. A otro sitio, llevaría su nuevo traje de montar, no importaba cuanto lo detestara. Gimió cuando pensó que tendría que montar a lo amazona, algo que sólo había hecho en sus visitas ocasionales a Central Park. Cómo lo odiaba. Montar así le robaba la sensación de poder que la encantaba y por el contrario le provocaba una difícil sensación de desequilibrio.

Salió de la casa silenciosamente, renunciando al desayuno y una charla matutina con Sophronia. Su vieja amiga había ido a verla la noche anterior. Aunque Sophronia escuchó cortésmente las historias de Kit, ella le había contado realmente poco de su propia vida. Cuando Kit la presionó en busca de detalles, le dijo que podría preguntar algún cotilleo sobre ella en la vecindad que no le dirían nada. Sólo cuando Kit le preguntó por Magnus Owen apareció la antigua Sophronia, altanera y brusca.

Sophronia siempre había sido un enigma para ella, pero ahora más. No eran sólo los cambios externos, sus bonitos vestidos y su buen aspecto. Parecía que su presencia molestaba a Sophronia. Quizá el sentimiento había estado siempre ahí pero Kit era demasiado joven para notarlo. Lo que lo hacía incluso más enigmático era que debajo de ese resentimiento, Kit veía la fuerza antigua y familiar del amor de Sophronia.

Olió con delicadeza el aire mientras caminaba por el patio detrás de la casa. Olía exactamente como recordaba, a tierra fértil y estiércol fresco. Hasta percibió el débil olor a mofeta, no totalmente desagradable a cierta distancia. Merlín salió para recibirla, le acarició detrás de las orejas y le lanzó un palo para que se lo trajera.

Los caballos todavía no estaban en el prado, de modo que se dirigió hacía la cuadras, un edificio nuevo erigido en el lugar donde los yanquis habían destruido el anterior. Los tacones de sus botas repiquetearon en el suelo de piedra, tan limpio como cuando Kit se ocupaba de hacerlo.

Había diez establos, cuatro de los cuales estaban actualmente ocupados, dos con caballos de tiro. Inspeccionó los otros caballos y rechazó uno inmediatamente, una vieja yegua alazana que evidentemente era amable pero no tenía brío. Sería una buena montura para un jinete tímido, que no era el caso de Kit.

El otro caballo sin embargo la emocionó. Era un caballo castrado negro como la noche, con un resplandor blanco entre los ojos. Era grande y fuerte, esbelto, y sus ojos la miraban vivos y alerta.

Le acarició con la mano el cuello largo y elegante.

– ¿Como te llamas, chico? -el animal relinchó suavemente y movió su potente cabeza.

Kit sonrió.

– Tengo la impresión de que vamos a ser buenos amigos.

La puerta se abrió y se giró para ver entrar a un chico de once o doce años.

– ¿Es usted la señorita Kit?

– Sí. ¿Y tú quién eres?

– Yo soy Samuel. El Major me ha dicho que si venía a las cuadras hoy, le dijera que él quiere que usted monte a Lady.

Kit miró desconfiadamente hacia la vieja yegua alazana.

– ¿Lady?

– Sí, señora.

– Lo siento, Samuel -acarició la melena sedosa del caballo castrado-. Ensillaremos a este en su lugar.

– Ese es Tentación, señora. Y el Major fue muy claro en esto. Dijo que deje a Tentación en la cuadra y monte a Lady. Y también dijo que si dejo que salga de los establos con Tentación, me arrancará la piel a tiras, y usted tendrá que vivir con eso sobre su conciencia.

Kit comprendió la descarada manipulación de Cain. Dudaba que pudiera llevar a cabo esa amenaza de herir a Samuel, pero todavía tenía el oscuro corazón de un yanqui, y no podía estar del todo segura. Miró ansiosa a Tentación. Nunca había tenido un caballo un nombre tan apropiado.

– Ensilla a Lady -suspiró Kit-. Hablaré con el señor Cain.

Como sospechaba, Lady estaba más interesada en pastar que en galopar. Kit pronto dejó de tratar que la yegua pasara del trote y se dedicó a observar los cambios que se habían producido a su alrededor.

Se había demolido todo salvo unas pocas casetas de esclavos. Eso era parte de la antigua Risen Glory que no le gustaba recordar, y se alegró de que hubieran desaparecido. Las casetas que habían dejado en pie habían sido pintadas y restauradas. Cada una tenía su propio jardín, y las flores crecían alrededor de la entrada. Vio unos niños jugando a la sombra de los mismos árboles que ella había jugado de niña.

Cuando llegó al borde del primer campo plantado, desmontó y se agachó para inspeccionarlo. Las jóvenes plantas de algodón estaban cubiertas por apretados brotes. Una lagartija se deslizo cerca de sus botas, y sonrió. Las lagartijas y los sapos junto con los pajarillos salvajes se alimentaban de las larvas que podían ser tan destructivas para las plantas de algodón. Era demasiado pronto para decirlo, pero parecía que Cain tendría una buena cosecha. Sintió una mezcla de orgullo e ira. Debería ser su cosecha, no de él.

Mientras se enderezaba para mirar a su alrededor reconoció también un ramalazo de miedo. Era mucho más próspero de lo que había imaginado. ¿Y si no tenía suficiente dinero en su fondo fiduciario para comprar la plantación? De algún modo necesitaba mirar los libros de cuentas. Rechazó la horrible posibilidad que él no estuviera dispuesto a vender.

En dos zancadas llegó a Lady, que mordisqueaba unos tréboles tiernos, y agarró rápidamente la brida que no se había molestado en asegurar. Se subió a un tocón para montarse en la silla y se dirigió hacía el estanque dónde había nadado tantos veranos felices. Estaba tal y como recordaba, con sus aguas cristalinas, su limpia orilla y el viejo sauce. Se prometió volver para darse un baño cuando estuviera segura de no ser molestada.

Se dirigió hacía el pequeño cementerio dónde su madre y sus abuelos estaban enterrados e hizo una pausa ante la verja de hierro. Sólo faltaba el cuerpo de su padre, enterrado en una fosa común en el cementerio de Hardin County, Tennessee, no lejos de la Iglesia de Shiloh. Rosemary Weston estaba en el rincón más alejado de la verja.

Kit giró a la yegua bruscamente hacía el sureste de la propiedad, dónde estaba el nuevo molino textil del que Brandon Parsell le había hablado.

Cuando llegó a un claro entre los árboles, vio una yegua castaña atada a un lado y pensó que debía ser Vándalo, el caballo del que Samuel le había hablado mientras ensillaba a Lady. El caballo castrado era también un animal estupendo pero no tenía comparación con Apolo. Recordó lo que Magnus le dijo una vez sobre Cain.

El Major regala sus caballos y sus libros antes de poder estar demasiado atado a ellos. Es su forma de ser.

Rodeó los árboles y quedó sorprendida ante la vista del molino. El Sur había sido siempre el primer proveedor de algodón de Inglaterra para ser procesado y tejido. En los años posteriores a la guerra, habían aparecido un puñado de molinos que recogían el algodón y lo convertían en hilo. Por consiguiente se podían enviar a Inglaterra carretes de algodón compactos para ser tejidos en lugar de las voluminosas balas de algodón virgen, proporcionando un valor mil veces superior por el mismo tonelaje. Era una excelente idea. Kit sólo deseó que no hubiera llegado a Risen Glory.

Anoche Kit había interrogado a Sophronia sobre el molino de Cain y se había enterado que no tenía telares para tejerlo. Sólo lo convertía en hilo. Tomaba el algodón, lo limpiaba, lo escardaba para convertirlo en fibra, y luego lo trenzaba en carretes de hilo.

Era un edificio de ladrillo rectangular con una altura de dos pisos y muchas ventanas. Algo más pequeño que otros molinos textiles de Nueva Inglaterra que había visto a lo largo del Río Merrimack, pero parecía enorme y amenazador en Risen Glory. Complicaría mucho las cosas.

Le llegaban los martillazos y las voces de los trabajadores. Tres hombres trabajaban en el tejado, mientras otro con la espalda llena de cicatrices subía por la escalera colocada debajo.

Todos estaban sin camisa. Cuando uno de ellos se enderezó, se fijó en los músculos que se le tensaban en la espalda. Aunque estaba todavía algo lejos, le reconoció. Se aproximó más al edificio y desmontó.

Un hombre fornido que empujaba una carretilla la vio y dio un codazo al que estaba a su lado. Los dos se quedaron inmóviles mirándola con detenimiento. Poco a poco, los sonidos dentro del molino fueron disminuyendo mientras todos se asomaban a las ventanas a mirar a la joven dama vestida con ropa de chico.

Cain fue consciente del súbito silencio y miró hacía abajo desde su lugar en el tejado. Al principio vio solamente la cima de un sombrero plano, pero no necesitaba ver el rostro que había debajo para reconocer a su visitante. Una mirada al delgado cuerpo tan claramente femenino dentro de esa camisa blanca y esos pantalones de montar caquis que moldeaban unas estupendas piernas, le dijeron todo cuanto necesitaba saber.

Se incorporó, fue hacía la escalera y descendió. Cuando llegó abajo, se giró hacía Kit y la estudió. Dios, era hermosa.

Kit notó sus mejillas ruborizarse de vergüenza. Debería haberse puesto el molesto traje de montar que odiaba. En vez de reprenderla, como había imaginado, Caín parecía disfrutar con su aspecto. Le temblaba la esquina de la boca.

– Puedes ponerte esos pantalones, pero por supuesto que ya no pareces un chico de establo.

Su buen humor la fastidió.

– Para.

– ¿Qué?

– De sonreír.

– ¿No se me está permitido sonreír?

– No a mí. Se te ve ridículo. No le sonríes a nadie. Naciste con la cara ceñuda.

– Intentaré recordar eso -él la cogió del brazo y se dirigió con ella a la puerta del molino-. Ven. Te lo enseñaré.

Aunque el edificio estaba casi construido, el motor de vapor que impulsaría la maquinaria era el único equipo instalado. Cain le describió el juego de ejes y poleas pero ella apenas podía concentrarse. Él debería haberse puesto la camisa.

Cain le presentó a un hombre pelirrojo de mediana edad como Jacob Childs, venido de un molino de Providence, en Nueva Inglaterra. Por primera vez, supo que Cain había hecho varios viajes al norte en los últimos años para visitar los molinos textiles. La enfadó que no hubiera tenido un momento para ir a visitarla a la Academia, y se lo dijo.

– No lo pensé -respondió él.

– Has sido un tutor horrible.

– No discutiré eso contigo.

– La señora Templeton podría haber estado maltratándome, y tú ni te habrías enterado.

– No lo creo. Te habrías defendido. Eso no me preocupaba.

Ella vio su orgullo por el molino, pero mientras salían, no pudo encontrar palabras de elogio.

– Me gustaría hablarte de Tentación.

Cain parecía distraído. Ella se miró hacía abajo para ver lo que él miraba, y comprendió que sus curvas eran más evidentes a la luz del sol de lo que habían sido dentro del molino. Se pasó a la sombra y le señaló con un dedo acusatorio hacía Lady que estaba arrancando tranquilamente un trozo de ranúnculo.

– Esa yegua es casi tan vieja como Miss Dolly. Quiero montar a Tentación.

Cain tuvo que obligarse a mirarla a la cara.

– Puede que Lady sea vieja pero es adecuada para una mujer.

– He montado en caballos como Tentación desde que tenía ocho años.

– Lo siento Kit, pero ese caballo es difícil incluso para mí.

– No estamos hablando de tí -dijo ella despreocupada-. Estamos hablando de alguien que sabe como montar.

Cain parecía más divertido que enfadado.

– ¿Crees eso?

– ¿Quieres que lo comprobemos? Tú montando a Vándalo y yo a Tentación. Salimos desde la puerta junto al granero, bordeamos el estanque de los arces, y volvemos de nuevo aquí.

– No vas a conseguir atormentarme.

– Oh, no pretendo atormentarte -le dedicó una sedosa sonrisa-. Estoy desafiándote.

– Te gusta vivir peligrosamente, ¿no, Katharine Louise?

– Es la única manera.

– De acuerdo. Veamos lo que puedes hacer.

Había aceptado la carrera. Aplaudió mentalmente mientras él agarraba la camisa y se la ponía. Mientras se la abrochaba, daba órdenes a los trabajadores que seguían de pie, mirándolos embobados. Después tomó un gastado sombrero de aspecto confortable y se lo puso.

– Te veo en la cuadra -se encaminó a su caballo, montó y se marchó sin esperarla.

Lady estaba ansiosa por volver a la avena que la esperaba, e hicieron el camino de vuelta un poco más rápido, pero de todas maneras llegaron bastante después que Cain. Tentación ya estaba ensillada, y Cain comprobaba la correa de la cincha. Kit desmontó y le pasó la brida de Lady a Samuel. Luego se acercó a Tentación y le acarició el hocico con la mano.

– ¿Preparada? -dijo Cain de pronto.

– Preparada.

Él la ayudó a subir y ella se balanceó en la silla. Cuándo Tentación sintió su peso, comenzó a hacer cabriolas esquivas, y necesitó toda su habilidad para mantenerlo bajo control. Cuando el caballo finalmente se tranquilizó, Cain montó a Vándalo.

Mientras atravesaba el patio, Kit se sintió embargada por la sensación de poder debajo de ella, y apenas pudo resistirse a salir disparada. Se detuvo de mala gana cuando alcanzó la puerta del granero.

– El primero que llegue al molino, gana -le dijo a Cain.

Él se subió con el pulgar el borde del sombrero.

– No creo que eso sea correcto.

– ¿Qué quieres decir?- Kit necesitaba hacer lo correcto. Quería competir con él en algo que el tamaño y la fuerza no le aventajara. A caballo, las diferencias entre un hombre y una mujer desaparecían.

– Exactamente lo qué he dicho.

– ¿Está el Héroe de Missionery Ridge asustado por perder con una mujer delante de sus hombres?

Cain bizqueó ligeramente ante el sol de la mañana.

– No necesito probar nada, y tú no vas a atormentarme.

– ¿Por qué has venido entonces, si no es para hacer una carrera?

– Estabas fanfarroneando. Quería ver si lo decías en serio.

Ella colocó las manos en el pomo de la silla y sonrió.

– No estaba fanfarroneando. Hablaba de hechos.

– Hablar es gratis, Katharine Louise. Veamos lo que puedes hacer con un caballo.

Antes de que ella pudiera responderle, él se puso en marcha. Observó como ponía a Vándalo en un fácil medio galope.

Montaba muy bien para ser un hombre tan grande, sencillo, como si fuera una extensión del caballo. Reconoció que era tan buen jinete como ella. Otro argumento para apuntar en su contra.

Ella se apoyó sobre el lustroso cuello negro de Tentación.

– Bien, chico. Enseñémosle lo que podemos hacer.

Tentación era todo lo que esperaba. Al principio se puso al lado de Vándalo y lo mantuvo a medio galope, pero cuando notó que el caballo pedía correr más, se puso claramente delante. Viraron por los campos plantados y entraron en un prado abierto. Su cabalgada se convirtió en un feroz galope, y mientras sentía la fuerza del animal debajo de ella, todo lo demás desapareció. No había un ayer ni un mañana, ningún despiadado hombre de fríos ojos grises, ningún beso inexplicable. Sólo había un magnífico animal que era parte de ella.

Vio un seto justo delante. Con una presión de sus rodillas, giró al caballo hacia él. Cuando se acercaron más, se echó hacía delante en la silla, manteniendo las rodillas fijas a sus costados. Sintió una tremenda ola de poder cuando Tentación saltó fácilmente la barrera.

De mala gana lo llevó a un claro y lo giró. Por ahora, ya había hecho suficiente. Si presionaba más al caballo, quizá Cain la acusara de temeraria, y no iba a darle una excusa para impedir que montara ese caballo.

Él la esperaba al principio del prado. Llegó junto a él y se limpió el sudor de la cara con la manga de la camisa.

La silla de él crujió un poco cuando se movió.

– Eso ha sido una auténtica demostración.

Ella permaneció silenciosa, esperando su veredicto.

– ¿Has montado así desde que estás en Nueva York? -preguntó él.

– A eso no lo llamaría montar.

Con un tirón en las riendas, él giró a Vándalo hacia la cuadra.

– Mañana vas a tener unas agujetas infernales.

¿Era eso todo lo que tenía que decir? Le miró la espalda, apretó los talones contra los costados de Tentación y le alcanzó.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien qué?

– ¿Vas a dejarme montar este caballo, o no?

– No veo por qué no. Mientras no sea a lo amazona, podrás montarlo.

Ella sonrió y resistió el impulso de girar a Tentación de nuevo hacía el prado para otro galope.

Llegó al patio antes que Cain, desmontó y le dio a Samuel la brida.

– Esmérate en refrescarlo -le dijo al joven-. Y ponle una manta. Ha cabalgado intensamente.

Cain llegó a tiempo de oír sus órdenes.

– Samuel es un chico de establo tan bueno como lo eras tú -sonrió y desmontó-. Pero no está ni la mitad de atractivo que tú en pantalones.


***

Durante dos años y medio, Sophronia había estado castigando a Magnus Owen por interponerse entre ella y Baron Cain. La puerta de la habitación que utilizaba como oficina, se balanceó al abrirse.

– Me han dicho que querías verme -dijo él-. ¿Pasa algo?

Los años que había sido capataz de los trabajos realizados en Risen Glory habían producido cambios en él. Los músculos que se adivinaban debajo de su camisa beige y los pantalones marrones oscuro se veían fuertes y duros, y provocaba un tenso nervio del que carecía antes. Su cara era todavía joven y apuesta, pero como pasaba siempre que estaba delante de Sophronia, unas sutiles líneas de tensión grababan al agua fuerte sus rasgos.

– No pasa nada, Magnus -respondió Sophronia, de esa manera prudentemente superior-. Sólo quiero que te acerques a la ciudad más tarde y recojas unos suministros para mí.

Ella no se levantó del sillón mientras le entregaba la lista. Quería que él se acercara.

– ¿Me has hecho venir de los campos para que sea tu chico de los recados? -agitó la lista-. ¿Por qué no envías a Jim para esto?

– No he pensado en él -respondió ella, perversamente contenta de poder molestarlo-. Además, Jim está limpiándome las ventanas.

La mandíbula de Magnus se tensó.

– Y supongo que limpiar las ventanas es más importante para tí que sacar adelante el algodón que sustenta esta plantación.

– Pero bueno. Tienes una elevada opinión de tí mismo, ¿no es así, Magnus Owen? -se levantó de la silla-. ¿Crees que esta plantación se vendrá abajo sólo porque el capataz esté fuera de los campos durante unos pocos minutos?

Una pequeña vena empezó a latir en su sien. Él se puso su callosa y áspera mano en la cadera.

– Te das unos aires, mujer, que están volviéndose algo desagradables. Alguien va a tener que apretarte las clavijas o vas a meterte en auténticos problemas.

– Y crees que ese alguien vas a ser tú -levantó la barbilla y empezó a caminar hacía el pasillo.

Magnus generalmente de naturaleza apacible y tranquila, alargó la mano y la agarró del brazo. Ella dio un pequeño grito cuando él tiró de ella, y cerró de golpe la puerta.

– Así es -él habló arrastrando las palabras, con esa cadencia dulce, de sonidos líquidos que le llevaban a su niñez-. Por supuesto que estoy dispuesto a mantener el bienestar de nosotros, los negros.

Sus dorados ojos chispearon con ira por su burla. Se sintió aprisionada contra la puerta por su largo cuerpo.

– ¡Deja que me vaya! -le dio un empujón en el pecho, pero aunque los dos eran de la misma estatura, él era mucho más fuerte y era como intentar tumbar un roble con un soplo de brisa.

– ¡Magnus déjame salir!

Quizá él no oyó el tono de pánico en su súplica, o quizá ella le había presionado demasiado a menudo. En lugar de liberarla, fijó sus hombros a la puerta. El calor de su cuerpo le quemaba a través de la falda.

– La señorita Sophronia piensa y actúa como si fuera blanca, cree que mañana se va a despertar y va a ser blanca. Así no tendrá que volver a hablar con los negros otra vez, excepto para darles órdenes.

Ella giró la cabeza y cerró los ojos con fuerza, tratando de aislarse de su desprecio, pero Magnus no había acabado con ella. Su voz se suavizó, pero las palabras no herían menos.

– Si la señorita Sophronia fuera blanca, no tendría que preocuparse de que ningún hombre negro quisiera casarse con ella y tener sus hijos. Ni tendría que preocuparse porque un hombre negro pueda sentarse a su lado y cogerla de la mano cuando se sienta sola, o la abrace cuando sea vieja. No, la señorita Sophronia no debería preocuparse por nada de eso. Ella es demasiado fina para todo eso. ¡Ella es demasiado blanca para todo eso!

– ¡Basta ya! -Sophronia se tapó los oídos con las manos intentando no oír esas crueles palabras.

Él retrocedió para liberarla, pero ella no pudo moverse. Estaba congelada, con la espalda rígida y las manos en los oídos. Unas lágrimas incontrolables bajaban por sus mejillas.

Con un gemido sordo, Magnus cogió ese cuerpo rígido en sus brazos y empezó a acariciarla y a canturrear en su oído.

– Vamos, vamos, chica. Está bien. Siento mucho haberte hecho llorar. Lo último que deseo es hacerte daño. Vamos, todo va a estar bien.

Gradualmente la tensión fue abandonando su cuerpo y durante un momento se apoyó contra él. Era tan sólido. Tan seguro.

¿Seguro? El pensamiento era estúpido. Se soltó y se enfrentó a él, orgullosa, a pesar de las lágrimas que no podía dejar de parar.

– No tienes ningún derecho a hablarme así. No me conoces, Magnus Owen. Sólo crees que me conoces.

Pero Magnus tenía su propio orgullo

– Sé que sólo tienes sonrisas para cualquier hombre blanco que se cruza en tu camino, pero no malgastas ni una mirada en los hombres negros.

– ¿Qué puede ofrecerme un hombre negro? -dijo ella ferozmente-. El hombre negro no ha conseguido ningún poder. A mi madre, mi abuela, y a sus madres antes que a ellas… los hombres negros las amaron. Pero cuando el hombre blanco llamaba a la puerta por la noche, ni uno sólo de esos hombres negros pudieron impedir que se las llevaran. Ninguno de esos hombres negros pudo impedir que vendieran a sus hijos y se los llevaran lejos. Lo único que podían hacer era mantenerse al margen y mirar como ataban a un poste a la mujer que amaban y la azotaban hasta dejarles las espaldas ensangrentadas. ¡No me hables de hombres negros!

Magnus dio un paso hacia ella, pero cuando ella se alejó, anduvo hacía la ventana en su lugar.

– Todo es diferente ahora -dijo suavemente-. La guerra ha acabado. Nunca más serás esclava. Somos libres. Las cosas han cambiado. Podemos votar.

– Eres un tonto, Magnus. ¿Crees que porque los blancos te digan que puedes votar, las cosas serán diferentes? Eso no quiere decir nada.

– Sí quiere decir algo. Ahora eres una ciudadana americana. Te protegen las leyes de este país.

– ¡Me protegen! -la espalda de Sophronia se tensó con desprecio-. No hay ninguna protección para una mujer negra, sólo la que ella misma se consiga.

– ¿Vendiendo tu cuerpo al primer hombre blanco rico que te solicite? ¿Esa es tu manera?

Ella se giró hacía él, azotándolo con su lengua.

– Dime que más puede ofrecer una mujer negra. Los hombres han usado nuestros cuerpos durante siglos y lo único que hemos conseguido a cambio es una prole de hijos a los que no podíamos proteger. Bien, yo quiero más que eso, y voy a conseguirlo. Voy a tener una casa, vestidos y buena comida. ¡Así estaré segura!

Él se estremeció.

– ¿No crees que esa es otra clase de esclavitud? ¿Así piensas conseguir tu seguridad?

Los ojos de Sophronia no dudaron.

– No sería esclavitud si yo elijo al señor y pongo las condiciones. Y sabes de sobra que ya lo habría conseguido si no hubiera sido por ti.

– Cain no iba a darte lo que querías.

– Te equivocas. Me hubiera dado lo que le hubiera pedido si tú no lo hubieras estropeado.

Magnus puso la mano sobre el respaldo del sofá de damasco rosa.

– No hay ningún hombre en el mundo al que respete más que a él. Me salvó la vida, y haría cualquier cosa que me pidiera. Es justo, honesto y todos los que trabajan para él lo saben. No le pide a nadie que haga lo que puede hacer él mismo. Los hombres le admiran por eso, y yo también. Pero es un hombre duro con las mujeres, Sophronia. Ninguna le ha llegado dentro.

– Él me quería, Magnus. Si no nos hubieras interrumpido esa noche, me hubiera dado lo que le hubiera pedido.

Magnus se acercó a ella y tocó su hombro. Ella retrocedió instintivamente aunque su tacto le resultó extrañamente consolador.

– ¿Y que habría pasado? -preguntó Magnus-. ¿Habrías podido esconder ese escalofrío que recorre tu cuerpo cada vez que un hombre te toca el brazo? ¿Aunque él sea rico y blanco, habrías podido olvidar que también es un hombre?

Eso golpeaba directamente en sus pesadillas. Sé dio la vuelta y a ciegas se dirigió hacía el escritorio. Cuando estuvo segura que su voz no la delataría y poniendo su expresión más fría le miró.

– Tengo trabajo que hacer. Si no puedes traerme estos suministros, enviaré a Jim en tu lugar.

Ella pensó que no le contestaría, pero finalmente él se encogió de hombros.

– Te traeré esos suministros -y sin más, se dio la vuelta y la dejó sola.

Sophronia se quedó mirando fijamente la puerta y durante un instante sintió el deseo abrumador de ir tras él. La sensación se desvaneció. Magnus Owen podía ser el capataz de la plantación, pero seguía siendo un hombre negro y nunca podría protegerla.

10

A Kit le dolían todos los músculos del cuerpo mientras bajaba las escaleras a la mañana siguiente. En contraste con los pantalones del día anterior, llevaba un vestido de muselina de un pálido color violeta, y un delicado chal de encaje blanco alrededor de los hombros. En las manos, llevaba un sombrero de paja.

Miss Dolly la esperaba pacientemente junto a la puerta de la calle.

– Bueno, no estás todavía correcta. Súbete bien ese guante, querida, y colócate bien la falda.

Kit hizo lo que le pedía sin dejar de sonreír.

– Usted está realmente guapa.

– Oh, gracias, querida. Trato de tener un aspecto agradable, pero no es tan fácil como antes. Ya no tengo la juventud a mi favor, ya sabes. Pero mírate tú. Ni un sólo hombre de esta congregación será capaz de pensar como un caballero esta mañana cuando te vea con ese aspecto de pastel de azúcar, es más, querrán devorarte.

– Me siento hambriento sólo con mirarla -dijo una perezosa voz a sus espaldas.

Kit se puso el sombrero de paja en la cabeza, dejando las cintas sueltas.

Cain estaba apoyado en el marco de la puerta de la biblioteca. Iba vestido con una levita gris perla, con pantalones y chaleco negros. Completaba su atuendo un elegante corbatín color burdeos con diminutas rayas blancas sobre su camisa blanca.

Sus ojos estudiaron su vestimenta tan formal.

– ¿Dónde vas?

– A la iglesia, desde luego.

– ¡A la iglesia! ¡No te hemos invitado a acompañarnos!

Miss Dolly se puso la mano en la garganta.

– ¡Katharine Louise Weston! ¡Estoy escandalizada! ¿En que estás pensando para hablar al General de forma tan desconsiderada? Yo le he pedido que nos acompañe. Usted deberá perdonarla, General. Ella montó demasiado a caballo ayer y apenas ha podido andar al levantarse esta mañana de la cama. Por eso está enfadada.

– Lo entiendo perfectamente -la alegría de sus ojos hacía su expresión sospechosamente simpática.

Kit siguió toqueteando las cintas del sombrero.

– No estoy enfadada – estaba nerviosa ante su mirada escrutadora y no era capaz de atarse las cintas.

– Será mejor que le haga usted el lazo antes que arranque las cintas, Miss Calhoun.

– Por supuesto General -Miss Dolly chasqueó a Kit la lengua-. Veamos, querida. Sube la barbilla y permíteme.

Kit mansamente dejó a Miss Dolly ayudarla mientras Cain las miraba divertido. Finalmente le hizo el lazo correctamente y se encaminaron hacía fuera para montar en el carruaje.

Kit esperó a que Cain hubiera ayudado a Miss Dolly a subir antes de dirigirse a él.

– Apuesto a que es la primera vez que pones un pie en la iglesia desde que estás aquí. ¿Por qué no te quedas en casa?

– Esta vez no. No me perdería esta reunión tuya con la buena gente de Rutherford por nada del mundo.


***

Padre Nuestro que estás en los cielos…

La luz del sol entraba por los sucios cristales de las ventanas derramándose sobre las cabezas de las personas de la congregación. En Rutherford, todavía hablaban del milagro que esas ventanas hubieran escapado intactas a la destrucción sembrada por el diablo, William Tecumseh Sherman.

Kit parecía incómoda sentada con su vestido de gala color violeta entre los descoloridos vestidos y sombreros de antes de la guerra de las demás mujeres. Había querido demostrarles su buen aspecto, pero no había considerado lo pobres que eran todos allí. No lo olvidaría otra vez.

Se encontró pensando sin darse cuenta en su verdadera iglesia, la estructura simple de madera no lejos de Risen Glory que servía como la casa espiritual de los esclavos de las plantaciones de los alrededores. Garrett y Rosemary rechazaban ir todas las semanas a la iglesia de la comunidad blanca en Rutherford, de modo que Sophronia llevaba a Kit con ella cada domingo. Aunque Sophronia era también sólo una niña, estaba determinada a que Kit oyera La Palabra.

A Kit le encantaba esa iglesia, y ahora no podía menos que comparar aquella alegría con este servicio tan serio y tranquilo. Sophronia estaría allí ahora junto con Magnus y los demás negros.

Su reunión con Magnus había sido comedida. Aunque parecía feliz de verla, su vieja animadversión no se había ido. Ahora ella era una mujer blanca adulta y él un hombre negro.

Una mosca zumbó perezosamente delante de ella, y miró de reojo a Cain. Tenía su atención fija en el púlpito, con la expresión tan inescrutable como siempre. Estaba contenta que Miss Dolly estuviera sentada entre ellos. Sentarse a su lado le habría arruinado la mañana.

Al otro lado de la iglesia había un hombre que no tenía la vista en el púlpito. Kit sonrió lentamente a Brandon Parsell, y luego inclinó la cabeza para que el ala de su sombrero de paja le tapara parte de la cara. Antes de marcharse de la iglesia, trataría de darle la posibilidad de hablar con ella. Sólo disponía de un mes, y no podía malgastar el tiempo.

El servicio acabó y los miembros de la reunión no pudieron esperar para hablar con ella. Habían sabido que la escuela para jóvenes damas de Nueva York la había cambiado, pero querían verlo por sí mismos.

– Pero, Kit Weston, sólo mírate ahora…

– Te has convertido en una verdadera dama…

– Por las estrellas, ni tu propio padre te reconocería…

Mientras esperaban para saludarla, se enfrentaban a un dilema. Reconocerla quería decir que también debían recibir a su tutor yanqui, el hombre que las principales familias de Rutherford habían estado evitando tan diligentemente.

Despacio, primero una persona y después otra se dirigieron a él. Uno de los hombres la preguntó por la cosecha de algodón. Delia Dibbs le dio las gracias por su contribución a la Sociedad de la Biblia. Clement Jakes le preguntó si creía que llovería pronto. Las conversaciones eran reservadas pero el mensaje era claro. Era hora de que las barreras contra Baron Cain bajaran.

Kit sabía que más tarde se justificarían diciéndose que sólo le habían hablado por deferencia hacía Kit Weston, pero sospechaba que eso era una excusa para hacerlo entrar en su círculo, así tendrían un tema fresco del que hablar. Nadie podía imaginarse que Cain no deseara hablar con ellos.

De pie, algo alejada de la iglesia, una mujer con aire sofisticado miraba lo que ocurría con aire divertido. De modo que este era el famoso Baron Cain… la mujer era una recién llegada a la comunidad, llevaba viviendo en Rutherford sólo tres meses, pero había oído de todo del nuevo propietario de Risen Glory. Nada de lo que había escuchado sin embargo, la había preparado para su primera vista de él. Sus ojos fueron desde sus hombros hasta sus estrechas caderas. Era magnífico.

Verónica Gamble era sureña por nacimiento, pero no por convicción. Nacida en Charleston, se casó con el pintor Francis Gamble cuando apenas tenía dieciocho años. Durante los catorce siguientes, pasaron su vida a caballo entre Florencia, París y Viena dónde Francis cobraba precios astronómicos por los atroces y lisonjeros cuadros a las mujeres y niños aristócratas.

Cuando su marido murió el invierno anterior, dejó a Verónica en una situación acomodada, pero no rica. Por capricho había decidido regresar a Carolina del Sur, a la casa que su marido había heredado de sus padres. Se tomaría su tiempo para valorar las cosas, y pensar que hacer en adelante con su vida.

A sus treinta y pocos años, tenía un aspecto inmejorable. Su pelo castaño cobrizo lo tenía peinado hacía atrás, y le caía en brillantes rizos sobre el cuello, y sus ojos verdes sesgados del mismo color que su chaqueta Zouave de moda. En cualquier otra mujer, el labio inferior grueso habría afeado su cara, pero en ella resultaba sensual.

Aunque consideraban a Verónica una mujer hermosa, su fina nariz era demasiado larga, y sus rasgos demasiado angulares para ser una verdadera belleza. Ningún hombre sin embargo parecía notarlo. Tenía ingenio, inteligencia y la calidad seductora de mirar la vida de forma divertida, mientras esperaba a ver que la deparaba.

Caminó hacía la puerta de la iglesia, dónde el reverendo Cogdell estaba recibiendo a las personas que salían.

– Ah, señora Gamble. Qué agradable tenerla con nosotros esta mañana. Creo que usted no conoce a la señorita Dorthea Calhoun. Y este es el señor Cain de Risen Glory. ¿Dónde ha ido Katharine Louise? Me gustaría que la conociera también.

Veronica Gamble no tenía el más mínimo interés en la señorita Dorthea Calhoun o alguien llamada Katharine Louise. Pero estaba muy interesada en el deslumbrante hombre que estaba de pie junto al pastor, e inclinó elegantemente la cabeza.

– He oído hablar mucho de usted, señor Cain. De alguna manera esperaba que tuviera cuernos.

Rawlins Cogdell parecía alarmado pero Cain rió.

– Pues yo no he sido tan afortunado de oír hablar de usted.

Veronica metió su mano enguantada en el bolsito de su brazo.

– El problema es fácilmente remediable.

Kit escuchó la risa de Cain pero la ignoró para concentrar su atención en Brandon. Sus características regulares eran incluso más atractivas de lo que recordaba, y el mechón de pelo que le caía sobre el flequillo cuando hablaba era simpático.

No podía ser más diferente de Cain. Brandon era atento donde Cain era grosero. Y no debía preocuparse de que se burlara de ella. Era un caballero del Sur de los pies a la cabeza.

Ella estudió su boca. ¿Qué sentiría al besarlo? Seguro que sería emocionante. Mucho más agradable que el asalto de Cain el día que ella llegó.

Un asalto al que ella no había puesto ningún impedimento.

– He pensado mucho en tí desde que nos vimos en Nueva York -dijo Brandon.

– Me siento adulada.

– ¿Te gustaría montar conmigo mañana? El Banco cierra a las tres. Podría estar en Risen Glory en una hora.

Kit lo miró a través de sus pestañas, un efecto que había practicado a la perfección.

– Me gustaría mucho montar contigo, señor Parsell.

– Hasta mañana entonces.

Con una sonrisa, se dio la vuelta para recibir a varios hombres jóvenes que habían estado esperando pacientemente una oportunidad para hablar con ella.

Mientras rivalizaban por su atención, ella observó a Cain enzarzado en una conversación con una atractiva mujer pelirroja. Algo en la manera en que la mujer miraba a Cain incomodó a Kit. Deseó que él mirara en su dirección para verla rodeada de todos esos hombres. Desgraciadamente parecía no hacerla el menor caso.

Miss Dolly estaba ocupada conversando con el reverendo Cogdell y su esposa Mary, que era su familiar lejano y quien la había recomendado como chaperona. Kit comprendió que los Cogdells parecían cada vez más desconcertados. Se disculpó y se dirigió precipitadamente hacía ellos.

– ¿Está lista para irnos, Miss Dolly?

– Por supuesto, querida. No había visto al reverendo Cogdell y a su querida esposa Mary en años. Una reunión muy agradable, sólo ensombrecida por los desafortunados acontecimientos de Bull Run. Oh, pero eso es una conversación de viejos, querida. Nada que pueda interesar a una joven como tú.

Cain también debía estar presintiendo el inminente desastre.

– Señorita Calhoun, el carruaje está esperándonos.

– Por supuesto, General- dijo Miss Dolly, y jadeando presionó los dedos en su boca-. Yo… yo quería decir Major desde luego. Seré tonta.

Con las cintas revoloteando a su alrededor se dirigió hacía el carruaje.

El reverendo Cogdell y su esposa se quedaron mirándola alejarse boquiabiertos de asombro.

– Ella piensa que soy el General Lee que vive disfrazado en Risen Glory -dijo Cain francamente.

Rawlins Cogdell empezó a apretarse sus finas y pálidas manos con agitación.

– Major Cain, Katharine, lo siento mucho. Cuando mi esposa les recomendó a la señorita Calhoun para chaperona, no teníamos la menor idea… Oh, Dios querido, no sabíamos…

– Es todo por mi culpa -los pequeños ojos castaños de Mary Cogdell estaban repletos de resentimiento-. Habíamos oído que era totalmente indigente, pero no que tuviera problemas mentales.

Kit abrió la boca para protestar, pero Cain la cortó.

– No necesita preocuparse por la señorita Calhoun. Ella está cómodamente instalada.

– Pero Katharine no puede permanecer en Risen Glory con usted bajo estas circunstancias -protestó el ministro-. Dolly Calhoun no es una chaperona correcta. Hoy ha hablado con más de una docena de personas aquí. Antes de esta tarde, todo el mundo estará hablando de ella. No es correcto. No es en absoluto correcto. Los cotilleos serán terribles, señor Cain. Usted es un hombre demasiado joven…

– Kit es mi hermanastra -dijo Cain.

– Pero no hay ningún vínculo de sangre entre ustedes.

Mary Cogdell apretó más su libro de oraciones.

– Katharine, eres una mujer joven e inocente y seguramente no comprendes las repercusiones que esto tendrá. Simplemente no puedes permanecer en Risen Glory.

– Aprecio su preocupación -respondió Kit -pero he estado lejos de casa los últimos tres años, y no tengo intención de marcharme tan pronto.

Mary Cogdell miró impotente a su marido.

– Les aseguro que Miss Dolly insiste en el decoro -la sorprendió Cain diciendo-. Deberían haber visto como ha fustigado a Kit a vestirse correctamente esta mañana.

– Aún así…

Cain inclinó la cabeza.

– Si nos perdonan, reverendo Cogdell, señora Cogdell. Por favor, no se preocupen más por esto -agarró a Kit del brazo y se dirigieron al carruaje donde ya estaba Miss Dolly esperándolos.

Rawlins Cogdell y su esposa los miraron alejarse.

– Esto va a traer problemas -dijo el ministro-. Puedo notarlo en mis huesos.


***

Kit oyó un crujido en la grava y supo que Brandon había llegado. Se apresuró a mirarse en el espejo y vio a una joven dama vestida con traje de montar. No había pantalones de chico hoy, ni tampoco montaría a Tentación. Estaba resignada a montar a lo amazona.

Esa mañana mientras el cielo tenía todavía el pálido tono rosado de la aurora, había cabalgado a lomos de Tentación. Intuía que ese paseo salvaje sería muy diferente al de esta tarde.

Debía admitir, no obstante, que le encantaba el nuevo traje de montar, a pesar que le disgustara cabalgar con él. De paño rojo con adornos negros, la chaqueta se ajustaba y acentuaba su fina cintura. La falda amplía caía en pliegues hasta los tobillos y el dobladillo estaba decorado con una cinta rizada negra formando un dibujo encadenado.

Se aseguró que no tuviera un hilo suelto ni nada fuera de lugar. Las cuatro presillas negras que cerraban el frontal de su chaqueta estaban bien abrochadas y el sombrero estaba correctamente puesto. Era negro, una versión femenina de los sombreros de los hombres, pero más bajo, suave y con una pluma roja en la parte posterior. Se retocó el cómodo moño que se había hecho en la nuca y se abrillantó más aún las botas.

Satisfecha, y consciente de que nunca se había visto mejor, tomó su fusta y salió de la habitación, sin pensar en los guantes de montar negros que estaban en su caja correspondiente. Cuando llegaba al vestíbulo, oyó voces provenientes del porche. Para su consternación, vio a Cain hablando fuera con Brandon.

De nuevo el contraste entre los dos hombres fue brutal. Cain era mucho más alto, pero no sólo eso los diferenciaba. Brandon iba vestido correctamente, con pantalones de montar y una chaqueta verde botella sobre su camisa. La ropa era vieja y pasada de moda, pero la llevaba limpia y le sentaba perfectamente.

Como él, Cain estaba sin sombrero, pero llevaba la camisa abierta por el cuello, las mangas enrolladas hasta los codos y los pantalones manchados de barro. Parecía cómodo, con una mano metida en el bolsillo y una bota sucia apoyada en un escalón superior. Todo en Brandon indicaba cultura y educación, mientras Cain se parecía a un bárbaro

Sus ojos se demoraron en él un momento más, antes de sujetar la fusta con fuerza y caminar hacía adelante. Lady esperaba pacientemente, con la vieja silla de montar de amazona que Kit había encontrado en el ático correctamente conservada.

Kit dirigió a Cain una cabezada fría y a Brandon un saludo sonriente. La admiración en sus ojos le dijo que los esfuerzos que se había tomado por su aspecto no habían sido en vano. Cain sin embargo parecía disfrutar de una broma privada, a su costa, no tenía dudas.

– Ten cuidado hoy, Kit. Lady puede ser realmente peligrosa.

Ella apretó los dientes.

– No te preocupes, estoy segura que podré controlarla.

Brandon hizo intención de ayudarla a subir a la silla, pero Cain fue más rápido.

– Permíteme.

Brandon se dio la vuelta con patente indignación y se dirigió a su caballo. Kit colocó los dedos en la mano extendida de Cain. Parecía fuerte y competente. Una vez acomodada en la silla miró hacía abajo para verlo observar sus molestas faldas.

– ¿Ahora quién es hipócrita?- preguntó él en un susurro.

Ella miró hacia Brandon y le dirigió una cegadora sonrisa.

– Bien, señor Parsell, no vaya demasiado rápido para mí, ¿de acuerdo? Vivir en el Norte ha provocado que se oxiden mis habilidades para montar. Cain resopló y se alejó, dejándola con la agradable sensación que ella había dicho la última palabra.

Brandon sugirió que se dirigieran hacía Holly Grove, su antigua hacienda. Mientras trotaban para salir del patio, Kit lo miró como observaba los campos plantados a ambos lados del camino. Esperaba que ya estuviera haciendo planes.

Los mismos soldados que habían respetado Risen Glory habían incendiado Holly Grove. Tras la guerra, Brandon volvió a una hacienda en ruinas, a unos campos quemados cubiertos de zarzas y hierbas salvajes. No había podido pagar los impuestos de la tierra, y habían confiscado todo. Ahora todo estaba parado.

Desmontaron cerca de una ennegrecida chimenea. Brandon ató los caballos, cogió el brazo de Kit y se dirigieron hacia las ruinas de la casa. Habían estado charlando agradablemente durante el camino, pero ahora él se calló. El corazón de Kit desbordaba compasión.

– Todo se ha ido -dijo él finalmente-.Todo en lo que el Sur creía. Todo por lo que luchamos.

Ella contempló la devastación. Si Rosemary Weston no hubiera acogido a ese subteniente yanqui en su dormitorio, Risen Glory habría quedado también así.

– Los yanquis se ríen de nosotros, ya lo sabes -continuó él-. Se ríen de nuestras convicciones de la caballerosidad y se toman nuestro honor a broma. Nos han arrebatado nuestras tierras, y las gravan con impuestos que saben no podemos pagar si queremos comer. La Reconstrucción Radical es una maldición del Todopoderoso hacía nosotros -sacudió la cabeza-. ¿Qué hemos hecho para merecer tanta maldad?

Kit miró con detenimiento hacía las chimeneas gemelas que parecían grandes dedos espectrales.

– Es por la esclavitud -dijo ella-. Nos están castigando por tener seres humanos como esclavos.

– ¡Tonterías! Has vivido con los yanquis demasiado tiempo, Kit. La esclavitud es una orden de Dios. Sabes que lo dice la Biblia.

Ella lo sabía. Desde pequeña lo había escuchado en la iglesia, predicado desde el púlpito por ministros blancos que los dueños de las plantaciones enviaban para recordarles a los negros que Dios aprobaba la esclavitud. Dios tenía instrucciones detalladas de las obligaciones de un esclavo hacia su señor. Kit recordaba a Sophronia sentada a su lado durante esos sermones, pálida y tensa, incapaz de asimilar lo que oía con el amoroso Jesús que conocía.

Brandon la cogió del brazo y la llevó hacía un camino algo lejos de la casa. Sus monturas estaban tranquilamente pastando en un claro cerca de las chimeneas. Kit caminó hacía un árbol caído mucho tiempo antes durante una tormenta y se sentó sobre el tronco.

– Ha sido un error traerte aquí -dijo Brandon cuando llegó junto a ella.

– ¿Por qué?

– Esto hace las diferencias entre nosotros todavía más aparentes -él miró con detenimiento las ennegrecidas chimeneas en la distancia.

– ¿Lo hace? Ninguno de nosotros tiene una casa. Recuerda que Risen Glory no es mía. Todavía no, al menos.

Él le dirigió una mirada especulativa. Ella arrancó una astilla de madera con la uña.

– Sólo tengo un mes antes que Cain me obligue a volver a Nueva York.

– No soporto la idea de que vivas en la misma casa con ese hombre – dijo él mientras se sentaba a su lado en el tronco-. Todos los que han venido hoy al Banco hablaban de lo mismo. Dicen que la señorita Calhoun no es una chaperona adecuada. No te quedes sola con él. ¿Me estás escuchando? No es un caballero. No me gusta. No le gusta a nadie.

El interés de Brandon la reconfortó.

– No te preocupes. Tendré cuidado -y entonces deliberadamente inclinó la cabeza para dejarla junto a la de él, entreabriendo los labios. No podía dejar que terminara esta excursión sin besarlo. Era algo que tenía que hacer para borrar la marca de Cain de su boca.

Y de tus sentidos, susurró una vocecilla en su interior.

Era cierto. El beso de Cain había hecho que le hirviera la sangre, y necesitaba probar los labios de Brandon Parsell para encender la chispa de ese mismo fuego.

Sus ojos quedaban ensombrecidos parcialmente por el ala de su sombrero gris, pero podía verlo mirar su boca. Esperó que acercara la cara, pero él no se movió.

– Quiero que me beses -dijo ella finalmente.

Él se escandalizó por su atrevimiento. Lo notó en su ceño fruncido. Su actitud la irritó y decidió llevar la iniciativa.

Se inclinó y despegó suavemente su sombrero, observando mientras lo dejaba a un lado una fina línea roja que había dejado en su frente.

– Brandon -dijo en un susurro- tengo solamente un mes. No tengo tiempo para ser tímida.

Incluso un caballero no podría ignorar tan atrevida invitación. Él se inclinó hacia adelante y presionó su boca con la suya.

Kit notó que sus labios eran más gruesos que los de Cain. También eran más dulces, pensó, puesto que permanecían cortésmente cerrados. Era un beso tierno comparado con el que le había dado Cain. Un beso agradable. Sus labios estaban secos pero su bigote parecía un poco áspero.

Su mente iba a la deriva, y se forzó a volver a la realidad levantando los brazos y poniéndolos con entusiasmo alrededor de su cuello. ¿No eran sus hombros algo estrechos? Debía ser su imaginación, porque sabía que eran sólidos. Él continuó besándola por las mejillas y por la línea de la mandíbula. Su bigote le raspaba la sensible piel, y se estremeció.

Él se retiró instintivamente.

– Lo siento. ¿Te he asustado?

– No, desde luego que no -ella tragó su decepción. El beso no había probado nada. ¿Por qué no podía él dejar sus escrúpulos de lado y besarla a fondo?

Pero un segundo después de pensarlo se reprendió a sí misma. Brandon Parsell era un caballero, no un bárbaro yanqui.

Él bajó la cabeza.

– Kit, debes saber que yo no te haría daño por nada del mundo. Te pido disculpas por mi falta de contención. Las mujeres como tú necesitan cariño y estar protegidas de los aspectos más sórdidos de la vida.

Ella sintió otra punzada de irritación.

– No estoy hecha de cristal.

– Lo sé. Pero quiero que sepas que si algo… va a ocurrir entre nosotros, nunca te degradaría. Te molestaría lo menos posible con mis propias necesidades.

Eso lo entendió. Cuando la señora Templeton les habló de la Vergüenza de Eva, dijo que había maridos que eran más considerados con sus esposas, y debían rezar para casarse con uno de ellos.

De repente se sintió contenta de que los dulces besos de Brandon no despertaran ningún fuego en ella. La respuesta a los besos de Cain sólo había sido ocasionada por la extraña emoción de volver a casa.

Ahora estaba más segura que nunca de que quería casarse con Brandon. Todo lo que una mujer podía desear era un marido como él.

La hizo ponerse el sombrero para no quemarse y la amonestó suavemente por haberse olvidado los guantes. La mimaba tanto, que ella sonrió y flirteó haciendo a la perfección el papel de belleza sureña.

Se recordó que él estaba acostumbrado a un tipo diferente de mujer, una silenciosa y reservada, como su madre y sus hermanas y trató de refrenar su lengua normalmente impulsiva. De todos modos logró impresionarlo con sus opiniones sobre el sufragio de los negros y la decimoquinta enmienda. Cuando vio dos pequeños surcos entre sus ojos, supo que tenía que hacerle entender.

– Brandon, yo soy una mujer instruida. Tengo ideas y opiniones. Me he valido por mi misma durante mucho tiempo. No puedo ser alguien que no soy.

Su sonrisa no hizo desaparecer esos surcos.

– Tu independencia es una de las cosas que más admiro de tí, pero va a llevarme algún tiempo acostumbrarme a ello. No eres como otras mujeres que he conocido.

– ¿Y has conocido a muchas mujeres? -bromeó.

Su pregunta le hizo reír.

– Kit Weston, eres una pícara.

Su conversación en el paseo hasta Risen Glory fue una feliz combinación de cotilleo y recuerdos. Le prometió ir a una merienda con él, y que la acompañara el domingo en la iglesia. Mientras estaba en el porche diciéndole adiós, decidió que ese día había salido bastante bien.

Desgraciadamente la noche no sería igual.

Miss Dolly la detuvo antes de la cena.

– Necesito tus dulces y jóvenes ojos para revisar mi caja de botones. Tengo uno de nácar en alguna parte y simplemente debo encontrarlo.

Kit hizo lo que le pidió aunque necesitaba unos minutos de soledad. La clasificación fue acompañada por charla, gorjeos, y revoloteo. Kit aprendió qué botones habían sido cosidos sobre qué vestidos, donde los había llevado puestos y con quién, que tiempo había hecho ese día concreto, así como lo que Miss Dolly había comido.

En la cena, Miss Dolly exigió que todas las ventanas estuvieran cerradas, a pesar de que la noche era cálida, porque había escuchado rumores de una erupción de difteria en Charleston. Cain manejó bien a Miss Dolly y las ventanas permanecieron abiertas, pero ignoró a Kit hasta el postre.

– Espero que Lady se comportara bien hoy -le dijo finalmente-. La pobre yegua parecía aterrada cuando te montaste encima con todas esas faldas. Pensé que se asustaría al verse asfixiada.

– No eres tan divertido como crees. Mi traje de montar es bonito y elegante.

– Y odias ponértelo. No te culpo por ello. Esas cosas deberían pasar a la historia.

Exactamente su opinión.

– Tonterías. Son muy cómodos. Y a una dama siempre le gusta verse bonita.

– ¿Es sólo mi imaginación o se vuelve tu acento más espeso siempre que tratas de irritarme?

– Espero que no, Major. Eso sería una descortesía por mi parte. Además estás en Carolina del Sur, de modo que eres tú quién tiene acento.

Él sonrió.

– Un punto para tí. ¿Has disfrutado tu paseo?

– He pasado una tarde maravillosa. No hay muchos caballeros tan agradables como el señor Parsell.

Su sonrisa se evaporó.

– ¿Y dónde habéis ido el señor Parsell y tú?

– A Holly Grove, su antigua hacienda. Nos gustó recordar viejos tiempos.

– ¿Eso es todo lo que habéis hecho? -preguntó él de forma significativa.

– Sí, eso fue todo -replicó ella-. No todos los hombres se comportan con una joven dama como tú.

Miss Dolly frunció el ceño ante el tono áspero en la voz de Kit.

– Estás tonteando con el postre, Katharine Louise. Si ya has terminado, vamos a la salita a sentarnos y permitir al General fumar su puro.

Kit estaba disfrutando demasiado irritando a Cain como para marcharse.

– Todavía no he terminado, Miss Dolly. ¿Por qué no va usted? A mí no me molesta el humo del puro.

– Bien, si no les importa… -Miss Dolly puso su servilleta sobre la mesa y se levantó, luego se agarró al respaldo de la silla como para infundirse coraje-. Ahora, presta atención a tus modales, querida. Ya sé que no es tu intención, pero a veces tu tono parece algo cortante cuando hablas con el General. No debes permitir que tu espíritu natural te impida ofrecerle el respeto apropiado -con su deber cumplido, salió revoloteando del salón.

Cain se quedó mirándola con algo de diversión.

– Debo admitir que Miss Dolly está empezando a arraigar en mí.

– Eres realmente una persona atroz, lo sabes, ¿verdad?

– Admito que no soy ningún Brandon Parsell.

– Por supuesto que no lo eres. Brandon es un caballero.

Él se apoyó atrás en su silla y la estudió.

– ¿Se ha comportado como un caballero hoy contigo?

– Desde luego que sí.

– ¿Y tú? ¿Te has comportado como una dama?

El placer en su chanza se desvaneció. Él todavía no había olvidado esa fea carta de Hamilton Woodward. No le hizo ver cuanto le molestaba que cuestionara su virtud.

– Desde luego yo no he sido una dama. ¿Qué diversión habría? Me he quitado la ropa y le he ofrecido mi cuerpo. ¿Es eso lo que deseas saber?

Cain rechazó su plato.

– Te has convertido en una mujer muy hermosa, Kit. También eres temeraria. Es una peligrosa combinación.

– El señor Parsell y yo hemos hablado de política. Discutimos las indignidades que el gobierno federal está cometiendo en Carolina del Sur.

– Puedo imaginarme vuestra conversación perfectamente. Suspirando por lo que los yanquis le están haciendo a vuestro pobre estado. Gimiendo por las injusticias de la ocupación… nada que el Sur necesitase, desde luego. Estoy seguro que habéis hablado de todo eso.

– ¿Cómo puedes ser tan insensible? Puedes ver los horrores de la reconstrucción por todas partes a tu alrededor. La gente ha sido obligada a salir de sus casas. Han perdido sus ahorros. El Sur es como un trozo de cristal aplastado debajo de una bota yanqui.

– Deja que te recuerde unos pocos hechos dolorosos que pareces haber olvidado -él cogió la botella de brandy, pero antes de inclinarla para echarse en el vaso, la cogió del cuello-. No fue la Unión quién comenzó esta guerra. Las pistolas del Sur dispararon primero en Fort Sumter. Perdisteis la guerra, Kit. Y la perdisteis a expensas de seiscientas mil vidas. Ahora pretendéis que todo siga igual que antes -la miró con repugnancia-. Hablas de los horrores de la Reconstrucción. Según lo veo yo, el Sur debería estar agradecido al Gobierno Federal por haber sido tan misericordioso.

– ¿Misericordioso? -Kit se puso de pie de un salto-. ¿Te atreves a llamar a lo que está ocurriendo aquí misericordioso?

– Has leído la historia. Dímelo tú -Cain también se puso de pie-. Nombra a cualquier otro ejército victorioso que haya tratado con tan poca severidad a los vencidos. Si esto hubiera ocurrido en cualquier otro país que no fueran los Estados Unidos, se habrían ejecutado miles de hombres por traición tras Appomattox, y miles más se estarían pudriendo en las cárceles ahora mismo. En su lugar, hubo una amnistía general y ahora se están readmitiendo los estados del Sur en la Unión. Mi Dios, la Reconstrucción es un simple cachete para lo que el Sur le ha hecho a este país.

Sus nudillos estaban blancos mientras agarraba el respaldo de la silla.

– Es una pena que no haya habido más derramamiento de sangre para satisfacerte. ¿Qué tipo de hombre eres para desearle al Sur todavía más miseria?

– No le deseo más miseria. Incluso estoy de acuerdo con la indulgencia de la política federal. Pero deberás perdonarme si no muestro una sincera indignación porque la gente del Sur haya perdido sus casas.

– Quieres cobrarte tu libra de carne.

– Han muerto hombres en mis brazos -dijo él en un susurro-.Y no todos esos hombres llevaban uniformes azules.

Ella soltó el respaldo de la silla y salió deprisa de la habitación. Cuando llegó a su dormitorio, se hundió en la silla frente a su tocador.

¡Él no entendía! Lo veía todo desde la perspectiva del Norte. Pero aún cuando enumeraba mentalmente todas las razones por las que él estaba equivocado, lo encontró difícil por su viejo sentido de honradez. Él parecía tan triste. La cabeza había comenzado a palpitarle, y quería acostarse, pero había un asunto que había postergado ya demasiado tiempo.

Esa noche, ya tarde, cuando todos estaban acostados, bajó a la biblioteca y se puso a estudiar los libros en los que Cain llevaba todas las cuentas de la plantación.

11

Las siguientes semanas llevaron un flujo constante de visitantes. En otro tiempo las mujeres habrían llegado a Risen Glory en elegantes landós, vistiendo sus mejores galas. Ahora, sin embargo, llegaban en carretas tiradas por caballos de arado, o sentadas en los asientos frontales de calesas destartaladas. Ataviadas con pobres vestidos y viejos sombreros pero que llevaban tan orgullosamente como siempre.

Cohibida de hacer un derroche de su guardarropa, Kit se vistió modestamente para sus primeras visitas. Pero pronto descubrió que sus vestidos sencillos decepcionaban a las mujeres. ¿No hacían referencia continuamente al vestido color lila que había llevado a la iglesia, con un sombrero a juego en tafetán y raso? Habían oído los chismes que contaban sobre sus vestidos desde la cocinera a la canosa vendedora ambulante de cangrejos. Se rumoreaba que el guardarropa de Kit Weston tenía vestidos de todos los colores. Las mujeres se veían privadas de esa belleza, y estaban deseosas de verlos en ella.

Una vez que Kit lo entendió, no tuvo corazón para decepcionarlas. Diligentemente llevó un vestido cada día y a las más jóvenes, incluso las invitaba a su habitación para que pudieran verlos con detalle.

Le entristecía comprender que sus vestidos les gustaban más a sus visitantes que a ella misma. Eran bonitos, pero eran una continua molestia con sus ganchos, cordones y sobrefaldas que siempre se le enganchaban en los muebles. Deseaba poder regalar el de muselina verde a la joven viuda que había perdido su marido en Gettysburg, y el de seda de vincapervinca a Prudencia Wade, que tenía el rostro picado de viruela. Pero esas mujeres estaban tan orgullosas de ser pobres, que sabía que era mejor no ofrecérselos.

No todas sus visitas eran mujeres. Una docena de hombres de diversas edades llamaron a su puerta esos días. La invitaban a paseos en calesa y a picnics, la rodeaban a la salida de la iglesia, y casi provocaron una pelea para ver quién la acompañaba a una conferencia sobre frenología en Chautauqua. Ella logró rechazarlos sin herir sus sentimientos diciéndoles que ya había prometido ir con el señor Parsell y sus hermanas.

Brandon era cada vez más atento, aún cuándo ella con frecuencia lo escandalizaba. De todos modos permaneció a su lado, y estaba segura que tenía la intención de pedirle matrimonio pronto. Había pasado ya la mitad del mes, y sospechaba que no se demoraría mucho más.

Había visto poco de Cain, incluso en las comidas, desde la noche de su inquietante conversación sobre la Reconstrucción. La maquinaria para el molino había llegado y estaban ocupados guardándola bajo lonas en el granero y cobertizo hasta que estuvieran listos para instalarla. Siempre que estaba cerca, era incómodamente consciente de él. Flirteaba descaradamente con sus admiradores masculinos si sabía que la estaba observando. A veces parecía divertido pero otras veces una emoción más oscura parpadeaba a través de sus ojos que ella encontraba inquietante.

Kit se había enterado por un cotilleo que Cain había salido varias veces con la hermosa Verónica Gamble. Verónica era una fuente constante de misterio y especulación por parte de las mujeres locales. Aunque había nacido en Carolina, su modo de vida exótico tras su matrimonio la convertía en una extranjera. Se rumoreaba que su marido había pintado un cuadro de ella desnuda, reclinada en un sofá, y que lo tenía colgado de la pared de su dormitorio, sin ningún pudor.

Una noche Kit bajó para la cena y encontró a Cain en el salón leyendo un periódico. Hacía casi una semana desde que había acudido a cenar, de modo que se sorprendió al verlo. Incluso se sorprendió más al verle vestido tan formalmente en negro y blanco, ya que sabía que nunca se vestía así para la cena.

– ¿Vas a salir?

– Lamento decepcionarte, pero cenaremos juntos esta noche -dejó el periódico-. Tenemos una invitada para la cena.

– ¿Una invitada? -Kit miró con consternación su vestido sucio y los dedos manchados de tinta-. ¿Por qué no me has avisado?

– No he tenido ocasión.

El día había sido un desastre. Sophronia se había comportado de forma maniática por la mañana, y habían discutido por nada. Después el reverendo Cogdell y su esposa habían ido de visita. No habían parado de hablar de los cotilleos que circulaban sobre Kit por vivir en Risen Glory sin una chaperona adecuada, y le recomendaron que se fuera a vivir con ellos hasta que encontraran otra más indicada. Kit estaba intentando asegurarles que no había ningún problema con Miss Dolly, cuando su acompañante irrumpió en la sala asegurando que deberían mandar una buena provisión de vendas para los heridos del ejército Confederado. Cuando se marcharon, Kit ayudó a Sophronia a limpiar el papel pintado chino del comedor con corteza de pan. Después mientras escribía una carta a Elsbeth el tintero se volcó, manchándose los dedos de tinta. Más tarde fue a dar un paseo.

No había tenido ni un instante para cambiarse para la cena, y ya que pensaba que sólo estaría en compañía de Miss Dolly, no había considerado necesario ponerse otro vestido. Miss Dolly la reprendería, pero siempre la regañaba, incluso cuando Kit estaba impecablemente vestida. De nuevo se miró las manos manchadas de tinta y la falda llena de barro por arrodillarse para liberar a una cría de gorrión atrapado entre unas zarzas.

– Necesitaré cambiarme -dijo en el momento que Lucy aparecía por la puerta.

– La señorita Gamble está aquí.

Verónica Gamble entró en la sala.

– Hola, Baron.

Él sonrió.

– Verónica, es un placer volver a verte.

Ella llevaba un elegante vestido de noche verde jade con una sobrefalda de satén color bronce con ribetes negros. Los mismos que delineaban el escote, ofreciendo un contraste contra su piel pálida, opalescente de una pelirroja natural. El pelo lo llevaba en un sofisticado peinado de rizos y trenzas, recogido con un broche en forma de media luna. La diferencia de aspecto entre las dos no podía ser más evidente, y Kit inconscientemente se alisó la falda, aunque no hizo nada para mejorarlo.

Ella comprendió que Cain estaba mirándola. Había algo parecido a la satisfacción en su expresión. Casi parecía disfrutar comparando su aspecto desaliñado con el impecable de Verónica.

Miss Dolly entró en el salón.

– No me han avisado que teníamos compañía esta noche.

Cain realizó las presentaciones. Verónica respondió graciosamente pero eso no aligeró el resentimiento de Kit. No era sólo una mujer elegante y sofisticada, si no que irradiaba una autoconfianza interior que Kit pensaba que nunca poseería. A su lado, Kit parecía inexperta, torpe y poco atractiva.

Verónica mientras tanto estaba conversando con Cain sobre el periódico que había estado leyendo.

– … que mi marido y yo éramos grandes partidarios de Horace Greeley.

– ¿El abolicionista? -Miss Dolly empezó a temblar.

– Abolicionista y Director del periódico -respondió Verónica-. Incluso en Europa admiran los editoriales del señor Greeley apoyando la causa de la Unión.

– Pero mi querida señorita Gamble… -Miss Dolly respiraba con dificultad, como un pececito-. Seguramente yo entendí mal que usted nació en Charleston.

– Eso es cierto señorita Calhoun, pero de algún modo conseguí sobreponerme a ello.

– Oh yo, yo… -Miss Dolly presionó las puntas de los dedos en sus sienes-. Me parece que he desarrollado un dolor de cabeza. Estoy segura que no podré comer ni un bocado con este dolor. Creo que volveré sola a mi habitación, disculpen.

Kit observó consternada como abandonaba la habitación. Ahora estaba sola con ellos. ¿Por qué no le dijo Sophronia que la señorita Gamble iría a cenar, para haber pedido una bandeja en su habitación? Era horrible que Cain esperara que entretuviera a su amante en la cena.

El pensamiento le provocó un dolor en el pecho. Se dijo que era por su propiedad ultrajada.

Verónica se sentó en el sofá mientras Cain se sentaba a su lado en una silla tapizada en verde y marfil. Debería haber parecido ridículo en un mueble tan delicado, pero parecía tan cómodo como si estuviera a horcajadas sobre Vándalo, o en el tejado de su molino de algodón.

Verónica le contó a Cain una desgracia cómica de una ascensión en globo. Él echó atrás la cabeza y rió enseñando sus dientes lisos y blancos. Los dos podrían haber estado solos, por la atención que la prestaron.

Comenzó a retirarse, reticente a seguir mirándolos juntos.

– Iré a ver si está preparada la cena.

– Un segundo, Kit.

Cain se levantó de la silla y caminó hacia ella. Algo que vio en su expresión, la puso cautelosa.

Sus ojos se pasearon sobre su vestido arrugado. Después subieron hasta sus ojos. Ella comenzó a dar marcha atrás, pero él la alcanzó y metió una mano en su pelo, cerca de una de sus peinetas de plata. Cuando sacó la mano, sujetaba entre sus dedos una ramita.

– ¿Otra vez subiéndote a los árboles?

Ella enrojeció. Él la trataba como si tuviera nueve años y deliberadamente la dejaba en ridículo delante de su sofisticada invitada.

– Ve y dile a Sophronia que aguante la cena hasta que hayas tenido tiempo de cambiarte ese vestido sucio -con una mirada desdeñosa, él se giró hacia Verónica-. Debes perdonar a mi hermanastra. Hace relativamente poco que ha acabado la escuela. Creo que aún no ha comprendido todas las lecciones.

Las mejillas de Kit ardieron con mortificación, y palabras enfadadas burbujearon en su interior. ¿Por qué le estaba haciendo esto? Nunca le había preocupado sus vestidos sucios o su pelo enmarañado. Lo sabía muy bien. Él amaba el aire libre tanto como ella y no tenía paciencia con las formalidades.

Ella luchó por mantener la compostura.

– Me temo que va a tener que excusarme en la cena esta noche, señorita Gamble. Parece que yo también tengo dolor de cabeza.

– Una verdadera epidemia -la voz de Verónica era claramente burlona.

La mandíbula de Cain se tensó tercamente.

– Tenemos una invitada. Con dolor de cabeza o no, espero que bajes en diez minutos.

Kit se atragantó con su rabia.

– Entonces lo lamento, pero vas a decepcionarte.

– No trates de desafiarme.

– No emitas órdenes que no puedes imponer -de algún modo logró controlarse hasta que salió, pero una vez que llegó al vestíbulo, se recogió las faldas y echó a correr. Cuando llegaba al primer escalón, creyó escuchar el sonido de la risa de Verónica Gamble desde el salón.

Pero Veronica no se estaba riendo. En su lugar, estaba estudiando a Cain con gran interés y una pizca de tristeza. De modo que así eran las cosas. Ah, bien…

Ella había esperado que su relación se desplazaría más allá de la amistad hacía la intimidad. Pero ahora veía que eso no ocurriría en un futuro cercano. Lo debería haber sabido. Era un hombre demasiado magnífico para ser tan sencillo.

Sintió un destello de compasión por la muchacha. Con toda su arrolladora belleza, todavía no sabía controlar su mente, y menos la de los hombres. Kit era demasiado inexperta para entender por qué la había puesto deliberadamente en ese aprieto. Pero Verónica sí lo sabía. Cain se sentía atraído por la chica, y no le gustaba. Estaba luchando contra esa atracción llevando a Verónica allí esta noche, esperando que al ver a las dos mujeres juntas, se convencería que le gustaba más Verónica que Kit. Pero no era así.

Cain había ganado ese asalto. La joven apenas había podido controlar su carácter. De todas maneras, Kit Weston no era tonta, y Verónica estaba segura que no había dicho su última palabra.

Dio un toquecito con la uña en el brazo tapizado del sofá, preguntándose si debía permitir que Cain la utilizara como un peón en la batalla que libraba contra sí mismo. Era una pregunta tonta, y la hizo sonreír. Por supuesto que se lo permitiría.

La vida era horrible allí y no estaba en su naturaleza ser celosa por algo tan natural como el sexo. Además, todo era increíblemente divertido.

– Tu hermanastra tiene carácter -dijo ella, sólo para remover el asunto.

– Mi hermanastra necesita aprender sumisión -echó jerez en un vaso para ella y con una disculpa la dejó sola.

Ella lo oyó subir los escalones de dos en dos. El sonido la excitó. Le recordó las gloriosas peleas que Francis y ella tenían, peleas que de vez en cuando acababan haciendo el amor con un feroz frenesí. Si sólo pudiera ver la escena que estaba a punto de desarrollarse arriba…

Dio unos sorbitos a su jerez, más que contenta de esperarles.


***

Cain sabía que estaba comportándose mal, pero no le importaba. Durante semanas se había estado manteniendo alejado de ella. Por lo que sabía, era el único hombre soltero de la comunidad que no le bailaba el agua. Ahora era el momento de tener unas palabras. No había llevado allí a Verónica para someterla a la grosería de Kit.

Ni a la suya propia.

Pero ahora no le preocupaba eso.

– Abre la puerta.

Mientras golpeaba la puerta con los nudillos, sabía que estaba cometiendo un error subiendo tras ella. Pero si dejaba que le desafiara ahora, perdería cualquier posibilidad de mantenerla bajo control.

Se dijo que era por su propio bien. Ella era obstinada y tenaz, un peligro para sí misma. Le gustara o no, era su tutor, lo que significaba que tenía la responsabilidad de guiarla.

Pero no se sentía como un tutor. Se sentía como un hombre que está perdiendo un combate consigo mismo.

– ¡Vete!

Él agarró el pomo y entró en la habitación.

Ella estaba apoyada en la ventana, los últimos rayos de sol reflejados en su exquisito rostro en la sombra. Era una criatura salvaje, hermosa y lo tentaba más allá de la razón.

Cuando se giró, él se quedó congelado en el sitio. Se había desabotonado el vestido, y las mangas le caían por los hombros de modo que podía ver los círculos suaves de sus pechos visibles por encima de su camisola interior. La boca se le secó.

Ella no trató de sujetar el corpiño como una mujer joven modesta debiera. En su lugar le dirigió una mirada abrasadora.

– Vete de mi habitación. No tienes ningún derecho a entrar aquí.

Pensó en la carta de Hamilton Woodward dónde la acusaba de haber seducido a uno de sus socios. Cuándo Cain la recibió, no tenía ninguna razón para no creerlo, pero ahora la conocía mejor. Estaba seguro que lo que Kit le había dicho que había pegado al bastardo, era realmente cierto. Sólo quería estar tan seguro de que también evitaba las atenciones de Parsell.

– No quiero ser desobedecido -la miró a los ojos.

– Entonces ládrale tus órdenes a otra persona.

– Ten cuidado, Kit. Ya he calentado ese trasero con unos azotes una vez y no me molestaría hacerlo de nuevo.

En lugar de alejarse de él, ella tuvo el descaro de dar un paso al frente. La mano le picaba, y se encontró de repente imaginando exactamente el aspecto de ese trasero, desnudo debajo de su palma. Entonces se imaginó deslizando esa mano alrededor de esa curva… sin hacerle daño, disfrutaría con ello.

– Si quieres saber lo que se siente al tener un cuchillo clavado en tu barriga, adelante yanqui, hazlo.

Él casi se rió. La sobrepasaba en más de cuarenta y cinco kilos, y sin embargo el pequeño gato montés tranquilamente le desafiaba.

– Has olvidado algo -dijo él-. Eres mi hermanastra. Yo tomo las decisiones y tú me obedeces. ¿Lo entiendes?

– Oh, lo entiendo bien, yanqui. ¡He entendido que eres un maldito asno arrogante! Ahora vete de mi habitación.

Cuando señaló con un dedo hacía la puerta, el tirante de su camisola se deslizó hacía el hombro opuesto. El fino tejido quedó atrapado en la cresta de su pecho, se adhirió a ese pico dulce durante un momento, y entonces bajó exponiendo entero el pezón de coral oscuro.

Kit lo vio bajar la mirada un momento antes de sentir la corriente de aire frío sobre su carne. Miró hacia abajo y contuvo el aliento. Agarró el frontal de la camisola y tiró hacia arriba.

Los ojos de Cain estaban pálidos, del color del humo, y su voz se tornó ronca.

– Me gusta más de la otra forma.

A la velocidad del rayo, la batalla entre ellos se trasladó a un nuevo escenario.

Sintió los dedos torpes con el tejido de su camisola mientras él se acercaba. Todos sus instintos de supervivencia gritaban que abandonara la habitación, pero algo más fuerte la impedía moverse.

Él pasó a su lado y se puso detrás de ella, acariciándole la curva del cuello con el pulgar.

– Eres tan condenadamente hermosa -susurró. Cogió los tirantes de su camisola y suavemente los puso en su sitio.

La piel le picaba.

– No deberías…

– Lo sé.

Él se inclinó hacia abajo y le echó el pelo hacia atrás. Su aliento le cosquilleaba en la piel de la clavícula.

– No lo hagas… no me gusta…

Él suavemente mordió la carne de su cuello.

– Mentirosa.

Ella cerró los ojos y permitió que la apretara contra su pecho. Sintió el punto frío, húmedo en su cuello donde su lengua había tocado su carne.

Sus manos subieron por sus costillas y luego, increíblemente sobre sus senos. Su piel se tornó caliente y fría al mismo tiempo. Tembló mientras la acariciaba por encima de la camisola, se estremeció por lo bien que se sentía y por la locura de permitirle tal intimidad.

– He deseado hacer esto desde que volviste -susurró él.

Ella hizo un sonido suave, desamparado cuándo él metió las manos en el interior de su vestido, en el interior de su camisola… y la tocó.

No había sentido nada tan bueno en su vida como esas manos callosas en sus senos. Se arqueó contra él. Él le acarició los pezones y ella gimió.

En ese momento llamaron a la puerta.

Ella contuvo el aliento y se separó de él, subiéndose rápidamente el corpiño.

– ¿Quién es? -ladró Cain impacientemente.

Abrió la puerta casi sacándola de las bisagras.

Sophronia estaba de pie al otro lado, con dos pálidas manchas de alarma sobre sus pómulos.

– ¿Qué está usted haciendo en su habitación?

La ceja de Cain subió hacia arriba.

– Eso es entre Kit y yo.

Los ojos ambarinos de Sophronia miraron el estado desaliñado de Kit y sus manos se convirtieron en puños sobre la falda de su vestido. Se mordió el labio inferior tratando de aguantar todas las palabras que no quería decir delante de él.

– El señor Parsell está abajo -dijo finalmente. El tejido de su falda crujía entre sus puños-. Trae un libro para prestarte. Lo he dejado en el salón con la señora Gamble.

Kit tenía los dedos rígidos asiendo firmemente su corpiño. Despacio los relajó y asintió a Sophronia. Entonces se dirigió a Cain con tanta serenidad como pudo conseguir.

– ¿Puedes invitar al señor Parsell a unirse a nosotros para la cena?

Sophronia puede ayudarme a terminar de vestirme. Bajaré en pocos minutos.

Sus ojos se enfrentaron, los tempestuosos violetas chocando con el invernal gris aguanieve. ¿Quién era el ganador y quién el perdedor en la batalla que habían librado? Ninguno lo sabía. No había ninguna resolución, ninguna catarsis curativa. En su lugar su antagonismo fluía incluso más poderosamente que antes.

Cain salió sin una palabra, pero su expresión indicaba claramente que no había terminado con ella.

– ¡No digas una palabra! -Kit empezó a quitarse el vestido desgarrando una costura con su torpeza. ¿Cómo había podido dejarlo que la tocara así? ¿Por qué no lo empujó lejos?-. Necesito el vestido del final del guardarropa. Ese de muselina.

Sophronia no se movió, de modo que Kit lo sacó del guardarropa sola y lo tiró sobre la cama.

– ¿Qué te ha ocurrido? -siseó Sophronia-. Kit Weston, te he educado para que no invites a tu dormitorio a un hombre que no es tu marido.

Kit se molestó.

– ¡Yo no lo he invitado!

– Y apuesto que tampoco le ordenaste salir.

– Te equivocas. Estaba enfadado conmigo porque quería que bajara a cenar con él y la señora Gamble, y yo me negué.

Sophronia señaló con el dedo el vestido sobre la cama.

– ¿Entonces para qué quieres eso?

– Brandon está aquí de modo que he cambiado de opinión.

– ¿Por eso vas a ponerte ese vestido? ¿Para el señor Parsell?

La pregunta de Sophronia la cogió desprevenida. ¿Para quién quería ponerse ese vestido?

– Desde luego es para Brandon y para la señora Gamble. No quiero parecer una palurda delante de ella.

Los rígidos rasgos de Sophronia se endulzaron casi imperceptiblemente.

– Puedes mentirme a mí, Kit Weston, pero no a tí misma. Asegúrate bien que no estás haciendo esto para el Major.

– No seas ridícula.

– Déjaselo a la señora Gamble, cariño -Sophronia fue hacía la cama y cogió el vestido de muselina. Al mismo tiempo le repitió las palabras que Magnus le había dicho sólo unas semanas antes-. Él es un hombre duro con las mujeres. Hay algo frío como el hielo en su interior. Cualquier mujer que trate de conseguir fundir ese hielo, terminará con un mal caso de congelación.

Pasó el vestido por la cabeza de Kit.

– No es necesario que me digas todo eso.

– Cuando un hombre como él ve una mujer hermosa, sólo ve un cuerpo que le dará placer. Si una mujer lo comprende, como espero sea el caso de la señora Gamble, le puede usar para el mismo fin y no habrá sentimientos dolorosos más tarde. Pero si una mujer es lo bastante tonta como para enamorarse, sólo puede acabar con el corazón destrozado.

– Eso no tiene nada que ver conmigo.

– ¿No? -Sophronia le abrochó los botones-. La razón por la que peleáis tanto es porque los dos sois iguales.

– ¡Yo no soy como él! Tú más que nadie sabes cuanto le odio. Posee lo que más quiero en esta vida. Risen Glory. Es dónde pertenezco. Moriré antes de permitir que se lo quede. Voy a casarme con Brandon Parsell, Sophronia. Y tan pronto como pueda, compraré de nuevo esta plantación.

Sophronia comenzó a cepillarle el cabello.

– ¿Y crees que el Major tiene la voluntad de vender?

– Oh, él venderá, seguro. Es sólo cuestión de tiempo.

Sophronia empezó a trenzar su pelo, pero Kit sacudió la cabeza. Lo llevaría suelto esta noche, con sólo las peinetas de plata. Todo en ella debía ser tan diferente de Verónica Gamble como fuera posible.

– No puedes estar segura que él venderá -dijo Sophronia.

Kit no le confesó sus salidas nocturnas a estudiar los libros de contabilidad, ni sus muchas horas sumando y restando cantidades. No le había llevado mucho descubrir que Cain se había extralimitado con los gastos. Risen Glory y su molino podían colgar de un fino hilo. El más pequeño contratiempo podía hacer que todo se viniera abajo.

Kit no sabía mucho sobre molinos, pero sabía sobre algodón. Sabía sobre inesperadas granizadas, sobre huracanes y sequías, sobre insectos que se comían las cápsulas tiernas hasta no dejar nada. En lo que al algodón concernía, el desastre iba a venir más tarde o más temprano, y cuando ocurriera, ella estaría preparada. Entonces compraría la plantación, a un precio justo.

Sophronia estaba mirándola detenidamente, sacudiendo la cabeza.

– ¿Qué pasa?

– ¿Realmente vas a llevar ese vestido para la cena?

– ¿No es maravilloso?

– Es adecuado para una fiesta, pero no para una cena en casa.

Kit sonrió.

– Lo sé.

El vestido había sido tan extravagantemente caro que Elsbeth había protestado. Habían discutido, y le había dicho que podía comprar varios más modestos por el precio de ese. Además era demasiado vistoso, le dijo, tan increíblemente hermoso que aún la mujer más recatada -que no era el caso de Kit- llamaría muchísimo la atención, y eso estaba mal visto en una joven dama.

Tales sutilezas no hicieron mella en Kit. Ella sólo sabía que era glorioso, y quería tenerlo.

La sobrefalda del vestido era una nube de organdí plateada, que ondeaba sobre el satén blanco bordado con hilos de plata. Unas cuentas de cristal diminutas cubrían el ajustado corpiño, brillante como la nieve de la noche bajo un cielo estrellado de invierno. Más cuentas adornaban la falda hasta el dobladillo.

El escote era bajo, cayendo elegantemente desde los hombros. Echó un vistazo hacia abajo y vio que las cimas de sus pechos expuestos todavía estaban sonrosadas por las manos de Cain. Apartó la mirada y se puso el collar que iba con el vestido, una gargantilla de cuentas de cristal que parecían bolitas de hielo fundiéndose en su piel.

El aire de alrededor parecía crujir cuando se movía. Se enfundó sus zapatillas de satén con tacón redondo, que ya había llevado en la fiesta de Templeton. Eran color cáscara de huevo, en vez del blanco brillante del vestido, pero no le importó.

– No te preocupes Sophronia. Todo va a ir bien -le dio un beso rápido en la mejilla y se encaminó hacía abajo, con el vestido brillando alrededor como una nube cristalina de hielo y nieve.


***

La frente lisa de Verónica no delató sus pensamientos cuando Kit entró en el salón.

De modo que la gatita había decidido pelear. No le sorprendía.

El vestido era extravagantemente inoportuno para la ocasión e increíblemente maravilloso. El blanco virginal era un marco perfecto para la intensa belleza de la muchacha. El señor Parsell que tan descaradamente había aparecido para la cena, parecía aturdido por la aparición. Baron parecía un nubarrón de tormenta.

Pobre hombre. Habría sido mejor que la hubiera dejado con su vestido sucio y arrugado.

Verónica se preguntó que habría ocurrido entre ellos en la habitación de arriba. El rostro de Kit parecía ruborizado y Verónica observó una pequeña marca roja en su cuello. No habían hecho el amor, eso seguro. Cain todavía tenía el aspecto de una bestia a punto de saltar.

Verónica se sentó al lado de Cain durante la cena, con Kit al otro lado de la mesa y Brandon a su lado. La comida estaba deliciosa: fragante Jambalaya acompañada por empanada de ostras cubiertas de salsa curry de pepino, bizcocho de guisantes verdes condimentados con menta, y de postre, un rico pastel de cereza. Verónica estaba segura que fue la única que disfrutó la comida.

Ella fue excesivamente atenta con Baron durante toda la cena. Se inclinaba hacía él y le contaba divertidas historias. Le ponía la mano ligeramente sobre su brazo y se lo apretaba de vez en cuando con una deliberada intimidad.

Él le prestó su total atención. Si no estuviera al tanto de lo que ocurría, habría pensado que él no era consciente de las risas apagadas que llegaban desde el otro lado de la mesa.

Tras la cena, Cain sugirió que tomaran el brandy en el salón junto a las mujeres en lugar de en la mesa. Brandon asintió con más impaciencia que cortesía. Como durante toda la cena.

Cain apenas había podido esconder su aburrimiento por la presencia de Brandon, mientras Brandon no había podido evitar ocultar su desprecio por Cain.

En el salón, Verónica tomó deliberadamente asiento en el sofá junto a Kit, aunque sabía que la chica le había tomado antipatía. Kit fue amable, y bastante divertida cuando comenzaron a conversar. Había leído mucho para ser tan joven, y cuando Verónica le dijo que le prestaría un escandaloso libro de Gustave Flaubert que acababa de leer, Brandon le dirigió una mirada de total desaprobación.

– ¿No aprueba que Kit lea Madame Bovary, señor Parsell? Entonces quizá sea mejor que se quede en mi estantería por el momento.

Cain miró a Brandon con diversión.

– Vamos, señor Parsell, seguro que usted no es tan estrecho de mente como para oponerse a que una inteligente joven dama mejore su intelecto. ¿O sí lo es, Parsell?

– Desde luego que no lo es -dijo Kit con demasiada precipitación-. El señor Parsell es uno de los hombres más progresistas que conozco.

Verónica sonrió. Sin duda una noche realmente divertida.


***

Cain atravesó el vestíbulo y se encaminó hacia la biblioteca. Sin molestarse en encender la lámpara del escritorio, se quitó la chaqueta y abrió la ventana. Hacía largo rato que los invitados se habían marchado y Kit se había excusado para retirarse inmediatamente después. Cain debería subir y dormir un poco, pero sabía que no podría dormir. Demasiados viejos recuerdos habían acudido para atormentarlo esa noche.

Miró hacia la oscuridad de fuera, sin ver nada en realidad. Gradualmente los cantos de los grillos y el grito suave de una lechuza en el granero, se volvieron menos reales que las amargas voces del pasado.

Su padre Nathaniel Cain, fue el hijo único de un rico comerciante de Philadelphia. Vivió en la misma mansión de piedra color pardo en la que nació, y fue un competente y excepcional hombre de negocios. Tenía casi treinta y cinco años cuando se casó con Rosemary Simpson de dieciséis. Ella era demasiado joven, pero sus padres estaban ansiosos por librarse de una hija tan molesta, especialmente con un soltero tan adinerado.

Desde el principio el matrimonio fue un infierno. Ella odiaba su embarazo, y no tuvo ningún interés en el hijo que nació exactamente nueve meses después de su noche de bodas, y siguió despreciando a su cariñoso marido. Durante años ella le ridiculizó en público y le humilló en privado, pero él nunca dejó de amarla.

Él se culpó a sí mismo de la situación. Si no la hubiera dejado embarazada tan pronto, seguramente hubiera sido más atenta. Mientras pasaban los años, dejó de culparse a sí mismo por sus infidelidades y centró todas las iras en el niño.

Le llevó casi diez años dilapidar su fortuna. Y entonces lo abandonó por uno de sus socios.

Baron lo había observado todo, un niño solitario, desconcertado. En los meses que siguieron a la marcha de su madre, él se mantuvo al margen mirando en vano, a su padre consumirse por su obsesión enfermiza por su esposa desleal. Inmundo, sin afeitar, ahogado en alcohol Nathaniel Cain se encerró en el interior de la solitaria mansión, descomponiéndose y construyendo fantasías de una vida con su esposa que no pudo tener.

Sólo una vez el muchacho se rebeló. En un ataque de ira, vomitó todo su resentimiento contra la madre que los había abandonado. Nathaniel Caín le golpeó hasta que lo dejó con la nariz sangrando y los ojos hinchados. Más tarde, no pareció recordar lo que había pasado.

La lección que Cain aprendió de sus padres fue dura y no la había olvidado nunca. Había aprendido que el amor era una debilidad que enloquecía y pervertía.

Tampoco se permitía encariñarse con nada. Regalaba los libros una vez leídos, vendía los caballos antes de sentirse demasiado apegado a ellos… apoyado en la ventana de la biblioteca de Risen Glory mirando hacía la noche caliente y tranquila sin ver nada, siguió pensando en su padre, su madre… y Kit Weston.

Encontró un pequeño alivio en el hecho que gran parte de las emociones que ella le despertaba eran de enfado. Pero le molestaba que fuera capaz de hacerle sentir algo. Desde aquella tarde que había entrado en la casa, con aquel velo, misteriosa e increíblemente hermosa, no había podido sacarla de su mente. Y hoy cuando le había acariciado los senos, supo sin ninguna duda que nunca había deseado de esa manera a una mujer.

Echó un vistazo a su escritorio. Sus papeles estaban igual de desordenados esta noche, de modo que ella no había estado allí cuando él salió al establo a comprobar los caballos. Seguramente debería haber cerrado bajo llave los libros de contabilidad y la libreta de ahorros después de descubrir que ella fisgoneaba en su escritorio, pero había sentido una sensación de perversa satisfacción al atestiguar su falta de honradez.

Su mes estaba a punto de acabar. Si tomaba en cuenta el curso de esa noche, pronto se casaría con el idiota de Parsell. Antes de que eso ocurriera, él tenía que encontrar la manera de liberarse de ese misterioso poder que ella ejercía sobre él.

Si sólo supiera como.

Escuchó un sonido suave llegar desde el vestíbulo. Ella estaba vagabundeando esta noche otra vez y él no estaba de humor para eso. Caminó a través de la alfombra y agarró el pomo.

Kit se giró cuando la puerta de la biblioteca se abrió. Cain estaba de pie al otro lado. Tenía un aspecto áspero, elegante y en cierta manera indómito.

Ella llevaba solamente un fino camisón. La cubría desde el cuello hasta los pies, pero tras lo que había ocurrido entre ellos en su dormitorio se sentía expuesta.

– ¿Insomnio? -él habló alargando la palabra.

Los pies desnudos y el pelo suelto la hacían sentirse muy joven, especialmente tras ver esa noche a Verónica Gamble. Deseó por lo menos haberse puesto sus zapatillas antes de haber bajado.

– Yo… apenas he comido nada en la cena. Tenía hambre, y he bajado para ver si quedaba algo del pastel de cerezas.

– No me importaría tomar un trozo. Miraremos juntos.

Aunque él hablaba en un tono casual, sintió algo calculado en su expresión, y deseó poder impedirle acompañarla a la cocina. Debería haberse quedado en su habitación, pero apenas había probado bocado en la cena, y esperaba poder tomar algo que le ayudara a dormir.

Patsy, la cocinera, había dejado el pastel tapado con un paño encima de la mesa. Kit cortó un trozo pequeño para ella, y le pasó el plato a Cain. Él cogió un tenedor y se acercó a la ventana. Cuando ella se sentó a la mesa, él abrió la ventana para dejar entrar la brisa de la noche, después se apoyó en el alféizar y empezó a comer.

Tras dar solamente unos bocados, retiró el pastel.

– ¿Por qué malgastas tu tiempo con Parsell, Kit? Es un muermo.

– Sabía que dirías algo agradable de él -pinchó con el tenedor en el borde de la tarta-. Apenas te has comportado civilizadamente con él.

– Mientras tú, desde luego, has sido un modelo de amabilidad con la señora Gamble.

Kit no quería hablar de Verónica Gamble. La mujer la confundía. Kit la odiaba, aunque también le gustaba. Verónica había viajado por todas partes, había leído de todo y se había relacionado con gente fascinante. Kit podría haberse pasado horas hablando con ella.

Sentía el mismo tipo de confusión que cuando estaba con Cain.

Jugó con una de las cerezas.

– Conozco al señor Parsell desde niña. Es un hombre estupendo.

– Demasiado estupendo para tí. Y eso es un cumplido, así que guarda las garras.

– Debe ser una especie de cumplido yanqui.

Él se movió de la ventana, y las paredes de la cocina parecieron cernirse sobre ella.

– ¿Piensas de verdad que ese hombre te permitiría montar a caballo con pantalones? ¿O pasear por los bosques con vestidos viejos? ¿Piensas que te dejará tumbarte en un sofá con la cabeza de Sophronia en tu regazo, enseñar a Samuel como disparar, o flirtear con cada hombre que veas?

– Una vez que me case con Brandon no flirtearé con nadie.

– Flirtear está en tu naturaleza, Kit. A veces ni siquiera creo que seas consciente de hacerlo. Me han comentado que las mujeres sureñas adquieren esa característica desde la cuna, y no creo que tú seas la excepción.

– Gracias.

– No es un cumplido. Necesitas encontrar otro hombre para casarte.

– Es curioso. No recuerdo haber pedido tu opinión.

– No, pero tu futuro marido deberá pedirme permiso… si es que quieres hacer uso de todo tu dinero.

El corazón de Kit dio un vuelco. La obstinación en la mandíbula de Cain la asustó.

– Eso sólo es una formalidad. Darás el consentimiento al que yo elija.

– ¿Eso crees?

El pastel se coaguló en el estómago de Kit.

– No juegues con esto. Cuando el señor Parsell te pida permiso para casarse conmigo, se lo darás.

– No estaré cumpliendo con mi responsabilidad como tu tutor si estoy convencido que cometes un error.

Ella se puso de pie de un salto.

– ¿Estabas pensando en tu responsabilidad de tutor esta noche en mi dormitorio cuando… cuando me has toqueteado?

Un chisporroteo de electricidad corrió entre ellos.

Él la miró, y despacio negó con la cabeza.

– No, no pensaba en ello.

El recuerdo de sus manos en sus senos era demasiado reciente y ella deseó no haberlo mencionado. Se alejó de él.

– En cuanto a Brandon, no te preocupes. Sé lo que hago.

– A él no le importas tú. Ni siquiera le gustas.

– Te equivocas.

– Te desea, pero no te aprueba. Es difícil conseguir dinero en efectivo en el Sur. Lo que le interesa de tí es tu fondo fiduciario.

– Eso no es cierto -sabía que Cain tenía razón pero nunca lo reconocería. Debía asegurarse de cualquier forma que aprobara ese matrimonio.

– Casarte con ese pomposo bastardo sería el mayor error de tu vida – dijo él finalmente-. Y yo no voy a tomar parte en eso.

– ¡No digas eso!

Pero mientras miraba ese rostro implacable, sintió Risen Glory alejándose de ella. El terror que había estado fraguándose toda la noche llegó finalmente. Su plan… sus sueños. Todo se desvanecía. No podía dejar que eso sucediera.

– Tienes que dejar que me case con él. No tienes ninguna opción.

– Por supuesto que tengo una maldita opción.

Ella oyó su voz venir de lejos, casi como si no perteneciese a ella.

– No quería contarte esto, pero…-se mojó los labios resecos -. La relación entre el señor Parsell y yo ha progresado… demasiado lejos. Tiene que haber una boda.

Todo pareció como en un sueño. Observó el momento en que él comprendió sus palabras. Los rasgos de su rostro se tornaron duros e inexorables.

– Le has dado tu virginidad.

Kit asintió con la cabeza, de forma lenta e inestable.

Caín oyó un rugido dentro de su cabeza. ¡Un grito de ultraje atroz! Resonó en su cerebro, rasgándole la piel. En ese momento, la odió. La odió por no ser lo que él quería que fuera… salvaje y pura. Pura para él.

El eco casi olvidado de la risa histérica de su madre resonaba en su cabeza mientras salía de la sofocante cocina, a la tormenta exterior.

12

Magnus conducía la calesa de la iglesia a casa con Sophronia a su lado y Samuel, Lucy y Patsy detrás. Cuándo abandonaban la iglesia, había tratado de hablar con Sophronia, pero ella había sido brusca y él no había querido insistir. El regreso de Kit la molestaba, aunque él no entendía por qué. Había algo muy extraño en esa relación.

Magnus la miró. Estaba sentada a su lado como una hermosa estatua. Ya estaba cansado de todos los misterios que la rodeaban. Cansado de su amor por ella, un amor que estaba trayéndole más miseria que felicidad. Pensó en Deborah Williams, la hija de uno de los hombres que trabajaban en el molino de algodón. Deborah le había dejado claro que le gustarían sus atenciones.

¡Maldita sea! Él estaba listo para asentarse. La guerra había acabado, y tenía un buen trabajo. Estaba contento con su empleo de capataz en Risen Glory, y de su pequeña y limpia casa al lado del huerto. Sus días de borracheras y mujeres fáciles habían acabado. Quería una esposa y niños. Deborah Watson era bonita. También tenía un carácter dulce, a diferencia del carácter avinagrado de Sophronia. Sin duda sería una buena esposa. Pero en lugar de animarlo, la idea hacía que se sintiera incluso más infeliz.

Sophronia no le sonreía a menudo pero cuando lo hacía, era como ver salir un arco iris. Ella leía periódicos y libros y entendía de cosas que Deborah jamás podría. Tampoco había oído a Deborah cantar mientras trabajaba como Sophronia solía hacerlo.

Observó una calesa carmesí y negra viniendo hacia ellos. Era demasiado nueva para pertenecer a alguno de los locales. Probablemente un norteño. Seguramente un aventurero.

Sophronia se tensó y él miró más fijamente el vehículo. Cuando se acercó reconoció al conductor como James Spence, el propietario de la nueva mina de fosfato. Magnus no había tenido ningún contacto con él, pero por lo que había escuchado, era un buen hombre de negocios. Pagaba buenos salarios y no engañaba a sus clientes. Pero a Magnus no le gustaba, probablemente porque parecía que a Sophronia sí.

¿Qué veía Magnus? Que Spence era un hombre bien parecido. Llevaba un sombrero de castor beige, que se levantaba en ese momento, revelando una cabeza con un cabello espeso negro con raya en medio, y evidentemente bien cortado.

– Buenos días, Sophronia -dijo -. ¿Un día agradable, no?

Ni siquiera miró a los demás ocupantes.

– Buenas, señor Spence.

Sophronia respondió con una abierta sonrisa que hizo rechinar los dientes a Magnus, haciéndole desear sacudirla.

Spence volvió a ponerse el sombrero, la calesa continuó su camino y Magnus recordó que esta no era la primera vez que Spence mostraba interés en Sophronia. Los había visto a los dos hablando un día que fue a Rutherford a hacer unas compras.

Sus manos apretaron involuntariamente las riendas. Era hora de que tuvieran una conversación.

La oportunidad le llegó esa tarde, sentado junto a Merlín en el porche delantero de la casa, disfrutando de su día de asueto. Un parpadeo azul en el huerto llamó su atención. Sophronia con un vestido azul, caminaba entre los cerezos, observando las ramas altas y probablemente tratando de decidir si las frutas estaban ya maduras o debía dejarlas otro día.

Se levantó y caminó en su dirección. Con las manos en los bolsillos, entró al huerto.

– Podrías también dejar a los pájaros que disfruten de las cerezas -dijo al llegar a su lado.

Ella no le había oído llegar, y se sobresaltó.

– ¿Se puede saber que haces, tratando de asustarme así?

– No trato de asustarte. Supongo que es mi don natural de andar ligero.

Pero Sophronia no pensaba responder a su broma.

– Márchate. No quiero hablar contigo.

– Pues lo siento porque yo quiero hablar contigo de todas formas.

Ella le dio la espalda y empezó a andar hacía la casa. Con pocos pasos rápidos, se plantó delante de ella.

– Podemos hablar aquí en el huerto -él mantuvo su voz tan agradable como pudo- o te agarras de mi brazo, y vamos a mi casa, allí puedes sentarte en la mecedora de mi porche y escuchar lo que tengo que decirte.

– Déjame.

– ¿Quieres hablar aquí? Me parece bien.

Él la cogió por el brazo y la condujo hacia el nudoso tronco del manzano detrás de ella, utilizando su cuerpo para bloquear cualquier posibilidad que ella tuviera para escabullirse de él.

– Estás comportándote como un tonto, Magnus Owen -sus ojos dorados ardían con un brillante fuego-. La mayoría de los hombres ya habrían captado la indirecta. No me gustas. ¿Cuándo se te va a meter eso en tu dura mollera? ¿Acaso no tienes orgullo? ¿No te molesta ir arrastrándote detrás de una mujer que no quiere nada contigo? ¿No sabes que me río de tí en cuanto me das la espalda?

Magnus se estremeció pero se quedó dónde estaba.

– Puedes reírte de mí todo lo que quieras, pero mis sentimientos hacía tí son sinceros, y no me avergüenzo de ello -él dejó reposar la palma de la mano en el tronco cerca de su cabeza-. Además eres tú la que debería avergonzarse. Tú, que te sientas en la iglesia y cantas alabanzas a Jesús, y después en cuanto sales por la puerta, lo primero que haces es mirar con ojos calculadores a James Spence.

– No trates de juzgarme, Magnus Owen.

– Ese norteño puede ser rico y apuesto, pero no es tu tipo. ¿Cuándo vas a dejar esas tonterías, y a ver realmente lo que te conviene?

Las palabras de Magnus le dolían a Sophronia pero no iba a dejar que él lo supiera. En su lugar, movió la cabeza de manera provocativa y se recostó en el tronco del árbol. Al mismo tiempo, empujó sus senos hacía él tanto como pudo.

Le llegó un ramalazo de victoria cuando le observó respirar profundamente y devorarla con la mirada. Ya era hora que le castigara por tratar de interferir en su vida, y pensaba hacerlo de la manera que más le dolería. Le llegó una sensación de tristeza al tener que causarle dolor. El mismo dolor que notaba en él cuándo esos ojos oscuros la miraban o le hablaba como ahora. Trató de combatir esa debilidad.

– ¿Estás celoso Magnus? -ella colocó la mano sobre su brazo y apretó la carne cálida y dura debajo de su codo. Tocar a un hombre generalmente le provocaba un sentimiento repulsivo, sobre todo si era uno blanco, pero este era Magnus y a ella no le asustaba especialmente-. ¿Quieres que te sonría a tí en lugar de a él? ¿Es eso lo que te molesta, hermano capataz?

– Lo que realmente me molesta -dijo él con voz ronca -es verte luchar contigo misma, y no poder hacer nada al respecto.

– No tengo ninguna guerra en mi interior.

– No hay ningún motivo para que me mientas. ¿No te das cuenta? Mentirme a mí es como mentirte a tí misma.

Sus amables palabras agrietaron la crisálida de su autodefensa. Él lo vio, como veía su vulnerabilidad detrás de su falsa seducción. Lo veía y a pesar de todo se moría por besarla. Se maldijo así mismo por ser tan tonto de no haberlo hecho antes.

Despacio, muy despacio bajó la cabeza, decidido a no asustarla, pero también decidido a conseguir lo que se proponía.

Vio un parpadeo de inquietud cuando ella comprendió sus intenciones, pero también una pizca de desafío.

Él se acercó más, después hizo una pausa, sólo para sentir en sus labios el calor de los de ella. En lugar de tocarlos, simplemente los acarició con su cálido aliento, como manteniendo la ilusión.

Ella esperó, como desafío o con resignación, él no lo sabía bien.

Lentamente la ilusión se hizo realidad. Sus labios acariciaron los de ella. Él la besó tiernamente, ansioso por curar con su boca sus heridas ocultas, por matar sus demonios, domesticarlos y mostrarle un mundo lleno de amor y ternura donde no existía la maldad. Un mundo en donde el mañana les llevara risas y esperanza y no importara el color de la piel. Un mundo donde vivirían siempre felices con el amor en sus corazones latiendo como uno sólo.

Los labios de Sophronia temblaron bajo los suyos. Ella parecía un pajarillo atrapado, asustado aunque sabía que su captor no la dañaría. Despacio su magia curativa rezumó a través de sus poros como un cálido sol de verano.

Él con cuidado la separó del árbol y la abrazó suavemente. Su aversión a que la tocaran los hombres que la había perseguido tanto tiempo, no la afectaba ahora. Su boca era suave. Suave y limpia.

Demasiado pronto, él la soltó. Su boca se sintió abandonada, su piel fría a pesar del calor de la tarde de junio. Era un error mirarle a los ojos, pero ella lo hizo de todos modos.

Contuvo el aliento al ver la profundidad del amor y ternura que vio allí.

– Déjame -susurró ella-. Por favor déjame sola.

Y entonces se soltó, huyendo a través del huerto como si un ejército de demonios la siguiera los pasos. Pero todos los demonios estaban en su interior, y no podía expulsar ni uno sólo.


***

Kit había olvidado el calor que podía hacer en Carolina del Sur, incluso en junio. La calina de calor centelleaba en el aire por encima de los campos de algodón cubiertos ahora de cremosas flores blancas de cuatro pétalos. Incluso Merlín la había abandonado esa tarde prefiriendo una siesta tumbado cerca de la puerta de entrada a la cocina, a la sombra de las hortensias que crecían alrededor.

Kit debería haber hecho lo mismo. Su dormitorio tenía las ventanas cerradas como el resto de la casa para resguardarse del calor de tarde, pero no había podido descansar allí. Habían pasado dos días desde la cena del sábado, y seguía teniendo en su mente el encuentro con Cain.

Odiaba la mentira que le había dicho, pero incluso ahora no podía imaginar que otra cosa le hubiera garantizado su consentimiento. Y en cuanto a Brandon… Había mandado una nota invitándola a acompañarle a la tertulia de la iglesia el miércoles por la tarde, y ella estaba razonablemente segura que le propondría matrimonio entonces. Lo cual le producía un estado de humor irregular. Impulsivamente detuvo a Tentación entre los árboles, y desmontó.

El pequeño estanque brillaba tenuemente como una joya en el centro del bosque, un remanso de tranquilidad dentro de la plantación. Siempre había sido uno de sus sitios favoritos. Incluso durante los días más calurosos de agosto, el agua de las lluvias primaverales era fría y clara, y la espesura de los árboles y la maleza actuaba como una barrera alrededor. El lugar era privado y silencioso, perfecto para sus secretos pensamientos.

Llevó a Tentación a la orilla de manera que pudiera beber y refrescarse, y paseó alrededor de la charca. Los sauces de allí siempre le habían recordado a las mujeres que se echaban el pelo hacía adelante sobre su cabeza y dejaban que las puntas tocaran el agua. Cogió una rama y empezó a arrancar las hojas con los dedos.

El atractivo del agua era irresistible. Los trabajadores nunca se acercaban por allí, y Cain y Magnus estaban en la ciudad, de modo que nadie podría perturbarla. Echó el sombrero al suelo, se quitó las botas y rápidamente el resto de la ropa. Cuando se quedó desnuda, se zambulló limpiamente desde una roca, entrando en el agua como un pececillo de plata. Salió a la superficie para respirar jadeando de frío, se rió, y se zambulló otra vez.

Finalmente se puso de espaldas y dejó a su pelo moverse como un ventilador alrededor de su cabeza. Mientras flotaba, cerró los ojos contra la bola de cobre brillante que penetraba a través de las copas de los árboles. Se sentía suspendida en el tiempo, parte del agua, del aire, de la tierra. El sol tocaba las colinas de su cuerpo. El agua envolvía los valles. Se sintió casi contenta.

Una rana croó. Se dio la vuelta y nadó en perezosos círculos. Cuando comenzó a sentir frío, se dirigió a la zona menos profunda y puso los pies en el suelo arenoso.

Sólo cuando estaba a punto de salir, escuchó el suave relincho de Tentación. Desde el otro lado del bosque vino el silbido contestando de otro caballo. Con una maldición, Kit llegó a la orilla y cogió su ropa. No tenía tiempo para ponerse la ropa interior. Agarró los pantalones caquis y se los puso sobre sus piernas chorreando.

Oyó acercarse al caballo. Tenía los dedos demasiado rígidos por el frío como para abrocharse los botones. Cogió la camisa y metió los brazos húmedos por las mangas. Estaba intentando abrocharse el botón entre los senos cuando el caballo castrado castaño apareció por el sendero a través de la línea de los árboles, y Baron Cain invadió su mundo privado.

Él se detuvo al lado del montoncito que formaba su ropa interior. Cruzó las manos sobre el pomo de la silla, y la miró desde la altura que le proporcionaba Vándalo. El ala de su sombrero color caramelo le tapaba los ojos, dejando insondable su expresión. No sonreía.

Ella se quedó congelada. Su camisa mojada translúcida revelaba cada pulgada de la piel a la que se adhería. Era casi como estar desnuda.

Lentamente Cain balanceó la pierna sobre la silla y desmontó. Mientras ella luchaba con los botones de sus pantalones, pensaba como era posible que un hombre tan grande se desplazara tan silenciosamente.

Llevaba las botas polvorientas y unos pantalones marrones que enfatizaban sus estrechas caderas. La camisa color crema la llevaba abierta en la garganta. Sus ojos quedaban oscurecidos bajo el ala del sombrero, y no poder ver su expresión la puso incluso más nerviosa.

Como si estuviera leyendo su mente, dejó caer el sombrero a la tierra justo encima de su montoncito de ropa. Casi deseaba que no se lo hubiera quitado. El calor abrasador de esos ojos grises era amenazador y peligroso.

– Yo… yo creía que estabas en la ciudad con Magnus.

– Pensaba ir. Hasta que te he visto salir con Tentación.

– ¿Sabías que yo estaría aquí?

– Habría venido antes, pero quería asegurarme que no nos interrumpían.

– ¿Interrumpían? -el botón de los pantalones se negaba a obedecer a sus dedos-. ¿Qué quieres decir?

– No te molestes en abrochártelos- dijo él quedamente-. Vas a volver a quitártelos.

Hipnotizada lo vio levantar las manos y despacio desabotonar su propia camisa.

– No lo hagas -su voz sonó sin aliento aún a sus propios oídos.

Él se sacó la camisa de la cinturilla de los pantalones, se la quitó y la tiró al suelo.

Ah, ella sabía lo que él hacía… sabía lo que quería hacer, pero…

– Sophronia estará esperándome. Si no regreso pronto, enviará a alguien a buscarme.

– Nadie vendrá a buscarte, Kit. Les he dicho que llegaríamos tarde. Tenemos todo el tiempo del mundo.

– No tenemos tiempo para nada. Yo tengo… tengo que marcharme – pero no se movió. No podía.

Él se acercó más a ella, explorándola con sus ojos. Sintió como recorría todas sus curvas que la ropa húmeda pincelaba con escrupulosa exactitud.

– ¿Todavía quieres que cambie de opinión respecto a Parsell? – preguntó él.

¡No!

– Sí. Por supuesto que quiero.

– De acuerdo -su voz se puso ronca y seductora-. Pero primero tenemos que llegar a un acuerdo.

Ella negó con la cabeza, pero no trató de marcharse.

– Esto no es adecuado, no es correcto -se oyó a sí misma decir.

– Es totalmente incorrecto -su sonrisa tenía una pincelada de burla -. Pero a nosotros eso no nos importa.

– A si me importa -dijo en un jadeo.

– ¿Entonces por qué no montas en Tentación ahora mismo y te marchas?

– De acuerdo -pero se quedó donde estaba. Allí de pie, mirándole los músculos del pecho desnudo y bruñido por la última luz de la tarde.

Sus ojos se encontraron y él se acercó aún más. Incluso antes de tocarla, ella ya percibió el calor de su piel.

– Los dos sabemos que hay un asunto inacabado entre nosotros desde la tarde que volviste. Es el momento de terminarlo para poder seguir con nuestras respectivas vidas.

Tentación relinchó.

Él le acarició la mejilla con un dedo y habló suavemente.

– Voy a poseerte ahora, Kit Weston.

Su cabeza bajó tan despacio que él pudo haber estado moviéndose en un sueño. Sus labios tocaron sus párpados y los cerró con un suave y calmante beso. Ella notó su aliento en la mejilla y después su boca abierta, como una cueva caliente ponerse sobre la suya.

La punta de su lengua jugó suavemente con sus labios. Se deslizó a lo largo de ellos y trató de persuadirla para que los abriera. Sus senos que estaban tan fríos, se aplastaban ahora contra la calidez de su pecho desnudo. Con un gemido abrió la boca y lo dejó entrar.

Él exploró cada rincón del aterciopelado interior que ella tan libremente le daba. Sus lenguas se tocaron. Gradualmente, él la persuadió para que tomara lo que él le ofrecía.

Entonces ella tomó el mando. Entrelazó los brazos alrededor de su cuello. Probando. Invadiendo.

Él hizo un sonido sordo desde las profundidades de su garganta. Ella sintió su mano deslizarse entre sus cuerpos, le apartó la abertura de sus pantalones y puso la palma sobre su estómago.

Tal intimidad la inflamó. Ella metió los dedos en su espeso pelo leonado. Él subió la mano por su camisa y tomó un seno. Acarició con el pulgar su pequeño y erguido pezón, y ella separó la boca con un grito sofocado. ¿Iría al infierno por esto? Como podía dejarlo tocarla así… Este hombre no era su marido, era su enemigo más enconado.

Sintió como caía, y comprendió que la echaba al suelo. Él amortiguó con su cuerpo la caída, y después, la puso de espaldas.

La tierra era suave y musgosa debajo de ella. Él desabotonó el único botón de su camisa, apartó el húmedo tejido y dejó sus senos expuestos.

– Eres tan hermosa -dijo roncamente, levantando la mirada para mirarla a la cara-. Tan perfecta. Salvaje y libre.

Con sus ojos fijos en los suyos, cubrió los pezones con sus pulgares y empezó a hacer una serie de pequeños círculos.

Ella se mordió los labios para no gritar. Un torbellino de frenéticas sensaciones se movía dentro de ella, cada vez más calientes y salvajes.

– Vamos -susurró él-. Déjate llevar.

El sonido que hizo llegaba desde lo más profundo de su alma.

Su sonrisa era plena y llena de satisfacción. Él besó el hueco de su garganta, y después los mismos pezones que tan expertamente había torturado con los dedos.

Unos molinillos ardientes se movieron detrás de sus ojos cuando el succionó. Cuándo ella pensaba que no podría soportarlo más, su boca siguió hacía abajo por su cuerpo, al suave estómago que dejaba expuesto la abertura de sus pantalones. Él la besó allí, y comenzó a bajárselos por las caderas.

Finalmente se los bajó del todo, quedando desnuda salvo por su camisa blanca abierta.

Cada nervio de su cuerpo tembló. Ella estaba asustada. Quieta. Ruidos extraños llenaban su cabeza.

– Ábrete para mí, dulzura.

Su mano se posó allí… tocando… separando… Oh, sí…

Sus dedos la tocaban íntimamente como el tacto de una pluma. Le separó suavemente los muslos. Estaba completamente expuesta a su mirada, y el primer ramalazo de pudor la golpeó. La Vergüenza de Eva. Ahora la sometería a esa horrible cosa tan trascendental que los hombres le hacían a las mujeres.

Hay dolor… Hay sangre…

Pero no sentía ningún dolor. Él acariciaba los rizos entre sus muslos, y era la sensación más maravillosa que nunca hubiera imaginado sentir.

Su respiración se espesó, y los músculos de sus hombros temblaron bajo sus manos. Su miedo volvió. Él era tan poderoso y ella se sentía indefensa.

Podría desgarrarla. Estaba a su merced.

– Espera -susurró ella.

Él levantó la cabeza, con los ojos misteriosamente vidriosos.

– Yo debería… yo necesito…

– ¿Qué pasa?

Su miedo había desaparecido pero no su ansiedad. Sabía que tenía que decirle la verdad.

– No era cierto -dijo por fin-. Lo que te dije. Yo no… no he estado nunca con ningún hombre.

Su frente se arrugó.

– No te creo. Es otro de tus juegos.

– No.

– Quiero la verdad.

– Estoy diciendo la verdad.

– Hay una forma de descubrirlo.

Ella no entendió ni siquiera cuando sintió sus manos entre sus muslos. Contuvo el aliento cuando sintió un dedo en su interior.

Cain la sintió estremecerse, oyó su jadeo de sorpresa, y algo en su interior se desgarró. La membrana estaba allí, tenaz superviviente de su rebelde y áspera niñez. Tensa como la piel de un tambor, fuerte como ella, la protegía todavía, aunque en ese momento él la maldijera.

Se puso de pie de un salto, y le gritó.

– ¿Es qué nada en tí es lo que debería ser? -odiaba sentirse tan vulnerable.

Ella le miró con detenimiento desde su lecho de musgo. Todavía tenía las piernas abiertas. Largas y delgadas, guardaban los secretos que nunca había compartido con ningún hombre. Incluso cuando agarraba su camisa y se la ponía, estaba deseándola con una ferocidad que le hacía temblar, y le dolía comprobar como le consumía.

Se dirigió hacía el lugar donde estaba atado su caballo. Antes de montarlo, se giró hacía ella tratando de infligirle algo de su propio tormento. Pero no podía pensar en palabras suficientemente crueles.

– Esto entre nosotros sigue inacabado.

13

Brandon se lo propuso en la tertulia de la iglesia el miércoles por la noche. Aceptó su oferta de matrimonio, pero, pretextando dolor de cabeza, rehusó la invitación a dar un paseo por el campo que rodeaba la iglesia. Él le besó la mejilla, la llevó de regreso con Miss Dolly, y le dijo que iría a Risen Glory al día siguiente por la tarde para pedir el consentimiento de Cain.

Kit no había mentido sobre su dolor de cabeza. Últimamente apenas dormía, y cuando lo hacía, se despertaba agitada recordando la extraña y torturada expresión que había visto en la cara de Cain cuando descubrió que ella todavía era virgen.

¿Por qué había permitido que la tocara así? Si hubiera sido Brandon, podía comprenderlo. Pero Cain… De nuevo esa sensación que había algo equivocado en ella.

La tarde siguiente, cabalgó un rato en Tentación, después se puso un vestido viejo y dio un paseo con Merlín. Cuando volvió, encontró a Brandon delante del porche.

En su mirada se reflejaba un gesto de desaprobación.

– Espero que nadie te haya visto con ese vestido.

Sintió una chispa de irritación, aunque sabía que era culpa suya. Le había dicho que vendría esta tarde, pero no había pensado ni un momento en sacar tiempo para ir a cambiarse. Realmente estaba despistada.

– He salido a pasear por el bosque. ¿Has hablado con Cain?

– No. Lucy me ha dicho que está en el prado. Hablaré allí con él.

Kit asintió brevemente con la cabeza y lo vio alejarse. Sintió un nudo en el estómago. Tenía que ponerse a hacer algo o se volvería loca. Entró en la cocina, saludó a Patsy, y se dispuso a mezclar los ingredientes para hacer una hornada de los bizcochos preferidos de Miss Dolly.

Sophronia entró mientras trabajaba y miró con el ceño fruncido como golpeaba ruidosamente la masa con el mazo de madera.

– Me alegro de no ser esos bizcochos. Para alguien que, como se supone, va a casarse pronto, no pareces demasiado feliz.

Todos sabían lo que ocurría. Incluso Lucy había encontrado una excusa para entrar en la cocina detrás de Sophronia, que en ese momento se disponía a moler en un molinillo de madera los granos de café que había sacado de un saco de arpillera de la despensa.

– Por supuesto que estoy feliz -Kit dio otro golpe a la masa-. Estoy nerviosa, eso es todo. -Una novia tiene derecho a estar nerviosa -Patsy cogió un cuchillo y se puso a pelar melocotones para preparar un pudin.

Lucy que estaba cerca de la ventana, fue quién lo vio primero.

– Vamos, el señor Parsell vuelve del prado.

Rápidamente, Kit cogió un paño para limpiarse las manos llenas de masa, salió corriendo hacia la puerta trasera y se dirigió hacia Brandon, pero al ver su expresión, su sonrisa se desvaneció.

– ¿Qué ha pasado?

Él no disminuyó el paso.

– Cain no me ha dado su consentimiento.

Kit se sintió como si un vendaval la sacudiese.

– Ha dicho que no estamos hechos el uno para el otro. Es insufrible. Un Parsell siendo despedido así por un bruto yanqui.

Kit lo agarró del brazo.

– No podemos dejar que se salga con la suya, Brandon. Es demasiado importante. Tengo que recuperar Risen Glory

– Es tu tutor. No hay nada que podamos hacer. Él controla tu dinero.

Kit apenas notó que ninguno de los dos había hablado de amor, sólo de la plantación. Estaba demasiado enfadada por su negación.

– Tú quizás puedas rendirte, pero yo no.

– No hay nada que pueda hacer. Él no va a cambiar su manera de pensar. Sencillamente tendremos que aceptarlo.

Ya no le escuchaba. En ese momento, se giró y se dirigió firmemente y con grandes zancadas hacía prado.

Brandon la miró durante un instante, luego se dirigió hacia el frente de la casa donde estaba su caballo. Mientras montaba, se preguntaba si no sería lo mejor. A pesar de la belleza cautivadora de Kit y su fértil plantación, había en ella algo que le inquietaba. Tal vez era eso lo que trataban de advertirle las voces de sus antepasados que le susurraban en los oídos.

Ella no es el tipo de esposa adecuada para un Parsell… ni siquiera para uno arruinado.


***

Cain estaba apoyado con un pie en el tablón inferior de la cerca blanquecina, mientras observaba los caballos pastando. Ni siquiera se molestó en girarse cuando notó la llegada de Kit detrás de él, aunque tenía que haber sido sordo para no oír sus pasos enfadados.

– ¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Por qué has rechazado a Brandon?

– No quiero que te cases con él -contestó, sin molestarse en mirarla.

– ¿Es esto un castigo por lo que pasó ayer en el estanque?

– Esto no tiene nada que ver con lo que sucedió ayer -dijo en un tono tan monótono que ella supo que estaba mintiendo.

Sintió como si la rabia la estrangulara.

– ¡Maldito seas, Baron Cain! No vas a controlar más mi vida. ¡O le dices a Brandon que has cambiado de idea, o te juro por Dios que me las vas a pagar!

Ella era tan pequeña y él tan grande que su amenaza debería haber sido ridícula. Pero hablaba muy en serio, y los dos lo sabían.

– Quizás ya estoy pagando -diciendo esto, él se alejo a través del prado.

Ella corrió hacia el huerto, sin saber en realidad dónde iba, sólo sabía que tenía que estar sola. Ese día en el estanque… ¿Por qué le había dicho la verdad?

Porque si no se lo hubiera dicho, no habrían parado.

Quiso creer que quizás podría hacerle cambiar de opinión, pero en el fondo sabía que sería imposible. ¡Su odio de la niñez por haber nacido mujer regresaba de nuevo! Odiaba con todas sus fuerzas estar a merced de los hombres. ¿Debería pedirle ahora a Bertrand Mayhew que viniera aquí desde Nueva York?

Simplemente pensar en su cuerpo redondo, blando y fofo, le producía nauseas. Tal vez algún otro hombre de los que habían estado interesado en ella desde su regreso… Pero Brandon había sido el Santo Grial y elegir a cualquier otro la llenaba de desesperación.

¿Cómo había podido Cain hacerle esto?

Esta pregunta la atormentó el resto de la tarde. No quiso bajar a cenar y se quedó en su dormitorio. La primera en llamar a la puerta fue Miss Dolly y después Sophronia. A las dos las despidió sin contemplaciones.

Entrada la noche, un fuerte golpe resonó desde la habitación de al lado.

– Kit, ven aquí -dijo Cain-. Quiero hablar contigo.

– A menos que hayas cambiado de opinión, no tengo nada más decirte.

– Tú eliges, o vienes aquí o voy a tu dormitorio. ¿Qué decides?

Cerró con fuerza los ojos un segundo. No tenía otra opción. Él se las había quitada sin poder hacer nada por evitarlo. Lentamente se dirigió hacia la puerta y tiro del pomo.

Él estaba de pie en la otra sala, con el pelo alborotado y una copa de brandy en la mano.

– Dime que has cambiado de opinión -dijo ella.

– Sabes que no.

– ¿Puedes imaginarte lo que es que otra persona controle tu vida?

– No. Por eso luché por la causa de la Unión. Y no trato de controlar tu vida, Kit. A pesar de lo que piensas, trato de ser razonable.

– Eso no te lo crees ni tú.

– Tú no le quieres.

– No tengo nada más que decirte -se giró para volver a su habitación, pero él la atrapó en la puerta.

– ¡Deja de ser tan terca y utiliza la cabeza! Él es débil, no es la clase de hombre que puede hacerte feliz. Vive añorando el pasado. Nació para ser dueño de una plantación mantenida con el trabajo de los esclavos. Él es el pasado, Kit. Tú eres el futuro.

Sabía que tenía razón, pero nunca lo admitiría. Cain desconocía sus razones para casarse con Brandon.

– Él es un buen hombre, y me habría sentido privilegiada de tenerlo por marido.

Él la miró de arriba abajo.

– ¿Pero habría hecho latir tu corazón como lo hice yo en el estanque cuando estuviste en mis brazos?

No, Brandon nunca habría hecho latir su corazón así, y se alegraba por ello. Lo sucedido con Cain la hacía sentirse débil.

– Era el miedo lo que hacía latir así mi corazón, nada más.

Él se dio media vuelta. Tomó un sorbo de brandy.

– Eso es una tontería.

– Todo lo que tenías que hacer era decir la palabra sí, y te habrías librado de mí.

Levantó la copa y se la bebió de un solo trago.

– Voy a mandarte a Nueva York. Te irás el sábado.

– ¿Qué?

Cain supo aún antes de girarse y mirar la expresión de su cara, que le había clavado un cuchillo en el corazón.

Era una de las mujeres más inteligentes que conocía, y sin embargo, ¿por qué se mostraba tan estúpida en este asunto? Sabía que no le escucharía, trataba de convencer a una persona sumamente terca, hacerla entrar en razón, y no había manera. Con una sorda maldición, abandonó la sala y se dirigió hacia abajo.

Se sentó en la biblioteca durante un rato, inclino la cabeza y el músculo de su mejilla empezó a temblar. Tenía metida a Kit Weston dentro de su piel, y sintió un miedo mortal. Durante toda su vida, se había burlado de las tonterías que cometían los hombres por una mujer, y ahora estaba en peligro de hacer él lo mismo.

Era algo más que su belleza salvaje lo que le cautivaba, más que su sensualidad, de la que ella aún no era consciente. Había algo dulce y vulnerable en ella que destapaba unos sentimientos en su interior que desconocía poseer. Sentimientos que le hacían querer reírse con ella en vez de gruñir, que le hacían desear hacer el amor con ella hasta que su cara se iluminase de alegría sólo para él.

Apoyó la cabeza hacía atrás. Le había dicho que la enviaría de regreso a Nueva York, pero no podía hacerlo. Mañana se lo diría. Y luego iba a hacer todo lo posible para comenzar de nuevo con ella. Por una vez en su vida, iba a dejar su cinismo de lado y tender la mano a una mujer.

Este pensamiento lo hizo sentirse joven y tontamente feliz.


***

El reloj dio la medianoche cuando Kit oyó entrar a Caín en su dormitorio. El sábado tendría que dejar Risen Glory. Era un golpe tan doloroso, tan inesperado, y no sabía como resolverlo. Esta vez no había ningún plazo de tiempo como sus tres años en la Academia. Él había ganado. Finalmente la había vencido.

La rabia y la impotencia superaban con creces su dolor. Deseaba venganza. Quería destrozar algo que para él fuera importante, destruirlo como él acababa de destruirla a ella.

Pero no había nada que a él le importara, ni siquiera Risen Glory. ¿No había dejado al mando de la plantación a Magnus mientras él terminaba su molino de algodón?

El molino… De repente se detuvo. El molino era importante para él, más importante que la plantación, porque era solo suyo.

Los diablos de la rabia y el dolor le susurraban lo que tenía que hacer. Tan simple. Tan perfecto. Tan cruel.

Pero no tanto como lo que él le había hecho.

Buscó las zapatillas que había usado antes y las tomó en la mano para salir del cuarto con los pies desnudos. Sigilosamente, se dirigió abajo a través de los pasillos superiores, las escaleras traseras y salió al exterior por la parte posterior.

La noche era clara y la luna iluminaba tenuemente el camino. Se puso las zapatillas, avanzando por la línea de los árboles que rodeaban el patio y se dirigió hacia las dependencias más lejanas de la casa.

El interior del cobertizo del almacén estaba oscuro. Metió la mano en el bolsillo de su vestido y sacó el trozo de vela y fósforos que había cogido de la cocina. Cuando encendió la vela, vio lo que quería y lo cogió.

Incluso medio llena, la lata de queroseno era pesada. No podía arriesgase a ensillar un caballo, de manera que tendría que llevarlo a pie más de tres kilómetros. Se enrolló un trapo alrededor del asa para no lastimarse la palma de la mano y se alejó del cobertizo.

La profunda quietud de la noche de Carolina amplificaba el sonido del queroseno golpeando contra la lata, siguiendo el ritmo de sus pasos durante todo el oscuro trayecto que recorrió hasta llegar al molino. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Él sabía lo que significaba para ella Risen Glory. Cuánto debía odiarla para desterrarla de esa manera.

Amaba sólo tres cosas en la vida: Sophronia, Elsbeth, y Risen Glory. Toda su vida había estado marcada por personas que querían separarla de esta plantación. Lo que planeaba hacer estaba mal, pero quizás así era ella. ¿Por qué la odiaban tantas personas? Cain. Su madrastra. Incluso su padre no se había preocupado lo suficiente por defenderla.

Mal. Mal. Mal. El golpeteo del queroseno contra la lata le decía que se detuviera. En lugar de escucharlo, se aferró a su desesperación. Ojo por ojo, diente por diente. Un sueño por otro sueño.

No había nada que robar dentro del molino, el edificio esta abierto. Subió a rastras la lata hasta el segundo piso. Con la enagua, recogió el serrín que había en el suelo y lo amontonó en la base de una viga de madera. Las paredes exteriores eran de ladrillo, pero un buen fuego destruiría el tejado y las paredes interiores.

Mal. Mal. Mal.

Se limpió las lágrimas con la manga del vestido y roció el suelo con el queroseno. Con un sollozo de agonía, lanzó un fósforo encendido, y se alejó.

El fuego se inició con una rápida y ruidosa explosión, y empezó a propagarse. Grandes llamaradas azotaban ya la viga de madera. Esta era la venganza que la consolaría cuando abandonara Risen Glory.

Pero la destrucción que había iniciado la horrorizó. Era feo y odioso. Sólo demostraba que ella también podía infligir dolor a Cain.

Agarró un saco de arpillera vacío y comenzó a golpear las llamas, pero el fuego había prendido demasiado rápido. Una lluvia de chispas cayó sobre ella. Los pulmones le quemaban. Tropezó bajando las escaleras, abriendo la boca para poder respirar. Una vez abajo, se cayó.

Nubes de humo la siguieron. El dobladillo de su vestido de muselina comenzó a arder lentamente. Se ahogaba y gateando se dirigió a la puerta mientras que las brasas quemaban sus manos.

La gran campana de Risen Glory comenzó a sonar al mismo tiempo que el aire limpio golpeaba su cara. Se incorporó y tropezó con los árboles.


***

Los hombres apagaron el fuego antes de que hubiese destruido completamente el molino, pero había quedado dañado el segundo piso y la mayor parte del tejado. Al amanecer, Cain se quedo quieto descansando, con la cara llena de hollín, la ropa chamuscada y ennegrecida por el humo. A sus pies la lata de queroseno que posiblemente alguien había dejado abandonada. Magnus se puso a su lado y silenciosamente inspeccionó los daños.

– Hemos tenido suerte -dijo-. La lluvia de ayer ha impedido que se extendiera a todo el edificio.

Cain golpeó la lata con la punta de su bota.

– Una semana más, y habríamos tenido la maquinaria instalada. El fuego la hubiera quemado también.

Magnus miró hacia la lata.

– ¿Quién crees que lo ha hecho?

– No lo sé, pero tengo la intención de averiguarlo -contempló el tejado hundido-. No soy el hombre más popular en la ciudad, y no debería sorprenderme si alguien ha decidido vengarse de mí. ¿Pero por qué han esperado tanto tiempo?

– Es difícil de saber.

– No podían haber encontrado una mejor manera de hacerme daño. Desgraciadamente no tengo el dinero para reconstruirlo.

– ¿Por qué no te vuelves a casa y descansas? Tal vez las cosas se vean mejor por la mañana.

– En un minuto. Quiero echar otra ojeada. Tú márchate ya.

Magnus le apretó en el hombro y se dirigió a la casa.

Veinte minutos más tarde Caín lo descubrió. Se inclinó sobre una rodilla en el fondo de la escalera quemada y lo recogió en sus dedos.

Al principio no reconoció el sucio pedazo de metal. El calor del fuego había derretido y fusionado las púas, y la delicada filigrana de plata de la parte superior se había doblado sobre sí misma. En ese momento, sintió un fuerte nudo en el estomago, aunque ya lo intuía, tenía la prueba de quién había sido.

Una peineta de filigrana plateada. Una de un par que veía a menudo sujetando una cascada de salvaje pelo negro.

Su interior se sumió en una lenta agonía. La última vez que la vio, ambas peinetas estaban sujetando su pelo.

Se sintió arrastrado por un torbellino de dolor. Él mejor que nadie sabía que no podía bajar la guardia. Miró fijamente el pedazo de metal deformado que descansaba en su mano, y algo tan frágil como una lágrima de cristal se rompió en su interior. Sólo quedaba odio, cinismo y desprecio por sí mismo. Qué idiota, que débil, y qué estúpido había sido.

Se levantó, metió la peineta en el bolsillo, y salió de las ruinas del molino, con una mueca cruel en su cara y un firme propósito.

Ella había tenido su venganza. Ahora le tocaba a él.

14

Era casi mediodía cuando la encontró. Estaba acurrucada junto a una vieja carreta abandonada durante la guerra cerca de un arroyo al norte de la plantación. Vio las manchas de hollín en su cara, en los brazos y los trozos chamuscados en su vestido azul. Increíblemente, estaba dormida. Le dio un golpecito en la cadera con la puntera de su bota.

Abrió los ojos de golpe, pero la deslumbraba el sol, de modo que sólo veía una amenazadora silueta abalanzándose sobre ella. Aunque sabía perfectamente quién era. Trató de ponerse de pie, pero él pisó su falda, manteniéndola sujeta al suelo.

– No vas a ir a ningún sitio.

Algo cayó a su lado. Miró atentamente, y vio una de sus peinetas plateada, chamuscada.

– La próxima vez que decidas incendiar algo, asegúrate de no dejar tu tarjeta de visita.

Se le revolvió el estómago.

– Deja que te explique -dijo en un susurro ronco. ¡Qué tontería!, ¿cómo podía explicarse?

Él ya entendía demasiado bien.

Su cabeza se movió ligeramente, tapando el sol durante un instante. Cuando le miró a los ojos, se estremeció. Eran fríos, duros y parecían vacios. De nuevo, él se movió y el sol la cegó otra vez.

– ¿Te ha ayudado Parsell?

– ¡No! Brandon no haría tal cosa -Brandon no pero ella sí. Se pasó el dorso de la mano por los labios resecos y trató de levantarse, pero él seguía sin permitírselo.

– Lo siento.

Que palabras tan inadecuadas.

– Supongo que lo que sientes es que el fuego no consiguiera destruirlo todo.

– Claro que no… Risen Glory es mi vida-sentía la garganta reseca por el humo, y necesitaba beber agua, pero antes tenía que explicarse-. Esta plantación es todo lo que siempre he querido. Yo… necesitaba casarme con Brandon para tener el control de mi dinero. Iba a utilizarlo para comprarte Risen Glory.

– ¿Y cómo pensabas convencerme de vender? ¿Con otro fuego?

– No, lo que hice anoche… no fue por eso -ella trató de respirar-. He visto los libros de cuentas y sabía que habías invertido todo tu dinero. Sólo necesitaba que tuvieras una mala cosecha y te habrías marchado. Quería estar preparada. No lo he hecho para engañarte. Te habría pagado un precio justo por la tierra. Yo no quiero el molino.

– Por eso estabas tan determinada a casarte. Imagino que Parsell no era el único que iba a casarse por dinero.

– No sólo por eso. Nos gustamos. Es sólo…-su voz decayó. ¿Cuál era el motivo? Él tenía razón.

Él levantó el pie de su falda y caminó hacía Vándalo. No había nada que pudiera hacerle peor de lo que ya le había hecho. Enviarla de nuevo a Nueva York era como matarla.

Él regresó a su lado y le pasó una cantimplora.

– Bebe.

Ella la cogió y se la llevó a los labios. El agua estaba caliente y tenía un sabor metálico, pero bebió con ganas. Sólo cuando le devolvió la cantimplora vio lo que tenía él en las manos.

Una cuerda larga y fina.

Antes de que pudiera moverse, agarró sus muñecas y las ató con la cuerda.

– ¡Baron! No hagas esto.

Ató las puntas al eje de la carreta y se dirigió a su caballo sin responder.

– Desátame. ¿Qué estás haciendo?

Saltó a la silla y giró el caballo. Tan rápido como llegó, se marchó.

La tarde pasó con una lentitud desesperante. No le había atado las muñecas tan fuerte como para lastimarla, pero si lo bastante para no poder desatarse. Le dolían los hombros por lo forzada de su posición. Los mosquitos zumbaban a su alrededor y el estómago le rugía de hambre, pero la sola idea de comer la ponía enferma. Sentía demasiado odio por sí misma.

Él volvió con el crepúsculo y desmontó con la gracia lenta y fácil que ya no la engañaba. Llevaba una camisa blanca limpia y pantalones beige, en claro contraste con el aspecto inmundo de ella. Sacó algo de sus alforjas y caminó hacía ella, con el rostro oculto por el ala de su sombrero.

La miró fijamente un instante, y se agachó a su lado. Con hábiles movimientos desató el nudo que ella no había podido deshacer. Cuando se vio libre de la cuerda, se acurrucó contra la rueda del carromato.

Él le lanzó la cantimplora y abrió el paquete que había sacado de las alforjas. Llevaba un panecillo tierno, un trozo de queso, y una loncha de jamón frío.

– Come -le dijo sin más.

Ella negó con la cabeza.

– No tengo hambre.

– Come de todas formas.

Su cuerpo tenía una necesidad más acuciante que la comida.

– Necesito algo de privacidad.

Él sacó un puro del bolsillo y lo encendió. El resplandor del fósforo lanzó una sombra roja parecida a la sangre sobre su rostro. Cuando la apagó, quedó sólo la punta incandescente del cigarro y la línea despiadada de su boca.

Él señaló con la cabeza hacía un grupo de arbustos apenas a diez metros de distancia.

– Allí mismo. No te alejes más.

Estaba muy cerca para tener intimidad, pero había perdido el lujo de la libertad cuando amontonó serrín cerca de la viga de la segunda planta del molino.

Tenía las piernas rígidas. Se levantó torpemente y tropezó con los arbustos. Rogó para que él se alejara un poco, pero no lo hizo y añadió la humillación a todas las dolorosas sensaciones que estaba sintiendo.

Cuando terminó, volvió y cogió a la comida que le había traído. Quería demorarse todo lo posible, y comió despacio. Él no hizo ningún intento de meterle prisa, y se apoyó contra carreta como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Estaba ya oscuro cuando terminó de comer. Todo lo que podía ver era la punta roja del puro y el esbozo de su silueta.

Él anduvo hacia su caballo. Las nubes dejaron ver la luna y los bañó en una luz plateada. La hebilla de cobre de su cinturón brilló cuando se volvió hacía ella.

– Sube. Tú y yo tenemos una cita.

Su tono, terriblemente seco la asustó.

– ¿Qué tipo de cita?

– Con un ministro. Vamos a casarnos.

Su mundo dejó de girar.

– ¡Casarnos! ¿Has perdido el juicio?

– Seguramente.

– Antes me casaría con el diablo.

– Es lo mismo. Pronto lo averiguarás.

La noche era cálida, pero la fría certeza de su voz le helaba la sangre.

– Has quemado mi molino -dijo él-. Y ahora vas a pagar para reconstruirlo. Parsell no es el único que se casará contigo por tu dinero.

– Estás loco. No lo haré.

– No tienes elección. Sube. Cogdell está esperándonos.

A Kit casi se le doblaron las rodillas de alivio. El reverendo Cogdell era su amigo. Una vez que le contara lo que Cain tramaba, se pondría de su parte. Se dirigió a Vándalo y comenzó a montar.

– Delante de mí -gruño él-. He aprendido a fuerza de golpes no darte nunca la espalda.

Él la colocó delante y después montó. No habló hasta que salieron a campo libre.

– No conseguirás ayuda de Cogdell, si eso es lo que esperas. Le he confirmado sus peores temores y nada le impedirá casarnos ahora.

Su corazón dio un vuelco.

– ¿De qué temores estás hablando?

– Le he dicho que te he dejado embarazada.

Ella no podía creer lo que estaba escuchando.

– ¡Yo lo negaré! Esto no te va a salir bien.

– Puedes negarlo cuanto quieras. Ya le he dicho que lo harías. Se lo he explicado todo. Desde que has descubierto que estás embarazada te comportas de forma irracional. Incluso has tratado de matarme con el incendio. Por eso no podía dejar que continuaras así.

– No.

– Le he dicho que llevo semanas pidiéndote que nos casemos, y así nuestro hijo no será bastardo, pero tú no estás de acuerdo. Dijo que nos casaría esta noche, no importa cuanto protestaras. Puedes pelear todo lo que quieras, Kit, pero al final no te servirá de nada.

– No vas a salirte con la tuya.

Su voz se ablandó.

– Ten cuidado, Kit. Vas a ahorrarte mucho sufrimiento si haces lo que te digo.

– ¡Vete al infierno!

– Estaré allí a tu disposición.

A pesar de cuanto lo maldijera, era consciente que había perdido. Era una especie de justicia horrible. Había hecho algo malo, y ahora pagaría por ello.

Todavía hizo un último esfuerzo cuándo vio al reverendo y a su esposa esperándolos en la vieja iglesia de los esclavos. Saltó del caballo y corrió hacía Mary Cogdell.

– Por favor… lo que Cain les ha dicho no es verdad. No estoy embarazada. Nosotros nunca…

– Ya, ya, querida. No te alteres -sus amables ojos castaños se nublaron de lágrimas mientras le acariciaba el hombro-. Necesitas calmarte por el bien del bebé.

En ese momento Kit supo que no podría escapar a su destino.

La ceremonia fue afortunadamente breve. Después Mary Cogdell la besó en la mejilla y el reverendo la aconsejó obedecer a su marido en todo. Escuchó decirle a Cain que Miss Dolly había aceptado pasar la noche con ellos, y comprendió que Cain había conseguido sacarla de la casa.

La llevó hacía Vándalo y partieron para Risen Glory. Cuanto más se acercaban, más crecía su pánico. ¿Qué pensaba hacer con ella cuando estuvieran solos?

Llegaron a la casa. Cain desmontó y le pasó las riendas a Samuel. Entonces agarró a Kit de la cintura y la bajó al suelo. Durante un momento sus rodillas amenazaron con doblársele, y él la estabilizó. Ella se recuperó y se separó.

– Ya tienes mi dinero -dijo cuando Samuel desapareció-. Ahora déjame sola.

– ¿Y negarme el placer de mi noche de bodas? No lo creo.

Su estómago se encogió.

– No va haber noche de bodas.

– Estamos casados, Kit. Y esta noche voy a poseerte.

La Vergüenza de Eva. Si no estuviera tan agotada, discutiría con él, pero no le salían las palabras.

Las luces de la casa de Magnus brillaban en la oscuridad al final del huerto. Se recogió las faldas y echó a correr hacia allí.

– ¡Kit! ¡Vuelve aquí!

Ella corrió más rápido. Tratando de huir de él. Tratando de huir de su propio carácter vengativo.

– ¡Magnus! -gritó ella.

– ¡Kit, detente! Está oscuro. Vas a hacerte daño.

Corrió por el huerto, saltando sobre las raíces que sobresalían de la tierra, y que conocía tan bien como la palma de su mano. Detrás de ella, él maldijo cuando tropezó en una de esas raíces. Sin embargo, le ganaba terreno.

– ¡Magnus! -gritó ella otra vez.

Y luego estaba por todas partes. Por el rabillo del ojo vio a Cain lanzarse por el aire. La derribó desde atrás.

Ella gritó cuando ambos cayeron a la tierra.

Él la sujetó contra su cuerpo.

Ella levantó la cabeza y hundió los dientes en la musculosa carne de su hombro.

– ¡Maldita sea! -la separó de él con un gruñido.

– ¿Qué pasa aquí?

Kit dio un sollozo de alivio al oír la voz de Magnus. Se escapó y corrió hacia él.

– ¡Magnus! Deja que me quede en tu casa esta noche.

Él puso suavemente la mano en su brazo y se giró hacia Cain.

– ¿Qué estás haciéndole?

– Tratando de impedir que se mate ella misma. O a mí. Ahora mismo, ya no sé cual de los dos corre más peligro.

Magnus la miró interrogativamente.

– Ahora es mi esposa -dijo Cain-. Me he casado con ella hace una hora.

– ¡Me obligó a hacerlo! -exclamó Kit-. Quiero quedarme en tu casa esta noche.

Magnus frunció el ceño.

– No puedes hacer eso. Ahora le perteneces.

– ¡Yo me pertenezco a mí misma! Podéis iros al infierno los dos.

Se dio la vuelta para escapar, pero Cain fue demasiado rápido. Antes de poder salir corriendo, la cogió y se la echó al hombro.

La sangre le bajó deprisa a la cabeza. Sus brazos le apretaban las piernas. Así comenzó a caminar hacía la casa.

Ella le golpeó con los puños en la espalda y sólo consiguió un azote en el trasero.

– Deja de golpearme o te dejaré caer.

Los pies de Magnus entraron en su campo de visión viniendo detrás de ellos.

– Major, llevas una mujer delicada ahí, tal vez estás tratándola un poco duramente. Quizá sería mejor que la soltaras un momento y te calmaras.

– Eso me llevaría el resto de mi vida -Cain giró en la esquina del frente de la casa, sus botan crujieron en el camino de grava.

Las siguientes palabras de Magnus hicieron removerse el ya inseguro estómago de Kit.

– Si la lastimas esta noche, vas a arrepentirte el resto de tu vida. Recuerda lo que le ocurre a una yegua a la que montan demasiado rápido.

Durante un momento, brillaron estrellas detrás de sus párpados. Entonces oyó el sonido bienvenido de pies bajar con precipitación los escalones frontales.

– ¡Kit! ¿Dulce Jesús, que ha ocurrido?

– ¡Sophronia! -Kit se revolvía tratando de incorporarse. Al mismo tiempo Sophronia asió el brazo de Cain.

– ¡Déjela!

Cain empujó a Sophronia hacia Magnus.

– Mantenla alejada de la casa esta noche -subió con Kit a cuestas las escaleras y atravesó la puerta.

Sophronia luchó en el interior del círculo de los brazos de Magnus.

– ¡Deja que vaya! Debo ayudarla. No tienes ni idea de lo que un hombre así puede hacerle a una mujer. Blancos. Piensan que poseen el mundo. Cree que es su dueño.

– Y lo es -Magnus la sujetó, acariciándola-. Se han casado, cariño.

– ¡Se han casado!

En tonos calmados, tranquilizadores, le contó todo lo que había escuchado.

– No podemos interferir en los asuntos de un hombre y su esposa. Tranquilízate, no le hará daño.

Mientras lo decía, esperaba que no notara la débil duda en su voz. Cain era el hombre más justo que conocía, pero esta noche había visto algo violento en sus ojos. A pesar de todo, continuó consolándola mientras la llevaba a través del oscuro huerto.

Sólo cuando llegaban cerca de la casa ella fue consciente de su destino, y levantó rápidamente la cabeza.

– ¿Dónde crees que me llevas?

– A casa conmigo -dijo él tranquilamente-. Vamos dentro y cogeremos algo para comer. Si te apetece nos sentamos en la cocina y charlamos de lo que quieras. O si estás cansada, puedes ir a la habitación a acostarte. Yo pasaré la noche con una manta en el porche, junto a Merlín. Hace fresco y estaré bien.

Sophronia no dijo nada. Simplemente se quedó mirándolo. Él esperó, dejándola tomar una decisión. Finalmente, ella asintió y entró en la casa.


***

Cain se sentó en el sillón colocado cerca de la ventana abierta de su dormitorio. Llevaba la camisa desabrochada para disfrutar de la brisa; los pies descansando sobre un escabel delante de él, y tenía una copa de brandy en la mano, colocada sobre el brazo del sillón.

Le gustaba esta habitación. Tenía los muebles necesarios para ser confortable, pero no demasiados como para parecer atestada. La cama era bastante grande para acomodar un cuerpo de su tamaño. A su lado había una jofaina, y completaba la habitación una mesa, un baúl y una librería. En invierno, el suelo de madera estaba cubierto por gruesas alfombras para proporcionarle calor, pero ahora estaba desnudo, como a él más le gustaba.

Oyó el salpicar del agua de la tina de cobre detrás del biombo en un rincón de la habitación y apretó los labios. No le había dicho a Sophronia que el baño que tenía que preparar era para Kit, no para él. Kit le había ordenado que dejara la habitación, pero cuando había visto que no se iba, había levantado la nariz y se había metido detrás del biombo. A pesar de que el agua seguramente ya estaba fría, no tenía ninguna prisa en salir.

Aún sin verla, sabía exactamente que aspecto tendría saliendo de la tina. Su piel brillaría dorada a la luz de la lámpara, y su pelo se le rizaría sobre los hombros, contrastando su negro cabello contra la blancura de su piel.

Pensó en el fondo fiduciario por el cual se había casado. Siempre había despreciado a los hombres que se casaban por dinero, pero ahora no le molestaba. Se preguntó por qué sería. Y entonces dejó de preguntárselo, tal vez por que no quería conocer la respuesta.

No quería reconocer que este matrimonio tenía poco que ver con dinero ni con la reconstrucción del molino. Era debido a ese único momento de debilidad cuando abandonó la prudencia de toda una vida y decidió abrir su corazón a una mujer. Durante un momento, sus pensamientos fueron tiernos, tontos y por último más peligrosos para él que todas las batallas de la guerra.

Al final no sólo pagaría con el molino por ese momento de debilidad. Esta noche, el antagonismo entre ellos quedaría sellado para siempre. Y esperaba ser capaz de continuar con su vida sin verse atormentado por falsas esperanzas de futuro.

Se llevó la copa a los labios, dio un sorbo y la dejó en el suelo. Quería estar completamente sobrio para lo que estaba por llegar.

Desde detrás del biombo, Kit oyó el ruido de sus pasos en el suelo de madera, y supo que estaba impacientándose. Cogió la toalla y mientras se la enrollaba por el cuerpo, deseó que fuera algo más grande. No tenía ni su propia ropa. Cain había tirado su vestido quemado.

Levantó la cabeza rápidamente cuando el se asomó por encima del biombo. La miraba tranquilamente mientras apoyaba una mano en lo alto.

– Todavía no he terminado -logró decir ella.

– Ya has tenido tiempo suficiente.

– No sé por qué me has obligado a bañarme en tu habitación.

– Sí lo sabes.

Se sujetó la toalla más fuerte. Otra vez buscó alguna salida para lo que la esperaba, pero tenía la sensación que era algo inevitable. Ahora era su marido. Si trataba de escapar, él la atraparía. Si luchaba, la derrotaría. Sólo le quedaba poner en práctica la asignatura de la sumisión, asignatura que la señora Templeton les había enseñado hacía algo más de un mes. Pero la sumisión nunca había sido algo fácil para ella.

Se miró el fino anillo que ahora tenía en el dedo. Era un pequeño y bonito aro de oro con dos pequeños corazones delicadamente perfilados en diamante y astillas de rubíes. Le dijo que se lo había dado Miss Dolly.

– No tengo nada que ponerme -dijo ella.

– No vas a necesitar nada.

– Tengo frío.

Despacio, sin apartar la mirada de ella, se quitó la camisa y se la ofreció.

– No quiero tu camisa. Si me dejas salir, iré a mi habitación y cogeré mi bata.

– Prefiero que te quedes aquí.

¡Hombre obstinado y autoritario! Apretó los dientes, y salió de la tina. Sujetándose la toalla con una mano, agarró su camisa con la otra. Torpemente se la puso sobre la toalla. Después, le dio la espalda, dejó caer la toalla y se abrochó rápidamente los botones.

Las mangas le quedaban muy largas, haciendo el trabajo más difícil. Los faldones se adherían a sus muslos, haciéndola consciente de lo fino del tejido que cubría su desnudez. Se plegó las mangas y pasó a su lado.

– Necesito ir a mi habitación para coger un peine, si no mi pelo se enredará.

– Usa el mío -él señaló hacía la jofaina con la cabeza.

Fue hacía allí y lo cogió. Se miró en el espejo, parecía pálida y cautelosa, pero no asustada. Y debería estarlo, pensó, mientras se pasaba el peine por el largo cabello húmedo. Cain la odiaba. Él era imprevisible y poderoso, más fuerte que ella, y tenía la ley de su parte. Debería llorar, implorando piedad. Sin embargo, lo que sentía era una extraña agitación interior.

A través del espejo, le vio caminar hacía el sillón. Se sentó y cruzó un tobillo sobre la rodilla. Retiró la mirada y se peinó más vigorosamente, salpicando de gotas a su alrededor.

Oyó un movimiento, y su mirada volvió al espejo. Cain recogía una copa del suelo y la levantaba hacía ella.

– A su salud, señora Cain.

– No me llames así.

– Es tu nombre. ¿Ya lo has olvidado?

– No he olvidado nada -respiró profundamente-. No olvido que te he hecho daño. Pero ya he pagado el precio y no necesito pagar más.

– Yo juzgaré eso. Ahora, deja el peine y date la vuelta para que pueda mirarte.

Despacio, hizo lo que le pedía, con una emoción extraña, entre entusiasmo y temor. Se quedó mirando las cicatrices de su pecho.

– ¿Dónde te hiciste esa cicatriz del hombro?

– En Missionary Ridge.

– ¿Y la de la mano?

– En Petersburg. Y la que tengo en el vientre fue por una mala partida de póker en un burdel de Laredo. Y ahora, desabróchate la camisa y ven aquí para que pueda echar un vistazo a mi nueva propiedad.

– No soy de tu propiedad, Baron Cain.

– Eso no es lo que dice la ley, señora Cain. Las mujeres pertenecen a sus maridos.

– Sigue pensando eso si te hace feliz. Pero yo sólo me pertenezco a mí misma.

Él se levantó y se acercó a ella con pasos deliberadamente lentos.

– Quiero que tengas una cosa clara desde el principio. Eres de mi propiedad. Y harás todo lo que te diga. Si te pido que abrillantes mis botas, lo harás. Si te ordeno que limpies el estiércol de mis establos, lo limpiarás. Y si te quiero en mi cama, espero verte tumbada y con las piernas abiertas antes de que me haya quitado el cinturón.

Sus palabras deberían haberle revuelto el estómago de miedo, pero había algo demasiado intencionado en ellas. Él deliberadamente trataba de asustarla, pero no le iba a dejar hacerlo.

– Estoy aterrorizada -dijo arrastrando las palabras.

No había reaccionado como él esperaba, de modo que se acercó más a ella.

– Cuando te has casado conmigo hoy, has perdido tu último instante de libertad. Ahora puedo hacer contigo lo que quiera, menos matarte, claro. Y aunque no estoy seguro de ello, incluso creo que también.

– Si no lo hago yo primero -contestó ella.

– No tendrás oportunidad.

Ella trató otra vez de razonar con él.

– He hecho una cosa horrible. Me he equivocado, pero ya tienes mi dinero. Toma el triple de lo que debería costarte reconstruir el molino, y acabemos con esto.

– Algunas cosas no tienen precio -apoyó un hombro sobre una de las columnas de la cama -. Esto debería divertirte…

Ella lo miró con cautela. Estaba claro que ella no pensaba así.

– Había decidido no enviarte a Nueva York. Pensaba decírtelo por la mañana.

Kit se sintió enferma. Negó con la cabeza, esperando que no fuera cierto.

– Irónico, ¿verdad? -dijo él-. No quería lastimarte. Pero ahora todo ha cambiado y ya no me preocupa eso -extendió la mano y comenzó a desabrochar los botones de su camisa.

Ella parecía perfectamente tranquila, pero la chispa de confianza que tenía antes, se había evaporado.

– No hagas esto.

– Es demasiado tarde -separó la camisa y contempló sus senos.

Ella trató de no decirlo, pero no pudo evitarlo.

– Tengo miedo.

– Lo sé.

– ¿Me dolerá?

– Sí.

Apretó los ojos con fuerza. Él le quitó la camisa, y se quedó desnuda delante de él.

Esta noche sería lo peor, se dijo. Cuando acabara, él habría perdido todo el poder sobre ella.

Él la tomó bajo las rodillas y la tumbó en la cama. Ella giró la cabeza cuando él comenzó a desnudarse. Momentos más tarde, él se subió al mismo lado de la cama, cediendo el colchón bajo su peso.

Cain sintió algo extraño en su interior al verla retirar la cabeza. Sus ojos cerrados… la resignación en esa cara en forma de corazón… ¿cuánto le habría costado admitir su miedo? Maldita sea, él no la quería así. El quería sus insultos y su lucha. Quería verla maldiciéndolo, con ese chispazo de cólera que tan bien conocía.

Le separó las rodillas para forzar su reacción, pero ni siquiera entonces luchó. Abrió un poco más las piernas y cambió su posición para arrodillarse entre ellas. Entonces miró hacia abajo a la parte secreta de ella, bañada por la luz de la lámpara.

Ella siguió inmóvil cuando él separó el sedoso vello oscuro con los dedos. Su rosa salvaje de las profundidades del bosque. Pétalos dentro de pétalos. Protectoramente doblados alrededor de su corazón. El estómago le dio un vuelco al mirarla. Sabía desde la tarde del estanque lo pequeña que era, lo apretada que estaba. Se sintió inundado por un indiscutible sentimiento de ternura.

Por el rabillo del ojo vio su delicada mano formarse en un puño sobre la colcha. Esperaba que se abalanzase sobre él y luchara por lo que le estaba haciendo. Deseaba que lo hiciera. Pero ella no se movió, y su misma impotencia lo desarmó.

Con un gemido se acostó y la estrechó entre sus brazos. Ella estaba temblando. La sensación de culpa tan poderosa como su deseo luchaba dentro de él. Nunca había tratado a una mujer tan cruelmente. Esto era parte de la locura a la que había llegado.

Él la sostuvo contra su pecho desnudo y acarició los mechones húmedos de su pelo. Mientras la calmaba, alimentaba su propio deseo, pero no cedió hasta que finalmente Kit dejó de temblar.

– Lo siento -susurró él.

El brazo de Cain parecía sólido e irónicamente consolador envolviéndola. Oyó su respiración lenta pero sabía que no estaba dormido, no más de lo que lo estaba ella. La luz plateada de la luna llenaba de quietud la habitación, y ella sintió una extraña sensación de calma. A pesar de la tranquilidad, por el infierno que habían pasado y el infierno que sin duda tenían por delante, se vio obligada a hablar.

– ¿Por qué me odias tanto? Antes incluso de lo del molino. Desde el día que regresé a Risen Glory.

Él se quedó en silencio durante un momento. Después la respondió.

– Nunca te he odiado.

– Estaba destinada a aborrecer a quién heredara Risen Glory -dijo ella.

– ¿Todo vuelve siempre a Risen Glory, no? ¿Amas tanto esta plantación?

– Más que a nada en el mundo. Risen Glory es todo lo que he tenido siempre. Sin ella, no soy nada.

Él retiró un mechón de pelo que le caía sobre la mejilla.

– Eres una mujer hermosa y además tienes coraje.

– ¿Cómo puedes decir eso después de lo que he hecho?

– Supongo que hacemos lo que creemos conveniente.

– ¿Cómo forzarme a casarme contigo?

– Como eso -sé quedó callado un momento-. No lo siento Kit. No más que tú.

Su tensión volvió.

– ¿Por qué no has seguido adelante y has terminado lo que ibas a hacer? No te lo habría impedido.

– Porque te quiero dispuesta. Deseosa y tan hambrienta de mí como yo de tí.

Ella era demasiado consciente de su desnudez, y se alejó de él.

– Eso no ocurrirá nunca.

Esperaba verlo enfadado. En su lugar, él se recostó en las almohadas y la miró sin intentar tocarla.

– Tienes una naturaleza apasionada. Lo sé por tus besos. No temas eso.

– No quiero tener una naturaleza apasionada. Está mal en una mujer.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Todo el mundo lo sabe. Cuando la señora Templeton nos habló de la Vergüenza de Eva, nos lo dijo.

– ¿La qué de Eva?

– La Vergüenza de Eva. Ya sabes.

– Buen Dios -él se incorporó en la cama-. ¿Kit sabes exactamente lo que ocurre entre un hombre y una mujer?

– He visto a los caballos.

– Los caballos no son humanos -le puso las manos en los hombros y la giró hacia él-. Mírame. Aunque me odies, ahora estamos casados y no podrás evitar que te toque. Pero quiero que sepas lo que ocurre entre nosotros. No quiero asustarte otra vez.

Pacientemente, con un lenguaje sencillo y directo le habló de su propio cuerpo y del suyo. Y le dijo como era el momento de la penetración.

Después, se levantó de la cama y caminó hacía la mesa, dónde cogió su copa de brandy. Se dio la vuelta y se quedó tranquilamente de pie, dejándola satisfacer una curiosidad que no le confesaría a él.

Los ojos de Kit absorbieron su cuerpo, tan claramente iluminado por la luz de la luna. Vio una belleza que nunca antes se habría imaginado, una belleza esbelta y musculosa, que hablaba de fuerza, dureza y cosas que no entendía. Sus ojos fueron a su miembro erecto que creció con su mirada, y su miedo volvió.

Él debió haber sentido su reacción, porque dejó la copa y volvió con ella. Esta vez sus ojos reflejaban un desafío, y aún cuando ella tenía miedo, nunca había rechazado un desafío, no cuando provenía de él.

Su boca estaba torcida en una mueca que podría haber sido una sonrisa. Entonces bajó la cabeza y acarició sus labios con los suyos. Su toque con la boca cerrada, fue suave y ligero como una pluma. No había una lengua invasora que le recordara lo que pronto ocurriría.

Una parte de su tensión se disolvió. Sus labios encontraron un sendero hacía la oreja. Besó el valle por debajo, tomó el lóbulo con su diminuto pendiente de plata suavemente entre sus dientes y después con los labios.

Kit cerró los ojos para disfrutar de las sensaciones que despertaba en ella, y los abrió de golpe cuando el cogió sus muñecas y las extendió por encima de su cabeza.

– No tengas miedo -susurró él acariciándole la suave piel exterior de sus brazos-. Te gustará. Te lo prometo.

Él hizo una pausa al llegar a su codo, acariciándolo con el pulgar hacía delante y hacía atrás a través de su sensible piel.

Todo lo que había pasado entre ellos tenía que haberla puesto cautelosa, pero mientras la acariciaba en deliciosos círculos que la hacían estremecer, el pasado se evaporaba y las exquisitas sensaciones del presente la tomaron presa.

Él deslizó la sábana hasta su cintura y contempló lo que revelaba.

– Tienes unos senos muy hermosos -murmuró él roncamente.

Una mujer educada correctamente habría bajado los brazos pero Kit no había sido educada correctamente, y no conocía la modestia. Le vio bajar la cabeza, miró sus labios y sintió su cálido aliento en su sensible carne.

Gimió cuando él rodeó en círculos el pequeño pezón con la lengua. Poco a poco, fue aumentando la presión. Ella arqueó el cuerpo y él abrió los labios para abarcar todo lo que ella le ofrecía. Tiernamente la succionó.

Ella se encontró levantando los brazos y poniendo las manos en su cabeza, acercándolo más. Mientras con la boca torturaba un pezón, con la callosa mano se ocupaba del otro, apretándolo suavemente con el pulgar y el índice.

Kit no conocía a los hombres, y no sabía que él estaba dando rienda suelta a su propia pasión, mientras le daba placer a ella. Todo lo que sabía era que la lengua sobre su pecho encendía todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo.

Él apartó la sábana y se puso a su lado. Otra vez su boca encontró la suya, pero esta vez no tuvo que persuadirla para abrirla. Sus labios le esperaban abiertos. De todas formas, él se tomó su tiempo, dejándola acostumbrarse a él.

Mientras él jugaba con sus labios, las propias manos de Kit se volvieron inquietas. Colocó uno de sus pulgares sobre su pezón duro y plano.

Con un gemido él metió las manos en su pelo húmedo, enredado y levantó su cabeza de la almohada. Sumergió su lengua en su boca y tomó posesión del interior caliente y resbaladizo.

El lado salvaje que había sido siempre parte de su naturaleza encontró su pasión. Ella se arqueó debajo de él, extendiendo sus dedos sobre su pecho.

El último vestigio de su autocontrol se rompió. Sus manos ya no se contentaban sólo con sus senos. Se desplazaron hacia abajo por su cuerpo hacía su vientre y después al sedoso y oscuro triángulo.

– Ábrete para mí, dulzura -le susurró roncamente en su boca-. Déjame entrar.

Ella se abrió. Sería inconcebible no hacerlo. Pero el acceso que ella ofrecía no era todavía bastante para él. Le acarició el interior de sus muslos hasta que ella pensó que se volvería loca. Finalmente sus piernas se abrieron lo suficiente para satisfacer su deseo.

– Por favor -jadeó ella.

Él la tocó entonces, a su rosa salvaje, el centro de su femineidad. Él la abrió suavemente de modo que no fuera tan difícil, tomándose su tiempo a pesar que la necesitaba con una locura como nunca había necesitado a una mujer.

Entonces subió por su cuerpo, besando sus senos y su dulce y joven boca. Y ya, incapaz de contenerse más, se colocó entre sus piernas y suavemente la penetró.

Ella se tensó. Él la apaciguó con sus besos y entonces con un empuje suave, se abrió camino a través del velo de su virginidad y le quitó su inocencia.

Ella cayó hacía atrás al sentir un pequeño y agudo dolor. Hasta ahora, sólo había tenido placer. Le parecía una traición. Sus caricias la habían engañado. Habían prometido algo mágico, pero al final sólo había sido la promesa del diablo.

Su mano le ahuecó la barbilla y giró su rostro. Ella le fulminó con la mirada, demasiado consciente que estaba enterrado profundamente en su interior.

– Está bien, dulzura -murmuró él-. El dolor ya se acabó.

Esta vez ella no le creyó.

– Quizá para tí. ¡Retírate!

Él sonrió profunda y alegremente. Sus manos volvieron a sus senos, y ella sintió como empezaban las sensaciones otra vez.

Él comenzó a moverse dentro de ella, y ya no quiso que se retirara. Metió sus dedos en los firmes músculos de sus hombros y enterró la boca en su cuello para poder saborearlo con su lengua. Su piel sabía salada y limpia, y mientras más profundamente se movía dentro de ella, perforaba su matriz y su corazón, derritiendo sus huesos, su carne, incluso su alma.

Ella se estiró, arqueándose y permitiéndole que la montara, durante el día y la noche, por espacio indefinido, agarrándose a él, a su dulce cuerpo masculino, a su miembro duro, entrando más y más profundamente en ella, llevándola más alto, lanzándola al brillo cegador del sol y la luna, dejándola colgando una eternidad y luego se rompió en un millón de astillas de luz y oscuridad, igualando su gran grito liberador con el suyo propio.

Загрузка...