Esposo mío, te quiero, y por este motivo se me hace difícil escribir lo que debo comunicarte. Cuando leas esto, Amanda, mamá y yo estaremos a algo menos de la mitad del viaje a Inglaterra, a través del océano. Hemos zarpado de Wyndsong el día 10 de abril a bordo del Seahorse, un barco inglés perteneciente y capitaneado por Christopher Edmund, marqués de Wye, que es el hermano de uno de los antiguos pretendientes de Amanda. No podía permitir que mi hermana perdiera a Adrián Swynford, porque le ama profundamente. Tal como ahora entiendo el amor y lo que ella siente, no podía soportar verla tan afligida. Me apena su situación. Sufro por ella. Y también tengo miedo… miedo de que después de haberte encontrado al fin, vaya a perderte. Por favor, no te enfades conmigo. Me apresuraré a volver a casa inmediatamente después de la boda, te lo prometo. Espérame.
Tu amante esposa,
Miranda
Con una maldición sofocada, Jared Dunham se encaró con Jed.
– ¿No podías haber llegado antes?
– Dos días y medio entre Wyndsong y Plymouth, ¿le parece mucho tiempo, señor Jared?
– ¡Dos días y medio! -silbó admirado Jared Dunham-. Demonio de hombre. ¿Acaso has venido volando?
El curtido caballerizo sonrió.
– A veces creí que volaba en lugar de navegar. Estuve más cerca de marearme de lo que he estado en toda mi vida. Tuvimos un tremendo viento del sur que nos empujó día y noche. Una vez en tierra galopé desde Buzzards Bay. Debe cinco dólares a Barnabas Horton por traerme, señor Jared. Supuse que quería que me llevara el Sprite de vuelta a Wyndsong porque irá usted tras la señorita Miranda en un barco mayor.
– ¡Ya lo creo que lo haré! -rugió Jared, y Jonathan no pudo contener la risa pese a la expresión airada de su hermano-. ¿Te entregó mi esposa esta carta?
– No. Dorothea me ordenó que viniera a decirle que se habían ido. La nota me la dio Jemima. Dijo que debía enterarse de la explicación de su señora y que tal vez después no la azotaría con tanta fuerza cuando la encontrara.
Jonathan se moría de risa, aunque la reprimió después de una mirada de su hermano.
– Necesitaré un barco, Jon, y una tripulación dispuesta a burlar el maldito bloqueo. Puede que lleguemos con bien a Inglaterra, pero el regreso a Wyndsong es harina de otro costal.
– El Dream Witch ya está listo en dique seco, Jared. Unos retoques y podríamos aparejarlo como si fuera un yate particular. Hay cierto número de marineros aquí, en Plymouth, que estarían más que dispuestos a zarpar contigo como tripulantes.
– Cualquiera que navegue conmigo recibirá una buena paga, Jon. Quiero que el Dream Witch esté dispuesto en veinticuatro horas. Con suerte, llegaremos a Inglaterra antes que esa bruja testaruda con quien me casé. -Se volvió a Jed-. Ve a la cocina y dile a Martha que te dé de comer, después descansa toda la noche. Hay habitaciones vacías sobre el establo. Por la mañana te daré una carta de presentación para el capitán Browne. Márchate ya.
– Bien, señor. -Jed se fue.
– ¿Has terminado tus negocios aquí, hermano Jared? -preguntó Jonathan a media voz.
– Así lo creía, Jon. Les dije que, siendo un hombre casado, no podía trabajar para ellos como en el pasado. Querían que hiciera un viaje más a Europa, y rechacé la oferta. Pero he cambiado de idea. Volveré a verlos esta noche y les diré que lo haré. Si podemos evitar una guerra entre Europa y América, lo consideraré un buen trabajo. Pese a la opinión del presidente Madison, Napoleón no nos tiene ningún cariño. Todos esos congresistas jóvenes y maleducados procedentes de las tierras del oeste ansían la guerra. Para ellos, una guerra con Inglaterra no es sino otra escaramuza de taberna, y están impacientes por pelear. ¡Qué maravilloso resulta visto en retrospectiva! El pequeño David retando y venciendo a Goliath. ¡Qué harto estoy de guerras, grandes y pequeñas! Si este país quiere crecer y progresar, debemos construir una economía fuerte, y la guerra sólo sirve para malgastar vidas. -Después se rió de sí mismo-. Jon, ya me has vuelto a disparar.
– Deberías presentarte para el Congreso, Jared. Lo he dicho otras veces.
– Tal vez lo haga, algún día, pero de momento ni siquiera tengo control sobre mi propia casa -concluyó con tristeza,
– ¿No fue un error, entonces? ¿Realmente la amas?
– ¡Dios santo, sí! Tanto que me enfurece tan deprisa como me lleva a la pasión. ¿Sabes, hermano? En los cuatro meses que llevamos casados jamás ha admitido el menor afecto por mí, pero las dos primeras palabras de su carta son «te quiero». ¿Lo dice de corazón o se burla de mí? Me propongo averiguarlo tan pronto como pueda. -De nuevo su puño se crispó sobre la carta.
Su humor no había variado cuando, varias semanas más tarde, esperaba en los muelles de la West India Company contemplando cómo amarraban al Seahorse. Había salido de Plymouth el catorce de abril y, merced a una combinación de vientos favorables y experta navegación, y también al hecho de que su Dream Witch era más puro de líneas y construido para la velocidad, logró arribar a Londres tres días antes que su presa. Roger Bramwell se había sorprendido al verlo, pero su habitual eficiencia había puesto en marcha la casa de Jared en Londres.
– Milord, cuánto me alegro de verlo -lo saludó su secretario-, No lo esperaba tan pronto.
– Me ha obligado la boda de mi pupila con lord Swynford, Bramwell. Y ¿por qué milord?
– Su título, señor, fue una concesión real. Tiene derecho a utilizarlo aquí, en Inglaterra. Sugiero que en interés de sus negocios y de su posición social no prescinda de él. En cuanto a la boda de la señorita Amanda Dunham, según las malas lenguas y gracias a lady Swynford, se ha ido al garete. Lord Adrián circula de muy mal talante y han visto a las mamás de varias herederas hablando con lady Swynford en Almack's. Todo el mundo asumió que los problemas políticos entre Inglaterra y América impedirían la llegada de la novia.
– Y así habría sido, Bramwell, de no ser tan testaruda mi esposa. Mande una nota a lord Swynford invitándole a cenar esta noche conmigo. Dígale que mi pupila está ya camino de Inglaterra. Es mejor librarle de su tristeza cuanto antes. Asegúrese de que lord Swynford recibe personalmente la nota.
Miranda tenía razón, se dijo Jared, y de no haber tomado la iniciativa, su hermana hubiera perdido al joven Swynford.
El viento traía el tufo del río hasta él, y Jared se llevó un pañuelo perfumado a la nariz. Adrián Swynford había llegado puntualmente a las siete aquella noche, y Jared jamás había visto a nadie tan feliz.
Sonrió al recordarlo. Lord Swynford era de estatura y complexión mediana. Tenía los ojos azules, cabellos rubio oscuro, cortado corto por detrás y con un rizo caído sobre la frente despejada. Tenía la tez clara típicamente inglesa y mejillas sonrosadas que acreditaban su buena salud. Los ojos eran inteligentes; la nariz, recta; la boca, bien formada sobre una barbilla decidida. En conjunto resultaba un rostro agradable.
Vestía a la última moda de Londres, con pantalones de color tórtola ceñidos hasta el tobillo, una casaca de faldones azul claro, una sencilla camisa de seda blanca, una corbata anudada al estilo conocido como «amor perdido» y botas altas negras. El traje indicaba que tenía buen gusto, pero que no era ningún petimetre.
– ¿Lord Dunham? -Se había acercado a Jared con la mano tendida-. Soy Adrián Swynford. Su nota decía que Amanda está camino de Inglaterra. ¿Por qué no ha venido con usted?
– Porque yo prohibí el viaje-respondió Jared, mientras le estrechaba la mano-. Pero mi esposa… ¿recuerda a Miranda?… me desobedeció y salió corriendo con su madre y su hermana en cuanto le dejé el camino libre. ¿Jerez?
– ¡Santo Dios! -exclamó Adrián Swynford, quien se dejó caer en una silla.
– ¿Jerez? -repitió Jared, ofreciéndole una copa del ambarino líquido.
– ¡Sí! ¡Sí, gracias, señor! -Adrián cogió la copa, bebió un sorbo, inclinado hacia delante, preguntó con ansiedad-: ¿Tiene alguna objeción acerca de mí como marido de Amanda?
Jared se sentó en el sillón de brocado frente a su invitado.
– En absoluto. Durante meses, mi esposa y su madre han estado cantándome sus alabanzas y Amanda ha sido muy franca respecto a sus sentimientos. Yo no prohibí su matrimonio, pero no quería que las mujeres cruzaran el Atlántico debido al desagradable clima político reinante entre nuestros países. Sin embargo, Miranda estaba decidida a que la boda no se retrasara y en mi ausencia arregló su pasaje en un barco inglés de los que burlan el bloqueo.
– ¡Dios mío! -exclamó lord Swynford-. ¡Qué irresponsable! ¡Qué locura! ¿Acaso Miranda ignora el tipo de hombres que se dedican a burlar el bloqueo?
Jared esbozó una sonrisa triste.
– Debo confesar que yo también lo he hecho. No obstante, estoy de acuerdo con usted. La ingenuidad de mi mujer es asombrosa. Afortunadamente, el capitán de su barco es Christopher Edmund, el marqués de Wye. Tengo entendido que su hermano mayor fue también un pretendiente de Amanda. Supongo por tanto que están relativamente seguras.
– Si salió usted después que Amanda, ¿cómo puede haber llegado antes que ellas?
– Mi yate es más marinero y más rápido.
– Y usted muy determinado, ¿eh, milord? -observó Adrián Swynford, riendo.
– Mucho más que determinado -aseguró Jared a media voz-. Puesto que vamos a ser cuñados, espero que me llames Jared y yo te llame Adrián. Ahora, antes de que mi cocinero sufra un ataque, entremos a cenar.
El lord inglés de veinte años y el americano de treinta se hicieron amigos. Adrián Swynford comprendió que tenia un gran aliado contra su menuda pero formidable madre cuando al día siguiente la dama miró a través de sus impertinentes al advenedizo americano y se encontró encantada con él, pese a su predisposición en contra.
– Sus modales son impecables y es extraordinariamente distinguido -confesó a una amiga.
– Como americano, querrás decir -fue la gélida respuesta.
– Como cualquier auténtico caballero -declaró la viuda lady Swynford.
Tres días después de su cita, ambos caballeros se encontraban en el muelle, batido por la lluvia, de la West India Company, contemplando cómo colocaban la pasarela del Seahorse. El capitán apareció en lo alto llevando a Miranda del brazo. Tras él venían Dorothea y Amanda. Mientras bajaban por la escala. Miranda observó alegremente:
– Vaya, Kit, ¿cómo podremos agradecerle que nos haya traído tan de prisa y a salvo? Le estaré eternamente agradecida.
– Ha sido un placer tenerla a bordo, señora, pero si realmente quiere agradecérmelo con un beso, me sentiré feliz.
Habían llegado al pie de la escala.
– ¡Cielos, señor, es usted muy atrevido! -protestó Miranda, pero sonreía. Luego le dio un rápido beso en la mejilla-. Ahí tiene, k.k.
– Ha sido usted bien recompensado, señor -dijo Jared, quien salió del porche del almacén-. Bienvenida a Londres, señora.
– Jared! -La expresión de total sorpresa fue su recompensa. No esperaba volver a tener jamás semejante ventaja.
– ¡Amanda! -gritó el compañero de Jared.
– ¡Adrián! ¡Oh, Adrián! -Amanda se echó en los brazos de su prometido y fue ampliamente besada.
– Gracias a Dios que estás aquí, Jared -suspiró Dorothea-. Tal vez ahora puedas hacer que Miranda entre en razón.
– ¿Qué quieres que diga, Doro? Ya ha conseguido su objetivo.
– Se volvió a mirar a su esposa. A Miranda el corazón se le había desbocado y la fiera mirada verde de Jared la retenía cautiva-. ¿ Pensabas en serio lo que me escribiste? -le preguntó él con voz profunda, intensa.
– Sí -respondió Miranda en voz baja.
Lentamente, Jared se llevó la enguantada mano de Miranda hasta los labios y la besó.
– Seguiremos hablando, mi amor.
– Sí, milord -murmuró Miranda, preguntándose si su esposo estaría muy enfadado con ella. Consciente de su propio amor, quería complacerlo y había madurado lo suficiente para darse cuenta de que podía hacerlo sin perder nada de su personalidad. Era una delicia estar de nuevo con él.
– Miranda, cariño, creo que deberías presentarme al capitán Edmund -sugirió Jared cuando la vio salir de su ensueño.
– Kit, permítame presentarle a mi marido, Jared Dunham, lord de Wyndsong Manor. Jared, el capitán Christopher Edmund, marqués de Wye.
Mientras se estrechaban las manos, Kit observó;
– Se me dio a entender que la urgencia de sus asuntos le impedía estar en Inglaterra, milord.
Una sonrisa distendió los labios de Jared. Era evidente que el joven creía estar enamorado de Miranda. Indudablemente, había tenido la intención de acompañarla durante su estancia en Londres en ausencia de su marido.
– Pude dar fin a mi trabajo antes de lo que esperaba -respondió tranquilo-. Tengo una gran deuda con usted, milord, por traerme a las damas sanas y salvas. Espero que pronto nos honre con su presencia en una cena. Y, por supuesto, también contamos con usted en la boda.
– Gracias, señor. Fue un honor tener a Mir… a lady Dunham, y a su familia a bordo. -Luego se volvió a los demás-. Señoras, milord, servidor de ustedes. Ahora debo ocuparme de mi barco.
– Yo también quiero expresar mi agradecimiento, Edmund -intervino Adrián-. Le debo un favor que jamás podré pagarle. -Y sonrió feliz a la carita radiante de Amanda.
Kit devolvió la sonrisa a los enamorados.
– Me siento más que pagado viéndoles reunidos. -Luego, después de inclinarse elegantemente ante el grupo, regresó a su barco.
– He traído el coche -anunció Jared, quien ofreció el brazo a su mujer y a su suegra-. ¿Dónde está el equipaje?
– Llevamos muy poco -contestó Miranda-. No había sitio a bordo para equipajes. Además, antes de irnos de Londres ya habíamos encargado el ajuar de Amanda a madame Charpentier. Ahora sólo tenemos que pedirle a madame que se lo mande.
Jared sonrió.
– Amanda no puede estrenar el ajuar antes de la boda. Ni tú ni Dorothea debéis dejaros ver en sociedad con ropa pasada de moda. Sugiero que cuando madame Charpenner venga a entregar lo de Mandy, os tome las medidas para proporcionaros ropas adecuadas para Londres.
– Pero ¿acaso no vamos a volver a Wyndsong inmediatamente después de la boda?
– Tengo trabajo aquí, querida, y no lo habré terminado para entonces. Puesto que te has esforzado tanto para llegar a Inglaterra, bueno será que disfrutes de ella. Además -y ahí bajó la voz- no sé si resultará tan fácil volver a casa.
– ¿Acaso no tenemos el Dream Witch? -preguntó en el mismo tono.
– Los ingleses podrían requisarlo, así como todas las propiedades americanas, si la situación entre nuestros dos países se agravara. Esa fue otra de las razones para dudar en emprender el viaje.
– ¡Me alegro de haber venido! ¿Te das cuenta de lo feliz que es Amanda?
– Claro que sí, pero todavía no estás perdonada por desobedecerme, fierecilla. Luego hablaremos de esto.
La carroza era de color negro y marfil, con terciopelo dorado para el pescante, tirada por dos magníficos tordos. Dos lacayos, de librea blanca y verde, ayudaban a un marinero a cargar el equipaje en el cofre situado debajo del asiento del cochero. Al acercarse Jared, uno de los lacayos abrió la puerta de la carroza y tiró de la escalerilla.
– Nos sentaremos de espaldas al cochero -dijo Adrián, quien ayudaba a subir a Amanda.
Jared ayudó a Dorothea, luego a Miranda y por fin subió cerrando la portezuela tras él. La carroza arrancó, alejándose a paso moderado del muelle de la West India Company para incorporarse al tráfico de Londres.
– Nunca había sentido tanto alivio de verme en tierra firme -comentó Dorothea.
– ¿Fue mala la travesía? Yo no encontré mal tiempo con el Dream Witch -comentó Jared.
– El tiempo fue inesperadamente bueno. A decir verdad, nunca había tenido una travesía tan buena. Pero viví aterrorizada por si nos cogían los franceses o nos detenía un patrullero americano. -Suspiró profundamente-. ¿ Cómo podíamos, querido Jared, explicar nuestra presencia en un barco inglés a nuestros compatriotas americanos? Me estremezco con sólo imaginarlo. Luego, cuando decidí que estábamos a salvo de nuestra gente, me preocuparon los piraras bereberes.
– Los piratas bereberes no suelen atacar barcos ingleses. Doro.
– ¡Tonterías! ¡Son salvajes! Los marineros a bordo del Seahorse dijeron que a los turcos les gustan las rubias. Piensa que podíamos haber terminado todas en un harén. Gracias a Dios que estamos a salvo aquí, pese a la cabezonería de Miranda. -Volvió a suspirar y se recostó contra el blando respaldo de terciopelo dorado-. Estoy completamente agotada. Voy a dormir tres días seguidos. -Cerró los ojos y a los pocos minutos roncaba dulcemente.
En el asiento opuesto, Amanda rió y se arrimó a Adrián.
– Casi creo que mamá lamenta haber llegado sana y salva.
– Sin embargo, corristeis un gran riesgo -declaró gravemente Adrián.
– Si mi hermana no hubiera sido lo suficientemente atrevida para correr este peligro, no estaría aquí contigo, ahora -replicó Amanda y Jared alzó una ceja, divertido. El gatito tenia garras.
– Si te hubiera perdido… -empezó lord Swynford.
– Pero no me has perdido. Ahora, por favor, vuélveme a besar, Adrián, He añorado ser besada estos últimos meses.
Lord Swynford cumplió encantado la petición de su novia y Jared se volvió a su esposa y la obligó a mirarle. Sus ojos verde mar le contemplaron cautelosamente.
– He pasado las últimas semanas preguntándome si matarte o besarte cuando volviéramos a encontrarnos. Adrián tiene razón. Corristeis un gran riesgo.
– No hubiera subido a bordo del Seahorse de no haber estado convencida de que Kit era un capitán digno de confianza -explicó en voz baja.
– Habrías embarcado con el propio diablo para traer a Amanda, mi amor, y ambos lo sabemos. -Miranda tuvo la sensatez de ruborizarse, porque era cierto. Jared continuó-: ¿Serás tan leal conmigo como lo has sido para con tu hermana, Miranda? -La joven apenas tuvo tiempo de murmurar un asentimiento antes de que Jared la besara apasionadamente, quemándola con sus labios. Chupó atrevida el terciopelo de su lengua y él entonces la atrajo brutalmente sobre sus rodillas, mientras con las manos buscaba los senos perfectos.
– Jared! -exclamó, enloquecida-. Aquí no, ¡milord!
La mordió en el cuello con ternura y respondió bruscamente:
– Tu madre está durmiendo y Amanda y Adrián están mucho más entretenidos que nosotros, milady. -Después de soltar las cintas de su sombrero, se lo arrancó y lo dejó a un lado. Enredó los dedos en su cabello oro pálido, sacó las horquillas, y lo dejó caer alrededor de ellos como una cortina-. ¡Oh, fierecilla, si algo te hubiera ocurrido…! -Su boca encontró de nuevo la de Miranda, aplastándole los labios dulces y complacientes.
La carroza se detuvo bruscamente y las dos parejas abrazadas se separaron, ruborizadas, jadeantes. Adrián bajó la ventanilla y miró al exterior.
– ¡Vaya! Es la carroza del príncipe y avanza despacio a fin de que la gente pueda admirarlo.
– Di a Smythe que tome por una calle lateral -respondió Jared-.No es necesario que recorramos Londres. Además -añadió frunciendo con ferocidad sus negras cejas, lo cual hizo reír a ambas hermanas-, de pronto estoy impaciente por llegar a casa.
– Y yo impaciente por contraer matrimonio -afirmó Adrián, riendo.
– Deberíais avergonzaros -les reconvino Miranda con fingida severidad, mientras se recogía de nuevo el cabello en un moño.
– Esta pareja está como una cabra -observó Amanda con inocencia.
Se hizo un silencio escandalizado seguido de carcajadas.
– Mi joven cuñada, como tutor estoy fuertemente tentado de darte una paliza. Tu modo de expresarte es vergonzoso. No obstante, como en mi caso tienes toda la razón y sospecho que también en el de Adrián, no estaría bien que te castigara por tener razón y decir la verdad.
– Me esforzaré por tener más tacto, en el futuro -prometió Amanda. Sus ojos azules brillaban de alegría.
– Está bien -respondió Jared, divertido.
– ¿Adonde vamos? -preguntó Miranda.
– A mi casa -respondió Jared-. Está en una plazuela cerca de Green Park. ¿Dónde pensabas ir? ¿A un hotel?
– Pensábamos ir a casa de sir Francis Dunham. Sabía que tenías una casa en Londres, pero nunca me dijiste dónde y tampoco sabía si la mantenías con servicio o la alquilabas.
– Decididamente, eres una viajera poco organizada, fierecilla.
– Bueno, salimos con cierta precipitación.
– En efecto, y ¿qué disposiciones tomaste para el buen funcionamiento de Wyndsong?
– Pensé que volverías a casa, Jared, pero así y todo, Peter Moore, el capataz de la finca es capaz de dirigir la granja y ocuparse de los caballos. Le dije que continuara como hacía mi padre a menos que tú le dieras otras instrucciones. ¿Tenías tanta prisa por alcanzarme, milord, que te hiciste a la mar y te olvidaste de Wyndsong?
– No me provoques, señora, porque mi venganza será terrible.
– Empieza ya, milord. Estoy lista para luchar contigo -lo desafió. Su mirada lanzaba destellos.
«Válgame Dios -pensó Amanda, mientras se acurrucaba junto a Adrián-. Prefiero mi amor tranquilo. Son ambos tan fuertes, ¡tan salvajes!»
La carroza llegó a una pequeña plaza a una manzana del parque. Había sólo ocho casas alrededor de Devon Square, y en el centro se había sembrado un pequeño jardín en miniatura con sus castaños en cada esquina. Un caminillo de grava, en forma de cruz, partía el área en cuatro sectores de césped bordeado de macizos de alegres flores. En el centro de la cruz cantaba una fuente de bronce verdoso en forma de niño, de la que surgía una columna de agua. Había cambien cuatro bancos de mármol blanco, curvos, de estilo clásico, rodeando la fuente.
Las casas eran todas de ladrillo rojo descolorido por el tiempo, con tejados de pizarra gris oscuro y altos remates de mármol blanco.
La carroza de los Dunham se detuvo delante de una casa, en el lado este de la plaza, y los dos lacayos saltaron de la parte trasera de la carroza y se apresuraron a abrir la puerta del lado de la calle. De la casa salieron otros dos lacayos para entrar el equipaje.
Dorothea despertó sobresaltada.
– ¿Do… dónde estamos?
– Estamos en nuestra casa de Londres, mamá -la tranquilizó Miranda-. Dentro de unos instantes estarás dentro de un baño calentito y te prepararemos una tetera de té de China negro. Te calmará el dolor de cabeza. -Alcanzó su gorro y se lo anudó.
Los caballeros acompañaron a las damas a los peldaños que daban entrada a la casa. Con gran sorpresa de Miranda, codo el servicio estaba reunido. No estaba acostumbrada a tanta ceremonia, pero esto era Inglaterra, no América. Levantó la barbilla. Sintiendo la cálida presión de la mano de Jared en su brazo, Miranda se sintió fortalecida.
Roger Bramwell se adelantó.
– Miranda, te presento a mi secretario, Roger Bramwell. Se ocupa de todos mis asuntos en Inglaterra. Roger, mi esposa.
Miranda fue a estrecharle la mano, pero él la enderezó con habilidad y se la besó al estilo europeo,
– Milady, es un placer darle la bienvenida a Londres.
– Gracias, señor Bramwell -respondió, retirando la mano.
– Permítame presentarle al resto del personal. Simpson, el mayordomo.
– Simpson.
– Bienvenida, milady -saludó Simpson, un hombre alto, fuerte y digno.
– La señora Dart, el ama de llaves.
– Estamos encantados de tenerla con nosotros, milady -saludó la señora Dart, tan menuda como corpulento era el mayordomo, y de rostro agradable.
– Gracias, señora Dart.
– He aquí el tesoro de la casa, milady… La señora Poulmey, la cocinera.
– Je, je -rió aquella mujer redondita, de mejillas coloradas, bailándole la papada. Después inició una reverencia-. Encantada de servirla, milady.
– Confiaré mucho en usted, señora Poultney.
– El ayuda de cámara de milord, Mitchum.
Miranda saludó a aquel hombre alto y escuálido.
– Y ésta es Perkins, milady. La he elegido como doncella personal. Sus referencias son excelentes.
– Estoy segura de ello. Sé que nos llevaremos muy bien -dijo a la doncella, quien esbozó una bonita reverencia. Bien, se dijo Miranda, ésta es una mema-. Señor Bramwell, necesitaré a alguien que se ocupe de mamá y Amanda mientras estemos aquí.
– Me ocuparé de ello, milady.
El resto del servicio fue presentado rápidamente: Smythe, el cochero, los cuatro lacayos, las dos camareras, las doncellas, la lavandera, el joven Walker el pequeño botones de Jared, los dos caballerizos, la pinche y el chico para todo.
– Hemos preparado la habitación rosa para la señorita Amanda, milady, y la de tapices para la señora Dunham -explicó el ama de llaves a Miranda.
– Muy bien, señora Dart. ¿Querrá ocuparse de que se preparen los baños en las habitaciones? También necesitaré una tetera de té negro, de China, si lo hay, para mamá. En cuanto me haya bañado me gustaría ver los menús para hoy, y cal vez una de las doncellas de la casa podría ocuparse hoy de mi madre y de mi hermana, hasta que encontremos a alguien para ellas.
– Sí, milady. -La señora Dart quedó impresionada por la rápida autoridad de Miranda-. ¡Violet! -llamó a una de las doncellas-. Acompaña a las señoras a sus habitaciones.
– Naturalmente, cenarás con nosotros, Adrián -invitó Miranda.
Asintió y ella se dispuso a seguir a su madre y hermana por la gran escalera de roble.
– Milady -llamó Jared.
– ¿Milord?
– Subiré al instante.
– Estaré esperando.
El servicio volvió a sus obligaciones y a sus comentarios acerca de la nueva señora. Los caballeros pasaron a la sala de estar, donde les sirvieron café.
– He conseguido los vales necesarios para que las señoras puedan ir a Almack's -explicó Roger a Jared y Adrián-. La princesa De Lleven y lady Cowper mandan sus saludos. Dicen que, al casarse, ha roto la mitad de los corazones de Londres. También dicen que no recuerdan a su esposa de la temporada pasada. Se acuerdan de la señorita Amanda, pero no de su hermana. Aseguran que están impacientes por conocer a Lady Dunham.
– No me cabe la menor duda -rió Jared-. Espero que hayan logrado disimular su impaciencia.
Roger contuvo la risa.
– No mucho. La mayoría especulaba acerca de cómo reaccionaría lady Gillian Abbott ante la llegada de usted y su esposa.
– ¡No me digas! ¿Te liaste con Gillian Abbott? -exclamó Adrián-. Es más que un poco lanzada, pero al viejo lord Abbott le trae sin cuidado lo que haga con tal de que sea discreta y no produzca bastardos.
– Lady Abbott y yo éramos amigos. No estaba en posición de ofrecer otra cosa que amistad, y yo, por supuesto, no tenía intención de ofrecerle nada más, ni siquiera en otras circunstancias.
– Claro que no, Jared. Incluso antes de casarse con el viejo Abbott no era un gran partido. Lo único que tiene es su gran belleza. El viejo rondaba los ochenta cuando se casaron, hace tres años. No creí que durara tanto.
Para cambiar discretamente de tema, Roger Bramwell explicó:
– Tienes varias invitaciones, Jared. Sir Francis Dunham y su esposa, lady Swynford,!a duquesa viuda de Worcester. Envié tu aceptación para esas tres. En cuanto a las demás, deberás mirarlas y decidir por tu cuenta.
– Nada que sea inmediato, Bramwell. Las señoras aún no tienen ropa adecuada. A propósito, quiero que mandes uno de los lacayos a casa de madame Charpentier para decirle que la señorita Amanda Dunham ya está aquí. Necesitaremos que envíe el ajuar de Amanda y que venga a tomar medidas para mi esposa y su madre para un vestuario completo. También la señorita Amanda va a necesitar algo para vestirse antes de la boda. Que mande la factura de lo que ya tenga terminado y hazle un depósito para lo que tendrá que hacer aún. Esto la hará venir corriendo. Ahora, caballeros, tengo algo que discutir con mi esposa. Les veré por la noche. Adrián… -Se inclinó y salió de la estancia.
Miranda estaba explorando embelesada su alcoba. Decorada en terciopelo turquesa y raso crema, tenía el mobiliario de precioso estilo Chippendale, en caoba. La alfombra era china, de gruesa lana azul turquesa con un dibujo geométrico en color crema. Las dos grandes ventanas de la alcoba daban al jardín, que se encontraba lleno de flores de todos los colores. La chimenea tenía una preciosa repisa georgiana que sostenía dos exquisitos jarrones de Sévres, blanco y rosa, a cada extremo, y un reloj también de porcelana de Sévres en el centro. Sobre una mesita redonda junto a la ventana había un gran cuenco de cristal de Waterford lleno de rosas blancas y rosas.
– ¿Le preparo el baño, milady? -preguntó Perkins.
– Oh, sí, por favor. No me he bañado en agua dulce desde hace casi seis semanas. ¿Hay aceite de baño en la casa? No, deja, tengo un poco en el maletín. Es el que preparan para mí. -Se sentó en una butaca junto a la ventana y esperó.
Perkins se movió por la habitación deshaciendo el equipaje de Miranda, colocando sus cepillos de plata en el tocador, protestando de cómo venía la ropa salida del baúl, arrugada, dirigiendo con firmeza y autoridad a los lacayos que subían la gran bañera de porcelana y varios cubos de agua caliente. Era tan alta como su nueva señora, de huesos grandes, mientras que Miranda era fina y esbelta. Llevaba el cabello castaño trenzado y enmarcando su rostro redondo. Era una cara dulce, de grandes ojos grises, una boca grande y nariz respingona. Vestía un sencillo traje de lana gris, largo hasta el tobillo, con cuello y puños de un blanco resplandeciente. Echó a los lacayos, cerró decidida la puerta de la alcoba y, después de tomar con cuidado el precioso aceite para el baño de Miranda, echó un chorro generoso en la bañera, no sin fijarse en la etiqueta londinense del pequeño frasco.
– Enviaré a uno de los hombres a la farmacia del señor Carruther mañana mismo, milady, y pediré más. Es perfume de alelí, ¿verdad?
– Sí. Tienes buen olfato, Perkins.
Perkins la miró con su sonrisa contagiosa.
– Es normal, milady. Mi familia cultiva flores para vender en las afueras de Londres. Levántese ahora y deje que le quite estas ropas sucias del viaje. -Al instante tuvo a Miranda desnuda y dentro de la bañera-. Ahora relájese, milady, mientras llevo todo esto a la lavandería. No tardaré ni dos minutos. -Acto seguido desapareció. Miranda suspiró agradecida ante el lujo de la intimidad y de aquel baño caliente. Durante el viaje sólo podían bañarse con agua de mar y nunca desnudas en una bañera. Sus baños eran lo que mamá calificaba de «limpieza de pajarito», y el agua salada fría las dejaba más pegajosas que limpias.
Miranda sintió que todo su cuerpo se relajaba y sin siquiera abrir los ojos se frotó los hombros con el agua perfumada.
– Casi puedo oírte ronronear, fierecilla -la voz profunda parecía divertida.
– Es que estoy ronroneando -respondió sin abrir los ojos.
– Compones una imagen preciosa, milady. Lo único que lamento es que la bañera sea demasiado reducida para los dos. Prefiero las viejas y grandes tinas de madera donde caben dos personas cómodamente.
– No sé por qué, me parece que no pensabas precisamente en un baño, milord.
– ¿De veras?
– De veras.
– ¡Dímelo! -Abandonó el tono zumbón y su voz enronqueció de pronto.
– ¿Decir qué?
– ¡Dímelo, maldita sea!
Miranda abrió sus ojos verde mar y lo miró de hito en hito. Los ojos verde oscuro de él brillaban con luces doradas. Percibió la violencia apenas reprimida.
– Te amo, Jared -dijo claramente-. ¡Te amo!
Jared se inclinó y la sacó chorreante de la bañera. La estrechó contra su duro cuerpo y su boca se cerró salvajemente sobre la de Miranda que le devolvió el beso con la misma pasión, apartando finalmente la cabeza para respirar.
– ¡Dilo tú! -ordenó Miranda.
– ¿Decir qué?
– Dilo, ¡maldita sea!
– ¡Te amo, Miranda! ¡Dios Santo, cómo te amo!
La puerta se abrió de repente.
– ¡Ya estoy de vuelta, milady! ¡Ohhh! ¡Oh, milady! Le ruego que me perdone. Yo… yo…
Tranquilamente, Jared devolvió a Miranda a la bañera. La joven estaba muerta de risa.
– Acaba de ayudar a tu señora, Perky. Sólo he venido a decirle que la modista no tardará en llegar. -Se volvió y Perkins abrió unos ojos como platos porque Jared estaba empapado hasta las rodillas-.Me reuniré contigo cuando llegue madame Charpentier, querida.-Con estas palabras cruzó la puerta de comunicación entre ambas alcobas.
– ¿Quieres lavarme el pelo, por favor, Perkins? Realmente está muy sucio-murmuró Miranda-. ¿Cómo te ha llamado mi marido? ¿Perky? Es delicioso y te sienta muy bien. Eres demasiado joven para ser Perkins. Este nombre corresponde a una anciana de pelo blanco, lisa como una tabla. -La doncella se echó a reír, ya más recuperada de la impresión-. Voy a llamarte Perky -declaró Miranda, decidida.
Una hora después, el cabello de Miranda estaba casi seco y se sentía deliciosamente limpia. Llamaron a la puerta y una doncella fue a abrirla para que entrara madame Charpentier y sus dos aprendices. Era una mujer alta, seca, de edad indeterminada, siempre vestida de negro, pero la más buscada y apreciada de las modistas de Londres. Mirando apreciativa a la joven, dijo:
– Señorita Dunham, encantada de volverla a ver.
– Es lady Dunham -corrigió Jared plácidamente, entrando detrás de madame Charpentier.
La modista lo ignoró. Hacía tiempo que había decidido que los maridos contaban poco, sólo servían para pagar las facturas.
– ¡Clarice! ¡El metro! -ordenó a una ayudante y empezó sin más dilación a medir a Miranda- No ha cambiado, señorita Dunham. Sus medidas son las mismas. Utilizaremos los mismos colores de la temporada pasada: rosa pálido, azules y verdes.
– ¡No! -declaró Jared con firmeza.
– ¿Monsieur?
– No está usted vistiendo a la señorita Amanda, madame Charpentier. Mi esposa es completamente distinta de su hermana. Los colores pálidos no la favorecen.
– ¡Monsieur, es la moda!
– Los Dunham de Wyndsong dictan su propia moda, madame Charpentier. ¿Es usted capaz de hacerse cargo? Quizá debería pedir a Simone Arnaude que vistiera a mi esposa.
– ¡Monsieur! -La esquelética modista pareció una gallina ofendida, y ambas ayudantes ratoniles palidecieron, jadeando.
– ¡Fíjese en lady Miranda Dunham, madame! -Una mano elegante levantó la cabellera y la dejó resbalar entre sus dedos-. El cabello platino, los ojos verde mar, la tez como de rosas silvestres y crema. Toda ella es exquisita, pero vístala de tonos pálidos a la moda de hoy y se verá apagada. ¡Quiero color! ¡Turquesa, borgoña, granate, esmeralda, zafiro, negro!
– ¿Negro, monsieur?
– Negro, madame. Este próximo miércoles iremos a Almack's y quiero que el traje de mi mujer sea de seda negra para realzar no solamente su tez, sino los diamantes que lucirá.
– ¡Negro! -musitó la modista-. Negro-Miró largo y tendido a Miranda, haciéndola ruborizarse. Luego una nota de respeto se percibió en su voz al asentir-. Milord Dunham tiene razón, y yo no soy aún demasiado vieja para aprender. Milady estará ravissante, ¡se lo prometo! Conque Simone Arnaud, ¡vaya! Vamos, Clarice, Marie.
– Después de recoger las cintas métricas y los alfileteros, salió majestuosamente de la estancia seguida de sus dos ayudantes.
– ¿Qué diamantes? -preguntó Miranda.
– Perky, fuera. No vuelva hasta que la llame.
– ¡Sí, milord! -exclamó Perkins, riéndose mientras salía.
– ¿Qué diamantes? -repitió Miranda.
– Los que voy a comprarte mañana. ¡Métete en la cama!
– ¿Con la ropa interior? -preguntó zumbona.
Tranquilamente le arrancó la camisa y tiró ambas mitades al suelo. Con la misma tranquilidad, Miranda le arrancó la de él, dejando ambos trozos junto a los de su camisa. Pero cuando sus manos se tendieron hacia la cintura de sus pantalones, él se las cogió.
– Oh, no, milady. Tengo muchas camisas, pero con todos los sastres de Londres ocupados y los tejidos decentes carísimos…
Se desabrochó la prenda mencionada y se la quitó. Luego, en un rápido movimiento levantó a Miranda del suelo y se la llevó a la cama adornada de crema y turquesa. Sujetándola con un brazo, apartó la colcha y la depositó dulcemente. Permaneció un momento junto a la cama, contemplándola y bebiendo la perfección de su magnífico cuerpo. Los senos pequeños perfectamente formados, la cintura fina y exquisitamente moldeada, las piernas largas y esbeltas. Jared sufría, no simplemente de deseo sino con otra especie de ansia, un ansia tan elusiva que ni siquiera podía darle un nombre. Miranda le tendió los brazos y con un gemido apagado Jared enlazó su cuerpo al de ella. Sus bocas se unieron, dulce, tiernamente, pero la estrechaba con tal fuerza que la joven apenas podía respirar.
– ¡Oh, fierecilla, cuánto te amo! -murmuró, vencido-. Debes de ser una brujita para tejer semejante red de encanto a mí alrededor. Soy un loco confesándote mi debilidad por ti, pero sospecho que has sabido desde el principio que te amaba. -Su mano fuerte y bronceada le acarició el cabello.
– No lo adiviné, Jared -le respondió con dulzura-. ¿Cómo podía ser? Estaba demasiado preocupada en mí misma para verte realmente. La noche antes de que saliéramos de Wyndsong permanecí despierta, en la oscuridad, escuchando el viento entre los robles. Por primera vez me enfrenté con la gravedad de la decisión que tomaba al zarpar hacia Inglaterra. Fue solamente entonces cuando me di cuenta de que te amaba y te necesitaba; de que sin ti y sin tu amor yo sólo era una mitad incompleta. ¡Te quiero, cariño! Confío en que la red que he tejido a tu alrededor sea realmente mágica. Si lo es, ¡nunca se romperá! -Tomó entre sus manos la oscura cabeza, la atrajo hacia sí y le besó los párpados, la boca, los pómulos prominentes-. ¡Ámame, mi vida! ¡Oh, ámame por favor! -murmuró dulcemente a su oído, provocándole una llamarada de deseo.
Estaba apresada entre sus poderosos muslos, Jared acariciaba hábilmente su carne ardiente. Miranda atrajo la cabeza de su esposo sobre sus senos, murmurando: «¡Por favor! A Jared le encantó que se sintiera cómoda con él, lo bastante para indicarle lo que le gustaba. Cerró la boca sobre un pezón erguido y rosado, y eso la hizo gritar. Chupó primero un seno dulcemente redondeado y después el otro. Dejó que sus labios resbalaran hacia abajo, a la gruta musgosa entre las piernas, curiosamente oscura en contraste con su cabello platino.
Miranda estaba algo más que asustada, como se advertía por el pulso agitado de su cuello. Pero se dejó amar como él deseaba desesperadamente. La suave lengua alcanzó la dulzura hasta entonces prohibida, provocándole casi un desvanecimiento. Su voz profunda la meció.
– Ah, fierecilla, eres tan hermosa como había sospechado…
Miranda sintió el calor de su propio rubor.
La pasión la acunaba y la alzaba muy por encima de! mundo de los simples mortales. Flotaba. Las manos de Jared se deslizaron por debajo de ella, alzándola de modo que su acometida fuera más profunda, y Miranda sintió que las lágrimas se le deslizaban por las mejillas cuando él la llenó con su enormidad, su calor. La besó y fue lamiéndole las lágrimas mientras su cuerpo se movía rítmicamente dentro de ella, dulce pero insistente, hasta llegar simultáneamente a la cima.
Su cuerpo grande y jadeante cubrió los estremecimientos del otro, esbelto, hasta que pasaron los espasmos. Entonces, de mala gana, se retiró de ella. Sin decir palabra tiró de los cobertores encima de ellos y la abrazó. Miranda suspiró feliz y poco después su respiración regular reveló que se había dormido. Qué digno de ella era aquella súbita declaración de su amor por él. Jared sonrió para sí a la luz del fuego. El reloj de porcelana de Sévres de la repisa de la chimenea dio las siete.
– Estás despierto -su voz tranquila lo sobresaltó.
– -Hum, hacía meses que no dormía tan bien -murmuró.
– ¡Yvo!
– Creo que vamos a tener que levantarnos. Miranda. No me preocupa el servicio, porque de todos modos chismorreará. Pero me temo que la pobre Doro se escandalizará si no aparecemos para la cena.
– Puede que sí -musitó Miranda, aunque luego se puso boca abajo y dejó correr los dedos sobre el pecho velludo, moviéndolos peligrosamente hacia abajo.
– ¡Señora! -refunfuñó Jared.
– ¿Decías? -Sus ojos verde mar estaban entornados, como los de un gato, y la caricia de las uñas provocaba a Jared estremecimientos en el espinazo. La agarró con fuerza por la muñeca.
– A cenar, señora. Tenemos invitados. ¿Recuerdas?
Miranda esbozó un mohín.
– ¡Gracias a Dios que mamá y Amanda van a casarse! ¡Y cuanto antes, mejor!
Jared soltó una carcajada. Salió de la cama y tiró de la campanilla.
– Haz prácticas de aplomo con Perky mientras yo llamo a Mitchum para que me ayude a bañarme y vestirme.
Era sábado por la noche, y la única aparición pública que hicieron los Dunham en el fin de semana fue ir temprano a la iglesia el domingo. El lunes, Jared Dunham desapareció por espacio de varias horas. Las damas se entretuvieron con las constantes pruebas en que madame Charpentier insistió, acompañada de sus dos nerviosas ayudantes y seis costureras, desde primera hora de la mañana y hasta última hora de la tarde. Miranda, compadecida de las jóvenes modistillas, medio muertas de hambre y exceso de trabajo cuando apenas habían salido de la infancia, ordenó a la cocinera que las alimentara bien e insistió en que descansaran en la habitación de servicio, vacía, del ático.
– Si cosen tan bien como comen, será usted la dama mejor vestida de Londres -comentó la cocinera a su señora.
– No quiero escatimarles nada -respondió Miranda-. Dos de esas pobres niñas tenían los ojos llenos de lágrimas cuando el lacayo se llevó la bandeja con los restos del té.
– Hambrientas o no, son muy afortunadas -declaró la señora Poultney.
– ¿Afortunadas?
– Sí, milady, afortunadas. Tienen un oficio y un empleo. Es más de lo que tienen muchas otras. No corren buenos tiempos, con los franchutes luchando sin parar. Hay mucha gente que se muere de hambre.
– Bueno -suspiró Miranda-, no puedo darles de comer a todos, pero puedo alimentar a las chicas de madame Charpentier mientras estén en casa.
– Voila! -exclamó madame a última hora del miércoles-. Está fini, milady, y aunque no me está bien decirlo, ¡es perfecto! Será la envidia de todas las mujeres esta noche en Almack's.
Miranda se contempló silenciosamente en el gran espejo y se quedó estupefacta ante su propia imagen. Dios mío, pensó, ¡soy hermosa! Su cintura debajo del pecho estaba ceñida por finas cintas de plata; el traje era exquisito.
Estaba hecho de varias capas de finísima seda pura, negra. Tenía manguitas cortas abullonadas y una larga falda estrecha bordada de minúsculas flores de diamantes. El escote de la espalda era profundo, el delantero aún más. Al fijarse en el color oscuro contra su carne, Miranda comprendió por qué lo había elegido Jared. Su piel resaltaba translúcida como las más finas perlas del océano Indico.
La tos discreta de la modista llamó la atención de Miranda.
– Estoy maravillada, madame Charpentier. El traje es magnífico.
La francesa se esponjó de placer.
– Los accesorios para este traje incluyen guantes largos de seda negra, rosas negras con hojas plateadas para el cabello y un pequeño manguito de plumas de cisne, negro también.
Miranda asintió distraída, todavía impresionada por la mujer del espejo. ¿Era ella realmente? ¿Miranda Dunham de Wyndsong Island? Se puso de perfil, levantó la barbilla y volvió a mirar la imagen del espejo. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios al empezar a acostumbrarse a la bella mujer vestida de negro con tez de porcelana, las mejillas arreboladas y los claros ojos color verde mar. «¡Dios Santo -se dijo-, esta noche voy a darles más de lo que esperan esas delicadas bellezas!»
A las nueve, los Dunham, lord Swynford y la viuda lady Swynford se reunieron en el vestíbulo de la mansión antes de salir hacia Almack's. Los caballeros estaban muy elegantes con sus calzones cortos hasta la rodilla. Amanda vestía deliciosamente de color azul celeste con un hilo de perlas perfectas rodeando su cuello. Se volvieron y se quedaron con la boca abierta cuando Amanda exclamó:
– ¡Oh, Miranda! ¡Estás estupenda!
– ¡Miranda! ¿Cómo se te ha ocurrido ponerte semejante traje? Es absolutamente impropio de una chica joven -observó Dorothea, secamente.
– Ya no soy una chica joven, mamá. Soy una mujer casada.
– Pero los tonos pastel están de moda ahora -protestó Dorothea-. El negro está pasado de moda.
– Entonces volveré a ponerlo de moda, mamá. ¡Milord! ¿Dónde están los diamantes que me prometiste?
Los ojos verde botella de Jared la recorrieron lentamente desde la punta de la cabeza oro pálido hasta el extremo de sus zapatos de cabritilla negra, entreteniéndose complacidos en sus senos cremosos, que surgían tal vez demasiado provocativos sobre la línea negra del profundo escote. Sus ojos se encontraron entonces en una mirada de íntimo conocimiento y, metiéndose una mano en el bolsillo, sacó un estuche plano de tafilete.
– Señora, yo siempre cumplo mis promesas -declaró al entregárselo.
Miranda abrió el estuche. Sus ojos se dilataron, pero no dijo palabra mientras contemplaba la cadena de pequeños diamantes con su medallón de brillantes en forma de corazón. Jared lo levantó de su nido de raso y se lo abrochó a Miranda alrededor del cuello. El corazón de brillantes caía exactamente por encima del hueco entre los senos.
– Tendrás que ponerte tú misma los pendientes, yo lo estropearía todo, milady.
– ¡Qué precioso es! -murmuró. Era como si no hubiera nadie más en la estancia con ellos. Se miraron intensamente a los ojos, sólo un instante, luego Miranda dijo-: ¡Gracias, milord!
Jared se inclinó y depositó un beso ardiente en el hombro casi desnudo de su esposa.
– Hablaremos de tu agradecimiento en privado, Miranda, un poco más tarde -le murmuró.
– Oh, cuánto deseo que tú también me compres diamantes cuando estemos casados -declaró Amanda con picardía.
– ¡Amanda, te estás volviendo tan indisciplinada como tu hermana! -protestó Dorothea-. Los diamantes no son apropiados para las jóvenes.
– Los diamantes son apropiados para las que tengan la suerte de tenerlos -replicó Amanda.
Los hombres rieron e incluso lady Swynford se permitió una ligera sonrisa antes de decir:
– ¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche discutiendo los méritos de las buenas joyas, o vamos a ir a Almack's? ¿Debo recordaros a todos que no nos dejarán entrar después de las once?
Llegaron a Almack's pasadas las diez y encontraron el baile en todo su apogeo, Almack's constaba de tres salones, uno para la cena, otro para recepción y un gran salón de baile donde se desarrollaba la mayor parte de las actividades. El salón de baile media unos treinta metros de largo por doce y pico de ancho y estaba pintado de un plácido tono crema. Estaba decorado con columnas y pilastras, medallones clásicos y espejos. Almack's presumía de la nueva iluminación de gas en arañas de cristal tallado. Alrededor del salón de baile había sillas doradas tapizadas de terciopelo azul claro, y maceteros con plantas. La orquesta estaba colocada en un balcón abierto sobre el salón. Era el lugar más elegante de Londres.
Esta noche las únicas damas patrocinadoras presentes eran lady Cowper y la princesa De Lieven. Miranda y Jared cruzaron el salón para ir a presentar sus respetos a las dos poderosas arbitros de la sociedad; ambos saludaron con elegancia, un hecho que todos notaron con aprobación.
– Vaya, Jared Dunham -exclamó lady Cowper-, veo que habéis vuelto en plena posesión de vuestra herencia y con esposa.
– En efecto, milady. Os presento a mi mujer, Miranda.
– Lady Dunham. -Lady Cowper se fijó en Miranda y sus ojos azules se dilataron-. ¡Ah, naturalmente' ¡La recuerdo bien! Es usted aquella muchachita feúcha, de lengua acerada, que empujó al idiota de lord Baresford a un estanque la temporada pasada.
– Trató de tomarse libertades, milady -respondió dulcemente Miranda.
– Hizo usted muy bien -asintió lady Cowper-. Bendita sea, no tiene nada de feúcha tampoco, ¿verdad? El traje es sencillamente maravilloso. Mucho más elegante que todos esos colorines de flor. Creo que vais a lanzar una nueva moda.
– Muchas gracias -respondió Miranda.
Hechas las demás presentaciones, los jóvenes salieron a bailar mientras las dos mamas cotilleaban. Emily Mary Cowper los contempló un instante, luego dijo a su amiga la princesa De Lieven, esposa del embajador de Rusia:
– La pequeña Dunham será una esposa perfecta para el joven Swynford. Además, tengo entendido que dispone de una pequeña fortuna.
– ¿Y qué le parece la esposa de nuestro Jared? -preguntó la princesa.
– Creo que si se hubiera vestido así la temporada pasada, habría conseguido un duque en lugar de un pequeño lord yanqui. Jamás he visto una luz mejor escondida debajo de un barril. Es una mujer bellísima. ¡Qué maravilla de cabello! ¡Qué ojos! ¡Qué tez tan perfecta!¡Y lo peor de todo es que es natural!
La princesa se echó a reír.
– Me encantaría conocerla mejor. Sospecho que es inteligente. No parece una joven sosa. Invitémosla a tomar el té.
– Sí, la invitaré mañana -respondió Lady Koper-. ¿Ha venido Gillian Abbot esta noche?
– Aún no. -La princesa rió de nuevo-. Se va a poner furiosa, ¿verdad? Tengo entendido que el viejo lord Abbott está en las últimas. Creo que ella había elegido a Jared Dunham como futuro marido. Después de todo, su reputación entre la alta sociedad es solo algo mejor que la de una cortesana. ¿Qué caballero con suficiente dinero para mantenerla iba a casarse con ella cuando tantas jóvenes de mejores familias y reputación intachable están disponibles?
– Bien, ojalá venga esta noche, porque me encantará ver el encuentro.
– ¡Dios del cielo! -exclamó la princesa-. ¡Emily Mary, debe de ser usted la agraciada de los dioses! ¡Mire! ¡Aquí viene!
Las dos patrocinadoras se volvieron a la entrada del salón, donde Gillian, lady Abbott, aparecía con tres acompañantes. No era muy alta, pero sí perfectamente proporcionada, con un cuello de cisne y pechos altos y prominentes. Tenía la tez de color marfil, cabello corto, rizado, cobrizo y ojos almendrados y ambarinos bordeados de largas pestañas negras. Su traje era de color rosa pálido y muy transparente, y lucía los famosos rubíes Abbott, enormes piedras en una grotesca montura de oro rojizo.
Convencida de que todos los asistentes la habían visto, lady Abbott entró en el salón seguida de sus acompañantes. Hizo una elegante pero breve reverencia a la condesa Cowper y a la princesa De Lieven.
– Señoras.
– Lady Abbott -murmuró lady Cowper-. ¿Cómo se encuentra nuestro querido lord Abbott? He oído decir que últimamente está muy decaído.
– Es cierto -fue la respuesta-, lo está. Pero se empeña en que me divierta. "Soy un viejo, pero tú eres joven y no debes preocuparte por mí, Gillian», me dijo. Está loco por mí. No quiero disgustarle, porque disfruta con los chismes que le traigo.
– Que suerte tiene usted -dijo la princesa con dulzura-. Déjeme que le proporcione un chisme. Jared Dunham ha vuelto a Londres, y ahora es lord Dunham por herencia.
– No lo sabía -exclamó lady Abbott.
– Está aquí esta noche -añadió lady Cowper-, con las dos hijas del viejo lord. La menor va a casarse con lord Swynford dentro de pocas semanas.
Lady Abbott se volvió bruscamente y echó una mirada al salón. Al descubrir a su presa, se dirigió hacia él.
– ¡Emily, no le has dicho que Jared está casado!
– ¡Vaya por Dios, se me ha olvidado! -exclamó lady Cowper inocentemente, con los ojos brillantes de curiosidad.
Gillian Abbott se arregló disimuladamente los rizos, ignorando a sus acompañantes, que salieron tras ella. El había vuelto y Horace estaba ya en su techo de muerte, pensó Gillian. Se imaginó como lady Dunham, satisfecha de sí, mientras sorteaba a los bailarines y recorría el salón en busca de Jared. ¿Cómo se llamaba su propiedad americana? ¿Windward? Algo parecido. Pero no importaba. No tenía intención de vivir en aquella tierra salvaje. Él poseía una buena casa en Londres y pensaba hacerle comprar una casa de campo. ¡Allí estaba! ¡Dios, reconocería esa espalda ancha y musculosa en cualquier parte!
– ¡Jared! -lo llamó con su voz grave y susurrante. Él se volvió- Jared, mi amor! ¡Has vuelto! -Se lanzó a sus brazos, agarrándole la cabeza para besarlo apasionadamente. ¡Ya! ¡Lo comprometería públicamente!, pensó triunfante.
Con una rapidez que no había anticipado, Gillian Abbott se encontró separada del abrazo que tan cuidadosamente había preparado, y apartada de él. Jared Dunham la contemplaba con aquella maldita expresión sardónica que siempre le había molestado tanto.
– Gillian, querida -le dijo-. Trate de reportarse.
– ¿No te alegras de volver a verme? -Hizo un mohín. Los mohines de Gillian habían enloquecido a muchos hombres.
– Estoy encantado de verla, lady Abbott. ¿Puedo presentarle a mi esposa, Miranda? Miranda, cariño, lady Abbott.
Gillian sintió que se helaba. No podía haberse casado, gritó para sí. ¿Qué sería de sus planes? Miró enfurecida a la alta y hermosa mujer vestida de negro de pie junto a Jared. ¡Sin impresionarse lo más mínimo, la belleza se atrevió a devolverle la mirada! Lady Abbott se esforzó por contenerse porque parecía como si todo el salón estuviera observando la escena. ¡Malditas Emily Cowper y Dariya Lieven, aquel par de cerdas!
– Le deseo felicidad, lady Dunham -logró balbucir.
– Estoy segura de ello -fue la clara respuesta.
Un estremecimiento contenido recorrió el salón.
Gillian sintió una rabia incandescente que la inundaba. ¿ Qué derecho tenía aquella estúpida señoritinga yanqui a hablarle de aquel modo?
– ¿Qué diablos te llevó a casarte con una americana, Jared? -su voz destilaba ácido.
En el salón las conversaciones decayeron. Aunque ingleses y americanos volvían a estar en guerra, ninguno de los dos países sentía animosidad hacia el otro. Era simplemente otra escaramuza en la, al parecer, interminable batalla entre padre e hijo. El insulto era, por consiguiente, fruto de la frustración de una mujer amargada; sin embargo, la gente bien reunida aquella noche en Almack's comprendió que si la joven lady Dunham no sabía recoger el reto lanzado por Gillian Abbott, quedaría socialmente marcada.
Miranda se irguió en toda su altura y miró desde su aristocrático rostro a lady Abbott.
– Quizá mi marido se casó conmigo porque sintió la necesidad de una verdadera mujer -espetó con imponente dulzura.
Gillian Abbot abrió la boca cuando el certero dardo dio en el blanco.
– Tú… tú… tú… -le espetó furiosa.
– ¿Americana? -ofreció alegremente Miranda. Luego se volvió a su marido-. ¿Me habías prometido este baile, milord?
Y como para darle la razón, la orquesta inició un alegre ritmo.
– Vaya, vaya, vaya -comentó lady Cowper, sonriendo a su amiga, la princesa De Lieven-. Al parecer este final de temporada no va a resultar aburrido, después de todo.
– Ha estado mal por su parte no decirle a Gillian Abbott que lord Dunham se había casado, Emily -la riñó la princesa. A continuación rió y añadió-: La joven americana es una elegante luchadora, ¿verdad? La pareja perfecta para Jared.
– Se conocieron en Berlín, ¿verdad, Dariya?
– Y también en San Petersburgo. -Bajó la voz-. En diversas ocasiones ha servido a ciertos intereses de su gobierno como embajador-correo-espía no oficial.
– Lo sabía.
– ¿Por qué estará en Londres?
– Por la boda de su cuñada, naturalmente. Se casará a últimos de junio.
– Tal vez -dijo la princesa de Lieven-. Pero apostaría a que hay algo más en esta visita. Inglaterra y América vuelven a estar al borde de la guerra gracias a las intrigas de Napoleón y al desconocimiento de la política europea por parte del presidente Madison. Jared ha apoyado siempre a aquellos que, en su gobierno, desean la paz con honor y prosperidad económica. América sólo medrará así. Es un país vasto y rico, y algún día será una potencia a tener en cuenta, Emily.
– Se lo preguntaré a Palmerston -comentó lady Cowper-. Él lo sabrá.
El baile tocaba a su fin y las parejas dejaron el salón en busca de refrescos, antes de sentarse. Amanda, aunque pronto se convertiría en lady Swynford, estaba rodeada de admiradores entre los que repartía sus bailes con delicioso encanto bajo la mirada adoradora de Adrian.
Sobre sillas de terciopelo y oro, la viuda lady Swynford y Dorotea conversaban enfrascadas acerca de planes para la boda y comentaban chismes.
A la penumbra de un palco privado, Miranda sorbía limonada tibia y pastel rancio, que constituían el refresco proporcionado por Almack's. Estaba furiosa y la actitud fría y divertida de su marido la ofendía. Cuando ya no pudo resistir aquel pesado silencio, estalló:
– ¿Fue tu amante?
– Por un tiempo.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– Mi querida fierecilla, ningún caballero habla de sus amantes con su esposa.
– ¿Esperaba que te casaras con ella?
– Esto era imposible por diversas razones. La dama ya está casada, y jamás le di la menor esperanza de otra cosa que una amistad breve. La relación terminó cuando dejé Londres el año pasado.
– Pues ella no parecía opinar lo mismo -protestó Miranda.
– ¿Estás celosa, fierecilla?
– Sí, maldita sea, lo estoy. ¡Si esa gata de ojos amarillos vuelve a acercarse a ti, le arrancaré los ojos!
– Ten cuidado, milady. No estás comportándote a la moda. Demostrar afecto por el marido se considera de mal gusto.
– Vámonos a casa -le susurró.
– Sólo hemos bailado una pieza. Me temo que causaremos un pequeño escándalo -replicó Jared.
– ¡Estupendo!
– Soy como cera en tus manos, milady. -Entornó los verdes ojos. La oscuridad del palco los ocultó cuando él la abrazó-. ¡Dímelo! -ordenó, rozándole los labios con un beso.
– ¡Te quiero! -murmuró.
Sus brazos volvieron a estrecharla.
– Nunca me cansaré de oírtelo decir, fierecilla -musitó entre dientes.
– ¡Dilo! -exigió ella ahora.
– Te quiero -respondió sin vacilar-. Te quiero como nunca he amado a nadie. Te quise desde el primer momento en que te vi y siempre te amaré, aunque seas la criatura más imprevisible e imposible que haya conocido.
– ¡Demonio! ¡Ya lo has estropeado! -Le golpeó el pecho mientras él se tambaleaba de risa.
– Ahora bien, fierecilla, te aconsejo que no te confíes demasiado-la reconvino burlón-. De ningún modo, no saldría bien.
E! acontecimiento máximo que cerró la temporada de 1812 fue la ceremonia de la boda entre Adrian Barón Swynford y la heredera americana señorita Amanda Dunham. La novia no solamente figuraba entre los «incomparables» del año, sino que según los rumores su renta anual ascendía a tres mil libras. Así pues, decían las cotillas y los enteradillos, no era de extrañar que la familia Swynford hubiera pasado por alto su lamentable nacionalidad.
La joven pareja había sido festejada durante varias semanas antes de su boda: la mayor de las fiestas, un baile que dieron Jared y Miranda dos noches antes de la ceremonia. Las invitaciones habían sido muy solicitadas, pero el mayor honor que se había concedido a la joven pareja fue la asistencia de George, príncipe regente, en persona.
El virtual gobernante de Inglaterra ahora que su padre, George III, había sido declarado loco, el príncipe regente… o Prinny, como lo llamaban todos.- no era ya tan popular como ames. Confirmado por el Parlamento para gobernar en lugar de su padre, había pedido a los lories que formaran gobierno, indisponiéndose con los whigs, que lo habían apoyado durante años y habían esperado gobernar colgados de sus faldones. Tampoco los lories sentían ninguna simpatía por Prinny, y la gente comente sólo veía sus excesos. Según ellos, comía demasiado cuando tantos morían de hambre. Malgastaba el dinero en mujeres, pinturas, muebles, casas y caballos. Su matrimonio era un escándalo visible, aunque en parte se redimía por lo mucho que adoraba a su única hija, la princesa Charlotte. El príncipe regente sólo se hallaba a sus anchas entre sus pares, porque les gustara o no, gozar del favor del príncipe significaba el pináculo del éxito social.
Llegó a Dunham House exactamente a las once, la noche del baile, acompañado de lady Jersey. Era un hombre alto, grueso, de cabello oscuro cuidadosamente peinado y ojos de un azul desvaído. Los ojos recorrieron, aprobadores, la dulce Amanda porque al príncipe regente le gustaban las mujeres llenitas y con hoyuelos. No obstante, se sintió curiosamente impresionado por su esbelta anfitriona, cuyos ojos verde mar armonizaban con su traje. El príncipe regente, que solamente había previsto quedarse media hora, se lo pasó tan bien que decidió seguir casi hasta el final, garantizando así el éxito de la velada.
La familia había esperado dedicar el día siguiente a recuperarse de la noche anterior y a descansar para la boda, que se celebraría a! Otro día, pero un visitante, a las diez de la mañana, llevó a toda la familia Dunham al salón principal, algunos a medio vestir.
– ¡Píeter! -chilló Dorothea, lanzándose alegremente a los brazos de un caballero alto, fuerte y rubicundo.
– Entonces, ¿todavía me amas? -murmuró ansiosamente el caballero.
– Pues claro que sí, tontito mío -respondió Dorothea, ruborizándose.
– ¡Bien! He conseguido una licencia especial para que podamos casarnos, ¡y pienso hacerlo hoy! -exclamó.
– ¡ Oh, Pieter!
Jared se adelantó.
– El señor Van Notelman, me figuro. Soy Jared Dunham, lord de Wyndsong. Le presento a mi esposa, Miranda, y a mi pupila, Amanda. Pieter van Notelman estrechó la mano tendida.
– Señor Dunham, perdonará mi comportamiento poco ortodoxo, pero recibí una nota de Dorothea diciéndome que, pese a las hostilidades entre Inglaterra y América, debía viajar a Londres para asistir a la boda de su hija. Francamente, me preocupó, así que arreglé que una prima fuera a cuidar de mis hijos y yo encontré un barco que zarpaba de Nueva York a Holanda. Desde Holanda logré que un pesquero me trajera a Inglaterra.
– Y, una vez aquí, consiguió inmediatamente una licencia especial-terminó Jared con los ojos brillantes, mientras llamaba al mayordomo.
– También tengo amigos aquí, milord.
– ¡Pero, Píeter, mañana es la boda de Amanda! No podemos casarnos hoy.
– ¿Por qué no? -preguntaron a coro las gemelas.
– Debemos casarnos hoy, Dorothea. He encargado un pasaje en un barco de la Compañía de Indias que zarpa mañana por la noche para las Barbados. Desde allí conseguiremos un barco americano y estaremos en casa antes de que termine et verano. No puedo dejar tanto tiempo a los niños, y no debería haber permitido que otras personas se ocupen de Highlands.
La puerta del salón se abrió y entró el mayordomo.
– ¿Señor? -preguntó a Jared.
– Envíe inmediatamente un lacayo al reverendo Blake, en St. Mark. Dígale que le necesitamos para que celebre una boda a las once y media. Después, pida la indulgencia de la señora Poultney y anúnciele que necesitamos una comida de fiesta, a la una, para celebrar el matrimonio de mi suegra y su nuevo marido.
– Muy bien, milord -murmuró Simpson impasible, sin exteriorizar ni sorpresa ni desaprobación. Dio media vuelta y abandonó el salón.
– ¡Jared! -gritó Dorothea.
– Vamos, Doro, querida, ya nos habías comentado tu intención de casarte con el señor Van Notelman. ¿Acaso has cambiado de idea? Por supuesto, no pretendo obligarte a un matrimonio que te disguste.
– ¡No! ¡Quiero a Pieter!
– Entonces sube y prepárate para la boda. Ya has oído la explicación del señor Van Notelman para las prisas. Es razonable. ¡Y piensa solamente, Doro, que tendrás a tus dos hijas contigo en un día tan feliz! Si hubieras esperado, ninguna de ellas habría estado contigo.
Rápidamente llamaron a lord Swynford y a las once y media de aquella mañana, Dorothea Dunham pasó a ser la esposa de Pieter van Notelman en presencia de sus dos hijas, de su yerno, de su futuro yerno y del secretario personal del embajador de Holanda, que resultó ser primo de Van Notelman y que había intervenido en la obtención de la licencia especial.
Volvieron a la casa y se encontraron con que la señora Poultney, aunque sumida en los preparativos para la boda de Amanda, había preparado un almuerzo admirable. Sobre el aparador del comedor había un pavo relleno de castañas con salsa de ostras, un jugoso solomillo de ternera y un enorme salmón de Escocia en gelée. Había fuentes de verduras, judías verdes con almendras, zanahorias y apio con crema perfumada de eneldo, una coliflor con salsa de queso, coles de Bruselas, patatitas nuevas, suflé de patatas y pastel de calabacín.
Había pajaritos asados, paté de pichón y empanada de conejo, así como una gran fuente de lechuga, rabanitos y cebollinos. Al otro extremo del aparador habían dispuesto tartas de albaricoque, un pequeño queso de Stilton y un frutero con melocotones, cerezas, naranjas y uvas verdes. Y ante el asombro de todos, no faltaba un pequeño pastel nupcial de dos pisos.
Llamada al comedor para que recibiera las felicitaciones por su maravillosa proeza, una ruborizada y sonriente señora Poultney explicó que el milagro del pastel de boda lo consiguió por el simple proceso de retirar los dos últimos pisos del pastel de Amanda.
– Pero me queda tiempo para rehacérselos, señorita. En realidad, ya los tengo enfriándose.
Todos la aplaudieron por su inteligencia y regresó a la cocina un poco más rica, gracias al soberano de oro que su amo le deslizó discretamente en la mano para demostrar su satisfacción.
El secretario del embajador holandés se marchó entrada la tarde, al igual que lord Swynford, que contaba con una siesta antes de su despedida de soltero aquella noche.
Jared también se durmió.
Amanda lo había intentado, pero no tardó en volver a bajar a reunirse con su hermana en la biblioteca que daba al jardín. Escondida en el pequeño balcón saliente, Miranda leía cuando oyó que su hermana la llamaba.
– Estoy aquí-le respondió.
Amanda subió por la oscilante escalerilla de la biblioteca para reunirse con su gemela.
– ¿Otra vez aquí? Por Dios, Miranda, te saldrán arrugas de tanto leer.
– Me gusta leer, Mandy, y ésta es una biblioteca maravillosa. Intentaré llevármela a Wyndsong.
Amanda se sentó sobre un taburete frente a su hermana. Miranda vio una extraña expresión en el rostro de Amanda, por lo que le preguntó:
– ¿No puedes dormir? ¿Nervios antes de la boda?
– Mamá y su nuevo marido.
– ¿Mamá y el señor Van Notelman?
– ¡Ni siquiera han esperado a esta noche. Miranda!
– ¿Qué?
– Están… están… -Su carita se ruborizó de vergüenza-. Los muelles de la cama crujían y oí gritar a mamá. ¡Todavía es de día, Miranda!
Miranda contuvo la risa. Recordó su vergüenza el primer día que Jared le hizo el amor en pleno día. Pero su hermana necesitaba tranquilizarse.
– No te escandalices, cariño. Los maridos tienen la desconcertante costumbre de hacer el amor a sus esposas cuando se les antoja. Hacer el amor no es necesariamente una actividad exclusiva de la noche.
– ¡Oh! -La boquita de Amanda se frunció y de nuevo apareció aquella expresión perpleja-. Pero ¿mamá? Creí que era demasiado vieja. ¡Seguro que el señor Van Notelman lo es! ¡Debe de tener casi cincuenta años!
– La edad, según me ha dicho Jared, no tiene nada que ver con ello, Amanda.
Amanda permaneció silenciosa un momento, luego preguntó:
– ¿Cómo es?
– Después de la primera vez, ¡delicioso! No hay otra palabra para describirlo. Cuando pierdas la virginidad te dolerá, pero después…-Sonrió soñadora.
– ¿Delicioso? ¿Es lo único que puedes decirme, hermana?-Amanda empezabas picarse.
– No es que no quiera decírtelo, Mandy, pero no encuentro palabras adecuadas para describirlo. Es algo que debes experimentar por ti misma. Sólo puedo decirte que no tengas miedo y que confíes en Adrián. Sospecho que tendrá sobrada experiencia en estos asuntos. Simplemente, abandónate y disfruta de la infinidad de sensaciones que experimentarás.
– ¿Es agradable? -fue la vacilante pregunta.
Miranda se inclinó y abrazó con fuerza a su gemela.
– Sí, hermana, es muy agradable.
Agradable de verdad, pensó aquella misma noche, más tarde, cuando Jared volvió de la despedida de soltero de lord Swynford y se dejó caer sobre la cama sin camisa, descalzo y oliendo tremendamente a vino, para besarle los senos.
– ¡Estás borracho! -le acusó, divertida.
– No tan borracho que no pueda hacer el amor a mi mujer -masculló esforzándose por sacarse los ceñidos pantalones.
Muy, muy agradable, pensó después, adormilada y satisfecha, con Jared roncando feliz a su lado.
El día siguiente amaneció claro y luminoso, un perfecto día de junio. La boda fue maravillosa. El traje de Amanda consistía en metros y más metros de pura seda blanca sobre un miriñaque al estilo de su abuela, una cintura fina y un escote redondo que le dejaba los hombros al descubierto. Unos pequeños lazos de seda blanca con un capullo rosado en el centro festoneaban la gran falda de miriñaque. Las mangas del traje eran largas y amplias, rematadas por varias capas de encaje. El dobladillo también estaba bordeado de encaje rizado y dos de los nietos de sir Francis y lady Millicent Dunham, niño y niña de tres y cuatro años, sostenían la larga cola del traje. La novia lucía un precioso collar de perlas alrededor del esbelto cuello, regalo de su madre; y sobre los rizos cortos y dorados llevaba una delicada diadema de brillantes, regalo de su suegra, de la que pendía un finísimo velo de encaje. El ramillete era de rosas blancas sujetas por cintas rosa.
Amanda iba acompañada por tres damas de honor, sus primas, las señoritas Caroline, Charlotte y Georgina Dunham, apropiadamente ataviadas con trajes de seda azul cielo y coronitas de capullos rosas en la cabeza, llevando cestitos de flores multicolores. Como primera dama de honor, la sorprendentemente hermosa hermana de la novia, con un impresionante traje de color azul noche.
Después, todos los invitados a la iglesia volvieron a la casa de Devon Square para brindar por los novios y comer pastel nupcial. Los invitados llenaron el salón de baile, el salón y el jardín. La flor y nata de la sociedad londinense parecía una bandada de pájaros de alegre plumaje; charlaban como locos, construyendo y desmoronando reputaciones en una sola frase. Se quedaron hasta última hora de la tarde; los últimos se fueron al atardecer cuando los novios hacía tiempo que habían desaparecido en un alto faetón hacia un destino secreto.
Hubo una segunda despedida, porque Dorothea y su nuevo marido también se marchaban. El barco iba a zarpar del muelle de Londres aquella noche, un poco después de las nueve. Cuando madre e hija se despidieron, Miranda se dio cuenta de que Dorothea emprendía realmente una nueva vida. Ya no era una Dunham, y por primera vez en muchos años ya no tenía responsabilidades para con su familia.
Tom había muerto y sus dos hijas estaban bien casadas. Miranda se dijo que su madre estaba más bonita de lo que jamás la había visto. Doro estaba envuelta en un resplandor que, según comprendió su hija, procedía del hecho de sentirse amada. Resultaba extraño pensar en su madre de aquel modo, pero Miranda se dio cuenta de que su madre era una mujer muy joven aún.
– Otra vez, mamá, os deseo mucha felicidad a ti y al señor Van Notelman. Cuídate mucho y cuando volvamos a Wyndsong os tendremos a todos una temporada.
– Gracias, hija mía. Ahora, trata de ser una buena esposa para Jared, ¿lo harás? Y acuérdate, buenos modales en todo momento.
– Sí, mamá -respondió Miranda con solemnidad.
– Doro. -Jared besó la mejilla de su suegra.
– Jared, querido. -Le devolvió el abrazo.
Miranda miró a su nuevo padrastro sin saber bien cómo tratarlo. Pieter van Notelman se dio cuenta y le tendió los brazos.
– Me encantará que me llames tío Pieter. No soy Tom Dunham, querida-observó-, pero querré a las hijas de Dorothea tanto como a las mías. Además, tú y Mandy sois mucho más bonitas. Ahora dame un beso. -Al hacerlo, a Miranda le divirtió las cosquillas que le produjeron sus patillas y el aroma a ron de su loción para después del afeitado.
– Tus hijas son muy monas, Pieter -protestó lealmente Dorothea.
Pieter van Notelman contempló a su nueva esposa con risueño afecto.
– Querida mía -le dijo-. Quiero mucho a mis hijas, pero son tan poco agraciadas como un pudding de pan, y eso es la pura verdad. Pero no me preocupa, ni a ti debe preocuparte tampoco. Todas ellas tienen muy buen carácter y buenas dotes, y harán cierto el refrán de que por la noche todos los gatos son pardos.
Miranda se tragó la risa y trató de mostrarse debidamente escandalizada, pero una mirada al rostro ofendido de Dorothea hizo que Jared soltara una carcajada.
– El coche está dispuesto, milady.
– Gracias, Simpson.
Madre e hija se abrazaron por última vez.
– ¡Adiós, mamá! ¡Adiós, tío Pieter!
– Voy a acompañarlos al muelle -anunció Jared-, y puede que me pare en White's de regreso.
– ¿ Esta noche? ¡Oh, Jared! Es nuestra primera noche solos.
– No tardaré, y te aseguro que no beberé tanto como anoche.-La besó ligeramente en los labios-. No estaré borracho e incapaz de cumplir con mi deber para con mi hermosa esposa -murmuró para que sólo ella pudiera oírlo.
– Me parece que cumpliste admirablemente, aunque muy rápido -se burló también en voz baja.
– Me desquitaré por el fallo, milady -se rió con picardía y cruzó la puerta detrás de los Van Notelman.
¡Sola! Por primera vez en muchos meses estaba sola. Los bien entrenados sirvientes se movieron rápida y silenciosamente por la casa, ordenándola de nuevo. Subió despacio la escalera hacia su alcoba vacía y tiró de la cinta bordada de la campanilla. Le pareció que la doncella tardaba mucho en aparecer.
– ¿Sí, milady? -Perky llevaba la cofia torcida y estaba ruborizada por el vino, el amor o ambas cosas.
– Prepárame un baño caliente -ordenó Miranda-, y también necesitaré una cena ligera… quizá pechuga de capón, ensalada y tarta de fruta. Luego puedes tomarte la noche libre, Perky.
Perky le hizo una reverencia torcida. Más tarde, cuando Miranda estuvo bañada y Perky le hubo cepillado el pelo. Miranda le dijo amablemente:
– Ya puedes irte, Perky. No te necesitaré más esta noche. Pásalo bien con Martin.
– ¡Oh, milady! ¿Cómo lo sabe?
– Resultaría difícil ignorarlo -rió Miranda-. Está loco por ti.
Perkins rió feliz, trató de hacer una última reverencia tambaleante y salió. Miranda volvió a reír; luego cogió un pequeño volumen encuadernado en piel, de los últimos poemas de lord Byron, y se sentó en el sillón de tapicería junto a la chimenea para leer mientras cenaba.
La señora Poultney le había preparado una crujiente ala de capón y varías lonchas de pechuga jugosa, un ligero suflé de patata, zanahorias enanas con miel y una ensalada de lechuga bien aderezada. La mujer era maravillosa, pensó Miranda, que se lo terminó todo con buen apetito antes de dedicarse a la tarta de fresas con su cobertura de fino hojaldre y el cuenco de crema de leche de Devon, junto con la pequeña tetera de fragante té verde de China. Saciada, se recostó en el sillón, caliente y relajada, y se quedó dormida.
La despertaron el golpe del libro al caer el suelo y las diez campanadas del reloj. No sabía bien si había sido la buena comida, el calor del fuego o la poesía de lord Byron, o las tres cosas combinadas, lo que la había adormecido. Recogió el libro y lo dejó sobre la mesa. El león literario de moda en Londres la aburrió. Estaba segura de que Byron nunca había sentido amor por nadie excepto por sí mismo. Miranda, de pie, se desperezó y bajó descalza la escalera hasta la biblioteca en busca de otro libro.
La casa estaba en silencio, porque los sirvientes, excepto el solitario lacayo que dormitaba en el vestíbulo, se habían acostado. Un fuego iluminaba los oscuros rincones de la biblioteca con una luz dorada mientras Miranda subía la escalerilla del pequeño altillo en busca de una de sus historias favoritas. Enroscada en su silla, empezó a leer. Apenas había empezado cuando se abrió la puerta de la biblioteca y oyó pasos. Varias personas estaban entrando en la biblioteca.
– Creo que aquí estaremos solos -dijo Jared-. Mi esposa y el servicio se han acostado hace rato.
– Por Dios, Jared -oyó el elegante deje londinense-, si tuviera una mujer tan preciosa como la tuya llevaría también tiempo en la cama y no dando vueltas por Londres.
Se oyó la nsa de los tres hombres, luego Jared dijo:
– Estoy de acuerdo contigo, Henry, pero ¿cómo podemos reunimos sin provocar especulaciones, a menos que nuestros encuentros parezcan reuniones sociales? Bramwell, sírvenos whisky, ¿quieres? Bien, Henry, ¿qué piensas de todo eso?
– Creo que tu gente tiene razón. El causante de todos nuestros males es el propio Bonaparte. El Parlamento acaba de rescindir la Real Orden que promulgó tan a la ligera. No quieren admitirlo abiertamente, pero necesitamos el mercado americano tanto como ellos nos necesitan a nosotros. ¡Maldita sea! ¡Aunque os hayáis independizado, somos ramas del mismo tronco!
– Así es -asintió Jared-, y todavía lo suficientemente ligados a Inglaterra para que pueda ser el simple señor Dunham en América mientras que, debido a la antigua concesión real a mi familia, soy lord Dunham aquí, en Inglaterra.
– ¡Caramba, Jared, qué whisky tan bueno! -comentó Henry Temple, vizconde de Palmerston.
– Conozco a un escocés que tiene una destilería aquí en Londres.
– ¡No podía ser de otro modo!
Resonaron las risas masculinas. Arriba, en el altillo de la biblioteca, Miranda se enroscó y se hizo lo más pequeña posible en su silla. No podía mostrarse, y menos en camisón. Habían asumido que la biblioteca estaba vacía.
Cuando lord Palmerston hizo aquel comentario acerca de ella, se había ruborizado hasta las raíces de su cabello platino.
– Sí, sabemos que Gillian Abbott está involucrada -dijo lord Palmerston-, pero no es la jefa y es a él a quien queremos. Gillian ha tenido amantes poderosos en los últimos años y es hábil para sonsacarles información, que pasa a su contacto. Algo que nunca entenderé es por qué hombres de ordinario prudentes pierden toda cautela en sus brazos.
– Nunca gozaste de sus favores, ¿verdad?
– ¡Dios Santo, no! Emily me mataría -rió avergonzado-. Pero Gillian fue tu amante el año pasado, ¿no?
– Por poco tiempo -admitió Jared-, Es hermosa y sexualmente insaciable, pero ¡cielos! resulta de lo más aburrida. Me gusta disfrutar en la cama, pero también quiero poder hablar con una mujer.
– Eres un tío radical -rió Temple-. La mayoría de los hombres estarían encantados, más que encantados, con Gillian tal como es.
– Sus ojos adquirieron una expresión grave-. Señor Bramwell, ¿tiene usted alguna idea acerca de quién es el contacto de Lady Abbott?
– La he vigilado muy de cerca, milord -respondió Roger Bramwell-, pero conoce a mucha gente y va a muchos lugares. Creo que su contacto es alguien de la alta sociedad, y que le pasa información en las reuniones sociales… probablemente, de viva voz. No veo otro modo. Empezaré a concentrarme en la gente que ve en las reuniones sociales.
– No acabo de entender por qué lo hace -observó lord Palmerston, moviendo la cabeza.
– Por dinero -declaró Jared con sequedad-. Gillian es codiciosa.
– -¿ Cuál es su plan, señor Bramwell, cuando averigüemos quién es nuestro hombre?
– Haremos llegar información a lady Abbott. La primera será auténtica, aunque de poca importancia. Esto nos ayudará a identificar a nuestra presa. La segunda será falsa. Una vez transmitida nos señalará a nuestro hombre con toda seguridad y entonces podrán arrestarlo.
Lord Palmerston asintió y dijo despacio:
– ¿Te das cuenta, Jared, que deberás ser tú el que engañe a la dama?
– ¡De ningún modo! -exclamó Jared-. ¡No quiero volver a involucrarme con lady Abbott!
– Jared, debes hacerlo. Estás bajo orden presidencial secreta para ayudarnos a detener a Bonaparte. Madison se dio cuenta de que los franceses lo embarcaron en lo del bloqueo, pero lo comprendió demasiado tarde. Te quiere a ti para este trabajo.
– Con el debido respeto, Henry, mis órdenes fueron ir a San Petersburgo y convencer al zar de que le convenía respaldar a Inglaterra y América, en lugar de a Francia. Nadie me ordenó que me acostara con Gillian Abbott. Y si lo hiciera, lo proclamaría por todo Londres, asegurándose de que mi mujer se enterara la primera. Miranda es joven y orgullosa, y muy independiente. Ya está enterada de que gocé de los favores de Gillian cuando era soltero. Me arrancará la piel a tiras si vuelvo a enredarme con esa descarada. -Miranda asintió vigorosamente-. Además de todo eso, amo a Miranda.
– No creí que fueras un hombre que te dejaras manejar por una mujer -observó tranquilamente Palmerston.
– ¡Tocado! -sonrió Jared-. Lo has intentado, Henry, pero mi esposa significa para mí más que mi orgullo. Bueno, ¿por qué yo, precisamente?
– Porque no podemos meter a nadie más en esto, Jared. Si lo hacemos, corremos el riesgo de que alguien lo descubra. Mira, Jared, aunque lord Liverpool pueda ser el nuevo primer ministro, el verdadero poder detrás del trono es lord Castlereagh, el ministro de Exteriores. Y que Dios nos valga, porque es un loco. El pobre Prinny puede ser un experto en arte, pero no tiene ni idea de cómo elegir un gobierno decente. Lord Castlereagh es un hombre de pocas luces, obstinado, que nunca ha sabido ver lo que es una buena solución. Es cierto que odia a Bonaparte y que se esfuerza por destruirlo, pero lo hace por razones equivocadas. Puede que yo sea un político tory, y ministro de la Guerra en un gobierno tory, pero antes que nada soy un inglés leal.
– En otras palabras, Henry, lo que estamos haciendo no tiene sanción oficial.
– No.
– Y, si un bando u otro descubre nuestro plan, el Gobierno no nos reconocerá.
– En efecto.
Se hizo un silencio profundo. Miranda oyó solamente el crepitar de los leños en la chimenea. Por fin, Jared dijo:
– O soy un loco o un gran patriota, Henry.
– Entonces, ¿lo harás?
– A la fuerza ahorcan -suspiró Jared-. Supongo que no puedo ir a Rusia hasta que cacemos a nuestra espía. Bram, sírvenos otra copa.
– Para mí no -rehusó lord Palmerston-. Debo visitar muchos otros sitios esta noche a fin de preparar mi coartada. Cualquiera que nos viera salir de White's, sabrá que estuve en Watier's a continuación y ninguna sospecha recaerá sobre nosotros.
– Te acompañaré hasta la puerta -dijo Jared, levantándose para salir con él.
– No -lord Palmerston hizo un gesto con la mano-. Bramwell me acompañará a una puerta lateral, Jared. Es mejor que nadie me vea salir de tu casa. -Lord Palmerston tendió la mano y Jared se la estrechó.
– Buenas noches, Henry.
La puerta se cerró tras Henry Temple y Roger Bramwell. Una vez solo, Jared Dunham contempló tristemente el fuego y exclamó a media voz:
– ¡Maldita sea! -Y con voz más fuerte añadió-: Ya puedes salir, fierecilla.
– ¿Cómo has sabido que estaba arriba? -dijo mientras bajaba.
– Tengo muy buen oído, querida mía. ¿Por qué no bajaste en lugar de permanecer escondida? Has oído asuntos muy delicados.
– ¿Que bajara y recibiera a tus invitados así, milord? -Hizo una pirueta y levantó los brazos.
Vio a través de la fina seda circasiana el brillo de las finas caderas, las firmes nalgas y los jóvenes senos con la mancha oscura de sus pezones. Entonces se echó a reír.
– Tienes toda la razón, fierecilla, pero ahora tenemos un problema. ¿Eres capaz de guardar todo esto en secreto? Porque es necesario que no lo divulgues. -Estaba tan serio como Miranda jamás lo había visto.
– ¿Me crees acaso una de esas chismosas londinenses? -preguntó.
– No, mi amor, claro que no. No te ofendas. Pero has oído cosas que no deberías saber.
– ¿Eres un espía? -preguntó abiertamente.
– No, no lo soy, ni lo he sido nunca. Miranda. Trabajo en silencio y entre bastidores por una paz honorable. Soy antes que nada, y siempre, un americano. Napoleón ha trabajado con ahínco para destruir las relaciones entre América e Inglaterra, porque mientras discutimos él puede saquear Europa libremente. Él es el verdadero enemigo, pero los políticos con frecuencia no saben ver más allá de las causas aparentes.
– Lord Palmerston dijo que teníais una comisión presidencial.
– Bien…, no directamente. No conozco al presidente Madison. John Quincy Adams actúa de intermediario en este asunto. Pronto iré a Rusia para tratar de convencer al zar de que su interés reside en los americanos y los ingleses. El zar Alejandro ya ha sido informado por Napoleón.
– ¿Y qué papel desempeña tu amiga lady Abbott en todo esto?
Jared quiso ignorar el cebo.
– Forma parte de una red de espías franceses que operan en Londres. Necesitamos saber quién es el cabecilla y quitarlo de en medio. Si no lo hacemos, mi misión no estará segura. No conviene que Napoleón sepa lo que voy a hacer en Rusia, ¿verdad?
– ¿Y tienes que hacer el amor con ella?
– Probablemente, sí -respondió. No veía otro medio de tratar la cuestión como no fuera abiertamente.
– ¡La odio!-exclamó Miranda.
Jared se levantó y abrazó a su esposa.
– Oh, mi gran amor -murmuró-. No disfrutaré. Habiéndote conocido, ¿cómo puedo disfrutar con ella? Es vulgar y tosca, en cambio tú eres la perfección.
Miranda suspiró. Jared era un hombre de carácter y cumpliría con su deber. Pasado un instante se soltó de sus brazos y pasó al otro extremo de la habitación. Lo miró de frente y preguntó:
– ¿Cómo puedo ayudarte?
– Oh, mi fierecilla -dijo con voz enronquecida-. Estoy empezando a pensar que no soy tan digno de ti como debiera.
– Te amo -dijo Miranda simplemente.
– ¡Te amo!
– Entonces, dime cómo puedo ayudarte, Jared -repitió.
– Guardando nuestro secreto y manteniendo el oído atento para lo que oigas y creas que pueda interesarme -le contestó.
– Está bien, te doy mi palabra. Ahora, ¿podemos ir a la cama?
Algo más tarde, cuando yacían en plena pasión, ella lo tumbó de espaldas, se puso encima de él y le preguntó:
– ¿Por qué? ¿Por qué debe el hombre estar siempre encima y la mujer debajo?
Entonces Miranda se empaló en su verga endurecida. Él gimió y tendió las manos para acariciarle los senos. Miranda buscó el ritmo apropiado y lo montó como una joven Diana. Se movió frenéticamente y pareció encontrar gran placer en su situación indefensa. Pero, de pronto, la vanidad varonil se rebeló y Jared alargó las manos para agarrarle con fuerza!as pequeñas nalgas. Miranda se revolvió para desasirse, pero él no la dejó y la ola del clímax los alcanzó a los dos al unísono.
Cuando recobró el aliento, Miranda se separó de él diciéndole:
– Acuérdate de mí, cuando te veas obligado a hacer el amor con esa mujer.
– Fierecilla mía, es muy difícil que consiga olvidarme de ti -le murmuró y su risa feliz resonó en los oídos de Miranda durante mucho, mucho tiempo.
Aquellas palabras lo persiguieron. Juntos asistieron a un baile en casa de lady Jersey unas noches más tarde y después de saludar a su anfitriona pasaron a su abarrotado y ruidoso salón de baile. Era sólo un poco más pequeño que el de Almack's y admitía fácilmente a un millar de invitados. Decorado en blanco y oro, el salón tenía exquisitas molduras de yeso y estaba iluminado por ocho arañas de cristal de Waterford. Los ventanales estaban enmarcados por cortinajes de raso blanco con hojas amarillas. Enormes maceteros de cobre contenían rosales blancos y amarillos, colocados a intervalos a lo largo del salón.
Los músicos se habían instalado sobre un estrado rodeado por tres lados con palmeras y rosales. A lo largo de los costados del salón se veían infinidad de sillas doradas tapizadas de seda rosa para que los bailarines cansados pudieran reposar y destruir al mismo tiempo la reputación de sus mejores amigos.
Cuando Miranda y Jared entraron en el salón, la primera persona que vieron fue Beau Brummel, y él inmediatamente decidió apadrinar la carrera de Miranda en la sociedad de Londres. Beau era alto y elegante; tenía el cabello claro, exquisitamente arreglado, y ojos azules y vivos con una expresión perpetuamente divertida. Tenía la frente despejada y la nariz larga, y sus delgados labios siempre parecían esbozar un mohín despreciativo. Había lanzado la moda del traje de etiqueta negro y lo llevaba a la perfección.
Brummel se adelantó para saludar a Miranda y su voz culta se alzó deliberadamente para que llegara a los que le rodeaban. Cogió lentamente la mano de Miranda y se la llevó a los labios.
– Ahora, señora, sé que las Américas son el hogar de los dioses, porque vos sois una verdadera diosa. Vedme a vuestros pies, divina dama.
– Por favor, señor Brummel. Semejante postura estropearía el buen corte de vuestra magnífica casaca, y jamás podría perdonármelo-respondió Miranda.
– ¡Cielos, un ingenio digno de su rostro! Creo que me he enamorado. Venga, diosa, le presentaré a los que están bien y a los que están mal. No le importa, ¿verdad, milord? No, claro que no.
Y se llevó a Miranda dejando a Jared solo. Pero por poco tiempo.
– Vaya, vaya, vaya -ronroneó la ronca voz familiar-. Parece que Beau está determinado a hacer de tu esposa un suecos fou.
Jared se obligó a sonreír antes de volverse a mirar a Gillian Abbott. Vestía un traje transparente de seda negra e iba completamente desnuda bajo la tela. Alrededor del cuello, una gargantilla de diamantes lanzaba destellos azules a cada movimiento. Los ojos de Jared la recorrieron fría y lentamente, simulando admiración.
– No dejas nada a la imaginación, ¿verdad, Gillian?
– Pero he conseguido llamarte la atención, ¿no es así, Jared?
– Querida mía, no creo ni por un minuto que te hayas puesto este traje pensando sólo en mi.
– ¡Pues sí! -protestó-. No tenía la menor intención de venir esta noche hasta que lady Jersey me dijo que estarías aquí. Tal vez ahora ya se te ha pasado la novedad de tu virtuosa niña. Estoy dispuesta a perdonarte tu conducta para conmigo, Jared, porque he sabido que te casaste con esa criatura a la fuerza. -Se inclinó hacia Jared, apretándose contra su brazo. Él contempló el traje, como si esto fuera lo que debía hacer, «Qué transparente y qué pesada es», pensó Jared.
– ¿Qué, se te ha pasado la novedad, amor mío? -insistió ella.
– Tal vez, Gillian -murmuró pasándole un brazo por la cintura.
– Lo sabía. -La voz de Gillian era triunfante, y le dedicó una mirada ardiente bajo las pestañas cargadas de pintura negra-. Llévame al jardín, Jared de mi alma.
– Luego, Gillian. Primero bailarás un vals conmigo. -Tomándola en sus fuertes brazos, le hizo dar vueltas por el salón mientras Miranda los contemplaba desolada.
– Vamos, diosa-la llamó dulcemente al orden Beau Brummel-.Amar al marido está pasado de moda. Los mejores matrimonios son los que se hacen en un despacho de abogado, no en el cielo.
– Al cuerno con la moda -masculló Miranda. Después, al recordar que se proponía ayudar a Jared, rió ligeramente-. No critico a milord por sus juguetes, señor Brummel… es sólo una cuestión de buen gusto.
– Oh, diosa, qué lengua tan acerada tiene -comentó Beau, riendo-. ¡Mire!, allí está Byron. ¿Le gustaría conocerlo?
– No especialmente. Su poesía me aburre soberanamente.
– Mi querida joven, realmente tiene usted buen gusto. Bueno, no podemos estafar a la alta sociedad la maravilla de la temporada, ¿no le parece?
– ¿Dónde está lady Caroline Lamb?-preguntó Miranda-.Tengo entendido que es su amiga del alma.
– Ah, sí, claro. Esta noche no la han invitado. Ha sido un favor especial para lady Melbourne, su suegra. Sin embargo, creo que está fuera, disfrazada como uno de los lacayos de Byron. Vamos, diosa, voy a presentarla a Lady Melbourne. Sin duda es una criatura maravillosa.
Jared y Gillian abandonaron el iluminado salón para adentrarse en el umbrío jardín de lady Jersey. El aire de la noche era suave y tibio y brillaban millares de estrellas. Al atravesar el jardín vieron oscuras y anónimas parejas abrazándose. Lady Abbott, que tenía un maravilloso sentido de la orientación, perfeccionado por la familiaridad, condujo a Jared a una pequeña y discreta glorieta. Tan pronto entraron, se echó en sus brazos y su boca ansiosa reclamó la de él.
El primer impulso de Jared fue apartarla, pero su misión alejó a Miranda de su mente y besó a Gillian Abbott como sabía que esperaba ser besada. Fue salvaje, casi cruel, y ella enloqueció. Jadeando, se arrancó el vestido y lo lanzó sobre la barandilla de la glorieta. Jared vislumbró su cuerpo opalescente brillando en la oscuridad y en su recuerdo encontró los senos salientes, una pequeña cintura, anchas caderas y el oscuro y frondoso monte de Venus. Alargando la mano, la atrajo hacia sus brazos, acariciando su pecho, pellizcando los oscuros pezones, haciéndola gritar antes de murmurarle:
– Jesús, eres una perra en celo, Gillian.
– Si fuera de otro modo, no querrías saber nada más de mí, Jared-le respondió.
– ¿Con cuántos hombres has jodido desde la última vez que estuvimos juncos? -le preguntó.
– Ningún caballero formularía semejante pregunta a una dama-protestó Gillian.
– No soy un caballero, soy un yanqui. Y tú, por supuesto, no eres una dama -Jared la besó profundamente, explorando su boca con la lengua. Gillian le devolvió el beso, ansiosa. Entonces la tumbó sobre el banco y con la mano buscó el sexo húmedo y palpitante. Metió dos dedos dentro de ella y empezó a moverlos rápidamente hasta que se le quedó la mano mojada.
– ¡Oh, Dios! -jadeó-. ¡Te adoro, Jared!
– Tú adoras cualquier semental que alivie tu incontrolable ardor, Gillian. -Se recostó y ella se arrodilló junto al banco. Le desabrochó los pantalones y liberó su sexo, para introducírselo en la boca. En seguida se endureció y Jared se echó sobre ella, obligándola a tumbarse de espaldas. Agarró sus redondas nalgas con fuerza y la sacudió rápidamente y con violencia. Gillian gozó una docena de veces antes de que lo hiciera él. Terminó enseguida y le dijo fríamente:
– Ponte el traje, Gillian. Podría vemos alguien.
– Hace un rato no te preocupabas por eso.
– No, ni siquiera lo pensé -admitió-. En realidad, pensaba en una noticia que me han dado hoy.
– Desearía que sólo pensaras en mí cuando estemos juntos -protestó Gillian, alisándose el traje.
Jared también se ordenó la ropa.
– Es que era muy importante. Es algo que Henry Temple me ha dicho.
– ¿Qué puede ser más importante que nosotros?
– Confío en que sepas guardar un secreto, aunque pronto será del dominio público. Mi país ha declarado oficialmente la guerra al tuyo.
– ¡Bah! Inglaterra y América se están declarando continuamente la guerra.
– Bonaparte debería estar satisfecho -observó Jared, indiferente.
– ¿Por qué? -Su voz había adquirido de pronto un tono interesado.
– Porque era su principal objetivo. Me imagino que quien le dé la noticia será bien recompensado. Vamos, Gillian, debemos volver al salón antes de que una ausencia prolongada provoque un escándalo.
– ¿Tienes miedo de que tu mujercita de leche aguada se entere de lo nuestro? -preguntó retadora-. Tengo la intención de que se entere de nuestra relación, ahora que ya te has cansado de ella. Pagará por el chasco en Almack's.
– !Gillian, Gillian! -lamentó-. ¿Cuántas veces debo advertirte que no llames la atención? Tu venganza sería más dulce si te callaras nuestra relación. Así, cada vez que vieras a Miranda, podrías reírte por dentro sabiendo que ella lo ignora. Esto sería lo más inteligente, pero me imagino que no te conformarás hasta que hayas pregonado este secreto a toda la sociedad.
– ¡Puedo ser inteligente! -protestó, pero él rió burlón.
Cuando entraron de nuevo en el salón y Jared se inclinó sobre su mano, ella quiso saber:
– ¿Cuándo volveré a verte?
– Pronto -respondió sin comprometerse, y se alejó sin más. Entró en el comedor y buscó una copa de champaña. Se la bebió casi de golpe y luego pidió otra. Se quedó en un rincón oscuro, mirando sin ver, con la mente en blanco. Se había comportado asquerosamente, pero, por Dios, había cumplido con su trabajo. Se estremeció. O despertaba su conciencia o se estaba haciendo demasiado viejo para este tipo de misión. Luego sonrió para sí. La fierecilla lo había inutilizado para las demás mujeres.
– Un penique por tus pensamientos, Jared.
– Ya está, Henry.
– ¿Durante tu estancia en el jardín?
– No se te escapa nada, ¿verdad?
– En realidad, no os vi salir. Fue Emily. Estaba disgustada porque simpatiza con tu mujer.
– Y yo lo estaba mucho mas -confirmó Jared-, porque también simpatizo con mi mujer. Gillian Abbott es un animal en celo y me da asco. Cumplí con mi deber de acuerdo con lo que tú y yo creemos, pero espero que todo esto termine pronto.
– Terminará, buen amigo, te lo prometo -lo tranquilizó lord Palmerston con simpatía, y después se alejó.
Jared miró a su alrededor por si su esposa se encontraba en el comedor. Sus cejas gruesas y oscuras se fruncieron, fastidiado, al ver un enjambre de admiradores alrededor de Miranda. Ese cachorro descarado del marqués de Wye se inclinaba sonriente sobre ella. Jared se les acercó:
– Señora -dijo con firmeza-, ya es hora de marcharnos.
Se alzó un coro de protestas, pero Miranda apoyó su fina mano sobre el brazo de su marido, exclamando:
– ¡Por Dios, caballeros! El deber de una esposa es acatar los deseos de su marido, siempre y cuando, naturalmente, sus deseos sean razonables.
Celebraron sus ingeniosas palabras con risas y el joven marqués de Wye observó:
– Pero la petición de lord Dunham no es nada razonable, Miranda.
Jared sintió que lo embargaba una oleada de rabia, pero la mano de Miranda se cerró sobre la suya y respondió risueña:
– Les deseo a todos muy buenas noches, caballeros.
Fueron a despedirse de su anfitriona y se marcharon. El príncipe regente ya se había ido, por lo que su despedida era permisible. Su carroza se acercó y pronto estuvieron en casa. Durante el trayecto guardaron silencio, pero al subir la escalera, Jared dijo:
– No me esperes, Miranda.
La besó superficialmente y ella percibió un débil aroma de gardenia en sus ropas.
Miranda se preparó para la noche y no tardó en dormirse. Despertó de pronto sin saber bien lo que la había sacado del sueño. La casa estaba en silencio. «¡Maldita sea! -pensó-. Jared se ha acostado creyendo que estoy dormida.» Apartó las ropas de cama y sin molestarse en coger una bata, cruzó la puerta de comunicación.
Se dio cuenta de que no estaba dormido, porque aunque no se movía bajo las mantas, respiraba agitadamente. Se acercó a la gran cama y se sentó a su lado, acariciándole la mejilla. Él se volvió.
– No has venido -observó dulcemente.
– Vuelve a la cama. Miranda -respondió tajante.
– Si no me lo cuentas, Jared, se abrirá un abismo cada vez mayor entre nosotros.
– He cumplido con mi deber -respondió, sombrío-, y me da asco. No puedo arrancarme el hedor de esa criatura de mi olfato. Por el amor hacia dos países, te he traicionado, Miranda. -Se le quebró la voz.
– Me has traicionado solamente si has disfrutado con ello. ¿Lo has hecho? -insistió.
– ¡No! -escupió la palabra con violencia.
– Entonces, solamente has cumplido con tu deber y nada más, y yo te amo. -Lo empujó con dulzura-. Déjame sitio, milord, no me gusta dormir sola.
No le dio tiempo a protestar antes de que Miranda se acurrucara junto a él, con su cariñosa calidez penetrando su frío.
Miranda se sentía triunfante. Aquel hombre mundano y sofisticado estaba sufriendo por lo que consideraba una deslealtad hacia ella. Comprendía que no sentiría así si no la amara y esto la conmovía especialmente.
– Abrázame -le murmuró al oído, lamiéndole el interior con su lengüecita. Jared se volvió para mirarla y agarró un puñado de su precioso y dorado cabello, aspirando la dulzura de su perfume. Después la abrazó y buscó ansiosamente su boca. La besó hasta dejarla sin aliento.
Las manos de Jared la despojaban del camisón de seda, acariciando su esbelto cuerpo con dedos tiernos hasta que Miranda no pudo más. Sus labios fueron explorando hasta el último rincón y ella creyó que iba a estallar del deseo que le estaba despertando. Jared la cubrió con su cuerpo y la penetró con ternura y ella suspiró profundamente. En seguida llegaron junios al clímax.
– ¡Dilo! -gruñó Jared con la voz firme otra vez.
– ¡Te amo! -sonrió-. ¡Dilo tú!
– ¡Te amo! Oh, mi amor, ¡cuánto te amo!
Lo había limpiado. Estaba curado, volvía a ser el mismo. Permanecieron tumbados juntos, sin soltarse las manos, y mucho más tarde. Miranda preguntó dulcemente:
– No podremos volver a casa hasta que tus obligaciones secretas hayan terminado, ¿verdad?
– No, no podemos irnos a casa, mi amor.
De repente se dio cuenta de que Miranda estaba llorando. Alzándose sobre un codo la estuvo mirando y preguntó:
– ¿Quieres volver a casa en el Dream Witch? Sigue fondeado y podemos burlar fácilmente el bloqueo inglés.
– No. -Sorbió las lágrimas-. Mi sitio está aquí contigo, y pienso quedarme. Iremos juntos a Rusia. Cuando reine la paz entre Inglaterra y América, una vez más, volveremos a Wyndsong. Me añoro, pero mi verdadero hogar es estar a tu lado, mi amor.
– Te estás transformando en una mujer sorprendente, fierecilla.
Sin embargo, no le dijo que se proponía viajar a Rusia solo. Llamar la atención sobre su viaje sería desastroso para su misión, porque Gillian Abbott y sus amigos no eran los únicos espías franceses en Londres. La temporada estaba tocando a su fin y él y Miranda iban a marcharse a Swynford Hall, cerca de Worcester, en apariencia para pasar el verano. Adrián recibiría una carta de explicación del ministro de la Guerra, lord Palmerston, y Jared se marcharía en secreto, dejando a su esposa al cuidado de lord Swynford. Ningún invitado notaría su ausencia, porque los recién casados no recibirían aquel verano. Jared estaría de vuelta en Inglaterra a primeros de otoño. Todo estaba perfectamente organizado.
Jared tuvo una suerte increíble -en realidad la tuvo Miranda- y sucedió durante el último baile de la temporada, en Almack's. Jared y Miranda circulaban juntos y por separado, charlando con sus amistades. Pasadas varias horas de chismes, baile e innumerables vasos de limonada tibia, Miranda hizo una visita inexcusable al cuartito de las damas. Después de instalarse tras un biombo de seda, de pronto oyó que la puerta se abría y volvía a cerrarse.
– Creí realmente que nunca podríamos irnos. -La voz hablaba en francés.
– Ni yo. -La otra voz era de Gillian Abbott, también hablando en francés-. Tengo una información muy valiosa para usted.
– ¿Cuan valiosa?
– El doble de lo que me ha pagado hasta ahora.
– ¿Cómo puedo saber lo que vale?
– Supongo que hasta ahora le he demostrado que soy digna de confianza. -La respuesta de Gillian sonaba a exasperada.
– ¿Por qué, de pronto, esta súbita necesidad?
– Verá -respondió Gillian-, Abbott está en las últimas. Cuando ese sobrino suyo y la cara de caballo de su mujer hereden el título, no tendré nada más que la casa de la viuda, en Northumberland. Toda la maldita finca está hipotecada, y no voy a recibir ni un penique. ¡Ni un solo condenado penique! En Northumberland no encontraré otro noble adinerado, y no creo que el futuro lord Abbott me permita vivir en su casa de Londres. Bueno -se corrigió-, tal vez sí, pero su horrenda mujer no me dejaría, así que debo agenciarme una vivienda. Y eso cuesta mucho dinero.
– No sé -vaciló su acompañante.
– Tengo una fuente impecable -insistió Gillian-. El americano, lord Dunham, es mi amante. Él y Henry Temple son íntimos amigos.
– ¿Lord Dunham es su amante? Muy bien, madame, le pagaré el doble por su información. Pero si resulta incorrecta o de escasa importancia, tendrá que devolvérmelo. -Se oyó un rumor de ropa y la voz dijo entonces-: Mon Dien! No es necesario contarlo. ¿Acaso la he estafado alguna vez?
– Está bien.
Miranda se asomó cuidadosamente para atisbar por la rendija donde estaban los goznes del biombo. Vio a Gillian Abbot guardándose una bolsa de terciopelo en el pecho. La otra mujer era joven y bonita, una morena elegantemente vestida de seda roja.
– Su información, señora.
– América ha declarado la guerra a Inglaterra -dijo Gillian tranquila.
– ¡El emperador lo estaba esperando! -exclamó la francesa.
– Ya le dije que la información valía la pena -declaró Gillian, satisfecha-. ¿Sabe?, siempre me ha sorprendido que Napoleón utilice una mujer como espía.
La francesa se echó a reír.
– No hay nada insólito en que una mujer espíe. Catalina de Médicis, la esposa de Enrique II, tenía un grupo de mujeres, conocido como el Escuadrón Volante, que recogía información.
– Los ingleses jamás harían esto.
– No -fue la divertida respuesta-. Sólo espían para los demás y para su beneficio personal. Será mejor que nos vayamos, madame, no vaya a ser que llegue alguien. Adieu.
– Adíeu -respondió Gillian y Miranda oyó cómo se cerraba la puerta del servicio. Volviendo a mirar por la rendija del biombo, vio que el cuarto estaba vacío.
Tan de prisa como pudo. Miranda se precipitó al salón de baile en busca de Jared. Lo encontró hablando con lord Palmerston, que le sonrió con afecto.
– Como de costumbre, señora, su belleza eclipsa la de todas las demás -observó galantemente lord Palmerston.
– ¿Incluso la de lady Cowper? -preguntó Miranda con picardía, sabiendo que la hermosa Emily era la amante de lord Palmerston.
– ¡Que Dios nos ampare, soy Paris con su maldita manzana!-exclamó lord Palmerston, con fingida consternación.
– Soy la americana más bonita de este salón y lady Cowper es la inglesa más hermosa -terció Miranda.
– Señora, es usted una diplomática nata, no el ministro de la Guerra.
– Soy mejor espía, señor. ¿Quién es la dama vestida de rojo? La morenita que baila con lord Alvanley.
Lord Palmerston miró hacia donde le indicaba.
– Es la condesa Marianne de Bouche. Está casada con el primer secretario de la embajada suiza.
– También es la espía a la que lady Abbott pasó su información. Yo estaba en el excusado hace un momento y cuando entraron creyendo estar a solas hablaron libremente. Domino el francés, milord, y lo he entendido todo.
– ¡Vaya, que me aspen! -exclamó lord Palmerston-. ¡Una mujer! Ahora entiendo por qué no dábamos con el espía. ¡Una mujer! ¡Todo el tiempo ha sido una mujer! Cherchez ¡afemine, es bien cierto. Por Dios, lady Dunham, que nos ha hecho un gran favor. Jamás lo olvidaré, se lo prometo.
– ¿Qué hará con ellas?
– A la condesa la mandaremos a su casa. Es la esposa de un diplomático y no podemos hacer otra cosa que informar al embajador suizo acerca de las actividades de la dama.
– ¿Y Gillian Abbott?
– Será deportada.
Miranda palideció.
– ¿Qué dirán a su marido?
– El viejo lord Abbott ha muerto. Falleció a primera hora de la noche, poco después de que su mujer saliera. La detendremos después del entierro, discretamente. Su desaparición de la sociedad será atribuida al luto. No tardarán en olvidarla. Su propia familia ha muerto y no tiene hijos. Francamente, querida, los caballeros que han sido sus amantes no lamentarán su desaparición y los demás no la echarán de menos. Seremos discretos. No queremos poner en evidencia a! Nuevo lord Abbott, ni empañar la memoria del viejo lord.
– Pero, ¡deportarla!
– Eso o ahorcarla, querida.
– Preferiría que me ahorcaran. Supongo que lady Abbott es de mi mismo parecer.
– Si la ahorcáramos daríamos publicidad al asumo -respondió lord Palmerston, meneando la cabeza-, cosa que no nos conviene. No, lady Abbott será deportada para siempre… no en una colonia penal, sino a las nuevas tierras de Australia, donde será vendida como esclava durante siete años. Después de esto, quedará en libertad, pero no podrá salir de Australia.
– ¡Pobre mujer! -la compadeció Miranda.
– No lo sienta por ella. No lo merece. Gillian Abbott traicionó a su patria por dinero.
– Pero será virtualmente esclava durante siete años, -Miranda se estremeció-. No me gusta la esclavitud.
– Ni a mí, pero en el caso de lady Abbott es nuestra única solución.
El temor de Miranda por lady Abbott resultó innecesario. Gillian se enteró de su próxima detención y huyó de Inglaterra. Sólo cabía asumir que uno de sus amantes se compadeció de ella y la advirtió. Los policías habían seguido a la enlutada Lady Abbott después del entierro a fin de arrestarla discretamente en su casa. Pero bajo los velos del luto encontraron a una joven actriz londinense y no a Gillian Abbott. Horrorizada al descubrir que estaba involucrada en un crimen, la señorita Millicent Marlowe se deshizo en lágrimas y lo contó todo.
Era una partiquina en la compañía del señor Kean y había sido contratada dos días antes por un caballero a quien jamás había visto.
Como la pobre y asustada criatura decía obviamente la verdad, se la dejó en libertad. La doncella de lady Abbott, Peters, fue convocada, pero no se la pudo encontrar. La investigación reveló que Peters también había huido. El nuevo lord Abbott quería poner fin a la situación. Temeroso de un escándalo, hizo saber que la viuda se había refugiado en su nueva casa de Northumberland para el año de luto.
Jared y Miranda Dunham cerraron su casa de Devon Square y salieron hacía Swynford Hall, en las afueras de Worcester. El trayecto les llevó varios días. Viajaron cómodamente en una gran berlina construida especialmente para largos viajes. Llevaban dos caballos suplementarios que trotaban con los lacayos cuando Jared y Miranda no los montaban. Roger Bramwell había arreglado las paradas en posadas cómodas y agradables. Fue un trayecto delicioso y Miranda disfrutó de la compañía de su marido aquellos pocos días en la campiña inglesa. Y lo disfrutó mucho más porque sabía que pronto abandonarían Inglaterra para irse a Rusia.
El campo estaba exuberante de plantas veraniegas, un marco perfecto para Swynford Hall, una mansión en forma de E de principios de la época isabelina. Los ladrillos habían adquirido un tono rosado, aunque la mayor parte de la casa estaba recubierta de brillante hiedra verde oscuro. La berlina traspasó la verja de hierro mientras un portero sonriente los contemplaba. Su rolliza mujer hizo una reverencia afectuosa desde la puerta del pabellón de entrada el pasar la berlina. La avenida estaba bordeada de enormes robles, y más allá de los árboles se veía la atractiva vivienda de la viuda. A Miranda se le escapó una risita.
– Veo que la viuda lady Swynford ya está en su casa. No creí que Mandy lo consiguiera.
– Pero yo sí -replicó Jared-. Es tan testaruda como tú, mi amor, pero su apariencia angelical hace creer a la gente que es una mujer fácil de manejar.
– Vaya, ¿así que yo no soy la mujer más agradable?
– Oh, sí, muy agradable. -Pero acabó concluyendo-: ¡Cuando te sales con la tuya!
– ¡Trasto! -le increpó-. ¡Eres tan mal bicho como yo!
– ¡Exactamente, milady, y ésta es la razón por la que nos llevamos tan bien!
Todavía seguían riéndose cuando el coche se detuvo ante la entrada de Swynford Hall, donde los anfitriones esperaban. Las dos hermanas se abrazaron cariñosamente y, después. Miranda dio un paso atrás para contemplar a su radiante gemela.
– Veo que sobrevives al matrimonio -comentó sonriendo.
– No he hecho más que seguir tu ejemplo -le respondió Amanda, burlona.
Era el principio de una semana maravillosa. Los habían instalado en unas habitaciones de la esquina con vistas a las suaves colinas de Gales al oeste y al lago y a los jardines de la finca, al este. Amanda y Adrián seguían aún su luna de miel y resultaban los anfitriones menos exigentes. Las dos parejas se encontraban solamente a la hora de cenar. No había otros invitados y solamente en la cena del día de su llegada, la madre de Adrián estuvo invitada. Al día siguiente se marchó a casa de una vieja amiga, lady Tallboys, en Brighton. La sencilla vida campestre resultaba demasiado aburrida y estrecha para ella, declaró.
Al final de una deliciosa semana de largos paseos a caballo y a pie por el bosque, Miranda entró un día en sus habitaciones y se encontró a Mitchum haciendo la maleta de su marido. Sobresaltada, preguntó qué ocurría.
– Milord ha dicho que salimos esta noche para Rusia, milady-respondió el alto y severo ayuda de cámara.
– ¿Han informado a Perky? ¿Por qué no está recogiendo mis cosas?
– No estaba enterado de que nos acompañara usted, milady-respondió Mitchum, desazonado de pronto.
Miranda bajó corriendo hacia el salón del jardín, donde la esperaban los demás. Entró de sopetón y gritó a Jared:
– ¿Cuándo te proponías decírmelo? ¿O es que solamente ibas a dejarme una nota? ¡Creí que íbamos juntos!
– Debo viajar deprisa y resultaría imposible para una mujer.
– ¿Por qué?
– Escúchame, fierecilla. Napoleón se dispone a atacar Rusia. Cree que Inglaterra y América están tan implicadas una con otra que no podrán ayudar al zar. Debo llegar a San Petersburgo y conseguir la firma de Alejandro en un tratado de alianza secreta entre América, Inglaterra y Rusia. ¡Debemos destruir a Napoleón!
– Pero ¿por qué no puedo ir yo? -insistió.
– Porque debo llegar y estar de vuelta antes de que empiece el invierno ruso. El verano está ya mediado y el invierno les llega mucho antes que al resto de Europa e Inglaterra. El Dream Witch está anclado en la costa. Mitchum y yo saldremos a caballo esta noche. No podemos esperar una berlina ni una doncella.
– ¡Cabalgaré con vosotros! No necesito a Perky para nada.
– No, Miranda. Nunca has pasado más de dos o tres horas en la silla, y nuestra cabalgata hasta el mar será una paliza. Debes quedarte aquí con tu hermana y Adrián hasta mi regreso. Si alguien decide visitar Swynford, dirás que estoy enfermo y que no salgo de mi habitación. Te necesito aquí, fierecilla. Si ambos desapareciéramos durante semanas, provocaría habladurías.
“0h, mi amor, quiero volver a Wyndsong. Quiero criar nuestros caballos y mandar mis barcos a los confines de la Tierra sin tener que preocuparme. Quiero fundar una dinastía basada en el amor que nos profesamos. ¡Y no podemos hacer ninguna de esas cosas mientras el maldito mundo anda de cabeza!”
– ¡Te odio por todo esto! -exclamó, rabiosa. Pasado un instante preguntó-: ¿Por cuánto tiempo?
– Debería estar de vuelta a final de octubre.
– ¿Deberías?
– Estaré.
– ¡Mejor que sea así, milord, o iré a buscarte!
– Y lo harías, ¿verdad, fierecilla? -Tendió la mano y la atrajo hacia sí con fuerza. Miranda lo miró y sus ojos verde mar devoraron su rostro-. Volveré a casa muy pronto, mi amor -prometió con voz ronca y la besó ansiosamente.
Observándoles desde una esquina de la habitación, lady Amanda Swynford se dijo de nuevo que prefería el tierno amor que sentía por Adrián a ese ardor salvaje. Su hermana y Jared eran tan apasionados que cuando estaban pendientes uno de otro el mundo que los rodeaba dejaba de existir. El amor ardiente que compartían su gemela y Jared era, en cierto modo, algo muy primitivo.
Leyendo sus pensamientos, lord Swynford se acercó en silencio y pasó un brazo tranquilizador sobre los hombros de su esposa.
– Es sólo que ellos son muy americanos y tú y yo somos muy ingleses.
– Sí… será eso, supongo -respondió despacio Amanda-. Qué raro que Miranda y yo seamos tan diferentes.
– Pero en realidad os parecéis mucho, ¿sabes? Ambas poseéis un gran sentido de la ecuanimidad, y una tremenda lealtad hacia vuestros seres queridos.
– En efecto, así es -respondió Amanda-, y si conozco bien a mi hermana, se pondrá de lo más pesada cuando su marido se haya ido. Tú y yo lo pasaremos muy mal, Adrián. Esto no es precisamente lo que yo esperaba como verano de luna de miel.
– No -musitó Adrián, reflexivo-. No creo que tengamos ningún problema con Miranda.
Durante varios días a partir de la marcha de Jared, Adrián pareció haber acertado. Miranda se mantenía reservada. Amanda había temido enfrentarse con la Miranda de antes, tempestuosa, llena de rabia. Pero su hermana gemela estaba tranquila y pensativa. Se guardaba sus emociones y nadie podía saber si empapaba de lágrimas la almohada en la oscuridad de la noche.
Pasaron agosto y septiembre. Perdido en la corte rusa, lord Jared Dunham, el enviado angloamericano, tenía aún que ver al zar Alejandro. Napoleón había declarado la guerra a Rusia y marchaba sobre Moscú. El zar todavía no había decidido si apoyar abiertamente a los enemigos declarados de Bonaparte. También encontraba raro que ingleses y americanos, oficialmente en guerra, le pidieran que firmara con ellos una alianza contra los franceses. Decidió aplazar la decisión. Sin embargo, no se molestó en informar de ello a lord Dunham. Así que Jared esperaba y se preocupaba por si fracasaba su misión. Se desesperaba por su ausencia de Inglaterra.
Le llegó un mensaje de lord Palmerston. Los americanos y los ingleses, que buscaban el modo de terminar el conflicto entre sus países, habían decidido que Jared debía permanecer en San Petersburgo hasta que el zar tomara una decisión y se uniera a la alianza angloamericana contra Bonaparte. Pero al comprender que la prolongada ausencia de Jared de la escena social inglesa causaría comentarios, decidieron traer a su hermano Jonathan burlando el bloqueo inglés y americano, a fin de dejarlo en Inglaterra para que ocupara el puesto de su hermano Jared. Se parecían tanto que nadie notaría la diferencia.
Jared sonrió con amargura paseando dentro de la pequeña casa de invitados, que pertenecía a un gran palacio, y que se había alquilado para él. Daba al río Neva, que partía en dos el corazón elegante de San Petersburgo, y estaba rodeada por las viviendas opulentas de los muy ricos y poderosos. La casa, una pequeña joya, se había construido en el fondo de un gran jardín y tenía una vista preciosa del río. Contaba solamente con dos sirvientes, una cocinera y una doncella. Ambas ancianas hablaban un francés apenas comprensible, pero Jared no necesitaba a nadie teniendo a Mitchum. No estaba allí para hacer vida social. Por tanto, no tenía que recibir.
Jared Dunham se sintió muy solo de pronto, completamente aislado del mundo. Se preguntó si no estaría pagando muy caro el precio de sus ideales. ¿Qué diablos estaba haciendo en Rusia, lejos de Miranda, lejos de Wyndsong? Napoleón ya estaba en Moscú y una gran extensión de campos calcinados marcaban su paso a través del país, porque los aldeanos rusos, acérrimos patriotas, habían prendido fuego a sus campos antes de permitir que cayeran en manos de los franceses. Aquello significaría hambruna aquel invierno. Jared Dunham suspiró al ver la fina capa de hielo en el río Neva brillando al sol de la mañana. En Inglaterra estarían en otoño, pero aquí, en San Petersburgo, se les había echado el invierno encima. Se estremeció. Suspiraba por su mujer.
A la luz del amanecer, de pie junto a su cama, Miranda contemplaba al hombre que dormía allí. Estaba absolutamente segura de que no era su marido. Estaba casi convencida de que se trataba de su cuñado, Jonathan Dunham, pero ¿porqué estaba en Inglaterra? ¿Por qué se hacía pasar por Jared? Un súbito cambio en el ritmo de su respiración le hizo comprender que se había despertado.
– Buenos días, Jon -saludó plácidamente.
– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó, sin molestarse siquiera en abrir los ojos verde gris.
Sentada al borde de la cama, se rió al contestarle:
– Jared no ha estado nunca tan cansado. Sobre todo después de una separación tan larga. Te has cortado el pelo.
– Para parecerme más a Jared.
– ¿Te proponías decírmelo, Jon? ¿O acaso el inteligente lord Palmerston decidió mantenerme en la ignorancia?
– Debía decírtelo sólo si me reconocías.
– ¿Y si no?
– Debía callarme -respondió a media voz.
– Dime entonces, ¿hasta dónde te proponías llegar? -quiso saber Miranda y como él la conocía poco, no reconoció el peligroso tono de su voz.
– Sinceramente, esperaba encontrarte embarazada -dijo-. Lo hubiera solucionado todo.
– ¡Ya! ¿Dónde está Jared?
– En San Petersburgo, detenido por el invierno. El zar no se decide a firmar la alianza. La misión de Jared debe permanecer en secreto porque no tiene el reconocimiento oficial de ambos gobiernos. Pero es demasiado famoso para desaparecer simplemente de Inglaterra, y todo el mundo asume que los Dunham no pueden abandonar Inglaterra y regresar a Wyndsong. En otras palabras, alguien tiene que hacer de Jared.
– ¿Y tu esposa? ¿Aprueba esta mascarada? -La voz de Miranda era cortante.
Reinó un profundo silencio, hasta que Jon dijo:
– Charity ha muerto.
– ¿Qué? -exclamó, impresionada.
– Mi mujer murió ahogada en un accidente de barco, este verano. Se había criado en Cape Cod y le encantaba el mar. Una excentricidad suya consistía en ir a la vela en su pequeño bote. Era buena marinera, pero la cogió una ráfaga inesperada y violenta. El bote quedó destrozado y el cuerpo de Charity apareció en una playa cercana al cabo de unos días. -Se le quebró la voz-. Se supone que yo he ido a pescar ballenas para mitigar mi dolor.
– ¿Y los niños?
– Con mis padres.
– Oh, Jon, no sabes cuánto lo siento.
Recordaba muy bien a su afectuosa cuñada. Jon le cogió la mano.
– Ya ha pasado lo peor, Miranda. He aceptado el hecho de que Charity se ha ido. Aún no sé si podré sobrevivir sin ella, pero debo esforzarme. Los niños me necesitan. -Sonrió con tristeza-. Si hubiera podido ir a San Petersburgo en lugar de Jared, no lo habría dudado ni un momento, pero yo he sido siempre el hijo respetuoso que se quedaba en casa mientras mi hermano menor era el aventurero. Carezco de experiencia diplomática. Lo único que puedo hacer es engañar a la sociedad hasta que vuelva mi hermano. Pero tendrás que ayudarme.
– Saldrá bien, Jon. Yo te diré cuanto necesites saber. No tenemos que volver a Londres hasta pasado el primero de año, así que aquí estarás a salvo.
– ¿Y qué haremos con tu hermana y tu cuñado? Podemos decírselo.
– No. Cuanta menos gente sepa que estás ocupando el lugar de Jared, más seguro estará él. Además, si logras engañar a Amanda y Adrián, sabrás que puedes convencer a todos. -Inclinó la cabeza a un lado y luego se echó en sus sorprendidos brazos-. ¡Bésame! ¡Rápido! -Tiró de su oscura cabeza hacia abajo en el preciso instante en que se abría la puerta de la alcoba. Perkins se quedó clavada, con los ojos desorbitados ante los cuerpos entrelazados sobre la cama.
– ¡Oh! -Jadeó-. ¡Oh! -La pareja se separó y Perkins respiró, aliviada-. ¡Milord! ¡Ha vuelto!
– En efecto, Perky -rezongó perezosamente-, y veo que has olvidado llamar a la puerta. Te llamaremos si te necesitamos. -Se volvió a Miranda y se apoderó nuevamente de sus labios. La puerta se cerró pero Jonathan Dunham no soltó a la mujer a quien abrazaba. Su boca, tierna ahora, probó profundamente la de ella y sólo cuando se dio cuenta de que Miranda estaba temblando y sorbió las lágrimas saladas que le resbalaban por las mejillas, la dejó.
– Maldita sea. Miranda, lo siento mucho. No sé por qué lo he hecho.
Vio la tristeza en su rostro y la abrazó con ternura.
– He estado tan obsesionado por mi propio dolor que no me he detenido a pensar cuánto debes añorarlo. -La mantuvo abrazada y la meció como si fuera una niña.
Pasados unos minutos ella murmuró:
– Besas diferente.
Jonathan se echó a reír.
– Nos lo han dicho antes -confesó y a continuación añadió-: Esto no volverá a ocurrir. Miranda, te lo prometo. Te pido perdón por haber perdido la cabeza y haberte ofendido. ¿Querrás perdonarme, querida?
– No me has ofendido, Jon. Sólo lamento no ser Charity. No me besaste a mí, sino a ella; lo comprendo. Si tu mujer hubiera muerto después de una larga enfermedad, habrías tenido la oportunidad de despedirte. Pero murió de repente y ni siquiera tuviste la oportunidad de decirle adiós. Duele. Sé que duele.
– Eres muy sabia para ser tan joven. Ahora empiezo a comprender por qué Jared te quiere tanto.
– Creo que ahora deberíamos llamar a Perky, Jon. ¿ Cómo sabías su diminutivo?
– Lord Palmerston me lo dijo. Lord Palmerston es siempre muy eficiente. A propósito, he traído a uno de sus hombres como ayuda de cámara. Vamos a decir que Mitchum recibió una oferta mejor de otro caballero y que Connors ocupa su lugar.
– Muy bien. -Miranda se deshizo del abrazo y tiró de la campanilla-. Pediré otro cobertor acolchado para esta noche. Lo enrollaré como un tubo y lo colocaremos entre los dos para separarnos.
– Yo puedo dormir en el sofá.
– Te colgarían los pies y el suelo está ahora demasiado frío. No tengas miedo, Jon -se burló-, no te seduciré.
Saltó de la cama para ir a secarse ante su tocador y empezó a cepillarse el cabello.
Hubo una llamada a la puerta y Perkins entró de nuevo con una bandeja, esta vez para dos.
– Buenos días, milord, milady. -Dejó la bandeja encima de la mesita junto al fuego-. Connors pregunta si desea usted que le prepare el baño. Siento que Mitchum nos haya dejado.
– Dile a Connors que me bañaré después del desayuno.
– Muy bien, señor. -Perkins hizo una reverencia y salió. Jonathan se acercó a la bandeja y empezó a levantar las tapaderas de los platos.
– ¡Válgame Dios, arenques! -exclamó con un estremecimiento.
– A Jared le encantan los arenques.
– ¡Qué asco!
– Tendrás que acostumbrarte a comerlos, Jon. Otra cosa; aunque tu voz se parece mucho a la de Jared, tienes un ligero acento de Nueva Inglaterra. Suavízalo.
Le dio algunos consejos más a lo largo de las siguientes semanas y Jonathan no tardó en darse cuenta de que su propia personalidad iba difuminándose al parecerse cada vez más a Jared y menos a sí mismo.
Amanda y su marido no se dieron cuenta del engaño. Al principio Jonathan estaba incómodo en su papel, pero Miranda se lo facilitó tratándolo con la misma mezcla de sincero afecto y fuerte independencia con que trataba a Jared. Eso convenía a Jon. El dolor por la pérdida de Charity empezó a mitigarse. Y al hacerlo, renació de nuevo el hombre que llevaba dentro de si.
Jonathan y Miranda se divertían. A Miranda le gustaba el aire libre y montaba a caballo cada día excepto cuando el tiempo era imposible. Lejos de Swynford Hall, lejos de oídos peligrosos, podían hablar libremente. Miranda se enteró de la infancia desgraciada de Jared y cómo la sabiduría y generosidad de su abuela Lightbody le había liberado de su puritano e implacable padre.
– Jamás le vi demostrar la menor ternura hacia ella hasta que murió. En su entierro lloró como un niño -explicó Jon.
La viuda lady Swynford volvió a Brighton y se entusiasmó con Jonathan Dunham.
– Tu marido tiene unos modales exquisitos -le dijo a Miranda-. Pero claro, siempre lo he dicho. Es un demonio encantador, querida. ¡Simplemente encantador!
Aunque el tiempo era inusitadamente agradable, se acercaba Navidad, y Amanda y Adrián llevaban ya seis meses de casados. El 6 de diciembre lord y lady Swynford organizaron una cena en honor de lord y Lady Dunham para celebrar su primer aniversario de boda. Era la primera vez que recibían desde su boda y habría baile después. El primer invitado iba a ser el pretendiente rechazado por Amanda, el duque de Whitley.
Darius Edmund era cuarentón. Alto, de cabello castaño ceniciento, tez clara y ojos brillantes de color turquesa. Su atuendo y sus modales eran de una elegancia contenida. El duque de Whitley se había sentido fuertemente atraído hacia Amanda, porque Darius Edmund coleccionaba cosas hermosas. Había estado casado dos veces. Ambas esposas, aunque de una belleza exquisita y un linaje impecable, eran delicadas y ambas habían muerto al perder a sus hijos. Amanda lo había hechizado y Darius le hizo el honor de pedirla por esposa pese a su lamentable nacionalidad. Ante su intensa humillación, se había visto rechazado en favor de un modesto barón. Se tragó la amarga decepción poniendo a mal tiempo buena cara, tranquilizado porque nadie, excepto su propia familia, sabía de su declaración a la pequeña yanqui. Y la familia de ella, suspiró aliviado, extremadamente discreta, no pregonó a los cuatro vientos su vergüenza. Por tanto, a Darius le resultó posible aceptar la invitación de los Swynford. Le encantó, porque se sentía francamente curioso de conocer a la gemela de lady Swynford. Por más que se esforzaba no lograba recordarla, pero había entusiasmado a su hermano menor, Kit.
– Una belleza única -le había explicado Kit-, y además inteligente.
Mientras Darius Edmund estaba en la cola de los que esperaban para saludar a los anfitriones y a los invitados de honor, sus ojos se posaron sobre la dama en cuestión. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Era absolutamente magnífica y no hizo nada por disimular su admiración cuando se llevó a los labios su mano enguantada.
– Lady Dunham -murmuró-. Estoy desolado al ver lo tonto que he sido. Tendrá que prometerme un baile, naturalmente, y ser mi pareja para la cena.
– Me honra usted, mi señor duque -le dijo con frialdad- Le concederé un baile, por supuesto, en cuanto a la cena, no puedo prometerle nada. Tengo el tercer vals libre.
– Debo conformarme con eso, milady, pero le advierto que trataré de convencerla para que cene conmigo.
– Estaré en guardia -le sonrió.
Darius Edmund se refugió en un rincón desde donde podía ver a lady Dunham. Su traje tenía una transparencia de seda color violeta, recubierta de moaré lavanda finísimo. El dobladillo y el borde de las manguitas estaban bordados con una greca clásica en oro. El escote era profundo y el duque de Whitley admiró su precioso busto. Le ceñía el cuello un complicado collar de amatistas y perlas orientales montado en oro amarillo. Las piedras eran ovales, excepto la del centro, que tenía forma de estrella. Llevaba pendientes a juego, una pulsera y un anillo también en forma de estrella. Pero lo más delicioso eran las dos estrellas de amatistas oscuras en el pelo.
Su cabello. El duque suspiró, impresionado. Lo llevaba partido con raya en medio y sujeto en un moño bajo, en la nuca. Se preguntó qué aspecto tendría suelto, flotando. El cabello de una mujer era en verdad su mayor gloria y al duque no le gustaba el estilo de pelo corto, a la sazón de moda.
– ¡Darius, hijo mío!
Fastidiado se volvió hacia la gordezuela y enturbantada lady Grantham, amiga de su madre. Le sonrió y se llevó su mano a los labios, murmurando un saludo.
– Qué suerte encontrarte a solas -gorjeó lady Grantham-. Ven conmigo. Quiero que conozcas a mi sobrina, que está pasando unos días en casa antes de su primera temporada en Londres.
Santo Dios, pensó irritado, una chiquilla recién salida de la escuela. Pero no podía evitarla. El tercer vals no llegaría lo bastante deprisa para él. Cuando llegó, aferró ansiosamente a lady Dunham entre sus brazos y salió a la pista. Miranda se echó a reír.
– ¡Por Dios, señor! ¿Le parece correcto demostrar claramente tanto alivio?
– No tengo por qué ser cortés; soy Whitley, uno de los títulos más antiguos de Inglaterra. Por Dios, señora, que sois arrebatadora. ¿Por qué no me declaré a usted!a temporada pasada?
– Probablemente porque no me vio -respondió ella alegremente.
– Debía de estar ciego -murmuró, agitando la cabeza. Charlaron divertidos y pronto, pensando en el hombre que hubiera debido estar bailando con ella. Miranda se entristeció. Segundos después experimentó ira. Éste era su primer aniversario de boda y en lugar de estar en casa, en Wyndsong, celebrándolo con su amado, estaba bailando en un salón inglés con un duque enamorado mientras su cuñado fingía ser su marido. Si Jared pensaba que la maldita alianza angloamericana era más importante que su matrimonio, entonces ¿por qué se empeñaba ella en mostrarse como la esposa recatada y digna? ¿Quién sabía lo que estaría haciendo en la corte de Rusia? Cuando el baile llegó a su fin, Miranda pasó la mano por el brazo del duque y le dijo:
– He decidido permitirle que me acompañe a cenar, señor.
– Muy honrado -murmuró, besando la mano enguantada de lavanda antes de entregarla al siguiente bailarín.
A medida que aumentaba su ira, Miranda se mostraba más alegremente coqueta. Bailó la última pieza antes de la cena con Jonathan y le divirtió ver que él no aprobaba su comportamiento.
– Tienes a casi todos los jóvenes, casados o solteros, suspirando tras de ti.
– Tú no eres mi marido -le dijo en voz baja-. ¿Qué más te da?
– Respecto a todos los demás, soy Jared.
– Vete al infierno, mi amor.
– Por Dios, Miranda, ahora sé por qué Jared te llama fierecilla. Compórtate, o tendré que excusarte.
Lo miró rabiosa, enfurecida, y él le rodeó la cintura con un brazo.
– ¡Te odio! -exclamó Miranda entre dientes-. ¡Te odio por no ser Jared! Mi esposo estaría ahora aquí conmigo si no estuviera en San Petersburgo.
– Cálmate -le aconsejó Jon, comprendiendo su ira-. Cálmate, cariño. No puedes evitarlo y conozco bien a mi hermano; debe de sentirse tan solo como estás tú ahora.
El baile terminó y el duque se precipitó para llevarse a Miranda a cenar. Ambos hombres se inclinaron.
– Duque.
– Milord, estoy encantado de tener a su hermosa esposa como compañera de cena. Ojalá pudiera encontrar otra dama igual para hacerla mi duquesa. Belleza, inteligencia e ingenio son una combinación insólita.
– En efecto, señor. Soy muy afortunado -afirmó Jon, quien volvió a inclinarse y se alejó.
El comedor de los Swynford era aquella noche un templo a la gula. La larga mesa de caoba estaba cubierta por un mantel de damasco blanco, irlandés, con un dibujo flora!. Alineados de un extremo a otro de la mesa había seis candelabros de plata, de seis brazos cada uno, con velas de color crema. Entre los candelabros destacaban cinco centros de rosas rojas, blancas y rosas, con verde y algo de acebo. El copioso menú consistía en dos mitades de ternera asada a la sal para conservar todo su jugo. Las habían colocado a cada extremo de la mesa. Había cuatro piernas de cordero recubiertas de romero, dos lechones con manzanas en la boca, jamones aromatizados con clavo, ocas asadas y rellenas de fruta, enormes salmones escoceses en gelée, esturión, ostras, langostas y fuentes de lenguado frito. Había liebre, anguilas, carpas, paté de palomino, fuentes ovaladas de porcelana de Wedgewood con perdices y codornices, pastel de calabacín, coles de Bruselas, suflé de patatas, fritos de manzana y albaricoque, y grandes cuencos de plata con lechuga, rabanitos y escalonias.
Sobre el largo aparador estaban los postres, fuentes de plata con pastel de queso y almendras, tortas, tartas de fruta, grandes cuencos de natillas; peras recubiertas de merengue, manzanas asadas y pasteles rellenos de crema de moka. Bandejas de plata, a pisos, sostenían petiís fours recubiertos de azúcar glas blanco, rosa y verde.
Miranda comió sólo una loncha de ternera cruda, ensalada y dos diminutas patatas, pero el plato de Darius era como una montaña de ternera, lechón, codorniz, pastel de calabacín, coles de Bruselas, fritos de albaricoque y una pequeña langosta. Contempló asombrada cómo lo engullía todo y luego elegía tres postres. Ella sólo tomó uno. También bebió mucho champaña, pero ahí siguió su pauta, porque su ira no había remitido en absoluto. El champaña se le subió a la cabeza y rió como una tonta mientras el duque coqueteaba con ella. A éste, el deseo empezó a inflamarlo. Si no podía tenerla como esposa, ¡qué exquisita amante sería!
– Pasemos al invernadero, querida -le murmuró al oído-.Tengo entendido que los rosales de su cuñado no tienen parangón.
– Eso me han dicho -asintió, mientras se levantaba con dificultad-. Oh, me temo, señor, que el champaña se me ha subido a la cabeza.
Él se inclinó y le besó el hombro.
– Sólo un poquito, ángel mío. Vamonos ahora, un paseo le sentará bien.
Salieron del comedor y después de atravesar el gran salón entraron en el invernadero. Miranda avanzaba como entre algodones y la cabeza le daba vueltas. La atmósfera cálida y húmeda del invernadero la debilitó, pero le gustaba sentir el apoyo del brazo masculino. ¡Hacía tamo tiempo desde que Jared la había dejado! ¡Aquél era su primer aniversario de boda y estaba sola!
Darius Edmund condujo a Miranda hasta el fondo de la jungla en miniatura y la acomodó en un delicado banco blanco de hierro forjado. El aire estaba cargado de perfume de rosas, gardenias y linos, y Miranda empezó a sentirse mareada.
– Estoy loco por usted -le dijo Darius Edmund con voz profunda e intensa-. Es usted exquisita, más preciosa que cualquier otra mujer que haya conocido. Voy a ser franco con usted. Miranda, porque tengo entendido que los americanos prefieren las cosas claras. Quiero que sea mi amante-Antes incluso de que ella comprendiera lo que le estaba diciendo, empezó a besarla. Le bajó las hombreras del traje lavanda, y con los labios buscó ansiosamente los jóvenes senos-.¡Ah, amor mío, la adoro!
– Qué mala suerte para usted, milord, dado que la dama es mi esposa.
Darius Edmund se levantó de un salto. El alto y elegante lord Dunham lo contemplaba imperturbable.
– Por supuesto, deseará una satisfacción -ofreció el duque, envarado.
Miranda, apenas consciente, se apoyó contra el banco y cerró los ojos. El duque la había estado sosteniendo mientras la besaba, y de pronto Jon lo había estropeado todo. Estaba medio dormida y casi no veía a los dos hombres.
– No tengo el menor deseo de involucrar mi buen nombre ni el de lord Swynford en un escándalo, señoría. Puesto que nadie más ha presenciado el incidente, consideraré el caso cerrado. No obstante, le aconsejaría que en adelante se aparte de mi esposa.
Darius Edmund se cuadró y después de saludar secamente al americano, dio media vuelta y salió del invernadero. Jonathan Dunham miró a Miranda, deseándola. Le volvió a subir el traje para cubrir el bello pecho, y olió el champaña en su aliento. Moviendo la cabeza, sonrió ante la idea del dolor de cabeza que iba a sufrir por la mañana.
Miranda protestó ligeramente cuando Jon la levantó y la sacó rápidamente del invernadero, a través de la casa, y hacia arriba a su dormitorio. Como los invitados estaban distraídos bailando y jugando, no se tropezó con nadie.
– ¡Cielos, milord! ¿Le parece correcto? -exclamó Perkins cuando lo vio entrar por la puerta.
– Me temo que su señora ha bebido demasiado, Perky, y le ha sentado mal. Tendrá mucho dolor de cabeza cuando despierte. Vamos, la ayudaré a desnudarla.
Juntos consiguieron desnudar a Miranda y mientras Perkins se apresuraba a buscar un camisón, Jonathan permaneció sentado junto a la hermosa mujer tendida sobre la cama. Nunca la había visto desnuda. En realidad, nunca había visto a ninguna mujer completamente desnuda. Charity siempre insistía en que hicieran el amor a oscuras, y siempre se cambiaba en la intimidad de su vestidor.
Sus ojos verde gris acariciaron a Miranda. Después alargó la mano para tocarla y se estremeció al contacto de su piel tibia y sedosa. Noche tras noche dormía en la misma cama que ella, y se esperaba de él que se mantuviera distante. ¿Acaso era un santo?
Al darse cuenta de que tenía la mano apoyada en su muslo descubierto, la apartó súbitamente como si la superficie de su piel le quemara. «Maldición -pensó-. No puedo seguir así. ¡Oh, Dios, qué senos tan perfectos tiene!» Deseaba hundir el rostro en aquella suavidad.
Perky volvió con uno de los camisones transparentes de Miranda, la incorporaron y le pasaron la sedosa prenda por la cabeza. Jonathan la levantó mientras Perky abría la cama. Cuando la hubo arropado bien, se quedó un momento contemplándola, después se volvió bruscamente y salió tan de prisa como pudo de la alcoba.
De nuevo abajo, en el salón, trató de perderse entre el jaleo. Estaba rodeado de tentación y la estancia aparecía llena de bellas mujeres con escotes atrevidos. Los pechos lo asaltaban. Su olfato se veía asediado por perfumes de todo tipo: fresca lavanda, aromas especiados, rosas exóticas y nardos, elusivos helechos y musgo, y pesado almizcle.
Rechinó los dientes ante el ataque de brazos con hoyuelos, rizos juguetones, ojos brillantes, bocas jugosas, anhelantes. Después de una hora de tormento, sus ojos captaron un movimiento entre las pequeñas palmeras de la entrada. Eran Amanda y Adrián, fundidos en un ardiente abrazo. Vio que el joven lord Swynford pasaba las manos por la espalda de su mujer hasta llegar a las nalgas, que agarró para acercarla más a él. Apartando la mirada, Jon corrió escaleras arriba.
Tampoco podía refugiarse allí. Miranda yacía enroscada en el mismo centro de la cama, con el camisón de seda subido hasta la cintura, su adorable trasero descubierto ante él. Huyó a su vestidor, se desnudó y se tendió en el sofá para echar un sueñecito. Oyó la lluvia batiendo los cristales y la pizarra del tejado, primero con suavidad y luego con más fuerza. Se oía el vago retumbar del trueno a lo lejos. El trueno en invierno es el trueno del diablo, pensó, recordando el refrán que su abuela Dunham gustaba recordar. El retumbar fue acercándose y vio un relámpago.
– ¡Jared!
La oyó gritar, un grito de puro terror.
– ¡Jared! ¡Jared! -La voz sonaba desesperada.
Se levantó del sofá y se acercó a ella, impresionado al verla incorporada, con los brazos tendidos, los ojos cerrados y las lágrimas resbalando por sus pálidas mejillas. Más truenos provocaron nuevas exclamaciones dolidas:
– ¡Jared! ¿Dónde estás? ¡Oh, por favor, ven a mí!
Jonathan se sentó en la cama y la abrazó.
– Estoy aquí, fierecilla, estoy aquí -murmuró para tranquilizarla-. No llores, mi amor. Jared está aquí.
Llorando, Miranda apretó la cara contra su pecho. Maquinalmente la mano de Jon se posó sobre el oro plateado de su cabellera, alisándoselo. El cuerpo le dolía de deseo.
– ¡Ámame, Jared! -suplicó Miranda con pasión-. ¡Oh, Dios, hace tanto tiempo que no me has amado, mi amor!
Le lamió los pezones y él se estremeció.
– ¡Miranda! -exclamó, con la voz quebrada.
El resplandor de los relámpagos daba a la habitación un tono azulado irreal. Vio que Miranda seguía con los ojos cerrados. El trueno retumbó más cerca esta vez, estruendo tras estruendo, y ella se le aferró desesperadamente.
– ¡Oh, Jared, te prometo ser la esposa que deseas! ¡No vuelvas a dejarme! Por favor, ámame, Jared. ¡Por favor!
Se desplomó hacia atrás, arrastrándolo, y Jonathan Dunham tuvo la certeza de que iba a hacer el amor con la mujer de su hermano.
Todo se borró excepto su profundo deseo por aquella ninfa de oro plateado. Ya no podía resistir el hambre que lo roía. Ya no quería luchar más.
Encontró su boca ansiosa y bebió de ella gustando la dulzura de sus labios de flor. Besó hasta el último rincón de su rostro en forma de corazón, el adorable hoyuelo de su barbilla, su naricita recta, los sombreados párpados, las oscuras pestañas palpitantes contra las pálidas mejillas como oscuras mariposas.
Sus manos recorrieron el hermoso cuerpo y la oyó suspirar feliz cuando ambas pieles desnudas se rozaron. Quería tiempo para explorar aquella nueva tierra maravillosa, pero ella no quiso darle tiempo.
Se agitaba desesperadamente debajo de él y pronto sus dedos le buscaron el sexo, tocándolo con sus manitas ardientes que lo fueron acariciando y masajeando hasta que Jon creyó reventar de pasión. Metió entonces la rodilla entre los tiernos muslos, los separó y penetró profundamente en el rendido cuerpo de Miranda.
– ¡Oh, Jared! -exclamó-. ¡Oh, mi amor, sí!
A su alrededor el trueno retumbaba sin cesar y los relámpagos estallaban con violencia, iluminando y oscureciendo la alcoba en rápida sucesión. Miranda era fuego en sus brazos. Se entregó a él por completo, pero, naturalmente, no se rindió a Jonathan, sino a Jared.
Jonathan lo sabía. Miranda no había abierto los ojos ni una sola vez y de repente Jon comprendió que en ningún momento había tenido consciencia de él. La desesperada necesidad de Jared, el miedo a la tormenta y el exceso de licor habían sido los responsables. Había tomado a la mujer de su hermano adúlteramente, y Jonathan se sintió de pronto tan hundido por el remordimiento como lujurioso poco antes.
Hubiera salido de la cama, pero Miranda estaba acurrucada junto a él, con la cabeza apoyada en su hombro. La rodeó con un brazo protector y echó el cobertor sobre ambos. Con los ojos hundidos permaneció escuchando la lluvia. El trueno había desaparecido y cesado los relámpagos. Se levantó viento y supo que por la mañana encontraría que las últimas hojas habían caído. Miranda murmuró contra él y Jon estrechó su abrazo. Dios Santo, Miranda, ¿qué he hecho? Se consoló con la idea de que probablemente Miranda no recordaría nada, ya que en realidad no había sido consciente. Los minutos se arrastraron y formaron una hora, y luego dos. Se le estaba durmiendo el hombro y tenía frío pese a los cobertores. La alcoba empezó a clarear con la llegada del día y pronto los pájaros iniciaron sus locas charlas.
– Fuiste tú y no Jared, ¿verdad? -Su dulce voz le traspasó el alma.
– Miranda… -No sabía si debía mentirle o admitir su culpa.
– ¡Gracias, Jon!
Se quedó estupefacto. Aquello no era nada de lo que había esperado. ¡Lágrimas, sí! ¡Recriminaciones, sí! Pero ¿agradecimiento?
– Sí, Jon. Gracias.
– No… no comprendo -balbuceó.
– Gracias por haber hecho el amor conmigo.
– Dios mío. Miranda, ¿qué clase de mujer eres?
– No tan horrible como estás pensando -le respondió con dulzura-. Ignoro si esto te consolará, pero anoche no lo sabía. Cuando esta mañana ha despertado en tus brazos, desnuda, he comprendido que el maravilloso sueño que tuve no había sido imaginario.
Jon se estremeció.
– Miranda… ¡Santo Cielo! ¿Cómo puedo pedirte que me perdones? Me aproveché de tu terror y del hecho de que habías bebido demasiado. ¡Me dejé dominar por la lujuria!
– Sí, claro que sí-respondió y a Jon le pareció advertir un atisbo de risa en su voz-. Pero tú no haces el amor como tu hermano, Jon-continuó, con gran embarazo por su parte-. Jared es más hábil y mucho más paciente.
– Maldita sea, Miranda, no creo que eso sea algo que debamos discutir.
– ¡Bobadas! Es mejor que lo discutamos si debemos continuar con esta farsa. No podremos comportarnos con normalidad si tú no puedes siquiera mirarme. ¡Oh, Jon! Yo también tuve parte de culpa en lo que ocurrió anoche. Me dio por compadecerme de mi, pero, Dios mío, ¡añoro tanto a Jared! Bebí demasiado y nunca he tenido cabeza para aguantar el champaña. Coqueteé con Darius Edmund porque tú te pusiste autoritario conmigo. Estaba más tensa que un muelle a punto de saltar.
– ¿Por qué? Lo tienes todo.
– No precisamente todo, Jon, mi amor -rió por lo bajo.
– ¡Miranda! -exclamó, escandalizado.
– ¿No se ponía nunca gruñona Charity cuando la abandonabas?¡O tal vez tú no eres hombre que abandone a su mujer!
– Por favor. Miranda, esta conversación no es propia de una señora.
– ¡No llevábamos siquiera un año de casados cuando tu hermano me dejó! -le espetó, furiosa-. ¡Me tienen sin cuidado las guerras, la política y Bonaparte! ¡Quiero a mi marido! ¡Quiero irme a mi casa, a Wyndsong!
– Si no hubieras desobedecido a Jared viajando a Inglaterra sin él, tu esposo tampoco habría venido ni se hubiera visto obligado a cumplir la misión de Palmerston.
– ¡Podía haberse negado! Yo lo necesito, Jon, y anoche necesitaba su amor.
– ¿Y si hubieras quedado embarazada?
– No me has dejado embarazada, Jon.
– No puedes estar segura, Miranda.
– Claro que sí. Ya estoy embarazada.
– ¿¡Qué!?
– Creo que sucedió la última noche que Jared y yo estuvimos juntos antes de que él saliera hacia San Petersburgo. Mi hijo nacerá en primavera. Sólo confío en que su padre esté en casa para darle la bienvenida a este mundo. Con o sin Bonaparte, el niño llegará.
– Dios mío, esto empeora las cosas -exclamó con voz ronca-. No sólo he mancillado a la mujer de mi hermano, sino que he forzado a la esposa embarazada de mi hermano.
– ¡Qué hombre tan extraño eres, Jon! -rió burlona-. Primero tienes miedo a dejarme embarazada y ahora lamentas no haberlo hecho. -Pero al darse cuenta de su sincero pesar, se calmó-. Escúchame, querido Jonathan. Si anoche yo estaba como un muelle a punto de saltar, lo mismo te sucedía a ti. Charity lleva muerta cinco meses. Si yo necesitaba ser amada, lo mismo necesitabas tú. No digo que nos hayamos comportado correctamente y te juro que no volverá a ocurrir, pero nos necesitábamos, Jon. -Apoyó dulcemente una mano en su hombro-. ¿Te das cuenta de lo que esto significa, Jon? Has dejado de llorar a tu mujer. Estás dispuesto a vivir de nuevo.
– Pero Jared… -empezó.
– Tu hermano no debe enterarse. Decírselo nos traería algún consuelo pero, ¿te parece justo para él? Lo que sucedió anoche no volverá a ocurrir, ¿verdad, Jon?
– En efecto.
– Entonces no es necesario que Jared se entere de que las dos personas que más quiere han demostrado ser demasiado humanas.
– Le cogió la mano-. Debes buscarte una amante, Jon. Nadie pensará mal de ti por ello. Dentro de poco voy a anunciar mi estado. Todos los caballeros mantienen señoras de costumbres disipadas.
– Santo Dios, Miranda, ¿acaso hablas con mi hermano tan libremente?
– Sí, pero, como comprenderás, nunca le he aconsejado que tomara una amante. Si descubriera que lo ha hecho, le arrancaría el corazón.
– No puedo imaginar que jamás sienta la necesidad de buscar distracción fuera de casa. -Y para hacerla rabiar, le recorrió el hombro desnudo con el dedo.
– Creo, Jon, que debes buscarte una compañera cuanto antes. Es más fácil mantener una actitud indiferente cuando no ardes por mi. No, no me mires así. Las mujeres también tienen sus necesidades.
– Cierra los ojos -le ordenó.
– ¿Porqué?
– Porque deseo levantarme y recoger mi ropa.
– No tienes nada que no haya visto -murmuró dulcemente.
– ¡Miranda! -protestó.
– Oh, está bien -reconoció, modosa, y Jon rió entre dientes mientras se apresuraba hacia su vestidor.
Repentinamente, se dio cuenta de lo mucho que le gustaba Miranda. Para ser tan joven, era asombrosamente sensible, y comprendió lo afortunado que era Jared. También se sintió aliviado por su reacción acerca de lo ocurrido la noche anterior. Reflexionando sobre su pasión sin inhibiciones, sacudió la cabeza. Sí, iba siendo hora de que se buscara una amante.
El hijo de Miranda Dunham nació pasados diez minutos de la medianoche del 30 de abril de 1813. Llegó, según los cálculos de su madre y del doctor que la atendía, dos semanas y media antes de la fecha prevista. Sin embargo, era un chiquillo fuerte y sano. La temporada londinense estaba algo más que mediada, pero la moda del talle bajo el pecho había permitido a Miranda relacionarse socialmente hasta el último momento. En realidad, en opinión del doctor, la vida activa de lady Dunham era la responsable del nacimiento algo prematuro de su hijo.
– ¡Bobadas! -exclamó la paciente-. Tanto el muchacho como yo estamos perfectamente.
El médico se había ido meneando la cabeza. La joven lady Swynford, declaró en privado, era mejor paciente que su hermana. Aunque su hijo no nacería hasta finales de junio, se había retirado prudentemente de la vida social después de marzo, tres meses antes del alumbramiento.
Ambas hermanas se habían reído a espaldas del buen doctor, y ante el horror del ama habían desnudado al niño encima de la cama de la mamá para admirar su perfección. Los dediles de manos y pies, las uñas diminutas, su espeso pelo negro, los genitales en miniatura, todo les provocaba exclamaciones de júbilo.
– ¿Cómo vas a llamarlo? -preguntó Amanda cuando su sobrino ya tenía una semana.
– ¿Te importaría que le ponga el nombre de papá? -dijo Miranda.
– ¡Cielos, no! Thomas es un nombre Dunham. Adrián y yo hemos decidido que si tenemos un varón lo llamaremos Edward, y si es niña Clarissa. ¿Qué opina Jared?
– ¿Jared? Oh, está de acuerdo. El niño se llamará Thomas. Pienso pedir a Adrián que sea su padrino, y el hermano de Jared, Jonathan, también va a ser padrino. Jared tendrá que representar a su hermano en la ceremonia, porque es imposible que Jon pueda venir de América. ¿Querrás ser tú la madrina de mi hijo?
– Encantada, cariño, si tú aceptas ser la madrina del mío.
– Pues claro que sí, Mandy -prometió Miranda.
Thomas Jonathan Adrián Dunham fue bautizado a mediados de mayo, en la pequeña iglesia de la aldea perteneciente a Swynford Hall. Si lord Palmerston había tenido noticias de Jared, no comunicó ningún mensaje a Miranda. En realidad, se había esforzado en no tropezarse con ella en ninguno de los actos sociales a los que ambos asistían. Ignorando lo que pudo haber contado a su amante, lady Cowper, Miranda ni siquiera podía suplicar a Emily que intercediera por ella. La situación se estaba volviendo intolerable.
El alumbramiento del pequeño Tom había sido relativamente fácil, sin embargo Miranda se cansaba con frecuencia y se sentía más sola que desde hacía meses. Jon, naturalmente, había estado con ella durante el parto, sentado a su lado, secándole la frente sudorosa con un pañuelo empapado en colonia, dejándola que estrechara sus manos hasta el extremo de creer que iba a rompérselas, todo para darle ánimos. Cuando Miranda pensó en Jared, por un instante pensó en abandonar, pero el hecho de ver a Jon la había ayudado. Jon entendía de mujeres dando a luz.
Pero lo que más disgustaba a Miranda era pensar que Jared ni siquiera sabía que iba a tener un hijo. Su marido ignoraba que tenía un hijo fuerte y sano. Sin tener la menor noticia de su esposo, su imaginación pesó sobre los nervios habituales después del parto. Jared no había sido célibe antes de su matrimonio y ahora, separado de ella, ¿qué podía impedirle buscarse una amante en San Petersburgo?
Alternaba entre lágrimas y pataletas al imaginar a su Jared con otra mujer retorciéndose debajo de él. [Otra mujer recibiría lo que por derecho le pertenecía! Entonces se echaba a llorar de frustración, odiándose por dudar de él, odiándolo por anteponer el patriotismo a su mujer.
Si Jared hubiera podido conocer sus pensamientos le habría complacido enormemente, porque poco antes del nuevo año había pasado a ser huésped forzoso del zar. Su nuevo hogar era un espacioso apartamento de dos piezas en la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Estaba bajo la protección del zar, pero no le estaba permitido marcharse.
La única mujer que le preocupaba era Miranda, y pensaba en ella con frecuencia. La había convertido en una mujer, su amor le había dado seguridad, confianza, y ahora la imaginaba acosada por todo caballero con sensibilidad en aquella sociedad, deslumbrante con su ingenio e insólita belleza.
Una furia impotente lo torturaba. ¿Y si aquel sátiro real, Prinny, se empecinaba en querer seducir a Miranda? ¿Podría ella evitarlo? ¿Querría evitarlo? Pese a su barriga, el príncipe regente era un hombre encantador y fascinante. ¡Por Dios! ¡Mataría al canalla si se atrevía a tocarla! «¡Oh, Miranda-pensó-, pese a toda tu inteligencia, sabes tan poco del mundo! Solamente ves lo que quieres ver, amor mío, y nada más.» Jared Dunham paseaba furioso e inquieto arriba y abajo de sus habitaciones, entregándose a todos los diablos por haber abandonado a su esposa.
Y como para burlarse de su malhumor, San Petersburgo disfrutaba de unos días claros y soleados. Más allá de las rejas ornamentales y de los cristales de las ventanas, distinguía el cielo azul y el brillante sol.
La ciudad estaba blanca de nieve que resplandecía en los tejados y en las cúpulas acebolladas de las iglesias. A sus pies, el Neva estaba helado y la aristocracia se divertía haciendo carreras de trineo a tumba abierta sobre la superficie congelada. Imaginaba el tronar de los cascos y los gritos de participantes y público a la vez. Allí arriba, en su pequeño mundo, los únicos ruidos eran los que hacían él o Mitchum.
Pensó en Londres, en la temporada que empezaba. Se preguntaba cómo se adaptaba su hermano Jonathan, aquel firme yanqui de Nueva Inglaterra, al papel de lord angloamericano. Se rió, divertido ante la idea de su sensato y sencillo hermano, obligado a vivir en brazos del lujo, como se esperaba de lord Dunham.
Pero Jonathan se había adaptado cómodamente a su papel de rico lord yanqui. Tenía su club y una deliciosa amante, una pequeña bailarina de la ópera de Londres. Durante su estancia en Londres, salía a cabalgar a diario con Adrián, tenía suerte en el juego, visitaba el gimnasio del Caballero Jackson para boxear y acompañaba a su bailarina a todos los lugares donde un caballero podía dejarse ver con su amante.
Antes de que los Dunham y los Swynford salieran para Worcester, se había despedido de la dama regalándole un vistoso aderezo, collar, pendientes y pulsera, de pálidas aguamarinas del Brasil. No contaba con volver a verla y se rió ante la posibilidad de que Jared se la encontrara algún día.
De nuevo iban a pasar el verano y el otoño en Swyntord Hall. El bebé, Tom, estaba instalado en unas habitaciones alegres que se habían redecorado en espera de la llegada de su primo. Serían, según declaración de Amanda, como gemelos. El personal encargado de los niños se dedicó a mimar al nuevo heredero de Wyndsong Island, y Miranda apenas veía al niño excepto unos minutos por la mañana y otro tanto antes de que se durmiera.
Jon pasaba la mayor parte del tiempo lejos de ella y Miranda descubrió escandalizada que se había enamorado sinceramente de una joven viuda de la aldea, a quien había conocido el invierno anterior.
La joven señora Anne Bowen era la hija del anterior rector de la iglesia de Swynford, ahora ya fallecido. Anne se había casado a los dieciocho años con el hijo menor del señor local, pero la familia de su marido había contado con que su hijo se casara con una heredera, no con la hija del vicario local; en consecuencia, desheredaron al joven Robert Bowen y lo dejaron sin un céntimo. Afortunadamente, había sido un erudito porque su familia le había educado bien. Abrió una modesta escuela para enseñar a los niños de la localidad. El matrimonio vivía en la rectoría, porque el vicario era viudo. Con la bendición de un techo sobre sus cabezas, la huerta que Anne cuidaba y las modestas ganancias de Robert como maestro estaban tranquilos.
En los diez años de su matrimonio les nacieron un niño y una niña. Entonces, dos años atrás, suegro y yerno habían muerto un atardecer de un día de otoño en que habían salido a dar un paseo. Habían sido arrollados por la diligencia de Londres a Worcester, que patinó al salir de una curva, completamente descontrolada en manos de su cochero borracho. Sólo los gritos de los aterrorizados pasajeros habían logrado detener al conductor, que fue arrancado del pescante y golpeado sin piedad por los airados labradores que corrieron desde los campos, indignados por las muertes de sus amados vicario y maestro.
Anne Bowen se quedó de pronto, a la vez, sin padre y sin marido y en la más absoluta pobreza. De no haber sido por la bondad del joven lord Swynford, Anne Bowen también se hubiera encontrado sin hogar y en el asilo, una vez llegado el nuevo párroco. Adrián se preocupó de que se le diera una casita de piedra en buen estado, en las afueras de la aldea, completamente gratis. El joven lord no podía permitirse proporcionar una pensión a la viuda y a los dos niños, pero se preocupó de que no le faltara leche y mantequilla de su granja. Con su pequeña huerta y unas pocas gallinas, patos y ocas, Anne Bowen podía estar segura de que sus hijos no morirían de hambre.
Los pequeños crecían de prisa. El joven John Roben necesitaba estudiar y recibir una educación como su padre. Ya tema once años y debería haber ingresado en Harrow. Por otra parte, ¿qué sería de Mary Anne? Era demasiado distinguida para casarse con un granjero, pero no tenía dote. Anne, desesperada, recurrió a sus suegros quienes la rechazaron con firmeza. Anne Bowen quería desesperadamente a sus hijos y por ellos se humilló:
– No pido nada para mí -suplicó-, sólo para los niños. Son sus nietos. Puedo proporcionarles un techo, comida y vestirlos, pero no puedo permitirme la educación del niño ni la dote de la niña. ¡Por favor, ayúdenlos! Son unos niños estupendos.
La informaron brutalmente de que no reconocían el matrimonio con su hijo y la acompañaron fríamente a la puerca. No se permitió el lujo de llorar hasta que estuvo cerca de la verja, pero entonces las lágrimas se desbordaron y se alejó a ciegas.
– ¡Chisss, señora!
Se volvió y vio a una mujer con el uniforme de doncella.
– Soy Thatcher, la doncella de la joven señora. No está de acuerdo en cómo la han tratado los señores. No puede hacer nada, pero le gustaría darle esto. -Le puso un pañuelo en la mano-. Desearía que pudiera ser más. -La mujer desapareció apresuradamente por entre los arbustos que bordeaban la avenida.
Anne Bowen deshizo el pañuelo de hilo y encontró dos soberanos de oro. La bondad de su desconocida cuñada hizo que las lágrimas fluyeran con más abundancia que antes durante los once kilómetros de distancia hasta Swynford. Al día siguiente hizo saber que se ofrecía como costurera y que quienes desearan algo más elegante que las ropas confeccionadas en casa, podían disponer de sus servicios.
Pasaron dos años. Estaba tan ocupada manteniendo a su pequeña familia que no se daba cuenta de lo sola que se encontraba. Entonces, un día de mayo, el gatito de Mary Anne se quedó atrapado en lo alto de un manzano. El gatito era una boca más que alimentar, pensó cuando la niña lo llevó a casa. Pero al ver la desesperación en los ojos de la pequeña, suspiró y accedió, sí, el gatito iba a ser una posesión valiosa para el hogar. ¡La pobrecita Mary Anne tenía tan pocas cosas!
– ¡Maldita sea! -exclamó por lo bajo contemplando al pequeño animal blanco y gris. ¿Cómo diablos lo bajaría? Mary Anne lloraba a su lado.
– ¿Puedo ayudarla? -Anne se volvió y vio a un elegante caballero que desmontaba de su caballo.
Reconociendo al cuñado de lord Swynford, le hizo una reverencia.
– Es usted muy amable, señor, pero no quisiera que se ensuciara la ropa.
– Tonterias -Jon trepó al árbol y le entregó el gatito a Mary Anne-. Toma, pequeña, y procura que el descarado no se te vuelva a escapar.
Las lágrimas de Mary Anne desaparecieron y salió corriendo con el garito apretado contra su pecho.
Jon saltó con ligereza del árbol, se sacudió la ropa y Anne Bowen le sonrió tímidamente:
– Gracias, milord. Si le hubiera ocurrido algo al gatito, mi hija se hubiera desesperado.
– No ha sido ninguna molestia, señora. -Inclinó la cabeza, volvió a montar y se alejó.
Durante varios domingos, al salir de la iglesia, la saludaba, alzaba el sombrero, y decía:
– Buenos días, señora.
Su esposa estaba con él todos los domingos y Anne pensó en lo hermosa que era lady Dunham. Le envidiaba su ropa elegante. Un día, varias semanas después de su primer encuentro, Jon se detuvo en la casita para preguntar por el gatito. Después adquirió la costumbre de pasar por lo menos dos veces a la semana, y Anne Bowen se encontró esperando impaciente sus visitas.
A veces traía caramelos para los niños, que, al no disponer de dinero para semejantes lujos, los devoraban en un abrir y cerrar de ojos. Luego, un atardecer, apareció con un conejo pelado y a punto de echar a la cazuela. Anne, correctamente, lo invitó a cenar esperando que declinara su humilde ofrecimiento, y se sorprendió al ver que lo aceptaba. Nunca había recibido en la casita. Sus vecinos la respetaban porque, aunque era mucho más pobre que ellos, no por eso dejaba de ser la hija del vicario. Sólo en ciertas ocasiones se aventuraban hasta su puerta.
Jon se sentó junto al fuego en el único sillón y la contempló mientras ponía la mesa. Anne sacó del arca de la ropa un precioso mantel de hilo irlandés, blanco como la nieve, que tendió sobre la mesa ovalada. Del aparador gales salió la porcelana fina de su madre y unas copas de cristal verde pálido. Los cubiertos eran de acero pulido con mangos de hueso y los candelabros parecían de estaño. Los niños trajeron ramas del jardín para decorar la mesa. El estofado de conejo se iba cociendo saturando toda!a casa de un sabroso aroma.
Los niños estaban extasiados. Raras veces probaban la carne. Anne casi lloró al ver su alegría ante los ligeros buñuelos que hizo gracias a su tesoro de harina. Preparó una ensalada de lechuga recién cogida y también una tarta de manzana… agradeciendo la generosidad de lord Swynford, que le permitía disponer de buena y espesa crema de leche. Jon se fijó en todo; el afán de los niños por el conejo estofado, el orgullo tranquilo de Anne y sus mejillas arreboladas. Se dio cuenta de que no debían de estar acostumbrados a comer tan bien y se maldijo interiormente por haber aceptado su invitación, privando así a los niños de una buena ración.
Anne era una cocinera maravillosa, y Jon no pudo evitar comer golosamente, lo que suscitó una sonrisa en la preciosa cara de la viuda.
– Da gusto ver de nuevo el apetito de un hombre -murmuró.
– Le traeré otro conejo mañana -le prometió-, y no pediré que me deje quedar a cenar esta vez.
– No debe hacerlo. Ya ha sido más que generoso.
– Hay demasiados conejos en la finca. Después de todo, mi ofrecimiento es honrado. No soy cazador furtivo.
– No quise decir… Oh… -Se ruborizó al comprender que se burlaba de ella. Recobrándose, añadió-: Estaré encantada de aceptar otro conejo, milord.
Los niños habían salido fuera a jugar y él se ofreció a ayudarla a recoger la mesa, pero Anne no se lo permitió.
– Debe marcharse, milord, mientras queda todavía luz para que le vean.
– ¿Por qué?
La mujer volvió a ruborizarse.
– Si los vecinos no le ven salir, supondrán que se ha quedado. Perdone mi pretensión y mi falta de delicadeza, milord, pero debo pensar en mis hijos.
– No, señora Bowen -dijo mientras se levantaba-. Soy yo quien debe pedirle perdón por mi falta de tacto. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Mal pagaría su hospitalidad si pusiera en entredicho su reputación- -Se inclinó mientras se dirigía a la puerta-. Servidor, señora.
Anne lo contempló mientras Jon cabalgaba carretera abajo y suspiró. Ojalá un buen hombre como éste viniera algún día y se casara con ella. Anne Bowen sabía que debería casarse por poco que pudiera. Lord Swynford había sido muy bueno y la poca costura que conseguía les servía para ir tirando, pero John Robert no podía crecer como un ignorante y Mary Anne debería casarse algún día decentemente. A menos que alguna hada buena le dejara una olla de oro, le resultaría imposible prescindir de un hombre, pero ¿a quien podía encontrar allí, en la aldea de Swynford? Por otra parte, salir de allí, equivalía al asilo.
De regreso a la mansión en el atardecer rosado, Jonathan Dunham se encontró incapaz de olvidarla. Era bonita y valiente. Le recordaba a Charity y, sin embargo, no guardaba el menor parecido con su primera esposa. Charity había sido una muchacha robusta y fuerte de Cape Cop, con alegres ojos azules y unos rizos rubio ceniza, cuya tez solía estar morena por el tiempo que pasaba al aire libre. Era fuerte, práctica, sensata, un sano ejemplo de la feminidad americana. Anne Bowen era una rosa inglesa, no muy alta, esbelta y de tez pálida. Tenía los ojos grises, preciosos, y el cabello cobrizo. Daba la impresión de gran delicadeza, aunque saltaba a la vista su fortaleza. El único parecido real entre las dos mujeres era su entrega a los hijos.
Se había sentido atraído por ella desde el principio. Su admiración aumentó por lo que le contaron los demás y lo que él mismo había visto.
Tenía que ir a verla y no tardó en aparecer a la caída de la tarde por la puerta trasera de la casita. Pero su comportamiento era casto. Él y su familia se habían ido a Londres después de Año Nuevo y no volvió a ver a Anne hasta mayo. Desde Londres había enviado regalos a los niños y se había puesto de acuerdo con lord Swynford para que se les autorizara a montar sus caballos.
– Por Dios, Adrián -le dijo-. Estos niños no son paletos… son pobres, por supuesto, pero son señores. Hasta que el vicario y su padre fallecieron, tuvieron sus propios caballos. Además, con nuestras dos esposas embarazadas, los caballos sólo hacen ejercicio con los mozo de cuadra. Los niños te harían un favor.
– Te has interesado mucho por los Bowen, Jared. ¿Acaso la bonita viuda te consuela de la pérdida de Miranda? -comentó Adrián burlón, pero dio un paso atrás al ver la expresión airada de lord Dunham-. ¡Santo Dios, Jared! ¿Qué es lo que he dicho?
– La señora Bowen no es mi amante, Adrián, si es esto lo que insinuabas. Me escandaliza que pudieras suponer semejante cosa de una dama como Anne Bowen.
Adrián, lord Swynford, miró con curiosidad a su cuñado pero no dijo nada más. Miranda parecía feliz con su marido, y él no tenía por qué intervenir.
Jonathan volvió a ver a Anne Bowen el primer domingo que pasó de nuevo en Swynford Hall. Al salir de la iglesia la vio del brazo de Peter Rogers, el posadero.
– Creía que el posadero estaba casado -murmuró al oído de Adrián.
– Me ha dicho el administrador que la señora Rogers murió este invierno, y se ha visto a Peter en compañía de la señora Bowen bastantes veces en los últimos meses. No es mala persona y ella tiene que volver a casarse por los niños.
Mientras Jonathan contemplaba al posadero se sintió invadido de una rabia terrible. El hombre miraba a Anne como si fuera una tarta de fresa a punto de ser devorada. Sus ojillos no dejaban de echar ojeadas al pecho de la viuda y cada vez que lo hacía, se relamía después. Jonathan suspiraba por aplastarle la cara a aquel hombre. Durante el resto del día, Peter Rogers acaparó todos sus pensamientos… Peter Rogers y Anne. A la caída de la tarde ya no pudo aguantar más. Cabalgó hacia la casita.
Los ojos de Anne miraban cautelosos cuando respondió a la violenta llamada de Jonathan.
– ¿Milord?
– ¿Está sola?
– Sí, milord.
– ¿Y los niños?
– Se han acostado hace un rato, milord. Por favor, entre, se le puede ver muy bien a la luz de la puerta.
Cruzó el umbral, cerró la puerta tras de sí y preguntó:
– ¿Va a casarse con Peter Rogers?
– Si él me lo pide -respondió tranquila.
– ¿Porqué?
– Milord, tengo dos hijos. Para una mujer sola es una tarea muy ardua. Ya no tengo dinero ni familia, y la familia de mi difunto marido no moverá un dedo por ayudarme. Lo sé con toda seguridad porque me humillé y fui a suplicarles que ayudaran a sus nietos. Debo volver a casarme, pero en la aldea no hay nadie de mi posición social. ¿Qué puedo hacer? El señor Rogers es un hombre ambicioso. Si me lo pide, me casaré con él a condición de que me prometa mandar a John a la escuela y dote a Mary Anne.
– ¿Se venderá a ese cerdo por dinero?-Estaba horrorizado-. Si es dinero lo que quiere, yo puedo darle más -le espetó. La atrajo brutalmente hacia sí y la besó, la besó apasionadamente hasta que ella dejó de forcejear y se transformó en una carga suave, flexible y llorosa. La levantó del suelo y la llevó al pequeño dormitorio. Le hizo el amor despacio y con ternura, con una dulzura tan suave como avasalladora había sido su ira.
Anne no podía creer lo que estaba ocurriendo. Siempre le había parecido agradable con Roben, pero nunca había sentido nada similar. Era una pasión ardiente que la colmaba de una sensación extraordinaria y nueva, y cuando se terminó y descansó agotada en brazos de su amante, se echó a llorar convencida de que algo tan maravilloso no podía ser malo.
Jon la mantuvo abrazada, dejando que sus lágrimas le empaparan el pecho. Por fin, cuando sus sollozos se transformaron en leves hipidos que gradualmente fueron apagándose, le preguntó a media voz:
– Si yo estuviera libre de casarme contigo, ¿te convertirías en mi esposa, Anne?
– Pe… pero no lo estás -suspiró.
– No has contestado a mi pregunta, amor. Si estuviera libre, ¿te casarías conmigo?
– Claro que sí.
Sonrió en la oscuridad.
– No aceptes al señor Rogers, Anne. Todo saldrá bien, te lo prometo. ¿Querrás confiar en mí?
– ¿Me estás ofreciendo ser tu amante?
– ¡Cielos, no! -masculló, rabioso-. Te tengo en demasiada estima para eso.
No lo comprendió, pero era demasiado feliz para preocuparse. Lo amaba. Lo había amado desde el momento en que lo conoció. El no lo había manifestado, pero sabía que él también la amaba.
La dejó justo antes de que amaneciera, escabulléndose por la puerta trasera y cabalgando a través de los campos brumosos y grises del alba. Aquella mañana a las nueve. Miranda recibió a Jonathan en su alcoba. Sentada en la cama, con una mañanita de seda rosa pálido sobre los hombros y el cabello trenzado, resultaba de lo más apetecible, pensó. Le besó la mano que le tendía.
– Miranda.
– Buenos días, milord. Para alguien que ha pasado toda la noche fuera, tienes muy buen aspecto.
– Tan temprano y qué bien informada estás.
– ¡Ah! Los mozos de cuadra te vieron llegar y se lo dijeron a la lechera, quien a su vez se lo contó a la pinche cuando trajo los huevos esta mañana. La pinche, naturalmente, se lo pasó a la cocinera que lo mencionó a la doncella cuando Perky fue a recoger mi desayuno, y Perky me lo ha contado a mí. Está indignada de que me hagas esto.
– Aquí Miranda imitó hábilmente a su fiel servidora-. Es lo que se puede esperar de un caballero cuando ha conseguido lo que desea, milady.
Jonathan se echó a reír.
– Me alegra saber que cumplí con lo que Perky considera el deber de un caballero.
– Estás preocupado. Lo veo en tus ojos. ¿Puedo ayudarle de alguna forma?
– No estoy seguro. Verás, me he enamorado. Miranda. Quiero casarme, pero como debo ser Jared y no Jon, ni siquiera puedo declararme a la dama de forma respetable. Y quiero hacerlo. Miranda. No quiero que Anne me crea un canalla. Desearía revelarle quién soy en realidad, pero no me atrevo. No quisiera poner a Jared en peligro.
Miranda se quedó pensativa un Ínstame, luego dijo:
– Debes decirme primero quién es la dama, Jon.
– Anne Bowen.
– Tengo entendido que se trata de una dama discreta y tranquila. ¿ Estás seguro de que te aceptaría si se lo pidieras?
– Sí.
– No creo que el hecho de que Anne Bowen conozca nuestro secreto perjudique a Jared -observó Miranda-. Seguro que mi marido no tardará en llegar y entonces terminará esta farsa. Estamos lo suficientemente lejos de Londres y éste no es un lugar de moda que atraiga a la alta sociedad. No quisiera que Anne Bowen tuviera la dolorosa convicción de que está metida en una situación adúltera. Considero mejor que le cuentes la verdad. Pero ¿te creerá ella? Ésta es una situación poco corriente.
– Me creerá si vienes conmigo cuando se lo cuente.
Miranda reflexionó el asunto. Había estado pensando en un plan, y ahora veía que si Jon estaba ocupado con Anne ella quedaría libre de desaparecer.
– Está bien, Jon. Confirmaré tu historia ante Anne Bowen.
Agradecido, le besó de nuevo la mano y salió de la alcoba silbando. Miranda sonrió para sí. Le complacía verlo feliz y con Anne Bowen para tranquilizarlo, para que no se desesperara demasiado cuando ella desapareciera.
Había decidido ir a Rusia en busca de Jared. Su marido llevaba fuera casi diez meses. Justo antes de abandonar Londres, Miranda había podido acorralar a lord Palmerston. El ministro de la guerra británico se había mostrado seco.
– Cuando yo sepa algo, se lo transmitiré, señora.
– Hace meses que se fue, milord, y no se me ha dicho ni una palabra. He pasado sola el embarazo y el nacimiento de mi hijo. ¿No puede darme ninguna esperanza? ¿No puede decirme nada?
– Le repito, señora, que me pondré en contacto con usted cuando me entere de algo. A sus pies, milady. -Sonrió cordialmente y se inclinó.
Miranda tuvo que hacer un gran esfuerzo por no gritar. Lord Palmerston era el hombre más arrogante que jamás había conocido y se estaba comportando de la manera más injusta. Estaba harta de esperar. Ya no podía más. Si Jared no podía llegar a ella, ella iría a Rusia.
Por supuesto, esto era algo que no podía discutir con nadie. Había consultado un mapa en la biblioteca de Adrián y comprobó que había unos cientos sesenta kilómetros hasta la pequeña aldea de la costa, conocida como The Wash, donde el yate de Jared, el Dream Witch, estaba fondeado. Necesitaría una berlina, porque no podía servirse de ninguno de los coches de Swynford. Y por encima de todo, necesitaría ayuda, pero ¿en quién podía confiar?
De pronto se le ocurrió que mandaría a buscar su propia berlina a Londres. Amanda y Adrián habían insistido en que allí, en el campo, no necesitarían su propio coche, cuando la mansión Swynford tenía tantos. Pero ahora lo necesitaba y Perky podía ayudarla. Su coqueta doncella estaba a la sazón enamorada del segundo cochero.
Aquella noche, mientras cepillaba el pelo de su señora, Perky suspiró de forma audible. Miranda aprovechó rápidamente la ocasión.
– ¡Pobre Perky! Si no me engaño, éste es un suspiro de amor. Me imagino que añoras a tu galán.
– Oh, sí, milady. Me ha pedido que me case con él y pensábamos que podríamos hacerlo este verano y así estar juntos. Entonces va y milord deja el coche en Londres.
– ¡Oh, Perky, por qué no me lo dijiste! -Miranda se mostró toda simpática-. Tendremos que traerte a tu joven… ¿cómo se llama?
– Martin, milady.
– Tendremos que encontrar el medio de traer a Martin a Swynford.
– Oh, milady. ¡Si pudiera hacerlo!
Miranda empezó a urdir la trampa. Lord Steward había invitado a Adrián y Jon a pescar en sus fincas de Escocia. Tanto ella como Amanda habían insistido para que aceptaran, aunque la invitación era para una fecha inmediata al nacimiento del hijo de Amanda.
– Me sentiría muy culpable si negara a Adrián su distracción veraniega -comentó Amanda-. Además, el bautizo no será hasta después de San Miguel. Los niños recién nacidos son horribles… todos arrugados; mientras que una criatura de tres meses empieza a ser un querubín.
– ¿En qué te fundas para semejante afirmación? -Se rió dulcemente Miranda.
– La vieja lady Swynford me lo ha asegurado. Sabes, Miranda, había juzgado mal a la madre de Adrián. Es una mujer simpática y ambas deseamos lo mejor para Adrián. Me asombro al comprobar cómo coincidimos en muchos aspectos. Precisamente la semana pasada me confesó que se había equivocado en la opinión que yo le merecía. Dice que soy la esposa perfecta para Adrian.
– Qué suerte habéis tenido las dos al haceros amigas -observó Miranda secamente. Era más que probable que la madre de Adrián se diera cuenta de que cuanto menos tolerara a la esposa de Adrián, menos vería a su nieto, pensó Miranda. Bueno, por lo menos Mandy no se quedaría sin amigos cuando ella se hubiera ido.
Una vez Jonathan y Adrián hubieran salido para Escocia, la berlina llegaría de Londres. Ya había pensado en lo que diría a su hermana, y por fin se decidió por contarle la verdad. El pobre Jon lo pasaría fatal tratando de explicar su ausencia a una ofendida Amanda y a su marido. Era preferible que Mandy supiera que el hombre a quien tomaba por Jared era en realidad su hermano Jonathan Dunham.
Amanda debía comprender que si ella se decidía a dejar a su hijo era para ir en busca de su marido. Pero no debía advertirla hasta el último momento. Estaría horrorizada y asustada por lo que Miranda se proponía hacer. No. Amanda no lo sabría hasta el último minuto.
Su propia berlina conducida por Martín la llevaría a la pequeña aldea de Welland Beach. La acompañaría Perky, porque ninguna dama respetable debía viajar sin su doncella personal. Se ocuparía de que Perky y Martín se casaran antes de marcharse. Esperarían en Welland Beach, con la berlina, hasta que Miranda volviera con su marido. Era un plan muy sensato.
Transcurrieron los días y la primavera dio paso al verano. Una tarde, Jonathan pidió a Miranda si quería acompañarlo en el faetón. Al bajar por la avenida, Jon observó:
– Hoy estás preciosa, querida mía.
Miranda le sonrió con afecto. Llevaba un traje de muselina rosa estampado con flores de almendro blancas y hojas verde pálido. El traje tema manguitas cortas y, aunque la espalda estaba cubierta hasta arriba, el escote delantero era profundo. Debajo del pecho, el traje estaba sujeto por cintas de seda, verdes y blandas. Miranda llevaba además unos guantes verdes, largos hasta el codo. El sombrero de alta copa era de paja y lo sujetaban unas cintas a juego con las del traje.
Cuando los caballos llegaron al camino abierto, Miranda abrió su sombrilla de seda rosa para protegerse del sol.
– ¿Adonde vamos? -le preguntó.
– He dispuesto que nos reuniéramos con Anne en una posada a diez millas de aquí-le explicó-. No podíamos vernos abiertamente en la aldea de Swynford sin suscitar chismorrees, y yo quiero dejar esto resuelto lo antes posible. No puedo permitir que Anne siga creyendo que soy un hombre casado.
– Ah, conque ahora ya es Anne y no la señora Bowen.
– ¡La quiero, Miranda! -confesó con intensidad-. Es la mujer más dulce que conozco y quiero que sea mi esposa. Por amor a mí ha contravenido todas sus creencias, y aunque no dice nada, sé que le duele terriblemente.
– Entonces, ¿por qué no te casas con ella, Jon?
– ¿Qué?
– ¿Por qué no te casas? Con nuestras relaciones, es fácil conseguir una licencia especial. Podríais casaros en una pequeña iglesia a pocos kilómetros de aquí, donde nadie os conozca. -Guardó silencio y a continuación se le ocurrió una idea maliciosa. Pide a lord Palmerston que te ayude. ¡Creo que nos debe algún favor! La señora Bowen se sentiría más segura si fuera tu esposa.
– ¡Eres maravillosa! -exclamó.
Condujo hasta llegar a un pequeño edificio encalado y con maderos cruzados, situado en las Marvern Hills. La posada Good Queen tenía las ventanas llenas de flores y estaba rodeada de un pequeño jardín. Miranda estaba perpleja de que Anne Bowen pudiera haber llegado a un lugar tan inaccesible.
– Dispuse que un coche cerrado esperara a Anne a tres kilómetros de la aldea -le explicó Jonathan.
– Eres muy discreto.
Cuando el faetón se detuvo ante la posada, un muchacho salió corriendo a sujetar los caballos. Jonathan echó pie a tierra y cogió a Miranda para bajarla.
– Pasea los caballos hasta que se enfríen, muchacho. Luego dales de beber.
Al entrar en la posada, el dueño se apresuró a salir a su encuentro.
– Buenos días, señor, señora. ¿Es usted el señor Jonathan?
– En efecto.
– Sígame pues, señor. Su invitada ya ha llegado. -El posadero los acompañó a un pequeño salón y preguntó-: ¿Cuándo querrá que les sirvan el té?
Jonathan se volvió a Miranda.
– ¿Qué te parece?
– Creo que dentro de media hora estará bien, señor posadero.
– Muy bien, señora -respondió el hombre, que cerró la puerta a sus espaldas.
Un pesado silencio reinaba en la estancia. Miranda observó abiertamente a Anne Bowen. Sabía que la mujer tenía treinta años, pero no parecía mayor de veinticinco. Llevaba un traje de muselina blanca, de mala calidad, pero maravillosamente confeccionado. Estaba adornado con cintas azules, y un gorro de paja con cintas a juego descansando sobre una mesita cercana. Era muy bonita, decidió Miranda, y probablemente la esposa perfecta para Jon. Él la contemplaba con ojos de ternero enamorado. Miranda tomó la iniciativa.
– Es muy agradable poder conocerla al fin, señora Bowen. Venga, sentémonos y se lo explicaré todo.
Deslumbrada por la sonrisa de Miranda y su bondadosa actitud, Anne Bowen dejó que Jonathan la acomodara. La hermosa lady Dunham la ilustró rápidamente y sin rodeos.
– Sospecho, señora Bowen, que lo más simple para explicar algo es presentarlo con sinceridad. Este caballero, a quien usted y todo el mundo toman por Jared Dunham, es en realidad su hermano Jonathan, Mi marido, Jared, lleva desde el verano pasado en San Petersburgo, en misión secreta para los gobiernos de Inglaterra y América. Como no pudo regresar a tiempo antes del invierno ruso y tenía que parecer que estaba en Inglaterra, se dispuso que Jon burlara el bloqueo inglés de nuestras costas americanas a fin de hacerse pasar por Jared.
"Nadie, excepto una esposa o una madre, podría apreciar la diferencia entre mi marido y su hermano. Se parecen más que mi hermana gemela y yo”.
– ¿C… cuál es la diferencia? -preguntó Anne.
– Jared es un poco más alto y sus ojos son verde botella, no verde gris. Tiene las manos más elegantes y algún otro pequeño detalle los distingue. Incluso mi propia hermana y su marido creen que Jon es Jared.
– Jon es viudo. Su esposa murió hace un año. Y le advierto que va a tener usted tres hijastros: John, de doce años; Eliza Anne, de nueve, y el bebé Henry, que cumplió tres. Si se casa usted con Jon, tendrá que vivir en Massachusetts, porque mi suegro es propietario de unos astilleros y Jon es su heredero.
»Ahora bien, he sugerido a Jon que se vaya a Londres y consiga una licencia especial para que puedan casarse inmediatamente. Deben hacerlo en secreto, como comprenderá. Me sentiría culpable si esperara un hijo de Jon sin bendición del clero”.
– ¡Miranda! -exclamó Jonathan Dunham cuando por fin recobró la voz-. ¡Por el amor de Dios, no seas tan cruda!
– ¿Cruda? Cielo santo, Jon, ¿vas anegarme que la señora Bowen es tu amante? La pobrecita Anne recibiría todas las criticas, no tú, si se quedara embarazada de pronto. Debo insistir en que os caséis lo antes posible.
Anne Bowen había permanecido en silencio durante el relato de Miranda, abriendo de vez en cuando sorprendida sus ojos grises. Ahora miró de Jonathan a Miranda, convencida de que lady Dunham decía la verdad. Apoyó la mano sobre el brazo de Jon.
– Creo que lady Dunham tiene razón, milord… quiero decir señor Dunham. Pero tal vez no desees pedirme en matrimonio. Un caballero como tú podría encontrar mejor partido.
– ¡Oh, Anne, naturalmente que quiero casarme contigo! ¿Querrás tú? Tenemos muy buenas escuelas en América, no tan antiguas como Harrow, Oxford o Cambridge, pero muy buenas. ¡Juro que educaré a tu hijo y dotaré a Mary Anne como a mi propia Eliza! Massachusetts es un lugar precioso para los niños.
– ¿Y qué me dices de los indios salvajes? -se atrevió a preguntar.
– ¡Indios! Bueno, hay indios en las tierras del oeste y en algunas zonas del sur, pero no en Massachussets.
– ¿Y qué dirá tu familia si les apareces con una nueva esposa?
– Dirán que soy el hombre más afortunado del mundo por haber encontrado semejante tesoro.
– Seré una buena madre para tus hijos, Jon.
– ¡Dios mío, Anne! ¡Cómo deseaba oírte pronunciar mi verdadero nombre!
– Jon -saboreó la palabra-. Seré una buena madre para tus hijos, pero deberemos empezar a acostumbrarnos a llamar Robert a mi hijo John Robert para no confundirlo con tu hijo mayor. ¡Qué afortunados somos teniendo los hijos de edades parecidas!
– ¿Quieres decir con eso que te casarás conmigo?
– ¿Acaso no lo he dicho? No, no lo he dicho, pero sí, Jon, me casaré contigo. ¡Oh, mi amor, te quiero tanto!
– ¡Resuelto! -exclamó Miranda cuando Jonathan tomó a Anne en sus brazos y la besó-. Ahora que todo está arreglado, podemos tomar el té. Tengo hambre.
Ruborizada por los besos, Anne preguntó, feliz:-¿Cómo podré agradecérselo, lady Dunham?
– Puedes empezar llamándome Miranda -fue la respuesta sensata-. En América no hay títulos, allí soy simplemente la señora Dunham, como serás tú dentro de poco.
Fue una tarde preciosa, una tarde que Miranda recordaría durante mucho tiempo. Anne Bowen le simpatizó mucho y supo instintivamente que pese a la diferencia de edad no tardarían en ser buenas amigas. Sabía que podía confiar en Anne para guardar su secreto. La señora Bowen se marchó inmediatamente después del té para regresar a la aldea de Swynford. Había dejado a sus hijos al cuidado de una vecina y no quería abusar.
– Me gusta -declaró Miranda mientras se servía otro bocadillo de pepino y un pastel de crema-. Eres afortunado al casarte con ella. Sospecho que tu padre ya ha pensado en Chastity Brewster, pero tu elección es infinitamente mejor.
– ¡Chastity Brewster! Santo Dios, jamás me casaría con esa criatura emperifollada y de risa alocada. Rechazó a todos los solteros que la pretendieron porque contaba con cazar a mi hermano Jared -rió entre dientes-. No es el tipo de Jared. El prefiere fierecillas salvajes de ojos verdes y cabello platino. Gracias, Miranda, por toda tu ayuda.
– Te lo mereces como recompensa por haberme aguantado, Jon.
– Para mí eres demasiado. Miranda -rió-, y no me avergüenza confesarlo.
Le sonrió burlona.
– Vete a Londres mañana con la excusa de que lord Palmerston te ha mandado llamar. Naturalmente irás a verlo v, durante la entrevista, insiste para que te consiga una licencia especial. Si se resiste, amenázalo con regresar a Swynford como Jonathan Dunham y no Jared. Si sigue oponiéndose dile que clamaré al cielo acerca de mi desaparecido marido y que hablaré de los nefastos tratos en el Ministerio de la Guerra inglés. Que la gente me crea o no es harina de otro costal, pero creará un revuelo y una serie de habladurías que durarán meses. Lord Palmerston no es precisamente el caballero mejor considerado de Inglaterra y no creo que pueda permitirse soportar toda la polvareda que voy a levantar.
– Eres un enemigo enérgico, querida. ¿Puedo preguntarte cuándo has decidido que sea mi boda?
– Oh, sí. Quiero que Adrián se marche solo a casa de lord Steward. Prométele que lo seguirás dentro de una semana. Vuelve a utilizar como excusa a nuestro amigo Palmerston… una misión rápida, tal vez. Entonces tú y Anne podréis casaros y pasar unos días juntos. Ella puede alegar una parienta moribunda o enferma y hacer que la vecina se ocupe de los niños durante esos días. Si lo organizas de antemano, resultará muy sencillo.
– Ya veo. Empiezo a pensar, querida, que has equivocado tu vocación. Serías el estratega ideal para Bonaparte.
Regresaron a Swynford Hall; los caballos, frescos y descansados, avanzaban alegremente. A su llegada encontraron la baronía de Swynford en pleno torbellino. Miranda subió corriendo la escalera hasta la alcoba de su hermana, donde la recibió la anciana lady Swynford, aparentemente enloquecida.
– Oh, Miranda. ¡Gracias a Dios que has llegado! Amanda se niega a cooperar con el doctor Blake y temo por ella y por el niño.
Miranda entró inmediatamente en la alcoba de Amanda.
– De modo que el heredero Swynford ha decidido por fin hacer su aparición -exclamó alegremente-. Buenas tardes, doctor. ¿Le apetece una taza de té mientras yo charlo con mi hermana?
El doctor Blake miró a lady Dunham con más respeto.
– Gracias, milady. Esperaré en la antesala.
Al cerrar la puerta tras el doctor, Miranda miró a su hermana. Los rizos dorados de Amanda caían lacios y sin vida. Su bonita cara aparecía desencajada y asustada, y todo su camisón estaba empapado de sudor.
– ¿Qué te ocurre, Mandy? Tienes a la madre de Adrián muerta de miedo. Eso es algo nuevo en tí.
– ¡Voy a morir! -musitó Amanda, volviendo sus ojos azules y aterrorizados hacia su hermana.
– ¡Bobadas! ¿Tuve alguna dificultad en traer al mundo a Thomas? ¡Claro que no! Sólo los dolores habituales. Estuviste conmigo durante todo el parto.
– Yo soy como mamá. ¡Lo sé! Ya sabes cuántos abortos tuvo.
– Pero los tuvo al principio, entre el segundo y tercer mes, Mandy, no al final. Puedes parecerte a mamá, pero has estado sana como una manzana durante los nueve meses. -Ahora Miranda se permitió una risita-. Recibí una carta de mamá hace una semana. No quería que te dijera nada de esto hasta que hubieras tenido al niño, pero creo que será mejor que te lo cuente ahora para que tu hijo nazca bien. Tenemos un nuevo hermanastro, Mandy.
– ¿Qué? -El miedo desapareció al instante de la cara de Amanda y trató de incorporarse. Miranda puso dos grandes almohadas tras la espalda de su hermana-. ¿Tenemos un hermano? -repetía Amanda-. ¿Cómo? ¿Cuándo?
– Sí, tenemos un hermanastro. Peter Cornelius van Notelman, nacido el veintidós de marzo. Respecto a cómo -no Miranda-, supongo que más o menos como lo hemos hecho nosotras. ¿No me dijiste tú que el día que mamá se casó la oíste a ella y al tío Pieter en su habitación? Obviamente es un amante vigoroso. Mamá está en la gloria y parece tan entusiasmada como una jovencita.
– ¡Pero pudo haber muerto. Miranda! ¡Dios mío, a su edad!
– Sí, tal vez pudo haber muerto, pero no murió, ni tú tampoco. Nuestro hermanito es un niño sano y regordete con un apetito prodigioso. -Miranda vio el espasmo que cruzaba el rostro de su hermana-. Aguanta, Mandy.
En las horas siguientes. Miranda se quedó charlando junto a la cama de su hermana, y Amanda, perdido el miedo, se esforzó al máximo bajo la tierna dirección de su hermana. Al fin. Miranda llamó al doctor Blake, y en la hora siguiente Amanda dio felizmente a luz a su hijo. Dichosa, la hermana mayor limpió la sangre del niño, lo limpio con aceite caliente y lo vistió con cuidado. Durante todo el tiempo el niño gritó su indignación por verse fuera de su cálido refugio, proyectado a un mundo incierto y frío. La puerta del dormitorio se abrió de golpe y entraron Adrian y su madre. Miranda, sonriente, entregó el ruidoso paquete a Adrián.
– ¡Milord, tu hijo!
Adrián Swynford se quedó mirando con ojos muy abiertos aquel niño de carita enrojecida.
– Mi hijo. ¡Mi hijo! -murmuró con dulzura.
– Dame a mi nieto antes de que lo aplastes -protestó la viuda, arrancando el niño de los brazos de su padre-. Ahora, da las gracias a Amanda por haberte hecho este regalo, Adrián.
El joven lord Swynford cruzó entusiasmado la habitación para felicitar a su esposa por aquel milagro, mientras su madre abrazaba y arrullaba al niño. Agatha Swynford pasó su brazo por el de Miranda, después de que la niñera jefe, ruborizada de orgullo, hubiera librado del niño a la desganada abuela y ambas mujeres abandonaron la estancia.
– ¡Bendita seas, mi querida Miranda! Estoy convencida de que has salvado la vida de mi nieto así como la de mi nuera. ¿Por qué tenía tanto miedo y cómo conseguiste calmarla?
– Por alguna razón, mi hermana empezó a imaginar que era igual a nuestra madre, quien ha sufrido varios abortos. Traté de explicarle a Mandy que el hecho de que se parezca físicamente a mamá no significa que sea como mamá en todo -respondió Miranda-. Como con esto no bastaba, le comuniqué la noticia que mamá me dio en la carta que recibí la semana pasada. ¡Nuestra madre, a quien el médico le había advertido que no debía tener ningún hijo más, dio a luz un niño el veintidós de marzo!
– ¡Válgame Dios! -exclamó ¡a viuda, estallando en risas-. Bien por tu madre, querida, y bien por ti también. Tienes una buena cabeza sobre estos hombros, niña mía, y piensas de prisa.
Miranda sonrió con dulzura. No tardarían en tener un ejemplo excelente de su ingenio.
– Mi hermana no volverá a tener miedo de dar a luz, señora, y apuesto a que pronto se avergonzará de su comportamiento.
En efecto, por la mañana Amanda volvió a mostrarse dulce y tranquila como siempre y dio las gracias a su hermana por haberle ayudado a calmar su miedo la noche anterior. Estaba extasiada ante el nacimiento de su pequeño Neddie, como iban a llamar a Edward Alistair George.
– No está nada arrugado ni colorado -exclamó entusiasmada-. Apuesto a que es el niño más guapo jamás nacido.
– Excepto, por supuesto, mi Thomas.
– ¡Tonterías! -replicó Amanda-. Neddie es un perfecto querubín con sus rizos dorados y sus enormes ojos azules. Oh, Miranda, ¿habías visto alguna vez semejantes rizos? Yo creo que podremos bautizarlo dentro de dos meses, en lugar de tres. Tu Tom es precioso, pero aquel pelo negro y lacio no puede compararse con los rizos de Neddie. Mi sobrino se parece a su papá -comentó con picardía-, ¡y su papá es tan americano!
– Y tú también, querida hermana, por si se te había olvidado-exclamó Miranda, súbitamente indignada-. Me parece que la maternidad te ha embotado los sentidos, Mandy. Te dejaré para que reflexiones acerca de la perfección de tu hijo. -Salió como un ciclón del dormitorio de Amanda en dirección al cuarto de los niños. Una vez allí, cada vez más furiosa, se encontró con todo el personal de los niños rodeando la cuna llena de encajes del heredero Swynford.
– Jester! -exclamó bruscamente y la niñera de su hijo se volvió-. Se le paga para que se ocupe de mi hijo, no para que admire al bebé de mi hermana. -Sacó a Tom de la cuna y exclamó indignada-: ¡Está mojado! -Y entregó el niño, que ahora gritaba, a la niñera-. Si esto vuelve a ocurrir, la echaré y sin referencias.
– ¡Oh, por favor, milady! ¡No es que me olvidara del señorito Thomas! Sólo fui un momento a ver el niño nuevo. -Y empezó a cambiar al pequeño.
– Ya está advertida, Jester -insistió Miranda, amenazadora- Si esto vuelve a ocurrir, saldrá de esta casa antes de que el sol se ponga ese día. Recuerde que si bien mi hijo debe compartir el cuarto con su primo, el dinero que cobra usted es Dunham, no Swynford. Mi hijo es el heredero de una fortuna infinitamente mayor que la de mi sobrino. De no ser por esta estúpida guerra, estaríamos en nuestra casa, en Wyndsong.
– Sí, milady, no volverá a ocurrir -prometió Jester, alzando al pequeño Tom-. ¿Quiere cogerlo ahora, milady?
Miranda cogió al niño y lo acunó un momento. Los ojos de Tom empezaban a volverse verdes, Al contemplar detenidamente su cabello liso y negro y el cambio en sus ojos, dijo entre dientes:
– ¡Ya lo creo que te pareces a tu padre, picarón!
El niño dirigió una sonrisa torcida a su madre y el corazón de Miranda se contrajo dolorosamente. ¡Cómo le recordaba a Jared!
– Pequeño mío -murmuró en voz tan baja que sólo él podía oírla. Besó la sedosa cabecita-. ¡Te prometo que voy a traerte a tu padre!-Y devolvió el pequeño a Jester, agitó un dedo y advirtió-: Recuérdalo, muchacha.
– Sí, milady. -Con el niño en brazos, la niñera hizo una reverencia.
– ¿Qué bicho le ha picado? -preguntó una de las dos amas cuando Miranda se hubo ido.
– No lo sé -murmuró Jesier-. Nunca había estado tan antipática. No es como las otras señoras. Siempre ha sido más considerada.
– Bueno, pues hoy debía de pasarle algo, seguro -fue la respuesta.
Miranda bajó escapada y salió de la casa. El día era tibio y agradable y pronto se encontró saliendo de los límites del jardín, pasado el templete griego junto al lago de la finca y colinas arriba. Su ira iba en aumento a cada paso. En un árbol cercano, una alondra dejó oír su alegre canción y Miranda sintió el impulso de lanzarle una piedra. ¡Todo el mundo era asquerosamente feliz! ¡Todo el mundo excepto ella!
Jonathan se había ido zumbando a Londres aquella mañana para ver a lord Palmerston. Jon ya tenía lo que deseaba. Y también Adrián, su tranquilo y estúpido cuñado. Parecía creerse el primer hombre en la historia del mundo que había tenido un hijo. ¡Cuántas veces había ido a verla aquella misma mañana y le había estrujado sus pobres manos hasta reducirlas a pulpa! Y todo para decirle:
– ¡Un hijo. Miranda! ¡Amanda me ha dado un hijo!
La última vez que lo hizo, había arrancado los dedos doloridos de aquella garra.
– ¿Un hijo, Adrián? ¡Creía que era una cesta de cachorros! -le espetó. La expresión herida le hizo arrepentirse de inmediato, claro, y se había excusado-: Estoy cansada Adrián.
Era una mentira fácil e inmediatamente aceptada por el delicadísimo lord Swynford, que creía que todas las mujeres eran un extremo de sensibilidad. La verdad era que estaba vergonzosamente sana; se había recuperado del parto en un par de semanas. Su irritabilidad procedía de toda la felicidad que la rodeaba. Deseaba a su marido, que llevaba ya diez meses fuera. No había sabido nada de él, pero ¿cómo podría explicar las cartas de un marido que supuestamente estaba con ella? ¡Ni siquiera sabía que tenía un hijo! Lo deseaba, deseaba su voz, su contacto, la pasión que despertaba en ella. Suspiró, ¡Hacía tanto tiempo!
– ¡Señora!
Miranda se sobresaltó y vio a un chiquillo con una cabeza llena de rizos y unos vivos ojos negros y curiosamente adultos.
– Eh, señora, ¿quiere que le digan la buenaventura?
En el bosque cercano había un campamento de gitanos. Se veían carretas multicolores y un grupo de caballos de buena facha que pastaban en el prado.
– ¿Eres vidente? -preguntó, divertida, al chiquillo.
– ¿Qué es vidente?
– Alguien que ve el futuro -le contestó.
– Nunca había oído este nombre, señora, pero no soy yo quien predice el futuro, sino mi abuela. Es la reina de nuestra tribu, y famosa por sus predicciones. ¡Es solamente un penique, señora! -Y la tiró de la mano.
– ¿Un penique? -Fingió que consideraba la oferta detenidamente.
– Oh, venga, señora, usted puede gastarlo -insistió.
– ¿Cómo estás tan seguro?
– Por su traje. ¡La tela es muselina de la mejor calidad, las cintas son de seda de verdad y los zapatos de una piel preciosa!
– ¿Cómo te llamas, muchacho? -preguntó entre risas.
– Charlie -contestó sonriendo.
– Bien, Charlie, amigo gitano, ¡tienes razón! Puedo permitirme que me echen la buenaventura y me gustaría que me la dijera tu abuela.
Si Miranda esperaba una criatura siniestra, desdentada, estaba abocada a una decepción. La abuela de Charlie era una mujer menuda con cara de manzana, con una gran falda de vuelos verde brillante sobre varios refajos y una blusa amarilla bordada de varios colores. Calzaba botas rojas. Sobre los rizos entrecanos se posaba una guirnalda de margaritas y sus dientes se cerraban sobre una pipa de barro.
– ¿Dónde has estado, diablillo? ¿Y quién es esta señora que me traes al campamento?
– Una señora para que le digas la buenaventura, abuela.
– ¿Puede pagar?
Miranda sacó una moneda de plata del bolsillo y se la entregó a la vieja. La gitana la cogió, la mordió y dijo:-Pase a la carreta, milady. -Subió la escalerilla y, seguida por Miranda, entró en el interior alegre y vulgar, donde sedas color ciruela jugaban con otras escarlata, violeta, mostaza y azul cobalto.
– Siéntese, siéntese, milady. -La gitana tomó la mano de Miranda-. Echémosle una mirada, querida.
Estudió atentamente a su clienta durante unos instantes. Miranda esperaba las tonterías habituales acerca de un misterioso desconocido y buena fortuna. En cambio, la mujer estudió la fina y blanca mano que tenía entre las suyas, morenas y nudosas, y le dijo:
– Su hogar no está aquí en Inglaterra, milady. -Era una declaración. Miranda se calló-. Veo agua, mucha agua, y en el centro una brillante isla verde. Usted pertenece allí, milady. ¿Por qué la ha abandonado? Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a ver esa tierra.
– ¿Quiere decir que la guerra continuará? -preguntó Miranda.
– Usted es la que determina su destino, milady. Y por alguna razón, está empeñada en su propia destrucción.
Miranda experimentó un escalofrío, pero estaba fascinada.
– ¿Y mi marido? -preguntó.
– Volverán a reunirse, no tema, milady. No obstante, debe tener cuidado, porque veo un peligro, ¡un gran peligro! Veo en su mano a un joven dios dorado, un ángel oscuro y un diablo negro. Los tres le producirán dolor, pero puede escapar de ellos si quiere hacerlo. Todo depende de usted. Me temo que tiene una naturaleza obstinada que no acepta ningún freno. Al final, su supervivencia estará en sus propias manos. Es lo único que puedo ver, milady. -Dejó caer la mano de Miranda.
– Una pregunta más -suplicó Miranda-. ¿Y mi niño?
– Estará bien, milady. No debe temer por su hijo.
– Pero yo no le había dicho que tenía un hijo.
La vieja gitana sonrió.
– Sin embargo -le repitió-, le aseguro que estará perfectamente.
Miranda abandonó el campamento gitano y regresó caminando despacio. Ahora, si cabe, estaba mucho más inquieta que antes. Su mente sólo barajaba una idea: debía llegar hasta Jared. Si pudiera estar con su marido, todo se solucionaría. Debía conseguir a su adorado Jared y nada se interpondría en su camino.
Jonathan regresó a Swynford Hall vanos días después, rebosante de felicidad, y Miranda adivinó que había tenido éxito en la obtención de la licencia especial.
– ¿Cuándo os casaréis? -le preguntó.
– Ya lo hemos hecho -respondió, y ella se sorprendió-. Dispuse que Anne se encontrara conmigo en una pequeña aldea cerca de Oxford, hace dos días. Nos casamos en la iglesia de allí, St. Edwards.
– Oh, mi querido Jon. ¡Os deseo toda la felicidad! ¡De verdad te lo digo! Pero, ¿por qué no esperaste un poco para que yo pudiera ser dama de honor de mi nueva hermana?
– Temía que te reconocieran. Miranda. Cuando estuve en Londres me compré una peluca para recuperar mi auténtica apariencia. Créeme, disfruté volviendo a ser Jonathan Dunham. Nadie que me vea con Anne relacionará al simpático caballero americano que se casó con la viudita con el arrogante milord angloamericano, que es mi hermano. Fue una ceremonia rápida y discreta, y Anne regresó a la aldea de Swynford al día siguiente.
– Tuviste razón, Jon, ha sido mejor así. -Luego rió con picardía-. ¿Cómo está nuestro querido amigo lord Palmerston? Debo mandarle unas líneas para agradecerle su cooperación.
Jon se rió abiertamente.
– La admiración que siente Henry por ti sólo es comparable a su rabia ante tu descaro. No está acostumbrado a que una moza americana, según sus propias palabras, le haga chantaje. No obstante, estuvo de lo más cooperativo y simpático por mi posición.
– ¿Te habló de Jared? -preguntó, angustiada.
Jonathan sacudió la cabeza.
– No quiso decir nada.
– ¡Oh, Jon! ¿Qué habrán hecho con mi marido? ¿Por qué Palmerston no quiere siquiera ofrecerme una palabra de consuelo? Desde el día en que Jared salió cabalgando de Swynford Hall, no he sabido nada de él. Ni una palabra de su señoría el ministro de la guerra. Ni una nota garabateada. ¡Nada! ¿Cuánto tiempo se supone que debo seguir así? Palmerston no es humano.
Jonathan la rodeó con su brazo.
– Palmerston no piensa en términos de individuos, sino que piensa en Inglaterra y en toda Europa, en la destrucción de Napoleón, que es su enemigo mortal. ¿Qué son las vidas de cuatro personas ante todo eso? Lord Palmerston asusta al regente. Asusta a todos sus contemporáneos. Es un independiente… muy inteligente, pero al fin y al cabo un inconformista.
Adrián se marchó a Escocia a final de semana. Jonathan se despidió de Miranda y se escabulló para reunirse con su nueva esposa. Al cabo de unos días se reuniría con Adrián en Escocia. Miranda esperó aún varios días después de que los caballeros se fueron, antes de hablar a su gemela de su propia marcha. Todo estaba arreglado. La berlina, conducida por Martin, el segundo cochero, había llegado de Londres. Al día siguiente, Perky y Martin se casaron en la iglesia de la aldea de Swynford.
– Eres demasiado indulgente con el servicio -la riñó Amanda-. ¡Es tan americano!
– Es que soy americana -replicó Miranda.
– Nacida americana, residente en Inglaterra y poseedora de un título legítimo. Allí donde fueres, haz lo que vieres, querida mía. No querrás que te critiquen por una conducta inaceptable en una dama de la alta sociedad, Miranda.
– ¡Cómo has cambiado, hermanita! Te olvidas de que tú también eres americana.
– Sí, Miranda, yo nací en América y Wyndsong fue un lugar precioso para crecer, pero la verdad es que yo sólo pasé allí dieciocho años de mi vida. Estoy casada con un inglés y si vivo tantos años como mamá, habré pasado la mayor parte de mi existencia aquí, en Inglaterra. No entiendo nada de política ni de gobiernos, ni deseo saber de esas cosas, porque tampoco lo entendería. Lo que sí sé es que soy la esposa de un inglés y que prefiero vivir aquí en Inglaterra, porque es una tierra amable y civilizada. Yo no soy valiente y atrevida como tú, querida.
Estaban sentadas en el soleado gabinete de Amanda, decorado en blanco y amarillo y amueblado con muebles Reina Ana de caoba de Santo Domingo. Sobre la repisa de la chimenea y en diferentes mesitas había ramos de rosas y alhelíes azules en jarrones de porcelana color crema. Miranda paseaba de un extremo a otro de la habitación. Por fin se sentó junto a su hermana en el sofá de seda blanca y amarilla.
– No sé si soy valiente, Mandy, pero confieso que sí soy un poco atrevida. Y voy a demostrarlo una vez más. Pero para ello necesito tu ayuda, hermanita.
– ¿Qué quieres decir, Miranda? -Una cierta desconfianza nacida de pasadas experiencias asomó a los ojos azules de Amanda-. Oh, creía que ya habías terminado con tus jugarretas.
– No me propongo ninguna jugarreta, hermana, pero voy a marcharme y quiero que comprendas la razón.
– ¡Miranda!
– Calma, Mandy, y escúchame bien. ¿Te acuerdas de la razón por la que Jared y yo vinimos a Swynford el verano pasado?
– Sí, Jared tema una misión y nadie debía saber que se encontraba fuera de Inglaterra, así que vinisteis aquí, donde nadie vendría a visitaros.
– Jared no ha regresado de Rusia, Amanda. El hombre que ha estado aquí todo este tiempo haciéndose pasar por mi marido es su hermano mayor, Jonathan.
– ¡No! ¡No! -gritó Amanda-. ¡No puede ser!
– ¿Te he engañado alguna vez, hermanita? ¿Por qué iba a mentirte acerca de esto?
– ¿Don… dónde está Jared? -balbució Amanda, asombrada.
– Que yo sepa, sigue aún en San Petersburgo.
– ¿No lo sabes?
– Con seguridad, no -fue la respuesta-. Verás, Mandy, a Jared no se le ha permitido… por razones de seguridad, claro… escribirme. Y a mí no se me ha permitido ponerme en contacto con él porque, a los ojos del mundo, está aquí, a mi lado, esperando a que termine esta estúpida guerra entre Inglaterra y América. Lord Palmerston se niega a darme cualquier información. ¿Sabes lo que me dijo la última vez que lo vi? «Cuando me entere de algo, señora, se lo comunicaré.» Es una bestia sin sentimientos.
– ¡Miranda! -Los dulces ojos azules de Amanda estaban llenos de pesar-. ¡Oh, Miranda! ¿Has estado durmiendo con un hombre que no es tu marido?
Miranda apretó los puños y se clavó las uñas en las palmas. Respirando profundamente para contener su irritación, explicó:
– Mi querida Mandy, no ha ocurrido nada improcedente entre Jon y yo. Es cierto que compartimos la misma cama, pero hay siempre un almohadón entre nosotros, una improvisada barrera defensiva, si lo prefieres.
– ¿Cómo llegó aquí el señor Dunham?-le preguntó Amanda-La costa americana está bloqueada desde junio pasado.
– Fue un arreglo entre el señor Adams y lord Palmerston. Cuando se vio claramente que Jared se vería obligado a permanecer en Rusia durante el invierno, llamaron a Jon.
– Pero ¿cómo pudo explicar todo esto a su mujer? No podía desaparecer por tanto tiempo sin ofrecer una explicación razonable.
– Charity se ahogó en un accidente, en su barco, el verano pasado. Jonathan dejó a los niños con los abuelos. Ellos conocen la verdad, pero para el resto de Plymouth, Jon se ha ido a la pesca de ballena para mitigar su dolor.
– ¡Pobre hombre! ¡Qué valiente ha sido dejando a un lado su dolor para acudir en ayuda de su hermano! -exclamó Amanda emocionada-. Cuando Jared regrese y Jon pueda volver a ser él mismo, le presentaré a una serie de bellas jovencitas, alguna de las cuales puede muy bien pasar a ser su segunda esposa.
Miranda rió.
– Llegas tarde, Mandy. Jon ha vuelto a casarse con licencia especial hace unos días. ¿A que no sabes quién es la elegida? ¡Anne Bowen! La razón por la que retrasó su viaje con Adrián fue para poder estar unos días con ella.
– ¡Oh! ¡Oh! -Amanda se reclinó en el respaldo-. ¡Mis sales, Miranda! Estoy mareada. ¡Oh, es escandaloso! ¡Las habladurías no nos dejarán vivir!
La paciencia de Miranda se agotó.
– ¡Amanda! -exclamó con voz cortante-. ¡Amanda, deja esta estúpida comedia de una vez! Te he contado todo esto porque me marcho a San Petersburgo en busca de Jared, y necesitaré tu ayuda.
– ¡Ohhh! -Amanda parpadeó y cerró los ojos, pero Miranda sabía que no se había desmayado, así que siguió hablando sin detenerse.
– Llevo ya diez meses sin mi marido, Mandy. ¡Él ni siquiera sabe que tiene un hijo! No sé si Jared está vivo o muerto, pero no pienso quedarme sentada aquí, en Inglaterra, siguiendo el juego de Palmerston. No somos ingleses y no le debemos ninguna lealtad a este país. Quiero que me devuelva mi marido y me propongo ir a buscarlo. Te hago responsable de mi Tom, querida mía, porque no puedo llevármelo conmigo. Lo comprendes, ¿verdad?
Amanda abrió los ojos.
– ¡No puedes hacer esto, Miranda! ¡No puedes!
– Puedo, Mandy, y pienso hacerlo.
– ¡No te ayudaré en esta locura! -Amanda se había incorporado y sacudía indignada sus rizos.
– Yo te ayudé, Mandy. Si no hubiera obrado en contra de la voluntad de mi marido el año pasado, no serías ahora lady Swynford, ni tendrías a tu precioso Neddie. Si yo no te hubiera ayudado la primavera pasada, Amanda, yo estaría ahora a salvo en mi propia casa de Wyndsong Island con mi marido y mi hijo, y no retenida en Inglaterra, obligada a aceptar tu hospitalidad, sola y sin Jared. Me llevo el Dream Witch y me voy a San Petersburgo a buscar a mi marido, y tú, hermanita, vas a cooperar conmigo. ¿Cómo puedes negarme mi felicidad, cuando yo he sacrificado tanto para proporcionarte la tuya, Amanda?
La firme resolución de Amanda se disolvió ante el poderoso argumento de su hermana. Se mordió el labio, angustiada, después miró directamente a Miranda.
– ¿Qué debo hacer? -murmuró por fin.
– En realidad, poca cosa, cariño -la tranquilizó Miranda-. Tu suegra se ha ido otra vez a Brighton, a casa de su amiga, para pasar el verano. Adrián y Jon no volverán de Escocia hasta dentro de un mes. Aquí estarás perfectamente a salvo y nadie te hará preguntas comprometedoras. Para cuando vuelvan los caballeros, yo estaré ya en San Petersburgo. Puedes decirles la verdad. Estoy segura de que Jared estará dispuesto a regresar en cuanto yo llegue. Volveremos rápidamente y nadie más se enterará. Lo único que te pido es que cuides de mi Tom mientras yo voy a buscar a su padre.
– Oyéndote parece muy fácil -suspiró Amanda.
– Y lo es, Mandy.
– A juzgar por tus palabras, se diría que te vas a Londres a buscarlo después de un pequeño viaje de negocios -observó Amanda, irritada-. ¿Cuánto tardarás en llegar a San Petersburgo?
– Probablemente dos semanas, pero dependerá de los vientos.
– ¡Entonces estarás fuera más de un mes! Dos semanas de ida, dos de vuelta, y el tiempo que te lleve buscar a tu marido, a Jared.
– Oh, confío en que el embajador sabrá dónde está Jared respondió Miranda, sin darle más importancia.
– Tengo una premonición -anunció Amanda.
– ¿Tú? -rió Miranda-. Tú nunca tienes premoniciones, querida, yo sí.
– ¡No quiero que te marches, Miranda! ¡Por favor! ¡Por favor! Hay algo muy peligroso en este viaje -suplicó Amanda.
– Bobadas, querida. Te preocupas demasiado. Es un simple viaje y lo conseguiré. ¡Sé que lo conseguiré