El palacete de Mirza Khan estaba ubicado fuera de la ciudad, a orillas del Bósforo, con una vista sorprendente sobre Asia a través del agua y de los minaretes de Estambul. Los cimientos originales del edificio se remontaban a varios cientos de años de antigüedad, cuando los griegos gobernaban la ciudad y se decía que una princesa bizantina y su esposo habían vivido allí. La casa había sido reconstruida varias veces, la última cuando Mirza Khan la compró, quince años airas.
Los tres edificios que formaban la actual vivienda eran de mármol color crema y tejados de tejas rojas. Delante del edificio central, de cara al mar, había un pórtico clásico, con sus columnas crema veteadas de rojo oscuro. En este pórtico y mirando al mar, pero algo hacia la derecha, estaba el haremlik o departamento de las mujeres. El edificio donde se encontraban las estancias públicas era el de la izquierda. La vivienda de Mirza Khan estaba en el centro.
Los tres edificios estaban separados por preciosos jardines. La entrada principal de la propiedad a través de una verja daba a los salones públicos, resguardando así la intimidad del resto del personal, porque Mirza Khan era un amo cómodo, aunque firme, y sus mujeres podían moverse libremente por la villa siempre y cuando mantuvieran su modestia.
Al llegar, Mirza Khan llevó a Miranda directamente al departamento de mujeres y la presentó a un hombre moreno, bajito y gordo, con unos ojos como uvas negras.
– Miranda, le presento a Alí-Alí, el jefe de eunucos. El se ocupará de proporcionarle cuanto desee usted.
Mirza Khan continuó entonces en rápido turco y explicó la historia de Miranda al eunuco.
– Nadie debe saber la existencia de la criatura, Ali-Ali, ni siquiera el capitán Edmund. En el país de esta dama se considera inmoral que una mujer tenga un hijo que no sea de su marido, aunque no sea culpa de la mujer.
– Pero ella no es responsable de la suerte que le tocó -protestó Ali-Ali.
– No obstante, la censurarían.
– ¡Occidentales! -masculló el eunuco-. Son una gente extraña y confusa. Sus hombres andan abiertamente con las esposas de otros hombres y con mujeres de moralidad dudosa. Pero ¡ah!, si una mujer virtuosa es forzada, la desprecian. No los comprendo.
– Ni yo, viejo amigo.
– Esta mujer te gusta -declaró el eunuco.
– Sí -sonrió Mirza Khan-. Me gusta.
Se volvió hacia Miranda y le habló en inglés.
– Se lo he explicado todo a Ali-Ali. Considero que el capitán Edmund no debe conocer la existencia de su hija, Miranda. Los chismosos de Londres tendrán un campo abonado cuando regrese usted viva. Ya pensaremos lo que hay que hacer. Pero en cuanto a la niña, por el momento sólo pueden saberlo las mujeres del harén y Ali-Ali. Creo que el capitán Edmund no se fijó en ella, y no se lo diremos.
– ¿Qué voy a contarle a Kit?
– Simplemente, que el príncipe Cherkessky la secuestró y la envió a su villa de Crimea a esperarlo. Afortunadamente, el príncipe no llegó a ir y los tártaros que atacaron su villa la trajeron a Estambul para venderla, pero pudo escapar. Suena sencillo y razonable. Vaya ahora con Ali-Ali, yo la veré más tarde, cuando llegue Kit.
Miranda siguió al eunuco a través del tranquilo jardín al pabellón de las mujeres y, una vez allí, a un salón claro y delicioso. Las paredes estaban tapizadas de seda, un tejido multicolor sobre un fondo gris perla. El suelo era de madera cubierto de alfombras mullidas, en azul, rosa y oro, y en el mismísimo centro de la estancia un pequeño surtidor de tres pisos goteaba alegremente a una fresca pileta de cerámica azul claro.
Había varias mujeres, todas ellas de una belleza sorprendente. Dos de ellas trabajaban en un bastidor de bordado, una tañía un instrumento musical, otra leía y otra se pintaba las uñas de los pies. Cuando Miranda entró en el salón con Ali-Ali, le dirigieron miradas curiosas pero amistosas.
– Señoras, señoras -llamó el eunuco con su voz atiplada. La mujer que leía se levantó, miró y se acercó sonriendo.
– ¿Qué nos traes, Ali-Ali? -preguntó con voz culta.
Miranda casi se quedó con la boca abierta, tan sorprendida estaba por la belleza increíble de aquella mujer. Su larga cabellera azabache flotaba a su alrededor como una nube de tormenta, su tez era del color de las gardenias, sus ojos, verde esmeralda. Debía de tener treinta años por lo menos, pensó Miranda, y no obstante era realmente impresionante. No sólo su rostro era inmaculado, sino que su cuerpo rayaba la perfección.
Los ojos de la mujer brillaron y se presentó.
– Soy Turkhan.
– Es la favorita de Mirza Khan -explicó Ali-Ali-. Lleva ya muchos años con él. Las demás van y vienen, pero Turkhan siempre se queda.
– Soy como una vieja zapatilla para mi señor -rió Turkhan-. Cómoda y de fiar.
El viejo eunuco sonrió afectuosamente a la mujer.
– Te ama. Le haces feliz. -Luego, recobrándose, explicó-: Esta señora va a ser la invitada del señor Mirza. Ha sufrido mucho. Se quedará con nosotros hasta que pueda regresar con los suyos.
– ¿Cómo te llaman? -preguntó Turkhan.
– Miranda y si es posible, milady. Lo que más deseo es un baño. Un baño caliente, ¡muy caliente! No me he bañado desde que los tártaros me capturaron, hace seis semanas.
Los ojos esmeralda de Turkhan se abrieron y se llenaron de simpatía.
– ¡Cielos! ¡Pobre niña! -exclamó-. Safiye, Guzel. Atended a nuestra invitada y llevadla a los baños. -Tendió la mano hacia la capa con la que Mirza Khan la había cubierto antes. Al quitársela, se quedó mirando a la criatura que colgaba del cabestrillo sobre el pecho de Miranda-. ¡Un bebé! -Su voz se dulcificó-. Un bebé.
De repente, las demás mujeres acudieron todas a rodear a Miranda, charlando y sonriendo, tocando a la niña, haciéndole ruiditos tiernos.
– ¡Qué hermosa es! -exclamó una de ellas-. ¿Cómo se llama?
– No tiene ningún nombre -respondió Miranda a media voz y sus ojos verdes mar se cruzaron con los de Turkhan y la compasión que vio en ellos casi la hizo llorar. No había llorado una sola vez desde que empezó todo aquello.
Turkhan sacó a la niña del cabestrillo y la contempló.
– Ve a tomar tu baño. Miranda. Yo me ocuparé de la pequeña.
– Será mejor que la amamante primero. Nunca se queja, pero no ha comido desde el amanecer.
Turkhan asintió y esperó a que la niña se hubiera alimentado. Entonces la cogió y se fue con la pequeña mientras Miranda seguía a Safíye y a Guzel a los baños.
– Quemad estas ropas -dijo Miranda al despojarse de ellas-. Casi preferiría andar desnuda que volver a ponérmelas. Las botas también. Las he desgastado.
La bañaron y vistieron con unos pantalones moriscos verde pálido y una túnica de mangas largas y falda abierta, a juego, adornada con trencilla de oro. El gran escote quedaba modestamente velado por una delicada y transparente camisa color crema. Una esclava ciñó sus caderas con un chal finamente bordado y, encima de todo ello, una larga casaca sin mangas, verde bosque, ribeteada de cinta de terciopelo y bordada de aljófar. Su magnífico cabello plateado fue cepillado hasta que lanzó destellos de oro pálido. Se lo sujetaron con una banda de terciopelo verde oscuro bordado de perlas, pero se lo dejaron suelto sobre los hombros.
– ¡Qué hermosa eres! -exclamó Turkhan al entrar-. El capitán Edmund ha llegado y debo acompañarte al salón principal.
El joven marqués de Wye esperaba de pie, vestido con su elegante uniforme naval azul y oro, hablando con Mirza Khan ataviado con sus ropajes blancos. Al entrar las mujeres se volvió y las observó con sus ojos azul claro.
– ¡Miranda! ¡Dios mío, Miranda, realmente eres tú!
– Sí, Kit, soy realmente yo. -Se instaló cómodamente en un sofá de seda y empezaron a hablar.
Turkhanse quedó discretamente apartada, deseosa de no intervenir.
– Tu hermana insistía en que estabas viva, pero tu familia creía que la impresión de tu muerte la había desbordado. Decían que no lo había podido soportar.
Miranda sonrió.
– Mandy y yo hemos sabido siempre si una u otra estaba en peligro. Es algo difícil de explicar a la gente. -Su expresión se hizo más grave-. ¿Y Jared? ¿Y nuestro hijo? ¿Están todos bien?
– No sé gran cosa del niño, Miranda, excepto que está con el hijo de tu hermana, en Swynford Hall. Lord Dunham… está bien.
Kit hizo uso de toda su capacidad de control para mantener la voz inexpresiva. ¿Cómo podía contarle que Jared Dunham, en su desesperación, se había vuelto un calavera entre los más disipados de la sociedad? ¿Cómo podía explicarle lo de lady Belinda de Winter? La hermana mayor de Kit, Augusta, condesa de Dee, tenía una hija que había debutado aquel año y que conocía hasta el último chisme. Livia había dicho a su madre que Belinda de Winter ya disfrutaba de favores maritales por parte de Jared Dunham. ¡Santo cielo, pensó Kit, qué embrollo! La voz de Miranda lo devolvió a la realidad.
– ¿Vas a llevarme de vuelta a Inglaterra en tu barco, Kit?
– No puedo, Miranda. Verás, ya no soy un particular, sino el capitán del H.M.S. Notorius y me está totalmente prohibido llevar civiles a bordo del navío sin un permiso oficial. Zarpamos hacia Inglaterra esta noche. Por supuesto, transmitiré de inmediato la noticia de tu liberación a lord Dunham.
– ¿Debo permanecer aquí?
– Creo que después de tantas desgracias, lo mejor será que pase algún tiempo descansando -intervino amablemente Mirza Khan.
– Tal vez -murmuró, mirando de uno a otro.
– ¿Qué ocurrió, Miranda? -preguntó Kit. Se ruborizó y pareció confuso.
Miranda le tocó la mano con ternura.
– Muy sencillo, Kit -respondió la joven, quien decidió contar por primera vez la historia que Mirza Khan había ideado-. Fui a San Petersburgo en busca de Jared. Habíamos planeado el regreso en barco como una segunda luna de miel. Apenas llegué, me vio el príncipe Cherkessky. Debía de estar loco. Me hizo raptar y trasladar a sus propiedades de Crimea. Viajé drogada. Quedé bajo la custodia del siervo personal del príncipe, un hombre llamado Sasha. Cuando pregunté a ese hombre por qué me había raptado el príncipe, se me informó de que debía esperar allí hasta que llegara el príncipe.
"Debo confesarte que nunca me maltrataron; mejor dicho, me mimaron. Jamás volví a ver al príncipe Cherkessky, porque no llegó a visitar su propiedad mientras yo estuve allí. Después, hace varias semanas, los tártaros asaltaron la propiedad del príncipe y se llevaron a todas las mujeres y niños para ser vendidos como esclavos en Estambul. Ahora sólo deseo volver a casa junto a mi marido y a mi hijo. Oh, Kit, ¿estás seguro de que no puedes llevarme contigo? ¿No podrías conseguir el permiso?
– Ojalá pudiera.
– Entonces no tengo más remedio que quedarme aquí -dijo, pero al darse cuenta de cómo sonaba, añadió a continuación-: Estaré encantada de aceptar su hospitalidad, Mirza Khan.
– ¿Puedo llevar un mensaje personal a tu marido. Miranda?
Reflexionó. ¿Qué podía decir? ¿Cómo explicar? Para cuando llegara Kit, llevaría ya más de un año fuera y cuando por fin se reuniera con su familia, habrían estado separados más de dos años. De pronto se sintió asustada. Seguro que sería más fácil cuando viera a Jared.
– Dile solamente que le quiero -dijo dulcemente. Después se enderezó y añadió-: Realmente estoy muy cansada, Kit. Mirza Khan se quedó asombrado de que hubiera venido andando desde Crimea.
– ¿Andando? -Parecía estupefacto-. ¡Pobres pies!
– Por lo menos han crecido un número más -comentó burlona.
Luego se inclinó y lo besó en la mejilla como una hermana-. ¡Apresúrate, Kit! ¡Por favor, apresúrate! Quiero ir a casa junto a Jared y mi niño. ¡Y quiero ir a mi casa de Wyndsong!
Aquella noche, Kit Edmund estuvo en el puente contemplando las luces brillantes de Estambul que se perdían a lo lejos, preguntándose cómo iba a decir a Jared Dunham que su bella esposa aún estaba viva. Tal vez debía hablar antes con lord Swynford. ¡No! Lady Swynford, Amanda, pese a la evidencia devastadora, se había negado a creer que su gemela estuviera muerta. Se había resistido firmemente a guardar luto por Miranda. El propio Kit había presenciado una escena en Almack's, cuando una anciana dama había decidido criticar no sólo el traje de color de Amanda, sino el hecho de que apareciera en público.
La joven lady Swynford la escuchó con suma cortesía y luego le respondió con su voz dulce y clara: «No creo que mi hermana esté muerta, señora. Y ella sería la primera en insistir en que no le guardara luto. Miranda sabe lo mal que me sienta el color negro y el morado.»
La vieja dama consiguió balbucear: «¡Loca como un cencerro!
Bueno, por lo menos Swynford ha conseguido un heredero de ella y ¡esto es una bendición!»
Adrián Swynford se había mostrado furioso con su mujer, una de las pocas veces que Christopher Edmund había visto al joven y tranquilo lord furioso.
– ¿ Por qué no puedes aceptar la verdad?
– Porque -insistió Amanda testaruda- sé que Miranda está viva. Lo noto. Miranda está por alguna parte. -Su voz se hizo clara como el cristal cuando miró directamente a Jared, que estaba otra vez con Lady Belinda de Winter-. Además, cualquier joven respetable, vista en compañía de un hombre casado, arriesga a buen seguro su reputación.
Adrián Swynford agarró a su mujer del brazo y prácticamente se la llevó a la fuerza del salón de baile de Almack's. Al salir, volvió a oírse de nuevo y claramente la voz de Amanda:
– Ten cuidado, milord. Estoy embarazada de nuevo, como bien sabes.
La princesa Darya de Lieven y lady Emily Cowper cayeron una en brazos de la otra riendo tanto que las lágrimas les resbalaban por las mejillas. Nadie había visto jamás a dos damas tan dignas, el alma del grupo de patronizadoras de Almack's y árbitros de la buena sociedad, tan dominadas por la hilaridad.
– ¡Oh! ¡Oh! -iba jadeando Emily Cowper, secándose las lágrimas con un pañuelo de fina batista bordeado de encaje-. Es casi tan bueno como si tuviéramos a nuestra Miranda entre nosotros. -Después bajó la voz-. ¿Crees que hay algo de cierto en lo que dice Amanda Swynford, Dariya?
La princesa se encogió elegantemente de hombros.
– Vosotros, los ingleses, sois reacios a dar crédito a los sentimientos, pero otra gente sí lo hace. He oído cosas más raras, Emily, que a una gemela insistir en que su otra mitad sigue con vida. Es posible que Miranda Dunham sobreviviera.
– Entonces, ¿dónde está? -fue la exasperante pregunta.
La princesa volvió a encogerse de hombros.
– No lo sé, pero yo en su lugar volvería corriendo. Belinda de Winter está a la espera de lord Dunham, como un pajarillo ante un gordo gusano.
Belinda estaba tan segura de que Jared se le declararía al final de la temporada que se atrevió a hacer algo que de otro modo no habría hecho porque ponía en peligro su reputación. Lo sedujo, aunque, por supuesto, dispuso la situación de forma que él creyera que había sido el seductor.
Lo había planeado cuidadosamente porque tenía que parecer como algo espontáneo. Se había negado a acompañarla a una excursión organizada por un grupo de jóvenes, pretextando que era demasiado viejo para esas tonterías infantiles. Ella esbozó un mohín delicioso y él se echó a reír.
– Vamos, Belinda, ¿realmente significa tanto para ti? ¿De verdad quieres ir al campo y sentarte sobre la hierba húmeda de mayo?
Belinda suspiró.
– Supongo que me consideras infantil, pero a decir verdad no soy una muchacha de ciudad, milord. Londres es maravilloso y de lo más emocionante, pero añoro mi casa. Este es el primer año de mi vida en que no he estado cogiendo flores silvestres todavía húmedas de rocío el primero de mayo por la mañana. ¡Adoro el campo!
– Entonces, querida, lamento haberte decepcionado.
– ¿No podríamos celebrar nuestra propia excursión? -sugirió atrevida.
– ¡Pero, criatura! -protestó Jared.
– Oh, Jared, ¿quién se enteraría? -Le cogió las manos e insistió anhelante-: ¡Por favor! Tienes permiso para llevarme de paseo. Tu cocinera podría preparar la cesta y yo diría a mi tía que te has ofrecido a llevarme de compras y que después me acompañarás a pasear.
Una voz sensata lo advirtió contra semejante locura, pero ella insistió adorablemente y, además, él se sentía aburrido e imprudente. No la había besado siquiera, pero ahora se inclinó y rozó sus labios con los suyos.
– Eres peligrosamente persuasiva, Belinda. Muy bien, iremos de excursión.
Se pusieron en marcha una alegre mañana de mayo hacia lo que él describía como el lugar perfecto, a unos diez kilómetros de la ciudad. Llevaban una cesta de mimbre cuidadosamente escondida debajo del asiento del alto faetón, que iba tirado por el más elegante par de caballos de ébano que jamás se hubiera visto. La joven sabía que Jared había pagado una fortuna por ellos la semana anterior, en Tattersall, superando, atrevido, la oferta de un representante del propio príncipe regente.
La muchacha fue charlando de naderías para mantener la ficción de exuberancia juvenil. ¿Quién iba a dudar de su inocencia? Belinda era sexualmente activa desde los once años y perdió la virginidad a los doce, pero sus indiscreciones siempre habían sido discretas. Nunca se había involucrado con gente de su clase, pues siempre elegía a muchachos más humildes, que no se atrevían a alardear de su conquista con la joven señora por si los acusaban de comportamiento criminal.
Por faltas mucho menos graves habían deportado a muchos hombres. El duque de Northampton había sido el único de su clase social con el que se había liado, aunque por poco tiempo, y él jamás diría nada. No, Belinda sonrió para sí, su reputación era intachable, inmaculada.
El lugar que Jared había elegido para la excursión era recoleto y encantador. Pararon en el extremo de un prado cubierto de margaritas, bordeado por un arroyo y limitado por el verde tierno de unos sauces. Después de amarrar los caballos a un árbol, Jared bajó a Belinda, sacó la cesta y caminó hasta un punto junto al agua. Belinda tomó la manta del coche y la tendió sobre la húmeda hierba con gesto triunfal.
– ¡Oh, Jared! -suspiró-. Es maravilloso.
Qué deliciosa era, pensó Jared, sonriéndole. Era bajita, unos centímetros menos que Amanda, y a veces se sentía como un niño a su lado.
– Me alegra haberte hecho feliz con tanta facilidad, Belinda.
– Todo lo que haces me gusta -respondió a media voz, bajando tímidamente sus ojos azules.
– Gracias, pequeña -dijo sinceramente conmovido por su confesión juvenil.
Belinda se ruborizó. Tratando de cambiar de tema, preguntó:
– ¿Vamos a comer, milord? -Se sentó sobre la manta y empezó a colocar el contenido de la cesta, con exclamaciones de alegría ante lo que iba encontrando. Había diminutos emparedados de pepino y berros, pastelitos, alas de pollo en hojaldre, pequeñas tartas de fresa, cerezas tempranas de Francia y una jarra de cristal de limonada.
– Es perfecto, excepto por una cosa -observó Belinda.
– ¿Qué es? -preguntó Jared, reflexionando qué cosa podía habérsele olvidado.
– El postre se mantendría más fresco si tuviéramos helechos para darle sombra. Creo que junto al agua debe de haber algunos, quizás en el recodo, bajo los árboles. ¿Quieres traerme unos cuantos, Jared?
– Naturalmente.
En cuanto se hubo alejado, Belinda sacó la jarra de limonada. La destapó y llenó unos vasos de plata que venían en la cesta. En uno de los vasos vació cuidadosamente un papelito de polvos blancos que llevaba escondido en el pecho. Los polvos se disolvieron instantáneamente. Belinda miró prudentemente a su alrededor para asegurarse de que Jared no la había visto y sonrió secretamente. El vaso de plata contenía ahora, perdido en la limonada, un poderoso afrodisíaco, y tan pronto como lo bebiera Jared, sus sentidos se inflamarían y tendría que ser un santo para resistirse a ella. La seduciría y ella se abandonaría. En el bolsillo de su traje había una membrana con sangre de gallina con la que se mancharía los muslos en el momento adecuado a fin de que creyera en su virginidad.
Belinda no pensaba que Jared Dunham le propusiera en matrimonio inmediatamente después de la seducción. No era ningún ingenuo. Pensaría en lo que había ocurrido entre ellos, aceptaría la crítica de sus actos y se aseguraría de no permitirse más libertades con ella por no considerarla una mujer fácil. Sólo un poco del sabor de la fruta prohibida para mantener despierto su apetito y nada más. Al terminar la temporada se declararía.
– ¿Por qué sonríes? -preguntó, sentándose jumo a ella y entregándole una brazada de helechos verdes y frescos.
– Por lo feliz que me siento en este momento -le dijo.
Jared estaba conmovido. ¡Qué encantadora, qué inocente, qué distinta de Miranda! Belinda era todo paz y dulzura. Jamás abandonaría a su hijo para correr en busca de un marido que le había prohibido expresamente abandonar Inglaterra. No, Belinda sería obediente y previsible. Jamás destrozaría el corazón de un hombre. Era una auténtica mujer.
– ¿Un emparedado, milord? -Le presentó el plato de fina porcelana.
Comieron sin prisas. Jared se mostraba más relajado de lo que había estado en todos los meses anteriores. La encontraba realmente preciosa. Sus jóvenes senos, redondos y firmes, aparecían por encima del escote de su traje, en contraste con el juvenil vestido de muselina blanca estampado con racimos de flor de manzano. Aquellos frutos generosos y suaves lo atraían y cuando ella se inclinó para llenarle de nuevo el vaso de limonada, se encontró mirando por el escote sus grandes pezones rosados. La visión le produjo un dolor sordo en la ingle. Jared se quedó estupefacto. No le faltaban mujeres. ¿Por qué aquella jovencita lo excitaba tanto?
– Hace muy buen tiempo para estar en mayo -comentó-. Estoy muerta de calor. -Se apoyó en él, entregándole con el gesto sus blancos hombros y su pecho. Jared le pasó el brazo por la cintura, inclinó su oscura cabeza, y le besó el hombro gordezuelo-. ¡Oh!-exclamó con voz entrecortada y volviéndose entre sus brazos, exclamó-: No debes ser tan atrevido, milord.
– ¿Acaso me negarías un besito, Belinda?
– Puedes besarme en los labios, milord -declaró solemnemente-. Pero no creo que sea completamente decente que me beses en ninguna otra parte, y menos en el hombro. Pero si no me consideras atrevida, me gustaría que me besaras como hiciste el otro día.
¡Dios mío, qué inocente era!, pensó. La atrajo hacia sí y la besó en la boca. Belinda se fundió, triunfante, contra él, aceptando beso tras beso, simulando dejarse guiar por él, estremeciéndose de genuino placer cuando sus lenguas se tocaron. Sintió que las manos de Jared iban en busca de sus senos y protestó débilmente, aunque a decir verdad gozaba con su contacto. La poción había surtido efecto, porque Jared estaba ardiendo de deseo de ella y Belinda casi rió en voz alta orgullosa de su victoria.
Jared liberó sus senos del corpiño, aplastándolos, besándolos, gozando de su suavidad, de su perfume de lirio del valle. Atrevido, chupó sus pezones mientras ella iba protestando con absurdos grititos y simulaba apartarlo, pero ahora ya no había quien lo detuviera. Ebrio de pasión, le subió el traje y le bajó la ropa interior, sin dejar de murmurarle al oído como haría un borracho.
– Déjame, Belinda. Déjame amarte, amor mío. ¡Ah, Dios, eres tan dulce!
– ¡No, Jared, no debes hacerlo! ¡Creo que no deberías hacerlo! ¡Oh, va a ser mi perdición!
Apenas le quedaba tiempo para alcanzar la membrana llena de sangre que llevaba en el bolsillo antes de que la penetrara. Emitió un chillido que él apagó con su boca y se debatió contra él. Jared asumió que simplemente intentaba defender su virtud, pero Belinda trataba de meter la mano entre sus piernas para aplastar la bolsa y manchar sus muslos de sangre. Al fin lo consiguió e inmediatamente se echó a llorar desconsoladamente. Jared se esforzó por calmarla con besos, excusándose por su comportamiento. Fiel a su papel, Belinda asumió noblemente toda la responsabilidad de sus actos.
– Yo tengo la culpa de todo, Jared -lloró delicadamente-. No debí haberte sugerido una excursión solos los dos. ¡Oh, estoy tan avergonzada! ¿Qué pensarás de mí?
– Pienso que eres una joven dulce y confiada, Belinda. Sólo puedo pedirte perdón por mi comportamiento.
– ¿No pensaras mal de mí? -Y compuso su mejor canta compungida.
– No, claro que no, y espero que tú no pienses mal de mí.
– Oh, no, Jared. ¡Jamás podría pensar mal de ti!
La inocente declaración lo avergonzó más si cabe. ¡Maldición! Se había portado mal, muy mal. También se había fijado en la sangre de sus muslos, lo que significaba que había destruido su preciosa virginidad. No obstante, no había tenido que forzar su himen, lo que le parecía curioso. No había sido así la primera noche con Miranda. ¡Miranda! «Oh, mi amor -se desesperó-, ¿por qué me abandonaste?» Hacer el amor con Belinda solamente le recordaba más a su amada Miranda.
Belinda de Winter estaba segura de que Jared se le declararía, como muy tarde, al final de la temporada. Así que no se sorprendió cuando un día, su doncella le comunicó que lord Dunham la estaba esperando en el gabinete, junto con sus tutores, el duque y la duquesa.
«Ya está», pensó, fríamente triunfante; se pellizcó las mejillas y se miró en el espejo de su tocador antes de bajar corriendo. ¡El duque y la duquesa estarían orgullosos de ella!
– Oh, señorita, ¡es estupendo' -balbuceó su doncella y en un desusado gesto de generosidad, Belinda de Winter regaló a la muchacha uno de sus pañuelitos de encaje-. ¡Oh, gracias, milady! -exclamó la sirvienta.
– Para que te acuerdes siempre de mi suerte -le recordó, altiva, y corrió a recibir el premio de todos sus esfuerzos.
Su madrina y el duque parecían muy ceñudos, lo que le pareció extraño. Hizo una graciosa y cortés reverencia y se sentó junto a los duques.
– Belinda, cariño -dijo su madrina-. Lord Dunham nos ha pedido permiso para hablarte de cierto asunto.
Belinda adoptó una expresión debidamente tímida, bajó los ojos en demostración de modestia y murmuró:
– Sí, tía Sophia.
¡Cielos! ¿Es que no iban a dejarlos solos? No, nadie se movía. Por lo visto, no. «Oh, bueno -pensó Belinda-, cuantos más testigos, mejor.» Jared fue a sentarse a su lado y empezó a decirle unas palabras que jamás esperó oír.
– Lady De Winter… Belinda… antes de que empiecen a circular los chismes, antes de que puedan hacerte daño, debo decirte que mi esposa, Miranda, ha sido encontrada viva. Es realmente un milagro, pero mi milagro puede poner en entredicho tu reputación. Debes comprender ahora que cualquier cosa que te haya dicho en el pasado debe ser olvidada. Lamento el dolor o la incomodidad que pueda haberte causado involuntariamente.
Estaba estupefacta, furiosa, ofendida, pero su parte más sensata la contuvo.
– Qué feliz debes sentirte, milord -dijo, esforzándose por sonreír-. Comprendo perfectamente tu situación y no debes preocuparte por mí ahora que tu querida esposa te ha sido devuelta.
Jared se levantó con aspecto mas tranquilizado y se inclinó ante los duques y luego ante Belinda. Salió del gabinete. Sólo cuando oyeron cerrarse la puerta principal, comentó el duque:
– ¡Mala suerte, muchacha! Bueno, la temporada aún no ha terminado. Si quieres mi consejo, yo aceptaría algo menos vistoso con una buena renta.
El rostro de Belinda se contrajo desagradablemente y sus ojos azules centellearon.
– ¡Cállate, viejo imbécil! ¡El americano era mi as en la manga y te juro que lo conseguiré! ¡No pienso ser el hazmerreír de la sociedad! ¡No, señor! Sin un penique y con mi encantadora familia, ¿quién desearía cargar conmigo?
– Belinda, pide inmediatamente perdón a tu tío Algernon -la increpó la duquesa-. La esposa de lord Dunham está viva y ya no se hable más. Es una lástima, pero así están las cosas.
– Has tenido otras proposiciones, muchacha -prosiguió el duque, imperturbable ante el mal humor de Belinda-. ¿Qué tiene de malo el joven lord Arden para mandarlo a paseo? Es uno de los hombres más entendidos en caballos que yo conozca.
– ¿Dos mil libras al año y una mansión mohosa y destartalada en Sussex? -se burló Belinda-. Un poco más de seriedad, tío. Me gastaría las dos mil al año sólo en saltos de cama.
– Mucha gente ha vivido con menos, jovencita. Reconsidera al joven Arden y os restauraré la casa como regalo de bodas. Podrías caer en manos peores. Por lo menos es joven y vigoroso.
– ¡También podría encontrar mejor partido! -estalló Belinda.
– En todo caso, no voy a pagarte otra temporada en Londres, muchacha -advirtió el duque-. Tengo tres hijas en mi propia casa listas para hacer su entrada. Olvídate del yanqui y búscate pronto un marido decente, o al final de la temporada te espera el regreso a Hereford y una vida de solterona. ¡Piénsalo, muchacha!
Lady Belinda de Winter se apoderó de un valioso jarrón chino. Mirando fijamente a su tío, lo lanzó al otro lado de la habitación. Después salió hecha una furia.
Jared, que conducía su faetón de regreso a su casa de Devon Square, estaba hecho un mar de confusiones. El día anterior se disponía a salir de casa para ir a jugar unas horas a White's, cuando llegó Amanda, sofocada y triunfante; Adrián y el joven Kit Edmund la seguían.
– ¡No está muerta! ¡No está muerta! ¡Te lo dije! ¡Te lo dije! Miranda está viva y Kit ha hablado con ella. -Luego se desplomó en una butaca llorando y riendo a la vez.
Jared palideció creyendo que había enloquecido, pero Adrián se apresuró a confirmar la historia de Amanda y el marqués de Wye pidió hablar con él. Los cuatro pasaron a la biblioteca y después de que Jared sirviera coñac a todos, con manos sorprendentemente firmes, Kit contó su historia.
– ¿Está seguro de que no es una impostora? -preguntó Jared cuando el oficial hubo terminado.
– Milord, no es ningún secreto que admiro a lady Dunham desde hace tiempo -respondió Kit con dignidad-. Aunque estuviera ciego reconocería el pequeño deje, no del todo inglés, de su voz. Sí, es su esposa.
– ¿Le dio mi esposa algún mensaje para mí?
– Sus palabras exactas, milord, fueron: «Dile solamente que le quiero.»
Lord Dunham contuvo a tiempo su pareja de caballos bayos evitando así una diligencia que salía del patio de una posada.
¡Estaba viva! Viva después de la más increíble serie de aventuras. Sospechaba que la historia de Kit Edmund no estaba completa y que ella no confiaría en nadie excepto en él.
Paró delante de su casa y el mozo esperaba allí para llevarse los caballos a la cochera. ¿Debía ir él personalmente a recogerla? No podía esperar más para verla. Iría a Estambul en el Dream Witch. Pediría a Ephraim Snow que fuera su capitán. También se llevaría a Perky.
Aunque ahora llevaba ya dos años casada, la pequeña doncella no tenía hijos y estaría encantada de volver a ocupar su antiguo puesto. Aquella noche, aún profundamente impresionado, Jared pasó una hora con su vieja amiga y amante ocasional, Sabrina Elliot. Actriz retirada, era una mujer muy atractiva, elegante, acogedora, que disfrutaba mucho con los caballeros. Llevaba sus asuntos con la mayor discreción, pero lo cieno era que sus amantes disfrutaban tanto hablando con Sabrina como haciendo el amor con ella.
Cuando se enteró por Jared de la asombrosa noticia, exclamó:
– ¿Cuánto tardarás en marcharte?
– Sabrina, aún no estoy seguro -respondió pasándose la mano por el pelo-. La verdad es que he tenido un día de lo más extraño. He tenido que explicar… las nuevas circunstancias a lady De Winter, con la que había pensado casarme.
– ¡No lo quiera Dios! -murmuró Sabrina.
– ¿Cómo?
– Nada, querido. ¿Pero seguro de que tu corazón no pertenece a Belinda de Winter? -preguntó divertida.
– No -confesó-, pero parecía una candidata apropiada para esposa.
– Hmmm… pero distinta de tu inquieta Miranda. ¿No es cierto, Jared? Belinda de Winter no haría nunca nada improcedente, ¿verdad? ¡Oh, Jared! Comparar a esas dos mujeres es como comparar la avena con el champaña.
– Sabrina -empezó Jared, agradecido por su intuición y franqueza-, el caso es que estoy impaciente por recuperar a Miranda y me marcho mañana. Pero creo que, de algún modo, ya lo sabías.
Sabrina se echó a reír. Aquel hombre sí sabía lo que quería.
– Cuando la tengas, Jared, no vuelvas a perderla, sujétala esta vez. Se te ha concedido una segunda oportunidad y debes darte cuenta de que ha sido un milagro.
Jared Dunham asintió con un gesto, despacio. De pronto pensó en todo el trabajo que debía hacer antes de que el Dream With pudiera zarpar y se despidió de su amiga. Le dio las buenas noches, besó su mano con cariño y se entretuvo en ello algo más de lo necesario. Sin embargo, al despedirse, ya no pensaba en Sabrina, Todos sus pensamientos estaban puestos en Miranda, como los de ella en él.
Miranda apoyó los codos en la fresca balaustrada de mármol y contempló el mar, liso, a pocos metros debajo de ella. El agua era de un azul profundo y transparente y distinguía perfectamente el blanco fondo de arena donde los pececillos iban de un lado a otro aprovechando la última luz del sol. También sus pensamientos se perseguían por su mente, como los peces oscuros. Rozaban su conscíencia fugazmente antes de desaparecer de nuevo. Suspirando, se preguntó si Jared volvería a aceptarla. ¿La mandaría recoger? ¿Vendría él? ¡Dios santo, cuánto deseaba que no viniera él personalmente! Necesitaba tiempo. ¿Cómo podía explicarle la presencia de la criatura?
– Pareces enfadada -comentó Mirza Khan-. Espero no ser yo el objeto de tus pensamientos.
Lo miró y rió dulcemente.
– No, estaba pensando que he sido bien vengada del ruso. Aunque el zar no dejar que su prima y su marido se mueran de hambre, nunca volverá a ser lo mismo para él. De ahora en adelante el Príncipe Alexei Cherkessky pasará a ser, probablemente, un pensionista sin importancia, e imagino que esto, a la larga, lo matará.
– ¡Qué pasión depositas en tu odio. Miranda! -dijo con una expresión admirativa en la mirada. Se preguntó, como Jared lo había hecho antes, si amaba del mismo modo.
– Sí, le odio -exclamó-. En mi mundo, Mirza Khan, las mujeres nacen libres y son educadas así. Mi país es aún muy joven, y las mujeres son tan necesarias como los hombres. Hace solamente sesenta años las mujeres de mi estado, el estado de Nueva York, estaban hombro contra hombro tras las vallas de todo fuerte fronterizo, y luchaban contra los indios por la posesión de las tierras. Ésta es mi herencia. Mi familia llegó de Inglaterra hace casi doscientos años para levantar un pequeño imperio en Wyndsong Island. ¡Soy una mujer libre! Piénselo, Mirza Khan, piense en lo que significa ser esclava. Te ves obligada a permanecer donde ordena el amo, hacer lo que dice el amo, comer lo que se te da, dormir cuando se te permite hacerlo, y hacer el amor cuando puedes o incluso cuando se te ordena.
La miró fijamente.
– ¡Oh, Miranda, ojalá no estuvieras empeñada en volver a tu casa y a tu marido!
Los ojos verde mar se abrieron sorprendidos ante la sincera declaración. Satisfecho, Mirza Khan vio que Miranda se ruborizaba.
– Será mejor que vaya a ocuparme de mi hija -dijo y cruzó apresuradamente el jardín.
Mirza la contempló mientas se alejaba. ¿Por qué la mención de lo que era natural entre un hombre y una mujer parecía afligirla? No podía ser que su experiencia la hubiera incapacitado para el amor. Se preguntó si conseguiría averiguarlo sin faltar a las leyes de la hospitalidad. Llamó a su barquero que dormitaba al sol poniente.
– Abdul, necesitaré el caique más tarde. ¡Prepáralo!
– Sí, amo. -Fue la respuesta, aunque el perezoso Abdul ni siquiera abrió los ojos. Mirza Khan rió, tolerante. La esclavitud en su casa era cómoda. Se confesó que ella había dicho la verdad. Pero ¿cómo podía uno arreglárselas sin esclavos?
El príncipe volvió a su residencia, tomó un baño y después cenó ligeramente, como era su costumbre. Luego fue a visitar a sus mujeres. Observó divertido que todas ellas estaban ocupadas y entretenidas con la niña de Miranda. La criatura había empezado a ganar algo de peso, pero seguía siendo una cosilla diminuta y silenciosa. Le dolió ver aquellos ojos violeta sin vida. Le recordaba más que nada un gatito recién nacido. Reaccionaba al tacto, parecía ansiosa de los besos y las caricias que recibía de las mujeres. Se fíjó en las facciones perfectas de la pequeña, pensando con tristeza que de haber sido una niña normal, se habría transformado en una belleza fantástica. Francamente, no creía que sobreviviera para celebrar su primer cumpleaños y dirigió la mirada hacia Miranda. De nuevo pensó en todo el horror y dolor que había vivido.
– Miranda -le dijo-, acompáñame a dar un paseo por el mar. Mi falúa espera y la noche es preciosa. Turkhan, paloma mía, ¿quieres venir tú también?
– Gracias, mi señor, pero no. Todo el día me ha estado doliendo la cabeza. Me acostaré temprano. -Turkhan llevaba suficiente tiempo con su señor para conocer cuándo su presencia no era realmente deseada-. Pero ve tú. Miranda -la animó-. El tiempo es perfecto y esta noche hay luna llena. ¿No va a ser precioso en el mar, señoras?
Se oyó un coro de asentimiento y Miranda aceptó, dejando a la niña al cuidado de Safiye. Mirza Khan observó que, de todas sus mujeres, Safiye era la que parecía más maternal. Tal vez la casaría para que pudiera tener hijos propios.
Miranda encontró que avanzar perezosamente sobre el mar, con el aire cargado de perfume de flores, resultaba de lo más relajante. Hablaron de muchas cosas, él de su juventud en Georgia ames de que lo invitara la bas-kadin del sultán, Mihri-Chan, a pasar una temporada con su primo, el príncipe Selim; ella, de su infancia en Wyndsong Island, su remo, que se protegía entre los dos cuernos de Long Island.
Le habló de su hermana gemela y de su marido. Y su voz se entristeció.
– Nunca más será lo mismo para nosotros. ¿Cómo podría? Tendré mucha suerte si no decide divorciarse de mí.
– ¿Por qué iba a querer divorciarse?
– ¿Ha estado alguna vez en Londres?
– Sí.
– Si conoció a la gente que forma la alta sociedad, sabrá el significado de «paloma mancillada». Creo que entiende lo que le estoy diciendo, porque, ¿no se apresuró a sacarme de la embajada a fin de que nadie viera a mi hija? Lo hizo para que mi vergüenza no fuera del dominio público. Se esforzó por salvar mi reputación, Mirza Khan, y se lo agradezco. Cuando Jared sepa mis desventuras, tal vez prefiera divorciarse para volver a casarse y tener otros hijos. Por lo menos tengo la satisfacción de saber que le he dado un heredero, y que la línea directa de la familia continuará a través de mí.
– No puedo comprenderlo -objetó Mirza Khan-. Tan pronto me hablas del gran amor que os tenéis tú y Jared, y luego me dices que te apañará para satisfacer las conveniencias sociales. ¡No puedo creerlo!
– Si yo fuera su esposa, Mirza Khan, ¿volvería a quererme en su cama después de haber sido mancillada por otro hombre?
– Sí -afirmó gravemente-. No es como si huyeras con el caballero y te sometieras voluntariamente.
– He concebido el hijo de otro hombre. Otro ha utilizado lo que era solamente de mi marido.
– Me dices que eres una mujer libre. Miranda. En ese caso, ningún hombre, ni siquiera tu Jared, es tu amo. Tu cuerpo es tuyo, mi amor. Es tuyo para compartirlo con quien quieras. No defiendo la promiscuidad, Miranda, pero solamente puedes pertenecerte a ti misma. Si tu marido es el hombre que tú describes, todo se arreglará entre vosotros cuando regreses.
– Quizá Jared me perdonará y seguirá siendo mi marido en bien de la familia -murmuró-, pero nunca más habrá relaciones físicas entre nosotros. Hay que pagar tributo al honor.
Se quedó estupefacto ante su calma y horrorizado al darse cuenta de que estaba convencida de lo que decía.
– Jared será de lo más discreto con sus amantes, lo sé, porque es este tipo de persona.
– Y ¿qué hay de tu necesidad? -estalló Mirza Khan.
– ¿Mi necesidad?
– ¿Cómo satisfarás tus deseos, Miranda?
– No tengo deseos -respondió-. Ya no.
De momento, quedó perplejo, luego se indignó. ¿Qué le habían hecho? La mujer que había conocido en San Petersburgo era una criatura hermosa, sensual, llena de vida. ¿Quién era aquella mujer asexuada que se sentaba a su lado? Quería desesperadamente demostrarle que estaba en un error, que se diera cuenta de que el deseo no había desaparecido. Se volvió ágilmente, la atrajo a sus brazos y su boca cubrió la de Miranda. A Mirza Khan empezó a darle vueltas la cabeza. Los labios bajo los suyos eran suaves como pétalos. Conteniendo su pasión, se volvió tierno, saboreando su boca como una abeja prueba el néctar al fondo del corazón de una flor. Sus sentidos percibieron el aroma de alelí con su provocativa inocencia. De pronto se dio cuenta de que Miranda permanecía inmóvil entre sus brazos. Su propio deseo se había desbordado, pero ella no sentía nada. Sosteniéndola en la curva de su brazo la miró.
– ¿Ha sido siempre así?
– No -respondió despacio-. Cuando Jared me hacía el amor, yo moría un poco todas las veces. Era magnífico. Es magnífico.
– Sonrió tristemente-. Cuando nos casamos yo era una auténtica virgen. No quiero decir solamente que nunca hubiera estado con un hombre, sino que nunca me habían besado. No sabía nada de lo que ocurre entre un hombre y una mujer. -Rió por lo bajo-. Hubo veces en que me parecía vergonzoso, pero él se mostró maravillosamente paciente y fui queriéndolo cada día más. Él es el único hombre que he amado, Mirza Khan, y el único que amaré.
"Desde el momento en que me raptaron me juré que volvería a su lado, que nada me apartaría de mi marido. La noche en que Lucas por fin me poseyó respondí a su amor con un ardor que me avergonzó. Yo había creído que el hombre a quien amaba era el único capaz de despertar aquellos sentimientos en mí. No acertaba a comprender cómo mi cuerpo podía responder a la lujuria como antes había respondido al verdadero amor. Mi cuerpo podía desprenderse de los sentimientos.
– Pero habiendo descubierto todo eso -terminó por ella-, descubriste también que podías controlar tu cuerpo mediante un supremo esfuerzo mental.
– Sí -asintió, ceñuda-. Después de eso, todo lo que me hacía no despertaba en mí ninguna sensación. Lamentaba hacerle sufrir, porque era un hombre bueno.
Mirza Khan sintió simpatía por Lucas. Qué espantoso debe de ser llevar a esta exquisita mujer a la pasión, haberla tenido ardiendo de deseo en tus brazos, y nunca más poder volver a excitarla.
– Dime, Miranda. ¿Crees que volverías a despertar si te lo propusieras? El juego al que te entregaste es sumamente peligroso.
– Pero ya le he dicho, Mirza Khan, que mi marido y yo probablemente no volveremos a hacer el amor.
– Comprendo -observó gravemente-. Así que pasarás el resto de tu vida sin ser amada como castigo por el pecado de haber sido raptada y violada. No obstante, a tu marido se le permitirán sus amantes, o posiblemente un divorcio y una nueva esposa en compensación por tu comportamiento. Me desagrada tu espantosa moralidad occidental. Miranda. Carece de lógica, por no hablar de compasión.
– Se está burlando de mí-lo acusó.
– No, pequeña puritana, no me burlo. Lloro por ti y por una moralidad que castiga a una víctima inocente. ¿ Es tu marido realmente ese hombre rígido que te rechazaría con tanta crueldad? -La joven volvió la cabeza y la apoyó contra el hombro del príncipe, apesadumbrada, y él la abrazó-. Oh, Miranda, si lo que me dices es verdad, déjame escribir a Inglaterra para decirles que has enfermado y muerto de unas fiebres, porque la vida a la que te propones volver le matará. Quédate conmigo y sé mí amor. A un buen musulmán se le permiten cuatro esposas, pero nunca he amado lo bastante para casarme. A ti te amo. Te haría mi esposa.
Los sollozos sacudieron sus frágiles hombros y él la sostuvo, mientras su mano elegante iba acariciando su hermosa cabeza. El caique se balanceaba sobre el mar, ahora plateado, y el mundo que los rodeaba estaba en silencio excepto por el roce de las olas contra la quilla y los sollozos de Miranda. Luego, con voz firme, con dulzura, Mirza Khan le dijo:
– Voy a hacer el amor contigo, Miranda, y no habrá nada de qué avergonzarte. Reaccionarás a mis caricias, mi amor, porque no voy a permitir que te cierres a la vida, y hacer el amor es una parte importante de la vida.
– No -protestó Miranda débilmente-, no estaría bien.
– ¡Estará muy bien! -respondió, mientras indicaba a su remero que volviera a la playa-. Si cuando regreses a tu casa tu vida es el infierno sin amor que me describes, te habré dejado dulces recuerdos para que te alimenten durante las largas y oscuras noches que te esperan, recuerdos que mitigarán el dolor que sufriste en Rusia.
– Mi marido… -empezó débilmente, confusa.
Cogió entre sus manos la carita en forma de corazón.
– Mírame y dime que no quieres volver a conocer los dulces placeres de la pasión. -En sus ojos verde mar, en aquellas esmeraldas sin fondo, leyó la respuesta que ella no podía formular y las comisuras de su boca se alzaron en una sonrisa triunfal antes de que sus labios volvieran a apoderarse de los de ella.
Miranda empezó a notar el calor de su abrazo. Trató de liberarse, de escapar el tiempo suficiente para aclarar su mente, pero él la retuvo contra los almohadones de raso, sin dejar que se liberara de los besos sensuales que le daba. Su bigote oscuro y recortado era suave y le producía un cosquilleo delicioso. De pronto Miranda percibió que la terrible tensión que había crecido en su interior aquel último año iba escapando de su cuerpo. «Quiero a mi marido -pensó-, pero deseo que este hombre me ame.» Y después de su silenciosa claudicación, empezó a devolverle sus besos.
Sus labios se suavizaron y se abrieron para permitir a la aterciopelada lengua que acariciara, experta, su boca, enviando oleadas de fuego líquido por sus venas. El príncipe cubrió de besos todo su hermoso rostro y cuello, murmurando roncamente a su oído.
– ¡Te adoro. Miranda! Confía en mí, amor mío, y prometo darte el más absoluto placer.
La ternura la envolvió y se sumió en su dulzura. Estar con él hizo que lo olvidara todo.
El caique golpeó el muelle y él se separó de ella, aunque de mala gana. Mirándola con mal disimulado deseo, tomó su cara entre las manos y le murmuró:
– El más absoluto placer, amor mío.
Después se levantó, saltó con ligereza del caique y la tomó en sus brazos. Rápidamente la llevó a la casa. Al verlos llegar, los esclavos fueron abriendo todas las puertas que conducían al dormitorio para que así el camino estuviera libre de obstáculos. Las manos invisibles fueron cerrando las puertas tras ellos. Miranda recordaría siempre el maravilloso silencio del palacete aquella noche, un silencio sólo roto ocasionalmente por el viento nocturno.
La alcoba de Mirza Khan estaba suavemente iluminada por arañas de cristal que proyectaba? una cálida luz dorada en toda la estancia. El aceite de las lámparas era fragante y perfumaba la habitación. Las paredes estaban recubiertas de seda color marfil salpicada de verde, las molduras eran de chopo dorado y el techo artesonado de la misma madera. Gruesas alfombras de color marfil con dibujos en verde y oro cubrían los suelos. La gran cama estaba tapizada y endoselada de seda verde.
El mobiliario era de nogal y talla dorada al estilo francés luís XV. Repartidos por todas partes había jarrones de porcelana china, cristal de Venecia, objetos de plata y oro. Jamás hasta entonces había visto Miranda tal opulencia en una sola habitación. Aunque formaba una extraña mezcla, todo encajaba maravillosamente.
En una esquina de la alcoba había un espejo veneciano de cuerpo entero en un marco dorado y barroco. La depositó delante del espejo, de frente, y empezó a desnudarla despacio. Miranda observaba hechizada aquellas bellas manos que la despojaban de la túnica violeta, sin mangas, bordeada en su abertura por una estrecha franja bordada de perlas de cristal y luego el cinturón con las mismas cuernas que se apoyaba en su cadera. Sus dedos finos desabrocharon rápidamente los botones de perla de su traje rosa pálido, de cuello y mangas. Debajo del traje llevaba solamente transparentes pantalones de harén y una blusa de gasa del mismo color rosa pálido.
Hizo un gesto para abrir la blusa, pero ella le sujetó las manos. Sus ojos se encontraron en el espejo. Oía el latido de su corazón y se preguntó si también podía oírlo él. Mirza Khan esperaba, sabiendo intuitivamente que no tendría necesidad de forzarla. De pronto las manos femeninas cayeron a los lados, y él, después de dejar los hermosos senos al descubierto, los sostuvo dulcemente en las palmas de las manos como si hiciera una ofrenda a un dios. La intensidad de su mirada proyectó una cálida debilidad por todo el cuerpo de Miranda y sus grandes pezones se tensaron como capullos congelados.
– “He aquí que eres hermosa, mi amor -recitó-. He aquí tu hermosura. Tus dos senos son como dos jóvenes corzos gemelos que se alimentan de lirios.» -La voz profunda de Mirza Khan estaba tan llena de pasión que casi la hizo llorar-. Estoy recitándote el Cantar de los Cantares, de Salomón. Miranda -murmuró dulcemente, sonriéndole al espejo-. Te digo sólo los fragmentos que acuden a mi mente: «Tu ombligo es como una copa redonda que no necesita licor-le murmuró al oído mientras sus manos pasaban de su pecho a soltarle los pantalones-. Tu vientre es como un montón de trigo sembrado de lirios.» -Y le fue acariciando la curva con dedos sensitivos.
Estas palabras están escritas en tu libro sagrado, pero no creo que las aprendan las niñas puritanas. Se dice que lo compuso el gran rey de los hebreos, Salomón, hijo de David. Cuenta el goce experimentado por unos esposos, uno en el otro. -La alzó dulcemente del montón de sedas que tenía a sus pies y se quedaron de perfil ante el espejo, mirándose.
Entonces ella empezó a desnudarlo, retirando su larga túnica de seda blanca y descubriendo un pecho musculoso y bronceado. Apoyó las palmas de las manos sobre su piel tibia y lo miró con timidez.
– Me has recitado lo que él dice a la esposa, Mirza Khan, pero, ¿acaso ella no le respondía nada?
– "Mi amado es blanco y fuerte -contestó-. Sus rizos son abundantes y negros como el cuervo, sus labios como linos cargados de perfumada mirra. Su vientre es como el marfil brillante cuajado de zafiros. Su boca es muy dulce, es en conjunto hermoso. así es mi amado, así es mi amigo» -terminó Mirza Khan y su voz vibrante y profunda la traspasó. No se dio cuenta de que él se había descalzado, despojado de sus amplios pantalones blancos y de que ahora estaba tan desnudo como ella.
– ¿Y después? -murmuró, ruborizándose al darse cuenta de su desnudez-. ¿Qué más le dice?
Mirza Khan la envolvió con sus fuertes brazos y sus cuerpos desnudos se unieron desde el pecho hasta el vientre y los muslos. La besó dulcemente.
– «Deja que me bese con los besos de su boca, porque su amor es mejor que el vino. Yo pertenezco a mi amado -le murmuró junto a sus labios-. Yo pertenezco a mi amado y su deseo es para mí».
Sus bocas se unieron en un beso apasionado y ella le rodeó el cuello para aumentar el contacto. La levantó del suelo y la llevó despacio a través de la alcoba para depositarle dulcemente en la cama. Su pálido cabello dorado se desparramó sobre los almohadones. Tiernamente, Mirza Khan cogió un pie entre sus manos.
– «¡Qué hermosos son tus pies, oh, hija de príncipe! -Le beso el empeine, luego el tobillo y su boca fue subiendo poco a poco pierna arriba, mientras le iba murmurando-Las articulaciones de tus muslos son como joyas, obra de la mano de un hábil artesano.»
– Apoyó su oscura cabeza sobre sus blancos muslos y ella le acarició con ternura los rizos negros.
Mirza Khan no tomó nada que ella no estuviera dispuesta a darle y, aparentemente, Miranda no se cansó de dar. Le resultaba confuso. Su voz maravillosa le atravesaba el corazón y fue recibiendo sus cálidas palabras. Se sintió desarmada ante el deseo que despertaba en ella.
– «Mi amada habló y me dijo: "Álzate, mi amor, mi hermosa, y ven conmigo. Porque, he aquí, que el invierno ha pasado, la lluvia ha terminado de caer; las flores aparecen en la tierra; ha llegado el momento de que los pájaros canten y en nuestra tierra oigamos la voz de la tórtola. Álzate, mi amor, hermosa mía, y ven."»
Mirza Khan buscó su dulzura secreta. Miranda abrió las piernas, un violento estremecimiento la sacudió y él encontró su tesoro. Ella gritó con fuerza su profunda pasión. La lengua de su amante era como fuego líquido que la tocaba aquí y allá hasta que el placer fue tan inmenso que se vació en ella como oro fundido y su respiración se volvió jadeante y dolorosa.
¡Oh, Dios, nunca había experimentado nada igual! ¡No de este modo!
– ¡Mirza! -gritó, sin darse cuenta siquiera de que había hablado.
Cuando él levantó la cabeza, Miranda vio relampaguear sus ojos azules. Despacio, muy despacio, Mirza Khan se incorporó hasta que su cuerpo delgado y viril cubrió el de ella.
– «Como el manzano entre los árboles madereros, así es mi amada.» -Miranda sintió que su verga palpitante buscaba entrar y tendió la mano para guiarlo-. Entonces, Miranda, mi amor, dilo la desposada: «Me senté a su sombra gozosamente y su fruto fue dulce al paladar. -Sintió que la penetraba mientras seguía hablándole-: Me llevó a la casa del banquete y su estandarte sobre mí fue el amor.»
Miranda lloraba en silencio, el rostro bañado de lágrimas saladas, pero eran lágrimas de alegría.
Mirza Khan tomó su rostro entre las manos, la besó una y otra vez, mientras su verga palpitaba en su interior, hasta que ella se estremeció por la fuerza de su éxtasis y se disolvió flotando en un mundo que giraba dulcemente, porque sabía que su amante se había unido a ella.
Cuando volvió en sí él estaba tendido a su lado con la cabeza apoyada en su pecho, pero sabía que no dormía.
– Ahora lo comprendo -murmuró dulcemente.
– Dímelo… -en su voz había un deje de sonrisa.
– Me has enseñado otra forma de amar. Yo quiero a mi marido y cuando hacemos el amor, el deseo proviene de nuestro mutuo amor y de nuestra pasión. Lucas también me amaba, pero yo no tenía elección. Estaba resentida y quería castigarlo porque la primera vez yo había respondido a su lujuria. Y quería castigarme por lo que consideraba la traición de mi cuerpo y la traición al honor de mi marido.
– ¿Y qué te he enseñado, amor mío, para que tu voz esté ahora llena de risa en lugar de lágrimas? -preguntó.
– Que los amantes deben ser amigos, Mirza Khan, incluso los esposos. -Él alzó la cabeza y Miranda depositó un beso en su boca-. Somos amigos. Lo hemos sido desde que nos conocimos en San Petersburgo.
Estaban sentados frente a frente en la gran cama.
– Realmente, ¿te repudiará tu marido. Miranda?
– De acuerdo con nuestro código, tiene derecho a hacerlo -Suspiró y con una sonrisa triste, continuó-: Un caballero de la alta sociedad en Inglaterra se ve animado, incluso se espera de él, que mantenga una amiga, como se llama a las amantes en sociedad. Incluso conozco a algunas mujeres de alta cuna que son infieles a sus maridos. Pero, aunque se sospecha de su comportamiento, se les permite porque son discretas. ¡Ya sabes cómo es Londres!
– Lo sé, en efecto.
– Las apariencias lo son todo en sociedad. Dirán que algo habré hecho para merecer el castigo y mi mando tendrá todo el derecho a deshacerse de mí, si así lo desea.
– Creo que Juzgas mal a tu marido. Miranda. Si es el hombre que me has descrito, aún te amará más por tu valor.
– ¿Te acuerdas de lo que me has dicho esta noche en el caique?-le preguntó, tomándole la mano-. Dijiste que si mi vida iba a ser una vida sin amor, me proporcionarías dulces recuerdos que me acompañarían durante las largas y oscuras noches venideras. Necesito estos recuerdos, Mirza, porque tanto si Jared me aparta de él, como si no lo hace, me esperan muchas noches solitarias y oscuras. ¿Me amarás mientras permanezca en tu casa disfrutando de tu hospitalidad? Jamás creí posible que pudiera pedir semejante cosa a un hombre que no es mi marido, pero eres mi amigo, Mirza Khan, y de un modo extraño, también te quiero.
La miradla sobresaltada del príncipe la sorprendió, por lo que se apresuró a decir:
– ¡Te he escandalizado! ¡Oh, Mirza, perdóname! Ha sido una petición absurda.
– ¡No! -Su voz sonó enroquecida por la emoción-. ¡Te adoro, Miranda mía! Creo que caí bajo tu hechizo aquel día, el año pasado, en San Petersburgo. Cuando oí que habías muerto en las calles de aquel lugar bárbaro, lo abandoné tan pronto como pude, porque no podía seguir en una ciudad salvaje que te había asesinado. Entonces, cuando volví a verte, creí en los milagros. No solamente estabas viva, sino que seguías invencible. ¡Jamás he conocido una mujer como tú!
– ¿Que si te amaré mientras permanezcas en mi casa? Miranda, amor mío, ¡te amaré toda la vida si me permites hacerlo!
– Gracias, Mirza, pero debo volver cuando Jared envíe a alguien a buscarme. Tengo un hijo. Algún día Wyndsong será suyo.
– Te preocupas por tu hijo. Miranda, pero ¿y la niña?
– He decidido que Jared no conocerá su existencia, si puedo evitarlo. Soy una mujer rica y me ocuparé de que la niña quede con una buena madre adoptiva. No le faltará de nada y la veré con regularidad.
– ¿Y cuando vuelvas a América? ¿Qué será de tu hija entonces?
– No la dejaré, Mirza. Es mi hija pese a toda la vergüenza de su concepción. Pero Jared no debe saberlo, ni él ni nadie. Mientras no se sepa que es hija mía, sólo habrá conjeturas acerca de lo que me ha ocurrido durante este año.
– Debes ponerle un nombre -le dijo a media voz-. La llamas «la niña» o "la criatura» como si no tuviera una identidad real, y mientras no tenga nombre no será nadie.
– No puedo -confesó Miranda con tristeza.
– ¡Sí, sí puedes! ¡Es una criaturita tan hermosa, tan delicada! Es como una tierna flor. ¡Piensa, amor mío! ¿Cuál va a ser su nombre?
– ¡No… no lo sé!
– Vamos, Miranda -insistió.
– ¡Fleur! -exclamó de pronto-. Dijiste que parece una florecita y tienes razón. ¡La llamaré Fleur! ¿Estás satisfecho ahora, Mirza Khan?
– No del todo -respondió perezosamente. Alargó la mano hacia su cabello platino y la atrajo hacia sí. Miranda se encontró de nuevo entre sus brazos y su boca volvía a tentarla.
Ella le puso un dedo sobre los labios y empezó a recitar sin alzar la voz.
– «Mi amado es mío y yo soy suya: se alimenta de lirios hasta que nace el día y las sombras se disipan. Vuélvete, amado mío, y sé como un corzo o como un joven ciervo sobre las montañas Bether.»
– ¡Arpía! -rió encantado-. ¡Conoces el Cantar de los Cantares de Salomón!
– Me temo que fui una niña puritana muy curiosa, Mirza Khan, y papá nunca nos prohibió la lectura de la Biblia -concluyó modestamente. Sus ojos verde mar brillaban con picardía por haberlo sorprendido.
– Oh, Miranda, no estoy seguro de que pueda dejarte marchar.
– Llegará el día, mi querido amigo, en que no tendrás más remedio que dejarme marchar. Pero hasta entonces, soy enteramente tuya si me quieres.
– ¿Y después?
– Después, tendré tus dulces recuerdos para que me acompañen las largas noches oscuras.
Atrajo su oscura cabeza, su boca lo quemó y juntos entraron de nuevo en el paraíso.
La pequeña Fleur murió esa misma noche. Fue un alivio. ¿Qué clase de vida habría sido la suya, ciega y probablemente sorda?
Miranda siempre agradecería al príncipe por haber insistido en que le pusiera un nombre. ¡Qué horrible si la niña hubiera ido a la tumba sin nombre! La habían enterrado en una zona secreta del jardín y Mirza Khan había sostenido a Miranda mientras lloraba desconsolada. Ya no le quedaban más lágrimas para la niña. Quizá volvería a haberlas algún día, pero ahora Miranda se proponía cruzar el nuevo umbral y entrar en una vida distinta. En este momento no podía permitirse el lujo de revivir el pasado.
Se levantó, salió de su habitación y buscó a Mirza Khan. Paseaba solo por el jardín del selamiik cuando Miranda lo encontró, y el rostro del príncipe se iluminó al verla. Ella se dirigió orgullosa a sus brazos tendidos.
– Gracias, Mirza -le dijo-. Gracias. De pronto me he dado cuenta de que nuevamente soy una mujer completa, y eres tú quien ha obrado el milagro.
La estrechó contra sí, sufriendo por lo mucho que la necesitaba.
– Sí, somos amigos y así estaba escrito antes de que ninguno de nosotros hubiera nacido. Es lo que llamamos kismet, la predestinación. -Le acarició el suave cabello. ¿Cuánto tiempo?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo antes de permitir que se fuera y pasar el resto de su vida preguntándose qué había hecho para tener que soportar tanto dolor, semejante pérdida?
– Tú me amas -dijo Miranda, quien había adivinado su pensamiento con tal claridad que Mirza Khan se sobresaltó. Nunca había podido entrar en aquel juego con nadie más que con Miranda.
– Claro que te amo -le respondió con fingida alegría.
– ¡No! -Su voz sonaba tajante y requería su atención-. Me amas de verdad. Oh, Mirza, te he traído dolor. No te lo mereces, amor mío.
– Pasea conmigo, Miranda -fue su respuesta. Recorrieron los senderos de mármol del jardín-. ¿Sabes cuántos años tengo? -le preguntó y sin esperar respuesta, respondió-: Tengo cuarenta y cinco años. Miranda, veinticinco más que tú. Podría ser tu padre.
– No, Mirza, eso es imposible.
Sorprendido, el príncipe notó risa en su voz.
– Lo que intento decirte, Miranda, es que, en efecto, te quiero, pero aunque no hubiéramos sido amantes seguiría queriéndote, porque es mi sino. También es mi sino asegurarme de que vuelvas sana y salva a tu mundo. Si te quedas con tu marido, yo debo aceptar la parte amarga de mi destino tal y como he aceptado con alegría los momentos de felicidad. Los años me han enseñado a no maldecir lo que Alá ha dispuesto para mí, aunque a veces crea que yo lo sé mejor que el propio Dios. Si te he proporcionado dulces recuerdos para que disfrutes con ellos en las largas noches oscuras que te esperan, también tú me has dejado dulces recuerdos. -Mirza Khan hizo que su carita se inclinara hacia él, y sus ojos azul profundo la miraron con tal ternura que Miranda sintió las lágrimas a punto de caer y se esforzó rabiosamente por contenerlas. A la vida de cada hombre, sí es afortunado, le llega un amor especial. Jamás habrá otro, pero, mi pequeña y querida puritana, mi vida es mucho más rica por el hecho de amarte. No lamento nada, ni tú debes hacerlo tampoco, porque este sentimiento rebajaría nuestra relación y la volvería simplemente vulgar.
Miranda tomó su cabeza entre las manos y lo besó tierna, dulcemente.
– Contigo me he vuelto mujer. Nunca me he sentido más fuerte, más segura, y es tu amor el artífice. Y cuando me marche me envolverá en una armadura protectora e invisible.
Le cogió la mano y ambos pasearon en silencio, disfrutando de las bellezas del jardín con sus surtidores cantarines de cerámica azul, sus estanques con sus rápidos habitantes dorados que iban de un lado a otro entre los nenúfares. Los rosales amarillos estaban en plena floración entre vaporosas matas, altas espuelas de lavanda azul purpúreo, verbena y otras hierbas aromáticas.
La luz solar acariciaba su cabellera mientras una brisa suave jugaba con ella. No tardó en llevársela a su alcoba. Miranda se despojó del caftán azul pavo real y él de su blanca túnica y se fundieron en un abrazo. Su cuerpo delgado, tibio y duro se hallaba a gusto junto a ella. Los labios de Miranda se entreabrieron para recibir su lengua, una lengua que la amaba con tierna familiaridad. Las manos de Mirza Khan resbalaron a lo largo de su espalda, le estrujaron las nalgas y volvieron a subir, dejando que las uñas arañaran levemente su piel. La empujó de espaldas sobre la cama sin que en ningún momento su apasionada boca abandonara la de Miranda y los brazos femeninos se cerraron alrededor de su cuello. La cabellera de oro pálido cayó hacia delante y él enredó sus manos en la dulce espesura mientras cubría el rostro de Miranda con mil besos.
Girando a un lado, la estrechó entre el amparo de sus brazos y con una mano le acarició dulcemente los senos, dejando que sus dedos recorrieran lentamente su piel como s¡ quisiera retener su textura en el recuerdo. Contemplándolo con los ojos entornados, le preguntó tiernamente.
– Esta será la última vez, ¿verdad, Mirza?
– ¿Cómo lo has sabido?
– He visto el Dream Witch anclado frente a tu playa a primera hora de esta tarde.
– Zarparás con la marea de la noche. Miranda, mi amor. El capitán Snow te ha traído a tu doncella. Vendrá a tierra más tarde con tu ropa.
– ¡Oh, Mirza, ahora tengo miedo! -exclamó.
– ¡No! -Su voz sonó profunda y riera-. Nunca debes mostrar miedo, amada mía, porque si revelas la menor debilidad, te dominarán. Tu mundo está lleno de gente que nunca se ha enfrentado con la grave decisión de tener que elegir entre dos invitaciones. Creen que lo correcto en tu situación habría sido el suicidio. Sin embargo, de haberse encontrado en tu piel, ¿se habrían suicidado? ¡Claro que no!
¡Vive, Miranda! ¡No pidas perdón a nadie, ni siquiera a ti misma!
Entonces Mirza Khan le cerró la boca con un beso ardiente y ella se quedó sin aliento. La besó y le hizo el amor con pasión y ternura. Se deslizó sobre las sábanas de seda para empezar a besarla por los pies, por sus deditos sonrosados. Acarició con la lengua el empeine de los pies y la hizo reír. Se inclinó sobre las largas piernas acariciándoselas, mordisqueando juguetón la piel suave de la ingle.
Sus pezones se pusieron tensos de deseo y gimió cuando la boca del amante se cerró sobre uno y luego sobre el otro. Ella retuvo la oscura cabeza sobre su pecho. Lentamente, Mirza Khan se alzó para contemplarla y al cruzarse sus miradas vio los ojos de Miranda llenos de lágrimas. Qué injusto era que él la amara de aquel modo y que debiera abandonarlo.
Le besó el vientre y le dijo:
– He probado tu leche, amor mío, ahora probaré tu miel. -Y su oscura cabeza se inclinó sobre la gruta secreta del amor. Insidiosa, su lengua recorrió la tierna carne y ella gimió, un gemido que le salía de lo más hondo de su garganta. Su cuerpo empezó a estremecerse.
– Yo… yo también quiero amarte… así… también -logró balbucir, pero él no paró-. ¡Por favor, Mirza! -Entonces él se volvió y se puso de lado para que Miranda pudiera acariciarlo como él la había acariciado a ella.
Lo como dulcemente en la boca y la lengua traviesa cosquilleó la roja cabeza de su hombría. Él sollozó y su boca devolvió su amor hasta que ella pensó que enloquecería de placer. Juguetona, lo mordió.
– ¡Oh, zorra, hacerme esto ahora! -gimió.
Entonces se desprendió de ella, la colocó debajo de él y la penetró tan profundamente como pudo. Ella se irguió para recibirlo mejor, apoderándose de su cabeza, besándolo hambrienta, y al fin se encontraron. Juntos llegaron al clímax final y juntos se abandonaron, a través de la nada, hasta volver a encontrarse en la Tierra para estrecharse en un último abrazo antes de que el sueño los venciera.
Cuando Miranda despertó, él ya no estaba. Se levantó despacio, se puso el caftán y regresó a través del jardín del harén a su propia habitación en el pabellón de las mujeres. Turkhan la esperaba y ambas mujeres se abrazaron fraternalmente.
– ¿Me verá antes de que me marche? -preguntó Miranda-. No puedo irme sin volver a verlo.
– Te verá.
– Tú le amas, Turkhan. -Era una afirmación y la respuesta no la sorprendió.
– Sí, le amo, y a su modo también él me quiere. Llevo quince años con él, desde los catorce. Otras vienen y van, pero yo permanezco siempre, como permaneceré para consolarlo después de que te hayas ido.
– Tiene mucha suerte de tenerte -comentó sinceramente Miranda.
Turkhan sonrió y pasó el brazo por los hombros de la otra mujer.
– Miranda, hermanita, ¡qué occidental eres! No me importa que mi señor Mirza te ame, porque le has hecho feliz y todas sabíamos que tendrías que dejarnos algún día. Cuando te hayas ido, tendremos la placentera tarea de calmar el dolor de nuestro señor. Las otras mariposas de su harén creen que lo lograrán, y él les dirá amablemente que así ha sido, pero yo sé la verdad. Siempre estarás con él, escondida en un lugar oscuro y secreto en lo más hondo de su corazón. No puedo cambiarlo, ni lo haría si pudiera. Cada experiencia con que nos enfrentamos en esta vida tiene un propósito, incluso las más amargas.
– Puede que vuelva -musitó Miranda.
– No. -Turkhan sacudió su hermosa cabeza-. Quieres a mi señor Mirza, pero tu corazón está con el hombre junto al que vuelves. Incluso si él te rechaza, te quedarás a su lado como yo me quedo junto a Mirza Khan… porque le amas, como yo amo a mi señor-
– Sí. Amo a Jared, y pase lo que pase, querré estar cerca de él.
– Lo comprendo-asintió Turkhan y luego en voz más despreocupada, añadió-: Vamos a los baños. Tu gente no tardará en llegar.
Miranda disfrutó por última vez de los deliciosos baños del harén. Después de un masaje, una anciana esclava la despertó para ofrecerle un café turco hirviente y dulce. Miranda bebió rápidamente el café, la envolvieron en una gran toalla suave y dejó los baños. Miranda abrió la puerta de su alcoba y entró. Oyó un aliento contenido y luego un grito de alegría.
– ¡Milady! ¡Es realmente usted!
Casi se atragantó. La transición había empezado.
– Sí, Perky, soy yo.
– ¡Oh, milady! -Perkins se echó a llorar-. Estábamos tan entristecidos. Milord no podía más de dolor. Estuvo borracho durante casi dos meses.
– ¿De veras? -Miranda sonrió, satisfecha-. ¿Y qué ocurrió, cuando recobró la sobriedad?
El rostro infantil y poco agraciado de Perkins se volvió ceñudo de desaprobación.
– No es cosa mía criticar, milady, pero cuando se tranquilizó se volvió el más juerguista de Londres. Gracias a Dios que no estaba muerta de verdad y que vuelve a casa. Me estremezco con sólo pensar que lady de Winter pudiera ser la nueva mamá del pequeño Tom.
– ¿Cómo? -Miranda sintió que se le despertaba el genio. Desde luego no le había guardado un largo período de luto, ¿verdad?
– Oh, milady, ¡perdóneme por disgustarla!. Le diré la verdad. ¡El cotilleo era que pensaba proponerle matrimonio, pero no llegó a hacerlo! Todo el mundo dice que buscaba una mamá para el pequeño Tom, porque el niño ha estado con lady Swynford desde que usted desapareció. No quiso que se marchara de la mansión, sino que se quedara con el señorito Neddie. Ahora, ella está esperando de nuevo. Además, milord quiere tener al niño; lo quiere mucho. Nadie dijo que estuviera enamorado de lady de Winter, milady. ¡Nunca se ha comentado semejante cosa! ¡Se lo juro!
Miranda acarició la mejilla de Perkins.
– No te preocupes, Perky. Creo que es mejor que yo sepa exactamente lo que ha estado ocurriendo. Vamos, ayúdame a vestirme.
– Necesitaba cambiar de tema y aquella oportunidad le sirvió-: ¿Han cambiado mucho las modas en el año que he faltado?
– ¡Oh, sí, milady! Los cuerpos son más ceñidos, las faldas algo más anchas y los dobladillos llegan justo al tobillo. ¡Espere a ver el camarote lleno de los preciosos trajes que milord ha traído para usted!
Lentamente, Miranda empezó a palidecer. Se tambaleó y Perky alargó la mano para sostenerla.
– ¿Está aquí?-murmuró Miranda-. ¿Está lord Dunham a bordo del yate?
– Pues sí, claro -respondió Perky.
Miranda se quedó sin habla. Tendría poco tiempo para idear lo que diría a Jared, poco tiempo para prepararse. Miranda dejó caer la toalla y Perky, ruborizada, le tendió unos pantaloncitos de fina muselina y medias de seda blanca con las espigas bordadas en oro. También le tendió unas ligas de seda dorada para sostener las medías.
– ¡Oh, esto es nuevo! -exclamó Miranda cuando su doncella le pasó por la cabeza un refajo de seda blanca acolchada con su propio corpiño incorporado. El corpiño no tenía mangas, pero sí anchos tirantes.
El traje que Perky Se había traído era de muselina de color coral y albaricoque a rayas alternas. El escote era profundo, las mangas, balón, muy cortas, y el cuerpo realmente muy ceñido. La falda se sostenía bien sobre la enagua y terminaba en el tobillo. Miranda se calzó unos zapatitos negros.
– El traje le está un poco apretado, milady, pero se lo puedo ensanchar más tarde. Pensé que tendría menos busto después de todos estos meses sin criar.
Miranda asintió y observó en silencio cómo su doncella le separaba el cabello. Perky se lo trenzó y arregló la trenza en un moño redondo en la nuca.
– Lord Dunham le ha enviado su joyero, milady -dijo Perky, quien abrió el primer cajoncito del estuche de piel roja.
Miranda sacó primero una hilera de perlas montadas en oro con un broche de diamantes y se las puso. Después buscó los pendientes a juego, perlas y diamantes, y se los ajustó a las orejas. La elegante londinense del espejo la miró fríamente y Miranda comprendió que había llegado la hora de marcharse. Se levantó.
– Coge el Joyero, Perky, y sube a la falúa. Debo despedirme del príncipe Mirza y darle gracias por su hospitalidad.
Echó una última mirada a la pequeña estancia con su estufa rinconera de baldosas blancas y amarillas, su estrecha cama empotrada y el tocador con el espejo veneciano. Aquí había sido feliz y aunque su corazón clamaba por Jarea, temía lo que le esperaba y se resistía a abandonar la seguridad que le ofrecía el amor de Mirza Khan.
«Nunca debes demostrar temor -le había dicho-. No pidas nunca perdón, ni a ti misma."
– Vamos, Perky -dijo animada y las dos mujeres dejaron la habitación. Las mujeres del harén esperaban en el salón. La pequeña doncella inglesa retrocedió intimidada, con los ojos abiertos ante tantas mujeres hermosas vestidas con lujosos ropajes de colores. Perky sólo hablaba inglés y no pudo comprender lo que se dijo, pero intuía que las mujeres se apenaban porque Miranda se iba.
Después de una afectuosa despedida de las mujeres del harén, Miranda se volvió a Guzel y Safiye y preguntó:
– ¿Podéis indicar a mi doncella el camino del muelle?
Entonces Miranda se dirigió a Perkins.
– No tardaré en reunirme contigo. Estas señoras te acompañarán a la falúa.
Perky hizo una reverencia.
– Muy bien, milady. -Y siguió a Safiye y Guzel,
– Te espera en el salón principal -le dijo Turkhan. Dio un beso de despedida a Miranda y terminó-: Ve tranquila, me ocuparé de él.
– Sé que lo harás. Sólo deseo que sepa lo afortunado que es teniéndote a ti -declaró Miranda sinceramente-, ¡Los hombres a veces son tan ciegos!
– A su modo, me aprecia -fue!a respuesta satisfecha-. Vete ahora. Miranda. Ojalá puedas encontrar de nuevo la felicidad junto a tu esposo.
Miranda se dirigió al gran salón, en las dependencias públicas del pequeño palacio. La estaba esperando, vestido como la primera vez que lo había visto en San Petersburgo: pantalones blancos, casaca persa y un pequeño turbante blanco.
– Terminamos como empezamos -dijo Mirza Khan sin alzar la voz, le cogió la mano y se la besó al estilo occidental-. ¡Qué hermosa estás, lady Dunham, la imagen de la elegante europea!
– Te quiero -le respondió en el mismo tono-. No como amo a Jared, pero te quiero sinceramente, Mirza. Ignoraba que una mujer podía amar tan profundamente, de modo distinto a dos hombres a la vez.
– Me preguntaba si llegarías a comprenderlo- -Con una sonrisa, le tendió los brazos.
Miranda emitió un pequeño grito ahogado y se refugió en su abrazo.
– ¡Mirza, me siento tan confusa!
– No, Miranda, no estás confusa, simplemente no querrías cambiar mi amor por la incertidumbre de lo que te espera. No te negaré mi amor por ti o mi necesidad de ti, pero tampoco aceptaré un segundo papel, porque soy un hombre orgulloso. Tu amor por Jared Dunham es infinitamente superior al que jamás pudiera inspirarte yo. ¡Vuelve a él, pequeña puritana, y lucha por él.
"Me tiene sin cuidado lo que la sociedad inglesa pueda decir. Cuando una mujer es violada, la vergüenza no es de ella, sino del hombre que la ha violado. Tu Jared ha conocido bien a las mujeres, apostaría que si es el hombre que tú me has descrito, no te hará responsable de algo que no pudiste evitar. Recuerda lo que te dije. Jamás pidas perdón”.
– ¿Y qué voy a decirle de ti, Mirza Khan? Tú no me forzaste.
– ¿Tú qué quieres decirle, Miranda?
Miranda se desprendió de su abrazo lo suficiente para mirarlo intensamente. Sus ojos azul profundo la desafiaron,
– Creo, Mirza Khan, que hay ciertas cosas en este mundo que una esposa debe guardar en secreto -le respondió y gris ojos verde mar brillaban de risa.
– Veo que te he enseñado bien, oh, hija de Evg-murmuró.
– He sido una buena alumna, mi querido amigo.
Le ofreció su curiosa sonrisa de picardía, volvió a tomarla entre sus brazos y la besó profunda y tiernamente. Miranda se fundió en sus brazos, saboreándolo una vez más, disfrutando del suave cosquilleo de su bigote por última vez, sintiéndose tan amada que, cuando finalmente la dejó, ella permaneció en sus brazos un momento más, con los ojos cerrados. Al fin suspiró hondo, pesarosa, abrió los ojos y se apartó de él. Ninguno de los dos habló porque y a había pasado el tiempo de las palabras. La cogió de la mano y salieron del salón; cruzaron el pórtico, el verde césped, hasta que llegaron al muelle de mármol.
Perky, que se encontraba en la falúa acercándose al Dream Witch, los vio y se quedó sin aliento, sorprendida. Cuando le habían dicho que su señora vivía en el palacio de un primo del Sultan, había imaginado un bondadoso y canoso patriarca y suponíanle lo mismo había creído lord Dunham. Este caballero tan alto y atractivo no casaba con esta imagen. «Vaya -murmuró para sí-, qué guapo es!» Además iban cogidos de la mano. Bueno, no era asunto suyo, sólo Dios sabia que lord Dunham había perseguido a cada pichoncita de Londres, y que había caído en sus manos. Estos últimos meses no habían sido fáciles para ninguno de los dos.
La pareja llegó al muelle. La falúa volvería a recoger a Miranda al cabo de pocos minutos.
– Que Alá te acompañe, amor mío. Pensaré en ti todos los días e! resto de mi vida y tendré el tiempo por bien empleado.
– No te olvidaré, Mirza. Sólo quisiera ser merecedora de tu amor. Turkhan te ama, lo sabes. Sería una buena esposa para ti.
Mirza se echó a reír. Le levantó la mano y le besó la palma en un gesto intencionado.
– Adiós, mi pequeña puritana. Cuando me escribas que has conseguido tu final feliz, tendré en cuenta cu consejo. -La ayudó a bajar a la falúa.
– Tenlo bien en cuenta, mi orgulloso príncipe -dijo tiernamente burlona-. ¿Acaso no me has enseñado que el verdadero amor es algo único, que debe valorarse por encima de todo lo demás?
– Me inclino ante tu sabiduría, Miranda -respondió y aunque reía, sus ojos estaban llenos de tristeza, tanta tristeza que casi la hizo llorar.
– Adiós, Mirza Eddin Khan -murmuró-, y gracias, mi amor.
Por un instante fugaz la miró arrobado. Luego, con una orden tajante a su barquero, la falúa se alejó sobre el tranquilo mar del atardecer. Miranda vio cómo se alejaba la playa y buscó por última vez la visión de aquel pequeño palacio donde tan feliz había sido, donde tan segura se había encontrado.
Desde el edificio de la colina salió una majestuosa figura envuelta en velos color rubí. La mujer se dirigió hacia Mirza Khan y se quedó en silencio a su lado. Sin pronunciar palabra, él le pasó un brazo por los hombros y Miranda sonrió satisfecha. Turkhan lo recuperará pronto, se dijo.
Jared Dunham se encontraba en la cubierta del Dream Witch, observando cómo la falúa cruzaba lentamente el agua hacia él. Pensativo, bajó el catalejo y observó al hombre de blanco de pie en el muelle. Desde luego, el príncipe no era lo que había esperado. Jared había visto claramente cómo lo había mirado Miranda y también cómo la había contemplado el príncipe a ella. Jared se sintió extremadamente incómodo, como si hubiera estado espiando un encuentro íntimo.
Una ira helada surgió en él. ¡Se trataba de su esposa! ¿Por qué iba a sentirse como un forastero? Mucha gente en Inglaterra había advertido a Jared de que Miranda lo necesitaría desesperadamente, que necesitaría todo el amor y toda la comprensión que pudiera ofrecerle. Sin embargo, la elegante mujer que avanzaba de la mano del magnífico príncipe no parecía necesitar nada de nada.
De pronto Jared se sintió observado y volvió a llevarse el catalejo al ojo.
El príncipe lo estaba contemplando directamente y su mirada llevaba un mensaje: ¿Cuídala bien, decía, porque yo también la quiero!
Jared se quedó estupefacto. Era como si el hombre le hubiera hablado directamente al oído. Con un juramento airado, cerró de golpe el catalejo y salió de cubierta.
Perky había llegado un poco antes con el joyero y esperaba abajo. Ephraím Snow, solo en cubierta, esperaba a Miranda. Cuando la izaron en la silla del piloto, el viejo capitán se sintió impresionado. Mientras la ayudaba a bajar de la silla con dedos temblorosos, sollozó:
– !0h, milady!
Miranda le acarició la mejilla, sabiendo que un beso no sería apropiado.
– Hola, Eph -dijo dulcemente-. Me alegro mucho de volver a verlo.
El sonido de la voz de Miranda hacía que su presencia fuera una firme realidad y ayudó al viejo a sobreponerse. Secándose los ojos, farfulló:
– El peor momento de toda mí vida fue tener que decirle al señor Jared que la habían matado.
– No lo hice deliberadamente -suspiró.
¡Maldita sea! ¿Iba a ser así con todo el mundo? ¿La harían responsable de su secuestro? ¿No te excuses nunca! Oyó la voz de Mirza Khan con tanta claridad como si estuviera a su lado. Miranda se apartó de Eph y anduvo rápidamente a la popa del barco. Alzó la mano en un gesto de despedida. El gesto fue inmediatamente contestado por un brazo rojo y uno blanco desde el muelle.
Levaron anclas y el Dream Witch se deslizó por el Bosforo al mar de Mármara. El cielo del atardecer había oscurecido y adquirido un color violeta oscuro mientras que en lo más lejano del horizonte occidental se veía aún un fino trazo escarlata. Miranda contempló fijamente la costa que desaparecía. Había terminado. La pesadilla había terminado y se marchaba a casa. ¡A casa!
«Espera -dijo una vocecita-. Tal vez no has ganado aún. Aún no has visto a Jared.»
La voz de Ephraim Snow interrumpió sus pensamientos.
– ¿Va a quedarse aquí toda la noche, milady Miranda?
Se volvió a mirarlo.
– ¿Dónde está mi marido? Me han dicho que había venido a Estambul. Cuando subí a bordo no estaba en cubierta para recibirme.
¡Jesús! Algo la estaba reconcomiendo.
– Estaba en cubierta con su catalejo, observando su despedida.
Algo debió de molestarle, porque cuando usted estaba a mitad de camino entre la playa y nosotros, bajó a escape como una lechuza furiosa.
– ¿Y dónde está ahora?
– En su camarote.
– Diga a mi marido que lo espero en el salón, Eph -dijo y se alejó.
¡Cielos, cómo ha cambiado! Había comprendido a la jovencita entusiasta que había viajado con él a Rusia tantos meses atrás. Pero esa joven había desaparecido como si realmente hubiera sido asesinada. La mujer que acababa de darle aquella orden fría, tajante, lo había mirado con unos ojos que no vacilaban. En realidad, había sido él quien apartó la mirada. Gracias a Dios que no era problema suyo. ¡Que Jared Dunham se hiciera cargo de ella… si podía! El capitán se fue a buscar al caballero.
Jared pareció algo disgustado por el mensaje que le comunicaba Ephraim Snow.
– ¿Ha cambiado?
– Sí.
Lo sabía.
– ¿Mucho?
– Usted mismo juzgará, señor Jared.
Asintió, tragó saliva y, pasando rápidamente delante del capitán, se dirigió al salón. Abrió la puerta y entró. Miranda estaba de espaldas a él. No podía interpretar el gesto y aquello lo molestó. No parecía la flor tronchada que según todos los vaticinios iba a encontrar. Las palabras escaparon de su boca antes de poder contenerlas.
– Así que, señora, ¡por fin has vuelto!
Miranda se volvió. Su nueva belleza le impresionó.
– En efecto, milord, estoy de vuelta. -El gesto de la boca era burlón, lo mismo que los ojos verde mar. No recordaba una boca tan jugosa y la última vez que había mirado a sus ojos habían sido inocentes. Le devolvió la mirada, rabioso. El traje tenía un escoce demasiado profundo y su pecho resultaba excesivamente provocativo.
– Confío, señora, en que tendrás una buena explicación para tu conducta.
– Solamente fui a buscar a mi mando -respondió con una voz melosa que contrastaba con la expresión tempestuosa de sus ojos-. Mi marido que me dejó para ir a jugar a la guerra, un juego de intriga, mientras yo gestaba y daba a luz, sola, a nuestro primer hijo.
– ¡Un niño que te importó tan poco que lo abandonaste cuando apenas tenía dos meses! -replicó Jared.
– Quiero al pequeño Tom -le gritó enfurecida-. Esperaba encontrarte y volver a casa inmediatamente. Mi hijo estaba más seguro en Inglaterra con Amanda. ¿Hubieras preferido que lo hubiera expuesto a los rigores de un viaje a Rusia? Ya no podía soportar más tu ausencia. Tu maldito amigo, Palmerston, no me quiso decir nada. ¡Nada! Se comportó como sí ni siquiera existieras.
– Conmovedor, señora, pero dime, ¿cómo llamaste la atención del príncipe Cherkessky?
– ¿Qué?
– Alexei Cherkessky, el hombre que te raptó. Ephraim Snow me dijo que asististe a una fiesta en la embajada la noche anterior a tu desaparición. ¿Conociste al príncipe allí? ¿Coqueteaste con él y provocaste tú misma la situación, Miranda?
Le lanzó lo primero que encontró a mano, un pesado tintero de cristal. Dejó una marca en la puerta, detrás de su cabeza, mientras la tinta negra resbalaba por el panel hasta el suelo, donde se filtró lentamente entre las anchas tablas.
– Así que, milord, por lo visto soy responsable de la situación, ¿verdad?;0h, Dios, qué poco me conoces para creer semejante disparate! ¿Cuándo, en los pocos meses de nuestro matrimonio, te di motivos de duda? Jamás! Pero para ti, milord, primero hubo Gillian Abbott, luego quién sabe cuántas mujeres de San Petersburgo, y me lloraste bien pocos meses antes que volver a la vorágine social. ¡Y ahora tenemos a lady De Winter!
Se apartó furiosa, ocultando el rostro a su indignada mirada, tragándose las lágrimas que llenaban sus ojos. No dejaría que viera su debilidad. Se la echaría en cara.
– ¿Te violó Cherkessky? -Su voz sonaba desgarrada.
Miranda se volvió a mirarlo y Jared pensó que jamás la había visto tan enfadada.
– No.
La respuesta fue tajante, breve. Pasó por delante de él y abandonó el salón.
Las lágrimas la cegaban, encontró maquinalmente el camino a su amplio camarote y echó de allí a una sobresaltada Perky antes de dejarse caer en la cama.
¡Qué guapo estaba! Pero estaban enfrentados y su corazón se partía de nuevo. Había descubierto un asomo de plata en sus sienes y se preguntó si se debía a su desaparición. Por lo menos sus propias cicatrices no se veían. ¡Qué espantoso principio había sido!
Al instante Jared entró en el camarote, se arrodilló junto a la cama y murmuró:
– No ha sido un buen principio, ¿no es verdad. Miranda? Me alegro de que estés otra vez conmigo. -Cautelosamente la rodeó con su brazo.
– He estado volviendo junto a ti desde que Cherkessky me raptó. Al mes de mi llegada intenté escapar de su villa.
– ¿En serio? -Ésta era la Miranda que conocía-. ¿Cómo?
– Por mar. Pensé que podía navegar hasta Estambul e ir a la embajada de Inglaterra. Pero me descubrieron y hasta que vinieron los tártaros me vigilaron de cerca. -Se desprendió de su brazo sin ver la expresión de dolor que se reflejó en su rostro-. Anduve prácticamente todo el camino hasta Estambul -declaró orgullosa-. Oh, a veces me dejaban subir a uno de los carros del botín, pero en general anduve. Los criados del príncipe dijeron a los tártaros que yo era una inglesa rica por la que podían pedir un rescate en Estambul, pero también me advirtieron que desconfiara de aquellos salvajes. ¡Cuánta razón tenían! Los canallas se proponían venderme junto con el resto de los pobres esclavos que habían capturado, pero yo oí cómo tramaban mi venta la noche antes de entrar en la ciudad. Estábamos acampados fuera de la muralla. Esperé a que todos durmieran y entonces me fui a la puerta más cercana. Cuando la abrieron al amanecer, yo atravesé toda la ciudad hasta la embajada. Tuve gran dificultad en convencer al idiota de la portería de quién era yo, pero por la mas milagrosa coincidencia apareció Kit Edmund y me salvó.
Se levantó y empezó a pasear por el camarote. Su mirada era remota.
– Los tártaros estaban detrás de mí, Kit y su amigo Mirza Eddin Khan estaban delante, yo en medio. Los tártaros gritaban que yo era un bien ganado botín, producto de un asalto, y Kit les gritaba que yo estaba bajo la protección de la ley británica.
– ¿Cómo te libraste?
– Mirza Khan vació en las manos del jefe media bolsa de piedras preciosas. Era una fortuna y realmente muy generoso por su parte. Los tártaros quedaron más que satisfechos por el precio y al fin me dejaron en paz. ¿Podemos cenar ahora? Estoy muerta de hambre.
Miranda pasó delante de Jared y entró en su gabinete privado donde habían dispuesto un pequeño festín para ellos. El cocinero se había tomado la molestia, mientras esperaban que ella subiera a bordo, de comprar productos frescos en los bazares del puerto. Y ahí estaba el delicioso resultado de sus esfuerzos.
Había un asado de ternera, un capón relleno de arroz, de orejones y albaricoques, y una fuente de mejillones cocidos con vino y hierbas aromáticas. Miranda se quedó mirando un plato de tomates y berenjenas y decidió que se parecía demasiado a lo que había estado comiendo durante un año. Se fijó en un gran cuenco de judías verdes y luego en otro de zanahorias y apio a la crema. Había arroz pilaf y kasha y pasó de lo último sin siquiera mirarlo. Jumo a una bandejita de mantequilla fresca había una cesta de pan recién hecho. Cortó una gran rebanada y la embadurnó generosamente de mantequilla. Hacía más de un año que no había visto pan blanco. Se decidió rápidamente acerca de su comida: se sirvió varias lonchas de ternera, un poco de arroz, y algo de zanahoria y apio a la crema. Echó una mirada al aparador, cubierto de tartas de fruta adornadas con nata, un trozo de queso Stilton, lo necesario para preparar té y botellas de vino blanco y tinto.
Se sentó y al instante saboreó un pedazo de ternera en la boca.
– ¡Cómo he añorado la ternera un poco cruda! -rió-. Los rusos la hacen demasiado pasada.
– ¿Y los turcos?
– Suelen comer cordero. Pásame la sal, por favor.
Le pasó el platito de estaño; luego tomó un plato y se sirvió algo de cena. Jared tenía que darse por satisfecho de momento porque sólo iba a contarle lo que quisiera, nada más. Insistir no haría sino alejarla. Comieron en silencio. Miranda terminó pronto y pasó al aparador a prepararse una tetera de té negro de China. Luego cortó dos abundantes raciones de tarta y ¡as llevó a la mesa.
– Tu apetito es magnífico, como siempre -observó su mando.
– En el viaje a Estambul hubo momentos en que pasé mucha hambre. Mignon y yo tratábamos de aumentar nuestra dieta con cangrejos Si caminábamos junto al mar y también recogíamos hierbas y fresas silvestres.
– ¿Quién es Mignon?
– Era la hija ilegítima de un noble francés. Había sido institutriz en San Petersburgo cuando el príncipe la llevó a su finca de Crimea. Dos tártaros la violaron y la mataron a mitad de camino de Estambul. Lo único que deseaba era volver a París.
"¡Dios mío' -pensó Jared-. ¡Cuánto ha sufrido!» Al recordar su anterior inocencia, su inseguridad, admiró sinceramente a la mujer fuerte en que se había transformado,… y se sentía un poco celoso por no haber participado en la transformación.
Miranda se levantó y anunció:
– Ahora me voy a la cama y me gustaría estar sola.
– ¡Hemos estado separados más de dos años! -protestó él.
Noto la súplica encubierta en su voz. ¡Ah, cómo quería responder a esta súplica! Cómo deseaba sentir sus fuertes brazos rodeándola, consolándola, diciéndole que todo iba a salir bien. Pero respiró hondo y dijo.
– Antes de reanudar nuestra vida conyugal quiero contarte lo que me ocurrió en Rusia. Antes sugeriste que tal vez yo fui responsable de mi desgracia. Te equivocas. No soy responsable en absoluto. No obstante, no estoy dispuesta a contar la historia una y otra vez. Os la contaré una sola vez a ti y a nuestra familia. Después no hablaré más de ella. Cuando hayas oído mi historia tal vez no desees reanudar nuestro matrimonio. No puedo mentirte. Sabes que no es mi modo de ser. Hemos esperado mucho tiempo. Unas semanas más no deberían importar. -Se volvió, incapaz de soportar la expresión de su rostro.
– ¿Sabes, Miranda? No has pronunciado mi nombre ni una sola vez -musitó.
– No me he dado cuenta.
– ¡Di mi nombre! -La cogió por los hombros y la volvió de cara a él-. ¡Di mi nombre, maldita sea'
– Ja… Jared. ¡Oh, Jared, te he añorado tanto!
Su boca cayó sobre la de ella antes de que Miranda pudiera darse cuenta y apartarse. Gozó con aquel beso, con el sabor familiar y su tacto asaltándola. Por una fracción de segundo la locura se apoderó de ella, empujándola a que aquel beso los llevara a su natural conclusión. Dejar que él la cogiera en brazos y la llevara tiernamente a la cama. Dejar que la desnudara, la besara y borrara toda vergüenza. ¡Dejar que se enterara de la verdad y que, asqueado, la odiara! Se apartó.
– ¡Te lo ruego, Jared! ¡Por favor, por amor a mí, espera a que estemos de vuelta en Inglaterra!
Lo impresionó su desesperación, el hecho de que ella temblara y llorara a la vez y de que pareciera no darse cuerna. ¿Qué le había ocurrido? No estaba seguro de querer saberlo.
– No me importa lo que ocurrió en Rusia. Te amo. Miranda, y debemos concedernos una segunda oportunidad.
– ¡Pero a mí sí me importa! -fue la terrible respuesta-. Me importa porque me ocurrió a mí. Es como un gran peso sobre mí. ¡Ahora, déjame! Muy pronto lo sabrás todo, pero no quiero acostarme contigo voluntariamente hasta que lo sepas, y si me obligas no te lo perdonaré jamás.
Luego se volvió, corrió a su camarote y cerró a sus espaldas de un portazo.
Jared se quedó un instante mirando la puerta cerrada. Después fue al aparador y cogió una copa y la botella de coñac. Se sirvió una buena ración y después se sentó, inclinado sobre sí mismo y con la copa de cristal rodeada por ambas manos.
Miranda le había dicho que el príncipe no la había tocado, y la creía. Entonces, ¿qué era ese terrible secreto que no le permitía reanudar su matrimonio inmediatamente?
Jared se levantó y entró en el camarote. Su respiración regular le indicó que estaba dormida. Permaneció un buen rato allí, sentado a oscuras. De vez en cuando Miranda se estremecía y gemía. Una vez le pareció oír un nombre, pero no lo pudo descifrar. Por fin, después de quedarse tranquila durante un buen rato, le subió suavemente la ropa para cubrirla.
Por la mañana estaba más pálida que el día anterior. Jared se vio obligado a aceptar su silencio hasta que pudiera hablar a toda la familia, en Swynford Hall, pero no le resultaba fácil. Estar tan cerca de ella, encerrado en los confines del barco sin posibilidad de escapar a su tentadora presencia, era algo muy difícil de soportar. Sólo el dolor de su rostro le impedía presionarla.
El viaje era idílico, con suaves brisas y cielo azul durante el día y estrellado por la noche. Cuando el barco pasó ante las islas griegas y la costa mediterránea, Jared recordó irónicamente un viaje de luna de miel.
El Dream Witch dejó atrás Gibraltar, el cabo San Vicente, el cabo Finesterre y la bahía de Vizcaya, donde el tiempo cambió de pronto y se encontraron de lleno con una tormenta de finales de verano. En medio del fragor, de repente no pudo encontrarla y el corazón de Jared dio un vuelco terrible hasta que la descubrió de pie en la borda, con los nudillos blancos por la fuerza con que se aferraba, el rostro cubierto de lágrimas o de lluvia, lo ignoraba. Luchando contra el viento, cruzó la cubierta hacia ella y la sujetó con fuerza.
La sintió temblar a través del fino tejido de su capa agitada por el viento y tuvo que inclinarse para que pudiera oírlo.
– Si todo esto ha sido duro para mí, lo ha sido mucho más para ti, Miranda. Francamente, no sé cómo has podido soportarlo. ¡Por el dulce amor de Dios, fierecilla, soy tu marido! ¡Apóyate en mí! ¡Estoy aquí!!no me encierres fuera! ¡No hay nada en el mundo que pueda impedir que te quiera!
Miranda levantó la vista hacia él y el dolor que se reflejaba en sus ojos lo traspasó, pero ella no quiso decir nada. ¿Cuál era su secreto? ¿Qué era tan terrible que la estaba destrozando?
– Entra conmigo, amor mío -le dijo tiernamente y ella asintió- Soltó la mano de la barandilla y dejó que él la devolviera al abrigo del salón.
A la mañana siguiente la tormenta había amainado y un firme viento del sur empujaba el elegante velero hacia el canal de la Mancha. Pocos días después atracaron en Welland Beach.
¡Por fin había vuelto a Inglaterra! Miranda soportó el mal ventilado vehículo y la tensión entre ella y Jared por un día. Pasaron la noche en una posada y cuando emprendieron el camino, a la mañana siguiente, Jared le sonrió.
– He encargado otros dos caballos para que podamos montar en lugar de estar sentados todo el día en el coche. ¿Te gustaría montar, Miranda? No he traído tus pantalones -dijo burlón-, pero supongo que podrás arreglarte con una silla de mujer.
Cabalgaron juntos hasta Swynford a través de la campiña otoñal, deteniéndose para que descansaran los caballos y alimentándose con refrigerios que los diversos posaderos les iban preparando. Al fin avistaron Swynford Hall, iluminada su oscura masa por el sol poniente.