Miranda y Jared bajaron las colmas galopando hacia Swynford Hall, seguidos por los dos vehículos. Traspasaron las verjas y el portero, con su curtido rostro hecho sonrisas, empezó a tocar la poco usada campana de bienvenida. Cabalgaron avenida arriba hasta la casa, acompañados por los tañidos de la campana, y entonces una menuda figurita vestida de rosa salió corriendo por la puerta principal adelantándose al lacayo. Jared vio la primera sonrisa verdadera en el rostro de Miranda desde su reencuentro. Sus ojos se plegaron. Espoleando su caballo, recorrió al galope el resto del camino.
– ¡Miranda! ¡Miranda! -gritaba Amanda, lady Swynford, embarazada de su segundo hijo. Saltó excitada cuando su hermana se tiró del caballo directamente a los brazos de su gemela.
– ¡Oh, Miranda' ¡Les decía que no habías muerto! Se lo decía, pero no me hacían caso. ¡Creían que estaba loca!
Miranda dio un paso atrás y contempló a su hermana.
– No -le dijo-, no podían comprenderlo. ¿Cómo podían? ¡Oh, Mandy, cómo te he echado de menos! Tengo contigo una gran deuda. Perky dice que has cuidado de m Tom todo el tiempo. ¡Oh, Mandy, bendita seas!
Volvieron a abrazarse, secándose mutuamente las lágrimas de felicidad. Entraron en la casa cogidas del brazo. Jared se quedó atrás, dejándolas en su reunión, pero ahora corrió a unirse a ellas, porque quería ver el rostro de Miranda cuando viera al pequeño Tom.
– ¿Dónde está mi hijo? -fueron las primeras palabras de Miranda al entrar en el oscuro vestíbulo.
Amanda indicó la escalera donde esperaba Jester con un niño de pelo negro y traje blanco en los brazos. La niñera se acercó despacio y soltó al inquieto niño cuando llegó al último escalón.
– ¡Papá! -El pequeño Tom corrió directamente hacia Jared que, sonriente, cogió al pequeño en brazos y lo besó.
Miranda parecía haber echado raíces. Había dejado un bebé, un bebé que apenas aprendía a levantar la cabeza. ¡Este era un muchacho! Un niño pequeño, pero un niño al fin y al cabo. Su bebé había desaparecido y apenas lo había conocido. De pronto comprendió la enormidad de lo que le había faltado. Miró directamente a Jared y murmuró:
– No sé si podré llegar a perdonarte por esto.
– Ni yo estoy seguro de poder perdonarme -le respondió-. Tenemos mucho que perdonarnos el uno al otro. Miranda.
– Tal vez no podamos, Jared -dijo sacudiendo la cabeza, abrumada.
– ¿No crees que podrías saludar a tu hijo, milady? En esta fase de su vida su atención tiene el alcance de una mosca juguetona. -En efecto, el niño empezaba a impacientarse en brazos de su padre-. Thomas, hijo mío, esta señora tan guapa es tu mamá, que ha vuelto a casa con nosotros. ¿Qué vas a decirle?
Miranda contempló la carita, aquellos ojos verde botella, tan parecidos a los de Jared, y le tendió los brazos. El niño le sonrió con picardía y le tendió sus propios brazos en respuesta. Jared se lo pasó a Miranda y ella lo estrechó con fuerza, con las mejillas cubiertas de lágrimas.
– ¿Mamá llora? -dijo el pequeño Tom, perplejo, y luego la abrazó-. ¡Mamá no llora!
Miranda tuvo que reír. La vocecita imperiosa era muy parecida a la de Jared. Le besó la suave nuca y luego estudió su carita, era la viva imagen de su padre.
– Mamá no va a llorar, Tom -le aseguró. No podía soportar la idea de devolverlo, pero no tuvo más remedio que pasárselo a Jester-. Buenas noches, amorcito. Mamá te verá por la mañana. -Luego miró a la niñera y declaró-: Te has ocupado mucho de él, Jester. Gracias.
Jester se deshizo en sonrisas.
– Es maravilloso volver a tenerla con nosotros, milady. -Ruborizada, dio media vuelta y se marchó arriba con su carga.
– He organizado una magnífica cena de bienvenida. Miranda-sonrió Amanda.
Miranda se apartó despacio de la escalera.
– No podemos sentarnos y tomar una cena normal hasta que haya contestado a todas las preguntas que deseéis hacerme. No quise contarle nada a Jared hasta que estuviéramos todos reunidos. Voy a hacerlo una sola vez, y nunca más.
– Jon y Anne vienen a cenar -objetó Amanda.
– ¿No han regresado a Massachusetts? -preguntó Miranda.
– La guerra entre Inglaterra y América ha sido, sobre todo, una guerra naval -respondió Jared-, y viajar ha sido casi imposible. No podían marcharse.
– ¿Así que aún no ha terminado? -exclamó y Jared, por un instante, vio sus ojos airadamente burlones.
– Terminará pronto y todos volveremos a casa en primavera. En este momento están negociando el tratado.
– Y tú, ¿estás involucrado? -Otra vez la burla.
– He abandonado la política… todo tipo de política -fue la respuesta.
– ¿Qué harás entonces, milord?
– Me ocuparé como es debido de ti y de nuestro hijo.
– Es demasiado tarde -murmuró, tan bajo que sólo la oyó Amanda-. Jon y Anne deben oírme también. Supongo que no habrá otros invitados.
– No, querida mía.
– Entonces, voy a descansar hasta la cena -dijo Miranda-. Supongo que tenemos las mismas habitaciones, hermana.
– Sí-respondió Amanda, enteramente perpleja.
Miranda desapareció escaleras arriba. Su joven hermana comentó, abrumada:
– Está muy cambiada, Jared. ¿Qué le ha sucedido?
– No lo sé, gatita. Se hará como ha dicho. Contará su historia.
– Tengo miedo, Jared.
– Yo también.
Miranda se echó a descansar hasta la cena. Cuando despertó, dos horas después, eligió un suave traje de seda negra, de largas mangas ceñidas y un profundo escote en forma de V. El dobladillo, a la altura del tobillo, estaba bordeado de plumas de cisne teñidas de negro. Las medias eran de seda negra, de cordoncillo, y los zapatos también negros, puntiagudos, sin tacón, llevaban una hebilla de plata en forma de estrella. ¿Cómo había conseguido Jared todos estos trajes antes de su llegada? Mientras pensaba qué joya se pondría, Jared se le acercó por detrás, sigilosamente, y le rodeó el cuello con una larga y fina cadena de oro de la que pendía un enorme diamante en forma de pera. Miranda se quedó contemplando la gema que encajaba sensualmente entre sus senos.
– Bienvenida, Miranda -murmuró.
– De haber llevado una vida matrimonial estos años -comentó- creo que hubiera debido preguntar qué pecados estabas expiando con esta magnífica joya.
– Veo que tu lengua sigue igual que siempre -observó secamente.
– Hay cosas que no cambian nunca, milord -rió entre dientes.
Abajo encontraron a Amanda, Adrián, Jon y Anne esperándolos. Anne Dunham corrió a abrazarla.
– Mandy tenía razón -sollozó-. ¡Gracias a Dios! Te debo mi felicidad y me alegro de que estés de vuelta y a salvo. ¡Serás la madrina de mi próximo hijo! ¡Prométemelo, Miranda!
– Cielos, Anne. Acabas de recuperarte de un nacimiento, no me digas que estás esperando de nuevo.
– Y no por falta de esfuerzos por mi parte, te lo aseguro, Miranda. ¡Bienvenida a casa hermana!
– Gracias, Jon -le sonrió.
– ¿Tomaréis todos jerez? -preguntó Amanda.
– Siempre la perfecta ama de casa, hermanita -rió Miranda. Se volvió a Adrián y le pidió-; ¿Querrás ocuparte de que no nos molesten hasta que haya terminado de hablaros?
– He advertido al servicio y he puesto a los mastines delante de la puerca para que nadie venga a escuchar.
– Sé que todos sentís curiosidad por saber lo que me ocurrió realmente y os lo diré ahora. Es una historia terrible. Mandy, Anne, sé que os horrorizará lo que tengo que deciros, así que decidid si deseáis oírlo. Os advierto que si os marcháis, vuestros maridos no os repetirán nada de lo que diga. Si decidís quedaros, estad preparadas para escandalizaros.
– Si es tan terrible. Miranda, ¿por qué debes contárnoslo a todos?-preguntó Jonathan.
– Por dos razones, Jon. Debo responder a todas las preguntas que leo en tus ojos y en los ojos de mi familia. También porque es posible que cuando haya contado mi historia, mi marido desee cortar nuestro matrimonio, y no quiero que se juzgue mal a Jared. Esta historia será muy dolorosa para él. Nosotras, las mujeres, también tenemos nuestro honor, Jon.
– Oh, Miranda, ¿qué has hecho? -Los ojos azules de Amanda estaban llenos de preocupación.
– Cállate, Mandy -la riñó dulcemente Anne-. Miranda no ha cometido ningún pecado. Sospecho que los pecados se han cometido contra ella.
– Querida y sabia Anne -murmuró Miranda-. Sentaros todos, por favor. Me gustaría empezar.
Se quedó de pie delante de la chimenea y miró a su público. Su hermana, su cuñada, sus dos cuñados, su marido. Los caballeros con trajes de etiqueta, en blanco y negro. La dulce Anne con su dulce rostro y los rizos cobrizos y graves ojos grises, vestida de color verde lima. La querida Amanda, de lila, con su embarazo visible, tan visible como la angustia en sus ojos.
– Todos conocéis el engaño que organizó lord Palmerston con Jared y Jonathan Dunham. Jared llevaba casi un año fuera y Jon, enamorado de Anne, se había casado en secreto con ella. Yo había tenido a mi hijo sola. Oh, ya lo sé, Mandy: tú, Adrián y Jon estabais conmigo, pero seguía estando sola. Yo quería a Jared y Palmerston se negaba a decirme nada. Empezaba a preguntarme si mi marido seguiría con vida. Pasaba unas noches espantosas.
"Decidí que debía ir a San Petersburgo. Ahora me doy cuenta de lo ingenuo que era todo y, sin embargo, en aquel momento parecía muy sencillo. Viajaría en mi propio yate con un capitán y una tripulación de confianza. Iría a San Petersburgo, pediría noticias de mi marido al embajador británico y luego Jared y yo regresaríamos a Inglaterra. Incluso había imaginado que si su misión no había tenido éxito -y es obvio que no lo tuvo- no me sería fácil traerlo de vuelta.
Les explicó el escaso tiempo que estuvo en San Petersburgo.
– Ahora debo dejar la historia por un momento para explicar que la fortuna de la familia Cherkessky procede de una granja de esclavos de Crimea, o mejor dicho, la fortuna procedía de aquella propiedad hasta que el primo tártaro de Alexei Cherkessky destruyó la granja. Los esclavos que se producían en la propiedad eran solamente blancos y rubios. Los rubios producen una fortuna en los mercados del Cercano y Medio Oriente. El semental estrella del príncipe, Lucas, tenía mi mismo colorido, cabello rubio platino y ojos claros, y se sabía que solía engendrar principalmente hijas. Las hembras son una mercancía más valiosa que los varones cuando uno se dedica a criar esclavos caros para los harenes, más que esclavos de trabajo. Cuando Sasha me vio supo que yo era exactamente la mujer qué el príncipe había estado buscando durante varios años: una compañera perfecta para Lucas.
Amanda dejó escapar un pequeño grito de horror.
– ¡Miranda! ¿Qué estás diciendo? La gente no cría personas, sólo animales.
– No, Mandy. En este mundo hay gente que cría otros seres humanos para obtener provecho. ¿Recuerdas, antes de que Jared y yo nos casáramos, que me contaste la historia de la hija de un clérigo que fue llevada a una granja de esclavos en las Indias Occidentales? Yo lo tomé a broma, pero la crianza de seres humanos para venderlos se sigue haciendo ahora, y durante la mayor parte del año pasado yo he vivido en ese infierno.
Amanda abrió unos ojos enormes y palideció, pero no se permitió desmayarse. Su gemela había vivido un infierno y lo menos que podía hacer era escuchar.
Miranda se calló para tomar un sorbo del pálido jerez que tenía en su copa, echando una ojeada a su auditorio. Se daba cuenta que los hombres habían empezado a sospechar el argumento de la historia, y Jared se mostraba ceñudo. «Oh, Dios -pensó-, ¿por qué mi carácter me fuerza a contar la verdad?»
– Continúa, Miranda. -La voz de Jared la sorprendió.
Sus ojos se encontraron por un instante y la desconcertó lo que encontró allí. Vio compasión. Vio ternura y comprensión. ¡Vio amor! Su voz se quebró y por un momento no pudo hablar. Jared se acercó a ella y la rodeó con su fuerte brazo.
– Continúa, mi amor. Dilo todo y olvídalo.
Y así fue desgranando los detalles de su estancia en San Petersburgo. En un momento dado, Jared la interrumpió.
– ¡Oh, Dios! Si alguna vez le echo el guante a Gillian Abbot la mataré -exclamó enfurecido.
– Ya está muerta. El cadáver que se encontró en el Neva era el de Gillian. Se había teñido de rubio.
Continuó con el capítulo de Crimea y sus oyentes estaban cada vez más impresionados por cada revelación. Vio miedo en sus rostros, y asco, ultraje y piedad. Trató de no mirar a ninguno en particular, porque si lo hacía no sería capaz de continuar.
– Yo era una esclava más, sabéis, y mi misión era aparearme con Lucas para producir hijas. Una vez traté de escapar por mar, pero me atraparon. Afortunadamente, Lucas era un hombre bueno. -Aquí su voz empezó a temblar-. Yo… nos metieron juntos en la choza de apareamiento.
Jared emitió un extraño suspiro, y su hermano preguntó:
– ¿Qué demonios es una choza de apareamiento?
– Es el lugar a donde envían a los esclavos elegidos para este propósito -respondió Miranda, lenta y deliberadamente-. Es una construcción pequeña sin ventanas y con un catre. No hay nada más.
– ¡Dios mío! -La voz de Jared sonó tierna a su oído. Adrián y Jonathan tuvieron que apartar la mirada y Amanda y Anne estaban ambas con la boca abierta por la impresión. Las pestañas de Miranda bajaron sobre sus pálidas mejillas. Se obligó a seguir.
– Yo me resistí. Sasha incluso llegó a pegarme una vez, pero al final pudieron más que yo. Debéis comprender todos que he sido deshonrada y que ningún hombre decente puede quererme ahora.
Después de aquella declaración reinó un silencio absoluto. ¿No iba a reaccionar ninguno de los hombres? Empezó a sentir pánico, luego se lanzó de cabeza al resto de su narración. Les habló del ataque de los tártaros y del intento de Sasha de redimirse contándole al príncipe Arik que podía conseguir un buen rescate por ella. Siguieron sin interrumpirla y al final concluyó.
– Afortunadamente, Kit Edmund estaba en la embajada aquel día y su amigo, el príncipe Mirza Khan, me rescató generosamente de los tártaros y se deshizo de ellos. Lo demás, ya lo sabéis.
La habitación quedó sumida en un silencio palpitante. Por fin, Anne Bowen Dunham dijo con su voz suave:
– Es en verdad una historia horrible la que acabas de contarnos. Pensar que un ser humano pueda obrar de modo tan cruel… pero ya estás en casa y a salvo con nosotros. Debes tratar de olvidar todo esto, querida Miranda.
– ¿Acaso no has entendido lo que os he dicho, Anne? He sido utilizada físicamente por otro hombre. Según la ley de la Iglesia soy una adúltera. ¡No valgo más que las amantes que los londinenses elegantes mantienen! No soy digna -aquí se le quebró de nuevo la voz-, ya no soy digna de ser la esposa de un caballero.
– Te forzaron -exclamó Anne-. La vergüenza no es tuya. Además nadie sabe lo que ocurrió realmente excepto nosotros, y jamás lo propagaremos. Es ridículo calificarte de adúltera. -Nadie había visto nunca a Anne tan indignada.
Adrián Swynford se adelantó y cayó de rodillas ante su desesperada cuñada. Le cogió la mano y exclamó:
– Pese a tu terrible experiencia no has dejado de ser la misma para nosotros, Miranda. Tu gran valor sólo ha aumentado nuestro aprecio. Hay que ser muy fuerte para no enloquecer, sin hablar de tu vuelta a casa. ¿Por qué íbamos a reprocharte nada, Miranda?
– ¡Oh, querida mía! -sollozó Amanda-. ¡Has sufrido tanto y has sido tan valiente! Debemos olvidarlo todo. ¡Oh, Miranda, lo conseguiremos!
– No me veo capaz de cenar -dijo Miranda-, Por favor, perdonadme. Quiero ir a mi habitación. -Y salió corriendo.
Jonathan Dunham miró fijamente a su hermano.
– Si ahora la abandonas, te mataré con mis propias manos.
– En cierta medida, es culpa mía. Jamás debí abandonarla.
– No -convino Jonathan-, no debiste hacerlo. -Dejaría que Jared sintiera remordimiento. Le vendría bien.
– Me gustaría estar con mi mujer -dijo Jared mirando a Amanda-. Será mejor que no retraséis más la cena. -Salió rápidamente y subió la escalera de dos en dos en su prisa por llegar a sus habitaciones. Entró de golpe en el gabinete y gritó a Perky-: ¡Fuera! No te necesitamos más esta noche. Seguro que Martín estará encantado de tener a su mujer.
– Sí, milord, y gracias. -Perkins esbozó una apresurada reverencia y salió.
Jared cruzó el gabinete y entró en la alcoba.
– ¿Qué quieres? -ES rostro de Miranda estaba mojado de lágrimas.
– ¡A ti! -respondió con fiereza y se lanzó a la cama sujetándola debajo de él-. ¡Te quiero a ti! ¡Quiero volver a tener esposa!
– ¿Dónde está tu orgullo? ¿Es que no te importa que otro hombre me haya utilizado?
– ¿Me amas?-preguntó Jared.
– Sí, ¡maldito seas! ¡Te amo!
– ¿Gozaste cuando él te tomó?
Confiaba en su respuesta, por ello se quedó estupefacto cuando le contestó:
– Nunca me dijiste que un cuerpo podía reaccionar a los sentidos así como al amor. La primera vez que me ocurrió, mi cuerpo respondió y la vergüenza por poco me mata allí mismo.
– ¿Y después?
Dios Santo, ¿quería realmente saberlo?
– Aprendo rápidamente, Jared. Seguro que lo recuerdas. -No pudo resistir hacerle sufrir un poco. Luego sacudió la cabeza-. Después bloqueé mi mente a lo que estaba haciendo y no sentí nada.
– Te amo. Miranda -confesó sencillamente-. Si acaso, te amo mucho más por ser tan valiente. -Sus labios se movieron sobre la piel suave que dejaba al descubierto el enorme escote, jugando, lanzando su lengua por el estrecho surco entre sus senos.
– Tu esposa debería estar por encima de todo reproche -murmuró algo jadeante-. Ninguna señora de Wyndsong ha visto mancillada su reputación.
– Las únicas cicatrices que te quedarán, Miranda, estarán en tu propia mente. Ahora mismo empezaremos a borrar esas cicatrices.
– No lo comprendes -insistió, tratando desesperadamente de alejarse de él, pero él la retuvo con fuerza mientras la levantaba.
– Oh, sí, fierecilla, lo entiendo. Crees que porque reaccionaste al contacto de otro hombre has traicionado de algún modo mi honor, pero te equivocas. No eres como esas elegantes damas casadas de la buena sociedad que andan puteando para divertirse o venderse a fin de propiciar la carrera de sus maridos. Es ridículo que te excuses. -Le desabrochó el traje, se lo pasó por los hombros y lo dejó caer como un charco oscuro a sus pies. Soltó los tirantes de seda de su enagua y dejó que cayera a reunirse con el traje. La dejó de pie con sus pantalones de encaje, las medias y las ligas. Cuidadosamente soltó las cintas que sujetaban su cintura y también cayeron al suelo.
Dejó entonces que sus ojos volvieran a conocer la larga y pura línea de la espalda con la fina cintura, la suave redondez de las nalgas, los muslos esbeltos y las largas y perfectas piernas. Dios, ¿había podido olvidarlo? Ella permanecía inmóvil pero, de repente, alzó los brazos y se soltó la larga cabellera, deshaciendo cuidadosamente la trenza con los dedos.
– ¿Estás seguro? -insistió a media voz-. No vuelvas a tomarme por compasión, Jared. Ésta sería una suerte más cruel. No quiero tu compasión.
– Oh, fierecilla, tendrían que compadecerme a mí, si no hubieras vuelto a mi lado. Ahora, espera, tengo una cosa para ti.
Cruzó la alcoba hacía su habitación y volvió un instante después. Le tomó la mano y con dulzura le colocó un anillo. Miranda bajó la vista y al verlo se quedó sin aliento.
– ¡Mi alianza!
– Ésta fue la única razón por la que Ephraim Snow llegó a creer que el cuerpo del Neva era el tuyo. No llegó a ver el cadáver, pero pensó que tú nunca te hubieras desprendido voluntariamente de este anillo.
Miranda se quedó mirando el brillo de las pequeñas estrellas de diamantes. Recordó por un momento el día en que Jared se lo puso en el dedo por primera vez, luego dijo:
– jamás me hubiera desprendido voluntariamente de él. -Las lágrimas caían de sus ojos verde mar y rápidamente trató de contenerlas-. ¡Maldita sea! Últimamente me paso los días llorando. -Después lo miró-. Te has dado mucha prisa en desnudarme.
Se acercó a él, atrevida, le deshizo la corbata blanca y la tiró al suelo.
– El pobre Mitchum ha tardado veinte minutos en anudarla bien- comentó él con un suspiro burlón.
– ¡Quítate la casaca! -le ordenó y él obedeció sonriente-. ¡Ahora, el chaleco! -También obedeció. Sus dedos impacientes soltaron la botonadura de perlas de la camisa y con las palmas de sus manos apartó la seda blanca e hizo que se deslizara por los hombros y por los brazos fornidos. De pronto, aquellos brazos la estrecharon con fuerza contra sí.
Se le quebró el aliento al sentir la suavidad del vello de su ancho pecho contra sus sensibles pezones.
– ¡Mírame! -exigió la voz de Jared-. En este juego pueden participar dos, mi vida. -Le volvió la cara hacia él y sus ojos verde botella se clavaron en los ojos verde mar. La sostuvo por la cintura en un engañoso abrazo y ella se dio cuenta de que si solamente se movía un centímetro la aplastaría contra él. Notó que se desprendía de los zapatos de etiqueta mientras se desabrochaba los pantalones, arrancándoselos al mismo tiempo que sus apretados calzoncillos. Pero sus ojos no se apartaron de ella. La estaba desafiando a que se soltara.
Completamente desnudo se arrodilló, deslizó una liga con sus rosetones por una pierna, seguida de la media de seda negra, y luego desnudó la otra pierna. Su piel era maravillosa, suave, fragante, sin mácula. Se levantó, volvió a estrecharla y buscó su boca. Miranda le echó los brazos al cuello y se apretó contra su cuerpo.
– ¡Oh, Jared! -murmuró, mirándolo-. ¡Oh, mi amor, si supieras cuánto te he añorado!
La levantó en brazos y la llevó a la cama. Tendió los brazos hacia él y con un gemido Jared la estrechó y empezó a besarla. Su boca exigía y ella deseó complacerlo.
Sus manos le quemaron la piel cuando se deslizaron por su espalda hasta llegar a acariciar las nalgas. Los dedos de Jared recorrieron tiernamente las dulces curvas de su cuerpo al abrazarlo con un abandono que le dejó sin aliento. Buscó los globos de sus senos y Miranda se estremeció cuando él empezó a mordisquearla. Quiso distraerlo y bajó la mano para agarrar su verga rígida.
Le acarició con dedos sabios y obtuvo la recompensa al notar cómo se aceleraba su respiración. Miranda se retorció rápidamente y su cabeza estuvo abajo, cubriendo con su cabellera de oro pálido el vello oscuro del bajo vientre. Le besó entonces la punta de su palpitante virilidad y a continuación cerró los labios sobre él. La lengua acarició dulcemente la cabeza de su sexo y el cuerpo de Jared se arqueó por el placer de la impresión.
¡Nunca le había enseñado aquello! Por un momento se enfureció y después comprendió exactamente lo que ella había estado tratando de decirle. Sabía que no era una mujer promiscua. Nunca habría buscado a otros hombres. Pero era una mujer, lo había sido desde el momento en que él había tomado su virginidad. Durante el tiempo en que habían estado separados había aprendido de otro. Se había esforzado por advertírselo y Jared comprendió que sería estúpido hacerse ahora el mojigato. ¡Oh, no! Y menos ahora que su boca lo torturaba tan dulcemente.
– ¡Fierecilla! -logró articular-. Deja que me mueva un poco.
Se volvió, separó dulcemente sus adorables labios inferiores para exponer la delicada flor color coral de su feminidad. Su lengua trabajó la piel sensible y ella lanzó un grito al sentir como si un rayo la atravesara. Siguió acariciándola y ella también continuó, excitándolo más a medida que su propia exaltación aumentaba. Al fin, él levantó la cabeza.
– ¡Basta de juegos, Miranda! Hace más de dos años que tengo hambre de ti.
La cambió de postura y se le puso encima. Su verga se había puesto enorme y palpitaba.
– ¡Mírame, salvaje de ojos verdes! -ordenó con ternura-. ¡Mírame!
La cogió bruscamente y ella lo miró. En sus ojos había amor, amor y un deseo impaciente.
– ¡Jared! ¡Oh, Jared! ¡Ámame!
Sollozaba, pero lo guió por las puertas de la pasión y él entró en casa. Miranda se sintió inundada por una indecible felicidad. Se agarró ansiosa a él, enroscando sus piernas alrededor de su cuerpo, empujando con su pelvis para recibir mejor sus tremendas acometidas.
– ¡Oh, mi amor! -sollozó-. ¡Oh, cómo te quiero, mi único y gran amor!
Podía fácilmente haber vaciado su deseo en ella en aquel momento, porque su apasionada declaración lo excitaba más que cualquier otra cosa, pero quería prolongar su placer, su reunión. Ésta no era la joven que recordaba. Era toda una mujer, una mujer que solamente había contribuido un poco a formar.
¡Qué delicia! Miranda cerró los ojos y se permitió flotar. Nunca había sido como ahora, ni siquiera con su amado amigo Mirza Khan, porque aunque la poseyó con ternura y cariño, aunque él la amaba, su corazón siempre había estado con Jared. Y Jared la amaba. El cuerpo de Jared había sido el primero que había conocido y desde el primer momento le había entregado su corazón. Con un destello de comprensión se dio cuenta de por qué Mirza Khan no había tratado de retenerla. Hacer el amor es solamente perfecto si ambos amantes se entregan por completo. Los amigos pueden encontrar placer uno en otro, pero nada más.
Le arañó la espalda y él rió dulcemente.
– ¿Sigues teniendo garras, fierecilla? -Sin descanso fue llevándola de espasmo en espasmo hasta que su cuerpo maravilloso se estremeció una y más veces. Luego, seguro de que estaba saciada de amor, le provocó nuevos esplendores y la siguió hasta el fin.
Miranda despertó en lo más profundo de la noche, con el cuerpo de Jared tumbado a su lado, boca abajo, pero con un brazo tendido posesivamente sobre ella. Una sonrisa feliz Jugueteó en su boca. Todavía la amaba. Mirza Khan le había asegurado que si Jared era un hombre de verdad, no la culparía por lo que le había ocurrido, y así había sido. Casi sintió remordimientos por el príncipe encantador que había sido su amante. Casi. Volvió a sonreír y recordó lo que ella había dicho a Mirza Khan.
«Hay ciertas cosas en este mundo que una esposa debe guardar en secreto.»
Miranda se sentía arrebatada. Ésta iba a ser su primera gran aparición social desde su regreso a Inglaterra. Casi le parecía que no había estado ausente. El baile de presentación en sociedad de lady Georgeanne Hampton, primogénita y heredera del duque de Northampton, era la primera recepción importante de la temporada. Iba a celebrarse en la magnífica mansión del duque, que se alzaba a poca distancia de la residencia londinense del príncipe regente.
Miranda agradeció esta oportunidad porque se sentía fuerte y completa de nuevo. Había vivido tranquilamente en Swynford may durante varios meses, envuelta en el amor de Jared y de su familia, aprendiendo todo lo relativo a su hijito, de cuyos primeros meses se había visto cruelmente privada. Cualquier duda que Jared hubiera abrigado acerca de su instinto maternal quedó disipada para siempre el día que los vio juntos en una silla en que Tom le mostraba un sobado tesoro muy apreciado por él. Miranda, con todo el rostro iluminado de amor; estaba arrobada.
¡Cómo deseaba otro hijo! Pero ella quería esperar hasta conocer mejor a Tom. Obligar al pequeño Tom a compartirla cuando apenas acababa de regresar le parecía de lo más injusto. Además también quería tiempo para estar con su marido. Su tercer aniversario de boda fue el primero que habían celebrado juntos porque, a decir verdad, durante su matrimonio habían pasado más tiempo separados que juntos.
Después de Navidad llegó la gran noticia de que el 24 de diciembre de 1814, en Gante, Bélgica, se había firmado un tratado de paz entre Inglaterra y Estados Unidos. En primavera podrían viajar a casa.
– Quiero que nuestro próximo hijo nazca en Wyndsong -declaró Miranda y Jared asintió.
El tratado de Gante había sido una gran decepción para Jared Dunham y no hizo sino reafirmar su creencia de que la política era un juego de locos. Nunca más, se prometió, nunca más se dejaría involucrar en lo que él no podía controlar personalmente.
Sus vidas quedaron casi destruidas por la guerra, y ¿para qué? Ninguno de los problemas que habían conducido a la guerra se había solucionado. El tratado solamente aseguraba la devolución de todo el territorio capturado al poder que lo había poseído antes de la guerra.
Jared se enorgullecía de su mujer. Era con mucho la más hermosa del baile del duque y saludó a sus antiguos amigos con calor y la dignidad de una emperatriz. Su traje de baile, con la falda de campana, era de un tono verde profundo, llamado «Medianoche en la Cañada». El escote era lo bastante profundo para provocar una protesta la primera vez que lo vio. Descendía hasta cubrir apenas los pezones y por la espalda le llegaba por debajo de los omoplatos. Riendo, había encargado a su modista que añadiera algún adorno -plumas teñidas del mismo color- como concesión a un esposo ofendido. Su satisfacción se evaporó aquella noche cuando Miranda se puso el traje y se dio cuenta, con risas por parte de ella, de que las plumas simplemente tentaban al espectador a soplar para ver qué se ocultaba debajo.
El traje no tenía verdadera cintura porque la falda, que llegaba al tobillo, empezaba debajo del busto. Había una ancha banda de plumas adornando el dobladillo así como el escote. Las manguitas balón estaban hechas a tiras alternas de terciopelo y gasa. Sus medias de seda verde oscuro tenían estrellitas de oro bordadas en ellas, al igual que sus zapatitos de cabritilla verde.
El traje de Miranda era engañosamente simple. En realidad servía como marco de sus magníficas joyas. El collar era de esmeraldas talladas en redondo, cada piedra rodeada de pequeños diamantes y engarzada en oro. Descansaba sobre la piel lechosa de su pecho. Llevaba pulsera y pendientes a juego. En su mano derecha brillaba un diamante redondo, rodeado de esmeraldas, y en la izquierda una esmeralda rodeada de brillantes junto a su alianza.
A Miranda no le interesaban ni los tirabuzones ni los rizos de la moda en boga. Tampoco quería el moño trenzado, porque lo encontraba poco sano para su pelo. Llevaba el pelo como dos años atrás, con raya en medio, cubriendo parte de las orejas a fin de dejar al descubierto los lóbulos y los pendientes y luego recogido en un moño blando en la nuca. Éste era el estilo que mejor convenía a su pelo abundante y pálido.
Después de saludar al duque, a la duquesa y a la ruborizada Georgeanne, Miranda y Jared pasaron al salón de baile para que les vieran sus amigos. Lady Cowper se adelantó sonriente, con las manos tendidas hacia Miranda. Besó afectuosamente a lady Dunham en ambas mejillas.
– ¡Miranda! Oh, querida, es milagroso volver a tenerla entre nosotros. ¡Bienvenida! ¡Bienvenida otra vez!
– Gracias, Emily. Me alegro de estar aquí, sobre todo porque ésta va a ser nuestra última temporada en Londres por algún tiempo.
– ¡No me diga!
– Emily, somos americanos. Nuestro hogar está en Estados Unidos y llevamos tres años lejos de él, mucho más de lo que habíamos supuesto. ¡Queremos volver a casa!
– ¡Jared, apelo a su amistad! -Emily Cowper volvió su bello rostro hacia Jared.
– Querida -rió-, debo confesar que yo también deseo volver a casa. Wyndsong es un magnífico pequeño reino y empezaba a conocerlo cuando tuve que venir a Inglaterra. Estoy encantado de regresar.
Lady Cowper esbozó un mohín de disgusto.
– Nos aburriremos sin ustedes dos.
– Emily, me halaga usted -dijo Miranda-, pero la buena sociedad nunca se aburre. ¡Tal vez sea imprevisible, pero nunca aburrida! ¿Qué he oído decir acerca de la princesa Charlotte y el príncipe Leopoldo de Saxe-Couburg?
Emily Cowper bajó la voz y dijo en tono confidencial:
– El pasado verano, la pequeña Chartey se enamoró del príncipe Augustus de Rusia, pero como no había nada que hacer por esta parte, se ha decidido por el príncipe Leopoldo. Querida mía, el muchacho es tan pobre que el año pasado tenía una habitación encima de una tienda de ultramarinos. Lo que pueda ocurrir son sólo especulaciones.
– Le aconsejo que evite a los rusos -murmuró Miranda. Oyó que pronunciaban su nombre, se volvió y se encontró con el duque de Wye.
– Querida mía -dijo, mirando con picardía hacia el escote y acto seguido alzando la vista hacia ella-. ¡Cómo me alegro de volver a verla! -Se inclinó sobre su mano, con la admiración claramente reflejada en sus ojos turquesa.
Miranda se ruborizó deliciosamente al recordar su último encuentro. Echó una mirada de soslayo a Jared y comprendió al instante que Jonathan le había contado el intento de seducción de Whitley. ¡La expresión de Jared era glacial!
– Gracias, señoría.
– ¿Me permite presentarle a lady Belinda de Winter? -añadió el duque.
Los ojos verde mar de Miranda se fijaron en la morenilla vestida de seda amarillo pálido que iba del brazo del duque. Fue un momento embarazoso e incluso lady Cowper se sorprendió por la falta de tacto de Darius Edmund. Miranda esbozó una media sonrisa.
– ¿Qué tal, lady De Winter?
Belinda de Winter miró descaradamente a su acérrima rival.
– Su marido se quedó muy sorprendido de su regreso -dijo toda mieles, implicando deliberadamente una intimidad mayor entre ella y Jared de la que realmente existía.
Emily Cowper se quedó estupefacta. ¡Dariya de Lieven tenía razón acerca de la niña De Winter! ¿Qué diría Jared? ¿Por qué Miranda tenía que sufrir más aún después de todo lo que había pasado? Sin embargo, Miranda era capaz de defenderse sola.
– Jared ha pasado cada instante desde mi regreso asegurándome de su cariño -declaró con tanta dulzura como pudo, que era mucha-. Sólo me cabe esperar, lady De Winter, que cuando finalmente encuentre marido, le resulte ser tan amante y considerado como lo es el mío.
Los Dunham se inclinaron ante la concurrencia y se alejaron.
Lady Emily Cowper se volvió furiosa contra Belinda.
– La estaré vigilando, jovencita -dijo vivamente-. Puedo borrarla de Almack's si lo decido. Su comportamiento para con lady Dunham ha sido impropio, por no decir deliberadamente cruel. Confío en que se dé cuenta de que sus esperanzas acerca de lord Dunham ya no son válidas.
Lady Cowper dio media vuelta y cruzó el salón en busca de su amiga, la princesa De Lieven.
– ¡Vieja ballena! -barbotó Belinda.
– Bueno, tendrá como mucho veintisiete años -murmuró el duque, divertido-, pero no es prudente enemistarse con Emily Cowper, Belinda. No considero adecuado que sigas abrigando esperanzas acerca de lord Dunham. Está muy enamorado de su mujer, y ella de él.
– Estaba dispuesto a proponerme matrimonio -masculló Belinda en voz baja-. Sí ella no estuviera aquí, yo sería ya su esposa.
– Pero está aquí, querida, y dentro de unos meses volverán a Estados Unidos. Ya no formarán parte de tu vida.
Belinda de Winter no respondió porque estaba ocupada ordenando sus impresiones acerca de Miranda Dunham. Se vio obligada a reconocer que la dama era de una belleza increíble. Ella y Jared formaban una pareja imponente, ambos altos y elegantes, él con su belleza morena complementando el delicado colorido de su esposa.
Durante un tiempo, Belinda se sintió dominada por la desesperación. Quería ser la esposa de Jared Dunham, la dueña de su mansión americana, para librarse así de su padre y de su hermano.
El baile no podía empezar hasta que llegaran el príncipe regente y su hija, la princesa Charlotte. Sin descolgarse del brazo de Whitley, Belinda recorrió el salón y le encantó descubrir que ninguna de las debutantes de este año era tan hermosa como ella. Eso la tranquilizaba.
Abajo, en el vestíbulo, hubo una súbita actividad que indicaba una llegada importante.
– Señores y caballeros -anunció el mayordomo con voz estentórea-. Su alteza real, el príncipe regente y la princesa Charlotte.
La banda inició la música apropiada mientras George, que sería un día el cuarto de su linaje, y su bonita hija de diecinueve años, hacían su entrada en el salón. La pareja real pasó entre la hilera de parejas inclinadas y se detuvo de pronto ante Miranda Dunham. Delicadamente, el príncipe la levantó y sonrió bondadosamente.
– Querida, damos gracias a Dios por que os ha devuelto a nosotros.
Miranda sonrió al gordo príncipe regente.
– Agradezco las oraciones de vuestra alteza. Me alegro de que las hostilidades entre nuestros dos países hayan terminado.
El príncipe le levantó el rostro.
– ¡Hermosa! ¡Oh, qué hermosa! -A continuación añadió-: ¿Conoce a mi hija, lady Dunham?
– No, alteza real, aún no he tenido el honor -respondió Miranda.
El príncipe regente sonrió a su única hija, con la que se había reconciliado hacía poco:
– Charlotte, cariño, ésta es lady Dunham, de la que hemos estado hablando.
Miranda hizo una reverencia. La princesa sonrió.
– Tengo entendido que ha sido muy afortunada en su huida, lady Dunham. Estamos encantados de conocerla al fin.
– Gracias, alteza.
El príncipe regente sonrió a ambas mujeres y la pareja siguió adelante. La orquesta inició un vals y el príncipe regente sacó a bailar a la ruborizada lady Georgeanne mientras el duque, su padre, sacaba a la princesa Charlotte. Después de un respetuoso intervalo, los demás invitados participaron en el vals y así el baile se inauguró oficialmente.
A lo largo de la velada, llegaron rezagados a los que se fue anunciando debidamente.
Jared se molestó un poco al ver el carné de su mujer casi completo y que sólo quedaba un baile para él. Sin embargo, en conjunto, encontró la situación satisfactoria. Entre lady Cowper y el príncipe regente la credibilidad de Miranda quedaba asegurada y su reputación restablecida. No se sentía de humor para bailar con nadie más, así que se quedó a un lado contemplando indulgente cómo bailaba su esposa. De pronto se encontró con Belinda de Winter a su lado, que le preguntaba:
– ¿Eres realmente feliz, milord?
– En efecto, lo soy, lady De Winter.
– ¡Oh, Jared, cuánto te amo! -murmuró ella.
Él ni siquiera se volvió para mirarla.
– Lo imaginas, Belinda.
– ¡Tú me amas, Jared! ¡Lo sé! ¡Ibas a pedirme en matrimonio! ¡Todo el mundo lo esperaba! Viniste a anunciarme que tu esposa había vuelto para que no me sintiera incómoda.
– Naturalmente, sabía lo que esperabas, Belinda, y por eso te hice el favor de informarte personalmente del regreso de Miranda.
– Serás mío, milord yanqui -declaró vehemente.
– Por Dios, Belinda, ésta es la típica frase del villano en una comedia callejera. -Se volvió a mirarla sin saber bien si estaba fastidiado o divertido-. Amo a mi esposa, querida. Si hubiese muerto sólo me habría casado para dar una madre a mi niño. Siento tener que ser tan brutalmente sincero, pero por lo visto debo hacerlo así para convencerte.
– ¡Mientes! -insistió.
– Belinda, si continúas así te vas a poner en evidencia como una tonta, y prefiero no verme envuelto ni siquiera en un pequeño escándalo. Buenas noches, milady.
– ¡El príncipe Cherkessky! -anunció el mayordomo.
Jared se volvió en redondo, no del todo seguro de haber oído correctamente. Miró a las parejas en busca de su mujer. Al descubrirla se abrió paso hacia ella por entre los bailarines; solamente los buenos modales del elegante oficial que bailaba con ella salvaron la situación.
– Jared, ¿qué diablos ocurre?
– El ruso que te raptó, ¿cómo se llamaba?
– Alexei Cherkessky. ¿Por qué?
– Al parecer lo han invitado a este baile. Acaban de anunciar su llegada.
Miranda vaciló y su risa sonó temblorosa.
– Me imagino que le proporcionaré un mal rato -comentó.
El brazo de Jared la estrechó con fuerza y leyó admiración en su mirada.
– No tenemos por qué quedarnos, Miranda.
– ¿Cómo? ¿Y permitir que la gente diga que te he obligado a volver a casa porque te he visto hablando con lady De Winter? ¡Ni hablar!
– ¿Y no podría llevarte a casa porque deseo hacerte apasionadamente el amor?
– ¿Qué caballero que se precie hace el amor con su propia esposa? -murmuró burlona-. ¡Oh, no, milord! Nos quedamos. ¿Qué quería de ti la pequeña De Winter?
– Charlar -mintió- y desearme felicidad.
Al otro lado del salón Alexei Cherkessky se esforzaba por no mirar. Sin dar crédito a sus ojos, había interrogado a su anfitriona, quien le dijo:
– Oh, sí, alteza, una mujer preciosa y muy afortunada. Se trata de lady Miranda Dunham, una americana. Está casada con lord Dunham, de Wyndsong Island, una heredad americana. Desapareció de la cubierta de su yate, hace unos dos años, y se la dio por perdida en el mar. Se supuso que había muerto ahogada, pero apareció en Estambul hace unos meses.
»Al parecer la recogió un barco que se dirigía a la capital de Turquía. La impresión del accidente la dejó sin memoria, así que el capitán del barco que la salvó la llevó a su casa y la adoptó como hija. Luego, un día, estando en uno de los bazares con las mujeres de la familia, vio a un amigo inglés y esto le provocó la vuelta de la memoria. Puede creerme si le digo que regresó a casa justo a tiempo. Su marido se disponía a pedir a otra mujer en matrimonio. Es una historia milagrosa, ¿verdad?
– Desde luego que sí. -Echó una mirada al salón-. Estoy impaciente por conocer a su hija. El zar insistió en que viniera a Inglaterra y me distrajera, una vez terminado el luto.
– Qué tragedia perder a la esposa y al hijo a la vez -suspiró la duquesa. «Trágico para ti -pensó-, pero maravilloso para mi Georgeanne. Un príncipe ruso, rico y guapo, con enormes propiedades en Crimea y en el Báltico e íntimo del zar.» ¡Sería el golpe de la temporada y sería su golpe! Esta misma noche iba a apuñear a Alexei Cherkessky para su Georgeanne, y sí alguna de las otras viejas cluecas le echaban el ojo para sus hijas, no tardarían en verse decepcionadas.
– Ahora mismo voy a presentarle a mi hijita, alteza, y me pregunto si querría hacerme un pequeño favor. A ella le encantaría que fuera usted su pareja en la cena.
– Será un placer, señora -murmuró el príncipe.
¡Caramba! Iba a ser más fácil de lo que esperaba conseguir una virginal heredera inglesa para casarse de nuevo. Como un lobo contemplando un conejo, se preguntó a cuánto ascendería su dote. También se preguntó si la exquisita lady Dunham de cabello dorado lo traicionaría. ¿Podía hacerlo sin traicionarse a sí misma? He aquí la cuestión. No lo creía, pero… Realmente habían inventado una historia extraordinaria para cubrir su ausencia.
El querido Sasha tenía razón. La dama había dicho la verdad acerca de sí misma. Alexei Cherkessky se preguntó cuánto sabía su marido de lo sucedido. También se preguntó qué le habría ocurrido a la criatura que esperaba. Si estaba viva, le pertenecía y sólo Dios sabía lo poco que le quedaba de todo.
Había sido un año terrible. Sus propiedades de Crimea habían sido totalmente arrasadas. Le quedaba muy poco y la venta de esclavos, en primavera, hubiera llenado sus cofres para el año siguiente. El ataque de los tártaros lo había arruinado.
Poco después del ataque, su pequeña esposa había entrado en la alcoba donde él retozaba con un encantador muchacho recién adquirido. Tatiana había contemplado la escena sexual y salió sin decir palabra. Alexei no había pensado más en ello, asumiendo que ella había aceptado la revelación con sensatez.
Unas horas después le despertaron unos gritos terribles. La causa de la histeria doméstica era el suicidio de su esposa. Tatiana Romanova se había ahorcado con la faja de su bata de seda, macándose no solamente ella sino también al hijo todavía por nacer, su heredero.
Estaba económicamente arruinado, viudo y sin heredero. Debido al parentesco de su esposa con el zar Alejandro se había visto obligado a guardar luto un año y su único consuelo fue que no se le consideró responsable de la muerte de Tatiana. Nadie supo jamás lo que ocurrió realmente aquella tarde. Su breve enlace había sido considerado un matrimonio feliz.
Sus ancianos suegros murieron poco después y su suerte pareció mejorar por fin. Le habían dejado cuanto poseían, modesto si se comparaba con lo que él había tenido, pero era un principio. Necesitaba una esposa, pero tenía que ser rica, y en Rusia no podía encontrarla. Había decidido probar primero en Inglaterra, porque los ingleses eran particularmente susceptibles a títulos nobiliarios.
Justo cuando se preparaba para abandonar Rusia recibió otra buena noticia. Su semental estrella, Lucas, había conseguido escapar a la masacre tártara. El príncipe se proponía volver a criar esclavos, pero necesitaría tiempo. No obstante, esta vez los criaría en sus propiedades del Báltico, a salvo de los tártaros. Los turcos, benditos fueran, no se cansarían nunca de las mujeres rubias.
Había traído a Lucas a Inglaterra como ayuda de cámara y juntos buscaban bellezas rubias para repoblar la nueva granja. Valoraba la opinión de aquel hombre. Alexei Cherkessky alejó sus divagaciones al oír la voz insistente de la duquesa.
– Alteza, ¿puedo presentarle a mi hija lady Georgeanne Marie?
El príncipe dirigió su mirada a la preciosa y elegante muchacha que estaba ante él. Sin apartar los ojos de ella en ningún momento, se llevó su manita a los labios y la besó. Luego, la sostuvo lo suficiente para que el color arrebolara sus mejillas.
– Lady Georgeanne -le dijo-, mi corazón está ya vencido por su belleza. Sólo puedo esperar que me conceda un baile.
Georgeanne rió, intimidada.
– Oh, alteza -exclamó con su voz clara y nasal-, todos mis bailes están comprometidos.
– ¡Tonterías! -la duquesa arrancó el carné de baile de la mano de su hija y rápidamente lo recorrió con la mirada-. Mira, niña, aquí tienes un baile que puedes reservar para el príncipe. El baile de la cena lo tienes disponible.
– Espero que me permita acompañarla a la cena -cortó el príncipe complacido, preguntándose qué joven habría sido el perjudicado.
– Por supuesto que se le permitirá llevarla a cenar -se apresuró a asegurar la duquesa-. ¿No es cierto, cariño?
– Sí, mamá -fue la respuesta de Georgeanne mientras volvía a colgar el carné de baile de su muñeca, diciéndose que lord Thorpe, de Thorpe Hall, el caballero descartado para dejar sitio al príncipe, no era muy interesante. Sería motivo de envidia de todas las jóvenes que se hallaban esta noche en el salón, por ir a la cena del brazo del príncipe. Le gustaba cómo la miraba, estudiándola fríamente, con los ojos clavados en su busto lozano. Seguía manteniendo la mirada modestamente baja porque sabía que los hombres, sobre todo los expertos como el príncipe Cherkessky, gustaban de las jóvenes inocentes.
– ¡Lord Dunham! -llamó la duquesa al ver pasar bailando a Jared y Miranda, que no tuvieron más remedio que detenerse-. Alteza, quisiera presentarle a lord y lady Dunham, de los que le hablé hace un instante. El príncipe Cherkessky, de San Petersburgo y, naturalmente, mi hija lady Georgeanne.
Jared se inclinó cortésmente ante Georgeanne y fríamente ante el príncipe. Miranda dedicó al grupo una graciosa reverencia, con los nervios a flor de piel, deseosa de gritar cuando Alexei Cherkessky le besó lentamente la mano.
– He oído comentar su milagrosa huida, milady.
– No huí de nada, alteza -fue la tranquila respuesta-, simplemente tuve la enorme suerte de que me rescataran del mar.
– Me refiero a la huida de los fríos brazos de los Hados -la retó.
– Mi esposa tuvo una suerte increíble -observó Jared-. Me he propuesto no volver jamás a perderla de vista. No tardaremos en volver a casa, a América.
– Si lady Dunham fuera mi esposa, tampoco la perdería de vista-fue la burlona respuesta del príncipe.
Las miradas de ambos hombres se cruzaron por un instante.
Alexei Cherkessky no se sorprendió por el odio glacial que vio en los ojos de Jared Dunham. ¡Así que Dunham lo sabía! Pero amaba a su mujer y la protegería. De modo, se dijo el príncipe, que estoy a salvo. No dirán nada.
– ¡Lo mataría con mis propias manos! -exclamó Jared al alejarse bailando.
– ¿Qué estará haciendo aquí? -murmuró Miranda.
– Seguro que Emily Cowper y Dariya Lleven lo saben. Pregúntales. Buscaré un momento para ver a Palmerston y averiguar si es algo oficial, aunque lo dudo.
– ¡Milord? -A su lado apareció un elegante caballero-. Creo que éste es mi baile con Lady Dunham, señor.
– Claro. -Se separó mientras Miranda era arrastrada por el joven.
En realidad, fue Amanda, aún más horrorizada que su hermana ante la aparición de Alexei Cherkessky, quien descubrió la razón de la presencia del príncipe de Inglaterra. Habían cenado juntos y venía rebosante de información.
– Su mujer se suicidó estando embarazada -explicó Amanda dramáticamente, con los ojos azules brillantes-. ¿Por qué lo haría, me pregunto?
– ¿Sabes si hubo algún escándalo? -preguntó Jared.
– Ninguno que se haya sabido, pero una no deja de darle vueltas a la suposición. En cualquier caso está aquí, en Inglaterra, buscando una nueva esposa. Según dicen, se ha fijado en Georgeanne Hampton. ¡Y sus padres lo aprueban!
– Dios mío -exclamó Miranda-, el hombre es un sodomita, un asesino, un corruptor de mujeres. ¡Pobrecilla niña! Jared, ¿no podemos hacer nada para evitar semejante enlace? Los duques no deben de conocer su reputación, de lo contrario no estaría aquí. ¡Es un demonio!
Adrián Swynford sacudió la cabeza.
– Es imposible, Miranda, que descubramos a Cherkessky sin exponerte a ti. No sólo te pondría a ti en entredicho, sino también a mi familia. Y no lo quiero. Amanda y yo tenemos ahora una hija que considerar, así como el pequeño Edward. Si me encontrara ahora en la situación de Northampton, buscando un buen marido para nuestra Arabella, rebuscaría por cielo y tierra… príncipe o no. Si el duque no se ve arrastrado por la imbécil de su mujer investigará un poco el pasado de Cherkessky. Cuidarán de Georgeanne. No me preocupa.
Estaban sentados en uno de los pequeños veladores que se habían repartido por el comedor para poder acomodar el bufé. Las mesitas tenían como fondo una barrera de palmeras metidas en enormes maceteros de porcelana de Wedgewood en blanco y amarillo. Detrás de esas palmeras, lady Belinda de Winter había oído cuanto necesitaba saber.
Los ojos de Belinda acariciaron secretamente al hombre que deseaba tan desesperadamente, entreteniéndose en el soberbio ceñido de sus pantalones. ¡Cuántas veces sus ojos buscaron aquella parte de él!
Era un animal magnífico. Ansiaba alargar la mano y dejar que sus dedos resbalaran sobre el perfil de su hombría, acariciándolo hasta que hiciera saltar la barrera de tas maravillosas costuras y que, enloquecido de deseo, la tomara allí mismo en el suelo del salón. Suspiró y casi perdió el sentido ante la idea.
Se recobró. Soñando no recuperaría a Jared. Y debía volver a ella. Jamás le habían negado nada a Belinda, nadie lo haría jamás. A la mañana siguiente, Belinda mandó una nota al príncipe Cherkessky, que vivía en el hotel Putney, uno de los establecimientos más elegantes y discretos de Londres. La nota era precisa. Decía así:
Si toma en serio su conquista de Georgeanne, puedo asegurarle el éxito si me concede solamente unos minutos de su tiempo.
Firmó con su nombre y selló la misiva, luego la entregó a su doncella personal, encargándole que esperara respuesta. No tenía intención de que la apartaran de su propósito. No ahora que la victoria estaba al caer.
E1 príncipe regente daba un baile de disfraces en Carleton House para dos mil invitados. El motivo era la llegada del equinoccio vernal, la primavera, y en los jardines se presentaría un espectáculo sobre el tema. No había una sola modista de fama en Londres que no estuviera ocupada más allá de sus fuerzas y había gran número de jóvenes sombrereras que esperaban ganarse una reputación en una sola noche, con los disfraces que estaban cosiendo para sus ricas dientas.
La duquesa de Northampton había decidido ya lo que iban a llevar su hija Georgeanne y su ahijada Belinda de Winter. Vestirían como vestales romanas, envueltas en túnicas de muselina y guirnaldas de rosas de los invernaderos en el pelo; amarillas para Belinda y rosa para Georgeanne.
La duquesa no podía sentirse mas satisfecha por cómo se desarrollaba la temporada. A sus dos niñas les iba de maravilla. El príncipe Alexei Cherkessky había elegido decididamente a Georgeanne.
Cortejaba con ardor a la muchacha, lo mismo que hacían otros jóvenes de buena familia. Georgeanne, deliciosa criatura, había pedido consejo a su mamá y Sophia Hampton se había preocupado de señalarle las ventajas e inconvenientes que había en todos sus pretendientes. Había sido una suerte que Belinda se mostrara tan entusiasmada con el ruso.
– ¡Es como un cuento de hadas hecho realidad, Georgy! Imagínate, conseguir a un príncipe que se te lleve a su castillo. ¡Y es tan distinguido! Encuentro que sus ojos son magnéticos. ¡Oh, qué afortunada eres!
– Pero Rusia está muy lejos de Inglaterra -objetó Georgeanne, dubitativa.
– ¡Bah, San Petersburgo es el París del norte y las noches de verano son eternas en medio de un resplandor soleado. ¡Todo es tan romántico! Simplemente, me moriría si un hombre de tanta experiencia como el príncipe Cherkessky me cortejara en serio. Piensa en ello, cariño. ¡Serás la princesa Georgeanne!
– Y llevaré una coronita de diamantes todo el día -rió Georgeanne.
La duquesa sonrió indulgente. Todo iba viento en popa. Tal vez podía preparar la boda para junio o julio. ¡Sería todo un triunfo! Incluso su querida Relinda tenía más éxito esta temporada. Darius Edmund, duque de Whitley, parecía abrigar intenciones serias. Si terminaba la temporada con dos bodas importantes a su cargo… casi se desmayó de pura felicidad. Su hija con un príncipe y su ahijada con un duque. No había una sola madre en todo Londres que lo hubiera hecho tan bien. Ya le parecía oír las felicitaciones, y levantó orgullosa la papada. Luego se le cayó el alma a los pies. Si lo hacía tan bien con Georgeanne y Belinda, ¿qué quedaría para sus dos hijas menores? ¿Augusta y Charlotte? Cualquier partido inferior a herederos de casas reinantes sería decepcionante. Mejor que ya empezara a buscar. Con todo el dinero de Algie, podrían encontrar un título antiguo pero pobre. Alemania estaba llena de ellos. Sí, buscaría en Alemania y posiblemente en Italia. El título de Algie tendría que ir a parar a su maldito sobrino, ¡pero el dinero era todo suyo!
Entre tanto, un pequeño problema en su horizonte era poder meter a Algie en la toga de un senador romano para que hiciera pareja con ella, que iría de matrona romana. ¡Pero era tan testarudo! Después de todo, la toga lo cubría igual que un traje. ¡Hombres!
Amanda, lady Swynford y su hermana Miranda, lady Dunham, contrataron una costurera joven, desconocida pero con mucho talento para que les hiciera los trajes. La muchacha viviría en Swynford Hall mientras trabajara y no se le permitiría regresar a su casa hasta después de la noche del baile de disfraces. Había corrido la voz de que lady Swynford iría de paje medieval y su hermosa gemela de bruja malvada. Era exactamente lo que las dos hermanas querían que todo el mundo creyera. Porque habían decidido intercambiarse los trajes.
Nadie, ni siquiera sus maridos, sabían que Miranda sería el paje y Amanda la bruja malvada.
Estudiaron el modo de compensar su diferencia de estatura. La diferencia, decidieron, se corregiría si Amanda llevaba zapatos con tacones de diez centímetros.
– Ambas nos vestiremos aquí, en Swynford Hall, y así veremos si podemos engañar a Adrián y Jared -rió Amanda-. Si podemos engañarlos, confundiremos a todo el mundo. No sé por qué el príncipe insistió en que todo el mundo debía declarar el disfraz que llevaría ante su secretario. Ni por un momento creo en esa estupidez de evitar duplicados del disfraz. Precisamente esto es lo divertido de los disfraces, saber que tu amigo viene de Arlequín y no poder adivinar cuál es entre los ocho o diez arlequines asistentes.
– Piensa un poco, querida -observó Miranda-. Prinny ha hecho que todo el mundo declare su disfraz para saber quién se oculta detrás de cada antifaz. Ya sabes cuánto le gustan las bromas. Se acercará a uno u otro y tímidamente adivinará su identidad; sin duda, el invitado será lo bastante prudente para felicitar a su alteza real por su excelente percepción.
– ¿Pero cómo diablos puede adivinar la identidad de dos mil personas?
– Oh, no lo hará con todos, sino con alguno de sus amigos-concluyó Miranda.
– ¿Y si se nos acerca?
– Ríe. Mueve la cabeza y sal corriendo en otra dirección -sugirió Miranda y ambas jóvenes se echaron a reír ante la hilaridad de la situación sugerida.
– No creo que pueda correr mucho con estos tacones -jadeó Amanda-. Como máximo lograré mantenerme en pie. -E inmediatamente cayó hecha un ovillo.
– Debes practicar más -la animó Miranda-. No estaría bien que cayeras de bruces ante el príncipe. -Volvieron a desternillarse de risa. Mary Grant, una muchacha bonita, de nariz respingona, se mostró encantada de participar en el juego. Ambos trajes eran preciosos, había hecho un gran trabajo y ambas señoras le habían asegurado trabajo adicional. Miranda se proponía renovar todo su vestuario para llevárselo a Wyndsong, porque sabía que tardaría tiempo en volver a Inglaterra. En cuanto a Amanda, una dama de la buena sociedad que pertenecía al círculo del príncipe regente, necesitaba por lo menos dos vestuarios completos al año.
El traje de bruja era exquisitamente sensual y romántico, Era de vaporosa seda negra y chiffón negro, con un gran escote bordeado de plumas negras. Las mangas eran anchas a partir de los hombros y recogidas en la muñeca por una banda de seda más gruesa bordada de estrellas y lunas con hilo de plata. El cuerpo era ceñido hasta las caderas, desde donde arrancaba una falda de grandes vuelos. El dobladillo también tenía un remate de plumas y cubría los altísimos tacones de Amanda. Su gorro era el típico cono de ala ancha que se suponía propio de las brujas, excepto que el ala no era tan ancha como de costumbre y que un velo de suave gasa negra le colgaba del sombrero sobre la espalda y uno más corto le cubría el rostro. Debajo del velo Amanda llevaba su antifaz, una creación de seda negra y encaje plateado. Por debajo del sombrero de la bruja asomaba una maravillosa masa de cabello platino, una peluca confeccionada en el mayor secreto gracias a un rizo del pelo de Miranda. Amanda lucía un collar de cuentas de ónix negro engarzadas en placa que descansaba sobre su pecho, sobre el nacimiento de los maravillosos senos.
– Dios mío, Mandy -suspiró Miranda-. Estás sencillamente espléndida con este traje. No cabe duda de que engañarás a todo el mundo. ¡Yo misma juraría que soy yo!
Súbitamente, Amanda se echó a llorar.
– En toda nuestra vida no hemos podido hacer el tipo de bromas que pueden hacer los gemelos idénticos. Ahora que por fin se nos brinda la oportunidad, no es un debut, sino una representación de despedida. ¡Oh, Miranda, no quiero que regreses a América!
– Mandy, cariño, Wyndsong es mi casa. Inglaterra no lo es, América, sí. Tú estás mejor preparada que yo para la vida de una noble inglesa. Es como si hubieras nacido para ello. Eres dulce, tienes buenos modales y eres ocurrente. Te conformas con esta tierra preciosa y remilgada con toda la tontería que lleva consigo la buena sociedad. Pero yo, cariño, soy americana.
»0h, sí, he dulcificado mi brusquedad, es cieno, pero bajo el barniz de la señora de Wyndsong hay una yanqui atrevida y testaruda, que encuentra ridículo ir en coche y dejar tarjetas de visita para dar fe de haber estado en casa de alguien, cuando la señora de la casa sabe muy bien que hemos estado porque miraba a través de las cortinas y nos vio subir por el camino. Este tipo de vida me impacienta, y también a Jared.
»La mayoría de la gente bien es inútil, Mandy. Los que hacen algo que valga la pena son una minoría. A Jared no le satisface llevar la vida de una mariposa social, ni a mí tampoco.
Secó las lágrimas de su hermana y le advirtió:
– Vas a estropear este disfraz tan precioso que te ha hecho Mary. Basta ya, Mandy. No estoy dispuesta a aguantarlo. -Se parecía tanto a la antigua e impaciente Miranda que Amanda tuvo que echarse a reír.
– ¡Vístete ya. Miranda! Nos retrasarás como de costumbre y me echarán la culpa a mí, porque figura que yo soy tú.
Miranda se rió y rogó a Mary que la ayudara a vestirse. El disfraz de paje era tan perfecto como el de bruja e igualmente efectivo. Mary había hecho personalmente las medias de seda azul oscuro y las incorporó a unos ceñidos pantaloncitos del mismo material. Cuando Miranda expresó disgusto al verlos, Mary explicó:
– No puede llevar pantalones de batista blanca, señora, se verían y estropearían todo el conjunto.
A continuación venía una camisola de seda azul pálido, con escote a ras de cuello y mangas muy anchas cerradas en la muñeca por diminutos botones de nácar. Sobre ¡a camisa iba un tabardo azul oscuro, sin mangas, que terminaba unos centímetros por encima de las rodillas de Miranda. Estaba bordeado por los lados y alrededor del cuello por trencilla de plata y tenía un león rampante en el centro del pecho y de la espalda. Los bordes laterales del tabardo se sujetaban con alambres de plata que se cerraban sobre grandes perlas rosadas a guisa de botones. Los zapatos de Miranda eran de cabritilla plateada con las puntas erguidas hacia arriba, sobre la cabeza, que llevaba cubierta por una peluca dorada peinada al estilo paje, un gorro plano de terciopelo azul claro con una sola pluma de garza. El antifaz era de terciopelo azul claro y encaje de plata.
Una vez terminada de vestir se volvió a su hermana.
– Qué te parece, Mandy, ¿los engañaremos?
– Oh, sí, Miranda. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! -Amanda dio una vuelta, nerviosa, con gran revuelo de gasas oscuras-. ¡Ésta va a ser la noche más memorable de nuestra vida, hermana! ¡Ahora vamos a ver si podemos engañar a nuestros maridos!
Miranda sonrió ante el entusiasmo infantil de Mandy, luego se volvió a Mary Grant.
– Mi hermana y yo le damos las gracias por sus esfuerzos, señora Grane. El bordado de ambos trajes ha debido llevarle horas. Por favor, quédese en Swynford Hall esta noche a fin de que pueda disfrutar un descanso decente, que imagino será el primero en todas estas semanas. Mañana mí hermana y yo le liquidaremos su cuenta.
Mary Grant hizo una reverencia.
– Gracias, milady. Agradezco su bondad. La verdad es que no he dormido en tres días para poder terminar sus trajes a tiempo.
– Me lo figuraba. Gracias otra vez.
Las dos hermanas abandonaron el cuarto de costura y se apresuraron en ir hacia la biblioteca, donde debían encontrarse con los caballeros. Jared había elegido vestirse como un americano de la frontera, con chaqueta de ante y flecos, polainas y mocasines bordados de cuentas, gorro de mapache y rifle de Kentucky. A su manera, prestaba elegancia al disfraz. Adrián vestía como un príncipe de Arabia, con pantalones blancos y una casaca persa blanca bordada de oro. El enorme turbante tenía un rubí sangre de pichón que sujetaba tres plumas de garza en el centro. Las botas eran del color del rubí.
– ¡Magnífico! -exclamó lord Swynford cuando entraron las dos mujeres-. Amanda, cariño, eres un paje adorable. -Pasó un brazo por sus hombros y le besó la mejilla. Miranda soltó una risita al estilo de Amanda.
Jared Dunham aprobó el traje que lucía la mujer a quien confundió con su esposa.
– Sí, querida, eres la bruja perfecta, aunque no tienes un aspecto excesivamente maligno. -Su brazo la atrajo para acercarla y bajó la cabeza para buscar su boca. La primera reacción de Amanda fue gritar y debatirse, pero recordó a tiempo que representaba el papel de Miranda. También sentía una incontenible curiosidad por saber lo que era recibir un beso de aquel hombre. No tardó en enterarse y casi perdió el sentido ante aquel abrazo ardiente.
Jared Dunham rió con picardía y le murmuró al oído:
– No te desmayes, paloma, o descubrirás la mascarada.
– Vámonos ya -ordenó Adrián-. No estaría bien que llegáramos después de la gran entrada de Prinny, y se supone que va a ser a las diez y cuarto. Me temo que el tráfico por Regent Street será insoportable. -Cogió al paje del brazo y salió al vestíbulo, donde esperaban los lacayos con sus capas.
– ¿Lo sabías? -murmuró Amanda a Jared.
– Desde el momento en que entrasteis en la biblioteca. Las piernas de tu hermana son preciosas, difíciles de olvidar, sobre todo por parte de un marido rendido.
– Entonces, ¿por qué me has besado? -preguntó Amanda, indignada.
– Porque siempre he querido saber a qué sabía este capullito de boca. Muy dulce, palomita. Y también porque quería ver una chispa de indignación en los ojos de Miranda, y la he visto.
– Sois tal para cual -rió Amanda-. Me pregunto si Wyndsong será lo bastante grande para conteneros a los dos.
– Vamos, Jared, Miranda -les gritó Adrián desde la entrada-. Habrá tiempo de sobra para hacer el amor después de la fiesta.
– Amanda rió por lo bajo preguntándose si Adrián recordaría el comentario más tarde, cuando se revelara su triquiñuela.
Carleton House era un hervidero de gente, pero la fiesta estaba bien organizada. Regent Street, desde Oxford Circus a Piccadilly, se había cerrado al tráfico excepto para los dos mil invitados. Las calles laterales que daban a Regent Street a lo largo del camino también se habían reservado para los invitados. Un guardia detenía a todos los coches que intentaban entrar en Regent Street, comprobaba la invitación y contaba los pasajeros del interior. Esto permitía a los invitados llegar sin tropiezos hasta la misma entrada de Carleton House, donde dejaban sus vehículos a unos pajes con antorchas.
Las invitaciones se comprobaban de nuevo en las puertas de Carleton House, la residencia del príncipe regente, y entonces los invitados entraban sin ser anunciados, porque de haberlo hecho se habría estropeado la sorpresa de los disfraces. En el gran salón de baile del palacio la orquesta tocaba música de cámara y todos aguardaban la llegada del príncipe regente. Llegó puntualmente a las diez y cuarto, como se había anunciado. Empezó a pasar entre la hilera de invitados inclinados y fue haciendo comentarios divertidos a medida que iba avanzando.
– Alvaney, ¿eres tú debajo de este jubón? Sí, no puede ser otro. Tu nuevo sastre corta tan mal un jubón como una levita.
Se oyeron risas y lord Alvaney capituló con gracia, reconociendo la gran percepción de su señor.
– ¡Ah, ja! ¡Apuesto a que sois lady Jersey!
– Oh, ¿cómo lo ha adivinado su alteza? -Lady Jersey parecía decididamente molesta.
– ¡Pero señora, si tratáis de disfrazaros tendréis que ocultar este precioso lunar!
– Señor, ¡qué buena vista!
El príncipe regente rió y siguió adelante. De pronto, ya casi en el centro del salón, se detuvo ante una hermosa gitana y le pidió:
– ¿Quiere concederme el honor de abrir el baile conmigo, princesa De Lieven?
Dariya de Lleven era demasiado inteligente para prestarse a juegos. Hizo una elegante reverencia y dijo:
– Será un gran honor, alteza.
La orquesta empezó el primer vals cuando el príncipe regente, vestido como su antepasado Enrique VIII, abrió el baile de disfraces cruzando el salón con una bella gitana, que era en realidad la esposa del embajador de Rusia.
Después de un adecuado intervalo, los demás invitados se lanzaron y el salón no tardó en llenarse de parejas. Pasada una hora, el baile estaba en su apogeo y algunas parejas escapaban del caluroso salón y se desparramaban por los jardines de Carleton House. En el invernadero gótico del palacio se había montado una mesa que cubría cuatrocientos cincuenta metros de los seiscientos de longitud. El mantel de damasco irlandés era de una sola pieza, tejida especialmente para esta ocasión, con un dibujo de la rosa Tudor.
A intervalos de treinta metros a lo largo de la inmensa mesa había grandes cuencos de cristal de Waterford. En medio de cada cuenco, un candelabro de plata de seis brazos rodeado por una profusión de perfumada flores multicolores. En los candelabros ardían velas olorosas de cera de abeja, de color crema. Todas las piezas del servicio eran de plata de ley. Aunque los invitados no debían empezar el refrigerio hasta pasada la medianoche, la comida estaba ya sobre la mesa.
A partir del extremo de la habitación, la mesa estaba servida de la siguiente manera: primero los entremeses, a continuación el pescado, y así hasta el final de lo que sería una suntuosa y abundante comida.
En el extremo opuesto había grandes cuencos de plata y porcelana con gambas, ostras y almejas. También habían dispuesto pequeños recipientes con salsas picantes, porque gran parte del pescado se servía frío. No faltaban langostas y cangrejos, con salseras de mantequilla fundida perfumada a las hierbas. También se veían fuentes de lenguados de Dover, calientes, fuentes de salmón en gelée y truchas frías con hierbas aromáticas. Grandes limones, enteros y delicadamente esculpidos, adornaban todas las fuentes de pescado.
También había abundante caza, y los amigos del príncipe regente habían apostado a ver quién se serviría más caza aquella noche. Docenas de fuentes de codornices y perdices, y tres cisnes enteros. Los patos se habían asado en salsas de naranja o cereza y eran de un color pardo dorado. Un paté de pichón descansaba en un nido de berros.
Fuentes de plata sostenidas por garras del mismo metal sostenían diez pavos asados y rellenos, y otras fuentes más pequeñas ofrecían treinta docenas de petits poulets a 1'italienne. En el centro de la mesa reposaba el jabalí más enorme que nadie hubiera visto jamás. Rodeando al animal había grandes cuartos de ternera y venado y, alrededor de éstos, patas de cordero y jamones ahumados pinchados con clavos de especias y cocidos en champaña y miel.
Enormes fuentes de judías verdes, apio con migas de pan y queso, y coliflor preparada de tres modos distintos, cerca ya del final de la mesa. También había pequeños guisantes con una delicada salsa de mantequilla -la pasión de aquella temporada en Londres-, así como diversos platos de patatas. Las habituales patatas asadas, patatas en salsa y pequeñas patatas souflées.
Ya en el extremo de la mesa se veía pan de todo tipo y descripción, pequeñas hogazas de pan blanco y grandes hogazas de pan de centeno, brioches y pequeños cruasanes, bollos blandos y también crujientes. Cada pan iba acompañado de su pequeño recipiente de plata lleno de mantequilla helada.
Incluso aquella majestuosa mesa no daba para más y se habían dispuesto los postres sobre un largo aparador de caoba. Se veían souffiés individuales de moka, frambuesa, limón y albaricoque, cada uno en su platito de porcelana. Llamaban la atención todas las tortas y cremas y veinte variedades de pasteles helados y tartas de fruta. Éstas eran siempre las favoritas, así como las gelatinas perfumadas con licores exóticos. El príncipe regente y sus amigos solían desafiarse acerca de quién ofrecería la gelatina más extravagante. Habitualmente ganaba el príncipe.
Había quesos y naturalmente bandejas de bien presentadas galletas y panecillos, así como enormes copas de cristal llenas de frutas variadas, incluyendo naranjas de España, cerezas recién llegadas de Francia y mantenidas en hielo, uvas verdes y negras de las colinas del sur de Italia, peras verdes de Anjou y la fruta más apreciada de todas las frutas raras, pinas tropicales procedentes de las islas de los Mares del Sur. Fresas inglesas completaban aquella abundancia.
Debido al gran número de invitados y porque se suponía que la mayoría habría cenado bien, el bufé del príncipe regente era modesto comparado con las cenas de treinta y seis platos que servía a sus invitados en Carleton House y en su pabellón en Brighton. Una mesa separada y montada a lo Sargo de una de las paredes del invernadero gótico sostenía todas las bebidas, que incluían champaña helado, buenos vinos blancos y tintos, madeira y oporto.
En los jardines se habían montado mesitas, con servicios de plata, para los invitados que deseaban comer allí o descansar del baile, sentados al fresco de la brisa nocturna. Poco antes había habido un estúpido desfile que representaba a la dulce primavera desterrando al frío y cruel invierno. Amanda se dijo que hubiera sido mucho mejor si la dulce primavera no hubiera sido representada por la fornida lady Jersey, que era una de las favoritas de Prinny.
– ¿Milady?
Amanda levantó la cabeza y se encontró con uno de los lacayos de peluca.
– Sí.
– Su Alteza Real desea verla, lady Dunham. Debo acompañarla ahora mismo.
¡Dios Santo!, pensó Amanda. ¿Acaso Prinny pretendía seducir a Miranda? ¿Qué le diría? Debería confesarle su engaño y confiar en que su sentido del humor funcionara aquella noche. Se levantó y siguió al lacayo. Sus sospechas se cumplían, porque la llevó a la parte más oscura del jardín. No podía equivocarse respecto de las intenciones del príncipe regente para con su hermana gemela. Pensó en lo que le diría, pero nada le parecía bien. ¡Oh, Dios' ¡Qué compromiso! El ruido de la fiesta disminuía. Por lo menos nadie vería ese encuentro, pensó.
De repente, sintió que le arrebataban el gorro y le pasaban algo agobiante por la cabeza. Unos brazos como tenazas la sujetaron, pero de algún modo Amanda consiguió gritar y empezó a debatirse como loca para liberarse, golpeando a ciegas.
– Jesús, ¡qué peleona! -oyó decir a una voz-. ¿No puedes hacerla callar?
– Nadie puede oírla desde esta parte del jardín, pero el príncipe no quiere problemas. Sujétala hasta que traiga eso.
Amanda siguió golpeando a sus captores con todas sus fuerzas, cada vez más debilitadas, para dar un puntapié con sus tacones de madera. Una voz lanzó un quejido al contactar con su espinilla. Los dos hombres la derribaron y entonces uno de ellos le quitó la manta que le cubría la cabeza mientras el otro apoyaba un trapo empapado en algo dulzón sobre la nariz y la boca. Amanda trató de contener la respiración, pero al fin aspiró el olor dulce que le quemó la garganta y no tardó en dominarla.
– ¡Brrrr! -exclamó uno de los dos hombres-, pensé que no lograríamos tranquilizarla. La puerta está abierta, así que llevémosla al coche. Luego iremos a por el hombre. Mi consejo es que le golpeemos en la cabeza enseguida.
– Tú lo golpeas y yo lo traigo aquí. ¿Qué vamos a decirle?
– ¡Lo que te dijo el príncipe, idiota! Que lady Miranda Dunham desea verlo en privado y que debes acompañarlo. Vete ya. Yo la meteré en el coche y te esperaré.
La fiesta continuó y a eso de las dos de la madrugada se dio la señal para que los invitados se quitaran los antifaces. De pie junto al paje azul, Jared Dunham retuvo la mano que se alzaba para quitarse el antifaz azul y plata.
– ¿Creíste realmente que podía mirar esas piernas y confundirlas con las de Amanda? -Sus ojos verde botella le sonreían.
– ¡Bandido! De forma que lo sabías. -Se quitó el antifaz-. ¿Cuándo te diste cuenta? ¿Te engañé en algún momento?
– No. Tendrías que haber llevado algo que te cubriera más -le respondió.
– ¿Lo has sabido desde el primer momento? ¿Besaste a Amanda deliberadamente?
– Tiene una boquita dulce -dijo burlón-, pero besa como una niña.
– ¿Recuerdas la primera vez que fuimos a Almack's después de casarnos? -preguntó riendo.
– Sí -contestó Jared lentamente y sonrió- ¿Quieres decir, milady, que deseas regresar a casa?
– Eso mismo, milord. Ya he comido, bebido y bailado lo bastante para que me dure toda la vida.
– Como siempre, señora mía, tu menor deseo es una orden para mí.
– Y la tomó del brazo.
– ¡Bobadas, milord! Me deseas tanto como yo a ti.
– Bien cierto.
– ¿ Cómo vamos a casa? Hemos devuelto el coche.
– Iremos en el de Adrián. La última vez que lo vi estaba jugando a las cartas con el príncipe De Lieven, lord Alvaney y Prinny. Se lo devolveremos en seguida.
– Son gente muy rica para estar jugando con Adrián, ¿no te parece? -Miranda parecía algo preocupada.
– Adrián no es tonto, amor mío. Estaba ganando. En cuanto empiece a perder algo que no pueda permitirse, recogerá sus ganancias y dejará la mesa. Tiene una manera de ser tan joven, tan encantadora, que nadie se ofende cuando lo hace. Todos ellos han jugado muchas veces con él en White's y en Watier's.
Encontraron el camino por los anchos corredores de Carleton House hacia el gran vestíbulo y Jared pidió el coche de su cuñado, mientras recogían la capas. Después de ayudar a su mujer a subir al coche, ordenó al cochero que les llevara a su casa y volviera en seguida en busca de Adrián y Amanda. El vehículo traqueteó por las calles silenciosas de la ciudad mientras sus pasajeros se abrazaban apasionadamente. Sujetándola con un brazo, Jared dejó que la otra mano recorriera su cuerpo por debajo del tabardo de terciopelo, encontrando los botoncitos de perla de su camisola de seda. Los desabrochó y se apoderó de un seno redondo y suave. Recorrió su cuello a besos y ella murmuró incesantemente mientras los pezones se le endurecían entre sus dedos. La mano de Jared volvió a moverse para arrancarle el gorro con la pluma. Pasando los dedos por su hermosa cabellera, murmuró:
– Eras el paje más hermoso que jamás he visto, fierecilla. Me ha costado mucho no sacarte y llevarte a casa horas antes.
– ¡Dilo! -ordenó.
– Miranda, te quiero.
– Y yo también te quiero, Jared. Ahora bien, ¿cuándo podremos ir a casa? Quiero decir a nuestra casa de verdad, a Wyndsong.
– ¿Te parece bien la semana próxima, milady?
– ¿La semana próxima? -Se incorporó y se sacudió el brazo de Jared-. Tengo mucho equipaje que hacer. ¡No es como antes de que naciera Tom, Jared! Viajar con un niño es lo más parecido a lo imposible. Hay que llevar todo lo imaginable y más, porque no hay riendas en mitad del océano.
– El Dream Witch regresará de Massachusetts la semana próxima, fierecilla. Podremos irnos en cuanto estés lista.
– ¡La semana próxima! -exclamó jubilosa-. Lo conseguiré como sea. -Después de un instante añadió con una sonrisa-: Me pregunto qué le parecerá América a Arme. ¡Y qué pensarán tus padres al ver que Jon regresa con una nueva esposa, sus dos hijos, y los dos hijos de ambos, Susannah y Peter!
– Bien, por lo menos papá no podrá acusar a Jon de no haber hecho nada en estos dos años. Si añadimos los tres hijos de Charity, resulta que ahora tiene siete hijos. Tendremos que esforzarnos mucho, fierecilla, para alcanzarlos.
– A menos que te busques otra esposa, Jared Dunham, tendremos que dejar el honor para Jon. Yo ya te he dado el heredero de la mansión. Ahora quiero una hija y con ella habré terminado.
– Puedes tener a tu hija, milady, pero yo quiero tener dos varones.
– ¿Dos? ¿No te acuerdas de lo mal que te trató tu padre porque no quería que intentaras robar a Jon su primogenitura?
– Yo no soy mi padre. Además, necesitaré un segundo hijo para los barcos. Si Tom es el lord de la mansión, no podrá ocuparse también de! negocio naviero. Un hijo para la tierra, uno para el mar y una hija para mimarla entre los dos.
– De acuerdo -aceptó con solemnidad-. Empezaremos a pensar en nuestro hijo Jason esta misma noche. -Ambos rieron.
– Conque Jason, ¿eh? Me gusta, milady. Suena bien. ¡Bueno, dado que tú has puesto nombre a nuestros dos hijos, supongo que yo podré elegir el de la niña!
A Miranda se le nublaron los ojos un instante al pensar en Fleur. Luego, consciente de que él esperaba su respuesta, respondió alegremente:
– En efecto, milord, tú debes ponerle nombre a nuestra hija. Yo no entiendo nada de nombres de mujer.
Jared se había dado cuenta del momentáneo apagón de su alegría y se preguntó, como tantas veces desde su regreso, qué secreto le ocultaba y por qué.
El coche enfiló Devon Square y se detuvo delante de su casa. Jared dio la noche libre al servicio mientras su esposa subía a cambiarse. Perky, que dormitaba junto el fuego, se levantó cuando su señora entró en la habitación. Abrió la boca y se frotó los ojos mirando fijamente a Miranda.
– Pero yo creía que usted iba a ser la bruja malvada y lady Swynford el paje -declaró, confusa.
– Y esto era precisamente lo que queríamos que creyera todo el mundo -afirmó Miranda-. Por eso no dejamos que nadie excepto la costurera nos ayudara a vestir esta noche. Amanda y yo quisimos siempre gastar bromas a la gente, pero como no nos parecemos, jamás pudimos hacerlo. Esta fiesta de disfraces nos ha dado la oportunidad.
– Vaya -declaró Perky-, debo decir que resulta un paje precioso, milady, y es la pura verdad.
– Gracias, Perky, y Mandy estaba maravillosa como bruja.
Mientras Perkins la ayudaba a desnudarse. Miranda volvió a hablarle.
– Perky, regresamos a América dentro de un par de semanas. Me gustaría que tú y Martin vinierais con nosotros. Sé que a Martín no le gusta conducir el coche y que, en cambio, aspira a la posición que tiene Simpson en esta casa. Wyndsong es muy distinto de Londres, pero necesitaremos a alguien para nuestra casa. Si preferís quedaros en Inglaterra, os daremos a ti y a Martín las mejores referencias y se os pagará todo este año hasta Navidad. También podéis quedaros aquí hasta entonces, en vuestras habitaciones. No obstante, la casa va a cerrarse y sólo quedarán en ella los viejos servidores que ya llevan tiempo con mi marido y se quedan para servir al señor Bramwell, que se ocupará de los asuntos europeos de mi marido. El resto del servicio recibirá el pago del año y buenos informes. Intentaremos colocar algunos entre nuestros amigos, pero tenemos poco tiempo.
– Martín y yo hemos hablado frecuentemente de pedirles que nos dejen ir con ustedes -comentó Perky-, pero nos preocupa una cosa, milady.
– ¿Qué es ello?
– Los indios salvajes.
– ¿Qué?
– Los indios salvajes, milady. Tenemos un miedo mortal a esos salvajes. El abuelo de Martín luchó con los Casacas Rojas en la guerra de hace unos cuarenta años. Dice que los Índios eran terriblemente crueles.
– En Wyndsong no hay indios, Perky, ni por aquellas tierras. Hace más de cien años que ya no quedan. Es tan tranquilo como la campiña que rodea Swynford Hall. Londres es mucho más peligroso que Wyndsong.
– En ese caso, es posible que vayamos. -Calló y miró a Miranda con curiosidad-: ¿Es verdad que la gente allí son todos iguales?
– No del todo -contestó sinceramente Miranda-. En cierto modo sucede como en todas partes. Los que tienen dinero tienen poder. Pero es diferente porque las oportunidades para obtener dinero y éxito están al alcance de todos. La distinción de clases no es tan rígida como en Inglaterra y la gente es realmente más libre.
– Entonces, ¿nuestros hijos pueden llegar a más que nosotros?
– Sí -respondió Miranda-, posiblemente.
– Hablaré con Martín, milady -musitó Perky, pensativa, mientras colgaba el traje de su señora en el armario.
– Vete a la cama, Perky. Es muy tarde. Yo terminaré sola.
– Si está segura de que está bien, milady. -Al ver que Miranda asentía sonriendo, Perkins hizo una reverencia y dejó la alcoba.
Unos minutos después de que Perky se marchara, apareció Jared con una bata de seda verde. Se quedó admirando a su esposa, sin prisas, mientras ésta se refrescaba con una esponja, ya que se había dado un baño antes de ir al baile. Estaba a punto de sugerí distracción cuando de pronto oyeron una llamada discreta pero insistente a la puerta del dormitorio.
– Milord, milord. -Simpson parecía inquieto.
Miranda se envolvió rápidamente en una bata y Jared respondió a la llamada.
– ¿Qué ocurre, Simpson?
– Lord Swynford está abajo, milord, y parece muy preocupado.
Adrián paseaba arriba y abajo de la biblioteca.
– No encuentro a Amanda -exclamó tan pronto como Miranda y Jared entraron-. Estuve buscándola, el paje vestido de azul, pero nadie la había visto y tampoco a la bruja o al trampero. Supuse que os habríais ido, así que fui en busca de mi coche. Horsley me contó lo que habíais dicho, que tú y Amanda habíais cambiado el disfraz desde el principio, así que no debía buscar al paje sino a la bruja. Volví a Carleton House y miré por todas partes. No estaba ni en el salón de baile, ni en el invernadero, ni en ninguna parte de los jardines. Hacía horas que nadie la había visto. Nadie recordaba haberla visto a la hora de quitarse los antifaces. Pensé que tal vez se había encontrado mal y se había ido a casa sin decírnoslo para no aguarnos la fiesta, pero su doncella me aseguró que no había vuelto para nada. -Los miró desamparado-. ¿Dónde está mi mujer? ¿Qué le ha ocurrido a mi Amanda?
Jared Dunham se acercó a la bandeja de las bebidas y sirvió una buena ración de whisky irlandés en un vaso de cristal tallado. Se lo tendió a Adrián al tiempo que le ordenaba:
– Bébetelo. Te calmará y podrás pensar mejor. -El joven se tomó agradecido aquel fuego líquido, mientras Jared le decía-: Adrián, esto podrá parecerte impertinente, pero ¿habéis sido felices últimamente?
– ¡Dios santo, sí!
– ¿Tenía muchos admiradores Amanda? Ya sabes, uno de esos imbéciles que se dedican a las mujeres casadas, las cortejan desaforadamente porque saben que están a salvo. A veces, esos idiotas se lo creen y tratan de fugarse con la dama.
– No -respondió Adrián con un movimiento cansado de cabeza-. Antes de casarnos le gustaba que la cortejaran, pero desde nuestro matrimonio ni siquiera piensa en estas tonterías. En realidad, en las escasas ocasiones en que uno de esos caballeros quiso hacerle la corte lo mandó a paseo sin ceremonia.
– ¿Había alguno en particular que se mostrara más atento que los otros?
– No, hace meses que nadie la ha molestado.
– ¿Estás absolutamente seguro de que no tenía ningún amante?
Adrián parecía aplastado y Miranda saltó:
– ¡No tenía ningún amante, Jared! De lo contrario yo lo hubiera sabido. El único secreto que Amanda ha sabido guardar ha sido el cambio de disfraces esta noche.
– Entonces, la han raptado -declaró Jared.
– ¿Raptado?-repitió Miranda horrorizada.
– ¿Raptada? ¿Y por qué motivo? -preguntó Adrián.
– Adrián, ¿has ganado mucho dinero esta noche? -preguntó repentinamente Jared.
Con expresión más desconcertada que un momento antes, Adrián respondió:
– Sí, he ganado más de lo habitual. Han sido en realidad treinta y tres mil libras de Prinny y los otros dos. ¿Qué tiene esto que ver con Amanda?
Jared suspiró y se pasó los dedos por su cabello oscuro.
– Es más que probable que ésta sea la razón por la que la han secuestrado. Te vieron fugar. Yo mismo te vi. Lo más seguro es que quien te vio ganar se haya llevado a Amanda para exigir un rescate. En ese caso, probablemente estará segura, Adrián.
– Pero ¿quién puede hacer semejante cosa?-exclamó indignado.
– Posiblemente un miembro de la alta sociedad cargado de deudas. No le harán daño -explicó Jared-. Debes irte a casa, Adrián y esperar un mensaje de su parte. En cuanto llegue, infórmanos enseguida y decidiremos lo que vamos a hacer.
Adrián pareció algo más animado con el tono de confianza de su cuñado.
– Bien. Entonces iré a casa y esperaré.
Jared y Miranda volvieron a su habitación. Ella le preguntó:
– ¿Crees realmente que alguien ha raptado a mi hermana por las ganancias de su marido?
– No lo sé, pero creo que mañana tendremos alguna respuesta. Vamos, fíerecílla, no te preocupes. ¿Verdad que lo sabrías si algo le hubiera ocurrido a tu hermana?
– Por supuesto.
– Entonces, tratemos de descansar -sugirió Jared.
El alba ya empezaba a clarear sobre la ciudad antes de que pudieran dormirse. Una hora después. Miranda despertó de pronto. Jared no estaba. Sin preocuparse por las apariencias y de las zapatillas, bajó. Ya en la escalera, una voz de mujer llegó hasta ella.
– ¡Jared, pobre amor mío! ¡Lloro por ti, mi amor! ¡No sabes la vergüenza que siento de que un miembro de mi propio sexo pueda comportarse de un modo tan rastrero y repugnante!
– No te comprendo, Belinda. ¿Qué estás haciendo aquí, sola y a semejante hora?
– ¡Oh, amor mío! ¡Tenía que venir! En cuanto me enteré de que tu mujer había huido con Kit Edmund, anoche, mi corazón voló hacia ti. Comprendo toda tu amargura, pero quiero que sepas que no todas las mujeres somos tan despreciables.
Miranda siguió bajando hasta el pie de la escalera. Belinda de Winter parecía muy descansada para alguien que se había pasado la noche bailando con el duque De Witley. Llevaba un traje de glasé malva con dos tiras de adorno lila desde los hombros al dobladillo. A juego con el traje, lucía una capelina de alta copa, tipo Angouléme, adornada con cintas de seda malva atadas a un lado.
– Buenos días, lady De Winter -saludó Miranda dulcemente-. ¿Qué la trae tan temprano a casa? Buenas noticias, supongo.
Belinda palideció. Lentamente, se volvió a encararse con Miranda.
– Tú -silbó entre dientes-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– No, no, querida, soy yo la que debe hacer la pregunta. -Miranda jugó con ella.
– Me lo prometió -murmuró Belinda-. ¡Me lo prometió!
Jared cruzó el amplio vestíbulo para pasar una mano por el hombro de la desconsolada muchacha.
– ¿Quién te lo prometió, Belinda? ¿Y qué te prometió? -preguntó con dulzura.
– El príncipe Cherkessky. Iba a apoderarse de tu mujer para su esclavo Lucas. Entonces yo me casaría contigo. Ibas a pedírmelo. ¿Verdad que ibas a pedírmelo?
– Lucas murió -murmuró Miranda débilmente.
– No. Sobrevivió.
Jared vio que su mujer se esforzaba en no perder el control al verse asaltada por los terribles recuerdos.
– Alexei dijo que eras un gato. Que ya habías gastado todas tus vidas. ¿Cómo pudiste escaparte? ¿Cómo? -Empezaba a ponerse histérica, pero su rostro seguía mortalmente pálido-. Se les ordenó que se llevaran a la bruja del baile. ¡Los muy imbéciles se equivocaron! -Una luz rabiosa asomó a sus ojos azules-. ¿O tal vez el príncipe me engañó? Le ayudé a ganarse a Georgeanne y anoche el duque le dio permiso para que pudiera casarse con ella. Ella lo aceptó.
– Mi hermana y yo intercambiamos los disfraces -confesó Miranda, preocupada-. Los hombres a quienes contratasteis para prenderme se la llevaron a ella. Debe decirnos a dónde se la han llevado, lady De Winter.
Belinda de Winter alzó la barbilla con altivez y dijo a Miranda:
– ¡Tú, advenediza, puta americana! ¿Cómo te atreves siquiera a dirigirme la palabra? -Se volvió a Jared y con voz cargada de odio, preguntó-: ¿Tienes idea del tipo de mujer con quien te has casado? Es una esclava, una yegua reproductora montada por un semental. Ha yacido debajo de otro hombre, y se ha abierto para que la jodiera como un animal. Le he visto, sabes. Tiene una verga como un ariete. Ella se dejó joder voluntariamente. Y, ¿aun así la prefieres a mí?
Yo te amaba y quería ser tu esposa, pero ahora te odio. Si fueras un caballero de verdad me preferirías a ella. ¡Eres tan rastrero como esa puta” ¡Me alegro de librarme de vosotros dos!
– ¿Dónde está mi hermana? -insistió Miranda.
De pronto, Belinda de Winter se echó a reír como una loca.
– ¡No te lo diré! -gritó como una niña rabiosa y antes de que se dieran cuenta de lo que hacía, salió corriendo de la casa de forma que casi se cayó encima del chiquillo que limpiaba la escalera exterior. Sin dejar de reír, con la vista fija en algo que nadie podía ver, Belinda de Winter se lanzó a la calle. Se oyó un grito, un rechinar de ruedas, un alarido estridente y después silencio.
Lord Dunham saltó a la calle y ayudó a sacar a Belinda de debajo de un coche. Estaba muerta, tenía la cabeza aplastada.
– ¡Saltó delante de mí, juro que lo hizo! -balbuceó el aterrorizado cochero-. Usted lo ha visto, señor. ¡Se tiró delante de mí!
– Sí, lo he visto. No ha sido culpa suya.
– ¿Quién era, señor? ¿La conocía usted?
– Era lady Belinda de Winter y sí, la conocía. No estaba en su sano juicio.
– ¡Oh, Dios! -Se lamentó el cochero-. ¡Una noble! Perderé la licencia. ¿Quién mantendrá ahora a mi mujer y mis niños?
Jared se enderezó.
– No se preocupe. No ha sido culpa suya. Como le he dicho, la señora no estaba bien. -Se tocó la cabeza para que lo entendiera.
– Oh, comprendo, milord. La dama estaba como un cencerro.
– ¿Quién es su señor? -preguntó Jared.
– Lord Westerly -contestó.
– Di a tu señor que has tenido un accidente, pero que no ha sido culpa tuya. Háblate de mí para confirmarlo. Soy lord Dunham y ésta es mi casa.
– ¡Oh, gracias, milord! ¡Gracias!
Jared se volvió y se dirigió a la casa. Simpson y dos de los lacayos entraban el cuerpo de Belinda. Habría que informar inmediatamente a los duques de Northampton.
Miranda se quedó llorando en el vestíbulo.
– Ahora jamás encontraremos a Mandy.
– Cherkessky sabe dónde está -masculló airado-. ¡Si él o alguien de los suyos han maltratado a Mandy lo mataré! Naturalmente, no puede anunciar su compromiso con la inocente Georgeanne Hampton. También tendré que impedir la boda.
El duque de Northampton estaba tomando un desayuno temprano en el pequeño comedor familiar de Northampton House cuando su mayordomo vino a decirle que lord Dunham quería verlo para un asunto urgente.
Con un gruñido de fastidio, el duque se levantó de la mesa, tiró la servilleta y se dirigió a la biblioteca.
– Buenos días, Dunham. ¿Qué es más importante que mi desayuno?-preguntó bromeando.
– Belinda de Winter ha muerto -le espetó Dunham sin más preámbulos.
– ¿Qué?
– Intervenía en un complot para secuestrar a mi esposa, pero la cosa salió mal y capturaron en cambio a mi cuñada. Belinda, que ignoraba el error, vino a mi casa de Devon Square esta mañana. Al ver a Miranda se desquició. Salió corriendo a la calle y un coche la atropello.
– ¡Debe de estar loco, Dunham! Belinda no tiene cabeza para cosas tan complicadas. Además, ¿qué quería hacer con lady Dunham?
– Belinda quería casarse conmigo, milord, y Miranda se lo impedía. Su cómplice era el príncipe Cherkessky.
– ¡Milord! -El duque enrojeció sintiéndose ultrajado-. Debo rogarle que tenga cuidado con sus palabras. El príncipe Cherkessky se va a casar con mi hija Georgeanne en julio. Mañana aparecerá la noticia en los periódicos.
– Mejor será que lo impida, milord.-La voz de Jared sonó ominosa-, a menos que no le importe casar a su hija con el hombre que asesinó a Gillian Abbot, el hombre cuya fortuna procede de una granja de esclavos y que no goza del favor del zar. Ese hombre rapta a mujeres inocentes con intenciones obscenas y solamente quiere a su hija por el dinero.
– ¿Puede probar estas acusaciones? -El duque empezaba a temer que lord Dunham no estaba bien de la cabeza.
– Lo puedo probar todo.
– Sentémonos -accedió el duque suspirando.
Se acomodaron en dos grandes sillones de cuero junto a la chimenea encendida. El duque se inclinó y dijo sin rodeos:
– Nunca le he tenido por tonto o atrevido, lord Dunham. No es chismoso ni cuentista, así que voy a escuchar lo que tenga que decirme. No obstante, le advierto de que a la menor sospecha que me está mintiendo, haré que lo echen de mi casa.
Cruzando los dedos, Jared empezó por decir:
– Primero, milord de Northampton, debo tener su solemne promesa de que no divulgará usted lo que le voy a contar. Lord Palmerston puede dar fe de la verdad de mis palabras. ¿Está de acuerdo?
El duque movió afirmativamente la cabeza y Jared contó su historia, empezando por su viaje secreto a Rusia. Cuando una hora después hubo terminado su historia, el duque estaba estupefacto y enfurecido.
– Cuando mi esposa regresó a casa nos contó a su hermana, a lord Swynford y a mí lo que le había ocurrido. Verá, no podíamos hacer nada sin poner a Miranda en evidencia, sin convertirla en el blanco de la vergüenza y del ridículo. La buena sociedad no suele olvidar fácilmente semejante escándalo y le habrían hecho la vida imposible a Miranda mientras permaneciéramos en Londres. Ya comprenderá lo que significó para nosotros conocer el calvario de Miranda y no poder hacer nada. Quisimos advertirle por su hija, pero nos resultó imposible.
El duque asintió. La idea de que casi había entregado a su hija preferida a un monstruo lo había conmocionado. Por fin encontró la voz para preguntar.
– ¿Quiere explicarme, por favor, cómo está involucrada Belinda? Le aseguro que no lo comprendo, Dunham.
– Francamente, tampoco yo lo sé bien. De algún modo descubrió lo que le ocurrió realmente a mi esposa y entabló amistad con Cherkessky. Nos dijo que le ayudó a convencer a su hija de la devoción e idoneidad del príncipe. A cambio, tenía que volver a capturar a mi mujer y devolverla a Rusia. Figuraría que Miranda se había fugado con el joven Edmund. Todavía no he tenido tiempo de averiguar si también él ha sido secuestrado, pero creo que en ese caso está en peligro mortal.
»Esta mañana Belinda apareció en mi casa y me explicó atolondradamente que había oído la terrible noticia de la fuga de mi mujer con Kit Edmund. Me suplicó inocentemente que no considerara a todas las mujeres capaces de un acto tan despreciable como el de mi esposa. Cuando Miranda bajó por la escalera y Belinda la vio, su ahijada se derrumbó. Creo que enloqueció. Lo lamento sinceramente.
Después de una pausa, el duque dejó de pensar en Belinda y declaró:
– Por supuesto que no puedo permitir que Georgeanne se case con Cherkessky. Pero ¿qué voy a decirle a mi mujer? Necesitará una buena explicación, Dunham. Está empeñada en casar a Georgeanne con un príncipe y ha pensado en el duque de Whitley para Belinda.
– ¿Qué voy a decirle? -repetía.
– Mi mujer me contó que el hermanastro del príncipe era también su amante. No creo que el leopardo haya cambiado sus manchas sólo porque está de visita en Inglaterra. Dígale a su esposa que ha descubierto que e! príncipe no tiene reparos en elegir amantes de ambos sexos. En vista de tan desagradable hecho no puede, de ningún modo, confiarle a la pequeña Georgeanne. Si su esposa se obstina en emparentar a su hija con el príncipe, dígale que su fortuna se perdió cuando sus posesiones de Crimea fueron asoladas. Dígale que está en desgracia con el zar. Y dígale también que su dinero procede de la cría de esclavos, no de verduras. Recuerde, milord, que es usted el cabeza de su familia, no su esposa.
– ¿Qué va a hacer usted, lord Dunham? ¿Cómo podrá encontrar a la dulce lady Swynford?
– Visitaré al príncipe De Lieven. Es el embajador del zar y seguramente querrá evitar un escándalo. Obligará al príncipe Cherkessky a decirnos a dónde han llevado a Amanda.
Ambos hombres se levantaron y se estrecharon las manos.
– No sé cómo darle las gracias, lord Dunham. Ha salvado a mi hija de una pesadilla. Sólo Dios sabe cómo la hubieran tratado en San Petersburgo. Daré órdenes para que retiren el cadáver de Belinda de su casa cuanto antes.
– Creo que sería prudente decir que lady De Winter había venido a casa a despedirse de nosotros, porque regresamos a América dentro de poco. Así se explicará que estuviera en Devon Square esta mañana y evitaremos el escándalo.
El duque de Northampton asintió.
– En realidad, debemos evitar cualquier sombra de escándalo en beneficio de las mujeres.
Jared Dunham abandonó Northampton House y dio a Martín la dirección de la residencia de los príncipes De Lleven. Todavía estaban durmiendo, pero Jared convenció al mayordomo de la urgencia de su visita y al poco rato ambos De Lieven aparecieron en el gabinete donde esperaba Jared. Una vez más, el señor de Wyndsong Manor tuvo que contar su historia. A medida que hablaba, el semblante del príncipe se iba oscureciendo más y más, mientras que su bella esposa palideció primero y a continuación la embargó la ira.
Cuando Jared terminó, el príncipe De Lleven dijo furioso:
– ¡Es intolerable que se permita a Cherkessky salirse con la suya! Naturalmente, lo mandaré llamar ahora mismo y exigiré que nos diga el lugar donde está lady Swynford. En cuanto a lo que ha hecho a su esposa, comprendo que quiera mantenerlo en secreto. Lord Dunham, tiene usted una mujer con un temple magnífico e indómito. -El príncipe suspiró-. No es la primera vez que Cherkessky hace algo parecido. ¿Recuerdas cuando estábamos en Berlín hace unos años, Dariya?
– Sí, dos jovencitas desaparecieron de la propiedad del barón Brandtholm. Lo negó, claro, pero las habían visto entrando en su carruaje. Entregó a! barón una indemnización -creo que lo llamó una muestra de buena voluntad-, pero negó habérselas llevado. Luego, en San Petersburgo, hace unos tres años, hubo también el asunto de la institutriz de la princesa Toumanova. Era la hija ilegítima del duque de Longchamps, ¿sabe? No puedo evitar preguntarme qué fue de ella.
– Murió en la marcha tártara, de Crimea a Estambul -explicó
Jared, quien para evitar entristecer más a la princesa no le contó cómo había muerto Mignon.
– ¡Qué espanto! -exclamó Dariya de Lleven-. ¡Pobrecilla Miranda! ¡Qué valiente ha sido!
– Basta, querida -interrumpió el príncipe De Lieven-. Lord Dunham conoce bien el valor de su esposa. Nuestra tarea ahora es encontrar a la joven lady Swynford, antes de que le ocurra algo irreparable. En este momento ya se habrán dado cuenta de su error. Pero debemos poner fin a todo esto antes de que se complique más.
El embajador ruso tiró del cordón de la campanilla. Mandó un mensaje al Hotel Pultney. Los De Lieven y lord Dunham se sentaron a esperar. Mucho antes de lo que esperaban, llegó el príncipe Cherkessky.
– De Lieven -dijo al entrar-, me ha encontrado justo a tiempo. Me disponía a salir.
El príncipe De Lieven miró fríamente a Alexei Cherkessky.
– Quiero saber dónde se encuentra la mujer que secuestró anoche en el baile del príncipe regente, Cherkessky, y lo quiero saber ahora mismo.
En aquel preciso instante Cherkessky descubrió a Jared Dunham. Mirando directamente al americano, sonrió y dijo en respuesta a De Lieven:
– Mi querido príncipe, no tengo la menor idea de lo que me está diciendo.
Una sonrisa torva apareció en el rostro de Jared Dunham.
– Se equivocó de mujer, Cherkessky. Mi esposa y su hermana habían intercambiado los disfraces. La mujer que sus hombres se llevaron no era mi esposa, sino mi cuñada, lady Swynford.
– ¡No lo creo!-gritó el príncipe, olvidándose de los De Lieven.
Ahora era una cuestión entre él y el arrogante yanqui.
– Belinda de Wtnter vino a verme esta mañana para consolarme de mi pérdida. Puede imaginar su impresión cuando vio bajar a mi mujer. Ya he ido a visitar al duque de Northampton. Lo sabe todo acerca de usted. No va a haber compromiso con lady Georgeanne, Cherkessky. Los príncipes De Lieven también están al corriente. No creo que la princesa le permita visitar ahora ninguna casa decente de Inglaterra, ¿no es verdad, Dariya?
– ¡Puede estar seguro de ello! Su comportamiento ha sido inmoral e imperdonable.
– El lugar donde está lady Swynford, príncipe. Lo que diga en el informe a su majestad imperial depende de usted. De todas formas le queda poco, Cherkessky. Si desea que se le permita conservar lo que aún le queda, será mejor que coopere con nosotros. Tengo poder para detenerlo aquí y ahora y entregarlo a la justicia del zar.
– Hágalo -fue la fría respuesta-. De todos modos, no recuperará a lady Swynford.
– ¿Cuánto? -preguntó Dunham, glacial-. Diga su precio, cerdo.
El príncipe sonrió, malévolo.
– Un duelo, lord Dunham. A muerte. Pistolas. Si gano, me llevo a su esposa. Si gana, recupera a lady Swynford y desapareceré de sus vidas para siempre. Escribiré la dirección exacta de lady Swynford y guardaré el papel en mi bolsillo. Allí lo encontrará si gana. Si gano yo, devolveré a lady Swynford, pero solamente a cambio de lady Dunham.
La princesa De Lleven se volvió a su marido.
– ¡Kristofor Andreievich! ¡No puedes permitir esta atrocidad!
– Confío en que tengo su palabra de caballero, Cherkessky, y en que obrará honradamente -terció Jared.
– ¡Maldito americano advenedizo! -barbotó Alexei Cherkessky-. ¿Se atreve a darme instrucciones acerca de mis modales? Mi familia se remonta a la fundación de Rusia. ¡Mis antepasados eran príncipes, mientras los suyos picaban terrones! ¡Campesinos! ¡Mi palabra vale más que la suya!
– De acuerdo -respondió lord Dunham-. Como usted ha elegido las armas, yo elijo momento y lugar. Será aquí y ahora. -Se volvió al príncipe De Lleven-. Confío, señor, en que podrá proporcionarnos las armas.
– ¡Lord Dunham! ¡Jared! -suplicó Dariya de Lleven-. ¡No puede exponer a Miranda de esta forma, después de todo lo que ha pasado!
– No expongo a mi esposa, Dariya.
– ¡Ha aceptado entregársela al príncipe Cherkessky si pierde!
– No pienso perder, Dariya-respondió con frialdad.
– ¡Yanqui arrogante! -rugió Cherkessky-. Soy campeón de tiro a pistola.
– También es un imbécil, príncipe, si cree que puede matarme.
– ¿Por qué dice eso?
– Porque mi motivo para ganar es mucho más poderoso que el suyo. Es el amor, y el amor puede vencer a la más negra maldad. Mire a mi esposa si desea un ejemplo del poder del amor. A pesar de todas sus canalladas, no logró someterla. Se le escapó, Cherkessky, y ella luchó por encontrar el camino hacía mí y nuestro hijo. ¿Acaso su deseo de ganarme es tan poderoso? Creo que no. Y si no lo es, morirá.
Alexei Cherkessky pareció impresionado. No le gustaba nada que se hablara de su muerte.
– ¡Empecemos de una vez! Ya he escrito el paradero de lady Swynford en este papel y, ahora, me lo guardaré en el bolsillo de mi chaqueta. Dejo la chaqueta en el sofá para que la princesa De Lieven me la guarde.
El príncipe De Lieven sacó una caja de pistolas de duelo del cajón de un mueble. La abrió para mostrarla a los dos combatientes, que asintieron satisfechos. Las pistolas fueron preparadas y cargadas y De Lieven entregó las armas a los duelistas.
– Contarán diez pasos -explicó-. Se volverán cuando se lo ordene y empezarán a disparar. Éste es un duelo a muerte.
Los dos caballeros se pusieron espalda contra espalda.
– Amartillen sus armas. -Dos clics siguieron la orden.
– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve…
Alexei Cherkessky se volvió y apuntó a la espalda de Jared Dunham. Se oyó un disparo.
Jared Dunham se volvió despacio y vio sorprendido que el príncipe Cherkessky se desplomaba, muerto. El embajador de Rusia contempló con la boca abierta a su esposa, que bajaba su pequeña y aún humeante pistola.
– No cumplió su palabra -dijo Dariya de Lieven-. Sabía que lo haría. Los Cherkessky no han dicho la verdad en doscientos años.
– ¡Le debo la vida, Dariya!
– No, Jared, nosotros estábamos en deuda con usted. ¿Cómo podremos compensarles jamás a usted y a Miranda lo que soportó en manos de uno de los nuestros? No todos los rusos son bárbaros, Jared. Créalo, se lo ruego. -Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta del muerto y sacó el papel doblado-. Esperemos que confiara lo bastante en sí mismo para escribir el verdadero lugar donde se encuentra la pobre lady Swynford. Aquí dice que está en Green Lodge. Es la primera casa a la salida del pueblo de Erith, yendo en dirección de Grevesend.
– Iré con usted -se ofreció Kristofor de Lieven-. La servidumbre guardará la casa y mi autoridad abrirá todas las puertas.
En aquel momento se oyó cierto barullo fuera del gabinete. La puerta se abrió de repente para dejar paso a Miranda y a un desconcertado mayordomo.
– Insistió, alteza -se excusó el mayordomo.
– Está bien, Colby. Es lady Dunham.
– Sí, alteza. -Golby vio el cuerpo de Alexei Cherkessky-. ¿Lo mando retirar, alteza?
– Sí. Ocúpate de que lo entierren en la parroquia.
– Muy bien, alteza. -Coiby se retiró imperturbable como siempre.
– ¿Te batiste con él? -Los ojos de Miranda brillaban de furia-. ¡Podía haberte matado!
– No tenía la menor intención de dejar que me matara -fue la fría respuesta.
– Bien, por lo menos le diste muerte antes de que pudiera hacerte daño.
– Dariya lo mató.
– ¿Qué?
– Hizo trampa. Se volvió al contar nueve. Iba a dispararme por la espalda. Dariya tenía su pistola y le disparó. Tiene la mirada muy aguda, nuestra Dariya, fierecilla. ¿Cómo es que llevaba su pequeña arma?
Dariya de Lieven sonrió.
– Cuando Coiby nos despertó, me la guardé en el bolsillo de la bala. Tenía la impresión de que alguna desgracia se avecinaba. No era más que una intuición, pero le hice caso. Siempre creo en mis intuiciones.
– ¡Ha sido una suerte para ti, Jared Dunham! -exclamó Miranda, rabiosa-. ¿Qué nos hubiera ocurrido si hubieras muerto? ¡Me gustaría saberlo!
Dariya de Lieven empezó a reír, porque sus nervios acusaban la tensión a que había estado sometida.
– Si Jared hubiera muerto, te habrían entregado al príncipe Cherkessky.
– ¿Qué?
– Jared aceptó el duelo. Si ganaba, recuperaba a Amanda. Si perdía, Cherkessky recibía su premio.
– ¿Significo tan poco para ti, milord? -preguntó Miranda con una calma peligrosa.
– Tenía que ofrecerle algo muy valioso, fierecilla -murmuró-. ¿Y no eres tú lo más valioso? -Se inclinó y la besó en los labios. El príncipe De Lleven rió para sí. ¡Menudo pícaro estaba hecho el atrevido yanqui! Además, manejaba a su mujer como un francés. ¡Admirable!
Miranda se echó a reír de pronto.
– No puedes engatusarme, milord.
– ¿No?
– Bueno, un poquito, quizá. ¡Pero maldita sea, no vuelvas a hacer jamás una locura como ésta! -Calló un instante y dijo a continuación-: En medio de toda esta farsa, ¿se le ha ocurrido a alguien averiguar lo que ha hecho Cherkessky con mi hermana?
– La tiene en una casa en las afueras del pueblo de Erith. Está río abajo, hacia el mar -respondió Jared-. El príncipe De Lieven y yo nos íbamos a buscarla cuando llegaste tú.
– Voy con vosotros -anunció.
– Llegaremos antes si cabalgamos.
– ¿Y cómo pensáis traer a Amanda? Ya sabes lo mal que monta a caballo.
– Claro -observó Dariya-. Debéis llevaros uno de nuestros coches. Creo que es la única forma sensata, Kristoror Andreievich. La compañía de su hermana tranquilizará a la pobre lady Swynford. Pobrecilla, debe de estar aterrorizada.
Amanda se habría animado de haber sabido que su liberación estaba próxima. La cómoda berlina de viaje del príncipe De Lieven avanzaba traqueteando por el camino comarcal que conducía a la aldea de Erith. Dentro viajaban el príncipe, Jared y Miranda Dunham. No se habían entretenido en recoger a Adrián. No había tiempo.
Era un hermoso día de primavera. Pasaron ante macizos de narcisos blancos y amarillos. En los prados crecía hierba nueva. Observando en silencio, Miranda pensaba tristemente en Lucas. Sin embargo, su presencia allí presentaba un gran problema. ¿Cómo reaccionaría Jared ante el hombre que había poseído a su mujer? Su insensato comportamiento al batirse con el príncipe Cherkessky la horrorizaba. No deseaba ningún mal a Lucas, pero temía el encuentro entre él y su marido.
Como si leyera sus pensamientos, Jared le cogió la mano.
– Sólo deseo rescatar a Amanda y al joven Kit Edmund, si se encuentra allí.
Miranda le sonrió débilmente. Parecía tranquilo, pero ¿qué ocurriría cuando estuviera cara a cara con el hermoso griego? ¿Seguiría amándola después? ¡Nunca pidas perdón! Se sobresaltó y miró a sus compañeros de viaje. Estaban absortos en sus propios pensamientos.
¿No lo habían oído? ¡Ella sí! Había oído claramente la voz profunda de Mirza Khan, reprendiéndola gravemente, y ahora sentía que volvía a recobrar su valor. Le dio las gracias en silencio.
Un pequeño poste indicaba que Erith se encontraba a dos kilómetros de distancia. No tardaron en entrar en la aldea y empezaron a buscar atentamente la casa que el príncipe había alquilado.
– ¡Allí! -exclamó De Lieven, señalando un alto muro de piedra. En él había una vieja madera en la que se leía green LODGE. Sacó la cabeza por la ventanilla y dio instrucciones al cochero. Un lacayo saltó del pescante. La verja estaba sin cerrar y el criado la abrió del todo para dar paso al coche. Enfilaron la avenida.
La casa, una destartalada construcción de ladrillo de la época isabelina, parecía vacía. Muchas de sus ventanas con cristales emplomados y rotos estaban invadidas por la oscura hiedra. El jardín aparecía descuidado y lleno de hierbas.
Lucas oyó la berlina que subía por la avenida. «Por fin -se dijo aliviado-, el príncipe ya ha vuelto.» Se encontraba incómodo en aquel extraño país, aunque en los pocos meses que había pasado en Inglaterra logró dominar el idioma. Naturalmente, sabía algo de inglés que había aprendido con Miranda. ¡Miranda! ¡Cómo deseaba volver a tenerla!
Corrió a la puerta. El príncipe debía enterarse enseguida del error. La dama no era Miranda. Abrió la puerta principal y retrocedió aterrado. Ame él no estaba Alexei Cherkessky, sino un caballero elegante que le habló en impecable ruso.
– Hablo inglés -ofreció Lucas, pues no estaba seguro de la nacionalidad del desconocido.
– Soy Kristofor Andreievich -anunció el caballero-, príncipe De Lieven. Soy el embajador de su majestad imperial el zar en Inglaterra. ¿Tú eres el siervo Lucas?
– Sí, alteza,
– Tu amo ha muerto. Lucas. He venido en busca de lady Amanda Swynford y del joven lord Edmund. Confío que no habrán sufrido ningún daño.
– Oh, no, alteza -respondió Lucas despacio.
¿Le decía la verdad aquel hombre? De pronto se abrió la puerta de la berlina de! príncipe y bajó una mujer. ¡Era ella! ¡Era Miranda!
– ¡Pajarito! -murmuró-. Has vuelto a mí. -Pasó por delante del príncipe y la abrazó, inclinando su gran cabeza sobre los labios de Miranda.
Ella se desprendió.
– ¡Lucas! He venido a buscar a mi hermana. ¿Dónde se halla Amanda?
– No -murmuró-. Has vuelto a mí. Me amas. Estábamos predestinados el uno a! otro. El príncipe te entregó a mí, ¿verdad?
– ¡Oh, Lucas! -exclamó Miranda a media voz, enternecida por aquel hombre hermoso e infantil-. El príncipe no tenía derecho a regalarme a ti. Debes comprenderlo. ¡Ahora eres libre. Lucas! Muerto el príncipe Cherkessky, eres libre, tan libre como yo. Yo me marcho a mi casa de América con mi marido y mi hijo, y tú debes empezar una vida propia.
– Pero yo sólo sé ser esclavo. Si no soy un esclavo, ¿qué seré?
– Un hombre. Lucas.
La miró moviendo tristemente la cabeza. Luego se volvió al príncipe De Lieven.
– Lady Amanda está en la casa. El joven también. Le acompañaré hasta ellos, alteza. -Sin decir nada más a Miranda, se volvió y entró en la casa.
Miranda empezó a llorar. Lucas no había entendido nada. ¿Qué iba a ser de él? Había pasado la mayor parte de su vida cumpliendo las órdenes de su amo. No sabía cómo ser un hombre.
– ¡Ojalá estés en el infierno, Alexei Cherkessky! -exclamó-. ¿Cuántas vidas has arruinado? ¡Sasha! ¡Todos aquellos esclavos! ¡Lucas! ¡Mignon! ¡Yo! ¡Si hay un Dios en el cielo, tú estarás ardiendo en el infierno! Te maldigo.
– Miranda, amor mío -le murmuró Jared Dunham-. Basta, mi amor. Todo ha terminado. Ya no tienes nada que temer, fierecilla. Ahora lo comprendo codo. ¡De verdad!
– ¡Miranda! -Amanda Swynford salió corriendo de la casa.
Las dos hermanas se abrazaron justo cuando salía el príncipe De Lieven. Kit Edmund, con una herida en la frente y su traje de Arlequín roto y arrugado, se apoyaba en el brazo del príncipe.
– ¿Querrá alguien explicarme qué es todo esto? -pidió con voz agotada-. Las fiestas de Prinny se están volviendo peligrosas. Estoy más seguro en la mar en plena galerna que en los jardines de Carleton House.
Todos se echaron a reír; no podían evitarlo, y cuanto más se reían más alivio experimentaban.
– Es una historia muy larga, Kit, pero trataremos de explicártela-le prometió Miranda.
– Así lo espero -respondió el joven marqués de Wye en tono quejumbroso.
El cochero del príncipe De Lieven y dos lacayos habían entrado en la casa y ahora salían llevando a dos hombres que se resistían.
– Estos dos llevaron a cabo el secuestro por órdenes de Cherkessky -explicó el príncipe De Lieven-. Me pregunto qué voy a hacer con ellos.
– Suéltelos -dijo Jared-. Cherkessky ha muerto y tanto mi mujer como yo desearíamos que este asunto se olvidara.
– Me parece una vergüenza dejarlos ir -murmuró Kristofor de Lieven-. Si estuviera en Rusia, los azotaría. -Los dos culpables palidecieron-. Si algún día os veo en Londres… -empezó el príncipe lenta y amenazadoramente, pero ya los dos corrían como focos avenida abajo.
– ¡Lucas! ¿Dónde está Lucas? -preguntó Miranda de pronto.
– Estaba en la casa -respondió el príncipe.
En aquel momento Amanda gritó señalando el río al pie de la explanada.
– ¡Mirad!
Se volvieron y miraron hacia el río. El gigante rubio nadaba contra corriente. Contemplaron, horrorizados, hasta que el hombre se cansó y por fin desapareció bajo las aguas. Su cabeza subió una sola vez a la superficie y luego se hundió.
– Oh, ¡pobrecito! -murmuró Amanda-. ¡Pobre hombre!
– No -la contradijo Miranda con el rostro bañado en lágrimas-. No sientas lástima por él. Yo me alegro, porque al morir ha dejado de ser un esclavo.
Sintió que Jared le cogía la mano y le murmuraba:
– Vámonos a casa, fierecilla.
– ¿A Wyndsong? -preguntó.
– Sí, mi amor. ¡A Wyndsong!