Ella estaba llorando, y mirarla era como un puñetazo en el vientre. Sencillamente Rachel no era una persona llorosa, y trataba de no llorar, pero las lágrimas seguían rodando por su cara cuando lo enfrentó, y seguía apartándolas enojada. Despacio Kell extendió una mano y apartó su pelo de su cara húmeda, luego la cogió en sus brazos y apretó su cabeza contra su hombro sano.
– Pase lo que pase, no puedo arriesgarte -dijo él en voz baja, torturada.
Oyendo la determinación de su voz, ella supo que sería imposible convencerlo. Se iría, y cuando lo hiciera sería para siempre. Desesperadamente se aferró a él, inhalando el olor de su cuerpo profundamente, sus manos tratando de memorizar lo que se sentía al tocarlo. Todo lo que tenía era eso.
Él inclinó la barbilla y bajó su cabeza abriendo la boca sobre la de ella, la presión era dura y hambrienta, incluso con un poco de enfado porque tenían tan poco tiempo juntos que no bastaba. Ella suspiró y abrió la boca a su lengua exploradora sus dedos curvándose en su musculosa espalda, y como siempre el contestó fuerte e inmediatamente apretándola contra su pecho y enviando punzadas de placer a su vientre. Se dio cuenta, sus manos ásperas cogiéndola y alzándola estableciendo contacto con su propia carne palpitante mientras su boca continuaba tomando la suya.
Quería limpiar el dolor que había visto en sus ojos; deseaba saborearla, tomar el tiempo que tenía con ella, cuando había sido incapaz de hacerlo esa tarde. Sabin no podía recordar el haber perdido el control alguna vez así, ser controlado por una sexualidad brutal. Pero con Rachel sus respuestas eran tan extremas que había explotado sólo segundos después de entrar en ella; ella había llegado también a la ola, pero sabía que se había apresurado, hiriéndola con su penetración demasiado poderosa. Ella era tan cerrada que tomarlo en su interior no había sido fácil para ella. No iba a permitir que fuera así de nuevo; iba a tomarse su tiempo con ella, hasta que estuviera verdaderamente lista para él y temblando al borde del abismo.
Ella estaba temblando entre sus brazos, el sabor salado de sus lágrimas en su lengua. Silenciosamente la llevó a la cama, dejando las luces encendidas porque quería ver cada matiz de su expresión mientras le hacía el amor. Hizo una pausa para quitarse a tirones los vaqueros, y Rachel lo miró, alzando automáticamente las manos a su camisón.
Rápidamente él las apartó.
– No, déjate el camisón por ahora.
Quizás sería más fácil para él si no podía verla desnuda y esperando por él. Estaba en su propio dilema silencioso, por una parte deseando verla mientras le hacía el amor, por otra prepararla para recibirlo, por otra sabiendo que la vista de su cuerpo desnudo lo empujaría más cerca del borde de lo que deseaba por el momento. Sencillamente pensar en ella era bastante tortura. Su sexo estaba pesado y latiendo, su memoria demasiado exacta recordaba como se había sentido al ser envainado por ella.
– ¿Por qué? -pregunto Rachel cuando ambos estuvieron en la cama y él se apoyó contra ella con una expresión que la habría asustado de no haber confiado completamente en él.
Él ahuecó la mano sobre sus pechos, el movimiento deliberadamente lento hizo que el fino algodón resbalase por sus pezones, arrugándoles.
– ¿Por qué el camisón? -clarifico él. Era duro hablar cuando le costaba respirar.
– Sí.
– Porque estoy provocándome.
No, era ella la que estaba siendo provocada, atormentada. Arrastró suavemente los dedos por todas partes dejando tras de sí un delicioso zumbido que despertaba sus nervios. En ocasiones sólo la tocaba con la yema de los dedos, mientras que en otras la acariciaba con toda la palma, el contacto casi demasiado áspero. Y él la besó: su boca, oídos, la línea de su mandíbula, el arco de su garganta, la exquisita hondonada entre sus clavículas. Finalmente sus pechos conocieron la presión caliente, húmeda de su boca y la exploración de su lengua. Todo era más enloquecedor porque él no le quitaba el camisón; incluso cuando su boca se cerró ardientemente sobre un pezón erguido y chupó con una fuerza que la hizo gritar, contaba con la delgada barrera del algodón entre su boca y la carne. En su frustración ella intentó desabrochar los dos botones que cerraban la parte superior del camisón, dándole acceso a su desnudez, pero él la detuvo y cogió sus manos, llevándolas hasta la almohada sobre su cabeza y sujetándolas allí con su fuerte mano derecha.
– ¡Kell! -protestó ella, retorciéndose para escapar, pero era increíblemente fuertae a pesar de sus heridas a medio curar, y ella no podía soltarse-. ¡Tienes una veta cruel!
– No -murmuró él contra su pecho, lamiendo su pezón a través del tejido mojado-. Yo solo quiero que lo sientas intenso. ¿No te gusta esto?
No había ningún modo en que pudiera negarlo; él podía leer las señales de excitación con facilidad en su cuerpo.
– Sí -admitió ella, jadeando-. Pero también quiero tocarte. Permíteme…
– Umm, todavía no. Haces que me sienta demasiado como un adolescente, preparado para ir al Cuatro de Julio. Lo haré bien para ti esta vez.
– Fue bueno antes -dijo ella, y gimió cuando su mano izquierda se arrastró debajo de unión de sus muslos, frotándola delicadamente. La respiración de Rachel se detuvo, y alzó las caderas ciegamente hacia su mano.
– Fui demasiado bruto, demasiado rápido. Te hice daño.
No podía negarlo, pero la incomodidad no había sido inesperada, y el placer la había seguido con rapidez. Empezó a decírselo, pero las palabras se atragantaron en su garganta. El camisón había sido empujado entre sus piernas por la mano sondeadora, estirado firmemente sobre su feminidad. Con un dedo él sondeó la suave hendidura, encontrando y acariciando la carne sensible. El cuerpo de Rachel tembló por el placer, y un gemido grave nació en su garganta.
Su mano era firme pero tierna, con la cantidad justa de presión. Lentamente giró la cabeza de un lado a otro en la almohada enmarcada por sus brazos, y arqueando la espalda. Si la había atormentado antes, está era la tortura, la más dulce tortura imaginable. El calor se extendió por su cuerpo hasta que estuvo roja y húmeda. Sus pechos estaban tan firmes que dolían. Kell supo exactamente cuando ella ya no podía soportarlo más e inclinó la cabeza para chupar fuertemente la carne del pecho, sacando otro sonido suave, salvaje de su garganta.
Después la mano se encontraba en su muslo derecho, debajo del camisón, y el alivio de sentirlo en la piel fue tan intenso que ella volvió a retorcerse.
– Despacio-suspiro él, y ella se mantuvo tan quieta como pudo mientras mano caliente, dura se movía despacio hacia arriba, acariciando su muslo. Sus piernas ya estaban abiertas, por la necesidad dolorosa, y ella se rindió a él.
Su palma apenas la rozó, para luego dirigirse al otro muslo y la acarició hasta que ella creyó que estallaría.
– ¡A qué estás esperando! – era una amenaza y una promesa que siseó entre sus dientes fuertemente apretados.
Él se rió, un sonido bajo y áspero de triunfo masculino. Débilmente, se dio cuenta de que era la primera vez que le oía reír.
– Te estoy esperando -dijo con voz tensa. Él también estaba caliente y sudoroso, sus ojos brillaban por la pasión apenas controlada, su rostro tenso, con los pómulos y los labios sonrojados-. ¿Estás lista, amor? Permíteme verlo -la tocó y entonces los leves y suaves toques cesaron completamente. Él separó su carne suave y dejó resbalar dos largos dedos dentro de ella. Rachel soltó un gemido agudo, alto, y sus caderas se movieron con esfuerzo cuando tembló al borde del éxtasis.
– Aún no -suspiró él-. Aún no. Espera, dulzura. Sencillamente no voy a permitir que te corras todavía. No hasta que esté dentro de ti.
Sus palabras graves, ásperas se derramaron sobre su cuerpo tembloroso y retorcido. Casi sollozando, atormentada por el anhelo, y los dedos sondeadores que la preparaban logrando rápidamente dejarla húmeda, nuevamente trató de liberar sus manos, y esa vez él se lo permitió.
– Ahora -canturreó él, tirando de la camisa de dormir. Rachel se levantó para ayudar a quitarse el frustrante camisón, tirando por encima de su cabeza y arrojándolo al suelo. La cara de Kell se tenso aún más cuando miró fijamente su cuerpo desnudo, la piel sonrojada de ella, resplandeciente. Cerró brevemente los ojos, y rechinó los dientes cuando una pesada ola de deseo en sus interior amenazó su control.
Con cuidado rodó sobre su espalda, protegiendo su hombro, y la puso a horcajadas sobre él.
– Lento y suave-murmuró, con los ojos relucientes como fuego negro cuando se colocó para ella-. Hagámoslo suavemente, poco a poco.
– Te amo -susurró dolorosamente Rachel, cerrando los ojos al sentir su carne contra ella. Aseguró sus manos en su pecho, cerrando los dedos en su pelo rizado, y se resbaló hacia él. Él soltó un sonido gutural y se arqueó bajo ella, cerrando las manos en su cintura-. Te amo -dijo de nuevo, y otro sonido animal escapó de él cuando perdió el control y la agarró de las caderas, para empujarlas contra las suyas en un violento movimiento. -Rachel -gimió, temblando. Su cuerpo estaba tenso y sudoroso debajo de ella.
Ella lo siguió, subiendo, resbalando, cayendo. Giraba en un baile de pura pasión, ralentalizando sus movimientos siempre que parecía que ambos estaban a punto de llegar al clímax. Ya no se sentían dolorosamente vacía; estaba llena de él, lo que por si sólo ya era una gran satisfacción. El tiempo se volvió elástico, se alargó y luego dejó de importar. Se olvidó de todo salvo de Kell, y se dio cuenta de un modo que nunca había sabido que fuera posible, que él se había vuelto irrevocablemente suyo cuando lo sacó de las olas, y que ella era irrevocablemente suya, quizás por la misma causa. Mientras viviera, sería suya.
Estaba llorando de nuevo, aunque en ese momento había olvidado las lágrimas que se deslizaban por su cara.
– Te amo -dijo ella ahogándose, luego bruscamente explotó, apretándose contra él hasta que el suave temblor de su interior hizo que el mundo estallara, y sólo quedaran ellos dos, moviéndose juntos, hasta que él gritó roncamente y exhaló debajo de ella. Después, mientras ella dormía entre sus brazos, él estuvo despierto, y aunque su cara como siempre no mostraba nada, había una mirada desesperada en sus ojos.
– Conduzcamos hasta el pueblo -dijo él la mañana siguiente después del desayuno.
Ella respiró profundamente, dejando las manos quietas durante un momento antes de volver a lavar el último plato. Se lo dio a él para que lo secara, sintiendo que el miedo en su pecho la estrangulaba.
– ¿Por qué?
– Necesito hacer una llamada por teléfono. No voy a hacerlo desde aquí.
Su garganta estaba tan cerrada que apenas podía hablar.
– ¿Vas a llamar al hombre en el que crees que puedes confiar?
– Sé que puedo confiar en él -contestó brevemente-. Apuesto mi vida por el -más aún, estaba apostando la vida de Rachel. Sí, confiaba en Sullivan por completo.
– Pensaba que esperarías hasta estar recuperado -cuando se volvió a mirarlo, sus ojos estaban ensombrecidos por un gran dolor que retorció nuevamente un cuchillo dentro de él.
– Lo pensaba, hasta que Ellis volvió a aparecer. A Sullivan le llevará unos días comprobar algunas cosas para mi y conseguir organizar las cosas. No quiero demorarlo más.
– ¿Sullivan? ¿Ése es el hombre?
– Sí.
– Pero apenas te quitaron los puntos ayer -protestó con urgencia ella, juntando los dedos para no retorcer las manos-. Todavía estas débil, y no puedes… -se mordió el labio, deteniendo el flujo desesperado de palabras. Los argumentos no cambiarían sus pensamientos. ¿Y cómo podía decirle que estaba demasiado débil, cuando le había hecho dos veces el amor durante la noche y había vuelto a entrar esa mañana en su interior? Ella estaba rígida y dolorida, cada paso que daba le recordaban su fuerza y su paciencia. Aún no había recuperado completamente su fuerza, pero aun así, probablemente era más fuerte que los demás hombres.
Cerró sus ojos, odiando su propia debilidad al haber intentado aferrarse a él cuando había sabido desde el principio que no podría.
– Lo siento -dijo hablando en voz baja-. Claro que puedes. Iremos ahora, si tú quieres.
Kell la miró silenciosamente; si había habido algún momento en que se revelase la fuerza de la mujer, era ahora, y eso sólo hacía que marcharse fuera mas difícil. No quería llamar a Sullivan; no quería meter prisa para que todo acabara. Quería estirar el tiempo hasta el límite, pasarse los días calurosos, perezosos que quedaban con ella en la playa, mientras conseguía conocer cada faceta de su personalidad y hacer el amor siempre que quisieran. Y las noches… esas largas noches, calurosas, fragantes, pasada enredados juntos en las húmedas y revueltas sábanas. Sí, eso era lo que quería. Sólo la certeza de que ella estaba en un creciente peligro podía obligarlo a hacer esa llamada a Sullivan. Su instinto le decía que el tiempo se estaba agotando.
Se mantuvo callado durante tanto tiempo que Rachel abrió los ojos y se lo encontró mirándola con esa mirada tan decidida suya.
– Lo que yo quiero -dijo él deliberadamente-, es volver a hacerte el amor.
Eso era todo lo necesario, sólo su mirada y sus palabras, e inmediatamente sentía crecer el calor y la humedad mientras su cuerpo se tensaba, pero sabía que no podría aceptarlo cómodamente. Lo miró con profundo pesar.
– Creo que no puedo.
Él le tocó la mejilla, sus dedos duros, ásperos acariciaron los contornos de su cara con una ternura increíble.
– Lo siento. Debería haberlo comprendido.
Ella le dirigió una sonrisa que no era tan firme como deseaba.
– Déjame cambiarme de ropa y peinarme, y nos vamos.
Como ella no era de las que perdían el tiempo delante de un espejo, estuvieron en camino en cinco minutos. Sabin estaba alerta, sus ojos oscuros captando cada detalle del campo y examinando cada coche que se encontraban. Rachel se encontró mirando el retrovisor por lo si los perseguían.
– Necesito una cabina telefónica lejos de la calle principal. No quiero ser visto por seiscientas personas que hayan ido a comprar comida-las palabras eran concisas, su atención puesta en el tráfico.
Obedientemente, buscó una cabina telefónica al lado de una estación de servicio a las afueras del pueblo y aparcó al lado. Kell abrió la puerta, luego la volvió a cerrar sin salir. Se volvió hacia ella con una sonrisa divertida en los labios.
– No tengo dinero.
Su sonrisa reveló la tensión dentro de ella, y se rió entre dientes cuando cogió su bolso.
– Podrías usar mi tarjeta de crédito.
– No. Si alguien investigara podría conducirlos a Sullivan.
Tomo el puñado de monedas que ella le dio y entró en la cabina, cerrando la puerta detrás de él. Rachel miró mientras el echaba las monedas por la abertura, luego miró alrededor para ver si alguien estaba observándolo, pero la única persona que había era el encargado de la estación de servicio, y se encontraba sentado en una silla en la oficina delantera, apoyándose contra la pared con las patas delanteras de la silla levantadas mientras leía un periódico.
Kell regreso al cabo de unos pocos minutos, y Rachel arrancó el coche cuando él se dejó caer en el asiento y cerró la puerta de golpe.
– No te llevó mucho tiempo -dijo ella.
– Sullivan no malgasta las palabras.
– ¿Vendrá?
– Sí -De repente él sonrió de nuevo, esa sonrisa rara, verdadera-. Su mayor problema será salir de la casa sin que su esposa lo siga.
El humor, en ese asunto en particular, era inesperado.
– ¿Ella no sabe nada sobre su trabajo?.
Él resopló.
– No es su trabajo, él es granjero. Y Jane hará de su vida un infierno si no la lleva con él.
– ¡Granjero!
– Se retiró hace un par de años de la Agencia.
– ¿Su esposa también era una agente?
– No, gracias a Dios -dijo con verdadero sentimiento.
– ¿No te gusta?
– Es imposible que no te guste. Simplemente estoy contento de que Sullivan la mantenga bajo control en esa granja.
Rachel le echó una mirada dubitativa.
– ¿Es bueno? ¿Cuántos años tiene?
– Es de mi edad. Se retiró. Al gobierno le habría gustado tenerlo durante otros veinte años, pero consiguió marcharse.
– ¿Y es bueno?
Las oscuras cejas de Kell se alzaron.
– Es el mejor agente que he tenido en mi vida. Nos entrenamos juntos en Vietnam.
Eso la tranquilizó; más incluso que el miedo a su marcha, ella temía el peligro al que él tendría que enfrentarse. No aparecería en los periódicos, pero habría una pequeña guerra en la capital de la nación. Kell no descansaría hasta que su departamento estuviera nuevamente limpio, incluso a costa de su vida. El saberlo la carcomía. Si pudiera, si se lo permitiera, se iría con él y haría todo lo que pudiese para protegerlo.
– Para en una farmacia -ordenó él, girando en el asiento para mirar detrás de ellos.
– ¿Qué quieres de una farmacia? -se volvió a mirarlo y se lo encontró mirándola débilmente divertido.
– Control de natalidad. ¿O no has comprendido que es un riesgo que hemos estado corriendo?
– Sí, lo había comprendido -admitió ella en voz baja.
– ¿Y no ibas a decir o hacer algo sobre ello?
Apretó las manos al volante hasta que se le pusieron los nudillos blancos, y se concentró en el tráfico.
– No.
Esa simple palabra, serenamente pronunciada que tuvo el poder de hacerle girar la cabeza, y sintió su mirada ardiente sobre ella.
– No quiero dejarte embarazada. No puedo quedarme, Rachel. Estarías sola, con un bebé que criar.
Frenó en un semáforo en rojo y volvió la cabeza para encontrar su mirada.
– Merecería la pena, tener a tu bebé.
Él apretó la mandíbula, y juró entre dientes. Maldición, estaba duro de nuevo sólo por el pensamiento de dejarla embarazada, de ella cuidando a su hijo y alimentándolo con sus hermosos pechos. Lo deseaba. Quería llevársela con él y estar todas las noches en casa con ella, pero no podía volver la espalda a su trabajo y su país. La seguridad era crítica, ahora más que nunca, y sus servicios eran inestimables. Era algo que tenía que hacer; no podía poner en peligro a Rachel.
Sus ojos grises estaban oscurecidos por la mezcla de amor y dolor.
– No te haré fácil el dejarme -susurró ella-. No esconderé lo que siento, ni te despediré con una sonrisa.
Su perfil se veía duro e ilegible cuando retrocedió para mirar el camino; no contestó, y cuando la luz se puso de nuevo en verde condujo con cuidado hasta la farmacia más cercana. Sin hablar, cogió un billete de veinte dólares de su bolso y se lo dio.
Su mano se cerró crispada sobre el billete, y la miró con expresión asesina:
– Es esto o abstinencia.
Ella aspiró profundamente.
– Entonces supongo que entrarás, ¿no?
No, ella no se lo estaba poniendo ni un poco fácil; estaba haciéndolo tan difícil que lo estaba desgarrando. Maldición, él le daría un bebé cada año, si las cosas fuesen distintas, pensó con salvajismo al entrar en la farmacia y hacer su compra. Quizás llegaba demasiado tarde; quizá ya estaba embarazada. Sólo un ingenuo o descuidado descartaría esa posibilidad.
Dejó el dinero y había empezado a andar hacía la puerta, cuando Rachel entró, con cara cansada, y los ojos abiertos y nerviosos. Sin vacilar él se volvió y paseó por varios pasillos decididamente examinando una alta pila de bebidas apartadas. Rachel caminó pasándolo, a la sección de cosmética. Sabin espero, y un momento después la puerta volvió a abrirse. Dio un vistazo al tipo de pelo rubio y agachó la cabeza, llevando automáticamente la mano hacia su espalda para coger la pistola, pero su cinturón estaba vacío. La pistola estaba en el coche. Sus ojos se entrecerraron, y una fría, mortal mirada se fijó en sus rasgos; moviéndose silenciosamente, comenzó a seguir a Ellis.
Rachel había visto el Ford azul conduciendo calle abajo, y había sabido de inmediato que era Ellis; su único pensamiento había sido advertir a Kell antes de que saliera de la farmacia y Ellis lo viera. Si Ellis los había estado siguiendo ya sería demasiado tarde, pero estaba bastante segura de que no era así. Era simplemente una triste coincidencia; tenía que serlo. Había hecho como que no le había visto, mientras salía del coche y andaba hasta la farmacia como si hubiera conducido hasta allí, precisamente para eso. Había oído como se abría suavemente una puerta de un coche detrás de ella, y supo que Ellis estaría allí en unos segundos. Kell sólo le había tenido que echar un vistazo a la cara y se había dado la vuelta; ahora todo lo que ella tenía que hacer era conseguir librarse de Ellis, aun cuando tuviera que escaparse en el coche y marcharse sin Kell. Después podría pasar a recogerlo.
– Me pareció que eras tú. ¿No me oíste cuando te llamé?
Ella se giró, dando la impresión de que él la había asustado.
– ¡Tod! ¡Me has asustado! -abrió la boca, poniendo una mano en su pecho.
– Lo siento. Creí que sabías que iba detrás de ti.
Parecía que él había estado pensando mucho esa mañana; esperaba que eso no le hubiera estresado mucho. Le dirigió una sonrisa abstraída.
– Tengo tantas cosas en la mente que sencillamente estoy un poco despistada. Estaba intentando conseguir todo lo que necesito para el viaje, pero he dejado la lista de la compra en casa, y estoy intentando como loca recordarlo todo.
Él miro a su alrededor, y su sonrisa fácil destelló:
– Y supongo que el lápiz de labios es esencial.
– No, pero el bálsamo labial lo es, y pensé que estaría aquí.
Capullo condescendiente. Se preguntó qué tal le sentaría que ella lo apartara de un empujón para librarse de él. El problema con alguien que tenía un ego tan grande era que cualquier desaire le haría cambiar de objetivo, empeñándose en vengarse. Incluso sabiéndolo, no logró ocultar la acidez de su voz, y él la miro sorprendido.
– ¿Algo va mal?
– Tengo un fuerte dolor de cabeza -murmuró. Vio a Kell, moviéndose detrás de Ellis; su cara sin expresión, sus ojos entrecerrados y fríos, y se movía como una pantera acercándose furtivamente a su presa. ¿Qué estaba haciendo? ¡Se suponía que tenía que quedarse fuera de la vista hasta que ella se librase de Ellis, no atacar al hombre! Todo color abandonó su cara cuando Ellis la miró.
– Pareces enferma -admitió finalmente.
– Creo que anoche bebí demasiado vino -giró sobre sus talones y echó a andar por el pasillo, alejándose de Kell. ¡Condenado hombre! ¡Si quería saltar sobre Ellis, primero tendría que atraparlo! No se detuvo hasta que consiguió la loción repelente de insectos; agarró una botella y frunció el ceño cuando leyó las indicaciones en la parte trasera.
Ellis aún estaba detrás de ella.
– ¿Crees que esta noche te sentirás lo bastante bien para poder salir?
Rachel apretó los dientes por la frustración. No podía creer que fuera tan lento de entendederas. Fue un esfuerzo respirar profundamente y contestar serenamente.
– Yo creo que no, Tod, pero gracias por preguntar. Realmente me siento mal.
– No te preocupes, lo entiendo. Te llamaré dentro de un día o dos.
De alguna forma consiguió controlarse lo suficiente como para dirigirle una pálida sonrisa.
– Sí, hazlo. Quizás me sienta bien para entonces, a menos que esto sea algún tipo de virus.
Como la mayoría de las personas, se apartó un poco con la mención de algo contagioso.
– Te dejo que vuelvas a tus compras, pero realmente tendrías que irte a casa y tomártelo con calma.
– Es un buen consejo. Lo haré.
¿No se iba a ir nunca?
Pero todavía se demoraba, hablando, siendo tan obviamente encantador que ella quiso amordazarlo. Entonces volvió a ver a Kell, moviéndose silenciosamente a espaldas de Ellis, sus ojos nunca se apartaban de su presa. Desesperadamente se sujetó el estómago y dijo con claridad:
– Creo que voy a vomitar.
Fue realmente asombroso lo rápido que se apartó Ellis, mientras la miraba con cautela.
– Deberías irte a casa -dijo él-. Te llamaré después -las últimas palabras las dijo mientras salía por la puerta. Ella esperó hasta que él se montó en el Ford y se marchó, antes de girarse para ver a Kell mientras caminaba hacia ella.
– Quédate ahí -le dijo lacónicamente ella-. Voy a dar una vuelta alrededor de la manzana para ver si realmente se ha ido.
Salió antes de que él pudiera decir algo. Estaba que echaba chispas, y conducir alrededor de la manzana le daría tiempo para enfriarse. La había puesto furiosa que él corriese ese riesgo en ese momento, cuando no estaba al cien por cien preparado para un ataque cuerpo a cuerpo. Cuando estuvo en el coche apoyó la cabeza en el volante por un momento, agitada. ¿Y si Ellis había visto a Kell entrar en la farmacia y había estado hablando con ella simplemente para asegurarse de que fuera Kell antes de informar a sus superiores? Creía que no, pero incluso la posibilidad la horrorizaba.
Nerviosa, puso el coche en marcha y rodeó la manzana, mirando mientras tanto todas las calles buscando un Ford azul estacionado en cualquier parte. No tenía que buscar solamente a Ellis; también tenía que buscar a Lowell, y no tenía ni idea de qué coche podía estar conduciendo él. ¿Y cuántos otros hombres estarían ahora en este área?
Volviendo a la farmacia, aparcó cerca de la puerta y Kell salió, entrando en le coche a su lado.
– ¿Viste a alguien?
– No, pero no sé que tipo de coche podrían tener los demás -se metió en el trafico, siguiendo la dirección opuesta a la que Ellis había tomado. Esa no era la que quería seguir, pero siempre podría girar después.
– Él no me vio -dijo suavemente, esperando poder aliviar parte de la evidente tensión de ella.
– ¿Cómo lo sabes? Podría haber ido a informar y esperar los refuerzos, sorprendiéndote en un lugar mejor que en medio de una farmacia llena.
– Relájate, dulzura. No es tan inteligente. Intentaría atraparme.
– Si es tan tonto, ¿por qué lo contrataste? -disparó ella.
Pareció quedarse pensativo.
– No lo hice. Alguien más lo “adquirió”.
Rachel le echó una ojeada.
– ¿Uno de los dos hombres que conocían tu paradero?
– Cierto -dijo severamente.
– Eso lo hace más fácil para ti, ¿no?
– Desearía que lo hiciera, pero no puedo permitirme el lujo de tomar algo por seguro. Hasta que lo sepa con toda seguridad, ambos son sospechosos.
Tenía sentido; si él tenía que equivocarse, estaría siendo cauteloso. No podía permitirse el lujo ni de un solo error.
– ¿Por qué lo estabas siguiendo así? ¿Por qué no te quedaste sencillamente fuera de la vista hasta que yo me hubiera librado de él? -exigió ella, con los nudillos blancos nuevamente.
– Si él me hubiera visto, su plan hubiera podía ser agarrarte como cebo para atraerme. No iba a permitir que eso pasara -la manera suave, tranquila en que él lo dijo hizo que Rachel se estremeciera, como si el aire se hubiera helado de repente.
– ¡Pero no hubieras podido manejar la situación!. La pierna podía haberte fallado y tienes el hombro tan rígido que apenas puedes moverlo. ¿Qué hubiera pasado si se te hubiera abierto la herida otra vez?
– No sucedió. Sin embargo, no buscaba pelea, sólo estaba preparado para ella.
Su arrogancia masculina hizo que sintiera la necesidad de gritar; en cambio apretó los dientes.
– ¿No se te ocurrió que algo podría haber salido mal?
– Ciertamente, pero si te hubiera cogido, no hubiera tenido elección, por lo que quise estar en posición.
Y estaba deseoso de hacer cualquier cosa que fuera necesaria, a pesar de la rigidez de su hombro y su pierna coja. Pertenecía a esa casta, capaz de ver el coste y aun así estar deseoso de pagarlo, aunque haría todo lo que pudiera por inclinar la balanza de su lado.
Aún estaba pálida, sus ojos oscurecidos, y él extendió una mano para deslizarla por su muslo.
– Todo está bien-dijo suavemente él-. No ha pasado nada.
– Pero podría haber pasado. Tu hombro…
– Olvídate de mi maldito hombro, y de mi pierna. Sé perfectamente hasta dónde puedo llegar, y no me meto en nada a menos que crea que puedo ganar.
Estuvo callada durante el resto del viaje, hasta que aparcó debajo de un árbol.
– Creo que iré a nadar -dijo ella apretando los dientes-. ¿Quieres venir?
– Sí.
Joe como siempre, fue a su puerta del coche, con sus ojos oscuros concentrados en ella aunque permanecía a distancia, y anduvo a su lado cuando subió al porche. Aceptaba a Kell, pero si ambos estaban fuera nunca se alejaba de Rachel. Era un guerrero que estaba satisfecho de quedarse, pensó ella con anhelo, luego resueltamente dejó de lado el ramalazo de autoconmiseración. La vida seguiría, aun cuando no estuviera Kell. La hería pensarlo, y no quería hacerlo, pero sabía que sobreviviría de algún modo, aunque su vida hubiese cambiado de forma irrevocable cuando había pasado esos días con él, días tranquilos salpicados por momentos de terror.
Ella se puso su bañador negro y Kell se puso unos pantalones cortos de denim, y después de coger un par de toallas, atravesaron los pinos bajando a la playa. Joe los siguió y se tumbó bajo la poca sombra que daban un grupo de matorrales. Rachel dejó caer las toallas en la arena y señaló las puntiagudas rocas casi ocultas por el agua, que se veían cuando las olas subían y se estrellaban contra ellas.
– ¿Ves la línea donde rompen las olas?? Hay están las piedras. Estoy bastante segura de que te golpeaste la cabeza esa noche. La marea había comenzado a subir, por lo que el nivel de agua era bajo -señaló de nuevo-. Te saqué de ahí.
Kell miró la playa y luego se volvió y miró fijamente la cuesta donde los pinos se erguían altos y restos, un pequeño bosque de centinelas de madera. De algún modo lo había arrastrado por esa cuesta y lo había metido en su casa, un hecho que no podía imaginar cuando miraba su cuerpo delgado.
– Estuviste malditamente cerca de matarte al intentar sacarme de allí, ¿no? -Preguntó en voz baja.
Ella no quería pensar en esa noche, o lo que le había costado físicamente. Parte de ella estaba bloqueada en su cerebro; recordaba que había sentido dolor, pero la naturaleza exacta de ese dolor se le escapaba. Quizás la adrenalina era la responsable tanto de su fuerza de esa noche, como de la amnesia parcial que siguió. Le miró por un largo momento, luego se giró y caminó hacia el mar. Él la miro hasta que el agua llegó a sus rodillas, después sacó la pistola de su cinturón y cuidadosamente la dejó en una toalla, cubriéndola con otra para evitar que se llenara de arena. A continuación dejó caer sus calzoncillos y caminó desnudo hasta el agua detrás de ella. Rachel era una nadadora fuerte, después de haber pasado la mayor parte de su vida en el golfo, pero Kell se quedaría a su lado a pesar de la rigidez de su hombro. Al principio, cuando ella se dio cuenta de que él estaba en el agua, comenzó a protestar diciendo que iba a mojarse las heridas, pero se tragó las palabras. Después de todo, él había nadado con las heridas abiertas, y el ejercicio sería una buena terapia. Nadaron por la bahía media hora, antes de que él decidiera que había tenido suficiente, y Rachel volvió a la playa con él. Hasta que el agua no le llegó a la cintura, Rachel no comprendió que él estaba desnudo, y el familiar deseo retorció sus entrañas cuando lo miró salir del agua. Era tan delgado, duro y perfecto, músculos curtidos, entrelazados, bronceados incluso sus firmes nalgas. Ella lo miró cuando recogió la pistola y extendió las toallas, su cuerpo reluciente ofreciéndose al sol.
Ella también abandonó el agua, agachándose para retorcer su pelo y escurrir el agua. Cuando volvió a enderezarse se lo encontró mirándola.
– Quítate el bañador -dijo suavemente él.
Ella miró al mar, pero no había ningún barco a la vista. Volvió a mirarle a él como a una bronceada estatua desnuda, solo que ella jamás había visto una estatua excitada. Lentamente levantó las manos hasta los tirantes de su bañador y los bajó. Inmediatamente sintió el ardiente sol besando sus pechos mojados. Una ligera brisa sopló de repente, deslizándose sobre sus pezones y haciendo que se arrugaran. La respiración de Sabin se atascó en su pecho, y le tendió la mano.
– Ven aquí.
Ella empujó el traje de baño y se lo quitó, después caminó hasta las toallas. Él se sentó y la cogió, tendiéndola a su lado y estirándose. La diversión brillaba en sus ojos oscuros cuando bajó la mirada hasta ella.
– Adivina qué me he olvidado de traer.
Ella empezó a reírse, un sonido puro y profundo en ese mundo donde sólo existían ellos.
– Ah, de todas formas estás demasiado sensible para eso -murmuró él dejando resbalar la mano por sus pechos y haciendo que se irguieran sus pezones-. Tendré que… improvisar un poco.
Se apoyó sobre ella, ocultando el sol con sus anchísimos hombros, y su boca quemó la suya, luego bajó por su cuerpo.
Él era muy bueno improvisando. Estuvo un rato encima de ella como si fuera una ofrenda, un sacrificio al sol para que la besara a su elección, hasta que al final su cuerpo se arqueó hacia su ansiosa boca y gritó por un placer insoportable, su lamento subiendo hasta el sol.