La rosa de York
Juliette Benzoni
Las joyas del templo II
Dedicado
A la memoria de Jean-François,
mi hijo desaparecido.
A él le debo la documentación de
este libro... y muchos años felices.
Resumen
Poco antes del otoño de 1922, el príncipe veneciano Aldo Morosini —anticuario y experto en joyas antiguas— es abordado por Simon Aronov, apodado el Cojo de Varsovia, quien le encomienda la misión de recobrar cuatro piedras preciosas robadas durante el saqueo del Templo de Jerusalén. Según la tradición, su recuperación permitirá a los hijos de Israel regresar a su tierra.
PRIMERA PARTE
La niebla de Londres
1. Los herederos
Era el extremo del mundo o casi...
Las Tierras Altas de Escocia terminaban allí, en las aguas cambiantes, agitadas, peligrosas, turbulentas, atravesadas por pérfidas corrientes del estuario de Pentland. Más allá, como último baluarte frente a los mares árticos que llegaban hasta el Polo, únicamente existían los torbellinos de bruma que envolvían las islas Orcadas y las todavía más lejanas islas Shetland, pobladas de ovejas de negras cabezas. Sin embargo, los dos archipiélagos cuyos habitantes conservaban la sangre y las tradiciones vikingas pertenecían a Gran Bretaña y la servían con fidelidad, pese a que sus raíces los atraían hacia Noruega, país al que habían pertenecido durante siglos.
Apoyado en la muralla medio derruida de una torre de vigía, Aldo Morosini contemplaba el salvaje y grandioso paisaje marino esforzándose por contener su emoción: anclado en medio de una pequeña rada, el Robert-Bruce se estaba separando para siempre de su viejo patrón, lord Killrenan, asesinado en Egipto unos meses antes y que el barco acababa de traer de vuelta a su tierra ancestral. El silbato del contramaestre despedía con su agudo sonido al capitán mientras los marineros bajaban el pesado féretro hasta el bote que aguardaba junto al casco largo y negro.
Cuando el bote se apartó, la sirena del barco relevó al silbato del contramaestre. Los marineros metieron al unísono los remos en el agua y pusieron rumbo a la orilla, donde una pequeña muchedumbre aguardaba junto a un pastor anglicano y a varios miembros de la familia. Ésta era muy reducida: en total se componía de seis personas, inmóviles y enlutadas, en cuya cara de circunstancias no se advertía ni rastro de aflicción. El hecho de que fueran hijos de la única hermana del difunto —por lo menos tres de ellos, ya que las otras tres eran sus esposas— no era óbice para su ausencia de pesar: eran los herederos, y con eso estaba todo dicho. Por eso Morosini prefería mantenerse apartado. Tenía intención de no acercarse a ellos hasta el último momento, pues su dolor era real. Quería mucho al viejo marino, pues aunque no estaban unidos por ningún lazo de sangre, durante muchos años sir Andrew había consagrado un amor discreto y ferviente a la princesa Isabelle, la madre de Aldo, asimismo fallecida.
Cuando Isabelle había enviudado, sir Andrew había reunido el valor suficiente para proponerle convertirse en la princesa de Killrenan, pero Isabelle de Montlaure, princesa Morosini, era mujer de un solo amor. También Killrenan era de corazón fiel, de modo que decidió ser el eterno viajero de todos los mares del mundo. Sin embargo, de cuando en cuando su yate echaba el ancla en el veneciano fondeadero de San Marco, a fin de que sir Andrew pudiera depositar, junto con el homenaje de su fidelidad, un enorme ramo de flores, especias raras y delicadas golosinas que había recogido durante sus viajes. Le hacía siempre la misma pregunta, recibía la misma respuesta y se marchaba sin desanimarse. Pasados dos o tres años volvía a aparecer con algo menos de cabello, unas cuantas arrugas más y todavía el mismo amor en el corazón.
Una sola vez, la última, el enamorado de Isabelle trató de hacerle aceptar un regalo excepcional, un objeto extraordinario y cargado de historia: una pulsera de esmeraldas y zafiros, obsequio del emperador mongol Shah Jahan a su adorada esposa Mumtaz Majal, en memoria de la cual haría construir más tarde el Taj Majal, acaso el sepulcro más bello del mundo.
Sin duda sir Andrew pecó de ingenuidad al confiar en que haría olvidar a Isabelle el valor del presente, que él solamente consideraba un homenaje y un símbolo de eterna fidelidad, porque la viuda de Enrico Morosini lo rechazó. De resultas de eso, tres años después Killrenan encargó a Aldo —que en el ínterin se había convertido en un anticuario experto en joyas antiguas— que vendiera la pulsera, pero con una condición categórica: en ningún caso la alhaja debía pasar a manos de una persona de nacionalidad británica, ya fuera hombre o mujer. Dicho esto, sir Andrew volvió a hacerse a la mar.
De momento, Morosini creyó que esa prohibición era un simple capricho y no la entendió. Pero poco después, cuando conoció a una de las sobrinas políticas del anciano, lo vio claro. Elegante, encantadora pero un poco inquietante, Mary Saint Albans albergaba en su cabecita rapaz una pasión insaciable y casi patológica por las piedras preciosas. Durante una prestigiosa subasta en el hotel Drouot de París, Morosini la había visto perder por completo el dominio de sí misma porque en la puja no había podido superar a un miembro de la familia Rothschild. Y cuando Mary Saint Albans había ido a visitar a Aldo en Venecia, casi se había arrojado a sus pies suplicándole que le vendiera la famosa pulsera, pues estaba convencida —con toda la razón— de que su tío Killrenan se la había confiado. Desde luego, su petición no tuvo ningún éxito.
Para desembarazarse de la joven, el príncipe anticuario trató de persuadirla de que lord Killrenan no le había entregado nada, y añadió que sin duda había preferido conservar su prenda de amor llevándosela consigo a aquel viaje alrededor del mundo que emprendía sin verdadera intención de regresar. Quizás incluso pensaba dejar la alhaja en la India, donde la habían tallado.
Por desgracia, sir Andrew no llegó más allá de Port Said, donde un ladrón, que además era un asesino estúpido, había asaltado su camarote. ¡Qué final tan siniestro, incluso sórdido, para un hombre que amaba hasta tal punto la inmensidad y la magnificencia!
En eso pensaba Aldo mientras allá abajo, en la ribera, los cuatro marineros más fornidos del Robert-Bruce, ayudados por cuatro vigorosos lugareños cuyas nudosas rodillas asomaban por debajo del kilt verde, rojo y negro, izaban el pesado ataúd de cedro sobre sus hombros para transportarlo a la cripta de su antigua y señorial morada. En ese preciso momento, dos gaiteros ataviados con el traje tradicional se llevaron a la boca el tubo de su cornamusa y un sonido estridente sustituyó al de la sirena del barco. Los gaiteros encabezaron el cortejo, seguidos de los demás. El observador solitario se limitó a verlos acercarse y a observar cómo los miembros de la comitiva hacían rodar bajo sus pies las piedrecitas del camino. La cuesta que conducía al castillo era empinada pero estaba en consonancia con él: también era de piedra y los bastos escalones que la jalonaban parecían la continuación de los muros adustos del castillo. Killrenan Castle era un alto e impresionante edificio cuadrado del siglo XII, un torreón que parecía lanzarse al asalto del cielo de las Tierras Altas y que tenía a sus pies, como una jauría de perros tendidos en el suelo, las dependencias formadas por las cuadras, las cocinas y otros servicios, junto con una capilla. Todo ese complejo seguía en parte encerrado dentro de la muralla que antaño lo protegía. En la actualidad, el castillo esperaba al último de sus descendientes por línea directa. Y en cuanto a los sobrinos, que a la sazón caminaban en pos del difunto, Morosini estaba convencido de que jamás llegarían a estar a la altura de sir Andrew.
El tiempo era benigno en ese mes de septiembre. Cohortes de nubes desfilaban hacia el este, dejando entre ellas grandes desgarrones azules atravesados por flechas de luz. En honor del último viaje terrestre de Andrew Killrenan, las Tierras Altas se habían adornado con sus mejores galas, que resultaban más valiosas por ser las más efímeras, pues pronto iban a quedar borradas por las brumas y las nieves del precoz invierno. Constituían una sorprendente sinfonía de tonos malva, índigo, violeta y grises tornasolados entre los que de vez en cuando estallaba, como una flor preciosa, el oro de un ramaje cuya gama de colores iba desde el amarillo pajizo hasta el bermejo oscuro.
Cuando el cortejo alcanzó el destartalado puente levadizo y el enorme portalón tachonado de clavos de acero, Aldo se dijo que tenía que unirse a él a fin de asistir a la última ceremonia. Se agachó para recoger del suelo el gran ramo de cardos azules ceñido por un lazo cuyos colores eran los del clan del anciano lord, pero en ese momento una mano arrugada se adelantó a él y una voz algo cascada comentó:
—¡Cardos, qué buena idea! El emblema del país, ¿verdad? Y además cuadran perfectamente con el viejo Andrew. Quizá le sirvan de consuelo por haber tenido que dejar su título y su mansión a esta gente.
Aldo volvió la cabeza y vio a su lado a un hombrecillo de tez apergaminada y morena, al que de entrada tomó por un duende de las landas debido a su baja estatura. Vestía una falda escocesa con escarcela, una banda a cuadros y un gorro cuyas plumas mostraban los colores del clan. Todo su atavío emanaba un fuerte olor de pimienta de Jamaica, cosa que atestiguaba que era el traje de ceremonia que sólo se sacaba del arcón para las ocasiones solemnes. Después de estornudar tres veces, el recién llegado se apartó procurando no ponerse de espaldas al viento.
—¿Cree usted que necesita consuelo? —le preguntó Aldo.
—¡No me cabe duda! Claro que también podría haberse fabricado él mismo sus herederos, en lugar de dedicarse a recorrer los mares durante tres cuartas partes de su vida. Si se hubiera casado con Flora Mac Neil, su situación sería otra muy distinta.
—¿Quién es Flora Mac Neil?
—La joven con quien su padre, el viejo Angus, quería casarlo. Me consta que la chica no era muy bonita, pero tenía buena salud y una dote respetable, y habría parido hijos fuertes. Pero, bueno, sir Andrew no la quiso. Aunque no me diga que durante sus periplos alrededor del mundo no podría haber encontrado una mujer de su gusto...
—De hecho, encontró una, pero no era soltera y, por desgracia, él nunca amó a otra más que a ella.
Con una expresión desolada, el duende se echó hacia atrás el gorro para rascarse los grises e hirsutos mechones que crecían debajo.
—¡Qué mala suerte! De todos modos, tendría que haber pensado en su descendencia. Desde donde está ahora, debe de ser un castigo muy cruel contemplar cómo los hijos de la difunta Margaret, su pobre hermana loca, van trotando detrás de su ataúd para apoderarse de todos sus bienes.
—¿Su hermana estaba loca? —preguntó Morosini, que ni siquiera sabía que sir Andrew tuviera un pariente tan cercano.
—No tanto como para encerrarla, pero poco le faltaba. Había que estar bastante chiflada para encapricharse de un inglés, que encima era magistrado, cuando hubiera podido elegir un marido entre media docena de muchachotes de nuestra tierra. Fíjese usted en el resultado. Ese Desmond Saint Albans, que será a partir de ahora el décimo conde de Killrenan, parece un bote de mantequilla. En su favor sólo puede decirse que tiene un buen sastre. Sus hermanos se le parecen... en una versión más blanda. Su mujer, bueno, es más bien guapa, sólo que no es de aquí y eso se nota. ¡Mire cómo se tuerce los tobillos al andar con esos tacones tan altos sobre las piedras del camino! Es una flor de ciudad. Nunca ha vivido en el campo. ¡Ah, todo esto es muy triste!
El veneciano contuvo una sonrisa: ¡el viejo tenía buena vista! Los bonitos tobillos de lady Mary, que las medias de seda negra afinaban aún más, corrían en efecto grandes peligros mientras su dueña se veía obligada a realizar milagros de equilibrio a cada paso que daba. Se aferraba al brazo del «bote de mantequilla», que no disimulaba su fastidio por tener que sostenerla, cuando él habría preferido caminar solo detrás del cadáver, como correspondía a su nuevo rango.
Para Aldo había sido una sorpresa descubrir que esta pareja eran los herederos. Desde luego, sabía por la propia lady Mary que estaba casada con uno de los sobrinos de sir Andrew, pero ella jamás le había insinuado siquiera que su marido era uno de los que más derecho tenía al legado. Entonces, ¿era a ellos dos a quienes tenía que dar el pésame? Resultaba una perspectiva muy poco agradable, pero no podía soslayarla.
—¡Tenga! —dijo el duende, suspirando, mientras le devolvía el ramo—. Ha llegado el momento de reunirse con ellos, ¿no? Están entrando en la capilla.
—Pero ¿acaso no piensa acompañarme?
—No. Sólo he venido para saludar a Andrew a su regreso a nuestra tierra natal, pero no tengo nada que hacer en el castillo de Killrenan. Si le digo que mi nombre es Malcom Mac Neil, sin duda lo comprenderá: soy hermano de la chica que él rechazó... Por cierto, ¿quién es usted?
—Un extranjero, un amigo leal... y el hijo de la que lo rechazó.
—¡Ah! En tal caso será mejor que de momento no se acerque y aguarde a que todos se hayan ido para poder rezar en paz. Estos extranjeros no se quedarán mucho rato. Seguro que no han previsto dar una draigie. No saben ni jota de nuestras costumbres.
—¿Una draigie? ¿Qué es eso? Nunca había oído esa palabra.
—La fiesta de los funerales. Es una costumbre gaélica. A los vivos les reconforta comer y sobre todo beber buen whisky brindando por el que se ha ido. Que pase un buen día, señor.
El hombrecillo se alejó a paso vivo por la landa, mientras que, haciendo caso omiso de su consejo, Aldo se dirigió al castillo.
La ceremonia que se celebró en la cripta de la capilla fue sencilla y breve: un corto sermón del pastor, unas cuantas oraciones y, al tiempo que las gaitas entonaban Amazing Grace, el féretro fue colocado en un nicho todavía vacío. Hecho lo cual, los asistentes salieron en silencio. Únicamente Aldo se demoró un momento para depositar los cardos azules sobre el ataúd murmurando un último adiós.
Aunque le tentaba la idea de quedarse allí un buen rato a fin de que los amigos y la familia tuvieran tiempo de dispersarse, Aldo supo resistirse a ella. Sería descortés no expresar su condolencia y, aunque sus relaciones con la reciente condesa no eran muy buenas, esquivarla sería un acto de cobardía.
Al llegar al patio de armas, comprobó que las predicciones del duende se realizaban. Era evidente que el nuevo lord no tenía la menor intención de recibir a nadie en el castillo: él y los suyos, alineados delante de la capilla, iban estrechando manos y contestando a los pésames con unas pocas palabras y una expresión compungida. Aldo se dirigió hacia ellos.
Cuando se presentó a sir Desmond y le dio la mano, vio que en los ojos de éste, bastante apagados hasta entonces, se encendía una chispa de interés. En el mundo de los coleccionistas de toda clase de cosas, pero sobre todo de joyas, el príncipe veneciano, convertido en anticuario por necesidad y en experto en alhajas antiguas por afición, era muy conocido. El nuevo lord Killrenan pertenecía a ese mundo, de modo que cogió la ocasión por los pelos.
—¿Piensa quedarse un tiempo en Escocia? —preguntó.
—No. Hoy mismo me esperan en Inverness y mañana estaré en Londres.
—Supongo que permanecerá allí unos días para asistir a la famosa subasta, ¿no? Para mí sería un placer entrevistarme con usted, si pudiera dedicarme unos momentos.
—¿Por qué no? —contestó con amabilidad Morosini, pensando para sus adentros que para él no sería ningún placer, pues el nuevo lord no le gustaba nada. Como había dicho el duende, su rostro producía la impresión de haber sido modelado en mantequilla, pero tenía la particularidad de parecer al mismo tiempo duro. Sin duda eso se debía a sus rasgos inmóviles y a su mirada gris y apagada como una piedra.
Aldo se inclinó brevemente ante los dos hermanos siguientes para llegar por fin ante la esposa de Desmond. Se preguntó cómo esa mujer tan preciosa había podido unir su destino al de un personaje tan poco atractivo. Claro que, como el hombre tenía fama de ser un ferviente coleccionista de jades antiguos, debía de poseer una cuantiosa fortuna, y además cabía la posibilidad de que se hubiera contagiado de la pasión de Mary por las alhajas. Pero Morosini se equivocó al creer que ésta se contentaría con que la saludara y le dirigiera unas pocas palabras atinadas. Sin siquiera tenderle la mano, la condesa le espetó:
—Confiaba en que vendría. Usted y yo tenemos que hablar.
—¿Hablar de qué, por Dios?
—Lo sabe muy bien, del brazalete de Mumtaz Majal.
—Ni la hora ni el lugar me parecen convenientes —dijo él con severidad—. Sobre todo porque no tengo nada que decir sobre el tema.
—No estoy de acuerdo. ¿Se atreve a negarme que me mintió cuando fui a verle y me aseguró que mi tío no se lo había dado? Entregó a nuestro notario una suma importante, producto de la venta de un objeto que le había confiado el difunto lord Killrenan.
—Es cierto. Mi viejo amigo me había dado en depósito un objeto, pero acompañado de una condición sine qua non: que no lo vendiera a ningún ciudadano británico, de cualquier sexo o características.
El rosado semblante, iluminado por unos ojos de un gris claro, se puso como la grana.
—¿Eso dijo mi tío? Y, por descontado, ese objeto era la pulsera, ¿no? ¿A quién se la vendió?
—La discreción es una de las principales reglas de mi profesión.
—Pero quiero saberlo...
—Querida, no deberías retener de este modo al príncipe Morosini —intervino la voz neutra de lord Desmond—. Lo están esperando, y nosotros debemos celebrar un consejo de familia. Nos veremos más adelante, ¿verdad? —añadió, dirigiéndole a Aldo una mueca que podía pasar por una sonrisa—. Por lo menos el día de la subasta, cuando todos estaremos allí.
El veneciano se inclinó sin decir palabra y abandonó el recinto del castillo para dirigirse al carruaje de alquiler que lo aguardaba en la landa. No le había gustado la última frase de sir Edmond: pese a su aparente amabilidad, le había parecido notar en ella una vaga amenaza. Pero de inmediato rechazó este pensamiento. Si empezaba a ver por todas partes enemigos y malas intenciones, no sólo no podría cumplir su misión, sino que acabaría por ver hombres negros y siniestros y elefantes rosas. El hecho de que la pasión por las piedras preciosas hubiera trastornado un poco a lady Mary y la circunstancia de que el fallecido sir Andrew detestara a su familia no significaban que el clan familiar estuviera compuesto de malhechores.
Había sido una suerte que por fin hubieran detenido al asesino del anciano lord —un hindú fanático que en la cárcel se había ahorcado con su propio turbante—, porque de otro modo Aldo habría achacado el crimen a los herederos. Para ser sincero, esta idea se le había ya ocurrido, a pesar de que el asesinato había tenido lugar lejos de los descendientes del duque.
Antes de subir al coche, dirigió una última mirada al viejo torreón feudal en cuya cima ondeaba el pabellón con los colores de los Killrenan, agitado por un viento súbito cargado de humedad. Lo más probable, se dijo con un matiz de desprecio, era que el anciano lord no gozara allí de otra compañía que la de sus antepasados.
El tiempo estaba empeorando. El cielo se cubrió de masas negras y las islas Orcadas se envolvieron en su manto de volutas brumosas. Abajo, en la pequeña rada, la tripulación del Robert-Bruce ya había subido a bordo y, después de izar el ancla, se despidió con un silbido de la sirena. Sin duda iba a estallar una tormenta y por consiguiente el barco tenía que encontrar un refugio más seguro. El carruaje también se puso en marcha para llevar de nuevo a Morosini a la capital de las Tierras Altas, Inverness, que se hallaba a unos doscientos kilómetros de distancia.
Si el tiempo no se hubiera estropeado, el viaje habría sido agradable, pues la carretera se dirigía hacia el sur bordeando el mar. Aldo se esforzó en no pensar en el amigo al que no volvería a ver más, para concentrarse en la subasta que sir Desmond acababa de mencionar, la de una alhaja histórica de gran valor llamada la Rosa de York. Se trataba de un diamante cabujón de buen tamaño, que en otros tiempos constituía el centro de un aderezo cuyos otros elementos habían desaparecido sin dejar rastro y que representaba las armas de la familia de York. En aquel entonces la joya se llamaba la Rosa Blanca, y había sido regalada al duque de Borgoña, Carlos el Temerario, por su tercera esposa, la princesa inglesa Margarita, con ocasión de sus esponsales, celebrados en Damme el 3 de julio de 1468. Después de la desastrosa batalla de Grandson, la alhaja se había esfumado junto con la mayor parte de los tesoros de Carlos el Temerario.
Pero la historia del diamante no comenzaba con la dinastía inglesa, sino que se remontaba a una época casi inmemorial. El cabujón había sido traído de la India por las caravanas de la reina de Saba, y ésta se lo había regalado al rey Salomón. Entonces fue engastado junto con otras once piedras preciosas en una gran placa de oro llamada pectoral del Sumo Sacerdote y elaborada por orden del Rey Sabio para el Templo de Jerusalén.
Después de haber padecido muchos avatares, el pectoral seguía existiendo, si bien le faltaban algunas piedras. A la sazón pertenecía a un hombre extraordinario, fuera de lo común: un judío cojo y tuerto, muy rico pero sobre todo muy culto y misterioso, conocido como Simon Aronov. Una noche de la última primavera, Aldo Morosini había sido invitado a reunirse con él en una vivienda secreta, a la que llegó después de un largo recorrido por las bodegas y los sótanos existentes bajo el gueto de Varsovia.
Lo que Simon Aronov quería era muy sencillo: que ese europeo experto en joyas antiguas le ayudara a recuperar las cuatro piedras que faltaban en el pectoral. Le movía una ambición muy noble, ya que una tradición judía auguraba que Israel recobraría su patria y su soberanía cuando se le devolviera, completamente restaurado, ese símbolo de las Doce Tribus.
Aronov no había escogido al azar al príncipe anticuario. La familia materna de Morosini poseía desde hacía siglos una de las cuatro piedras arrancadas al pectoral, un zafiro llamado el zafiro visigótico o la Estrella Azul, y el judío esperaba conseguir que su huésped se lo vendiera, pues ignoraba que su última propietaria, Isabelle Morosini, había sido asesinada por el delincuente que lo robó. Esa noche, el judío y el príncipe cristiano sellaron un pacto que resultó fructífero, porque dos meses más tarde, en la isla-cementerio de San Michele, en Venecia, Simon Aronov recibía de manos de su emisario el zafiro rescatado gracias a una loca aventura[1] que había costado varios muertos, ya que desafortunadamente las gemas arrancadas al pectoral atraían la desgracia.
La Rosa de York era, pues, la segunda pieza que faltaba, y la prensa británica, imitada por los principales diarios europeos, proclamaba a bombo y platillo que la subasta tendría lugar el 5 de octubre en la sala Sotheby's, aunque nadie sospechaba en absoluto que la joya que se iba a licitar no era la auténtica, sino una copia admirable fabricada en sus menores detalles mediante un procedimiento que sólo el propio Simon Aronov conocía.
El razonamiento de éste era muy sencillo. Como tenía la certeza de que el diamante sólo podía estar en Inglaterra, oculto en el fondo de la caja fuerte de algún coleccionista especialmente discreto, esta maniobra constituía un farol de póquer basado en su profundo conocimiento del alma humana, y sobre todo del alma tan compleja de todos los coleccionistas, cualquiera que fuera su afición. Aronov había previsto que el poseedor del diamante auténtico no podría soportar el revuelo levantado por la piedra falsa a causa de uno de estos dos motivos: o bien el bullicio provocado por la noticia de la venta le inspiraría una duda insidiosa acerca de la autenticidad de su propia gema, o bien su orgullo no toleraría que una imitación levantara tanta admiración, codicia y hasta devoción. En cualquier caso, el propietario se manifestaría de uno u otro modo, y entonces Simon Aronov actuaría por la persona interpuesta de Aldo Morosini. Este se proponía, nada más regresar a Londres, ir a visitar al joyero que por lo visto había descubierto la alhaja y la había lanzado a la hoguera de las subastas con la esperanza —secreta según la prensa— de incitar al gobierno de Su Majestad a adquirirla, a fin de que fuera a engrosar el Tesoro de la Corona, impidiendo con ello que un objeto perteneciente a la historia de Inglaterra abandonara la madre patria. Además, los periódicos relataban que míster Harrison había recibido varias cartas anónimas en las que se le hacía saber que el diamante era falso y que, si no cancelaba la subasta, sería desenmascarado públicamente. Toda una retahíla de razones para hacer una visita al lujoso establecimiento de Bond Street.
Era ya muy tarde y violentas ráfagas de lluvia empapaban las calles de Inverness cuando el coche dejó a su pasajero delante del hotel Caledonian.
Transido de frío, pues la temperatura había bajado de golpe, Aldo se precipitó al interior, anhelando sumergirse en una bañera llena de agua caliente —el Caledonian era el mejor hotel de la ciudad y poseía toda clase de comodidades— y animarse con una copa de la bebida nacional, cuando, al atravesar el vestíbulo, descubrió a su amigo Adalbert instalado en el bar, con un diario sobre las rodillas, un vaso de whisky en la mano y toda la apariencia de hallarse sumido en una honda meditación.
Como este último pormenor no era nada habitual en él, Aldo decidió abordarle para conocer la razón de una expresión tan sombría.
—¡Vaya, vaya! —exclamó mientras se sentaba en el taburete contiguo al de su amigo e indicaba con un gesto al barman que le sirviera lo mismo—. ¿A qué viene esa cara tan seria?
Adalbert Vidal-Pellicorne se sobresaltó, pero enseguida desplegó aquella sonrisa que raramente abandonaba sus labios. Él era el compañero más agradable del mundo: siempre optimista y sin cambios bruscos de humor, desde hacía unos meses él y Aldo habían trabado una amistad que, originada al principio por pura necesidad, se iba afianzando de continuo, con gran satisfacción por ambas partes, aunque su primer encuentro, propiciado por Simon Aronov, había tenido lugar en unas circunstancias bastante pintorescas. Vidal-Pellicorne era uno de los escasos hombres en quien el Cojo confiaba ciegamente, a pesar de que tanto el aspecto como la conducta del primero eran muy originales, por no decir extravagantes.
Físicamente, a sus cuarenta años aparentaba tener treinta. Alto y tan esbelto que producía la impresión de carecer de esqueleto, bajo su espeso y rizado cabello rubio, siempre despeinado, mostraba una faz de querubín, unos ojos azules y cándidos y una sonrisa angelical, cosa que no le impedía ser sagaz como un lince, fuerte como una roca y estar dotado de una habilidad manual realmente notable. Arqueólogo de profesión, sentía preferencia por la egiptología y conocía a fondo el mundo de las piedras preciosas. Escribía muy bien, se vestía con elegancia y poseía todas las cualidades de un epicúreo, de un perfecto hombre de mundo, de un hábil prestidigitador y de un cerrajero tan competente que habría suscitado la envidia del mismísimo Luis XVI. Gracias sobre todo a esas variadas aptitudes, Morosini había podido recuperar el zafiro y devolvérselo a Simon Aronov. Morosini quería mucho a su amigo, con todas sus virtudes y todos sus defectos, y valoraba el hecho de tenerlo como compañero en la peligrosa búsqueda del pectoral.
Adalbert no respondió a la pregunta de Aldo y se limitó a ampliar su sonrisa.
—Bueno, ¿qué me dices del entierro? —inquirió, apartándose con un gesto maquinal el mechón que continuamente le caía sobre una ceja—. ¿Qué tal ha ido?
—Lo sabrías si me hubieras acompañado.
—¡Habría sido pedirme demasiado, muchacho! Sólo he venido a este país medio salvaje para hacerte compañía. Además, me horrorizan los entierros.
—Para ver éste, valía la pena desplazarse. Ha sido de una sencillez llena de grandiosidad y de color local, y además me ha deparado una sorpresa.
—¿Buena o mala?
—No muy terrible. Aunque ya sabía que los Saint Albans pertenecían a la familia de sir Andrew, ignoraba que eran sus herederos directos. Ahora son el conde y la condesa de Killrenan. Esa descendencia no debe de gustarle mucho a mi viejo amigo. Los encuentro muy antipáticos a los dos, pese a que ella es muy bonita.
—Sir Andrew tenía que haber pensado antes en su descendencia y haber tenido hijos —dijo Adal, repitiendo sin saberlo el comentario del duende de la landa.
—Alguien me ha dicho lo mismo esta mañana. Verás qué aspecto tienen los condes el día de la subasta en Sotheby's. Quizás incluso los veas antes, porque lady Mary todavía no ha digerido el asunto del brazalete.
—¿Crees que pujarán por la Rosa?
—Ella seguro que sí; se pone en trance en cuanto ve una joya. En cuanto a él, no tengo ni idea: colecciona jades raros, pero tal vez esté enamorado, y como parece un abogado bastante rico...
—¿Ejerce la abogacía?
—Eso parece.
Mientras Morosini se llevaba a los labios el vaso que acababan de servirle, Adalbert vació el suyo con la misma expresión pensativa de antes. Sin embargo, su amigo no tuvo tiempo de hacerle preguntas, porque, después de rascarse la punta de la nariz y exhalar un suspiro, dijo:
—Hablando de abogados, alguien que tú aprecias va a necesitar uno en seguida.
—¿De quién se trata?
—De Anielka Ferrals. La acusan de haber asesinado a su marido.
El vaso de Morosini estuvo a punto de escapársele de las manos, pero lo retuvo con un gesto nervioso. Su segundo reflejo fue el de beberse el whisky de un trago.
—¿Cómo te has enterado?
El arqueólogo levantó el periódico que seguía desplegado sobre sus rodillas, le dio la vuelta y se lo tendió.
—Lo pone aquí. No quería decírtelo por temor a descorazonarte aún más después del entierro de tu amigo, pero es inútil aplazarlo, más vale que lo sepas todo.
—Desde luego, lo prefiero.
Morosini leyó la noticia en un santiamén. Era una nota informativa breve, casi lacónica. Resultaba evidente que Scotland Yard guardaba un silencio prudente frente a los periodistas, con objeto de que no pudieran inmiscuirse en sus pesquisas y tal vez dificultarlas. Como existían serios indicios de que lady Ferrals había envenenado a su marido, la joven había sido conducida a la comisaría central de Canon Row y después presentada ante el juez, que le había denegado la libertad provisional. Acababa de ser encerrada en la cárcel de Brixton. La nota no decía nada más.
Mientras Aldo leía, Vidal-Pellicorne observaba a su amigo, que parecía anonadado. La indolente ironía que hacía tan atractivo aquel rostro fino y atezado, con perfil de condottiere, había desaparecido. Y cuando los acerados ojos azules se posaron en los suyos, Adalbert vio en ellos una sombra de dolor que confirmó sus inquietudes: a pesar de la terrible decepción que le había causado la joven polaca con la que por un instante había pensado casarse, Morosini seguía queriéndola. Guardándose mucho de hacer ningún comentario sobre el tema, Vidal-Pellicorne dijo:
—Lo que no puedo comprender es cómo las cosas han llegado tan lejos. —Suspiró—. Es imposible que sea culpable.
—¿Tú crees? ¡Sus reacciones son tan imprevisibles! A veces he tenido la impresión de que para ella la muerte, ya fuera la suya o la de los demás, carecía de importancia. Tal vez sepa amar, pero lo que es seguro es que sabe odiar. ¡Acuérdate de su boda y de los días que siguieron!
—¡Pero tienes que concederle unas circunstancias atenuantes! Su marido se había portado como un bruto con ella sin esperar siquiera a estar casados por la Iglesia. En cuanto a ti, estaba convencida de que la estabas engañando con la sublime Dianora Kledermann, tu antigua amante.
—Es posible. No obstante, de ahí a llegar a matar va un trecho muy largo. De todos modos, no sirve de nada darle vueltas. Cuando mañana lleguemos a Londres, quizá nos enteremos de algo más... A propósito, tú que conoces a todo el mundo, ¿tienes algún conocido en Scotland Yard?
—Ninguno. Inglaterra no es un lugar de vacaciones que me guste mucho. Aprecio sus sastres, sus camiseros, sus jardines, su tabaco, su whisky y su código de cortesía pueril y recto, pero detesto su clima, su olor a carbón, su aceitoso Támesis, su Servicio de Inteligencia, con el que he tenido algunas diferencias, y sobre todo su cocina. De este último apartado, lo peor es el haggis, ese cocido de menudillos de oveja que es el comistrajo más repugnante que he probado en mi vida.
Desde luego, ese plato no formó parte de la cena, durante la cual Aldo apenas comió. A pesar de la severidad que había mostrado con respecto a Anielka, no podía quitarse a la joven de la cabeza. La idea de que esa exquisita mujer-niña de diecinueve años estuviera pudriéndose en la penumbra maléfica de una prisión le resultaba insoportable, sobre todo porque Aldo llevaba cuatro meses intentando relegar su imagen al rincón más profundo de su memoria, rayano en el olvido. Naturalmente, no lo había conseguido, pues estas cosas requieren mucho tiempo.
Anielka... Desde su primer encuentro con ella en el parque de Wilanow, en Varsovia, la joven le obsesionaba. Tal vez porque había entrado en su vida al mismo tiempo que Simon Aronov y porque no había sido del todo casual el hecho de que la joven luciera la Estrella Azul cuando se apeó del Nord-Express junto con su padre y su hermano aquella tarde de abril. En aquel momento, Morosini ya le había impedido por dos veces suicidarse. La primera vez, Anielka había querido quitarse la vida porque tenía que renunciar a Ladislas, el estudiante al que amaba, y la segunda porque se negaba a casarse con Eric Ferrals, el comerciante de armas. Y más adelante, ella y Morosini se habían encontrado en el Parque Zoológico (a la joven le encantaban los parques), donde, después de confesar a Aldo que lo amaba, le había suplicado que la librara de aquel matrimonio odioso que se veía obligada a contraer para poner a flote la fortuna familiar. Luego, tras una serie de acontecimientos, ella le había enviado aquella nota de despedida diciendo que a pesar de que había aceptado, por una lógica realista, la vida conyugal, continuaba sintiendo por su príncipe veneciano un amor eterno. Aquella misma noche, Aldo hacía trizas la nota y la tiraba por la ventanilla del tren que lo conducía a Venecia.
Se preguntaba si sería ese amor el que la había inducido a matar. Creerlo así resultaba muy tentador, y Morosini rechazaba cada vez más débilmente esta explicación romántica que halagaba su vanidad. En cualquier caso, sabía que lo primero que haría nada más llegar a Londres sería correr a su lado, si fuera posible, tratar de verla y hacer lo que estuviera en su mano para ayudarla.
Esta idea fija ocupó su mente durante la mayor parte de la noche y todo el interminable trayecto a bordo del tren de la Great Northern Railway, que al día siguiente los depósito, a Adalbert y a él, rendidos de cansancio y cubiertos de carbonillas del glorioso carbón británico, en un andén de la estación de King's Cross. Desde allí, un valeroso taxista los transportó al hotel Ritz a través de una niebla tan espesa que se hubiera podido cortar con un cuchillo.
Hacía ya tiempo que el príncipe Morosini tenía por costumbre alojarse en ese gran hotel de Picadilly, así como en su homónimo de la place Vendôme, en París. Acaso se debiera a que le agradaba su arquitectura, inspirada en los hermosos edificios parisienses y en las arcadas de la Rue de Rivoli. Pero también le gustaban su elegante decoración interior, la perfección que caracterizaba los menores detalles, la esmerada atención del servicio y por encima de todo su estilo incomparable. Adalbert, en cambio, sentía predilección por el hotel Savoy, frecuentado por la clientela americana y las estrellas de cine de Hollywood, a quienes el Ritz se negaba a aceptar desde que Charlie Chaplin se había comportado de una manera indecorosa. Sin embargo, para no separarse de su amigo, Adalbert se plegó a las preferencias de éste y no tuvo que arrepentirse.
Llegaron al hotel a la hora del té. Un desfile de señoras elegantes y caballeros bien vestidos se dirigía hacia el gran salón donde tenía lugar esta importante ceremonia. Deseoso de librarse de las carbonillas y de descansar un poco, Adalbert se precipitaba ya hacia los ascensores sin mirar ni a derecha ni a izquierda cuando Aldo lo retuvo cogiéndolo de la manga.
—¡Fíjate quién está ahí!
Dos damas cruzaban el vestíbulo en dirección al salón de té, escoltadas por un criado de librea. La de más edad, que caminaba apoyada en el brazo de su acompañante, era la que había llamado la atención de Morosini. Alta y con mucha prestancia, se cubría la cabeza con una toca de terciopelo violeta como las que solía llevar la reina Mary, que enmarcaba un rostro que, pese a estar surcado de arrugas, gracias a su osamenta perfecta conservaba una belleza un poco fósil pero muy real.
—¿La duquesa de Danvers? —susurró Vidal-Pellicorne—. ¡Qué curioso!
—Sí, ¿verdad? Si alguien está al tanto de lo que ha ocurrido en casa de Ferrals, ha de ser ella. Recuerda que, cuando la boda, sir Eric la trataba como a un familiar cercano.
—¡Oh, no he olvidado nada! Ya sabemos lo que tenemos que hacer: subir a cambiarnos a toda velocidad y bajar a tomar el té.
Un cuarto de hora después, Aldo y su amigo se presentaban a la joven vestida de negro y blanco que, a esa hora del día dedicada sobre todo a las mujeres, hacía las funciones de maître. Ambos sabían que había que obtener su aprobación antes de poder gozar de las delicias del tea time.
—Si no tienen mesa reservada desde hace al menos tres semanas, no podré acomodarles —dijo ella con una pizca de severidad.
—Somos clientes del hotel —contestó Morosini con su sonrisa más encantadora— y nuestras habitaciones están reservadas desde hace un mes. ¿No basta con eso?
—Es muy posible. ¿Serían tan amables de darme sus nombres?
El título principesco hizo su efecto y la damisela se dignó sonreír, pero las exigencias de Aldo iban más allá.
—Señorita, sería el colmo de la gentileza que aceptase colocarnos... cerca de una señora que tenemos el honor de conocer y que hemos visto entrar hace un rato.
La camarera frunció sus rubias cejas.
—¿Una... señora? —dijo con un deje de desprecio que indicaba que para ella se trataba de una especie desconocida—. No tenemos por costumbre...
—No se equivoque, señorita —la interrumpió secamente Morosini—. Creo que las usanzas del Ritz no tendrán inconveniente en que presentemos nuestros respetos a su excelencia la duquesa de Danvers. Le aseguro que no albergamos malas intenciones hacia su persona.
Colorada como un tomate, la joven murmuró unas vagas excusas y añadió:
—Tenga la bondad de seguirme, alteza.
La suerte estaba de parte de los dos amigos. Después de hacerles atravesar la sala llena de flores y de resplandeciente vajilla de plata, donde flotaba el sutil perfume del té lapsang-souchong y de los pasteles, la maître, tal vez para asegurarse de que no le habían mentido, los condujo a una mesa contigua a la de la duquesa. Aunque en los ojos de la joven brillaba una llamita de desafío que divertía mucho a Morosini, ésta tuvo que aceptar lo incontestable: antes de tomar asiento, los dos extranjeros saludaron con respeto a su excelencia, que, después de haberlos observado a través de sus impertinentes, lanzó una exclamación de sorpresa:
—¡Qué casualidad encontrarlos aquí, caballeros! No hace ni dos minutos que le hablaba de ustedes a mi prima, lady Winfield, al contarle el extraño matrimonio de ese pobre Eric Ferrals.
—Muy extraño, en efecto, y que acaba de terminar de un modo todavía más extraño, por lo que dice el periódico. Parece que han detenido a lady Ferrals, ¿no?
—¡Qué acción tan estúpida! ¡Una mujer tan joven, casi una niña! Pero vengan a tomar el té con nosotras, será más fácil conversar.
Al oír esta proposición, ninguno de los dos hombres contuvo una amplia sonrisa. Era evidente que el Cielo les favorecía. Mientras la maître llamaba a un camarero para que hiciera los cambios necesarios en la mesa, entre los cuatro hubo un intercambio de saludos y presentaciones, y por fin los dos amigos ocuparon sus asientos.
—Si he captado bien su idea, señora duquesa —dijo Aldo, escogiendo la fórmula francesa—, usted no cree en la culpabilidad de Anielka, ¿o me equivoco?
—Siempre tiendo a desconfiar cuando es un sirviente, o al menos un subordinado, el que acusa a una lady.
—¿De modo que existe un acusador?
—Sí, el secretario de sir Eric, John Sutton. Y su testimonio es rotundo, lo mismo que el de uno de los criados. Lady Ferrals había ofrecido una aspirina o Dios sabe qué a su esposo, que se quejaba de migraña. Este echó la pastilla en un vaso de whisky con soda... y se desplomó en el suelo. La autopsia ha revelado la presencia de estricnina, de ahí que el efecto haya sido fulminante.
—Desde luego —comentó Aldo, que recordaba lo que había leído—, pero ni la botella de whisky ni la de soda contenían veneno alguno. En cambio, el vaso...
—¡No es ningún problema! Alguien echaría discretamente el veneno en el vaso. Tal vez un criado —sugirió Vidal-Pellicorne—. ¿O por qué no ese tal John Sutton? Los acusadores siempre me resultan sospechosos.
—Es imposible —declaró en tono perentorio la duquesa—. En ningún momento el secretario se acercó a sir Eric ni a la bandeja donde todo estaba dispuesto. Así lo he testificado.
—Entonces, ¿estaba presente?
—Pues sí. Estábamos tomando una copa en el despacho de ese querido amigo antes de ir a cenar al Trocadero. Si no, ¿cómo podría ser tan categórica? Por descontado, la prensa no ha podido publicarlo; el superintendente Warren, que dirige la investigación, es más reservado que una ostra y obliga a todo el mundo a callar.
—Por eso es un detalle por tu parte que les cuentes todo eso a estos caballeros, querida prima —terció con voz aflautada lady Winfield, observando a ambos extraños con cierto recelo.
—¡No digas tonterías, Penélope! Todos nosotros pertenecemos al mismo círculo. Verá, querido príncipe, lo que incrimina a la joven Anielka... demasiado joven, por desgracia..., es que ya hacía semanas que el matrimonio se tambaleaba. Discutían con frecuencia y, al final de aquel terrible día, antes de que yo llegara, había estallado una nueva disputa. Sutton oyó exclamar a lady Ferrals: «¡Esto tiene que acabar algún día! ¡Ya no te aguanto!» Y después Eric salió dando un portazo. Cuando nos reunimos todos en su despacho, se quejó de un fuerte dolor de cabeza. Entonces, su joven esposa, que parecía de humor normal y tal vez un poco arrepentida, le entregó un papelillo contra la migraña que ella misma fue a buscar a su habitación. ¿Sería un gesto de buena voluntad? ¿Una insinuación de que deseaba hacer las paces?
—¿Y sir Eric cayó fulminado inmediatamente después de haber bebido el remedio? En fin, yo creo que si lady Ferrals hubiera querido desembarazarse de su esposo, lo habría hecho de una forma más hábil y sobre todo más reservada —comentó Adalbert, que escuchaba con enorme interés.
—Yo opino lo mismo, al igual que su excelencia —intervino de nuevo lady Winfield—. Me inclino a sospechar de un sirviente. ¿Quién sirvió el famoso whisky? ¿El mayordomo? ¿Un criado?
—Un criado que llevaba poco tiempo trabajando en casa de los Ferrals. Es un compatriota de Anielka, un polaco llamado Stanislas que había servido a su padre y con quien ella se había topado por azar. Con ánimo de ayudarle, Anielka lo había hecho contratar como miembro del servicio doméstico en la mansión de Grosvenor Square. Un muchacho desde luego bien educado y que realizaba sus tareas con la discreción adecuada. Por desgracia, desapareció poco antes de que llegara la policía.
Tal fue la indignación de Morosini que se atragantó.
—¿Dice que desapareció? ¿Y es a Anielka a quien detienen? ¡Pero si lo lógico hubiera sido correr para atraparlo!
—Puede estar seguro que es justamente lo que hace Scotland Yard. Lo malo es que al parecer Anielka le tiene a ese tal Stanislas más cariño del que corresponde. Cuando un inspector de policía anunció que no lo encontraban en ningún sitio, ella estalló en sollozos y balbució que seguramente se habría asustado, pero que sin duda iba a regresar y que le costaba creer que tuviera parte alguna en el asunto..., o algo por el estilo. No lo recuerdo muy bien, aunque lo que nunca olvidaré es la furia repentina que embargó al secretario. Sin la menor vacilación, cubrió de insultos a la pobre criatura y afirmó que no era de extrañar que intentase proteger a su amante. Fue un verdadero horror, se lo aseguro, pero no podría decirles nada más. Una vez que hube hecho mi declaración ante el superintendente... un hombre, por cierto, extremadamente cortés..., me acompañaron a casa y no he tenido más contacto con la policía —concluyó la duquesa, satisfecha de haber desempeñado un papel importante en una tragedia y de haberlo hecho con sumo placer—. Pero veo que se ha quedado muy pálido, querido príncipe —añadió—. Se diría que esta penosa historia significa mucho para usted.
Significaba mucho más de lo que ella podía suponer. Lo que Aldo acababa de escuchar le trastornaba hasta el punto de hacerle olvidar por un instante dónde se hallaba. Adalbert se dispuso a socorrerle. Sabía, desde su primer encuentro con lady Danvers, que ésta no era demasiado inteligente, pero temía que el temperamento italiano de su amigo le empujara a armar un escándalo. De modo que se apresuró a hacer un comentario que relajara un poco el ambiente.
—Aunque los periódicos no lo mencionan, espero que el conde Solmanski haya acudido al lado de su hija para apoyarla. Una noticia así no puede dejar de desquiciar a un padre —agregó con hipocresía.
—No, de momento no está aquí, pero seguramente no tardará en llegar. Cuando sucedió el drama se encontraba en Nueva York, adonde había ido para asistir a la boda de su hijo con no sé qué heredera de no sé qué magnate, pero ya se ha puesto en camino. En la actualidad debe de estar a bordo del Mauritania, que navega rumbo a Liverpool. Pero se lo ruego, queridos amigos, hablemos de otra cosa. Este terrible suceso me resulta dolorosísimo porque quería mucho a Eric Ferrals, con un sentimiento un poco... maternal. ¡Era tan joven cuando lo conocí! Pero volvamos a usted, príncipe. Supongo que ha venido a Londres para la subasta del diamante, que tanta tinta ha hecho correr, ¿no?
Ya repuesto de su emoción, Aldo ahogó un suspiro. Más valía reanudar la conversación mundana y rechazar la imagen de Anielka defendiendo la causa de un criado que Sutton, pocos minutos después de la muerte de su esposo, no había dudado en afirmar que era su amante. Se imaginaba a Anielka vestida de luto, sentada en el camastro de una cárcel y pensando quizás en ese Stanislas salido de quién sabía dónde, pero que ella había conseguido imponer a Ferrals por una razón conocida sólo por ella. Aldo, por su parte, no creía en la versión de un gesto de caridad hacia un compatriota en una situación difícil. Y de súbito, una idea le atravesó la mente, una idea tal vez absurda, pero lo bastante insistente como para que Morosini interrumpiera a la duquesa, que mantenía con Adalbert una apasionante conversación sobre las alhajas egipcias.
—Perdone, excelencia, pero ¿está segura de que ese criado se llama Stanislas?
Los impertinentes apuntaron a Morosini con la rapidez de un fusil.
—Naturalmente. ¡Qué pregunta tan rara!
—Puede tener importancia. ¿No se llamaría más bien Ladislas?
—¡Oh, no! ¿Sabe?, estos nombres polacos se parecen todos mucho, incluso los que se pueden pronunciar, pero juraría que su nombre era Stanislas. Bueno, ¿va a decirme ahora qué importancia tiene eso?
Una pregunta difícil de esquivar sin mostrarse descortés con la duquesa. Aldo decidió contestarla en un tono despreocupado.
—En realidad, no tiene ninguna, he hablado sin pensar. Es que he recordado que en Varsovia, cuando la conocí, la joven condesa Solmanski se veía a menudo con un tal Ladislas, por el que mostraba mucho interés..., pero cuyo apellido impronunciable no he grabado en la memoria —añadió con su sonrisa más seductora.
—Querido amigo —dijo lady Danvers dándole con los impertinentes unos golpecitos en la mano—, hace mal en preocuparse por un detalle tan nimio. Estos polacos son una gente insoportable y mi pobre Eric habría salido ganando si hubiera conservado un celibato que le resultaba muy conveniente desde cualquier punto de vista. Ahora, me gustaría que dejara usted esa taza cuyo contenido lleva un cuarto de hora revolviendo con la cuchara. Debe de estar imbebible.
Lo estaba. Aldo se hizo servir otro té, excusándose con buen humor por su distracción, y la conversación se centró de nuevo en los aderezos egipcios. Antes de separarse, la anciana dama otorgó a los dos amigos un pasaporte verbal que les permitía entrar a lo grande en su residencia de Portland Place.
—No es algo que podamos despreciar—comentó Adalbert cuando hubieron acompañado a las señoras hasta su carruaje—. Seguro que en su casa uno conoce a mucha gente. Y eso puede resultar interesante. Mientras tanto, ¿qué vamos a hacer esta noche?
—Tú haz lo que quieras. En cuanto a mí, lo que me apetece es acostarme pronto. El viaje me ha dejado exhausto.
—Y además no tienes ganas de charlar sino de reflexionar, ¿verdad?
—Algo de eso hay. Lo que he oído hace un rato no tenía nada de agradable.
—¡Como si no conocieras a las mujeres! Dicho esto, ¿te importaría que te dejara solo?
—En absoluto. Me haré subir un tentempié cuando haya digerido la merienda. ¿Vas a buscar plan? —preguntó con una sonrisa impertinente.
—No, voy a ir a los pubs de Fleet Street.[2] Los indígenas que los frecuentan siempre están sedientos de noticias, y se me ha ocurrido que no tenemos ningún conocido que trabaje de periodista. Quizá consiga hacerme con un amigo de la niñez que no pueda negarme nada en lo que a información se refiere. Últimamente los periódicos se muestran demasiado discretos. Están los famosos anónimos relativos a la venta de la Rosa de York, de los que tal vez se pueda sacar algo.
—Si pudieras enterarte de más detalles acerca de la muerte de Eric Ferrals tampoco estaría mal.
—Aunque no me creas, es justamente lo que pensaba hacer.
2. Un tipo raro
Adalbert Vidal-Pellicorne se ciñó el cinturón del Burberry como si quisiera partirse por la mitad, se subió el cuello, bajó la cabeza y refunfuñó:
—Nunca pensé que saldría tan caro convertirse en el amigo de infancia de un periodista, que encima no es una figura. Hemos recorrido una docena de pubs, sin contar el Grenadier, donde se ha empeñado en obsequiarme, a expensas de mi bolsillo, claro, con el menú que el duque de Wellington encargaba para sus oficiales: buey a la cerveza, patatas hervidas con mantequilla y rábanos blancos, y, de postre, tarta de manzanas y moras cubierta de crema. Sin contar los innumerables litros de cerveza. ¡Hay que ver lo que es capaz de despachar, el muy bruto!
—Si es un individuo interesante, puedo sufragar parte de los gastos. Sería lo justo.
—Oh, es apasionante, con la condición de que te guste Shakespeare. Cada treinta segundos te suelta una cita, pero acabas por acostumbrarte. Es un tipo tan curioso como aficionado a empinar el codo.
Los dos amigos bajaban por Picadilly hacia Old Bond Street, donde estaba la joyería de George Harrison. Sólo disponían de dos horas para conseguir que les enseñaran el diamante que hacía correr ríos de tinta, pues a primera hora de la tarde un camión blindado escoltado por la policía debía trasladarlo a Sotheby's, en New Bond Street, es decir, a unos cientos de metros de distancia, donde permanecería hasta la subasta. El acontecimiento tendría lugar dos días después.
El tiempo no era muy agradable para pasear, pero las calles estaban muy animadas, pues la habitual llovizna londinense no lograba desanimar a unas gentes habituadas a ella desde hacía siglos. Todos los transeúntes llevaban paraguas y las cúpulas de seda negra ondulaban en la distancia como un rebaño de corderos caracul. Desdeñando empuñar ese accesorio molesto, Aldo y su amigo se protegían con un impermeable y una gorra de buena calidad.
—¿Y qué es lo que sabe tu nuevo amigo de la infancia? —preguntó Morosini—. Por cierto, ¿cómo se llama?
—Bertram Cootes, y trabaja de reportero en el Evening Mail. En realidad, está relegado a la sección de perros atropellados, y se comprende, porque se parece bastante a un podenco. Pero, al igual que su modelo, tiene las orejas muy largas, de modo que no se le escapa nada. A decir verdad, ha sido una suerte que me topara con él.
—¿Y cómo os habéis encontrado?
—Por casualidad. Yo estaba tomando una copa en una taberna de Fleet Street cuando estalló una discusión entre el dueño y un cliente. Éste se quejaba, claro está, de que la cuenta era muy abultada, y como ya estaba un poco achispado la conversación iba subiendo de tono. Entonces llegó un tercer individuo, un tal Peter, que en seguida comprendí que también trabajaba en el Evening Mail, aunque en una sección importante. Bertram, que todavía estaba sediento, le pidió que le prestara unas libras. El otro se negó en un tono despreciativo y lo llamó pelagatos. Entonces Bertram le dijo que se arrepentiría de no haberle ayudado, porque él iba a ganarle por la mano en el asunto Ferrals. El tal Peter se rió en sus narices y se tomó su bebida. En cuanto él se marchó, entré yo en escena. Me presenté como un colega francés enviado a Londres para cubrir la subasta de Sotheby's e hice ver que ya nos habíamos conocido en Westminster unos meses atrás, con ocasión de la boda de la princesa Mary con el vizconde Lascelles. Como podrás imaginar, ese Bertram nunca ha cubierto, ni siquiera de lejos, un acontecimiento de tal importancia, pero se sintió halagado. De inmediato pagué su cuenta y le propuse que fuéramos a cenar. Eso trajo consigo el menú de Wellington y todo lo que ya sabes.
—¡No sé nada en absoluto! ¿Ese periodista está realmente enterado de algo referente a la muerte de Ferrals?
—Puedes estar seguro, pero me ha costado mucho que soltara prenda. Aunque estaba como una cuba, se aferraba a su secreto como un perro a un hueso. Para hacerle hablar, le he prometido que le contaría todo lo que lograra averiguar sobre el diamante, que, como es natural, es un tema que le interesa. Porque su periódico, al igual que los demás, continúa recibiendo montones de cartas anónimas, ahora llenas de amenazas: si no retiran la joya de la subasta, correrá la sangre.
—Eso también resulta interesante, pero...
Se interrumpió. La elegante vía pública que hacía un momento estaba simplemente animada, se estaba convirtiendo en una especie de maremágnum. El centro del alboroto era un establecimiento cuya discreción y severa decoración a la antigua, muy británicas, no lograban ocultar su opulencia. Se trataba de una de las joyerías más prestigiosas de Londres.
Se oyeron unos gritos, seguidos casi al instante de los pitidos de los silbatos de la policía. Por supuesto, todo el mundo se precipitó en aquella dirección.
—Es en la tienda de Harrison, no cabe duda —declaró Morosini, que conocía bien el local por haberlo visitado varias veces—. Algo grave habrá pasado.
Los dos amigos se lanzaron hacia allí abriéndose paso entre la multitud sin preocuparse de si pisaban un pie, rozaban un costado o levantaban protestas, pero consiguieron su objetivo. Sin embargo, un fornido policía plantado ante la puerta del establecimiento les cerró el paso.
—Soy periodista —proclamó Adalbert blandiendo un pase de prensa cuya aparición sorprendió bastante a su compañero, que le murmuró al oído:
—Recuérdame que te pregunte de dónde has sacado esto.
No obstante, el pase, ya fuera auténtico o falso, no produjo el efecto deseado, porque el policía declaró:
—Lo siento, señor, no se puede entrar. Las autoridades llegarán de un momento a otro.
—Puedo comprender que no deje pasar a la prensa —dijo Aldo con una sonrisa cautivadora—, pero yo soy amigo de George Harrison y estoy citado con él. Somos colegas y...
—Lo siento de veras, señor. Es imposible.
—Por lo menos permítame hablar con su secretaria, la señorita Price.
—No, señor, no verá a nadie mientras Scotland Yard no esté aquí.
—Díganos al menos qué ha ocurrido.
La expresión del agente se ensombreció como si le hubieran hecho una proposición indecente. Desde debajo del casco, levantó la mirada por encima de aquel caballero tan insistente y la posó con aire abstraído en el mar de cabezas que se agitaban en el otro extremo de la calle.
En ese momento, Morosini oyó que alguien susurraba a su espalda:
—Yo sí que he visto algo, y como usted me ha dado un valioso consejo al decirme que me acercara por la tienda de Harrison alrededor de las once, se lo voy a contar.
Aldo se volvió y descubrió a Vidal-Pellicorne hablando confidencialmente con un hombrecillo tocado con un sombrero de fieltro empapado, al que identificó en seguida como el reportero del Evening Mail.
Este personaje conseguía la hazaña de combinar un cuerpo regordete con una cara alargada de podenco melancólico, y los cabellos, que llevaba bastante largos, «a lo artista», todavía acentuaban más su parecido con el can. Lo único que Adalbert no había mencionado era su juventud, mientras que Aldo siempre había pensado en él como en un veterano enganchado a la barra de los pubs.
—¿Y qué es lo que has visto, Bertram, amigo mío? —le preguntó el arqueólogo—. Tranquilo, éste es el príncipe Morosini, del que ya te he hablado.
Los ojos castaños y vivos del periodista aquilataron brevemente la noble figura del veneciano al tiempo que declamaba:
—«Piensa antes de hablar y sopesa antes de actuar.» —Levantó un dedo con ademán sentencioso antes de precisar—: Polonio, en Hamlet, acto I, escena III. Pero creo que puedo arriesgarme.
—Ya te había advertido que la tercera parte de sus discursos son citas del insigne Will —comentó Adal por lo bajo, y dirigiéndose al reportero, añadió—: Repito la pregunta, ¿qué es lo que has visto?
—Vengan por aquí—dijo Bertram apartándolos hacia un lado, con gran satisfacción de los demás curiosos—. Cuando he llegado, había dos coches negros; uno era un digno Rolls-Royce, algo anticuado pero bien conservado, y el otro un gran Daimler, mucho más moderno y conducido por un chófer casi invisible. De pronto, he visto salir de la tienda a una anciana lady vestida de luto riguroso y sostenida por una enfermera. La dama corría todo lo deprisa que le permitían sus frágiles piernas mientras profería unos grititos sin sentido. Se la veía aterrada. La enfermera tenía la misma expresión, aunque conservaba el dominio de sí misma. Esta mujer ha empujado prácticamente a su patrona al interior del Rolls sin siquiera dar tiempo al chófer de salir a abrirle la portezuela, y le ha gritado a éste que arrancara en seguida. El coche se ha alejado como si huyera de un incendio. Aguarden, que todavía hay más —dijo al ver que los dos amigos intercambiaban una mirada de sorpresa—. Unos segundos después, dos hombres han salido de la casa a la carrera. Eran unos orientales muy bien vestidos. Se han metido en el Daimler, que ha arrancado con un chirrido de neumáticos mientras en el interior de la tienda se oían unos gritos terribles. Naturalmente, esto ha llamado la atención de los dos policías que recorren día y noche la acera, y se han precipitado hacia la tienda. He querido seguirles, pero me lo han impedido a pesar de que «nada se persigue con un afán más ardiente que...»La llegada de dos coches policiales que venían a toda marcha interrumpió la cita de El mercader de Venecia. Sin embargo, Bertram Cootes prosiguió:
—¡Mírenlos ¡Ahí están! Las autoridades, y no las de menor rango. El superintendente Warren y su burro de carga habitual, el inspector Pointer, los ases de la brigada criminal. Me imaginaba que se trataba de un robo, pero debe de haber corrido la sangre. ¿Me permiten? Tengo que volver al trabajo. Nos veremos más tarde, en el Black Friars, por ejemplo. Está en...
Se deslizó entre la muchedumbre, aún más densa que antes.
—No importa —le dijo Adalbert—. Sé dónde está. Anoche me arrastró hasta allí, aunque no lo recuerde. En cualquier caso, con todo lo que nos ha contado va a adelantarse a sus colegas.
Morosini no respondió. Observaba a los dos inspectores entrando en la joyería. No debía de ser agradable caer en sus manos, y por desgracia eso era lo que le había ocurrido a Anielka.
Por su físico, Gordon Warren se asemejaba a un ave prehistórica. Alto, flaco y calvo, tenía los ojos redondos y amarillos y la mirada fija y suspicaz de un pájaro. El viejo macfarlane, de un gris deslucido, le colgaba de los huesudos hombros como las alas membranosas del pterodáctilo. Su rostro bien afeitado, de labios finos y duros, no denotaba la menor benevolencia. Por lo demás, el superintendente pretendía ser la imagen misma de la Ley, clarividente e inflexible.
A la zaga de esta impresionante silueta, el inspector Jim Pointer pasaba casi desapercibido pese a ser más cuadrado. Su cara de mentón encogido y largos incisivos superiores le daba cierto parecido con un conejo, de modo que cuando deambulaba en pos de su jefe, como en aquel momento, este último siempre daba la impresión de regresar de una cacería.
Cuando Warren salió solo de la joyería, los curiosos habían sido apartados para dejar sitio a un grupo de periodistas que habían aparecido detrás de los inspectores, pero Bertram Cootes defendía valerosamente su posición en primera fila. La jauría de sabuesos se abalanzó sobre el superintendente, al que asediaron a preguntas cuya vehemencia éste aplacó con un gesto autoritario.
—Poco puedo decirles a los señores de la prensa. Únicamente que no deseo que se inmiscuyan en una investigación que puede ser muy delicada.
—¡No exagere, súper! —exclamó uno de ellos—. Ya ha utilizado el mismo truco con el asesinato de sir Eric Ferrals. Para usted todas las investigaciones son delicadas.
—No me queda otro remedio, señor Larke. Las circunstancias son las que mandan. Sólo les diré una cosa: el señor Harrison acaba de recibir una puñalada mortal y el diamante que esta tarde debía ser depositado en Sotheby's ha desaparecido. En cuanto sea posible, les daremos más información. Pero ¿qué es lo que quiere usted? —agregó dirigiéndose a Bertram, que, haciendo gala de una gran valentía, lo había agarrado de la manga.
—Es que he visto al..., mejor dicho..., a los asesinos —farfulló éste muy excitado.
—¡No me diga! ¿Y qué hacía usted allí?
—Nada..., estaba de paso.
—Entonces venga conmigo. Y trate de explicarse con claridad.
Sustrayendo a Cootes al asedio de sus colegas, que sin duda querían acribillarlo a preguntas, lo empujó al interior de su vehículo, que arrancó al instante ante la mirada estupefacta de Peter Larke, el periodista que la víspera se había mostrado tan poco caritativo.
—¡Vaya! —comentó Vidal-Pellicorne—, si Bertram es capaz de moderar su afición a la botella, su carrera podría dar un giro inesperado. Por cierto, no me habías dicho que conocieras a Harrison.
—Conocerlo es mucho decir. He tratado dos veces con él por asuntos de negocios, aunque en ninguna de las dos ocasiones lo vi en persona, lo que no impide que recuerde el nombre de su secretaria. Te confieso que me gustaría mucho hablar un momento con ella. Por desgracia, no sé qué aspecto tiene.
—No es oportuno ponerse en contacto con ella ahora. Además, no podremos quedarnos aquí mucho rato más.
En efecto, dos agentes de policía despejaban de curiosos el lugar, mientras dos empleados cerraban la tienda como si la jornada laboral hubiera llegado a su fin.
—Simon Aronov no había previsto este drama ni la entrada en escena de esos orientales. Había preparado con mucha astucia la trampa en la que debía caer el verdadero propietario del diamante, pero, a partir de ahora, no sé cómo lo vamos a descubrir. La subasta no se celebrará y volverá a caer una cortina de silencio —suspiró Vidal-Pellicorne con una melancolía poco habitual en él.
—A menos que dicho propietario sea el instigador del asesinato y haya pagado a esos sicarios para que eliminen a un rival que le resultaba molesto, según podrían indicar las cartas anónimas enviadas a la prensa. Si quieres saber mi opinión, tal vez siguiendo la pista de la joya falsa podamos encontrar la auténtica.
—Es posible que tengas razón, pero en este crimen abyecto hay algo que me inquieta. No resulta coherente con las notas anónimas.
—Sin embargo, decían claramente que si no se cancelaba la subasta en Sotheby's correría la sangre. Y el derramamiento de sangre acaba de tener lugar —repuso Aldo.
—Sí, pero demasiado pronto. Estas amenazas seguramente apuntaban al eventual comprador. Era a él a quien querían asustar. Me pregunto si no nos hallaremos ante alguien que cree que la joya que iba a subastarse es auténtica y que se ha valido de este medio radical para apoderarse de ella sin desembolsar un céntimo.
Esta vez, Morosini no replicó. Era posible que Adalbert tuviera razón, aunque también podía tenerla él. De todos modos, ambos se hallaban ante un callejón sin salida que dificultaba mucho la realización de su misión común. Si no se encontraba de inmediato al asesino y la piedra preciosa, acaso tuvieran que ponerse de nuevo en contacto con el Cojo, incluso marcharse, como harían los ricos amateurs que habían llegado a Londres atraídos por esa venta. Pero Aldo sabía que no era capaz de resignarse, porque sería como declararse vencido, y esta mera idea le resultaba insoportable. Aunque quizá fuera todavía más insoportable la perspectiva de regresar a Venecia abandonando a Anielka a un destino terrible. Si no conseguía liberarla, la joven corría peligro de ser ahorcada. Y Aldo la había amado demasiado —quizá la amara todavía— para soportar la estremecedora imagen de su preciosa cabeza rubia siendo tapada por una capucha antes de que la trampilla se abriera bajo sus pies.
—No hace falta que te pregunte si estás pensando en cosas tristes. Lo llevas escrito en la cara.
—No puedo negarlo. Pero con todo este jaleo no me has dicho lo que «tu amigo Bertram» te ha contado sobre el asunto Ferrals.
—Hablaremos de ello mientras comemos y aguardamos a que llegue. Si no tienes nada en contra de los mejores welsh rarebits de Inglaterra, acompáñame al Black Friars. Es un sitio agradable y así mataremos dos pájaros de un tiro.
Mientras decía esto, hizo señas a un taxi que los condujo al barrio del Temple donde, entre Fleet Street y el puente siempre atestado de Black Friars, se encontraba el establecimiento. Bertram había demostrado tener sentido común al citarlos allí, pues los clientes habituales del bar pertenecían tanto al ambiente judicial como al de la prensa. Además, con sus paredes de madera pulida por los años y sus utensilios de cobre brillante, el Black Friars resultaba bastante simpático.
Aldo tuvo tiempo de apreciar su confort, pues hasta que no estuvieron instalados en una especie de compartimiento con asientos tapizados de cuero negro no se decidió su amigo a comunicarle por fin sus informaciones.
—Como no vas a encontrarlas agradables, prefiero que estés bien sentado antes de oírlas.
Aunque el joven Cootes no se daba cuenta de ello y se empeñaba en beber como una esponja para olvidar sus sinsabores, la suerte le favorecía más de lo que imaginaba. Cuando, el día después del crimen, había ido a husmear por los alrededores de la residencia de los Ferrals, se había topado con la también joven Sally Penkowski, una amiga de la niñez que servía de doncella en la casa. Ambos habían nacido en la misma calle de Cardiff y eran hijos de minero. El padre de Sally, un inmigrante polaco, se había casado con una mujer del lugar y se había quedado allí. Trabajaba en la mina, al igual que el padre de Bertram, y los dos perecieron víctimas de la misma catástrofe. De resultas de ello, Bertram acabó por aborrecer un oficio que de todos modos no pensaba ejercer. Se fue a Londres con la intención de convertirse en periodista, cosa que logró después de muchas vicisitudes. Llevaba años sin saber nada de Sally, hasta que esa mañana el azar se la puso delante. Y con toda naturalidad, la criada se había desahogado con su amigo contándole sus penas más íntimas.
No lloraba la muerte de Ferrals, sino la desaparición del criado polaco que dos meses atrás había entrado a servir en la mansión, recomendado por la dueña de la casa. La desdichada joven se había enamorado a primera vista de aquel Stanislas Rasocki, si bien era consciente de que no tenía ninguna posibilidad de ser correspondida: hasta un ciego habría visto que estaba loco por su encantadora señora.
—Él y la señora se conocieron allá, en Polonia, antes de la boda de milady —le contó la joven a Bertram—. Tal vez incluso se amaron y todavía se amaban. En varias ocasiones les oí susurrar juntos cuando creían estar solos, y aunque hablaban en polaco yo lo entendía todo. Ella le suplicaba que tuviera paciencia, que no hiciera nada que pudiera perjudicar su causa y hacerle correr a ella unos riesgos inútiles; Oh, no hablaban nunca mucho rato y yo no pillaba todo lo que decían porque hablaban en voz baja, pero lo que me sorprendía era que la señora lo llamaba Ladislas.
El cuchillo que Aldo sostenía se le escapó de la mano y cayó al suelo con un sonido metálico. Pero éste no pareció darse cuenta, de modo que fue Adalbert quien llamó a un camarero para que trajera otro. Morosini se había quedado inmóvil como una estatua. Para hacerle volver a la realidad, el arqueólogo le dio unos golpecitos en el brazo.
—¡Ya sabía yo que mi pequeña revelación te impresionaría! —exclamó muy satisfecho—. Tenías toda la razón cuando le preguntaste a lady Danvers si estaba segura del nombre de pila.
—Puedes llamarlo un presentimiento, pero algo me decía que tenía que tratarse de aquel muchacho. Lo que me gustaría saber es cómo volvió a encontrarlo Anielka y por qué se atrevió a meterlo en casa de su marido. Empiezo a creer que es aún más falsa de lo que imaginaba.
Como había perdido el apetito, apartó su plato, sacó un cigarrillo y lo prendió con una mano ligeramente temblorosa.
—¡Vamos, vamos! No hagas juicios temerarios que más adelante podrías lamentar —dijo Adalbert—. Mientras tanto, debes refrescarme la memoria. Me parece que ya me habías hablado de un personaje que llevaba este nombre, pero te confieso, que he olvidado un poco los pormenores. ¿Quién es realmente?
—Es aquel por quien ella trató de suicidarse en dos ocasiones y yo se lo impedí. En el Nord-Express y en los jardines de Wilanow. Allí es donde la vi por primera vez.[3]
—¡Ah! Ahora lo recuerdo. El estudiante pobre y desde luego nihilista, con el que ella deseaba escapar para compartir su miseria..., hasta que se enamoró de un príncipe cuarentón, veneciano y de sienes plateadas...
—Es un comentario de muy mal gusto —gruñó Aldo.
—Es posible, pero me limito a decir la verdad. Las últimas noticias eran que la joven te quería a ti. Incluso te lo escribió en una nota que tuvo el atrevimiento de darte delante de las narices de su marido. Entonces, si partimos de la premisa de que era sincera, lo lógico sería que la presencia de un antiguo amor la incomodara. Sobre todo porque estamos en Londres y no en Varsovia. Seguro que no fue ella quien lo hizo venir.
En medio de su arrebato teorizador, Adalbert se interrumpió para beberse de un trago la mitad de la cerveza.
—¡Continúa! —lo apremió Aldo—. ¿Crees que ese polaco acudió a ella por iniciativa propia?
—Por descontado. Acuérdate de los retazos de conversación que sorprendió Sally. Anielka le suplicaba que no pusiera en peligro su causa ni tampoco a ella misma. Sin duda él acudió a su compatriota para que lo ayudara. Quizá pretendía obligarla haciéndole chantaje. Tú no estás al tanto de cuáles eran sus relaciones.
—No lo niego, pero a él no le cuadra nada endosarse la librea de criado. Tiene un orgullo infernal.
—Todos los revolucionarios son así. Desde las alturas de su ideología intransigente, desprecian al burgués. Pero cuando se trata de servir a la Causa, están dispuestos a hacer cualquier cosa. Incluso a lustrar los zapatos de un capitalista que encima era comerciante de armas, como el pobre sir Eric.
—¿Sospechas que ese tipo forzó a Anielka a admitirlo en su casa?
—No pudo ser de otro modo. Me imagino que él le contó una historia enternecedora, le hizo recordar el pasado, etcétera. Y después va y mata al marido, emprende la huida y la abandona en medio del embrollo.
A medida que Adalbert desarrollaba su teoría, Morosini se sentía revivir. En esos momentos todo le parecía muy claro..., excepto por un detalle.
—Entonces, dime por qué Anielka se limitó a llorar al enterarse de que el polaco había huido y, lo que es peor, rogó a los policías que lo dejasen en paz alegando que no tenía nada que ver con el asunto, y luego se dejó encarcelar en su lugar. Eso no tiene ni pies ni cabeza.
—Salvo si... Veo dos soluciones: o bien la ha amenazado con algo terrible si lo inculpa, algo que hace que ella prefiera ir a la cárcel, o bien la ha conquistado de nuevo. Y como ella está enamorada otra vez de él, espera librarse del apuro al tiempo que su galán queda a salvo. Cosa que implicaría, evidentemente, y espero que me perdones, que en el corazoncito veleidoso de lady Ferrals se ha producido el proceso inverso y ya no te quiere a ti. A menos que..., ¡ah, eso también sería posible!, que os ame a los dos. Creo haberte dicho ya que las mujeres eslavas son impredecibles.
—Lo dijiste, en efecto, pero no es necesario que lo repitas.
Morosini pidió un café y consultó su reloj.
—Tu amigo Bertram no aparece a menudo por aquí. Si no te importa, dejaré que lo esperes tú solo. No hace falta ser dos para escuchar sus confidencias..., si es que tiene algo que decir.
—¿Y tú adónde vas? Porque seguro que albergas algún propósito.
—Claro. Pienso ir a Scotland Yard y pedir que me reciba míster Warren.
—¿Crees que te comunicará los últimos hallazgos de su investigación? Ése no es amigo de hacer confidencias.
—Tampoco se lo pediré. Lo que quiero es que me autorice a visitar a Anielka en la cárcel.
Vidal-Pellicorne reflexionó un instante y meneó la cabeza.
—No es mala idea. Sólo te arriesgas a que no te lo conceda, pero, si me permites un consejo, no le hables del asunto Harrison.
—No soy idiota. Ese asunto te lo dejo a ti... de momento. Nos veremos en el hotel.
Al salir del Black Friars, Aldo vio que hacía un tiempo todavía peor que antes, pero aun así decidió ir caminando a su destino. La primera mitad del día había estado llena de emociones y sentía necesidad de hacer un poco de ejercicio. Después de encasquetarse la gorra y meter las manos en los bolsillos, echó a andar dando largas y rápidas zancadas en dirección al severo edificio bautizado como New Scotland Yard.[4] Construida hacia 1890 con el oscuro granito extraído de las landas de Dartmoor por los penados de la penitenciaría cercana, la sede de la famosa policía británica, diseñada según el estilo señorial escocés, tenía la forma de un torreón dotado de múltiples ventanas, de modo que se asemejaba a un vigía cuyos cien ojos estuvieran clavados día y noche sobre la ciudad, el puerto, el país, el imperio... El conjunto producía escalofríos, sobre todo si uno sabía que Scotland Yard albergaba un museo de los horrores, el Black Museum, que exhibía una nutrida colección de reliquias criminales.
El sargento que montaba guardia en la puerta acogió al visitante y su petición con bastante cortesía, hizo uso de un teléfono interior para saber si uno y otra eran aceptados, y finalmente encomendó al primero a uno de sus subordinados, encargándole que lo condujera a su destino. El aristócrata extranjero tenía mucha suerte: no solamente el superintendente estaba en su despacho sino que consentía en recibirlo.
Sin su macfarlane a lo Sherlock Holmes, Gordon Warren no presentaba tanto parecido con un pterodáctilo. Vestido con un traje gris oscuro de corte impecable, su aspecto coincidía más con lo que era en realidad: un alto ' funcionario consciente de sus responsabilidades, aunque también capaz de recordar los modales de un gentleman. Señaló un asiento a su visitante con una mano que tal vez careciera de finura, pero que se veía fuerte y bien cuidada. Con la otra, depositó sobre la mesa la tarjeta de visita que Aldo había entregado al policía que lo había acompañado.
—¿El príncipe Morosini, de Venecia? Le ruego que me perdone, pero no estoy muy al corriente de las costumbres europeas. ¿Cómo debo llamarlo, alteza, excelencia o...?
—Nada de eso, simplemente príncipe, señor o sir —le dijo Aldo sonriendo un poco—. Le aseguro, superintendente, que no he venido aquí para comentar con usted las características del protocolo europeo.
—Se lo agradezco. Me han dicho que desea hablarme del caso Ferrals. ¿Era usted amigo de sir Eric?
—Como tuve el privilegio de haber sido invitado a su boda, podría decirse que sí. Pero, en realidad, de quien soy amigo es de la señora Ferrals, a la que conocí en Polonia cuando era todavía la hija soltera del conde Solmanski.
La pregunta brutal lo alcanzó de improviso, aunque fue lanzada en un tono apacible.
—Y naturalmente, está enamorado de ella, ¿no?
Morosini la oyó sin pestañear, y se permitió el lujo de sonreír mientras sostenía la mirada del policía.
—Es muy posible —contestó—. Pero reconozca que es difícil no sucumbir ante tanta gracia y belleza. Sobre todo cuando uno es italiano y medio francés.
—También un británico puede sentir esas emociones, a menos que tenga que enfrentarse muy a menudo con los innumerables rostros del crimen... Me imagino que ha venido a verme para decirme que ella no es culpable, que corro el riesgo de ser responsable de un error judicial...
—Supongo que un hombre de su experiencia no mandaría a la cárcel a una mujer de su edad..., tiene veinte años..., y de su alcurnia por puro capricho.
—Gracias por tener tan buena opinión de mí —dijo Warren con un ademán irónico—. En tal caso, ¿qué puedo hacer por usted?
—Concederme el favor de poder visitarla en la cárcel.
Creo conocer bastante bien a su prisionera y es muy posible que acceda a aclararme lo que ocurrió cuando murió su esposo.
—Oh, eso ya lo sabemos. Ella le entregó a sir Eric un papelillo contra la migraña, él echó su contenido en el vaso de whisky, lo bebió y se murió. Si a eso añadimos que un momento antes habían tenido una violenta disputa, y que hacía ya varias semanas que el matrimonio no se llevaba bien...
—Lo que me habría extrañado sería lo contrario, dada la manera en que el matrimonio había empezado. Pero ¿no le parece una insensatez envenenar a alguien delante de tantos testigos? Y le aseguro que lady Ferrals no es ni estúpida ni insensata. Creo que, antes de detenerla, habría sido prudente encontrar a ese criado polaco que, si no me han informado mal, sirvió el whisky con soda antes de desaparecer de un modo tan oportuno.
—Tengo intención de atraparlo, se lo aseguro, aunque no hemos encontrado restos de estricnina ni en la botella ni en el agua.
—Si el muchacho es un poco hábil, pudo habérselas arreglado para echar el veneno en el vaso mientras escanciaba el whisky. No es posible que sea inocente. Además, habría que saber de qué modo presionó a lady Ferrals para introducirse en su casa. No olvide que Ladislas es un nihilista.
Bajo las tupidas cejas, los ojos amarillos del pterodáctilo se hicieron todavía más redondos.
—¿Ladislas? Pero ¿no se llama Stanislas Rasocki?
—Ignoro su apellido, pero su nombre de pila es Ladislas.
—Está empezando a interesarme, príncipe. Cuénteme algo más y quizá le conceda la entrevista.
Morosini le relató lo que sabía de las pasadas relaciones entre Anielka y su antiguo pretendiente. Warren, que había vuelto a sentarse a su mesa de despacho, lo escuchó dando golpecitos con la pluma estilográfica sobre un expediente.
—Eso explica por qué ella lloraba tanto y se negaba a inculparle —comentó—. En tal caso, se la podría acusar de ser cómplice o incluso instigadora, lo que seguiría siendo muy grave. Y de todas formas ha sido detenida por «haber envenenado o hecho envenenar» a su marido.
—Espero que sus siguientes investigaciones le demuestren que lady Ferrals es inocente. Pero ¿por qué motivo su abogado, durante la vista preliminar, no obtuvo para ella la libertad condicional?
—En eso confieso que no tuvo suerte. La defendió un novato presumido que sólo se preocupaba de su peluca y de los pliegues de su toga. El mismo cerró tras ella las puertas de Brixton.
—Sin embargo, un hombre de la importancia de sir Eric sin duda dispondría de los servicios de un primer espada del Derecho, ¿no?
—En efecto, pero sir Geoffrey Harden, que es el primer espada en cuestión, está cazando tigres con el marajá de Patiala, de modo que echaron mano de su pasante, que en mi opinión tiene más relaciones influyentes que talento. Cuando vea a lady Ferrals, aconséjele que tome a otro abogado defensor. Con el que tiene, a la pobre la aguarda la horca.
—¿Cuando vea a lady Ferrals? ¿Eso significa que me permite...?
—Sí, mañana mismo podrá ir a visitarla a la cárcel. Esta nota es un salvoconducto —añadió Warren al tiempo que le tendía un papel en el que había escrito unas palabras—. Espero que si averigua algo importante, o incluso aunque sea de poca monta, tenga la amabilidad de venir a decírmelo
—Se lo prometo. Lo único que deseo es sacarla de ahí porque estoy convencido de su inocencia. Y hablando de eso, ¿puedo pedirle un consejo?
—Adelante.
—En ausencia de sir Geoffrey Harden, ¿a quién confiaría usted la defensa de un ser... querido?
Por primera vez, Morosini oyó reír al pterodáctilo. Fue una risa franca y sonora que lo hacía casi simpático.
—No estoy seguro —dijo éste— de que se ajuste a mi papel facilitarle un adversario duro de pelar frente al fiscal de la Corona, pero creo que me dirigiría a sir Desmond Saint Albans. Es astuto como un zorro y avieso como una víbora, pero conoce al dedillo las leyes y la jurisprudencia, y sus aceradas diatribas suelen hacer más mella en el jurado que las más hermosas parrafadas de lirismo. Nadie como él para aterrorizar a los jurados. Le advierto que es muy caro, sin duda porque es muy rico, pero supongo que la viuda de sir Eric tiene medios más que suficientes para satisfacer sus honorarios. Justamente el novato presumido consiguió la hazaña de enviarla a prisión al declarar en su alegato que su clienta estaba dispuesta a abonar cualquier fianza, por alto que fuera su importe. De ese modo el juez quedó convencido de que huiría en el primer barco.
—Conozco un poco a sir Desmond —suspiró Morosini, que al oír ese nombre había sentido un pequeño y desagradable sobresalto—. Hace poco asistí al entierro de su tío, el conde de Killrenan. Sir Desmond heredará el título...
—Y la fortuna, cosa que debe colmarle de alegría.
Como todos los coleccionistas, necesita mucho dinero... Por cierto, hablando de colecciones, a usted yo lo había visto antes. ¿No estaba hace un rato delante de la joyería de ese desdichado Harrison?
Aldo se dijo que desde luego ese hombre poseía una vista de lince, pero que en el fondo no sería peligroso contestar a su pregunta, pues, aunque en ella se traslucía un deje de sospecha, sin duda era debido a la deformación profesional.
—Jamás hubiera creído que fuera tan conspicuo —le comentó con una sonrisa—. Efectivamente, me dirigía al establecimiento de míster Harrison junto con un amigo, un arqueólogo francés que se interesa casi tanto como yo por las piedras antiguas. Y como da la casualidad de que soy un experto en este tema, queríamos examinar el famoso diamante antes de que fuera expuesto en la sala de subastas. Por desgracia, cuando llegamos allí el crimen ya había tenido lugar, y no se nos ocurrió nada mejor que unirnos a los mirones para tratar de enterarnos de más detalles. No le negaré que ardo en deseos de hacerle, a mi vez, una o dos preguntas.
—¿Tiene intención de asistir a la subasta?
—Por descontado..., y quizá me decida a pujar.
—¡Demonios! —exclamó el otro con una risa algo sarcástica—. Debe de ser usted muy rico.
—Digamos que lo soy en un grado razonable. Pero tengo varios clientes adinerados que pagarían sumas considerables a cambio de una pieza de tanta importancia.
—Puesto que está usted en el ajo, no ignorará que algunos sostienen que se trata de una copia. La avalancha de cartas que han recibido los periódicos...
—Precisamente por eso quería examinarla con mis propios ojos —dijo Morosini—. Por pura curiosidad, claro, porque ya tenía formada mi opinión basándome en la reputación de míster Harrison. Un joyero de su talla no se dejaría engañar por una burda falsificación —añadió con aire virtuoso.
Le producía un placer perverso proclamar la autenticidad de una piedra preciosa cuando sabía perfectamente que era falsa. Por su parte, el superintendente pareció descubrir los encantos de un gran clasificador verde oscuro, que empezó a acariciar mientras le dirigía a Aldo una sonrisa afectuosa.
—No lo dudo ni por un momento —manifestó con una voz repentinamente llena de dulzura—. Los asesinos tampoco lo dudaban. En lo que a mí se refiere, tengo la esperanza de ponerles la mano encima en un plazo lo bastante corto para que la subasta pueda realizarse. Son orientales y conocemos a un gran número de ellos. Ya he dado instrucciones: ninguna persona de raza amarilla podrá salir del país hasta nueva orden.
—¡Es usted muy expeditivo!
—¿Por qué no, si dispongo de los medios necesarios para serlo? El propio soberano desea que el asunto se resuelva pronto, ya que se trata de una alhaja que en el siglo XV pertenecía a la Corona.
—Le deseo que tenga éxito, pero ¿no querrá usted decirme cómo ocurrió el crimen? ¿Esos hombres emplearon la violencia para entrar?
Gordon Warren se decidió por fin a abandonar el clasificador después de darle unos estimulantes golpecitos.
—Ha sido un desdichado cúmulo de circunstancias —dijo con un suspiro—. Harrison debía recibir la visita de la anciana lady Buckingham, que le había pedido ver a solas esa gema que antaño había pertenecido a su antepasado, el célebre y fastuoso duque de Buckingham cuyo amor por una reina de Francia nos habría costado una guerra adicional de no haber sido por la puñalada que le asestó Felton. Es una dama de edad provecta que vive recluida en su residencia, sin recibir jamás a nadie y cuidada por unos criados casi tan viejos como ella. A Harrison le resultaba imposible no acceder a su petición, de modo que le dijo que la recibiría con mucho gusto. Pero, mientras ella estaba admirando el diamante, han irrumpido en el despacho del joyero dos individuos armados y enmascarados que, después de echar fuera a la señora, han asesinado a Harrison y escapado con el botín.
—¿Cree de veras que eso ha sucedido debido a un cúmulo de circunstancias?
Esta vez los ojos del superintendente se abrieron como platos.
—¿No irá usted a sospechar que lady Buckingham es cómplice de esa gente? Naturalmente, he mandado a Pointer a su casa para que le tomara declaración, pero la dama había tenido que acostarse y se encontraba en tal estado que habría sido cruel arrancarle una sola palabra. En su lugar ha hablado su doncella, que además estaba con ella en la joyería de Harrison. Ahora, príncipe, me temo que no puedo dedicarle más tiempo. Ya se imaginará que la investigación de dos casos tan importantes me exige mucho trabajo. Pero me agradaría volver a verlo... siempre que tenga alguna información que darme.
—Lo espero de todo corazón. Muchas gracias por haberme recibido.
Al abandonar Scotland Yard, Morosini no tenía muy claro lo que iba a hacer a continuación. No le apetecía mucho volver al hotel, pues seguramente Adalbert todavía no habría regresado. De pronto, le entraron ganas de ir a curiosear el ambiente que se respiraba en las proximidades de la mansión del crimen. Paró un taxi y se hizo conducir a Grosvenor Square.
—¿A qué número? —inquirió el chófer.
—No lo sé, pero tal vez usted conozca la residencia de sir Eric Ferrals.
—Desde luego. En cuanto se comete un crimen, la casa más anónima se vuelve famosa.
Situada en el centro del muy distinguido barrio de Mayfair, Grosvenor Square estaba rodeada de varias embajadas y residencias aristocráticas construidas casi todas en estilo georgiano. Habían sido edificadas durante el siglo XIX en ese lugar cercano al palacio de Buckingham por los nobles que estaban al servicio del rey.
—Ahí está —dijo el chófer señalando uno de los caserones más imponentes, delante del cual otro taxi acababa de detenerse—. ¿Quiere usted apearse o prefiere esperar a que ése vaya?
—Prefiero esperar.
En efecto, un hombre con atuendo de viaje salió del vehículo con tanto ímpetu que fue a aterrizar casi sobre los pies de uno de los dos policías encargados de vigilar la mansión y que, con las manos a la espalda, recorría la acera con paso firme y lento. Aldo reconoció de inmediato al conde Solmanski, recién llegado de Estados Unidos. Lo vio parlamentar un momento con los agentes, mostrarles algo que debía de ser un pasaporte y subir por fin los escalones que llevaban al porche sostenido por columnas. Poco después le abrieron la puerta de la casa, pero, como su taxi permanecía junto al bordillo, Morosini dedujo que el padre de Anielka sólo había ido de visita y no pensaba quedarse. Dadas las circunstancias, hubiera sido poco delicado por parte de un pariente de la supuesta asesina instalarse en casa del asesinado.
Adelantándose a la pregunta del taxista, Morosini declaró que aguardaría pacientemente. Al cabo de unos buenos diez minutos, Solmanski salió de estampía. Su observador notó que estaba muy colorado y hacía grandes esfuerzos por recuperar la calma. Sin duda, allí dentro acababa de montar en cólera. Se quedó un momento plantado en lo alto de los escalones hasta que su respiración hubo recobrado el ritmo normal, y entonces se colocó el monóculo en la órbita del ojo, se afianzó el sombrero en la cabeza y se metió en el taxi. Este arrancó en seguida.
—¡Siga a ese coche! —ordenó Morosini.
La persecución fue muy corta. Justo el tiempo de rodear Grosvenor Square y de enfilar Brook Street, donde por fin el taxi de Solmanski se detuvo ante el hotel Claridge.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó el chófer de Morosini.
Aldo vaciló. Tenía ganas de apearse, de seguir al conde para cerciorarse de que iba a alojarse en ese palacio, pero no fue necesario, pues unos mozos transportaban ya al hotel el equipaje del padre de Anielka. Era evidente que ese peligroso personaje no se movería hasta que su hija dejara de estar encausada o hubiera sido juzgada.
Era realmente peligroso ese ruso ataviado con los despojos de un noble polaco que él se había encargado de enviar al extremo de Siberia. Simon Aronov se lo había advertido muy francamente a Morosini cuando, en el cementerio de San Michele de Venecia, le había revelado la verdad sobre su mortal adversario. Enemigo declarado de los hijos de Israel, Fiodor Ortchakov, el sádico verdugo del pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882, trataba por todos los medios de recuperar las piedras del pectoral y el propio aderezo, movido tanto por su amor al dinero como por su odio hacia Simon Aronov, el hombre que osaba encabezar la lucha contra el ruso y sus inquietantes amigos, a los que el Cojo se refería con el nombre de la Orden negra.
Hasta el momento, el falso Solmanski ignoraba el papel que había desempeñado Morosini en la búsqueda de las joyas desaparecidas. Lo veía simplemente como el último propietario del zafiro, que corría en pos del tesoro familiar que había perdido. Un especialista en alhajas antiguas, desde luego, pero que no era de temer, sobre todo porque el amor que sentía por su preciosa hija lo tenía paralizado. Sin embargo, Aronov había hablado muy en serio: si Aldo siguiera interponiéndose entre Solmanski y las gemas que faltaban, éste no vacilaría en rodear su nombre con un círculo rojo en la lista de los que convenía eliminar.
Esta perspectiva no preocupaba en absoluto al príncipe anticuario. El peligro nunca le había hecho retroceder, y además tenía la certeza de que aquel aventurero había propiciado, o quizás ejecutado, el asesinato de su madre, la princesa Isabelle. Y como no le gustaban las maniobras bajo cuerda, opinaba que cuanto antes se rompieran las hostilidades mejor.
En el ínterin, la situación del conde Solmanski permitía a Morosini actuar como simple observador, y eso no estaba mal. Hubiera sido inútil ir a pavonearse ante un enemigo más o menos aturdido por el asesinato de su yerno.
Por consiguiente, mientras el conde procedía a instalarse en el Claridge, Aldo encendió un cigarrillo y se hizo llevar al Ritz.
3. La verdad de cada cual
Construida en 1820, la cárcel de Brixton no era en verdad una penitenciaría. Se utilizaba sobre todo para los presos preventivos que aguardaban a ser juzgados, pero no por eso resultaba un lugar agradable. Sus piedras seculares rezumaban tristeza y humedad. Cuando hubo llevado a cabo los trámites necesarios para entrar en el establecimiento, Morosini se encontró sumergido en una atmósfera opresiva hasta que le hicieron pasar a una especie de armario acristalado que era la sala de visitas, donde se limitó a esperar.
Cuando apareció lady Ferrals, escoltada por una mujer que sólo se diferenciaba de un gendarme porque vestía falda y no llevaba bigote, al príncipe le dio un vuelco el corazón. Anielka, rodeada de ese ambiente grisáceo y vestida de un luto riguroso que hacía resaltar aún más sus rubios cabellos, estaba más hermosa que nunca..., pero no era la Anielka de antes.
Eso era debido a que no parecía estar viva. La palidez de su cara y el tono dorado de sus ojos y su pelo la asemejaban a una de esas estatuillas de oro y marfil a las que el escultor Chiparus debía su fama. Se la veía tan hierática y fría como ellas.
Al reconocer a su visitante, su mirada no se iluminó.
Fue a sentarse al otro lado de la mesa, mientras que su guardiana se quedaba detrás de la cristalera. Aldo la saludó con una inclinación, pero ella permaneció impasible.
—¿Eres tú? —dijo solamente—. ¿Qué has venido a hacer aquí? —añadió en un tono que indicaba que Aldo no era bien recibido.
—He venido para saber si puedo serte útil.
—No me has entendido bien. Lo que quería decir es a qué se debe que estés en Londres.
—Aunque antes de salir de Venecia me enteré de la trágica muerte de tu esposo, no es ésta la razón de mi viaje. He ido a Escocia para asistir al funeral de un viejo amigo, y estando en Inverness leí en un periódico que...
—Que he matado a Eric. ¡No tengas miedo de las palabras! A mí me dejan indiferente.
Anielka le señaló la silla colocada frente a ella y Aldo se sentó.
—No les tengo miedo a las palabras, sino a su significado, que no puedo creer. ¿Tú, una asesina? Eso no hay quien se lo crea.
—¿Por qué no? —repuso ella con una sonrisita desdeñosa—. Ya sabes que no lo quería, que incluso lo detestaba. A su lado los días estaban llenos de lujos, pero las noches estaban formadas por repugnantes tinieblas.
—Pero no tanto como para llegar a matarlo. Sobre todo de ese modo tan estúpido y evidente. Con un papelillo de polvos antimigraña que le diste delante de testigos para que lo disolviera en un vaso de whisky, ¡y encima después de una pelea! Eres demasiado inteligente para hacer eso. Como te conozco, no me resulta difícil imaginarte disparando a Eric Ferrals con un revólver, pero nunca entregándole un medicamento que le provocara una muerte fulminante. Realmente, eso no cuadra contigo.
—¿Por qué no? En Italia, tu país, no es raro que un invitado sea asesinado mediante una bebida que alguien le ofrece con una sonrisa.
—Esa costumbre se perdió hace mucho tiempo, y tú no eres una Borgia. Desde que te detuvieron, no has cesado de proclamar tu inocencia.
—Inútilmente, querido príncipe. Hasta el punto de que empiezo a cansarme de repetirlo. Me replican, no sin razón, que la estricnina no llegó por arte de magia al vaso, ya que no estaba ni en el whisky ni en el agua. No obstante, aunque analizaron los demás papelillos que yo tenía en mi habitación...
—Solamente el de sir Eric contenía estricnina, ¿no es así? En tal caso, ¿por qué no analizaron también el papel que contenía los polvos?
—Eso me pregunté yo también. Pero como Eric arrugó el papel y lo dejó en la bandeja, alguien debió de tirarlo al fuego que ardía en la chimenea.
—¿Tienes alguna idea de quién pudo ser ese alguien?
Anielka emitió el sonido que menos esperaba su visitante: una carcajada brusca y llena de amargura.
—Es posible. John Sutton, el inteligente y abnegado secretario de Eric, que me acusó del crimen nada más ver cómo su amo se desplomaba. Sutton me odia.
—¿Por qué? ¿Qué le has hecho?
—Le di una bofetada. Me parece que es la reacción normal de una mujer honesta cuando un individuo la acorrala en un rincón y le toca los pechos mientras la besa en el cuello.
Hacía tiempo que Aldo sabía que la joven polaca no se mordía la lengua y tenía el don de describir los sucesos con gran realismo. No obstante, esta descripción le arrancó una mueca de asco. Recordaba al secretario como un hombre sumamente correcto, lo que no se correspondía con esa imagen de sátiro, aunque no ignoraba que bajo la impasibilidad británica se ocultaban en ocasiones extraños y ardientes impulsos eróticos.
—¿Está enamorado de ti?
—Si se puede llamar así... Llevo tiempo sabiendo que desea acostarse conmigo.
—¿Se lo dijiste a tu marido?
—Me respondió que estaba loca y se echó a reír. Su afecto por ese... empleado sobrepasaba los límites permitidos. Creo que antes que separarse de él hubiera preferido cortarse un brazo. Seguramente los unía tener un cadáver bien oculto en un armario.
—Querida, sir Eric, como buen vendedor de armas, tenía demasiados cadáveres sobre su conciencia para preocuparse de uno en particular. Y ahora, ¿querrás hablarme de ese criado polaco que quisiste tomar a tu servicio?
La joven, que hasta entonces había estado muy pálida, se puso roja como un tomate.
—¿Cómo lo sabes?
Aldo le dirigió una sonrisa muy afable.
—Ya veo que no has perdido esa sana costumbre de contestar a una pregunta con otra pregunta. Simplemente, lo sé.
En vista de que ella no decía nada, tal vez porque estaba buscando otra manera de atacarlo, el príncipe prosiguió:
—Cuéntame algo sobre ese Stanislas..., ¿o más bien debería decir Ladislas?
Los ojos de la joven se abrieron de par en par, expresando algo parecido al espanto.
—Eres un demonio —susurró.
—No del todo..., o bien un demonio bueno dedicado a serte útil. Vamos, Anielka, deja ya de desconfiar de mí y explícame por qué decidiste meter a tu antiguo enamorado en la mansión de tu esposo.
Ella volvió la cabeza, pero en la lúgubre penumbra del lugar Aldo vio que una lágrima quedaba prendida en sus pestañas.
—¿Enamorado? ¿Acaso lo estuvo alguna vez? Lo dudo mucho, como dudo asimismo de ese gran amor que pretendías sentir por mí.
—Dejemos esto aparte de momento, ¿quieres? —repuso con dulzura Morosini—. No fui yo quien se echó en brazos de sir Eric en la casa de Vésinet.
—Él acababa de salvarme y yo no podía hacer otra cosa. Como tampoco pude hacer otra cosa cuando encontré a Ladislas en Hyde Park, donde sin duda estaba esperándome.
—¿Cómo podía saber que estarías allí? Ahora todo el mundo sabe lo mucho que te gustan los parques, pero ¿por qué precisamente aquél? Londres está lleno de jardines públicos.
—Ya, pero yo solía cabalgar por allí un rato cada mañana.
—¿Sola?
—¡Claro, sola! Me desagrada que me acompañen, porque tengo la impresión de que me vigilan. Desde luego, siempre encontraba a algún conocido, pero me las arreglaba para desembarazarme de él.
—Por lo visto no lo conseguiste con Ladislas. Es evidente que el efecto sorpresa le favoreció.
—En efecto. Salió de detrás de un arbusto y casi fue a caer entre las patas de mi yegua, de modo que estuve a punto de salir despedida de la silla.
—¿Te alegraste de volver a verlo?
—En un primer momento, sí. Me traía la atmósfera de mi amado país y también el recuerdo de mi primer amor. Para una mujer eso es algo importante.
—Para un hombre también. Pero acabas de decir «en un primer momento». ¿Acaso no duró tu alegría?
—No. En seguida comprendí que me encontraba frente a un adversario, por no decir un enemigo. Oh, por supuesto al principio se mostró muy amable..., a su manera. Decía que había venido a Inglaterra solamente para estar a mi lado y que había sido una estupidez separarnos como lo hicimos.
—¿Quería que reanudarais vuestra relación?
—No exactamente. Lo que exigía (porque en seguida exigió) era que lo introdujera en el entorno de mi esposo. Se mostró indignado de que me hubiera casado con un traficante de armas, pero tenía intención de utilizarlo para «su causa». De hecho, fueron sus compañeros marxistas los que lo enviaron aquí con papeles de identidad falsos y un objetivo muy preciso: conseguir dinero para su revolución. Les había parecido una idea enormemente jocosa sacarle esa contribución a un vendedor de cañones. También querían obtener armas.
Aldo se sacó la pitillera del bolsillo, extrajo un cigarrillo y le ofreció otro a la joven antes de encenderlos.
—¡Pero eso es cosa de locos! ¿Pretendía que tú robaras y le dieras...?
—No, ya te lo he dicho. Lo que quería era entrar al servicio de Eric. Me aseguró que, una vez en la casa, ya se las compondría para obtener lo que esperaba.
—¿Y por qué aceptaste? En mi opinión, lo correcto habría sido volver a montar a caballo..., porque habías descabalgado, ¿no?..., y despedirte a la francesa alejándote al galope.
—Ya me habría gustado, pero era imposible. ¡No creerás que Ladislas me asaltó con esa proposición sin tener un buen respaldo!
—¿Te hizo chantaje?
—Naturalmente. Cuando una es joven y está enamorada por primera vez, no es raro que se muestre imprudente. Y eso es lo que hice: le escribí unas cartas.
—Es una manía deplorable que con frecuencia os cuesta muy cara a las mujeres. ¿Y qué quería hacer él con esas cartas? ¿Enseñárselas a Ferrals? Tu marido no era tonto y ya supondría que de jovencita habrías tenido algún entusiasmo amoroso. Además, esas cartas que escriben las chiquillas no suelen ser muy atrevidas.
—Las mías sí. Confiaba tanto en Ladislas que le conté paso a paso los planes de mi padre para obligar a sir Eric a casarse conmigo.
—¡Oh, qué poco me gusta eso! —exclamó Aldo haciendo una mueca.
—Pues todavía hay más. Por aquella época yo era partidaria de las ideas de Ladislas y su grupo, porque quería que al menos siguiera siendo mi amante.
—Entonces, ¿era tu amante? —soltó Aldo estupefacto.
Anielka levantó hacia él unos ojos llenos de candor.
—Más o menos..., sí. Y como quería conservarlo..., creo que ya te di muestras de ello en dos ocasiones..., le dije lo que quería oír, le prometí que lo ayudaría a... ¿cómo lo expresaban Ladislas y sus amigos?..., ¡ah, sí!, a desplumar al gran pichón capitalista. ¿Te imaginas qué efecto le habría causado esa correspondencia a mi marido?
—Me lo imagino muy bien. Y también lo que ocurrió a continuación: enterneciste a Ferrals contándole la triste historia de un primo tuyo hundido en la miseria al que habías encontrado por un milagroso azar...
—Algo por el estilo. Le dije que era hijo de mi ama de cría, y en seguida le proporcionó un empleo como criado.
—Parece una novela. Las amas siempre están provistas de unos retoños tan molestos y descarriados como pintorescos. Y, desde luego, el asesino fue él, ¿verdad?
—Desde luego. Sin duda era el objetivo que perseguía, pero se había guardado muy mucho de decírmelo.
—Pero ¡demonios! ¿Por qué no se lo contaste todo a la policía en lugar de dejar que te detuvieran y te metieran en la cárcel? Si lo hubieras hecho, las acusaciones del secretario habrían tenido muy poca fuerza.
—¡Era imposible! No podía hacer eso sin poner en peligro mi vida. ¡Compréndelo! Ladislas no había venido solo a Inglaterra. Tenía unos camaradas..., una célula, decía él, encargada de protegerlo, de guardar lo que él obtuviera y de ayudarle a huir en caso de peligro. Y a mí ya me había advertido de que en tal caso no debía decir nada que pudiera dar una pista a la policía, o de lo contrario...
—De lo contrario, no debías esperar perdón ni compasión —dijo lentamente Aldo—. Estarías condenada a muerte.
—Eso es. Y además me dije que en prisión no tendría nada que temer, porque estaría protegida.
—De todo menos de la horca. Pero, desdichada, ¿no comprendes que si no descubren al verdadero asesino te expones a que te ahorquen?
—No, no lo creo. Mi padre se apresurará a regresar de América; él sabrá defenderme. Mejor que ese joven imbécil que sustituyó a sir Geoffrey Harden. Mi padre contratará a un buen abogado.
—Hablando de eso —dijo Aldo, sacando un papel del bolsillo—, me han recomendado a un abogado muy hábil y combativo. Llevo escritos aquí su nombre y dirección.
—¿Quién te lo ha recomendado?
—Por extraño que parezca, ha sido un alto funcionario de la policía. Pero yo también conozco un poco a sir Desmond Saint Albans, y aunque no me inspira una gran simpatía, al parecer cuando se pone la peluca se convierte en un luchador que defiende su causa como un perro su hueso. Para no omitir detalle, añadiré que cobra muy caros sus servicios, pero quizá valga la pena.
Ella cogió el papel, lo leyó y lo retuvo en la mano.
—Gracias —dijo—. Pediré que me defienda. El dinero no tiene importancia.
En ese momento entró la carcelera.
—Sir, el tiempo que se le ha concedido ha terminado.
—Sólo unas palabras más —le dijo Morosini, levantándose, y añadió dirigiéndose a Anielka—: Cuando veas a tu nuevo defensor, te suplico que le digas la verdad, toda la verdad. Por cierto, ¿cuál es el apellido de tu Ladislas?
—Wosinski. ¿Por qué me lo preguntas?
—¿No crees que lo más conveniente para ti sería que los encontraran a él y a su banda? Entonces ya no tendrías nada que temer. Trata de no perder la esperanza, Anielka. Confío en poder volver aquí. ¿No necesitas nada?
—Wanda vendrá a traerme unas pocas cosillas.
Sin añadir nada más, ni dar la mínima señal de satisfacción por la visita, la joven fue a reunirse con su guardiana, que corría y descorría ruidosamente el cerrojo de la puerta. Aldo no pudo soportar separarse de ella de este modo, así que la llamó.
—¡Anielka! ¿Estás segura de que no sigues enamorada de ese hombre al que te esfuerzas en proteger?
—Eres el último que debería hacerme esa pregunta, Aldo. Ya te la contesté hace unos meses en una nota, y mis sentimientos no han cambiado desde entonces.[5]
Por uno de esos pequeños milagros que sólo el amor puede realizar, Aldo tuvo la sensación de que un rayo de sol había venido a iluminar y prestar calidez a los grises y siniestros muros, por lo que salió de la cárcel caminando con paso alegre.
Justo cuando alcanzaba el coche que lo estaba aguardando, otro taxi se detuvo detrás del suyo. Una mujer corpulenta y de edad mediana se apeó de él y procedió a extraer del vehículo una maleta que parecía bastante pesada. Como hombre galante que era, Aldo se precipitó a ayudarla.
—Permita que lo haga yo, señora. Esto es demasiado para sus fuerzas.
—¡Oh, gracias, caballero! —dijo ella con acento extranjero, y acto seguido se echó a llorar.
Aldo reconoció entonces a Wanda, la fiel doncella de Anielka, que sin duda le traía aquellas «pocas cosillas» que la joven necesitaba.
—¡El señor Morosini! —exclamó ella entre dos sollozos—. ¿Está usted aquí? ¡Qué alegría, Dios mío, qué gran alegría!—Y se puso a llorar todavía con más fuerza.
—Si está tan contenta, debería calmarse —le aconsejó él. De súbito, se le ocurrió preguntar—: ¿A qué es debido que haya venido en taxi? ¿Acaso no quedan vehículos propios en casa de sir Eric?
—No quedan para mi pobre pequeña lady —contestó con indignación la doncella, que a la sazón parecía dominar el francés—. Ese horrible míster Sutton lo ha prohibido con el pretexto de que nadie debe hacer nada para ayudar a una..., a una asesina. ¡Oh, es... es espantoso!
—Para ser inglés, este hombre conoce muy poco las leyes de su país, que dicen que todo detenido es inocente hasta que se demuestre su culpabilidad.
—Si es así, ¿por qué mi pobre pequeña está en la cárcel?
—Es lo que llaman prisión preventiva. ¿Va usted a llevarle esta maleta?
—Sí, me ha pedido varias cosas. Pobre ángel mío, ella que es tan…
Interrumpiendo el panegírico de Anielka, que a buen seguro iba a ser muy largo, Aldo condujo a Wanda hasta la puerta de Brixton y le dijo que la esperaría para acompañarla a casa.
—Un solo coche bastará para los dos. Voy a despedir su taxi.
—¿De verdad quiere esperarme?
—Claro. Así podremos hablar un rato. ¡Pero no se entretenga demasiado!
—¡Oh, no! Si no me permitirán verla. Dejo la maleta al portero y vuelvo en seguida.
Unos minutos después estaba de regreso. Se sentó en el taxi junto a Aldo y éste se apresuró a abordar el tema.
—Acabo de darle a su señora el nombre y la dirección de un abogado de valía. Parece ser que hasta ahora la han defendido muy mal.
—¡Ah, eso sí que es verdad! Jamás debería haber acabado en la cárcel. Y si no fuera por ese mentiroso de secretario...
—Ya estoy al corriente de eso —la cortó Morosini—. Me gustaría que me hablara del que ha desaparecido, un tal Ladislas Wosinski, que entró a servir en la casa con un nombre falso. Aunque no me explico por qué se tomó la molestia de cambiarse el nombre, puesto que sir Eric nunca había oído hablar de él.
—Sir Eric no, pero el señor conde se habría puesto furioso si se hubiera enterado de que estaba en la casa. Mi tesoro se habría visto en un buen aprieto.
—Supongo que a estas alturas el conde ya lo sabe. Ayer le vi llegar a la mansión de Grosvenor Square. No se quedó allí mucho rato y al salir parecía furioso, aunque hacía esfuerzos por contenerse.
Wanda alzó los ojos al cielo y juntó las manos al rememorar lo ocurrido.
—¡Oh! El señor conde tuvo una tremenda discusión con Sutton a causa de lo que éste había hecho y también a causa del criado polaco, pero gracias a Dios el secretario sólo conoce a un tal Stanislas Razocki y el señor conde no sabe más que él.
—¿Qué es eso de «gracias a Dios»? Resulta que un hombre ha obligado a su señora a acogerlo en su casa, ha asesinado a su marido y luego ha huido cargándole el muerto, y a usted le parece que todo va perfectamente.
—Pues claro que sí. Ladislas Wosinski es un patriota de corazón noble, y si ha matado ha sido para proteger a la mujer de la que está enamorado..., porque todavía la quiere con toda su alma. Seguramente oyó cómo su marido la insultaba a gritos un poco antes.
—Ya sé que tuvieron una fuerte discusión, pero sin duda no era la primera vez.
—Sí, era la primera vez que reñían con tanta violencia. Desde hacía un tiempo, mi pequeña se negaba a acostarse con él. Tenía unas dolorosas migrañas que trataba de aliviar con un medicamento.
Pese a la gravedad del asunto, a Morosini se le escapó una sonrisa. La migraña, sustituida a veces por dolencias más íntimas, siempre había sido la defensa preferida de las mujeres contra el débito conyugal.
—¿Y aquel día le dolía la cabeza? Pero era un poco pronto para irse a la cama, ¿no?
—Desde luego. Pero la joven lady estaba sentada ante su tocador acicalándose para la velada. Debo añadir que llevaba un vestido muy escotado y que estaba particularmente hermosa y deseable. Su marido había bebido y la pasión lo cegó. Me echó fuera de la habitación y no pude ver nada más, pero lo que oí era horrible. Cuando poco después sir Eric salió, tenía la cara de un rojo subido, casi morado, y se estaba arrancando el cuello postizo para poder respirar. En cuanto a mi tesoro, lloraba a lágrima viva sentada en la cama y casi desnuda, pues el marido le había destrozado el vestido. Al cabo de un momento, sir Eric volvió para pedirle perdón, pero ella no le abrió la puerta.
Sin duda alguna, el relato que Aldo estaba oyendo era la pura verdad. Lo que él había sabido sobre las primeras relaciones de Anielka con Ferrals, y sobre todo lo que había sucedido una vez firmado el contrato matrimonial confirmaban que Wanda no mentía. Morosini imaginaba claramente la escena cuya continuación había tenido lugar en el despacho de sir Eric y en presencia de la duquesa de Danvers: sir Eric se quejó de un fuerte dolor de cabeza y Anielka le propuso con fría ironía que le trajeran un papelillo de los polvos que ella solía tomar en tales ocasiones.
—¿Fue ella misma a buscarlo o envió a otra persona? —preguntó Aldo.
—Milady le sugirió a Ladislas que fuera a pedírmelo y yo se lo di.
—Pero entonces, ¡maldita sea!, ¿por qué la detuvieron? ¿Qué demonios pudo decir Sutton para incriminarla? El papelillo pasó por dos pares de manos, y supongo que, cuando Ladislas se lo pidió, usted escogió al azar uno de los que contenía la caja.
—Naturalmente, y eso fue lo que le dije al señor de la policía. Pero Sutton dijo que deseaba hablar confidencialmente con ese señor y no pude oír ni una sola de sus palabras. Lo único que sé es que mi tesoro está en la cárcel.
—¡Menos mal que me lo recuerda! —exclamó Morosini en tono sarcástico—. Por cierto, creo que ha llegado el momento de que me explique por qué se alegra tanto de que Ladislas ande suelto por ahí mientras que su tesoro pasa los días sobre la paja húmeda de un calabozo.
—Puede estar seguro de que él la sacará de allí. La quiere demasiado para dejarla en la cárcel.
—¿Lo dice en serio? —repuso Morosini, a quien esos ditirambos de Wanda empezaban a fastidiar considerablemente—. ¿No cree que habría sido más sencillo no huir como alma que lleva el diablo y hacer frente a sus responsabilidades protegiendo a Anielka cuanto le fuera posible?
—No, porque sólo habría conseguido que los encarcelaran a los dos. Mientras él esté fuera, hay esperanza para mi pequeña lady. Estoy convencida de que él tiene amigos en Inglaterra y está planeando liberarla... o facilitarle la evasión, a fin de que ambos puedan disfrutar de su amor en el viejo terruño que jamás debimos abandonar.
Aldo desistió. Aquel diálogo era auténtica ciencia ficción y resultaba evidente que no lograría sacar a la buena mujer de su sueño de un príncipe azul. Una cosa era segura: entre la versión de Anielka y la de su leal doncella existía un abismo demasiado profundo y enmarañado para atreverse a transitar por él.
—Ahora que lo pienso —dijo Morosini—, ¿por casualidad no sabrá usted dónde podría encontrar a Ladislas Wosinski?
Arrancada con brutalidad de las celestes regiones en las que se mecía, Wanda dirigió a su vecino una mirada severa.
—¿Por qué me lo pregunta? ¿Acaso tiene la intención de entregarlo a la policía?
—En absoluto —replicó Aldo, guardándose mucho de añadir que ya le había hablado de él al superintendente Warren—. Es que, mire usted, pensándolo bien me gustaría saber dónde está. Imagínese por un instante que, olvidando el gran amor que siente por Anielka, elija su propia seguridad y la abandone en manos de la justicia inglesa.
—Si usted lo conociera, no se le ocurriría algo tan abominable. Es el hombre más altruista del mundo, un verdadero paladín que ha consagrado su vida a la libertad de su país, la auténtica libertad, y a aliviar los sufrimientos del pueblo polaco. Créame, hará lo que debe hacer cuando llegue el momento. Sólo hay que tener un poco de paciencia...
Morosini hizo una mueca dubitativa. Era preciso tener una fe ciega para estar persuadida hasta ese punto de la pureza de intenciones de un hombre que Anielka describía como un chantajista. No obstante, renunció a discutir.
El resto del trayecto transcurrió en silencio. Sólo se oía el bisbiseo de Wanda recitando sus oraciones. Pero en cuanto divisaron la residencia Ferrals, Aldo declaró:
—Antes de que nos separemos, quiero que sepa una cosa: yo sí que deseo salvar a su señora. En primer lugar porque creo que es inocente, y en segundo lugar porque la amo. Si más adelante necesito la ayuda de usted, ¿podré contar con ella?
De inmediato, la doncella se mostró llena de arrepentimiento.
—¡Oh, perdóneme! Había olvidado que usted también la ama y sin duda le he herido con mis palabras. Pero estoy dispuesta a ayudarle. Si alguna vez desea hablar conmigo, todas las mañanas voy a oír misa de nueve a la iglesia del Oratorio, cerca del Victoria and Albert Museum. No queda lejos de casa, mientras que la iglesia polaca está en un suburbio. Le gustará, ya lo verá, es una iglesia italiana, según creo. Nunca hay mucha gente y podremos hablar tranquilamente. Además, durante la misa uno está bajo la mirada de Dios —añadió Wanda con aire sentencioso, alzando un dedo hacia el techo del vehículo.
—Me parece perfecto. Y si usted desea comunicarme algo, puede dejarme un mensaje en el hotel Ritz. Le voy a anotar el número de teléfono —dijo Aldo mientras arrancaba una hoja de su agenda para escribir las cifras.
Cuando el taxi paró, Wanda se dispuso a apearse, pero Morosini la detuvo.
—Otra cosa más. No se extrañe si dentro de un cuarto de hora vengo a llamar a esta puerta. No será para verla a usted, sino a míster Sutton.
—¿Quiere hablar con él? —gimió la mujer con súbita inquietud—. ¿De qué?
—Eso es asunto mío. Deseo hacerle un par de preguntas.
—No querrá recibirle.
—Sería una verdadera torpeza. De todos modos, no pierdo nada con intentarlo. Entre usted en la casa, que yo volveré después de dar una vuelta.
Un cuarto de hora más tarde, un mayordomo de expresión gélida le hizo pasar a la residencia del finado Eric Ferrals y lo dejó de momento al pie de una escalinata artísticamente curvada, por la que subió diciendo que iba a cerciorarse de que míster Sutton estaba en disposición de recibir una visita. Morosini no tuvo más remedio que aguardar en compañía de una colección de bustos romanos de ojos ciegos, de un sarcófago bizantino y de un lavamanos de bronce que debía de proceder de algún lejano lugar próximo a Pekín. La vivienda londinense del comerciante de armas se parecía mucho a la del parque Monceau, pero todavía resultaba más siniestra, si es que ello era posible, debido en parte al pesado mobiliario de estilo georgiano. Las espesas pasamanerías y los cortinajes de terciopelo color chocolate contribuían a hacer la atmósfera sofocante.
El despachito al que Aldo fue conducido al cabo de unos instantes no era mucho más alegre, aunque le daban cierta vida los innumerables papeles que cubrían la mesa de trabajo y la potente lámpara que los iluminaba. Un batallón de archivadores verde oscuro ocultaba las paredes. Plantado en medio de la habitación como si fuera el guardián de un templo, y vestido de negro de la cabeza a los pies, John Sutton esperaba a su visitante.
El silencio que reinaba en la casa era impresionante. No se oía ningún ruido, ni siquiera un roce o un murmullo. Incluso el fuego de carbón que ardía en la chimenea lo hacía quedamente, como si un crujido o un chisporroteo hubieran constituido un sacrilegio.
El secretario saludó a Morosini con una inclinación, afirmó que estaba encantado de volver a verlo en plena forma —no había tenido ese placer desde la famosa noche en que Aldo había ido a la calle Alfred-de-Vigny para recoger el rescate de Anielka y el Rolls-Royce—, y señalándole una butaca añadió que consideraría un honor poder serle de alguna utilidad.
Morosini se sentó cuidando de no arrugar la raya de su pantalón y contempló un instante al joven, al tiempo que sacaba un cigarrillo con el que dio unos golpecitos sobre la brillante superficie de su pitillera de oro.
—He venido a hacerle una pregunta —dijo por fin.
—Ya me han hecho muchas durante los últimos días.
—Me sorprendería que le hubieran hecho ésta: ¿por qué tiene tanto empeño en que lady Ferrals sea condenada a la horca?
Antes de hablar, Aldo se había preparado para cualquier clase de reacción por parte del secretario menos la que siguió. John Sutton sostuvo su mirada sin mostrar la menor emoción y después respondió en tono suave:
—Pues porque ella no merece otra cosa. Es una asesina redomada que preparó su crimen con premeditación. —Acompañó estas palabras con una sonrisa, y Morosini tuvo que hacer un esfuerzo por dominar la reacción que en su temperamento latino había provocado tamaña insidia.
Para conseguirlo, prendió el cigarrillo y exhaló una bocanada de humo hacia el techo adornado con molduras.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —dijo con voz serena—. ¿Acaso posee pruebas?
—Pruebas materiales, no. La única que habría sido decisiva (el papelillo que había contenido el veneno) desapareció como por arte de magia; sin duda una mano diligente lo echó al fuego. Sin embargo, yo había visto y oído muchas cosas, y por esa razón no vacilé ni un instante en acusar a lady Ferrals. Es posible que usted lo sienta en el alma, pero créame, príncipe, no cabe la menor duda: ¡ella es culpable!
—No tendré motivos para invalidar sus convicciones en cuanto me haga usted el favor de contarme lo que había visto y oído. Imagino que sentía mucho afecto por sir Eric, ¿o me equivoco?
—No se equivoca, le respetaba mucho. En cuanto hube terminado mis estudios en Oxford, entré a su servicio, y desde entonces no me había separado de él.
—Es usted joven, de modo que no puede haber estado mucho tiempo con sir Eric.
—Tres años, pero, tratándose de un hombre de sus cualidades, unas pocas semanas habrían bastado para despertar mi admiración.
—Es posible. No tuve el privilegio de tratarlo mucho, dejando aparte que fuimos adversarios en un asunto del que usted está al corriente. Sin embargo, debo repetirle mi pregunta: ¿qué es lo que había visto y oído?
—¿Quiere saberlo? En tal caso, antes de nada debo informarle de que dos meses atrás habíamos contratado a un criado polaco...
—Pasemos por alto ese detalle. Cuando la duquesa de Danvers me relató aquella velada trágica, me habló de ese sirviente que se esfumó sin dejar rastro.
—Ese detalle, como usted dice, no carece de importancia. Lo comprenderá cuando le diga que sorprendí a lady Ferrals en sus brazos.
—¿En sus brazos? ¿No estará usted... dramatizando la situación?
—Juzgue usted mismo. Ocurrió hace unas tres semanas. Sir Eric cenaba aquella noche en casa del alcalde, y yo había ido a un espectáculo de ballet en Covent Garden. Dado que tengo mi propia llave, entré en la casa sin hacer ruido e incluso sin encender la luz. Siempre suelo hacerlo así porque conozco el lugar como la palma de mi mano, y además sir Eric detestaba que mis salidas nocturnas no fueran discretas.
»De modo que ya subía la escalera cuando oí una risa y unos susurros. Venían de las habitaciones de lady Ferrals y me di cuenta de que la puerta de su vestidor estaba entreabierta. El débil rayo de luz que salía de su interior me permitió distinguir al tal Stanislas que salía a hurtadillas. En el momento en que iba a cruzar el umbral, lady Ferrals se acercó a él y ambos se abrazaron... apasionadamente, antes de que él la apartara suavemente hacia el vestidor. —Sutton se interrumpió y, después de hacer dos o tres profundas inspiraciones, espetó en tono colérico—: Ella estaba casi desnuda, pues apenas puede llamarse vestimenta a aquel fino camisón de batista blanca... Eso fue lo que vi, pero confieso que a partir de entonces me dediqué a espiarlos.
—¿Y qué fue lo que oyó? —preguntó con esfuerzo Aldo, que tenía un nudo en la garganta.
—Oí muchas frases incomprensibles para mí, porque hablaban en su idioma y yo lo desconozco. Excepto una vez, una única vez, en que la oí decirle a él: «Si quieres que te ayude, primero tengo que ser libre, así que antes has de ayudarme tú.» Eso fue cuatro días antes de que muriera sir Eric.
—¿Y todo eso se lo contó usted a la policía?
—Naturalmente. Aunque me había resultado difícil soportar que ella introdujera a su amante en la mansión, no había querido decir nada, pues confiaba en que sir Eric descubriera por sí mismo la verdad, cosa que no podía dejar de ocurrir. Pero cuando lo vi morir allí, casi a mis pies, fui incapaz de callarme. ¡Me habría gustado matarla con mis propias manos!
Se hizo un silencio. Morosini estaba intrigado: por una parte, aquella versión se parecía bastante a la de Wanda, cuya devoción por Anielka no la hacía sospechosa de mentir; por otra parte, ¡era tan distinta a la de la joven! Aldo sabía por experiencia que Anielka poseía cierto talento para urdir mentiras, pero le costaba mucho admitir que su habilidad llegara hasta tal punto. De modo que decidió acorralar a Sutton para obligarlo a defenderse.
—El hecho de que usted exprese tanta... rabia sin duda significa que quería mucho a sir Eric..., o bien que el odio que siente hacia su esposa..., porque usted la odia, ¿verdad?..., se debe a la circunstancia de que usted estaba enamorado de ella y ella lo rechazó.
El joven secretario soltó una risita mientras un relámpago iluminaba sus ojos, profundamente hundidos en sus órbitas.
—¿Que yo la amaba? No, no me inspiraba ninguna ternura, pero sí la deseaba —declaró con una brusquedad muy británica—. Confieso que la deseaba y todavía la deseo. Únicamente confío en que mi deseo muera al mismo tiempo que ella.
Nada había que añadir. Morosini acababa de enterarse de todo lo que le interesaba saber e incluso de algo más. Se levantó.
—Le agradezco que me haya hablado con tanta franqueza —dijo—. Aunque no estoy tan convencido como usted de la culpabilidad de lady Ferrals. En lo que se refiere a usted, creo comprender mejor sus motivaciones, si bien me parece que la principal han sido los celos.
—¿Los celos? Oh, no lo niego, pero no son del tipo que se imagina. No tenía celos de ella porque me negara su cuerpo y en cambio se lo ofreciera a un sirviente, sino por una razón muy diferente que no estoy dispuesto a revelarle. Le deseo que pase muy buenas tardes, príncipe Morosini.
—Lo mismo digo, pero además me gustaría desearle la paz del alma, a pesar de que no da la impresión de haber tomado un buen camino para lograrla.
Sin preocuparse de la llovizna, que no daba muestras de querer detenerse, Aldo decidió regresar a pie. Tenía necesidad de poner en orden sus ideas, y caminar siempre le había parecido estimulante para dicha actividad. Por añadidura, la distancia que debía recorrer no era muy grande. Con las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos, se puso a andar a paso rápido a través de la luz incierta —el día declinaba—, en la que a veces surgía la silueta piramidal de un policía tocado con su casco y envuelto en su oscura capa. También se topó con algunos peatones, pese a que en ese barrio aristocrático la gente se desplazaba sobre todo en coche.
La entrevista con Sutton le había dejado un regusto amargo. Lo que le habían contado en el transcurso de aquel día lo había dejado indeciso, desanimado, con la impresión de que una red de mentiras se había precipitado sobre él impidiéndole cualquier movimiento. Las imágenes demasiado nítidas que había evocado el secretario lo trastornaban, sobre todo porque Sutton no negaba que había intentado seducir a Anielka. ¿Qué clase de mujer era ella en realidad? Y en la pareja formada por ella y Ladislas, ¿cuál de los dos manipulaba al otro? En cuanto a sí mismo, ¿debía creer en el amor que la joven afirmaba sentir por él? ¿Qué esperaba Anielka de su persona y hasta qué punto trataba de manipularlo? Todas estas preguntas se agolpaban en su mente, y lo que más le irritaba era no encontrar para ellas una sola respuesta. ¡Y pensar que hacía unas horas, al salir de Brixton Jail, estaba feliz y deseoso de defender a su amada de ojos dorados, de hacer lo imposible por salvarla! Mientras que ahora no sabía qué curso de acción seguir.
Le vino a la memoria una frase de Châteaubriand que su preceptor, Guy Buteau, le había repetido cuando, siendo adolescente, no tenía claro lo que quería hacer: «Ve hacia delante, a no ser que tengas miedo y prefieras cerrar los ojos.»¿Cerrar los ojos? La idea era tanto más inconcebible cuanto que se sentía casi ciego. Entonces, ¿seguir hacia delante? Pero ¿en qué dirección?
De pronto lo invadió una oleada de dolor, el dolor que siente todo hombre que teme haber entregado su amor a una mujer que no lo merece, y se hizo tan intenso que a punto estuvo de gritar y se vio obligado a apoyarse en una farola. Nunca había experimentado ese sentimiento de desesperación e impotencia, ni siquiera cuando, años atrás, tuvo que decir adiós a Dianora.[6] Quitándose el sombrero con un ademán brusco, cerró los ojos y dejó que la fría lluvia le empapara la cabeza. Sus lágrimas, que fluían a su pesar, se mezclaron con las gotas de agua.
Una voz femenina le hizo abrir los ojos.
—¿Necesita ayuda, señor? Parece usted indispuesto.
La desconocida, que se guarecía bajo un gran paraguas, era joven, bastante bonita y llevaba un tocado de terciopelo que resaltaba su tez luminosa. Morosini consiguió sonreírle.
—Gracias, señora. Ya se me está pasando. Es una antigua herida de guerra que a veces vuelve a atormentarme.
Ninguno de los dos pudo decir nada más, porque de una limusina verde que se paró junto a ellos surgió un chófer vestido con uniforme negro, el cual, acercándose a Morosini, lo tomó del brazo con tal autoridad que éste, pillado por sorpresa y con la guardia baja, no fue capaz de protestar.
—Su excelencia no debería salir con un tiempo así. Ya se lo he dicho a su excelencia, pero se niega a hacerme caso. Menos mal que lo he visto —dijo el chófer, cuyo aspecto mongol de pronto le resultó familiar a Morosini.
Mientras el conductor lo arrastraba hacia el vehículo, Aldo apenas tuvo tiempo de dirigir una última palabra de agradecimiento a la caritativa londinense, pues una mano lo atrajo al interior del potente automóvil y lo obligó a sentarse sobre los cojines de terciopelo. Se encontró junto a un hombre con el rostro parcialmente oculto por el ala de un elegante sombrero, unas gafas de sol y el cuello subido de una pelliza forrada de astracán. Pero lo que primero llamó la atención de Aldo fue el bastón de ébano y empuñadura de oro con el que jugueteaba una mano enguantada. Su sorpresa fue tan grande que de momento se le olvidaron sus pesares.
—¿Usted aquí? —dijo sin aliento—. ¡Qué inesperado!
—En efecto. Debe saber que sólo he venido para verlo, y que le hemos estado siguiendo desde que salió del hotel.
—Pero... ¿por qué?
—Porque al enterarme de la muerte de Ferrals me temí que ocurriría lo que está ocurriendo: el amor que siente por la hija de Solmanski ya ha empezado a destruirlo y lo conseguirá si no ponemos remedio.
—¿No exagera usted un poco? —protestó Morosini—. ¿Quedar destruido yo?
—Todavía no, pero ya lo verá. Piense que en unas pocas horas ha pasado de la felicidad a la duda y al sufrimiento. Porque usted está sufriendo, lo lleva escrito en la cara.
Morosini se encogió de hombros y se dedicó a secarse lenta y ostentosamente los cabellos con el pañuelo.
—¡Son cosas que pasan! —dijo, suspirando—. De momento tengo lá impresión de haberme vuelto idiota, ya no sé qué creer ni qué pensar.
—¿Y si pensase en otra cosa?
La voz profunda y con sonoridades de violonchelo de Simon Aronov tenía una entonación amable, pero Aldo percibió un velado reproche que le hizo sonrojar.
—Usted insinúa que no he venido aquí para ocuparme de los asuntos de lady Ferrals y confieso que tiene toda la razón —declaró—, pero se han producido nuevos acontecimientos. Seguro que ya lo sabe... y debe admitir que la muerte de Harrison ha cambiado muchas cosas. En la situación en que estamos Vidal-Pellicorne y yo, he creído que mientras Adalbert hacía averiguaciones yo podría dedicarme a la que...
—La que lo ha embrujado y por la que ya arriesgó usted la vida. Está dispuesto a volver a hacerlo y no puedo reprochárselo, es una reacción humana, muy propia, además, de su manera de ser. Pero yo le pido que evite mezclarse en este asunto..., por lo menos durante un tiempo. ¡Es demasiado peligroso!
—¿Peligroso? ¡Qué va! Hasta ahora he actuado de acuerdo con el superintendente Warren, a quien debo informar de lo que haya podido descubrir. ¿Dónde está el peligro?
—En el Claridge. Solmanski acaba de llegar de América.
—Lo sé. Ayer lo vi entrar en casa de su yerno y salir de allí furioso.
—Reconozca que tenía por qué estarlo. Volvía tranquilamente con objeto de asistir a la venta del diamante, encantado sin duda de haberse enterado de la muerte de su yerno, cosa que le iba a permitir recobrar a la vez el zafiro, o lo que creía ser la piedra original, y una cuantiosa fortuna. En cambio, arrestan a su hija y la Rosa de York ha desaparecido. Y se trata de un hombre que detesta las contrariedades.
——No me cabe duda, pero eso no me aclara por qué corro peligro al tratar de encontrar al verdadero asesino.
—Recuerde lo que le dije en Venecia: si se cruza en el camino de Solmanski, de inmediato estará en peligro. Ha de comprender que su hija es su mejor instrumento y que no permitirá que nadie se interponga entre ellos dos.
—Sólo quiero interponerme entre ella y la horca. ¿Por ventura no sabe que está perdida si nadie acude en su ayuda, y que se enfrenta a un fiscal empeñado en hundirla? Ningún abogado defensor conseguirá que su acusador cambie una coma de la inculpación.
—Estoy de acuerdo con usted, pero ¿por qué no deja que Scotland Yard haga su trabajo? Esos policías son muy hábiles y capaces de atrapar a ese polaco que ha huido. Además, Solmanski nunca permitirá que su preciosa hija sea ejecutada, ni siquiera condenada. No quiera usted inmiscuirse en este lío. De hecho, ¿no acaba de decirme que ya no sabe qué pensar?
—Es verdad, lo he dicho, pero es que usted no lo puede comprender.
—Entonces, explíquemelo —suspiró Simon Aronov—. No tengo ninguna prisa y Wong puede dar otras dos o tres vueltas a Hyde Park. Usted ha hablado hoy con tres personas. Tal vez yo podría ayudarlo a ver las cosas más claras si quisiera contarme lo que le han dicho.
—Pensándolo bien, ¿por qué no?
Aldo sabía exponer los hechos sin entrar en detalles, de modo que consiguió relatar sus tres entrevistas sin volver a sentir la angustia que antes lo había atormentado.
—¡Bueno! —exclamó cuando hubo terminado—. ¿Qué le parece? ¿Cuál de las versiones es la auténtica? ¿Quién dice la verdad?
—Ninguno de ellos y todos. Cada uno se aferra a «su» verdad y la disfraza según su propio temperamento. El secretario se regodea en su papel de vengador hasta el punto de no negar su frustración sexual, pero es difícil creer que un patrón pueda inspirar una devoción tan honda como para justificar ese encarnizamiento con Anielka. La fiel criada vive con la nostalgia del enamoramiento adolescente de su señora. En cuanto a lady Ferrals, la inesperada visita de usted le hizo el efecto de la aparición milagrosa del Caballero del Cisne. Ha comprendido que usted sigue amándola y seguramente eso ha influido en su relato, quizá de una forma inconsciente, porque es todavía muy joven.
—¿No quiere usted creer que ella me ama?
—Sí, ¿por qué no? Supongo que lo quiere... también. Pero no se aferré a esta única idea. Perderá la razón... y quizá la vida, ¡créame! Termine lo que ha empezado yendo a contarle al superintendente su visita a la cárcel. Luego retírese del asunto, al menos durante un tiempo. Lo que hay que hacer es seguir la pista del diamante antes de que se borre.
—¿La pista? Pero si no tenemos ninguna, ya que la piedra que ha causado los asesinatos es falsa.
—Tal vez si buscan ustedes la falsa tendrán más probabilidades de encontrar la auténtica. ¿Qué está haciendo Adalbert en estos momentos?
—No se separa de un periodista bajito y astroso que ha tenido la suerte de ver salir a los asesinos. Por lo visto eran chinos —añadió Aldo, mirando de reojo al chófer.
—Todos los orientales no son chinos, pero ese periodista sin duda no conoce lo que los diferencia unos de otros. Por ejemplo, Wong ha nacido en el país de la Mañana apacible, es coreano. Dicho esto, creo que Adalbert hace muy bien al dar importancia a las informaciones más nimias.
—Y yo debería hacer lo mismo —dijo Morosini, esbozando por primera vez una leve sonrisa—. Pero, en resumidas cuentas, ¿por qué piensa que buscando la gema falsa encontraremos la verdadera? No hay ninguna razón que apoye esta idea. Han matado a Harrison únicamente para apropiarse de lo que creían ser la joya del Temerario y no hay más.
—A menos que, al ver que la campaña de cartas anónimas no daba resultado, la persona que buscamos haya encontrado ese medio simple y práctico de retirar de la circulación un objeto molesto sin darse a conocer.
—En cuyo caso lo habrá destruido y no encontraremos nada.
El Cojo emitió una risita afable e indulgente.
—¿Es posible que conozca tan poco a sus clientes y colegas, los que sienten pasión por las joyas antiguas? La que ha sido robada es una copia, ¡pero es tan perfecta y tan bella! Si el propietario del diamante auténtico es el inductor del asesinato, no querrá separarse de ella, sino que la conservará, en calidad de curiosidad, con el mismo celo que la piedra original.
—A estas alturas yo ya debería saber que usted tiene salida para todo —dijo Aldo sin conseguir ocultar su malhumor—. Sin embargo, nada indica que la pieza en cuestión siga en Inglaterra, ni siquiera que su hermanastra esté en el país. El hecho de emplear a orientales...
—Es algo facilísimo en Londres para quien puede pagar. Los barrios bajos junto al Támesis están llenos de chinos y de individuos de toda ralea que son la escoria del imperio. De todos modos, el recorrido del diamante hasta nuestros días demuestra que Inglaterra siempre ha tenido sus preferencias.
—¿Conoce usted ese recorrido? Por mi parte, sólo sé que era el motivo central de una alhaja de buen tamaño que representaba las armas de la casa de York y que recibía el nombre de la Rosa Blanca, y que ésta desapareció junto con otras joyas a raíz del saqueo del campamento del Temerario después de la batalla de Grandson, en 1476. Dicen que la ciudad de Basilea adquirió en secreto algunas de esas alhajas, a pesar del acuerdo suscrito con otros cantones que deseaban reunir el tesoro entero. Más adelante, Basilea las vendió a los Fugger de Augsburgo.
—No a «los» Fugger, sino a Jacob Fugger, el hombre más rico de Europa en aquella época. El de la rama de la flor de lis, que se distinguía de los de la rama de la ardilla, de menor rango. Aunque por entonces el diamante que constituía la flor en sí ya había sido extraído del conjunto. Pero la piedra era tan hermosa que Jacob se negó a venderla y fue su sobrino Mathias el que, después de la muerte de su tío, se la cedió a Enrique VIII de Inglaterra junto con un rubí que también había pertenecido al duque de Borgoña.
»E1 diamante formó parte del tesoro de la Corona inglesa hasta que Carlos I se lo regaló a su favorito, George Villiers, duque de Buckingham, para agradecerle el haber llevado a buen término las negociaciones de su matrimonio con Enriqueta de Francia. La Rosa de York..., ya no se llamaría de otro modo..., fue heredada por el segundo duque, y a partir de ahí su pista desaparece. Según habladurías de la corte, parece ser que éste la perdió en una partida de naipes contra la actriz Nell Gwyn, a la sazón amante del rey Carlos II y encinta del hijo que iba a darle en aquel año de 1670. El niño sería uno de los numerosos bastardos de ese soberano demasiado adicto a los placeres y que nunca logró tener un heredero con su esposa, Catalina de Braganza.
—Eso bien podría ser la verdad, a mí me parece muy plausible. Y a partir de entonces, ¿ya no se sabe nada más?
—Poca cosa. Se rumorea que la piedra fue a parar dos o tres veces a manos de usureros que, por ser judíos, no ignoraban la tradición del pectoral. Pero una cosa es segura: desde el siglo XVII la Rosa de York no ha salido nunca de esta isla.
—Quizá tenga usted razón. Sin duda ya sabe de qué modo se realizó el robo en la joyería de Harrison, ¿no?
—Confieso que desconozco los detalles. Este crimen me ha cogido por sorpresa.
—Pues bien, los asesinos debieron de enterarse, por alguna indiscreción, de que una dama muy anciana y muy noble deseaba ver el diamante en privado antes de que fuera depositado en la sala Sotheby's. Entraron en la joyería casi pisándole los talones, pero ella tuvo tiempo de huir con ayuda de su doncella y de regresar a su casa, donde se acostó. Sin embargo, lo que resulta chocante, a tenor del relato que usted acaba de hacerme, es que la dama en cuestión es lady Buckingham.
Aronov profirió una exclamación.
—¿Lady Buckingham? ¿Está seguro?
—Sin duda alguna. Harrison no habría aceptado su visita si se hubiera tratado de una persona corriente.
—Me ha dejado estupefacto, querido amigo. Resulta que conozco a esa señora. Creo recordar que no sólo tiene muchos años sino que tiene paralizadas las piernas.
—Según lo que me han dicho, su doncella casi la llevaba en volandas, y además no es raro que bajo el influjo de una fuerte emoción el cuerpo sea capaz de un esfuerzo especial. Y desde luego ella anhelaba admirar esa piedra que había pertenecido a su antepasado.
—Mmm..., sí. A pesar de todo, me parece muy extraño. Ya sé que la marquesa lleva una vida muy retirada desde que se considera una ruina..., en otros tiempos fue una belleza..., que jamás recibe a nadie y que, por así decirlo, incluso la sociedad la ha olvidado, pero se me antoja que, dado su título, su posición y su estado de salud, habría conseguido fácilmente que Harrison se desplazara a su casa para satisfacer su deseo.
—Tal vez habría sido una imprudencia, sobre todo si ella reside muy lejos. Y además, Harrison habría necesitado una escolta de policía y todo ese jaleo hubiera podido atraer a la prensa a la puerta de lady Buckingham. Y como ella lo que quiere es recogimiento y silencio...
—Probablemente tiene usted razón —dijo el Cojo—, pero de todos modos debo tratar de averiguar más cosas.
—¿Está pensando en una impostora? Es imposible: la dama fue hasta allí en su propio coche, con sus propios criados.
—No lo dudo, no lo dudo. Sin embargo, quiero estar bien seguro. Bueno, hablemos de usted. ¿Puedo confiar en que ahora se dedicará a la búsqueda de la Rosa?
—Por supuesto, pero si por eso debo abandonar a lady Ferrals...
—Pues es justamente lo que va a hacer, príncipe Morosini.
La voz de terciopelo oscuro había adquirido de repente un tono imperioso.
—En la isla de San Michele y en el mausoleo de sus padres le ofrecí devolverle su palabra. Lo rechazó muy noblemente sin que eso me sorprendiera. Pero ahora es demasiado tarde para echarse atrás.
—¡Si no es eso lo que quiero! —exclamó Aldo, mortificado—. Quizá me sea posible dedicarme a las dos cosas a la vez.
—No, se lo acabo de decir, no conviene que entre en el campo de visión de Solmanski. De momento, y aunque a usted le parezca de mal gusto, debemos aprovecharnos de que tiene otras tareas más urgentes que la de correr tras el diamante con el peligro de toparse con la policía. ¿Me comprende?
—Sí, está muy claro y no se preocupe, no le fallaré. Sin embargo, si tengo la suerte de descubrir un hecho que pudiera ayudar a lady Ferrals, ni usted ni nadie me impedirá utilizarlo —afirmó Morosini con tozudez.
De nuevo, el rostro impasible del Cojo se iluminó con una sonrisa teñida de ironía.
—Nunca le he pedido que se arrancara el corazón. Pero, como siento por usted aprecio y amistad, temo que eso suceda muy pronto y trato de defenderlo contra usted mismo. Ahora debo marcharme. ¿Quiere que lo acompañe de vuelta al hotel?
El coche acababa de doblar la esquina de Hyde Park y avanzaba por Picadilly.
—No, déjeme aquí. Ya casi hemos llegado y no es prudente que este coche se detenga ante las luces del Ritz. ¿Va a quedarse mucho tiempo en Londres?
—Nunca permanezco varios días en Londres. —De pronto, Simon Aronov se echó a reír—. ¡No puede ocultar su deseo de deshacerse de mí, querido príncipe! Pero va a quedar satisfecho. Hasta la vista.
Los dos hombres se dieron en silencio un apretón de manos. Un instante después, cuando su pasajero se hubo apeado, el Daimler efectuó una impecable media vuelta y se alejó sobre el asfalto mojado con un ruido de seda rasgada. Plantado sobre la arenosa acera que bordeaba Green Park, Morosini contempló cómo se perdía en la oscuridad de la noche.
En el vestíbulo del hotel reinaba una agitación desacostumbrada. La subasta en Sotheby's ya había tenido lugar, pero, aunque la sala había puesto a la venta algunas piezas de valor, en conjunto había resultado bastante decepcionante debido a la dramática desaparición de la joya principal. Un buen número de aficionados al arte y la orfebrería que se alojaban en el Ritz intercambiaban impresiones mientras se disponían a partir. La opinión general era la siguiente: como nadie sabía cuándo aparecería el diamante y ni siquiera si sería posible encontrarlo algún día, lo mejor era que cada uno regresara a su casa para esperar las eventuales noticias. Todo el mundo hablaba a la vez, de manera que la gran sala deslumbrante de luces y armoniosamente decorada con plantas verdes y flores parecía un jardín poblado de aves parlanchinas.
En medio de esa muchedumbre, Adalbert Vidal-Pellicorne daba la impresión de ejercer de director de orquesta. Trataba de persuadir a aquellos señores de que confiaran en la inigualable pericia de Scotland Yard, que, según los más recientes rumores, esperaba recuperar muy pronto la joya robada. Sus palabras iban dirigidas sobre todo a los que habían acudido desde muy lejos: desde la otra orilla del Atlántico, Sudáfrica o la India.
De pie en el centro de un grupo de cuatro personas, peroraba con un aplomo que hizo sonreír a Aldo, pero éste, considerando que su amigo estaba perdiendo el tiempo, se acercó a él y lo apartó a un lado, no sin antes haber distribuido con desenvoltura disculpas y saludos.
—¿A qué viene tanto empeño en que esta gente se quede en Londres? ¿Acaso defiendes ahora los intereses de la sala Sotheby's?
—En absoluto, defiendo los nuestros, pues mientras el propietario de la joya auténtica crea que hay un nutrido grupo dispuesto a apoderarse de la falsa no estará tranquilo. Imaginará que la prensa oculta información y entonces tal vez cometa una imprudencia. Has hecho mal al no dejarme continuar.
—¡No digas tonterías! Todas esas personas carecen de interés a pesar de que son muy ricas.
—¡Ah! ¿Es eso lo que piensas? Fíjate en ese que se dirige ahora hacia el ascensor, ese tipo alto vestido de gris que parecería un clérigo si no fuera tan elegante. ¿Sabes quiénes?
—¿Cómo voy a saberlo? No soy adivino.
Después de dirigirle una gran sonrisa, Adalbert pasó a explicarle con fruición:
—¡Es un banquero suizo, hombre! Uno de Zúrich a cuya esposa conozco muy bien, incluso podría decirse que demasiado bien.
—¡No me digas que se trata de Moritz Kledermann!
—El mismo. Ha venido hasta aquí impulsado por lo que considera un deber sagrado: devolver a su país la piedra del Temerario que fue ilegalmente arrebatada a los cantones por la codiciosa Basilea. Lo que significa que estaba dispuesto a pagar el precio más alto.
—Morosini no contestó, pues estaba examinando atentamente a aquel personaje que, a pocos pasos de él, aguardaba con calma el ascensor. Se dijo que no se lo había imaginado como un cincuentón de rasgos finos e inteligentes bajo una frente amplia, cuyos cabellos de un rubio entrecano formaban dos profundas entradas que dejaban al descubierto un cráneo de poderosas proporciones. Aunque jamás había pensado en el aspecto que podía tener el marido de su antigua amante, lo creía más grueso, más mazacote, más... suizo. En realidad, al casarse con él, Dianora no había demostrado tener mal gusto. Ese hombre tenía mejor presencia que la mayoría de los caballeros allí presentes.
«¡Y pensar que podría ser mi suegro! —pensó, divertido, al recordar la propuesta que le había hecho su notario veneciano el mismo día en que regresó a Venecia después de la guerra—. Si su hija se le parece, quizás hice mal en no proponerme siquiera verla.»—¿Quieres que te lo presente? —preguntó Vidal-Pellicorne, que disfrutaba al ver la sorpresa de su amigo.
—¡Ni se te ocurra! ¿Ha venido solo? —inquirió Morosini, presa de una súbita inquietud.
—¡Claro! Reflexiona un poco. Si la bella Dianora estuviera en el Ritz, o simplemente en Londres, ya se sabría. No es una mujer muy dada a ocultar su resplandor bajo una tapadera. Pero ahora cuéntame qué tal te ha ido la visita a la cárcel.
—Bien..., bueno, más o menos bien, pero he visto a mucha más gente de la que te imaginas. Después de Anielka, me he encontrado con Wanda, su doncella, y he ido a visitar a John Sutton. Y los tres me han dado una versión tan distinta de lo sucedido que ya no sé qué pensar. Finalmente he dado una vuelta en coche con Simon Aronov.
—¿Está aquí?
—Eso parece. Me ha raptado en un coche verde conducido por un chófer coreano. Según él, lo ha hecho por mi bien y me ha obsequiado con un auténtico lavado de cerebro. Lo que pretende es que deje de ocuparme del asunto Ferrals.
—No anda errado. Nunca es bueno perseguir dos liebres a la vez. Pero más vale que me cuentes todo eso en el bar mientras bebemos algo reconfortante. Estás empapado y no tienes aspecto de encontrarte bien.
Con un cuidado casi paternal, Adalbert ayudó a su amigo a quitarse la gabardina mojada y se la entregó a un criado antes de conducirlo a un rincón tranquilo.
—¡Cuéntame! —dijo, después de haber hecho el pedido al barman.
Cuando Morosini hubo terminado su relato, Vidal-Pellicorne lo contempló con aire perplejo y, echando hacia atrás el rubio mechón que continuamente le caía sobre la nariz, inquirió:
—¿Qué es lo que sientes?
Aldo, que bebía absorto su whisky, se encogió de hombros con la mirada perdida.
—No lo sé muy bien..., aparte de un gran cansancio.
—En ese caso, si quieres creerme, sigue el consejo de Simon. Debe de estar muy preocupado por ti cuando ha salido de las sombras. Y confieso que comparto su inquietud. No dispones de ningún medio para socorrer a la bella cautiva. En cambio, Warren tiene muchos. Cuéntale tu entrevista y después déjale que busque al polaco. Si te inmiscuyes, corres el riesgo de intervenir a destiempo en su investigación.
Estas reflexiones eran del todo razonables y Morosini lo reconoció de buen grado, por lo cual prometió que se abstendría de intervenir en el desarrollo de las investigaciones policiales.
—¡Bravo! —exclamó Adalbert, recuperando su amplia sonrisa y haciendo chocar su vaso con el de su amigo—. Para recompensarte, voy a procurarte una distracción. Esta noche vamos a hacer de Shakespeare en el barrio chino.
—¿En el barrio chino? ¿Quién te ha metido en la cabeza esa idea? Seguro que ese tal Bertram.
—Exacto. Cree tener una pista, pero le gustaría que fuésemos a explorarla con él.
—¿Por qué? ¿Tiene miedo?
—Mmm..., me parece que sí. Trata de comprenderlo: Cootes es un joven valeroso en casi todas las circunstancias, pero a los chinos les tiene terror. La sola posibilidad de caer en sus manos le produce náuseas. Se imagina sometido a uno de esos miles de suplicios chinos tan ingeniosos: encerrado en un cuarto con cientos de ratas, por ejemplo, o cortado en minúsculos trocitos mediante un cuchillo manejado por un experto. Así que no le apetece en absoluto ir a merodear por Limehouse, su barrio, a solas y de noche.
Aldo se echó a reír.
—De hecho —comentó—, la cosa no parece muy divertida. ¿Dónde nos encontraremos con él?
—En una taberna del Strand que suele frecuentar. Mientras tanto te propongo una cena suculenta para emprender esta aventura en buena forma. Mejor aquí, donde no hay peligro de que la comida nos haga daño.
—¡Excelente idea! Vamos a cambiarnos de ropa.
—Hablando de comida, acabo de recordar que estamos invitados a cenar pasado mañana en casa de la duquesa de Danvers. Bueno, tú estás invitado, porque desea presentarte a una amiga norteamericana que quiere conocerte, pero como la duquesa es una señora muy bien educada, me ha invitado a mí también. Seré tu carabina —concluyó Adalbert con su buen humor habitual.
Morosini, que estaba terminando su whisky, hizo una mueca.
—¿Una norteamericana? La idea no me seduce. La mayoría de los norteamericanos tienen mucho dinero pero bastante mal gusto. Y cuando se trata de antigüedades, lo confunden todo.
—¡Bah! No será muy complicado. Siendo mujer, seguramente querrá hablarte de joyas. Me sorprendería que te pidiera una cómoda Luis XV. Y además, me encantará pasar una velada entre la alta aristocracia inglesa. Es un ambiente que conozco muy poco, por no decir nada.
—¡No me digas! ¿Ahora resulta que eres un esnob?
—Hombre, no, pero reconozco que me hace gracia ver de cerca un palacio real, una corte, todo un boato que ya no es cosa corriente. Resulta un cambio agradable comparado con nuestros ministros, que siempre parecen llevar luto. Por no hablar de las recepciones en el Elíseo, que son pesadísimas.
—No voy a negarte ese placer. ¡Iremos a la cena!
4. Chinatown
—Entonces el chiquillo me dijo: «Si me da diez libras le diré dónde podrá encontrar a los asesinos del joyero.» ¡Diez libras! ¿De dónde creía que iba a sacarlas? Entonces pensé en sir Vidal y vine a buscarlo al hotel. —El resto del apellido debía de parecerle un trabalenguas, porque lo suprimió—. Por fortuna estaba allí, ya que esa gente de la recepción tiene la costumbre de mirarte como si fueras un desperdicio que se dejó olvidado la mujer de la limpieza. Pero el chiquillo ha obtenido sus diez libras y yo mis informaciones.
Apretujado en el asiento trasero del coche entre Adalbert y Aldo, Bertram Cootes les hacía partícipes de sus fuentes.
—Diez libras es una buena suma —observó Morosini—. ¿Qué le ha hecho creer que el chico no le estaba engañando?
El periodista alzó sus hombros rollizos.
—¡Qué sé yo! Sus ojos, me parece, al decirme que podía confiar en él. De hecho, me lo ha soltado todo en seguida: los asesinos son los hermanos Wu, Han y Yen. Trabajan de vez en cuando en los muelles de las Indias Occidentales y son asiduos clientes del Crisantemo Rojo, una casa de té mugrienta situada en el extremo de Limehouse Causeway.
—Resulta difícil de creer. Según lo que usted mismo nos ha contado, los hombres que entraron en la joyería de Harrison iban elegantemente vestidos y llegaron en un Daimler conducido por un chófer.
—¡No se imaginará que trabajan por su cuenta y riesgo! —se indignó Bertram, que acto seguido se puso a declamar en tono teatral—: «El ornamento es la apariencia de verdad con que se arropa un siglo perverso a fin de engañar a los más sensatos...»
—¿Qué está diciendo?
—Ejem... Son palabras de Bassanio en El mercader de Venecia, escena... Me refiero con esto a que la apariencia es lo único que importa. Si el que los envió lo hubiera deseado, habrían parecido príncipes a pesar de ser simples estibadores. Se trata de un hombre rico que rige las casas de juego y los fumaderos de opio clandestinos, es decir, que domina a todos los habitantes del East End de raza amarilla. Incluso se han forjado algunas leyendas acerca de él.
—¿Otro hombre invisible? —dijo Aldo, que pensaba en Simon Aronov con cierto rencor.
—En absoluto. Se llama Yuan Chang y dirige una casa de empeños y de compraventa de objetos usados en Pennyfields. Por lo que sé, es un anciano sabio, prudente y tranquilo que no suele hablar mucho. Se rumorea que es poderoso, que su fortuna es inmensa y que la policía lo trata con miramientos porque a veces él les hace algún favor.
—Si ha sido él quien ha ordenado la muerte de Harrison y el robo de la joya, la policía haría muy mal en seguir protegiéndolo.
—He dicho la policía, no Scotland Yard. En realidad, creo saber que Warren daría lo que fuera por pillarlo con las manos en la masa, pero no es más que un sueño, porque es difícil que eso ocurra.
—¿Y si consiguiésemos atrapar a los hermanos Wu?
—No hablarán. Encontrarán preferible acabar en la horca a denunciar a su patrón, porque saben que esa muerte sería el paraíso comparada con la que los secuaces de Yuan Chang les podrían proporcionar si se fueran de la lengua.
Aldo sacó un cigarrillo, lo encendió y dijo en tono gruñón:
—En estas condiciones, ¿qué vamos a hacer en Limehouse?
—Pues está clarísimo —masculló Adalbert—. Tratar de averiguar algo sobre la Rosa de York.
—A eso me refiero: es una pérdida de tiempo. Si, como suponemos, está en poder de ese chino, sin duda la habrá hecho desaparecer de un modo definitivo.
—¡No tiene por qué ser así! —exclamó Bertram—. A Yuan Chang no le interesa el famoso diamante. Dicen que posee tesoros ocultos, pero que consisten exclusivamente en piezas chinas, mongoles, manchúes y demás. Para él, el Temerario e incluso los reyes de Inglaterra no son sino unos extranjeros poco recomendables. No le importa nada la Rosa de York. Y en lo referente a trabajar por cuenta de otro, ya sea europeo o americano, habría de tener una razón excepcional, pues ni siquiera las joyas de la Corona lo impulsarían a hacerlo. Claro que es posible que los hermanos Wu hayan decidido ganarse unas perras extra.
—Y ése es el motivo por el que la chica no quiere hablar —dedujo Adalbert entre dientes, antes de agregar—: De todos modos, será una velada pintoresca. Mañana nos dedicaremos a otra clase de ejercicio.
Mientras cenaban, los dos amigos se habían trazado una nueva línea de actuación: repartirse la engorrosa tarea de indagar en los archivos, en particular en los de Somerset House, donde la administración británica del Registro Civil conserva los testamentos dedicando un cuidado especial a los de Nelson, Newton y William Shakespeare. Y también ir al Archivo Nacional, con la insensata esperanza de hallar la pista de la piedra auténtica, aunque sin hacerse ilusiones, porque era tan difícil como buscar una aguja en un pajar.
Al llegar a la altura de Stepney, el taxi abandonó Commercial Road para dirigirse hacia el sur. Avanzó dando tumbos sobre los irregulares adoquines de una calle estrecha y sombría que desembocaba en otra llamada Narrow Street. En ese momento el chófer tomó el tubo acústico que le permitía comunicarse con la parte posterior del vehículo y declaró:
—Señores, este barrio me da mala espina. No es un sitio seguro. ¿Piensan estar mucho rato aquí?
—No lo sabemos —respondió Bertram, que, gracias a su vigorosa escolta, se sentía tan valiente como un paladín—. ¿Acaso tiene usted miedo?
Su tonillo de desdén no produjo otro efecto que el de incrementar el acento cockney del taxista, que no debía de ser muy susceptible.
—No me apetece quedarme solo en este cochino andurrial—declaró el hombre—. Esto ya no es Inglaterra, es China, y no me haría gracia que me clavasen un puñal en la espalda. Además, ya casi han llegado a su destino.
—Le pagaremos el triple si es necesario, pero nos esperará —dijo secamente Morosini—. Cuando estemos cerca de la casa de té, aparcará el coche en un lugar donde no llame la atención y se armará de paciencia. No estará solo mucho rato —añadió mirando de reojo a Bertram, que se soplaba las manos y se arrebujaba en su abrigo como si estuvieran en pleno invierno. Era evidente que tampoco el periodista las tenía todas consigo.
—Bueno, como usted diga —contestó el taxista—. Pero ustedes son tres y me gustaría que uno se quedara en el taxi.
—¿Será posible?—rezongó Adalbert—. Oiga, si todos los ingleses fueran como usted, no habrían ganado la guerra.
Después de haber cruzado el puente que pasaba sobre Regent's Canal, el taxi se detuvo un momento junto al Támesis mientras Bertram se apeaba para inspeccionar los alrededores. La lluvia había cesado, pero sobre el río se estaba formando una bruma que amenazaba convertirse en una niebla espesa. Debido a la penetrante humedad, el ambiente era casi frío. Había un olor a carbón, a turba, y sobre todo a cieno, cuyo intenso hedor lo invadía todo. La marea estaba casi estacionaria y el río era como una ancha extensión de agua lisa, en la que apenas se reflejaban los fanales de las barcas en los amarres. Entre los jirones de bruma de un gris blanquecino aparecían las siluetas macizas de una fila de gabarras inmóviles, de algunos buques mercantes y de lanchones más o menos cargados. La sirena de un remolcador rasgó la noche cuando el periodista regresaba para anunciar que había un callejón un poco antes del Crisantemo Rojo. Se ofreció a dirigir hasta allí al taxista, y sus compañeros bajaron del coche y se metieron en una callecita que no tenía el suelo de adoquines sino de barro. Estaba flanqueada por unas casuchas bajas y desconchadas, una de las cuales ostentaba un esbozo de tejado con el alero hacia arriba, al estilo asiático, y otras tenían paneles decorados con inscripciones chinas cuya elegancia no lograba ennoblecer aquel pasadizo miserable.
Muy de vez en cuando pasaban, caminando a pasitos cortos, unas sombras furtivas y encorvadas envueltas en ropajes informes que parecían una prolongación del suelo encharcado, y enseguida desaparecían engullidas por la niebla.
De cuando en cuando el resplandor difuminado de un quinqué hacía relucir un semblante amarillo, y pronto se hizo patente que el único centro de actividad nocturna de la calle era la taberna con las ventanas iluminadas, pese a que la suciedad de los cristales apenas permitía el paso de la claridad interior. Unas siluetas de hombres o mujeres —¿cómo distinguirlos en esa oscuridad?— entraban o salían del local, pero, como era ya tarde, cada vez se hacían más escasas.
Una vez que el taxi estuvo prudentemente estacionado con las luces apagadas, dos de sus ocupantes, Aldo y Bertram, se apearon, pues de momento Adalbert había aceptado hacer compañía al pusilánime taxista. Los dos primeros se encaminaron hacia la puerta achaparrada sobre la que se balanceaba rechinando un farolillo rojo. A la sazón ya no se veía a nadie en la calle. Antes de entrar, Morosini fue a echar un vistazo a través del cristal que le pareció menos sucio. Descubrió con enorme sorpresa que la sala de techo bajo, amueblada con una barra y varias mesas de madera e iluminada por lámparas de petróleo, estaba casi vacía. En un rincón, dos hombres estaban instalados ante una mesa que sostenía una tetera y dos tazones. Detrás de la barra otro chino dormitaba con las manos metidas en las mangas de algodón azul.
Aldo se apartó de la ventana para que Bertram pudiera mirar a su vez y susurró:
—Hemos visto entrar a seis personas por lo menos. ¿Dónde se habrán metido?
—Debe de haber otra sala detrás de la cortina que se ve al fondo, o bien en el sótano. Quizá sea un fumadero o una sala de juego, o quizás ambas cosas.
—Es lo que imaginaba. Si no, todo esto sería inexplicable, porque el Crisantemo Rojo resulta casi tan atractivo como la sala de espera de una estación.
—En cualquier caso, una cosa está clara: los dos bebedores de té no son los hermanos Wu. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Nada, esperaremos. ¿Está seguro de que no existe otra salida?
—¿Cómo voy a saberlo? No suelo venir a pasear por aquí. Pero si quiere que esperemos, más vale que nos apartemos, no sea que llegue alguien y nos descubra espiando.
—Regrese al taxi —dijo Morosini, irritado—. Voy a ver si puedo dar la vuelta alrededor de este tugurio.
Sin aguardar la respuesta del otro, se internó en la callejuela escrutando las sombras con la esperanza de descubrir un pasadizo. De pronto contuvo una exclamación de contento: a pocos metros de la puerta, un angosto pasillo conducía hasta el río, cuya presencia se adivinaba gracias a un vago reflejo luminoso. Aquella especie de grieta estaba oscura cual boca de lobo, pero los ojos de Aldo no tardaron en adaptarse a las tinieblas. Palpando el muro con la mano, caminó con precaución hacia el reflejo.
Todo estaba en silencio. Sólo se oía el leve chapoteo del agua y el apagado y lejano rumor de Londres. Cuando el explorador llegó al final del pasadizo, se dio cuenta de que éste estaba cerrado por una valla desvencijada. La sacudió y, al constatar que se abría, se encontró en un muelle de no más de un metro de anchura del que partía una escalera que bajaba hasta el Támesis. Como ya veía mejor, decidió descender por los resbaladizos peldaños.
Su intención era la de llegar lo más abajo posible a fin de obtener una visión de conjunto de la fachada de la casa que daba al río. Pero a medio camino se detuvo, se volvió y descubrió que los dos pisos estaban a oscuras, a excepción de una ventana cuadrada cuyo marco aún sostenía unos trozos de vidrio, y de dos tragaluces bastante grandes situados a la altura del sótano y cerrados por unas rejas, entre los que se abría una suerte de túnel pequeño y redondo por el que el agua debía de penetrar cuando la marea subía mucho. Sin embargo, la superficie del río quedaba a casi medio metro de distancia. Visto por la noche, el edificio producía una impresión lúgubre. El aspecto más bien anodino de la fachada principal daba paso, en la parte trasera, a algo vagamente parecido a una fortaleza bastante siniestra.
«¡Cómo me gustaría dar una vuelta por ahí dentro! —se dijo Aldo—. Estoy seguro de que resultaría una visita muy instructiva. Pero «¿cómo hacerlo?»
Se le ocurrió que el único modo de entrar en las entrañas del Crisantemo Rojo era a través del agujero redondo. No obstante, para eso necesitaba una embarcación.
Se disponía a volver a subir para estudiar la cuestión cuando, de repente, por el tragaluz más cercano le llegó un débil sonido de voces. Varias personas estaban hablando a la vez, como si, después de un momento de espera, se hubieran lanzado a comentar lo que acababa de suceder, unas con satisfacción y otras decepcionadas. Morosini tuvo de inmediato la certeza de que allí existía un garito de juego clandestino. Faltaba saber si estaba reservado a los orientales o si sería posible que lo admitieran a él.
Mientras volvía pensativo sobre sus pasos, el ronquido de un motor le causó una súbita inquietud. ¿Significaría eso que el taxista había decidido marcharse abandonándolos a su suerte? Con semejante miedoso uno podía esperar cualquier cosa. Sin embargo, Aldo se equivocaba, pues nada más salir del pasadizo se tropezó con Adalbert, que venía a buscarlo y que lo arrastró hacia el coche limitándose a decir: «¡Ven por aquí!» Sólo cuando estuvieron en la calleja empezaron las explicaciones.
—Ha ocurrido una cosa —susurró el arqueólogo—. ¿No has oído el motor de un coche?
—Sí, pero...
—Hay uno al final de la calle, aparcado en un rincón y con las luces apagadas. En él venía una mujer que ha entrado en la taberna.
—Bueno, ¿y qué? No será la primera.
—Una con tanto estilo, sí. Sólo he visto un abrigo de pieles negro, unas piernas esbeltas y una cabeza envuelta en un velo tupido, pero juraría que es joven y quizá muy guapa.
—¿Qué vendrá a hacer aquí esa clase de criatura?
—Eso es lo que me gustaría saber. Advierto un perfume de misterio que me enardece, así que te propongo que aguardemos a que salga.
—A condición de que no se quede mucho tiempo. He descubierto un modo de entrar en la casa, pero se necesita una barca. Los hermanos Wu deben de estar ahí. Apostaría algo a que hay una sala de juego.
—No nos dará tiempo a hacerlo todo esta noche, y además, si quieres mi opinión, preferiría un taxista que no fuera tan miedica. Un cobarde siempre resulta peligroso, y en nuestro caso tenemos dos.
—Sí, pero no podemos prescindir de tu amigo Bertram. Él sabe qué aspecto tienen los hermanos Wu, y nosotros no.
Los dos fueron a apoyarse contra el capó del taxi, que les prestaba un poco de calor, y dejaron que transcurrieran los minutos. Aldo, nervioso, encendía un cigarrillo con la colilla del otro sin conseguir calmar su impaciencia e incluso un amago de irritación. ¿Por qué estaban esperando a una desconocida en esa calleja sórdida cuando tenían otras cosas más importantes que hacer? Se consolaba pensando que, una vez terminada la partida, los jugadores saldrían del Crisantemo Rojo y quizás aquellos a quienes buscaban estarían entre ellos. En tal caso, sólo tendrían que seguirlos. Pero mientras tanto empezaba a sentir cierta rigidez en las piernas. En el interior del coche, Bertram y el taxista no rebullían. ¿Se habrían dormido?
—¡Ahí está! —susurró de pronto Vidal-Pellicorne.
En efecto, la puerta de la taberna acababa de entreabrirse para dejar paso a una silueta femenina, la que antes había descrito el arqueólogo con sorprendente exactitud, pues se trataba de una joven perteneciente a la alta sociedad. Eso se veía en su porte. Los dos amigos se dispusieron a seguirla lo más silenciosamente posible.
La desconocida caminaba despacio, alejándose de la tenue claridad que emitía el farolillo rojo y poniendo gran cuidado en no meter sus tacones altos en las rodadas ni en los intersticios entre los adoquines, a fin de no torcerse los tobillos. De súbito se desplomó en el suelo: dos sombras surgidas de la nada la habían atacado.
Con idéntico impulso, Aldo y Adalbert se precipitaron a socorrerla, y en cuestión de segundos se echaron juntos sobre los agresores, a los que apartaron de su víctima. Sorprendidos por este auxilio inesperado y nada deseosos de entablar un combate de boxeo con esos inesperados desfacedores de entuertos —el puño de Morosini había golpeado con fuerza una mandíbula que debía de resentirse—, los atacantes se les escurrieron entre las manos y salieron huyendo como alma que lleva el diablo. En un abrir y cerrar de ojos habían desaparecido. De rodillas junto a la mujer que yacía inerte en el suelo, sin duda desmayada, Aldo trataba de quitarle el velo que le cubría la cabeza sin atreverse a tirar demasiado del tejido enrollado alrededor de un cuello que le parecía frágil.
—¡Demonios! —gruñó—. No se ve nada en este agujero. ¿No llevarás tu linterna, Adal?
Éste, que había empezado a perseguir a los malhechores, estaba ya de vuelta. Se acuclilló al lado de su amigo y dirigió el delgado haz de su inseparable linterna hacia la cabeza de la joven inanimada.
—El coche que la ha traído sigue ahí —dijo—. También es un taxi y su conductor debe de ser tan valiente como el nuestro. ¡Vaya, vaya! —añadió—. Resulta que no me había equivocado: es una mujer joven y muy bonita.
No obtuvo ningún comentario. Morosini había conseguido quitar el velo y estaba contemplando estupefacto el atractivo rostro de Mary Saint Albans, que continuaba con los ojos cerrados.
—¿Qué hace aquí? —dijo por fin.
—¿La conoces?
—¡Ya lo creo! Es la nueva condesa de Killrenan. Ayúdame a levantarla, la llevaremos a su coche.
—¿Por qué no al nuestro?
—Porque de este modo sabremos dónde lo tomó y si es la primera vez que viene aquí. Además, reconozco que no me atrae la idea de compartir con Bertram lo de la joven condesa. No olvidemos que es periodista y que el hecho de haber encontrado a una paresa del reino en Limehouse, en mitad de la noche, podría dar alas a su imaginación.
—Pues te confieso que la mía está en plena ebullición. ¡Vamos! ¡A la una, a las dos y a las tres!
Entre los dos alzaron a la joven inconsciente, que por fortuna no había caído en un charco lodoso, y después Aldo la llevó en brazos hasta el taxi.
—Por cierto —preguntó Vidal-Pellicorne—, ¿conoces su dirección?
—No, pero espero que ella me la indique en cuanto vuelva en sí. Me extrañaría que el taxista la supiese, pues en esta clase de aventuras la discreción es primordial.
—¿Quieres que vaya contigo?
—Reúnete con Bertram y marchaos. Esta noche ya no podremos averiguar nada más, y si me quedo a solas con ella tal vez logre sacarle alguna información.
Al llegar al taxi Aldo estaba acalorado, pues Mary Saint Albans pesaba más de lo que aparentaba. El chófer se apresuró a bajar del vehículo para ayudar a Morosini a tender a la joven en el asiento posterior.
—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó con inquietud—. No he oído nada.
—Ha sufrido un accidente muy tonto. Por culpa de ese pavimento desastroso se habrá torcido un tobillo y le ha dado un patatús, como suelen decir por aquí. ¿Es la primera vez que la trae a este barrio?
—Pues sí. La verdad es que no me gustaba mucho conducir a una dama a este lugar, pero me ha pagado muy bien, de modo que...
—¿Dónde la ha recogido?
—En Picadilly Circus. Aunque ya he traído a gente de categoría a Chinatown, siempre se trataba de hombres en busca de placeres exóticos, y fíjese que...
Aldo, que estaba dando cachetitos en las mejillas a Mary, prefirió cortar en seco el torrente verbal que se anunciaba.
—¿No tendrá algo un poco fuerte para darle de beber? —preguntó.
—... un día me encontré... ¡Ah, sí! Una ginebra muy buena. Siempre la tengo a mano para las noches desapacibles.
—Gracias. Y ahora alejémonos de aquí. De este modo podré encender la luz del techo sin que nadie venga a fisgonear.
En efecto, dos siluetas se acercaban furtivamente. Serían unos curiosos atraídos por ese coche estacionado, o quizás algo peor. Sentándose de un salto tras el volante, el taxista puso en marcha el motor y encendió los faros; éstos iluminaron a dos hombres de mala pinta, uno de los cuales empuñaba un cuchillo. El vehículo arrancó a toda velocidad, efectuó un viraje impecable derrapando sin descontrolarse y se dirigió como una bala hacia Limehouse Causeway. En su interior, Morosini trataba de recuperar el equilibrio perdido durante la audaz maniobra. Muy admirado ante los reflejos de aquel maestro del volante, resolvió pedirle sus datos para las siguientes expediciones que planeaba.
Un poco inquieto por aquel desfallecimiento tan prolongado, encendió la luz interior y trató de hacer beber a Mary, cuyas mejillas continuaban muy pálidas. Si la joven no se restablecía, quizá tendría que llevarla a un hospital, una eventualidad que no le gustaba mucho. Pero, a Dios gracias, el remedio tuvo un efecto milagroso: Mary se sobresaltó, se atragantó y se puso a toser mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Cuando Aldo la incorporó para darle unos golpes en la espalda, su rostro quedó casi al mismo nivel que el de la condesa. Ésta había vuelto en sí y lo contemplaba con un asombro mezclado con una cólera que tardó unos instantes en expresar.
—¿Cómo... cómo es que está aquí y qué hace a mi lado?
—Si es su forma de dar las gracias, es bastante extraña. He evitado que cayera en manos de dos malhechores y por un momento he creído que estaba gravemente herida. Me alegra saber que no es así.
—En efecto, solamente me duele mucho la cabeza. ¡Ay, Dios mío, esos bestias me han dado un porrazo que me ha dejado atontada! Deme otro sorbo de ginebra.
Mientras ella bebía con precaución, Aldo se arriesgó a preguntarle qué estaba haciendo en un lugar tan peligroso.
—Podría haberle sucedido algo peor. ¿Qué puede buscar una dama de su alcurnia en este miserable barrio chino?
—Eso a usted no le importa —declaró Mary sin molestarse en guardar una cortesía superflua. Sin embargo, Morosini no tuvo tiempo de reprochárselo, porque la joven, después de rebuscar febrilmente a su alrededor, profirió un grito—: ¡Mi bolso!... ¿Dónde está mi bolso?
—Pues yo no lo sé, pero lo más probable es que se lo hayan robado.
Sin hacerle caso, ella se apresuró a descorrer el vidrio que los separaba del chófer para ordenarle que regresara al punto de partida. Esta vez, Aldo se interpuso.
—¡Es una idiotez! ¿Qué espera encontrar allí? A menos que tenga enemigos personales, no hay duda de que la han asaltado únicamente para robarle el bolso.
—¡Quiero estar del todo segura! Pero no se sienta obligado a acompañarme. Puede bajar del taxi si lo prefiere.
—¡Ni hablar! —rezongó su compañero—. Me he impuesto el deber de salvarla y lo haré hasta el final. Vuelva a Limehouse —añadió dirigiéndose al taxista—, ya que la señora tiene tanto interés.
Como era de esperar, el intento de lady Mary fracasó y, después de una búsqueda interminable, la condesa se desplomó en el asiento del coche sollozando con tal desesperación que el buen corazón de Aldo se conmovió.
—No se desespere de ese modo —se esforzó en consolarla—. ¿Qué es eso tan valioso que llevaba en el bolso? ¿Quiere que vayamos a la policía? Aunque me temo que no servirá de mucho—Tuvo la impresión de que acababa de administrarle un revulsivo. De inmediato, Mary cesó de llorar y se incorporó al tiempo que soltaba una risita nerviosa.
—¿La policía? ¿Qué quiere que haga la policía? He sido desvalijada por unos ladrones, eso es todo. Esta noche había... había ganado al fan-tan.
—¿Viene aquí para jugar? —preguntó Aldo en voz baja, sin disimular su estupefacción—. ¡Pero es una locura!
La joven condesa clavó en él sus ojos grises, en los que asomaban relámpagos de ira.
—Tal vez esté loca, en efecto, pero me gusta jugar y sobre todo me encanta el fan-tan. Por si no lo sabe, pasé la mayor parte de mi adolescencia en Hong Kong, donde mi padre estaba destinado. Allí aprendí ese juego.
—Creía que su única pasión eran las joyas. El coleccionismo y el juego no parecen compatibles, porque pueden constituir un peligro mutuo.
—¡Pero si no es una pasión! Es solamente un... placer. Además, no vengo todas las noches. De hecho, hoy ha sido la tercera vez.
—Si quiere oír mi opinión, tres veces ya son demasiadas. ¿Su marido está al corriente?
—No, claro que no. No se interesa mucho por mi manera de vivir, pero no quiero que lo sepa. Le parecería un baldón para su respetabilidad, y no lo podría soportar. Sobre todo ahora.
—Ya lo supongo. Pero ¿cómo ha descubierto este tugurio? Por casualidad no creo, ¿verdad?
—No, fue en compañía de un grupo de amigos al final de una velada muy alegre. Uno de ellos conocía El Crisantemo Rojo y nos condujo hasta allí. Los clientes de calidad son menos escasos de lo que cree, porque circula mucho dinero, pero hoy era yo la única.
—¿Y ha ganado... quizás una suma...?
Aldo se interrumpió, porque el taxista acababa de descorrer la mampara para preguntar adónde iban por fin. Antes de que Morosini pudiera responder, Mary indicó Picadilly Circus.
—¿Es ahí donde vive? —inquirió Morosini medio en broma.
—¡No sea tonto! —dijo ella alzando los hombros—. No deseo que se sepa mi dirección.
Aldo no insistió y el resto del trayecto transcurrió en silencio.
Cuando llegaron a Picadilly, Aldo le pidió al taxista que le esperara, ayudó a apearse a su compañera y, después de meterla en otro taxi al que detuvo, le besó la mano, cerró la portezuela y se dirigió a su propio vehículo.
—¿Otro paseo por los bajos fondos, señor? —preguntó el conductor con una pizca de malicia.
—Por ahora, no. Regreso al Ritz, pero me gustaría saber cómo ponerme en contacto con usted en el caso de que haga otras expediciones análogas. El taxista que antes me ha llevado a Limehouse no me ha parecido muy valiente.
—Eso será fácil —dijo el taxista, halagado y también estimulado por un billete de banco que su pasajero agitaba con las puntas de los dedos—. Telefonee al White Horse, en el Strand, y pregunte por Harry Finch. Paso por allí tres veces al día: por la mañana, por la tarde y por la noche. Tenga, éste es el número. Verá usted, después de haber pasado diez años en la Armada, parte de ellos los de la guerra, hay pocas cosas que me den miedo. Dígame solamente su nombre... o el que le parezca.
Cuando Harry Finch dejó a su pasajero, eran poco más de las dos de la madrugada. Vidal-Pellicorne todavía no había vuelto, y Morosini se dijo que tal vez estaba en una taberna intentando levantarle el ánimo a Bertram, de modo que decidió no esperarle e irse a dormir. El día había sido largo y duro, y notaba que necesitaba descansar. La aventura que acababa de vivir le tenía más preocupado de lo que hubiese querido, tal vez porque en la historia que le había contado Mary había algo raro. Ciertamente, esa hermosa mujer le inspiraba más desconfianza que simpatía. También sentía hacia ella un vago rencor que no habría existido si continuara llamándose Mary Saint Albans, pero ahora llevaba el apellido de un hombre al que él siempre había querido y respetado. Le resultaba desagradable que ese apellido se encontrara a merced de una redada de la policía en un tugurio sospechoso. El anciano lord Killrenan, aquel enamorado del mar y de los viajes, siempre se había sentido atraído por la magia de las tierras orientales, pero su atracción no tenía nada que ver con la afición de su heredera por un pintoresquismo que rozaba la depravación.
—El pobre sir Andrew no quería a su familia —declaró Aldo hablando con su cepillo de dientes—, y aún la habría querido menos si hubiese sabido la verdad. Debe de estar revolviéndose en la tumba.
Una vez acostado, Aldo descubrió que la fatiga no siempre aporta el sueño. En su interior se habían agitado tantas emociones contradictorias que no podía eliminarlas y, cuando por fin consiguió dormirse, tuvo una pesadilla en la que Anielka, lady Mary, Aronov, los chinos y un estudiante polaco no cesaban de dar vueltas bailando una zarabanda agotadora. Por consiguiente, acogió la luz del día y la mesita de ruedas del desayuno con un alivio enorme y una súbita decisión. ¡El Cojo tenía razón! Quien toca demasiadas teclas pierde el sentido común. Lo que tenía que hacer era alejarse temporalmente de Anielka y de Mary y consagrarse a la búsqueda del diamante. Respecto a lo último, algo le decía que una expedición fluvial al Crisantemo Rojo sería quizá más provechosa que el fastidioso examen de archivos. Dentro de un rato, Adalbert y él prepararían su plan de batalla y discurrirían un medio de hacerse con una embarcación. Y además, ¿por qué no visitar en Pennyfields la casa de empeños y compraventa de ese tal Yuan Chang que le habían descrito como un hombre tan peligroso y con tanto poder? Al fin y al cabo, dejando aparte la usura, era en cierta manera un colega y podría resultar interesante charlar con él. Sobre todo si, como Aldo no lograba dejar de imaginar, la Rosa de York había caído en sus manos. ¡Por fuerza alguien tenía que haber enviado a los asesinos!
Una vez consultado, Adalbert no demostró ningún entusiasmo por esta nueva excursión a territorio chino.
Era posible que Yuan Chang poseyera la piedra preciosa, pero, de ser así, no iba a revelárselo a un completo desconocido.
—Y además, de todos modos la piedra es falsa, y si el tal Chang ha hecho robarla para alguien, que es la hipótesis más verosímil, no tiene nada que ganar en esa aventura. Especialmente si ese alguien llega a descubrir que se trata de un magnífico culo de botella. Prefiero ir a sumergirme en el polvo de Somerset House, a fin de ver si allí se encuentra el testamento de Nell Gwyn.
—Vas a perder el tiempo. Simon Aronov habrá tenido esa idea antes que tú.
—No me lo imagino pasando días y más días revolviendo los archivos oficiales. Y además, los golpes de suerte llegan en esta vida.
—¡Sancta simplicitas! Entonces tendré que ir solo.
Hacia las tres, el taxi de Harry Finch, a quien Aldo había avisado al mediodía, lo dejaba ante la casa más grande de Pennyfields, un edificio achaparrado de dos pisos cuyos ladrillos habían adquirido un color gris rosado. Una tienda ocupaba la planta baja, pero los vidrios de las ventanas estaban tan sucios que era imposible ver el interior. En ese barrio, tan desierto y lúgubre hacía unas horas, reinaba una gran actividad. Todo un pueblo se ajetreaba allí: mercaderes ambulantes, vendedores de sopa y otros alimentos sentados en el suelo, bazares al aire libre como los de los zocos árabes, cuyas mercancías a veces rodaban hasta el arroyo pero en cuya entrada se erguía una estatua de ojos oblicuos vestida de algodón azul o negro, con las manos metidas en las mangas. Todo esto formaba un conjunto que olía a Extremo Oriente y que resultaba muy pintoresco. Uno se creía trasladado a una calle de Pekín o de Cantón.
El coche se vio rodeado en seguida por una bandada de chiquillos que lo miraban sin atreverse a tocarlo. Como por allí raramente pasaba un taxi, éste constituía un espectáculo como cualquier otro. El olor a comida y a incienso que impregnaba el aire prevalecía con bastante eficacia sobre el eterno hedor a lodo y a carbón.
En la tienda del prestamista, el espacio reservado a los clientes quedaba limitado por unos mostradores cubiertos por una rejilla a través de la cual se veía toda una colección de objetos heterogéneos. El lugar era tan sombrío que en pleno día ardía una lámpara de gas, y todo aquello estaba presidido por un chino de edad mediana y expresión desabrida que no se inmutó al oír el tintineo de las campanillas de la puerta. Sin embargo, la entrada de aquel caballero elegante lo animó a ponerse en movimiento. Se acercó a él y, después de hacer una serie de reverencias, preguntó en un inglés sibilante en qué podía servir un establecimiento tan modesto al honorable visitante. Perplejo, Morosini recorrió con la mirada aquel decorado polvoriento.
—Me dijeron que aquí podría encontrar antigüedades interesantes, pero no veo más que una casa de empeños.
—Para admirar los objetos, tenga la amabilidad de pasar por aquí —dijo el empleado, levantando un tablero que unía dos expositores y alzando con la otra mano una cortina que colgaba en una esquina.
Lo que el visitante descubrió más allá del ajado terciopelo fue toda una sorpresa: desde luego se trataba de un verdadero almacén de antigüedades, que aunque no podía compararse con el suyo propio ni con el que tenía su amigo Gilles Vauxbrun en París, era bastante respetable. Albergaba todo el fantástico panteón de la India y del Extremo Oriente: múltiples estatuas, artísticos Budas procedentes de China o de Japón junto a porcelanas translúcidas, quemadores de esencias que conservaban olor a incienso, candelabros de bronce, un gong de gran tamaño, monstruos de rostros contorsionados, guardianes de puertas de los templos, tejidos de seda, abanicos y multitud de pequeños objetos de marfil o piedras duras. Como descubrió la mirada experta del príncipe anticuario, todo aquello no era muy antiguo, y en ello seguramente tenía que ver la proximidad de los muelles de las Indias Oriental y Occidental, pero el conjunto estaba bien escogido y los procedimientos de envejecimiento destinados a darle una pátina de siglos no eran demasiado aparentes. Además, algunas piezas parecían auténticas.
En ese momento se oyó una voz de timbre algo cascado, pero agradable y culta.
—No resulta fácil encontrar esta tienda. Hay que saber... y nunca he tenido el honor de serle presentado, señor. ¿Quién le ha enviado aquí?
Aldo no dudó ni un momento de que se encontraba en presencia de Yuan Chang. Como bien había dicho Bertram, era un anciano bajo y delgado, casi endeble, pero su figura, vestida con una larga túnica de satén negro sin más adorno que un fino ribete de oro, producía una sorprendente impresión de vigor. Algo así como si hubieran hincado en el suelo la hoja de una espada y no un hombre de edad con el rostro surcado de multitud de arrugas. Eso provenía tal vez de la expresión imperiosa de sus ojos negros y brillantes, que no parpadeaban. En el gorro de seda negra que cubría sus blancos cabellos, ningún distintivo anunciaba que tuviera un rango. Sin embargo, Morosini habría jurado que en su país Yuan Chang no era un simple tendero. Por lo menos era un letrado, y quizás un mandarín.
—Me ha hecho venir la curiosidad y el amor por los objetos antiguos. Soy anticuario y procedo de Venecia. Soy el príncipe Morosini —añadió con una leve inclinación de cabeza que el anciano le devolvió.