—El honor que me hace con su presencia es todavía mayor, pero con su permiso le repetiré la pregunta. ¿A quién debo agradecer su visita?
—A nadie y a todo el mundo. Un simple comentario de salón que oí por casualidad durante una conversación mundana, y otro que escuché en el vestíbulo de un hotel de lujo. Me imagino que es usted el señor Yuan Chang, ¿me equivoco?
—Debería haberme presentado en cuanto usted ha dicho su nombre, excelencia. Le ruego me perdone esta transgresión de las buenas maneras. ¿Puedo preguntarle ahora qué busca usted en este almacén indigno de su interés?
—Todo y nada. ¡Vamos, señor Chang, no sea tan modesto! Tiene fama de ser un experto en antigüedades asiáticas, y aquí, entre objetos de un valor ciertamente mediano, veo algunas piezas dignas de otro decorado. Este broche de bronce incrustado de oro debió de fabricarse en algún lugar de su país entre los siglos X y XII —agregó, inclinándose sobre la figurita de un león alado colocada sobre una peana de terciopelo.
Yuan Chang no trató de ocultar su sorpresa.
—¡Mi más sincera enhorabuena! ¿Está usted especializado en el arte de mi país?
—La verdad es que no, pero me intereso por las joyas antiguas de cualquier procedencia. Por eso me extraña que tenga aquí este broche sin protección alguna. Cualquiera podría robarlo.
Bajo las cejas entrecanas del chino brilló un destello.
—Nadie se atrevería a robar nada en mi morada. Y respecto a este león, suponiendo que tuviera ganas de comprarlo, lamento decirle que ya lo he vendido. ¿Desea usted ver alguna otra cosa?
—Me atraen sobre todo las piedras preciosas. De hecho, me he especializado en alhajas antiguas, preferentemente históricas. ¿No tendrá usted alguna... de jade, por ejemplo?
—No, ya se lo he advertido. A pesar de lo que le hayan dicho, mi negocio es modesto y yo...
No pudo terminar la frase. Unos chillidos agudos se elevaron detrás de la cortina, que una mano enérgica alzó con brusquedad para dar paso al superintendente Warren en persona, envuelto en su macfarlane y más parecido que nunca a un ave prehistórica.
—Lamento entrar en su casa sin haberme anunciado y sin guardar las formas, Yuan Chang, pero he de hablar con usted.
Si el chino estaba encolerizado, lo disimuló doblando la espalda en una profunda reverencia. En cambio, era evidente que la entrada violenta del policía no le producía ningún temor. El tonillo que Aldo captó en su voz sin inflexiones se asemejaba mucho más a la ironía.
—¿Quién soy yo para que el célebre superintendente Warren se digne ensuciar sus zapatos en el polvo de mi miserable establecimiento?
—No es un buen momento para intercambiar elaborados cumplidos, Yuan Chang. Tiene razón al pensar que necesitaba un motivo muy serio para venir aquí. Caballero —añadió Warren volviéndose hacia Morosini sin demostrar que lo había reconocido—, supongo que el taxi aparcado ante la puerta es suyo. ¿Puedo pedirle que me espere allí?
—¿Acaso tenemos que hablar usted y yo? —replicó Aldo con una altivez muy propia del personaje que representaba—. No soy más que un simple cliente... eventual.
—No lo pongo en duda, pero soy tremendamente curioso y todos los clientes del honorable Yuan Chang merecen mi atención. ¡Por favor!
Al tiempo que decía esto, abrió la cortina del pasadizo y Morosini se vio obligado a recorrerlo a pesar de que se moría de curiosidad. En la calle descubrió un potente automóvil negro y otro más pequeño, así como nuevos corros de chiquillos, esta vez mantenidos a distancia por dos policías de paisano, uno de ellos el inevitable inspector Pointer.
—¿Adónde vamos?—preguntó Harry Finch.
—A ninguna parte, amigo mío. Nos quedamos aquí. El funcionario de policía que acaba de entrar en la tienda me ha solicitado una breve entrevista.
—El superintendente Warren no es un tipo cualquiera. Es el mejor sabueso de Scotland Yard. ¡Un tipo duro como hay pocos!
—No sabía ese detalle. Al parecer el tal Yuan Chang es alguien importante.
—Nada menos que el rey de Chinatown. Debe de tener el alma más negra que su túnica, pero nadie ha logrado pillarlo con las manos en la masa. ¡Es más listo que una carnada de monos!
—Quizás han venido a detenerlo. Este despliegue de policías...
—No hay que exagerar, sólo son media docena. Y además, cuando el súper se desplaza a algún sitio, nunca va solo ni en bicicleta. Es cuestión de prestigio. Y en Limehouse el prestigio es primordial.
La espera se prolongó un buen cuarto de hora, pasado el cual Warren reapareció, le dijo unas palabras al oído a su fiel ayudante, se metió en el taxi y ordenó a Finch que lo llevara de vuelta a Scotland Yard. Hecho esto, cerró la mampara que los separaba del chófer y por fin se arrellanó cómodamente en su parte del asiento.
—Ahora vamos a charlar —anunció con un suspiro—. Confío en que usted sea más hablador que esa rata de Pekín de ojos rasgados.
—¿De veras esperaba hacerle hablar? ¿Y de qué?
—Podría contestarle que soy yo quien hace las preguntas, pero como no veo ningún inconveniente en informarle, le diré que no esperaba gran cosa. Quería ver su reacción cuando le comunicara las últimas noticias: esta madrugada la brigada fluvial de Wapping, que buscaba el barco de un traficante de opio, ha encontrado flotando en el río, cerca de la isla de los Perros, los cadáveres de dos orientales atados con cuerdas y estrangulados. Han sido identificados como los hermanos Wu, sin duda alguna los asesinos del joyero Harrison.
La noticia era de aúpa y Morosini tardó unos segundos en asimilarla del todo, el tiempo de que su compañero sacara una pipa y una tabaquera, y después de cargar con esmero la cazoleta la encendiera lanzando una espesa vaharada de humo acre. Aldo empezó a toser.
—¡Por todos los santos del paraíso! ¿Qué mete ahí dentro? ¿Excrementos de vaca?
El pterodáctilo se echó a reír.
—¡Qué delicado es usted! Es tabaco francés, ese que en las trincheras los soldados llamaban «culo gordo». Me aficioné a él en el Somme. Despeja la mente de un hombre casi tan bien como un buen whisky.
—Bueno, digamos que exagero. Pero, si lo he entendido bien, su investigación ha terminado puesto que los asesinos han muerto, ¿no?
—No ha hecho más que empezar. Su muerte corrobora algo de lo que nunca habíamos dudado, y es que trabajaban simplemente por encargo.
—Y usted cree que Yuan Chang podría ser...
—¡Yo ya no creo nada de nada! —gritó de repente Warren—. No estoy aquí para rendirle cuentas. En cambio, tengo bastantes preguntas que hacerle a usted. La primera de todas: ¿qué hacía usted en la tienda de Yuan Chang?
—Es muy sencillo. Además de usurero, es anticuario, como yo. Y en esta profesión uno siempre está de caza —dijo Morosini con desparpajo.
—¿En serio? ¿No esperaría por casualidad averiguar algo sobre cierto diamante desaparecido? Vamos, príncipe, no me tome el pelo. Y dígame, ¿cómo ha descubierto a Yuan Chang?
Morosini vaciló un instante, justo el tiempo de idear una mentira convincente.
—La muerte de Harrison ha dado pie a muchos rumores. El hotel Ritz está lleno de gente que ha venido a Londres para la subasta. También hay periodistas, y han hablado de los asesinos diciendo que por lo visto eran orientales. Alguien mencionó el nombre de Yuan Chang y, como es natural, me entraron ganas de ir a conocerlo.
—Mmm... Tendré que contentarme con esta respuesta, aunque no me convence. Pero le diré una cosa: ignoro a qué está jugando, pero me huelo que no le disgustaría encontrar la Rosa de York. Por consiguiente, y le ruego tome buena nota de ello, no quiero por nada del mundo que se inmiscuya en una investigación en la que nosotros trabajamos. ¿Entendido?
—¡Me guardaré muy mucho! —repuso Morosini, que empezaba a sentirse irritado.
Entre Aronov, que quería impedirle que se ocupara de Anielka, y este polizonte desabrido que le prohibía buscar el diamante, la vida se le iba a poner difícil. Tendría que actuar con mucho tino.
—De todos modos —dijo—, debería tener en cuenta mi posición. He venido a Londres con el encargo de comprar la Rosa de York para un cliente muy noble cuyo nombre no puedo revelar.
—Ni yo se lo pregunto.
—¡Pues es una suerte que respete mi secreto profesional! No obstante, comprenda que me resulte desagradable quedarme de brazos cruzados sin hacer nada por encontrar esa piedra cargada de historia.
—Si se empeña en buscarla, puede acabar en el Támesis con una cuerda alrededor del cuello, como los hermanos Wu, o con un cuchillo clavado en la espalda. Aunque si eso le divierte... Pero cambiemos de tema. Ayer noche esperaba su visita después de la que usted realizó en Brixton. ¿No tiene nada que contarme?
—Sí, y desde luego pensaba informarle de ello hoy mismo.
—¿Después de su paseo por Chinatown? —inquirió Warren con sorna—. Bueno, ¿qué dice nuestra preciosa viuda?
Morosini repitió a grandes rasgos el relato de Anielka, lo que le produjo la satisfacción de ver cómo los ojos del pterodáctilo se volvían, en la medida de lo posible, aún más redondos. El superintendente emitió un ligero silbido.
—¿De modo que ella considera la cárcel un refugio contra una especie de terroristas decididos a proteger a uno de los suyos contra viento y marea? Es un argumento nuevo y no del todo idiota. Siempre y cuando sea verdad, claro.
Respecto a lo último, el príncipe anticuario no estaba muy seguro. Incluso constituía su peor tormento, pero, como no quería bajo ningún concepto hablar de sus conversaciones con Wanda y con John Sutton, se abstuvo de mencionarlas y dejó que transcurrieran los segundos. Warren, que chupaba con furia su pipa, parecía inmerso en un cúmulo de reflexiones del que salió para refunfuñar:
—Si quiere saber mi opinión, es posible que esta historia rocambolesca esté destinada exclusivamente a usted. La verdad es quizá más simple y más femenina: lady Ferrals se encontró con su antiguo enamorado y el fuego oculto bajo las cenizas comenzó a arder otra vez. Ignoro lo que ocurrió entre ellos en Grosvenor Square, pero me inclino a pensar que tuvieron una aventura, y ahora la hermosa Anielka querría salvarse a sí misma y salvar a su amante.
—Sin embargo, no duda en incriminarlo y acusarlo del asesinato —dijo Aldo con sequedad.
—Entonces, ¿por qué no nos lo dice a nosotros? ¿Por temor a unos dudosos anarquistas polacos? Primero: no tengo conocimiento de ninguna célula polaca; si se tratara de rusos, la cosa sería distinta. Segundo: disponemos de todos los medios para proteger eficazmente a lady Ferrals hasta que ese Ladislas y su banda estén a buen recaudo. Y tercero: ella se equivoca al creer que su padre, el conde Solmanski, es capaz de sacarla, sin una ayuda solvente, del atolladero en el que se ha metido.
—Esa ayuda solvente no le va a faltar. Le he aconsejado que acuda a sir Desmond Saint Albans.
—Esperemos, por su bien, que lady Ferrals le haga caso. Aunque lo dudo mucho, porque si llega a enterarse de las cualidades de sir Desmond se dará cuenta de que no podrá ocultarle la verdad. El hecho de que este abogado sea tan hábil a la hora de apretar las clavijas a los testigos se debe, sobre todo, a que antes ha interrogado a fondo a su cliente poniéndole toda clase de trampas. Aunque ella no lo quiera, tendrá que confesar. ¡Bueno, ya he llegado! —añadió Warren cuando el taxi se detuvo ante el centinela de Scotland Yard—. Gracias por sus informaciones. ¿Va a quedarse algún tiempo en Londres? Si piensa esperar a que se celebre el juicio de lady Ferrals, sus negocios pueden resentirse.
—De momento, de mis negocios sólo me preocupa la desaparición de la Rosa de York. Por lo tanto, comprenderá mi deseo de quedarme aquí un poco más. Con la esperanza —agregó con una sonrisa impertinente— de verlo triunfar cuando haya recuperado el diamante, cosa de la que estoy absolutamente seguro.
—¡Yo también! —replicó el otro devolviéndole la estocada—. Así tendremos ocasión de volver a vernos.
La mueca con la que el superintendente acompañó este comentario podía pasar por una sonrisa, pero Aldo tenía sus dudas. Más bien parecía una amenaza.
En el hotel lo esperaba una carta, mejor dicho, una nota, pues contenía un mensaje muy breve que, no obstante, hizo aparecer en su mente una retahíla de interrogantes.
«Lady B. fue trasladada hace quince días a una casa de reposo de una forma muy discreta. La familia no quería dar publicidad a su estado mental, que es deplorable. S. A.»
En ese caso ¿quién era la anciana que el infortunado Harrison había aceptado recibir en su joyería para que pudiera contemplar una gema ancestral?
5. Los invitados de la duquesa
Cuando, después de ser anunciados por un criado, Aldo y Adalbert penetraron en el salón donde la duquesa de Danvers reunía a sus invitados antes de la cena, al primero le vinieron ganas de dar media vuelta y huir a toda prisa. Ya mientras se dirigían allí no sentía mucho entusiasmo, pues la perspectiva de conocer a una americana tan rica como insoportable no le apetecía nada. Pero cuando desde el umbral reconoció a la dama que conversaba con la anfitriona y lady Winfield en un canapé de estilo Regencia, casi le invadió el pánico. Se detuvo en seco e hizo ademán de volverse. Al darse cuenta de ello, Vidal-Pellicorne se inquietó.
—¿Te pasa algo? ¿Qué es lo que ocurre? —le susurró manteniéndose de perfil.
—No debería haber venido. Es muy probable que esta velada sea una de las más desagradables de mi vida de anticuario.
—Lo siento, pero es demasiado tarde para irse.
En efecto, sus nombres, pronunciados por la voz potente del criado, habían resonado en la estancia y la anciana duquesa les dirigía, a través de sus impertinentes y del vasto espacio del salón, una sonrisa extasiada. No quedaba más remedio que cumplir con las normas de la etiqueta. Al cabo de un momento que le pareció demasiado corto, Aldo se inclinó sobre la mano de su anfitriona, que ya estaba diciendo:
—He aquí al caballero del que le había hablado, querida Ava. En cuanto a usted, querido príncipe, sé por lady Ribblesdale que ustedes dos se conocieron en América antes de la guerra.
—¿Lady Ribblesdale? —repitió Aldo con una mirada de interrogación mientras saludaba a la dama—. Creía recordar otro nombre, por otro lado inolvidable..., como la propia milady.
En efecto, unos diez años atrás, durante una estancia veraniega en Newport, la ciudad balneario de los millonarios neoyorquinos, Morosini había tenido el honor de ser presentado a la que era considerada la mujer más guapa de Estados Unidos, pese a haber cumplido los cuarenta: Ava Lowle Willing. Aunque dos años antes se había divorciado de John Astor IV, dicha señora seguía haciéndose llamar Mrs. Astor. A decir verdad, su ex marido ya no tenía modo de impedírselo, a despecho de que se había vuelto a casar enseguida, porque al regresar de su viaje de novios en Europa se le ocurrió la lamentable idea de embarcarse en el Titanic, donde murió como un gran señor después de haber obligado a su joven esposa a embarcarse en una chalupa de salvamento. Ava, que por cierto era madre de dos hijos, pasó por alto a la joven viuda y siguió siendo Mrs. Astor.
Esa beldad, dotada de un enorme poder de seducción, no dejaba de ser una arpía sin corazón que nunca había querido ni a su marido ni a sus hijos, y ni siquiera a sus amantes. Solamente le interesaba su propia persona. Por añadidura, y a pesar de que pertenecía a una de las mejores y más acaudaladas familias de Filadelfia (los Lowle Willing afirmaban ser descendientes de varios monarcas ingleses y de un soberano francés), de niña la habían mimado terriblemente sin enseñarle ni pizca de educación, y por desgracia conservaba algunos rasgos de su infancia. Aldo recordaba con horror una cena en casa de los Vanderbilt en la que Ava, sentada al lado de una noble dama inglesa —cosa que detestaba porque prefería la compañía masculina—, había exclamado al levantarse de la mesa: «¡Me pregunto dónde habré oído decir que lady X... es divertida y ocurrente!» Naturalmente, había provocado un silencio glacial. En lo que se refería al propio Aldo, Ava se obstinaba en creer que se pasaba el día haciendo equilibrios sobre una góndola, mientras cantaba O sole mio acompañándose con la guitarra. Y se lo repetía como si fuera una broma estupenda, lo que tenía el don de ponerlo fuera de sí.
Si Aldo confiaba en que la decena de años transcurridos la habrían calmado, se equivocaba por completo. Ava lo acogió proclamando en voz muy alta:
—¡Pero si es mi pequeño príncipe gondolero! ¡Estoy encantada de volver a verlo, querido!
—Yo también, lady... Ribblesdale. ¿Lo he dicho bien? —contestó, decidido a hacerle frente y a responder a una insolencia con otra, aunque eso desluciera su reputación de caballero galante.
—¡Sí, señor! —admitió ella con una sonrisa radiante—. Es un marido muy decorativo y muy rico, pero que no tendré el placer de presentarle. Antes de que nos casáramos, era un compañero la mar de alegre y daba unas fiestas impresionantes, pero ahora no hay manera de sacarlo de esa horrorosa mansión solariega de estilo Tudor que posee en el condado de Sussex y donde ha sustituido la música de los violines del baile por la lectura en voz alta de los clásicos. Lo que resulta una lata, incluso con una voz tan bonita como la suya. Así pues, de cuando en cuando vengo a distraerme a Londres. Me gustaría hacerlo mucho más a menudo, pero él no puede vivir sin mí.
—¡Cómo le comprendo! Ni siquiera debería permitir que se alejara de él un instante. ¿Me permite presentarle a mi amigo Adalbert Vidal-Pellicorne? Es un egiptólogo francés muy reputado.
—¿Qué tal, caballero? Un egiptólogo resulta siempre divertido, aunque los ingleses aventajan bastante a los franceses en ese arte.
—Digamos que disponen de más medios, lady Ribblesdale —repuso Adalbert—. Por lo demás, creo recordar que Champollion, el hombre que descifró los jeroglíficos, era francés.
—Sí, ¡pero hace ya tanto tiempo de eso! Además, la piedra Rosetta está aquí, en el Museo Británico. Pero, si es ésa su profesión, ¿qué hace usted aquí, en este salón? Mi hija Alice se encuentra en Egipto con nuestro queridísimo amigo lord Carnavon, y sigue con interés sus excavaciones en el Valle de los Reyes.
—¿Su hija es arqueóloga?
—¡Dios santo, no, qué horror! ¿Se la imagina cavando en la arena? Lo que ocurre es que siente pasión por ese país porqué está convencida de haber vivido en él durante una vida anterior, en la que a pesar de ser hija de un sumo sacerdote de Amón seguía la doctrina solar de Akenatón. Hasta tiene sobre esa cuestión unas pesadillas muy divertidas.
Aquella verborrea habría podido proseguir durante mucho tiempo si la duquesa no llega a intervenir, con una dulzura llena de firmeza, levantándose y expresando su deseo de presentar a los recién llegados a los demás invitados.
—Serán vecinos de mesa —dijo a lady Ribblesdale a guisa de consuelo—, de modo que tendrán tiempo de conversar.
Antes de recorrer el salón, tomó el brazo de Aldo, que se sentía abrumado al pensar en el calvario que iba a ser para él la cena. Esa idea le hizo saludar sin darse cuenta a una docena de personas, y no recobró plena conciencia de sus actos hasta que se encontró estrechando la mano de Moritz Kledermann.
—Encantado de conocerlo —declaró el banquero suizo sin el menor entusiasmo—. Es una sorpresa inesperada que aprecio en lo que vale. Al parecer tenemos amigos comunes.
—Así es —contestó Morosini, recordando a tiempo que en la boda de Anielka con Eric Ferrals la duquesa de Danvers y Dianora Kledermann ocupaban posiciones privilegiadas—. Supongo que, al igual que yo, lamenta usted el trágico destino de sir Eric... y de su joven esposa.
Un brillo de curiosidad teñida de asombro apareció en los grises ojos del zuriqués.
—¿Acaso la cree usted inocente?
—Estoy convencido de ello —dijo Aldo con firmeza—. Piense que aún no tiene veinte años, y creo que en este asunto es sobre todo una víctima.
El brillo persistió en la mirada del banquero, y fue acompañado de una lenta sonrisa que puso un toque de buen humor en aquel rostro algo severo.
—¡Vaya!, en eso no está usted de acuerdo con mi esposa. Ella no se cansa de repetir que la mujer de su viejo amigo merece la horca. Pero tengo entendido que usted la conoce, ¿no?
—Tengo ese honor, que es también un placer. ¿Puedo preguntarle por su salud, puesto que al parecer no lo ha acompañado? —preguntó Aldo con una serena suavidad.
—Se encuentra muy bien, al menos eso creo. Deseaba venir conmigo, pero cuando tengo entre manos un asunto importante prefiero estar solo. Y en este caso he tenido razón. Se sentiría desplazada en esta atmósfera de crimen canallesco que rodea la muerte del pobre Harrison.
—¿Ha venido por el diamante del Temerario?
—Naturalmente, como muchos otros y como usted mismo, supongo. Tengo intención de quedarme unos días con la esperanza de que aparezca.
—Lo mismo voy a hacer yo. Confío enormemente en la eficiencia de Scotland Yard.
El anuncio de que iban a servir la cena puso fin a la conversación. De todos modos, la duquesa y Morosini habían acabado de dar la vuelta al salón, y éste, resignado, fue a ofrecer el brazo a la temible lady Ribblesdale para acompañarla a la mesa.
La cosa fue peor de lo que Aldo había imaginado. Apenas se hubo sentado ante el largo tablero de caoba cuya superficie esmeradamente reluciente sostenía una multitud de exquisitas porcelanas inglesas y de centelleantes cristales, además de un enorme centro de mesa de esmalte del que surgían unas flores, su compañera, con una notable desenvoltura, lo abrumó con un sinfín de preguntas relativas a su «pequeño comercio» e incluso a su vida íntima. Por si fuera poco, encajonado como estaba entre ella y su anfitriona, se vio obligado a hacer honor a los platos que le sirvieron: una sopa clara y poco abundante en la que flotaban unos trozos de algo indefinible, un asado de cordero demasiado hecho flanqueado de patatas poco hechas y de la horrible salsa de menta que él odiaba, un excelente y minúsculo pedazo de queso Stilton, del que se habría comido una porción enorme, y, después de un surtido de temblorosas gelatinas adornadas con flores de azúcar, las elegantes savouries, un refinamiento destinado a eliminar el dulzor del postre y que esa noche consistía en tostadas con tuétano aderezadas con tanta pimienta que, con el paladar ardiendo, a punto estuvo de echarse a llorar. Pero, antes de llegar a ese extremo, la ex lady Astor le había explicado el motivo de que se hubiera requerido su presencia y que estaba relacionado con la Rosa de York. Lady Ribblesdale quería comprarla y se había tomado como una ofensa personal la falta de consideración demostrada por el pobre Harrison al permitir que lo asesinaran y se la robaran.
—No es nada seguro que hubiera podido adquirirla, lady Ava —hizo constar Morosini—. Tenía fuertes competidores. Entre ellos los Rothschild, ingleses o franceses, y frente a usted se halla sentado uno de los mayores coleccionistas europeos, o en todo caso el mayor de Suiza.
—¡Bah! ¿Qué importancia tienen? —dijo la dama, barriendo con un gesto de su manita cargada de sortijas a esos seres despreciables—. El diamante habría sido mío porque siempre obtengo lo que deseo, y esta noche lo vería brillar sobre mi persona.
La voz lenta pero precisa de Moritz Kledermann se hizo oír desde el otro lado de la mesa.
—No es una joya que pueda llevarse. Sin duda es muy hermosa, pero menos brillante de lo que se imagina. ¿No ha logrado verla?
—No, pero eso no importa.
—¿Usted cree? Quizá la hubiera decepcionado. En primer lugar se trata de un cabujón, lo que significa que su superficie es redondeada, que está desprovista de aristas y simplemente pulida, porque es un diamante muy antiguo y por entonces no se conocía el arte de tallar las piedras preciosas.
—Eso es cierto —aprobó Aldo—. La Rosa de York no refleja tanto la luz como el aderezo que usted luce esta noche —añadió, dirigiéndose a lady Ribblesdale.
En efecto, engalanada con un collar de brillantes, unos pendientes, una diadema y algunos brazaletes, la americana emitía mil destellos, dignos de un árbol de Navidad. La mayoría de esas joyas eran realmente bonitas, pero al ser tan numerosas se desvalorizaban mutuamente. La dama rechazó la objeción con un nuevo gesto.
—¡Y eso qué más da! La habría hecho tallar, y punto —exclamó con despreocupación.
Por encima del oscuro espejo de caoba, el experto y el coleccionista intercambiaron una mirada de horror que Morosini se apresuró a traducir.
—Una joya histórica no se manda tallar, señora mía, especialmente si posee tanta importancia.
—¿Y por qué no, si he pagado por ella?
—Porque la Corona británica, a la que el diamante ha pertenecido durante mucho tiempo, le pediría cuentas. Cuando se trata de una pieza tan sobresaliente, las leyes del mercado son muy distintas. Sobre todo en este país y estando en juego un monumento histórico —dijo Aldo con severidad—. De cualquier modo, una vez tallado, el diamante del Temerario no sólo perdería su imagen en la memoria de los hombres sino buena parte de su valor de mercado. En realidad, no entiendo por qué tiene tanto empeño en adquirirlo.
El cutis perfecto de lady Ribblesdale enrojeció bruscamente mientras sus magníficos y negros ojos brillaban con una cólera que no se molestó en reprimir.
—¿No lo entiende? Pues voy a explicárselo —gritó, sin que le preocupara el hecho de interrumpir todas las conversaciones—. Ya no soporto ver, en la Corte o en las grandes recepciones, a mi prima lady Astor,[7] esa marisabidilla de Nancy que ha considerado oportuno hacerse elegir miembro de la Cámara de los Comunes, lucir una diadema en medio de la cual resplandece el Sancy, uno de los diamantes más bellos de la corona de Francia. Por eso quiero ser la dueña de la Rosa de York.
—Incluso si la llevara usted, señora, no produciría tanto efecto como el diamante Sancy, que es una de las mejores gemas que conozco —dijo Moritz Kledermann.
—Pues entonces quiero tener al menos su equivalente, pero más gordo, claro. Ésta es la razón de nuestro encuentro, querido príncipe —agregó con insolencia—. Ya que vende joyas históricas, busque una para mí.
Era tal disparate que, en lugar de enfadarse, Morosini soltó una carcajada.
—En ese caso, lady Ava, habrá que convencer a Su Majestad para que le venda una de las piedras preciosas guardadas en la Torre de Londres, uno de los Cullinan, por ejemplo, o bien persuadir al duque de Westminster para que se desprenda del diamante Nassak, cuyo peso es de ochenta quilates, mientras que el Sancy sólo pesa cincuenta y tres.
—¡Esos no me interesan! —exclamó la dama en tono impaciente—. Deseo una joya de renombre que haya sido lucida por una o varias reinas, como el Sancy. Mi prima Nancy no para de contarle su historia a todo el mundo. La célebre María Antonieta, por ejemplo, la lucía a menudo.
—Siendo así—terció de nuevo Kledermann medio en serio medio en broma—, habrá que pedir el diamante Régent al museo del Louvre. Sus ciento cuarenta quilates ya centelleaban en la corona de Francia cuando Luis XV fue coronado rey. Después lo llevó María Antonieta y también Napoleón.
—¡No sea ridículo! —soltó ella, pasando por alto toda cortesía—. Sin duda será posible encontrar lo que yo quiero. Y puesto que ése es su oficio, Morosini, arrégleselas para satisfacer mi deseo.
En esa fase del debate, la duquesa se decidió a intervenir. Aunque nunca había sido muy perspicaz, ni siquiera inteligente, notó que el ambiente se cargaba de electricidad y le preocupó el extraño resplandor verde que había aparecido en los ojos de un gris azulado de Morosini.
—¡Querida amiga, debería usted calmarse! Lo que pide no es fácil, pero estoy segura de que el príncipe hará lo imposible por satisfacerla. Sólo hace falta un poco de paciencia.
Se levantó mientras hablaba, lo que obligó a las otras damas a hacer lo mismo. Los caballeros se quedaron en la mesa para la ceremonia ritual del oporto.
—¡Qué costumbre tan interesante! —susurró Aldo con un suspiro de alivio al oído de su amigo Adalbert—. Nunca la había apreciado tanto.
—Sólo es una tregua. No te librarás de ella tan fácilmente. Es una mujer que sabe lo que quiere. Aunque es cierto que en este caso te está pidiendo la luna o algo parecido.
—¡No estés tan seguro! Se me ha ocurrido una idea que arreglaría las finanzas de una vieja amiga de mi madre. Posee un diamante, engarzado en una diadema, algo mayor que el Sancy. Siempre me he preguntado si no sería el Espejo de Portugal, desaparecido a raíz del robo de las joyas de la Corona francesa en el guardamuebles de la plaza de la Concordia en el año 1792. A partir de entonces la pista del diamante se perdió por completo.
Hablaba en voz baja para que no lo oyera Kledermann, aunque éste estaba charlando con su vecino de mesa, un coronel del ejército destinado en la India.
—Tu idea no vale nada. Esa señora no debe de tener ningunas ganas de venderlo.
—¡Ya lo creo que tiene ganas! Te lo explico en dos palabras. Unos días antes de mi viaje a Escocia, vino a verme para preguntarme si no habría un medio de deshacerse con discreción de un «objeto»..., eso es lo que dijo..., que nunca le había gustado porque lo creía responsable de todas las desgracias que la han afligido desde el día de su boda, cuando lo lució por primera vez en su tocado. Al salir de la iglesia se fracturó una rodilla y de resultas de ello se quedó coja. Pero eso no es todo:" después perdió sucesivamente a su muy amado marido y a dos hijos en unas circunstancias dramáticas que esta noche no te contaré por falta de tiempo. Le quedaba una hija, que se casó por amor con otro veneciano de la nobleza, muy apuesto pero sin fortuna, santurrón y avaro hasta la exageración. La hija no es guapa, pero estaba locamente enamorada de ese personaje muy dispuesto a sacar partido de su palmito. A fin de que pudiera celebrarse el matrimonio, mi vieja amiga se deshizo de todas sus joyas excepto del malhadado tocado, porque no quería que los maleficios en los que ella cree recayeran sobre la inocente cabeza de su hija. Sin embargo, actualmente su estado de salud es muy malo y desearía poder cuidarse y al mismo tiempo perder de vista el diamante.
—¡Estupendo! Pues no tiene más que venderlo.
—No resulta tan fácil. Su yerno no cesa de camelarla para que se lo regale a la hija. Y, como es lógico, vigila a su suegra. Si pusiera en venta la alhaja, estallaría un drama.
—¿Crees que sería capaz de...?
—¿Matarla? No, es demasiado buen cristiano, pero sería capaz de secuestrarla. De ahí la visita tan discreta que ella me hizo a primera hora de la mañana, mientras su yerno estaba en misa. Le prometí que haría lo posible por encontrar un comprador interesante, quizás aprovechando la cantidad de entendidos que se han reunido aquí para la venta de la Rosa. Pero me avergüenza un poco confesar que hasta esta noche no me había acordado del asunto.
—Bueno, pues aquí tienes la ocasión. Aprovéchala.
—Hay un pequeño problema. Estoy casi seguro que se trata del Espejo de Portugal, pero no tengo ninguna prueba..., dejando aparte, claro, el hecho de que es gafe.
—¡Ah, ése también!
—Es bastante corriente con esas piedras casi legendarias. El diamante Sancy, por ejemplo, no es una excepción, de modo que lady Ribblesdale no debería envidiar tanto a su prima. En cuanto al Espejo, pasó a manos de Felipe II de España a raíz de su enlace con María de Portugal, que murió dos años después de la boda. Seguidamente, formó parte del tesoro inglés hasta el reinado de Carlos I, que fue decapitado. Su esposa, hija de Enrique IV de Francia, después de huir a su patria con todas sus alhajas y verse reducida a la miseria, tuvo que ceder el diamante al cardenal Mazarino. Y por fin, María Antonieta lo incluyó entre sus muchos aderezos. Reconozco que esta trayectoria es como para que la americana dé brincos de alegría, aunque como es suspicaz, igual que todas las de su clase, no querrá tener el diamante si no puede proclamar toda su historia. Y ocurre que, a partir de 1792, esa historia es una incógnita incluso para mi vieja amiga. Su marido nunca quiso decirle de qué manera obtuvo la joya. La verdad es que preferiría que se dirigiera a un coleccionista acostumbrado a callar, como Kledermann. Además, él posee uno de los dieciocho Mazarinos, entre los que en una época figuraron el Espejo y el Sancy.
Se interrumpió. Por lo visto, lady Danvers opinaba que el oporto ya había circulado bastante entre sus invitados varones, y había enviado al mayordomo para reclamar su presencia junto a las señoras.
—El recreo ha terminado —susurró Vidal-Pellicorne—. Pero, si yo estuviera en tu lugar, estudiaría cuidadosamente el asunto, porque esa chiflada es capaz de pagar una fortuna.
—Estoy tentado de hablarle del asunto a Kledermann. Al fin y al cabo, la competencia no puede perjudicarme, y si él se interesa por el diamante, es posible que ella aumente la puja.
Na obstante, Aldo tuvo que aplazar la conversación con Kledermann, ya que durante la cena, que había reunido sólo a unos pocos comensales, se habían dispuesto varias mesas de bridge en uno de los salones, y nuevos invitados habían hecho su aparición. Las partidas se estaban organizando y Aldo vio, un tanto contrariado, que el zuriqués estaba ya instalado. Por su parte, Morosini no era aficionado a este juego, que encontraba demasiado lento y absorbente; él tenía preferencia por las emociones más fuertes y trepidantes del póquer. Claro que cuando era necesario hacía el cuarto en una mesa de bridge, pero esta vez, al constatar con alivio que su perseguidora se disponía a jugar, pasó al otro salón, donde los convidados se limitaban a conversar de mil naderías mientras tomaban café y licores, reunidos en torno a la dueña de la casa.
Con una taza en la mano y un poco aburrido —Adalbert era un entusiasta del bridge—, Morosini empezó a recorrer el salón, bastante sobrecargado de molduras doradas del período Victoriano, pero cuyas paredes exhibían varios artísticos óleos, entre los que había paisajes y retratos. Uno de estos últimos atrajo su atención por su factura y el tipo de personaje que representaba. A juzgar por la riqueza del cuadro, se trataba de un hombre de alto rango o incluso de sangre real. El modelo tenía los rasgos de la familia Borbón y se parecía bastante al rey Carlos II,[8] aunque la espesa cabellera pelirroja y rizada que enmarcaba su rostro y cierto matiz de vulgaridad en la sonrisa y la expresión resultaban desconcertantes al no casar con su supuesto linaje. Cuando Aldo se inclinó para tratar de descifrar la firma del artista, a su espalda una voz se lo aclaró.
—Kellner pinxit. Como sin duda sabe, era el pintor favorito del rey Jorge I, pues ambos eran alemanes.[9] La figura resulta pintoresca en todos los sentidos, ¿no cree?, aunque su ascendencia también lo era.
Al volverse a mirarlo, Morosini reconoció al nuevo lord Killrenan. Este sostenía como él una taza de café, y una sonrisa esquinada animaba su semblante macizo y poco expresivo.
—Es un encuentro inesperado, lord Desmond. ¿Cómo es que no le he visto en la cena?
—Sencillamente porque no estaba. No he podido asistir porque un asunto importante me ha retenido en Old Bailey. ¿Le interesa este retrato?
—Hay que distraerse con algo en un salón, pero reconozco que me intriga un poco. Ha mencionado usted que los orígenes del modelo eran... pintorescos, ¿verdad?
—Por decirlo suavemente. Su madre había sido vendedora de naranjas y después actriz antes de convertirse en la favorita del rey Carlos II, de modo que es hijo de la famosa Nell Gwyn, pero su padre lo nombró duque de Saint Albans.
Morosini levantó una ceja con aire irónico.
—¡Igual que usted! ¿Será uno de sus antepasados?
—¡No lo quiera Dios! No desearía ser descendiente de la excesivamente famosa Nellie ni a cambio de un título ducal. Provengo de otro Saint Albans, que en el siglo XII fue médico de un rey de Francia antes de afincarse en Inglaterra. ¿Y si nos sentáramos? Estaríamos más cómodos para charlar, y además este café ya está frío.
Mientras se dirigían a un par de sillones, Aldo echó una última ojeada al bastardo real. Recordó lo que le había dicho Aronov en el coche cuando hablaban de la Rosa de York. «Un rumor cortesano insinúa que Buckingham perdió la joya jugando a las cartas contra Nell Gwyn, que a la sazón era la favorita del rey Carlos y esperaba un hijo de él.» Ese personaje de aspecto algo chulesco, cuyo nombre el Cojo no había mencionado, sin duda había poseído el diamante. De improviso, Aldo se dijo que acaso las investigaciones de Adalbert en Somerset House proporcionarían información.
En el ínterin, podía resultar útil hacer hablar al Saint Albans que tenía a mano, fuera o no descendiente del hijo de Carlos II.
—Como lady Mary no lo acompaña, ¿me permite preguntar por ella? Espero que no esté indispuesta.
—No, pero esta clase de reuniones no le gustan mucho y no le tiene simpatía a lady Danvers, con la que yo mantengo una excelente relación, casi de parentesco. Es la primera vez que me alegro de que mi esposa no esté conmigo, pues me temo que no siente demasiado aprecio por usted..., creo que a causa de una pulsera que se negó a venderle.
—Lo lamento de veras, pero no pude hacer otra cosa. Las órdenes del vendedor eran muy estrictas: bajo ningún concepto debía vender el brazalete a un inglés, ya fuera hombre o mujer.
—Nunca he comprendido el motivo de esa prohibición.
Morosini se echó a reír.
—Entre mis atribuciones no consta la de descubrir los secretos de mis clientes. Lo mismo que un médico o un abogado, estoy obligado por el secreto profesional.
—No me cabe duda. Pero es cierto que Mary no tiene suerte. Empezaba a olvidar a Mumtaz Majal para poner sus esperanzas en la Rosa de York, cuando de pronto ésta desaparece. Pero usted acaba de mencionar mi profesión y me parece que debo darle las gracias, pues lady Ferrals me ha dado a entender que le había recomendado que me confiara su defensa. ¡Ignoraba que mi nombre fuera conocido en Venecia!
—Y no lo es. Me he limitado a transmitirle a lady Ferrals el consejo de un amigo cuya identidad no voy a revelar pero que admira su gran talento. Aunque, como no tiene el honor de conocer a la inculpada, me encargó que le aconsejara que cambiase de abogado defensor. Y eso es todo. Por consiguiente, no me debe usted ningún agradecimiento.
Con los codos apoyados en los brazos del sillón, Saint Albans juntó la punta de los dedos de ambas manos y apoyó en ellas la boca con gesto meditabundo.
—Quizá no, en efecto. Se trata de un caso interesante y halagador, pero que posiblemente no hará que aumente mi reputación. Esa joven es desconcertante, y reconozco que, después de haber hablado con ella, todavía no he decidido la estrategia que utilizaré ante el tribunal. Cuando uno la ve, juraría que es inocente, pero al escucharla es difícil formarse una opinión.
—¿Ya ha interrogado usted a Wanda, su doncella?
—No, tengo intención de hacerlo mañana.
—Pues después de hacerlo todavía le costará más sacar el agua clara. A mi juicio hay que confiar en Ani... en lady Ferrals y tratar por todos los medios de encontrar al polaco.
—¡Por descontado! Pero dígame, príncipe, ¿usted conoce bien a lady Ferrals?
—¿Quién puede jactarse de conocer bien a una mujer? Empezamos a tratarnos unas semanas antes de su boda.
—Una boda en la que el amor no tenía mucho que ver. Le confieso que ésta es una de las circunstancias que me estorbarán ante el tribunal si no consigo que mi clienta modifique su actitud, pues no es capaz de disimular la aversión que le inspiraba su marido. Al fiscal de la Corona no le costará nada convertir esa aversión en odio, reforzado por las relaciones adúlteras con ese polaco fantasma.
—El padre de lady Ferrals acaba de llegar a Londres. ¿Lo ha visto usted?
—Todavía no. Estamos citados para mañana.
—Es posible que ese encuentro le anime a usted —dijo Aldo con una sonrisa irónica—. Es un hombre que sabe lo que quiere y que siempre ha impuesto su voluntad a su hija.
—¿Es eso cierto?
—¡Ya lo creo! Unos pocos segundos de conversación con él le permitirán calibrar al personaje.
Un caballero de pelo y bigote entrecanos, cuyo nombre Morosini había olvidado pero que era primo de la duquesa, se aproximó a ellos para rogar a sir Desmond que se uniera a los «bridgistas». Además de que un jugador de su categoría no podía sino ser solicitado, en su mesa hacía falta un cuarto. El letrado se levantó y pidió excusas diciendo:
—Me habría gustado charlar más rato con usted, príncipe, pero espero que tengamos otra ocasión de hacerlo, y en caso contrario la buscaré. Debemos volver a vernos.
—No creo que esa perspectiva le guste a lady Mary.
—Su antipatía no durará, pues como muchas mujeres es bastante versátil. Y además, olvidará la historia del brazalete en cuanto lo vea a usted como un cazador de piedras preciosas. Quedará fascinada.
—Imaginaba que lady Mary sería más tenaz en su rencor.
—¡En absoluto! Ya me ocuparé yo de que eso no ocurra. ¿Por qué no viene con su amigo, el del nombre impronunciable, a pasar un fin de semana campestre en nuestra casa de Kent? Me agradaría mostrarle mi colección de jades.
El motivo de la repentina cordialidad de su tono, de ese deseo de estrechar lazos, tan inesperado en un hombre más bien antipático y distante, se hizo evidente en cuanto hubo pronunciado la palabra «jade». Por lo visto, sir Desmond pertenecía a esa clase de coleccionistas cuyo anhelo consiste en hacer admirar sus tesoros. Y dado que el destino de Anielka iba a depender en gran parte del talento de su abogado defensor, Aldo pensó que no debía desdeñar aquella invitación.
—¿Por qué no, si la señora de la casa no va a considerarnos unos intrusos insoportables? De hecho, habíamos decidido quedarnos un tiempo más en Londres.
—¡Estupendo! Naturalmente, no va usted a librarse de una andanada de preguntas referentes a la Rosa de York, pero, si me permite un consejo, saldrá bien de la situación si le da a entender que siempre ha tenido la certeza de que se trata de una imitación. Cosa que por mi parte también me inclino a creer. Ya voy, amigo, ya voy.
Las últimas palabras iban dirigidas al hombre del bigote, que, al hallar sin duda demasiado prolongada la espera, volvía a la carga. El abogado fue a su encuentro y ambos se dirigieron al primer salón, dejando a Morosini bastante sorprendido por la afirmación final de sir Desmond. ¿De dónde había sacado éste la convicción de que la piedra era falsa? ¿Sería únicamente el deseo muy natural de tener paz en el hogar? ¿O sería acaso...?
«¿Sería acaso qué? —masculló Aldo entre dientes—. Ya es hora de que pongas freno a tu imaginación, muchacho, y de que no te dejes influir por esta atmósfera turbia en la que vives desde hace unos días —se dijo—. El hecho de que ese desgraciado esté unido a una mujer medio loca que prefiere el fan-tan al bridge y que frecuenta de noche los barrios de mala reputación no justifica que le adjudiques pensamientos inconfesables. En realidad, su peor defecto es el de tener cara de pocos amigos, pero tampoco eso es culpa suya.»
Sin embargo, abandonando su taza fría y su sillón, Aldo fue a plantarse de nuevo ante el retrato del hijo de Nell Gwyn. Ese cuadro le atraía de un modo irracional. Tal vez se debiera a aquella mirada burlona, a aquella sonrisa insolente, como si ese Saint Albans lo desafiara a descubrir un secreto que él poseía desde hacía tiempo. Al fin y al cabo, si alguien podía haber sabido qué derrotero había tomado el diamante era él, pues sin duda alguna lo había poseído.
En esa ocasión, la voz que fue a sacarlo de su abstracción fue una voz femenina, amable y regocijada: la de lady Winfield.
—Se diría que este cuadro le apasiona, querido príncipe. No resulta muy halagador para nosotras, pues nuestra única compañía masculina es la del general Elmsworth, que duerme ya como un tronco.
En efecto, un pequeño círculo de señoras se había formado alrededor de la duquesa y del general en cuestión, beatíficamente adormilado en una poltrona. Aldo rió.
—De acuerdo, lady Winfield, es una situación muy triste y estaré encantado de intentar ponerle remedio. Pero ¡qué ocurrencia la de instalar mesas de bridge! Eso acaba con cualquier velada.
—Pues resulta indispensable si uno quiere que la gente acuda a su casa. Este juego lo ha invadido todo.
Cuando su anfitriona lo invitó a sentarse junto a ella en el sofá y le pidió afablemente que «le diera un poco de conversación», Morosini no tardó en echar de menos la compañía del duque retratado al óleo en el cuadro. Hasta comenzó a sentir envidia del general, pues las damas no hacían más que intercambiar chismes londinenses relacionados con el palacio de Buckingham. El de esa noche concernía al duque de York, segundo hijo de Jorge V y la reina Mary, y podía resumirse en esta frase: «¿Se casará ella con él o no?» «Ella» era Elizabeth Bowes-Lyon, una encantadora joven de la alta nobleza de Escocia, hija del conde de Strathmore, de la que Bertie[10] estaba enamorado desde hacía dos años, aunque ella no parecía apreciar en lo que valía el gran honor que eso constituía. Su actitud no facilitaba la tarea a ese príncipe bastante seductor pero afligido de una timidez tan grande que le hacía tartamudear. Además, era un zurdo contrariado y padecía del estómago desde la infancia. Estas dolencias no le permitían mostrarse alegre con frecuencia, mientras que su amada era toda encanto, simpatía y alegría de vivir.
—No le gusta —sentenció lady Danvers—. Todo el mundo pudo darse cuenta el pasado febrero en la boda de la princesa Mary, en la que ella era dama de honor. Yo nunca la había visto tan triste.
—Pues no podrá escapar —aseguró lady Airlie, que era amiga íntima de la Reina—. Su Majestad la ha escogido para su hijo, y cuando ella quiere algo...
—¿De verdad cree que sería deseable obligarla a dar su consentimiento? Ya sé que, aunque parezca encerrado en sí mismo, el príncipe es un joven encantador y haría cualquier cosa para que su mujer sea feliz, pero una muchacha es un ser frágil...
—¡Elizabeth no! —protestó lady Airlie—. Al contrario, es muy fuerte. Su salud moral está a la altura de su salud física y sería una compañía perfecta para Alberto.
—Eso no lo discuto, y estaría totalmente de acuerdo con usted si se tratara del heredero del trono, pero es muy poco probable que el príncipe de Gales no reine, y sin embargo aún no se ha casado. En tales condiciones, no hay ninguna razón para casar al pequeño de forma precipitada.
Créanme, acabo de tener delante de los ojos la prueba del desastre que puede provocar un matrimonio en el que se ha obligado a una criatura de diecinueve años a casarse con un hombre que no era de su agrado. ¡Aunque Dios sabe que el pobre Eric Ferrals estaba profundamente enamorado!
Un concierto de protestas saludó la declaración de lady Clementine. ¿Cómo se le ocurría establecer una comparación entre la unión de un hombre ya maduro con una joven extranjera que no lo conocía, y un proyecto de matrimonio concerniente a la familia real inglesa? ¿En qué estaba pensando la duquesa al establecer semejante paralelismo? ¡Era en verdad inconcebible! Además, la mayoría de aquellas damas estaban convencidas de la culpabilidad de Anielka y así lo manifestaban, cosa que consiguió despertar al general y resultó al punto insoportable a Morosini, que logró controlar el tumulto.
—¡Señoras, señoras, por favor! Intenten ver las cosas desde un punto de vista menos apasionado. Es cierto que Su Gracia acaba de hacer alusión a un caso extremo que sería chocante si lady Ferrals hubiera matado a su esposo, pero en lo que a mí respecta estoy convencido de lo contrario.
—¡Vamos, príncipe! —exclamó lady Winfield—. ¡Eso es negar la evidencia! Nuestra querida duquesa vio a esa desgraciada tender a su esposo un papelillo contra la migraña, que éste vertió en su vaso y que lo mató en el acto. ¿Qué más necesita?
—Un verdadero culpable, lady Winfield. Estoy convencido de que en ese papelillo no había ninguna sustancia nociva. Yo sospecharía más del criado que sirvió el vaso. Nadie lo vigilaba, así que muy bien pudo echar lo que se le antojara. Con un poco de habilidad, no es una cosa difícil.
—Yo soy bastante de su parecer, querido príncipe —intervino de nuevo la duquesa—, y me pregunto si esa manía que tenía el pobre Eric de añadir su preciado hielo a las bebidas que tomaba en su despacho no le resultó fatal. Personalmente, no le tengo ninguna confianza a esa máquina que había hecho traer de Estados Unidos e instalar detrás de la biblioteca, y que trataba con tanta reverencia como si hubiera sido una caja fuerte.
—No digas tonterías, Clementine —le dijo lady Airlie—. Un trozo de hielo nunca ha matado a nadie, y lo que encontraron en el vaso era estricnina.
—¿De qué máquina habla, duquesa? —preguntó Morosini, intrigado.
—De su pequeño armario para enfriar y hacer hielo. Es un invento reciente, incluso en Estados Unidos, y el de Eric es sin duda el único que existe en Inglaterra. Él estaba muy orgulloso de tenerlo y afirmaba que su hielo era mejor que cualquier otro y que le daba al whisky un sabor especial, pero, además de que a nosotros, los ingleses, no nos gusta mucho tomar las bebidas muy frías, a mí ese artilugio me parecía un juguete un poco infantil. Eric tenía unos gustos bastante estrafalarios.
—¿Le ha hablado de él a la policía?
—¡Dios santo, no! A nadie se le ha ocurrido hacerlo, dado que Eric no permitía a nadie manipular ese objeto cuya llave guardaba personalmente y que él mismo echaba el hielo en el vaso que le presentaba el sirviente antes de servir el alcohol. En aquel momento, conmocionados como estábamos, no nos acordamos de ese detalle, pero después me ha entrado la duda: quizás ese hielo fabricado artificialmente sea nocivo.
—No puede serlo hasta ese punto —dijo lady Winfield—, y ha hecho muy bien en no contarle todo esto a la policía. Esos caballeros de Scotland Yard ya tienen de por sí bastante tendencia a tomar a las mujeres por locas.
La discusión prosiguió un rato más, pero Aldo se abstuvo de volver a intervenir. Aunque no sabía muy bien por qué, no paraba de darle vueltas a lo que había contado lady Danvers; quizá porque ni Anielka, ni la propia duquesa, ni el secretario de Eric Ferrals habían considerado oportuno mencionarlo ante la policía. Claro que ¿por qué iban a hacerlo? Sir Eric, poco amante de la costumbre inglesa de tomar las bebidas templadas, sobre todo la cerveza, se había buscado un juguete original, un curioso artilugio del que se ocupaba personalmente. No parecía nada grave. Faltaba saber si la máquina en cuestión era fiable y no presentaba algún defecto, como sucede a veces con los inventos cuando los sacan al mercado. Después de todo, quizá la duquesa, aunque no estuviera dotada de una inteligencia fuera de serie, tenía razón... ¡Claro que la estricnina era excesivo!
En vista de que las damas seguían dándole vueltas al posible matrimonio del duque de York y hasta empezaron a cruzar apuestas,[11] Morosini presentó una vaga excusa que ellas, enfrascadas en su discusión, apenas oyeron y se puso a buscar a Adalbert.
Lo encontró de pie detrás de la silla de su compañera de juego, que era lady Ribblesdale, metido en su papel de «muerto» vigilando su juego. Lo llevó a un lado.
—Acabo de enterarme de una cosa que me tiene preocupado —dijo.
Y sin más preámbulos contó la historia del armario frigorífico.
—¿No te parece raro que nadie lo haya mencionado después de la muerte de Ferrals?
—Pues no. El hecho de que prefiriera fabricar él mismo su hielo en vez de utilizar las barras que los repartidores llevan a diario a todas las grandes casas no tiene nada de extraordinario. Se preocupaba mucho por su salud y quizá temía que esas barras no estuvieran lo bastante limpias... No entiendo por qué te causa inquietud.
—No sé..., es una impresión. Si quieres que te sea sincero, me encantaría ver qué aspecto tiene ese trasto.
—Pues es muy sencillo: ve a ver a Sutton y pídele que te lo enseñe.
—¡Eso es lo último que haría! Supón..., y no pongas el grito en el cielo, es una simple hipótesis..., supón que el veneno hubiera sido vertido en el agua para el hielo.
Adalbert levantó las cejas hasta la mitad de la frente, lo que las hizo desaparecer bajo su mechón rebelde.
—¿Arriesgándose a matar a cualquiera? ¿Pero tú sabes lo que estás diciendo? Supon que la duquesa, por ejemplo, hubiera aceptado que Ferrals echase un cubito en su vaso. Es poco probable, lo reconozco, pero así y todo...
—¿Y qué? Alguien decidido a matar no se anda con tantos remilgos. Y si no quiero dirigirme al secretario es por si yo tengo razón y él es el asesino.
—¡Tú desvarías! No tenía ningún motivo para asesinar a un hombre al que apreciaba y al que debía un puesto sumamente lucrativo. Aun admitiendo que hubiera sido él, habría hecho limpieza, digo yo. Habría cambiado el agua, por ejemplo... Tu elucubración sólo se sostiene, y no mucho, con el polaco como culpable, porque, como huyó nada más desplomarse Ferrals, evidentemente no se habrá limpiado nada. De todas formas, es una idea descabellada, ya que Ferrals era el único que tenía llave.
—¡No tanto! Y tengo intención de comprobarlo. Con tu ayuda o sin ella. Con llave o sin llave. Pero seguiremos hablando de esto más tarde. Tu compañera te reclama y no parece que esté de muy buen humor.
—¡Demontre, hemos perdido! Se pone a declarar a diestro y siniestro y después se extraña de que no le vaya bien.
—Oye, si no te importa, me voy a ir. Nos veremos en el hotel. Esta reunión se me está haciendo interminable y...
No pudo acabar la frase. Algo sucedía alrededor de la mesa hacia la que Adalbert se precipitaba. La voz furiosa de Ava Ribblesdale había roto el silencio que es de rigor en un salón donde se está jugando al bridge. A todas luces, discutía su derrota. Enseguida se hizo manifiesto que la emprendía tanto contra sus adversarios —Moritz Kledermann y un joven diputado conservador— como contra su compañero, al que acusaba de «haberle dejado un juego imposible de defender» y de «haber hecho sus declaraciones en contra del sentido común».
—¡Me niego a continuar jugando en estas condiciones! —exclamó, levantándose—. Mi juego quizás acostumbre a ser audaz, pero por lo menos es inteligente. Dejémoslo estar, caballeros.
Aldo, que había seguido a su amigo, se percató demasiado tarde de que había ido directo hacia el peligro, pues lady Ribblesdale, alejándose de sus compañeros con un gran revuelo de satén blanco y encaje negro, se dirigía hacia él. La temible señora lo asió del brazo con ademán perentorio y, obligándolo a girar sobre sus talones, le hizo volver por donde había venido.
—No debería haberme dejado llevar por mi pasión por este juego cuando todavía tenemos tantas cosas de que hablar —dijo, suspirando y dedicándole una sonrisa radiante—. Debe perdonarme por haberlo tratado antes con tanta dureza. Tenemos que ser amigos, y vamos a serlo, ¿no? Yo lo deseo de todo corazón.
De pronto se había puesto a hablar en un tono confidencial, dulce y persuasivo, como si esa amistad que reclamaba fuese para ella de una importancia vital. Y entonces Morosini comprobó el gran poder de seducción que esa mujer imprevisible era capaz de desplegar cuando quería molestarse en hacerlo.
—¿Quién podría declinar tan encantadora invitación? No tenemos ninguna razón para no ser amigos.
—¿Verdad que no? ¿Y me buscará lo que tanto deseo? Verá, príncipe, al pedirle que haga para mí un pequeño milagro..., porque sé muy bien que no debe de ser fácil..., al pedírselo, digo, obedezco a un impulso profundo, casi vital. Por supuesto, tengo diamantes de sobra—añadió, levantando como por descuido la deslumbrante cascada que iluminaba su escote—, pero son piedras modernas, y quiero al menos uno que tenga alma..., una auténtica historia.
—No estoy seguro de que haga bien. Las piedras que proceden de tiempos inmemoriales suelen llevar el reflejo de la sangre, de las lágrimas, de las catástrofes que han causado, y si...
Ella lo interrumpió con un gesto de la mano.
—Hay quien cree que tengo muchos defectos, pero nadie ha puesto nunca en duda mi valor. No me da miedo nada, y menos aún esa presunta maldición que tienen las joyas famosas y que sólo existe en la imaginación popular. Desde que su suegro le regaló el Sancy, a mi prima no le ha pasado nada malo, sino todo lo contrario. Bien, ¿qué me dice?
—¿Qué quiere que le diga? Conozco un diamante tabla antiguo y un poco más importante que ese que no la deja dormir. Al parecer perteneció a la Corona inglesa antes de pasar a manos del cardenal Mazarino. Digo «al parecer» porque no puedo ofrecerle ninguna garantía de que sea lo que yo creo. Si es ése, no se sabe qué fue de él desde 1792.
—¿Lo llevó María Antonieta?
—Así lo creo, en efecto, pero siempre y cuando...
—Deje de repetir todo el rato lo mismo. ¿Dónde está?
—En Venecia, en casa de una amiga.
—Entonces salgo mañana para Venecia con usted.
Aldo sonrió contemplando el rostro de su compañera transfigurado por la pasión: sus ojos negros centelleaban, las aletas de su nariz se estremecían, y se humedeció dos o tres veces los labios con la punta de la lengua.
—No, imposible. Su propietaria sólo está dispuesta a venderlo en el más absoluto secreto y la presencia de usted sería demasiado reveladora.
—En tal caso, vaya a buscarlo, haga que lo traigan, qué se yo..., pero arrégleselas para que lo vea. Por cierto, ¿cómo se llama?... Sí, ya sé, si es el que usted cree.
—El Espejo de Portugal. Mire, lady Ava, voy a intentar que mi apoderado lo traiga, pero debo pedirle que tenga un poco de paciencia. No se pasea una pieza de ese valor a través de Europa sin tomar algunas precauciones. Y sobre todo le pido que no hable de esto con nadie, de lo contrario no habrá trato posible entre nosotros. No quiero que mi emisario corra ningún riesgo. ¿Me ha entendido bien?
Lady Ribblesdale clavó la mirada en los ojos claros de Morosini, al tiempo que le apretaba una mano con una fuerza que le sorprendió.
—Tiene usted mi palabra. Haré que le lleven una nota al Ritz diciéndole dónde y cómo puede reunirse conmigo. En cualquier caso, gracias por anticipado por tratar de complacerme. Ahora vayamos a beber algo fuerte. Estas emociones hacen que el cuerpo me lo pida.
Mientras mantenían esta conversación habían llegado a un invernadero que prolongaba el salón donde estaba la duquesa. Dieron media vuelta y salieron de él charlando de futilidades, y hasta que no los vio lejos, Moritz Kledermann no salió de detrás de las altas plantas donde se había escondido. Entonces fue a sentarse en un sillón de rota forrado de chintz con estampado de flores, sacó un puro de un bolsillo interior de su esmoquin, lo encendió y, recostándose en el sillón, se puso a fumar con voluptuosidad. Sonreía.
Entre tanto, en el coche que los llevaba al hotel, Adalbert y Aldo reanudaban la conversación en el punto donde la habían dejado.
—A ver, tú que no te andas con rodeos, ¿a qué te referías antes cuando me has dicho que ibas a entrar en casa de Ferrals con o sin mi ayuda?
—No veo que la frase requiera ninguna explicación. Me parece que es clarísima —masculló Morosini—. De todas formas, añado que preferiría contar con tu ayuda. Desgraciadamente no poseo tus dotes de cerrajero.
—Justo lo que me imaginaba. No te falta osadía, ¿sabes? ¿Por qué no recurres a tu amiga Wanda?
—Sentiría causarle algún problema. Además, su abnegación ciega me inspira una confianza limitada. Con esa clase de mujeres nunca se sabe qué puede pasar. Si encontramos algo, es capaz de arrodillarse para dar gracias al Cielo y despertar a toda la casa. También he pensado en Sally, la camarera amiga de Bertram Cootes, pero eso nos obligaría a ponerla al corriente de la historia y no quiero hacerlo. Así que, como ves, sólo quedas tú —concluyó Aldo con serenidad.
—Es delirante. ¿Pero tú me ves yendo a forzar una puerta provista de sólidas cerraduras en pleno Grosvenor Square?
—Como si no supieras que las puertas de las cocinas están mucho menos protegidas y se encuentran en el sótano.
Por toda respuesta, Vidal-Pellicorne masculló algo ininteligible y poco amable, y volviendo la cabeza hacia el otro lado se quedó absorto en la contemplación de las calles de Londres, sumidas a la vez en la oscuridad y en la niebla. Morosini no insistió e hizo lo mismo; le pareció preferible dejar que la idea fuera abriéndose camino en la cabeza de su amigo, pero estaba casi seguro de que había ganado la partida, pues Adal difícilmente se resistía al atractivo de una aventura un poco arriesgada.
Cuando estaban a punto de llegar, el arqueólogo salió de su meditación para sugerir, con la esperanza de hacer pensar en otra cosa a Aldo:
—Yo creía que teníamos que ir a dar una vuelta por el Támesis, a fin de penetrar por el río los secretos del Crisantemo Rojo.
—Lo uno no quita lo otro, o sea que cada cosa a su tiempo. No vamos a atacar sin preparación la mansión Ferrals; hay que ir por lo menos a reconocer los alrededores. Mientras tanto, nos agenciaremos una barca para mañana por la noche. ¿Satisfecho?
—¡No doy crédito a mis oídos! Ahora resulta que, en lugar de una, tendremos dos fantásticas ocasiones de que la policía nos eche el guante. ¡Estoy entusiasmado! ¡Doy saltos de contento!
Antes de acostarse, Morosini escribió una larga carta a su antiguo preceptor y siempre amigo Guy Buteau, que lo ayudaba en Venecia a administrar su tienda de antigüedades. Gran experto en piedras antiguas y de una fidelidad a toda prueba, Guy era el hombre ideal para ir a tratar discretamente con la anciana marquesa Soranzo y llevar después sin contratiempos hasta Inglaterra la joya que ésta deseaba vender. Además, le encantaba viajar.
6. Preparados para la guerra
La noche, liberada de la niebla por un viento que debía de venir del polo, era glacial pero de una pureza desacostumbrada, y si algunos jirones brumosos se deslizaban a ras del agua era a causa del ambiente húmedo, como si el Támesis expulsara humo. Por una vez, levantando la cabeza se podían ver las estrellas extendiendo sobre Londres su titilar, tan raro en esa época del año, pero ninguno de los tres hombres de la barca pensaba en contemplarlas. Morosini y Vidal-Pellicorne remaban con la energía de quien siente la necesidad de entrar en calor. En cuanto a Bertram Cootes, sentado en la proa de la embarcación, escrutaba las orillas negras, salpicadas de vez en cuando por la llamita mortecina de una farola.
La presencia del periodista había resultado ser indispensable. Ir a un sitio en taxi es una cosa, pero ir al mismo sitio por el río y a oscuras era otra muy distinta. Sobre todo para unos extranjeros.
—A partir de Tower Bridge, en especial desde que se llega a los muelles, todas las orillas se parecen. Aunque hayas localizado perfectamente la casa, jamás llegaremos sin ayuda de un nativo. De día no sería fácil, pero alrededor de medianoche...
Como Aldo había admitido que era lo más sensato, se disponían a telefonear al cuartel general del periodista cuando éste se había presentado por iniciativa propia para ponerse a disposición de aquellos recién conocidos tan generosos como eficientes. Había pensado que, si deseaba proseguir su investigación sobre el diamante robado en los barrios bajos, valía más aprovechar la presencia providencial de esos dos hombres que parecían no tener miedo de nada. Así pues, con las orejas un poco gachas pero rebosante de buena voluntad, había ido a ofrecer su profundo conocimiento de la ciudad, jurando por lo más sagrado que nunca más tendrían que «tener miedo de su miedo».
Una vez perdonado, había demostrado una buena voluntad conmovedora encontrando un pequeño lanchón de fondo plano que fueron a buscar al muelle de Santa Catalina, justo al lado de la Torre de Londres, donde acostaban los grandes navíos cargados de té, de añil, de perfumes, de maderas preciosas, de lúpulo, de carey, de nácar y de mármol. Sin duda alguna era el muelle más atractivo del Támesis y en él era posible alquilar una barca sin exponerse a que lo desvalijaran a uno. Se remaba, además, sin demasiada dificultad: la marea, a la sazón estacionaria, no tardaría en bajar y los ayudaría.
—¿Qué vamos a buscar? —refunfuñó Adalbert, tirando de los remos—. ¿De lo que tienes ganas es de visitar un garito clandestino o de comprobar que allí hay un fumadero de opio?
—No lo sé, pero algo me dice que explorar la guarida subterránea de Yuan Chang no será una pérdida de tiempo. ¿Está muy lejos aún? —añadió, dirigiéndose a Bertram.
—No mucho. Ésa es la gran escalera de Wapping. ¡Un pequeño esfuerzo más!
Unos minutos más tarde, la barca era amarrada silenciosamente a una anilla colocada a este efecto junto a la entrada redonda del túnel que tanto intrigaba a Morosini. El agua llegaba casi a la altura del umbral. Aldo y Adalbert pusieron pie a tierra y, dejando a Bertram a cargo de su esquife, se adentraron bajo la casa. La oscuridad era profunda, pero, gracias a la linterna que de vez en cuando el arqueólogo encendía durante breves instantes, pudieron avanzar sin peligro de caer sobre el suelo viscoso. Debían de estar a la altura de la sala de fan-tan, pues se oía el parloteo excitado de los jugadores.
El túnel, en suave pendiente, no era largo. Desembocaba en unos escalones que conducían a una puerta de madera tosca, por debajo de la cual se filtraba una luz amarillenta y que estaba cerrada con llave. Sin decir nada, Adalbert sacó algo de un bolsillo, se agachó delante de la cerradura y se puso a hurgar dentro con toda la delicadeza deseable para evitar hacer ruido. Fue rápido. Al cabo de unos segundos, el batiente se abrió para dejar paso a un corredor débilmente iluminado por un farol chino colgado del techo.
Morosini emitió un ligero silbido de admiración.
——¡Qué habilidad! ¡Qué maestría! —susurró.
—Ha sido un juego de niños —repuso su compañero con desenvoltura—. Esta cerradura no tiene ningún misterio.
—¿Y una caja fuerte? ¿Sabrías abrirla?
—Depende... Pero, chisss... No estarlos aquí para charlar.
Al pasillo sólo daba una puerta, enfrente de la pared mugrienta, tras la que se encontraba la sala de juego. Alguien hablaba al otro lado, y, aunque sin entender muy bien lo que decía, Aldo creyó reconocer a Yuan Chang.
De pronto se oyó otra voz. Una voz de mujer, deformada y amplificada por la cólera.
—¡No se burle de mí, viejo! Yo he pagado por el trabajo y en estos momentos no tengo nada. Quiero lo que habíamos acordado.
—Fue demasiado impaciente, milady. Y ese impulso que la hizo venir sin esperar a que yo la llamara es muy peligroso.
—¿Acaso no comprende mi impaciencia?
—Siempre es mala consejera. Y ahora no se le ocurra quejarse de haber sido atacada al salir de aquí.
—¿Está totalmente seguro de que no tuvo usted nada que ver?
Se produjo un silencio que a Morosini le pareció más inquietante que los gritos. No había duda posible: la mujer era Mary Saint Albans. Aldo se sentía confundido por su audacia. El asunto del que trataba debía de ser muy importante para que se atreviera a plantarle cara a ese chino, más peligroso que una serpiente de cascabel. Maquinalmente, tocó dentro de su bolsillo el arma que había tenido la precaución de llevar y que no vacilaría en utilizar si era preciso acudir en auxilio de aquella loca.
De pronto se oyó arrastrar una silla y después crujir el entarimado. Seguramente Yuan Chang estaba acercándose a su visitante, pues su voz llegó más clara.
—¿Puedo preguntar qué insinúa? —dijo.
—Está muy claro, y debería haber sospechado que me jugaría una mala pasada. No pagué suficiente, ¿verdad?
—Fui yo quien estableció el precio que me pareció razonable.
—¡Vamos! Sólo era razonable porque usted pensaba ganar algo más. ¡Era tan fácil!, ¿verdad? Yo vine a traerle el dinero, usted me dio lo que yo venía a buscar y despues envió a sus hombres tras de mí para recuperar el diamante.
Los dos hombres que escuchaban tuvieron que hacer un esfuerzo para reprimir una exclamación de estupor, pero no era ni el lugar ni el momento de cambiar impresiones. Yuan Chang se había echado a reír.
—Es muy inteligente para ser una mujer, sobre todo una mujer tan codiciosa —dijo con un desdén divertido—. Pero no presuma tanto de ello, porque en realidad ha hecho exactamente lo que yo esperaba que hiciera.
—¿Lo admite, entonces?
—¿Por qué iba a molestarme en negarlo? ¿Cómo no se dio cuenta antes de que la suma que pedí era a todas luces insuficiente para pagar la vida de un hombre?
—En ningún momento se habló de matar. Yo pensaba...
—Usted deja de pensar con claridad en cuanto hay joyas de por medio. Usted no tenía que preocuparse de los medios, pero ahora son tres hombres los que han caído, no sólo el joyero. He tenido que hacer ejecutar a los hermanos Wu, mis fieles servidores, porque, después de haberle quitado la piedra, olvidaron traérmela. Ya ve a lo que lleva el afán de lucro. Afortunadamente, mi gente los seguía y les echaron el guante en el momento en que iban a embarcar en un navío para ir al continente. Una idea estúpida que les ha costado la vida. La policía fluvial los ha encontrado en el Támesis.
—He leído los periódicos, y debería haber sospechado que era cosa suya, pero su organización no me interesa. Yo quiero el diamante.
—¿Tiene ganas de sufrir otra agresión nocturna? Mi intención es quedarme esa piedra algún tiempo más e incluso estoy dispuesto a devolverle su dinero.
—¿Significa eso que quiere otra cosa? ¿Qué?
—Ah, veo que está volviéndose comprensiva. En realidad, me conoce lo suficiente para saber que no tengo ningún interés en conservar indefinidamente ese diamante que usted tanto ansía. Esos... perendengues occidentales no representan gran cosa para mí.
—¡Demontre! —susurró Adalbert—. ¡Va a por todas!
—En cambio —proseguía el chino—, recuperar los tesoros de nuestros grandes antepasados imperiales es el objetivo de mi miserable vida. Una parte se encuentra en su país, y usted tendrá su bagatela cuando yo tenga la colección de jades de su venerado esposo.
El golpe debió de ser tan duro como inesperado. Un silencio lo acentuó. Luego, con una voz que por primera vez expresaba temor, lady Mary balbució:
—¿Quiere que le robe a mi marido? ¡Pero eso es imposible!
—Llevarse el diamante delante de las narices de Scotland Yard también lo era.
—Lo reconozco. Sin embargo, jamás lo habría conseguido sin mi ayuda.
—Nadie dice lo contrario. Representó muy bien su papel, de modo que no es mi intención pedirle que actúe por su cuenta. No tendrá más que facilitarnos la tarea diciéndome, para empezar, dónde está la colección.
—En nuestro castillo de Kent. En Exton Manor.
—Bien, pero eso no es suficiente. Debe darme todas las indicaciones, todos los planos que necesito para llevar a cabo el plan de... recuperación de tesoros robados en nuestro país. Cuando yo tenga los jades imperiales, usted tendrá su piedra.
—¿Por qué no lo dijo antes?
—Soy aficionado a la pesca y sé que, para atrapar ciertos peces, hace falta un cebo de calidad y que después, antes de sacarlos del agua, hay que trabajar mucho, cansarlos. Eso es lo que he hecho con usted, lady Mary, porque la conozco bien desde hace años y de buenas a primeras tal vez no habría aceptado el trato. Incluso habría sido peligroso para mí. Debía usted madurar, como el fruto que se resiste a la mano cuando todavía está verde, pero cae con toda naturalidad en la palma cuando está en su punto. Así que tendrá que facilitarnos el acceso a su morada... ¡Vaya!, la veo muy pensativa. ¿Acaso mi idea empieza a seducirla?
—¿Seducirme? Pero si lo que está pidiéndome es que desvalije al hombre al que...
—Al que nunca ha querido. ¿El único que logró meterse en su duro corazón no fue aquel joven oficial de marina que conoció en un baile en casa del gobernador en Hong Kong? Estaba loca por él, pero su padre no quería oír hablar de esa relación y en el último momento le impidió marcharse con él. Su carrera se habría visto truncada, pero quizás hubiera sido usted feliz. Sobre todo porque seguramente no lo habrían matado durante la guerra...
—¿Cómo se ha enterado de todo eso? —murmuró la joven, aterrada.
—No hace falta ser brujo. Hong Kong es una isla pequeña donde uno se entera de todo lo relacionado con las personas importantes con sólo poner algo de interés. Usted ya se había aficionado al juego y me interesaba. Más tarde aceptó a Saint Albans por su fortuna; gracias a ella, al menos podría saciar su pasión por las piedras. Ahora es usted paresa de Inglaterra y esposa de uno de los hombres más ricos del país. Puede conseguir todo lo que quiera.
—No lo crea. Ni siquiera estoy segura de que Desmond me quiera. Está orgulloso de mí porque soy guapa. En cuanto a mi pasión, como usted dice, le parece bastante divertida, pero gasta mucho más en su colección. Creo que sus jades son lo que más le interesa del mundo.
—¡Allá él! ¿Está decidida a ayudarme?
Esta vez no hubo ni un instante de reflexión y la voz de Mary había recobrado su firmeza cuando dijo:
—Sí. Siempre que pueda.
—Cuando uno quiere, es capaz de realizar proezas. ¿No dicen los cristianos que la fe mueve montañas si se la sabe utilizar? Haré la pregunta de otro modo: ¿sigue queriendo el diamante?
La respuesta fue inmediata, precisa, tajante:
—Sí. Lo quiero por encima de todo y usted lo sabe perfectamente. Pero deme un poco de tiempo para poner en orden mis ideas, pensar en todo esto y prepararme para satisfacer sus deseos. ¿Qué quiere exactamente?
—Un plano detallado de la casa, el número de criados y sus atribuciones. Sus costumbres y las de sus invitados cuando los tiene. Una descripción de los alrededores y todo lo concerniente a la vigilancia de la propiedad. Este tipo de empresa exige una precisión extrema. Cuento con usted para obtenerla.
—Sabe que haré cuanto pueda. Desgraciadamente, no podré decirle nada más, pues desconozco la combinación que abre la cámara acorazada.
—¿Una cámara acorazada?
—Es el término más adecuado. Mi esposo ha acondicionado para este fin una bodega cuyos muros, que datan del siglo XIII, tienen varios pies de grosor. Una auténtica puerta de caja de caudales fabricada por un especialista la cierra. Sin la combinación, no se puede abrir.
—Es un inconveniente, pero no insuperable. Si no puedo conseguirla, intentaré arreglármelas... de una u otra forma. El hombre más discreto puede volverse parlanchín cuando te diriges a él en el tono adecuado.
Lady Mary profirió una exclamación que dejaba traslucir una angustia real.
—No estará pensando en... agredirlo personalmente.
—Todos los medios son buenos para alcanzar el objetivo deseado, aunque... es cierto que preferiría no llegar a esos extremos.»Milady, una mujer tan inteligente como usted debería ser capaz de descubrir ese secreto. Ah, por cierto, no crea que puede tenderme una trampa avisando a la policía. Por ese lado, también tomaré mis precauciones, y usted no volvería a ver jamás la Rosa de York.
—Después de lo que he hecho, no tengo ningún interés en poner a Scotland Yard al corriente de nuestros asuntos, ni siquiera para salvar a mi esposo. ¿Cómo debo hacerle llegar la información?
—¡No corra tanto! Dentro de algún tiempo irá a su casa una mujer para ofrecerle ropa interior parisina. Tranquilícese, es una occidental. No tendrá más que entregarle un sobre cerrado. Después le haré saber cuándo tengo previsto actuar, pues es preciso que usted esté en el castillo para introducirnos. Ahora márchese y no se le ocurra volver por aquí. No me gustan los riesgos inútiles.
—De acuerdo. Pero, antes de irme, ¿no me lo enseñaría otra vez?
—¿El diamante?
—Creo que eso estimularía mi valor.
—¿Por qué no? Nunca está lejos de mí.
En el pasillo, Aldo volvió la cabeza. Su mirada se encontró con la de su amigo. El mismo pensamiento acababa de atravesarles la mente: ¿por qué no aprovechar la ocasión? Irrumpir en la habitación y apoderarse de la piedra después de haber neutralizado al chino y a su visitante parecía increíblemente fácil. Y tendría la ventaja de poner a todo el mundo de acuerdo.
Aldo ya estaba sacando el arma y se disponía a cerrar la mano sobre la culata de cobre cuando Adalbert lo retuvo, dijo que no con la cabeza e indicó que debían marcharse. Se oían pasos acercándose, efectivamente. Se fueron discretamente, sin olvidar cerrar tras de sí la gran hoja de madera. Unos instantes más tarde se reunían con Bertram, tumbado en el fondo de la barca para evitar ser visto si por ventura un barco pasaba cerca de él. Los recibió con un enorme suspiro de alivio, pero se abstuvo de hacer comentario alguno. Embarcaron sin decir palabra y, tirando con fuerza de los remos para luchar contra la marea, que estaba bajando, se apresuraron a poner la mayor distancia posible entre la barca y el Crisantemo Rojo. El periodista, aunque continuaba en silencio, ardía de curiosidad.
—¡Cuánto han tardado! —dijo por fin, frotándose las manos para calentárselas—. Empezaba a preocuparme. Espero que por lo menos hayan descubierto algo.
—Digamos que la visita ha merecido la pena —contestó Morosini—. Hemos sorprendido una conversación entre Yuan Chang y un personaje desconocido que nos ha confirmado con toda seguridad que el diamante se encuentra en posesión del chino. Hasta se lo ha enseñado a su visitante...
—Y nos ha costado Dios y ayuda no irrumpir en el establecimiento del chino para llevarnos la piedra —añadió Vidal-Pellicorne.
—¡Señor! Han hecho bien en contenerse, porque no se habrían llevado nada de nada y a estas horas quizás estarían flotando en el Támesis. Si es verdad lo que se cuenta sobre los establecimientos del chino, están provistos de trampillas que les permiten desembarazarse de un modo fácil y cómodo de los visitantes indiscretos o indeseables.
—¡No exageremos! —repuso Morosini—. Seguro que hay una parte de leyenda en todo eso.
—Con los orientales, muchas veces las peores leyendas se quedan cortas en relación con la verdad —dijo Bertram con voz insegura—. Y yo he oído muchas sobre Yuan Chang. Quizá por eso me da tanto miedo él y lo que lo rodea. —Luego, cambiando súbitamente de tono, añadió—: ¿Qué tienen previsto hacer ahora? ¿Ir a contárselo al superintendente Warren?
—Vamos a pensarlo.
—Más vale ir, si no, se me va a echar encima como haga simplemente una alusión al asunto en el periódico.
—Usted no va a hacer ninguna alusión a nada, amigo mío, al menos por el momento —protestó Adalbert—. Creía que habíamos llegado a un acuerdo. Usted se está quieto y se limita a echarnos una mano, y a cambio tendrá la exclusiva de la historia. ¿Ya no le interesa?
—¡Sí, sí, por supuesto! Lo que ocurre es que la paciencia no es mi virtud predominante.
—Ése es un grave defecto en un periodista. La paciencia, querido amigo, es el arte de esperar. Eso no lo escribió Shakespeare sino un francés llamado Vauvenargues, lo que no le resta calidad, y le aconsejo que medite sobre ello.
El toque de sirena de un paquebote que navegaba río abajo, iluminando las aguas con sus focos, obligó a interrumpir la conversación para dar prioridad al mantenimiento de la estabilidad del esquife, zarandeado por la potente estela. Aldo, por su parte, se había desinteresado de la charla de sus compañeros. Como buen italiano, fuertemente tentado de poner en un pedestal a toda mujer bonita, le costaba un poco recuperarse de los efectos de su reciente descubrimiento. A saber, que lady Mary se hallaba implicada en un crimen horrible, en el que sin duda había participado activamente. Le obsesionaba sobre todo una de las frases que acababa de oír: «Después de lo que he hecho, no tengo ningún interés en poner a Scotland Yard al corriente de nuestros asuntos.» ¿Qué papel había desempeñado en el asesinato de Harrison esa encantadora criatura cuyo rostro de ángel ocultaba un alma tan negra?
De repente, lo vio con una claridad meridiana. ¿Por qué no el de la anciana lady Buckingham, que él sabía con toda certeza que no había podido ir a la joyería de Old Bond Street? Evidentemente, estaba el coche y la mujer que supuestamente la sostenía, tal vez la enfermera de la anciana, la que había impedido a Warren entrar en su habitación afirmando que estaba demasiado alterada para responder a ninguna pregunta. ¿Había que suponer que lady Mary había contado con su complicidad? Esa versión explicaría tantas cosas...
En cuanto Adalbert y él se libraran de los oídos curiosos del periodista, podrían debatir tranquilamente la cuestión que se les planteaba: poner o no poner al corriente a la policía. La primera solución sería la más sensata, además de la mejor manera de proteger a lord Desmond, cuya vida tenía ahora en mucho aprecio, pues, tal como estaban las cosas en esos momentos, únicamente su talento iba a alzarse entre Anielka y la horca. Aunque, por otra parte, si se encontraba atrapado en el torbellino de un terrible escándalo, quizás el abogado no pudiera seguir defendiendo a su joven cliente. En el fondo, lo mejor sería esperar un poco, puesto que el robo previsto de los jades de Exton Manor no iba a llevarse a cabo de inmediato.
Sin embargo, estaba escrito que esa noche Aldo iba a verse privado de la capacidad de decisión.
En el momento en que la barca ocupaba de nuevo su lugar en el muelle de Santa Catalina, una silueta perfectamente reconocible se alzó en lo alto de la escalera junto a la que estaban amarrándola.
—¿Qué tal el paseo, señores? ¿Bien? Hace una noche un poco fresca, pero hay tantas estrellas que seguramente han salido para contemplarlas.
La voz burlona del pterodáctilo estaba cargada de amenazas, pero éstas no lograron acabar con el indestructible buen humor de Vidal-Pellicorne.
—¡Fantástico! Es tan raro verlas aquí que no hemos podido resistir la tentación. Ustedes, los ingleses, sólo conocen el sol por los escritos de sus antepasados, ¡y las estrellas no digamos!
—¡Los franceses y su eterna mala fe! ¿Y, por curiosidad, adonde han ido?
—A ningún sitio en concreto. Nos hemos dejado guiar por nuestra fantasía.
—¿Hasta las irresistibles orillas de Limehouse? Lo comprendo: ¡es tan exaltante para el espíritu ese rincón infecto! En fin, señores, basta de bromas. Creo que ustedes y yo vamos a tener una conversación sin ambages de lo más apasionante. Si tienen la bondad de acompañarme...
—¿Nos detiene? —protestó Morosini—. No hay ninguna razón para hacer tal cosa.
—Ninguna, en efecto. Los invito a venir a tomar un café o un grog en mi despacho de Scotland Yard. Deben de necesitar cuanto antes algo caliente.
—Es posible, pero la idea de molestarlo nos parece detestable.
—¡No es ninguna molestia, no se preocupen! Tengo mucho interés en charlar con ustedes dos —dijo Warren, señalando con un dedo autoritario a Aldo y su amigo—. No me obliguen a pedir una escolta. Hagamos las cosas cordialmente.
—¿Yo no estoy invitado? —preguntó Bertram, dividido entre el alivio y la vejación.
—No. Puede irse, pero no demasiado lejos. Lo convocaré más tarde.
—Pero... no irá a arrestarlos, ¿verdad?
El ave prehistórica batía con tanta furia las alas de su macfarlane que Aldo creyó que iba a echar a volar.
—¿Y si se inmiscuyera en lo que le concierne? —ladró, realizando así una curiosa proeza zoológica—. ¡Desaparezca de mi vista o le pongo las esposas! ¡E intente venir cuando lo llamemos!
Tras esta andanada, Bertram Cootes desapareció en la noche con la celeridad de un genio de cuento oriental y dejó a sus compañeros conversando con el gran jefe. Estos tres se marcharon inmediatamente.
De día, las oficinas de Scotland Yard no eran acogedoras, pero de noche eran francamente siniestras, pues los grandes archivadores de un marrón casi negro y las lámparas con pantalla de opalina verde manzana no contribuían mucho a crear una atmósfera distendida. Los visitantes forzosos recibieron la acogida de sendas sillas, mientras que el superintendente se instaló en un sillón de piel después de haber hecho que el policía de guardia sirviera, tal como había prometido, unos grogs humeantes. Afortunadamente, el olor del ron y del limón invadió la estancia.
—¡Bien! —suspiró Warren, después de haberse bebido la mitad de su vaso—. ¿Cuál de los dos va a hablar? Pero, antes de nada, una pregunta: ¿ha participado Cootes en su discreta visita a las entrañas del Crisantemo Rojo?
—No —dijo Aldo, que acababa de decidir, tras haber intercambiado una mirada con Adalbert, ser lo más franco posible—. Los chinos le dan pánico, así que lo hemos dejado en la barca vigilando.
—¿Por qué lo han llevado con ustedes, entonces?
—Para que nos ayudara a orientarnos en el río. Antes de continuar, me gustaría saber cómo es que está tan al corriente de nuestros pasos. No hemos visto a nadie.
—La cosa no tiene ningún misterio. Como estaba casi seguro de que no haría ningún caso de mi advertencia del otro día, le he hecho seguir. Cuando los han visto tomar un barco en los muelles, su destino estaba claro. Y ahora, cuéntemelo todo. A juzgar por la cara de preocupación que tiene desde que me ha visto, ha debido de pasar algo que no estaba muy dispuesto a contarme.
Como no les había sido posible ponerse de acuerdo, a Vidal-Pellicorne le pareció conveniente intervenir.
—No crea. Todavía nos encontramos bajo el impacto de lo que hemos descubierto, lo confieso, e informar o no informar a la policía merecía reflexión, dadas las consecuencias de esa decisión para otras personas.
—Mmm..., no queda muy claro su discurso, señor... Vidal-Pellicorne. Es ése su nombre, ¿no?
La pronunciación era abominable, pero, de todas formas, fuera en francés o en inglés, el interesado ya estaba acostumbrado a eso.
—Más o menos. Que se acuerde de mi apellido ya es toda una hazaña.
—Le escucho, príncipe.
Alentado así a hablar, Aldo comenzó a reproducir la conversación entre Yuan Chang y una dama cuyo rostro les había sido imposible ver. En cuanto a su voz, joven y agradable, era la de una persona manifiestamente culta. Pero, al llegar a ese punto del relato, Warren lo interrumpió.
—No haga trampas conmigo. Estoy seguro de que la ha reconocido. ¿O bien me equivoco al sugerir que podría tratarse de lady Killrenan?
La sorpresa de Morosini, que aún no había conseguido dar ese nombre que tan querido era a su nueva propietaria, fue mayúscula. En cuanto a Adalbert, abrió los ojos sin tratar de ocultar su asombro.
—¿Lo sabía?
—¿Que va a veces a Narrow Street? Naturalmente. Verá, es bastante corriente que personas de la buena sociedad frecuenten el garito de Yuan Chang, pero suelen ser hombres. Cuando va una mujer sola, establecemos cierta vigilancia.
—No muy eficaz, porque hace unas noches la agredieron.
—En efecto —dijo Warren sin alterarse—, pero fue socorrida tan raudamente por dos caballeros que toda intervención era superflua. Ahora, reanude la narración sobre unas nuevas bases; ganará en claridad.
—De todas formas —dijo Adalbert—, habría sido preciso acabar haciéndolo.
Esta vez, el relato fue completo y llegó sin más interrupciones hasta el final. Mientras hablaba, Aldo se esforzaba en interpretar las impresiones en el semblante de su interlocutor, pero era imposible, pues el rostro del superintendente se movía menos que si estuviera tallado en granito.
—¡Bien! —exclamó éste, dejando escapar un suspiro—. No sé a quién debo dar más las gracias, si a ustedes o a la suerte, pero es evidente que acaban de aportar a la investigación unos elementos esenciales. Pero dígame por qué no estaba decidido a informarme de todo esto.
—Por miedo a que lady Ferrals pierda un defensor que tanto necesita, cosa que ocurrirá fatalmente si éste se ve involucrado en un escándalo por culpa de las maniobras de Mary Saint Albans.
—Habría escándalo si yo detuviera sin dilación a nuestra emprendedora condesa, pero no tengo intención de hacerlo, ni tampoco derecho.
—¿Cómo que no tiene derecho? ¿Acabo de decirle que es cómplice de un crimen y que posiblemente se dispone a cometer otro, y eso no le basta? —repuso Morosini, indignado.
—No, no me basta. De momento sólo puedo basarme en su palabra, la de los dos: han oído una conversación y punto, no hay nada más. Ante cualquier tribunal, sería insuficiente, máxime siendo ustedes extranjeros. Necesito algo sólido, y ese algo sólido sólo lo obtendré dejando que lady Killrenan continúe adelante con su empresa. Si debe ser arrestada, lo será en Exton y con las manos en la masa.
—¿Si debe ser arrestada? —replicó Morosini, a quien no había hecho gracia la alusión al peso de los extranjeros ante un tribunal británico—. Se diría que no está seguro. No estará pensando por casualidad en protegerla, cuando no vaciló en mandar a lady Ferrals a la cárcel por una simple denuncia..., de un inglés, eso sí.
La mano de Warren se abatió sobre la mesa con tanta energía que los expedientes que había encima saltaron.
—Nadie me ha dicho nunca cuál es mi deber, señor Morosini. Un culpable es un culpable, sea cual sea su rango, pero, mientras no esté seguro de lo que se afirma y no tenga las espaldas cubiertas, no haré nada que vaya en contra de la esposa de un par de Inglaterra y actuaré con la prudencia que se impone cuando se trata del entorno real. No olvide que los Saint Albans son amigos del príncipe de Gales.
—¡Ah, la gran palabra ya ha sido pronunciada! ¡Los inquilinos de Buckingham Palace! ¡Pues escúcheme bien, superintendente Warren! Nosotros se lo hemos contado todo, y yo estoy harto de servirle de cobaya..., y por si fuera poco de cobaya maltratado. Así que, con su permiso, voy a acostarme. ¡Apáñeselas con sus Saint Albans, sus chinos, sus diamantes y su familia real! Gracias por el grog. ¿Vienes, Adal?
Y, sin dar a su adversario tiempo de respirar, Morosini salió del despacho, cuya puerta Vidal-Pellicorne sujetó justo antes de que le diera en las narices. Este último, prudente, pronunció unas vagas palabras de disculpa dirigidas al pterodáctilo, que parecía haber recibido los cuidados de un taxidermista. Acto seguido se lanzó tras los pasos de Aldo, pero la indignación hacía caminar a éste a tal velocidad que no lo alcanzó hasta después de cruzar el puesto de guardia.
Morosini estaba tan furioso que su amigo consideró más prudente llamar un taxi antes de intentar calmarlo. Lo que no fue fácil, pues Aldo, siguiendo la gran tradición italiana, expresaba su indignación con frases gráficas y coloristas sobre los dudosos orígenes de los ingleses en general y del superintendente Warren en particular.
Cuando por fin hizo una pausa para recobrar el aliento, Adalbert, que había esperado pacientemente el final de la tormenta, preguntó sin levantar la voz:
—¿Has terminado?
—¡Ni hablar! ¡Podría continuar echando pestes toda la noche! ¡Es indigno, es escandaloso, es...!
Iba a empezar de nuevo, pero Vidal-Pellicorne le hizo callar interrumpiéndolo con firmeza.
—¡Es normal, condenada muía italiana! Ese hombre es policía, y por añadidura de alto rango. Está al servicio de su país y debe respetar sus leyes.
—¿A eso lo llamas tú respetar las leyes, a dejar las manos libres a una criminal británica y encerrar a una desdichada inocente cuyo único error es ser polaca, igual que tú eres francés y yo italiano? ¡Aunque nos desgañotemos proclamando la verdad, no nos escucharán! ¡Así son los ingleses!
—Cuando se trata de una investigación policial, sucede lo mismo en París, en Roma y en Venecia, y tú deberías saberlo. Así que no te soliviantes.
—No me solivianto, pero me exaspera ver el poco caso que hacen a lo que decimos. ¿Y tú querías que le hablara del armario frigorífico de Ferrals? Me habría tomado por loco.
—Yo nunca he querido que le hablaras de eso. Ya sabes lo que pienso de esa historia abracadabrante.
—¡No tanto como parece! ¡Y lo demostraré!
—¡Señor, ten piedad!
Esa noche fue imposible sacarle una palabra más. Quizá por primera vez en su vida, Aldo Morosini estaba enfurruñado, pero, como eran cerca de las tres de la madrugada, Adalbert no se molestó más de la cuenta; tenía demasiado sueño para dar importancia a un arrebato de mal humor. Lo que le sorprendía —y lamentaba— era que Aldo se hubiera echado atrás tan deprisa en las decisiones que había tomado en relación con lady Ferrals.
Decididamente, cuando se dejaban llevar por el corazón, estos italianos se volvían imprevisibles.
A la mañana siguiente, eran un poco más de las nueve cuando un taxi dejó a Morosini ante la entrada principal del Victoria and Albert Museum, que no abría hasta las diez. El príncipe consideraba que ese museo constituía una excelente coartada en caso de que un esbirro de Scotland Yard todavía le siguiera los pasos. ¿Había algo más normal para un veneciano culto que ir a admirar el importante fondo de escultura italiana que se encontraba allí? Naturalmente, no pudo entrar, se hizo el sorprendido, miró su reloj y luego, como caminando sin un rumbo fijo, dio unos pasos por la acera para acercarse a la iglesia vecina, de estilo renacentista italiano, donde esperaba encontrar a Wanda.
Como no había entrado nunca en el Oratorio, le sorprendió su fasto; el interior era todo de mármol de diferentes colores. Sus dimensiones, así como la poco numerosa asistencia, le permitieron localizar enseguida a la persona que buscaba: arrodillada ante el comulgatorio, Wanda estaba recibiendo la hostia. Aldo rezó una breve oración, después fue a sentarse junto a una estatua de mármol que representaba a un apóstol y esperó a que terminara la misa. Acabó casi enseguida, pues en esa iglesia se celebraba una cada media hora.
Sin embargo, tuvo que armarse de paciencia, ya que Wanda, inclinada sobre el reclinatorio, se eternizaba rezando, y cuando por fin se levantó, fue para ir a buscar un cirio y encenderlo delante de la Piedad de la capilla de los Siete Dolores, cerca del lugar desde donde Aldo la acechaba. Al verla acercarse, advirtió que estaba llorando, pero, como nadie más iba a rezar ante la honorable copia de una obra de Francesco Francia, salió a su encuentro.
Estaba empezando otra misa en el extremo opuesto de la iglesia y era realmente el sitio ideal para hablar.
Al descubrirlo de pie detrás de ella, Wanda profirió un grito de ratón asustado y alzó hacia él un rostro abotargado por las lágrimas y tan doliente que Morosini sintió que lo invadía la inquietud.
—¿Qué le ocurre, Wanda? —preguntó con solicitud—. ¿Acaso tiene malas noticias de lady Ferrals? Venga a sentarse aquí—añadió, señalando un banco encajado entre la pared y un confesionario—. Estaremos tranquilos.
Ella se dejó llevar, quizá feliz en el fondo de su dolor de encontrar una mano amiga. La vida no debía de ser de color rosa en la casa del difunto sir Eric, habitada por el odio vigilante de su secretario. Una vez que estuvo instalada, él le asió una mano, cuya frialdad notó a través del guante de filadiz.
—Cuéntemelo todo. Sabe que puede confiar en mí y que deseo ayudarla.
—Lo sé, lo sé, príncipe, y me alegro mucho de verlo. ¡Mi pobre ángel! ¡Es tan desdichada! Cada vez soporta peor esa espantosa prisión, y cuando fui a verla ayer, la encontré tan pálida, con sus hermosos ojos enrojecidos y su pobre cuerpecito sacudido por escalofríos... Está enfermando, seguro. Y no es de extrañar, encerrada entre cuatro paredes y horribles barrotes que apenas le dejan ver un trozo de cielo gris, ella que no puede vivir sin estar al aire libre y sin jardines... Está debilitándose, príncipe, debilitándose, y tal vez muera antes incluso de que la juzguen.
Wanda rompió a llorar desconsoladamente, y de vez en cuando interrumpía los sollozos para invocar a la Virgen y a algunos santos polacos. Intuyendo que ese torrente de palabras y de lágrimas aliviaba a la pobre mujer,Aldo dejó que pasara la tormenta. Sabía muy bien que Anielka se había equivocado al suponer que la prisión podía ser un refugio. Era demasiado joven para saber que, una vez cerrada, ese tipo de trampa no se abre fácilmente.
—¿No cree —dijo finalmente— que sería hora de que ese tal Ladislas Wosinski diera señales de vida? ¿A qué espera para venir a representar el papel de valiente caballero? ¿A que los jueces se pongan la peluca y la toga roja para decidir si su señora debe ser colgada o no? Si la quiere y tiene alguna idea del lugar donde se encuentra ese joven, debe decírmelo inmediatamente. Dentro de muy poco será demasiado tarde.
—Pero es que no lo sé. Se lo juro delante de la Santísima Virgen, que está escuchándome. Si me ve en este estado es porque tengo mucho miedo. Si supiera dónde está, iría a verlo ahora mismo para contarle lo que mi pobre niña está padeciendo, porque seguro que ni se lo imagina. Los periódicos ya no hablan del asunto y Ladislas debe de pensar que la policía sigue investigando. Y por lo tanto que es mejor continuar escondido...
—¡Pero eso es una tontería! Debería darse cuenta de que, cuando la policía ha entregado a un supuesto culpable, se esfuerza mucho menos en buscar otro. Por cierto, supongo que lady Ferrals ha visto a su nuevo abogado. ¿Está satisfecha?
—Dice que parece muy hábil, pero que es muy duro, que la acosa a preguntas.
—¿Y qué hace el conde Solmanski? ¿El también espera la ayuda celeste? Rezaba mucho, según me dijeron, después del secuestro de su hija el día de su boda.
—Está muy enfadado, mucho. No ha aportado ninguna ayuda a mi pobre ángel. Sólo ha ido a verla una vez a Brixton y fue cruel. Llamó a su hija de todo, le reprochóhaberse comportado como una desgraciada criatura sin voluntad, una tonta... y le hizo preguntas. Quería saber dónde estaba el joven enamorado.
Conociendo al falso conde polaco y los fines que perseguía casando a su hija con Ferrals, Morosini no ponía en duda el comentario de Wanda. Solmanski debía de estar furioso por que el regreso del estudiante nihilista hubiera venido a obstaculizar el mecanismo tortuoso pero delicado de sus maniobras. En Venecia, Simon Aronov había predicho la muerte de Ferrals porque era necesaria para que Solmanski pudiera disponer de la fortuna de su yerno, pero no entraba en sus planes que Anielka se viera implicada en ella de una u otra forma.
—No puedo censurárselo. Es natural que piense ante todo en salvar a su hija. Dejémosle, pues, actuar a su manera y veamos lo que podemos hacer nosotros.
Wanda alzó hacia la Piedad unos ojos anegados en lágrimas y unas manos implorantes.
—¡Eso es lo terrible! ¡Que no podemos hacer nada, Santa Madre de Dios!
—¡Pues claro que sí! Ésa es la razón por la que he venido esta mañana: tiene que introducirme en su casa para que pueda inspeccionar el gabinete de trabajo de sir Eric.
—¿Entrar en la casa? —susurró Wanda, aterrorizada;—. ¡Eso es imposible! Míster Sutton no lo permitirá.
—No hay que pedirle permiso. Vamos, no es tan difícil... Lo único que le pido es que se las arregle para que esta noche la puerta de las cocinas no esté cerrada. También tiene que explicarme dónde se encuentra esa habitación y el dormitorio de Sutton. Necesito conocer las costumbres de los criados y sus horarios para estar seguro de no encontrarme con nadie. La vida de Anielka quizá dependa de lo que encuentre.
Ella no contestó, muda por el espanto que Morosini pudo leer en sus ojos de un azul de azulejo.
—Créame, Wanda —insistió—, ya es hora de que deje a un lado sus sueños de amores románticos y mire de frente la realidad. Lo que le pido no le hará correr un riesgo muy grande. No tendrá más que bajar a las cocinas cuando todo el mundo esté acostado y abrir la puerta. Después volverá a su cuarto. Yo me encargo del resto. ¿A qué hora cierran las puertas en su casa?
—A las once, salvo cuando míster Sutton dice que volverá tarde. Entonces lo espera el mayordomo.
—¿No se ausenta nunca?
—Casi nunca. Es el guardián de la mansión hasta que se celebre el juicio y se toma muy en serio su papel.
—De todas formas, no estaré mucho tiempo: un cuarto de hora..., o media hora quizá. ¿Me ayudará? Estaré en su casa... pongamos a las doce y media.
—¿Y si míster Sutton sale?
—En ese caso, telefonee al Ritz. Si no estoy, deje su nombre. Yo entenderé lo que pasa y pospondremos la operación hasta mañana a la misma hora. ¡Un poco de valor, Wanda! Espero sinceramente poder serle útil a su «ángel». Pregúntele si no a la Madona qué piensa ella.
En esta materia, Wanda no necesitaba que nadie la alentara, y cuando Morosini se alejó de ella estaba casi prosternada delante de la Piedad y abismada en una plegaria cuyo fervor debía de ser comparable a su miedo. Con todo, le había hecho una buena descripción del interior de la casa.
Para descargar su conciencia, Aldo entró en el museo y se detuvo unos instantes delante de la Lamentación sobre Cristo muerto, de Donatello, como si hubiera ido exclusivamente a eso; luego dio media vuelta y se marchó.
En vista de que el tiempo se mantenía claro, aunque frío, decidió volver a pie. Tal vez un poco de ejercicio calmaría ese deseo lancinante que tenía de ir a la prisión de Brixton con la esperanza de ver a Anielka. Una idea tan estúpida como descabellada, puesto que no tenía permiso de visita, pero saberla enferma y sin duda atemorizada le hacía recuperar, intacto, su primer impulso amoroso hacia ella, y quería olvidar las mentiras y las contradicciones que le había dicho desde su primer encuentro. Así pues, cuando llegó al final del camino acariciaba la idea de acercarse a Scotland Yard a fin de pedirle a Warren otro pase. No era muy buena idea, teniendo en cuenta cómo se habían despedido la noche anterior, ¡pero tenía tantas ganas de verla!
Un acceso de amor propio lo salvó del ridículo cuando pensó que esa noche trabajaría para ella y que eso debería bastar por el momento. Si las cosas salían como él esperaba, quizá fuera como triunfador a ver al superintendente. El permiso deseado le sería concedido entonces automáticamente, a fin de que pudiera llevar la buena noticia a la querida prisionera.
Los escasos transeúntes que quedaban en Grosvenor Square no prestaron mucha atención a ese hombre con traje de etiqueta, sombrero de copa, capa negra y bufanda blanca sobre los hombros y bastón en la mano, que daba un apacible paseo respirando el aire vivificador de la noche. Ese tipo de noctámbulo no era excepcional en aquel barrio elegante, al que los caballeros regresaban con frecuencia a pie de su club cuando el tiempo lo permitía. Pero nadie, ni siquiera el policía que se cruzó con él acercando un dedo al casco a modo de saludo, habría imaginado que éste se disponía a penetrar indebidamente en una morada ajena. El boato era, en el fondo, una excelente coartada, y para justificarlo Morosini había ido a pasar la velada al Covent Garden, donde había matado el tiempo en compañía del ballet Giselle. Vidal-Pellicorne, que estaba pasando el día con un colega del Museo Británico, no había aparecido y Aldo había cenado solo en el hotel.
Eran algo más de las doce y media cuando, tras comprobar que no había nadie a la vista, empujó la verja y se dirigió a la pequeña escalera que conducía a la puerta de servicio. Aparentemente, Wanda había llevado a cabo muy concienzudamente su misión.
En el momento de entrar en la casa, Aldo respiró hondo. Todavía estaba en el lado de la legalidad, pero en cuánto traspasara esa puerta saltaría la barrera que separa a las personas honradas de los delincuentes. Podían detenerlo, encarcelarlo, destruir el universo tremendamente agradable y sobre todo apasionante que se había construido..., pero pensar en la cárcel le recordó a la que tal vez estaba muriendo allí.
«¡No es momento de echarse atrás, muchacho!», se dijo, y empujó la hoja esperando que chirriara. Tal como le habían dicho, se encontró en el pasillo al que daban, por un lado, las cocinas, y por el otro, los dormitorios de los sirvientes. Al fondo, la escalera de servicio que unía el sótano con la planta baja. Para estar totalmente seguro de no hacer ruido, se quitó los zapatos de charol, se los metió en los bolsillos, buscó los peldaños casi a tientas y esperó a haber pasado un recodo para encender la linterna que se había llevado por precaución. Al cabo de un momento estaba en el gran vestíbulo y guardó la linterna, pues los faroles de gas de la calle iluminaban lo suficiente para que pudiera orientarse. Encontró la noble y bella elipse que conducía al piso superior, luego los bustos de los emperadores romanos, el sarcófago y el resto de los objetos que recordaba.
Localizar el gabinete de trabajo de Ferrals fue fácil, pues estaba justo al lado de la pequeña estancia donde Sutton lo había recibido unos días antes. Una vez dentro, tuvo que encender de nuevo la linterna, ya que gruesas cortinas cuidadosamente corridas ocultaban las ventanas. En cierto sentido, era una ventaja, pues no corría el riesgo de ser visto desde el exterior. Faltaba ahora encontrar el famoso armario frigorífico, que la duquesa creía recordar que estaba cerca de la mesa de trabajo y «oculto por la biblioteca». Pero la estancia, donde los ruidos quedaban amortiguados por alfombras persas, era de considerables dimensiones y, con excepción de la chimenea, donde acababan de morir unas brasas, estaba tapizada de libros.
«Pensemos un poco. Las paredes no son tan gruesas... Debe de haber en algún sitio un trampantojo decorado con estantes llenos de libros.»
Después de quitarse la capa y el sombrero y de dejarlos sobre uno de los sillones, comenzó a inspeccionar la vasta biblioteca empezando por la parte más cercana a la mesa de trabajo. Sus largos dedos enguantados recorrían los lomos de los libros y de vez en cuando medio sacaban uno de ellos. Este ejercicio le llevó algún tiempo, hasta que por fin uno de los libros se negó a moverse porque estaba unido a los que tenía al lado. Tiró un poco más fuerte y un panel de falsos libros y falsos estantes se desprendió, girando sobre unas bisagras invisibles. Debajo había una puerta de acero pintada en color madera. Ninguna manivela para abrirla, tan sólo el agujero de una cerradura. Faltaba saber dónde estaba la llave.
Dejando las cosas tal cual, empezó a buscar en los cajones de la mesa cuando la habitación se iluminó al tiempo que una voz fría decía:
—¡Arriba las manos y no haga un solo movimiento!
Aldo dejó escapar un suspiro de contrariedad y pensó que ese tipo debía de tener un oído de perro guardián, pues él estaba seguro de no haber hecho ningún ruido. Fuera como fuese, John Sutton, con una bata de seda color vino y el cabello revuelto, lo amenazaba con un revólver.
—Puede bajar eso, no voy armado —dijo Morosini con calma.
—No tengo por qué creerle, así que seguiremos como estamos. Vaya, vaya, príncipe —añadió, pronunciando el título con un desdén insultante—, así que hemos llegado al extremo de registrar los armarios... ¿Qué esperaba encontrar ahí dentro? Si cree que es una caja fuerte...
—Sé que no es una caja fuerte, sino una nevera eléctrica. En Estados Unidos creo que lo llaman frigorífico por el nombre del inventor. Es la única razón de mi presencia aquí.
Mostraba una desenvoltura que distaba mucho de sentir por la razón más tonta del mundo: resulta difícil darse aires de grandeza cuando uno está en calcetines, aunque sean de seda, delante de un hombre cuyos ojos están clavados en ese detalle.
—¿En serio? ¿Y cree que me lo voy a tragar? —dijo Sutton.
—Debería hacerlo. Y añado que, si tuviera usted la llave para abrir este mueble, me iría estupendamente. También me gustaría comprender por qué a nadie, ni siquiera a usted, se le ha ocurrido mencionárselo a la policía.
—¿Por qué tendríamos que haberlo hecho? Era el juguete de sir Eric. Sólo él ponía agua y sólo él se la servía. No creerá que el veneno estaba ahí y que mi jefe se envenenó, ¿verdad? Invéntese otra cosa si quiere que le deje irse.
—¡Pero si yo no tengo ningunas ganas de irme! Incluso me alegraría mucho sí cogiera ese teléfono para rogarle al superintendente Warren que se sumara a nuestra animada reunión. Claro que habría que encontrar la llave...
—¿Qué cree? ¿Que voy a bajar la guardia para manejar el teléfono? Tenga la seguridad de que lo haré en cuanto me haya dicho la verdadera razón de su presencia aquí.
—¿Qué es usted, escocés o irlandés, para ser tan terco? Si le parece bien, puedo llamar yo. Estoy seguro de que el ptero... el superintendente va a encontrar apasionante este armario. Entre tanto, si me lo permite, voy a bajar los brazos y a ponerme los zapatos. Dispare si se le antoja, pero yo tengo frío en los pies.
Uniendo el gesto a la palabra, Morosini se calzó. El otro parecía perplejo y masculló, expresando su pensamiento en voz alta:
—Esta historia es demencial. Me siento más inclinado a pensar que continúa usted buscando su famoso zafiro.
—¿En una nevera? Porque reconoce que ese mueble es una nevera, ¿no?
—Lo reconozco, pero ¿quién demonios le ha hablado de ella?
—Va a sorprenderle: ha sido la duquesa de Danvers. Ella cree que el hielo que fabrica esa máquina puede ser nocivo. La idea de un veneno ni siquiera le pasa por la mente; ella piensa únicamente en el procedimiento de fabricación, pero yo he sacado otras conclusiones.
—¿Cuáles?
—Muy sencillo. Ese mueble no está protegido por una cerradura con secreto, supongo, sino que para abrirlo basta una simple llave... que hay que encontrar. A no ser que se consiga abrir con una herramienta. Una vez hecho, nada más fácil que vaciar la bandeja del hielo y volver a llenarla de agua mezclada con estricnina.
—¡Eso es ridículo! Sir Eric llevaba siempre la llave encima.
—¿Y se la ha llevado a la tumba? Supongo que, antes de proceder a la autopsia, le quitarían la ropa para entregársela a la familia, en este caso, usted, puesto que su mujer ya había sido arrestada.
—No. Confieso que no me preocupé de eso. Debieron de entregar esas cosas a su ayuda de cámara.
—Podemos preguntárselo. Mientras tanto...
Sin apartar los ojos de Sutton, que parecía desorientado, Aldo descolgó el teléfono y llamó a Scotland Yard. Tal como temía, Warren no estaba allí. En cambio, el inspector Pointer anunció que iría inmediatamente.
—Dentro de cinco minutos —dijo Morosini—, sabremos qué opina la policía de nuestra pequeña discrepancia. Aunque a lo mejor no tiene usted mucho interés en que venga...
—¿Qué quiere decir?
—Me parece que está claro. No lo tendrá, si fue usted quien puso el veneno.
Los ojos de Sutton se agrandaron, mientras que su rostro se puso rojo como consecuencia de un violento acceso de cólera.
—¿Yo?... ¿Matar yo a un hombre al que veneraba? ¡Voy a partirle la cara, príncipe!
Adelantando los puños, se abalanzó sobre Aldo, pero, cegado por su furor, calculó mal el impulso. Su adversario lo esquivó apartándose a la manera de un torero frente al toro, y el secretario se estrelló contra la puerta del armario frigorífico. Tuvo que hacerse daño, pues el choque lo calmó y, volviéndose hacia Morosini, le lanzó una mirada cargada de odio.
—Su inverosímil historia se derrumbará como un castillo de naipes y a usted lo detendrán por haber entrado en esta casa por la fuerza. Mientras tanto, yo le mostraré si ese hielo está envenenado.
Apresuradamente, con gestos torpes, registró los cajones del escritorio y luego dos o tres bandejas para el correo que había encima antes de extraer, finalmente, de una especie de plumier, el pequeño objeto que buscaba.
—¡Aquí está! —exclamó.
—¿Qué va a hacer?
—Ahora lo verá.
Sacó, de un mueble bajo, una botella de whisky y un vaso, lo llenó hasta la mitad, se dirigió a la nevera y la abrió sin dificultad, dejando a la vista dos o tres botellas de cerveza y una bandeja de hielo medio llena. Unos cubitos estaban fundiéndose en un bol de cristal. Iba a coger uno cuando Morosini se interpuso, lo obligó a retroceder y cerró la puerta empujándola con la espalda.
—¡No haga el idiota o por lo menos espere hasta que llegue Pointer! No tengo ningunas ganas de que me encuentre en compañía de su cadáver.
En ese momento se oyó una sirena de la policía. Encogiéndose de hombros, Sutton fue a sentarse y vació de un trago la copa que se había servido, mientras Aldo buscaba un cigarrillo, lo encendía y daba una larga bocanada con voluptuosidad.
—¿De verdad cree que ahí hay veneno? —preguntó el secretario con voz vacilante.
—No puedo decir que esté seguro, pero reconozca que la hipótesis merece ser tomada en consideración. La historia esa del papelillo contra la migraña es un poco burda, ¿no?
—Haría cualquier cosa para ayudar a esa zorrita, ¿verdad?
—Yo busco la verdad. Si tengo razón, ya no habrá ningún motivo para que continúe detenida.
—No lo crea. Sigue estando el hecho de que introdujo a su amante en esta casa y de que entre los dos tramaron matar a sir Eric. Usted mismo lo ha dicho: seguramente se puede prescindir de la llave, y también existe la posibilidad de que la robaran o hicieran una copia. No olvide lo que yo oí y la huida del cómplice. Por último, la han arrestado bajo la acusación de asesinato o incitación al asesinato. No la soltarán.
—Y eso le complace —dijo Aldo, que empezaba a temer que Sutton tuviera razón.
—Por supuesto. Es usted libre de pensar lo que quiera; yo nunca he ocultado que la odio. Ha matado o hecho matar a un hombre admirable, todo generosidad, bondad...
—El origen de su fortuna lo demuestra, ¿no?
—Piense lo que quiera. Me tiene completamente sin cuidado. Ah, ya oigo a nuestros visitantes.
—Va a tener la satisfacción de hacer que me detengan.
—No, qué va. Usted no me interesa. Me limitaré a exponer las inquietudes de la duquesa de Danvers y las de... una visita un poco tardía para hacerme partícipe de su hipótesis.
—¡Qué grandeza de espíritu! Sin embargo, me siento poco inclinado a darle las gracias.
El inspector Pointer, puesto al corriente de la situación, deploró que en el momento de la muerte no hubieran pensado en mencionar el curioso artilugio de la víctima, pero elogió mucho a los dos hombres por su gran preocupación por la verdad. Acto seguido se puso a trabajar con ayuda del sargento que lo acompañaba.
La bandeja y el bol con los cubitos fueron retirados con mucho cuidado y depositados en una cubeta que envolvieron con dos o tres toallas, tras lo cual todo ello fue llevado al laboratorio de Scotland Yard.
Hecho esto, el ayudante preferido de Warren declaró con una amplia sonrisa, que dejó al descubierto sus dientes de conejo e hizo desaparecer su barbilla, que no creía en la presencia de veneno de ninguna clase en lo que él llamaba el «armario del hielo», ya que sir Eric era el único que podía abrirlo.
—No sé qué pensará el superintendente —concluyó en el momento de retirarse—, pero estoy casi seguro de que le parecerá muy divertido.
Morosini no veía el lado divertido del asunto. No obstante, recobró cierta esperanza cuando, al día siguiente, recibió una llamada telefónica para convocarlo en la sede de la policía metropolitana en general y en el despacho de Warren en particular. Acudió de inmediato.
—Qué idea tan curiosa tuvo —declaró éste, estrechándole la mano—. ¿Cómo se le ocurrió?
—No se me habría ocurrido nunca si la duquesa de Danvers no la hubiera tenido antes qué yo. Es cierto que ella no pensaba en el veneno, pero, de todas formas, esa especie de conspiración del silencio es increíble. Lo normal era que hubiese salido a relucir todo lo que había entrado en ese maldito vaso. Lo peor es que ayer me pregunté si Pointer me tomaba por loco.
—¿Qué quiere? ¿Que le pida disculpas? —repuso Warren—. Es indudable que hubo negligencia. Deliberada tal vez por parte de los testigos...
—Permítame que abogue por lady Danvers. No ha hecho nada con premeditación.
—No creo que su inteligencia le permita premeditar nada, pero, volviendo a la negligencia, apenas tiene disculpa por parte de mis hombres. Me siento bastante humillado por tener que decírselo, pero usted tiene razón: en ese cacharro había la suficiente estricnina para matar a un caballo. O a todos los de la casa, si se les hubiera ocurrido tocar el sacrosanto hielo de sir Eric.
Si se hubiera dejado llevar por su temperamento italiano, Aldo se habría puesto de buena gana a gritar dé contento. Hacía mucho tiempo que no experimentaba semejante alegría.
—¡Es maravilloso! —exclamó—. Ahora podrá soltar a lady Ferrals. Se lo ruego, déjeme ir a llevarle la buena noticia.
—Tengo que informar antes al abogado de la Corona y a sir Desmond, y le pido por favor que se calme. Es posible que no quede libre; los cargos que pesan sobre ella siguen siendo muy graves.
—Pero ahora tiene la prueba de que no fue el maldito papelillo de polvos analgésicos lo que provocó la muerte.
—Sin duda, pero eso no quiere decir que no sea ella la asesina o la cómplice. Por lo demás, míster Sutton mantiene su acusación basándose en la conversación que sorprendió.
—Yo creía que, según sus leyes —dijo Aldo con amargura—, todo procesado era inocente mientras no se demostrara su culpabilidad.
—Y lo es, pero mientras no encontremos al polaco ella permanecerá en Brixton. Le autorizo encantado a que vaya a verla. Intente que diga algo más sobre él. Estoy convencido —añadió Warren en un tono más amable— de que es él el asesino, pero hasta que no le echemos el guante...
—Eso es injusto, inhumano. Me he enterado de que está enferma, de que lleva cada vez peor estar en la cárcel... ¡Y no tiene veinte años! ¿No puede conseguir que la dejen en libertad bajo fianza?
—Eso no me compete a mí. Hable con su abogado... y hágale una visita.
Pero cuando Aldo se presentó en Brixton, le fue imposible ver a Anielka: estaba enferma y la habían ingresado en la enfermería de la prisión.
Se marchó con el corazón en un puño.
7. Lisa
Aldo Morosini vivió los tres días siguientes, sumido en un marasmo deprimente. Teniendo en cuenta que había hecho todo cuanto estaba en su mano para ayudar a Anielka, debería haberse encomendado, tal como le había aconsejado Simon Aronov, a Scotland Yard, a la conciencia de las autoridades judiciales e incluso a Dios, pero le resultaba imposible. Temía por la joven, y ese temor le permitía calibrar el poder que continuaba teniendo sobre él. Ya no creía en el amor que afirmaba profesarle, puesto que había vuelto a ser amante de Wosinski, pero él era lo bastante noble para considerarse satisfecho si podía devolverle la libertad. Su espíritu se vería liberado de un gran peso, lo que le permitiría secundar mejor a Vidal-Pellicorne en su tarea común de búsqueda de la Rosa. Pero tal como estaba el asunto en esos momentos era imposible: Anielka lo obsesionaba y la situación de ésta le hacía sentirse desdichado.
Las dos entrevistas que tuvo con sir Desmond no solucionaron nada; sólo le proporcionaron la amarga satisfacción de hablar de ella, aunque el abogado se mostraba mucho más preocupado del estado de ánimo de su cliente que de su salud. Según él, se encontraría mucho mejor si hubiera comido más.
—No estará haciendo huelga de hambre, ¿verdad? —preguntó, inquieto, Morosini.
—No exactamente, pero se trata de una actitud deliberada. Intenta debilitarse para estar tranquila. Mientras permanezca en la enfermería, no le está permitido a nadie visitarla, salvo a mí para las necesidades de su defensa. Respecto a eso, le diré que se cierra como una ostra en cuanto oye el nombre de Ladislas.
—¿Tanto lo quiere?
—Yo creo más bien que tiene miedo. Su guardiana encontró en su cama una nota redactada en polaco amenazándola de muerte si hablaba.
—¿Y su padre? ¿Qué hace? ¿Qué dice?
—Sigue hecho una furia. Yo creo que ha sido fundamentalmente a causa de él por lo que ha decidido estar enferma y tener así prohibidas las visitas. En cuanto la tenía delante, empezaba a reprenderla. Está convencido de que sabe dónde se esconde Wosinski y la hostiga.
—¿Y usted qué cree?
—Que Solmanski no se equivoca y que lady Ferrals oculta algo.
Adalbert opinaba lo mismo, con la diferencia de que a él le parecía inútil mortificar a la joven. Se podía confiar en Scotland Yard y en Warren, completamente decidido a apresar al polaco.
—Si pudiera atrapar a todo el grupo que aterroriza a tu amiguita, sería mucho mejor; al menos la pobre podría respirar. Pero no te aconsejo que te lances a perseguirlos en solitario.
El arqueólogo había pedido perdón por la historia del armario frigorífico y desde entonces miraba a su amigo con un respeto nuevo, lo que ciertamente no desagradaba a Morosini. Éste, haciendo un ademán arrogante y mirando a Adalbert con sus brillantes ojos azules, susurró:
—No tendrás el valor de abandonarme, ¿verdad? Siempre he creído que éramos más o menos socios.
—En el asunto del diamante, sí, pero yo nunca me he enrolado en el cuerpo de caballeros al servicio de la encantadora Anielka.
—Reconozco que te he tenido un poco abandonado estos últimos días, pero, no sé por qué, me da la impresión de que esos dos asuntos están relacionados. Por cierto, ¿cómo lo llevas?
—Voy avanzando, voy avanzando. Creo que Simon tiene razón al afirmar que la Rosa nunca ha salido de Inglaterra. El duque de Saint Albans la heredó de su madre, pero no la transmitió a su descendiente. Por una especie de milagro que debo agradecer a mi amigo Barclay, el arqueólogo, he encontrado su pista a principios del siglo XIX. Parece ser que el príncipe regente se la regaló a su amante favorita, Mrs. Fitzherbert. Después se hace de nuevo la oscuridad más absoluta. Pero ese resultado me ha animado y no pierdo la esperanza de desentrañar este nuevo misterio. Es curiosa la tendencia de esa joya real a ir a parar a manos de las «reinas de la mano izquierda»... Cambiando de tema, ¿qué te parece si nos mudamos? Estoy un poco harto de la vida de hotel. Por no hablar de que, dadas nuestras actividades más o menos... regulares, tendríamos el campo más libre.
La proposición no entusiasmó a Morosini. Además de que siempre le había gustado la atmósfera impecable de los hoteles de Cesar Ritz, no veía ninguna razón convincente para trasladarse a una vivienda desconocida y poco de su gusto, con la obligación de buscar personal y todos los pequeños inconvenientes que ello presentaba.
—Tendría sentido si tuviéramos que quedarnos meses en Inglaterra, pero, en lo que a mí respecta, voy a tener que resignarme a volver a Venecia. Tengo un comercio del que debo ocuparme. En cuanto al asunto del diamante, Warren se lo toma como un asunto personal y es normal. Nosotros lo hemos avisado, pero le corresponde a él proteger a lord Desmond e impedir que la bonita Mary y Yuan Chang perjudiquen a nadie. Al fin y al cabo, nosotros buscamos el diamante auténtico, no el falso.
—No tendrás intención de marcharte antes del juicio... Quizá seas testigo, supongo que ya lo sabes.
—No tengo ganas de irme. ¿Tú cuándo crees que se celebrará el juicio?
—Antes de enero no creo. Me he informado. Y todavía hay que darse por satisfechos: si se tratara de una paresa de Inglaterra, exigiría más tiempo, pues habría que reunir al Parlamento, pero siendo la esposa de un simple baronet, aunque famoso, el procedimiento es un poco más rápido. En cuanto a las investigaciones para recuperar la Rosa, me temo que tengamos para una buena temporada, puesto que la bomba preparada por Simon nos ha explotado en la cara. Así que yo busco una casa, hago venir a mi fiel Théobald, acompañado si es necesario de su gemelo, y estaré a las mil maravillas. Sin contar con que ellos dos representan una fuerza nada desdeñable en caso de que surja algún problema.
Aldo rumió la idea durante unos instantes. No era tan mala, puesto que presentaba la ventaja de disminuir sus gastos al tiempo que protegía más su libertad.
—De acuerdo —dijo—. Pero yo me quedo aquí unos días más porque espero a Guy Buteau con la alhaja de la que he hablado a lady Ribblesdale. Además, te confieso que Kledermann me intriga. Un banquero de clase internacional, metido en grandes negocios, y se queda en Londres donde no parece divertirse mucho. ¿Por qué?
—Ya te lo ha dicho: espera que la Rosa reaparezca porque está interesado en comprarla. Tú conoces mejor que yo la pasión de los grandes coleccionistas.
—Es posible. Pero, aunque sea así, tengo la extraña sensación de que me observa.
Vidal-Pellicorne soltó una carcajada.
—Tiene algunas buenas razones para hacerlo: podrías haberte casado con su hija y fuiste el amante de su mujer. Falta saber cuál de las dos suscita su interés.
—Espero que ninguna, y sobre todo no la segunda. No, yo me inclinaría más por el experto en joyas antiguas. Cuando estamos juntos, no hablamos de otra cosa.
—Pues ya está, eso lo explica todo. Voy a escribir a Théobald y después empezaré a buscar una vivienda adecuada.
Mientras su amigo salía del hotel con paso alegre silbando una canción de Phi-Phi, una opereta que causaba furor en París desde el final de la guerra, Aldo decidió subir a su habitación. La sacrosanta hora del té se acercaba y los habituales empezaban a llegar. Como había visto desde detrás de la planta que lo protegía de las miradas a la duquesa de Danvers y a lady Ribblesdale —tocado de violetas de Parma y sombrero de terciopelo negro guarnecido con trencilla dorada—, permaneció escondido hasta que se hubieron encontrado con la joven maître y se dirigió hacia el ascensor. No tenía ningunas ganas de chismorrear. Además, la ex Mrs. Astor empezaba a ponerse pesada llamándolo por teléfono con los pretextos más diversos, pero en realidad para saber si lo que estaba esperando llegaba. De modo que Aldo se hallaba dividido entre la impaciencia por ver llegar a Buteau y el arrepentimiento de haber hablado de la diadema de su vieja amiga Soranzo.
Sin embargo, si pensaba disfrutar tranquilamente del saloncito que compartía con Adalbert, se equivocaba de medio a medio. Antes de que hubiera tenido tiempo de instalarse junto a una ventana que daba a la frondosa vegetación de Green Park, el teléfono sonó. En el otro extremo del hilo, la voz untuosa, casi episcopal, del encargado de la recepción le informó de que una joven dama que acababa de llegar preguntaba por él. Se trataba de la señorita Van Zelden y...
—Ya bajo —dijo, antes de colgar el aparato para salir precipitadamente, espoleado por una súbita inquietud que podía resumirse en una sola pregunta: ¿qué había venido a hacer Mina, su secretaria, a Londres, cuando él esperaba a Guy Buteau? ¡Ojalá no le hubiera pasado nada a éste! Desde que lo había encontrado en París en una situación cercana a la miseria, Aldo velaba por su antiguo preceptor con un afecto casi filial.
Pero era Mina. Cuando Aldo llegó al vestíbulo, enseguida la vio con esa vestimenta a la que su jefe aún no había logrado hacer que renunciara: traje sastre grisáceo en forma de saco, apenas iluminado por una blusa blanca de piqué, zapatos planos y sombrero de fieltro encasquetado hasta las grandes gafas de cristales brillantes, bajo el que apenas sobresalía un severo moño destinado a disciplinar una cabellera roja que, mejor tratada, indudablemente no habría carecido de belleza. Un amplio guardapolvo cubría vagamente la larga figura informe.
El suspiro resignado de Morosini se transformó súbitamente en un resoplido de cólera ante la visión del espectáculo que estaba presenciando: plantado delante de Mina, pero medio doblado por la cintura, Moritz Kledermann se desternillaba de risa. Mina, consternada, se esforzaba en calmarlo sin lograr su propósito. ¡Aquello era intolerable! Aldo salió disparado hacia el banquero y lo agarró de un brazo.
—¿No le da vergüenza burlarse así de esta pobre chica? Lo tenía por un hombre de mundo, pero la verdad es que se comporta de un modo indigno. Y usted, Mina, ¿por qué se queda ahí? Venga conmigo y dígame qué es lo que ocurre. Esperaba al señor Buteau.
—Hubo que llevarlo al hospital de San Zanipolo porque sufrió un ataque de apendicitis. No se preocupe, todo ha ido bien, pero alguien tenía que venir.
Al borde de las lágrimas, Mina se dejaba conducir por su jefe hacia un sillón, pero Kledermann, a quien el breve diálogo entre ambos parecía haber calmado, los siguió de inmediato e incluso se interpuso entre ellos.
—¡Un momento! Quiero una explicación —dijo.
—¿Ya se ha reído bastante? —repuso Aldo con desprecio—. Si alguien tiene que pedir cuentas, soy más bien yo por haberlo encontrado burlándose de mi secretaria. Debería considerarse afortunado de que no le haya partido la cara, aunque voy a hacerlo de un momento a otro si no nos deja tranquilos. Mina acaba de llegar de un largo viaje y necesita descansar.
—¿Mina? ¿Mina qué, por favor? —preguntó el banquero en tono de guasa.
—No sé qué le puede importar, pero en fin... Mina van Zelden. La señorita es holandesa. ¿Ya está satisfecho?
Aquello era a todas luces surrealismo puro, pues de pronto Kledermann se mostró profundamente apenado.
—Que te hayas cambiado el nombre puedo comprenderlo, pero que te atrevas a renegar de tu país es imperdonable. ¿Te da vergüenza ser suiza? Y quítate ahora mismo esas ridículas gafas, quiero verte los ojos.
La joven obedeció, pero mantuvo la mirada gacha; ya no sabía qué hacer y se sentía terriblemente incómoda.
—Así está mejor, pero quiero que me mires para explicarme cómo es que estás con este hombre al que un día hicimos el honor de ofrecerle tu mano y que ni siquiera quiso verte.
De pronto, Mina se rebeló.
—Precisamente por eso he querido conocerlo y me las he arreglado para que no pueda establecer ninguna relación con lo que soy en realidad. Además, nunca te oculté que me encantaba Venecia y que quería vivir allí. Así que me las ingenié para conocer al príncipe, sobre todo cuando me enteré del apasionante oficio que ejercía.
—¿Y qué esperabas? ¿Seducirlo? ¿Disfrazada de esta guisa? ¡Es grotesco!
—Escogí este aspecto porque la seducción no entraba en mis planes, y menos aún cuando me di cuenta de que las mujeres iban tras él.
—Entonces, ¿por qué no te fuiste?
—No lo sé... Bueno, sí. Quise ver cómo era y fui castigada por mi curiosidad porque me enamoré. No de él, no, sino de su casa, de las personas que viven en ella y que son adorables... Padre, ¿por qué has tenido que estar hoy aquí?
—¿No creen que ahora me toca hablar a mí? —intervino Morosini, al que el éstupor había reducido al silencio hasta ese momento—. Están aquí los dos lanzándose a la cara no sé qué reproches incomprensibles y yo me quedo alelado escuchándolos. Tengo derecho a una explicación, así que, si no les importa, vayamos a sentarnos allí, junto a aquellas aspidistras, y hablemos. Tengo la impresión de estar en un manicomio. Y si no aclaramos esto, el que va a volverse loco soy yo.
Los otros dos lo siguieron y se instalaron alrededor de una mesa, a la que se acercó un camarero para preguntar si deseaban tomar algo.
—Buena idea —aprobó Morosini—. Tráigame un aguardiente..., pero sin agua. ¿Y usted, Mina? ¿Un chocolate?
—Me llamo Lisa.
—No quiero saberlo. Un chocolate, amigo. Aquí lo hacen excelente y a la señorita le encanta.
—Por lo menos en ese aspecto no ha dejado de ser suiza —suspiró Kledermann—. ¡Siempre es un consuelo! Yo tomaré lo mismo que el príncipe.
—Perfecto. Y ahora, a ver, ¿dónde nos habíamos quedado? Si he interpretado bien su intercambio de palabras, usted, querida Mina, es...
—Ya le he dicho que me llamo Lisa.
—Y yo no quiero conocerla con ese nombre. La señorita Kledermann es una completa extraña para mí. En cambio, sentía mucho aprecio y amistad por Mina van Zelden, y mis allegados también. De modo que aguante un poco más que sigamos siendo el uno para el otro lo que éramos hace sólo diez minutos. Es decir, un jefe y su... secretaria perfecta. Debería utilizarla, Kledermann. Supera cualquier elogio. A veces es un poco arisca, pero de una eficiencia impecable.
Los ojos de la joven se llenaron de nuevo de lágrimas y, aunque se esforzó en volver la cabeza, Morosini no pudo evitar admirarlos. ¡Señor! Tenían exactamente el mismo color que las violetas. Dos lagos oscuros y aterciopelados, bordeados de espesas pestañas. Desde el fondo de su memoria se elevó de pronto la voz de la señora de Sommières, su sensata y perspicaz tía abuela, diciéndole: «Por más que te empeñes en no verla como una mujer, lo es. ¡A los veintidós años, ella también tiene derecho a soñar!» Tía Amélie había sugerido que quizá Mina estuviese enamorada de él, pero en eso se equivocaba, porque acababan de dejarle claro lo que retenía en su casa a la hija del riquísimo banquero zuriqués: el encanto de su morada y de sus sirvientes unido a otro poderosísimo, el de Venecia.
—Vamos, no llore —dijo—. Adoptar una identidad falsa no es un crimen tan grave..., aunque yo me sienta ofendido.
—Acaba de decir que sentía aprecio y amistad por mí —susurró Mina—. ¿Significa eso que, ahora que sabe la verdad, ya no siente lo mismo?
—¿Qué verdad? Usted ha querido ver qué clase de hombre era y ha llegado a la satisfactoria conclusión de que se hallaba ante un mujeriego que no le inspiraba desconsuelo alguno, pero cuyo ajetreo le divertía observar. Una especie de insecto curioso. Mientras tanto, yo le otorgaba mi confianza. Lo que queda de eso, soy incapaz de decírselo. Necesito como mínimo una noche para saber exactamente cuál es mi situación. Pero, antes de separarnos, tenemos un asunto entre manos que debemos dejar resuelto. ¿Ha traído lo que le pedí al señor Buteau?
Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se inclinó para coger el neceser de piel que había dejado a sus pies.
—No lo abra aquí. Le agradezco que haya realizado este viaje en tan peligrosa compañía. Como sin duda imagina, si se me hubiera puesto al corriente del contratiempo sufrido por mi amigo Guy, no le habría permitido ocupar su lugar. Este tipo de transporte es demasiado peligroso para una muchacha.
—¡No sé por qué no habría de hacerlo! —repuso Mina, recuperando de pronto su aplomo y sus reacciones habituales—. No hace mucho llevé de París a Venecia una joya igual de importante, si no más.
—¿Cuál? —no pudo evitar preguntar Kledermann, cada vez más interesado en esa parte de la conversación—. ¿Otra joya real?
—Uno, eso a usted no le importa —gruñó Morosini—, y dos, nadie ha hablado aquí de joyas reales.
—¡Vamos, hombre! ¿Cree que no sé lo que hay ahí dentro? —dijo el banquero señalando el bolso de su hija—. Se dispone a vender una pieza cargada de historia a una criatura medio loca en cuyas manos será imposible que se sienta bien. ¿Lo ha pensado detenidamente? ¿El Espejo de Portugal sobre la cabeza de una hija del corned-beef, de los cacahuetes o de yo qué sé qué delirante producto americano?
—¡Es increíble! —exclamó Morosini—. ¿De dónde demonios ha sacado eso?
Kledermann frunció los ojos.
—Del invernadero de la duquesa, amigo mío. Escondido detrás de unas gardenias, en un rincón al que me había retirado para fumar un puro, tuve el privilegio de escuchar su conversación con la temible Ava. Juro que no lo hice expresamente.
—¿Igual que su hija tampoco ha venido expresamente a espiarme a mi casa? ¿Es una manía de familia o qué?
—Digamos que ha sido un cúmulo de circunstancias. Vamos, Morosini, demuestre que es un buen jugador, enséñeme el Espejo.
—No lo llame así. No estoy seguro de que lo sea.
—Yo lo estaré. No olvide que poseo dos de sus hermanos Mazarinos. Por éste estoy dispuesto a hacer locuras, y sin saber el precio que va a pedir por él, lo doblo.
—¿Está loco?
—Cuando se trata de piedras, siempre lo estoy. Por otro lado, si me la vende a mí, se ahorrará pasar por una situación incómoda. Esas norteamericanas tienen la fea costumbre de regatear como usureros. Ésta le hará bajar el precio, délo por seguro. Piense en su vieja amiga.
—Usted no me conoce.
—Tal vez, pero sé que es un caballero. Y ella no. Además, le aseguro que guardaré el secreto, cosa bastante dudosa en el caso de esa mujer, y que el diamante encontrará en mi casa un marco digno de él. Entonces, ¿qué? ¿Me lo enseña?
—Aquí no, desde luego. Mina...
No pudo continuar. Súbitamente roja de ira, ésta, después de levantarse bruscamente, apartó la bandeja sin preocuparse de los desperfectos que causaba, puso el neceser sobre la mesa, lo abrió, sacó un paquete envuelto en papel corriente y cuidadosamente atado y lo arrojó sobre las rodillas de Morosini.
—¡Vuestras joyas! ¡Vuestras malditas joyas!... Es lo único que cuenta para los dos, ¿verdad? Pues os dejo en su compañía. ¡Y que lo paséis bien!
Antes de que los dos hombres hubieran podido reaccionar, había cerrado el neceser y se había alejado de la mesa a toda prisa, haciendo ondear tras de sí su amplio guardapolvo. Aldo se dispuso a ir tras ella, pero Kledermann lo retuvo.
—No vale la pena. Suponiendo que la alcanzara, cosa que me extrañaría porque corre más que Atalanta y ya debe de haberse metido en un taxi, no la haría cambiar de opinión. Sé de lo que hablo: es mi hija y es tan terca como yo.
—Pero bueno, ¿deja que se vaya así, sin saber adónde va y en una ciudad que no conoce?
—Lisa conoce Londres como la palma de su mano y tiene amigos aquí. En cuanto a saber adónde va, muy listo tendría que ser el que consiguiera averiguarlo. Lo único seguro es que usted y yo tardaremos en volver a verla —concluyó el banquero con una flema absolutamente helvética que a Morosini le pareció insoportable.
—¿Y se queda tan tranquilo? ¡Es monstruoso! Esa pobre criatura puede quedarse sin dinero y yo me siento responsable. Además, le debo algo..., me refiero al dinero, claro.
Kledermann dio unas palmaditas en la mano de su compañero para serenarlo.
—No se preocupe por eso. Mi hija posee una fortuna personal de la que dispone desde que es mayor de edad. La recibió de su madre, una condesa austríaca que era una mujer adorable pero de salud frágil.
—¿Una condesa austríaca rica? Cuesta creerlo teniendo en cuenta que el país está arruinado desde la guerra, al igual que Alemania.
—Tal vez el país esté arruinado, pero siguen existiendo particulares acaudalados y los Adlerstein son unos de ellos, así que no se angustie por Lisa.
—Es usted un padre muy raro. Hace aproximadamente un año y medio que su hija trabaja para mí y no creo que haya salido de Venecia en todo ese tiempo. ¿No la ve nunca?
Una o dos pequeñas arrugas que se formaron en la frente de Kledermann indicaron a su interlocutor que acaso se preocupaba más de lo que quería reconocer. Sin embargo, su voz sonó igual de firme que siempre cuando respondió:
—No. No ha vuelto a venir a casa desde que, después de su negativa..., que comprendo y que, en definitiva, le hace honor..., le presenté a otro candidato. Veneciano también, puesto que esa ciudad le chifla, y éste estaba conforme. Lisa se rió en sus narices y después hizo las maletas. Ese incidente coincidió, además, con una agarrada con mi segunda esposa. Nunca se han llevado bien y yo creo que se detestan.
Eso, Aldo lo creía a pie juntillas. Conocía lo suficiente a Dianora para imaginarla en su papel de madrastra; seguro que no había hecho ningún esfuerzo para granjearse la simpatía de una hija cuya presencia en el hogar paterno la envejecía.
—Por cierto —prosiguió Kledermann—, me gustaría que me contara cómo se las compuso Lisa para conseguir trabajar para usted.
Morosini contó entonces que se habían conocido en el Rio dei Mendicanti, adonde la joven había caído al retroceder para admirar mejor la estatua del Colleone en el momento en que él salía de la misa de boda de un amigo en San Giovanni e San Paolo.
—Fue un simple accidente —dijo para acabar.
—No lo crea —repuso el banquero riendo—. Cuando Lisa quiere algo, se las ingenia para conseguirlo. Y ya la ha oído, quería conocer al hombre que no había querido saber nada de ella, así que seguro que llevó a cabo una minuciosa investigación. No le quepa duda de que ese accidente no tuvo nada de fortuito. Estaba programado, como dicen los norteamericanos.
—¡Qué va, no exagere! No sabiendo nadar, se arriesgaba a ahogarse.
—¡Pero si nada mejor que una trucha! A los quince años ya atravesaba el lago de Zúrich de una orilla a otra. Le digo que lo tenía todo planeado. La identidad falsa y los documentos falsos también, por descontado. Y estoy convencido de que ha perdido usted a una valiosa ayudante. Pero a lo mejor ahora vuelve a su casa...
—Me extrañaría. Y de todas formas, en estas condiciones ya no quiero que continúe trabajando conmigo. Como todo buen veneciano, me gustan las mascaradas, pero no en mi casa. Necesito tener una confianza absoluta en mis colaboradores. Aunque eso no quiere decir que no la echaré de menos, claro. ¿Quiere que acabemos ahora con esto? —añadió, cogiendo el paquete que había dejado la joven.
—Con mucho gusto.
En los minutos que siguieron, Aldo olvidó un poco sus quebraderos de cabeza, como siempre que tenía la oportunidad de contemplar piedras perfectas. La diadema de la condesa Soranzo era una pieza deliciosa, compuesta de lazos de diamantes que sujetaban ramitas floridas armoniosamente dispuestas en torno de una soberbia piedra tabla que constituía el corazón de una margarita de perlas y diamantes. En cuanto a Kledermann, estaba al borde del delirio.
—¡Es magnífica! ¡Espléndida! ¡La alhaja de una reina! Quiero decir de una reina de verdad, y ha debido de brillar en frentes ilustres. ¡Me juego la cabeza a que es el Espejo de Portugal! Tiene que vendérmela.
—¿Y qué voy a decirle a lady Ribblesdale?
—Pues... que su amiga ya ha encontrado un comprador, o que se ha arrepentido y no quiere venderla..., qué sé yo. La americana nunca se enterará de que lo tengo yo. No se lo diré ni a mi esposa. Será la manera más segura de que reine la paz —añadió con una sonrisa—. De lo contrario, no pararía de acosarme para que la dejase llevarlo, y tengo la desgracia de ser demasiado débil con ella. ¿Qué le parece si me da un precio?
Desde que habían subido a sus habitaciones, Aldo no paraba de pensar. Su brutal separación de Mina —¿llegaría algún día a llamarla Lisa?— lo ponía en una situación difícil, ya que Guy Buteau se encontraba todavía en el hospital. Iba a tener que regresar a Venecia para velar él mismo por su tienda de antigüedades, hacerse cargo de los asuntos corrientes —gracias a Dios, su secretaria huida no era mujer de las que dejan desorden a su paso— y asistir a dos ventas anunciadas para final de mes, una en Milán y la otra en Florencia. Todo eso le dejaba poco tiempo para un tira y afloja con lady Ribblesdale. Además, la idea de que la diadema pasara a formar parte de una de las principales colecciones europeas le hacía bastante gracia. Sería más reconfortante que verla navegar por los salones sobre la cabellera ondulada de una beldad ya un poco pasada... En realidad, hacía rato que ya había tomado una decisión.
El trato quedó cerrado en un santiamén. No sólo Kledermann no discutió el precio pedido, sino que, tal como había anunciado, lo aumentó. En honor a la verdad, había que reconocer que Dianora no exageraba al afirmar que Moritz era un señor. Éste acababa de demostrarlo y Morosini, imaginando la alegría que muy pronto invadiría a María Soranzo, se sentía un poco menos triste de verse obligado a partir.
Porque, por primera vez en su vida, Aldo no estaba encantado de tener que volver a Venecia. Hasta entonces, cada regreso a casa le causaba una profunda alegría. Le encantaba su ciudad, su palacio y los que lo habitaban, la atmósfera de Venecia, su población animada, vistosa y, al mismo tiempo, muy digna. Nada que ver con Londres, que a él no le gustaba mucho. Y sin embargo...
Kledermann también iba a marcharse, pero con una disposición de ánimo distinta; él tenía lo que quería y la brevedad de su entrevista con una hija a la que llevaba dos años sin ver no parecía traumatizarlo en exceso. Resumía el suceso en dos escuetas frases: «Lisa es así. Es inútil interponerse en el camino que ella ha escogido.» Para ese suizo tranquilo y ponderado, lo importante debía de ser que gozara de buena salud y estuviera satisfecha de su suerte.
Los dos hombres se despidieron amigablemente. Aldo fue invitado con una apacible cordialidad a visitar la gran morada de los Kledermann en Zúrich.
—Mi mujer, a la que debió de conocer cuando vivía en Venecia, estará encantada de recibirlo y de hablar de otros tiempos con usted —aseguró el banquero con la santa inocencia de un marido que no conoce a fondo a su esposa.
Aldo, por supuesto, prometió ir, pero jurándose no hacerlo por nada del mundo. No dudaba ni por un instante de la buena disposición de Dianora hacia él, pero lo que quería por encima de todo era estar lo más lejos posible de ella.
Una vez liberado de su visitante y de la diadema Soranzo, Aldo escribió a lady Ribblesdale una de esas mentiras que constituyen la base de toda sociedad llamada civilizada: la informaba de unas dificultades inesperadas que habían surgido con el propietario de la diadema y que lo obligaban a volver a Venecia de inmediato para tratar de resolver el conflicto. Tras añadir a esto algunos cumplidos tan discretos como bien escogidos, el escritor consideró, no sin satisfacción, que acababa de poner fin a un asunto bastante mal iniciado y que, con un poco de habilidad, no volvería a oír hablar de la ex Mrs. Astor.
Acababa de terminar esta pequeña obra maestra cuando Adalbert, con las mejillas sonrosadas y los ojos animados, hizo su entrada trayendo consigo los húmedos olores de la calle. El arqueólogo estaba de un humor excelente; acababa de encontrar en Chelsea, en Cheyne Walk, una encantadora casa antigua con un estudio que había albergado hasta su muerte al pintor Dante Gabriel Rossetti.
—He pensado que te encontrarías a gusto entre las paredes de un artista de origen italiano, y ya verás, estaremos como reyes en cuanto Théobald haya tomado posesión del lugar.
—No lo dudo ni por un momento, pero desgraciadamente lo disfrutarás solo porque yo tengo que volver a casa.
Acto seguido, le contó el suceso que había cambiado sus planes de arriba abajo para imponerle la prosaica tarea de ocuparse de su negocio.
—Sin contar con que vas a tener que buscar otra secretaria —suspiró Vidal-Pellicorne—. ¿Es fácil allí?
—¡Qué va! Y en cuanto a encontrar otra Mina, es pedir un imposible. Piensa que hablaba cuatro idiomas, conocía la historia del arte tan bien como yo y distinguía una turmalina de una amatista. Además de ser ordenada, alegre y tener sentido del humor bajo su apariencia arisca. Oírla reír era un auténtico placer, quizá porque era bastante raro. ¿Dónde quieres que encuentre una joya así?
Mientras Aldo hablaba, Adalbert lo observaba con una vaga sonrisa y los ojos muy abiertos.
—Parece difícil, pero ¿por qué no intentas recuperarla? A lo mejor vuelve a Venecia, puesto que,' al parecer, fue su amor por la Serenísima lo que la llevó a tu casa. Supongo que tendrá allí cosas por las que siente apego y que querrá recuperar. Ya que tienes que ir, prueba fortuna.
—No creo que funcionara. Ahora que me he enterado de quién es, nuestras relaciones ya no serían las mismas. En fin, más vale que me resigne. Lo que me fastidia es que no tengo ni idea de cuándo podré volver.
—Pues cuando Buteau se haya recuperado. Con o sin secretaria, conseguirá salir adelante; al fin y al cabo, no diriges una fábrica. Dentro de unas semanas como máximo estarás aquí. De momento puedo proseguir solo nuestras indagaciones.
—Ya sé que puedo contar contigo, pero me molesta faltar a mi palabra con Simon Aronov.
—Mientras no hayamos descubierto la verdadera Rosa de York, no tienes nada que reprocharte. A decir verdad, yo creo más bien que lo que te fastidia es alejarte de Brixtonjail.
—Sí. He acabado por comprender que no puedo esperar gran cosa de Anielka, puesto que nunca llegaré a saber a quién ama de verdad, pero me habría gustado tanto ayudarla a salir de este mal paso...
—En eso también trataré de reemplazarte. Me las arreglaré para entablar buenas relaciones con su abogado y te mantendré al corriente.
—Te lo agradezco, pero si ese condenado Ladislas se cruzara en tu camino no lo reconocerías, ya que no lo has visto nunca. A mí no se me escaparía. Además, está también el caso Yuan Chang-lady Mary, que me habría gustado seguir de cerca...
—¡Sí, hombre!, ¿y por qué no todo el trabajo de Scotland Yard? Esa historia ya no es cosa nuestra, así que olvídate. Y en lo que se refiere a Anielka, no será juzgada ni mañana ni pasado. Vamos, ve a hacer las maletas. Mientras tanto, yo llamaré a recepción para que te hagan las reservas de trenes y barco. ¡Cuanto antes estés en casa, mejor!
Adalbert impartía órdenes con tanto brío que Morosini, ofendido, no pudo evitar comentar:
—¡Caramba, voy a acabar por creer que te alegras de librarte de mí!
—Bueno, si quieres que te diga la verdad, me alegraré de no seguir oyéndote lamentarte sin una razón de peso. Además..., no he perdido la esperanza de que la suerte, si te das un poco de prisa, te dé un empujoncito haciendo que te encuentres con Mina en el tren o en el barco. Porque, si quieres saber mi opinión, lo que más te fastidia es haberla perdido.
—¡Tú estás loco!
—De eso nada. Lo quieras o no, y aunque sólo sea por comodidad, le tienes apego. De modo que, si llegas a encontrártela, trágate el orgullo e intenta entenderte con ella. Porque yo creo que es la mejor manera que tienes de volver pronto.
Al día siguiente, Aldo tomaba asiento en el boat-train que le permitiría ir, vía Dover, a Calais y París, donde sólo haría una breve escala antes de montar en el Simplon-Orient-Express. Ni siquiera tendría el consuelo de ir a comer a casa de tía Amélie. En esa época del año, debía de estar viajando por alguna parte de Europa.
Se había negado a que Adalbert lo acompañara. Detestaba las despedidas en un andén, donde los minutos se hacen, según los casos, demasiado cortos o interminables. Además, entre hombres era bastante ridículo, y la visión de Vidal-Pellicorne agitando un pañuelo mientras el convoy se ponía en marcha no tendría efecto alguno en su humor taciturno, que la perspectiva de un viaje empeoraba. Por si fuera poco, hacía un tiempo espantoso; la combinación de lluvia y viento iba a hacer que el canal de la Mancha estuviera en su mejor forma para zarandear los estómagos de los pasajeros.
Aldo salió bastante bien parado. Una vez en París, facturó el equipaje en la estación de Lyon y, con las manos libres y tiempo disponible, fue en taxi a la calle Alfred-de-Vigny, donde, como suponía, sólo encontró a Cyprien, el viejo mayordomo. La señora marquesa y la señorita Plan-Crépin estaban en Italia.
—Con un poco de suerte, las encontraré en mi casa —dijo Morosini, reconfortado por esa idea.
Después de asearse un poco, telefoneó a su amigo Gilíes Vauxbrun, el anticuario de la plaza Vendôme, y quedó con él para comer. Se encontrarían a las doce y media en el restaurante Albert, uno de los mejores de París, que se hallaba situado en los Campos Elíseos, enfrente del Claridge.
Dado que el otoño parisino estaba siendo más clemente que el de Londres, el viajero hizo que lo dejaran en la plaza de la Concordia con la intención de recorrer a pie la avenida más bonita del mundo. Pensaba saborear en paz los juegos de un sol suavizado por las frondosas ramas de los árboles. Le gustaba detenerse junto a los tiovivos, donde los niños, montados en caballos de madera, intentaban atrapar unos aros de hierro con una varilla bastante parecida a una lezna de zapatero; el que ensartaba más al cabo de unas vueltas ganaba el reconocimiento general y un pirulí. Sin embargo, esa mañana no había casi nadie; la grisura inglesa debía de haber viajado en el mismo barco que Morosini, pues de pronto el cielo se encapotó, se levantó viento y empezó a llover. En vista de lo cual, echó a correr en dirección al restaurante, adonde llegó con antelación.
La sala estaba todavía vacía, pero un deferente maître condujo al recién llegado a la mesa reservada por el señor Vauxbrun y le informó de que «el señor Albert» estaría encantado de ir a saludarlo un poco más tarde. Morosini no era un desconocido en aquella casa, a la que había ido en varias ocasiones durante sus estancias en París. En cuanto al «señor Albert», que sería un día el célebre maître de Maxim's, era un suizo de Thun que había pasado por diferentes hoteles y restaurantes de lujo antes de abrir su propio establecimiento y de convertirse en el mejor anfitrión de París.
Acababa de hacer su aparición y se disponía a acercarse a la mesa donde Morosini leía un periódico para matar el tiempo cuando la puerta giratoria se abrió, dejando paso a una joven alta y delgada, muy elegante, que vestía un conjunto de terciopelo verde oscuro con aplicaciones de piel de zorro tan roja, aunque menos dorada, que la masa brillante de sus cabellos, sobre los que llevaba un sombrerito también de terciopelo.
—¡Albert, espero que no me niegue su hospitalidad! —exclamó la recién llegada—. Es horriblemente vulgar llegar con antelación, pero se ha puesto a llover cuando he salido de Guerlain y he pensado que aquí es donde mejor estaría para esperar a mi primo Gaspard.
—Señorita Lisa, ¿es usted? —dijo Albert Blazer, precipitándose hacia la joven para liberarla de los paquetes atados con cintas que llevaba en las manos—. ¡Qué placer tan insospechado! Se hace usted muy cara de ver. Han pasado por lo menos..., sí, por lo menos dos años desde la última vez que vino. ¿Me permite preguntarle dónde se había metido?
—Bueno, he ido un poco de aquí para allá... Y ahora estoy en París de paso, para hacer unas compras.
—¿Todavía no se ha casado?
—¡Oh, no, líbreme Dios! Espero que me ponga en un rincón tranquilo. Hay siempre tanta gente en su restaurante...
—Por supuesto que sí. Acompáñeme, por favor. La pondré en la rotonda. Es el lugar donde instalo a mis clientes preferidos.
Albert fue directo a una mesa cercana a la que ocupaba Morosini, quien, sin saber muy bien qué actitud adoptar, dudaba entre esconderse detrás del periódico o acercarse a ella. Si Albert no la hubiera llamado Lisa, habría tenido dificultades para reconocer a la ex Mina en aquella bonita mujer que llevaba con tanta gracia una creación a todas luces de alta costura. El rostro era el mismo y a la vez muy diferente. Las pecas continuaban presentes en la naricilla recta, pero ningún cristal demasiado brillante ocultaba la luminosidad de los ojos violeta, bajo las espesas pestañas oscurecidas por un maquillaje tan ligero como el que acentuaba los contornos de la risueña boca. El escote del vestido mostraba un cuello largo y delgado, hasta entonces acortado por unas blusas y unas chaquetas cerradísimas. La verdad es que era increíble. ¿Qué demonios había podido empujar a esa encantadora criatura a disfrazarse de ese modo durante casi dos años?
Aldo decidió levantarse e ir a saludarla. Al reconocerlo, ella palideció y retrocedió instintivamente.
—Póngame en otro sitio, Albert. Más cerca de la entrada.
Ya estaba dando media vuelta cuando Aldo llegó a su altura.
—Por favor, no se vaya. Me marcharé yo, pero concédame unos instantes. Me parece... que es necesario. Que nos lo debemos los dos... ¿Le importa dejarnos solos un momento, Albert? Yo acompañaré a la señorita Kledermann a su mesa —añadió dirigiéndose al suizo, desconcertado por lo imprevisto de lo sucedido.
—Por supuesto, príncipe..., si la señorita Kledermann está de acuerdo, claro.
La joven sólo vaciló dos o tres segundos.
—¿Por qué no? Acabemos con esto, ya que todavía no ha llegado nadie. Pero no hay ninguna razón para que se prive de comer aquí. Bastará con que Albert nos aleje.
Se sentó abriendo más ampliamente el cuello de piel del abrigo y de su piel se desprendió un perfume fresco y ligero, un verdadero perfume de muchacha que el sensible olfato de Aldo identificó. Era Después del Aguacero, o sea, el más indicado para la ocasión. Durante un momento, Morosini se quedó contemplando a su compañera en silencio.
—Bueno —se impacientó ella—, ¿qué tiene que decirme?
—En este momento, no gran cosa. La miro e intento comprender.
—¿Comprender qué?
—Cómo ha podido tener valor para enterrarse viva bajo los increíbles atuendos que nos obligaba a soportar.
—Era imprescindible para lograr el objetivo que me había propuesto; es decir, conocerlo desde dentro y, sobre todo, introducirme en el magnífico palacio Morosini, uno de los más hermosos de Venecia y el que más me atraía. Quería entrar, vivir allí... y también ver de cerca a un hombre que, estando arruinado, había preferido trabajar a pactar un matrimonio ventajoso. Una rara avis.
—Eso lo entiendo, pero ¿por qué el disfraz? ¿Por qué no preparó un encuentro con un nombre falso? Lo tenía todo para seducirme —añadió con mucha dulzura. Una dulzura que ella rechazó.
—¿Para conseguir qué? ¿Convertirme en una de sus amantes?
—¿Me ha conocido muchas?
—No, pero he tenido conocimiento de una o dos aventuras: una aquí y la otra en Milán. No han durado mucho y ninguna ha ido a vivir al palacio. Y eso es justo lo que yo quería: integrarme en sus paredes antiguas, impregnarme de su atmósfera cargada de historia, permanecer a la escucha de lo que cuentan. Eso sólo era posible convirtiéndome en lo que elegí ser: una secretaria cualquiera, insignificante pero inteligente y capaz. El tipo de personaje del que cuesta trabajo separarse. Y me he visto recompensada por los pequeños inconvenientes que he tenido que sufrir. Para empezar, estaba Celina, cálida, generosa, a la vez volcán y cuerno de la abundancia. Irresistible. Y luego el majestuoso Zaccaria, y Zian, el gondolero, y las camareras gemelas... Su prima también, con su pasión por la música y los objetos bellos... En el fondo tengo que darle las gracias. En su casa he sido feliz.
—Entonces, vuelva. ¿Por qué hay que destruirlo todo? Reincorpórese a su puesto. Usted será diferente, claro, pero...
Morosini acababa de aprisionar con un gesto vivo la mano de su compañera, pero ella la retiró inmediatamente y lo interrumpió:
—No. Ya no es posible. La gente se burlaría y yo no podría soportarlo. De todas formas, seguramente no me habría quedado mucho tiempo más.
—¿Por qué? ¿Estaba harta de ese disfraz?
—No, pero trabajar con un soltero es una cosa que cambia cuando éste se convierte en un hombre casado.
—¿De dónde ha sacado que iba a casarme?
—¿Acaso no estaba pensando en ello la primavera pasada, cuando fui a casa de la señora de Sommières? Estaba muy enamorado de esa condesa polaca.
—¿Y no asistí a su boda?
—Sí, pero con una segunda intención. Además, ahora no queda gran cosa de esa unión.
—No queda absolutamente nada. Lady Ferrals está en la cárcel, expuesta a ser...
—Ejecutada por asesinato. Lo sé. Desde que se fue, he seguido la prensa inglesa. Debe de sentirse muy desdichado. Eso explica por qué intenta convencerme de que vuelva: mi marcha le ha obligado a irse de Inglaterra, cuando usted no tenía ningunas ganas de hacerlo, reconózcalo.
—Es verdad, no lo niego. Aparte de la situación de lady Ferrals, me retenían otros intereses.
Lisa le dirigió por primera vez una sonrisa, pero cargada de ironía.
—¿El famoso diamante del Temerario, que robaron delante de sus narices y desgraciadamente al precio de una vida humana? No me diga que espera que aparezca.
—¿Por qué no? Los de Scotland Yard no han perdido la esperanza. Incluso tienen una buena pista, así que no es tan descabellado. De todas formas, mi amigo Vidal-Pellicorne sigue allí y me mantendrá informado.
—Entonces, todos contentos... Creo que ha llegado el momento de despedirnos. Supongo que espera al señor Vauxbrun, ¿no?
—Así es. ¿Y usted?
—A mi primo Gaspard Grindel. Dirige la sucursal francesa del banco Kledermann y es un buen amigo.
Lisa se volvió, dando a entender que la conversación había terminado. Sin embargo, Morosini experimentaba una curiosa dificultad para alejarse. No resulta fácil borrar dos años de vida en común y de fiel colaboración. Quiso ganar unos minutos más.
—¿Es una indiscreción preguntarle cuáles son sus planes?
—No tengo ni idea.
—¿Podrá... olvidar Venecia?
Ella respondió con una risa ligera, chispeante de alegría y terriblemente burlona.
—¿Es una manera indirecta de preguntarme si podré olvidarle a usted?... ¡Yo creo que sí! En el caso de Venecia será más difícil, claro. De momento, iré a pensar en ello en Viena, a casa de mi abuela. ¡Ah!, ahí está Gaspard.
La puerta giratoria acababa de dejar paso a una especie de dios nórdico, rubio y gris, exhibiendo una sonrisa radiante que a Aldo le pareció antipática. Al ver a su prima conversando con un desconocido, se detuvo frunciendo el entrecejo, pero Lisa hizo un ademán indicándole que se acercara. La joven presentó a los dos hombres, anunciando a Morosini como un amigo al que había conocido en Venecia durante su última estancia, tras lo cual tendió la mano a este último, que se inclinó y no tuvo más remedio que volver a su mesa.
En ese momento, Gilíes Vauxbrun (Napoleón en la madurez vestido en Savile Row) se dirigía hacia él después de haber estrechado la mano a Albert Blazer. Pero, mientras se acercaba, su mirada no se apartaba de Lisa, cuya mesa se hallaba separada de la de Aldo por unas plantas con flores.
—¿Hay una parisina a la que todavía no conozco? —susurró con expresión golosa—. Es encantadora, deberías presentármela.
—Para empezar, es suiza, y para acabar, la conoces.
—¿Yo? La recordaría.
—Quiero decir que la conociste —masculló Morosini— cuando se llamaba Mina van Zelden y era mi secretaria.
—¿Cómo?
—Has oído bien. Esa que ves ahí vestida por Madeleine Vionnet o Jean Patou y que está besando a ese armario rubio es Mina. Debo decirte que su verdadero nombre es Lisa Kledermann, que es hija...
—¿Del banquero coleccionista?
—¡Premio! Ahora, si quieres que te cuente la historia, apresúrate a ofrecerme algo de beber. Lo necesito urgentemente.
Mientras Aldo relataba a su amigo los sucesos de las últimas cuarenta y ocho horas, la sala iba llenándose de gente: políticos que saludaban al presidente del Consejo, Raymond Poincaré, que acababa que sentarse a una mesa con dos secretarios de Estado, algunos acompañados de mujeres destacadas, en especial la cantante Marthe Chenal y la poetisa Anna de Noailles, que iba con una corte de admiradores, el escritor Henry Bordeaux, el poeta Paul Géraldy... Otros más anónimos, pero con esa alegría en el semblante de quien se dispone a comer bien. El murmullo de las conversaciones no tardó en aislar a Gilíes y Aldo, impidiendo a este último oír lo que Mina y su primo se decían.
Éstos no se entretuvieron. Se marcharon los primeros, saludados por Albert y seguidos con la mirada por Aldo, que no pudo evitar que se le encogiera un poco el corazón cuando los cristales giratorios de la puerta engulleron a la bonita muchacha vestida de terciopelo verde a la que quizá no volvería a ver jamás. Tras dejar el cubierto en el plato, todavía medio lleno, encendió un cigarrillo, absorto en la contemplación de aquella puerta por la que ya no pasaba nadie. Vauxbrun también dejó de trocear su perdiz con coles.
—¿Sigues enamorado de tu polaca? —preguntó.
—Creo... que sí —dijo distraídamente.
El anticuario hizo una seña al camarero para que llenase las copas.
—Después de todo, es cosa tuya —dijo, antes de introducir otro tema de conversación.
Pero cuando, llegada la noche y un poco antes de las ocho y media, Aldo montó, en el andén 7, en el Orient-Express que iba a llevarlo a Venecia, aún no había conseguido apartar de su mente a la que nunca más volvería a ser Mina. Tenía la desagradable impresión de que acababan de robarle algo.
SEGUNDA PARTE
La sangre de la Rosa
Otoño de 1922
8. Una petición de socorro
El suave aroma del café de Celina llenaba el salón de las Lacas, donde Aldo acababa de comer en compañía de su prima Adriana. La comida había sido, como siempre, un éxito. Feliz de volver a ver a un señor al que seguía llamando su «niño», la cocinera de los Morosini daba libre curso a su talento y su inspiración, y tanto sus platos como su café habían alcanzado el grado de sublime. Sin embargo, Morosini no llegaba a experimentar la euforia que habitualmente le producía la buena mesa. Mientras removía en una minúscula taza de porcelana francesa el untuoso brebaje, mantenía clavada en su prima una mirada cargada de furia que la hacía pasar del gris azulado al verde: por primera vez, Adriana se negaba a ayudarlo.
El día anterior había ido al hospital San Zanipolo con la esperanza de traerse a Guy Buteau, operado hacía diez días, pero el cirujano había manifestado su deseo de que el paciente se quedara cuarenta y ocho horas más para efectuar ciertas comprobaciones; después, todo iría bien si el antiguo preceptor era razonable y respetaba una convalecencia de tres semanas como mínimo antes de reanudar sus actividades normales.
Aquello suponía una contrariedad para Morosini, pues tendría que cerrar la tienda para acudir a dos importantes ventas anunciadas en Milán y en Florencia respectivamente con unos días de intervalo. No obstante, se había guardado de manifestar su preocupación a su amigo Guy, ya suficientemente apenado. La marcha de Mina le había afectado mucho, y como sabía por experiencia el minucioso trabajo que exigía una de las tiendas de antigüedades más famosas de Europa, se había mostrado inquieto.
—¿Cómo se las va a arreglar, Aldo? Están las dos subastas a las que tenía que asistir, y el señor Montaldo llega de Cartagena para recoger el aderezo mongol que compramos hace tres meses...
—No se atormente. Le pediré ayuda a mi prima Adriana. No será la primera vez que se queda a cargo de la tienda, y además se entenderá muy bien con el señor Montaldo. Lo seducirá y quizás hasta consiga venderle otras piezas.
Ese optimismo no duró mucho; justo el tiempo de sentarse a la mesa con Adriana. Nada más empezar a hablar, ésta lo interrumpió.
—Lo siento, Aldo, pero me voy a Roma pasado mañana.
—¿A Roma? No me dirás que vas a unirte a la tropa de aduladores de Mussolini...
En los últimos días de octubre de 1922, Italia vivía una profunda transformación que el estado de anarquía reinante en el país desde la guerra, un estado ante el que el rey Víctor Manuel III se mostraba impotente, había hecho necesaria. Unos ex combatientes reducidos a la miseria y al paro, una pequeña burguesía arruinada por la caída de la moneda y una creciente agitación obrera hacían alzarse en el horizonte el espectro del bolchevismo. Entonces había aparecido un hombre, un maestro hijo de campesinos romañeses que se había hecho periodista, un ex combatiente en el que había arraigado la idea de que una nación armada y movilizada representaría el mejor ejemplo para una comunidad democrática. Así, el 23 de marzo de 1919 Benito Mussolini había fundado en Milán los primeros «fascios» de combate, compuestos de antiguos soldados con aspiraciones más bien antinómicas en las que trataban de concurrir el nacionalismo puro y duro y un vago socialismo republicano. El uniforme de estos «fascistas» era una camisa y un gorro negros, su arma preferida la violencia, y sin embargo, ante ellos las multitudes se alzaban en masa, ávidas de un orden olvidado hacía tiempo y animadas por un ardiente deseo de ver a la debilitada Italia levantarse de nuevo para recuperar el esplendor perdido y el poder de la Roma antigua.
En el congreso de Nápoles, el que se hacía llamar el Duce se sintió suficientemente fuerte para exigir la disolución de la Cámara y su propia participación en el poder. A continuación, organizó la marcha sobre Roma (27-29 de octubre de 1922). Tal vez el rey habría podido detener el avance de aquellos locos demasiado populares, pero hubiera sido necesario hacer intervenir al ejército, proclamar el estado de sitio, y Víctor Manuel no quiso. El 30 de octubre, pidió a Mussolini que formara el nuevo gobierno y el romanes cambió la camisa negra por el chaqué, el pantalón de rayas y el sombrero de copa.
Naturalmente, los intelectuales, de izquierdas y no tan de izquierdas, los librepensadores, la Iglesia y las clases elevadas de la sociedad no veían sin cierta inquietud que el poder hubiera caído en manos de gente de la que no resultaba difícil imaginar que planeaba instaurar una dictadura tan rígida quizá como la de los soviets. Sin embargo, eran bastantes los que, por patriotismo y por añoranza de la grandeza pasada, concedían el beneficio de la duda a ese Mussolini que se creía una encarnación de una leyenda cesariana. Con todo, Mussolini respetaba el juego de la legalidad. Se pudo ver a sus milicias desfilar hasta el Quirinal para rendir homenaje al rey, depositar una corona en el monumento al soldado desconocido y por último asistir en la iglesia de Santa María degli Angeli, con el nuevo gobierno, a una misa de réquiem presidida por los reyes. Sí, todo eso era bello, noble, pomposo, grandilocuente incluso, y al príncipe Morosini no le gustaba la grandilocuencia. Tan poco como el aspecto brutal, vulgar y arrogante del nuevo dirigente. Ya se hablaba de disturbios sofocados de forma sangrienta, de estudiantes encarcelados, maltratados, de intervenciones de una policía paralela que, demasiado segura de un poder que deseaba que fuera total, elaboraba listas y hacía fichas para vigilar mejor a los que parecieran respirar a otro ritmo.
Además, a Aldo le parecía oír aún, en el fondo de su memoria, la voz grave de Simon Aronov en los sótanos de Varsovia: «Sepa que una orden negra va a precipitarse muy pronto sobre Europa, una anticaballería, la negación irracional de los valores humanos más nobles. Será, ya lo es, enemiga jurada de mi pueblo, que tendrá que temer cualquier cosa de ella, a no ser que Israel pueda renacer a tiempo para evitarlo...» ¿Cómo era posible no ver una similitud, una extraña premonición por parte del custodio del pectoral? Así pues, sin siquiera conocerlo, detestaba a Mussolini porque instintivamente desconfiaba de él.
El sarcasmo contenido en su última frase hizo abrir los ojos con asombro a la condesa Orseolo.
—No me dirás tú, Aldo, que ya le eres hostil cuando lo que está haciendo es poner orden en el país. Que no tengáis ninguna afinidad, no lo pongo en duda, pero lo que hay que mirar es el objetivo perseguido. Ese hombre sólo desea la grandeza de Italia. Es un patriota, como tú. Ha combatido, como tú.
—Yo combatí contra el aburrimiento en el nido de águilas austríaco donde estaba prisionero. Mira, reconozco que Italia está disgregándose, derrumbándose bajo el peso de la corrupción y de las ansias comunistas, que ya era hora de que un hombre se decidiese a intentar poner un poco de orden en este caos. Pero no tengo la impresión de que éste sea el apropiado. Lo que sé acerca de sus métodos no me inspira confianza.
—Llegarás a confiar en él, créeme. Tengo amigos que lo conocen y aseguran que es un genio. De todas formas, no voy a Roma para verlo o para intentar conocerlo. Voy por Spiridion.
—¿Tu lacayo?
—Yo lo llamaría más bien mi mayordomo. Posee, no sé si te lo había dicho, una voz admirable, pero necesita trabajarla, amplificarla, perfeccionarla. Tiene un gran futuro ante sí y quiero ayudarlo a triunfar. Le he conseguido una audición con el maestro Scarpini y, naturalmente, voy a llevarlo. Si Scarpini muestra interés por él, Spiridion puede confiar en que llegará a cantar en los mejores escenarios líricos y yo tendré la satisfacción de haber descubierto a una nueva estrella.
El entusiasmo un poco delirante que manifestaba desagradó a Morosini, que no pudo renunciar al malévolo placer de arrojar un jarro de agua fría sobre esa hoguera demasiado ardiente para su gusto:
—¿Y quién va a pagar las clases? No creo que Scarpini las regale.
—Claro que no. Me encargaré yo de eso.
—¿Puedes permitírtelo?
—No te preocupes. Gracias a ti y a... ciertas inversiones prudentes, ya no tengo problemas de dinero. Puedo preparar el porvenir de Spiridion sin pasar apuros económicos. Además, él me resarcirá con creces.
—Siempre y cuando las cosas salgan bien. Las voces excepcionales escasean, incluso aquí. Te expones a que tu presupuesto mengüe considerablemente, y quizá por eso harías bien en reconsiderar mi propuesta. Tu viaje a Roma no me parece que sea un obstáculo infranqueable: llevas a tu griego, lo presentas; si se interesan por él, lo dejas, si fracasa, vuelves con él en espera de otra oportunidad y santas pascuas. Te pagaré, ¿sabes?
Adriana se arregló el velo que envolvía su minúsculo sombrero, se estiró los guantes, cruzó y descruzó las piernas, que seguían siendo muy bonitas, y finalmente sonrió con cierta incomodidad.
—Te conozco demasiado para ponerlo en duda y me gustaría poder ayudarte, pero por el momento es imposible. No puedo dejar a Spiridion solo en Roma. No conoce a nadie, estaría perdido...
—No es un niño, y no tiene aspecto de perderse fácilmente —protestó Morosini, recordando las facciones puras, el aire arrogante y la figura musculosa del griego—. ¿No crees que exageras un poco?
—No. Además de que no lo conoces, siempre has tenido prejuicios contra él. En realidad, cuando me alejo de él sólo hace tonterías, como si fuera un niño. Y como estoy segura del juicio de Scarpini, calculo que me quedaré uno o dos meses.
Morosini montó en cólera.
—¡No me dirás que vas a vivir con él! Y si es ésa tu intención es que has perdido la cabeza —le espetó con brutalidad—. Eres mi prima, llevamos la misma sangre, ¿y vas a amancebarte con un criado? ¡No creas ni por un momento que voy a permitírtelo!
Si pensaba herirla, se equivocaba. Ella se limitó a echarse a reír, aunque, a decir verdad, de un modo un tanto forzado.
—No seas tonto, Aldo. No viviré con él, aunque no sé qué tendría de raro; hace años que vive bajo mi techo sin que a nadie le parezca mal. ¿Adónde iríamos a parar si tuviésemos que alojar a los sirvientes a dos o tres kilómetros de nuestra casa? Pero admito que, si deja de pertenecer a mi casa, es preciso marcar ciertas distancias. Si Scarpini no puede alojarlo, le buscaré una pensión; en cuanto a mí, cuento con la hospitalidad de mis primos Torlonia. Son unos apasionados de la música, sobre todo del bel canto, y...
Continuó hablando, un poco en el tono de quien recita una lección, ensartando palabras, frases, razones que Aldo apenas escuchaba, sensible únicamente a la especie de júbilo que ese flujo verbal delataba: a todas luces, la sensata condesa Orseolo estaba exultante pensando en los días felices que iba a pasar en Roma con ese muchacho, apuesto y jovencísimo, al que Morosini habría jurado que la unía un sentimiento distinto del amor a la música.
Un tanto irritado, puso fin a la conversación con la excusa de que tenía una cita con su notario. Se levantó, acompañó a su prima hasta la góndola que la esperaba y la besó deseándole un buen viaje.
—Da señales de vida de vez en cuando —dijo.
Entró en casa mucho más descontento de lo que quería confesarse a sí mismo. «¿De qué mujer fiarse, Dios mío, si el parangón de las viudas de Venecia, la ejemplar Adriana, con su belleza un poco severa de madona contemplativa, se ponía al borde de la cincuentena a andar de picos pardos como una criatura cualquiera?»Como quería mucho a su prima, se reprochó ese juicio temerario, y al encontrarse en el vestíbulo con la persona olímpica y, sobre todo, la mirada interrogadora de su fiel Zaccaria, se encogió de hombros, esbozó una sonrisa y declaró, suspirando:
—En fin, tendré que ingeniármelas para encontrar un ayudante para el señor Buteau cuando pueda reincorporarse al trabajo. La condesa se marcha a Roma y estará más de un mes allí.
No tuvo tiempo de decir nada más, y el mayordomo tampoco, pues una voz furiosa se alzó en la vasta sala:
—¡Jamás hubiera creído que viviría lo bastante para ver con mis propios ojos un escándalo como ése! ¡Doña Adriana tiene que haberse vuelto loca! Madonna Santissima! ¿Quién habría imaginado semejante conducta por parte de tan gran dama?
Cual una fragata arribando a puerto con empavesada de gala, Celina, apenas contenidos los oropeles multicolores que le gustaba vestir por el delantal blanco almidonado y estirado sobre su vasta persona, las cintas de la cofia revoloteando movidas por el viento de su cólera, acababa de salir del cortile que llevaba directamente a la cocina. Zaccaria, su esposo, intentó atraparla al vuelo, pero ella lo rechazó enérgicamente y se plantó delante de Aldo clamando:
—Y tú, príncipe Morosini, tú, su primo, ¿vas a dejarla hacer eso?
Era inútil preguntar qué entendía por «eso». Celina, reconocida como la mejor cocinera de Venecia, era una potencia dotada de un servicio de información que le permitía saber todo lo que pasaba en la ciudad sin moverse del palacio Morosini.
—Deberías calmarte, Celina —dijo Aldo, esforzándose en mostrarse despreocupado—. Y sobre todo no prestar tantos oídos a tus chismosas favoritas. Lo interpretan todo al revés y creo que eso es lo que han hecho en este caso. Doña Adriana va a pasar unos días en Roma para confiar a su lacayo a un famoso maestro de canto.
—¿Su lacayo? —repuso en tono irónico la voluminosa napolitana—. ¡Querrás decir su amante!
—¡Celina! —dijo Morosini con severidad—. Sabía que eras charlatana, pero no que tuvieras la lengua afilada. ¿De dónde has sacado eso?
—No he tenido necesidad de sacarlo de ningún sitio. Toda Venecia lo comenta. Si te digo que se acuesta con Spiridion es porque la pobre Ginevra ha venido esta mañana a llorar en mi hombro. Como sabía que doña Adriana comía hoy aquí, confiaba en que al menos tú conseguirías impedir que hiciese esa... esa... indecencia. Pero lo único que a ti se te ha ocurrido decirle es «buen viaje», sin intentar siquiera por un instante retenerla.
—Yo no puedo retenerla. Es viuda, libre, mayor...
—Eso sí, y desde hace bastante. Te aseguro que tu pobre madre, nuestra santa princesa Isabelle, habría sabido decir lo que corresponde, y lo que corresponde es esto: una mujer de cincuenta años y un petimetre de treinta casan mal..., por muy bien que se entiendan en la cama.
—¡Pero bueno! —replicó Morosini, enfadado—. ¡No puedes creer una cosa así! No te ciegues: Ginevra es vieja, está celosa de la influencia que ha adquirido ese muchacho, al fin y al cabo antipático, pero de ahí a afirmar que es su amante hay un buen trecho. ¡No habrá hecho de carabina, digo yo!
—Ella no ha hecho nada, pero ha visto —le declaró Celina en un tono dramático, acompañado de un gesto acusador hecho con el brazo—. Ha visto a la que ella llamaba su pequeña madona entre los brazos del amalecita, como ella dice. Fue una noche en que el reuma le impedía dormir, ¡pobre anciana! Bajó a la cocina para calentarse un vaso de leche. Era muy tarde y Ginevra pensaba que todo el mundo dormía. Pero, al pasar por delante de la puerta de doña Adriana, seguramente mal cerrada, vio un poco de luz y, sobre todo, oyó ruidos... extraños. Suspiros, gemidos... Un poco preocupada por si la condesa estaba enferma, empujó la puerta...
—Y echó un vistazo, ¿no? —dijo Aldo con ánimo burlón—. Y por pura curiosidad, porque no creo ni por un instante que estuviera preocupada. Si los ruidos que oía eran los que imagino, no tienen nada que ver con el dolor, y tú lo sabes perfectamente.
—¡Pues claro que lo sé! Sea como sea, no tuvo necesidad de mirar dos veces para comprender lo que hacían. Y fue un golpe tan fuerte que salió corriendo.
—¿A pesar del reuma? Debió de ser una especie de curación milagrosa —ironizó Morosini reprimiendo con dificultad su cólera, pues no ponía en duda ni por un momento el informe de la vieja Ginevra, una de esas fieles sirvientas a la antigua usanza que se entregan en cuerpo y alma a los que sirven y que conocía a Adriana desde la cuna.
—¡No está bien reírse de eso! —protestó Celina—. La pobre no se atrevió a subir a su habitación. Se quedó en la cocina hasta la hora de la primera misa en Santa María Formosa, adonde fue a derramar todas las lágrimas de su cuerpo. Y ahora la abandonan en esa gran barraca, donde a buen seguro se morirá de miedo pensando que su querida señora esta condenándose en Roma.
—¿No se queda nadie más? La pobre Ginevra ya no debe de poder hacer gran cosa en la casa.
—Iba una mujer todas las mañanas para hacer las tareas domésticas, pero doña Adriana la ha despedido. Lo han tapado todo con sábanas y han cerrado las salas de recibir, Ginevra tendrá bastante con la cocina y su dormitorio...
Aldo ya no escuchaba. Dio media vuelta para dirigirse a su gabinete de trabajo, descolgó el teléfono y pidió el número de su prima esperando que no se pusiera el amalecita. Por suerte, fue Adriana quien respondió. Un poco jadeante, seguramente por haber subido de cuatro en cuatro los peldaños de su magnífica escalera gótica.
—Dime, Adriana, ¿cuándo te vas?
—Creía que te lo había dicho. Pasado mañana.
—¿Y dejas tu palacio sin otra vigilancia que la de esa desdichada Ginevra, que apenas se sostiene sobre las piernas? Es muy vieja para una tarea tan ruda; todavía hay muchas cosas bonitas en tu casa.
Se produjo un silencio, inmediatamente animado por la respiración un poco agitada de la condesa.
—No dispongo de medios para tomar personal suplementario. Así que vamos a limitarnos a cerrarlo todo lo mejor posible y encomendarnos a la gracia de Dios.
—No parece una medida muy efectiva. Harías mejor en decirme la verdad, o sea, que Spiridion te cuesta una fortuna. Y a mí no me hace gracia eso...
—Porque no lo conoces. Tiene un corazón de oro y te aseguro que me lo devolverá todo...
—Con creces, ya me lo has dicho. Y si no te devuelve nada, te encontrarás arruinada, así que intenta al menos proteger lo que te queda. Los ladrones existen, incluso en Venecia.
Adriana, en el otro extremo del hilo, empezaba a ponerse nerviosa.
—Pero bueno, ¿qué quieres que haga? Me marcho dentro de unas horas y no tengo tiempo de tomar otras disposiciones. Le diré a Ginevra que intente hacer venir a uno de sus sobrinos de Mestre, pero si no se le paga...
—No pagarás nada. Dile a Ginevra que enviaré a Zian a dormir a tu casa mientras tú estés fuera. Zaccaria intentará encontrar una compañera para la pobre anciana. En cuanto al dinero, no te preocupes. Me lo devolverás cuando Spiridion el Magnífico haya hecho correr sobre ti un río de oro. Y no me des las gracias si no quieres .oír cosas desagradables.
Celina lo había seguido y escuchaba desde el umbral de la habitación. El le dirigió una mirada sombría.
—¿Estás satisfecha?
—Sí. Así está mucho mejor y dejaré de preocuparme por Ginevra. Pero ¿has dicho la verdad?
—¿Sobre qué?
—¿Tienes realmente intención de ir a buscarla si se queda demasiado tiempo allí?
—Por supuesto. No me apetece que el honor de la familia sirva para desempolvar las tablas sobre las que se supone que el griego va a triunfar, ni, sobre todo, que esa loca se arruine por él.
—Ya lo está en gran parte. Mañana, cuando Zian vaya a instalarse, ve a echar un vistazo a Cà Orseolo. Según Ginevra, tendrás sorpresas.
—No tengo la costumbre de ir a husmear a casa de la gente en su ausencia... ¡Ah, no! ¡Basta de protestas! Ahora me voy al despacho del señor Massaria a ver si él puede conseguirme una buena secretaria.
—¿Por qué no un secretario? Los hombres trabajan en general mejor que las mujeres y no intentan seducir a su jefe.
—Mina nunca ha intentado seducirme.
—No, y ha hecho mal, porque era una persona como Dios manda. Deberías haberte casado con ella.
Por toda respuesta, Morosini se limitó a encogerse de hombros, prefiriendo guardar sus pensamientos para sí. ¿Casarse con Mina, con sus trajes sastre en forma de cucurucho de patatas fritas, su aspecto a medio camino entre cuáquera y maestra, sus cabellos tan estirados que parecían pintados sobre el cráneo y sus enormes gafas? ¡Ridículo! Es verdad que, si hubiera sido diferente, no la habría contratado, y habría sido una lástima. Había sido una colaboradora inigualable. La echaría mucho de menos.
Casi inmediatamente, la imagen fachosa de la falsa holandesa desapareció empujada por otra: una deslumbrante muchacha vestida de terciopelo verde, cuyos ojos parecían grandes violetas surgiendo de un joven y tierno musgo. A ésa sí que quizás hubiera pensado en hacerla su mujer. El problema es que no quería saber nada de él. El juicio severo que había pronunciado en Londres no dejaba duda alguna a ese respecto: para ella era un mujeriego incorregible y nada la haría cambiar de opinión. Suponiendo que él quisiera...
—Lo cual no es el caso —dijo en voz alta mientras se ponía un impermeable y una gorra. Ya era hora de zanjar ese asunto y pasar a otra cosa.
Tras estas tajantes palabras, salió al viento y la lluvia que desde hacía días azotaban Venecia, anegando sus tejados rosa y sus campanarios con una obstinación digna de un otoño londinense. Descartando utilizar el motoscaffo o la góndola, cubiertos con lonas, fue por las calles hasta el Rialto, junto al cual se encontraba el despacho de su notario, el señor Massaria. El mismo que, el día de su regreso de la guerra, había ido a proponerle, para salvarlo de la ruina, que contrajera matrimonio con una desconocida, una joven suiza, hija de un banquero coleccionista, a la que se le había metido en la cabeza integrarse en Venecia como una piedra en un muro por la sencilla razón de que le gustaba Venecia.
Envuelto en su orgullo, aferrado a su honor, que rechazaba un matrimonio por dinero, Morosini se había negado en redondo. Y seguía sin lamentarlo, ya que esa postura había incitado a Lisa a convertirse en Mina para ver de cerca cómo era un personaje tan curioso. Tal como la conocía ahora, sin duda lo habría despreciado si hubiese aceptado. ¿Qué pareja habrían formado?
Eso fue lo que, al cabo de un momento, le contó a su viejo amigo, que lo escuchaba tranquilamente con los codos apoyados en su viejo sillón de piel negra y las manos unidas por la yema de los dedos, el semblante grave pero con un brillo de diversión en el fondo de los ojos y un ligero temblor de barbilla que muy bien podían ocultar el deseo de reír.
—Así que he venido por dos cosas —concluyó con un suspiro—. La primera es preguntarle si estaba usted al corriente del montaje de la señorita Kledermann.
La gravedad desapareció mientras el notario replicaba:
—¿Yo? ¿Al corriente? ¡De ninguna manera! Conozco bastante bien, creo, a Moritz Kledermann, y teniendo en cuenta a la vez sus cualidades y sus dificultades de entonces, forjamos aquel plan sin entrar demasiado en detalles.
Él se tomó su rechazo como debía ser tomado, con respeto y comprensión, y ahí acabó todo.
—¿Y a ella no la había visto nunca?
—No tuve ocasión. Si no, ya supondrá que la habría reconocido a pesar de su disfraz. ¿Qué otra cosa quería preguntarme?
—No se trata de una pregunta, sino de un favor que quiero pedirle. Necesito a alguien para reemplazar a... Mina, y he pensado que usted es el más calificado para ayudarme a encontrarlo. Tiene que ser alguien de confianza, por descontado.
—Su profesión hace que no sea tarea fácil. Claro que, una vez el señor Buteau restablecido, podrá encargarse de formar a esta nueva colaboradora.
—No me parecería mal que fuese un hombre. E incluso me pregunto si, después de todo, no sería preferible.
—¿Por qué no? En tal caso, tengo un joven pasante más aficionado a la historia y al arte que al derecho, y quizá podría ser la solución. Lo que ocurre es que ahora se encuentra ausente; ha tenido que ir a Sicilia por un asunto familiar.
—¿Un siciliano? ¡Qué horror! ¿Me ve a mí con un mafioso? —dijo Morosini, riendo.
—No tema. Se trata de la herencia de una tía que vivía en Palermo, pero es un veneciano de pura cepa. Tal vez resulte difícil convencer a su padre, un colega mío que desea que el muchacho lo suceda. Pero, después de todo, quizá sólo sería para una temporada, y su reputación profesional será una garantía para él. ¿Quiere que lo intentemos? Creo que estará de vuelta dentro de unos diez días.
Aldo reprimió una mueca. Diez días eran una eternidad teniendo en cuenta que él tenía que ir a Milán dos días más tarde, pero, puesto que no había alternativa, cerraría la tienda hasta su regreso y santas pascuas.
—Ya veremos cuando vuelva. Perdone por haberle robado parte de su tiempo —añadió, constatando que el teléfono había sonado en el despacho por lo menos tres veces sin que el señor Massaria respondiera.
—¡Faltaría más! Ya sabe lo mucho que me gusta charlar con usted. Me recuerda la época en que nuestra querida princesa Isabelle recurría a mí. Una época realmente feliz —añadió con un suspiro que traducía toda la nostalgia, toda la melancolía de un amor que jamás se había atrevido a decir su nombre.