—Para ella también —aseguró Aldo amablemente—. Sé que apreciaba mucho los ratos que usted pasaba con ella.
Fue mágico. El afable rostro, sobre cuya nariz redondeada cabalgaban unos lentes, se iluminó como si una súbita luz acabara de alumbrarlo desde el interior. El viejo y fiel enamorado de Isabelle Morosini iba a vivir durante semanas, meses quizá, con esa alegría que acababa de darle. Contento de sí mismo, Aldo se despidió, pero, en el momento en que se disponía a salir del despacho, el señor Massaria lo retuvo poniéndole una mano sobre el brazo.
—Perdone mi curiosidad, pero me gustaría saber una cosa. Conocía bastante bien a su secretaria y me pregunto cuál es su verdadero aspecto. ¿Hay... una gran diferencia?
Bajo sus tupidas cejas, los ojos del notario chispeaban de curiosidad amistosa, a la que Aldo respondió con una sonrisa impertinente.
—Una gran diferencia. La suficiente para sentir cierto pesar, si he de ser sincero. Pero ya es demasiado tarde para los dos. Hasta pronto.
A pesar de lo que le había dicho a Celina, al día siguiente Aldo acompañó a Zian cuando éste fue a montar guardia a casa de la condesa Orseolo. Aunque su misión fuera transitoria y sólo tuviera que pasar allí las noches, el gondolero de los Morosini no quería instalarse sin que su señor y la vieja Ginevra hubieran efectuado una especie de inventario.
No fue en balde. El salón de música donde Adriana estaba habitualmente, tan agradable con sus sedas de color hoja seca y sus faldas de terciopelo turquesa sobre las mesas redondas, no había cambiado desde la última visita de Aldo. En cambio, nada más entraron en el saloncito contiguo, Ginevra señaló con un brazo vengador, en el mejor estilo Celina, un gran espejo oval con un marco dorado un poco deslucido, sin duda bonito pero del siglo XIX y bastante vulgar, colgado en el lugar de un soberbio espejo veneciano del siglo XVI. Faltaba asimismo un antiguo fanal de galera, bajo el que el padre de Adriana se instalaba para escribir cuando estaba en esa estancia, que servía a la vez de despacho y de biblioteca.
Al constatar aquello, Aldo notó que estaba poniéndose de mal humor.
—¿Hace mucho que no están esos objetos?
—Dos meses —respondió la anciana sirvienta—. Hacía falta dinero para el viaje a Roma y las clases del miserable. Está arruinándola, excelencia, y cuando lo haya hecho del todo, la tirará como se tira un par de calcetines rotos —añadió, bufando como una gata furiosa.
—Si yo puedo impedirlo, esté segura de que no lo conseguirá. ¿Quién vino a buscar estas cosas, su anticuario milanés, ese tal... Sylvio Brusconi?
—Sí, y se las llevó de noche.
Morosini empezaba a estar preocupado. Adriana tenía que sentirse culpable para actuar de ese modo. Hasta entonces, como sabía que de vez en cuando hacía una incursión en la compraventa de objetos antiguos, la había ayudado, en caso necesario prestándole dinero, pero tratándose de piezas de esa importancia no habría dejado de dirigirse a él. El hecho de que hubiera acudido a Brusconi, gracias al cual había conseguido dinero durante la guerra para sobrevivir, era más que significativo: Spiridion la tenía agarrada, y muy bien agarrada. Debía de estar loca por él. Y a su edad, eso era más que peligroso.
Como Ginevra se había puesto a llorar, sentada en el borde de una silla, posó sobre su hombro una mano firme y tranquilizadora.
—Lamento no haberme enterado antes de esto, pero no esté triste. Esta noche me voy a Milán; mañana veré a Brusconi, y quizá pueda recuperar el espejo y el fanal.
—Oh, no se tome esa molestia, don Aldo. Si se los devuelve, volverá a venderlos al cabo de una semana.
—Entonces no se los devolveré. Por lo menos hasta que haya recobrado el juicio. No desespere, Ginevra. Y trate de llevarse bien con Zian, es un agradable muchacho.
Tres días más tarde, Morosini regresó de Milán bastante satisfecho: no sólo se había llevado algunas importantes piezas de la subasta, sino que había conseguido arrebatarle los despojos de Adriana a su colega Brusconi, un hombre que no le era simpático, aunque no tuvo más remedio que reconocerle cierta honradez: era un pillo que sabía manejar de maravilla a las personas con dificultades económicas, pero no las estafaba. Con un hombre de la fuerza de Morosini, no se le ocurría pasarse de listo, pues éste conocía el valor de las cosas. Además, el veneciano disponía de bazas importantes: su gran prestancia, su encanto personal y su título de príncipe. Brusconi supo conformarse con un beneficio ínfimo, en espera de una posible vuelta de tortilla en un futuro incierto.
Aldo estaba, pues, muy contento, pero todavía lo estuvo más al ver la sorpresa que lo esperaba: su tía abuela, la marquesa de Sommières, había llegado el día anterior acompañada de su inseparable Marie-Angéline du Plan-Crépin, y se podía oír a Celina bramar la gran aria de Norma desde el Gran Canal.
Encontró a la anciana y a su satélite en el salón de las Lacas, donde Zaccaria les servía devotamente champán pese a no ser mucho más de las cinco de la tarde. Pero el vino de los reyes era la única bebida que soportaba la marquesa aparte del café con leche de la mañana y estaba totalmente descartado servirle otra cosa en las comidas o a la hora del té, «esa insoportable infusión de la que los ingleses te vierten cubos enteros a cualquier hora del día».
—¡Por fin estás aquí! —exclamó la marquesa atrayéndolo hacia su vasto regazo, en el que brillaban largos collares de oro, perlas y piedras finas—. ¡Empezábamos a perder la esperanza de volver a verte algún día!
—No invierta los papeles, tía Amélie. Cuando pasé por su casa a mi vuelta de Inglaterra, Cyprien me dijo que «viajaban por Italia» sin precisar dónde...
—Le habría sido imposible, porque hemos hecho mucho camino. Acuérdate de que debías ir en septiembre a Inglaterra. Así que Plan-Crépin y yo fuimos a aburrirnos a base de bien a casa de lady Winchester, pero como tú no estabas en ninguna parte, ni en el Ritz ni fuera de él, nos vinimos a Venecia..., donde nos enteramos de que acababas de partir para Inglaterra. Como, según Mina y el señor Buteau, no ibas a quedarte más de quince días o, como mucho, tres semanas, pasamos veinticuatro horas en el Danieli antes de ir a hacer nuestro pequeño recorrido por la península. Hemos estado en Florencia, en Siena, en Perugia y, por último, en Roma, que hemos tenido la desdicha de ver invadida por una horda de hormigas negras que nos han parecido tremendamente antipáticas. ¡Hasta querían comprobar nuestra identidad con el pretexto de que éramos extranjeras! ¿Se puede concebir algo semejante? Los clientes del hotel Quirinal... y los demás estaban escandalizados, e incluso se preguntaban en qué estaba pensando el rey para encomendarse a ese Mussolini.
—Creo que no tenía elección —dijo Aldo, suspirando—. Italia vivía en un gran desorden desde la guerra y la amenaza bolchevique, pero dudo que este orden le convenga durante mucho tiempo.
—Convendrá a los que se enriquezcan. Y, créeme, habrá bastantes. Volviendo a Marie-Angéline y a mí, en vista del panorama nos apresuramos a tomar el primer tren para Venecia, de donde tú habías vuelto a marcharte.
—Menos mal que esta vez han tenido la buena idea de esperarme. No se imaginan el placer que me produce su presencia. Espero que se queden algún tiempo, aunque noviembre no es el mes más agradable, con las grandes mareas que a menudo nos traen l'acqua alta[12]
Marie-Angéline, a la que aún no se la había oído, dejó escapar un suspiro de entusiasmo.
—Reconozco que me encantaría. Cruzar la Piazza San Marco sobre pequeños puentes de tablas que hacen de aceras debe de ser una experiencia muy divertida.
—Siempre he pensado, Plan-Crépin, que alimenta secretamente un gusto perverso por la aventura —dijo la marquesa—. Por cierto, Aldo, tu amigo Buteau ha vuelto, esta mañana del hospital. No tiene muy buena cara, pero yo creo que dentro de unos días estará totalmente recuperado: Celina está ocupándose de él.
—Voy a subir a cambiarme, pero antes pasaré por su habitación.
Estaba escrito, sin embargo, que Morosini no llegaría tan pronto a sus aposentos. Estaba atravesando el vestíbulo en dirección a la escalera cuando Zian saltó de la góndola que apenas se había ocupado de amarrar. Parecía muy alterado, y las noticias que llevaba justificaban su estado.
—¡Han entrado a robar en el palacio Orseolo! —espetó sin más preámbulos—. Cuando he llegado para pasar allí la noche, he encontrado a Ginevra llorando, rodeada de tres o cuatro mujeres del barrio que se lamentaban. Había también dos policías que intentaban averiguar algo en ese concierto de clamores, pero yo he comprendido enseguida lo que ha pasado: han roto las vitrinas donde estaba la plata en un lado y pequeñas joyas preciosas en el otro. ¡Se lo ruego, excelencia, venga! Esos policías son capaces de detenerme.
—Vamos. ¿Cuándo crees tú que ha pasado?
—De día, desde luego, durante una de las interminables visitas que la vieja Ginevra hace a la iglesia. Va por lo menos tres veces al día.
—¿Y nadie ha visto nada?
—Ya sabe que hay un muro de jardín delante del palacio. En cualquier caso, una cosa es segura: no ha sido forzada ninguna cerradura aparte de la de los muebles. Se diría que los ladrones tenían las llaves.
Zian no exageraba. En casa de Adriana reinaba una atmósfera de fin del mundo, en medio de la cual se movía el comisario Salviati intentando imponer un poco de calma. Éste acogió la llegada de Morosini con un visible alivio, en gran parte porque esa aparición atrajo la atención de las plañideras: Ginevra, transformada en fuente, se arrastró de rodillas para asirle la mano y suplicarle que pusiera fin a las fechorías del amalecita, súplica repetida a coro por sus compañeras.
—Me alegro de verle, príncipe —dijo Salviati—. Quizás usted consiga sacar algo en claro de estas locas. Y explicarme quién es ese amalecita.
—He venido para eso, pero, si quiere un buen consejo, mande a Ginevra y a sus amigas a prepararse un café a la cocina y, de paso, a prepararnos uno para nosotros.
Dicho y hecho. Una vez que se hubieron deshecho de la horda, los dos hombres recorrieron las diferentes habitaciones del palacio ante el cual había ahora dos policías apostados. En unas palabras, Aldo había resumido la situación, identificado al misterioso amalecita, y hablado de la ausencia de su prima y de las razones altruistas que la motivaban. La pasión de la condesa Orseolo por la música era conocida en toda Venecia y permitía arrojar un velo púdico sobre la realidad de sus relaciones con su excesivamente seductor lacayo.
Aldo explicó también que había encargado a Zian que velara por la tranquilidad nocturna de la anciana y de la casa, sin imaginar ni por un instante que el pillaje podría producirse en pleno día.
—¿Quién hubiera podido sospecharlo? Ginevra sale varias veces al día, sobre todo para ir a la iglesia...
—¿A horas fijas?
—Más o menos, sí. Su horario está marcado por los diferentes oficios: misa matinal, vísperas, completas y no sé qué más. Nunca he sido muy ducho en la cuestión —añadió con una sonrisa de disculpa.
—Yo tampoco —dijo el comisario—, pero unos hábitos tan regulares han podido ser observados fácilmente. Supongo que ella llevaba llaves, ¿no?
—Sí. Zian esperaba que volviera de misa y luego se dedicaba a sus propias ocupaciones. Como no trabaja para mí a jornada completa y tiene su propia góndola, ofrece sus servicios a los clientes del Danieli.
—¿Vive en su casa?
—Sí, desde hace años. No está casado y respondo de él como de mí mismo. De lo contrario, no se lo habría propuesto a doña Adriana.
—Estoy seguro de ello. Lo más sorprendente es que hayan entrado sin dificultad: ni han escalado el muro, cosa que habría llamado demasiado la atención de día, ni han forzado ninguna cerradura. Cualquiera diría que esa gente tenía las llaves...
—¿Y nadie ha visto nada?
—Sí. Hacia las cuatro, una vecina que estaba tendiendo en una ventana ha visto un pequeño pontón de carbonero parado delante del palacio. Ya había terminado cuando ha visto a dos hombres volver al pontón llevando al hombro un montón de sacos de madera y de carbón que debían de haber vaciado.
—O más bien llenado. Supongo que a la ida cada uno llevaba dos sacos, uno que contenía madera y otro vacío; habrá que mirar en la cocina. Después se han puesto manos a la obra, y es bastante infantil hacer creer que se llevan sacos de yute vacíos si están amontonados de cualquier manera y no muy bien doblados. Esos dos son los culpables.
—Investigaremos por ese lado, por supuesto. Sin embargo, me extrañaría que encontrásemos algo. Conozco a los que se dedican a ese negocio y son buena gente.
—Pero el mejor empresario del mundo está expuesto a contratar a un elemento dudoso. Sobre todo teniendo en cuenta que esa gente podría ser de Mestre... Por lo demás, si me permite que le dé un consejo, señor comisario, sería conveniente tratar de averiguar algo más sobre el que Ginevra llama el amalecita, ese tal Spiridion Melas, de Corfú, evadido de las prisiones turcas y recogido «en la playa del Lido muerto de hambre». Cito a mis autores, pues es todo lo que sé de él.
—¿Cree que la condesa Orseolo, llevada por su bien conocida caridad y por su amor por la música, podría haber metido en su casa a un lobo de una especie particular?
—¡Exactamente! —dijo Aldo poniendo cara de asombro—. Es una verdadera maravilla que a uno lo entiendan tan bien.
Salviati sacó pecho, contento de ser apreciado en su justo valor por un hombre de la importancia del príncipe Morosini.
—Gracias. Por su parte, príncipe, esté seguro de que mi investigación llegará hasta el fondo de las cosas. ¿Quiere que vayamos al primer piso?
—Encantado. Dudo de que mi prima haya cometido la locura de no llevar consigo las joyas, por supuesto, aunque también cabe la posibilidad de que las haya depositado en una caja de seguridad de un banco, pero arriba hay muchos objetos bonitos y valiosos.
El dormitorio de Adriana, tan femenino y casi virginal con sus cortinas blancas y azules, había recibido la visita de los ladrones. El tocador estaba vacío: no quedaban ni cepillos, ni palmatorias de esmalte, ni paños de encaje antiguos, ni ninguna de esas mil y una fruslerías frágiles y queridísimas que adornan de un modo tan encantador el dormitorio de una gran dama que es, además, una mujer bonita. Los pequeños cajones de marquetería yacían sobre la alfombra y las dos cabezas de ángel de Tiziano que hasta entonces velaban a ambos lados de la cama brillaban por su ausencia: esos dos cuadros, de formato reducido, eran los más fáciles de llevar.
Sin embargo, algo intrigó a Morosini: el mueble más bonito de la habitación era un bargueño florentino del siglo XVI, construido en ébano, marfil, nácar y carey embellecido con oro. Aldo estaba familiarizado con él, pues procedía del palacio Morosini; Adriana lo había recibido como regalo de boda del príncipe Enrico, el padre de Aldo. No se cerraba con llave, sino mediante un secreto que el príncipe-anticuario conocía. Pues bien, ese magnífico objeto estaba intacto: no mostraba huellas de que hubieran intentado abrirlo y menos aún de que lo hubieran golpeado. Como si alguien hubiera dado instrucciones: sobre todo, no tocarlo ni hacer nada que pueda restarle valor. Lo cual resultaba creíble, pues con lo que se habían llevado los malandrines tenían suficiente para conseguir una buena suma de dinero.
Aprovechando que Salviati estaba efectuando, en el otro extremo de la habitación, un minucioso examen del tocador —colocado entre dos ventanas—, y de una cómoda, se puso los guantes y presionó una hoja de marfil: los dos batientes se abrieron, dejando al descubierto una multitud de cajoncitos y una hornacina dorada que servía de marco a una estatuilla de Minerva, de marfil con casco de oro, que Adriana había convertido en su emblema y que arrancó una mueca irónica a su primo. La insensata condesa, dominada por la pasión en la madurez, no debía de haber contemplado esa bella imagen desde hacía mucho y, sobre todo, debía de cerrar las puertas del bargueño cuando recibía a su amante en la cama... ¡Qué embrollo, caramba! ¡Y qué estupidez!... El amor, lo sabía por experiencia, podía hacer cometer tonterías, pero hasta ese punto era excesivo.
Dejando a un lado su habitual discreción, abrió los cajones uno tras otro. Contenían recuerdos: rosario de primera comunión, medallas, sellos de escudo de armas, cartas antiguas, cuyas cintas descoloridas por el tiempo se guardó de desatar. En algunas reconoció su propia letra. Algunos documentos familiares también. Todo sin gran interés.
Iba a cerrar cuando su mirada viva descubrió, prácticamente bajo el pedestal de la estatuilla, una punta de papel un poco amarillento que sobresalía y recordó que la hornacina tenía también un secreto.
Una mirada de reojo hacia donde estaba el comisario le indicó que no disponía de mucho tiempo. Otro policía acababa de llegar, provisto del material necesario para buscar huellas digitales. Aldo, movido por una irresistible curiosidad, retiró a Minerva, empujó la plataforma en la que se apoyaba y que, al estar mal cerrada, dejaba pasar el trocito de papel, introdujo la mano en la abertura, sacó un paquete de cartas y se lo guardó en el bolsillo del impermeable antes de volver a ponerlo todo en su lugar, aunque se abstuvo de cerrar el bargueño, pues Salviati querría abrirlo y ya se acercaba a él.
—Un mueble espléndido —comentó el comisario—. ¿Cómo se las ha ingeniado para abrirlo?
—Es mi oficio —respondió Morosini, sonriendo—. Como anticuario, he estudiado a fondo este tipo de muebles que en épocas pasadas hacían famosos a nuestros ebanistas en toda Europa. Además, resulta que éste procede de mi casa: el regalo de boda de mis padres a la condesa.
Dejó a Salviati examinar atentamente los cajones, incluso llevó su deferencia al extremo de abrir el escondrijo defendido por Minerva con una especie de placer perverso. Tal vez a causa de ese puñado de papeles que, desde dentro del bolsillo, le quemaban los dedos. No se encontró nada importante y el policía respetó escrupulosamente los fajos atados con satén azul.
De vuelta en casa, Morosini dejó para la cena el relato de lo que acababa de ocurrir y se fue a su habitación para tomar el baño que el atento Zaccaria le había preparado. Contrariamente a su costumbre, no se entretuvo mucho. Se puso un grueso albornoz y regresó al dormitorio, donde Zaccaria había dejado sobre la cama la camisa y el esmoquin que su señor, como la mayoría de las noches, y en especial cuando había invitados en el palacio, se pondría. Las demás noches solía ir a sentarse a la gran mesa de la cocina para charlar con Celina. Desde que Guy Buteau estaba en la clínica y Mina se había marchado, los diversos salones en los que, según el estado de ánimo, ponían la mesa, preferentemente en la inmensa sala da pranzo concebida para banquetes, le parecían demasiado vastos. Al igual que en su infancia, Aldo sentía a menudo una súbita necesidad de cariño, y ese cariño nadie sabía dárselo mejor que Celina.
Un vistazo al reloj de pared le indicó que aún disponía de tres cuartos de hora largos antes de bajar a reunirse con sus invitados.
—Puedes irte —le dijo a Zaccaria—. Me vestiré después. Necesito descansar un poco.
—¿Es que no va a ir a ver al señor Buteau? Esperaba su regreso con mucha impaciencia.
—¡Señor!
Con todo el ajetreo, se había olvidado de su amigo.
—Ve a decirle que estoy aseándome y que pasaré por su habitación antes de bajar. ¿Cuánto tiempo más debe hacer reposo?
—El doctor Licci cree que a finales de semana podrá aventurarse por la escalera con su flamante cicatriz sin sentir demasiado dolor.
—Lo ayudaremos y, en caso necesario, lo transportaremos. Debe de aburrirse mortalmente... Corre, ve a decirle que enseguida voy a verlo.
Nada más desaparecer Zaccaria, Aldo fue a buscar el paquete que había guardado al entrar en el cajón de su antiguo escritorio de estudiante, se sentó en un sillón y empezó a leer. Estuvo a punto de dejarlo después de leer unas pocas líneas: eran cartas de amor que databan de los dos últimos años de la guerra. No se creía con derecho a violar de ese modo la intimidad de su prima. No obstante, impelido por algo más fuerte que una banal curiosidad, incluso por una especie de fascinación, continuó.
Se debía al tono de las cartas. Escritas con una letra grande y autoritaria, emanaban sin duda de un amante apasionado, pero también de un superior. A medida que leía, en Aldo iba tomando cuerpo la curiosa impresión de estar asistiendo al afianzamiento de un dominio cada vez mayor. El misterioso R. —no había ninguna otra firma— aludía con la pasión que le inspiraba su amante a cierta causa a la que estaba consagrado.
Las cartas, ninguno de cuyos sobres había sido conservado, indicaban diferentes ciudades de Suiza: Ginebra, Lausana, Interlaken y, sobre todo, Locarno, donde al parecer el amor de Adriana y de R. había surgido. La última, fechada en agosto de 1918, venía de esa ciudad. Era más sibilina todavía, y más autoritaria también: «Ha llegado el momento; la guerra va a acabar y él regresará.
Debes hacer lo que la causa espera de ti todavía más que aquel para quien eres toda la vida. Spiridion te ayudará. Está a tu lado sólo para eso. R.»Con la impresión de que el techo artesonado de la habitación acababa de caerle encima de la cabeza, Aldo permaneció largos minutos inmóvil, sin soltar la carta. Tenía la horrible sensación de que uno de los círculos infernales de Dante acababa de abrirse ante él. Estaba descubriendo en la Adriana a quien quería como a una hermana mayor, hasta el punto de haber acariciado por un momento la idea de un delicioso incesto, una vida oculta, secreta, carnal y que rozaba la perversidad. ¿Qué era esa causa a la que le pedían que se consagrara dejándola esperar una ardiente compensación? ¿Y cuál era esa tarea que había llegado el momento de realizar? ¿Quién era R.? ¿De dónde había salido exactamente el atractivo Spiridion, que no había sido encontrado casualmente en la playa del Lido? El amante secreto lo había enviado y al parecer ahora había ocupado el lugar de aquél en la cama de Adriana. ¿Por qué no cumpliendo órdenes? ¿Por qué R. no podía haberlo utilizado tanto para llevar a la condesa al terreno que él deseaba como para librarse de una amante que quizá se había convertido en un estorbo? Resultaba sorprendente, en efecto, que la última carta estuviera escrita hacía cuatro años.
Las preguntas se agolpaban, todas sin respuesta. O casi. A Morosini no le gustaba la coincidencia entre las clases en Roma de Spiridion, ahora muy sospechoso, y la expansión del «fascio» mussoliniano, al que Adriana no parecía hostil. ¿Cabía dentro de lo posible que la gran «causa» fuera ésa y, en tal caso, en qué consistía el servicio que se esperaba de la condesa Orseolo? Lo primero era tratar de averiguar quién era R., el hombre al que Adriana parecía haber jurado pertenecer en cuerpo y alma.
Con una inicial no se iba muy lejos, pero un personaje tan apegado a Suiza debía de pertenecer a una u otra de esas células revolucionarias que los disturbios en sus respectivos países obligaban a buscar refugio allí.
El tintineo de una campana anunciando la cena arrancó a Morosini de sus amargos pensamientos y le hizo precipitarse hacia la camisa y el traje. Se anudó la corbata de cualquier manera. No se había dado cuenta de que el tiempo pasaba y apenas le quedaba un minuto para estar con Guy Buteau.
Calzándose los zapatos de charol mientras caminaba, lo que constituía un difícil ejercicio, salió a toda prisa de su habitación para ir a la de su antiguo preceptor, pero lo encontró en la puerta, apoyado en un bastón y un poco pálido, aunque, eso sí, de punta en blanco.
—¡Guy! —exclamó—. ¿Se ha vuelto loco? Debería estar en la cama.
—Estoy harto de cama, querido Aldo. Además —añadió con la sonrisa cálida y un poco tímida que recordaba muchísimo al joven educador francés recién salido de su Borgoña natal al que habían encomendado la instrucción de un niño—, algo me decía que me necesitaba.
—Lo que necesito sobre todo es que disfrute de buena salud, i Cómo se las ha arreglado para levantarse y vestirse?
—Zaccaria me ha echado una mano. Y he aprovechado para pedir que pongan mi cubierto en la mesa. La presencia de la marquesa de Sommières, de la señorita Marie-Angéline y la suya propia va a hacer maravillas para que me recupere del todo. Sobre todo si se añade una vieja botella de mis queridos Hospices de Beaune.
—Tendrá la bodega entera si quiere. Estoy loco de contento de tenerlo de nuevo aquí —exclamó Morosini—. Pero cójase de mi brazo.
Así, apoyados el uno en el otro, los dos hombres se reunieron en el salón de las Lacas con los moarés casi episcopales de la señora de Sommières, el crespón de China gris nube de Marie-Angéline y la explosión alegre de un tapón de champán.
Pese a sus preocupaciones, que se guardó mucho de exponer, Aldo disfrutó mucho de esa cena familiar animada por el verbo cáustico de tía Amélie. Sobre todo porque había muchas cosas que comentar. Hablaron, por descontado, del asesinato de Eric Ferrals, de la acusación que pesaba sobre su mujer y quizá todavía más de la sorprendente transformación de Mina van Zelden, austera holandesa, en hija de multimillonario suizo.
—Reconocerás que tengo olfato —dijo la marquesa—. ¿No te dije que, si estuviera en tu lugar, intentaría rascar ese caparazón demasiado severo para ver qué había debajo?
—¡Ojalá hubiera sido más explícita! —repuso Aldo, suspirando—. Me habría evitado muchos tormentos y sobre todo encontrarme en una situación difícil.
—No sé qué hubiera podido añadir. Eras tú el que debía haberse mostrado más perspicaz, una vez que yo te había hecho partícipe de mis impresiones.
—Yo admito la parte de reproches que me corresponde —dijo el señor Buteau—. Confieso que me intrigaba, pues, a fuerza de mirarla, había llegado a la conclusión de que bajo ese increíble atuendo se escondía una chica bonita y no lograba comprender por qué se disfrazaba así. Mientras que muchas feas sueñan con volverse guapas, Mina..., permítanme que siga llamándola así..., hacía todo lo posible por ser gris, insignificante, casi invisible.
—Conmigo lo había conseguido totalmente. Desde el momento que comprendí que, pese a mis consejos, no cambiaría, dejé de verla. En cambio, estaba tremendamente presente y tenía en ella una confianza absoluta. Por no hablar de sus profundísimos conocimientos en materia de arte y de antigüedades. Jamás encontraré a alguien semejante. Sabía datar una joya y no confundía una porcelana de Ruán decorada con pagodas con una auténtica porcelana china.
La señorita Plan-Crépin dejó de revolver por unos instantes con la cuchara su ración de huevos revueltos con trufas blancas y, levantando su larga nariz, esbozó una sonrisita maliciosa.
—Eso es cosa de niños —afirmó con una autoridad inesperada—. Basta conocer las firmas, las formas, los colores y los materiales. Cuando era pequeña, mi querido padre, que era un apasionado de las antigüedades, me llevaba a menudo a las subastas. También me instruyó mucho y me hizo leer numerosas obras. Ahora puedo confesar que, si no hubiera sido inconcebible para una muchacha de nuestro mundo montar una tienda..., y también, por supuesto, si hubiera poseído los fondos necesarios, me habría gustado ser anticuaría.
El ruido de un cubierto al ser apoyado en un plato hizo que las cabezas se volvieran hacia la marquesa, que miraba a su lectora con estupor.
—Me había ocultado eso, Plan-Crépin. ¿Por qué?
—No pensaba que ese detalle pudiera ser de algún interés para nosotras —respondió la solterona, que siempre se dirigía a su prima y jefa en la primera persona del plural—. Se trata simplemente de un pasatiempo, pero visitar un museo me causa un vivo placer.
—¡Más que a mí! Esos vertederos de arte siempre me han parecido aburridos.
—Es una pena que sólo vaya a pasar unos! días aquí, Marie-Angéline —dijo Aldo, sonriendo—. Si no, quizá le pediría ayuda. Claro que usted no es secretaria...
—Es mi secretaria y con eso tiene más que suficiente —masculló la señora de Sommières—. Me horroriza escribir y ella me quita todo el papeleo de en medio. En el convento de Oiseaux hacían un buen trabajo. Hasta le enseñaron inglés e italiano.
—Si a eso añadimos su aptitud para las proezas aéreas, se puede decir que recibió una educación muy completa—dijo Aldo, riendo—. Casi me entran ganas de pedirle que me eche una mano —añadió más seriamente echando la silla hacia atrás para mirar a la señorita—. El señor Massaria tal vez pueda ofrecerme a alguien, pero no antes de tres semanas. ¿Tiene mucha prisa por irse, tía Amélie?
—En absoluto. Ya sabes que me encanta Venecia, esta casa y los que la habitan. Así que mira a ver qué puedes hacer con este fenómeno. Eso permitirá a nuestro amigo Buteau hacer un poco más de reposo.
—¡No demasiado! —protestó éste—. Mientras no me mueva, puedo recibir clientes, y si la señorita Marie-Angéline accede a hacerse cargo, bajo la dirección de Aldo, de las tareas administrativas, conseguiremos un resultado bastante bueno.
—Sobre todo teniendo en cuenta que, aparte de ir a esa venta de Florencia, no tengo intención de ausentarme. Voy a escribir a mi prima para informarla de lo que ha pasado en su casa. Ella verá si quiere regresar o no.
—¿No deberías volver a Londres? —le preguntó tía Amélie.
Con la mirada súbitamente ensombrecida, Aldo pidió a Zaccaria que llenara las copas.
—Tendré que volver, pero creo que no hay prisa. Allí no me necesitan —añadió con una pizca de amargura.
Pero al día siguiente llegó una carta.
Venía de Londres. En el sobre, escrito con letra torpe, sólo ponía: «Príncipe Aldo Morosini. Venecia. Italia.»
En el interior, unas frases firmadas por Anielka: «Le entrego esta nota a Wanda para que te la envíe siguiendo mis instrucciones. ¡Tienes que venir, Aldo! Tienes que venir en mi ayuda porque ahora tengo miedo, mucho miedo. Y quizá sea mi padre quien más me asusta, porque creo que se está volviendo loco. Y yo me siento abandonada, sobre todo por Ladislas, al que no consiguen encontrar. El señor Saint Albans me ha dicho lo que has hecho por mí y que, desgraciadamente, no ha servido de nada. Y que después te has ido. Sólo tú puedes salvarme de esta horrible alternativa: la horca o la venganza de los camaradas de Ladislas. No hace mucho me dijiste que me amabas...»Sin pronunciar una palabra, Aldo le tendió la nota a tía Amélie. Esta se la devolvió con una sonrisa y un encogimiento de hombros.
—Bueno —dijo, suspirando—, creo que Plan-Crépin y yo podemos prepararnos para pasar aquí el invierno, porque no veo la manera de que puedas evitar montar en tu fogoso corcel para ir volando a socorrer a la belleza en peligro. Lo que veo todavía menos es cómo vas a arreglártelas para hacerlo.
—No tengo ni idea, pero quizás ella me lo diga. Su abogado y yo estamos convencidos de que no ha dicho toda la verdad.
—¡Y es tan agradable poder pedir la ayuda de un paladín como tú! Mira muy bien dónde pones los pies, muchacho. No me gustaba ese desdichado Ferrals y te confieso que no me gusta mucho más su encantadora y jovencísima esposa, pero si le ocurre una desgracia sin que tú hayas hecho cuanto está en tu mano para salvarla, te lo reprocharías durante toda la vida y ya no habría felicidad posible para ti. Así que ve. Plan-Crépin, que estará encantada, y yo haremos de divinidades domésticas mientras esperamos tu regreso. Después de todo, esto de las antigüedades puede ser divertido.
Por toda respuesta, Aldo la estrechó entre sus brazos y la besó con toda la ternura que ella había sabido transmitirle. Esa especie de bendición que le daba era en cierto modo como si su propia madre acabara de trazarla sobre él.
Gracias a Dios, era jueves, uno de los tres días en que el Orient-Express pasaba por Venecia en dirección a París y Calais. Aldo tenía el tiempo justo de enviar a Zaccaria a reservarle un sleeping, solventar unos asuntos con Guy y preparar las maletas. En cuanto a las misteriosas cartas de Adriana, pospuso su estudio para más adelante y las guardó en su caja fuerte con excepción de la última, que era también la más intrigante y que metió en su cartera.
A las tres en punto de la tarde, el gran expreso transeuropeo salía de la estación de Santa Lucia.
9. Claroscuro
Cuando desembarcó en la estación Victoria de Londres, Morosini lamentó no poder ir a su querido hotel Ritz, cuyo ambiente y delicado confort tanto apreciaba. Aunque como digno descendiente de muchos señores del mar pudiera presumir de no marearse nunca cuando viajaba en barco, la Mancha lo había maltratado, sacudido, zarandeado, triturado y machacado de tal modo que por primera vez en su vida se había visto obligado a pagarle un tributo humillante. Una vez en tierra firme, seguía dándole vueltas la cabeza y sintiendo las piernas flojas. La visión de Théobald en el andén de la estación le arrancó, pues, un suspiro de pesar. El fiel sirviente de Adalbert había ido a buscarlo para llevarlo al nuevo apartamento de Chelsea. Imposible librarse. Pero Aldo no podía sino culparse a sí mismo, puesto que había mandado un telegrama anunciando su llegada. Por otra parte, a Vidal-Pellicorne le habría disgustado que no lo avisara.
—El señor no tiene muy buen aspecto —observó Théobald, haciéndose cargo de las maletas—. El mar, supongo... Y también este clima debilitante. ¿Cómo puede alguien ser inglés?
—¡Ah!, ¿pero usted llama a esto clima? —refunfuñó Morosini subiéndose el cuello del abrigo.
Londres se hallaba sumergida en una de esas brumas heladas cuyo secreto guarda celosamente, en las que se disuelven formas y edificios y en las que las más potentes farolas quedan reducidas a lucecitas amarillas y difusas que recuerdan la débil claridad de las velas.
—El señor se encontrará mejor cuando estemos en casa. Hemos conseguido convertirla en algo bastante coqueto, cosa de la que nunca me felicitaré bastante, dado el humor del señor Adalbert estos días.
—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó Morosini mientras metía sus largas piernas en el coche de alquiler, cuya portezuela Théobald le había abierto.
—¿Es que el señor no lee los periódicos?
—Desde que salí de Venecia, no. He matado el tiempo durmiendo lo máximo posible y luchando contra el mareo. ¿Qué cuentan los periódicos?
—¡Pues el descubrimiento! El increíble descubrimiento que acaba de hacer en Egipto, en el valle de los Reyes, míster Howard Carter: la tumba de un faraón de la decimoctava dinastía con todo su tesoro intacto. ¡Es inaudito! ¡Prodigioso! ¡El descubrimiento del siglo!
—¿Y eso le molesta a su señor? Como buen egiptólogo, debería estar contento. Esa dinastía es su tema favorito, si no me equivoco.
—Sí, pero míster Carter es británico.
En vista de las dificultades circulatorias causadas por la niebla, Morosini dejó de hacer preguntas y el trayecto fue efectuado sin tropiezos hasta que Théobald detuvo el vehículo ante una vieja —y encantadora— casa de ladrillo rojo, que todavía conservaba su antigua verja de hierro forjado.
—Si el cielo nos concediera un día digno de tal nombre, cosa de la que empiezo a perder la esperanza, el señor podría ver que Chelsea es un barrio pintoresco y bastante agradable, un bonito y antiguo barrio aristocrático que con el tiempo se ha convertido en una especie de Montparnasse. Está lleno de estudios donde viven pintores, escultores y estudiantes de bellas artes, que crean a su alrededor una atmósfera despreocupada y bohemia y que...
—Su presentación es impecable —gruñó Morosini, interrumpiendo el arrebato lírico de Théobald—, pero ya lo conozco. Precisamente por eso estoy preocupado.
Sin ningún motivo. La antigua morada de Dante Gabriel Rossetti, llamada en otros tiempos casa de la Reina en recuerdo de Catalina de Braganza, no sólo era muy bonita sino agradabilísima. El viajero encontró a su amigo instalado ante un fuego chisporroteante, en medio de un auténtico mar de periódicos que escudriñaba con entusiasmo. Morosini encontró muy acogedor el salón donde se desarrollaba esa escena, no sólo por la presencia de grandes cortinas de terciopelo amarillo claro y de un archipiélago de alfombras de diferentes colores, sino porque una mesa puesta esperaba no lejos de la chimenea de mármol blanco.
—¡A la hora en punto! —exclamó Adalbert, estirándose la raya de los pantalones mientras se levantaba—. Con esta niebla es todo un récord. ¿Has hecho un buen viaje?... No, no has hecho un buen viaje —rectificó inmediatamente—. Y además, las preocupaciones te desbordan. Tienes un aspecto espantoso. Ven, te enseñaré tu habitación.
Théobald también había obrado maravillas allí: el fuego ardía junto a un buen sillón, y un ramo de margaritas otoñales corregía la severidad del mobiliario y de las cortinas de terciopelo verde.
—Me he enterado de que tú también tienes preocupaciones —dijo Aldo con una media sonrisa—. La tumba descubierta por ese tal Carter en los alrededores de Luxor.
—¡Una suerte increíble! —suspiró Vidal-Pellicorne, alzando los ojos hacia el techo—. Una tumba intacta, la de Tutankamon, un faraón sin demasiada importancia que sólo reinó ocho años, pero que durante ese tiempo amasó un impresionante tesoro funerario. Cuando pienso en Loret, mi querido maestro, que está allí trabajando con tesón sin obtener grandes resultados, es para echarse a llorar. Claro que nosotros, pobres franceses, no nos beneficiamos de la generosidad de un mecenas como lord Carnavon... Me gustaría mucho ir a ver todo eso de cerca.
—¿Y qué te lo impide? ¿Has avanzado algo en el asunto de la Rosa?
—La verdad es que no. He explorado dos caminos que han resultado ser callejones sin salida y le he escrito a Simon para preguntarle si tiene otros indicios. Te confieso que empiezo a desanimarme.
—¿Y el asunto de Exton Manor? ¿No hay ninguna novedad?
—Ninguna. El matrimonio Killrenan parece vivir en una armonía perfecta. Yuan Chang ha tenido algunos problemas que han debido de retrasar sus planes, eso es cierto, pero te lo contará el pterodáctilo, lo he invitado a cenar. A todo esto, ¿qué te trae por aquí?
Por toda respuesta, Aldo le tendió la carta de Anielka.
—Sí —dijo Adalbert, devolviéndosela—. A ella tampoco se le arreglan las cosas. El juicio se celebrará dentro de diez días. Al verte la cara, he lamentado un poco haber invitado a Warren, pero ahora empiezo a pensar que he hecho bien.
—Ha sido una idea excelente. Necesito urgentemente un permiso de visita para Brixton.
—Ya lo supongo. En fin, instálate y descansa un poco. Cenaremos a las ocho.
Ser policía no impide ser un hombre de mundo, y el esmoquin del superintendente no tenía nada que envidiar a los de sus anfitriones.
—Me alegro de verlo —dijo, estrechando la mano a Morosini—. He aceptado venir esta noche porque llegaba usted. Lady Ferrals nos está causando grandes problemas.
—Yo creía haber aportado una prueba de su no culpabilidad demostrando cómo había sido envenenado su esposo.
—Sabe muy bien que es insuficiente. Sigue existiendo una certeza casi total de su complicidad con otro criminal, suponiendo que lo haya. Además, un criado jura haber visto varias veces a lady Ferrals sola en el despacho de su esposo.
—Supongo que, estando en su propia casa, tenía todo el derecho a ir a las habitaciones que quisiera.
—Entonces, ¿por qué sigue negándonos, a su padre, a su abogado y a mí, su ayuda para encontrar a ese condenado polaco?
—Tal vez hable conmigo. He venido porque he recibido esta carta.
Warren la leyó rápidamente y se la devolvió a su propietario.
—Mañana tendrá un permiso de visita. Me encargaré de que un ordenanza se lo traiga. Más vale que lo sepa: sufrió una verdadera crisis de desesperación cuando se enteró de que usted se había marchado a Venecia.
—¿De desesperación?
—Pregunte al señor Saint Albans, él se lo confirmará. No, gracias —añadió dirigiéndose a Vidal-Pellicorne, que le tendía una copa de champán—. Sólo bebo vino en la mesa, y no siempre.
De hecho, bebía mucho más de lo que comía sin que su comportamiento se viera afectado por ello. No sin cierta sorpresa, Aldo, que optó por guardar silencio durante la mayor parte de la cena, se percató de que en su ausencia el arqueólogo y el policía habían trabado vínculos de amistad. Quizá resultaba difícil de entender, pero era un hecho que podía tener su utilidad. Los dos hombres hablaron del asunto de la tumba egipcia, que, a juzgar por lo que decían, apasionaba a toda Inglaterra. Delante de su invitado, Adalbert se guardaba de manifestar su frustración. El diálogo era cortés, amable, incluso erudito cuando Adalbert llevaba la batuta, pero al cabo de un rato Morosini se hartó. Aprovechando que el superintendente atacaba el rosbif, sin el cual no hay comida digna para ningún buen inglés, dijo:
—Por cierto, ¿ha conseguido recuperar el diamante del Temerario?
—No, a pesar del registro minucioso que mis hombres efectuaron en el Crisantemo Rojo y en su tienda. Pero hemos logrado meter a Yuan Chang entre rejas. Gracias a la traición de una mujer, la amiga de uno de los hermanos Wu, pudimos tenderle una trampa. Lo pillamos en un barco recibiendo una considerable cantidad de opio y de cocaína. Perdió la sangre fría y dos policías resultaron heridos, pero acabó siendo detenido junto con varios de sus hombres.
—¿Y lady Mary?
—Parece una santa. He interrogado personalmente al chino y, sin entrar en detalles, le he dicho que sabía que el diamante obraba en su poder, pero no he conseguido hacer que «salpique» a su cómplice. Es un hombre de una gran paciencia y no quiere perder esa baza que tiene guardada en la manga.
—¿Hasta qué punto participó ella en el asesinato de George Harrison?
—Yo creo que interpretó el papel de la anciana lady de la que es prima y a la que veía a menudo, quizá lo suficiente para conseguir la adhesión de personas al servicio de una señora conocida por su tacañería; de ahí la mujer que la acompañaba y el coche..., a no ser que éste fuera alquilado. Pointer ha investigado por ahí, pero no ha averiguado nada. Todavía tenemos trabajo para rato. En cuanto a nuestra encantadora lady, lleva una agradable vida mundana y aprovecha la publicidad que el proceso Ferrals está dando a su esposo. Casi todos los fines de semana recibe en Exton Manor..., que continúa sometido a estrecha vigilancia.
—¿Sir Desmond sigue sin saber nada?
—¿De las actividades de su mujer? No, no sabe nada. Ya se lo dije, quiero pillarla con las manos en la masa. Pero del peligro que lo amenaza, sí. Después de la detención de Yuan Chang, le «revelé» en el transcurso de una conversación que, según ciertas informaciones sobre las que no me extendí, el chino andaba detrás de su colección de joyas imperiales. De modo que está sobre aviso; ahora es cosa suya tomar las precauciones necesarias.
—No servirán de gran cosa si no sospecha de su mujer, puesto que es con ella con quien cuenta Yuan Chang.
—Tampoco sospecha que vigilamos su castillo. En realidad, el hecho de que el jefe de la banda esté en prisión no me basta. En primer lugar, porque un día u otro conseguirá salir; y en segundo lugar, porque ignoramos muchas cosas acerca de la gente que trabaja para él. Y me temo que son muchas, así que...
—Es evidente que, en esas condiciones, sólo se puede esperar.
—Sobre todo —apostilló Vidal-Pellicorne cuando el superintendente se hubo marchado— porque a nosotros nos importa un comino que aparezca o no el dichoso diamante. El que nos interesa es el auténtico, y a veces me pregunto si algún día encontraremos su rastro.
—Ya que has puesto al corriente a Aronov, espera a que te conteste. Él, que siempre lo sabe todo, quizá tenga alguna idea —repuso Morosini con un vago resentimiento, recordando el paseo por Hyde Park durante el cual el Cojo le había hecho prometer que dejaría que Solmanski y los abogados se ocuparan solos de la suerte de Anielka—. Si me disculpas, me voy a dormir. Una travesía difícil y un policía inquieto es excesivo para un hombre viejo y cansado como yo.
Arrellanándose en el sillón, Adalbert acercó las plantas de los pies al fuego de la chimenea y empezó a apartarse el rebelde mechón que, una vez más, le caía sobre la nariz.
—Sólo una pregunta más que no te agotará: ¿cuáles son tus sentimientos por la adorable lady Ferrals? ¿Todavía la quieres, o bien has acudido volando en su auxilio obedeciendo a tu famoso instinto caballeresco?
—Ésa, amigo mío, es una pregunta a la que responderé cuando la haya visto.
De nuevo la pequeña habitación gris, estrecha, mal iluminada por una ventana alta, de nuevo la mesa de madera, las dos sillas y después la puerta que una mujer de uniforme abrió para dejar paso a la joven viuda. Aldo se inclinó conteniendo un suspiro de alivio.
Durante todo el camino había temido esa entrevista tan deseada. Como sabía que había estado enferma, temía ver aparecer una sombra, la forma casi descarnada de la deslumbrante muchacha de la que tan fácilmente se había enamorado. Temía ver un semblante pálido, hundido por la angustia y el sufrimiento, unos ojos enrojecidos, hinchados, llenos de un infinito cansancio, pero Anielka estaba igual que como la recordaba en su última entrevista: el mismo vestido negro enfundaba su cuerpo delgado y gracioso, los cabellos rodeaban como una aureola su fino rostro de tez purísima y, sobre todo, en sus grandes ojos dorados brillaba una chispa de alegría. Al verlo, desplegó una sonrisa, un poco temblorosa quizá, pero sonrisa al fin y al cabo.
—¿Has vuelto? —susurró, como si no se lo creyera.
—¿Acaso no me has llamado?
—Sí..., pero sin mucha fe. Wanda podría haberse equivocado al escribir la dirección y, por lo tanto, la carta podría no haberte llegado, o podrías haber estado ausente. ¿Por qué te fuiste?
—Por una razón muy sencilla: mi presencia era necesaria en casa. Pero ya ves que no he dudado ni un instante en volver. ¿Cómo estás? La última vez que quise visitarte estabas enferma, hospitalizada.
—Lo sé. Por un momento creí que iba a morir y casi me alegraba, pero ya estoy mejor... Porque vienes a ayudarme, ¿verdad?
—Desde que me ofrecí a hacerlo —le reprochó con dulzura—, reconocerás que no es mía la culpa si me he hallado tanto tiempo en la imposibilidad de prestarte ayuda.
Un impulso súbito la empujó hacia él con los brazos extendidos. Él le asió las manos y las estrechó contra sí, apesadumbrado al notarlas tan frías.
—¡Dios mío! ¡Estás helada!
Iba a abrazarla cuando la voz de la funcionaría llegó hasta ellos:
—Tienen que sentarse uno a cada lado de la mesa. Es el reglamento.
—¡Vaya reglamento tan ridículo! —masculló Morosini, quien, sin soltar a Anielka, hizo que se sentara y se instaló frente a ella—. Bien, intentemos ahora ponernos a trabajar —dijo con una sonrisa tan abierta que ella no pudo por menos de devolvérsela.
No obstante, la inquietud no lo abandonaba. La sentía frágil, nerviosa. Su mirada inestable era la de un ser acosado. ¿Podría, en tales condiciones, obtener una confesión de ella?
—Supongo —prosiguió en voz más baja— que deseas decirme algo.
—Sí. Sin duda tú eres la única persona del mundo con quien puedo ser sincera sin correr peligro, y es así por una sola razón: Ladislas no te ha visto nunca, no te conoce, y sus amigos tampoco.
—Yo sí que lo conozco a él —dijo Aldo, que no tenía ninguna dificultad en ver en la pantalla fiel de su memoria al joven vestido de negro de los jardines de Wilanow—. Y cuando me interesa, no olvido una cara. ¿Sabes por casualidad dónde hay alguna posibilidad de encontrarlo?
—Quizás. Es una posibilidad bastante pequeña, pero es la única que me queda si no quiero que me condenen.
—¿Por qué no has hablado antes? Si no con la policía, puesto que temes las represalias, al menos con tu padre.
—¿Mi padre? Él sólo sabe actuar de una forma: empleando la fuerza. Si encuentra a Ladislas, lo matará sin darle tiempo de exhalar un suspiro. ¡Sólo presta oídos a su odio!
—Quizá se los preste de vez en cuando a su amor. Al fin y al cabo, eres su hija, y la única forma de salvarte es conducir al polaco vivito y coleando ante los jueces.
—Tal vez tengas razón. Sea como sea, no quiero correr ese riesgo. Ya he aceptado más de la cuenta hasta ahora.
—Eso es lo que no consigo entender. Cuando murió tu esposo, podías haber acusado a Ladislas y pedido la protección de la policía. En cambio, dejaste que te detuvieran y te encerraran, limitándote a proclamar tu inocencia. Es incomprensible.
—Quizá confiaba demasiado en la gran reputación de Scotland Yard. Esperaba que lo encontraran sin mi ayuda. Y además también creía en él. «No te preocupes —me decía—, si las cosas no salieran bien, mis amigos y yo te sacaríamos del apuro.»
—¿Y tú lo creíste? Vamos, Anielka, ¿no te parece que ya va siendo hora de que me digas la verdad?
—¿Qué verdad?
—La única que cuenta: ¿qué hay exactamente entre ese hombre y tú? Fue tu amante, tú me lo dijiste, pero Wanda parece convencida de que todavía os une un amor de esos que sólo existen en las leyendas y de que tú lo amas tanto como él te adora.
La risa de Anielka habría sido encantadora si no hubiera sido tan triste.
—Juzga tú mismo ese amor por el abandono en que me deja. ¡Pobre Wanda! Nunca dejará de ser una niña alimentada de cuentos de hadas y relatos heroicos de esos que tanto gustan en nuestra querida Polonia.
—Ella piensa una cosa y tú piensas otra. Yo quiero saber si continúas amando a ese muchacho, y te confieso que me siento tentado de creerlo.
Ella abrió con sorpresa sus ojos empañados de lágrimas, semejantes a dos lagos de oro líquido, y contempló con una especie de desesperación el semblante orgulloso del hombre que tenía enfrente, aferrándose a su mirada de acero azul como si quisiera ahogarse en ella.
—Me parecía haberte dicho en repetidas ocasiones que te amaba, que quería ser tuya. ¿Has olvidado nuestro encuentro en el Parque Zoológico? Te ofrecí ser tu amante cuando tenía que casarme con Eric. Incluso te lo dije por escrito...
—Resulta difícil creerte, Anielka. John Sutton afirma que Ladislas era tu amante, que lo vio salir de tu habitación.
Dejándose caer sobre el respaldo de la silla con un suspiro de lasitud, ella retiró las manos de entre las de Aldo y cerró los ojos.
—Si prefieres creer a ese abominable mentiroso, eres libre de hacerlo. En tal caso, creo que ya no tenemos mucho más que decirnos. Abandóname a mi destino, sea el que sea, y no hablemos de nada más.
Se disponía ya a levantarse, pero él, echándose hacia delante, la retuvo con mano firme.
—Claro que vamos a hablar. ¿Crees que he recorrido todo este camino para nada? Aunque sólo hubiera una posibilidad de salvarte, lo intentaría. Después, cuando hayas recuperado la libertad, harás lo que mejor te parezca. ¿Hay un lugar donde crees que sería posible encontrar a Ladislas, aunque haya regresado a Polonia?
—Estoy segura de que sigue en Inglaterra, porque la muerte de mi esposo no era el final previsto de su misión. Pero, si te doy una dirección, ¿me juras que no se lo dirás ni a mi padre, ni a ningún miembro de la policía, ni a mi abogado?
—No diré nada. Te doy mi palabra.
—¿Actuarás solo?
—No forzosamente. ¿Tienes algo contra Adalbert Vidal-Pellicorne? Ya se desvivió en otra ocasión por ti.
Durante un breve instante, Anielka recuperó una sonrisa de niña traviesa que iluminó por completo la atmósfera del locutorio.
—¿El egiptólogo un poco chiflado? ¿Está también aquí?... Si quiere ayudarte, será una gran suerte para mí. Demostró ser un buen amigo en el momento de aquella horrible boda, y Ladislas tampoco lo conoce. Verás, lo que tendríais que hacer es conseguir atrapar a Ladislas, secuestrarlo si fuese necesario, como si tuvieras que ajustar cuentas con él por motivos personales. Quizás eso me evite la venganza de sus amigos.
—Cosa que no sucedería si lo pillara la policía, aunque fuese por mediación de sir Desmond. Lo he entendido, no te preocupes. Actuaré de manera que no te ponga en peligro. ¿Adónde tengo que ir?
—A Shadwell. Es un suburbio de Londres. En Mercer Street está la iglesia polaca, la Polish Román Catholic Church, cuyo sacristán es amigo de Ladislas. El único del que me ha hablado, seguramente porque es el único del que Scotland Yard no sospecharía, pues tiene fama de santo. Ladislas me había indicado que acudiera a él si tenía que localizarlo urgentemente uno de sus días de descanso o si necesitaba un refugio frente a un peligro inminente.
—Ah, ¿había pensado ponerte a salvo? —dijo Aldo con un desdén no disimulado.
—Incluso cuando me ha hecho chantaje, en ningún momento ha dejado de repetirme que me amaba y que quería vivir conmigo.
—Pero no morir por ti... ¡Magnífico! ¡Qué gran corazón! Y en tu opinión, ¿a qué espera para intentar ayudarte? ¿A que se celebre el juicio? Me cuesta creer que vaya a dar un golpe de efecto. No se le ha ocurrido mandar cartas a la policía, aunque fueran anónimas, para decir y repetir que eres inocente. Tiene demasiado miedo de que encuentren al remitente. No sólo es un asesino, sino un cobarde.
El ruido de la puerta al abrirse, seguido de un carraspeo, marcó el regreso de la funcionaria. El tiempo concedido había pasado y Morosini debía marcharse. Él no intentó obtener una prórroga. Se levantó y besó la mano que seguía estrechando entre las suyas.
—Removeré cielo y tierra por ti. Puedes estar tranquila.
—Dime solamente que me quieres.
—Como si no lo supieras... Te quiero, Anielka, y te salvaré. Por cierto, ¿cómo se llama el sacristán?
—Dabrovski, Stephan Dabrovski.
Shadwell era algo así como la memoria del imperio marítimo inglés. Ofrecía amplias vistas del tráfico fluvial, además de que unos meses antes habían inaugurado el King Edward Memorial Park, donde se encontraba un monumento dedicado a los grandes marinos que en el siglo XVI recorrían los mares para mayor gloria de su país: sir Martin Frobisher, sir Hugh Willoughby y algunos más. Todo ello confería cierta nobleza a ese barrio bastante apacible. En cuanto a Mercer Street, era una pequeña calle donde la iglesia polaca no ocupaba un lugar destacado.
Tratándose de un santuario católico, Morosini no vio ningún inconveniente, sino todo lo contrario, en recitar una corta plegaria que le permitió inspeccionar el lugar. Por suerte, en la iglesia no había nadie salvo un hombre de unos treinta años, rubio y de aspecto vigoroso bajo la ajada vestimenta de color negro, que estaba retirando los cabos de vela y las gotas de cera de una de las dos bandejas dispuestas ante una gran imagen de la Virgen.
Pensando que se trataba de la persona que buscaba, Aldo cogió el cirio más grande que encontró y se acercó al altar. Encendió la mecha de algodón blanco, colocó la larga vela en el centro del portacirios limpio y guardó unos instantes de silencio. El sacristán, que le daba la espalda, no le prestaba ninguna atención y proseguía su tarea. Finalmente, Morosini se volvió hacia él.
—¿Es usted Stephan Dabrovski? —preguntó en francés.
El sacristán se volvió y Aldo observó a aquel hombre de tan buen porte, vestido con ropas bastante modestas. Sus ojos castaños, hundidos bajo las cejas, se clavaron en las facciones orgullosas y la mirada directa y serena de Morosini antes de admitir en el mismo idioma:
—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
—Me temo que mi nombre no le dirá gran cosa. Me llamo Aldo Morosini, soy veneciano y me dedico al comercio de antigüedades. Me gustaría hablar con usted sin temor a ser oídos. ¿Adónde podríamos ir?
—¿Por qué no aquí? No hay nadie, excepto la que puede escucharlo todo y no repite nada —contestó, dirigiendo un breve saludo a la imagen.
—Tiene razón, tanto más cuanto que en semejante presencia sólo es admisible la franqueza. Iré, pues, al grano: quiero ver al que se hacía llamar aquí Stanislas Razocki, pero cuyo verdadero nombre es Ladislas Wosinski.
Me han dicho que usted lo conoce, y no diga lo contrario porque sería mentira.
—Lo conozco, en efecto. ¿Qué quiere de él?
—Hablar.
—¿De qué?
—Es un asunto entre él y yo, si no le importa.
—¿Quién le ha dado mi nombre?
Preguntas y respuestas eran hechas a un ritmo rápido, como un intercambio de disparos. Aldo pensó que aquel joven de aspecto tan apacible debía de ser más duro de lo que imaginaba.
Dirigiendo una breve mirada a la Madona para disculparse anticipadamente por las mentiras que iba a tener que proferir, obsequió a Dabrovski con una sonrisa de niño bueno.
—Un polaco que trabaja en las oficinas de la Legación en Portland Place, pero habría podido dirigirme a cualquiera de este barrio. Todos sus compatriotas afincados en Londres, que no son muy numerosos, conocen este santuario, a sus curas y a su sacristán, puesto que es la única iglesia católica y polaca. Si se está buscando a alguien, sin duda es el mejor lugar al que se puede acudir. ¿Va a decirme, entonces, dónde puedo encontrar a Ladislas?
—¿Es amigo suyo?
—Digamos que tenemos amigos comunes y que lo vi la primavera pasada en Wilanow. ¿Quiere que se lo describa?
—No vale la pena. Si quiere verlo, no tiene más que ir a Varsovia. Ha vuelto allí. Buenas tardes, señor.
Morosini levantó una ceja para mostrar su sorpresa, aunque en cierto modo esperaba una respuesta de ese tipo.
—¿Ya?
—Sí. Con su permiso, debo preparar el próximo servicio religioso.
—No es eso lo que quería decir, sino si Ladislas ya se ha marchado. ¿Y cuándo vuelve?
—Con todos los respetos, señor, es una pregunta tonta. ¿Por qué iba a volver?
Se volvió para dirigirse a la sacristía, pero Aldo lo retuvo con mano de hierro; se habían acabado las contemplaciones. Empezaban ahora las frases contundentes, destinadas a suscitar temor.
—Por ejemplo, para salvar la vida de una joven que creyó en él, que lo albergó bajo su techo y a la que ha abandonado cobardemente.
Dabrovski se quedó pálido y se mordió los labios, y sus pupilas encogieron hasta convertirse en puntitos oscuros.
—¿Es usted policía? Debería habérmelo imaginado, aunque su aspecto es distinto de los que he visto hasta ahora.
—Por la sencilla razón de que no lo soy. Lo juro por la Madona. ¿Quiere ver mi pasaporte? —añadió, extrayendo el documento de un bolsillo interior. Dabrovski lo cogió y le echó un vistazo mientras Aldo decía—: ¿Lo ve? Soy un príncipe cristiano y juro por mi honor que no me envía ni Scotland Yard, ni el conde Solmanski, ni el abogado de la presa, sino ella misma. Ha sido ella quien me ha dado su nombre porque Ladislas se lo dio a ella para que, en caso de peligro inminente, pudiera ser avisado. Y el peligro es inminente. Cuando se ama a una mujer...
—¡Demasiado la ha amado! Y ella se ha burlado de él, igual que de algunos más, de los que me parece que usted forma parte. Ayudarla es ponerse la soga al cuello y nosotros, sus hermanos, jamás lo permitiremos. ¡Que salga ella misma de la trampa a la que lo ha arrastrado! Además, ya le he dicho que se ha ido. Puede usted ir a Varsovia si quiere intentar convencerlo, pero me extrañaría que lo consiguiese.
—Lo que me extrañaría a mí es que hubiese salido del país. Hace semanas que la policía lo busca y permanece alerta. Así que no me creo que se haya ido.
—Nadie le obliga a hacerlo. Ahora tengo que atender a mis obligaciones; están llegando los primeros fieles para el oficio.
—En cualquier caso, esté donde esté, lo encontraré, pero si por casualidad lo ve, dígale esto: estoy dispuesto a pagarle una elevada suma de dinero a cambio de la confesión escrita que salve a lady Ferrals. Incluso lo ayudaré a salir de Inglaterra haciéndolo pasar por mi sirviente, le doy mi palabra. Pero, si no hace nada por ella, si deja que la condenen, le juro que me encargaré de vengarla.
—Haga lo que le parezca. Yo no tengo nada más que decirle.
Aldo no insistió. La pequeña iglesia empezaba a llenarse. Se santiguó al tiempo que hacía una genuflexión de cara al altar y, cuando se dirigía hacia la salida, pasó junto a Théobald casi rozándolo. Éste, que había entrado hacía un momento, estaba arrodillado en un reclinatorio rezando.
—¡Le toca a usted! —susurró Aldo.
Morosini sabía que se podía confiar en él y que se pegaría al sacristán como un perro a su hueso favorito para no perderlo de vista ni un momento.
Sin embargo, no se fue.
Acababa de salir de la iglesia, con las manos en el fondo de los bolsillos del impermeable y la gorra calada hasta los ojos, cuando un taxi se detuvo ante la puerta. La curiosidad le hizo volver la cabeza y reconoció al conde Solmanski, quien, tras pedir al chófer que lo esperara, entró en la capilla. Aldo, siguiendo un impulso, volvió sobre sus pasos. ¿Habría informado Anielka también a su padre, pese a los temores que manifestaba? En tal caso, no tenía ningún sentido que le hubiera pedido ayuda a él.
El oficio había empezado. En el altar, un sacerdote que vestía una casulla blanca con un sol dorado bordado oficiaba asistido por el sacristán, que llevaba un alba blanca. Como Solmanski había ido a arrodillarse en las primeras filas, Aldo decidió instalarse al lado de Théobald, que le dirigió una mirada de sorpresa.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Morosini señaló con la cabeza al hombre vestido con un elegante abrigo negro.
—Solmanski —dijo—. Me pregunto qué ha venido a hacer aquí. —Luego, aprovechando que el Tantum ergo entonado por una treintena de potentes gargantas llenaba el espacio, añadió ya sin temor de ser oído—: No se entretendrá mucho, porque un taxi lo espera en la puerta. Si se acerca al sacristán, no se mueva o sígalo discretamente. Si no, yo me encargo de él.
Dicho esto, dejó un espacio de varias sillas entre el sirviente de Adalbert y él. No tenía otra cosa que hacer que seguir el oficio hasta el final.
Cuando éste hubo terminado, el sacerdote y su acólito regresaron a la sacristía. Algunas personas continuaron donde estaban mientras que otras se fueron. Solmanski permaneció sentado un momento; luego se levantó y se dirigió hacia la sacristía. Aldo no se movió, pero Théobald cambió de sitio para acercarse.
El conde apareció de nuevo en compañía del que había celebrado el oficio, que ahora llevaba un abrigo acolchado sobre la sotana y un gorro redondo. Hablando en voz baja, los dos hombres salieron de la iglesia seguidos por Morosini. Este, escondido bajo el porche, los vio subir al taxi, que arrancó de inmediato. Dado que no había ningún otro vehículo público a la vista, tuvo que renunciar a seguirlos y entró otra vez en la capilla, donde Dabrovski estaba apagando las luces.
En cuanto a Théobald, se había esfumado. Seguramente estaba comprobando si en la sacristía había otra salida. Al cabo de unos segundos apareció y, al ver a Morosini, se acercó a él.
—No hay ninguna otra salida aparte de la principal y la pequeña puerta de al lado —susurró—. Ahora salgamos. Lo esperaré fuera; no quiero exponerme a quedarme encerrado aquí dentro.
—¿Quiere que me quede cerca?
—No merece la pena. Yo voy a seguir a nuestro hombre y esperaré por si vuelve a salir. Vuelva a casa, príncipe. Si necesito ayuda, telefonearé. En la esquina hay una especie de pastelería donde también sirven café.
—En Polonia lo llaman una cukierna, y allí los pasteles suelen ser muy buenos.
—Perfecto. Ahora váyase, rápido. Vale más que no nos vean juntos.
Morosini asintió con la cabeza y se fundió en la bruma de la noche. Paró un taxi que pasaba para que lo llevara a Chelsea y al llegar a casa la encontró vacía. Adalbert había dejado una nota informándole de que iba a hacer una incursión en Whitechapel, «donde quizá pueda encontrar algo»..
¡Whitechapel! ¡El barrio judío de pésima reputación desde las sangrientas hazañas de Jack el Destripador! ¿Qué demonios podría encontrar Vidal-Pellicorne allí? A Aldo no le hacía mucha gracia la idea de que su amigo vagara por un sitio como ése después de anochecer. No obstante, sabía que era prudente y que estaba acostumbrado a las expediciones insólitas (¿acaso no pertenecía más o menos al servicio de inteligencia francés?), que nunca emprendía sin llevar un arma. Después de todo, ¿por qué la desaparecida Rosa de York no podía haber florecido, en uno u otro momento de su existencia, en los establecimientos de esos maestros de la usura que son los hijos de Israel? Por otra parte, si era así, ¿cómo es que Simon Aronov no se había enterado?
—¡Seré idiota! —exclamó al cabo de un momento de reflexión—. ¿Acaso no me dijo que le había escrito? Debe de haber recibido su respuesta.
Tranquilizado, se fue a tomar un baño caliente y luego, en vista de que no llegaba nadie, exploró la despensa, se sirvió un muslo de pollo frío, una porción de queso Cheddar y una copa de Burdeos y se lo llevó al salón para esperar más cómodamente el desarrollo de los acontecimientos. Estaba terminando de cenar cuando sonó el teléfono. En el otro extremo del hilo, la voz un poco jadeante de Théobald dijo:
—Estoy en la estación de London Bridge. Nuestro hombre se dispone a salir para Eastbourne y voy a seguirlo.
—¿Eastbourne? ¿Qué diantre va a hacer allí?
—Eso es lo que voy a tratar de averiguar.
—Yo también. Voy a reunirme con usted.
—No hay tiempo, el tren sale dentro de siete minutos.
—Entonces tomaré el tren siguiente. ¿Conoce Eastbourne?
—No he estado en mi vida.
—Yo tampoco, pero supongo que cerca de la estación habrá uno o dos hoteles. Es una estación balnearia de renombre. Nos encontraremos en el que esté enfrente de la salida.
—¿Y si hay dos?
—En el que esté más a la derecha. Tomaré dos habitaciones a mi nombre. Haga lo mismo si llega antes que yo. ¿A qué hora sale el próximo tren?
—A las ocho y doce. Debe de llegar hacia las diez.
—Perfecto. Buena suerte, Théobald, pero no haga nada antes de que yo llegue. Descubra lo que descubra, venga a verme primero y juntos decidiremos cómo actuar. Si es lo que yo creo, esa gente es peligrosa. ¿Va armado?
—Cuando sigo a alguien, siempre.
—Ahora váyase. Sería una estupidez perder el tren.
Después de haber colgado, Aldo metió algunas cosas de aseo y un poco de ropa interior en un maletín, se vistió, le escribió a Adalbert una carta breve pero suficientemente explícita, comprobó que llevaba la pitillera llena y que la Browning estaba cargada, se proveyó de munición suplementaria y finalmente apagó las luces, salió de casa y cerró la puerta con llave. Paró un taxi que lo condujo sin obstáculos a la estación de London Bridge, donde emprendió un viaje de un centenar de kilómetros.
No entendía muy bien qué podía ir a hacer un sacristán polaco bastante vulgar a Eastbourne. Él no había ido nunca, pero la reputación de esa ciudad balnearia, construida a mediados del siglo anterior por el duque de Devonshire para hacer la competencia a Brighton y su alta aristocracia, era inmejorable. Era acaso la más suntuosa de todas las ciudades situadas entre Portsmouth y Dover, y aunque en invierno se quedaba sin la mayor parte de sus elegantes y episódicos habitantes, no dejaba de ser el lugar de retiro preferido de toda una clase de la sociedad rica.
Cuando llegó a Eastbourne, hacia las diez y cuarto, Morosini encontró enseguida el hotel deseado: casi enfrente de la salida, el Terminus le tendía los brazos. Era uno de esos establecimientos para viajeros ocupados o presurosos; nada que ver con los grandes hoteles situados a orillas del mar. Pero este tipo de albergues presentaba la ventaja de que no se prestaba mucha atención a las idas y venidas de los clientes. Se presentó como el señor Morosini y tomó dos habitaciones comunicadas que pagó por adelantado, una para él y otra para su sirviente, al que un asunto familiar había retrasado y que llegaría más tarde. Un conserje somnoliento, pero al que la fabulosa propina de una libra ofrecida con la más amable de las sonrisas volvió sordo y ciego, le tendió dos llaves mientras le informaba de que se alojaría en el tercer piso y de que el ascensor estaba averiado. El hombre llevó su deferencia hasta anunciar que él mismo subiría sin tardanza la botella de whisky, la soda y los dos vasos que se le pedían.
Instalado en una habitación intemporal ni ningún interés aparte del de estar más o menos limpia, Aldo se disponía a afrontar una larga espera, pero ésta fue más breve de lo que temía. Poco después de medianoche, llamaron a la puerta y Théobald entró.
—¿Ya? —dijo Morosini, tendiéndole un vaso que éste aceptó agradecido y vació de un trago—. ¿Ha podido seguir a nuestro hombre hasta el final?
—No exactamente... Para eso tendría que volver a Londres con él. Acabo de dejarlo en la estación, donde se dispone a esperar el primer tren de la mañana en la sala destinada a tal fin. Sólo ha estado aproximadamente una hora en la casa a la que ha ido, aunque el término «casa» es impropio para designar el magnífico palacete donde lo he visto entrar. ¡Y ni siquiera lo ha hecho por la puerta de servicio! Es increíble.
—¿Puede describirme ese palacete y decirme dónde se encuentra exactamente?
—En Grand Parade, el paseo que bordea el mar y donde están las mansiones más bonitas, pero lo más sencillo es que le acompañe.
—Usted ya está muy cansado. Limítese a explicarme cómo llegar y quédese aquí.
—Se lo agradezco mucho, príncipe, pero no conozco la ciudad lo suficiente para indicarle el camino; prefiero la memoria de mis pies. Además, no está lejos, y esta copa me ha reanimado.
—En tal caso, vamos.
Salir del hotel sin atraer la atención fue fácil, pues el conserje roncaba como una locomotora. Y, tal como había anunciado Théobald, no hubo que andar mucho. Al cabo de un momento, los dos hombres deambulaban por la acertadamente denominada Grand Parade: un asombroso conjunto de edificios de la época victoriana. Saltaba a la vista que el hombre que había promovido la construcción de esa sorprendente ciudad había querido que fuese más un homenaje al orgullo británico que a la gloria de su famosa soberana. ¿Acaso no se trataba de superar a Brighton, que hacía las delicias de la Corte? Brighton la ruidosa, la agitada. Aquí debía reinar, incluso en verano, la calma solemne de una aristocracia que se consideraba por encima de todo y sólo toleraba el mar frente a su grandeza. A esa hora tardía, era éste el que reinaba. Tan sólo el murmullo sedoso del agua turbaba la noche opaca, cargada de fría humedad.
La mansión ante la que se detuvieron no deslucía un conjunto que el veneciano juzgó con severidad. Estaba demasiado impregnado de la belleza pura de la Serenísima para disfrutar de esa increíble reunión de torrecillas, pináculos, pilastras, cúpulas, terrazas y columnas en la que se reconocía el sello de Paxton y sus colegas.
—¡Un auténtico pastel de boda! —masculló—. ¿Es aquí?
—Sí, estoy completamente seguro. No hay muchas que hagan esquina.
—Nunca me acostumbraré al gusto inglés. ¿Por dónde se entra?
—Si llama, es por ahí —dijo Théobald señalando la alta puerta con arco, protegida por un porche, a la que se accedía por unos escalones que descendían entre cuatro enormes miradores hasta el paseo marítimo—. La entrada de servicio está en la otra calle.
Aldo no contestó. Estaba calculando la altura del piso donde dos ventanas realzadas por un balcón gótico dejaban filtrar un poco de luz. Después de todo, el estilo Victoriano tenía la ventaja de que sembraba las construcciones de salientes muy útiles para quien deseaba tratar de escalarlas, una idea que lo seducía cada vez más.
Examinando rápidamente los alrededores, consideró sus posibilidades y llegó a la conclusión de que tenía muchas. No había ni un alma a la vista. Era una noche oscura, apenas iluminada por alguna que otra farola de gas, cuando en verano casas y hoteles debían de rebosar de luz. Se quitó el abrigo, que le habría impedido moverse con libertad, y se lo dio a Théobald.
—Quédese aquí y arrégleselas para hacerse invisible, sobre todo si pasa una patrulla haciendo la ronda. Pero si dentro de una hora no he vuelto, avise a la policía.
El fiel sirviente asintió con la cabeza sin que se le ocurriera hacer la menor observación. Estaba más que acostumbrado a las excentricidades de su señor para sorprenderse de las del príncipe anticuario. A lo que había que añadir que, al igual que a Romuald, su hermano gemelo,[13] le gustaba vivir un poco peligrosamente.
—¿No quiere que lo acompañe? —se limitó a preguntar.
—No, gracias. En este tipo de asuntos, un vigilante es siempre un ayudante muy valioso. Deséeme simplemente buena suerte.
—Espero que no lo ponga en duda.
Aldo ya había comenzado a subir por las grandes piedras angulares, sobre las que destacaba una cornisa tanto más atrayente cuanto que el escalador creía distinguir, a esa altura, una ventana entreabierta. No le costó mucho llegar; la escalada era fácil para su cuerpo vigoroso y bien entrenado. Era la primera vez que iba a entrar en una casa por la ventana y no sentía ningún remordimiento, sino más bien una alegre excitación que le recordó a Adalbert. Ahora comprendía el placer un poco perverso que éste experimentaba cuando, dando la espalda a sus ocupaciones oficiales de arqueólogo, se embarcaba en una de sus aventuras al margen de la ley en beneficio de Francia. Ésta era en beneficio de una joven amada, lo que venía a ser más o menos lo mismo.
Después de haber entrado por la ventana sin hacer ruido, Aldo se encontró totalmente a oscuras y perdido entre los pliegues de unas cortinas de seda, que se apresuró a correr tras de sí una vez que hubo pasado al otro lado. Luego encendió un momento la linterna para situarse. Descubrió que se encontraba en un dormitorio de mujer, bastante lleno de muebles pero totalmente vacío de personas. Un tocador sobrecargado y pasamanería en abundancia, unidos a una estela de perfume a la que curiosamente se mezclaba un olor de puro, confirmaban su diagnóstico. Seguramente un matrimonio ocupaba esa habitación, y si no estaba acostado pese a lo avanzado de la hora, no debía de andar lejos: en la estancia contigua, la que aún estaba iluminada.
El visitante se acercó a la puerta, por debajo de la cual se filtraba un rayo de luz, asió el pomo con mano cauta pero firme y abrió muy despacio. Justo lo suficiente para ver unos pies masculinos apoyados en un reposapiés tapizado en terciopelo marrón. Iba a ampliar su campo de visión cuando el ruido de otra puerta, abierta ésta sin precaución, hizo que se quedara inmóvil. Casi inmediatamente se oyó una voz de hombre.
—¿Tienes intención de quedarte toda la noche levantado? La marea está bajando, o sea, que tampoco será hoy.
—Me pregunto si llegará algún día. ¿Hace semanas que espero! —gruñó otra voz, masculina también pero provista de un acento de Europa central—. Y quizás haya llegado el momento de darse prisa, porque la visita de esta noche no tiene nada de tranquilizador.
—Estoy de acuerdo. Tendré que ir a Londres mañana por la mañana para ver cómo van las cosas. Hay que reconocer, de todas formas, que hemos tenido mala suerte, porque al asesinato del joyero por el que Buckingham Palace muestra tanto interés ha venido a sumarse ese asunto del tráfico de opio. Toda la policía anda de cabeza, y no es el momento de poner armas en circulación.
—Es posible, pero yo no quiero quedarme más tiempo aquí ahora que sé que alguien me busca. Si ese italiano ha sido capaz de encontrar a Dabrovski, quizá consiga llegar hasta mí.
—Dabrovski sabe lo que se hace y está seguro de que nadie lo ha seguido.
En su rincón oscuro, Aldo se quitó mentalmente el sombrero ante Théobald. Él también conocía su oficio.
—Aun así —prosiguió la voz inglesa—, más vale tomar precauciones. Iré a ver a Simpson y le pediré que te busque otro escondrijo. Que sea tan seguro como éste ya es otro cantar, pero haremos lo que podamos. Y ahora haz lo quieras, es cosa tuya, pero yo me voy a dormir.
Una vez que su compañero hubo salido, el hombre de las piernas estiradas, que Morosini estaba prácticamente seguro de que se trataba de Ladislas, exhaló un profundo suspiro, se levantó, apagó una lámpara y se dirigió hacia donde se encontraba el príncipe. Éste retrocedió hacia la ventana, pero no tuvo tiempo de salir antes de que la luz eléctrica inundara la habitación. Con un rápido ademán, sacó el revólver y apuntó con él al que acababa de entrar, que efectivamente era Ladislas.
—Buenas noches —dijo con la misma tranquilidad que si se hubiera encontrado a su adversario por la calle.
El joven se sobresaltó y observó con estupor la alta figura del desconocido, cuyos ojos de un azul clarísimo parecían querer clavarlo en el suelo.
—¿Quién es usted?
—El italiano del que acaban de hablarle. Como ve, es más fácil seguir al sacristán de lo que él cree.
Mientras hablaba, Aldo pensaba que el estudiante anarquista no había cambiado mucho desde la escena en los jardines de Wilanow: seguía siendo moreno, romántico y llevando la cabeza descubierta, además de una sombra de barba y una bata que le quedaba grande. En resumen, nada que explicara un amor capaz de empujar a una encantadora chica a intentar suicidarse.
—¿Qué quiere? —preguntó Ladislas.
—Ya deben de habérselo dicho: que saque a Anielka del atolladero en el que la ha metido. Estoy dispuesto a ofrecerle dinero y a ayudarlo a regresar a su país.
—Largarme de aquí, eso es lo único que pido. Pero ¿de dónde se ha sacado que yo la he metido en un atolladero? Se ha metido ella sola.
—¿De verdad? ¿Qué fue a hacer, entonces, a su casa? Que yo sepa, ella no fue a Polonia a buscarlo.
—No, lo admito. Le pedí que me hiciera... ciertos favores. Oiga, ¿le importaría bajar ese cacharro? No tendrá intención de matarme, ¿verdad?
—Por el momento, no, porque vale mucho más vivo que muerto. Así que sigamos como estamos y hábleme de esos «favores», que, por cierto, obtuvo haciéndole chantaje, ¿no?
—Algo tuve que presionarla, claro, pero el fin justifica los medios, y nosotros necesitamos dinero y armas. Era una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar: mi amiga casada con el vendedor de cañones más importante de Europa.
—¿Para qué demonios necesitan municiones de toda clase? Que yo sepa, Polonia es libre.
—¿Usted cree? Se nota que no conoce al glorioso mariscal Pilsudski, nuestro héroe nacional. Pero, claro, ¿qué puede entender un italiano de Polonia? —Lo suficiente para haberme enterado de que el tal Pilsudski ya no está en el poder.
—Volverá, y además es él quien dirige el cotarro. ¿Libre, dice? Métase en la cabeza que Pilsudski es un dictador, y nosotros no queremos un dictador, por muy polaco que sea.
—¿Qué quieren, entonces? ¿La revolución, como en Rusia? Supongo que usted y sus amigos son nihilistas, ¿no?
—Eso no le incumbe. En cualquier caso, respecto a lady Ferrals, no pienso cargar con la muerte de su marido. Yo no he tenido nada que ver.
—Seguramente por eso huyó nada más verlo desplomarse.
—Póngase en mi lugar. Me di cuenta de que la policía iba a ir y me detendría.
—Pero no se le olvidó birlarle las joyas a lady Ferrals, ¿eh?
—Yo no he robado nada. Ella me las dio para que consiguiera dinero.
Morosini tenía una vaga sensación de náuseas, pero no pudo evitar reír al pensar en la imagen casi sagrada que la pobre Wanda tenía de ese chico. ¡Un paladín! ¡Un enamorado de leyenda! Era grotesco.
—¡Y pensar que hay personas lo bastante tontas para pensar que usted la ama!
El rostro crispado del muchacho se distendió, como si un soplo de dulzura acabara de acariciarlo.
—¿Por qué no? La amé... con locura, y creo que queda algo de ese amor, aunque no lo suficiente para aceptar que me cuelguen.
—¿Prefiere que la cuelguen a ella? Según usted, ¿ha sido ella quien lo ha matado?
Ladislas se pasó una mano trémula por los cabellos revueltos.
—Quizá, no lo sé. La justicia británica es quien tiene que demostrarlo. —Yo creo que la citada justicia británica demostraría mucho más fácilmente la culpabilidad de usted. Si quiere saber mi opinión, es un cobarde de tomo y lomo.
—Le prohíbo que me insulte. Si tuviera una sola posibilidad de salvarla sin perder la vida, lo haría.
—Pues yo le doy esa oportunidad. A cambio de una suma de dinero, usted escribe una confesión que no será entregada a la policía hasta que los dos nos hayamos ido. Yo le sacaré de Inglaterra con una identidad falsa y volveré.
—Pero ¿qué quiere que confiese? ¿Que lo maté?
—Por supuesto. Y si le interesa saberlo, estoy convencido de que lo hizo.
—Está loco. Igual que lo estaba yo para que se me ocurriera meterme en esa maldita casa de Grosvenor Square. No se imagina el ambiente que había. Rezumaba odio. Tres hombres deseando a la misma mujer y ella burlándose de todos nosotros.
—Sí, pero me parece haber oído decir que le daba preferencia a usted —dijo Morosini con una voz súbitamente glacial, a la que respondió la risa amarga de Ladislas.
—Es verdad. Durante un tiempo reanudamos nuestros juegos de Varsovia, pero ya no era lo mismo. Allí, ella me amaba. Aquí, quería que la librara de un hombre que la horrorizaba. Pero no fui yo quien hizo el trabajo.
—¿En serio? Bien, pues vamos a verlo, puesto que no quiere aceptar mi generosa proposición —dijo Aldo, apartando con una mano la doble cortina y dejando a la vista la ventana abierta—. Va a venir conmigo y podrá dar a la policía todas las explicaciones que quiera. Pase, por favor —añadió, señalando el hueco con el cañón del revólver.
—¿Quiere que pase por la ventana?
—Yo he pasado, y usted es más joven. No se preocupe...
Iba a decir: «Abajo hay alguien esperándolo», pero el proyectil fue más rápido y le quitó la palabra. Alcanzado en la sien por un objeto lanzado con mano segura, Morosini profirió un breve grito y, soltando el arma, se desplomó.
10. En el que se hacen singulares descubrimientos
Cuando Morosini recobró una conciencia más o menos clara, se encontraba en una oscuridad movediza y en bastante mal estado. La cabeza le dolía horrores y una mordaza le impedía escupir la sangre que tenía en la boca. Su cuerpo no estaba mucho mejor, pues, atado como un salchichón, resbalaba, daba tumbos y se golpeaba contra una caja a merced del traqueteo del vehículo, probablemente una furgoneta, que se bamboleaba por un camino donde no escaseaban los baches.
Intentando colocar una idea detrás de la otra, el prisionero llegó a la conclusión de que su situación no tenía nada de envidiable. En cuanto al destino que le reservaban, no era imposible que fuese definitivo. ¿Adónde lo llevaban? A juzgar por el suelo sobre el que circulaba el cacharro, habían salido de la ciudad, pero ¿en qué dirección?
No tardó en ser informado cuando reconoció, por encima del ruido del motor, la voz de Ladislas:
—No vayamos demasiado lejos con el coche. Ya sabes que los acantilados son peligrosos.
—Los conozco mejor que tú —gruñó el hombre que debería haber estado durmiendo—. Y sé dónde parar para no tener que cargar con él mucho rato. ¡Pesa lo suyo ese tipo!
«Bueno, estos dos bribones simplemente van a arrojarme al mar desde una altura que no perdonará», pensó Morosini con un talante lúgubre.
Nunca le había dado miedo la muerte, pese a haberla visto de cerca durante la guerra, y en el fondo le daba igual morir así o de otra manera, pero el fin que le esperaba ofendía su sentido de la elegancia; ser tirado como una vulgar bolsa de basura lo contrariaba, como también la idea de abandonar una existencia bastante apasionante.
—Aquí—dijo el chófer—. Éste es un buen sitio. Apresurémonos, no sea que vayamos a encontrarnos con una patrulla de vigilancia.
Cuando abrieron las puertas traseras para sacarlo, Aldo vio que la noche era más clara y, sobre todo, menos brumosa; seguramente la marea, al bajar, había limpiado un poco la costa. De vez en cuando, el resplandor blanco de un faro barría una nube rezagada. El ángel custodio del polaco lo agarró por las cuerdas que lo mantenían atado y lo arrojó al suelo sin ningún miramiento, lo que, pese a su valentía, le arrancó un gemido de dolor. Para su sorpresa, Ladislas protestó:
—No es necesario hacerle sufrir.
—No sufrirá mucho tiempo. ¡Vamos, corazón sensible, cógelo por los pies!
Aldo notó que lo levantaban del suelo y que se ponían en marcha. Pensando que le quedaba poca cosa que esperar de este mundo, rezó mentalmente una oración, abrió los ojos y miró el cielo, al que esperaba llegar pronto. Estaba oscuro, sin estrellas. Un digno cielo inglés, lo menos estimulante que cabía imaginar, cuando habría sido tan dulce morir bajo el de Venecia, tierno y aterciopelado.
Con todo, un arrebato de alegría lo asaltó, pues la idea de que sin duda iba a reunirse con su madre resultaba muy consoladora.
De repente, su ascensión mística se vio truncada. Una voz acababa de gritar:
—¡Déjenlo en el suelo poco a poco y levanten las manos! Si veo algún movimiento sospechoso, dispararé. Y tengo buena puntería.
¡Théobald! Gracias a Dios sabe qué milagro, había conseguido seguir a sus secuestradores, y su intervención permitió a Aldo morder de nuevo con fuerza el jugoso corazón de la vida. No obstante, la toma de contacto con el suelo fue un tanto ruda, porque, en lugar de depositarlo con ciertas precauciones, los dos tunantes lo dejaron caer con una sincronización perfecta. Afortunadamente, la hierba todavía era espesa y aterrizó sobre ella sin hacerse demasiado daño. En ese momento, el desconocido hizo fuego, pero Théobald disparó casi simultáneamente. Se oyó un grito de dolor, seguido de la voz aterrorizada de Ladislas:
—¡Larguémonos!
Los dos hombres salieron por piernas sin oponer más resistencia. Las pinceladas luminosas del faro permitieron a Morosini verlos mientras corrían hacia la camioneta, aunque esta vez fue Ladislas quien se puso al volante. El otro se sujetaba un hombro, que debía de dolerle. De Théobald, ni rastro. Seguramente se había tendido en el suelo antes de disparar. El vehículo efectuó una precipitada marcha atrás y dio media vuelta. Los faros se encendieron y, muy pronto, de lo que había estado a punto de ser el coche fúnebre de Morosini no se vio más que una luz roja, rápidamente engullida por la oscuridad.
La vaga inquietud relativa a la suerte de su compañero desapareció enseguida, ya que el haz de luz de una linterna se movía por el acantilado. Para ayudarlo, se puso a gemir, y unos segundos más tarde Théobald se arrodilló junto a él.
—¿Le han hecho mucho daño?
El paquete atado emitió unos sonidos indescifrables:
—Hon, hon...
El fiel sirviente retiró a toda prisa la mordaza y el superviviente aspiró una gran bocanada de aire fresco.
—Le debo la vida, amigo —suspiró mientras Théobald se afanaba en cortarle las ligaduras y friccionar sus miembros doloridos—. ¿Cómo se las ha arreglado?
—Oí un grito y pensé que era usted. Entonces escalé hasta donde usted lo había hecho y vi a esos tipos atándolo y amordazándolo. Uno habló de los acantilados de Beachy Head, y como me imaginaba que no iban a llevarlo cargado al hombro, fui hacia el garaje y esperé a que saliera un coche para montar en él agarrado a la parte trasera.
—Era un poco arriesgado, ¿no?
—Ya lo he hecho varias veces. Si hubiera fallado, habría disparado contra los neumáticos, pero eso era todavía más arriesgado, pues no sabía cuántos había dentro de la casa, y si se me echaban encima, entonces estábamos los dos perdidos.
—Yo sólo he visto a ese par. ¡Ay! Estoy más oxidado que un hierro viejo —añadió Aldo, comprobando la flexibilidad de sus brazos y sus piernas.
—¿Podrá ir andando hasta la ciudad?
—No hay más remedio. ¡En marcha!
Sostenido por su salvador, emprendió el descenso hacia Eastbourne, cuyas lujosas construcciones blancas comenzaban a distinguirse a la luz del amanecer, pero, al llegar a las primeras casas, Aldo notó que le daba vueltas la cabeza y tuvo que sentarse sobre un murete.
—¿No llevará por casualidad algo un poco fuerte en los bolsillos?
—Desgraciadamente, no, y lo lamento. Es la primera vez que me pasa. Pero voy a llamar a una de estas casas para pedir ayuda.
No había terminado de hablar cuando la puerta de un cottage se abrió para dejar paso a un policía que estaba poniéndose el casco. Enseguida vio a los hombres y se dirigió a ellos.
—¿Puedo ayudarlos, caballeros? No tienen buen aspecto.
—Su ayuda será bienvenida —contestó Aldo tras una breve mirada de advertencia a Théobald—. Anoche salí a pasear por estos magníficos acantilados y sufrí un accidente; caí dentro de una grieta y casi me mato. Allí he estado hasta que mi secretario, preocupado al ver que no volvía al hotel, salió en mi busca y ha logrado encontrarme.
—Es cierto que nuestros acantilados son una maravilla, pero ha sido una gran imprudencia aventurarse por ellos, sobre todo de noche —dijo el agente en un tono de hombre importante que reafirmó a Morosini en su convicción de que valía más no revelar su aventura a ese policía local, capaz de meterlo en la cárcel por haber penetrado sin permiso en una morada rica. Por si esto fuera poco, añadió con una pizca de recelo—: ¡Vaya idea salir a pasear anoche! No hacía muy bueno que digamos... Y ahora que me fijo, usted parece extranjero.
—Lo soy. Príncipe Morosini de Venecia, para servirlo. Y también soy un romántico incurable. Me encantan las tierras solitarias a la hora del crepúsculo. Son excelentes para las penas de amor.
Estaba seguro de que el policía comprendería ese tipo de lenguaje.
—¡Espero que no hubiera pensado suicidarse! —dijo de inmediato.
—Si hubiera sido así, seguro que no habría fallado, porque estos acantilados son perfectos para eso. Mire, sargento, lo único que quiero es algo caliente o algo fuerte, y luego ir al hotel a cambiarme antes de volver a Londres.
—Está bien, venga a mi casa. Mi mujer le preparará un buen té mientras yo voy a buscar un coche. ¿En qué hotel está?
—En el Terminus. Entré en el primero que vi al salir de la estación.
—Habría podido encontrar uno mejor para un príncipe. Aquí tenemos los mejores del país, ¿sabe? El Cavendish, el Grand, el Burlington...
Pensando que iba a tener que escuchar la lista de todos los hoteles, así como una descripción detallada de los encantos de Eastbourne, Aldo fingió encontrarse mal. Eso le valió unos cachetes en las mejillas antes de ser conducido entre sus dos compañeros hasta la casita del sargento Potter, donde una lozana joven con aspecto de manzana estuvo encantada de atender a un hombre tan elegante, poseedor de una voz tan bonita y que se dirigía a ella como si fuera una lady.
Su esposo, sin embargo, pese a parecer un poco obtuso, quizás era menos tonto de lo que aparentaba y desde luego era muy curioso. Cuando el coche de policía que había ido a buscar lo llevaba al Terminus en compañía de los supervivientes, hizo otra pregunta que indicaba que algo no estaba claro en su mente.
—Si he entendido bien, ha venido con un secretario simplemente para dar un paseo por los acantilados y ya se va.
—Sé que puede parecer extraño, pero el paseo romántico formaba parte de un todo. Verá, soy extranjero, pero la vida inglesa me gusta y he oído elogiar mucho el encanto de Eastbourne. He venido a comprobarlo por mí mismo. De hecho, es posible que me decida a comprar... o a alquilar una casa para la próxima estación estival.
—Comprendo. ¿Y qué tipo de casa le gustaría? ¿Un cottage como el mío?
El coche circulaba por Grand Parade. Aldo tuvo una idea y retrasó un poco la respuesta hasta que vio una fachada que le costaría olvidar.
—La suya es deliciosa —dijo finalmente—, pero necesito algo más grande para poder invitar a mis amigos. Pienso recibir mucho y me gustaría... ¡justo, una casa así! Esa sería perfecta.
El sargento Potter, que se había quedado sin habla, acabó por echarse a reír.
—¡Sí, desde luego! Pero ¿no es usted un poco exigente? En cualquier caso, ésa no está ni en venta ni en alquiler.
—¿Está seguro? —dijo Morosini afectando ingenuidad e incredulidad a un tiempo—. Quizá subiendo el precio...
—Aunque ofreciera millones, es imposible. Sepa, sir —añadió el sargento, adoptando una expresión de orgullo—, que esa mansión pertenece a Su Gracia la duquesa de Danvers.
—¡Ah! Claro, claro... —dijo Aldo, aclarándose la garganta para ocultar su sorpresa—. En tal caso, será mejor que busque otra cosa.
Unas horas más tarde, sentado junto al fuego en uno de los dos grandes sillones de piel negra de su salón de Chelsea, Adalbert escuchaba a su amigo, arrellanado en el otro, contarle su sorprendente odisea sin pensar ni por un instante en disimular su sorpresa.
—¿La casa de la duquesa sirviendo de refugio al supuesto asesino de Ferrals, al que sabemos que ella tenía en mucho aprecio y, sobre todo, que la ayudaba a mantener un tren de vida a la altura de su rango? ¡Es de locos!
—He analizado el asunto desde todos los puntos de vista durante el viaje de vuelta y he llegado a la conclusión de que tal vez no sea tan descabellado. Si entendí bien la conversación entre los dos hombres que estuvieron a punto de matarme, Ladislas está esperando un barco para ir a Polonia con un cargamento de armas. ¿Me sigues?
—Paso a paso. Es indudable que una morada tan aristocrática es un lugar idóneo para llevar a cabo un tráfico clandestino, pero parece un poco difícil de creer.
—Yo no opino lo mismo. Sir Eric vendía armas a la luz del día. Al menos en principio. Era, por decirlo de algún modo, la parte visible del iceberg, pero estoy convencido de que una gran parte de sus negocios se hacía de tapadillo y de que la duquesa le ayudaba..., consciente o inconscientemente.
—¿Qué quieres decir?
—Que me parece un poco corta de alcances para llevar bien unos asuntos tan delicados. Sin embargo, me vino a la memoria una cosa cuando los dos hombres citaron a un tal Simpson con el que debían hablar cuanto antes.
—¿Lo conoces?
—Digamos que lo he visto, y precisamente en casa de lady Danvers. Es su mayordomo.
Armado con la bandeja del café, Théobald, tan fresco como si hubiera pasado una apacible noche en su cama en lugar de recorriendo los acantilados, entró a tiempo de oír el final de la frase.
—Si me lo permiten —dijo—, según lo que el príncipe ha tenido a bien contarme en el tren, yo me sentiría tentado de pensar que Su Gracia no está al corriente de nada y que ignora lo que está ocurriendo en su casa.
—¿No te parece un poco excesivo? —repuso Vidal-Pellicorne, tomando una humeante taza para pasearla bajo su nariz con deleite—. Bien debía saber de dónde salía el dinero que recibía.
—Hasta ahora, sin duda. Pero... ¿por qué ese tal Simpson no podría haber considerado oportuno proseguir un comercio sumamente lucrativo ahora que sir Eric Ferrals ha desaparecido? —dijo Théobald.
—Yo coincido con Théobald —intervino de nuevo Morosini—. Faltaría averiguar a quién se dirigen nuestros clandestinos para abastecerse.
—Eso sólo podría decirlo Sutton. Como supondrás, los engranajes de un negocio como ése deben de ser infinitamente complejos y delicados. En cualquier caso —concluyó Adalbert—, una cosa es segura: tienes que ir a contárselo todo a Warren.
—Lo sé. Llevo dándole vueltas a eso desde esta mañana, pero no puedo hacerlo. Le he prometido a Anielka que no avisaré a la policía.
—¡Ésta sí que es buena! ¿Y qué habrías hecho con Ladislas, si hubieras conseguido sacarlo de la casa y llevarlo contigo?
—Él dice que no tiene nada que ver con el asesinato.
—Tal vez sea cierto. Falta saber a quién quieres creer tú, a él o a ella, y sobre todo a quién deseas salvar. Anielka debe de saber, a no ser que se haya quedado de repente sin luces, que si logras encontrar a ese muchacho no tendrás más remedio que entregarlo.
—Sí, pero con la condición de que sea yo quien lo atrape y no un escuadrón de policías.
—¿Para que no parezca que lo ha denunciado ella? ¡Una idea muy ingeniosa! —gruñó Adalbert—. Pero resulta que ahora, con la entrada en escena de la duquesa, las cosas están yendo demasiado lejos. Piensa que, si guardas silencio, te expones a ser cómplice en un asunto de tráfico de armas que no sabes adonde podrá acabar llevándote. ¿Te gustaría pasar unas decenas de años en Pentonville o en Dartmoor?
Aldo se quedó unos instantes pensativo y luego trató de cambiar de tema de conversación a fin de tomarse un poco más de tiempo para reflexionar.
—Por cierto, ¿y tú? ¿Tu excursión a Whitechapel ha dado algún fruto?
—No intentes dar largas al asunto. Tengo cosas que contarte, pero esperarán hasta la noche. ¿Vas a ir a ver al superintendente o voy a tener que ir yo en tu lugar?
—Sí, voy a ir—dijo Morosini suspirando—. Más vale que lo haga yo, ya que puedo describir al enemigo. Sólo espero poder conseguir que actúe con discreción e incluso que recurra a mí cuando haya una posibilidad de detener al polaco. Podría hacerme este favor; con la información que voy a darle, debería estar contento.
Esto demostraba un gran candor, y una vez en Scotland Yard las esperanzas de Morosini se vinieron abajo más deprisa que las murallas de Jericó al sonar la trompeta de Josué. El pterodáctilo manifestó una moderada alegría por ver de nuevo al príncipe anticuario, pero cuando éste comenzó a contarle su aventura balnearia pasó sin transición de una indiferencia cortés a una especie de trance y emprendió el vuelo por el despacho batiendo furiosamente las alas.
—¿Cómo? —gritó—. ¿Ha obtenido información de tamaña importancia y no ha venido a traérmela hasta ahora, cuando lo ha estropeado todo? ¿Sabe que podría arrestarlo por obstrucción de la acción de la policía?
—¿Qué ganaría con eso? —repuso Aldo sin amilanarse—. ¿Me permite recordarle que la susodicha información me ha sido confiada en el más estricto secreto por lady Ferrals, a fin de que me encargue personalmente de aprehender..., ¿es así como se dice?..., a su antiguo enamorado para que no la puedan acusar a ella de haberlo...?
—... entregado y por lo tanto no acabe siendo víctima de la venganza de sus amigos anarquistas —recitó Warren en un tono indignado—. Ya me conozco la cantinela. ¿Y qué ha pasado ahora? ¿Sus escrúpulos lo han abandonado?
—La verdad es que no, pero al encontrarme ante un asunto de tráfico de armas que quizás afecte a la seguridad del Estado y ponga en entredicho a una personalidad cercana a la Corona, he considerado que no tenía derecho a seguir guardando silencio.
—¡Aún tendremos que dar gracias!
El superintendente volvió a sentarse tras su mesa, tomó un cuaderno y le quitó el capuchón a su estilográfica.
—Bien, si no le importa, volvamos a empezar desde el principio. Y con todo detalle.
—¿No... no llama a su secretario para tomarme declaración?
—Debemos actuar con discreción, ¿no? —repuso, irritado, Warren—. Así que voy a escribir yo mismo y después veré cómo podemos tratar de preservar el estúpido secreto que esa joven idiota le exige.
Aliviado de un enorme peso, Aldo repitió el relato esforzándose en ser lo más preciso posible y sin omitir nada. Durante un buen rato, sólo se oyó su voz amortiguada y el chirrido de la pluma sobre el papel.
Cuando hubo terminado y Warren hubo releído lo que acababa de escribir, Morosini, tras una breve vacilación, preguntó:
—¿Me hará un favor?
—¿Cuál?
—Avisarme cuando sepa dónde está Wosinski para que pueda apresarlo yo. No le pido que no proteja la retaguardia, pero concédame el honor de acabar solo lo que empecé en Eastbourne.
Los ojos redondos y amarillos del pterodáctilo se clavaron en el rostro crispado de su visitante.
—Ahora que lo conoce, sería una gran imprudencia. No vacilará en disparar contra usted. ¿Acaso quiere poner en peligro su vida?
—Sin dudarlo ni un instante. Quiero cumplir la misión que me han encomendado, aunque sea a ese precio. Desde este momento estoy a su entera disposición.
El policía, sin contestar, calibró al hombre que tenía enfrente. Finalmente, tapó la pluma y la dejó entre los papeles.
—Nunca he puesto en duda que sea usted un hombre altruista y comprendo su dilema. Le prometo hacer cuanto esté en mi mano para darle satisfacción, con la condición, por supuesto, de que dejándole actuar no nos arriesguemos a que fracase la operación. Ni que decir tiene que deberá obedecer estrictamente —dijo, subrayando esta última palabra— las órdenes que yo le dé.
—Tiene mi palabra.
Alguien llamó a la puerta y, sin esperar respuesta, el inspector Pointer entró en el despacho de su jefe, se inclinó junto a su oído y le dijo algo en voz baja. Debía de tratarse de una noticia importante, porque el superintendente se sobresaltó. No obstante, hizo un gesto indicando a su subordinado que se retirara.
—Luego nos ocuparemos de eso. Primero voy a acabar con el príncipe.
—No entiendo cómo ha podido suceder una cosa así, sir. La vigilancia era perfecta...
—Déjelo por el momento, Pointer. Ya le llamaré.
El inspector se marchó de mala gana. Morosini se dispuso a imitarlo. En cuanto a Warren, no se movía. Parecía perdido en profundos pensamientos mientras tecleaba con los dedos sobre el brazo del sillón. De pronto, dijo:
—No vamos a poder mantenerlo en secreto mucho tiempo, así que más vale que se lo diga: Yuan Chang se ha ahorcado en la cárcel con un cordón de seda amarillo.
—¿Se ha ahorcado? —susurró Morosini, atónito—. Pero ¿no decía la otra noche que no conseguiría mantenerlo entre rejas mucho tiempo? Entonces, ¿por qué iba a matarse? No corría peligro de que lo condenaran a la pena de muerte.
—Y aun así, lo ha hecho él mismo. Bueno, casi...
—¿Qué quiere decir? ¿Acaso no se ha quitado la vida voluntariamente?
—Algo así. Yo diría que ha sido un suicidio por orden. ¿Conoce usted China, príncipe Morosini?
—No. Conozco su arte, su cultura, pero no he estado nunca allí.
—¿Su cultura? ¿Sabe algo de las antiguas costumbres imperiales, en particular de lo que designaban con el término «regalos preciosos»? ¿No? Entonces voy a explicárselo: cuando el emperador tenía queja de alguno de sus súbditos de alto rango o de sus dignatarios y, en razón de los servicios prestados, no deseaba enviarlo al verdugo, le hacía llegar lo que llamaban «regalos preciosos»: un cordón de seda amarillo, el color imperial, una bolsita de seda llena de veneno y un puñal. Eso significaba que le daba la opción de matarse.
—¿Y si escogía la vida?
—Imposible. Si lo hacía, la ejecución era inmediata. En el caso que nos ocupa, yo creo que Yuan Chang no ha tenido elección. Seguramente sólo han conseguido hacerle llegar el cordón, dentro de un panecillo o de Dios sabe qué. Pero ha sido suficiente para que obedeciera, como debe hacer todo mandarín, cosa que sin el menor género de duda era.
—Espere, espere... —repuso Morosini—. Dice que ha obedecido, pero ¿a quién? Usted habla de una costumbre imperial, pero en China hace unos años que triunfó la revolución. Quien manda ahora es Sun Yat Sen, y no creo que esté interesado en resucitar a los emperadores manchúes.
—Tratándose de China se puede esperar cualquier cosa: lo imposible, lo inconcebible, lo absurdo..., pero sobre todo la existencia de raíces tan profundamente hundidas en la noche de los tiempos que todavía perduran. El país vive su revolución, es verdad. Sin embargo, el joven emperador Pu Yi, actualmente destituido, continúa viviendo en sus palacios de la Ciudad Prohibida. Eso permite suponer que hay cierto número de fieles diseminados por el imperio pulverizado. Yuan Chang debía de ser uno de ellos. Aunque viviera en Londres desde hacía años, no en vano era de Hong Kong, donde las conspiraciones se desarrollan como flores al sol.
—En lo que a usted respecta, ¿cambia algo su «suicidio», aparte del hecho de que las posibilidades de recuperar el diamante de Harrison son menores?
Warren cogió de encima de la mesa una bonita pipa de brezo de Escocia y, pensativo, se puso a llenarla de tabaco antes de encenderla y de dar una larga bocanada que pareció relajarlo.
—¡Desde luego! —respondió por fin—. Eso significa que cometimos un error atribuyéndole demasiado poder, creyendo que actuaba solo, como devoto coleccionista en busca de tesoros desaparecidos. Ahora nos vemos obligados a constatar que era simplemente una cabeza, la que apuntaba hacia Inglaterra, de una de las implacables hidras llamadas tríadas, que para conseguir sus objetivos elevan el crimen a la categoría de institución. Para ellas todo vale: tráfico de armas, de drogas, de mujeres, de esclavos, incluso de niños. Para serle sincero, empiezo a echar de menos a Yuan Chang. Al menos con él sabíamos más o menos dónde estábamos. Ahora vamos a navegar entre la bruma.
—¿Y lady Mary? ¿Va a navegar también entre la bruma, como ustedes?
—No lo sé. Si está convencida de que el diamante se le ha escapado de las manos, es posible que abandone.
—Me extrañaría. Bajo sus maneras graciosas, parece un bulldog al que le han quitado su hueso. Llevará su locura hasta el final.
—De todas formas, va a seguir bajo vigilancia, y si un día me da la alegría de poder llevarla a los tribunales, mejor que mejor —concluyó Warren en un tono tan agresivo que Morosini sintió un escalofrío en la espalda.
—¿Se lo toma como una cuestión personal? —preguntó, sorprendido.
—Por una vez, sí. Lady Mary es tan culpable de la muerte de George Harrison como si lo hubiera matado con sus propias manos. De no ser por su codicia, un hombre de bien seguiría entre nosotros.
La gravedad del tono daba a entender que el juicio de Warren sería inapelable, pero, después de todo, Aldo no experimentaba el menor deseo de defender la causa de la nueva condesa de Killrenan. Entre otras cosas porque, en el curso de una de sus numerosas lucubraciones, había llegado a preguntarse si no sería también responsable del asesinato de sir Andrew. Tratándose de una mujer que contaba con tales complicidades, hacer comprar en Port Said a un individuo que además de ladrón fuera asesino quizá no presentara inmensas dificultades. Y creía recordar que, después del fracaso de su visita al palacio Morosini, quería lanzarse tras la estela del Robert-Bruce. No obstante, se guardó para sí sus reflexiones. Además, ya era hora de retirarse, de modo que cogió el sombrero y los guantes que había dejado sobre una silla.
—Creo que en eso soy de su misma opinión, y confieso que en estos momentos tengo tendencia a compadecerle. Se diría que la alta sociedad la ha tomado con usted: después de lady Mary, la duquesa de Danvers...
—Tiene razón; no es un problema nimio. Aunque yo creo que la duquesa es demasiado tonta para maquinar nada. Por cierto, cuento con usted para mantener todo esto en secreto.
—Espero que no lo ponga en duda.
—No, pero desconfío de ese periodista del Evening Mail con el que nuestro amigo arqueólogo se ve bastante a menudo.
Aldo se echó a reír.
—Debería saber que Vidal-Pellicorne tiene los ojos puestos en el Valle de los Reyes y las hazañas de Carter.
Gracias a Bertram Cootes, se entera un poco antes de las noticias. La duquesa no les interesa a ninguno de los dos.
—¡Ojalá siga siendo así! Bien, hasta pronto quizá.
Dicen que basta con hablar del rey de Roma para que asome por la puerta. Cuando llegó a Chelsea, Aldo casi se dio de bruces con Bertram, que bajaba la escalera como un rayo tarareando una vieja canción galesa. Éste, al reconocer al recién llegado, le pidió disculpas con una sonrisa radiante, le asió las dos manos para estrecharlas con un afecto inesperado y se precipitó al exterior haciendo revolotear su impermeable gastado, lo que dejó a la vista un traje de cheviot deformado por el uso, y gritando:
—¡La vida es bella! ¡No se imagina usted lo bella que puede ser a veces la vida!
Aldo ni siquiera trató de aclarar si eran palabras de Shakespeare o de Bertram. Después de verlo desaparecer en la bruma de la noche, se reunió con Vidal Pellicorne, al que encontró haciendo un solitario. Adalbert levantó los ojos en cuanto vio entrar a su amigo.
—Bueno, ¿qué? ¿El pterodáctilo no te ha devorado?
—Lo ha intentado, pero al final hemos llegado a un acuerdo. Oye, acabo de encontrarme a Bertram dando saltos de alegría. ¿Qué le ha pasado? ¿Ha heredado una fortuna?
—Digamos que ha heredado cincuenta libras que acabo de darle a título de gratificación, de agradecimiento y de incitación al silencio. Al menos durante algún tiempo más.
—¡Cincuenta libras! Eres muy generoso.
—Las vale, te lo aseguro. Gracias a él he podido confirmar otra pista de la Rosa, ésta mucho más cercana a nosotros, puesto que se pierde a principios de siglo.
—Ah, ésta también se pierde, ¿eh? Sí, claro, lo raro habría sido lo contrario. Oye, pero no le habrás contado a ese periodista que la piedra robada en la joyería de Harrison era una falsificación...
—¿Por quién me tomas? Él sigue creyendo la versión oficial, pero, como últimamente no dispone de mucho material que le permita utilizar la pluma, ya que siguen asignándole sólo los sucesos, se le ha ocurrido la idea de escribir textos contando historias de piedras singulares para convertirlos quizás en un libro, que giraría, por descontado, alrededor de la desaparición de la Rosa. Así que vino a verme para saber lo que, en el transcurso de mi larga vida de arqueólogo, he aprendido sobre joyas raras, aparecidas de repente en lugares inesperados. Su proyecto no es una tontería, y le pregunté de dónde lo había sacado. Fue entonces cuando me habló de su amigo Lévi, un sastre judío de Whitechapel que lo viste.
Al recordar el traje de cheviot deformado que el periodista lucía cuando lo había visto, Aldo no pudo contener la risa.
—¿Un sastre? ¿Bertram Cootes? Yo hubiera jurado que se vestía en una trapería.
Vidal-Pellicorne dirigió a su amigo una mirada severa.
—Cuando uno es tan elegante como tú, debe mostrarse más caritativo. Bertram hace lo que puede. En cuanto a la historia que él y su sastre me han contado, no hace reír ni por asomo. Es excitante, desde luego, pero más bien aterradora.
—¿No exageras un poco? Las historias aterradoras de Whitechapel sucedían hace cuarenta años, en la época de Jack el Destripador.
Adalbert clavó sus ojos azules, súbitamente teñidos de gravedad, en los de su amigo, mientras con las manos revolvía las cartas extendidas sobre la mesa.
—Vas a llevarte la sorpresa de tu vida, igual que me la he llevado yo, porque resulta que ese famoso diamante, esa piedra real que ha pasado por las manos de tantas personas ilustres, por imposible que parezca llegó hasta los arroyos sangrientos donde el monstruo sin cara abandonaba a sus víctimas. Estoy seguro.
—¿Qué? ¡Tú desvarías!
—No, no. En fin, juzga por ti mismo. Anoche convencí a Bertram de que me llevara allí prometiéndole una buena gratificación si animaba a su amigo para que compartiera conmigo sus recuerdos de lo que él llama «la piedra judía».
—¿La piedra judía? ¿Y se supone que es...?
—Escucha y verás. La noche del 29 de septiembre de 1888, hacia Ja una de la madrugada, un buhonero polaco, además de judío, entró con su carricoche en el patio del Club Educativo de los Trabajadores Extranjeros que se encontraba en Berner Street. De pronto, el caballo se encabritó y el buhonero, dirigiendo la linterna hacia el suelo, descubrió el cuerpo de una mujer degollada. Al mismo tiempo, distinguió en la oscuridad del patio una silueta que huía. Paralizado en un primer momento por el terror, intentó gritar sin conseguirlo y se dejó caer de rodillas junto al cadáver, que aún estaba caliente. Fue entonces cuando vio, al lado de su mano, algo brillante: una especie de piedra salpicada de barro. La cogió, se la guardó en el bolsillo y logró por fin pedir socorro. Al cabo de un momento, la gente que quedaba en el club acudió y poco después llegó la policía. Asistieron al buhonero, que estaba medio muerto de miedo. Ese crimen era el tercero que cometía el Destripador, aunque en este caso la víctima no había sido destripada porque la llegada del carricoche había obligado a huir al asesino. La nueva víctima se llamaba Elizabeth Stride; era una viuda de unos cuarenta años, dedicada a la prostitución desde el ingreso y la muerte en prisión de su marido, pero que había conocido días mejores... Pero olvidemos eso. Cuando llegó a su casa después de haber estado un buen rato en el puesto de policía, el buhonero se acordó de lo que había encontrado, lo sacó del bolsillo y empezó a limpiarlo. Aunque jamás había visto un diamante pulido y sin tallar, y aunque poseía una cultura muy limitada, se dio cuenta de que no se trataba de una piedra corriente. Pensó en llevarla a la policía, pero, como no la había entregado enseguida, tuvo miedo de las consecuencias de su gesto tardío y prefirió plantear el problema a su vecino, el rabino Eliphas Lévi, al que lo unía un parentesco lejano. Éste era un hombre piadoso, prudente y sabio, en quien se podía confiar plenamente.
»E1 rabino aprobó la decisión del buhonero de haber acudido a él. Puesto que había cometido la imprudencia de recoger un objeto del lugar del crimen y no mencionarlo, era preferible continuar por esa vía. Desde el comienzo de la pesadilla que estaban viviendo en Whitechapel, la policía actuaba muchas veces con brutalidad y sin demasiado discernimiento. Como la imaginación colectiva de la gente del barrio, por ejemplo, había hecho surgir en relación con uno de los crímenes anteriores la silueta de un hombre con un delantal de cuero, habían detenido a un desdichado zapatero, un judío polaco llamado John Pizer, mientras que los suyos estaban empezando a sufrir un principio de pogromo. Por suerte, el hombre tenía una coartada y lo habían soltado. Eliphas Lévi, que había estado a punto de tener problemas, quería evitar a toda costa que aquello volviera a suceder. Lo mejor era callar, pero, a fin de que su vecino no se sintiera perjudicado, le propuso que le dejase la piedra para estudiarla y, en espera del resultado, le dio algún dinero.
»A1 quedarse solo, el rabino examinó minuciosamente la piedra. Siempre se había interesado por la mineralogía y poseía un pequeño equipo en el que figuraba una lupa. No tardó en distinguir, en la cara más plana del cabujón, una minúscula estrella de David. A partir de ese momento, pensando que tenía entre las manos un objeto sagrado, ya que conocía la leyenda del pectoral perdido, lo consideró su más preciado tesoro sin preocuparse de su valor en el mercado, convencido de que databa de tiempos inmemoriales. No obstante, tuvo la prudencia de guardar la piedra en un sólido joyero y no hablarle de ella a nadie excepto a sus dos hijos cuando tuvieron uso de razón. Uno de ellos es Ebenezer, el sastre…
—¡Fantástico! —exclamó Morosini, entusiasmado—. No tenemos más que convencer a ese buen hombre de que nos la venda. Reconozco que será un poco difícil, pero si le decimos que el pectoral todavía existe y que es preciso...
—¿Y si me dejaras acabar? —gruñó el arqueólogo—. Si el diamante estuviera todavía en Whitechapel, habría empezado por decírtelo, pero resulta que ya no está. Hace unos diez años, una noche de invierno muy oscura, el rabino y su hijo mayor, destinado también a la vida religiosa, fueron asesinados. Y el joyero desapareció.
—¡No! —gimió Aldo, desalentado—. Empiezo a creer que nunca llegaremos a encontrar ese maldito diamante. ¡Está poseído por el Diablo!
—Yo también tengo esa sensación. ¿Y sabes qué te digo? Si lo encontramos, nos apresuraremos a dárselo a Simon para que lo devuelva a su lugar de origen. Esa piedra me desagrada y me da miedo. Hay demasiada sangre a su alrededor.
—Lo que no consigo entender es cómo es que la tenía una prostituta de baja estofa.
—¡Vete a saber! Su marido, cuya desaparición la empujó a hacer la calle, era un ladrón. Quizá la robara Dios sabe dónde.
—Y con semejante herencia, ¿Elizabeth Stride prefirió el arroyo a una existencia confortable? Podía haberla vendido.
—Difícilmente. Debía de imaginarse que su marido no la había encontrado paseando por Hyde Park. Además, ese viejo diamante pulido no es una piedra muy llamativa. Seguramente desconocía su valor y tal vez incluso lo consideraba un recuerdo y por eso lo llevaba encima. El asesino tuvo el tiempo justo de degollarla y desgarrarle el vestido. La piedra cayó al suelo y ya está.
—Las explicaciones más sencillas suelen ser las mejores —dijo Aldo—. Sin embargo, podemos fantasear. ¿Y si el Destripador buscaba la piedra?
—Eso no es fantasear, eso es desvariar —repuso Adalbert encogiéndose de hombros.
—No sé si tú lo has oído decir, pero hay quien cree que ese criminal fuera de serie era el duque de Clarence, nieto de la reina Victoria, supuestamente fallecido en 1892 pero del que se rumorea que sigue vivo, internado en un manicomio donde lo tratan de una sífilis incurable.
—¿De dónde has sacado eso?
—Lord Killrenan le contó esa versión a mi madre. Y él la creía. Es muy sospechoso que, después de haber intentado implicar a los judíos en esa abominación, se abandonaran de la noche a la mañana las investigaciones.
Théobald fue a anunciar que la cena estaba servida y los dos amigos pasaron a la mesa tras haberse lavado simplemente las manos, pues ni el uno ni el otro tenían ganas de cambiarse.
Mientras degustaban la sopa de langosta, Morosini, perdido en sus pensamientos, permaneció en silencio, pero cuando hubo vaciado el plato sacó de nuevo a la conversación los crímenes de Whitechapel.
—¿Y el sastre de Bertram no tiene ninguna idea acerca del asesino de su padre y su hermano?
—Tal vez, pero se cerró como una ostra cuando le hice esa pregunta. Yo creo que tiene miedo.
—¿De qué, Dios santo?
—De la policía. Cuando encontraron el cuerpo de los dos hombres, no se atrevió a hacer ninguna acusación porque tendría que haber hablado de «la piedra judía» y estaba seguro de que, si lo hacía, sería acusado de encubrimiento, de robo quizá... La policía tal como nosotros la conocemos, o sea, los despachos y los grandes hombres de Scotland Yard, no tiene nada que ver con la que opera en los barrios miserables, allí donde los extranjeros, los judíos sobre todo, son mayoría.
—Hablando de judíos, los del relato que me has hecho eran polacos. ¿Hay tantos allí?
—Eso parece, aunque, dadas las circunstancias, no me hablaron mucho de ellos. Resumiendo, yo creo que puede encontrarse un muestrario bastante amplio de toda la Europa central. ¿En qué estás pensando?
—En que un polaco es un polaco aunque no haya nacido en un gueto y en que los hijos de Israel siempre han practicado la hospitalidad. A estas alturas, Wosinski ya no está en Eastbourne. Debe de haberse escondido en otro sitio.
—Si espera un barco, será en algún lugar de la costa. ¿Para qué quieres que vaya a meterse en el lodazal de Whitechapel?
—Tus palabras están llenas de sabiduría y de lógica, amigo —dijo Morosini—. Sin embargo, me muero de ganas de ir a dar una vuelta por allí. ¿Crees que podrías localizar al sastre llamado Ebenezer Lévi?
—Sí, desde luego, pero ¿no estás mezclándolo todo? —En absoluto. Siempre es posible matar dos pájaros de un tiro. Si te parece bien, iremos mañana, porque lo que es esta noche—Aldo, olvidando las normas del decoro, se desperezó y bostezó. Desde su salvamento en los acantilados de Beachy Head, el día había sido muy largo, y con excepción de dos horas escasas en el tren, llevaba dos días seguidos sin dormir. El cansancio empezaba a pesarle. El bostezo se convirtió, pues, en una mueca.
—Decididamente, estoy haciéndome viejo —constató—. Antes de la guerra, podía pasar tres días sin dormir y estar más fresco que una rosa. Habría que pensar en eso antes de interesarse por una muchacha de veinte años.
—De todas formas, la marcha nupcial está lejos de sonar para vosotros dos, así que pasa una buena noche y no pienses más en eso —dijo Adalbert con una media sonrisa burlona—. Iremos mañana durante el día; parecerá más natural.
El tiempo no influía en la actividad comercial de Whitechapel. El taxi que llevaba a los dos hombres se abría paso con precaución entre la multitud que atestaba la calle, estrechada por las mesas llenas de mercancías pegadas a las tiendas. Vendedores judíos en mangas de camisa bramaban a cuál más y mejor proclamando la excelencia de sus productos. Ropa blanca de textura basta, prendas de vestir más o menos usadas, zapatos, sombreros, chalecos de fantasía, relojes, telas..., se ofrecía de todo, se vendía de todo. Mujeres perdidas de barro, tocadas con casquetes de hombre y ciñéndose al cuerpo chales agujereados discutían los precios en yiddish, interrumpiéndose sólo para reclamar la presencia junto a ellas de unos niños sucios que intentaban escabullirse. Justo el tiempo de propinar un pescozón y reanudaban el regateo.
El establecimiento del sastre se encontraba enfrente de una pequeña sinagoga, pero el taxi no se detuvo allí. Adalbert le indicó una plaza situada a un centenar de metros y le pidió que los esperara después de haberle pagado una parte de la carrera y prometido una buena propina.
Cuando los dos hombres llegaron delante de la tienda, constataron que estaba cerrada con candado y que no se veía ninguna señal de vida al otro lado del escaparate. Ni tampoco en el piso donde el sastre tenía su vivienda.
—¿Adonde habrá ido? —masculló Vidal-Pellicorne girando sobre sí mismo como cuando uno se encuentra ante una puerta cerrada y espera ver aparecer al propietario.
Quien apareció fue una mujer gorda que venía del mercado cargada con una pesada cesta rebosante de puerros y coles.
—¿Buscan al sastre, caballeros? —preguntó con una amplia sonrisa.
—Sí—respondió Aldo—. Hemos oído elogiar su habilidad.
La mirada experta de la mujer examinó las prendas que vestían los visitantes.
—No es en absoluto su estilo —constató—, aunque al fin y al cabo eso es cosa suya. Pero hoy pierden el tiempo, porque Ebenezer no está. Soy su vecina y lo he visto salir esta mañana con una bolsa de viaje.
—Si es su vecina, supongo que le habrá dicho algo.
—No, no me ha dicho nada. No es muy hablador, ¿saben? Antes le hacía las tareas domésticas, pero tuvimos unas palabras, así que ahora se las apaña solo.
—Puesto que parece conocerlo, ¿no tendrá alguna idea de adonde ha podido ir?
—¡Ni la más remota! Por lo que yo sé, está solo en el mundo, y nunca se le ve ir a ninguna parte.
—¿No tendrá quizás una casa en el campo?
La mujer estuvo a punto de partirse de risa.
—¿Ustedes creen que la gente de Whitechapel tiene medios para permitirse esos lujos? No, caballeros, no puedo decirles nada más... Ah, sí, que parecía tener mucha prisa.
—Bien, pues volveremos dentro de unos días —dijo Morosini mientras sacaba unas monedas del bolsillo ante la mirada interesada de la vecina, que las aceptó encantada.
—Me extrañaría que estuviese mucho tiempo fuera —añadió—. Si quieren que los avise cuando vuelva, déjenme su dirección.
—No, no hace falta. Si se tercia, pasaremos de nuevo...
Tras despedirse de la vecina, volvieron sobre sus pasos en busca del taxi.
—¡Qué raro! Se diría que a nuestro hombre le ha entrado miedo —comentó Vidal-Pellicorne.
—Sí, esto tiene todo el aspecto de una huida. ¿Y la otra noche no tuvo ningún reparo en contarte la historia de la piedra judía?
—No, incluso parecía bastante contento de hablar de ella. A mí me recordó a un niño que conoce una bonita leyenda y le gusta contarla una y otra vez.
—¿Una bonita leyenda que acaba con un doble asesinato?
—Bueno, ya sabes que los judíos están acostumbrados a las desgracias. Empezó a sentir miedo cuando lo presioné un poco para saber si en la época del robo había sospechado de alguien... Eso es lo que me resulta sorprendente. Al fin y al cabo, hace diez años que pasó. Y si está asustado, ¿por qué le habló del asunto a Bertram Cootes?
—No nada en la abundancia y un poco de dinero nunca viene mal. ¿Qué hacemos ahora? Quizá sería conveniente que Scotland Yard buscara al sastre —propuso Aldo.
—Ese pobre tipo ya ha tenido bastantes complicaciones y Warren está desbordado con el asunto del diamante y el caso Ferrals. No hay más que esperar. Quizás Ebenezer acabe por regresar.
El taxi acababa de emprender el camino de vuelta, igual de abarrotado que en la ida, lo que obligaba al chófer a circular muy despacio, cuando de pronto Aldo asió por el brazo a su amigo.
—Mira a esos dos hombres que están parados delante de la tienda de ultramarinos.
—¿Uno con un abrigo negro y el otro con un abrigo gris y una gorra calada hasta las cejas?
—Sí. Fíjate bien en el del abrigo negro. Lo conoces.
Una discusión entre dos comerciantes acababa de obligar al coche a detenerse, lo que permitió a Adalbert observar mejor al personaje enfrascado en una animada conversación.
—Parece... —dijo por fin—, sí, es nuestro viejo amigo el conde Solmanski. En cuanto al otro...
—Ya lo vi con él la otra noche; es el cura de la iglesia polaca de Shadwell. En cuanto a lo que hacen aquí, en pleno barrio judío, sé tanto como tú. Pero ¿por qué no estiramos un poco las piernas?
Aldo se disponía a pagar al taxista antes de bajar cuando Adalbert lo detuvo con un gesto. Solrrianski y su compañero acababan de ponerse en marcha para ir hasta un coche estacionado en una calleja transversal. Montaron en él y el vehículo arrancó. Al cabo de un momento, la discusión terminó por fin y el taxi reanudó su camino.
—Siga a ese coche lo más discretamente posible —ordenó el arqueólogo.
Sin embargo, la vigilancia resultó decepcionante: el polaco simplemente acompañó a su compatriota a la iglesia, tras lo cual se hizo llevar al Claridge. Aldo y Adalbert regresaron a su casa prometiéndose tratar de averiguar algo más sobre los movimientos del padre de Anielka.
Una sorpresa desagradable los esperaba allí: en unas breves frases, el superintendente Warren los informó de que el juicio de lady Ferrals había sido fijado para el lunes 10 de diciembre, ya que se habían encontrado nuevas pruebas contra la joven.
11. El juicio
El juicio contra Anielka comenzó una de las escasas mañanas soleadas de que se disfrutaba en Londres. Así pues, Aldo y Adalbert decidieron pasar por la orilla del Támesis para dirigirse al lugar donde iba a desarrollarse el drama, Central Criminal Court, más conocido con el nombre de Old Bailey, a fin de aprovechar un momento de excepcional calidez antes de sumergirse en las tinieblas de un caso que se presentaba cada vez peor.
Pese a sus minuciosas indagaciones, la policía no había logrado echarle el guante a Ladislas Wosinski, que quizás ahora sí había salido del país. Los dos amigos, por su parte, se habían repartido la vigilancia del conde Solmanski y del sacerdote polaco sin obtener ningún resultado: el cura llevaba una vida austera y regular como pocas; en cuanto al padre de la acusada, había paseado a sus perseguidores por las diversas iglesias católicas de Londres, donde rezaba largas oraciones y gastaba una fortuna en cirios, aunque no había vuelto a Shadwell. Los condujo también a la cárcel, a la embajada polaca y a casa de algunos miembros eminentes del personal de ésta, a casa de la duquesa de Danvers y, por supuesto, a casa de sir Desmond. Siempre vestido de negro, era la viva imagen del padre doliente.
Hacía un tiempo espléndido; una brisa fresca animaba a unas nubecillas blancas a perseguirse a través del cielo azul, mientras que una bandada de gaviotas se entregaba a una actividad frenética revoloteando sobre Temple Gardens, antes de descender en picado hacia el río. Era un espectáculo que serenaba el corazón, pero no hubo más remedio que resignarse a darle la espalda.
Old Bailey era un imponente edificio que databa de principios de siglo y que, con su torre y su cúpula, se parecía un poco a la catedral de San Pablo, con la diferencia de que sobre la cúpula de aquél había una gran estatua de la Justicia. Una estatua que Aldo observó con mirada dubitativa, pues los tribunales británicos, con su ceremonial de otra época, le inspiraban muy poca confianza. El interior no le pareció más alentador.
Las altas ventanas, tras las que el azul del cielo hacía guiños sonrientes, iluminaban una vasta sala revestida de madera oscura en la que ocupaba un lugar destacado el sillón del juez, situado bajo un altorrelieve que representaba la espada de la justicia apuntando hacia las armas de Inglaterra. El juez, sir Edward Collins, se sentaría allí, por encima de diversos juristas, para arbitrar el combate que acusación y defensa iban a librar dentro de un momento.
Los usos y costumbres del sistema judicial británico diferían mucho de los continentales. En Gran Bretaña, un juicio no era una investigación para determinar lo que había pasado —investigación en el transcurso de la cual el juez es una especie de inquisidor, puesto que el papel del abogado se encuentra bastante limitado—, sino un enfrentamiento, una especie de competición entre el abogado de la Corona, que representa al ministerio público, y el de la defensa, en la que se suponía que el juez era el árbitro imparcial e imperturbable. La cuestión no es, pues, saber si el acusado es culpable sino si el ministerio público ha demostrado suficientemente que lo es. La tarea del defensor es mostrarse más convincente ante los doce jurados.
La disposición interior difería mucho también. Frente al juez, la tribuna del acusado, a la que se accedía por una escalera que arrancaba en el sótano. A la derecha, y perpendicularmente a ésta, unas hileras de abogados con toga negra, alzacuellos y peluca blanca de prietos tirabuzones sobre la cabeza. Acusación y defensa ocupaban la primera fila, y sus representantes se limitaban a levantarse para intervenir. Por último, en el otro lado de la sala, en la misma línea que la especie de pulpito donde se sucedían los testigos, el jurado, al que ningún magistrado acompañaría en el momento del debate y que debería resolver guiándose únicamente por su conciencia. El público tenía acceso a las galerías superiores, un espacio del estilo del gallinero de los teatros, mientras que los diversos testigos ocupaban unos asientos situados detrás del acusado, junto con los amigos de las dos partes.
Como no se trataba de un proceso ordinario, sino de un caso que afectaba a la alta sociedad, el público, muy escogido, era admitido previa presentación de entradas que facilitaban los sheriffs encargados del mantenimiento del orden. En cuanto al banco de la prensa, estaba a rebocar y, para sorpresa de sus compañeros de aventura, Bertram Cootes, por una vez correctamente vestido, se hallaba presente y mostraba una expresión triunfal.
Como lord Desmond Killrenan había advertido a Morosini que quizá lo llamara a declarar, éste se instaló junto con Adalbert en las filas de los privilegiados, al lado de la duquesa de Danvers, que ese día lucía un sombrero de tul y de terciopelo negros bastante parecido a un nido de cigüeñas y sin duda muy molesto para las personas sentadas detrás. La duquesa recibió a los dos amigos con una especie de alivio.
—La angustia me atenaza la garganta —le confesó a Aldo—, pero me sentiré un poco mejor sabiendo que está usted cerca de mí. Tener que testificar es una prueba terrible.
—Hace mal en atormentarse tanto. El juez y los abogados la tratarán con mucha consideración. Lord Desmond es amigo suyo...
—Sí, pero sir John Dixon, el abogado de la Corona, no me tiene mucha simpatía. Siempre le ha parecido escandalosa mi amistad con el pobre Eric y nunca lo ha ocultado. Sé que nuestra justicia obliga a los abogados a comportarse con una educación perfecta e incluso con una gran cortesía, pero conozco a muchos que debajo de eso saben esconder frases y alusiones muy desagradables.
—Vamos, tranquilícese. Estoy seguro de que todo irá bien.
—¡Dios le oiga! ¿Usted cree que sir Desmond llamará a declarar a Anielka?
Ésa era también una peculiaridad de la legislación inglesa: el acusado podía ser escuchado como testigo, lo que permitía a su abogado interrogarlo directamente. Este contrainterrogatorio podía resultar beneficioso o desastroso, según los casos y... la inteligencia del acusado.
—Eso espero —susurró Morosini, pensando en la juventud y la belleza de la muchacha. Si el jurado se mostrara sensible y comprensivo, esa comparecencia quizás influyera favorablemente.
La llegada del juez hizo que la sala se pusiera en pie. Vestido de púrpura y armiño, el largo rostro enmarcado por una gran peluca al estilo del siglo XVII que recordaba bastante a un chal arrugado, sir Edward Collins hizo su entrada y se dirigió al sillón elevado entre un silencio casi religioso. En cuanto se hubo instalado, un jurista anunció el comienzo del juicio denominado «El rey contra lady Ferrals», curiosa fórmula que habría podido aplicarse a un duelo, con la diferencia de que en este caso uno de los adversarios no se encontraba allí en persona. Inmediatamente después se oyó la orden:
—¡Hagan entrar a la acusada!
Todas las cabezas se levantaron, y en la galería el público se inclinó para ver mejor. En cuanto a Aldo, sintió que se le encogía el corazón al pensar que quizá dos o tres días más tarde el juez se pondría un birrete negro, tal como era costumbre cuando debía pronunciar una sentencia de muerte.
Cuando, flanqueada por dos guardianas, Anielka emergió de las sombras de la escalera a la luz de las altas ventanas, un murmullo recorrió la multitud como una ráfaga de viento el mar, y allá arriba, en su trono, sir Edward Collins se ajustó los lentes en la nariz a fin de verla mejor. Jamás, ni siquiera el fastuoso día de su boda, la joven polaca había estado más rubia, más encantadora, más frágil y más enternecedora que con aquel traje de chaqueta de crespón negro, sin otro ornamento que el brillo de sus cabellos y de su tez, que convertía su delgada figura en el oscuro tallo "de una flor de oro.
—¡Qué pena! —murmuró la duquesa—. Acaba de cumplir veinte años y mire dónde está...
Aldo no contestó. El abogado de la Corona estaba leyendo el acta de acusación.
—Anielka-María-Elwiga Ferrals, se la acusa de haber asesinado a su esposo, sir Eric Ferrals, la noche del 15 de septiembre de 1922. ¿Es usted culpable o no culpable?
—No culpable.
La voz de la joven sonaba tranquila, clara y firme, en perfecta consonancia con su porte lleno de modestia y de dignidad. Había mirado a su acusador directamente a los ojos, sin insolencia pero con una seguridad que pareció agradarle, pues la sombra de una sonrisa flotó en sus labios.
Era imposible imaginar unos personajes más distintos que sir John Dixon y sir Desmond. El uno, alto y delgado, con un semblante de facciones toscas y angulosas, animado por unos ojos castaños particularmente vivos; el otro, más rollizo, más voluminoso, daba una impresión de fuerza acumulada. Con la peluca, que le sentaba peor aún que a los demás, presentaba un parecido bastante acusado con un bulldog; sin embargo, si uno se fijaba en su mirada, de un gris opaco y dotada de la dureza del granito, percibía que, una vez que clavaba los colmillos en su adversario, no debía de soltarlo fácilmente. Por el momento, tenía la palabra el primero; le correspondía a él romper el fuego.
Sir John Dixon expuso el caso empezando por describir rápidamente las relaciones entre el difunto y su joven esposa desde el principio de su matrimonio, aunque insistiendo en una diferencia de edad poco favorable al nacimiento de un gran amor en una muchacha de diecinueve años. Inmediatamente, sir Desmond intervino.
—Mi distinguido colega debería tener la suficiente experiencia para saber que, en una pareja, una gran diferencia de edad no representa un obstáculo insalvable para el nacimiento del amor. La personalidad de sir Eric Ferrals... e incluso me atrevería a decir su encanto podían seducir a una joven.
—Más adelante pasaremos a interrogar a lady Ferrals sobre la naturaleza exacta de sus sentimientos hacia su esposo. Por el momento, deseo centrarme en la noche del drama, durante la cual, después de haber bebido un whisky con soda en el que había diluido un papelillo de polvos contra la migraña que le había ofrecido su esposa, sir Eric encontró la muerte en cuestión de instantes...
Sir John hizo un breve relato de esa última velada sin insistir en los detalles y, para disponer de un cuadro más completo, rogó a «Su Gracia la duquesa de Danvers» que tuviera a bien salir a declarar.
—Dios mío —gimió ésta—. ¿Ya me toca?
Su intervención distó mucho de ser un éxito. Tras haber aparecido en la tribuna con una majestad que impresionó al público, tentado por unos instantes de creer que podría ser la reina Mary en persona, lady Danvers perdió enseguida el dominio de sí misma. Nerviosa, al borde de las lágrimas, la noble dama tuvo todas las dificultades del mundo para leer la fórmula del juramento. En cuanto a su relato de la velada, fue tan confuso y balbuceante que el juez acudió en su auxilio.
—Tranquilícese, se lo ruego. Comprendemos sobradamente su emoción por encontrarse aquí, y creo que habría sido preferible no hacerla intervenir tan pronto. Quizás —añadió, dirigiendo una mirada severa hacia el abogado de la Corona— deberíamos posponer esta declaración para más tarde, cuando Su Gracia se encuentre mejor.
La gratitud de la infeliz fue conmovedora.
—¡Oh, gracias, milord! —susurró, enjugándose los ojos a través del velo mientras sir John se inclinaba en silencio y la defensa aprobaba con una semisonrisa sardónica que expresaba su satisfacción.
Su adversario había querido asestar un gran golpe en la imaginación de los jurados llamando de entrada a una dama de tan alto rango, pero, como esa iniciativa había resultado desastrosa, él no estaba nada descontento. Así pues, oyó con gran serenidad llamar al inspector Pointer, el policía que había realizado las primeras comprobaciones.
Como hombre acostumbrado a este tipo de situación, hizo una declaración breve y precisa de lo que había encontrado la noche del 15 de septiembre cuando llegó a casa de los Ferrals: la confusión del personal, las lágrimas de las dos damas y la cólera del secretario, que no dudó en acusar de asesinato a la mujer de su jefe. Como si se tratara de una mera descripción, sir Desmond no consideró útil realizar un contrainterrogatorio. Con el testigo siguiente sí que iba a tener que emplearse a fondo, pues sir John Dixon estaba llamando ni más ni menos que a John Sutton.
Con su traje de sarga negro, iluminado tan sólo por la camisa blanca, el secretario parecía más alto de lo que era, más delgado y tan ostensiblemente de luto que a Aldo le pareció ostentoso. Bajo sus cabellos rubios y aplastados, su semblante estaba muy pálido.
—Si su intención era encarnar la estatua del Comendador, lo ha logrado plenamente —susurró Vidal-Pellicorne—. ¡Más siniestro imposible!
—Está aquí para pedir una cabeza. No querrás que aparezca como unas castañuelas...
Morosini se interrumpió. Sutton, con la Biblia en una mano y sin bajar los ojos hacia el texto colocado delante para que lo leyeran los testigos, prestaba juramento mirando al frente. Debía de habérselo aprendido de memoria.
—Juro por Dios Todopoderoso aportar un testimonio fiel y decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad...
La voz serena de sir John Dixon le hizo eco.
—¿Se llama usted John-Thomas Sutton, nacido en Exeter el 17 de mayo de 1899, y ejercía desde hace tres años las funciones de secretario particular de sir Eric Ferrals?
—Así es.
—La noche de su muerte, usted se encontraba en su gabinete de trabajo en compañía de su jefe, de la esposa de éste y de Su Gracia la duquesa de Danvers. ¿Con qué motivo se hallaban reunidos?
—Ninguno extraordinario, simplemente tomar una copa antes de ir a cenar. Sir Eric me había pedido que reservara una mesa en el Trocadero. Le gustaba mucho la cocina y el ambiente de ese restaurante y no era infrecuente que fuese allí con lady Ferrals. Algunas veces invitaba a Su Gracia a acompañarlos.
—¿Y a usted? ¿No lo invitaba nunca?
—Sí, pero yo prefería acompañarlo cuando iba solo o con otro hombre.
—¿Porqué?
—Lady Ferrals no me tenía en mucha estima y yo, por mi parte, le devolvía esa... enemistad. Él lo sabía...
—Lo sabía, ¿y aun así nunca le había pasado por la cabeza la idea de prescindir de sus servicios?
Un destello de cólera brilló en los ojos del joven.
—¿Por qué iba a hacerlo? Yo lo conocí mucho antes de que se casara con la condesa Solmanska. Éramos... bastante íntimos, y además mi trabajo le satisfacía. Creo poder afirmar que confiaba plenamente en mí.
—No lo dudo ni por un instante, pero ¿ese antagonismo entre su esposa y usted no le contrariaba?
—Llegué a pensar que le divertía. «Está simplemente celoso, querido John, pero con el tiempo se le pasará», me decía a veces.
—Y... ¿era verdad?
—¿Que estaba celoso? Sí, señor. Siempre consideré ese matrimonio un error porque perturbaba a sir Eric, incluso en los negocios. Su cerebro ya no era ese espléndido mecanismo que funcionaba a la perfección y despertaba la admiración de todos, incluso de sus competidores. La prueba era que... bebía más.
—¿Y eso le preocupaba?
—Un poco, lo confieso. Estaba y continúo estando muy unido a sir Eric porque le debo mucho.
—¿Es ésa la razón por la que, en cuanto Scotland Yard se personó en el lugar de los hechos, no dudó en acusar a lady Ferrals de asesinato?
—En parte sí, pero no es la única razón. Hacía unas semanas que lady Ferrals había convencido a su esposo para que tomara a un compatriota suyo como sirviente.
—¿Como ayuda de cámara?
—No, como simple sirviente. Tenemos cuatro bajo las órdenes del mayordomo. Él servía la mesa, entre otras...
—Al parecer, ese hombre no le agradó... Pero, por favor, continúe.
—A primera vista, no había ninguna razón para que me desagradara: realizaba su trabajo con esmero y discreción, iba impecablemente vestido y hablaba nuestra lengua a la perfección. Quizá no habría sospechado nada si el azar no me hubiera puesto frente a una realidad desagradable. Aquella noche, sir Eric cenaba en casa del alcalde y yo había ido al teatro. Lady Ferrals estaba sola en casa... o al menos eso creía yo, pues, cuando entré evitando hacer ruido porque era tarde, vi a ese tal Stanislas...
—Un momento. ¿Cómo se llamaba exactamente?
—Había sido contratado con el nombre de Stanislas Razocki, pero después me enteré de que ése no era su verdadero nombre. Se llama...
—Ladislas Wosinski —dijo el abogado de la Corona tras consultar una de sus notas—. Continúe, por favor.
—Cómo se llame carece de importancia. Lo que la tiene es que lo vi salir de la habitación de lady Ferrals en compañía de la propia lady Ferrals vestida de un modo indecoroso para estar con cualquiera, y con mayor motivo para estar con un criado.
—Usted sabe perfectamente que, para una gran dama, un criado no es un hombre —dijo sir John con una media sonrisa.
—A juzgar por el beso apasionado que se dieron, le aseguro que ella lo consideraba un hombre de la cabeza a los pies. Más aún...
El murmullo que recorrió la sala lo interrumpió y el juez dio unos golpes sobre la mesa.
—No estamos en el teatro. Ruego a la sala que guarde silencio. Haga el favor de continuar, señor Sutton. ¿Qué más tiene que decirnos?
—Lo siguiente, milord: cuatro días antes de la muerte de sir Eric, oí a lady Ferrals decirle a ese hombre: «Si quieres que te ayude, antes necesito ser libre. Ayúdame primero tú.»
—Es cierto que suena extraño —dijo sir John—, pero más extraño es que lady Ferrals hablara en inglés. Su lengua materna habría sido más segura.
—Tal vez, y confieso que a mí también me sorprendió, pero, pese a todo, las cosas sucedieron así. A partir de ese momento tuve la convicción de que algo amenazaba a sir Eric, pero, como sabía el amor irracional que sentía por esa mujer, decidí no decirle nada. Esperaba llegar a abrirle los ojos sin verme obligado a hablar. Cuando lo vi caer, no lo dudé ni por un instante: los dos amantes acababan de matarlo delante de mí.
—¿Por qué? ¿Porque había visto a lady Ferrals darle un medicamento a su marido?
—Por supuesto.
—Sin embargo, eso demostraba ser poco inteligente, pues bastaba con hacer analizar el papelillo para descubrir el veneno.
—Sí, pero resulta que el papelillo no apareció. Alguna mano diligente debió de arrojarlo al fuego de la chimenea. Seguramente la de ese criado polaco, que, por cierto, huyó antes de que llegara la policía.
—Comprendo, comprendo... Sin embargo, si bien no tenemos ninguna certeza en lo relativo al contenido del papelillo, sí se ha detectado la presencia de veneno en los cubitos del armario frigorífico que sir Eric había hecho instalar en su despacho. Un... capricho que se había dado y cuya llave llevaba siempre encima, a fin de ser el único en disfrutar de un hielo del que estaba seguro que estaba hecho con agua pura.
—Lo sé. Yo estaba presente cuando se descubrió ese nuevo indicio. No queda más remedio que creer que alguien había conseguido apoderarse de esa llave o encargado hacer una copia.
—¿Alguien? ¿En quién está pensando? ¿En lady Ferrals?
—En ella o en su cómplice. En cualquier caso, si ella no cometió el crimen personalmente, lo encargó. Es una asesina, estoy convencido.
—Eso es lo que tendremos que establecer, y con ese fin me gustaría que el Tribunal escuchase ahora...
Sir Desmond saltó de su asiento como un resorte.
—¡Un momento, sir John! Si ha terminado con este testigo, ahora me toca a mí. ¿O acaso pretende arrebatarme el derecho de llevar a cabo un contrainterrogatorio?
—En absoluto, pero...
—No hay peros que valgan, sir John —intervino el juez—. ¿O acaso tiene intención de cuestionar los usos y costumbres de este Tribunal? El testigo es suyo, sir Desmond.
—Gracias, milord. Señor Sutton, hace un momento ha admitido que estaba celoso. ¿Era únicamente por la influencia que lady Ferrals había adquirido sobre su esposo y que usted consideraba nefasta, o bien se sumaba a ello un sentimiento más turbio?
—Cuando se detesta a una persona, resulta difícil separar lo que es turbio de lo que no lo es.
—No nos vayamos por las ramas, si no le importa. Lady Ferrals es muy joven. Tiene, si hago bien la cuenta, tres años menos que usted. Además, creo que no hace falta llamar la atención sobre su belleza; incluso en este Tribunal es evidente para todos. ¿Está usted completamente seguro de no estar enamorado de ella, en cuyo caso sus celos adquirirían un significado muy distinto?
—No. Nunca la he amado, aunque reconozco haberla deseado...
—... hasta el punto de haberse comportado con ella como un patán con una mujer pública, arrastrándola a rincones oscuros para intentar violentarla.
—¡Eso no se tiene en pie, señor mío! Suponiendo que haya rincones oscuros en la casa de sir Eric, están demasiado expuestos a las miradas para cometer una violación. Supongo que será una empresa difícil... y bastante ruidosa si no se amordaza a la interesada...
—Admito que seguramente no tuvo usted ocasión de llegar hasta ese extremo, pero lady Ferrals se ha quejado de que en varias ocasiones intentó acariciarla, besarla...
—Lo reconozco. ¿Por qué iba a privarme —añadió el joven con insolencia—, si ella concedía tales familiaridades a un criado?
—No coincido con su punto de vista. Sea como sea, una cosa es cierta: durante el último mes, pasó mucho tiempo espiando a lady Ferrals además de perseguirla con sus galanterías. Su trabajo... tan satisfactorio, ¿no se resentía?
—En absoluto. Vigilaba a lady Ferrals y a su sirviente, pero no me pasaba el día detrás de ellos. Ya se lo he dicho: deseaba hacer algo para que sir Eric descubriera por sí mismo con qué clase de mujer se había casado. Pero en los últimos tiempos ella y su amante hacían gala de prudencia.
—Bien. Ahora, señor Sutton, vamos a examinar otro punto de su situación con sir Eric. Usted trabajaba bien, gozaba de su confianza y, a cambio, le profesaba una especie de culto, un... afecto que superaba ampliamente los sentimientos habituales de un empleado hacia su jefe.
—Es verdad. Yo quería profundamente a sir Eric. ¿Tiene algo en contra de eso la ley?
—¡En absoluto! Parece ser, además, que fue pagado con la misma moneda. En su último testamento, cuya beneficiaría es su mujer, sir Eric le lega una suma de... cien mil libras. Una suma enorme, a juzgar por la reacción del público.
Éste, efectivamente, acababa de proferir un «¡oh!» a la vez de admiración y de estupor.
—Creo haber dicho que me apreciaba —dijo tranquilamente Sutton—, e incluso llegué a pensar que me tenía cierto afecto.
—¿Cierto afecto? ¡Debía de adorarlo para hacerle un regalo semejante! Un regalo que, por lo demás, no le sorprende, como resulta evidente. De modo que a mí me asalta una duda: usted disfrutaba de una situación agradable, eso es indudable, pero, sabiendo la fortuna que recibiría a su muerte, pudo muy bien haberse sentido tentado de adelantar la hora. Después de todo, era usted el que pasaba más tiempo en su despacho con él... Apoderarse un momento de una pequeña llave bastante sencilla para hacer un molde le resultaba fácil, y...
Ahora fue sir John el que intervino:
—¡Protesto, milord! Mi distinguido colega está fantaseando e intenta influir en el testigo...
Pero el juez ni siquiera tuvo tiempo de abrir la boca.
—Con su permiso, milord, yo mismo responderé a sir Desmond. He jurado decir la verdad y voy a decirla toda. Sí, yo quería a sir Eric y él me correspondía. Es bastante natural, ¿no?, teniendo en cuenta que era mi padre.
El murmullo del público llenó de nuevo la sala y por un instante el abogado se quedó desconcertado. Sus ojos se estrecharon hasta quedar reducidos a una fina hendidura gris semejante a una lámina de pizarra. La prensa, en su banco, se puso en movimiento.
—¿Su padre? ¿De dónde ha sacado eso?
—Él mismo me lo dijo. Más aún, me lo escribió. Tengo con qué demostrarlo ampliamente...
—¿Y cómo es que no lo reconoció?
—Por respeto a la reputación de mi madre y al honor del que me hacía de padre. Los dos han muerto ya... y yo he jurado decir la verdad. ¿Comprende ahora por qué le quería? No me dio su apellido, pero nunca me abandonó. Veló por mí de lejos. Fui a los mejores colegios: Eton, Oxford... Cuando me diplomé, me llevó a trabajar con él.
Sir Desmond se sacó del bolsillo un gran pañuelo blanco y enjugó las gotas de sudor que brotaban a través de la peluca. Evidentemente, no se esperaba ese incidente que había alterado al público y buscaba una réplica. Para darse tiempo, preguntó:
—¿Puede decirnos algo más al respecto?
—Sir Desmond —dijo el juez con firme severidad—, no prosiga su interrogatorio en una dirección que no tiene nada que ver con este caso. Las razones por las que el nacimiento de este joven permaneció en secreto no incumben a nadie. Creo que exponerlas sería ir en contra de los deseos de sir Eric Ferrals. Puede continuar.
—Por el momento no tengo más preguntas, milord.
John Sutton saludó al Tribunal, al jurado, y se retiró. Su mirada no había rozado en ningún momento la cabeza rubia de la acusada.
—¡Vaya, esto sí que es una noticia! —susurró Adalbert—. Curiosa familia, la del pobre Ferrals.
—Mucho me temo que esto no va a beneficiar a Anielka —repuso Aldo—. Un secretario despechado, amargado, rencoroso... podía prestarse a manipulaciones, pero un hijo... El jurado debe de haberse quedado muy impresionado.
—No hay que precipitarse. Esperemos a ver qué pasa ahora.
Siguió el interrogatorio del mayordomo y de Wanda. El primero, Soames, se presentó como el modelo de sirviente discreto que se niega a dejar que las habladurías de cocina lleguen hasta su altura.
Así pues, pasó deliberadamente por alto las relaciones de lady Ferrals con el sirviente polaco.
—Ese hombre hacía bien su trabajo, era educado y discreto. Nunca tuve ninguna queja de él. Por otra parte, como no sé polaco, me era imposible entender lo que milady le decía cuando se dirigía a él.
Al ser preguntado sobre las relaciones entre sus señores, se limitó a declarar que había, efectivamente, fricciones, momentos tensos, pero que eso no era sorprendente en un matrimonio formado por seres tan distintos. En cuanto a la escena violenta de la última noche, él no se había enterado de nada.
—Lo que sucede en los dormitorios se encuentra en el nivel de las doncellas y los ayudas de cámara, no en el mío.
—¡Un sirviente modélico! —murmuró Morosini—. No ve nada, no oye nada y no dice nada. Habrían podido perfectamente prescindir de él...
—Seguro que Wanda es más interesante.
Pero Wanda quedó para más tarde. Después de sacar el reloj de su torrente de púrpura y armiño, sir Edward Collins declaró que había llegado la hora del lunch y que le parecía conveniente interrumpir la sesión. Ésta se reanudaría a las dos y media de la tarde.
Contentos de alejarse un rato de la atmósfera opresiva del Tribunal, los dos amigos decidieron ir a comer al Savoy. Aldo, con su habitual galantería, propuso llevar con ellos a lady Danvers, pero ésta, tras su lamentable declaración, había sido autorizada a irse a descansar un poco y no la encontraron.
En cambio, la salida del público les reservaba una sorpresa a la que gustosamente habrían renunciado. En el gran vestíbulo de Old Bailey, se acercó a ellos lady Ribblesdale, quien se colgó sin ningún preámbulo del brazo de Aldo.
—Me he sentido agradablemente sorprendida al verlo en la sala, mi pequeño príncipe —dijo—. No sabía que había vuelto. ¿Cómo es que todavía no ha venido a verme? Supongo que me habrá traído lo que me prometió.
—Yo no prometí nada, lady Ribblesdale —repuso él, esforzándose en ocultar el desagrado que le causaban el encuentro y la manía que tenía aquella mujer de llamarlo «su pequeño príncipe»—, y menos mal que no lo hice, porque nada he traído. Tenía intención de escribirle para decírselo.
Ella se detuvo en seco y le soltó el brazo para fusilarlo mejor con su mirada negra.
—¿Qué me está diciendo? ¿No tendré mi diamante histórico?
—No. Con gran pesar por mi parte, créame, pero cuando llegué a Venecia su propietaria acababa de morir y sus herederos no quieren vender a ningún precio. Es comprensible, claro, porque llevan años esperando que esa piedra vaya a parar a sus manos. Lo siento muchísimo, pero he vuelto con el morral vacío.
—Con el morral vacío..., ¡vaya expresión! ¿Y qué hago yo ahora?
—Pues tendrá que confiar en que Scotland Yard encuentre pronto la Rosa de York.
—¡Pfff!... ¡Unos inútiles! En este tipo de asuntos, habría que encargar la investigación a mujeres. Nosotras tenemos un sexto sentido para descubrir las joyas. Las..., ¿cómo lo diría?..., las olemos. Sí, eso es, las olemos.
—¿Igual que los cerdos huelen las trufas? —masculló Vidal-Pellicorne demasiado bajo para ser oído.
Ava, ajena al comentario, comenzó a soltar un discurso sobre las asombrosas capacidades femeninas, sin las que los desdichados hombres no serían nada.
—¡Mire a mi hija! Sigue en Egipto, y estoy segura de que si ese tal Carter ha descubierto la tumba de Tu..., bueno, de ese faraón, es porque Alice está cerca de él. El fluido, ¿comprende?
«¡Señor! —pensó Aldo—. Si lo anima a hablar sobre egiptología, Adal es capaz de invitarla a comer.»
Pero enseguida pudo respirar aliviado. El arqueólogo, por el contrario, felicitó a la afortunada madre de ese joven genio, pero le rogó que los disculpara, pues estaban esperándolos para comer.
—No tiene importancia, nos veremos más tarde. Mi intención es asistir al juicio hasta el final. Nunca he oído pronunciar una sentencia de muerte y debe de ser muy excitante.
—¡Qué mujer más insoportable! —exclamó Morosini cuando se hubieron alejado un poco—. Como si este asunto no fuera ya suficientemente penoso, encima hay que soportar a esas hienas de salón olfateando la muerte.
—Ella y sus semejantes se sentirán decepcionadas, hay que confiar en ello.
—Pero tú no estás muy convencido, ¿verdad? A mí me pasa lo mismo. Las cosas no están yendo como yo pensaba.
—Sólo se ha celebrado una sesión. Todavía no hay nada decidido.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo las esperanzas iban disminuyendo. Varios criados fueron llamados a declarar. Ninguno acusó a Anielka, pero a través de sus testimonios el clima de desavenencia entre los dos esposos se hacía más presente, más agobiante, y ello pese a los esfuerzos de sir Desmond, que desplegaba una extraordinaria energía. Todavía fue peor cuando salió a declarar Sally Penkowski, la amiga de infancia de Bertram Cootes. Aldo comprendió entonces que era ella quien aportaba las nuevas pruebas contra lady Ferrals.
Lo que Sally tenía que decir se resumía en pocas palabras: alrededor de una semana antes de la muerte de sir Eric, había sorprendido a su señora en el gabinete de trabajo; ésta había abierto el falso panel de la biblioteca y estaba inclinada sobre la puerta del armario frigorífico.
—¿Estaba abriéndolo... o intentando abrirlo? —preguntó sir John Dixon.
—Eso es lo que me pareció. Pero, cuando se percató de mi presencia, se incorporó, cerró el panel encogiéndose de hombros y se retiró.
—¿Parecía molesta?
—La verdad es que no. Incluso vi en sus labios una sonrisita.
—¡Dios nos asista! —gimió Aldo—. ¿Qué hacía ahí?
Sir Desmond se encargó de dar una respuesta al pasar a interrogar a la testigo.
—No sé por qué se concede tanta importancia a este testimonio. Lady Ferrals estaba en su casa en todas las habitaciones de esa mansión y no tiene nada de extraordinario que se sintiera tentada de abrir lo que era el juguete preferido de su esposo. Su presencia en el despacho no tiene, pues, nada de sorprendente. En cambio, la suya, Sally Penkowski, sí me parece curiosa. Usted es una de las doncellas de Grosvenor Square. Como tal, se ocupa de los dormitorios y de forma particular de atender a lady Ferrals. Me gustaría saber qué iba a hacer al gabinete de sir Eric. Esa estancia es cosa de los lacayos.
Bajo el sombrero de fieltro marrón oscuro calado hasta los ojos azules, Sally —una chica, por lo demás, bastante bonita— se puso roja como un tomate. Retorcía los guantes entre las manos sin decidirse a contestar.
—¿Y bien? —insistió el abogado—. ¿Debo concluir por su silencio que espiaba a su señora? En tal caso, tendrá que explicarnos por qué. Si me atengo a lo que ha dicho al principio de su declaración, siempre se ha mostrado amable con usted.
—Es cierto. Y yo... no la espiaba, lo juro.
—Ya ha jurado una vez. Entonces, ¿qué hacía?
—Buscaba a... Stanislas.
—Digamos que al que conocía con ese nombre. ¿Y por qué?
Sally vaciló de nuevo.
—Bueno —se decidió finalmente a responder—, confieso que sentía mucha simpatía por él... e incluso amistad...
—¿Y quizás algo más?
—No..., no sé..., pero compréndalo, es polaco como yo...
—Usted no es polaca. Su madre era galesa.
—En casa eso no contaba. Sólo contaba el padre, que nos había enseñado a amar Polonia y a hablar su lengua. Al ver llegar a un compatriota, me sentí feliz de poder hablar con él. Él no se fijaba mucho en mí, eso es verdad. Enseguida me di cuenta de que era de una condición superior al trabajo que le habían dado... El caso es que yo buscaba ocasiones de encontrarme con él...
—Si era para hablar polaco, también tenía a Wanda, la doncella particular de lady Ferrals.
—Ya, pero no era fácil hablar con ella. Miss Wanda se mostraba bastante severa. Stanislas era distinto...
—No nos cabe la menor duda: era un hombre, y un hombre joven. ¿Debemos entender que al entrar aquel día en el despacho de sir Eric esperaba encontrarlo allí? Es, como mínimo, un poco raro.
—¡En absoluto! —protestó Sally, súbitamente ofendida—. Yo subía de las cocinas, adonde había ido a llevar la bandeja de milady... y a tomar una taza de té, cuando vi la puerta del despacho abierta; oí ruido...
—La contemplación de una puerta no tiene nada de ruidoso.
—No..., pero me había parecido distinguir la silueta de Stanislas, así que entré. No tengo nada más que decir.
—Tendremos que conformarnos. Muchas gracias.
La joven Penkowski iba a retirarse cuando se alzó la voz serena de Anielka.
—Esa chica miente. Ignoro con qué finalidad, pero nunca me ha encontrado en el despacho de mi esposo.
El juez tomó la palabra:
—¿Rebate esta declaración?
—Totalmente. Además, la inverosimilitud de lo que acaba de decir debería resultar evidente.
—¿Porqué?
—Para cualquier ama de casa lo sería, desde luego. Veamos, estando en la biblioteca, veo entrar a esa chica y me limito a salir..., ¿cómo ha dicho?..., con una sonrisita. Eso es absolutamente ridículo: debería haber sido ella quien saliera, después de que yo le hubiera preguntado qué buscaba en una habitación donde no tenía nada que hacer. Así habría actuado cualquier mujer de mi rango ante una criada.
Un murmullo típicamente femenino pero aprobador recorrió la sala. El juez lo dejó morir antes de tomar la palabra:
—¿Qué pasó entonces?
—Nada en absoluto, milord, puesto que no fue a mí a quien vio... sino al hombre al que deseaba encontrar.
—Y que no está aquí para aclarar la cuestión —intervino sir John.
—De eso no tengo yo la culpa —repuso Anielka.
—¿Está completamente segura? Desde que la detuvieron, no ha dejado de afirmar que creía en la inocencia de su compatriota pese a su sospechosa huida.
—Ese hombre estaba aquí con una documentación falsa. Es normal que temiera ser interrogado. De todas formas, por el momento la cuestión no es establecer su culpabilidad o la mía, sino saber a quién vio Sally Penkowski en el gabinete de trabajo. Y no fue a mí.
Con el permiso del juez, sir Desmond hizo comparecer de nuevo a la joven doncella, pero fue imposible hacer que cambiara un solo detalle de su declaración.
—He jurado sobre el libro sagrado —dijo— y no quiero ir al infierno por haber mentido. He dicho la verdad.
Fue la última deposición. Después de que Sally se retirase, sir Desmond, que había reparado en la extrema palidez de su clienta, solicitó que se aplazara la vista. El juez se mostró de acuerdo. Continuarían al día siguiente a las diez. La acusada se retiró para regresar a la prisión mientras la sala se vaciaba lentamente.
Pensando que la atmósfera apacible de su morada era lo que mejor sentaría a Aldo tras esa ruda jornada, Adalbert propuso ir a casa, pero su amigo se resistió.
—Un momento. Me gustaría cruzar unas palabras con el joven Bertram.
—¿Qué esperas que te diga?
—Quisiera que me hablase un poco de su amiga Sally. ¿De verdad son amigos de la infancia?
—Sí, pero ¿qué quieres sacar en claro?
—Ya veremos.
No fue nada fácil retener a Cootes, que salía del Tribunal con el ímpetu de un velero que navega a favor del viento, pero Morosini, además de una mano férrea, tenía argumentos bastante sensibilizadores.
—Venga a cenar con nosotros, amigo —le dijo al periodista, cerrando en torno al brazo de éste sus dedos de acero—. A no ser que la perspectiva de una veintena de libras en su bolsillo le sea indiferente.
—Me gustaría mucho, pero... tengo que dictar un texto por teléfono al periódico. Compréndalo, Peter Larke está enfermo y yo lo sustituyo. ¡Ha sido un golpe de suerte!
—Nosotros tenemos teléfono y todo lo necesario para escribir, además de un excelente whisky.
—Está bien, voy con ustedes. «La esperanza de una alegría es comparable a la alegría que ésta da», Ricardo II, acto... Pero si por su culpa me sale mal el artículo, quiero más.
—Si es usted razonable, no le saldrá mal nada.
Durante el trayecto en coche, Aldo no abrió la boca, pero, en cuanto se hubieron instalado en el salón, fue al grano mientras Adalbert llenaba los vasos.
—¿Sally Penkowski es amiga suya de verdad?
—Nos conocemos desde pequeños, pero...
—¿Le gusta el dinero?
—Como a todo el mundo, supongo, pero ya sabe que «el oro es para el alma de los hombres un...»
—Olvídese de Shakespeare o no le doy ni un penique. En su opinión, ¿cuánto habría que darle para que cambiara su declaración?
—¿Cambiar su declaración? —exclamó Adalbert—. ¡Pero eso es imposible! ¡Tú estás loco!
—En absoluto. No sé qué objetivo persigue, pero estoy convencido de que esa chica miente y de que es lady Ferrals quien dice la verdad. En cuanto a desdecirse, es pan comido para una mujer: una crisis de arrepentimiento, unas disculpas sinceras y, a modo de explicación, el deseo irreprimible de liberar de toda sospecha al hombre del que está enamorada. Porque es evidente que está enamorada de Ladislas. Y me inclino a pensar que ésa es la verdadera explicación de un testimonio tan abracadabrante.
—Quizá tengas razón —dijo, suspirando, Vidal-Pellicorne—, pero, si es así, no se dejará comprar.
—¿Ni siquiera por mil libras?
Lo elevado de la suma hizo dar un respingo a los dos hombres que escuchaban a Morosini.
—Estaba en lo cierto: estás loco —dijo Adalbert.
—Es posible, pero quiero salvarla, ¿comprendes? Quiero salvarla a toda costa. Así que, Bertram, va a ir usted a ver a su amiguita. Aquí tiene su dinero. Si logra ser persuasivo, tendrá más.
Sin embargo, una hora más tarde el periodista regresó totalmente apesadumbrado.
—No ha habido nada que hacer —dijo escuetamente—. Sally detesta a lady Ferrals porque la ve como una rival. La haría feliz que la condenaran.
—Y ahora —gruñó Adalbert, apuntando a su amigo con un dedo acusador— tú puedes acabar sobre la paja húmeda de un calabozo por tratar de corromper a un testigo...
—No —lo interrumpió Bertram—. Por dos razones: Sally no sabe quién me ha enviado y... le he hecho un regalo de veinte libras.
—Muy bien. Ahora mismo se las doy.
—Muchas gracias. Ahora me voy a escribir mi artículo. Hasta mañana.
Esa noche Aldo apenas durmió. Asaltado por temores que el silencio nocturno incrementaba, se quedó en el salón fumando un cigarrillo tras otro, arrellanado en uno de los sillones o caminando arriba y abajo sobre la alfombra. Hacía rato que el Big Ben había dado las dos cuando se fue a la cama. En lo que se refiere a Adalbert, había ido a acostarse tranquilamente.
Al día siguiente, de camino hacia el Palacio de Justicia después de haber tomado varias tazas de café, Aldo se sentía deprimido, mientras que Adalbert guardaba un silencio prudente. No obstante, al cabo de un rato éste no pudo seguir conteniéndose.
—¿No observaste algo extraño ayer?
—¿Dónde? ¿En Old Bailey?
—Sí. No vi en ningún momento al conde Solmanski. ¿Cómo es que no asiste al juicio de su hija?
—Debe de ser una dura prueba para un hombre sensible como él —ironizó Morosini—. Debe de preferir encender cirios y rezar..., a no ser que se desinterese de la suerte de su hija, culpable de haber actuado por su cuenta y riesgo, sin esperar sus instrucciones.
—Tal vez. Ya veremos si hoy está allí.
Pero, por más que observaron la sala una vez cerradas las puertas, les fue imposible encontrar el semblante severo y el monóculo del hombre que buscaban.
Anielka tampoco debía de haber dormido mucho. Estaba más pálida que el día anterior y tenía ojeras. Eso la hacía resultar todavía más conmovedora, pero la impresión de fragilidad acrecentada que daba hizo que Aldo se estremeciera.
El primer testigo al que llamaron fue Wanda. Para empezar, su aparición no fue nada tranquilizadora. Vestida de negro pero agitando, por precaución, un pañuelo blanco más grande que la bandera de un parlamentario en tiempos de guerra, era la viva imagen de la desolación. Y, de hecho, cuando abrió la boca fue para hacer una apología apasionada de su «palomita», basada en un sólido fondo de denigración del difunto Eric Ferrals. Cosa que, evidentemente, era lo último que había que hacer.
—¡Señor, protégeme de mis amigos que de mis enemigos ya me encargo yo! —exclamó Aldo entre dientes.
—Nunca mejor dicho —susurró Adalbert—. Fíjate en sir Desmond. Jamás habría imaginado que un hombre pudiera transpirar tanto.
Todavía fue peor cuando el abogado de la Corona inició el capítulo Ladislas. Wanda se puso entonces lírica: contó los enternecedores y virginales amores de su señora y de una especie de héroe de la libertad polaca fruto exclusivamente de su imaginación, describió su cólera y su desesperación al enterarse de que se había casado con un hombre que había amasado una fortuna gracias a la muerte de otros, su necesidad de ayudarla, de protegerla...
—Deseo creerla —la interrumpió sir John—, pero me gustaría saber si era su amante.
—¡Por supuesto que no! —dijo Wanda, categórica—. No sé cuándo habría podido suceder tal cosa; yo pasaba todo el día con ella.
—¿Y la noche? ¿Duerme usted bien?
Una sonrisa beatífica apareció en el ancho rostro de Wanda.
—Oh, sí, muy bien, gracias. Duermo como un niño.
La sala rompió a reír y el propio juez se permitió una vaga sonrisa. Sir John se contentó con encogerse de hombros.
—Bien, en tal caso, continuemos. Si la he entendido bien, el tal Ladislas no podía sino odiar a sir Eric, ya que éste, a juzgar por lo que usted dice, hacía desdichada a su esposa. ¿Tiene alguna idea de cómo pensaba protegerla?
—Creo que quería raptarla para llevarla de vuelta a su país, pero las cosas tomaron un mal sesgo y se vio obligado a matar a ese deplorable marido.
—¿Y, una vez logrado su objetivo, desaparece sin dejar rastro, dejando a la mujer a la que ama en manos de la justicia? ¿No le parece un poco anormal todo eso?
—Sí, y no paro de rogar a Dios y a la Virgen de Czestochowa que lo hagan volver, a fin de que pueda aclarar este asunto y liberar a la que tanto ama. Pero a lo mejor está enfermo, a lo mejor le ha pasado algo...
—O a lo mejor ha vuelto a Polonia.
—¡No, no me lo creo! ¡Ladislas Wosinski, allí donde estés, escúchame! La que está aquí corre un gran peligro, y si no vienes, faltarás a todas las normas de la caballerosidad, del amor, de la generosidad. Ofenderías a Dios Todopoderoso...
Costó hacerla callar, porque estaba imparable. Sir Desmond, desanimado, renunció al contrainterrogatorio, pero solicitó que se llamara a declarar a su clienta. Había llegado el momento de poner los pies en el suelo.
Pese a su evidente cansancio, Anielka prestó juramento con voz firme y dirigió hacia los que iban a interrogarla una mirada tranquila en la que incluso quedaba una chispa de diversión.
—Lady Ferrals —empezó su abogado—, ¿está de acuerdo con la declaración que acabamos de oír?
—Por extraño que pueda parecer, estoy de acuerdo en parte. Quiero decir que hay mucha verdad en las palabras de Wanda, aunque lo que ella ha expresado es su verdad.
—¿Qué quiere decir?
—Que Wanda no cambiará nunca. Que conserva y seguramente conservará toda su vida un alma sencilla y buena, fuertemente unida a nuestra tierra natal pero también a sus sueños. Cuando dice que yo amaba a Ladislas Wosinski antes de casarme, es la pura verdad, y sufrí por tener que casarme con sir Eric para obedecer a mi padre. Pero ese amor ya no existía cuando me abordó en Hyde Park mientras yo daba mi habitual paseo a caballo.
—¿Significa eso que su relación ya no era amorosa?
—¿Cree que puede serlo cuando el hombre del que has estado enamorada se convierte en un chantajista? Ladislas exigió entrar al servicio de mi esposo. Si yo no lo ayudaba, le enseñaría las cartas que había cometido la imprudencia de escribirle cuando estábamos en Varsovia.
—¿Tan comprometedoras eran?
—Terriblemente, si se piensa en el carácter violento de mi difunto esposo y sobre todo en sus celos. Lo que yo escribí reflejaba muy bien lo que era para Ladislas antes de casarme: su amante. Pero ese... detalle Wanda no lo supo jamás. Ella es incapaz de comprender que el ardor de la juventud puede llevar a cometer verdaderas locuras. Especialmente a mí, a quien gusta llamar su «palomita»...
—Sin embargo, cuando se casaron, su esposo debió de darse cuenta de que...
—¿De que no era virgen? —dijo la joven, con su particular manera de llamar a las cosas por su nombre—. No, no se dio cuenta porque la consumación de mi matrimonio, que por lo demás tuvo lugar la noche antes de la ceremonia religiosa, no fue sino una violación. Sir Eric estaba tan impaciente por hacerme suya que me forzó pese a mi resistencia. Así pues, dado que él me creía pura, esas cartas habrían sido desastrosas para la continuidad de nuestra vida en común.
—¿Tanto interés tenía en conservarlo como esposo, pese a su brutal comportamiento?
—Sí. Después de aquello se había redimido arriesgando su vida para liberarme de las garras de los autores del secuestro de que fui víctima mi noche de bodas. No creo que haga falta contar eso.
—No. Los periódicos de aquí, haciéndose eco de la prensa francesa, hablaron mucho del asunto. Entonces, ¿usted no odiaba a sir Eric?
—De ninguna manera. Sabía mostrarse encantador y me adoraba...
—En tal caso, ¿le importaría explicarme la frase que míster Sutton escuchó? Era... —Cogió un papel que tenía delante y leyó—: «Si quieres que te ayude, antes necesito ser libre. Ayúdame primero tú.»
—No hay nada que explicar. Míster Sutton se ha inventado esas palabras, al igual que se ha inventado mis relaciones adúlteras con Ladislas.
—¿Todo es mentira?
—Todo. ¿Cómo iba a entregarme a un hombre que hacía pesar sobre mí una terrible amenaza, que me obligó a entregarle una parte de mis joyas y que hasta me había amenazado de muerte si le sucedía algo malo durante su estancia en nuestra casa o después? Hablaba de sus compañeros escondidos, de la inquebrantable determinación de todos ellos. Me daba miedo, eso es todo. Ladislas no se habría arriesgado a hacer una cosa así. Yo estaba muy controlada y mi esposo lo habría matado sin vacilar. Míster Sutton se lo ha inventado todo y ahora comprendo por qué. Enterarme de que es mi hijastro no me produce ninguna alegría, pero gracias a lo que oímos ayer podría encontrarse una explicación para muchas cosas relacionadas con la muerte de mi marido, empezando por la desaparición del papelillo que presuntamente contenía estricnina.
En ese momento intervino el juez:
—Permítame recordarle, lady Ferrals, que míster Sutton declaró bajo juramento. Igual que usted.
—Es evidente que uno de los dos miente —se apresuró a replicar sir Desmond—, y yo sé muy bien quién. Voy a tener el honor de confundir al hombre cuyo dolor desmesurado me ha parecido sospechoso desde el principio de este caso.
—¡Protesto, milord! —exclamó el abogado de la Corona—. Mi distinguido colega no tiene derecho...
—Me disponía a informarle yo mismo, sir John. Las últimas palabras de sir Desmond no figurarán en el acta y el jurado no deberá tenerlas en cuenta. Volvamos con usted, lady Ferrals. ¿Mantiene que, desde la llegada de Ladislas Wosinski a Grosvenor Square, no mantuvo en ningún momento relaciones... íntimas con él?
—Jamás, milord. Lo repito, no quedaba nada de nuestros amores pasados, y si acepté hacerlo entrar al servicio de mi marido fue únicamente por miedo.
—Bien. Prosiga, sir Desmond.
—Gracias, milord. Lady Ferrals, háblenos de lo que Wosinski esperaba conseguir haciéndose pasar por sirviente. Supongo que debió de informarla al respecto.
—Así es. Quería dinero y, sobre todo, armas. Es evidente que armas yo no podía proporcionárselas, pero él esperaba conseguir información relativa a los proveedores de mi esposo y quizás a alguna entrega. Perdone, no estoy muy al tanto de este tipo de negocios..., ni, en realidad, de ningún otro. Yo confiaba en lograr que se fuera ofreciéndole algunas de mis joyas. Tenía muchas, pues mi esposo siempre había sido generoso conmigo.
—No lo ponemos en duda, pero, actuando así, ¿no se exponía demasiado? ¿Cómo habría explicado a sir Eric la desaparición de esas piezas de gran valor?
—Le confieso que no pensaba en ello. ¡Tenía tanto miedo! Ladislas me tenía aterrorizada...
—¿Y Sutton? ¿No tenía miedo de él?
—No. Sabía ponerlo en su lugar. Además, tenía la esperanza de librarme de él un día u otro, puesto que ignoraba quién era.
—Y si lo hubiera sabido, ¿qué habría hecho?
Los ojos de Anielka se llenaron de lágrimas y retorció entre sus manos el pañuelo que acababa de sacarse de una manga.
—No tengo ni idea... Tal vez habría huido. Ya había acariciado esa idea. Mi padre y mi hermano estaban en Estados Unidos. Cuando mi esposo murió, estaba pensando en pedirle permiso para reunirme con ellos con motivo de la boda de mi hermano. Me ahogaba en casa entre las amenazas de Ladislas, las maniobras solapadas de John Sutton y..., debo decirlo, las exigencias incesantes de un marido que en algunos momentos parecía volverse loco.
—¿La quería demasiado?
—Podría decirse así.
—¿Había hecho partícipe a alguien de ese deseo de evasión?
—No. Ni siquiera a Wanda, pese a su fidelidad. Sin embargo, la noche del drama estaba decidida a hablar con él de eso cuando volviéramos del Trocadero. Un rato antes había soportado una escena terrible... en la que John Sutton se basó para acusarme.
—Efectivamente. Parece ser que la oyó decir: «Esto tiene que acabar. Ya no te soporto.»—No sé cómo habría podido oírme, a no ser que estuviera escondido debajo de mi cama o detrás de las cortinas. Esa escena tuvo lugar con todas las puertas cerradas, y mi habitación es enorme. Además, yo no pronuncié en ningún momento esa frase.
—Sir Desmond —intervino el juez—, ¿no cree que sería conveniente escuchar de nuevo a míster Sutton? Parece que estamos adentrándonos en un camino cada vez más oscuro, pues resulta muy difícil descubrir si dice la verdad lady Ferrals o su acusador.
—Estoy deseándolo, milord, aunque a ese respecto no sé muy bien qué podrá aclararnos.
—Si sir John está de acuerdo, yo me inclinaría por... ¿Qué pasa ahora?
Uno de los sheriffs de Old Bailey acababa de entrar con una agitación manifiesta. Se dirigía hacia el abogado de la Corona, pero, al oír al juez, se detuvo en medio de la sala.
—Con su permiso, milord, el superintendente Warren solicita ser escuchado por el Tribunal. Inmediatamente.
El juez logró la proeza de levantar una ceja más que la otra.
—¿Inmediatamente? ¡Diantre, debe de ser urgente!... Haga pasar al superintendente.
Warren, más pterodáctilo que nunca con su cara de los días malos, hizo una entrada casi sensacional que puso en pie a la mitad de la sala y a la totalidad de las galerías. Empezó por rogar al Tribunal que disculpara una intrusión tan poco protocolaria, pero le parecía que la información que iba a aportar era de tal naturaleza que no admitía ninguna espera.
—La policía de Whitechapel acaba de informarnos de que, tras ser alertada por una llamada telefónica anónima, ha encontrado el cuerpo de Ladislas Wosinski, que se ha quitado la vida ahorcándose.
Sobre el súbito murmullo del público destacó la voz de una mujer:
—¡No! ¡Dios mío, no! ¡No es posible!
Tuvieron que llevarse a Sally Penkowski, presa de un verdadero ataque de nervios, lo que acrecentó la emoción general. Tras una enérgica llamada al orden por parte del juez, se hizo un profundo silencio. En el asiento de los testigos, Anielka, más pálida que nunca, parecía una estatua de cera. Todo el mundo contenía la respiración. Fue sir Edward Collins quien tomó la iniciativa.
—¿Un suicidio?
—Eso parece, milord. Se ha encontrado esta carta sobre la mesa de la habitación. Está dirigida a Scotland Yard.
—¿Puedo saber lo que dice?
El juez se puso los lentes y, rodeado de un silencio sepulcral, recorrió con los ojos el mensaje.
—Señoras y señores del jurado, voy a hacerles partícipes del contenido de esta carta —declaró—, que aporta a este juicio un elemento de gran importancia. Presten atención; está escrita en inglés. «Antes de abandonar este mundo, en el que he faltado a todos mis deberes para con la mujer a la que amo, así como para con mis compañeros de armas, quiero declarar que la muerte de sir Eric Ferrals, acaecida la noche del pasado 15 de septiembre, sólo es imputable a mí. Fui yo quien vertió la estricnina en el recipiente donde se forma el hielo dentro del armario frigorífico, de cuya llave pude hacer sin dificultad una copia gracias a un molde de cera. Preso en mi propia trampa, me di cuenta de que no soportaba más ver sufrir a lady Ferrals a causa de su esposo y a causa de mis propias presiones. No lamento haber matado a sir Eric, no merecía vivir, ni tampoco dejar una vida que no me ha sido muy favorable. Me llevo, al menos, la certeza de poner fin a la pesadilla que está viviendo mi amada. ¡Quieran Dios y ella perdonarme!»Finalizada la lectura, el juez agitó un instante la carta dirigiéndose a Warren:
—¿Tiene alguna razón para creer que esta carta no haya sido escrita por el difunto?
—Ninguna, milord. Hemos encontrado algunos papeles escritos en polaco y que estamos haciendo traducir en estos momentos. Están escritos por la misma mano.
—¿Tampoco tiene ninguna que permita creer que han... ayudado a ese hombre a suicidarse?
—El cuerpo no presenta ninguna señal de violencia.
—En tal caso...
—Esto es digno de una novela —murmuró Vidal-Pellicorne—. ¿Tú qué opinas?
—Nada. Estoy desorientado; esto no encaja con el hombre con el que estuve la otra noche. ¿Qué ha podido pasar para que se produzca un giro tan trágico?
—Podríamos decir que los caminos del Señor son inescrutables. El conde Solmanski seguramente atribuirá este milagro a sus oraciones. En este momento debe de estar en plena acción de gracias.
—No parece —dijo Morosini—. Compruébalo tú mismo; está en la cuarta fila a nuestra izquierda.
—¿Está aquí? No lo he visto llegar.
—Yo sí. Ha sido durante el revuelo que ha precedido la llegada de Warren.
El conde estaba muy erguido en el banco, con sus clarísimos ojos clavados en su hija, que lloraba sin contención. Por orden del juez, una de las guardianas fue a buscarla y la condujo a su sitio, donde su compañera y ella misma se esforzaron en tranquilizarla.
La sesión terminó como tenía que terminar. Sir Desmond solicitó que la acusación abandonara la causa. A lo que sir John Dixon accedió de buen grado después de haber consultado al jurado, cuyo presidente se plegó al parecer general.
Sólo faltaba que el juez dictara la puesta en libertad de lady Ferrals, a la que condujeron al sótano en medio de un alboroto indescriptible. Media hora más tarde, sostenida por su padre, montó en un Rolls negro cuyo chófer tuvo todas las dificultades del mundo para abrirse paso entre la nutrida multitud que se agolpaba a la salida de Old Bailey. Morosini y Vidal-Pellicorne asistieron, mezclados con la gente y los fotógrafos de prensa, a esa marcha que no parecía realmente un triunfo. Salvo quizá para Solmanski, cuyo perfil altivo había aparecido un instante detrás del cristal del coche.
—Ahí lo tienes, contento y, sobre todo, rico —observó Adalbert—. Su hija va a poder recibir una espléndida herencia...
—Pueden confiar en mí para ponerle todo tipo de trabas —dijo junto a los dos hombres la voz de John Sutton—. Continúo estando a cargo de los asuntos de mi padre y al corriente de sus secretos. Tendrá que contar conmigo.
—¿Reconoce por fin que se equivocó acusándola? —preguntó Aldo.
—De ninguna manera. Lo que vi y oí, lo vi y lo oí. Sigo estando seguro de que la asesina es ella, y algún día conseguiré demostrarlo.
Sutton desapareció entre la multitud, seguido por la mirada de Adalbert, que parecía preocupado.
—A mí me pasa algo parecido —dijo—. Este suicidio tan oportuno no me convence. ¿Y a ti?
—No puedes negar que lo tuyo es escudriñar las necrópolis —dijo Aldo, que había recuperado el buen humor—. Deja de buscarle tres pies al gato. Yo siempre he creído que Anielka era inocente y ahora es libre. Ven, vamos a celebrarlo.
Los dos hombres se alejaron. A su alrededor, la muchedumbre se dispersaba.
12. El drama de Exton Manor
Unos días antes de las fiestas de fin de año, Aldo y Adalbert fueron a Kent en respuesta a la invitación de Desmond Killrenan. Éste, a fin de escapar a los rumores suscitados por el corto juicio de lady Ferrals, había decidido pasar unos días tranquilo, en su propiedad de Exton Manor. Como sabía que Morosini pensaba volver a Venecia para celebrar la Navidad con los suyos, había insistido en que los dos hombres fueran sus invitados durante cuarenta y ocho horas.
—Estaremos solos —explicó—. La última semana antes de Navidad, mi mujer no sale de Regent Street, Bond Street, etcétera, para hacer sus numerosas compras. Y a mí me gustaría que admiraran mi preciosa colección, tal como les prometí, antes de que se marchen.
Los dos amigos no vacilaron en aceptar la invitación. Para Aldo, la posibilidad de contemplar esas obras raras lejos de la mirada rencorosa de la bonita Mary resultaba doblemente atractiva, porque esperaba encontrar una manera discreta de poner en guardia al coleccionista contra las artimañas de su peligrosa mujer. Tenía una idea de la que se proponía sacar partido. Por otra parte, confiaba en que todo aquello le distrajera de su amarga decepción.
En su ingenuo candor, había imaginado que al día siguiente de su liberación Anielka lo llamaría, aunque sólo fuera para agradecerle sus esfuerzos y congratularse con él de un futuro ahora abierto y que permitía todo tipo de sueños y de esperanzas. Pero no supo nada de ella aparte de una información facilitada por Bertram Cootes, que asediaba con sus colegas la mansión de Grosvenor Square: lady Ferrals y su padre se marchaban de Londres para instalarse en el castillo de Devon donde Anielka había pasado su luna de miel. La joven dejaba la vivienda londinense, que era de alquiler, a Sutton, la sombra de su esposo, además de a los hombres de leyes encargados por su padre de velar para que entrara en posesión de su herencia. En cuanto a sus proyectos a más largo plazo, se desconocían por completo.
Los de Aldo eran más confusos, aparte del hecho de que había convencido a Adalbert de que se fuera con él a las orillas del Adriático y acabara allí el año 1922, rico en acontecimientos. La Navidad celebrada en compañía de tía Amélie, de Marie-Angéline, de Guy Buteau, de Celina y de Zaccaria sería más agradable que en cualquier otro lugar y Aldo, desencantado, sentía una gran necesidad de ternura familiar. Después, si el estado de sus negocios lo permitía, quizá volviera a Londres con su amigo para tratar de completar el itinerario de la Rosa de York, cuya última desaparición se remontaba tan sólo a diez años atrás. Diez años que parecían poca cosa en comparación con décadas de oscuridad. Desgraciadamente, el último hilo conductor parecía roto, pues el sastre Ebenezer Lévi no había vuelto a su establecimiento de Whitechapel, lo que preocupaba a su vecina.
—Empiezo a creer que le ha sucedido algo —les confesó a los dos hombres la última vez que pasaron por allí.
Ellos también empezaban a creerlo, y la bruma del desaliento los envolvía lentamente. Esta vez, sin embargo, Adalbert le dio su dirección a la vecina —acompañada de un par de billetes—, aunque especificando claramente que, en caso de que Ebenezer regresara, no debería mencionar su paso por allí bajo ningún concepto.
—Me voy a Francia a pasar las fiestas —añadió—, pero si cuando regrese en enero me da noticias suyas, vendré a verla. Se trata de un asunto más importante de lo que le dijimos en nuestra primera visita y le interesa guardar silencio, pues eso tal vez nos permita resolverlo de modo favorable.
Convencida de que una bonita suma podría recompensar su celo, la vecina juró todo lo que le pidieron.
—(Y si no aparece? —preguntó Aldo—. ¿Qué haremos? No podemos pasarnos la vida aquí.
—Consultaremos a Simon y, si está de acuerdo, quizá podríamos informar a nuestro amigo Warren de esta desaparición. Él cuenta con medios que nosotros no tenemos.
—En tal caso, habría que decirle la verdad.
—Quizá no toda, sino sólo una parte. Ya veremos cuando llegue el momento.
Entre tanto, una tarde grisácea, el coche conducido por un Théobald digno y sobrio, como corresponde a todo sirviente de gran casa, atravesó las oscuras y severas afueras del sudeste de Londres y tomó la carretera de Dover, que, pasando por Rochester y Canterbury, cruzaba todo Kent en sentido longitudinal. La residencia campestre de los Saint Albans estaba situada en los alrededores de Ashford, al sur de la sede episcopal más importante de Inglaterra.