El tiempo húmedo, ligeramente lluvioso en algunos momentos, era bastante suave, como sucedía con frecuencia en Kent, conocido como el Jardín de Inglaterra al igual que Touraine lo era de Francia. Era, asimismo, la región preferida de Dickens: «Kent, sir—dice el inefable Jingle en Las aventuras de Mr. Pickwick—, todo el mundo conoce Kent: manzanas, cerezas, lúpulo y mujeres.»

Aunque no se veían muchas mujeres con aquel mal tiempo, aunque manzanas y cerezas se hallaban ausentes de los árboles pelados por el invierno, el campo estaba encantador con sus viejas moradas señoriales, sus bonitos pueblos y esas curiosas «torres de lúpulo», edificios achaparrados y cónicos que parecían gigantescos apagavelas.

—Deberíamos haber venido en primavera —comentó Adalbert—. Cuando los árboles están en flor, es una delicia.

—Nadie te impedirá volver —masculló Aldo—. En lo que a mí respecta, me gustaría acabar cuanto antes con las islas Británicas y volver a mi sol.

—¿Dónde estaremos en primavera? —suspiró su amigo—. Suponiendo que consigamos encontrar ese maldito diamante manchado de sangre, no habremos realizado más que la mitad de nuestro trabajo. Faltarán el ópalo y el rubí, de los que Simon no parece saber gran cosa.

—Cada día trae su afán. Aronov tiene que convenir en que no es posible encontrar en cinco minutos unas piedras que llevan siglos perdidas. Este año le hemos devuelto el zafiro. No está nada mal... Las otras ya se verá.

—¡Hay que ver lo gruñón que estás hoy! Y deberías estar contento, porque vamos a ver cosas magníficas... Fíjate en esa casa, ¡es espléndida!

En el recodo de una arboleda, Exton acababa de aparecer con toda su gracia. Construida sobre unos fosos antiguos, una parte de los cuales se ampliaba para formar un estanque salpicado de sauces llorones, la vieja casa solariega incorporaba unos vestigios feudales a dos edificios gemelos del más puro estilo isabelino, unidos por una galería y separados por un jardín-terraza como sólo los ingleses saben hacer. El conjunto ofrecía una imagen de un romanticismo extremo. Un parque espléndido y muy bien cuidado rodeaba lo que era mucho más un castillo que una casa solariega.

—Lord Killrenan debe de vivir como un rey —comentó Vidal-Pellicorne en tono admirativo—. Hace falta mucha gente para mantener esto.

Sin embargo, el nuevo lord no parecía un millonario cuando recibió a sus invitados en la entrada del puente fijo que cruzaba el foso. Su vieja chaqueta de caza y sus pantalones embarrados le daban más el aspecto de un campesino que de un brillante abogado. Uno le habría dado un penique, aunque cualquier experto sabía que la escopeta Purdey que llevaba colgada al hombro valía una fortuna.

Acogió a sus invitados con un placer evidente que iluminaba su cara rolliza.

—Espero que no les sepa mal que no haya invitado a nadie más. La causa es mi egoísmo; hace mucho tiempo que deseo hablar con ustedes de los objetos de mi pasión, que también es un poco la suya.

—Por favor, no se disculpe —dijo Aldo—. Es mucho mejor así. Yo creo que ciertos temas no están hechos para todos los oídos.

—Sobre todo los oídos femeninos —añadió Adalbert con una sonrisa cándida.

En el vestíbulo, de artesonado de roble oscuro y severo embaldosado, donde medio árbol ardía alegremente bajo el arco Tudor de la gran chimenea, un imponente mayordomo y dos lacayos se hicieron cargo de los invitados; el primero para acompañarlos a sus habitaciones, y los segundos para ir a buscar su equipaje y ocuparse de Théobald.

—Supongo —dijo sir Desmond— que necesitarán descansar un poco. Las carreteras están terribles en esta época del año. Cenaremos a las ocho, pero me encontrarán a las siete y media en el salón de los tapices, la primera puerta a la derecha del vestíbulo, después de la escalera.

La hospitalidad del abogado era impecable. Los dormitorios, al tiempo que permanecían absolutamente fieles a la decoración de su época —había algunos muebles realmente preciosos—, ofrecían un confort moderno tan eficaz como discreto; en los cuartos de baño, pequeños pero muy bien arreglados, el agua caliente salía a raudales y las toallas olían a lavanda. En cuanto a los pequeños armarios de estilo Renacimiento dispuestos junto a las ventanas de cristales emplomados, contenían una buena provisión de frascos variados, cigarrillos y puros.

Los dos invitados felicitaron por ello a su anfitrión cuando, debidamente vestidos con el obligatorio esmoquin, se reunieron con él junto a otra chimenea, ésta labrada en madera, donde ardía una cepa de pino difundiendo un agradable olor de landa.

—Lamentamos no poder presentar nuestros respetos a lady Mary —dijo Morosini—. No es nada habitual encontrar a un ama de casa tan atenta.

—Eso es porque es una perfeccionista. En todo: sólo quiere lo mejor, lo más bello, lo único o lo muy raro. Recuerde sus anteriores relaciones con ella, príncipe. Evidentemente, teniendo esto en cuenta, cabe preguntarse por qué me escogió a mí como esposo. Yo no tengo nada de guapo.

A Morosini le pasó por la cabeza la idea de que quizás eso le hacía sufrir, pero encontró una réplica.

—¿Acaso no es usted el mejor abogado y quizás el coleccionista más entendido y erudito? Tendrá que perdonarme por ignorar sus demás cualidades, pero no nos conocemos lo suficiente —añadió con una sonrisa indolente de lo más indicada para la situación. Había tenido el buen gusto de no mencionar el hecho de que, entre los hombres de leyes, sin duda era el más rico.

—Me gustaría que fuéramos amigos. ¿Les parece bien que pasemos a la mesa?

La cena estuvo a la altura del resto: una mezcla muy lograda de cocina francesa, con truchas aromatizadas con hierbas, y de tradición inglesa, con un asado de buey tierno como el rocío, acompañado de patatas no hervidas sino doradas con mantequilla. Los vinos estaban bien escogidos: Borgoña, Chablis y Romanée-Saint-Vivant, por el que lord Desmond parecía tener debilidad. De hecho, comió en abundancia pero bebió todavía más, aunque sin que ello le afectara. Al levantarse de la mesa estaba de un humor más jovial que cuando se había sentado, sobre todo después de una o dos copas de un Oporto sensacional.

Hablaron mucho, de China y de sus tesoros para empezar, y luego de piedras célebres y de arqueología. Una conversación apasionante para todos y que pareció llevar a lord Desmond a un alto grado de entusiasmo. De modo que, hacia las once, cuando casi todos los criados se habían retirado, propuso con toda naturalidad a sus invitados visitar su colección, cosa que ellos aceptaron encantados. Se dirigieron hacia la galería que unía los dos pabellones del castillo y tocaba con la parte más antigua.

Bastante amplia, con el suelo embaldosado y el techo de vigas vistas, dicha galería, con sus altas ventanas ojivales que daban a la noche del jardín interior, semejaba la de un claustro, con la diferencia de que en su larga pared los retratos de antepasados alternaban con algunas armaduras y armas antiguas. En el centro, había una puerta de roble labrada con pernios de hierro, provista de una cerradura de época que la gran llave de lord Desmond abrió sin dificultad. Detrás había un pequeño pasillo, el cual desembocaba en una escalera de caracol que se abría en el suelo. Era patente que acababan de cambiar de siglo; bastaba ver el grosor de las paredes y la curva tan cerrada de la escalera. La presencia discreta de la electricidad no atenuaba en absoluto la impresión de estar en otra época.

Llegaron a una sala de techo bajo y abovedado que originalmente debía de haber sido larga, pero que una pared de cemento con una superficie negra y pulida en el centro reducía de manera notable. Recordando lo que había oído en los sótanos del Crisantemo Rojo, Aldo pensó que lady Mary no había mentido: su esposo había hecho instalar una cámara acorazada en una antigua bodega.

El señor del lugar marcó la combinación y la enorme hoja de acero giró sobre sus goznes, dejando a la vista una habitación que se iluminó inmediatamente. Los dos invitados profirieron una exclamación admirativa, pues allí había un auténtico tesoro que justificaba las precauciones del propietario... y la codicia del difunto Yuan Chang. En unas vitrinas iluminadas, se ofrecía a sus ojos la más hermosa colección de jades, verdes y blancos, que hubieran contemplado jamás: objetos rituales que representaban el Cielo y la Tierra y que databan del año 1500 antes de Cristo, dragones translúcidos con las alas desplegadas, una sorprendente coraza de oro y jade de la época Han, «montañas» esculpidas que representaban la vida de los héroes antiguos se codeaban con admirables alhajas entre las que figuraban tres coronas imperiales.

—¿Cómo ha conseguido reunir todo esto? —preguntó Morosini, maravillado.

—El mérito corresponde a mi padre. Yo me he limitado a continuar su obra, aunque con un entusiasmo cada vez mayor, lo reconozco. Pero no cuente conmigo para que le diga cómo he obtenido algunos de estos objetos. Algunos pagándolos a precios elevadísimos, otros gracias a un golpe de suerte. Usted está obligado a guardar el secreto profesional y debería comprender que un coleccionista no revela así como así sus fuentes.

—No se me ocurriría preguntárselas. Le ruego que perdone mi exclamación, causada por la sorpresa, la admiración... y quizás un poco por la envidia.

—Está perdonado. Y usted, señor Vidal-Pellicorne, ¿cree que estas joyas serían dignas de sus princesas egipcias?

—No sólo me interesa Egipto, y reconozco de muy buen grado que todo esto es fabuloso. Es usted un maestro, lord Desmond.

Las llamas del orgullo, unidas a las de la bebida, iluminaron el poco agraciado rostro del coleccionista.

—Si me dan los dos su palabra de no revelar jamás a nadie lo que deseo mostrarles —dijo éste—, creo que no se arrepentirán.

—¿No está todo aquí? —preguntó Aldo.

—No. Hay una cosa más.

—En tal caso, tiene mi palabra.

—La mía también —dijo Adalbert.

—Entonces, vengan.

Los condujo hacia el fondo de la sala, ocupada en parte, en el centro, por una vitrina en la que destacaba un conjunto de armas de bronce con la hoja de jade. Estiró el brazo para presionar algo junto a la vitrina y la pared se abrió, giró sobre unos goznes invisibles arrastrando consigo el mueble, sujeto a ella.

—Permítanme un momento. Voy a encender la luz —dijo lord Desmond sacando un encendedor.

Esta vez no se trataba de luz eléctrica. Adalbert y Aldo intercambiaron una mirada mientras su anfitrión desaparecía en el espacio oscuro. Poco a poco, las tinieblas dejaron paso a la cálida luz de las velas.

—Pueden pasar —dijo la voz de lord Desmond.

Lo que los dos hombres descubrieron los dejó atónitos. En el umbral de una pequeña estancia tapizada de terciopelo oscuro que tenía algo de capilla, dos candelabros ardían delante de un retrato que Morosini reconoció al primer golpe de vista: era del duque de Saint Albans, hijo bastardo del rey Carlos II y de Nell Gwyn. Un retrato más pequeño que el que había contemplado en casa de la duquesa de Danvers, pero infinitamente más interesante, pues entre los encajes del cuello de la camisa brillaba un grueso diamante pulido de brillo lechoso.

Bajo el retrato había una especie de altar con un pequeño tabernáculo, cuya puerta, dorada y labrada, lord Desmond estaba abriendo. Y entonces se produjo un milagro: sobre un soporte de terciopelo, brillaba la piedra reproducida en el cuadro.

—Ahí lo tienen —dijo lord Desmond, dejándose caer sobre un gran sillón de roble destinado a facilitar largas contemplaciones solitarias—. Ahora pueden comprobarlo: los que afirmaban que el diamante de Harrison era una falsificación tenían razón.

—¡La Rosa de York! —susurró Morosini, invadido por un torrente de sospechas—. De modo que es usted quien la tiene...

—Sí —afirmó el lord, disfrutando de su triunfo con arrogancia—. Y también soy yo el autor de las cartas anónimas a los periódicos. No podía soportar la idea de que alguien se hubiera atrevido a sacar a la luz una tosca falsificación.

—¿Una tosca falsificación? —repuso Adalbert—. Ha engañado a más de un experto..., a no ser que la piedra falsa sea ésta.

—¿Está de broma? Conozco toda su historia... o casi toda. Me empeñé en reconstruirla cuando, hace unos quince años, encontré este retrato en la tienda de un anticuario de Edimburgo.

—Creía que no eran de la misma familia —dijo Aldo, señalando al personaje de llameante cabellera del retrato.

—No, no lo somos, pero a veces me gusta fantasear en torno a la coincidencia de apellido, y cuando vengo aquí a meditar me entretengo pensando que yo también desciendo de amores reales, que la sangre de los Estuardo corre por mis venas..., y eso me hace feliz. Es una sensación... divina. Sobre todo porque nadie sabe de la existencia de este cuartito ni de lo que contiene.

—¿Ni siquiera su mujer?

—Ella menos que nadie. Ya conoce su pasión por las joyas antiguas, preferentemente célebres. Yo me he consagrado de forma exclusiva a ésta. ¡Reconocerán que vale la pena!

Sin contestar, Morosini se inclinó, cogió delicadamente el diamante con dos dedos y lo observó a la luz de una vela.

El corazón latía en su pecho a un ritmo más rápido. Como no había visto nunca el diamante del Temerario, ni siquiera reproducido, experimentaba una violenta excitación, cuidadosamente disimulada bajo su apariencia despreocupada. ¡Por fin tocaba esa piedra maléfica cuya blancura cubría hipócritamente ríos de sangre!

—¿Qué esperaba conseguir escribiendo esas cartas? ¿Que renunciaran a vender el diamante?

—Por supuesto, y confieso que no entendía a Harrison. Era un gran joyero, incluso un experto. ¿Cómo había podido dejarse engañar de ese modo?

—Mi amigo acaba de decírselo: había engañado a otros. Cuando mataron a ese desdichado Harrison, nosotros nos dirigíamos a su establecimiento, que yo conocía desde hace tiempo, para pedirle que nos enseñara la Rosa. Seguramente yo habría emitido el mismo veredicto que los demás. Pero, dígame una cosa, faltaba poco para la subasta, la piedra se iba a poner a la venta. ¿Qué habría hecho entonces? ¿Pensaba exhibir este diamante en público, o bien...?

—¿O bien me pareció más cómodo poner fin a esa comedia haciendo robar la piedra y... de paso asesinar a Harrison?

—No. Confieso que hace un momento tuve dudas, pero ahora estoy seguro de que no.

—¿Y qué le da esa seguridad?

—El hecho de que lady Mary ignora que la Rosa le pertenece.

—No lo entiendo...

—No tiene importancia por el momento. Pero no ha contestado a mi pregunta: ¿qué pensaba hacer si se hubiera celebrado la subasta?

—Nada. Desde luego, habría estado presente en la sala para ver si otros manifestaban dudas, porque yo no he escrito todas las cartas, pero creo que habría acabado por no decir nada. Yo, un abogado, habría optado por guardar silencio, a fin de conservar intacto el placer que siento aquí cuando vengo a sentarme en este sillón y tomo la Rosa entre mis manos como usted en este momento.

—Antes ha dicho que logró reconstruir la historia casi completa de la piedra —intervino Vidal-Pellicorne—. El príncipe Morosini y yo también nos hemos dedicado a investigar este asunto... por simple curiosidad, por supuesto. ¿Podría decirnos si el príncipe regente se la regaló a su amante, Mrs. Fitzherbert, tal como nos han asegurado?

—Eso es exactamente lo que ocurrió. Lo que no es tan exacto es el término que usted ha utilizado, pues María Fitzherbert era esposa morganática del príncipe, por lo que éste se convirtió en bígamo al contraer matrimonio con la pobre Carolina de Brunswick. Indiscutiblemente, estaba muy enamorado de ella, y la Rosa se la dio, entre otros presentes, en la época de sus amores. El hecho de que nunca se la reclamara, ni siquiera cuando se separó de ella, aboga a favor de la constancia de sus sentimientos.

—Como buen inglés, usted deja en buen lugar a su soberano. Fue María Fitzherbert la que se marchó, en 1811, después de haber sufrido una afrenta. Incluso se fue de Inglaterra sin ánimo de volver. Yo me inclino más a pensar que «Georgie» no se atrevió a correr tras ella para recuperar el diamante.

—A no ser que simplemente lo olvidara, una vez en posesión de las otras joyas de la Corona. En cualquier caso, tenemos a Mrs. Fitzherbert camino del continente. Lleva consigo a una niña con la que se ha encariñado: Minney Seymour. Fue ésta quien, ya casada, trajo de nuevo la joya a este país y la conservó casi hasta su muerte. La perdió en un robo cometido en su casa de Brook Street. En ese momento hay una laguna en la historia, pero me enteré de que más adelante, en 1888, la poseía un rabino del barrio de Whitechapel. Dios sabe por qué, la consideraba un objeto sagrado y le cambió el nombre por el de «la piedra judía». La conservó bastante tiempo, y hace tan sólo diez años tuve noticias de su presencia en su casa...

—¿A través de quién?

—De un hombre en quien tenía plena confianza, que estaba ya al servicio de mi padre y que, siendo un enamorado de las antigüedades, poseía un olfato de perro de caza para desenterrar objetos perdidos. Le debo varias piezas de mi colección. Fue él quien vino a hablarme un día de la piedra judía. La descripción correspondía tan exactamente con la que buscábamos que le di carta blanca para comprarla al precio que fuera. Y eso fue lo que hizo.

—¿Le dijo que la había comprado? —intervino Adalbert—. ¿No le pareció un poco extraño que un rabino aceptara vender un objeto sagrado?

—Sí, lo reconozco. Y más aún porque el rabino y su hijo mayor fueron asesinados en esa época. No por mí, desde luego —añadió lord Desmond al ver que sus invitados fruncían el entrecejo—. Fue el hijo menor, un tal Ebenezer, quien negoció con mi mandatario. Éste me dijo que nunca había conocido a un personaje tan codicioso. Ese tipo era sastre, pero sólo le interesaba el dinero. Les confieso que llegué a preguntarme si no sería él el asesino, pero la investigación policial lo exculpó.

Morosini y Vidal-Pellicorne intercambiaron una mirada, pues, tal como les sucedía a menudo, el mismo pensamiento había cruzado por su mente: el hijo podía muy bien haber facilitado el trabajo del asesino o los asesinos pagados con el dinero de lord Desmond. Pasados diez años, y ávido todavía de dinero, había accedido a hablar de «la piedra judía» a unos extranjeros dispuestos a pagar. Era una historia antigua y, como nunca se había visto implicado en ella, no había encontrado ningún inconveniente en ganar todavía más, pero algo lo había asustado y se había dado a la fuga. Lo más probable era que no volvieran a verlo.

Dividido entre el deseo de arrojar lejos de sí la joya causante de tantos crímenes y el de guardársela en el bolsillo, Aldo la dejó sobre su lecho de terciopelo.

—Y sabiendo eso, ¿este diamante no le horroriza? —preguntó, con los ojos todavía clavados en el tabernáculo abierto—. ¿No piensa que lleva consigo la desgracia?

Lord Desmond se encogió de hombros.

—Ustedes, los latinos, son bastante supersticiosos. Yo nunca me he dejado influir por esa clase de ideas. Buena parte de nuestros castillos ocultan tras sus muros sangrientas aventuras, crímenes generadores de almas en pena y de fantasmas. Además, mi profesión me obliga a codearme con el crimen, y eso curte, se lo aseguro.

—Así y todo, si yo fuera usted desconfiaría —insistió Aldo, sin apartar la mirada del diamante y pensando en la inquietante esposa del lord. Tal vez hubiera llegado el momento de desvelar la verdad.

—¿De qué, Dios mío? ¿Y qué haría usted en mi lugar?

—Lo vendería. No en una sala de ventas, claro, para no volver a provocar la agitación que hemos visto, sino... a mí, por ejemplo.

—¿A usted? ¿Sabe que es muy caro?

—Pagaré lo que me pida. Sea el precio que sea. Recuerde que el motivo de mi visita a Londres era exclusivamente pujar en Sotheby's.

—Lo recuerdo, pero no venderé. Si he compartido mi secreto con ustedes ha sido por pura simpatía y también para evitar que pierdan el tiempo esperando la aparición de una joya falsa. Como muy bien supondrán, no tengo intención de deshacerme de...

No acabó la frase. Una exclamación de Adalbert hizo que su mirada y la de Aldo se dirigieran hacia la puerta secreta, que había permanecido abierta: de pie en el hueco, lady Mary contemplaba, estupefacta, la inesperada escena que tenía delante. Sus ojos claros pasaron rápidamente sobre los personajes y el retrato antes de clavarse intensamente en la joya que Aldo acababa de dejar en su sitio. Su aspecto era tan fantasmal que nadie dijo nada. Ni ella tampoco, pues lo único que veía era la Rosa.

Con paso de autómata, se acercó a la piedra, en la que la llama de las velas encendía deslumbrantes reflejos; luego, con un ademán que evocaba tanto la plegaria como la súplica, levantó sus manos enguantadas para cogerla, dejando caer al suelo el bolsito de ante negro, a juego con el abrigo y el sombrero de astracán, que una de ellas sujetaba. Instintivamente, Adalbert se agachó para recogerlo, pero no se lo devolvió a su dueña.

Mary se disponía a apoderarse del diamante cuando la voz de su esposo sonó:

—¡Deja eso donde está! ¡Te prohíbo que lo toques!

Ella volvió hacia él una mirada ausente que no lo veía y que se apartó inmediatamente para volver al objeto de su deseo.

—¡La Rosa!... La Rosa está aquí... Pero, entonces...

Súbitamente asustada, buscó con la mirada el bolso abandonado un momento antes, pero Adalbert, al percatarse de lo que contenía, acababa de hacerlo desaparecer dentro de su bolsillo. Lady Mary no tuvo tiempo de registrar las zonas oscuras del suelo. De pronto, el lienzo de pared se cerró con un ruido sordo. Alguien acababa de empujarlo desde el exterior.

—¿Qué significa esto? —rugió lord Desmond—. ¿Quién está ahí? ¿A quién has traído contigo? ¿Y qué haces aquí? ¡Ibas a quedarte en Londres hasta el sábado!

Había asido a su esposa por los hombros y la zarandeaba sin que ella opusiera la menor resistencia. Aldo se interpuso entre ellos y obligó al marido a soltar a su mujer, que parecía ausente, en trance...

—Creo que esta discusión matrimonial puede esperar —dijo—. Por lo menos hasta que hayamos salido de aquí. Suponiendo que sea posible —añadió acompañando a lady Mary hasta el sillón de las contemplaciones, sobre el que ella se dejó caer como si fuera una toalla mojada.

—Claro que es posible. El mecanismo funciona en los dos sentidos. No estoy loco.

En algunos momentos, Morosini sospechaba que sí. Hacía unos instantes, por ejemplo, cuando lady Mary se disponía a tocar la piedra, su mirada furiosa era la de un demente. Pero cuando levantó el brazo para abrir la puerta, se lo impidió.

—¡No tan deprisa! Aclarado este punto, quizá convenga pensar en qué es lo que pasa al otro lado. Usted mismo lo ha dicho, hay alguien. La puerta no se ha cerrado sola. Podría ser que incluso hubiera más gente de la que cree. Si sale, se expone a que lo cacen como a un conejo.

—¡Exacto, y precisamente por eso ella tiene que hablar! —gritó Desmond volviéndose hacia su mujer, que continuaba inerte en el sillón pero con los ojos clavados en el diamante—. ¿Has traído a alguien, Mary? ¿Quiénes son esas personas?

—En el estado de postración en el que se encuentra, es incapaz de responderle, pero tal vez yo pueda hacerlo.

—¿Cómo va a poder? A no ser que estén conchabados, claro —añadió el abogado con una risa desagradable.

—Cuando hayamos salido de aquí, tal vez le de un puñetazo por esas palabras —repuso tranquilamente Morosini—. Mientras tanto, tenemos mejores cosas que hacer. ¿No le puso en guardia el superintendente Warren, hace algún tiempo, contra las maniobras de un tal Yuan Chang, decidido a robarle una colección que consideraba producto del saqueo de su país?

—Sí, pero ese tal Yuan Chang murió en la cárcel. Además, no sé cómo pensaba desvalijar mi casa, y mucho menos mi cámara acorazada.

—Muy sencillo: tenía a su esposa en sus manos. ¿Cómo? Eso sería un poco largo de explicar ahora —añadió, con una involuntaria mirada de piedad hacia lady Mary, a la que Adalbert se esforzaba en prodigar algunas atenciones.

—Está bien, le creo, pero, se lo repito, ese hombre se colgó.

—Sí, pero cumpliendo una orden, y estoy seguro de que ha dejado por lo menos un sucesor..., y de que ese sucesor ha obligado a lady Mary a traerlo aquí, adonde no ha venido solo...

En ese momento se oyó un estruendo de cristales rotos, seguido de otro, y de otro más.

—¡Dios todopoderoso! —exclamó lord Desmond—. ¡Están destrozando mis vitrinas!... No lo permitiré...

Abalanzándose hacia la pared, presionó sobre un punto indistinguible y el mecanismo se accionó, pero la puerta se limitó a entreabrirse. Algo o alguien debía de impedir que se abriera del todo. Al mismo tiempo se oyó una voz gutural dando órdenes en chino, sin duda una exhortación a que se apresuraran.

—¡Ayúdenme! —gritó lord Desmond—. Hay que impedir que bloqueen la puerta; si no, todos moriremos. Nadie del castillo conoce este mecanismo.

—Ni siquiera yo —dijo lady Mary, a la que Adalbert había conseguido reanimar con ayuda de unas bofetadas—. ¿Cómo has podido engañarme de este modo?

Nadie le contestó. Conscientes de que el riesgo de perecer asfixiados en aquel recinto era grande, Aldo y Adalbert ya habían sumado sus esfuerzos a los del propietario del castillo para empujar el muro.

—No irá armado, claro... —dijo Morosini.

—Sí. Siempre lo estoy cuando vengo aquí.

—Nosotros también —dijo con su voz cansina Adalbert.

De repente, el anfitrión se indignó:

—¿Han venido a mi casa con armas?

—Por supuesto —contestó Aldo sin dejar de empujar—. Desde que el superintendente nos hizo saber que unos asiáticos tenían los ojos puestos en su casa, nos pareció más prudente no aventurarnos a venir sin tomar algunas precauciones. Y parece que hemos hecho bien... ¡Empuje más fuerte, demonios! No es momento de discutir. Se diría que el ruido se aleja.

—Deben de haber terminado —gimió el coleccionista—. ¡Hay que detenerlos!

Un esfuerzo mayor que los anteriores acabó con la resistencia de la puerta, retenida por un montón de desechos diversos. Se abrió tan bruscamente que los tres hombres se vieron proyectados hacia delante. En el mismo momento, sonaron dos disparos, aunque afortunadamente no alcanzaron a nadie. Acechaban su salida, pero ni a Aldo ni a Desmond, los primeros en aparecer, los pillaron desprevenidos. Nada más tocar el suelo, habían sacado el revólver y empezado a disparar.

En la sala del tesoro chino reinaba un desorden indescriptible. Todo eran cristales rotos y vitrinas derribadas, y media docena de hombres vestidos de negro y cargados con sacos se apresuraban a salir, protegidos por los disparos del más alto, que debía de ser el jefe. La cosa tenía su dificultad, ya que pretendían cruzar la puerta blindada todos a la vez. Comprendiendo que ese atasco era una oportunidad, Aldo apuntó cuidadosamente y abatió a uno de los bandidos justo cuando iba a salir. Otra bala, disparada por lord Killrenan, alcanzó en un hombro al jefe, que retrocedía hacia la puerta. Éste profirió una maldición intraducible y disparó una bala, quizá la última. Se oyó un grito detrás de Aldo, pero éste no se volvió. Precipitándose a través de la bodega, cayó sobre el hombre en el momento en que éste alcanzaba la salida. Siguió una lucha salvaje pero breve. Los dos tenían más o menos la misma fuerza. Sin embargo, el chino consiguió escapar de entre las manos de su adversario, que, agarrado a él, se dejó arrastrar hasta el pie de la escalera, donde el otro se deshizo de él de una patada. Aldo, aturdido, sólo tuvo tiempo de ver a su anfitrión saltar por encima de su cabeza con una agilidad insospechada y salir en persecución de los ladrones.

Renunció a seguirlos; lo importante era que la cámara acorazada no se hubiera cerrado con ellos dentro. Por lo demás, no tardó en oír unos disparos acompañados de órdenes de poner las manos en alto dadas en un inglés impecable. Entonces dejó escapar un suspiro de alivio y se permitió el lujo de sonreír.

«Parece que fue una excelente idea informar a Warren de nuestra visita y de las circunstancias de la invitación», pensó.

Una repentina inquietud borró el breve instante de sosiego. ¡Adalbert!... ¿Por qué no estaba a su lado? Entonces recordó el grito ronco que había oído en el momento de abalanzarse sobre el jefe de la banda y el corazón le dio un vuelco. Si le había sucedido una desgracia a su amigo... Pero, en cuanto penetró de nuevo en la sala, lo vio arrodillado ante algo que no distinguió enseguida a causa del montón de chatarra y de cristales.

—¿Estás herido? —preguntó, abriéndose paso.

—No. Mira...

El grito lo había proferido lady Mary, y había sido el último. La joven yacía entre la masa negra de su abrigo de piel y en una pose llena de gracia, los cabellos rubios escapados del sombrero y extendidos alrededor de su cabeza. La bala le había dejado una marca en la frente, un punto rojo similar al que llevan las mujeres indias, y en la muerte conservaba una ligera sonrisa. Quizá porque en el hueco de su mano abierta brillaba el diamante por cuya posesión estaba dispuesta a sacrificarlo todo.

Aldo apoyó también una rodilla en el suelo y se inclinó para coger la piedra que acababa de matar una vez más.

—¡No la toques! —dijo Adalbert, pasando una mano con suavidad sobre los ojos grises todavía abiertos—. Ya he hecho el cambio... No es la auténtica.

En el exterior, la policía del condado, dirigida por el coronel Courtney a petición del superintendente Warren, y los sirvientes del castillo mantenían inmovilizados a los bandidos y a su jefe, un tal Yuan Yen, hijo del difunto Yuan Chang, mientras que a unos pasos de los vehículos lord Desmond Killrenan recogía febrilmente los sacos que contenían su tesoro, riendo y llorando a la vez sin preocuparse lo más mínimo de lo que sucedía a su alrededor. No interrumpió su tarea ni siquiera cuando Morosini fue a decirle que habían matado a su mujer. Lo único que contaba para él eran los preciosos jades que había estado a punto de perder.

Aldo, renunciando a turbar su felicidad, se volvió hacia Warren.

—¿Está loco? —En mi opinión, si todavía no lo está, poco le falta.

El día antes de salir para Venecia, los dos amigos habían invitado a Warren a cenar al Trocadero, pero éste les dijo sin ambages que prefería con mucho degustar tranquilamente la cocina de Théobald que soportar durante toda la velada las miradas curiosas, e incluso las indiscreciones, de un público todavía impresionado por el revuelo del caso Ferrals. Así pues, se reunieron para comentar los últimos acontecimientos en torno a un admirable paté trufado y un pollo Vallée d'Auge.

La muerte trágica de lady Mary había llevado a Scotland Yard, previa consulta en las altas instancias, a guardar silencio sobre su papel en el asesinato del joyero Harrison. La piedra robada había sido hallada en su poder y no querían saber en qué circunstancias había llegado allí, pero el honor de la policía estaba a salvo y el rey, informado del asunto, acababa de hacer saber que se oponía a que fuera de nuevo puesta en venta. Había habido demasiados dramas y escándalos. La Rosa de York, comprada por él a los herederos de Harrison, ocuparía un lugar en la Torre de Londres entre las joyas de la Corona. En cuanto a la existencia de un diamante verdadero y uno falso, sólo la conocían Morosini, Vidal-Pellicorne y, por supuesto, Simon Aronov, gracias a la precaución de Adalbert de cerrar la pequeña estancia secreta de lord Desmond antes de que entrara en escena la policía. Del verdadero propietario no había nada que temer, pues acababa de ingresar en una de esas clínicas psiquiátricas de lujo, carísimas y poco conocidas por el gran público, donde podría vivir rodeado de sus queridos jades hasta que recuperase la razón —cosa altamente improbable— o hasta que Dios se resignara a llevárselo. Sus bienes iban a ser puestos bajo administración judicial.

—Old Bailey ha perdido un gran abogado —resumió Gordon Warren, calentando entre las manos el cristal de su copa, que contenía un viejo coñac de color caramelo—. Espero que, antes de marcharse, lady Ferrals haya pensado en pagarle sus elevados honorarios.

—De todas formas, no se ha ido muy lejos —dijo Aldo, sirviéndose una generosa dosis—. Devon no está en el fin del mundo.

Los ojos amarillos del pterodáctilo se estrecharon por encima de la copa, cuyo aroma aspiró.

—Devon, no, pero cuando se cruza el océano Atlántico ya se puede hablar de larga distancia.

—¿El océano Atlántico? ¿Es que se va a América?

—Sí, a conocer a su cuñada. No me diga que no lo ha llamado por teléfono o le ha escrito unas líneas para comunicárselo... Me parece una falta de consideración, teniendo en cuenta todas las molestias que usted se ha tomado.

Aldo buscó un cigarrillo y lo encendió con una mano ligeramente trémula, tal como pudieron constatar sus compañeros, aunque su voz se mantuvo fría y serena.

—Pues así es. Me entero por usted. Me apena un poco, desde luego, pero tenga por seguro que no esperaba ningún reconocimiento.

—¿Ni siquiera un «gracias»? ¡Qué bonito es ser un gran señor! Servir a una dama como los caballeros de antaño, simplemente por la belleza del gesto, es bastante raro.

—No se burle de mí, Warren. De todas formas, hay una cosa que me intriga, y es esa prisa por marcharse de Inglaterra. Conocer a una cuñada está muy bien, pero hacer un viaje por mar en pleno diciembre no tiene nada de agradable. ¿No podía esperar hasta primavera?

—A veces las tormentas de primavera son más fuertes que las de invierno —observó Adalbert—. Pero... ¿no será el conde Solmanski quien tiene prisa? Quizá le parezca que Devon está demasiado cerca de Londres, sobre todo después del suicidio de la joven Sally.

Efectivamente, al día siguiente de la liberación de su señora, Sally Penkowski se había quitado la vida con veronal. En la carta que había dejado, la doncella declaraba no poder seguir viviendo tras la muerte de Ladislas Wosinski, a quien amaba profundamente. Confesaba también haber cometido falso testimonio con la esperanza de liberarlo de la persecución de la policía y pedía perdón a Dios por ello. La reacción del público, amplificada por la prensa, había sido deplorable, pues aunque la inocencia de lady Ferrals quedaba probada, se la empezaba a ver como una de esas mujeres fatales que siembran la muerte a su paso. El propio Aldo se había quedado impresionado.

—No anda usted muy lejos de la verdad —dijo el superintendente, dirigiendo una tímida sonrisa al arqueólogo—, aunque yo me siento tentado de creer que es del suicidio del polaco de lo que quiere alejar a su hija.

—Entonces, ¿Wanda tenía razón? ¿Ella seguía amándolo? —dijo Aldo, sintiendo una desagradable punzada en el corazón.

—Eso no lo sé, pero no le oculto que esa muerte tan oportuna me parece sospechosa. Es verdad que todo estaba en orden en la habitación de Whitechapel y que la confesión de ese muchacho era de su puño y letra; hemos podido comprobarlo. Además, el cuerpo no presentaba ninguna señal de violencia reciente, y sin embargo...

—Si tenía dudas —dijo Adalbert—, ¿por qué se apresuró a presentarse en Old Bailey?

—En aquel momento no las tenía. Ha sido después cuando han surgido, a fuerza de pensar en ello. Y quizás haya influido el hecho de que me han informado en dos o tres ocasiones de la presencia del conde Solmanski en el barrio.

—Nosotros también lo vimos allí, pero en compañía de un sacerdote, lo que no parece muy inquietante. En cualquier caso, no me imagino cómo habrían podido colgar contra su voluntad a un muchacho joven y fuerte sin golpearlo o anestesiarlo.

—Todavía no lo sé, pero les aseguro que lo averiguaré. Yo soy como los dogos de este país, cuando tengo algo no lo suelto.

—Pero aún faltaría establecer la prueba de la culpabilidad de Solmanski —puntualizó Aldo—. Dicho esto, creo capaz de todo a un hombre que participó en el pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882.

—¿De dónde ha sacado eso?

Morosini hizo un gesto evasivo indicando que no le preguntara nada más sobre ese punto, pero añadió:

—En esa época no se llamaba Solmanski, sino Ortchakov.

—Eso es muy interesante para posibles indagaciones en un barrio judío. ¿No sabe nada más?

—No, pero si un día consigue ponerlo fuera de la circulación, yo no lloraré, y tampoco lo harán algunos de mis amigos —concluyó, pensando en Simon Aronov.

—Entre los que yo me cuento —afirmó Vidal-Pellicorne.

El superintendente se había terminado la copa y rechazó tomar otra. Se levantó y sacó su reloj.

—Es hora de que me vaya y los deje dormir. ¿Se van mañana?

—Sí. Mañana por la noche estaremos en Francia, camino de Venecia.

—¿Volverán? —preguntó Warren tras una ligera vacilación.

—¿Por qué no? —dijo Adalbert—. Me gusta mucho esta casa, además de que me interesa lo que va a pasar próximamente en torno al Museo Británico. Quizá vaya antes a dar una vuelta por Egipto, pero me sorprendería mucho que no volviera a verme. Y cuando se me ve a mí, es muy raro que no se vea también a Morosini.

Por primera vez desde que lo conocían, una amplia sonrisa iluminó las facciones austeras del pterodáctilo.

—Vuelvan —dijo—. Será un gran placer para mí.

Y se fue, después de haber estrechado enérgicamente la mano a los que se habían convertido en sus amigos.

—¿Ha sido un error hablarle de Solmanski como lo he hecho? —preguntó Aldo, que había apartado una cortina para verlo alejarse.

—Nunca es un error querer eliminar a un enemigo tan peligroso para Simon y para la misión que tenemos que cumplir. No me desagrada en absoluto la idea de haber pegado a los talones de ese tipo a un hombre tan duro y tenaz como Warren. Eso sólo puede facilitarnos el camino.

—Desde luego, pero ¿qué pensaría Anielka?

—A ésa, cuanto antes la olvides, mejor será para todos.

Tras estas ásperas palabras, Adalbert se adjudicó otra ración de coñac después de haber servido a su amigo.

—¡Brindemos por nuestro éxito! En cuanto lleguemos a Francia, enviaremos ese maldito diamante al banco suizo de Aronov. Estoy impaciente por desembarazarme de él.


La Rosa de York


La mañana del 24 de diciembre, Morosini y Vidal-Pellicorne llegaron a la estación de Santa Lucia después de un viaje sin incidentes. La Mancha se había mostrado complaciente y el confort de la Compañía Internacional de Coches Cama había sido tan irreprochable como siempre.

Adalbert estaba de un humor inmejorable. Le encantaba la perspectiva de pasar las fiestas en Venecia, que no había visitado desde hacía mucho, y quizá todavía más la de vivir unos días en uno de esos magníficos palacios semiacuáticos cuyo esplendor le había hecho soñar cuando era adolescente. La idea de que ese palacio fuera de un amigo lo colmaba de satisfacción.

—¿Desde cuándo nos conocemos? —había preguntado mientras, tras la parada de Mestre, el tren recorría lentamente el dique que separa Venecia de la tierra firme y los viajeros miraban a través de las ventanillas cómo la Serenísima se acercaba a ellos entre la bruma lechosa de la mañana.

—Desde la primavera pasada. En abril creo que fue.

—Es curioso. Me parece que hace mucho más tiempo. Que hemos compartido la infancia, o los estudios, o, ¿por qué no?, la familia. En tan sólo unos meses, te has convertido en un hermano para mí.

Como sabía que los accesos de ternura de su amigo no duraban mucho y que incluso llegaba a lamentarlos, Aldo lo asió de un hombro con firmeza.

—Yo tengo la misma impresión —murmuró. Y se apresuró a añadir—: Mira, las cúpulas parecen pompas de jabón que reposan sobre el agua. Hará un día precioso.

Al bajar del tren, se dirigieron presurosos a la salida, seguidos de dos maleteros encargados de su equipaje.

—He pedido que vengan a buscarnos con la góndola —dijo Morosini—. He pensado que, tratándose del día de nuestra llegada, te gustaría más que la barca de motor.

—Puedes estar seguro. Gracias.

La orilla del Gran Canal, al igual que la estación, estaba abarrotada de gente. A esa hora se cruzaban los viajeros que llegaban de París con los que iban a tomar el expreso de Viena. Aquello creaba una especie de barullo, y los dos hombres tuvieron cierta dificultad para llegar al borde del agua, donde Zaccaria, fiel a sus tradiciones de bienvenida, los esperaba junto a la góndola de los leones de bronce alados estacionada no lejos del embarcadero del vaporetto. Pero, en vez de examinar la multitud para localizar a los que había ido a buscar, el mayordomo le daba la espalda, y fue Zian, tocado con su sombrero de cintas más bonito, el primero en saludar a su señor y a su amigo.

—¿Qué pasa, Zaccaria? —dijo Morosini—. Parece que no somos nosotros los que te interesamos.

El esposo de Celina apenas se volvió. Y lo hizo para señalar la barca del hotel Danieli, que estaba acercándose.

—¡Mire! —dijo.

A bordo sólo había una pasajera, una joven delgada como una azucena y de cabellos rojos como el fuego, con un conjunto de terciopelo verde y piel de zorro que Morosini conocía. No había otra cabeza que pudiera llevar con esa elegancia insolente el gracioso tricornio que le tapaba una ceja.

Olvidándose de los que lo rodeaban, Aldo se acercó y ofreció la mano a la joven para ayudarla a bajar de la barca. Ella le sonrió sin manifestar la menor sorpresa.

—Me enteré de que volvía hoy —dijo—, pero no sabía a qué hora llegaba.

—Si no, se las habría arreglado para evitarme, ¿verdad?

—No sé por qué... Ayer pasé por el palacio para recoger unas cosas y saludar a Celina. Fue una gran sorpresa encontrar allí a la señora de Sommières y a Marie-Angéline, que me pareció que se desenvuelve muy bien.

—¿Hace mucho que está aquí?

—No. Dos días. Como ve, llevo poco equipaje —añadió la ex Mina, señalando la delgada maleta y el maletín de cocodrilo que el empleado del Danieli acababa de bajar del barco.

—¿Y ya se va? ¿Regresa a Zúrich?

—No, voy a Viena a pasar la Navidad en casa de mi abuela..., y debo apresurarme si no quiero tener que subir al tren en marcha—añadió, consultando su reloj.

—La acompaño —decidió Aldo, apoderándose de las maletas. Pero ella se opuso.

—¡De ninguna manera! Es muy amable por su parte, príncipe, pero debería preocuparse más de sus compañeros... y no abusar de la paciencia de las que lo esperan en casa Morosini. Espero que pasen unas buenas fiestas y que el año 1923 sea menos agitado que éste.

—¿Volverá a Venecia? —preguntó Aldo con una voz que de repente le pareció ronca.

—No sé..., sí, seguro que sí. No se renuncia tan fácilmente a los antiguos amores... ¿Haría usted el favor de devolverme la mano? Difícilmente puedo marcharme sin ella —dijo con una sonrisa que atenuaba un poco la firmeza del tono.

No hubo más remedio que soltarla.

—Hasta la vista —dijo, cogiendo su neceser de viaje mientras un maletero se hacía cargo de la maleta. Luego, girando sobre sus talones, se dirigió hacia la estación.

Aldo no pudo evitar llamarla:

—¡Lisa!

Ella se detuvo, se volvió y agitó la mano libre.

—¡No tengo tiempo! ¡Feliz Navidad!

Un instante después, había desaparecido. Aldo se quedó donde estaba, un poco abstraído. La voz cansina de Adalbert lo devolvió a la tierra.

—¿Qué te ha dicho?

—¿No lo has oído? Ha dicho: «¡Feliz Navidad!»

—Es un deseo amistoso. Hay que intentar hacerlo realidad.

Aldo, sin saber muy bien por qué, lo dudaba un poco. No obstante, se dejó conducir hacia la góndola.

Saint-Mandé, marzo de 1995

Fin


[1] Véase vol. I, La Estrella Azul.

[2] En Londres, Fleet Street es la calle donde están las sedes de los grandes periódicos.

[3] Véase vol. I, La Estrella Azul.

[4] El nombre New Scotland Yard (Nueva Corte de Escocia) proviene de un palacio que antaño pertenecía a los reyes de Escocia y en cuyo emplazamiento se instaló la policía.

[5] Véase vol. I, La. Estrella Azul.

[6] Véase vol. I, La Estrella Azul.

[7] William-Waldorf Astor, amigo del rey Eduardo VII, recibió el título de nobleza de manos de éste en 1916, después de que se hubiera instalado definitivamente en Inglaterra. Sé convirtió en el tronco del árbol genealógico de la rama inglesa y en el primer vizconde de Astor of Hever, pues había comprado el castillo de dicho nombre donde nació Ana Bolena. El esposo de Nancy Langhorne Shaw, que efectivamente fue la primera mujer diputada, era hijo de este Astor.

[8] Por parte de su madre, Enriqueta de Francia, era nieto de Enrique IV de Francia.

[9] El azar de las sucesiones colocó a Jorge de Hannover en el trono inglés.

[10] Antes de convertirse en el rey Jorge VI, el nombre del duque de York era Albert, al igual que el del príncipe de Gales, futuro y temporal Eduardo VIII, era David.

[11] Acabó ganando lady Airlie, ya que el 26 de abril de 1923 lady Elizabeth se convirtió en duquesa de York al contraer matrimonio con el futuro Jorge VI.

[12] Inundación.

[13] Véase vol. 1, La Estrella Azul.

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