Cinco

Sylvie pensó que tal vez había sido un error invitarle a que subiera. Llevó dos copas de vino al pequeño salón, donde Marcus ya se había acomodado en el sofá.

– Toma -dijo ella entregándole una de las copas-. Es un vino de California que mi jefe me regaló por mi cumpleaños. Él sabe mucho de vinos y dice que es buenísimo.

– ¿Y qué dices tú? -preguntó él, mientras aspiraba el aroma del caldo color rubí.

– Sé casi lo mismo sobre vinos que sobre niños -admitió, con una sonrisa.

– Ah. Entonces, recuérdame que no te deje elegir el vino cuando salgamos a cenar.

Sylvie se echó a reír y, mientras hacía girar el vino en la copa, observaba su delicado color.

– No te preocupes. Sé muy bien cuáles son mis debilidades.

– ¿Podría convertirme yo en una de ella, Sylvie?

– Posiblemente -confesó ella, sin poder apartar los ojos de los de él-, aunque te lo advierto. No soy de las mujeres que se dejan llevar por sus deseos.

– No importa -replicó Marcus, con una sonrisa en los labios-. Me gustan los desafíos.

– Marcus, yo no quiero que me consideres un desafío -afirmó ella, alarmada por aquellas palabras. Entonces, se acercó hasta la ventana-. ¿Es así como ves tus relaciones con las mujeres? ¿Cómo desafíos que se han de conquistar?

Marcus se levantó y se colocó detrás de ella.

– No pienso en ti como en un desafío -susurró. Su aliento le rozó el cabello y le hizo echarse a temblar-. Para mí, tú eres una mujer hermosa y deseable, que me está gustando mucho conocer. Y a la que me gustaría conocer aún mejor -añadió, colocándole las manos sobre los hombros-. No trates de hacerlo demasiado complicado.

– Pero es complicado -dijo ella, apasionadamente, tras volverse para mirarlo-. Vas a cerrar las puertas de una empresa a la que yo adoro.

– Eso está dentro del mundo de los negocios. Esto no -musitó, colocándole las manos en la cintura. Entonces, la estrechó contra su cuerpo y buscó sus labios.

– Todo está muy mezclado -dijo ella, antes de que pudiera hacerlo.

El beso que se dieron a continuación fue una batalla, una tierna persuasión que minó todos sus esfuerzos y su determinación para no dejar que él la llevara a su terreno.

Sylvie no podía resistirse. Aquel fue el último pensamiento que ella tuvo antes de rendirse a la pasión de su beso. Mientras Marcus la besaba más profundamente, deslizando la lengua entre los labios de Sylvie como si de una erótica danza se tratara, ella gemía de placer y se abría a él para permitir que el contacto fuera más íntimo.

Unos sentimientos muy complejos se abrieron paso en su interior. Sería demasiado fácil hacerse adicta a aquel hombre, despertarse una mañana y encontrar que lo necesitaba, que su vida estaría incompleta sin él.

Aquel pensamiento la dejó tan atónita que luchó por soltarse de él, por apartar la boca de la suya. Entonces, giró la cabeza, aunque solo consiguió que él empezara a besarla en la mandíbula y sobre la sensible piel del cuello.

– Espera, Marcus -susurró. Entonces, consiguió soltarse y le colocó una palma de la mano sobre el pecho-. Espera.

– De acuerdo, estoy esperando -respondió él, cuando consiguió sobreponerse a la excitación que se había apoderado de él-. ¿Y ahora qué?

– Sentémonos.

En silencio, Marcus volvió al sofá y esperó hasta que ella estuvo sentada a su lado.

– Marcus -prosiguió ella, eligiendo sus palabras con mucho cuidado-. No es que no me guste cuando… nos besamos. Me gusta. Tal vez demasiado. Ya te he dicho que no soy la clase de chica que quieres para una relación fácil y… rápida. Para mí, es muy importante que nos conozcamos antes de… antes de…

– ¿Acostarnos?

– Antes de que hagamos el amor -le corrigió ella, con una mirada de reprobación.

– Sylvie, quiero hacerte el amor -afirmó Marcus, tomándole las manos entre las suyas-. Eso no es ningún secreto, pero no quiero presionarte. Dime lo que tú crees que quieres. Lo que necesitas de mí.

– Tiempo. No puedo precipitarme, por mucho que lo desee, y te puedo asegurar que es así.

– Tiempo… ¿Una hora? ¿Un día? -preguntó él, con una sonrisa.

– Sabré cuando sea el momento adecuado. Tendrás que confiar en mí.

– Hablando de confianza -dijo Marcus, mientras se ponía de pie-. Es mejor que me vaya de aquí mientras todavía se pueda confiar en mí -añadió. Entonces, la agarró de la mano y la puso de pie. Juntos, se dirigieron a la puerta-. ¿Qué te parece si cenamos juntos mañana?

– ¿Después de las seis? Antes tengo otras cosas que hacer.

– Después de las seis. Y espero que me cuentes lo que has estado haciendo durante el día.

– Lo haré si lo haces tú también.

– Trato hecho -concluyó él, mientras se ponía la cazadora-. No voy a volver a besarte porque no sé si voy a poder parar. Pasaré a recogerte mañana alrededor de las seis.

– Sí. Gracias por venir conmigo esta tardé.

– Gracias por dejar que me invitara.

Cuando Marcus se hubo marchado, Sylvie se dio cuenta que, una vez más, había logrado evitar compartir información alguna sobre su vida con ella.


Al día siguiente, mientras se cambiaba de ropa tras asistir a la misa dominical, seguía pensando en él. Entonces, tras ponerse unos viejos vaqueros, se dispuso a entregarse a su proyecto más inmediato: hacer galletas.

La Navidad se iba acercando poco a poco. Se había sentido tan inmersa en la absorción de Colette y en las actividades benéficas en las que participaba la empresa que todavía no había empezado a preparar nada.

Después de haber firmado las tarjetas, que había escrito durante la hora del almuerzo, se dispuso a preparar las galletas, que hacía todos los años para regalárselas a sus amigos. La preparación era tan laboriosa que el tiempo se le fue echando poco a poco encima. La hora en que Marcus iba a ir a recogerla se iba acercando. Casi sentía haber accedido a salir con él, pero el vuelco que le daba el corazón cada vez que pensaba en él desmentía aquellos pensamientos. A las cinco y media, sacó la última bandeja de galletas del horno y las puso a enfriar. La cocina entera estaba llena a rebosar de galletas. Menos mal que no tenía perro, porque si no el animal tendría un festín…

Entonces, fue rápidamente a ducharse. Decidió que, algún día, tendría un perro, al que le gustaran los niños y que se metiera debajo de la mesa para esperar que cayera algo de comida al suelo durante las ruidosas comidas familiares. La familia no era algo que se pudiera imaginar muy claramente, pero, de repente, una vívida imagen le asaltó el cerebro: Marcus, con sus enormes y competentes manos, con la hija de Jim entre sus brazos…

Una cálida felicidad se apoderó de ella. Había sido una imagen tan… perfecta. Sabía que lo que le había contado sobre su secretaria era cierto, porque ningún hombre habría podido calmar a una niña de esa manera a no ser que lo hubiera hecho antes. ¿Cuántos hombres de su posición habrían estado dispuestos a ocuparse de los nietos de su secretaria?

¡Maldita sea! Desde el primer momento, se había decidido a despreciarlo y, sin embargo, los sentimientos que Marcus había provocado en ella habían sido muy diferentes.

Se soltó el cabello y se metió en la ducha. Sabía que Marcus no era adecuado para ella, que podía disfrutarlo, pero no debía tomárselo en serio.

Mientras se vestía, se dio cuenta de que el problema era que deseaba a alguien que completara su vida de fantasía. Sabía que siempre había deseado tener hijos a los que querer y con los que poder recrear una infancia feliz. Sin embargo, Marcus no podía ser aquel hombre, ¿no?

De pronto, recordó el broche que Rose le había prestado. Jayne, Lila y Meredith también se lo habían puesto en el mismo día en que habían conocido al hombre de sus sueños. Ella también lo había llevado puesto el día en que conoció a Marcus. ¿Podría ser que…? ¡No! Aquello era ridículo.

Era imposible. Era una simple coincidencia. En su caso, Marcus era, además, el primer hombre al que le había abierto su corazón. Se había protegido durante mucho tiempo y solo en aquellos momentos estaba empezando a dejar libres sus emociones. Marcus había estado en el momento adecuado en el lugar adecuado. Los dos eran tan diferentes que no habría modo de que pudieran unirse, al menos, no para toda una vida. Sylvie suspiró. No podía cambiar su pasado, pero iba a disfrutar aquellas citas con él mientras duraran. Ya se preocuparía de curarse las heridas más tarde.

Tras ponerse un vestido de seda color granate, volvió rápidamente al cuarto de baño para maquillarse. Luego, se secó el cabello. Justo en el momento en que se ponía los zapatos, sonó el timbre.

Mientras se dirigía hacia la puerta, vio el broche. Con un impulso, lo agarró y se lo colocó. «Solo porque queda muy bien con este vestido». Se juró que al día siguiente, sin falta, se lo devolvería a Rose.

Cuando abrió la puerta, Marcus lanzó un silbido de apreciación. Entonces, Sylvie se echó a un lado para que él pasara mientras ella iba por su abrigo.

Cada vez que lo veía, le parecía que estaba más guapo. Sin embargo, aquella noche, parecía estar mejor afeitado que nunca y, además, el cabello se le rizaba ligeramente donde se había escapado a los efectos del peine.

– ¡Vaya! -dijo él-. Estás guapísima… ¿Qué es ese olor?

– ¿Olor?

– Son galletas. Esto es el paraíso -declaró. Entonces, entró en la cocina y agarró una de las galletas que ella había preparado y le dio un mordisco-. Mmm -añadió, abrazándola a ella antes de que pudiera protestar-. Está deliciosa. ¿Quieres?

– No. Y si comes más, no te daré ninguna para Navidad -dijo ella.

El corazón le estaba empezando a latir demasiado deprisa y le resultaba difícil respirar. Se había preparado para saludarlo, no para que la tomara en brazos. De hecho, estaba pegada a él desde el cuello hasta las rodillas. Cuando trató de apartarse, la intensidad de su mirada le hizo detenerse una vez más.

– Hola -murmuró él, acariciándole suavemente la cara-. Te he echado de menos…

Sylvie se quedó atónita, tanto por la ternura de aquel gesto como por sus palabras. ¿Que la había echado de menos?

– Pero si me viste anoche.

– Lo sé.

De repente, una arruga apareció entre sus espesas cejas y se fue profundizando poco a poco. Entonces, la soltó y se dio la vuelta. Sylvie se dio cuenta de que su estado de ánimo había cambiado en aquel mismo instante.

– ¿Estás lista? -preguntó Marcus, en un tono cortés y amistoso, pero sin la cálida intimidad que había adornado su voz segundos antes.

– Sí, si estás seguro de que sigues queriendo que salga contigo.

– Claro -respondió él, tomando el abrigo que ella tenía sobre el respaldo de una silla. Entonces, sonrió.

Sylvie podría haber pensado que se había imaginado aquel cambio de actitud, pero había cierta cautela en las profundidades de su mirada que le indicaba que no había sido así.

– Espera -dijo ella. -Tengo que guardar estas galletas.

– Te ayudaré.

– Ya sé cómo -replicó, riendo. Había decidido no dejar que sus extraños cambios de humor la afectaran-. Es mejor que te vayas al salón y yo me ocuparé de ellas.

A los pocos minutos, ya lo había recogido todo. Entonces, se acercó a él y dejó que la pusiera el abrigo. Mientras la conducía hacia el coche, volvió a ser de nuevo encantador y agradable. Luego, fueron a Crystal's, un restaurante francés en el que había reservado una mesa al lado de la chimenea. A Sylvie, no se le ocurría modo alguno de abordar el tema de sus repentinos cambios de humor, a excepción de preguntarle directamente qué era lo que le había pasado. Además, estaba empezando a reconocer la razón de aquellas maniobras de evasión. Cuando no quería hablar de algo, Marcus podía resultar de lo más escurridizo.

– Creo que sé lo que has estado haciendo hoy -dijo él, cuando estuvieron instalados y con una botella de borgoña encima de la mesa-. La pregunta es por qué una mujer joven y soltera hace tantas galletas.

– ¿Me creerás si te digo que solo las hago una vez al año para luego congelarlas? No, no es cierto -añadió, al ver el gesto de incredulidad sobre el rostro de Marcus-. Se las regalo a mis amigos por Navidad. Preparo seis o siete clases diferentes y las envuelvo en paquetes de una o de dos docenas.

– Es mucho trabajo, ¿no?

– No más que las interminables compras que hace la mayoría de la gente. A mí me gusta y mis amigos parecen apreciar mis esfuerzos. De este modo, mis compras de Navidad son muy fáciles.

– ¿Y me vas a dar a mí galletas este año? -preguntó él, con una sonrisa.

– No lo había pensado -mintió.

Llevaba todo el día pensando qué podría regalarle a Marcus. ¿Debería comprarle algo o solo darle unas galletas como hacía con la mayoría de sus amigos? Era un hombre muy rico. No podría darle nada que él no se pudiera comprar más caro y de mejor calidad.

– Sylvie… Me encantaría que me regalaras galletas. Las necesito. De hecho, me podrías dejar que te las comprara todas.

– ¿Y qué les daría yo a mis amigos por Navidad?

– Podrías comprarles regalos.

En aquel momento, el camarero llegó y anotó lo que deseaban cenar. Cuando volvió a marcharse, Sylvie le preguntó a Marcus:

– Bueno, ya sabes lo que he hecho hoy. ¿Y tú?

– Negocios. Es más o menos lo mismo que hago todos los días.

– ¿En qué estuviste trabajando hoy concretamente?

Deseaba desesperadamente conocer al hombre que había bajo aquella máscara. Le frustraba inmensamente que él lograra abortar todos sus esfuerzos.

– Hoy he ido a visitar una planta de Ohio que trabaja con el acero. Llevo varios años buscando la gran oportunidad. Otra de mis empresas utiliza grandes cantidades de acero y sería mucho más barato si lo fabricáramos nosotros mismos. Espero poder comprar esa empresa -respondió él, tras pensárselo durante un momento.

– Vaya. ¿Cómo se lo han tomado los accionistas?

– Muy graciosa. Como te decía, esa empresa tiene todo el equipamiento que necesitamos, pero, más importante aún, tienen un método único de doblar la lámina de acero que me gustaría tener. Es un secreto muy bien guardado y, hasta que compre la empresa, no me confesarán el proceso.

– Muy listos.

– Desde su punto de vista. Desde el mío, resulta muy enojoso. Me gustaría empezar a producir a primeros de mayo, pero cuanto más nos entretengan estos pequeños detalles, más se retrasará ésa fecha.

Sylvie lo miró. Vio que tenía una mirada intensa, competitiva y se apiadó de cualquier empresa que se le pusiera por delante cuando tuviera aquella actitud. Como Colette. Entonces, se dio cuenta de que ni siquiera sabía cuáles eran los planes que tenía para su empresa.

– Sé que ahora me vas a preguntar por Colette -dijo él.

– ¿Tan transparente soy?

– No, pero estoy empezando a aprender cómo te funciona el pensamiento.

– ¿Y me vas a responder? -preguntó Sylvie, tras una pausa.

– ¿Si te voy a responder a qué?

Se sintió furiosa. Si estaba tratando de ponerla de mal humor, lo estaba consiguiendo. Justo cuando abría la boca para replicar, una voz femenina dijo:

– ¡Marcus! No sabía que ibas a cenar aquí esta noche.

Sylvie levantó la mirada. Una mujer muy menuda, de cabellos grises, se había acercado a su mesa acompañada de un hombre alto e impecablemente vestido. Marcus se puso de pie y se acercó a la mujer para besarla en la mejilla.

– Madre, yo tampoco te esperaba -dijo. Entonces, extendió la mano hacia el hombre-. Me alegro de verte, Drew -añadió. Se volvió hacia Sylvie-. Madre, te presento a la señorita Sylvie Bennett. Sylvie, esta es mi madre, Isadora Cobham Grey. Este es su acompañante, Drew Rice.

Completamente atónita, Sylvie extendió la mano y saludó a ambos. ¡La madre de Marcus!

– Hola, Sylvie -comentó Drew-. Es un placer conocerte.

– Gracias. Lo mismo digo. Y, por supuesto, a usted también, señora Grey -comentó ella, encontrando por fin la voz.

– Llámame Izzie, querida -sugirió la mujer-. Nunca me han gustado demasiado las formalidades, ¿verdad, Marcus?

– No -replicó él, con una sonrisa.

Entonces, sin saber por qué, la envidia se apoderó de Sylvie. El amor que había entre ellos era evidente, tanto como el hecho de que eran familia. Marcus tenía los ojos verdes de su madre, así como la forma de la cara. De niña, siempre se había preguntado si habría alguien al que ella se pareciera. Algunas veces, se quedaba mirando fijamente la cara de las desconocidas, pensando si alguna de ellas podría ser la mujer que la había abandonado de niña.

– ¿Eres de Youngsville, Sylvie? -quiso saber Izzie.

– Sí, señora. He vivido aquí toda mi vida.

– Creo que no conozco a nadie que tenga el apellido Bennett -comentó la mujer, sin mala intención.

– Soy huérfana. Me pasé los primeros años de mi vida en el hogar de St. Catherine. Luego fui a la Universidad de Michigan y, después de terminar mis estudios, regresé aquí. Trabajo en Colette, la empresa que su hijo está tratando de comprar y liquidar.

– Sylvie… -dijo Marcus, en tono de advertencia.

– ¿Cómo? -exclamó Izzie, tan turbada que Sylvie se arrepintió de haber mencionado su empresa-. Marcus, ¿por qué quieres Colette?

– Solo es una decisión empresarial, madre -respondió él, a la defensiva-. No tiene nada que ver… con nada.

– Acabamos de regresar ayer después de pasar seis meses en Europa -le dijo Drew a Sylvie-. Esta mañana, mientras leía los periódicos, me enteré de lo que Marcus estaba planeando.

– ¿Y no me lo has dicho?-le espetó Isadora.

Drew se encogió de hombros y la estrechó cariñosamente contra sí.

– Se me olvidó.

– Ese fiasco de las esmeraldas le costó a Frank su empresa -comentó acaloradamente la madre de Marcus-. ¿Cómo se te ha podido olvidar decirme cualquiera cosa que tenga que ver con Colette?

– ¿El fiasco de las esmeraldas? -preguntó Marcus-. ¿De qué estás hablando?

– Nunca te lo dijo, ¿verdad? -susurró la mujer, después de contemplar el rostro de su hijo durante unos segundos.

– ¿Decirme qué?

A excepción de Sylvie, los tres estaban de pie. Entonces, Drew acercó una silla e hizo que se sentara Isadora. Luego hizo lo propio él mismo. De mala gana, Marcus tuvo que sentarse.

– Colette contrató al equipo de diseño de papá -añadió-, y poco después, Van Arl fue a la quiebra. Nunca he oído nada de unas esmeraldas.

– Antes de que los empleados empezaran a marcharse -empezó su madre-, hubo un… problema. Carl Colette acusó a tu padre de venderle esmeraldas falsas. Por supuesto, tu padre nunca hubiera hecho nada similar, así que, en silencio, preparó un plan para desenmascarar al verdadero culpable. Por fin, sorprendió a su principal comprador tratando de realizar una transacción similar, pero, para entonces, la reputación de Van Arl se había visto muy afectada. Tuvo que dejar que los empleados se marcharan. Fue entonces cuando el equipo se diseño se marchó a Colette.

Se produjo un gran silencio en la mesa. Finalmente, fue Marcus el primero que habló.

– Bien, gracias por decírmelo, pero eso no va a cambiar en absoluto mis planes. Yo compro empresas y esta es simplemente otra oportunidad que puede reportarme beneficios.

Drew intervino antes de que Isadora pudiera ponerse a discutir con Marcus, aunque resultó evidente que ella no estaba nada contenta mientras se despedían y la pareja se marchaba a su mesa.

Enseguida, vino el camarero con lo que habían pedido para cenar. Marcus estuvo completamente en silencio mientras comían. Sylvie ni siquiera se podía imaginar en qué estaba pensando. ¿Por qué no le habría contado nunca su padre la historia completa? Marcus había crecido pensado que la empresa de Carl Colette había sido la única responsable del fracaso de su padre.

– Tu madre no parece culpar a Carl Colette del fracaso de la empresa de su marido -dijo ella, por fin.

Durante un momento, Marcus se comportó como si no la hubiera escuchado. Después, tras tomar un sorbo de vino, la miró abiertamente a los ojos.

– Tú no lo entiendes -replicó Marcus. La mano que tenía sobre la mesa se había transformado en un puño.

– Entonces, explícamelo. Ayúdame a verlo como lo ves tú -sugirió Sylvie, colocando su mano sobre la de él.

Los ojos de Marcus la miraron fijamente. Bajo su mano, los fuertes músculos se contrajeron. Finalmente, habló.

– ¿Qué sabes de mis padres?

– Bueno, sé que tu madre es una de las Cobham de Chicago, una antigua y prestigiosa familia relacionada con la navegación en los Grandes Lagos. Tu bisabuelo era amigo de Teddy Roosevelt. Se rumorea que tu abuelo desempeñó un importante papel en tapar el romance que Kennedy tuvo con Marilyn Monroe por su amistad con la familia Bouvier. Y tu padre era el dueño de Van Arl. No creo que sepa nada más sobre él.

– Me sorprendería mucho que así fuera. Mi padre era el hijo de un marinero que murió durante una tormenta en el lago Michigan dos meses antes de que él naciera. Mi abuela era demasiado pobre para mantener a cinco hijos, así que terminó por entregarlos a todos en adopción -explicó él. Sylvie parpadeó. Nunca había creído que aquella historia le fuera a resultar tan familiar-. Mi padre fue un buen estudiante y se graduó en el instituto, aunque consiguió su diploma con dos años de retraso porque tuvo que dejar la escuela en varias ocasiones para ponerse a trabajar. Logró una beca para ir a la universidad y allí conoció a mi madre. La familia de mi madre se opuso a su matrimonio, pero mis padres estaban muy enamorados y no hubo manera de hacerlos cambiar de opinión. Después de la boda, mi padre arriesgó todo lo que tenía para comprar Van Arl. Yo nací un año después. El resto de la historia ya la conoces, pero lo que no sabes es lo que eso supuso para mi padre. Necesitaba tener éxito en el mundo de mi madre. El fracaso de Van Arl lo destrozó. Mi padre creyó que había fracasado a los ojos de mi madre, y la familia de ella no le puso las cosas fáciles. Se sintió completamente humillado. Le cambió completamente. Se alejó de ella, de todos. Cuando yo tenía siete años, mis padres se divorciaron. Mi madre estuvo enamorada de él hasta el día en que murió, pero mi padre nunca lo aceptó. Hace unos años, ella renovó su amistad de siempre con Drew, aunque jura que no volverá a casarse.

– Drew me ha parecido un hombre muy agradable -murmuró Sylvie, sin saber qué decir.

Aquella triste historia le hizo comprender a Marcus mucho mejor. No era de extrañar que estuviera tan decidido a construir su propio imperio. No iba a permitir que nadie le quitara nada, no solo algo tan tangible como la fortuna, sino sentimientos como el amor y la seguridad. Si se aseguraba de no tenerlos, no sufriría si le faltaban.

– Sí -dijo él, con cierto cinismo-, y lo mejor es que viene del mundo de mi madre. Tiene dinero, clase, distinción social, generaciones de ilustres antepasados… Nada a lo que se puedan oponer los Cobham.

– Ahora entiendo lo que sientes por Colette -susurró ella, pensando que nunca lo había visto derrotado, como estaba en aquellos instantes-. Sin embargo, después de lo que tu madre te ha dicho, debes haberte dado cuenta de que Colette no tiene responsabilidad alguna en lo que le ocurrió a tu padre.

Inesperadamente, Marcus golpeó con fuerza la mesa, haciendo que los platos saltaran sobre la misma. Sylvie se sobresaltó e, inconscientemente, se echó hacia atrás.

– Pareces un maldito disco rayado -afirmó, con la voz llena de odio y furia-. En lo único que piensas es en esa preciosa empresa. No lo entiendo. No es tuya. Ni siquiera eres una de las ejecutivas. Sin embargo, si te despidieran mañana, tu vida se quedaría vacía.

– Gracias por tu opinión -susurró ella, atónita por aquellas palabras, antes de ponerse de pie. Entonces, agarró el bolso y salió del comedor.

– ¡Sylvie! ¡Regresa aquí!

– Ni hablar -musitó ella. Al llegar al vestíbulo, se dio cuenta de que su abrigo estaba en el ropero y de que Marcus tenía el resguardo. Tendría frío sin el abrigo, pero sobreviviría. No tenía intención de volver a hablar a Marcus Grey.

Salió rápidamente por la puerta para detenerse al borde de la acera, donde sabía que podría encontrar un taxi. Hacía mucho frío y soplaba un fuerte viento que provenía del lago. A pesar de todo, no estaba dispuesta a volver al interior.

– ¡Sylvie, espera! -exclamó Marcus, tras salir también a la calle-. Ni siquiera tienes tu abrigo. Siento lo que te he dicho…

– Aléjate de mí -le espetó ella-. No te necesito en mi vida.

Entonces, empezó a andar a toda prisa antes de que él pudiera detenerla. De repente, el mundo pareció desaparecerle bajo los pies cuando los altos tacones de sus zapatos pisaron un poco de hielo. Sabía que se caía, pero, antes de que pudiera detener su caída con las manos, la cabeza le golpeó contra el suelo. Sintió un fuerte dolor y luego… Nada.

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