Siete

Tres días más tarde, el timbre del apartamento de Sylvie sonó. Él llegó justo a tiempo. Sylvie se colocó el lápiz tras de la oreja y se apartó de la mesa del comedor, que estaba cubierta de papeles. Después de respirar profundamente para tranquilizarse, comprobó su aspecto en el espejo del recibidor y abrió la puerta.

– Hola, Marcus -dijo, con voz agradable. Ni demasiado ansiosa ni demasiado antipática.

Si no fuera tan guapo… A pesar de que tenía un cierto aire de aprensión, le quitó el aliento, como siempre que la miraba con la intensidad de sus ojos verdes.

– ¿Quieres entrar?

Si aquel era el modo en que él lo quería, así sería. No tendría que volver a verlo después de aquel día, aunque el pensamiento le produjera un fuerte dolor en el corazón, que se negó a mostrar abiertamente.

Aquella era la primera vez que iba a visitarla desde que la había llevado allí después del accidente.

Aquella mañana, cuando se despertó, Marcus ya se había marchado. Afortunadamente. Aunque los dos habían hecho todo lo posible por mantener una actitud cortés y agradable, las horas que había pasado con él después de salir del hospital habían resultado algo incómodas y tensas. Las palabras que le había dicho en el restaurante habían seguido resonándole en los oídos.

«En lo único que piensas es en tu preciosa empresa. Tu vida estaría vacía si te despidieran mañana». Se equivocaba. Si perdiera su trabajo, todavía seguiría teniendo lo más precioso que había adquirido a lo largo de aquellos años: sus amigos. Sin embargo, Marcus no podía entenderlo. Nunca lucharía a muerte por un amigo ni comprendería por qué otro estaría dispuesto a hacerlo.

Había sido una estúpida al creer que podría tener una… relación permanente con un hombre tan rico como Marcus, que podrían encontrar puntos de vista comunes y, sobre todo, que un broche le hubiera ayudado a encontrar al hombre perfecto.

No había llamado en tres días. Sylvie se había hecho creer que se alegraba de que aquello hubiera llegado a su fin. Sería mejor para los dos. Además, ella conseguiría olvidarlo todo.

Eso era mentira y lo sabía. Nunca conseguiría superar el vacío en el estómago que sentía al pensar en un futuro sin él. Era una mujer independiente y autosuficiente, pero había bajado la guardia y estaba pagando las consecuencias. Tardaría mucho en olvidarlo, pero lo conseguiría.

Cuando había empezado a conseguirlo, había recibido una llamada de Marcus, aquella misma tarde, para preguntarle si le apetecía salir a cenar con él aquella noche. Solo oír su voz bastó para ponerle los nervios a flor de piel. A pesar de todo, declinó la oferta, con la excusa del trabajo que estaba realizando en casa. Sin embargo, cuando él había prometido pasar a verla, no había encontrado una buena razón que se lo impidiera.

Marcus entró en el apartamento y le entregó un ramo de rosas rosas, amarillas y color salmón.

– Toma. Pensé que te gustarían.

Rosas amarillas. Significaban amistad, como todo el mundo sabía. Bueno, aquello le dejaba muy clara su situación.

– Gracias -susurró, casi sin mirarlo. Entonces, dejó el ramo sobre la mesa del recibidor y sonrió-. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Quería verte -respondió Marcus, mirándola con cautela-. Te he echado de menos.

Una vez más, Sylvie se recordó que una relación entre ellos no funcionaría. Eran demasiado diferentes. Él solo quería una aventura sexual que no requiriera demasiado esfuerzo ni que le comprometiera para el resto de su vida. Sin embargo, ella quería mucho más que eso. Demasiado.

– Bueno, he estado muy ocupada y estoy segura de que a ti te ha pasado lo mismo.

Marcus asintió. Entonces, los dos quedaron en silencio. Fue él quien lo rompió.

– ¿Cómo tienes la cabeza?

– Bien.

– Estupendo. Estaba preocupado.

«Entonces, ¿por qué no has llamado?», pensó ella, furiosa.

– Siento que no puedas salir a cenar. ¿Hay alguna otra noche que te venga bien?

– No.

– ¿Por qué no? A mí me gusta tu compañía y creía que a ti te gustaba la mía.

– Tu compañía está destruyendo a la que a mí me da trabajo. Por eso no voy a cenar contigo.

– Eso es ridículo.

– Es igualmente ridículo calificar la relación que hemos tenido como algo agradable. ¡Para mí ha sido mucho más que eso! Tú y yo… buscamos cosas muy diferentes en la vida. Tú no eres el tipo de hombre que yo estoy buscando y sé que no soy la mujer que tú consideras adecuada para ti.

– Eso no es cierto. De hecho, creo que nos complementamos perfectamente.

– En otra ocasión me podrías haber engañado -le espetó ella, llena de amargura-. Ahora, recoge tus rosas amarillas y márchate.

– Hay un vínculo muy fuerte entre nosotros. Tú dijiste que querías hacer el amor conmigo…

– Ya no.

– ¿De verdad? -gruñó él. Demasiado tarde, Sylvie se dio cuenta de que un hombre como Marcus se tomaría aquello como un desafío.

– Ya he terminado de hablar contigo -le dijo ella, señalándole la puerta-. Adiós.

– Y yo también -replicó Marcus, tomándola repentinamente entre sus brazos.

– ¡Marc…!

Él le impidió que siguiera hablando con un beso. La abrazó con pasión, atrapándola contra su cuerpo, devorándole la boca como un hombre hambriento y pidiéndole una respuesta. Él ardía y la quemaba a ella con la fuerza de su pasión.

Sylvie trataba de apartarlo de sí, sin conseguirlo, cuando él, de repente, levantó la cabeza.

– Estate quieta.

Ella obedeció. No hubiera podido explicárselo a nadie. No era mujer que aceptara órdenes de buen grado, pero la fuerza que había en la voz de Marcus hizo que dejara de rechazarlo y se quedara inmóvil, entre sus brazos. En un breve instante de claridad, supo lo que deseaba.

Lo deseaba a él. ¿Por qué se estaba engañando? Quería hacer el amor con Marcus al menos una vez antes de que aquella atracción imposible se rompiera en pedazos, como Sylvie sabía que ocurriría. Quería darle todo su amor de la única manera en que sabía que él lo aceptaría. Nunca había conocido a un hombre que le hiciera sentir de aquel modo y supo, con una irremediable claridad, que nunca volvería a encontrar otro.

Aquellos ojos verdes la miraron, ardiendo de promesas sexuales. Abrió la boca para romper el silencio, pero ella le impidió hablar colocándole un dedo sobre los labios.

– Shh -susurró. Al mismo tiempo, se abrazó a él con fuerza, pegándose todo lo que pudo a su cuerpo-. Bésame…

Para su sorpresa, Marcus dudó. A pesar de la tensión sexual que había entre ellos, no se movió.

– Esto no terminará con un beso -le advirtió-. Si no es eso lo que quieres, dímelo ahora.

Sylvie se abrazó más aún a él y le besó suavemente los labios.

– Es lo que quiero -confirmó.

Marcus le entrelazó los dedos entre el cabello y le agarró la cabeza, sujetándosela mientras le devolvía el beso con uno mucho más apasionado, que hizo que ella gimiera de placer. Entonces, él la tomó en brazos.

Sin detenerse, la llevó hasta el dormitorio. Recordó que él había dormido allí una vez y pensó que, aquella vez, sería ella la que permanecería sola. Únicamente le quedarían los recuerdos de aquella tarde. No serian suficientes, pero tendría que conformarse.

Aquel pensamiento hizo que Sylvie lo besara con urgencia, mientras él la deslizaba poco a poco hasta quedar de pie al lado de la cama. La desnudó con manos competentes y seguras, acariciándola posesivamente antes de tumbarla en la cama y de despojarse él mismo de sus ropas. Se alegró de que él tuviera un preservativo, porque nunca se le había pasado por la cabeza que debía tomar precauciones.

Fue muy tierno con ella. Sylvie le estuvo agradecida por creerla cuando le dijo que no tenía mucha experiencia. La trató como si de verdad hubiera sido virgen, besándola constantemente, dándole tanto placer que ella terminó aferrándose a él, pidiéndole más. Cuando la penetró, no hubo dolor, solo una ligera presión que avivó aún más las llamas de su deseo. Lo rodeó con las piernas, agarrándose á él, gimiendo de placer a medida que su recio cuerpo la llevaba poco a poco hasta la cima del placer. Cuando, minutos más tarde, se tumbó de lado y la tomó entre sus brazos, Sylvie sintió que el corazón le estallaba con una mezcla de amor y felicidad… y también una profunda desolación al darse cuenta de lo efímeros que habían sido aquellos momentos.


Hasta la mañana siguiente, no se dio cuenta de que algo iba mal. Sylvie se había despertado entre sus brazos. La había llevado a la ducha y había vuelto a hacerle el amor, mientras la sujetaba contra la pared y el agua le caía a raudales por la espalda. Le había acariciado los pechos y ella le había rodeado con las piernas. Marcus recordó lo mucho que la había deseado desde el primer día, cuando vio cómo se contoneaban aquellas caderas. Cuanto más la había conocido, más interés había sentido por ella.

Y ya estaba… Eran amantes…

Sin embargo, algo no iba bien. Tenía una nube cerniéndosele encima de la cabeza, que conseguía apagar un poco su felicidad. Sylvie parecía estar contenta, como había esperado, pero, en un par de ocasiones la había sorprendido mirándolo de un modo extraño. Cerraba los ojos brevemente y los volvía a abrir, casi como si estuviera tratando de memorizar sus rasgos.

Había llamado a su mayordomo y le había pedido que le llevara ropa limpia. Entonces, había empezado a preparar el desayuno mientras ella se secaba el cabello. Como tenía huevos y beicon, había dado por sentado que aquello era lo que desayunaba y eso era lo que le había preparado.

Ella entró en la cocina en el momento en que echaba los huevos a la sartén.

– ¡Qué a tiempo!

– Nunca antes había cocinado un hombre para mí -comentó Sylvie, mientras se sentaba a la mesa.

– Bien. Entonces, nunca olvidarás esta ocasión -afirmó Marcus, con satisfacción, mientras se sentaba frente a ella.

– No. Nunca te olvidaré.

Marcus se quedó inmóvil, con el tenedor en la mano. Aquello había sonado demasiado definitivo. Él había hecho el comentario a la ligera, sin darle importancia.

– Sylvie…

En aquel momento, sonó el timbre. Marcus soltó una maldición, con tanto sentimiento que hizo que Sylvie levantara la cabeza, atónita.

– Debe de ser mi mayordomo -comentó él, antes de salir de la cocina.

Bajó a la entrada principal, dado que la puerta estaba todavía cerrada con llave. Cuando regresó, Sylvie estaba enjuagando su plato y colocando cosas en el lavavajillas.

– Siento meterte prisa, pero tengo mucho trabajo esperándome -dijo ella-. Desayuna tranquilamente y quédate el tiempo que quieras, pero cierra la puerta antes de marcharte.

– ¿Qué clase de trabajo?

– Estamos planeando una nueva campaña. Estaré trabajando en ello toda la semana. ¿Por qué?

Marcus no sabía por qué. Sin embargo, por alguna extraña razón, quiso imaginársela trabajando en su despacho.

– Me gustaría verlo -comentó Marcus-. No para hacer cambios -añadió rápidamente, al ver que la alarma se reflejaba en sus ojos-, sino solo para ver lo que haces.

Una sonrisa floreció en los labios de Sylvie. Entonces, como si alguien le hubiera susurrado algo desagradable al oído, esta se le heló en los labios. Se acercó a él y, tras ponerse de puntillas, le dio un beso.

– Eso sería estupendo. Ven cuando quieras.

A Marcus le hubiera gustado acudir aquel mismo día, pero, cuando llegó a su despacho, tenía un montón de mensajes urgentes que lo tuvieron ocupado todo el lunes. Además, aquella noche tenía una cena de trabajo. Cerca de las cinco, llamó a Sylvie.

– Esta noche tengo una cena de negocios -le dijo-. Como seguramente terminará tarde, no creo que pueda ir a verte -añadió. Ella no respondió, pero Marcus sintió un interrogante en el aire-. Pensé que… deberías saberlo.

– Gracias -replicó ella, tras una pausa, con una nota de sorpresa en la voz, como si no hubiera esperado que Marcus pensara en ella-. Ha sido muy considerado por tu parte.

Aquello lo molestó, aunque había sido él el que había insistido en que solo se iba a implicar con ella a nivel físico. «Me lo merezco».

– Mañana tengo que irme de viaje. Volveré el jueves. ¿Te gustaría que quedáramos para cenar el jueves por la noche?

– Bueno… supongo que sí -musitó ella, haciéndole sudar.

– No pareces estar muy segura.

Todos sus instintos le decía que se olvidara del trabajo y que fuera con ella, que le dejara una huella que no pudiera olvidar y que le hiciera comprender que le pertenecía completamente a él.

– Sí. Me gustaría mucho -replicó ella, con voz algo más afectuosa-. ¿Te gustaría venir a cenar a casa? Creo que me toca a mí cocinar.

– Eso sería estupendo. Cuídate mucho, cielo. Te veré dentro de dos días.

– De acuerdo.

– ¿Me echarás de menos?

Oyó que Sylvie contenía el aliento, pero no pudo decidir si era por la emoción del momento o por lo mucho que estaba interrumpiendo su día. Entonces, ella dijo:

– Te echaré mucho de menos.

El anhelo que notó en su voz le hizo relajarse, lleno de satisfacción.

– Bien. Yo también te echaré de menos.


Llamó a su despacho cuando llegó a Toledo y se sintió mucho mejor al escuchar su dulce voz. El miércoles, se dijo que no iba a llamarla. Aquella vez no le había hecho promesa alguna que pudiera interpretar mal. Sin embargo, a las nueve de aquella noche, mientras estaba tumbado sobre la cama del hotel, deseando que ella estuviera a su lado, o mejor aún, debajo de él, cedió a los pensamientos que le recordaban a Sylvie constantemente.

Cuando ella contestó, la tensión que había sentido hasta entonces se relajó tan rápidamente que le pareció que tenía las piernas de plomo.

– Hola.

– ¡Marcus! -exclamó ella, encantada. Entonces, moderó rápidamente el tono de voz-. ¿Va bien tu viaje?

– Sí. Vuelvo a casa mañana y… mañana a estas horas te tendré entre mis brazos.

– Ven corriendo -ronroneó ella.

– Ojalá estuviera ahora allí contigo.

– A mí también me gustaría.

Entonces, le dijo, con todo detalle, lo que le gustaría estar haciendo, hasta que su propio cuerpo empezó a palpitar de necesidad y oyó que la respiración de Sylvie se aceleraba.

– Y cuando nos recuperemos, volveremos a empezar…

– Tú eres un hombre muy malo. ¿Cómo voy a poder dormir después de eso?

– Tan mal como yo sin tenerte entre mis brazos…

El silencio que se produjo fue tan inmediato que Marcus no supo cuál de los dos se había sorprendido más, si él o ella. Entonces, volvió a escuchar la voz de Sylvie.

– Hasta mañana…


Su avión aterrizó a las tres y media de la tarde del día siguiente. Marcus había pensado pasar por su despacho, pero cuando se montó en el coche que le estaba esperando, le dijo que fuera a Colette. No podía esperar hasta la tarde para verla.

Cuando llegó allí, dejó a las recepcionistas completamente sorprendidas. Sin embargo, no les dijo adonde se dirigía, dado que sabía más o menos dónde estaba el despacho de Sylvie. Quería sorprenderla.

– ¡Marcus!

Estaba sentada delante de su escritorio. Al verlo, se levantó de la silla rápidamente y se arrojó a sus brazos. Cuando recordó dónde estaba, trató de recuperar la compostura, pero Marcus no estaba dispuesto a permitírselo.

– Bésame.

Ella emitió un sonido extraño, pero se entregó a él, llena de gozo, dejando que la besara tan profundamente como quisiera y cómo se atreviera en un lugar público. Sylvie le acariciaba la espalda y los hombros y su cuerpo se amoldaba tan perfectamente al suyo que Marcus deseó poder chascar los dedos y transportarlos a un lugar más privado.

– ¡Me alegro tanto de que estés de vuelta! -exclamó ella. Por primera vez en su vida, Marcus sintió que el mundo era perfecto.

– Yo también me alegro -respondió, mientras trataba de controlar la erección que Sylvie le había producido-. ¿Puedes marcharte ahora?

– No -contestó ella, muy triste, mientras se recomponía vestido y cabello.

– ¿Estás segura de que tu trabajo no puede esperar hasta mañana?

– No es trabajo. Es qué mi amiga Maeve está aquí.

– ¿Y?

– ¡Oh! Se me había olvidado que no conoces a Maeve -dijo ella, tirando de él al tiempo que atravesaba la sala-. La prometí que la ayudaría en el cuarto de baño antes de que Wil y ella se marcharan hoy.

Marcus no comprendía. Sabía que Wil era su jefe. Sin embargo, cuando abrió la puerta que comunicaba su despacho con el de al lado, lo entendió todo.

Maeve Hughes estaba en una silla de ruedas. Se mostró cálida y afectuosa cuando Sylvie se la presentó. Su marido le resultaba algo familiar, por lo que supuso que había estado en las reuniones a las que había asistido.

– Sylvie me ha dicho que has estado fuera de la ciudad -comentó Maeve.

– Sí, y me alegro mucho de estar de vuelta -replicó Marcus, sonriendo a Sylvie.

Cuando volvió a mirar a Maeve, vio que la mujer estaba intercambiando una mirada muy significativa con su marido. Ya no le importaba quién supiera lo suyo con Sylvie. De hecho, quería que todo el mundo lo supiera. Sentía que era suya.

Muy pronto, estarían en su apartamento, en su enorme cama de hierro, haciendo el amor como había soñado en los tres días qué había estado alejado de ella.

Tras unos minutos de charla cortés, Sylvie y Maeve se excusaron y salieron del despacho.

– Según tengo entendido, Sylvie ha creado una nueva campaña -comentó Marcus, para romper el silencio.

– Sí -respondió Wil-. Ha hecho un trabajo estupendo. ¿Te gustaría verlo?

Marcus siguió a Wil cuando este entró en el despacho de Sylvie y se dirigió a un caballete que había en un rincón.

– Esta es la presentación que ha hecho hoy mismo para todo el departamento. Es para la colección Everlasting, nuestra nueva línea de anillos de compromiso y de alianzas de boda. Cuando pregunté quién quería este proyecto, Sylvie se empeñó en conseguirlo. Una de sus mejores amigas, Meredith, la diseñó. Sylvie cree que los anillos son preciosos y su admiración se nota en esta campaña.

– No sabía que ella estaba tan íntimamente relacionada con las campañas publicitarias. Di por sentado, que, como ayudante tuya, se encargaría de supervisar al resto del departamento -comentó Marcus, mientras admiraba los anuncios que había diseñado. Había utilizado rosas rosas y una mujer con un hermoso vestido de novia y un hombre muy guapo como motivos centrales de la campaña.

– No siempre se ocupa de los procesos creativos, pero, si conoces a Sylvie, sabrás que no es mujer que se conforme con mirar desde la barrera. De vez en cuando, tengo que dejarla que pase a la acción o hace que mi vida sea miserable…

– Lo entiendo perfectamente.

Entonces, el teléfono empezó a sonar en el despacho de Wil.

– Perdóname, por favor -dijo, antes de volver a su despacho.

Marcus permaneció al lado del caballete, contemplando los diseños de Sylvie. Tenía mucho talento. Evidentemente, era un genio en su trabajo.

En aquel momento, una pelirroja entró corriendo en el despacho.

– ¡Eh, Sylvie! ¿Sabes qué…?

Al ver a Marcus, se detuvo en seco. Después de lo que pareció ser una eternidad, la mujer recuperó la compostura. Entonces, dio un paso al frente y extendió la mano.

– Hola, señor Grey. Siento haberle molestado. Estaba buscando a Sylvie.

– Hola -respondió Marcus, algo molesto de que todo el mundo lo reconociera.

– ¿Sabe dónde está Sylvie?

– En estos momentos está con la esposa de Wil. Estoy seguro de que regresará enseguida, si quiere esperar.

– No importa. Ya hablaré con ella mañana.

– ¿Quiere que le dé algún mensaje? -preguntó él, antes de que la mujer se marchara.

– No, no era nada importante -contestó la mujer, mostrándole una foto-. Solo quería mostrarle la foto que les hemos hecho a nuestras hijas por Navidad. Tienen cuatro y seis años. Sylvie las cuida a veces y ellas creen que es fantástica.

– Le ocurre a la mayoría de la gente.

– Sí, es cierto. Bueno, encantada de haberlo conocido, señor. Como he dicho antes, ya la veré mañana.

– No soy el enemigo -musitó Marcus, cuando la mujer ya había desaparecido.

Entonces, la mano se le quedó inmóvil sobre la página que estaba a punto de pasar. Tal vez no fuera el enemigo, pero todos creían lo contrario. Incluso él mismo lo había pensado y eso que su trabajo no corría peligro aunque aquella empresa cambiara de manos.

Lentamente, comprendió que Sylvie le había presentado a personas de su mundo y sabía que su mundo era Colette. Sus amigos eran Colette.

Will y Maeve. Marcus sabía que Maeve tendría problemas para conseguir un seguro médico si su marido se quedaba sin trabajo. Jim y la pelirroja que acababa de entrar tenían familias que mantener…

Se dio cuenta de que Colette no era su enemigo y sintió como si se le quitara un peso de los hombros. Su madre le había contado la verdadera razón de la ruina de su padre. No había sido culpa de Colette. Los trabajadores que se habían ido a Colette, lo habían hecho porque tenían familias que mantener. Había sido la mala suerte. Ni más ni menos.

Su padre había sido su peor enemigo. ¿Por qué había consentido que el orgullo destrozara su familia? Su esposa lo habría amado de todos modos. Por eso le había esperado tantos años…

La mañana en la que conoció a Sylvie, había estado a punto de cerrar Colette. Efectivamente, habría ofrecido a los trabajadores la posibilidad de seguir en su empresa, pero muchos de ellos se habrían tenido que mudar a otras partes del país. Hubiera desarraigado cientos de familias solo por una venganza.

En aquel momento, se le ocurrió una idea mucho mejor. Las acciones de Colette no habían sido muy fuertes y los miembros del consejo de dirección no habían sido los mejores, pero, con él al frente, Colette mantendría la fama que siempre había tenido.

Decidió atar bien los cabos antes de decírselo a Sylvie. Sabría que ella le haría un millón de preguntas y quería conocer las respuestas antes de enfrentarse a ella. Sin embargo, no creía que una fusión en la que Colette fuera parte de las empresas Grey al tiempo que mantenía un cierto grado de autonomía le pareciera una mala idea.

Su mente no dejaba de dar vueltas a los detalles. En aquel momento, Sylvie regresó. La recibió de un modo tan efusivo que ella se quedó asombrada.

– ¿Por qué estás tan contento?

– Estoy contigo. ¿Por qué no iba a estarlo?

Fueron al apartamento de ella. Marcus la llevó de la mano todo el camino. Sentía que el cuerpo le palpitaba de deseo. En el momento en que cerraron la puerta, la tomó entre sus brazos.

– Bésame -gruñó-. No he podido dejar de pensar en ti en toda la semana.

Sylvie sonrió dulcemente y se puso de puntillas para besarlo. Entonces, le permitió que la llevara a la pasión que los dos habían estado esperando.

Le quitó el abrigo sin dejar de besarla. Le rodeó la cintura y la agarró por el trasero para estrecharla de ese modo contra él. Ella gimió y aquel sonido exaltó aún más los sentimientos de él. Su mundo, en aquellos momentos, se reducía a Sylvie y la dulzura que le prometía su suave cuerpo.

Con un rápido movimiento, le abrió la blusa, sin prestar atención alguna a su pequeña protesta y a los botones que volaron por todas partes. A continuación, liberó uno de los senos de su cárcel de encaje y seda y acarició el pezón durante un momento antes de metérselo en la boca y chuparlo con fuerza.

Sylvie le agarró el cabello con las manos, sujetándolo así contra su cuerpo. Poco a poco, se deslizaron hacia el tórax y le desabrocharon corbata y camisa y se deslizaron gozosas sobre los duros músculos de sus hombros y pecho.

Marcus gimió de placer al sentir aquella sensación tan erótica. Aquello lo excitaba tanto que los pantalones se habían convertido en una dolorosa prisión. Le bajó la mano, para que hiciera con los pantalones lo mismo que había hecho con la camisa. Entonces, Sylvie se quedó inmóvil. Marcus recordó que todo aquello era muy nuevo para ella. Sin embargo, a los pocos segundos, le desabrochó cinturón y bragueta. Fue él quien gimió cuando ella le tocó la excitada carne que ya no pudo ocultar. Sintió que ella le tiraba de la ropa y que, de un osado movimiento, lo liberó de su prisión.

Volvió a gemir y se lanzó entre sus manos, pero, tras un momento de maravillosas sensaciones, se la retiró. A continuación, le quitó la falda y prácticamente le arrancó las medias y las braguitas. En aquel momento, se arrodilló entre sus blancos muslos y admiró el suculento festín que había dejado al descubierto. Cuando la miró, vio que se había sonrojado. No obstante, Sylvie extendió los brazos para acogerlo entre ellos.

Sin palabras, se unieron y Marcus se hundió en el cuerpo de ella con facilidad. Entonces, empezó un dulce y firme movimiento que no iba a durar lo suficiente para satisfacerlo.

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