Cassandra caminó lentamente por el acogedor dormitorio, acariciando la limpia colcha de color azul oscuro con los dedos. Su ávida mirada recorrió la mesita de noche de roble, el armario, el tocador y la palangana del lavabo, no había en la habitación ni un solo adorno, pero el mobiliario y la repisa de la chimenea estaban tan limpios que brillaban. Las paredes pintadas de beige estaban desnudas, y el color pálido hacía que el pequeño dormitorio pareciera más grande. Las cortinas azul claro enmarcaban la ventana abierta por la que entraba una cálida brisa con el aroma del mar. Todo en la habitación era un reflejo de Ethan, fuerte, funcional, ordenado y serio.
Ethan… Cassandra cerró los ojos y dejó escapar un largo y lento suspiro. Verle, oír su voz habían traído de vuelta muchos recuerdos que casi la habían dejado muda. Y aunque le hubiera reconocido en cualquier sitio, no había duda de que había cambiado. Físicamente, era más grande, más sólido, con más músculo. Había tenido que apartar la mirada del fascinante despliegue de fuerza muscular que dejaban ver los cómodos pantalones de montar negros y la camisa llena de suciedad. Su aspecto desaliñado no le había restado nada de su atractivo masculino.
El cabello negro, que siempre había llevado demasiado corto, ahora era más largo, llegando a rozarle el cuello, y parecía como si se hubiera pasado los dedos por las espesas y brillantes ondas. El deseo de acariciar aquel sedoso cabello la había atravesado con tanta fuerza que tuvo que apretar las manos en el ridículo.
Y sus ojos… esos ojos marrones, profundos, insondables, que ella había visto relampaguear cuando había bromeado y brillar con intensidad, ahora eran también diferentes. La calidez había desaparecido. Había secretos detrás de aquellos ojos ahora. Y sufrimiento.
Su cicatriz la había consternado. ¿Cómo se había hecho una herida así? Aunque fuera lo que fuese lo que había ocurrido le había causado un gran dolor. Y ella no lo había sabido. No había estado allí para consolarle, ayudarle, cuando él la había consolado y ayudado tantas veces. Aunque Ethan ya no parecía un hombre que necesitara consuelo. No, ahora parecía una fortaleza. Oscuro, sombrío, impenetrable. Prohibido.
Ya tenía la respuesta a la pregunta: ¿Estará él allí? Sí. Estaba aquí. Y durante un día, sus caminos volvían a cruzarse. Y tenía la intención de aprovecharlo al máximo. Esta noche compartirían la cena, se contarían sus respectivas vidas. Y ella averiguaría las respuestas a las preguntas que la habían asediado todos estos años.
A no ser que lo viese antes.
Sí. Nada como el presente.
Después de usar la palangana para refrescarse, se puso el traje de montar y se dirigió escaleras abajo. Cuando entró en la sala, la señora Tildon alzó la mirada del libro de contabilidad en el que escribía.
– ¿Va a montar a caballo, milady? -preguntó recorriendo con los ojos el atuendo de Cassandra.
– Si hay alguna montura disponible. Si no es así me conformaré con un paseo -contestó a la mujer con una sonrisa-. Después de pasar tantas horas metida en ese carruaje, deseo estar al aire libre.
– Las cuadras están justo al salir. Ethan le puede ensillar un caballo.
Precisamente las palabras que quería oír.
– Gracias.
Se dio la vuelta para irse, deseosa de alejarse antes de que la señora Tildon pudiera cuestionar su intención de montar sola a caballo, pero antes de que pudiera escapar, la otra mujer dijo:
– Milady…
Cassandra se detuvo y giró la cabeza hacia ella, y entonces se dio cuenta de que la señora Tildon la observaba como si pudiera leerle el alma. Fue una sensación inquietante. Era una mujer atractiva, notó Cassandra, probablemente no tendría más de treinta años, con pelo castaño y ojos oscuros e inteligentes, y un cuerpo esbelto incluso bajo el delantal que llevaba puesto sobre el vestido gris claro.
– ¿Sí, señora Tildon? -preguntó dándose la vuelta.
– No pude evitar oír por casualidad lo que le dijo antes a Ethan, sobre lo que le había pasado a su marido. Yo perdí al mío, John, hace dos años. Es un dolor que nunca llega a desaparecer. Quería expresarle mis condolencias.
Un dolor que nunca llega a desaparecer. Sí, lo había descrito muy bien.
– Gracias. Por favor, permítame expresarle lo mismo por su pérdida.
Ella asintió en señal de agradecimiento.
– ¿Dijo usted que conocía a Ethan desde hace años…?
Su voz se fue apagando, dejando claro que esperaba más información, y Cassandra no vio ninguna razón para negársela.
– Trabajó en las caballerizas de mi familia en Land’s End.
– ¿Se refiere a Gateshead Manor?
– Sí. ¿Él lo ha mencionado?
– Dijo que había trabajado allí. Que había crecido allí en realidad.
– Sí. Sólo tenía seis años cuando contrataron a su padre como jefe de las caballerizas. Vivían allí mismo, encima de las cuadras.
– Ethan tiene un don con los caballos.
Cassandra no pudo menos que sonreír.
– Siempre lo ha tenido, desde pequeño. Su padre poseía el mismo don.
La señora Tildon asintió de nuevo sin apartar en ningún momento la mirada de Cassandra.
– Ethan es un buen hombre.
Algo en el tono de la señora Tildon, en la intensidad de su expresión hizo que Cassandra se quedara muy quieta. Aunque no hubiera añadido las palabras “mi hombre”, éstas parecieron quedar flotando entre ellas. Y Cassandra comprendió que la mujer estaba haciendo algo más que una simple observación. De una manera muy sutil -o quizás no tan sutil- lo estaba marcando como suyo.
Cassandra no estaba segura de qué parte de su conducta le había dado a la señora Tildon la impresión de que era necesaria esa reclamación, pero no tenía la menor intención de repetir el error.
Levantando la barbilla de la misma forma que lo habían hecho generaciones de Westmore, miró a la mujer directamente a los ojos y dijo:
– Un buen hombre, en efecto. Buenas tardes, señora Tildon -se dio la vuelta y salió de la posada ignorando la mirada que sentía clavada en la espalda.
Pero no pudo ignorar la tensión que le retorcía el estómago. ¿Había dicho o hecho algo que hicieran surgir los sentimientos claramente posesivos de la señora Tildon hacia Ethan? ¿O era sólo que la mujer sentía la necesidad de advertir a cada mujer que visitaba Blue Seas? ¿Había algo entre ella y Ethan, o la señora Tildon era sólo una amiga preocupada? O quizá ella había confundido el tono de la mujer y había interpretado mal sus palabras.
Cubrió la corta distancia hasta las cuadras y entró por la doble puerta abierta. Parpadeó varias veces para aclimatar los ojos a la penumbra del interior. El aire dentro era fresco y con aroma a heno fresco, cuero y el olor de los caballos. Las motas de polvo bailaban en los haces de luz del sol que se filtraban entre las sombras.
Las cuadras eran espaciosas y estaban escrupulosamente limpias. Y no es que esperase otra cosa de Ethan. Siempre había estado orgulloso de su trabajo, y ella nunca había conocido a un hombre con mayor afinidad con los caballos. Era bien cierto que él amaba a todos los animales.
Como si le hubiera invocado pensando en él, Ethan apareció por una puerta que había a un lado, que ella supuso que conducía al cuarto de los arreos. Un enorme perro negro iba a su lado. Al verla, Ethan se detuvo, pero el perro continuó hacia ella, agitando la cola y con la lengua colgando.
Se obligó a apartar los ojos de Ethan, que la miraba con una intensidad inquietante, y observó al perro. Vio que la punta de la cola del animal era blanca y abrió mucho los ojos al reconocerlo.
Poniéndose en cuclillas, le rascó detrás de las orejas, luego alzó la vista hacia Ethan que todavía no se había movido.
– Es… ¿puede ser que sea C.C?
El perro, que obviamente conocía su nombre, contestó emitiendo un profundo ladrido, luego corrió en círculo persiguiéndose la cola, su broma favorita, que le había ganado el nombre de Cazador de Colas.
La risa surgió de ella por las travesuras del perro, sorprendiéndola, y comprendió que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había reído, desde que había tenido una razón para reír. Después de haber capturado con éxito la punta blanca de la cola con los dientes, C.C. liberó el ofensivo trozo de pelo blanco, luego se puso de espaldas, presentando el vientre para que se lo rascara -su segunda broma favorita.
– Oh, eras apenas un cachorrito la última vez que te vi -dijo Cassandra con una sonrisita, rascando la el grueso pelaje del perro que se retorcía de placer-. Que muchacho tan grande y tan guapo eres ahora.
Oyó el ruido de las botas de Ethan sobre el suelo de madera, y segundos más tarde estaba a su lado. El fresco aroma del jabón llegó hasta ella y alzó la mirada, deteniéndose en unas usadas botas negras -debían de ser sus favoritas-, y en unos pantalones de montar beige muy limpios que abrazaban unas piernas largas y poderosas de una manera de lo más perturbadora. Se obligó a seguir subiendo la mirada hacia una camisa blanquísima, abierta en el cuello y con las mangas arremangadas que revelaban unos antebrazos fuertes y bronceados cubiertos de vello oscuro.
Luego se perdió en unos ojos negros que la tenían clavada en el sitio con una expresión inescrutable. Ojos insondables que eran tan familiares como desconocidos. Desde ese ángulo le pareció imposiblemente alto. Y ridículamente masculino.
El calor la recorrió, y estaba a punto de levantarse cuando de repente él se puso en cuclillas. El alivio que sintió al no verle cerniéndose sobre ella quedó mitigado por la inquietante sensación de que él estaba tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su enorme cuerpo. La cara, a menos de cincuenta centímetros de la suya, permanecía en sombras, la cicatriz era apenas visible.
Después de varios segundos mirándose el uno al otro, dejó de mover los dedos por el cálido pelaje de C.C. Era como si todo el aire del recinto hubiera desaparecido. Intentó pensar en algo que decir, cualquier cosa, pero al parecer se había olvidado de cómo hablar. Cómo respirar.
– Está visto que C.C. la recuerda -dijo él por fin.
Ella tuvo que carraspear para encontrar la voz.
– Lo dudo -contestó ella, contenta de no sonar tan jadeante como se sentía-. Apostaría a que se pone de espaldas ante cualquiera que dé la impresión de que está dispuesto a mimarle.
– Es obvio que usted también le recuerda -indicó él con sequedad. Desvió la mirada hacia el perro y acarició el robusto costado del animal-. ¿Recuerdas a Cassie, muchacho? Es la dueña del pañuelo que robaste. La que tiraste al lago.
Cassie. El nombre hizo eco en su mente, abrumándola con los recuerdos. Y con el alivio de que Ethan también recordara aquellos tiempos, algo que hizo que pareciera menos adusto.
– C.C. no me tiró al lago. Yo tenía la intención de meterme en el agua -le informó, adoptando un tono burlón y arrogante.
– ¿Con los zapatos puestos? No lo creo. Según recuerdo, él agarró el dobladillo de tu vestido con los dientes y te tiró al agua.
– Hmmm. Sin duda porque tú estabas sentado en el bote de remos en medio del lago gritando, “¡Vamos, muchacho! ¡Tráela aquí!”
Él la recorrió con la mirada, y por un instante fue el joven travieso que recordaba.
– No me acuerdo de haber hecho algo así -dijo Ethan con cara de póquer-. Me debes confundir con alguien más.
Antes de poder refutar lo que había dicho, sus dedos se rozaron, enviándole un relámpago de calor por todo el brazo. La mano se le quedó inmóvil y bajó la mirada. La enorme mano de Ethan estaba a milímetros de la suya. Siempre había admirado sus manos, tan fuertes y capaces. Estaban doradas por el sol, y las suyas en comparación eran pequeñas y blancas. Frágiles e inútiles.
El silencio se extendió entre ellos, y otra vez ella buscó algo que decir. Y cuando alzó la mirada y se encontró con sus ojos, las palabras salieron sin pensar.
– No he oído el nombre de Cassie desde la última vez que te vi. Eres la única persona que me llama así.
Una cortina pareció caer sobre su expresión.
– Perdóneme. No debería haber…
– Oh, pero por descontado que deberías. No tienes ni idea de lo maravilloso que ha sonado. Pero no sé… -Su voz se apagó y hundió la barbilla.
– No sabes ¿qué?
Cassandra respiró hondo para sacar fuerzas, después volvió a mirarle.
– No sé qué le pasó. A aquella muchacha que llamabas Cassie.
– Esa muchacha está aquí. Mimando al payaso de mi perro.
Ella lo negó.
– No la he visto en mucho tiempo. Pero me gustaría. Antes de que se pierda para siempre.
Él frunció el ceño.
– ¿Qué quieres decir?
– Sólo que… ya no soy la misma persona, Ethan. ¿Tú eres el mismo hombre que hace diez años?
Él levantó la mano y con los dedos recorrió el lado izquierdo de la cara.
– Creo que puedes ver que no lo soy.
– Me gustaría saber que sucedió, si no te importa decírmelo. Eso y todo lo demás que haya pasado en tu vida -Reuniendo valor y sin apartar la mirada de él, añadió-: Tenemos el día de hoy para pasarlo juntos. Este hermoso día de verano antes de que tenga que marcharme. Podríamos pasear por la playa y recordar los días en Gateshead Manor. Contarnos lo que ha sido de nuestras vidas en estos últimos diez años -Esbozó una tenue sonrisa-. Me encantaría ver algo más de este encantador pueblo en el que has formado tu hogar. ¿Pasarás el día conmigo, Ethan?
Durante varios segundos interminables la observó con una expresión ilegible. Luego, algo que parecía rabia, brilló en sus ojos. Con un sonido de impaciencia, él se enderezó y se apartó unos pasos, como si estuviera ansioso por poner distancia entre ellos. Luego se detuvo dándole la espalda, con los hombros muy rectos, con una tensión que casi podía verse irradiando de él.
Sintiendo un vacío en el estómago, Cassandra comprendió que había cometido un error. Estaba claro que él no tenía ningún deseo de pasar el tiempo con ella, de hablar del pasado con alguien que no veía desde hacía años. De todos modos, por algún motivo, no había esperado que rechazara su petición. Que la rechazara a ella. Era una tonta por no haberse preparado para soportar el dolor.
Le ardía la piel de vergüenza. Se enderezó con la intención de regresar a su habitación con tanta dignidad como pudiera reunir. Apenas había dado un paso, cuando él se dio la vuelta y la dejó clavada en el sitio con el resplandor sombrío de su mirada. Sin apartar los ojos fue hacia ella, y Cassandra por instinto dio unos cuantos pasos hacia atrás, hasta que sus hombros chocaron con la pared, deteniendo su retirada. Ethan continuó su avance hasta que apenas les separó medio metro.
– Tú has tenido una vida maravillosa -dijo él en voz baja e intensa-. ¿Por qué quieres saber los detalles sórdidos de la mía?
Ella se quedó helada, mirando unos ojos que ardían sin llama y con una animosidad inequívoca que no entendió. Y fue eso lo que provocó su propia rabia y resentimiento. Lo que hizo que levantara la barbilla y lo fulminara con la mirada,
– ¿Una vida maravillosa? -Un amargo sonido brotó de su garganta-. No sabes nada de mi vida desde la última vez que te vi.
En la mandíbula de Ethan se movió un músculo. Dio un paso adelante y plantó las manos en la pared, una a cada lado de su cabeza, aprisionándola. Cassandra respiró hondo y se le lleno la cabeza del aroma del hombre. Jabón y algo cálido y masculino que no sabía cómo definir, salvo que hacía que el corazón le latiera más rápido. O quizá los frenéticos latidos eran el resultado de su proximidad.
– No soy el mismo hombre de antes, Cassie -dijo él con suavidad. Su aliento casi le rozaba los labios-. Si pasamos el día juntos, no puedo garantizarte que no haga algo de lo que los dos nos arrepintamos.
– ¿Algo cómo qué?
El fuego pareció encenderse en sus ojos y la mirada descendió hasta los labios de ella. A Cassandra le hormigueó la boca bajo su escrutinio, pero antes de que fuera capaz de formar un pensamiento coherente, la besó, un beso ardiente y duro que sabía a pasión y que borró la necesidad y las ansias ocultas.
El calor la atravesó como un rayo, derritiéndola, pero con la misma rapidez con la que había empezado el beso lo terminó, levantando la cabeza y mirándola con ojos tan brillantes que parecían lanzar llamas.
Dios santo. La impresión la dejó inmovilizada. Excepto el corazón, que retumbaba con tanta fuerza que el eco le llegaba hasta los oídos. Nunca, en toda su vida, la había mirado un hombre de esa manera. Como si estuviera muerto de hambre y ella fuera un banquete. Como si quisiera devorarla. Estaba segura de que nunca había inspirado nada a su marido que hiciera que la mirara de ese modo.
– Algo así -dijo él con un ronco gruñido.
Oh. Algo así. Pero él creía que era algo de lo que se arrepentirían. Quizá el lo hiciera, pero ella no, aunque debería. ¿Pero cómo iba a lamentar experimentar algo tan atrevido y ardiente y extrañamente excitante? Sobre todo cuando hacía tanto tiempo que no sentía nada excepto vacío.
– Ha sido diferente de la otra vez -dijo él con suavidad.
Ella supo lo que quería decir y un rubor intenso le encendió las mejillas. Poco antes de su matrimonio, le había pedido a Ethan que la besara. Westmore por fin la había besado, una ocasión transcendental que había soñado que la emocionaría, pero se sintió decepcionada. Cuando le pidió a Ethan una comparación, él se había enojado y al principio la había rechazado. Pero después de insistir, él se ablando y la besó con suavidad. El contacto había durado sólo unos segundos, pero fue como si la golpeara un relámpago, algo que no había sentido con Westmore. Deseó con todas sus fuerzas que volviera a besarla, pero no tuvo suficiente valor para pedírselo. Desde luego aquella reacción tan fuerte la había dejado conmocionada. Ethan se había apartado, y luego había relajado la atmósfera con una broma, y nunca habían vuelto a mencionarlo. Dos días más tarde él se había ido, dejando atrás sólo una escueta nota.
Ahora sintió lo tenso que estaba y supo sin ninguna duda que quería volver a besarla. Y que Dios la ayudara, ella quería que lo hiciera. Igual que lo quiso diez años atrás. ¿Era posible que también él lo hubiera querido, pero que a diferencia de ahora se hubiera contenido?
Tragó y luego asintió mostrándose de acuerdo con voz temblorosa.
– Sí, ha sido diferente de la otra vez.
– ¿Todavía quieres dar ese paseo conmigo, Cassie?
El tono de voz era un desafío, retándola con los ojos a que dijera que sí. Y comprendió que él no había mentido, ya no era el mismo hombre.
Pero tampoco ella era la misma mujer.
– Sí, Ethan. Todavía quiero dar ese paseo contigo.