Lean Burton permaneció de pie junto al taller de reparaciones de Jace Rutledge. El corazón le latía desbocado mientras intentaba reunir el valor para abordar a Jace con una proposición indecente.
Nunca en sus veinticinco años de vida había sido tan descarada. Pero en el intervalo de unas pocas horas parecía haberse soltado la melena. Primero había arrancado una página del libro de las «sexcapadas» que encontró en la agencia organizadora de bodas. Luego, había tomado la decisión de buscar lo que debería haber entre un hombre y una mujer en el terreno sexual. Porque eso era algo que no estaba consiguiendo con su novio, Brent. De hecho, Brent parecía inmune a sus esfuerzos por llevarlo más allá de los besos y abrazos, alegando que la respetaba y que era mejor esperar a la noche de bodas para hacer el amor.
Eso en el caso de que ella aceptara casarse con él, pensó, apoyándose débilmente contra la fría pared metálica del edificio. Se había quedado perpleja al recibir la inesperada proposición una semana antes durante una romántica cena con velas en uno de los mejores restaurantes de Chicago. Después de todo, sólo llevaban seis meses saliendo juntos. Aunque tenía que admitir que desde el primer momento Brent la había cortejado como todo un caballero, incluyendo cenas exorbitantes, citas fastuosas y regalos espléndidos, como el anillo de compromiso con un diamante engarzado de dos quilates.
Aunque a veces se sentía más como una chica de alterne que como una verdadera novia, y aunque sabía que su relación estaba basada más en la compatibilidad que en la pasión, no pudo evitar pensar en su proposición. A pesar de ser tan serio y formal, Brent le estaba ofreciendo lo que ella había buscado infructuosamente durante los dos últimos años… un hombre que quisiera sentar la cabeza y casarse.
El trabajo de Brent como inversor bancario era estable y seguro, lo que ella consideraba como una ventaja adicional. A Leah le encantaban los niños y se moría de impaciencia por formar una familia. Brent le había asegurado que él quería lo mismo. Había pronunciado las palabras correctas en la proposición, y aunque ella se decía a sí misma que los sentimientos hacia él florecerían con el tiempo, no había sido capaz de responder con un sí incondicional. En vez de eso le había dado una respuesta tranquila y seria: «No estoy segura».
Puso una mueca al recordar la decepción que vio en la mirada de Brent, pero él se había mostrado increíblemente cortés y comprensivo. Le había apretado la mano por encima de la mesa y le había pedido que pensara en ello mientras él estaba fuera de la ciudad en viaje de negocios. Podría darle una respuesta cuando regresara el domingo por la tarde.
Por tanto, sólo tenía aquel fin de semana para descubrir lo que quería en la vida. Pero una cosa estaba clara… la intimidad que faltaba entre Brent y ella estaba despertándole demasiadas dudas sobre ella y su relación. Y la falta de interés sexual de Brent la hacía ser dolorosamente consciente de que no le inspiraba una pasión salvaje a su novio. Ni él a ella tampoco. No de esa forma en la que otra persona podía prender un fuego en su interior con sólo una mirada.
Respiró hondo y maldijo el libro erótico con el que se había tropezado. El contenido del mismo había hecho mella en sus inseguridades femeninas y había sembrado en su cabeza las dudas sobre ella misma y Brent. Había ido a Divine Events aquella tarde con la esperanza de que la glamorosa agencia organizadora de bodas le diera el empujón y la ilusión necesaria para aceptar el anillo de compromiso de Brent.
Por desgracia, su improvisada visita a la agencia sólo había servido para aumentar su inquietud.
Mientras aguardaba en el vestíbulo a que la recibiera Cecily Divine, un libro rojo forrado en piel le había llamado la atención desde una de las mesas. No había ningún título en la tapa, y la curiosidad había sido demasiado fuerte. Al abrirlo, se había encontrado con el excitante mundo de las «sexcapadas», un libro repleto de ardientes fantasías para los amantes desinhibidos, osados y temerarios.
Dentro había páginas selladas que ocultaban las invitaciones más provocativas. Faltaban muchas de ellas, como si otras clientas se hubieran tomado la libertad de arrancarlas para añadir emoción a su vida sexual. Y en aquel momento, Leah decidió correr el riesgo y arrancó una página tras asegurarse de que nadie la veía. Su fantasía llevaba por título La danza de los siete velos.
Una vez que estuvo a salvo en su coche, leyó las instrucciones de la «sexcapada». Éstas exigían desnudarse para su amante en cuerpo y alma. Se estremeció de horror, convencida de que no tenía el valor necesario para una hazaña semejante, pero las fantasías que bailaban en su cabeza habían cobrado vida propia. Salvo que en su mente no era Brent quien contemplaba el striptease, sino Jace Rutledge, el mejor amigo de su hermano desde el instituto, de quien había estado enamorada durante años.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que sus sentimientos por Jace tenían parte de la culpa en su incapacidad para tomar una decisión firme respecto a Brent. Y supo que, antes de que pudiera comprometerse de por vida con Brent o con cualquier otro hombre, tenía que olvidar a Jace de una vez por todas si quería vivir tranquila, sin dudas ni remordimientos.
Jace era el hombre al que siempre había deseado pero al que nunca podría tener, por fuerte que fuera su atracción hacia él. Con el paso del tiempo se habían hecho buenos amigos y habían pasado mucho tiempo juntos. Pero últimamente Jace se había convertido en un vividor, empeñado en preservar su soltería. Y Leah había oído las suficientes charlas entre Jace y su hermano para aprender cuál era su modus operandi con las mujeres. Nada de lazos ni compromisos. Y también había dejado muy claro que no tenía el menor interés en el matrimonio.
Y precisamente por ello era el candidato perfecto para lo que Leah tenía pensado. Después de haber recibido el rechazo sexual de Brent, siempre con las excusas más delicadas, estaba decidida a hacer valer su sexualidad. También necesitaba saber que tenía el arrojo necesario no sólo para seducir a un hombre, sino para desnudarse ante él.
Con la fantasía erótica guardada en el bolso, tenía intención de aprender lo que realmente querían los hombres de las mujeres y lo que los excitaba, y descubrir también lo que ella encontraba sexy y excitante. Y en el proceso esperaba descubrir qué clase de hombre deseaba en su vida.
Para un experimento semejante no había mejor candidato que Jace. No sólo porque la excitaba de un modo inimaginable en Brent, sino porque, a pesar de su fama de mujeriego, era uno de sus mejores amigos y alguien en quien ella podía confiar para pedirle clases particulares de seducción. También confiaba en él para que lo mantuviera todo en secreto.
Lo único que pedía era un fin de semana con Jace. Un fin de semana sería lo único que se permitiría para ser libre y satisfacer las fantasías que con demasiada frecuencia la asaltaban. Y luego, armada con su nueva experiencia, habilidad y seguridad en sí misma, se replantearía su relación con Brent. Su obsesión por Jace quedaría olvidada y no la afectaría a la hora de tomar una decisión.
Pero antes que nada, él tenía que aceptar su petición.
Se mordió el labio y repasó hasta el último detalle de su plan. Hasta el momento no le había hablado a nadie de la proposición de Brent, ni siquiera a su mejor amiga, a su hermano ni a su familia, y tampoco tenía intención de decírselo a Jace, como tampoco pensaba hablar de sus frustrados intentos por seducir a Brent. No, a Jace tan sólo le diría que quería conocer la opinión de un hombre para avivar la emoción sexual.
Cuadró los hombros y giró la esquina del edificio para entrar en el taller que Jace había comprado seis años antes y que había transformado en un próspero negocio. El taller contaba con ocho plazas, todas ellas ocupadas con vehículos en reparación, y Leah pasó la vista por los coches y los mecánicos en busca de Jace.
Saludó con la mano a Gavin, uno de los trabajadores de Jace y jefe del taller, que le sonrió y señaló un BMW. Leah siguió la indicación y encontró a Jace doblado de cintura para arriba sobre el motor, apretando una tuerca con una llave inglesa.
Leah se detuvo a unos metros de él y se deleitó con la imagen de su trasero. A nadie le quedarían mejor unos vaqueros desteñidos que a Jace Rutledge. La desgastada tela vaquera, manchada de grasa donde se había limpiado las manos, se ceñía a su bien moldeado trasero y duros muslos, y la cintura le caía tentadoramente sobre las esbeltas caderas. La camisa azul se estiraba sobre los músculos de la espalda y se arrugaba sobre los anchos hombros mientras le daba otra vuelta a la llave inglesa.
Era un hombre fuerte y natural como la tierra misma. No le importaba ensuciarse, y parecía disfrutar con el esfuerzo físico que implicaba aquel trabajo. Todo lo contrario que Brent, tan refinado y meticuloso, que se moriría antes que mancharse las manos de grasa.
Jace se irguió en su metro noventa de estatura y se giró para cambiar de llave. Se detuvo en seco cuando la vio, y una lenta sonrisa curvó sus labios, acentuada por aquel hoyuelo que a tantas mujeres había desarmado desde la escuela.
A Leah se le aceleró el pulso y sintió una oleada de calor por sus venas. Una reacción normal siempre que veía a Jace. Era tan atractivo, tan sexual, que una mujer tendría que estar ciega para no verse afectada por su aspecto y su seguridad varonil.
Sus intensos ojos verdes brillaron de placer cuando la recorrió con la mirada.
– Hola, Leah -la saludó con su voz baja, suave e increíblemente sensual-. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
«El suficiente para comerte con los ojos».
– No mucho -respondió, y le devolvió la sonrisa intentando adoptar una expresión despreocupada, aunque era difícil aparentar naturalidad teniendo en cuenta el motivo de su visita.
Jace agarró un trapo en vez de una de las herramientas alineadas en el banco y se limpió las manos, grandes y callosas.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó, escrutándola con sus penetrantes ojos. Ladeó ligeramente la cabeza y su pelo largo y rubio le cayó sobre la frente-. ¿Todo va bien, Leah?
«Depende de lo que respondas a mi proposición», pensó ella, cambiando nerviosamente el peso de un pie a otro.
– ¿Tienes unos minutos para hablar?
– Para ti tengo todo el tiempo del mundo -respondió él con un guiño-. Deja que me limpie un poco y nos veremos en mi despacho.
– Gracias -dijo ella. Lo vio alejarse por el pasillo que conducía a los aseos y ella se encaminó hacia las oficinas de Jace's Auto Repair.
Saludó a Lynn, la secretaria, y continuó hasta el fondo del edificio, donde Jace había montado un despacho pequeño pero práctico y funcional. Aparte de la silla tras el escritorio no había donde sentarse, pero ella estaba demasiado nerviosa para quedarse quieta, así que se puso a andar por la pequeña alfombra gris delante de la mesa, mientras pensaba una y otra vez en lo que iba a proponerle.
Jace entró en el despacho minutos después. Se había cambiado de vaqueros y camiseta, y no había ni rastro de grasa en las manos y antebrazos. Un olor familiar a naranja lo impregnaba, mucho más excitante que el disolvente especial que usaba para limpiarse la mugre que resultaba del trabajo con motores.
Jace le tendió una botella de agua fría, demostrando que conocía bien sus preferencias, y para él se abrió una lata de cola.
– ¿Y bien? ¿Qué te trae por aquí? -le preguntó, mirándola a los ojos-. No es que no me alegre de verte, pero pareces… distraída. Como si algo te rondara por la cabeza.
Siendo un viejo amigo, siempre había tenido la habilidad de percibir sus cambios de ánimo.
– Hay algo que me preocupa -admitió. Él esperó pacientemente a que continuara y ella hizo girar la botella entre las palmas-. La verdad es que necesito tu ayuda. Si estás dispuesto a ayudarme, claro está.
Jace dejó la lata en la mesa y la agarró suavemente por los hombros, prestándole toda su atención. Su tacto era firme, y la manera en que sus pulgares le acariciaron la piel desnuda de los brazos le provocó una ola de calor prohibido que se le concentró en el estómago.
Siempre había sabido que el tacto de Jace bastaría para prender chispas de pasión… Y esa habilidad masculina para hacerlo era un descarado recordatorio de lo que faltaba entre ella y Brent. No podía negar el claro contraste, que hacía aún más importante su búsqueda.
Jace frunció el entrecejo con preocupación. Por suerte, la blusa de seda era lo suficientemente holgada para que no pudiera ver cómo se le endurecían los pezones a través del tejido. Y si se percató de la piel de gallina que se le había puesto en los brazos, no hizo ningún comentario al respecto.
– Cariño, sea lo que sea, sabes que estoy aquí para ayudarte. Lo único que tienes que hacer es decirme qué necesitas.
Mirándolo fijamente a los ojos, Leah tomó aire profundamente y, recordando la «sexcapada» que la había puesto en acción, se arriesgó por segunda vez en el día.
– Quiero que me enseñes lo que a un hombre lo excita y cómo hay que satisfacerle en la cama.
Jace parpadeó un par de veces, convencido de que las palabras que acababa de oír de aquellos labios suaves y carnosos eran producto de su imaginación.
Leah no era lo que él consideraría una mujer fatal. No, ella era mucho más tradicional, por dentro y por fuera. La blusa de seda color crema y la falta azul marino corroboraban la imagen que tenía de ella, y también le confirmaban que acababa de salir de su trabajo como secretaria para una empresa de ingeniería. Pero, por muy conservadora que fuera vistiendo, Jace no podía negar que había pasado muchas horas imaginándosela sin ropa y preguntándose cómo sería deslizar las manos sobre la firmeza de sus pequeños pechos, la delicada curva de su cintura y caderas, la sedosa suavidad de su piel desnuda…
Sacudió enérgicamente la cabeza. Su imaginación volvía a desbordarse, porque de ningún modo la dulce, sensible y sensata Leah Burton le pediría que la instruyera en el fabuloso arte de la seducción, por mucho que él hubiera deseado una oportunidad semejante.
Cuando conoció a Leah en la escuela, ésta sólo era la hermana pequeña de su amigo. En los años siguientes la había ido conociendo mejor y se habían hecho muy buenos amigos. Había visto cómo se transformaba en una mujer hermosa y deseable con una espesa y reluciente melena castaña que le llegaba por los hombros, y una esbelta figura con las curvas adecuadas para completar su pequeño físico. Una mujer totalmente inalcanzable para él… en deferencia a la amistad que tenía con su hermano y por respeto también a sus padres, quienes lo habían aceptado en sus vidas a pesar de su cuestionable pasado.
Su padre lo había abandonado cuando Jace tenía cinco años, dejándolo a cargo de una madre que pasaba más tiempo bebiendo y ligando en los bares que con su hijo. Los Burton lo habían alimentado cuando tenía hambre y le habían dado cobijo cuando temía pasar la noche solo en la ruinosa vivienda que su madre había alquilado. Le habían comprado ropa y zapatos nuevos cuando sus escasos vaqueros y camisas de segunda mano estuvieron demasiado deshilachados para seguir usándose, y a cambio no habían esperado nada. Y cuando Jace pasó por una fase rebelde, robando y provocando que lo detuvieran, había sido el padre de Leah quien fuera a buscarlo a la comisaría, no su propia madre. El señor Burton le había echado un sermón sobre la responsabilidad y lo había llevado a ver un centro penitenciario, lo que sirvió para inculcarle un miedo terrible al quebrantamiento de la ley y para devolverlo rápidamente al buen camino.
Jace siempre les estaría eternamente agradecido por su ayuda y generosidad, así como por permitirle ser parte de la familia. Por tanto, nunca pondría en peligro su relación con los Burton por culpa de un escarceo amoroso con Leah. Debido a su dramática infancia, nunca iniciaba una relación íntima que implicara un compromiso emocional, porque no sabía cómo entregarse de esa manera a otra persona. Pero esa certeza no le había impedido fantasear con Leah, más allá de la amistad que compartían. Su calor y afecto incondicional lo atraían irresistiblemente y tentaban al solitario en que se había convertido y al soltero que había jurado ser.
Pero en aquel momento lo único que importaba era aclarar el malentendido que estaba causando estragos en su cabeza y sus hormonas.
– ¿Te importa repetirme la pregunta? -le pidió con una sonrisa de disculpa. Le acarició los brazos hasta las muñecas y le buscó el pulso con los pulgares, sólo para mantener la conexión entre ellos-. Tengo mil asuntos en la cabeza y creo que no te he oído bien.
– Yo creo que sí -respondió ella con una sonrisa lenta y deliberadamente sensual, más atrevida de lo que nunca se había mostrado con él-. Quiero que me enseñes lo que excita a un hombre y cómo hay que satisfacerle en la cama.
Oh, demonios… A Jace se le hizo un nudo en el estómago. Soltó las manos de Leah y dio un paso atrás. El lazo que los unía ya no era el gesto de alivio y consuelo que una vez había sido. Entre ellos prendían las chispas de pasión sexual, la clase de atracción que él había estado reprimiendo durante tantos años. Deseaba a Leah, pero había aprendido a controlar su deseo y a enterrar su anhelo en lo más profundo de su alma, de modo que nadie lo supiera jamás.
Y con una simple declaración Leah había barrido todas sus defensas. De repente lo asaltaba la necesidad de enseñarle cómo se complacía a un hombre… y de complacerla a ella a cambio.
Expulsó el aire con fuerza y buscó una explicación lógica a aquella situación tan extraña como excitante.
– Leah… dime que esto es una broma de tu hermano para hacerme pagar lo del último fin de semana, cuando salimos a emborracharnos.
– Te juro que no es una broma, Jace -dijo ella con voz suave, mirándolo esperanzada y decidida al mismo tiempo-. Estoy hablando completamente en serio. Quiero que seas tú quien me hable de las fantasías masculinas y quien me enseñe lo que os vuelve locos de deseo.
Se humedeció los labios con la lengua y cubrió la distancia que los separaba para ponerle una mano en el pecho, justo encima de su desbocado corazón.
– Quiero aprender la manera más eficaz de tocar y acariciar a un hombre para excitarlo -dijo con voz ronca, mientras descendía con la palma hacia su estómago-. Y tampoco me importaría averiguar una o dos cosas que me gusten a mí.
Para no tener ni idea de cómo excitar a un hombre, estaba haciendo un trabajo magistral en aquellos momentos. A Jace le hervía la sangre en las venas, los músculos del abdomen se le endurecieron y su sexo erecto pugnaba por escapar de sus vaqueros. Le costó toda su fuerza de voluntad no agarrar la mano de Leah y llevarla hasta su erección para mostrarle una prueba palpable de lo excitado que estaba por su culpa.
Apoyó el trasero contra su escritorio y se cruzó de brazos, probando un enfoque más razonable.
– ¿Por qué necesitas que te enseñe esas cosas?
Ella se encogió de hombros y retiró el tapón de la botella de agua.
– Quiero comprender mejor a los hombres y su sexualidad.
Jace observó cómo echaba la cabeza hacia atrás y tomaba un trago de agua fría.
– ¿Y qué pasa contigo y tu sexualidad?
Ella se lamió una gota de agua de la comisura de los labios al tiempo que un ligero rubor cubría sus mejillas. Pero la pregunta directa de Jace no la amedrentó en absoluto.
– Supongo que eso lo descubriré en el camino -dijo en tono malicioso.
A Jace lo asaltó de repente una inquietante posibilidad.
– Santo Dios, Leah, ¿no serás…? -ni siquiera pudo pronunciar la palabra.
– ¿Virgen? -concluyó ella, y soltó una ligera carcajada-. No, he estado con otros dos hombres, pero ninguno de los cuales hizo estallar fuegos artificiales. Eso me llevó a creer que me estoy perdiendo algo crucial en lo referente al placer sexual y la seducción.
Tace se frotó la frente. No podía creer que estuviera manteniendo una conversación semejante con Leah. Como amigos habían hablado de muchos temas pero nunca de nada tan íntimo como su vida sexual Aun así, no había dejado de pensar en ella ni en los hombres con los que salía, como aquel tipo con pinta de ejecutivo al que veía en la actualidad.
– ¿Por qué no le pides a Brent que te ayude en tu… búsqueda?
Por primera vez desde que le hiciera aquella proposición, Leah apartó la mirada. Pero a los pocos segundos volvió a mirarlo a los ojos, más decidida que antes.
– Porque, sinceramente, no sirve para ello, y porque no tiene tu misma reputación.
Tace arqueó una ceja. La respuesta de Leah le recordó al joven desaliñado e inseguro que una vez fue y que seguramente siempre sería en el fondo, a pesar de la fachada de aplomo y seguridad que había construido en torno a sí mismo a lo largo de los años.
– Ahh ¿así que prefieres aprender de un chico malo de los bajos fondos? -le preguntó con sorna. Leah no sería la primera mujer que quisiera tener una aventura con alguien así.
Ella pareció asustarse por la dureza de su tono, pero enseguida se recuperó.
– No quiero decir eso, y sabes muy bien que nunca he tenido esa imagen de ti -le dijo con firmeza.
Jace no podía discutírselo, porque ella había sido una de las pocas personas en su vida que lo habían aceptado tal cual era… antes de convertirse en un próspero hombre de negocios.
– En cuanto a tu reputación -siguió ella-, has estado con muchas mujeres, por lo que creo que tienes mucha experiencia en ese campo.
Jace tuvo que tragarse un bufido sarcástico por el halago inmerecido. No había estado con muchas mujeres. Sólo se había acostado con media docena, y con la edad se había vuelto aún más exigente. No, no podía colgarse la etiqueta de donjuán.
Alargó un brazo y le acarició la mejilla con el dorso de la mano. Vio cómo le ardían los ojos por el tacto, y una parte de él agradeció saber que aunque ella pudiera cuestionar su propia capacidad para responder a otros hombres, era evidente que se mostraba increíblemente sensible con él.
– Cariño -murmuró con voz ronca-, no sé cómo son los otros hombres ni lo que los excita. Sólo sé cómo soy yo.
– Eso me basta -dijo ella sin aliento. Los pechos le oscilaban por la respiración acelerada-. Te estoy pidiendo que hagas esto por mí, conmigo, porque confío en ti para que me lo enseñes todo, desde lo más básico hasta lo más erótico, y para que esto quede entre nosotros. Lo único que quiero, lo único que necesito de ti, es un fin de semana.
Le estaba ofreciendo dos noches de posibilidades infinitas. A juzgar por las apariencias, Brent no le estaba dedicando la atención que ella necesitaba para satisfacer sus deseos más femeninos. De otro modo no estaría allí ahora, pidiéndole lecciones de seducción y apareamiento.
Lo tentaba como ninguna otra mujer, pero aun así consiguió mantener la suficiente decencia y cordura para intentar disuadirla.
– ¿Y si digo que no?
Leah levantó el mentón en un gesto de orgullo y rebeldía que contrastaba fuertemente con su tolerante personalidad.
– En ese caso tendré que buscarme a otro que esté dispuesto a hacerlo.
Jace reconocía un desafío en cuanto lo oía. Ella lo estaba provocando descaradamente para que aceptara el reto. Parecía totalmente decidida a llevar a cabo su plan, y la idea de que se buscara a otro hombre para hacerlo le provocó una descarga de celos que lo abrasó por dentro.
Y teniendo en cuenta lo atrevida y descarada que estaba siendo con él, no tenía ninguna duda de que acabaría encontrando a un hombre dispuesto a complacerla en sus demandas.
Quería hacer lo correcto, comportarse con la nobleza que esperaría de él la familia de Leah, pero no podía arrojarla en brazos de otro hombre cuando él mismo se moría por darle lo que buscaba. Aquella emoción posesoria que se retorcía en su garganta lo pilló por sorpresa.
Siempre había sido protector con Leah debido a su amistad y a la situación que existía con su hermano y su familia, pero aquella sensación era diferente… Era una necesidad íntimamente física de asumir la responsabilidad y enseñarle a Leah todo lo que quería aprender.
Sí, sería su amante de fin de semana. De aquel modo podría controlar la situación, mientras que no había manera de saber cómo se aprovecharía de ella cualquier desconocido. Si alguien iba a satisfacer su curiosidad sexual, sería él. Nadie más.
Podría tener a Leah por un solo fin de semana. Todas sus fantasías se harían realidad, y también las de ella. Un acuerdo íntimo y discreto, sin complicaciones ni expectativas. Tan sólo una aventura secreta de la que nadie más sabría nada.
Realmente era un acuerdo ideal.
La emoción recorrió sus venas. Se pasó los dedos por el pelo alborotado y le dio la respuesta que Leah había ido a buscar allí.
– Muy bien. Lo haré.
Ella soltó un suspiro de puro alivio.
– Gracias, Jace.
Parecía extremadamente complacida consigo misma, y los ojos le brillaban con pasión desatada. Jace se preguntó si sabría dónde se estaba metiendo, y decidió darle una última oportunidad para cambiar de idea antes de hacer algo de lo que pudiera arrepentirse. Se lo debía a ella y a él mismo.
Sí, ella confiaba en él, y Jace nunca haría algo que pudiera herirla. Pero si le demostraba exactamente lo exigente y agresivo que podía ser a la hora de conseguir lo que quería, tal vez ella se diera cuenta de lo peligroso que su plan podía ser para ambos.
– Ya que hemos llegado a un acuerdo, ¿estás lista para la primera lección? -le preguntó.
Leah se quedó atónita y echó un vistazo fugaz a la ventana que había detrás de Jace, con vistas al aparcamiento del edificio.
– ¿Aquí? ¿Ahora?
Por lo visto, la aterraba la posibilidad de que la descubrieran. Estupendo. Jace estaba decidido a asustarla todavía más.
La acorraló contra la pared más cercana y colocó las manos a ambos lados de su cabeza, dejándola sin salida… a menos que ella le pidiera que la soltara.
Bajó la mirada a sus brillantes labios rosados y volvió a subirla lentamente hasta sus ojos.
– Claro. ¿Por qué no? -preguntó, arrastrando desvergonzadamente las palabras.
La emoción de lo prohibido destelló en los ojos de Leah.
– Sea cual sea la primera lección, estoy dispuesta -susurró, provocándolo con sus palabras y su impaciencia por explorarlo todo con él-. Vamos a ello.
– Sí, vamos -murmuró él. Inclinó la cabeza en busca de su boca y finalmente la besó… como había querido besarla durante lo que parecía una eternidad.