El camino de regreso al apartamento de Leah fue tan enloquecedor como el baile erótico en la discoteca. Leah no podía mantener quietas las manos ni la boca, y mientras Jace aferraba fuertemente el volante, ella se inclinó hacia él y le lamió y mordisqueó el cuello de la forma más tentadora posible.
Jace sintió su cálido y dulce aliento cuando le dio un beso húmedo en la comisura de los labios, mientras sus dedos intentaban desabotonarle la camisa. Una vez que lo consiguió, deslizó la mano y le acarició el pecho desnudo, tocándole los pezones endurecidos y bajando la palma hacia el abdomen. Los músculos de Jace se contrajeron y soltó un áspero gemido.
La mano de Leah se detuvo.
– ¿Puedo tocarte? -le preguntó con inseguridad.
– Cariño, ya me estás tocando -respondió él con una sonrisa.
– Quiero… -la voz se le quebró y tragó saliva antes de intentarlo de nuevo con más determinación-. Quiero tocarte como me tocaste tú a mí en la pista de baile.
A Jace se le aceleró el pulso y la sangre le palpitó en la ingle, reconociendo el placer inherente a la petición de Leah. Había accedido a enseñarle cómo satisfacer a un hombre, pero nunca imaginó que su curiosidad afloraría mientras él intentaba conducir un coche. Aun así, no podía negarse a su deseo, porque se moría por sentir las manos de Leah sobre él… por todo el cuerpo.
Le levantó la mano y le puso la palma sobre el bulto de sus pantalones, haciéndole cerrar los dedos alrededor de su erección.
– Esto es lo que me haces -dijo. Quería asegurarse de que Leah fuera consciente del efecto que ejercía sobre él.
Ella lo miró a los ojos absolutamente fascinada. Jace tuvo que devolver la vista a la carretera, pero aquel atisbo de embelesamiento estuvo a punto de acabar con él, así como el apretón vacilante que Leah le dio en la entrepierna. Al principio parecía insegura, pero sólo hizo falta un gemido bajo y alentador de Jace para animarla a ser más decidida… y acariciarle la rígida erección en toda su longitud con la palma, aprendiendo el tamaño y la forma del miembro viril confinado en el pantalón.
Cuando llegaron a su destino, a Jace le hervía la sangre en las venas, respiraba con rapidez y estaba a punto de explotar. Apagó el motor, retiró la mano de Leah de su regazo y la miró a los ojos.
La luna llena brillaba en el cielo nocturno e iluminaba el interior del vehículo, tiñendo los cabellos de Leah de una tonalidad plateada y perfilando su rostro con un halo angelical. Salvo que en aquel preciso instante no parecía en absoluto un ángel. Tenía los labios mojados y ligeramente separados, sus ojos ardían de inagotable lujuria y su expresión anhelante lo estaba matando de deseo.
La chica modesta y conservadora a la que había conocido durante años se había transformado en una mujer cuyo único propósito era derribar sus defensas. ¡Y casi lo había conseguido!
– ¿Quieres subir? -le preguntó ella con voz ronca y sensual.
Jace le había prometido un fin de semana lleno de pasión y seducción sin límites, pero deseaba que Leah recordara de modo especial la primera vez que hicieran el amor, y por tanto no estaba dispuesto a aprovecharse de su estado ebrio. Sin embargo, había otras muchas lecciones que impartir y que no incluían la consumación del acto sexual. Además, tenían que acabar lo que ella había empezado en la pista de baile. Al menos podría aliviar el deseo que Leah estaba conteniendo. En cuanto a él, tendría que consolarse en solitario más tarde.
– Sí, subiré contigo -dijo, y se abrochó la camisa antes de salir del coche.
Una vez que entraron en el apartamento y cerraron la puerta, Leah encendió la lámpara del salón y se quitó las sandalias. Se apoyó contra la pared con un lánguido suspiro y una maliciosa sonrisa en los labios, y, alargando los brazos, agarró a Jace por la camisa y tiró de él hasta obligarlo a apoyar las manos en la pared a ambos lados de su cabeza para no aplastarla con su cuerpo.
Ella lo miró fijamente a los ojos. Su apetecible boca quedaba a escasos centímetros por debajo de la de Jace.
– Tengo que confesar que ese Sexo Oral estaba de rechupete.
La insinuación sexual del comentario fue como una larga caricia en su miembro, inspirándole lúcidas y excitantes imágenes de Leah ofreciéndose carnalmente a él. Sus insinuaciones lo pillaban siempre desprevenido, pero le gustaba aquella faceta improvisadora de Leah, y estaba más que dispuesto a seguirle el juego.
– ¿Qué sabes tú del sexo oral?
– Sé que sabe muy bien -murmuró ella, humedeciéndose los labios-. Muy, muy bien. Compruébalo tú mismo.
Lo agarró por la nuca y tiró de él hacia ella, besándolo con la boca abierta y compartiendo el dulce sabor a licor de café que aún impregnaba su lengua.
Minutos después, Leah se apartó y él le sonrió.
– Es verdad que sabe muy bien -corroboró-. Y ahora dime, ¿qué sabes realmente del sexo oral? Y no estoy hablando de la bebida.
Aunque se lo preguntó en tono jocoso, estaba extremadamente interesado en oír su respuesta.
Ella parpadeó, fingiendo confusión.
– ¿Qué quieres decir?
Oh, Jace estaba convencido de que sabía muy bien lo que quería decir, y después de haber visto su comportamiento desvergonzado en la discoteca, no estaba dispuesto a que eludiera el tema escudándose en una falsa modestia.
– Quiero decir sexo oral, cariño. Darle placer a un hombre con tu boca y viceversa. ¿Cuánta experiencia tienes en eso?
– No mucha -respondió ella, poniéndose colorada. Apartó la mirada por un breve instante, antes de volver a mirarlo desafiante a los ojos-. De acuerdo, estoy mintiendo. No tengo ninguna experiencia en el sexo oral.
Jace se echó a reír por su indignación y le tocó la boca con los dedos, acariciándole el labio inferior con el pulgar.
– Ahh… así que eres virgen, al menos en ese terreno -dijo, fascinado y ridículamente complacido por saberlo.
– Sí, lo soy -admitió ella, con más naturalidad esa vez-. Pero quiero aprender. ¿Me enseñarás?
Su ruego casi lo hizo caer de rodillas frente a ella, lo que lo habría dejado en una posición perfecta para adorarla con la boca, la lengua y los dedos y ofrecerle una lección personalizada sobre el placer oral. Pero por mucho que esa idea lo excitara, no estaba seguro de que el estado de Leah fuera el más adecuado para un acto tan íntimo. De modo que decidió improvisar.
– Prometí que enseñaría lo que quieras saber -dijo, y la llevó al sofá del salón-. Así que, si estás preparada para una lección de sexo oral, eso es lo que haremos.
Ella se sentó cual abnegada alumna y él se acomodó a su lado, asegurándose de que estuviera cómoda y relajada contra los cojines.
– Empezaremos por ti -dijo, porque de ningún modo podría aguantar si la boca de Leah le tocaba cualquier parte de su anatomía.
La agarró de la mano y le acarició la piel entre el pulgar y el dedo índice.
– Imagina que estos pliegues son los labios de tu sexo -su explicación no pareció asustarla, aunque sí se estremeció cuando volvió a rozarla.
– Es una zona muy sensible.
– Debería serlo -dijo él, y la mordió suavemente justo debajo del pulgar, haciéndole ahogar un gemido-. Imagina lo sensible que eres entre las piernas, en la entrada a tu sexo. Cuando esa zona se humedece con la lengua, como un beso francés, la sensación es increíble -le atrapó con la boca el pliegue de la piel entre los dedos, simulando la técnica y lamiéndola suavemente.
El brazo de Leah quedó flácido y sus ojos se entornaron al tiempo que un gemido ronco se le escapaba de la garganta.
– Jace…
Pronunció su nombre con un deseo tan palpable que Jace estuvo a punto de perder el control. Pero aún no había terminado aquella lección. No hasta que ella hubiera aprendido a dedicarle el mismo tipo de atención erótica.
Le soltó la mano y llevó el dedo índice a sus labios, donde ejerció una presión suave pero constante.
– Ahora me toca a mí -dijo, y se acercó a ella para besarla en la mejilla-. Abre la boca y devórame.
Los ojos de Leah ardieron con llamas azules mientras separaba los labios y le permitía introducir el dedo en la húmeda cavidad de su boca.
El abdomen y los muslos de Jace se contrajeron involuntariamente, y se obligó a concentrarse en las instrucciones que debía darle.
– Cuando se trata de darle placer a un hombre con la boca, lo mejor es fingir que su pene erecto es tu polo favorito. Tienes que recorrerlo con la lengua en toda su longitud, hasta la punta.
Leah lo agarró por la muñeca y se metió aún más el dedo en la boca, para luego lamerlo en toda su longitud al extraerlo. El miembro de Jace se puso rígido al instante, abrasándole los pantalones.
– Mmm… sabe a cereza -susurró ella con una sensual sonrisa, completamente inmersa en la lección.
Él le permitió tomar el control y experimentar a su antojo, y se imaginó su boca en otra parte de su cuerpo. Una parte endurecida y palpitante que pugnaba por liberarse de su confinamiento. Leah compensaba su falta de experiencia con una dedicación total, rozándole el dedo con los dientes y pasándole la lengua por la punta, antes de metérselo en la boca. Sus ojos cerrados y expresión extática reflejaban lo mucho que estaba disfrutando mientras aumentaba la excitación de Jace y barría sus defensas.
Leah no creía que tuviera lo que hacía falta para seducir a un hombre, y sin embargo él se estaba ahogando en su sensualidad innata. Se moría por arrancarle las bragas y poseerla allí y ahora, sin ningún miramiento ni delicadeza. Y cuando ella adoptó inconscientemente un ritmo constante, el control se le hizo añicos.
Retiró el dedo de su boca y lo sustituyó por sus labios. La besó ávida y profundamente. Ella gimió y hundió los dedos en los pelos de su nuca mientras abría la boca para recibir la ferviente invasión de su lengua.
Estaba tan ardiente y febril como él mismo.
Sabiendo lo que su cuerpo ansiaba tras la estimulación física y mental, se presionó contra ella y la hizo tumbarse en el sofá. Sin despegar la boca de la suya, deslizó la rodilla entre sus piernas y las separó, al tiempo que introducía una mano bajo el vestido y subía por la parte posterior del muslo. Extendió la palma sobre la cadera, siguiendo el elástico de las bragas hasta el corazón de su feminidad. Entonces deslizó los dedos bajo la fina barrera de seda para acariciar con el pulgar los suaves pliegues de su sexo.
Estaba húmeda y caliente, empapada de deseo, y el gemido que emitió a la vez que se arqueaba al recibir su tacto fue todo el permiso que Jace necesitó para acabar lo que había empezado. Retiró la boca y contempló su hermoso rostro. La expresión confiada de Leah le encogió el corazón.
– Imagina mi boca justo aquí -murmuró, acariciándola lentamente, extendiendo su humedad hacia arriba, sobre el clítoris-. Mi lengua tocándote con suavidad, y luego presionando cada vez más…
Ella echó la cabeza hacia atrás y movió las caderas contra sus dedos. Y entonces se deshizo en suaves jadeos, que pronto dieron paso a un largo y entrecortado jadeo que acompañó las convulsiones del orgasmo. Pero, lejos de saciarla, pareció que la enardeció aún más. A los pocos segundos del climax estaba agitándose bajo el cuerpo de Jace, separando las piernas y apremiándolo a que siguiera. Antes de que él se percatara de sus intenciones, ella le había agarrado la cintura de los pantalones y le estaba bajando la cremallera. Tiró de los pantalones hasta los muslos y agarró su erección a través de los calzoncillos. Por increíble que pareciera, el miembro de Jace creció en longitud y grosor con cada caricia de sus dedos.
Jace emitió un siseo entre los dientes y apenas fue capaz de contenerse. La agarró de las muñecas y le sujetó las manos por encima de la cabeza para no perder el control de la situación. Sabía que las bebidas que Leah había tomado en la discoteca eran en parte las responsables de su desinhibición, y aunque él se negaba a hacerle el amor si no estaba completamente lúcida, no podía negar que ambos lo deseaban.
La besó en la boca y empezó a frotar la erección contra su sexo. Ella le rodeó instintivamente la cintura con las piernas y se arqueó hacia él. La seda empapada se pegó al algodón que confinaba su pene hinchado. Jace se imaginó penetrándola sin ropa por medio, se imaginó rodeado por su calor femenino, y cuando ella se tensó contra él y gritó de placer al recibir un segundo orgasmo, no pudo aguantar por más tiempo.
Un intenso temblor lo recorrió al descargar su caudal de pasión contenida, vaciándose por entero y no sólo físicamente. Enterró la cara en el cuello de Leah y soltó un último y largo gemido. Así permaneció varios minutos, y cuando finalmente levantó la cabeza y la miró a los ojos, ella le dedicó una sonrisa de plenitud y satisfacción.
– Gracias por esta lección tan esclarecedora y agradable -le dijo suavemente, con los ojos medio cerrados.
– Ha sido un placer -murmuró él. La besó en los labios y se levantó-. Enseguida vuelvo -dijo mientras se dirigía hacia el cuarto de baño.
Cuando volvió, la encontró donde la había dejado, con las manos aún sobre la cabeza, el vestido remangado sobre las caderas y los muslos separados. Su aspecto era deliciosamente descuidado, y si no fuera porque se había quedado dormida, Jace no habría podido resistirse una segunda vez.
Pero finalmente la noche la había agotado y él tenía que marcharse, por mucho que deseara quedarse con ella.
– Vamos, Bella Durmiente -susurró mientras la levantaba del sofá-.Vamos a llevarte a la cama.
Leah emitió un suave suspiro y se acurrucó contra su pecho mientras la llevaba al dormitorio. A Jace le resultó una sensación sumamente agradable tenerla en sus brazos, como si fuera algo más que una amiga en su solitaria vida. Más que una amante de fin de semana.
La ayudó a quitarse el vestido y el sujetador, y sonrió al recordar que apenas había dedicado tiempo a esos, pechos pequeños y perfectamente redondeados. Pero todavía quedaba el día siguiente y más lecciones que impartir, y se aseguraría de ofrecer a esos dulces montículos de carne la atención que merecían.
Cuando la arropó con las mantas, Leah ya estaba dormida y su respiración era profunda y sosegada. Jace permaneció observándola unos minutos, deseando meterse en la cama con ella y abrazarla contra él, en vez de volver a su casa solitaria y su cama vacía.
Aquello lo estaba afectando más de lo que nunca se hubiera permitido reconocer. Y ya no estaba seguro de qué podía hacer con esos sentimientos crecientes que le hacían desear lo imposible con Leah.
Al día siguiente por la tarde, Leah entró en Jace's Auto Repair con un paso más ligero y una mayor confianza en sí misma que el día anterior, cuando acudió a hacerle la proposición a Jace. En apenas veinticuatro horas, había pasado de ser una chica incapaz de seducir a un hombre con una «sexcapada» a una mujer decidida, impetuosa y espontánea que perseguía todo aquello que deseara, sin el menor sentimiento de culpa o remordimiento.
La noche anterior con Jace en la discoteca y luego en su apartamento, se había mostrado atrevida y aventurera, impulsada por un afán de exploración sensual como nunca antes había sentido con ningún otro hombre. Jace había liberado a la mujer lasciva y libidinosa que había en ella, y había sido una experiencia maravillosa sentirse tan impúdicamente sexual, disfrutando sin reservas de la atención y las lecciones de Jace… y de la certeza de saber que ella también tenía la habilidad para excitarlo.
Atravesó el vestíbulo vacío y entró en la zona de talleres, con una sonrisa en los labios al recordar cómo había tocado a Jace a través de los calzoncillos, haciéndole perder el control. Semejante proeza la había sobrecogido, y ver cómo Jace se abandonaba al deseo que sentía por ella la había llevado al climax… por segunda vez.
Esa noche quería sentir hasta el último centímetro de su erección dentro de ella, quería colmarse de la fuerza y esencia masculina, sin ninguna barrera entre ellos. Quería aquel acto de intimidad, aquel recuerdo inolvidable antes de dejarlo marchar.
Los sábados el negocio de Jace cerraba a la una en punto, dentro de media hora, por lo que apenas quedaban unos cuantos mecánicos en el taller, cambiando el aceite y los neumáticos de algunos vehículos.
– Hola, Gavin -saludó al jefe de taller, que estaba apretando las tuercas de una rueda-. ¿Sabes dónde puedo encontrar a Jace? No está en su oficina.
Gavin le echó un rápido vistazo por encima del hombro, y enseguida volvió a mirarla… obviamente asombrado por la diferencia en su vestuario. El uniforme de secretaria del día anterior había dejado paso a unos vaqueros ajustados y un top color melocotón que le cruzaba holgadamente los pechos y se ceñía a la cintura, revelando que tenía un buen busto cuando se llevaba el sujetador adecuado.
Gavin levantó bruscamente la mirada de sus pechos y la miró avergonzado a los ojos.
– Lo siento, ¿qué has dicho?
Leah reprimió una sonrisa. La reacción de Gavin corroboraba la teoría de Jace de que los hombres se dejaban llevar por la vista. Para ella, vestir así era una cuestión de actuación y confianza en sí misma, y era verdaderamente satisfactorio comprobar que tenía lo que hacía falta para atraer las miradas de más de uno.
Había seguido al pie de la letra el consejo de Jace para que un hombre mordiera el anzuelo, y estaba preparada para enseñarle que era una alumna aventajada. La noche anterior se había puesto un vestido que llamó bastante la atención en la discoteca, y esa mañana había ido de compras y se había hecho con unos cuantos conjuntos muy sugerentes. Parecía que los hombres no eran inmunes a su transformación, aunque estaba segura de que a Brent no le gustaría nada su nuevo gusto en ropa, ya que prefería verla con vestidos discretos y apagados. Sabía que debería sentirse culpable, pero se recordó a sí misma que aquel fin de semana no era para Brent. Era exclusivamente para ella y sus deseos, y tenía intención de disfrutar al máximo de su recién descubierta sensualidad.
Animada por esos pensamientos, estaba impaciente por encontrar a su amante.
– ¿Sabes dónde puedo encontrar a Jace? -le repitió a Gavin, y le enseñó la bolsa blanca que llevaba en la mano-. Le he traído el almuerzo.
Gavin carraspeó y apuntó con el dedo hacia el fondo del taller.
– Eh… sí. Está en su garaje privado.
– Gracias -respondió ella, pasando junto a Gavin. Sintió los ojos del mecánico en su trasero y añadió un contoneo adicional a sus caderas.
El garaje privado de Jace estaba en el extremo del edificio, separado de los talleres. Normalmente Jace aparcaba allí su Chevy Blazer durante el día. Pero ella había visto el vehículo aparcado en el exterior, lo cual era muy extraño, ya que Jace era muy quisquilloso con su todoterreno y le gustaba tenerlo a buen resguardo.
Al entrar en el garaje descubrió por qué el Blazer no estaba aparcado allí. Un viejo Chevy Cámaro ocupaba su lugar, y al igual que el día anterior, Jace estaba inclinado sobre el motor.
– Es hora de hacer un descanso -dijo ella, anunciando su presencia-. Espero que tengas hambre.
Jace asomó la cabeza bajo el capó, se irguió y se giró hacia ella.
– La verdad es que me muero de hambre… -su voz alegre se le quebró al ver el atuendo de Leah, y su sonrisa se esfumó al tiempo que fruncía el ceño-. Jesús, Lean, no puedes venir aquí vestida así.
Ella arqueó una ceja, divertida por el desconcierto que le había provocado a Jace.
– ¿Así cómo? -preguntó, con curiosidad por saber qué objeciones ponía Jace a su ropa.
– Así como… como… -se quedó sin palabras y agitó las manos en el aire con un gesto de frustración.
Ella dejó la bolsa en un banco, pero se negó a dejarlo escapar tan fácilmente.
– ¿Qué ha pasado con tus consejos para ofrecerles un estímulo visual a los hombres? Sólo estaba poniendo en práctica lo que me enseñaste, y pensé que te impresionaría el resultado.
– Estoy impresionado -admitió él, aunque no de muy buena gana. Se dirigió hacia el fregadero al fondo del garaje y se frotó vigorosamente las manos y los brazos con disolvente-. Es sólo que… que mis mecánicos no están acostumbrados a que una mujer se pasee tranquilamente por el taller vistiendo de un modo tan… tan provocativo.
Ella sonrió. El comentario de Jace no la desanimaba en lo más mínimo. Al contrario, la estimulaba aún más.
– Sí, Gavin se ha quedado con la boca abierta al verme.
– ¿Y eso te gusta?
Leah se encogió de hombros sin mostrar el menor arrepentimiento.
– Es halagador.
Jace masculló algo en voz baja y se secó las manos con unas toallas de papel.
– Vaya, Jace… -dijo ella, batiendo juguetonamente las pestañas-. Creo que estás siendo celoso y un poco posesivo -de lo cual estaba encantada, pues parecían más los celos de un amante que el afán protector de un hermano.
Él soltó un largo resoplido y arrojó las toallas mojadas a un cubo de basura.
– No creo que quieras darles a los hombres la impresión equivocada, sobre todo si llevas unos vaqueros que se deslizarían por tus caderas hasta las rodillas con sólo un tirón de ese lazo de cuero, y un top con el que tus pechos parecen a punto de salirse de ese sujetador.
Así que se había fijado en su sujetador… Sólo por eso merecía la pena el dinero que le había costado.
– Es sorprendente lo que un buen sujetador con aros puede hacer en una mujer, ¿no te parece?
Él respondió con un gruñido y se detuvo frente a ella, desprendiendo su delicioso olor a naranja.
Leah intentó entender por qué estaba tan molesto con ella, cuando había sido él quien le sugirió vestir de un modo más sugerente para provocar a los hombres.
– Entonces, ¿estás intentando decirme de esa manera tuya tan indirecta que sólo quieres que esté sexy para ti y nadie más?
Él levantó un dedo entre ellos e hizo un mohín con los labios.
– Yo no he dicho eso.
No, no lo había dicho, pero a ella le habría encantado oírlo.
– Simplemente, no quiero que lleves mis lecciones a este extremo, porque hay muchos hombres ahí fuera que podrían malinterpretar tus gestos -suavizó el tono y le apartó los mechones de la mejilla-. Si te presentas aquí con este aspecto tan sensual y confiado, a cualquier hombre que te vea le parecerá que tiene luz verde para abordarte.
Leah se deleitó con su tacto, sintiendo cómo el calor de la caricia se propagaba hasta los pechos.
– Lo único que me importa es provocarte a ti. No quiero impresionar ni excitar a nadie más, pero mentiría si dijera que no me gusta llamar la atención. Es agradable para variar. Únicamente quiero disfrutarla un poco mientras estoy contigo.
Con un suspiro de derrota Jace presionó la frente contra la suya y enganchó un dedo en la cinturilla de los vaqueros, tirando de sus caderas hacia él.
– Me parece justo, pero tengo que dejarte una cosa bien clara: si alguien va a quitarte esta ropa, seré yo y nadie más. Al menos durante este fin de semana.
Ella se echó a reír, aunque sus últimas palabras le recordaban la situación que estaba viviendo con Jace… Sólo sería suyo por un corto período de tiempo. Una aventura excitante y prohibida que irremediablemente terminaría y que sólo quedaría como un sensual recuerdo en la memoria. Un recuerdo que ella nunca olvidaría, y que ojalá Jace tampoco olvidara.
Su objetivo inicial para el fin de semana había sido satisfacer su deseo por Jace, hacer realidad las fantasías que la acosaban sin descanso y, finalmente, sacarlo de su mente y su corazón. Por desgracia, con cada lección que él le impartía, con cada roce y beso que compartían, su deseo y necesidad por él crecían de manera imparable.
Pero se negaba a permitir que esas emociones confusas enturbiaran el poco tiempo que tenia para estar con Jace, de modo que devolvió la atención a su advertencia sexual.
– No creo que fuera muy decoroso bajarme los pantalones hasta las rodillas en horario laboral, así que mejor vamos a comer.
Jace dejó que se apartara y vio cómo despejaba el banco de trabajo para colocar la comida. Apartó las herramientas y extendió unas toallas de papel sobre la superficie de madera. Él se acerco y la detuvo antes de que pudiera servir la comida.
– Podemos comer en mi oficina, que esta bastante más limpia que esto.
– Me gusta este sitio -respondió ella. Apartó su mano y siguió con su tarea, colocando un sandwich envuelto en cada plato-. Es tranquilo. Y privado, y me siento como si estuviera invadiendo los dominios secretos de un hombre -añadió con un brillo de regocijo en la mirada.
– Eso es lo que estás haciendo -admitió él. Aceptó la decisión de Leah y sacó un refresco y una botella de agua de la nevera que tenía bajo el banco-. Aparte de mis mecánicos, casi nadie viene aquí.
Ella lo miró con curiosidad.
– ¿Y eso por qué?
– Porque este garaje es mío, y es tranquilo y privado -respondió, repitiendo las palabras de Leah mientras le acercaba un taburete acolchonado para que se sentara-. Para mí es como un santuario, un lugar sagrado donde puedo refugiarme y hacer lo que más me gusta.
– ¿Arreglar coches? -preguntó ella con una sonrisa de complicidad.
– Sí -admitió él mientras retiraba el envoltorio de su sandwich. No lo sorprendió descubrir que era de ternera ahumada con mostaza y salsa agridulce, su favorito-. Este garaje también me recuerda quién soy y todo lo que he conseguido.
– Has recorrido un largo camino, desde luego -dijo ella, dando un mordisco a su sandwich de pavo y queso.
– No dejo de maravillarme por haber pasado de trabajar en una gasolinera a los diecisiete años a ser dueño de mi propio negocio.
Sin embargo, sabía que nunca lo habría conseguido por sí solo, y era muy consciente de aquellas personas que habían influido en su vida de joven rebelde.
– Fui muy afortunado al contar con la ayuda de todos aquellos que creyeron en mí y me mantuvieron en la buena senda. Profesores, jefes… y también tu familia.
– Siempre he estado muy orgullosa de ti, Jace -dijo ella con voz amable-. Y mis padres también.
Él la miró a los ojos y le sostuvo la mirada.
– Les debo muchísimo.
Ciertamente les debía más que estar tonteando con su hija. Pero, por egoísta que fuera, no podría haberse negado a pasar aquel fin de semana con ella.
– No les debes nada -replicó ella. Volvió a envolver la mitad del sandwich y la guardó en la bolsa-. Te quieren como a un hijo. Nunca lo dudes.
Pero a pesar del cariño incondicional de los Burton, nunca se había librado de esas dudas inculcadas por una madre que lo había rechazado. Jace había ansiado más que nada el amor de su madre, y lo único que había recibido de ella fue desprecio y rencor, sobre todo después de que su padre los abandonara. Lisa Rutledge opinaba que Jace era igual que su padre, y eso había bastado para ignorar la existencia de su hijo y ahogar sus penas en el alcohol y un sinfín de rostros anónimos.
Ahora estaba muerta, y Jace se había quedado con una incapacidad profundamente arraigada para mantener una relación duradera con una mujer y amarla como se mereciera, ya que una parte de él temía volver a experimentar el mismo rechazo. A lo largo de los años, le había resultado más fácil y menos doloroso mantener a las mujeres a una distancia segura que atreverse a dar el peligroso salto emocional.
Sin embargo, sentado junto a él estaba la única persona que le hacía desear aquel lazo sentimental y que lo tentaba a asumir riesgos. Pero Leah se merecía mucho más de lo que él podía darle y, a pesar del fin de semana que estaban compartiendo, tenía a Brent, un ejecutivo refinado y sofisticado que encajaba mucho mejor con ella que el tipo simple y ordinario que Jace era y que siempre sería.
– Si no hubiera sido por la amistad que forjé con tu hermano y el apoyo incondicional de tu familia, sabe Dios dónde estaría ahora -dijo, sacudiendo la cabeza-. Seguramente sería un delincuente huyendo de la ley.
– Pero no lo eres -dijo ella, poniéndole la palma en la mandíbula. Aquel gesto tan tierno le demostraba a Jace cuánto había creído Leah en él desde siempre… posiblemente más que de lo que él mismo había creído en sí mismo-. Eres un mecánico con mucho talento y un próspero hombre de negocios, Jace.
– Lo que soy es un hombre que está cubierto de grasa hasta los codos -replicó él. Aquélla era su realidad cotidiana, la que espantaba a las mujeres cuando descubrían a qué se dedicaba.
Ella le sonrió.
– Y cuando te limpias, hueles como una naranja grande y jugosa a la que estoy deseando hincarle el diente.
Jace acabó su sandwich, arrojó el envoltorio a la basura y miró interrogativamente a Leah.
– ¿Y qué harías si me dejara una mancha de grasa y te ensuciara?
– Me limpiaría -respondió ella tranquilamente.
Él tomó un largo trago de su refresco.
– La grasa no se puede quitar de la seda. Se queda permanentemente.
Leah arqueó las cejas y se cruzó de brazos, lo que resaltó aún más la parte superior de sus pechos.
– ¿Y eso cómo lo sabes?
A Jace le escocieron las puntas de los dedos por el deseo de acariciar las curvas que sobresalían por el escote del top, pero en vez de eso aplastó la lata de aluminio vacía en la mano y la arrojó a la papelera de reciclaje.
– Lo sé por experiencia, desgraciadamente.
– Mmmmm -murmuró ella, pensativa-. Cuéntame.
Jace no pretendía contarle los detalles de aquella experiencia tan humillante, pero incluso ahora le servía para recordarle que siempre sería un mecánico y nada más.
– Una mujer con la que estuve saliendo un tiempo se quedó impresionada al enterarse de que era dueño de mi propio negocio, hasta que un día se presentó aquí inesperadamente y descubrió que me dedicaba a arreglar coches. Cuando le rocé accidentalmente el brazo, pareció que la estaba asesinando por el modo en que se puso a chillar y a quejarse de que le estuviera manchando de grasa su cara blusa de seda -su tono era más áspero de lo que esperaba y tuvo que aclararse la garganta-. Qué bonito, ¿verdad?
– Qué superficial -replicó ella con un bufido.
Él sonrió, apreciando que lo defendiera tan vehementemente.
– Al principio las mujeres se quedan impresionadas de que posea un negocio, pero en cuanto descubren que me gano la vida arreglando coches y que llevo un estilo de vida bastante modesto, se desencantan por completo. El hecho de que trabaje en un garaje las anima a buscarse a alguien más excitante.
– Obviamente ninguna estaba contigo por ti -dijo ella, cubriendo la distancia que los separaba-. No como yo, que no me importaría tener una o dos marcas tuyas como prueba de posesión… aquí -le agarró la muñeca y se llevó su palma al trasero-. Y aquí -le tomó la otra mano y le hizo cerrar los dedos alrededor de su pecho.
Él le acarició el pezón endurecido con el pulgar mientras con la otra mano le masajeaba el trasero, excitado por el descaro de Leah. Por suerte no le quedaba grasa en las manos, pero una parte de él deseó estar manchado y así poder marcarla del modo más elemental y posesivo. Pero como las manchas permanentes no eran posibles, tendría que reclamarla del único modo disponible.
Apretándole el trasero, inclinó la cabeza y se dispuso a besarla con la avidez y pasión que había estado conteniendo desde que ella entrara en su garaje privado. Pero antes de que sus labios entraran en contacto, empezó a zumbar el interfono de la pared, haciendo que Leah diera un respingo y se apartara con expresión asustada.
– Jace, es más de la una -anunció Gavin-. ¿Necesitas algo antes de que nos marchemos?
Jace presionó el botón del aparato mientras Leah se desplazaba hacia el Camaro.
– No, sólo asegúrate de cerrar todas las puertas.
– Descuida -dijo Gavin-. Que pases un buen fin de semana. Te veré el lunes por la mañana.
Jace desconectó el interfono y devolvió la atención a Leah, bastante decepcionado de que se hubiera roto la sensualidad del momento. Se quedó contemplando cómo ella pasaba la mano sobre el reluciente capó del vehículo, pintado de rojo brillante con dos rayas blancas de carreras en el centro.
– ¿Desde cuando trabajas con deportivos clásicos? -le preguntó con curiosidad.
– No lo hacemos. Éste es mío -respondió él, acercándose a ella. Deseaba que aquellas manos le acariciaran su cuerpo en vez del coche-. Quería tener un Chevy Camaro del 67 desde que era un crío, y ésta era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. ¿Qué te parece?
– Me encanta, y creo que es un imán para las chicas -dijo ella en tono jocoso-. ¿Te importa si lo pruebo?
– En absoluto -respondió él, y le abrió la puerta del conductor. Pero en vez de sentarse tras el volante, Leah empujó el asiento delantero hacia delante y se deslizó en el de atrás-. No hay mucho que ver ni hacer ahí detrás -dijo, agachándose para verla.
Ella se reclinó contra el asiento tapizado y negó con la cabeza para mostrar su desacuerdo.
– ¿No crees que de joven habrías tenido muchas cosas que hacer aquí detrás con una chica que estuviera loca por ti?
Una llamarada de excitación lo recorrió por dentro, haciéndolo sonreír como un tonto.
– ¿Me estás ofreciendo cumplir una fantasía de adolescente?
– Eso mismo -respondió ella, y le hizo un gesto con el dedo para que se acercara-. ¿Te importa acompañarme?
Incapaz de resistirse a una propuesta tan tentadora, Jace se deslizó en el asiento trasero y cerró la puerta tras él, envolviéndose con el calor del vehículo, la embriagadora fragancia de Leah y la promesa de seducción que ardía en sus brillantes ojos azules.