Zoya cerró de nuevo los ojos mientras la troika se deslizaba velozmente sobre el hielo. La suave bruma de la nieve depositaba húmedos besos en sus mejillas y convertía sus pestañas en encaje mientras los cascabeles de los caballos le sonaban a música. Eran los sonidos que ella amaba desde su infancia. A los diecisiete años ya se consideraba mayor y, de hecho, era casi una mujer, pero aún se sentía una niña cuando Fiodor fustigaba a los relucientes caballos negros cada vez más rápidos a través de la nieve. Cuando volvió a abrir los ojos, divisó la aldea cercana a Tsarskoe Selo. Y cuando un poco más lejos vio los dos palacios gemelos, sonrió para sus adentros y apartó el borde de un grueso guante forrado de piel para comprobar cuánto habían tardado. Prometió a su madre estar de regreso a la hora de la cena, y cumpliría su promesa siempre y cuando no se entretuviera demasiado hablando, pero ¿cómo evitarlo si María era su mejor amiga, casi una hermana?
El anciano Fiodor se volvió y la miró con una sonrisa. Ella rió emocionada. Había sido un día perfecto. Las clases de ballet le encantaban, e incluso ahora aún tenía las zapatillas a su lado en el asiento. El baile era su mayor afición desde pequeña, y a veces, en secreto, le había confesado a María que le hubiera gustado huir al Marynsky para ensayar allí día y noche con los demás bailarines. La sola idea la hizo sonreír. Era un sueño que no podía expresar en voz alta porque en su mundo nadie podía convertirse en bailarín profesional. Pero ella estaba capacitada para el baile, y lo sabía desde los cinco años. Sus clases con madame Nastova le deparaban el placer de estudiar lo que más le gustaba. Trabajaba a fondo durante las horas que pasaba allí, soñando con que un día el gran maestro de baile Fokine descubriría su talento. Mientras la troika atravesaba rápidamente la aldea, sus pensamientos abandonaron el ballet y se centraron de nuevo en su prima María, su amiga del alma. Su padre Konstantin era primo lejano del zar, y su madre, como la de María, era alemana. Ambas tenían todo en común: las aficiones, los secretos, los sueños y el ambiente. En su infancia compartieron los mismos terrores y las mismas alegrías, y ahora ella necesitaba verla, incumpliendo la promesa que hiciera a su madre. En realidad, le parecía una estupidez. ¿Por qué no podía verla? María estaba completamente sana y ella no pensaba entrar en la habitación de los enfermos. María le había enviado una nota la víspera, contándole que se aburría de muerte entre tantos enfermos. Además, la cosa no era grave, simplemente el sarampión.
Los campesinos se apartaron del camino al paso de la troika mientras Fiodor azuzaba a gritos a los tres caballos negros. Había trabajado desde niño para el abuelo de Zoya y su padre ya estaba al servicio de la familia. Solo por ella se hubiera arriesgado a provocar las iras de su amo y el silencioso reproche de su ama. Sin embargo, Zoya prometió no decírselo a nadie y además ya la había acompañado allí numerosas veces. La joven visitaba a sus primos casi a diario. ¿Qué mal podía haber en ello ahora, aunque el pequeño y frágil zarevich y sus hermanas mayores tuvieran el sarampión? Todo el mundo sabía que Alexis era un niño enfermizo. Mademoiselle Zoya, en cambio, era una joven encantadora, fuerte y sana como un roble. Era la niña más preciosa que jamás había visto Fiodor, y su mujer Ludmilla se hizo cargo de ella desde pequeña. Ludmilla había muerto de tifus hacía un año y él lo sintió muchísimo, sobre todo porque no tenían hijos. Su única familia era la de sus amos.
La guardia de cosacos los detuvo a la entrada y Fiodor refrenó bruscamente a los fogosos caballos. La nieve caía ahora con más fuerza y dos guardias a caballo, uniformados de verde y con altos gorros de piel, se acercaron en actitud amenazante hasta que reconocieron quién era. Zoya resultaba una figura familiar en Tsarskoe Selo. Los guardias saludaron marcialmente mientras Fiodor fustigaba de nuevo a los caballos y la troika pasaba rápidamente por delante de la capilla Fedorovsky, rumbo al palacio de Alejandro. De entre sus muchas residencias imperiales, esa era la preferida de la zarina. Raras veces utilizaban el Palacio de Invierno de San Petersburgo como no fuera para bailes de gala o recepciones de Estado. Todos los años, en mayo, se trasladaban a su villa de la finca de Peterhof y, tras pasar el verano en su yate Estrella Polar y en la localidad polaca de Spala, en septiembre iban siempre al palacio de Livadia. A menudo Zoya los acompañaba y permanecía con ellos hasta que se reanudaban las clases en el Instituto Smolny. Pero el palacio de Alejandro era también su preferido. Estaba enamorada del famoso tocador malva de la zarina y pidió que su propia habitación en casa fuera decorada con los mismos tonos opalinos que la de tía Alix. A su madre le hizo gracia aquel capricho y, hacía un año, decidió complacerla. María le tomaba el pelo cada vez que la visitaba, diciéndole que su habitación le recordaba demasiado a la de su madre.
Fiodor saltó de su asiento mientras dos jóvenes sujetaban los caballos y bajo la fuerte nevada le tendió cuidadosamente la mano a Zoya. El grueso abrigo de piel de la muchacha estaba cubierto de copos de nieve, y sus mejillas aparecían arreboladas a causa del frío y las dos horas de trayecto desde San Petersburgo. Solo tendría tiempo de tomar el té con su amiga, pensó Zoya, cruzando la impresionante entrada del palacio de Alejandro. Fiodor regresó a toda prisa junto a los caballos. Tenía amigos en las caballerizas y mientras esperaba a su ama siempre disfrutaba contándoles las últimas noticias de la ciudad.
Dos doncellas tomaron su abrigo y Zoya se quitó despacio el sombrero de martas, dejando al descubierto una preciosa mata de cabello que a menudo asombraba a la gente cuando lo llevaba suelto, como solía hacer en Livadia durante el verano. El zarevich Alexis le gastaba bromas a propósito de su melena pelirroja y cuando ella lo abrazaba se la acariciaba suavemente con sus manos delicadas. Para Alexis, Zoya era casi una hermana, pues había nacido dos semanas antes que María, y ambas tenían un carácter similar y lo mimaban constantemente, como el resto de sus hermanas. Para ellas, su madre y los parientes más próximos, el zarevich era casi siempre el niño, incluso ahora que tenía doce años. Zoya preguntó por él con la cara muy seria.
– El pobrecillo está cubierto de manchas y tose mucho -contestó la mayor de las doncellas sacudiendo la cabeza-. Monsieur Gilliard ha pasado todo el día con él. Su Alteza ha estado ocupada con las niñas.
Olga, Tatiana y Anastasia se habían contagiado de sarampión y en la casa prácticamente había una epidemia. Por eso la madre de Zoya le había prohibido ir. Sin embargo, María no daba la menor señal de estar enferma y en su nota de la víspera le suplicaba a Zoya que acudiera a visitarla. «Ven a verme, mi querida Zoya, si tu madre te da permiso…»
Los ojos verdes de Zoya danzaron mientras se sacudía el cabello y se alisaba el grueso vestido de lana que sustituyó al uniforme escolar cuando finalizó la clase de ballet. En ese momento avanzó presurosa por el interminable pasillo hasta la conocida puerta que conducía al sobrio dormitorio de María y Anastasia en el piso superior. Pasó silenciosamente por delante de la estancia donde siempre trabajaba el príncipe Meshchersky, el ayudante de campo del zar, que no la oyó ni siquiera cuando subió la escalera calzada con sus pesadas botas. Luego Zoya llamó con los nudillos a la puerta del dormitorio y oyó una voz conocida.
– ¿Sí?
Con su ahusada mano, giró el tirador y su lustrosa melena pelirroja pareció precederla cuando asomó la cabeza y vio a su prima y amiga de pie junto a la ventana. Los grandes ojos azules de María se iluminaron instantáneamente mientras cruzaba la estancia y Zoya extendía los brazos para abrazarla.
– ¡He venido a salvarte, Mashka, cariño!
– ¡Gracias a Dios! Pensé que moriría de aburrimiento. Aquí todos están enfermos. Incluso la pobre Ana enfermó ayer de sarampión. Se encuentra en las estancias contiguas a los aposentos de mi madre, y mamá se empeña en atenderlos personalmente a todos. Se pasa el día llevándoles sopas y tés, y cuando las mujeres se duermen, acude a la habitación de al lado para atender a los hombres. Aquí parece que hubiera dos hospitales en vez de uno. -María tiró en broma de su sedoso cabello castaño mientras Zoya reía. Al estallar la guerra, el vecino palacio de Catalina se había convertido en hospital y la zarina trabajaba incansablemente en él, vestida con el uniforme de la Cruz Roja, instando a sus hijas a que hicieran lo mismo, pero, de todas ellas, María era la menos proclive a prestar semejantes servicios-. ¡No puedo soportarlo! Temía que no vinieras. Mamá se enfadará mucho si sabe que te lo he pedido.
Ambas jóvenes cruzaron la estancia tomadas del brazo y se sentaron junto a la chimenea. La habitación que María compartía habitualmente con Anastasia era en extremo sencilla y austera. Al igual que sus hermanas, María y Anastasia dormían en vulgares camas de hierro con almidonadas sábanas blancas y disponían de un pequeño escritorio y una pulcra hilera de huevos de Pascua, delicadamente labrados, sobre la repisa de la chimenea. María los conservaba año tras año por tratarse de regalos de amigas y hermanas. Eran de malaquita y madera, y algunos tenían piedras incrustadas. Los apreciaba tanto como a sus demás pequeños tesoros. Las habitaciones de las niñas, tal como se las seguía llamando, no mostraban la menor huella del lujo y la opulencia que presidían las de sus padres y el resto del palacio. En una de las dos sillas del dormitorio estaba el exquisito chal bordado y confeccionado para ella por Ana Vyrubova, la querida amiga de su madre. Era la mujer a quien se había referido María al entrar Zoya. Ahora su amistad había sido recompensada con el sarampión. Ambas muchachas rieron ante la idea y se sintieron superiores por haber escapado a la enfermedad.
– Pero ¿tú estás bien? -preguntó cariñosamente Zoya, cuya figura parecía todavía más menuda, cubierta por el grueso vestido de lana que se había puesto para no pasar frío durante el largo camino desde San Petersburgo. Era más baja y más delicada que María, aunque esta fuera generalmente considerada la belleza de la familia. Tenía los mismos ojos azules de su padre, cuyo encanto había heredado, y le gustaban las joyas y los vestidos bonitos mucho más que a sus hermanas. Esta afición la compartía con Zoya, y siempre que María visitaba a su prima, ambas pasaban horas comentando los preciosos vestidos que habían visto y probándose los sombreros y las joyas de la madre de Zoya.
– Estoy bien, pero mamá dice que este domingo no podré ir con tía Olga a la ciudad.
Era un ritual que le encantaba. Cada domingo su tía, la gran duquesa Olga Alexandrovna, las llevaba a todas a almorzar con su abuela al palacio Anitchkov y después visitaban a algunos amigos; pero, estando enfermas sus hermanas, los planes se habían frustrado. A Zoya la entristeció la noticia.
– Me lo temía. Quería enseñarte mi nuevo vestido. Me lo trajo la abuela desde París. -Eugenia Petrovna Ossupov, la abuela de Zoya, era una mujer extraordinaria. Menuda y elegante, con unos ojos que ardían como fuego esmeralda a sus ochenta y un años. Toda la gente decía que Zoya era su vivo retrato. La madre de Zoya, en cambio, era una lánguida y elegante belleza de pálido cabello rubio y melancólicos ojos azules, la clase de mujer que inspira sentimientos protectores a los hombres, y cuyo marido siempre se había encargado de protegerla y la trataba como a una chiquilla delicada, contrariamente a lo que hacía con su turbulenta hija-. Es un vestido precioso de raso color rosa todo bordado de perlas. ¡Estaba deseando que lo vieras!
Hablaban de sus vestidos como los niños de sus ositos de felpa.
– ¡Cuánto me gustaría verlo! -exclamó María, batiendo palmas de contento-. La semana próxima ya estarán todos curados y entonces iremos, te lo prometo. Entretanto, te pintaré un cuadro para esa habitación malva tan cursi que tienes.
– ¡No te atrevas a criticar mi habitación! ¡Es casi tan elegante como la de tu madre!
Ambas muchachas se echaron a reír, y en aquel momento, Joy, la perra cocker spaniel de las hijas del zar, entró en la estancia y empezó a brincar alegremente alrededor de Zoya mientras esta se calentaba las manos junto a la chimenea y le hablaba a María de sus compañeras del Smolny. A María le encantaban sus relatos porque se pasaba la vida encerrada con su hermano y sus hermanas al cuidado del tutor Pierre Gilliard y de mister Gibbes, el profesor de inglés.
– Por lo menos, ahora no tenemos clase. Monsieur Gilliard está ocupado, atendiendo al niño. Y llevo una semana sin ver a mister Gibbes. Papá tiene miedo de pillar el sarampión.
Las jóvenes rieron mientras María empezaba a trenzar la melena pelirroja de Zoya. Trenzarse mutuamente el cabello era un pasatiempo compartido desde la infancia. Entretanto, se dedicaban a charlar y chismorrear sobre San Petersburgo y sus amistades, si bien, desde que estallara la guerra, la vida social era mucho menos intensa. Incluso los padres de Zoya no ofrecían tantas fiestas como antaño, para gran disgusto de la muchacha. A ella le encantaba conversar con los hombres de brillantes uniformes y admirar a las damas con sus vistosos atuendos. De este modo podía contarles historias a María y a sus hermanas sobre los coqueteos que había observado, sobre quién era guapa y quién no, y sobre quién llevaba el collar de brillantes más espectacular. Era un mundo que no existía en ningún otro lugar, el mundo de la Rusia imperial. Y Zoya siempre había sido muy feliz en él. Era condesa como su madre y su abuela, estaba lejanamente emparentada con el zar por parte de padre, y su familia siempre había gozado de una posición privilegiada y de lujos como otros muchos aristócratas. Su propia casa era una versión reducida del palacio de Anitchkov y sus compañeros de juegos eran los personajes que forjaban la historia, pero eso a ella le parecía de lo más normal.
– Joy parece muy feliz ahora -dijo, contemplando a la perra que jugueteaba a sus pies-. ¿Cómo están los cachorros?
María esbozó una sonrisa enigmática y se encogió elegantemente de hombros.
– Son un encanto. Ah, espera…
Soltó la larga trenza que había hecho con el cabello de Zoya y corrió al escritorio en busca de algo que casi había olvidado. Zoya supuso de inmediato que debía de ser una carta de alguna amiga o una fotografía de Alexis o sus hermanas. Siempre tenía tesoros que compartir con ella cuando la veía, pero esta vez María sacó un pequeño frasco y se lo ofreció orgullosamente a su amiga.
– ¿Qué es esto?
– Algo maravilloso… ¡Exclusivo para ti! -contestó María, besando con cariño la mejilla de Zoya mientras esta inclinaba la cabeza sobre el pequeño frasco.
– ¡Oh, Mashka! ¿Es…? ¡Sí, lo es! -confirmó tras aspirar el aroma. Era Lilas, el perfume preferido de María que Zoya ansiaba tener desde hacía meses-. ¿Dónde lo has conseguido?
– Me lo trajo Lili de París. Pensé que te gustaría tenerlo. Aún me queda mucho del que mamá me regaló.
Zoya cerró los ojos y suspiró profundamente con el rostro iluminado de inocente felicidad. Sus placeres eran tan ingenuos y sencillos…, los cachorros, el perfume, los largos paseos estivales por los fragantes campos de Livadia o los juegos en el yate real, navegando por los fiordos. Era una vida apacible y ajena a las realidades de la guerra, aunque a veces hablaran de ella. A María le disgustaría mucho tener que pasar algún día cuidando heridos en el palacio de al lado. Le parecía tan cruel ver los heridos y mutilados o pensar que iban a morir. Sin embargo, también era cruel la grave enfermedad que constantemente amenazaba la vida de su hermano. Su hemofilia era a menudo el tema de las más secretas conversaciones entre ambas amigas. La naturaleza exacta de su enfermedad solo la conocían los familiares más íntimos.
– El niño está bien, ¿verdad? Quiero decir…, el sarampión no le va a…
Zoya miró preocupada a su amiga mientras dejaba el preciado frasco de perfume sobre la mesa.
– No creo que el sarampión lo perjudique -contestó María en tono tranquilizador-. Mamá dice que Olga está mucho más enferma que él.
Olga les llevaba cuatro años a las dos y tenía un temperamento bastante más serio. Además, era tremendamente tímida, a diferencia de Zoya, María o de sus otras dos hermanas.
– Hoy me lo he pasado muy bien en la clase de ballet -dijo Zoya mientras María tocaba la campanilla para que les sirvieran el té-. Ojalá consiga hacer algo de provecho con eso.
María se rió al pensar en el sueño de su querida amiga.
– ¿Como qué? ¿Que te descubriera Diaghilev acaso?
Ambas muchachas se echaron a reír, aunque los ojos de Zoya se iluminaron mientras hablaba. Todo en Zoya era apasionado: sus ojos, su cabello, su manera de mover las manos, cruzar una estancia o abrazar a su amiga. Era menuda, pero estaba llena de fuerza, vida y entusiasmo. Su nombre significaba precisamente «vida», y le venía como anillo al dedo a la chiquilla que había sido y a la mujer que pronto sería.
– Lo digo en serio. Además, madame Nastova asegura que lo hago muy bien.
María volvió a reír, y al mirar a Zoya ambas pensaron en lo mismo. En Mathilde Kschessinska, la bailarina amante del zar antes de que este se casara con Alejandra… Un tema absolutamente prohibido que solo podía comentarse en susurros durante las oscuras noches estivales, siempre lejos del alcance de los oídos de los mayores. Zoya se lo comentó un día a su madre. La condesa se enfadó mucho y le prohibió volver a mencionarlo. Estaba claro que era un tema no apto para señoritas. Sin embargo, su abuela fue menos severa cuando ella le habló del asunto y se limitó a decirle en tono burlón que aquella mujer era una bailarina de gran talento.
– ¿Aún sueñas con huir al Marynsky?
Llevaba mucho tiempo sin mencionarlo, pero María la conocía lo bastante como para saber cuándo bromeaba y cuándo no, y hasta qué punto se tomaba en serio sus sueños secretos. Sabía también que para Zoya era un sueño imposible. Algún día se casaría, tendría hijos, sería tan elegante como su madre y no viviría en la famosa escuela de ballet.
Pero resultaba divertido hablar de aquellas cosas y entregarse a la fantasía en una tarde de febrero mientras saboreaban una taza de té y contemplaban a la perra hacer cabriolas en la habitación. La vida era entonces muy cómoda, a pesar de la imperial epidemia de sarampión. Con Zoya, María se olvidaba momentáneamente de sus problemas y responsabilidades y anhelaba llegar a ser tan libre como ella algún día. Sabía muy bien que, más adelante, sus padres elegirían al hombre con quien tendría que casarse. Pero, primero, tenían que pensar en las dos hermanas mayores. Contemplando el fuego de la chimenea, María se preguntó si conseguiría amarlo realmente.
– ¿En qué estabas pensando? -preguntó Zoya mientras el fuego crepitaba en la chimenea y la nieve seguía cayendo en la calle. Ya había oscurecido y Zoya no recordaba que debía regresar a casa a tiempo para la hora de la cena-. ¿Mashka?… Estabas muy seria.
Le ocurría con frecuencia cuando no reía. Sus ojos intensamente azules tenían una expresión muy dulce, a diferencia de los de su madre.
– Pues no sé, tonterías, supongo -contestó María, mirando con una sonrisa a su amiga. Ambas estaban a punto de cumplir dieciocho años, y el matrimonio ya empezaba a rondarles por la cabeza. Tal vez cuando terminara la guerra…-. Me preguntaba con quién nos casaremos algún día.
Siempre era sincera con Zoya.
– Yo también lo pienso a veces. La abuela dice que ya es hora de pensar en ello. Cree que el príncipe Orlov sería un hombre muy apropiado para mí… -De repente, Zoya se echó a reír y sacudió la cabeza, deshaciendo la trenza que Mashka le había hecho-. ¿Has pensado alguna vez, al ver a alguien, que podría ser él?
– No muy a menudo. Olga y Tatiana tendrían que casarse primero. Tatiana es tan seria que no me la imagino casada con nadie. -De entre todas las hermanas, era la que más unida estaba a su madre, y María suponía que siempre querría permanecer en el seno de la familia-. De todos modos, sería bonito tener hijos.
– ¿Cuántos? -preguntó Zoya en broma.
– Por lo menos, cinco.
Era el tamaño de su propia familia y a María siempre le pareció perfecto.
– Pues yo quiero seis -dijo Zoya con absoluta certeza-. Tres niños y tres niñas.
– ¡Todos pelirrojos! -exclamó María, riéndose mientras se inclinaba sobre la mesa para acariciar cariñosamente la mejilla de su amiga-. Eres de verdad la mejor amiga que tengo.
Ambas se miraron a los ojos, y Zoya tomó la mano de María y la besó con vehemencia infantil.
– Siempre pensé que ojalá hubieras sido mi hermana -dijo Zoya.
En su lugar, tenía un hermano mayor que constantemente se burlaba sin piedad de su melena pelirroja. Él era moreno como su padre, aunque tenía los ojos verdes. Poseía la misma fortaleza y dignidad que su padre y contaba veintitrés años, es decir, cinco y medio más que ella.
– ¿Cómo está Nicolai últimamente?
– Insoportable, como de costumbre. Pero mamá se alegra mucho de que esté aquí en la Guardia Preobrajensky y no en el frente quién sabe dónde. La abuela dice que se quedó aquí para no perderse ninguna fiesta.
Ambas rieron y pasó el momento de seriedad. Poco después, sigilosamente se abrió la puerta y una mujer de elevada estatura entró en silencio y se las quedó mirando un instante antes de que ellas advirtieran su presencia. La acompañaba un enorme gato gris que también las miró con expresión enigmática. Era la zarina Alejandra, que acababa de abandonar la habitación donde atendía a sus tres hijas enfermas.
– Buenas tardes, niñas.
Sonrió cuando Zoya se volvió para mirarla. Ambas jóvenes se levantaron de inmediato y Zoya corrió a besarla. La zarina había sufrido el sarampión hacía años y no corría peligro de contagio.
– ¡Tita! ¿Cómo están los enfermos?
La zarina abrazó cariñosamente a Zoya y suspiró mientras sus labios esbozaban una sonrisa cansada.
– Bueno, pues la verdad es que no demasiado bien. La pobre Ana es la que está peor. -Se refería a su querida Ana Vyrubova que, junto con Lili Dehn, era su más íntima amiga-. ¿Y tú, pequeña? ¿Estás bien?
– Sí, gracias -contestó Zoya, ruborizándose como a menudo le sucedía.
Era lo que más le fastidiaba de su tez de pelirroja; eso, y también que el sol siempre le quemara la piel en el yate real o cuando estaban en Livadia.
– Me sorprende que tu madre te haya permitido visitarnos hoy. -La zarina sabía lo mucho que la condesa temía los contagios. El intenso rubor de Zoya le reveló la verdad sin necesidad de que la muchacha lo confesara-. Conque esas tenemos, ¿eh? -añadió, riéndose mientras agitaba un dedo en su dirección-. ¿Dónde le dirás que has estado?
Zoya rió en tono culpable y confesó a la madre de María lo que pensaba decirle a la suya.
– Me he pasado horas y horas en la clase de ballet, ensayando muy duro con madame Nastova.
– Ya. Es tremendo que muchachas de vuestra edad tengan que decir semejantes mentiras, pero hubiera debido comprender que no podéis estar separadas. -Dirigiéndose a su hija, la zarina preguntó-: ¿Le diste a Zoya su regalo, cariño?
Después miró a las dos jóvenes con una sonrisa. Solía ser muy comedida en general, pero el cansancio al parecer la había convertido en una persona más cordial y vulnerable.
– ¡Sí! -contestó Zoya, adelantándose a su prima al tiempo que señalaba con la mano el frasco de Lilas-. ¡Es precisamente mi perfume preferido! -Los ojos de la zarina miraron a María con expresión inquisitiva y esta abandonó la estancia riéndose. Su madre continuó conversando con Zoya-. ¿Está bien tío Nicolás?
– Sí, aunque apenas le veo. El pobrecillo volvió del frente para descansar y se encuentra en casa con un asedio de sarampión.
Ambas rieron, y en aquel momento María entró de nuevo en la habitación llevando en brazos algo envuelto en una manta. Se oyó un extraño pío pío como de pajarillo e, instantes después, apareció una cara marrón y blanca con largas y sedosas orejas y ojos brillantes como el ónice. Era uno de los cachorros de la perra.
– ¡Oh, qué bonito es! Hacía muchas semanas que no veía ninguno -exclamó Zoya, y extendió una mano mientras el animalillo emitía una serie de sonidos y le lamía las manos.
– Es niña y se llama Sava -dijo orgullosamente María, mirando a Zoya emocionada-. Mamá y yo queremos regalártela -añadió, sosteniendo en alto a la perrita mientras Zoya la admiraba.
– ¿Para mí? Oh…, pero ¿qué…?
Iba a decir «qué dirá mi madre», pero se detuvo inmediatamente porque no quería perder ese regalo.
Sin embargo, la zarina lo comprendió con toda claridad.
– Es cierto… -dijo-, a tu madre no le agradan los perros, ¿verdad, Zoya? Lo había olvidado. ¿Se enfadará mucho conmigo?
– ¡No! No…, de ninguna manera -contestó, tomando el cachorro y estrechándolo en sus brazos mientras Sava le daba lametones en las mejillas, la nariz y los ojos, y ella echaba la cabeza hacia atrás para que la pequeña cocker no le mordisqueara el cabello-. ¡Qué bonita es! ¿De verdad es para mí?
– Me harías un gran favor si te la quedaras, querida.
La zarina sonrió y suspiró, sentándose en una de las dos sillas. Se la veía extremadamente cansada y Zoya advirtió entonces que iba vestida con el uniforme de la Cruz Roja. Se preguntó si se lo habría puesto para atender a sus hijos y a su amiga enfermos o si aquel día habría trabajado también en el hospital. La soberana se tomaba muy en serio su labor en el hospital e insistía siempre en que sus hijas colaboraran.
– Mamá, ¿te apetece un poco de té?
– Te lo agradeceré, Mashka.
María tocó la campanilla y la doncella se presentó de inmediato, sabiendo que la zarina estaba allí con las muchachas. Poco después regresó con una tetera humeante. María sirvió té para las tres.
– ¿Cómo está tu abuela, Zoya? -preguntó la zarina, refiriéndose a la prima lejana de su marido-. Llevo varios meses sin verla. He estado muy ocupada aquí y apenas voy a San Petersburgo.
– Está muy bien, tita, muchas gracias.
– ¿Y tus padres?
– Bien. Mamá teme que envíen a Nicolai al frente y papá dice que eso la tiene muy nerviosa y preocupada. -Natalia Ossupov se ponía nerviosa por cualquier cosa, era tremendamente frágil, y su marido satisfacía todos sus caprichos y deseos. A menudo la zarina le comentaba en privado a María que no le parecía conveniente que él la mimara tanto, aunque, por fortuna, Zoya nunca se las daba de mártir. Estaba llena de fuego y de vida, y no conocía la timidez. Alejandro se imaginaba siempre a la madre de Zoya reclinada en un sillón, toda vestida de seda blanca y adornada con sus increíbles perlas, con su pálida piel, su rubio cabello y una mirada de terror en los ojos como si la vida fuera para ella una carga insoportable. Al inicio de la guerra, le había pedido que la ayudara en su tarea de la Cruz Roja, pero Natalia contestó que no podría resistirlo. No era precisamente uno de los mejores ejemplares de la especie humana, pero la zarina se abstuvo de hacer comentarios y solo asintió con la cabeza.
– Dale recuerdos de mi parte cuando vuelvas a casa.
Zoya miró a través de la ventana y, al ver que ya había oscurecido, se levantó de un salto y consultó horrorizada su reloj.
– ¡Oh! ¡Debo marcharme ahora mismo! ¡Mamá se pondrá furiosa!
– ¡Y con razón! -dijo la zarina riéndose. Después se levantó, destacando con su elevada estatura al lado de la joven-. ¡No mientas a tu madre sobre dónde estuviste! Aunque ya sé lo mucho que le disgustará saber que te has expuesto al contagio del sarampión. ¿Lo tuviste de niña?
– No -contestó Zoya, riéndose-, pero tampoco lo pillaré ahora, y si lo pillo…
Se encogió de hombros y estalló en otra carcajada mientras María la miraba sonriente.
Era una de las cosas que más le gustaba de ella, su valentía y despreocupación. Juntas habían cometido muchas travesuras a lo largo de los años, aunque nunca cosas peligrosas o auténticamente perjudiciales.
– Ahora te mandaré a casa. Tengo que atender a los niños y a la pobre Ana…
La zarina se despidió de ambas jóvenes con un beso y se retiró. María recogió el cachorro de donde estaba escondido, lo envolvió de nuevo en la manta y se lo entregó a Zoya.
– ¡No te olvides de Sava!
– ¿De veras me puedo quedar con ella? -preguntó Zoya con los ojos rebosantes de amor.
– Es tuya. Lo decidí al principio, pero quería darte una sorpresa. Protégela con tu abrigo por el camino. Así conservará el calor. -La perrilla tenía solo siete semanas y había nacido el día de la Navidad rusa. Zoya se entusiasmó al verla por primera vez en Navidad cuando la familia acudió a palacio para cenar con el zar y sus allegados-. Tu madre se pondrá furiosa, ¿verdad? -preguntó María, riéndose.
– Sí -contestó Zoya-, pero yo le diré que la tuya se ofenderá muchísimo si la devolvemos. Y mamá no querrá disgustarla.
María acompañó a su prima a la planta baja y la ayudó a ponerse el abrigo mientras sostenía a la perrilla. Después le puso el sombrero de martas sobre el cabello pelirrojo y la abrazó con cariño.
– ¡Cuídate mucho y no te pongas enferma! -dijo Zoya.
– No tengo la menor intención de hacerlo.
María le entregó el frasco de perfume y Zoya lo tomó con su mano enguantada.
La doncella anunció que Fiodor ya estaba preparado.
– Vendré dentro de uno o dos días, te lo prometo… ¡Y gracias por todo!
Zoya abrazó rápidamente a María y corrió hacia la troika donde Fiodor la estaba esperando. El hombre tenía las mejillas y la nariz bastante coloradas, y Zoya comprendió que había estado bebiendo con sus amigos en las caballerizas, pero no le importó. Le haría falta para defenderse del frío durante el rápido regreso a San Petersburgo. La muchacha se acomodó en su asiento y se alegró de que hubiera cesado de nevar.
– Tenemos que darnos prisa, Fiodor; mamá se enfadará mucho si me retraso.
Sin embargo, sabía que no llegaría a tiempo para la cena. Ya estarían en el salón cuando llegara… ¡Y, por si fuera poco, la perrita! Zoya rió para sus adentros mientras la fusta restallaba en el frío aire nocturno y la troika se ponía en movimiento detrás de los briosos caballos negros. Instantes después cruzaron la verja y los cosacos a caballo se desvanecieron a su espalda mientras atravesaban a toda prisa la aldea de Tsarskoe Selo.
Mientras la troika conducida por Fiodor recorría a toda velocidad la avenida Nevsky, Zoya abrazó efusivamente a la perrilla y trató afanosamente de inventarse alguna excusa que ablandara a su madre. Sabía que no temería por su seguridad porque Fiodor la acompañaba, pero sin duda el retraso la molestaría y al ver a la perrita se disgustaría. Tendría que presentarla más tarde. Al llegar a Fontanka giraron bruscamente a la izquierda y los caballos se lanzaron casi al galope, sabiendo que ya estaban muy cerca de casa y de las caballerizas. Fiodor, que conocía bien el terreno, les dio rienda suelta y a los pocos momentos ayudaba a Zoya a descender del vehículo. Con súbita inspiración, la joven se sacó de debajo del abrigo el cachorro envuelto en la manta y lo depositó en sus manos con mirada suplicante.
– Por favor, Fiodor, me la regaló la zarina…, se llama Sava. Llévala a la cocina y dásela a Galina. Yo bajaré por ella más tarde.
El hombre contempló sus ojos de chiquilla asustada y sacudió la cabeza, riéndose.
– ¡La condesa pedirá mi cabeza, mademoiselle! Y puede que también la suya.
– Lo sé, a lo mejor papá… -Papá que siempre intercedía en su favor, que era siempre tan bueno y cariñoso con su madre. Era un hombre maravilloso y ella lo adoraba-. Rápido, Fiodor…, tengo que darme prisa.
Eran las siete pasadas y aún tenía que cambiarse de ropa antes de presentarse en el comedor. Fiodor tomó la perrita y Zoya subió corriendo los peldaños de mármol de su hermoso palacete estilo medio ruso y medio francés, ordenado construir por su abuelo para su mujer. La abuela vivía ahora en un pabellón al otro lado del jardín con un pequeño parque propio, pero en aquellos momentos Zoya no tenía tiempo de pensar en ella. Tenía mucha prisa. Entró rápidamente, se quitó el sombrero, entregó el abrigo a una doncella y subió corriendo la escalinata principal para alcanzar su dormitorio, pero al punto oyó tronar una conocida voz a su espalda.
– ¡Alto! ¿Quién anda ahí?
– ¡Cállate! -dijo Zoya en un susurro. Su hermano se encontraba de pie junto a la escalera-. ¿Qué haces tú aquí?
Estaba muy guapo de uniforme, y Zoya sabía que todas sus compañeras del Smolny suspiraban por él. Lucía la insignia de la célebre Guardia Preobrajensky, pero eso ahora no le impresionó.
– ¿Dónde está mamá? -preguntó, pese a que ya conocía la respuesta.
– En el comedor, desde luego. ¿De dónde vienes?
– Vete. Tengo prisa… -Aún tenía que cambiarse y su hermano la estaba entreteniendo-. Voy a llegar tarde.
El joven rió y sus ojos verdes la miraron con expresión burlona.
– Será mejor que vayas tal como estás. Mamá se pondrá furiosa como te sigas retrasando.
Zoya vaciló un instante y luego preguntó:
– ¿Dijo algo? ¿La has visto?
– Todavía no. Acabo de llegar. Quiero hablar con papá después de la cena. Ve a cambiarte. Yo los distraeré. -La quería más de lo que ella imaginaba; era la hermanita de la que solía presumir ante sus amigos, los cuales suspiraban por ella desde hacía años. Sin embargo, los habría matado si se hubieran atrevido a tocarla. La muchacha era una pequeña belleza, pero aún no lo sabía y era demasiado joven para coquetear con ellos. Algún día se casaría con un príncipe o, por lo menos, con alguien tan importante como su padre, un conde o coronel que inspirara admiración y respeto entre sus conocidos-. Vete, bestezuela -le gritó Nicolai a su espalda-. ¡Date prisa!
Zoya corrió a su habitación, y a los diez minutos bajó luciendo un vestido azul marino de seda con cuello de encaje. Detestaba aquel vestido, pero sabía que a su madre le gustaba mucho y no quería predisponerla aún más. Hubiera resultado imposible acceder al comedor sin llamar la atención. Mientras entraba con aire de serena inocencia, su hermano esbozó una sonrisa pícara, sentado entre su madre y su abuela. La condesa estaba insólitamente pálida y vestía un precioso modelo de raso gris y un collar de brillantes y perlas negras. Cuando levantó lentamente el rostro y miró a su hija, con expresión de reproche, sus ojos eran casi del mismo color que el vestido.
– ¡Zoya! -exclamó sin levantar la voz.
Zoya la miró con candor y corrió a besarle la fría mejilla mientras miraba nerviosa a su padre y a su abuela.
– Lo siento muchísimo, mamá, me retrasé un poco en la clase de ballet. Después fui a ver a una amiga, perdóname, yo…
– ¿Dónde has estado exactamente? -preguntó la gélida voz de su madre mientras el resto de la familia contemplaba la escena en silencio.
– Tuve que… Te pido perdón…
Natalia miró a su hija directamente a los ojos mientras esta fingía alisarse el cabello. Parecía habérselo peinado a toda prisa, tal como de hecho sucedió.
– Quiero saber la verdad. ¿Has ido a Tsarskoe Selo?
– Yo… -Hubiera sido inútil. Su madre era demasiado fría, demasiado bella y aterradora, y dominaba por entero la situación-. Sí, mamá -contestó, sintiéndose de nuevo una niña de siete años y no una joven de diecisiete-. Perdóname.
– Eres una insensata. -Los ojos de Natalia se encendieron de furia mientras miraba a su marido-. Konstantin, se lo prohibí expresamente. Todos los niños tienen el sarampión y ahora ella se ha expuesto al contagio. Ha sido un descarado acto de desobediencia.
Zoya miró nerviosamente a su padre; en los ojos de este brillaba el mismo fuego esmeralda que en los suyos y el conde apenas si podía reprimir una sonrisa. Adoraba a su hija de la misma manera que amaba a su esposa. Esta vez, Nicolai intercedió en su favor, cosa que en raras ocasiones hacía, tal vez porque la vio muy preocupada y se compadeció.
– Quizá le pidieron que fuera, mamá, y Zoya no se atrevió a negarse.
Sin embargo, aparte sus muchas cualidades, Zoya era siempre sincera y ahora miró a su madre, que permanecía serenamente sentada, esperando que las doncellas sirvieran la cena.
– Yo quise ir, mamá. La culpa es mía, no suya. María se sentía muy sola.
– Fue una insensatez de tu parte, Zoya. Ya hablaremos después de cenar.
– Sí, mamá. -Zoya bajó la vista a su plato mientras los demás proseguían la conversación sin ella. Cuando instantes después levantó la mirada, se percató de la presencia de su abuela y su rostro se iluminó con una sonrisa-. Hola, abuela. Tía Alix me encargó que te diera recuerdos.
– ¿Qué tal está? -preguntó su padre mientras su madre la miraba en silencio, visiblemente disgustada por su conducta.
– Ella siempre está bien cuando atiende a los enfermos -contestó la abuela en su nombre-. Es curioso lo que le ocurre a Alix. Padece toda clase de dolencias hasta que alguien se pone más enfermo y la necesita. Entonces está siempre a la altura de las circunstancias. -La anciana condesa miró con intención a su nuera y después le dedicó una cariñosa sonrisa a Zoya-. La pequeña María se habrá alegrado mucho de verte, Zoya.
– Así es, abuela -contestó Zoya. Después añadió, para tranquilizar a su madre-: A los demás ni siquiera los he visto. Debían de estar encerrados en alguna parte. Hasta madame Vyrubova se ha puesto enferma -comentó, arrepintiéndose enseguida de haberlo dicho.
– Qué estupidez de tu parte, Zoya -dijo su madre, mirándola horrorizada-. No entiendo por qué tuviste que ir. ¿Acaso quieres pillar el sarampión?
– No, mamá. Lo siento de veras. -Pero su rostro no lo demostraba. Solo sus palabras estaban llenas de la esperada compunción-. No quería retrasarme. Iba a marcharme cuando entró tía Alix para tomar el té con nosotras y no quise ser grosera con ella…
– Faltaría más. Al fin y al cabo, es nuestra zarina y también nuestra prima -dijo la abuela.
Tenía los ojos del mismo color verde que los de Zoya, su padre y su hermano. Solo los de Natalia eran gris azulado como el frío cielo invernal y sin esperanza de verano. La vida siempre le había exigido demasiado a Natalia, su marido era fuerte y enérgico, con entusiasmo, y quería más hijos de los que ella podía darle. Dos hijos nacieron muertos, tuvo varios abortos y tanto los embarazos de Zoya como de Nicolai fueron muy difíciles. Tuvo que pasarse un año en la cama por cada uno de ellos y ahora dormía en sus propios aposentos. A Konstantin le gustaban sus amigos y hubiera querido ofrecer innumerables bailes y fiestas, pero ella lo consideraba excesivamente agotador y utilizaba su precaria salud como excusa para justificar su falta de joie de vivre y su casi abrumadora timidez. Tras su gélido aire desdeñoso se ocultaba el hecho de que la gente la aterraba y se sentía bastante más a gusto reclinada en un sillón junto a la chimenea. En cambio, Zoya se parecía mucho más a su padre que, una vez la presentara en sociedad en primavera, tenía previsto que su hija lo acompañara a las fiestas. Durante mucho tiempo hablaron de abandonar la idea del baile, pero Natalia insistió en que no deberían pensar en ello estando en guerra. Al final, la abuela resolvió la cuestión para gran alivio de Konstantin. Organizarían un baile en cuanto la joven terminara en junio sus estudios en el Instituto Smolny. Tal vez no sería un baile tan fastuoso como el que hubieran organizado en tiempos de paz, pero de todos modos la fiesta sería muy bonita.
– ¿Qué noticias hay de Nicolás? -preguntó Konstantin-. ¿Te dijo algo María?
– No demasiado. Tía Alix dice que regresó del frente, pero creo que pronto volverá a marcharse.
– Lo sé. Lo vi la semana pasada. Pero, como sea, está bien, ¿verdad?
Konstantin parecía preocupado, pensó su apuesto hijo, y dedujo que su padre habría oído los rumores que circulaban por el cuartel, según los cuales Nicolás estaba tremendamente agotado y la tensión de la guerra podría acabar con él. Sin embargo, dada la amable disposición del zar y su constante preocupación por todos, eso era casi inimaginable. Hubiera sido muy difícil que el zar se derrumbase o se diera por vencido. Era un hombre profundamente amado por sus semejantes y, sobre todo, por el padre de Zoya. Como Zoya y María, ambos eran amigos de la infancia y el zar era padrino de Nicolai, el cual había sido bautizado con su nombre, aparte que el padre de Nicolás era íntimo amigo del de Konstantin. El cariño que se profesaban el uno al otro rebasaba los límites familiares y su amistad era tan estrecha que incluso se habían casado con dos alemanas, aunque Alix parecía un poco más valerosa que Natalia. Por lo menos, era capaz de estar a la altura de las circunstancias en caso necesario, tal como lo demostraba su labor en la Cruz Roja y el cuidado de sus hijos enfermos. Natalia hubiera sido intrínsecamente incapaz de hacer nada de eso. La anciana condesa sufrió una amarga decepción cuando su hijo no se casó con una rusa. El hecho de que el zar también se hubiera conformado con una alemana no fue consuelo.
– Por cierto, ¿qué te ha traído aquí esta noche? -preguntó Konstantin, mirando con una cariñosa sonrisa a Nicolai.
Estaba orgulloso de él y se alegraba de que estuviera en la Preobrajensky y no en el frente, cosa que no ocultaba pues no tenía el menor deseo de perder a su único hijo. Las bajas rusas, desde la batalla de Tannenberg en verano de 1914 hasta la terrible derrota en los helados campos de Galizia, eran ya muy elevadas, y él quería que Nicolai permaneciera a salvo en San Petersburgo. Eso, por lo menos, era un gran alivio tanto para él como para Natalia.
– Quería hablar contigo después de la cena, papá -dijo con firmeza el muchacho mientras Natalia lo miraba con inquietud. Esperaba que no quisiera contarle a su padre ningún disparate. Una amiga le había revelado recientemente que su hijo tenía una aventura con una bailarina y, como Nicolai le dijera a su padre que quería casarse con ella, la iban a oír-. Nada importante. -La abuela lo miró con sus astutos y perspicaces ojos, sabiendo que el muchacho había mentido con respecto a la importancia del asunto. Estaba muy preocupado por algo, hasta el punto de haber decidido regresar a casa y pasar la noche con la familia, lo cual era impropio en él-. En realidad -añadió Nicolai, mirando con una sonrisa a sus familiares-, he venido para cerciorarme de que este pequeño monstruo se comporta como es debido.
El joven miró a Zoya, que le correspondió con un gesto de hastío.
– Ya soy mayorcita, Nicolai, y nunca me comporto indebidamente -dijo la muchacha, y terminó el postre con aire relamido mientras él soltaba una carcajada burlona.
– No me digas. Pues hace apenas un momento subías corriendo la escalera, como de costumbre retrasada para la cena, con las botas mojadas y el cabello desgreñado como si te lo hubieras peinado con una horca…
Antes de que pudiera proseguir, Zoya le arrojó una servilleta a la cara. Su madre miró con expresión implorante al marido.
– ¡Por favor, Konstantin, diles que se callen! Me atacan los nervios.
– Eso no es más que una canción de amor, querida -terció juiciosamente la condesa Eugenia-. Es la única manera que tienen de conversar en esta fase de sus vidas. Mis hijos a cada momento se tiraban de los pelos y se arrojaban zapatos. ¿No es cierto, Konstantin?
Konstantin soltó una sonora carcajada y miró tímidamente a su madre.
– Me temo que de pequeño yo tampoco me comportaba muy bien, querida -dijo, y miró cariñosamente a su mujer antes de levantarse de la mesa tras saludar a todos con una leve inclinación.
Después precedió a su hijo hacia un saloncito contiguo donde ambos podrían conversar en privado. Al igual que su mujer, esperaba que Nicolai no hubiera vuelto a casa para comunicarles su deseo de casarse.
Cuando se sentaron frente al fuego de la chimenea, a Konstantin no le pasó inadvertida la elegante pitillera de oro que Nicolai sacó del bolsillo. Era uno de los diseños más típicos de Carl Fabergé, en oro rosa y amarillo y con un precioso cierre de zafiros. Konstantin estaba casi seguro de que el artífice debía de ser Hollming o Wigstrom.
– ¿Otra chuchería, Nicolai?
Al igual que su mujer, él también estaba enterado de la supuesta aventura de Nicolai con una hermosa bailarina.
– El regalo de una amiga, papá.
Konstantin sonrió con indulgencia.
– Más o menos lo que yo me temía.
Nicolai frunció el ceño y ambos rieron. Era muy maduro para su edad y, aparte de su apostura, poseía una inteligencia muy despierta. En suma, la clase de hijo del que un padre podía sentirse orgulloso.
– No te preocupes, papá. Pese a lo que te hayan dicho, eso no es más que una diversión; nada serio, te lo aseguro.
– Bien. Entonces, ¿qué te ha traído aquí esta noche?
Nicolai contempló el fuego con expresión preocupada y después se volvió y miró a su padre.
– Se trata de algo mucho más importante. He oído cosas muy desagradables sobre el zar. Que está cansado, que está enfermo, que no debería estar al mando de las tropas. Tú también las habrás oído, padre.
– En efecto. -Konstantin asintió lentamente con la cabeza-. Pero yo sigo creyendo que no nos defraudará.
– Anoche estuve en una fiesta en casa del embajador Paleólogo. Él pinta un cuadro muy sombrío. Piensa que la escasez de víveres y combustible es mucho más grave de lo que nosotros reconocemos, y que la tensión de la guerra ya se está cobrando su tributo. Estamos facilitando suministros a seis millones de hombres en el frente y apenas podemos mantener a los de casa. Teme que nos derrumbemos, que Rusia se derrumbe y el zar con ella…, y entonces, ¿qué, padre? ¿Tú crees que tiene razón?
Konstantin reflexionó largo rato y luego sacudió la cabeza.
– No, no lo creo. Es cierto que todos sufrimos esta tensión, al igual que Nicolás. Pero esto es Rusia, Nicolai, no un débil y diminuto país en medio de quién sabe dónde. Somos un pueblo fuerte y valeroso, y por difícil que sea la situación dentro o fuera de él, no nos derrumbaremos. Jamás.
Estaba firmemente convencido de ello y Nicolai se tranquilizó al oír sus palabras.
– La Duma, nuestro parlamento, se reúne mañana. Será interesante ver lo que ocurre.
– No ocurrirá nada, hijo mío. Rusia perdurará para siempre. De eso no te quepa la menor duda -dijo, y miró cariñosamente a Nicolai.
– No me cabe ninguna duda -contestó el joven-. Quizá solo necesitaba que me lo dijeras.
– Eso lo necesitamos todos alguna vez. Debes ser fuerte por Nicolás, por todos nosotros y por tu patria. Todos debemos ser fuertes ahora. Ya volverán los buenos tiempos. La guerra no se prolongará indefinidamente.
– Es terrible. -Ambos eran conscientes de la gravedad de las bajas. Sin embargo, nada de todo aquello tenía por qué significar el final de lo que más querían. Pensándolo mejor, Nicolai se sintió un estúpido por haberse preocupado tanto. El embajador francés había sido demasiado convincente con sus agoreras predicciones. Ahora se alegraba de haber hablado con su padre-. ¿Mamá está bien?
Le había parecido más nerviosa que de costumbre, aunque tal vez la conducta de su madre le había llamado la atención porque ahora la veía con menos frecuencia.
– Está muy preocupada también por la guerra… -Konstantin esbozó una leve sonrisa-, y por ti, por mí y por Zoya… Buena pieza está hecha.
– Pero es encantadora, ¿a que sí? -Nicolai hablaba de su hermana con un calor y una admiración que hubiera negado enérgicamente si alguien se lo hubiera comentado a la muchacha-. La mitad de mi regimiento está enamorado de ella. Me paso el rato amenazando con asesinar a mis compañeros.
Su padre sonrió, sacudiendo tristemente la cabeza.
– Es una lástima que la presentemos en sociedad en tiempo de guerra. Quizá en junio todo habrá terminado.
Era una esperanza compartida, aunque Nicolai no la consideraba muy probable.
– ¿Has pensado en alguien para ella? -preguntó a su padre con curiosidad.
Tenía varios amigos que podrían ser pretendientes muy adecuados.
– No puedo soportar la idea de perderla. Es una tontería, supongo. Es demasiado fogosa como para quedarse con nosotros mucho tiempo. A tu abuela le gusta mucho el príncipe Orlov.
– Es demasiado mayor para ella.
El príncipe tenía treinta y cinco años, y al pensarlo Nicolai frunció protectoramente el ceño. En realidad, no estaba seguro de que hubiera alguien digno de su turbulenta hermanita.
Konstantin se levantó sonriendo y le dio unas cariñosas palmadas en la espalda.
– Será mejor que volvamos, de lo contrario tu madre se preocupará.
Al salir del salón, Konstantin le rodeó los hombros con su brazo. Cuando se reunieron con las damas en otro saloncito, Zoya estaba discutiendo con su madre a propósito de algo.
– Vamos a ver qué has hecho ahora, pequeño monstruo -dijo Nicolai, y rió al ver la expresión de su cara, mientras observaba con el rabillo del ojo que su abuela se había vuelto de espaldas para disimular una sonrisa.
Natalia estaba pálida como la cera; en cambio, Zoya se había ruborizado.
– ¡Tú no te metas en esto! -dijo la joven, mirando enfurecida a su hermano.
– ¿Qué ocurre ahora, pequeña? -preguntó Konstantin en tono burlón hasta que advirtió la mirada de reproche de su mujer.
Natalia le reprochaba que fuera demasiado blando con su hija.
– Al parecer -dijo esta en tono indignado-, Alix le ha hecho un regalo completamente ridículo y yo no pienso permitir que se lo quede.
– Vaya por Dios, ¿de qué se trata? ¿Son sus famosas perlas? Acéptalas por lo que más quieras, cariño, ya tendrás ocasión de lucirlas más adelante.
Konstantin se encontraba de buen humor tras su conversación con Nicolai, por lo que ambos hombres intercambiaron una mirada de complicidad por encima de las cabezas de las mujeres.
– Eso no tiene ninguna gracia, Konstantin, y espero que le digas exactamente lo mismo que yo. Tiene que librarse de eso enseguida.
– Pero ¿qué es? ¿Una serpiente amaestrada? -preguntó Nicolai en broma.
– No, es uno de los cachorros de Joy. -Zoya miró con ojos suplicantes a su padre-. Papá, por favor…, si prometo cuidarla yo misma y tenerla siempre en mi habitación para que mamá no la vea…, por favor…
Las lágrimas temblaron en sus ojos y el padre se enterneció al verla cruzar el salón con los ojos encendidos de rabia.
– ¡No! ¡Los perros transmiten enfermedades y todos sabéis muy bien lo delicada que estoy de salud!
En aquellos momentos, Natalia no parecía precisamente una persona delicada, de pie en el centro de la estancia y con el rostro contraído en una mueca de furia. Konstantin recordó la atracción que sintió por ella la primera vez que la vio. Sin embargo, Natalia era una mujer muy difícil.
– A lo mejor, si la dejáramos en la cocina… -dijo, y miró esperanzado a su mujer.
– Siempre cedes ante ella, ¿verdad, Konstantin? -replicó Natalia, dirigiéndose hacia la puerta.
– Cariño, no debe de ser una perra grande. La madre es muy pequeña.
– Y, además, tiene otros dos perros y un gato, y el hijo está constantemente al borde de la muerte.
Natalia se refería a la enfermedad crónica del zarevich Alexis.
– Eso no tiene nada que ver con los perros. Tal vez la abuela podría tenerla en su casa…
Konstantin miró esperanzado a su madre y esta sonrió, disfrutando en su fuero interno de la escena. Era muy propio de Alix regalarle un perro a Zoya, a sabiendas de lo mucho que enfurecería a su madre. Siempre había existido una rivalidad secreta entre ambas, aunque Alejandra era al fin y al cabo la zarina.
– La acogeré con gusto en casa -dijo la anciana condesa.
– Muy bien.
Konstantin se alegró de haber encontrado la mejor solución, pero, en aquel momento, oyó un portazo y comprendió que no volvería a ver a su mujer hasta la mañana siguiente.
– Desde este ambiente tan festivo -dijo Nicolai, mirando a su alrededor con una sonrisa al tiempo que se inclinaba ceremoniosamente ante su abuela-, regresaré a la tranquilidad del cuartel.
– Más te vale -le replicó su abuela con ironía, disimulando apenas una sonrisa mientras el joven le daba un cariñoso beso-. Tengo entendido que estás hecho un calavera, querido.
– No creas nada de lo que te cuenten. Buenas noches, abuela. -Nicolai la besó en ambas mejillas y tocó suavemente el hombro de su padre-. En cuanto a ti, bestezuela… -añadió, dándole a Zoya un leve tirón de la melena pelirroja mientras ella lo miraba sin ocultar el amor que le profesaba-, pórtate bien y no vuelvas a casa con más animalitos. Volverás loca a tu madre.
– ¡A ti nadie te ha pedido la opinión! -dijo ella, besándole por segunda vez-. Adiós, muchacho perverso.
– No soy un muchacho sino un hombre, aunque dudo que tú pudieras comprender la diferencia.
– La comprendería si viera a alguno.
Desde la puerta Nicolai se despidió de todos con una expresión burlona en el rostro y marchó a visitar, probablemente, a su pequeña bailarina.
– Es un chico encantador, Konstantin. Me recuerda mucho a ti cuando eras joven -dijo la anciana condesa con orgullo mientras su hijo la miraba sonriente y Zoya se sentaba en un sillón con cara de hastío.
– Pues a mí me parece un antipático.
– Él habla de ti en términos más halagüeños, Zoya Nikolaevna -dijo cariñosamente su padre. Estaba orgulloso de ellos y los amaba con todo su corazón. Se inclinó para besar a su hija en la mejilla y después sonrió a su madre-. ¿De veras vas a quedarte con la perrita, mamá? -preguntó a la condesa Eugenia-. Temo que Natalia nos eche a todos de casa si intento convencerla.
Konstantin reprimió un suspiro. A veces deseaba que su mujer tuviera un carácter menos difícil, sobre todo cuando su madre la miraba con silencioso reproche. Sin embargo, Eugenia Ossupov ya tenía una opinión formada sobre su nuera desde hacía bastante tiempo, y nada de lo que esta hiciera la modificaría en ningún sentido.
– Pues, claro. Me encantará tener una pequeña amiga. -La abuela se volvió y miró a Zoya con expresión divertida-. ¿Cuál de los perros la engendró? ¿Charles, el del zarevich, o el pequeño bulldog francés de Tatiana?
– Ninguno de ellos, abuela. Es hija de Joy, la cocker spaniel de María. Es un encanto, abuela, y se llama Sava -contestó Zoya, sentándose como una chiquilla sobre las rodillas de su abuela mientras la condesa apoyaba amorosamente una mano sobre su hombro.
– Pídele que no bautice mi alfombra Aubusson preferida y nos haremos buenas amigas, te lo prometo.
Eugenia Petrovna acarició la melena pelirroja que cubría los hombros de Zoya. Le encantaban las suaves caricias de su abuela desde que era pequeña. Ahora levantó el rostro y besó cariñosamente la mejilla de la anciana.
– Gracias, abuela. Me apetece tanto tenerla.
– La tendrás, pequeña, la tendrás… -La condesa se levantó y se acercó despacio a la chimenea, sintiéndose un poco fatigada pero contenta. Zoya fue en busca de la perrilla. La condesa miró a Konstantin y le pareció que había transcurrido solo un instante desde que este era tan joven como Nicolai. Los años pasaban volando, pero siempre fueron amables con ella. Su marido había tenido una vida muy satisfactoria. Muerto hacía tres años, a los ochenta y nueve, ella siempre se consideró afortunada por haberlo amado. Ahora Konstantin se lo recordaba, sobre todo cuando lo veía con Zoya-. Es una chiquilla encantadora, Konstantin Nicolaevich, una muchacha preciosa.
– Se parece mucho a ti, mamá.
Eugenia sacudió la cabeza, pero Konstantin pudo ver conformidad en sus ojos. A veces, la condesa veía en su nieta muchas características suyas y se alegraba de que Zoya no se pareciera a su madre. Incluso cuando la joven desobedecía a su madre, la condesa lo aprobada por considerarlo una prueba de que por las venas de Zoya corría su propia sangre, lo cual molestaba sobremanera a Natalia.
– Es original y distinta de todos. No debemos imponerle nuestros criterios y defectos.
– ¿Cuándo tuviste tú algún defecto? Siempre has sido buena conmigo, mamá…, con todos nosotros…
La condesa era una mujer unánimemente querida y respetada por sus sólidos principios y convicciones. Konstantin conocía su prudencia y procuraba seguir sus acertados consejos.
– ¡Aquí la tienes, abuela! -exclamó Zoya, entrando de nuevo con la minúscula perrita en brazos. La condesa la tomó con sumo cuidado-. ¿No te parece bonita?
– Es preciosa… y lo seguirá siendo hasta que se coma mi mejor sombrero o mis zapatos preferidos…, pero no quiera Dios que estropee mi alfombra Aubusson favorita. Como lo hagas -añadió, acariciando la cabecita del animalito tal como antes hiciera con el cabello de Zoya-, prepararé una sopa contigo. ¡No lo olvides! -La pequeña Sava emitió un ladrido a modo de respuesta-. Alix ha sido muy amable haciéndote este regalo. Espero que le hayas dado las debidas gracias.
Zoya rió y se cubrió graciosamente la boca con una mano.
– Temía que mamá se disgustara.
La abuela rió mientras Konstantin disimulaba una sonrisa por respeto a su mujer.
– Veo que conoce muy bien a tu madre, ¿verdad, Konstantin? -dijo la condesa, mirando a su hijo directamente a los ojos para que la entendiera.
– La salud de la pobre Natalia no es muy buena últimamente. Puede que más adelante…
– Dejémoslo, Konstantin. -La condesa viuda hizo un impaciente gesto con la mano y, sin soltar la perrita, le dio a su nieta un beso de buenas noches-. Ven a vernos mañana, Zoya, ¿o acaso piensas volver a Tsarskoe Selo? Debería ir contigo cualquier día de estos para visitar a Alix y a los niños.
– Mientras estén enfermos no lo hagas, mamá, te lo suplico… Además, con este tiempo el viaje sería demasiado duro para ti.
– No seas necio, Konstantin -dijo la condesa riendo-. Tuve el sarampión hace casi cien años, y el mal tiempo nunca me asustó. Estoy muy bien, gracias a Dios, y pienso seguir estándolo por lo menos otros doce años, o tal vez más. Lo digo completamente en serio.
– Excelente noticia -repuso Konstantin sonriendo-. Te acompañaré al pabellón.
– No digas tonterías. -La condesa se despidió con la mano mientras Zoya iba por su capa y al regresar se la echaba sobre los hombros-. Soy perfectamente capaz de cruzar sola el jardín, ¿sabes?, lo hago varias veces al día.
– En tal caso, no me niegue el placer de hacerlo con usted, madame.
– De acuerdo, pues, Konstantin. Buenas noches, Zoya.
– Buenas noches, abuela. Y gracias por guardarme a Sava.
La anciana le dio a su nieta un cariñoso beso y Zoya subió a su dormitorio malva mientras ellos salían al frío jardín. Zoya bostezó perezosamente y sonrió al pensar en la perrita que María y su madre le habían regalado. Fue un día delicioso. Cerró con cuidado la puerta del dormitorio y se hizo la firme promesa de regresar a Tsarskoe Selo en cuestión de uno o dos días. Pero entretanto tendría que pensar en algo bonito para llevarle a Mashka.
Dos días más tarde, cuando Zoya tenía previsto regresar a Tsarskoe Selo para ver a María, se recibió una carta por la mañana antes del desayuno. La entregó el propio doctor Fedorov, el médico de Alexis, que se había desplazado a la ciudad para recoger unos medicamentos y trajo la desagradable noticia de que María también había sucumbido a la enfermedad. Zoya leyó la nota consternada. No solo no podría visitar a su prima de momento, sino que, a lo mejor, ambas tardarían varias semanas en reencontrarse, pues, según dijo el doctor Fedorov, María no podría recibir visitas durante algún tiempo. Todo dependería del curso de la enfermedad. Anastasia ya sentía algunas molestias en el oído a causa de la dolencia, y mucho se temía el médico que el zarevich hubiera contraído una pulmonía.
– Oh, Dios mío… -exclamó Natalia en tono quejumbroso-. Y tú estuviste expuesta al contagio, Zoya. Te prohibí terminantemente que fueras y ahora corres peligro de enfermar… ¿Cómo has podido hacerme eso? ¡Cómo te has atrevido!
Se puso casi histérica al pensar en la dolencia que Zoya pudiera haber traído involuntariamente a la casa. Konstantin apareció justo a tiempo para presenciar el desmayo de su mujer y ordenó a la doncella que fuera al piso de arriba en busca del frasco de sales. Lo había encargado a Fabergé especialmente en forma de fresa para Natalia y ella lo tenía siempre al alcance de la mano sobre su mesilla de noche.
El doctor Fedorov tuvo la amabilidad de quedarse hasta que Natalia se retiró a su dormitorio mientras Zoya garabateaba una breve nota para su amiga. Le deseaba una pronta recuperación para que ambas pudieran volver a reunirse cuanto antes, y firmaba en su nombre y en el de Sava, la cual había regado generosamente la célebre alfombra Aubusson justo la víspera, aunque de todos modos la abuela se quedó con ella, amenazando sin embargo con convertirla en sopa si su comportamiento no mejoraba de inmediato.
«… Te quiero muchísimo, mi dulce amiga. Ahora ponte bien enseguida para que yo pueda ir a verte.» Le enviaba a su prima dos libros, uno de ellos Los hijos de Elena, que había leído hacía apenas unas semanas y en todo caso tenía intención de regalárselo. Añadía después una posdata, advirtiéndole que no utilizara su enfermedad como excusa para hacer trampa en el tenis, tal como ambas habían hecho el verano anterior en Livadia, jugando con dos hermanas de María. Era su juego preferido y María destacaba por encima de todas, aunque Zoya siempre amenazaba con ganarla. «… Iré a verte en cuanto tu madre y el médico me lo permitan. Con todo mi corazón, tu Zoya que te quiere.»
Aquella tarde, Zoya vio de nuevo a su hermano y se distrajo con él. Mientras esperaban el regreso del padre a casa, Nikolai la llevó a dar un paseo en la troika de la madre, que no había salido de su habitación en todo el día, disgustada por la noticia de la enfermedad de María y porque Zoya se hubiera expuesto al contagio. Zoya sabía que su madre era capaz de pasarse varios días sin salir y por eso le alegró doblemente la presencia de su hermano.
– ¿Por qué has venido a ver otra vez a papá? ¿Ocurre algo, Nicolai?
– No seas tonta. ¿Por qué piensas que ocurre algo? Qué boba eres.
Pero qué lista también. Nicolai se asombró de que su hermana hubiera intuido la razón de su regreso para ver a Konstantin. La víspera, durante la reunión de la Duma, Alexander Kerensky había pronunciado un discurso muy agresivo que incluía una incitación para asesinar al zar, y Nicolai temía que parte de lo que el embajador Paleólogo le había dicho se hiciera realidad. Quizá la situación era más grave de lo que pensaban y el pueblo estaba más alterado por la falta de víveres de lo que sospechaban. El embajador británico, sir George Buchanan, le comentó lo mismo antes de marcharse a pasar diez días de vacaciones a Finlandia. Por eso deseaba conocer una vez más la opinión de su padre.
– Tú nunca vienes a visitarnos a no ser que ocurra algo, Nicolai -dijo Zoya mientras la troika recorría velozmente la hermosa avenida Nevsky.
Había nieve recién caída en el suelo y la calle estaba más bonita que nunca. Nicolai insistió en que no pasaba nada y, aunque sintió una extraña punzada de temor, su hermana decidió creerle.
– Es un comentario encantador, Zoya. Pero no es verdad. Dime más bien si es cierto que has vuelto a disgustar a mamá. Me han dicho que está en cama por tu culpa y que el médico la visita dos veces al día.
Zoya encogió los hombros y esbozó una sonrisa pícara.
– Todo se debe a que el doctor Fedorov le dijo que Mashka tiene sarampión.
– ¿Y tú serás la próxima? -preguntó Nicolai mientras ella soltaba una carcajada.
– No seas tonto. Yo nunca me pongo enferma.
– No estés tan segura. Pero no se te ocurra volver allí, ¿de acuerdo?
Por un instante, Nicolai pareció inquietarse, pero su hermana sacudió la cabeza con infantil decepción.
– No me lo permitirán. Nadie puede visitarlas ahora. Y la pobre Anastasia tiene un terrible dolor de oído.
– Pronto se curarán y podrás ir a verlas.
Zoya asintió sonriendo.
– Por cierto, Nicolai, ¿cómo está tu bailarina?
Nicolai se sobresaltó por un momento y después tiró de un mechón del cabello de su hermana que asomaba bajo su gorro de piel.
– ¿Qué te induce a pensar que tengo una «bailarina»?
– Eso lo sabe todo el mundo, tonto… Tal como se sabía lo de tío Nicolás antes de la boda con tía Alix.
Zoya hablaba abiertamente con Nicolai porque era su hermano, pero, aun así, él se escandalizó. Aunque la joven no tenía pelos en la lengua, Nicolai esperaba por lo menos un poco de recato.
– ¡Zoya! ¡Cómo te atreves a hablar de esas cosas!
– Contigo puedo decir lo que me apetezca. ¿Cómo es ella? ¿Es guapa?
– ¡No es nada porque no existe! ¿Es eso lo que te enseñan en el Smolny?
– No me enseñan nada -contestó la joven, pasando por alto la sólida educación que había recibido allí, semejante a la que tiempo atrás recibiera su hermano en el Corps des Pages imperial, la academia militar destinada a hijos de nobles y militares de alta graduación-. Además, estoy a punto de terminar.
– Supongo que estarán encantados de perderte de vista, querida.
Zoya se encogió de hombros y ambos se echaron a reír. Nicolai pensó por un instante que había logrado desviar su atención, pero su hermana volvió a la carga y lo miró con una sonrisa perversa.
– Aún no me has dicho nada de tu amiga, Nicolai.
– Eres una chica imposible, Zoya Nikolaevna.
La muchacha rió mientras regresaban lentamente a su palacio de la calle Fontanka. Para entonces, su padre ya había vuelto a casa y ambos hombres se encerraron en la biblioteca de Konstantin, cuyos ventanales daban al jardín. La estancia estaba llena de preciosos libros encuadernados en cuero y de objetos reunidos por Konstantin a lo largo de los años, particularmente piezas de malaquita y la colección de huevos de Pascua de Fabergé que Natalia le regalaba cada año, similares a los que el zar y la zarina se intercambiaban en las ocasiones señaladas. Mientras permanecía de pie junto a la ventana escuchando a su hijo, Konstantin vio que Zoya atravesaba el jardín nevado para visitar a su abuela y a Sava.
– Bien, padre, ¿qué piensas?
Cuando se volvió de nuevo hacia su hijo, Konstantin advirtió una seria preocupación en Nicolai.
– No creo que eso tenga ningún significado especial. Y, aunque haya un poco de agitación en las calles, el general Jabalov es capaz de hacer frente a cualquier cosa. No hay por qué preocuparse. -Konstantin se alegró de que su hijo se interesara tanto por el bienestar de su ciudad y su país-. Todo va bien. Pero nunca está de más permanecer alerta. Es la marca que distingue al buen soldado.
Su hijo era tan buen soldado como él en su juventud y también como su abuelo. De haber podido, Konstantin hubiera marchado a luchar al frente, pero ya era demasiado viejo, por mucho que amara a su primo el zar y a su patria.
– Padre, ¿cómo no te preocupa el discurso de Kerensky en la Duma? ¡Pero si ese hombre ha insinuado una traición!
– En efecto, pero nadie puede tomarlo en serio, Nikolai. Nadie va a asesinar al zar. Nadie se atrevería. Por otra parte, ya cuidará él de estar bien protegido. Creo que ahora corre mucho más peligro en casa con tantos hijos y criados enfermos de sarampión que en medio de su pueblo -dijo Konstantin, mirando cariñosamente a su hijo-. De todos modos, visitaré al embajador Buchanan en cuanto regrese y le hablaré, si tan preocupado está. Será interesante escuchar sus puntos de vista sobre la cuestión, y también los de Paleólogo. Cuando Buchanan regrese de sus vacaciones, organizaré un almuerzo con ellos al que por supuesto estás invitado.
– Me tranquiliza hablar contigo, padre.
Pero esta vez los temores de Nicolai no se acallaron tan fácilmente y, cuando el joven abandonó su casa, aún experimentaba una desagradable sensación de desastre inminente. Estuvo tentado de ir a Tsarskoe Selo para reunirse en privado con su primo, pero sabía que no era el momento oportuno, pues el zar estaba muy cansado y preocupado por la salud de su hijo.
Una semana más tarde, el 8 de marzo, Nicolás abandonó San Petersburgo para regresar al frente de Mogilev, a ochocientos kilómetros de distancia. Aquel mismo día se produjeron los primeros disturbios en las calles, cuando en las colas del pan la gente se alborotó e irrumpió en las panaderías al grito de «¡Queremos pan!». Al anochecer llegó un escuadrón de cosacos para controlar a la multitud. Pese a todo, nadie parecía excesivamente inquieto. El embajador Paleólogo incluso ofreció una fastuosa fiesta a la que asistieron entre otros el príncipe y la princesa Gorchakov, el conde Tolstoi, Alexander Benois y el embajador español marqués de Villasinda. Natalia estaba todavía indispuesta e insistió en que no podría ir, y Konstantin no quiso dejarla. Al día siguiente se alegró de no haber ido al enterarse de que los alborotadores habían volcado un tranvía en las afueras de la ciudad. Sin embargo, nadie se alarmó demasiado. Como para tranquilizar a todo el mundo, el día después amaneció claro y soleado, y la avenida Nevsky se llenó de una alegre multitud y, por si fuera poco, todas las tiendas permanecieron abiertas. Había cosacos vigilando las calles, pero la gente parecía entenderse con ellos. El sábado 10 de marzo se produjo un inesperado saqueo y, al día siguiente, varias personas resultaron heridas en los disturbios.
Aquella noche, los Radziwill darían una fastuosa fiesta. Era como si todo el mundo intentara ignorar la situación. Sin embargo, no era fácil obviar las noticias sobre los disturbios y alborotos.
Ese mismo día, Gibbes, el profesor de inglés de María, le trajo a Zoya una carta de su prima. La joven lo recibió alborozada, pero se llevó un gran disgusto al leer que María se encontraba «terriblemente mal» y que a Tatiana también le dolía el oído. En contrapartida, el niño estaba un poco mejor.
– La pobre tía Alix debe de estar muy cansada -le dijo Zoya a su abuela aquella tarde, sentada en el salón con la pequeña Sava sobre las rodillas-. Estoy deseando ver a María, abuelita.
Se pasaba los días sin hacer nada. Su madre no le permitió ir a clase de ballet debido a la agitación callejera, y esta vez su padre había confirmado la prohibición.
– Un poco de paciencia, querida -le recomendó la abuela-. No querrás salir a la calle con tantas personas hambrientas y desgraciadas rondando por ahí.
– ¿Tan mala es su situación, abuela? -No acertaba a imaginarlo entre los lujos de los que ella disfrutaba. Se le partía el corazón de pensar que pudiera haber personas tan desesperadas y hambrientas-. Ojalá pudiéramos darles algo de lo que tenemos.
Su vida era cómoda y tranquila, y le pareció cruel que a su alrededor hubiera gente que sufría hambre y frío.
– Todos lo pensamos alguna vez, pequeña. -Los brillantes ojos de la condesa se clavaron en los de Zoya-. La vida no siempre es justa. Hay muchas, muchísimas personas que nunca tendrán lo que nosotros damos por sentado a diario… Ropa abrigada, camas mullidas, comida en abundancia…, por no hablar de frivolidades como vacaciones, fiestas y vestidos bonitos.
– ¿Todo eso está mal? -preguntó Zoya.
La sola idea le parecía increíble.
– Ciertamente que no. Pero es un privilegio y nunca debemos olvidarlo.
– Mamá dice que son personas vulgares y nunca podrían disfrutar de lo que tenemos. ¿Lo crees así?
Eugenia miró a Zoya con irritada ironía, sorprendida de que su nuera todavía fuera tan ciega e insensata.
– No seas ridícula, Zoya. ¿Crees que alguien podría hacerle ascos a una cama caliente, un estómago lleno, un vestido bonito o una troika maravillosa? Tendrían que ser completamente estúpidos.
Zoya no añadió que su madre los calificaba así porque sabía muy bien que eso no era cierto.
– Es una pena, abuelita, que no conozcan a tío Nicolás, a tía Alix, al niño y sus hermanas. Son tan buenos que nadie podría enfadarse con ellos si los conociera.
Era un comentario muy acertado y, sin embargo, en extremo simplista.
– No se trata de ellos, cariño…, sino de las cosas que ellos representan. A la gente del otro lado de las ventanas de palacio le cuesta mucho recordar que los de dentro también tienen penas y dificultades. Nadie sabrá lo mucho que se preocupa Nicolás por todos ellos, lo que sufre por sus enfermedades y cómo sangra su corazón por el mal de Alexis. Nadie lo sabrá ni lo verá jamás…, y eso a mí también me entristece. El pobrecillo soporta unas cargas terribles. Ahora ha regresado al frente y Alix debe de estar pasando momentos muy difíciles. Ojalá los niños se pusieran bien para poder ir a visitarlos.
– Yo también quiero ir, pero papá no me deja dar un paso fuera de casa. Tardaré muchos meses en ponerme al día con las clases de madame Nastova.
– No lo creo.
Eugenia la miró y pensó que cada día estaba más guapa a medida que se acercaba su decimoctavo cumpleaños. Era graciosa y delicada, con una llameante melena pelirroja, grandes ojos verdes y una cinturita que hubiera podido rodearse con dos manos. Se le quitaba a uno la respiración con solo mirarla.
– Abuelita, eso es muy aburrido -dijo Zoya, girando sobre un pie mientras Eugenia se reía.
– No es muy halagador lo que me dices, querida. Muchas personas me encuentran aburrida desde hace mucho tiempo, pero nunca me lo habían dicho a la cara.
– Perdona -dijo Zoya, y se unió a las risas de su abuela-, no me refería a ti. Hablo de mi encierro en casa. También me parece una estupidez que hoy no haya venido Nicolai a visitarnos.
Aquella tarde averiguaron el porqué. El general Jabalov había mandado colocar enormes letreros en todas las calles, prohibiendo las reuniones públicas y ordenando a todos los huelguistas volver al trabajo al día siguiente. Quienes no obedecieran serían reclutados y enviados de inmediato al frente. Sin embargo, nadie obedeció. Grandes multitudes de manifestantes llegados del barrio de Vyborg cruzaron los puentes del Neva y se concentraron en el centro de la ciudad. A las cuatro y media de la tarde aparecieron los soldados y hubo varios tiroteos en la avenida Nevsky, a la altura del palacio de Anitchkov. Esa tarde murieron cincuenta personas y otras doscientas en las horas sucesivas. De pronto se produjeron divisiones entre los soldados. Una compañía del Regimiento Real de Caballería Pavlovsky se negó a disparar contra la multitud y en su lugar lo hizo contra su comandante. Fue necesario enviar a la Guardia Preobrajensky para desarmar a los rebeldes.
Konstantin se enteró aquella noche y estuvo ausente de su casa varias horas, tratando de averiguar lo que ocurría para cerciorarse de que Nicolai estaba bien. De repente se llenó de espanto al comprender que su hijo corría peligro. Sin embargo, solo pudo averiguar que los guardias del Pavlovsky habían sido desarmados con muy pocas bajas. Las «muy pocas» le parecieron demasiadas y enseguida regresó a casa para esperar noticias. Por el camino, vio las luces del palacio de los Radziwill y se preguntó qué locura se habría apoderado de aquella ciudad que seguía con sus bailes mientras la gente era asesinada en las calles, y pensó que acaso Nicolai tenía razón al preocuparse tanto por lo que pudiera ocurrir. Quería hablar con Paleólogo y decidió visitarlo al día siguiente. Cuando regresó al palacio de la calle Fontanka y vio los caballos junto a la entrada, sintió que el corazón se le helaba de miedo. Quiso detenerse y echar a correr. Había por lo menos media docena de guardias de la Preobrajensky, corriendo y dando voces. Al ver que llevaban algo, gritó y saltó de la troika casi antes de que Fiodor la detuviera.
– Oh, Dios mío, oh, Dios mío… -gritó. Fue entonces cuando lo vio. Lo cargaban dos hombres y había sangre sobre la nieve. Era Nicolai-. Oh, Dios mío… -exclamó, adelantándose hacia ellos con lágrimas en los ojos-. ¿Está vivo?
Uno de los hombres asintió y le dijo en voz baja:
– Apenas.
– Uno de los guardias del Pavlovsky, uno de los suyos, uno de los hombres del zar, disparó siete veces contra él, pero Nicolai tuvo fuerzas para repeler el ataque y abatirlo de un disparo.
– Llevadlo dentro, rápido… -dijo Konstantin. Después llamó a Fiodor y le ordenó-: ¡Avisa ahora mismo al médico de mi mujer!
Los jóvenes guardias lo miraron impotentes. Sabían que no se podía hacer nada, por eso lo habían llevado a casa. Nicolai miró a su padre con los ojos empañados, pero aun así lo reconoció y le sonrió como un chiquillo mientras Konstantin lo tomaba en sus poderosos brazos y entraba en la casa, tendiéndole en un sofá del salón principal. Todos los criados acudieron corriendo.
– Traed vendas, sábanas, agua caliente… ¡Rápido! -les dijo Konstantin sin saber qué haría con todo aquello, pero algo se tenía que hacer.
Algo…, cualquier cosa… Tenían que salvarlo. Era su chiquillo y lo habían llevado a casa para que muriera allí, pero él no lo permitiría. Lo impediría antes de que fuera demasiado tarde. De repente, sintió que una mano firme lo apartaba y vio a su propia madre que acunaba la cabeza del joven en sus manos mientras le besaba suavemente la frente y le decía en voz baja:
– Tranquilízate, Nicolai, la abuela está aquí…, y también papá y mamá…
Las tres mujeres habían cenado sin aguardar el regreso de Konstantin, pero al oír entrar a los hombres Eugenia adivinó inmediatamente lo que ocurría. Estos permanecían ahora de pie en el vestíbulo sin saber qué hacer. Cuando vio a su hijo, Natalia emitió un grito desgarrador y se desmayó.
– ¡Zoya! -gritó Eugenia, y la muchacha corrió hacia ella. Konstantin contemplaba impotente cómo la sangre de su hijo se extendía por el suelo de mármol y empapaba lentamente la alfombra. Zoya se acercó a su abuela y se arrodilló temblando junto a su hermano, más pálida que la cera.
– Nicolai -le dijo en un susurro al tiempo que tomaba su mano-. Te quiero… Soy Zoya…
– ¿Qué haces aquí? -preguntó el joven con un hilillo de voz.
Por su gesto, Eugenia comprendió que ya no podía verlos.
– Zoya -ordenó la condesa como un general al mando de la tropa-, desgárrame la enagua en tiras…, rápido…, date prisa…
Zoya empezó a tirar delicadamente de la enagua, pero al oír la apremiante voz tiró con fuerza y la desgarró en unas tiras que su abuela aplicó a las heridas en un intento de detener la hemorragia, pero ya era casi demasiado tarde.
Konstantin se arrodilló y llorando besó a su hijo.
– ¿Papá?… ¿Estás aquí, papá?… -dijo Nicolai con voz de chiquillo desvalido-. Papá…, te quiero… Zoya…, sé buena chica…
Poco después, en brazos de su padre, murió con una sonrisa en los labios. Konstantin le besó los ojos y se los cerró suavemente, sollozando con amargura mientras estrechaba contra el pecho al hijo que tanto amaba. El chaleco se le empapaba de sangre. Zoya lloraba a su lado y Eugenia acariciaba la mano inerte del joven, temblando de pies a cabeza. Después, la anciana condesa se volvió despacio y con señas indicó a los hombres que se retiraran y los dejaran solos con su dolor. El médico había llegado e intentaba reanimar a Natalia, todavía desmayada en la puerta. Los criados la llevaron a sus aposentos del piso de arriba y Fiodor lloró desconsolado mientras la casa se llenaba de gemidos. Todos los criados acudieron presurosos, pero demasiado tarde…, demasiado tarde para que alguien pudiera salvar al joven.
– Ven, Konstantin -dijo la abuela-, deja que lo suban arriba.
Con gesto suave, Eugenia apartó a su hijo, lo guió hacia la biblioteca, lo hizo sentar en un sillón y le ofreció una copa de coñac. No podía decir nada que aliviara su dolor. Por eso ni siquiera lo intentó. Le hizo señas a Zoya de que se acercara y, al ver su extrema palidez, la obligó a tomar un sorbo de la copa que había llenado para sí misma.
– No, abuela…, no…, por favor.
Zoya se atragantó con los vapores, pero Eugenia la obligó a beber y después se volvió a mirar de nuevo a Konstantin.
– Era tan joven… Dios mío, Dios mío…, me lo han matado…
La condesa lo abrazó con fuerza mientras él se balanceaba hacia delante y hacia atrás en el sillón, llorando por su único hijo varón. De repente Zoya se arrojó en brazos de su padre, como si fuera la única roca que quedaba en el mundo, y recordó la tarde en que llamó «tonto» a Nicolai… Nicolai tonto, y ahora había muerto. Su hermano había muerto, pensó, y miró horrorizada a su padre.
– Papá, ¿qué ocurre?
– No lo sé, pequeña…, han matado a mi niño…
Konstantin la estrechó y ella sollozó en sus brazos. Poco después, se levantó y la dejó al cuidado de la abuela.
– Llévatela a casa contigo, mamá. Yo debo ir junto a Natalia.
– Ya está más calmada -dijo la condesa.
Eugenia estaba mucho más preocupada por su hijo que por su insensata nuera. Temía que la pérdida de Nicolai lo destrozara. Extendió la mano para acariciar la de Konstantin y, cuando este la miró a los ojos, vio en ellos un dolor inconmensurable y una tristeza infinita.
– Oh, mamá -exclamó Konstantin entre sollozos, y la abrazó largo rato. Eugenia extendió una mano para que Zoya se acercara también.
Después Konstantin se apartó muy despacio de ellas y se dirigió a la escalinata para subir a los aposentos de su mujer. Zoya lo miraba desde el pasillo. Los criados habían limpiado la sangre de Nicolai del suelo de mármol y retirado la alfombra. El joven ya descansaba en silencio en la habitación que ocupó desde su infancia. Allí nació y allí murió en veintitrés cortos años, llevándose consigo el conocido mundo que todos ellos amaban. Era como si, a partir de aquel momento, ya nadie pudiera estar a salvo. Eugenia lo comprendió mientras conducía a Zoya a su pabellón, temblando de pies a cabeza bajo su capa, con los ojos llenos de espanto y horror.
– Tienes que ser fuerte, pequeña -dijo la condesa mientras Sava corría a su encuentro en el salón y Zoya rompía de nuevo a llorar-. Tu padre te necesitará ahora más que nunca. Y puede que ya nada vuelva a ser igual para ninguno de nosotros. Sin embargo, suceda lo que suceda… -se le quebró la voz al pensar en su nieto muriendo en sus brazos. Zoya tembló con violencia. La estrechó con fuerza y besó su suave mejilla-, recuerda, pequeña, lo mucho que él te quiso…
El día siguiente fue una pesadilla. Nicolai yacía perfectamente limpio y lavado en la habitación de su infancia, vestido con su uniforme y rodeado de cirios. El regimiento Volinsky se amotinó, y más tarde lo hicieron el Semonovsky, el Ismailovsky, el Litovsky, el Oranienbaum y finalmente el más orgulloso, la Guardia Preobrajensky a la que pertenecía Nicolai. Todos se pasaron a la revolución. Las banderas rojas ondeaban por todas partes y los soldados, con sus andrajosos uniformes, ya no eran los hombres de antaño. Ya nada volvería a ser como antes porque aquella misma mañana los revolucionarios incendiaron el palacio de Justicia. El arsenal de la Liteiny ardió muy pronto en llamas y poco después fueron destruidos el Ministerio del Interior, el edificio del gobierno militar, la central de la Okhrana, la policía secreta zarista y varias comisarías de policía. Todos los presos fueron liberados de las cárceles, y al mediodía, la Fortaleza de Pedro y Pablo se encontraba también en manos de los rebeldes. Estaba claro que debían tomarse medidas urgentes, y el zar tenía que regresar de inmediato y nombrar un gobierno provisional que pudiera controlar de nuevo la situación. Pero eso tampoco parecía muy factible. Cuando el gran duque Miguel le llamó aquella tarde al cuartel general de Mogilev, el zar prometió regresar enseguida. No acertaba a comprender lo que había ocurrido en San Petersburgo durante su breve ausencia e insistía en regresar para verlo todo con sus propios ojos antes de nombrar nuevos ministros capaces de resolver la crisis. Solo empezó a comprender lo que ocurría cuando aquella noche el presidente de la Duma le envió un mensaje, comunicándole que la familia real corría peligro. La zarina no era consciente de ello, pero, para entonces, ya era demasiado tarde.
Lili Dehn visitó a Alejandra en Tsarskoe Selo y la encontró totalmente ocupada en el cuidado de sus hijos enfermos. Lili le habló a su amiga de los desórdenes callejeros, sin comprender que no eran simples disturbios, sino una auténtica revolución.
En medio de una fuerte tormenta de nieve, el general Jabalov envió a la mañana siguiente un mensaje a la zarina aconsejándole que se marchara enseguida con sus hijos. Por su parte, él y mil quinientos hombres leales estaban resistiendo el asedio al Palacio de Invierno de San Petersburgo, pero, al mediodía, todos lo abandonaron. Pese a ello, la zarina seguía sin comprender nada y se negó a salir de Tsarskoe Selo antes del regreso de Nicolás. Se sentía a salvo bajo la protección de sus leales marineros de la Garde Equipage y, además, sus hijos estaban demasiado enfermos para viajar. María padecía incluso una pulmonía.
Aquel mismo día, varias mansiones de los alrededores de la ciudad fueron saqueadas e incendiadas. Konstantin ordenó que los criados enterraran toda la plata, el oro y los iconos en el jardín. Zoya permanecía encerrada con todas las criadas en el pabellón de su abuela, cosiendo a toda prisa las alhajas en el interior de los forros de las gruesas prendas de invierno. Natalia gritaba y corría de un lado a otro en la casa principal, entrando y saliendo incesantemente de la habitación donde yacía Nicolai. En medio de la atmósfera revolucionaria que los rodeaba, cualquier intento de sepultarlo hubiera sido imposible.
– Abuela -dijo Zoya en un susurro mientras introducía un pequeño pendiente de brillantes en el interior de un botón que iba a coser de nuevo a un vestido-, abuela… ¿qué vamos a hacer ahora?
Sus ojos se llenaron de terror cuando oyó disparos de artillería a lo lejos. Los dedos le temblaban tanto que apenas podía coser.
– No podemos hacer nada hasta que terminemos esto… Date prisa, Zoya. Toma, cose estas perlas en mi chaqueta azul.
La anciana condesa se mostraba muy serena y trabajaba sin desmayo. Desde primeras horas de la mañana, Konstantin estaba en el Palacio de Invierno con Jabalov y los últimos hombres leales.
– ¿Qué haremos con…?
Zoya no pudo pronunciar el nombre de su hermano, pero mientras cosía las alhajas en los dobladillos de los vestidos de su abuela le parecía espantoso tener que dejarlo allí.
– Nos encargaremos de todo a su debido tiempo. Cálmate, niña. Tenemos que aguardar las noticias de tu padre.
La pequeña Sava gruñía a los pies de Zoya como si comprendiera que hasta su vida corría peligro. Aquella mañana la anciana condesa había intentado llevarse a Natalia a su pabellón, pero esta se negó a abandonar la casa principal. Estaba completamente trastornada y hablaba con su hijo muerto, asegurándole que todo iba bien y que su padre pronto regresaría a casa. Eugenia la dejó allí y condujo a los criados a su casa para que hicieran todo lo posible antes de que el populacho entrara y lo saqueara todo. Eugenia se había enterado de que la chusma ya había asaltado la mansión Kschessinska, y quería salvar lo más posible. Por eso cosía sin desmayo y se preguntaba si podrían llegar a Tsarskoe Selo.
En Tsarskoe Selo la zarina permanecía totalmente entregada al cuidado de sus hijos enfermos. María era la que estaba peor y Ana aún no se había restablecido. Los soldados amotinados llegaron a la aldea a última hora de la tarde, pero temiendo la reacción de la guardia de palacio se conformaron con saquear la aldea y disparar al azar contra cualquiera.
Los enfermos oían los disparos desde sus habitaciones, pero Alejandra les aseguró repetidamente que solo eran sus propios soldados, de maniobras. Sin embargo, aquella noche envió un mensaje a Nicolás, rogándole que regresara a casa. Sin comprender todavía la gravedad de la situación, el zar regresó por el camino más largo porque no quiso alterar las rutas utilizadas por los trenes de transporte de tropas. Le parecía inconcebible que ya no tuviera un ejército leal. Tanto la Garde Equipage como la guardia imperial, integradas en buena parte por amigos personales, cuya misión fue siempre la salvaguardia del zar, la zarina y sus hijos, habían abandonado sus puestos. Hasta los soldados de la guarnición de Tsarskoe Selo habían desertado traidoramente. San Petersburgo había caído. Era el miércoles, 14 de marzo, y todo cambió tan de repente que resultaba casi imposible prever las consecuencias.
Los ministros y generales instaban a Nicolás a abdicar en favor de su hijo, nombrando regente al gran duque Miguel. Sin embargo, los telegramas urgentes enviados a Nicolás cuando regresaba del frente, explicándole la situación, no recibían respuesta. En medio de aquel silencio, también Zoya y su abuela permanecían sin noticias. Konstantin llevaba dos días sin aparecer por casa y no había modo de contactar con él. Al final, Fiodor salió a la calle y regresó con la noticia que Eugenia temía: Konstantin había muerto en el Palacio de Invierno junto con los últimos soldados leales, asesinado por sus propios hombres. Ni siquiera fue posible trasladar su cadáver a casa. Se desembarazaron del cuerpo junto con los de otros muchos caídos. Fiodor regresó a casa con lágrimas en los ojos y, sin poder reprimir el llanto, contó a Eugenia lo ocurrido. Mientras Zoya escuchaba horrorizada, su abuela se volvió en redondo y ordenó a las criadas que cosieran más rápido. Sus alhajas y las de Natalia ya habían sido escondidas, lo demás tendrían que dejarlo. A Nicolai lo enterrarían en el jardín. Eugenia, Fiodor y tres de los servidores más jóvenes fueron a la casa principal y permanecieron silenciosos unos momentos en la habitación de Nicolai. Llevaba muerto tres días y ya no podían esperar más. Eugenia lo miró solemnemente sin llorar, pensando en su propio hijo. Aunque hubiera querido llorar por todos ellos, ya era demasiado tarde para las lágrimas. Ahora tenía que pensar en Zoya y también en Natalia, por respeto a la memoria de Konstantin.
Cuando se disponían a retirar el cuerpo, entró Natalia como un fantasma enloquecido, con una bata blanca y el cabello desgreñado.
– ¿Adónde vais con mi niño? -preguntó, y miró con expresión autoritaria a su suegra. Todos comprendieron que había perdido la razón. Parecía incluso no reconocer a Zoya-. ¿Qué estáis haciendo, insensatos?
Extendió una mano semejante a una garra para impedir que los hombres se llevaran el cadáver, pero la anciana condesa la retuvo y la miró a los ojos.
– Tienes que venir con nosotros, Natalia.
– Pero ¿adónde os lleváis a mi niño?
Eugenia no contestó para evitar confundirla o provocarle una crisis de histerismo. Siempre tuvo una mente muy débil y, sin la protección y los mimos de Konstantin, no podía enfrentarse a la realidad. Zoya comprendió que su madre había enloquecido por completo.
– Vístete, Natalia. Nos vamos.
– ¿Adónde?
Zoya se quedó de una pieza al oír la respuesta.
– A Tsarskoe Selo.
– Pero no podemos ir allí. Es verano y todo el mundo se ha ido a Livadia.
– Ya nos reuniremos con ellos más tarde. Pero primero tenemos que ir a Tsarskoe Selo. Ahora vamos a vestirnos, ¿de acuerdo? -dijo la anciana condesa, tomando firmemente a su nuera de un brazo e indicándole a Zoya por señas que la tomara del otro.
– ¿Tú quién eres? -dijo Natalia, apartando el brazo de la asustada muchacha. Solo la penetrante mirada de su abuela impidió que Zoya huyera horrorizada de la mujer que antaño fuera su madre-. ¿Quiénes sois vosotras? -repitió una y otra vez mientras la anciana le contestaba con calma.
En cuatro días, Eugenia había perdido a su hijo y a su nieto en una revolución que nadie acertaba a comprender del todo. Pero ahora no había tiempo para preguntas. Sabía que tenían que abandonar San Petersburgo antes de que fuera demasiado tarde. En ningún otro lugar podrían estar más seguras que en Tsarskoe Selo. Sin embargo, Natalia se negaba a colaborar e insistía en quedarse en casa, diciendo que su marido regresaría de un momento a otro y darían una fiesta.
– Tu marido te espera en Tsarskoe Selo -le mintió Eugenia mientras Zoya se estremecía de miedo. Con una fuerza que la muchacha nunca hubiera supuesto en ella, la condesa cubrió a Natalia con una capa y la obligó a bajar la escalera y salir con ella por la puerta trasera mientras se oía un súbito estruendo. Habían llegado los saqueadores y estaban intentando penetrar en el palacio de Fontanka-. Rápido -susurró Eugenia al oído de la joven que la víspera era apenas una niña-. Ve en busca de Fiodor. ¡Dile que prepare los caballos… y la troika de tu padre!
Después, la condesa corrió hacia el pabellón sin soltar el brazo de Natalia. Una vez allí ordenó a las criadas que recogieran toda la ropa donde habían cosido las alhajas y la metieran en varias bolsas. No tenían tiempo de hacer las maletas. Todo lo que se llevaran tendrían que cargarlo en la troika. Mientras daba órdenes, miró por el rabillo del ojo el palacio al otro lado del jardín. Sabía que los asaltantes no tardarían mucho en abandonarlo y dirigirse al pabellón. De repente, advirtió que Natalia ya no estaba a su lado y, al volverse, vio una figura blanca corriendo por el jardín. Echó a correr tras su nuera, pero ya era demasiado tarde. Natalia había regresado al palacio. Casi inmediatamente, la condesa vio fuego en las ventanas del piso superior del edificio y percibió los jadeos de Zoya a su espalda.
– ¡Abuela!
Ambas vieron la figura de blanco, corriendo de una a otra ventana. Natalia corría por entre las llamas, gritando, riéndose y dando voces como si llamara a sus amigos. El espectáculo era tan espantoso que, de repente, Zoya dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta, pero su abuela la agarró con firmeza y le impidió salir.
– ¡No! ¡No puedes ayudarla ahora! Hay hombres allí dentro. ¡Te matarán, Zoya!
– ¡No puedo permitir que la maten!… ¡No puedo!… ¡Abuela! ¡Por favor!
Zoya lloraba y se debatía con tanta fuerza que su abuela apenas podía controlarla. En ese momento entró Fiodor.
– La troika está a punto…, detrás de los setos…
Con buen criterio, Fiodor había dejado la troika en la calle lateral para que los asaltantes no los vieran desde el palacio.
– ¡Abuela! -gritó Zoya, forcejeando todavía con la condesa.
De repente, Eugenia la abofeteó.
– ¡Ya basta! Ella ha muerto… ¡Tenemos que irnos ahora!
No había tiempo que perder. La condesa ya había visto varios rostros mirando hacia el jardín desde las ventanas de la planta baja del palacio.
– ¡No puedo dejarla aquí!
La muchacha suplicó que la soltara, pero la condesa fue inflexible.
– Tienes que hacerlo.
Después, la voz de Eugenia se suavizó y por un instante abrazó a su nieta. Entonces se oyó un terrible sonido, como una explosión. Todo el piso superior ardía; de repente, vieron que Natalia saltaba por una ventana con la bata blanca en llamas. Hubiera sido imposible que sobreviviera entre las llamas y la caída. Sin duda había muerto, lo que en el fondo era una suerte para ella. Jamás hubiera recuperado la razón tras el doble golpe que representaba la pérdida del hijo y el marido, en medio de la total destrucción de su mundo.
– ¡Dense prisa! -instó Fiodor.
Con un rápido movimiento, la condesa recogió a Sava del suelo, la depositó en brazos de Zoya y corrieron hacia la troika que aguardaba.
Cuando la troika se puso en marcha, Zoya contempló las llamas que se elevaban por encima de los árboles, devorando lo que fuera su hogar y era ahora solo el caparazón de su antigua vida. En cuestión de momentos, Fiodor las guió hábilmente hacia calles secundarias. Ellas se abrazaban la una a la otra. Las bolsas que ocultaban las joyas estaban amontonadas a sus pies y la pequeña Sava temblaba de frío sobre el regazo de Zoya. En las calles había soldados, pero nadie los detuvo mientras se dirigían a las afueras de la ciudad. Era jueves, 15 de marzo, y allá lejos, en Pskov, Nicolás leía los telegramas de sus generales, aconsejándole la abdicación. Tenía el rostro mortalmente pálido a causa de la traición que lo rodeaba por todas partes, pero no tan pálido como el de Zoya cuando contempló cómo San Petersburgo desaparecía a su espalda. Tardaron más de dos horas en llegar a las carreteras secundarias que conducían a Tsarskoe Selo. Durante el recorrido, no tuvieron ninguna noticia ni una visión más clara de los acontecimientos. Zoya recordaba una y otra vez la imagen de su madre envuelta en llamas lanzándose a la muerte desde una ventana, y el cuerpo de su hermano rodeado por el fuego en la habitación donde ella tantas veces lo visitó de pequeña… Nicolai, «tonto» le llamó. Nunca se lo podría perdonar. Le pareció que justo ayer todo iba bien y la vida era normal.
Llevaba la cabeza cubierta con un viejo chal y le dolían los oídos a causa del frío. Pensó en Olga y Tatiana que sufrían dolor de oídos a causa del sarampión. Hacía pocos días, sus únicas tragedias eran la fiebre, el dolor de oído y el sarampión. Estaba tan trastornada que apenas podía pensar. Apretó con fuerza la mano de su abuela y se preguntó en silencio qué encontrarían en Tsarskoe Selo. La aldea apareció ante sus ojos por la tarde y Fiodor la rodeó con cuidado. Los soldados le ordenaron detenerse un par de veces y estuvo tentado de seguir adelante sin obedecer, pero el instinto le dijo que podrían dispararles y entonces se detuvo cautelosamente. Explicó que conducía a una anciana enferma y a la idiota de su nieta. Ambas mujeres miraron a los soldados con rostro inocente como si no tuvieran nada que ocultar, y la anciana se alegró de que Fiodor hubiera elegido la troika más vieja de las que poseían, con la pintura medio desprendida pero los patines todavía en buen estado. Llevaban años sin usarla y ya no era bonita. Solo los hermosos caballos sugerían que eran gente acomodada. El segundo grupo de soldados les arrebató entre risas dos de los mejores caballos negros de Konstantin. Llegaron a las puertas de Tsarskoe Selo con solo un caballo que piafaba nerviosamente mientras tiraba de la vieja troika. La Guardia Cosaca no se veía por ninguna parte. No había guardias en ningún sitio, solo unos cuantos soldados de aire intranquilo.
– Identificaos -gritó ásperamente un hombre.
Zoya se echó a temblar en tanto Fiodor daba explicaciones y Eugenia se levantaba del asiento. Iba vestida sencillamente y, como Zoya, solo llevaba un viejo chal de lana en la cabeza, pero, aun así, miró al hombre con aire autoritario mientras empujaba a Zoya a su espalda.
– Eugenia Petrovna Ossupov. Soy una anciana prima del zar. ¿Queréis disparar contra mí?
Habían matado a su nieto y a su hijo y no le importaba que también la mataran a ella. Sin embargo, estaba dispuesta a matarles si tocaban a Zoya. Esta no lo sabía, pero su abuela ocultaba en la manga una pequeña pistola con incrustaciones de perlas y estaba dispuesta y preparada para utilizarla.
– Ya no hay zar -dijo el hombre con fiereza.
El brazal rojo pareció de repente más siniestro que antes y el corazón de Eugenia empezó a latir con fuerza mientras Zoya se llenaba de espanto. ¿Qué había pretendido decir? ¿Qué lo habían matado? Eran las cuatro de la tarde y todo su mundo se había desmoronado. Pero a Nicolás, ¿lo habrían matado también? Como a Konstantin y a Nicolai…
– Debo ver a mi prima Alejandra -dijo Eugenia, mirando al soldado con aire desafiante-. Y a sus hijos.
¿O acaso los habían matado también a ellos? Con el corazón desbocado, Zoya permaneció sentada detrás de su abuela mientras Fiodor contemplaba la escena en tenso silencio. Hubo una interminable pausa, en cuyo transcurso el soldado las estudió detenidamente. Después dio un paso atrás y gritó por encima del hombro de sus compañeros:
– Que pasen. Pero recuérdalo, vieja -añadió, mirando a Eugenia-. Ya no hay zar. Abdicó hace una hora en Pskov. Estamos en una nueva Rusia. -Se apartó a un lado y Fiodor puso en marcha la troika. Pasó junto a él confiando en cortarle los dedos de los pies. Una nueva Rusia…, el final de la antigua vida…, todo lo viejo y lo nuevo mezclándose en aterradora confusión. Sentada al lado de su nieta, Eugenia estaba muy pálida. Zoya le habló en susurros mientras pasaban por delante de la iglesia Fedorovsky, incapaz de creer lo que acababa de escuchar. El tío Nicolás no hubiera hecho semejante cosa…
– Abuela, ¿tú crees que eso es verdad?
– Tal vez. Alix nos dirá lo que ha ocurrido.
Pero la entrada principal del palacio de Alejandro estaba extrañamente silenciosa. No había guardias ni protección alguna. Cuando Fiodor llamó fuertemente con los nudillos a la pesada puerta, dos nerviosas criadas la abrieron presurosas y franquearon la entrada. Las salas estaban aterradoramente vacías.
– ¿Dónde están todos? -preguntó la condesa.
Una de las criadas les indicó la puerta, que Zoya conocía tan bien, que conducía a los apartamentos privados del piso de arriba. La mujer se secó las lágrimas de sus mejillas con el delantal y contestó:
– La zarina está arriba con sus hijos.
– ¿Y el zar?
Los ojos de Eugenia arrojaron fuego verde contra la mujer que lloraba con desconsuelo.
– ¿No me has oído?
No, Dios mío, rezó Zoya en silencio…
– Dicen que ha abdicado en favor de su hermano. Los soldados nos lo comunicaron hace una hora. Su Alteza no se lo cree.
– Pero, entonces, ¿está vivo?
Eugenia sintió que el alivio le vivificaba todo el cuerpo.
– Creemos que sí.
– Gracias a Dios. -Recogiéndose las faldas, la condesa miró a Zoya-. Dile a Fiodor que lo entre todo.
No quería que los soldados tocaran la ropa que ocultaba las joyas. Cuando Zoya regresó momentos más tarde acompañada de Fiodor, su abuela ordenó a la criada que las condujera ante la zarina.
– Conozco el camino, abuela. Yo te llevaré.
Zoya cruzó despacio las salas que conocía tan bien y que hacía apenas unos días había recorrido con su amiga.
El palacio de Alejandro estaba espectralmente silencioso. La muchacha acompañó a su abuela al piso de arriba y llamó suavemente a la puerta del dormitorio de María, pero no había nadie dentro. María se había trasladado a uno de los salones de su madre para que esta pudiera atenderla junto a Ana Vyrubova y sus hermanas. Avanzaron por el pasillo, llamando a las distintas puertas, hasta que por fin oyeron voces. Zoya aguardó hasta que alguien las invitó a entrar y entonces abrió lentamente la puerta. Allí estaba Alejandra, más alta y delgada que nunca, ofreciendo una taza de té a sus dos hijas menores. Anastasia rompió en lágrimas cuando miró hacia la puerta, y María se incorporó en la cama y se echó a llorar al ver a Zoya.
Sin poder hablar a causa de la emoción, Zoya cruzó corriendo la estancia y se arrojó en brazos de su amiga mientras Eugenia abrazaba a su agotada prima.
– Dios mío, prima Eugenia, ¿cómo pudiste llegar hasta aquí? ¿Cómo estás?
Hasta la anciana condesa se emocionó al abrazar a la alta y elegante mujer que tan cansada parecía. Sus pálidos ojos grises rebosaban tristeza.
– Hemos venido para ayudarte, Alix. Ya no podíamos quedarnos más tiempo en San Petersburgo. Incendiaron la casa esta mañana cuando nos fuimos. Hemos venido sin pérdida de tiempo.
– No puedo creerlo… -Alejandra se hundió lentamente en un sillón-. ¿Y Konstantin?
La anciana condesa palideció intensamente y el corazón le latió con fuerza bajo el grueso vestido. De repente, sintió todo el peso de lo que había perdido y temió desmayarse a los pies de su prima, pero enseguida se sobrepuso para no aumentar los sufrimientos de la zarina.
– Ha muerto, Alix… -La voz se le quebró, pero no lloró-. Y Nicolai también…, el domingo… Natalia murió en el incendio de la casa. -No explicó que su nuera había enloquecido antes de arrojarse envuelta en llamas por la ventana-. ¿Es cierto… lo de Nicolás? -No hubiera querido preguntarlo, pero tenía que hacerlo. Necesitaban saberlo. Todo era tan difícil de entender.
– ¿Te refieres a la abdicación? No puede ser. Lo dicen para atemorizarnos…, pero hoy no he recibido noticias de Nicolás. -La zarina contempló a sus dos hijas que abrazaban a Zoya entre lágrimas. Zoya acababa de comunicarles la muerte de Nicolai y lloraba en brazos de María. A pesar de su enfermedad, esta trataba de consolarla-. Todos nuestros soldados han desertado…, incluso… -La zarina apenas podía pronunciar las palabras-. Incluso Deverenko ha abandonado al niño. -Era uno de los dos soldados que estaban con el zarevich desde su nacimiento. Había abandonado el palacio aquella mañana sin pronunciar palabra y sin volver la cabeza atrás. El otro, Nagorny, juró permanecer junto a Alexis hasta la muerte, y en aquellos momentos se encontraba con él y el doctor Fedorov en la habitación contigua. El doctor Botkin había ido a buscar más medicinas para las niñas junto con Gibbes, uno de los dos profesores-. No puedo comprenderlo…, nuestros marineros. No puedo creerlo. Si por lo menos Nicolás estuviera aquí…
– Ya vendrá, Alix. Conservemos la calma. ¿Cómo están tus hijos?
– Todos enfermos… No pude decírselo al principio, pero ahora ya lo saben…, no podía ocultarles por más tiempo la verdad. -La zarina suspiró y añadió-: El conde Benckendorff está aquí y ha prometido protegernos. Ayer por la mañana llegó la baronesa Buxhoeveden. ¿Te quedarás también, Eugenia Petrovna?
– Si me lo permites. No podemos regresar a San Petersburgo ahora…
No añadió «y tal vez nunca». Seguro que el mundo recuperaría la normalidad. Sin duda, Nicolás regresaría. La noticia de su abdicación debía de ser un embuste propalado por los revolucionarios y los traidores para asustarlos y mantenerlos bajo control.
– Si quieres, puedes dormir en la habitación de Mashka. Y Zoya…
– Dormiremos juntas. Y ahora, ¿qué puedo hacer para ayudarte, Alix? ¿Dónde están los demás?
La zarina sonrió agradecida mientras la anciana prima de su marido se quitaba la capa y se remangaba cuidadosamente los puños de su sencillo vestido.
– Ve a descansar. Zoya acompañará a las niñas mientras yo atiendo a los demás.
– Voy contigo.
La condesa acompañó a la zarina a lo largo de todo el día, preparando té, aplicando compresas a las sienes febriles e incluso ayudando a Alix a cambiar las sábanas del pequeño Alexis mientras Nagorny permanecía fiel a su lado. Como Alix, Eugenia consideraba increíble que Deverenko lo hubiera abandonado.
Era casi medianoche cuando Zoya y la condesa se acostaron en el dormitorio de María y Anastasia. Zoya permaneció despierta varias horas, oyendo roncar suavemente a su abuela. Le parecía imposible que tres semanas atrás hubiera visitado a María en aquella misma habitación y esta le hubiera regalado un frasco de su perfume preferido, ahora perdido junto con todo lo demás. Comprendió que las muchachas no acababan de entender lo que ocurría. Ella tampoco estaba muy segura de entenderlo, a pesar de haberlo presenciado con sus propios ojos en San Petersburgo. Sin embargo, las hijas del zar estaban enfermas y se encontraban muy lejos de los desórdenes callejeros, los disturbios, los asesinatos y los saqueos. La visión de su hogar en llamas permanecía viva en su mente, lo mismo que la imagen de su hermano, muriendo desangrado sobre el suelo de mármol del palacio de Fontanka hacía apenas cuatro días. Zoya se durmió de madrugada mientras fuera arreciaba una fuerte tormenta de nieve. Se preguntó cuándo regresaría el zar a casa y si la vida recuperaría alguna vez la normalidad.
A las cinco en punto de la tarde, aquella posibilidad se le antojó más lejana que nunca. El gran duque Pablo, el tío de Nicolás, se trasladó a Tsarskoe Selo para comunicarle la noticia a Alejandra. Nicolás había abdicado la víspera y cedido el poder a su hermano el gran duque Miguel, el cual no lo esperaba y no estaba preparado para acceder al trono. Solo Alix y el doctor Fedorov comprendieron la razón de que Nicolás no hubiera abdicado en favor de su hijo, sino de su hermano. El alcance de la enfermedad de Alexis era un secreto muy bien guardado. De inmediato se formó un gobierno provisional. Alejandra recibió la noticia en silencio, al tiempo que anhelaba poder hablar con su marido.
El propio Nicolás llegó al cuartel general de Mogilev a la mañana siguiente para despedirse de sus soldados y, desde allí, finalmente pudo llamar a su esposa. La llamada se produjo cuando Alejandra estaba ayudando al doctor Botkin a atender a Anastasia. La zarina fue corriendo hasta el teléfono, rezando para que su marido le dijera que nada de lo que le habían dicho era verdad, pero, al oír su voz, comprendió inmediatamente que sí lo era. Su vida, sus sueños y su dinastía se habían derrumbado. Nicolás prometió regresar cuanto antes y, como siempre, preguntó cariñosamente por sus hijos. El domingo por la noche, el general Kornilov llegó desde San Petersburgo para preguntar si Alejandra necesitaba algo, comida o medicamentos. Alejandra solo pensaba en los soldados heridos y le suplicó al general que procurara por todos los medios suministrar víveres y medicinas a los hospitales. Después de cuidarlos durante tanto tiempo, no podía olvidarlos ahora, aunque ya no fueran «sus» soldados. El general aseguró que así lo haría, pero algo en su visita sugirió a Alejandra que lo peor aún no había ocurrido. Aquella noche, la zarina rogó a Nagorny que no se apartara del niño en ningún momento y ella permaneció con sus hijas hasta bien entrada la noche. Ya pasaba la medianoche cuando regresó a su dormitorio. Al poco, la anciana condesa llamó con los nudillos a la puerta y le sirvió una taza de té. Eugenia vio lágrimas en los ojos de su joven prima y le dio unas cariñosas palmadas en el hombro.
– ¿Hay algo que pueda hacer por ti, Alix?
Alejandra sacudió la cabeza, todavía orgullosa y serena, dándole las gracias con la mirada.
– Ojalá estuviera él en casa. De repente…, temo por mis hijos.
Eugenia también tenía miedo, pero no quiso confesarlo a su prima.
– Todos estamos contigo. -Pero los «todos» eran muy pocos, un simple puñado de ancianas y leales amigos que podían contarse con los dedos de una mano. Todo el mundo los había abandonado y el golpe resultaba casi insoportable. Sin embargo, en aquellos momentos la zarina no podía derrumbarse. Debía conservar la fuerza por su marido-. Ahora tienes que descansar un poco, Alix.
En su famoso dormitorio malva, Alejandra miró nerviosa a su alrededor y luego observó tristemente a la condesa.
– Tengo ciertas cosas que hacer… debo… -Casi no se atrevía a decirlo-. Esta noche quiero quemar mis diarios… y también mis cartas. Quién sabe si de alguna manera podrían utilizarlas contra él.
– No lo creo… -Sin embargo, pensándolo mejor, Eugenia estaba de acuerdo con Alejandra-. ¿Quieres que me quede contigo?
No quería ser indiscreta, pero le pareció que la zarina estaba destrozada por la pena.
– Preferiría estar sola, si no te importa.
– Lo comprendo.
Eugenia se retiró y dejó a Alejandra con su ingrata tarea. La zarina permaneció sentada junto al fuego hasta la madrugada, leyendo cartas y diarios y quemando incluso las cartas de su abuela, la reina Victoria. Lo quemó todo, menos su correspondencia con el amado Nicolás. Sufrió durante dos días por esta causa, hasta que el miércoles regresó el general Kornilov y pidió hablar a solas con ella. Alejandra lo recibió en uno de los salones que solía utilizar Nicolás. Allí permaneció de pie, arrogantemente inmóvil, tratando de ocultar su sobresalto mientras escuchaba las palabras del militar. Se encontraba bajo arresto domiciliario, junto con su familia y sus criados. No podía creerlo, pero era inevitable. Había llegado el final y todos tendrían que afrontarlo. El general le explicó cuidadosamente que quien deseara quedarse podría hacerlo, pero, en caso de marcharse, no sería autorizado a regresar a Tsarskoe Selo. Alejandra tuvo que hacer acopio de todo su valor para no desmayarse.
– ¿Y mi marido, general?
– Creemos que llegará aquí mañana por la mañana.
– ¿Piensan ustedes encarcelarlo?
La pregunta la ponía físicamente enferma, pero tenía que saberlo. Tenía que saberlo todo, qué podían esperar y con qué tendrían que enfrentarse. Después de lo ocurrido en los días pasados, pensó que debería de estar contenta de que no los hubieran matado, pero en las circunstancias en que se encontraba le fue imposible.
– Vuestro marido permanecerá bajo arresto domiciliario aquí en Tsarskoe Selo.
– ¿Y después?
Al preguntarlo palideció mortalmente, pero la respuesta no fue tan aterradora como temía. Solo podía pensar en su marido y sus hijos, en su seguridad y sus vidas. Gustosamente se hubiera sacrificado por ellos. Hubiera hecho cualquier cosa, pensó mientras el general la admiraba en silencio.
– El gobierno provisional desea escoltaros a vos, a vuestro marido y a vuestros hijos hasta Murmansk. Desde allí, podréis abandonar el país. Os enviaremos por barco a Inglaterra, junto al rey Jorge.
– Comprendo. Y eso ¿cuándo será? -preguntó la zarina, con el rostro más frío que el mármol.
– En cuanto pueda arreglarse, señora.
– Muy bien. Esperaré el regreso de mi marido para decírselo a mis hijos.
– ¿Y los demás?
– Hoy mismo les diré que son libres de marcharse si lo desean, pero que nunca podrán regresar. ¿Es así, general?
– Exactamente.
– ¿No les causarán ustedes ningún daño cuando se marchen y tampoco a nuestra familia y nuestros leales amigos, aunque ahora sean tan pocos?
– Os doy mi palabra, señora.
La palabra de un traidor, hubiera querido escupirle Alejandra a la cara, pero se mantuvo altiva y serena mientras el militar se retiraba. Aquella tarde comunicó a todos que eran libres de marcharse y los instó a hacerlo si así lo deseaban.
– No podemos esperar que os quedéis aquí en contra de vuestra voluntad. Nosotros saldremos hacia Inglaterra dentro de unas semanas y podría ser más seguro para vosotros que os marcharais ahora…
Mejor incluso antes de que regresara Nicolás. Alejandra no acababa de creerse que los pusieran bajo arresto domiciliario para protegerlos.
Sin embargo, los demás se negaron a irse. Al día siguiente, en una gélida mañana nublada, Nicolás regresó finalmente a casa, pálido y muy fatigado. Entró en el vestíbulo principal del palacio y permaneció largo rato de pie sin decir nada. Los criados avisaron a la zarina y esta bajó a recibirlo. Lo miró desde el otro extremo del interminable vestíbulo con los ojos llenos de palabras que no podía pronunciar y el corazón rebosante de compasión por quien tanto amaba. Nicolás se acercó en silencio y la estrechó con fuerza entre sus brazos. No les quedaba nada por decirse cuando subieron lentamente al piso de arriba para reunirse con sus hijos.
Los días posteriores al regreso de Nicolás fueron de temor y silenciosa tensión, aunque también de alivio debido a que el zar se encontraba sano y salvo en casa. Lo había perdido todo, pero por lo menos no lo habían matado. Nicolás se pasaba largas horas junto al zarevich mientras Alejandra atendía a sus hijas. María había contraído pulmonía a causa del sarampión. Padecía una persistente tos que la atormentaba sin cesar y la fiebre no cedía. Zoya permanecía constantemente a su lado.
– Mashka, bebe un poquito…, hazlo por mí…
– Es que no puedo, la garganta me duele mucho.
Apenas podía hablar y cuando la tocó, Zoya notó la piel ardiente y seca. De vez en cuando le humedecía la frente con agua de lilas y le comentaba en voz baja los partidos de tenis del verano anterior en Livadia.
– ¿Recuerdas aquella fotografía tan tonta que nos tomó tu padre a todos colgados boca abajo? La tengo aquí, Mashka… ¿quieres verla?
– Luego…, los ojos me duelen mucho, Zoya…, me encuentro muy mal.
– Chis…, procura dormir. Cuando despiertes te enseñaré la fotografía.
Trajo incluso a la pequeña Sava para que la animara, pero María no sentía el menor interés por nada. Zoya esperaba que se repusiera lo bastante como para poder viajar hasta Murmansk y luego embarcar rumbo a Inglaterra. Faltaban tres semanas para la partida y Nicolás decía que para entonces todos tendrían que estar recuperados. Dijo que aquella sería su última orden como zar, y todos lloraron al oír sus palabras. Nicolás intentaba alegrarlos por todos los medios, pero tanto él como Alix estaban cada día más agotados. Tres días después, Zoya lo vio en el pasillo de acceso al dormitorio malva con el rostro mortalmente pálido. Una hora más tarde averiguó por qué. Su primo inglés se negaba a recibirlo por razones todavía sin aclarar. Por consiguiente, la familia imperial no viajaría a Inglaterra. Inicialmente, Nicolás había pedido a Zoya y a la condesa que los acompañaran, pero ahora nadie sabía qué ocurriría.
– ¿Qué pasará, abuela? -le preguntó Zoya aquella noche a la condesa.
¿Qué pasaría si los mantuvieran allí, en Tsarskoe Selo, y al final los mataran?
– No lo sé, pequeña. Ya nos lo dirá Nicolás cuando esté decidido. Probablemente irán a Livadia.
– ¿Crees que nos matarán?
– No seas tonta.
Sin embargo, Eugenia temía lo mismo aunque en aquellos momentos las respuestas no resultaban fáciles. Incluso los ingleses le habían fallado a Nicolás. No había ningún lugar seguro adonde ir. El viaje a Livadia hubiera sido muy peligroso. Se encontraban atrapados en Tsarskoe Selo. No obstante, Nicolás parecía muy tranquilo y los instaba a no preocuparse, cosa evidentemente imposible.
A la mañana siguiente, cuando salió de puntillas de la habitación y miró por la ventana, Zoya vio a Nicolás y a su abuela paseando lentamente por el jardín cubierto de nieve. Nadie más los acompañaba. Mientras los miraba -él con sus orgullosos hombros erguidos y ella con su capa negra recortada contra la blancura de la nieve-, Zoya creyó ver llorar a su abuela. El zar la abrazó cariñosamente y después ambos doblaron la esquina del palacio.
Zoya regresó a su habitación y al poco entró su abuela con expresión abatida. Se sentó despacio en una silla. Miró a su encantadora nieta, y pensó que apenas unas semanas antes parecía una niña. Ahora de repente se había convertido en una mujer adulta. Estaba más delgada y más frágil, pero su abuela sabía que los horrores de las semanas transcurridas contribuirían a fortalecerla. Todos tendrían que ser fuertes.
– Zoya…
No sabía cómo decírselo, pero Nicolás tenía razón. Además, lo más importante era la seguridad de la joven. Zoya tenía una larga vida por delante y ella gustosamente hubiera dado la suya para protegerla.
– ¿Ocurre algo, abuela?
A la luz de lo sucedido en las dos semanas anteriores, la pregunta parecía ridícula, pero Zoya intuyó la inminencia de un nuevo desastre.
– Acabo de hablar con Nicolás, Zoya Nicolaevich…, quiere que nos vayamos ahora…, mientras podamos hacerlo…
A Zoya se le llenaron los ojos de lágrimas.
– ¿Por qué? -preguntó, levantándose aterrorizada-. Dijimos que nos quedaríamos aquí con ellos y que pronto se marcharían… Se irán, abuela, ¿verdad que sí?…, se irán, ¿verdad?
La condesa no supo qué contestar, sopesó la verdad y la mentira hasta que, al final, como siempre ganó la verdad.
– No lo sé. Puesto que los ingleses se niegan a aceptarlos, Nicolás teme que las cosas se compliquen. Teme que los mantengan encarcelados aquí mucho tiempo e incluso que los lleven a algún otro sitio. En tal caso, también tendríamos que separarnos… y él ya no puede ofrecernos su protección porque nada tiene. Y yo no puedo salvarte de esos cerdos. Él tiene razón, tenemos que irnos mientras podamos.
La condesa miró tristemente a la niña convertida de súbito en mujer, sin haber previsto su estallido de furia.
– ¡No iré contigo! ¡No pienso ir! ¡No los dejaré!
– ¡Debes hacerlo! Insensata, podrías acabar sola en Siberia… ¡sin ellos! Tenemos que irnos dentro de uno o dos días. Nicolás teme que las cosas empeoren. Los revolucionarios no lo quieren aquí y si los ingleses lo rechazan, ¿quién lo aceptará? ¡La situación es muy grave!
– ¡Pues, entonces, moriré con ellos! ¡No puedes obligarme a ir contigo!
– Puedo hacer lo que quiera y tú harás lo que yo diga, Zoya. Ese es también el deseo de Nicolás. ¡No debes desobedecer sus órdenes!
La condesa estaba casi agotada de tanto discutir, pero sabía que necesitaría toda su fuerza para convencerla.
– No puedo dejar a María aquí, abuela, está muy enferma… y es lo único que me queda…
Zoya rompió a llorar y apoyó la cabeza en los brazos sobre la mesa como una chiquilla. Era la misma mesa junto a la cual se había sentado con María hacía apenas un mes, mientras su prima le trenzaba el cabello y ambas conversaban y reían alegremente. ¿Dónde estaba aquel mundo? ¿Qué les había ocurrido a todos?… Nicolai, su madre y su padre…
– Me tienes a mí, pequeña… -le dijo la condesa, acariciándole suavemente el cabello tal como hiciera María tantas veces-. Debes ser fuerte. Ellos lo esperan de ti. No tienes más remedio, Zoya. Tenemos que hacer lo más conveniente en estos momentos.
– Pero ¿adónde iremos?
– Todavía no lo sé. Nicolás dice que ya lo arreglará. Quizá podamos pasar a Finlandia y desde allí ir a Francia o Suiza.
– Pero allí no conocemos a nadie -exclamó Zoya horrorizada, mirando a Eugenia con los ojos llenos de lágrimas.
– Son cosas que ocurren a veces, querida. Debemos confiar en Dios y marcharnos cuando Nicolás lo disponga.
– Abuela, no puedo…
Sin embargo, la condesa fue inflexible. Era una mujer más fuerte que el acero y tan firme como una roca. Zoya no podía competir con ella, por lo menos todavía no, y ambas lo sabían.
– Puedes y lo harás, y no debes decirles nada a los niños. Bastantes preocupaciones tienen ya. No debemos agobiarlos con las nuestras. No sería justo.
– ¿Qué le diré a Mashka?
La condesa miró con lágrimas en los ojos a la muchacha a quien tanto amaba. Al final, recordando a los seres que habían perdido y pensando en los que muy pronto iban a perder, habló en un susurro:
– Dile simplemente que la quieres mucho.
Zoya entró de puntillas en la habitación donde dormía María y la contempló largo rato en silencio. Lamentó tener que despertarla, pero no podía marcharse sin despedirse. Nicolás lo había organizado todo y su abuela aguardaba abajo. Seguirían la larga ruta escandinava a través de Finlandia y Suecia, y desde allí irían a Dinamarca. El zar facilitó a Eugenia los nombres de unos amigos de su tía danesa y Fiodor las acompañaría para protegerlas. Todo estaba decidido. A Zoya le quedaba tan solo despedirse por última vez de su amiga. La vio agitarse febrilmente bajo las sábanas hasta que, al final, María abrió los ojos y la contempló sonriente mientras ella pugnaba por reprimir las lágrimas.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Zoya en voz baja. Anastasia dormía en la habitación contigua con sus otras dos hermanas y, poco a poco, las tres iban mejorando. Solo María seguía muy enferma, pero Zoya trató de no pensar en eso ahora. No podía pensar en nada, no podía mirar hacia atrás ni hacia delante porque no le quedaba esperanza. Tan solo disponía de aquel último momento con su amiga del alma.
– Mashka… -dijo, extendiendo la mano para acariciarle la mejilla.
María trató de incorporarse y miró extrañada a su amiga.
– ¿Ocurre algo?
– No…, es que… vuelvo a San Petersburgo con la abuela.
Había prometido a Alejandra no decirle la verdad a María. En aquellos momentos hubiera sido demasiado para ella. Aun así, María la miró, preocupada. Siempre tuvo un sexto sentido para adivinar los sentimientos de su prima. Tomó la mano de Zoya y la estrechó fuertemente con la suya.
– ¿El camino es seguro?
– Pues claro -mintió Zoya, echando su melena pelirroja hacia atrás-. En caso contrario, tu padre no permitiría que fuéramos.
Dios mío, te lo suplico, no permitas que me eche a llorar…, te lo pido con todo mi corazón, rezó Zoya en silencio, ofreciéndole a María un vaso de agua que esta rechazó sin dejar de mirarla a los ojos.
– Ocurre algo, ¿verdad? Te marchas a algún sitio.
– Solo a casa durante unos días… Pronto volveré. -Zoya se inclinó hacia delante y estrechó a María en sus brazos. Sus ojos se llenaron de lágrimas-. Ahora tienes que ponerte bien. Has estado enferma demasiado tiempo.
Ambas jóvenes permanecieron abrazadas un instante y, cuando se apartó, Zoya sonrió alegremente, sabiendo que estaban esperándola.
– ¿Me escribirás?
– Pues claro. -Zoya se quedó allí de pie, tratando de absorberlo todo, el contacto de la mano de su amiga, la suavidad de las sábanas, la expresión de sus grandes ojos azules-. Te quiero, Mashka -dijo en un leve susurro-, te quiero muchísimo…
– Yo también a ti -contestó María, recostándose en la almohada con un suspiro.
El solo hecho de incorporarse y hablar la agotó y provocó un fuerte acceso de tos.
– Por favor, ponte bien… -dijo Zoya, inclinándose por última vez para besarle la mejilla y acariciarle los suaves bucles.
Después apartó bruscamente el rostro y fue hacia la puerta. Se volvió para saludar silenciosamente con la mano a su prima, pero María ya había cerrado los ojos. Zoya cerró la puerta muy despacio, inclinó la cabeza y lloró en silencio y con el corazón desgarrado por la pena. Ya se había despedido de los demás hacía media hora y quiso ver un momento al pequeño Alexis. Nagorny y Pierre Gilliard estaban con él y el doctor Fedorov, este a punto de marcharse.
– ¿Puedo entrar? -preguntó Zoya, y se enjugó las lágrimas de las mejillas cuando en gesto de silenciosa simpatía el médico apoyó una mano en su brazo.
– Está durmiendo.
Zoya se limitó a asentir con la cabeza. Bajó corriendo por la conocida escalera y se reunió con su abuela, el zar y la zarina, que la aguardaban en el vestíbulo principal. Fiodor ya estaba fuera con dos de los mejores caballos del zar enganchados a la vieja troika en la que habían efectuado el viaje de ida. Era una situación insoportable y la joven apenas podía resistir la angustia. Hubiera deseado que todo se detuviera, retrasar el reloj, subir de nuevo junto a su amiga. Tenía la impresión de que abandonaba a todos y, sin embargo, eran ellos quienes la obligaban a marcharse en contra de su voluntad.
– ¿Cómo está? -le preguntó preocupada Alejandra, confiando en que María no hubiera adivinado la verdad.
– Le dije que regresábamos a San Petersburgo.
Zoya rompió a llorar sin poderse contener y su abuela trató de reprimir sus propias lágrimas. Nicolás besó a ambas en la mejilla y tomó sus manos en las suyas, con ojos muy tristes pero con una valerosa sonrisa en los labios. Aunque Eugenia lo había oído sollozar en los aposentos de Alejandra la noche de su regreso, el zar ocultaba su dolor al resto de la familia y constantemente animaba a todos, mostrándose siempre cariñoso y tranquilo, tal como en aquellos momentos al despedirse de la condesa con un beso.
– Buen viaje, Eugenia Petrovna. Esperamos volver a veros muy pronto.
– Rezaremos por vosotros a todas horas, Nicolás -contestó la anciana, y le besó suavemente la mejilla-. Que Dios os bendiga a todos. -Después se dirigió a Alejandra mientras Zoya lloraba a su lado-: Cuídate mucho y no te canses demasiado, querida. Espero que los niños se repongan muy pronto.
– Escríbenos -le dijo Alejandra con tristeza, tal como le dijera María a Zoya unos momentos antes-. Esperaremos con ansia vuestras noticias. -La zarina miró a Zoya. La conocía desde que nació, porque ella y Natalia dieron a luz con pocos días de diferencia y ambas niñas habían sido muy amigas a lo largo de sus dieciocho años-. Sé buena, obedece a tu abuela y cuídate mucho.
Acto seguido, la zarina abrazó a la joven y por un instante le pareció que perdía a una hija.
– Te quiero, tía Alix… Os quiero mucho a todos… No quiero irme… -contestó Zoya entre sollozos mientras se volvía hacia Nicolás y este la abrazaba tal como hubiera hecho su propio padre de haber estado vivo.
– Nosotros también te queremos y siempre te querremos. Algún día volveremos a reunirnos. Tenlo por seguro. Que Dios os guarde hasta entonces, pequeña. Ahora debes irte -añadió el zar, y la apartó con una leve sonrisa.
Después la acompañó solemnemente fuera. Por su parte, Alejandra tomó del brazo a la condesa y entre ambos las ayudaron a subir a la troika. Los últimos servidores también salieron a despedirse con lágrimas en los ojos. Conocían a Zoya desde pequeña y ahora ella los dejaba, como otros también harían muy pronto. Era terrible pensar que tal vez jamás podrían volver, se dijo Zoya mientras Fiodor levantaba lentamente la fusta y tocaba por primera vez los caballos del zar. La troika se puso en movimiento y, en medio de la grisácea atmósfera, se alejó súbitamente de Nicolás y Alejandra, que permanecieron de pie y agitando las manos. Zoya abrazó a la pequeña Sava y se volvió a mirarlos. El animalillo emitió un repentino gañido como si supiera que abandonaba aquella casa para no regresar jamás. Zoya hundió el rostro en los brazos de su abuela. No podía soportar por más tiempo ver a sus primos despidiéndolas valientemente, a la entrada del palacio de Alejandro que ella nunca volvería a ver. De pronto, Tsarskoe Selo desapareció en una distante bruma de nieve y Zoya sollozó, pensando en Mashka, su mejor y única amiga, en su hermano, en sus padres…, todos perdidos para siempre. Lloró abrazada a su abuela, que permanecía estoicamente sentada en la troika con los ojos cerrados y las mejillas bañadas en lágrimas, recordando la vida que dejaba atrás y el mundo que tanto amaban y ahora se desvanecería como la nieve. Los caballos de Nicolás, fustigados por Fiodor, las llevaban lejos de casa y de las personas y cosas que habían conocido y amado.
– Adieu, chers amis… -musitó con gran aflicción Eugenia bajo la nieve.
Adiós, queridísimos amigos. Ahora solo se tenían la una a la otra, una anciana y una joven, huyendo de un mundo perdido y de los seres que en él amaron. Nicolás y su familia ya eran historia. Jamás los olvidarían, siempre los amarían, pero ya nunca volverían a verlos.