NUEVA YORK

29

Zoya permaneció de pie en cubierta, contemplando maravillada cómo el Paris fondeaba en el muelle de la French Line, en la desembocadura del río Hudson. Llevaba un vestido negro de Chanel que Clayton le compró antes de abandonar París. Para entonces, Chanel ya se había trasladado a la rue Cambon y sus diseños eran mucho más originales que los de Poiret, aunque todavía no fuera tan famosa. Zoya llevaba un sombrero a juego y el cabello recogido en un moño. Le pareció que estaba muy elegante cuando compró el modelo, pero ahora, al mirar a su alrededor, de pronto se sintió un poco ridícula. Las mujeres exhibían lujosos vestidos y pieles, y se adornaban con numerosas joyas. Ella, en cambio, solo llevaba la alianza de oro que Clayton le puso en el dedo el día de la boda.

Por ninguna parte había champán, a diferencia de lo ocurrido cuando el barco se hizo a la mar en Le Havre. Los buques franceses tenían que respetar la prohibición de alcohol y no se permitía ningún tipo de licor una vez dentro del límite de las tres millas. Solo podían servirse bebidas alcohólicas en aguas internacionales, a diferencia de los barcos norteamericanos que no podían servirlas en ningún lugar. De ahí la popularidad de los buques franceses y británicos.

Zoya jamás había visto nada semejante a la silueta de los edificios de Nueva York recortados contra el cielo. Lejos quedaban las iglesias, las cúpulas, las agujas, la antigua elegancia de Rusia o el esplendor de París. Esto era moderno, vivo y excitante, pensó Zoya cuando Clayton la acompañó a su Hispano-Suiza y el chófer se hizo cargo de los baúles en la aduana.

– Bueno, pequeña, ¿qué te parece todo esto? -preguntó Clayton mientras se dirigían a la mansión de la Quinta Avenida que antes compartiera con su primera mujer. Se trataba de un pequeño y elegante edificio, decorado por Elsie de Wolfe, que también había realizado la decoración de las residencias de los Astor y los Vanderbilt en Nueva York, así como la de otras muchas casas en Boston.

– ¡Esto es maravilloso, Clayton!

Qué lejos estaba todo aquello de los caminos cubiertos de nieve que recorría en troika cuando se dirigía a Tsarskoe Selo. Por las calles había caballos y coches, mujeres con abrigos de vistosos colores ribeteados de piel y hombres que a su lado caminaban presurosos. Todo el mundo parecía feliz, pensó Zoya cuando descendió del automóvil y contempló la mansión de ladrillo. Era más pequeña que el palacio de Fontanka, pero, en comparación con las restantes casas de Nueva York, parecía enorme. Al entrar en el vestíbulo de mármol, dos doncellas con uniformes grises, delantal y cofia se acercaron y tomaron su abrigo. Ella sonrió tímidamente.

– Les presento a la señora Andrews-anunció Clayton cuando entró la anciana cocinera, seguida de dos doncellas procedentes de la cocina.

El mayordomo era británico y parecía muy circunspecto. La casa estaba llena de los objetos preferidos de la decoradora De Wolfe: muebles antiguos franceses mezclados con lo que ella solía llamar «estilo moderno». Clayton ya le había dicho a Zoya que podría cambiar lo que quisiera. Sin embargo, a Zoya todo le gustaba, incluso los amplios ventanales que daban al jardín cubierto de nieve. Zoya batió palmas como una chiquilla mientras él se reía y la acompañaba al dormitorio del piso de arriba. Del techo colgaba una preciosa araña, las colchas y las cortinas eran de raso color rosa, y el cuarto de vestir también tenía las paredes revestidas de raso y unos armarios que a Zoya le recordaron los de su madre. La joven rió al ver los vestidos que la doncella había colgado en ellos tras deshacer su equipaje aquella tarde.

– Me temo que los criados sufrirán una decepción -dijo riendo en el cuarto de vestir poco antes de la cena. Acababa de tomar un baño en la suntuosa bañera de mármol. Atrás quedaban los horrores de la minúscula bañera del cuartito al fondo del rellano en el apartamento de las inmediaciones del Palais Royal. Nunca más tendría que compartir el cuarto de baño con los vecinos. Aquello era como un sueño, pensó, y miró al hombre que la había rescatado de las zozobras de su vida en París. Nunca imaginó que fuera tan rico ni tan importante en la sociedad de Nueva York. Viéndolo de uniforme y con modales tan sencillos, nunca lo hubiera sospechado-. ¿Por qué no me hablaste de todo esto?

– De nada hubiera servido, de todos modos.

Clayton sabía que Zoya no lo amaba por su riqueza, lo cual era un consuelo. Se alegraba de no tener que sufrir el acoso de las hijas de las amigas de su difunta madre, recientemente divorciadas o viudas, a la caza de un próspero marido de buena familia, cosa que él era sin la menor duda. Sin embargo, lo más importante para Zoya era su cariño y su benevolencia.

– A mí me avergonzaba hablarte de nuestra vida en San Petersburgo…, temía que te pareciera excesiva.

– Y así era, en efecto -dijo Clayton riendo-, pero también encantadora…, casi tanto como mi preciosa novia.

Clayton la vio ponerse su nuevo juego de ropa interior de raso y decidió quitárselo inmediatamente.

– ¡Clayton! -exclamó Zoya, pero no protestó cuando él la llevó de nuevo a la cama.

Todas las noches se presentaban con retraso a la cena y Zoya se avergonzaba ante la visible desaprobación del mayordomo.

Los criados no eran muy amables con ella y siempre oía murmullos cuando recorría la casa. La servían a regañadientes y, siempre que podían, hacían comentarios sobre la anterior señora. Al parecer, la ex mujer de Andrews era la suma de todas las perfecciones. Una criada tuvo incluso la osadía de dejar en su cuarto de vestir un ejemplar de la revista Vogue, abierto por las páginas en las que el famoso Cecil Beaton elogiaba su más reciente vestido de noche y la fiesta que ella ofreció a sus amigos en Virginia.

– Era encantadora, ¿verdad? -preguntó Zoya una noche, sentada con Clayton frente al fuego de la chimenea de su dormitorio.

Allí la chimenea no era una necesidad sino un simple elemento decorativo. Más de una vez la joven se entristecía al pensar en Vladimir, pasando frío en su casa, y en sus restantes amigos que padecían hambre en París. Se sentía culpable por todas las comodidades que Clayton le ofrecía.

– ¿Quién era encantadora? -preguntó él sin comprender.

– Tu ex mujer.

Se llamaba Margaret.

– Cuando quería era muy elegante. Pero también lo eres tú, mi pequeña Zoya. Aún no hemos ido de compras como es debido.

– Me mimas demasiado.

Zoya sonrió tímidamente y se ruborizó. Él la estrechó en sus brazos.

– Te mereces mucho más de lo que yo pueda darte. -Clayton quería compensarla de todos sus sufrimientos en París. El huevo imperial presidía la repisa de la chimenea del dormitorio junto con unas fotografías de los padres de Clayton en relucientes marcos de plata y tres exquisitas esculturas de oro, pertenecientes a su madre-. ¿Eres feliz, pequeña?

– ¿Cómo no iba a serlo? -contestó Zoya y lo miró con expresión radiante.

Clayton la presentó a sus amigos y la llevó a todas partes, pero ambos se percataron muy pronto de la oscura envidia de las mujeres. Zoya era joven y bella, y estaba preciosa con los lujosos vestidos que él le compraba.

– ¿Por qué me tienen tanta antipatía?

Zoya sufría en secreto cuando las mujeres interrumpían sus conversaciones al verla y procuraban dejarla de lado.

– No es antipatía, sino envidia.

Clayton estaba en lo cierto. Sin embargo, a finales de mayo, se enfureció ante los rumores que circulaban por la ciudad: alguien hizo correr la voz de que Clayton Andrews se había casado con una vulgar bailarina de París. Se habló del Folies Bergère y un borracho de su club se atrevió incluso a preguntarle si Zoya bailaba el cancán. Tuvo que hacer un esfuerzo para no partirle la cara de un puñetazo.

Durante una fiesta, una mujer le preguntó a otra si era cierto que Zoya se dedicaba a la prostitución en París.

– Seguramente, sí. ¡Fíjate cómo baila!

Clayton le había enseñado a bailar el foxtrot y, en aquellos momentos, evolucionaba con ella en la pista, visiblemente enamorado de la joven esposa que suscitaba tantas envidias. Zoya tenía una cintura que podía rodearse con ambas manos, unas piernas torneadas y un rostro de ángel. Cuando se iniciaron los acordes de un vals, Zoya miró con lágrimas en los ojos a Clayton y recordó la noche en que se conocieron y los sufrimientos de antaño. Cerró los ojos y se encontró de nuevo en San Petersburgo, bailando con Konstantin o con el apuesto Nicolai, vestido con el uniforme de gala de la Guardia Preobrajensky, o con el zar Nicolás en el Palacio de Invierno. Recordó el baile de su presentación en sociedad que nunca llegó a celebrarse, pero ya no sintió tanta tristeza. Clayton la había compensado de todos sus sinsabores y ahora podía incluso contemplar las fotografías de su querida Mashka con una sonrisa nostálgica, pero sin lágrimas en los ojos. Siempre conservaría en su corazón el recuerdo de sus amigos y seres queridos.

– Te quiero mucho, pequeña… -susurró Clayton, en junio, mientras bailaban en la fiesta de los Astor. De pronto Zoya se detuvo como si hubiera visto un fantasma y su rostro palideció-. ¿Ocurre algo?

– No es posible…

Zoya sintió que se mareaba. Un alto y apuesto caballero acababa de entrar en el salón del brazo de una bonita mujer ataviada con un vestido de noche azul, adornado con lentejuelas.

– ¿Los conoces? -preguntó Clayton.

Pero Zoya no podía hablar. Era el príncipe Obolensky, o alguien que se le parecía como una gota de agua, y la mujer parecía la gran duquesa Olga, la tía de las hijas del zar que cada domingo llevaba a sus sobrinas a almorzar con su abuela y después se detenía a tomar el té con Zoya en el palacio de Fontanka.

– ¡Zoya! -Clayton temió que se desmayara cuando la mujer lanzó un grito de asombro y se acercó a ellos. Zoya se echó a llorar como una chiquilla y se arrojó a sus brazos-. Pero, cariño, ¿eres tú?…, oh, mi pequeña Zoya… -La encantadora Olga la estrechó en sus brazos y ambas derramaron lágrimas de alegría mezclada con el dulce recuerdo de los seres perdidos. Clayton y el príncipe Obolensky las miraban en silencio-. Pero ¿qué estás haciendo aquí?

Zoya se inclinó en profunda reverencia y se volvió para presentar a su apuesto marido.

– Olga Alexandrovna, permíteme presentarte a Clayton Andrews, mi marido.

Clayton inclinó la cabeza y besó la mano de la gran duquesa.

Más tarde, Zoya le explicó que Olga era la hermana menor del zar.

– ¿Dónde estuviste desde entonces…?

La gran duquesa no pudo terminar la frase. Llevaba sin ver a Zoya desde que ambas abandonaran Tsarskoe Selo.

– Estuve en París con la abuela… Murió al día siguiente de Navidad.

La gran duquesa volvió a abrazarla. Todos los asistentes al baile contemplaban la emotiva escena. La noticia se extendió en cuestión de horas. La nueva esposa de Clayton Andrews era una condesa rusa. Los rumores sobre el Folies Bergère se esfumaron como el viento en cuanto el príncipe Obolensky describió los fabulosos bailes que solían celebrarse en el palacio de Fontanka.

– Su madre era la mujer más encantadora que he conocido en mi vida. Fría como todas las alemanas y un poco estirada, pero increíblemente hermosa. Su padre era un hombre simpatiquísimo. Fue una lástima que lo mataran. Cuántos hombres extraordinarios se perdieron -añadió el príncipe, y a continuación tomó un sorbo de champán.

Durante el resto de la velada, Zoya no se separó ni un momento de Olga. La gran duquesa residía en Londres, pero estaba en Estados Unidos para visitar a unos amigos. Se alojaba en la residencia del príncipe Obolensky y de su esposa, Alice Astor.

La noticia sobre los orígenes de Zoya, su aristocrática familia y sus relaciones de parentesco con el zar corrió por Nueva York como un reguero de pólvora y la convirtió de golpe en la estrella de la alta sociedad neoyorquina. Cecil Beaton daba cuenta de todos sus movimientos y las invitaciones a fiestas se multiplicaban por doquier. Las personas que antes la despreciaban, ahora la colmaban de atenciones.

Elsie de Wolfe se ofreció a cambiar la decoración de la casa y, más tarde, hizo a Zoya una sugerencia extraordinaria. Ella y sus amigos habían comprado unas viejas granjas en el East River y estaban reformándolas a lo largo de una calle llamada Sutton Place. Aún no estaba de moda, pero ella sabía que lo estaría cuando terminaran las reformas.

– ¿Me permite que le haga una para usted y Clayton?

Elsie estaba decorando una de aquellas casas para el agente de bolsa William May Wright y su mujer Cobina. Sin embargo, Zoya se encontraba a gusto en la mansión de ladrillo.

Zoya dio su primera fiesta en honor de la gran duquesa Olga antes de que regresara a Londres. A partir de entonces, se convirtió en la estrella más fulgurante de Nueva York, para gran deleite de su marido. Clayton accedía a todos sus caprichos y había encargado en secreto a Elsie de Wolfe que les decorara una de las casas de Sutton Place. Zoya se quedó boquiabierta cuando vio la lujosa residencia, aunque no fuera tan impresionante como la nueva mansión de los Wright, donde la víspera tuvieron ocasión de conocer al gran actor y bailarín Fred Astaire y a la célebre Tallulah Bankhead. En la casa no había un cuarto de baño con las paredes revestidas de piel de visón, pero se respiraba una atmósfera de comedida elegancia, con suelos de mármol, encantadoras vistas y grandes y ventiladas estancias repletas de tesoros que, a juicio de Elsie, forzosamente complacerían a la joven condesa rusa. La gente se dirigía a ella con aquel tratamiento, pero Zoya insistía siempre en que la llamaran simplemente señora Andrews. La idea de utilizar su título le pareció ridícula, pese a que a muchos norteamericanos les encantaba.

Por aquel entonces había en Nueva York muchos refugiados rusos, recién llegados de París, de Londres e incluso directamente de Rusia. Los relatos de cómo habían huido de la guerra civil entre los ejércitos Rojo y Blanco que pugnaban por controlar el martirizado país eran escalofriantes. A Zoya le hacían mucha gracia ciertos rusos blancos. Entre ellos figuraban muchos aristócratas que conocía, pero otros hacían alarde de títulos que jamás habían ostentado en Rusia. Había príncipes, princesas y condesas por todas partes. Una noche le presentaron incluso a una princesa imperial que resultó ser la sombrerera de su madre, pero ella no lo reveló para no ponerla en un aprieto. Más tarde, la mujer le suplicó que no la descubriera.

Por su parte, muy a menudo Zoya recibía en su casa a los nobles rusos que antaño fueran amigos de sus padres. El pasado había quedado atrás y no podrían resucitarlo por mucho que lo recordaran e intentaran prolongarlo. Ella quería mirar hacia el futuro y formar parte de la sociedad en donde vivía. El día de Navidad, se permitió el lujo de evocar con lágrimas en los ojos los felices tiempos en Rusia, entonando populares himnos al lado de Clayton, mientras sostenía una vela encendida en recuerdo de los seres queridos que perdió. La Navidad fue una fiesta un poco triste, pero Zoya ya llevaba nueve meses en Nueva York y estaba deseando darle una agradable noticia a Clayton.

Al volver de la iglesia y tras hacer el amor en la enorme cama con dosel de su casa en Sutton Place, Zoya decidió darle la sorpresa.

– ¿Cómo? -exclamó Clayton, y temió haberla aturdido-. ¿Por qué no me lo dijiste? -preguntó con inquietud.

– Lo supe hace apenas dos días -contestó Zoya con lágrimas de emoción.

Después rió como si fuera la guardiana del secreto más importante del mundo. Aún no se notaba nada, pero ella lo sabía. Desde que el médico confirmara sus sospechas, creía conocer el auténtico significado de la vida. Deseaba por encima de todo tener un hijo de Clayton, pensó, y lo besó con pasión mientras él la miraba embobado. Aún no había cumplido los veinte años y sería la madre de su hijo.

– ¿Para cuándo será?

– Todavía falta mucho, Clayton. El niño nacerá en agosto.

Clayton se ofreció a mudarse a otra habitación para no perturbar su sueño, pero ella se burló de su inquietud.

– ¡Ni se te ocurra! Como te vayas a otra habitación, ¡me voy contigo!

– Tendría gracia -dijo Clayton, mirándola con expresión burlona.

Hubieran podido elegir entre los muchos dormitorios decorados por Elsie de Wolfe. En primavera, Zoya le pidió que también decorara el cuarto infantil. Elsie utilizó tonos azul celeste, con preciosas pinturas murales y finas cortinas de encaje. Fue una nueva creación de la señora De Wolfe, a quien divertían mucho los Rolls Royce en miniatura de Cobina Wright, pero apreciaba mucho más las sensatas opiniones de Zoya sobre cómo debía ser un cuarto infantil. Zoya demostraba en todo momento la dignidad y el buen gusto con que había sido educada, y añadió unos toques personales a la casa de Sutton Place, cuya elegancia y distinción eran unánimemente alabadas. Habían vendido la casa de ladrillo de la Quinta Avenida y tenían nuevos sirvientes.

El día en que Alexis Romanov, a quien todos llamaban cariñosamente «el niño», hubiera cumplido diecisiete años, nació el primer hijo de Zoya y Clayton. El parto se desarrolló sin contratiempos y la criatura fue un saludable varón de cuatro kilos de peso que lanzó al aire su primer grito mientras su padre paseaba nerviosamente frente a la puerta del dormitorio.

Cuando Clayton entró finalmente en la habitación, Zoya estaba casi dormida con el pequeño querubín en sus brazos. El niño era pelirrojo como su madre y tenía una graciosa cara redonda. Clayton lo contempló emocionado mientras las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas.

– Es precioso, se parece a ti.

– Solo por el cabello -susurró Zoya medio adormilada. El médico le había administrado un sedante y ahora miraba a su marido como en sueños-. Tiene tu misma nariz. -Clayton rió, contemplando aquel minúsculo capullo de rosa en el angelical rostro de su hijo. Zoya lo miró con una muda súplica en los ojos-. ¿Podríamos bautizarlo con el nombre de Nicolás?

– Como tú quieras.

A Clayton le gustaba aquel nombre y, además, sabía cuánto significaba para Zoya. Era el nombre del zar y el de su hermano muerto.

– Nicolás Konstantin… -dijo Zoya en un susurro antes de caer nuevamente dormida. Su marido la contempló en silencio y abandonó la estancia de puntillas, agradeciéndole aquel regalo a la vida. Después de tantos años, acababa de tener un hijo… ¡Un hijo! Nicolás Konstantin Andrews. Sonaba bien, pensó Clayton, y rió mientras bajaba para brindar con champán en solitario.

– ¡Por Nicolás! -dijo en la silenciosa estancia-. ¡Y por Zoya! -añadió con una sonrisa.

30

Los años siguientes volaron como llevados por alas de ángeles, llenos constantemente de gente, emociones y fiestas. Zoya se cortó el cabello a lo chico, para escándalo de su marido, y descubrió los cigarrillos, aunque luego llegó a la conclusión de que eran una tontería. Cecil Beaton siempre escribía sobre ella y sobre las fastuosas fiestas que se celebraban en su casa de veraneo de Long Island.

Vieron las últimas actuaciones de Nijinsky en Londres, y Zoya se llevó un disgusto enorme cuando supo que había enloquecido y lo habían recluido en un manicomio de Viena. Sin embargo, el ballet ya no formaba parte de su vida, aunque a veces asistía a las funciones acompañada por los Vanderbilt y los Astor. Su vida transcurría entre partidos de polo, recepciones, bailes y fiestas. Solo redujo un poco el ritmo en 1924, cuando descubrió que estaba nuevamente embarazada. El príncipe de Gales acababa de visitarlos en su casa de Long Island, tras asistir a un partido de polo. Esta vez Zoya lo pasó muy mal y Clayton esperó que fuera niña. A los cincuenta y dos años ansiaba una hija.

La niña nació en la primavera de 1925, el mismo año en que Josephine Baker causaba furor en París.

Clayton experimentó una emoción indescriptible cuando la vio por vez primera. Era tan pelirroja como su madre y su hermano y enseguida la dio a conocer a sus admiradores. Se ponía a gritar si no obedecían sus órdenes de inmediato y fue la niña de los ojos de su padre en cuanto nació. Alejandra María Andrews fue bautizada con el vestido utilizado en la familia de Clayton desde hacía cuatro generaciones. Se había confeccionado en Francia durante la guerra de 1812. Cuando se lo pusieron, la chiquilla pareció una princesa imperial.

Tenía el cabello del mismo color que el de su madre y había heredado los ojos de Clayton, pero su personalidad era totalmente original. A los dos años ya imponía su voluntad incluso a su hermano. Nicky, como todos lo llamaban, poseía el mismo encanto de Clayton y el buen humor del hermano de Zoya. Era un niño admirado y querido por todos, especialmente por su madre.

En cambio, Sasha, a los cuatro años, ya tenía a su padre en el bolsillo. Hasta la vieja Sava corría a esconderse cuando la niña se enfadaba. La perra tenía doce años y seguía a Zoya por toda la casa, o bien permanecía junto al pequeño Nicky, de quien se había encariñado muchísimo.

– ¡Sasha! -exclamaba Zoya exasperada cuando, al volver a casa, encontraba a la niña luciendo su mejor collar de perlas o empapada con todo un frasco de Lilas, el perfume que seguía utilizando y que Clayton siempre le regalaba-. ¡No debes hacer estas cosas!

La niñera no podía con ella. Era una joven francesa que habían traído de París, cuyas suaves reprimendas no causaban el menor efecto en la pequeña condesa.

– No puede evitarlo, mamá -dijo Nicolás, disculpando a su hermana desde la puerta. Tenía ocho años y era tan guapo como su padre-. Es una niña, y a las niñas les gusta ponerse cosas bonitas.

Zoya lo miró sonriendo. Era tan cariñoso y comprensivo como Clayton. Los quería mucho a todos, pero Alexandra, o Sasha, como la llamaban en casa, muchas veces le hacía perder la paciencia.

Aquella noche pensaban ir al Cotton Club para bailar hasta la madrugada en Harlem. Recientemente habían asistido a una fabulosa fiesta en el lujoso apartamento del magnate Condé Nast, donde coincidieron con el célebre músico Cole Porter y Elsie de Wolfe, la cual estaba empeñada en decorar una casa para Zoya en Palm Beach, pero Zoya, que tenía la piel muy clara, no era amante del sol y se conformaba con pasar una breve temporada allí cada año, en casa de los Whitney.

Aquel año, Zoya compraría su vestuario en Lelong. El modisto estaba casado con la encantadora princesa Natalia, hija del gran duque Pablo de Rusia. Tallulah Bankhead regañaba muchas veces a Zoya por no usar suficiente carmín en los labios.

Estaban de moda los bailes de disfraces, y Clayton lo pasaba muy bien. Tenía cincuenta y siete años y estaba locamente enamorado de su mujer. Aquel año bromeó y le dijo que, ahora que había cumplido los treinta, ya tenía edad para estar casada con él.

Hoover acababa de ser elegido presidente, tras derrotar al gobernador de Nueva York, Al Smith. Calvin Coolidge decidió no presentarse a la reelección. En aquellos momentos, el gobernador de Nueva York era Franklin Roosevelt, un hombre muy interesante, casado con una mujer inteligente aunque no demasiado bonita. Zoya los apreciaba y aceptaba con agrado sus invitaciones. Juntos fueron a ver la obra Caprice. Clayton se aburrió mortalmente, pero Zoya y Eleanor lo pasaron muy bien. Después vieron Street Scene, ganadora del Premio Pulitzer, pero Clayton prefería mucho más el cine. Era gran admirador de los actores Colleen Moore y Clara Bow. A Zoya le encantaba Greta Garbo.

– Lo que ocurre es que te gustan los extranjeros -le decía Clayton en broma.

En realidad, Zoya ya no se sentía extranjera porque, al cabo de diez años, se había integrado por completo en la vida de Nueva York. Le encantaba el teatro, la ópera y el ballet. En enero, llevó a Nicky a ver El caballero de la rosa, pero el niño se escandalizó de que una mujer interpretara el papel de un hombre.

– ¡Pero si es una niña! -exclamó el chiquillo en voz alta y provocó las risas de la gente del palco contiguo. Zoya tomó su mano y le explicó que ello obedecía a las características de las voces-. Es un asco -sentenció Nicky y se reclinó en su asiento.

Clayton sonrió, coincidiendo en secreto con su opinión.

A Nicolás le interesaban mucho más los vuelos de Lindbergh. En junio, Clayton y Zoya asistieron a la boda de Lindbergh con Anne, hija del embajador Morrow, poco antes de irse a veranear a Long Island.

Los niños eran felices allí y a Zoya le gustaba dar largos paseos por la playa, conversando con Clayton o sus amigos, o bien sola, pensando en los veranos de su adolescencia en Livadia, en la región de Crimea.

A veces, recordaba inevitablemente a los suyos. Las figuras del pasado aún estaban vivas en su corazón, pero los recuerdos eran más tenues y, en determinados momentos, tenía que esforzarse para evocar sus rostros. En la repisa de la chimenea de su dormitorio, tenía unas fotografías de María y sus hermanas, en marcos de Fabergé. Le gustaba sobre todo aquella en que todas aparecían boca abajo. El pequeño Nicolás conocía sus nombres y sabía identificar sus rostros. Le gustaba que le contaran cómo eran, lo que hacían y decían y qué travesuras cometían, y le intrigaba muchísimo que él y el zarevich compartieran la misma fecha de cumpleaños. Quería que le hablaran de los «personajes tristes», como él los llamaba…, el personaje del abuelo, que debió de ser muy bueno, y el de Nicolai, cuyo nombre había heredado. Zoya le describía sus discusiones, sus bromas y sus decepciones, y le aseguraba que ella y Nicolai solían discutir casi tanto como él y Sasha. A pesar de que solo contaba cuatro años, la niña era insoportable a juicio de su hermano. Otras personas de la casa compartían esa opinión. Su padre la mimaba mucho más de lo que Zoya hubiera querido, pero ay de quien regañara a la niña en su presencia.

– Es muy pequeña, querida. No la reprendas.

– Clayton, la niña será una majadera cuando tenga doce años si ahora no la ponemos en cintura.

– Eso es para los chicos -le decía Clayton a su mujer, pero tampoco tenía valor para regañar a Nicolás.

Era muy cariñoso con sus hijos y aquel verano jugó mucho con ellos en la playa.

El rey Jorge ya se encontraba de nuevo sano y salvo en Inglaterra. Zoya siempre experimentaba un sobresalto cuando lo veía en fotografía. Se parecía bastante a su primo hermano el zar y su nieta Isabel era solo un año menor que Sasha.

Aquel verano lo que más impresionó al pequeño Nicolás fue una actuación de Yehudi Menuhin en Nueva York. Tenía apenas tres años más que Nicolás y era un violinista prodigio. Zoya se alegró de que su hijo pasara varias semanas hablando de ese acontecimiento artístico.

Aquel verano, Clayton leyó la novela Sin novedad en el frente. Y decidió divertirse jugando a la Bolsa. El mercado sufría altibajos desde el mes de marzo y mucha gente había ganado auténticas fortunas. Con una pequeña fracción de sus beneficios, Clayton le compró a Zoya dos soberbios collares de brillantes. Sin embargo, ella estaba muy apenada por la muerte de Diaghilev en Venecia en el mes de agosto. Le pareció que se cerraba un capítulo de su propia historia y se lo comentó a Clayton mientras paseaban por la playa.

– Si él no me hubiera permitido bailar, hubiera sido nuestro fin. Yo no sabía hacer otra cosa -dijo, y miró con tristeza a Clayton mientras este tomaba su mano y recordaba cuán dura fue su vida en París, en aquel espantoso apartamento del Palais Royal sin apenas nada que llevarse a la boca durante la guerra-. Después viniste tú, amor mío.

– Otro hubiera venido de no haber sido yo.

– Pero no hubiera podido quererlo como a ti.

Clayton se inclinó para besarla bajo el último resplandor del ocaso estival. Regresarían a Nueva York al día siguiente. Nicolás tenía que reanudar sus clases en la escuela y Sasha iría por primera vez a un parvulario. Zoya pensó que le sentaría bien la compañía de otros niños, pero Clayton no estaba muy seguro, si bien aquellos asuntos los dejaba siempre en manos de su mujer.

En cuanto regresaron, fueron a cenar con los Roosevelt, que también acababan de volver de su residencia veraniega en Campobello. Una semana más tarde, los Andrews dieron una fiesta para celebrar el comienzo de la nueva temporada de sociedad. Asistió, como siempre, el príncipe Obolensky junto con un elevado número de rutilantes personajes de la alta sociedad.

El mes transcurrió entre fiestas, representaciones teatrales y bailes, y octubre llegó como por ensalmo. Clayton estaba un poco preocupado por la marcha de sus acciones y decidió llamar a John Rockefeller para almorzar, pero estaba en Chicago por unos días. Dos semanas más tarde, Clayton se sentía tan nervioso que no le apetecía almorzar con nadie. Sus acciones bajaban en picado, pero no quiso decirle nada a Zoya. Lo había invertido todo en el mercado bursátil y, al principio, las cosas le fueron tan bien que pensó que podría triplicar fácilmente la fortuna de su familia.

El jueves, día 24, cundió el pánico y la gente empezó a desprenderse de sus acciones. Clayton fue personalmente a la Bolsa y regresó a casa aterrado. Al día siguiente la situación se agravó. El lunes fue una catástrofe. Se vendieron más de dieciséis millones de acciones a precio de saldo y, por la noche, Clayton comprendió que estaba arruinado. La Bolsa cerró a la una en un infructuoso esfuerzo por interrumpir la frenética venta de acciones, pero para Clayton era demasiado tarde. Permanecería cerrada toda la semana, pero él ya lo había perdido todo. Solo le quedaban las casas y los enseres domésticos. Lo demás se había esfumado. Clayton regresó caminando a casa, sintiendo un peso insoportable en el pecho. Cuando entró en el dormitorio, no se atrevió a mirar a Zoya a la cara.

– ¿Qué ocurre, cariño? -preguntó ella, cepillándose el cabello que se había dejado crecer porque no le gustaba el corte a lo chico. Clayton se acercó a la chimenea y se volvió lentamente a mirarla-. ¿Qué ha pasado, Clayton?, dímelo, por favor.

Zoya dejó caer el cepillo al suelo y fue hacia él.

– Lo hemos perdido todo, Zoya, todo… He sido un insensato… -Clayton trató de explicarle la situación mientras ella lo estrechaba en sus brazos, intentando consolarlo-. Dios mío, ¿cómo pude ser tan estúpido? ¿Qué haremos ahora?

A Zoya le dio un vuelco el corazón. Le recordó el estallido de la revolución. Sin embargo, antes consiguió sobrevivir y esta vez se tenían el uno al otro y también lo conseguiría.

– Lo venderemos todo, trabajaremos, saldremos adelante, Clayton. No te preocupes.

Se apartó de ella y empezó a pasear nerviosamente por la habitación, comprendiendo que su mundo se había derrumbado a su alrededor.

– ¿Estás loca? Tengo cincuenta y siete años. ¿Qué piensas que puedo hacer? ¿Conducir un taxi como el príncipe Vladimir? ¿Y tú volver al ballet? No digas tonterías, Zoya, estamos arruinados. ¡Arruinados! Los niños pagarán las consecuencias.

– No les pasará nada -dijo Zoya, y tomó sus gélidas manos entre las suyas-. Yo puedo trabajar, y tú también. Si vendemos lo que tenemos, podremos vivir de los beneficios durante años.

Solo los collares de brillantes les permitirían vivir y alimentarse durante mucho tiempo. Clayton sacudió tristemente la cabeza. Conocía la situación mucho mejor que Zoya. Ya había visto cómo un conocido suyo se arrojaba por la ventana de su despacho. Zoya no sabía nada de las cuantiosas deudas que él había contraído, pensando que podría pagarlas en cualquier momento.

– ¿Y a quién le vas a vender todo eso? ¿A quienes han perdido hasta la camisa? Todo es inútil, Zoya.

– No es verdad. Nos tenemos el uno al otro y tenemos a nuestros hijos. Salí de Rusia en una troika con lo puesto, con dos caballos que nos dio tío Nicolás y algunas joyas ocultas en los forros de la ropa, y, aun así, sobrevivimos. -Ambos recordaron la miseria del apartamento de París-. Piensa en todo lo que perdieron otras personas, piensa en el zar Nicolás y en la tía Alejandra… No llores, Clayton. Si ellos supieron ser valientes y afrontar la situación, nosotros también podremos hacerlo y lo haremos.

Clayton lloró en sus brazos, desesperado.

Aquella noche, durante la cena, apenas abrió la boca. Zoya empezó a hacer planes, tratando de decidir qué vender y a quién. Tenían dos casas, los muebles antiguos proporcionados por Elsie de Wolfe -convertida desde hacía poco en lady Mendl-, las joyas, los cuadros de firma, los objetos…, la lista era interminable.

Zoya hizo sugerencias y trató de tranquilizarlo, pero Clayton subió al dormitorio cabizbajo. Ella le habló desde el cuarto de vestir, pero él no contestó. Tras haber sobrevivido a tantas desgracias, no quería derrumbarse en aquellos momentos. Lo ayudaría a luchar y a sobrevivir. Incluso fregaría suelos, en caso necesario. Prestó atención y se preguntó si Clayton habría abandonado la habitación.

– ¿Clayton? -dijo y entró en el dormitorio con uno de los camisones de encaje que el año anterior él le había comprado en París. Al verlo caído en el suelo, ahogó un grito y corrió hacia él. Lo volvió delicadamente boca arriba. Pero él la miró sin verla-. ¡Clayton! ¡Clayton!

Gritó su nombre entre sollozos, le palmeó el rostro, trató de arrastrarlo por el suelo como si así pudiera revivirlo. Pero él no se movió ni la vio. Ya ni siquiera podía oírla. Clayton Andrews murió de un ataque al corazón porque no pudo soportar el hundimiento de la Bolsa ni el hecho de haberlo perdido todo. Zoya cayó de rodillas y lloró, sosteniendo la cabeza de Clayton sobre su regazo. El hombre al que amaba había muerto. La había dejado.

31

– Mamá, ¿por qué murió papá? -preguntó Sasha, y miró a Zoya con sus grandes ojos azules mientras regresaban del cementerio en el Hispano-Suiza.

Asistió al entierro todo Nueva York, pero Zoya apenas se enteró. Miró a su hija a través del velo negro que le cubría el rostro, pero no respondió. Los niños permanecían sentados a su lado en angustioso silencio.

Durante el funeral, Nicolás la tomó del brazo y lloró de emoción cuando el coro cantó el Ave María. Muchos habían muerto la semana anterior, bien por su propia mano, o bien abatidos por un golpe insoportable. Clayton murió de miedo o de tristeza, pero, en cualquier caso, ella lo había perdido.

– No lo sé, cariño, no sé por qué… -contestó al final-. Tuvo un disgusto muy grande y se fue al cielo con Dios.

Las palabras se le atascaron en la garganta mientras Nicolás la miraba asustado.

– ¿Estará con tío Nicolás y tía Alix? -preguntó el niño.

Los mantuvo vivos en el recuerdo para ellos, pero ya todo le daba igual. Todos sus seres queridos habían muerto…, menos sus hijos. Los estrechó contra sí al descender del vehículo y corrió hacia la casa. No había invitado a nadie porque no deseaba dar ninguna explicación. Bastante le costaría tener que decírselo a los niños. Decidió esperar unos días, pero ya había dicho a los criados que podían irse cuando quisieran. Solo se quedaría con una doncella y con la niñera. La cocina la haría ella misma. El chófer se iría en cuanto vendiera los automóviles. El hombre prometió hacer todo lo posible por ayudarla. Conocía a varias personas interesadas en el Alfa Romeo de Clayton, en el Mercedes que ella solía usar y también en el lujoso Hispano-Suiza. Pero Zoya se preguntaba si quedaría alguien capaz de comprarlos.

Mientras Zoya permanecía sentada junto a la chimenea del dormitorio, contemplando el lugar donde Clayton había muerto apenas unos días atrás, la vieja Sava se acercó a lamerle la mano como si comprendiera lo que ocurría. Zoya aún no podía creer que Clayton ya no estuviera a su lado. Tenía muchas cosas que hacer. Al día siguiente de su muerte, llamó a sus abogados y estos prometieron explicarle la situación.

La cosa era más grave de lo que Clayton temía, o tal vez peor. Las deudas eran muy elevadas y no había dinero para pagar. Los abogados le aconsejaron que intentara vender la casa de Long Island con todo el mobiliario al precio que fuera. Ella aceptó su consejo y la puso en venta. Ni siquiera regresó a recoger sus cosas. No hubiera podido resistirlo. Todos los que no se suicidaron o abandonaron su hogar en mitad de la noche para eludir el pago de facturas e hipotecas, se vieron obligados a hacer lo mismo.

Hasta el sábado no se atrevió a comunicar la noticia a sus hijos. Comía con ellos, pero se movía por la casa como una autómata y hablaba solo cuando no quedaba otra solución. Tenía muchas cosas que recoger y vender, y no sabía adónde ir cuando las hubiera vendido. Tendría que buscarse un trabajo, pero todavía no podía pensar en ello. Contempló a sus hijos con tristeza. Sasha era demasiado pequeña para comprenderlo, pero a Nicolás no tendría más remedio que decírselo. Al final, solo pudo estrecharlo en sus brazos y ambos lloraron por el marido y el padre perdido. Zoya tenía que ser tan fuerte como su abuela lo fue por ella en aquellas terribles circunstancias. Pensó incluso en la posibilidad de regresar a París con sus hijos, quizá allí la vida sería más barata, pero la gente también pasaba por muchas dificultades en París y el príncipe Serge Obolensky le había dicho que los rusos que trabajaban como taxistas llegaban a cuatro mil. Además, todo les resultaría excesivamente extraño. Debían quedarse en Nueva York.

– Nicolás, cariño mío, tendremos que irnos a vivir a otro sitio.

– ¿Por qué murió papá? -preguntó el niño, mirándola confuso.

– Sí, no…, bueno, porque (porque somos pobres, porque no podemos permitirnos el lujo de seguir viviendo aquí, porque…), porque serán tiempos difíciles para nosotros. No podemos quedarnos aquí.

Nicolás la miró muy serio mientras Sasha jugaba con la perra y la niñera abandonaba discretamente la estancia con lágrimas en los ojos. Zoya le dijo la víspera que tendría que despedirla, y el corazón se le partía de pena al pensar que ya no podría cuidar a los niños que tanto quería.

– Mamá, ¿es que vamos a ser pobres?

– Sí. -Zoya quería ser sincera con él siempre-. Al menos tal y como tú lo entiendes. No tendremos una casa tan grande ni tantos coches, pero tendremos cosas importantes, menos la presencia de papá… -Se le hizo un nudo en la garganta-. Nos tendremos el uno al otro, cariño. ¿Recuerdas lo que te conté de tío Nicolás, tía Alix y sus hijos cuando los llevaron a Siberia? Fueron muy valientes y lo tomaron todo como un juego. Siempre pensaron que lo más importante era estar juntos, quererse mucho los unos a los otros y ser valientes…, y eso es lo que vamos a hacer nosotros ahora… -dijo Zoya con lágrimas en los ojos.

Nicolás la miró solemnemente y trató de comprenderla.

– ¿Iremos a Siberia? -preguntó, intrigado.

– No, cariño, nos quedaremos aquí en Nueva York -contestó Zoya, y sonrió por primera vez.

– ¿Dónde viviremos?

Como todos los niños, Nicolás se interesaba por las realidades más elementales.

– En un apartamento. Ya buscaré un sitio donde podamos vivir.

– ¿Será bonito?

Zoya recordó inmediatamente las cartas que le escribía Mashka desde Tobolsk y Ekaterinenburg.

– Conseguiremos que lo sea, te lo prometo.

– ¿Podremos llevarnos a la perra? -preguntó Nicolás, mirando con tristeza a su madre.

A Zoya se le llenaron los ojos de lágrimas al ver a Sava jugando con Sasha en el suelo.

– Pues claro que sí. Hizo todo el viaje desde San Petersburgo conmigo, no vamos a dejarla ahora.

– ¿También podré llevar mis juguetes?

– Algunos…, todos los que quepan en el apartamento. Te lo prometo.

– Muy bien -dijo el niño, ya un poco más tranquilo-. ¿Nos iremos muy pronto? -preguntó y recordó que ya nunca volvería a ver a su padre.

– Creo que sí, Nicolás.

El niño asintió en silencio, abrazó a su madre, tomó a Sasha y a la perra y se retiró con ellas mientras Zoya permanecía sentada en el suelo, rezando para conseguir ser tan valiente como lo fuera Eugenia por ella. Mientras lo pensaba, el pequeño Nicolás regresó de puntillas a la habitación, la miró y le dijo:

– Te quiero, mamá.

Zoya lo estrechó en sus brazos, tratando de reprimir las lágrimas.

– Yo también te quiero, Nicolás…, te quiero muchísimo.

Sin una palabra, el niño deslizó algo en su mano.

– ¿Qué es esto?

Era una moneda de oro de la que estaba muy orgulloso. Se la había regalado Clayton apenas unos meses antes y el chiquillo pasó varias semanas enseñándosela a todo el mundo.

– Puedes venderla, si quieres. Entonces, quizá no seremos tan pobres.

– No, no, amor mío, es tuya, papá te la regaló.

– Papá hubiera querido que cuidara de ti -dijo Nicolás, haciendo un esfuerzo por no llorar.

Zoya sacudió la cabeza conmovida, le devolvió la moneda y lo acompañó en silencio a su habitación.

32

Los Wright también perdieron toda su fortuna. Cobina y su hija formaron un conjunto musical, ataviadas con vestidos de colonizadoras y graciosos sombreros. Cobina había iniciado los trámites de divorcio tras haber vendido la casa de Sutton Place por una suma irrisoria. Otras mujeres vendían sus abrigos de pieles en los vestíbulos de los hoteles, y los caballos de jugar al polo se vendían por cuatro chavos. Por todas partes Zoya veía el mismo terror que viera en San Petersburgo hacía doce años, aunque sin los riesgos físicos de la revolución.

La casa de Long Island se vendió por un precio ligeramente superior al de los automóviles, pero los abogados aconsejaron a Zoya que aceptara el dinero. La columna firmada por la presunta periodista Cholly Knickerbocker informaba a diario de los tristes acontecimientos. En realidad, la redactaba un hombre llamado Maury Paul y en ella se describían casos increíbles: damas de la alta sociedad convertidas en camareras o dependientas. Hubo quienes no sufrieron los efectos del crac, pero, mirando a su alrededor en Sutton Place, a Zoya le pareció que el lugar estaba casi desierto. Había despedido a todos los criados, salvo a la niñera que cuidaba de sus hijos. Sasha aún no comprendía por qué se había ido Clayton mientras que Nicolás se mostraba muy serio e interrogaba a su madre constantemente sobre dónde vivirían y cuándo venderían la casa. De no haber sido porque sus hijos la necesitaban, Zoya se hubiera vuelto loca. Recordaba sus propios temores en Rusia durante la revolución. Los ojos de su hijo eran pozos verdes de dolor e inquietud. El niño la miró con tristeza mientras ella colocaba en una maleta sus vestidos más prácticos. Le pareció absurdo llevarse los elegantes trajes de noche, los Poirets, Chanels, Lanvins y Schiaparellis. Los reunió y envió a la niñera a que los vendiera en el vestíbulo del hotel Plaza. Era la mayor humillación, pero ya todo le daba igual. Necesitaban hasta el último céntimo para poder vivir.

Al final, vendió la casa con los muebles elegidos por Elsie de Wolfe, los cuadros, las alfombras persas e incluso la porcelana y la cristalería. Con ello apenas les alcanzaría para pagar las deudas de Clayton y mantenerse unos cuantos meses.

– ¿No vamos a quedarnos con nada, mamá? -preguntó Nicolás, mirando desolado a su alrededor.

– Solo lo necesario para el nuevo apartamento.

Zoya recorrió las calles varios días, incluso en barrios que no conocía, hasta que, al final, encontró una vivienda de dos habitaciones en la calle Diecisiete Oeste. Era un pequeño apartamento en una casa sin ascensor, con dos ventanas que daban a la parte trasera de otro edificio y a través de las cuales se aspiraba constantemente un penetrante olor a basura. Durante tres días, Zoya efectuó la mudanza con la ayuda de la niñera y de un anciano negro que contrató por un dólar. Pusieron dos camas, un escritorio, el canapé de su tocador, una pequeña alfombra y unas lámparas, y colgaron el cuadro de Nattier que Elsie de Wolfe les había traído recientemente de París. Zoya lamentaba tener que llevar a sus hijos allí, pero a finales de noviembre consiguió vender la casa de Sutton Place y dos días más tarde se despidieron con lágrimas en los ojos de la niñera, que besó a la pequeña Sasha sin poder contener su emoción.

– ¿Nunca más volveremos aquí, mamá? -preguntó Nicolás, y miró por última vez a su alrededor con la barbilla temblorosa y los ojos enrojecidos por el llanto.

Zoya hubiera dado cualquier cosa con tal de evitarle aquel dolor, pero solo pudo tomar su mano en la suya mientras se envolvía en su cálido abrigo de lana.

– No, cariño, no volveremos -le contestó.

Se llevaría casi todos los juguetes de sus hijos y una caja de libros para ella, aunque sabía que en tales circunstancias no podría concentrarse en la lectura. Alguien le regaló Adiós a las armas, de Hemingway, pero aún no había tenido ocasión de leerlo. Apenas podía pensar, mucho menos leer. Estaría muy ocupada buscando trabajo. Con suerte, el dinero de la venta de la casa solo les permitiría vivir unos cuantos meses. Todo carecía de valor y la gente vendía casas, abrigos de pieles, antigüedades y tesoros cuyo valor consistía en lo que los compradores estuvieran dispuestos a pagar. El mercado estaba saturado de objetos otrora valiosos, pero ahora casi sin valor. Parecía increíble que pudiera haber alguien no afectado por la caída de la Bolsa, pero Cholly Knickerbocker seguía informando sobre sus bodas, fiestas y bailes. Aún había personas que bailaban todas las noches en el Embassy Club o en el Casino de Central Park, al ritmo de la música de Eddie Duchin. Cuando bajó por última vez con sus hijos los peldaños de la entrada principal de su casa, llevando las maletas y la mejor muñeca de Sasha bajo el brazo, Zoya pensó que nunca más volvería a bailar. Como si aquellos acontecimientos hubieran ocurrido la víspera, recordó el incendio del palacio de Fontanka, la imagen de su madre arrojándose por la ventana con el camisón en llamas… y a Eugenia, sacándola a toda prisa por la puerta trasera del pabellón para llevarla a la troika donde las aguardaba Fiodor.

– ¿Mamá…? -Sasha estaba diciéndole algo cuando subieron al taxi. Nicolás saludaba con la mano a la niñera, que se había quedado llorando en la acera. De momento, la joven se alojaría en casa de unos amigos, aunque ya había recibido una oferta de trabajo de los Van Alen en Newport-. Mamá…, contéstame -dijo Sasha, tirando insistentemente de su manga mientras Zoya le indicaba al taxista su nueva dirección con los ojos distantes y el rostro inmóvil e inexpresivo. Le pareció que, dejando la casa, dejaba también a Clayton y todo lo que habían compartido. Diez años se habían esfumado en un abrir y cerrar de ojos ahora llenos de lágrimas. Zoya se reclinó en el asiento y trató de concentrarse en sus hijos.

– Perdona, Sasha, ¿qué me decías? -preguntó en un susurro.

Atrás quedaban la belleza y las comodidades perdidas bruscamente aquel fatídico día de octubre.

– Decía que quién cuidará de nosotros ahora.

La niña no estaba disgustada por la marcha de la niñera, pero sentía simple curiosidad por quién la iba a sustituir.

Todo era extraño y desconcertante, incluso para Nicolás, cuatro años mayor que su hermana.

– Yo misma, cariño.

– ¿Tú?

Sasha la miró asombrada y Nicolás esbozó aquella encantadora sonrisa suya tan parecida a la de Clayton. Al pensarlo Zoya sintió una punzada de dolor. Todo le recordaba lo que habían perdido, tal como ocurriera en los primeros tiempos tras su huida de Rusia.

– Yo te ayudaré, mamá -dijo Nicolás, tomando valientemente la mano de su madre-. Yo cuidaré de ti y de Sasha.

Era lo que su padre hubiera deseado y él no quería decepcionarlo. De pronto, se había convertido en el hombre de la familia. En el breve espacio de un mes, su vida alegre y feliz se había trastocado por completo, pero él quería estar a la altura de las circunstancias, lo mismo que Zoya, que no quería dejarse vencer. Lucharía por sus hijos, trabajaría y algún día volverían a ser felices. No permitiría que su vida terminara en derrota, como la de tantas otras personas.

– ¿Guisarás tú para nosotros, mamá? -preguntó Sasha, acariciando el pelo de su muñeca.

Se llamaba Annabelle y estaba muy bien cuidada. Las restantes muñecas la esperaban en el nuevo apartamento. Zoya trató por todos los medios de que el lugar resultara cómodo y acogedor, pero la zona no les pareció demasiado acogedora cuando el taxi se detuvo en la calle Diecisiete Oeste. Zoya se estremeció de angustia mientras Nicolás subía con ella la escalera medio mareado por los malos olores.

– Que mal huele -dijo Sasha.

Mientras el taxista les llevaba el equipaje, Zoya se juró a sí misma no tomar más taxis. A partir de aquel momento, viajarían en autobús o irían a pie. Ya no habría ni taxis ni automóviles. El Hispano-Suiza lo vendió a los Astor.

Zoya mostró a sus hijos el único dormitorio del apartamento, presidido por dos camas y los juguetes cuidadosamente ordenados en un rincón. Sobre la cama de Sasha había colgado los cuadros del cuarto infantil y, junto a la de Nicolás, una fotografía de Clayton vestido de uniforme durante la guerra. Zoya tenía una maleta llena de fotografías de Clayton y sus hijos, y otras más amarillentas de Nicolás, Alejandra y sus hijos en Livadia y Tsarskoe Selo. También conservaba el preciado huevo imperial, envuelto en unos calcetines de Clayton, y una caja llena de gemelos de camisa y botones de cuello, pero las joyas que le quedaban tendría que subastarlas. A las personas que aún tenían dinero se les ofrecían fantásticas oportunidades en todas partes, collares de brillantes, diamantes y preciosas sortijas de esmeraldas compradas a precio de saldo en subastas o ventas privadas. Las acaudaladas señoras Hutton y Duke las compraban en grandes cantidades, tanto para sí mismas como para sus hijas.

– ¿Y tú, dónde vas a dormir, mamá? -preguntó Nicolás preocupado mientras recorría el pequeño apartamento de un solo dormitorio.

Nunca había visto una casa tan pequeña. Sus criados de Sutton Place tenían habitaciones mucho más bonitas que aquellas.

– Dormiré aquí en el canapé, cariño. Es muy cómodo -contestó, inclinándose para darle un beso en la mejilla.

No era justo que sus hijos tuvieran que soportar aquella situación, pensó, y reprimió la oleada de cólera que últimamente sentía contra Clayton. Otros fueron más prudentes que él y no cometieren el error de arriesgarlo todo. Si, por lo menos, no se hubiera muerto, tal vez las circunstancias hubieran sido distintas. Juntos hubieran podido luchar codo con codo. Ahora, en cambio, Zoya estaba más sola que nunca y tenía que asumir toda la responsabilidad, tal como antaño hiciera Eugenia. Su fortaleza y valentía le sirvió ahora de ejemplo, mientras miraba con una sonrisa a su hijo.

– Quédate con mi cama, mamá. Yo dormiré aquí.

– No, cariño, estaré muy bien aquí. Ahora vete a vigilar un ratito a Sasha mientras yo preparo la cena.

Zoya colgó su chaqueta y las de sus hijos, alegrándose de haber traído consigo ropa de abrigo. El apartamento era frío y ni siquiera tenía una chimenea como el de París.

– ¿Por qué no sacas a pasear un poco a Sava?

La vieja perra permanecía sentada junto a la puerta, como si esperase que alguien la llevara a su antigua casa.

Nicolás le puso la correa y le dijo a Sasha que se portara bien mientras él bajaba a la calle y su madre preparaba el pollo traído de la casa de Sutton Place. Sabía muy bien que las provisiones no durarían demasiado, y tampoco el dinero.

La Navidad fue un día como otro cualquiera, exceptuando la muñeca que Zoya compró a Sasha y el reloj de bolsillo de Clayton que tenía guardado como regalo para Nicolás. Se sentaron los tres juntos, tratando de no llorar por todo lo que habían perdido. En el apartamento hacía un frío glacial, las alacenas estaban vacías y Zoya había vendido en subasta sus joyas por una suma ridícula. Quería conservar a toda costa el huevo imperial de Pascua, pero, aparte de eso, no le quedaba casi nada y pronto tendría que buscarse un trabajo, aunque no sabía dónde. Pensó en trabajar como dependienta, pero no quería dejar solos a los niños todo el día. Sasha aún no iba al parvulario y no podía dejarla sola cuando Nicolás fuera a una escuela cercana, cuyos alumnos eran niños harapientos que vivían en barracas a la orilla del río Hudson. Se multiplicaban las barriadas pobres habitadas por personas que en otros tiempos fueran corredores de bolsa, hombres de negocios y abogados. Preparaban las comidas en hogueras al aire libre y por la noche merodeaban por las calles, buscando comida y objetos desechados que todavía pudieran ser útiles. A Zoya se le partía el corazón de pena al ver los grandes ojos y los rostros demacrados de los niños sentados alrededor de las hogueras para protegerse del frío. En comparación con todo aquello, su apartamento parecía casi el paraíso. Cuando ya se estaba acabando el dinero, Zoya decidió buscar un trabajo en serio. Tendría que ser algo por las noches, cuando los niños ya estuvieran acostados. Sabía que Nicolás cuidaría de Sasha cuando volviera de la escuela. Tenía un gran sentido de la responsabilidad y era siempre muy cariñoso con su hermana, compartía sus juegos y la ayudaba a arreglar sus juguetes rotos mientras le hablaba de su padre. Zoya regresó a la salita y se puso a llorar en silencio mientras acariciaba a Sava. La perra estaba casi ciega y Nicolás tenía que llevarla en brazos cuando la bajaba a la calle.

En enero, Zoya subió la calle Diecisiete Oeste hasta la esquina de la Sexta Avenida y la calle Cuarenta y nueve. Se le había ocurrido un plan. Ofreció sus servicios a varios restaurantes, pero los propietarios ya estaban hartos de mujeres como ella. «¿Qué sabe usted del trabajo de camarera?», le preguntaban. Se le caerían las bandejas, rompería los platos y sería demasiado refinada como para trabajar largas horas a cambio de un salario escaso. Zoya insistía en que podría hacerlo, pero en todas partes la rechazaban. Lo único que podía hacer era bailar, pero no en una compañía de ballet como en París.

Más de una vez pensó en la posibilidad de la prostitución, tal como habían hecho otras mujeres, pero sabía que no podría. El recuerdo de Clayton era demasiado fuerte. Fue el único hombre de su vida y no soportaba la idea de que otro hombre la tocara, aunque con ello pudiera alimentar a sus hijos.

Solo le quedaba el baile, pero llevaba más de once años sin bailar y le faltaba práctica para poder incorporarse a una compañía de ballet. Tenía una figura esbelta y flexible, pero cuando entró en el teatro del que le habían hablado se sintió enormemente cansada. Ya había ido a ver al promotor Ziegfield, pero allí le dijeron que no era suficientemente alta. Por consiguiente, solo le quedaban los teatros de variedades. Había uno cinco manzanas al sur del Ziegfield Theater. Cuando entró por la puerta de los artistas, no la sorprendió verlo lleno de mujeres semidesnudas.

– ¿Sí? -le dijo la encargada con aire burlón-. ¿Es usted bailarina?

– Lo era -contestó Zoya y tragó saliva.

Se la veía demasiado recatada con su sencillo vestido negro de Chanel. Hubiera debido ponerse algo más alegre y desenfadado, pero lo vendió casi todo y solo le quedaban las prendas más prácticas y abrigadas que le parecieron útiles para protegerse del frío en el apartamento.

– Bailé en el Ballet Russe en París. Y antes estudié en Rusia.

– Conque una bailarina clásica, ¿eh? -La encargada contempló con aire burlón su pelirrojo cabello recogido hacia atrás en un moño y el rostro sin maquillaje-. Mire, señora, aquí no nos interesan las bailarinas clásicas. ¡Esto es el Salón Fitzhugh! -exclamó con orgullo mientras Zoya experimentaba un súbito acceso de furia.

– Tengo veinticinco años -mintió Zoya-, y bailo muy bien.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué tipo de baile es el suyo? Apuesto a que nunca hizo nada de esto.

Zoya estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para mantener a sus hijos. De pronto recordó la prueba realizada en París para el Ballet Russe trece años antes.

– Déjeme probar. Solo una vez, puedo aprender, por favor… -dijo con lágrimas en los ojos mientras pasaba por su lado un hombre gordo y bajito con un cigarro en la boca.

– ¡Serán idiotas! -gritó el hombre, dirigiéndose a dos individuos que trasladaban unos decorados-. ¡Lo vais a romper! Las malditas chicas han pillado el sarampión -añadió con gesto de hastío, mirando a la mujer que hablaba con Zoya-. ¿Te lo puedes creer? Tengo unas bailarinas de mierda que se ponen enfermas como niñas. La semana pasada, tres; ahora hay siete indispuestas… La madre que las parió. ¿Qué le voy a decir a la gente que ha pagado su buen dinero para ver el espectáculo? Que si lo desean sacaré al escenario a unas tías llenas de ronchas para que muevan el trasero delante de ellos. Lo haría con mucho gusto si vinieran a trabajar.

Zoya intervino sin esperar a que el hombre le dirigiera la palabra.

– Me gustaría hacer una prueba para trabajar como bailarina.

Hablaba con un ligero acento extranjero que ninguno de sus interlocutores identificó como ruso. Al verla con su elegante vestido negro y su aire de superioridad, la mujer pensó que era francesa. No era eso precisamente lo que necesitaban en el Salón Fitzhugh.

– ¿Usted baila? -preguntó el hombre, mirándola con indiferencia.

– Sí -contestó Zoya sin más explicaciones.

– Bailarina clásica -especificó la mujer en tono despectivo.

– ¿Ya ha pasado el sarampión?

Eso era lo más importante en aquel momento. Diez bailarinas estaban enfermas y cualquiera sabía cuántas contraerían la enfermedad en las semanas siguientes.

– Sí -contestó Zoya, rezando en silencio para que su cuerpo recordara bailar. Quizá lo había olvidado todo.

El hombre se encogió de hombros y volvió a meterse el cigarro apagado en la boca.

– Que te muestre lo que sabe hacer, Maggie. Con tal de que se sostenga en pie y sepa hacer alguna cosita, podrá quedarse hasta que vuelvan las demás.

La mujer llamada Maggie puso cara de asco. Allí no necesitaban para nada a una bailarina clásica. Pero su jefe tenía razón. Estando las demás chicas enfermas, algo tenían que hacer para salir del apuro.

– Bueno, pues -dijo a regañadientes. -. ¡Jimmy! -gritó-. ¡Ven aquí a tocar!

Inmediatamente apareció un negro con una ancha sonrisa en los labios.

– Hola, nena, ¿qué quieres que toque? -preguntó a una asustada Zoya y se sentó al piano.

Zoya estuvo a punto de soltar una carcajada. ¿Qué podía decirle? ¿Chopin? ¿Debussy? ¿Stravinsky?

– ¿Qué se suele tocar en las pruebas? -preguntó mientras el negro la miraba sonriendo.

Se notaba a las claras que era una blanca arruinada de la alta sociedad. Al ver sus grandes ojos verdes y su triste sonrisa, el negro se compadeció de ella. Parecía una niña desvalida, pensó, y temió que jamás en su vida hubiera puesto los pies en un escenario. Sabía de otras como ella que bailaban en salas de fiestas tras haber creado sus propios conjuntos, como Cobina Wright y Cobina Junior.

– ¿De dónde eres? -le preguntó mientras Maggie hablaba con alguien.

Jimmy llegó a la conclusión de que la chica le era simpática.

Zoya sonrió, rezando para no hacer el ridículo, aunque merecía la pena correr el riesgo.

– De Rusia, salí de allí hace tiempo y vine a Estados Unidos al terminar la guerra.

– ¿Has bailado alguna vez, nena? -preguntó el negro, bajando la voz-. Dime la verdad, ahora que Maggie no nos oye. A Jimmy se lo puedes decir. No podré ayudarte si ignoro lo que sabes bailar.

– Soy bailarina clásica, pero llevo once años sin bailar -contestó Zoya en un susurro, agradeciéndole en silencio su ayuda.

– Pues, vaya… -El negro sacudió la cabeza-. Aquí en el Fitzhugh no se baila clásico. -En aquel momento pasaron por su lado dos coristas semidesnudas-. Verás -añadió Jimmy con cara de complicidad-, voy a tocar una pieza muy lenta y tú mira de reojo, sonríe, pega unos saltitos, mueve el trasero, enseña las piernas y todo irá bien. ¿Has traído ropa de teatro?

Al ver su expresión, Jimmy comprendió que no.

– Lo siento, yo no…

– No importa.

Maggie volvió a mirarlos.

– ¿Te vas a pasar todo el día sentado sobre tu negro trasero o vamos a hacer esta prueba, Jimmy? Si quieres que te diga la verdad, me importa un bledo, pero Charlie quiere que vea lo que sabe hacer.

La mujer miró con expresión malévola a Zoya. Esta siguió el consejo del negro hasta que volvió a pasar Charlie y le dijo que se diera prisa. Aún tenía que hacer unas pruebas a dos actores y una bailarina de strip-tease.

– Mierda, aquí no queremos señoritas refinadas -le dijo a modo de insulto-. Mueve el trasero, así, vamos a ver esas piernas…, un pocoEEE más… -Zoya se levantó la falda y se ruborizó intensamente mientras bailaba al ritmo de la música que tocaba Jimmy. Tenía unas piernas muy bonitas y no había perdido la gracia de sus trece años de bailarina-. Pero ¿tú qué eres, muchacha? -rugió el gordo-. ¿Una doncella recatada? Aquí la gente no viene a rezar sino a ver bailar a las chicas. ¿Te parece que puedes hacerlo con esa cara de niña recién violada?

– Lo intentaré, señor, haré todo lo que pueda.

– Bueno, pues. Vuelve aquí esta noche a las ocho en punto.

Maggie se fue muy ofendida. Jimmy gritó de júbilo y se levantó para abrazar a Zoya.

– ¡Lo conseguimos, nena!

– No sé cómo darle las gracias -dijo Zoya y estrechó su mano-. Tengo dos hijos y yo… -Miró al viejo negro sin poder contener el llanto-. Necesito este trabajo… -añadió, enjugándose las lágrimas que resbalaban lentamente por sus mejillas.

– No te preocupes. Lo harás muy bien. Nos veremos esta noche -dijo el negro, y se alejó sonriendo para reanudar la partida de cartas que interrumpiera cuando lo llamó Maggie.

Zoya regresó a pie al apartamento, pensando en lo que acababa de hacer. A diferencia de lo ocurrido cuando hizo la prueba para el Ballet Russe, esta vez no experimentó la menor sensación de triunfo. Se alegraba de haber encontrado un trabajo, pero se avergonzaba de su humillación. Sin embargo, no podía hacer otra cosa y, además, siendo un trabajo nocturno, no tendría que dejar a Sasha con personas extrañas. De momento, le pareció lo mejor que podía hacer.

Aquella noche le dijo a Nicolás que tenía que salir. No le explicó por qué ni adónde. No quería decirle que trabajaba como corista. Aún resonaban en sus oídos las palabras de Charlie: «… mueve el trasero…, vamos a ver esas piernas…, pero ¿tú qué eres, muchacha? ¿Una doncella recatada?». A sus treinta y un años y a pesar de todas las penalidades, siempre estuvo protegida de las personas como él y de la gente para quien tendría que bailar.

– ¿Adónde vas, mamá?

– Salgo un ratito. -Sasha ya estaba acostada-. No te quedes levantado mucho rato -dijo a Nicolás, abrazándolo por un instante como si estuvieran a punto de ejecutarla-. Vete a la cama dentro de media hora.

– ¿Cuándo volverás? -preguntó el niño, mirándola con recelo desde la puerta del dormitorio.

– Más tarde.

– ¿Pasa algo, mamá?

Era un niño muy perspicaz y ya había aprendido las vueltas que podía dar la vida.

– No, no pasa nada, cariño, no te preocupes -contestó Zoya, sonriendo.

Por lo menos, tendría un poco de dinero. Sin embargo, Zoya no estaba preparada para los chistes vulgares, la ordinariez de las chicas, los trajes atrevidos y los cómicos que le pellizcaban el trasero al pasar. Cuando sonó la música, hizo todo lo posible para animar a los ruidosos espectadores y nadie le llamó la atención cuando más de una vez perdió el compás. A diferencia del Ballet Russe, allí nadie se daba cuenta de nada. La gente solo quería ver piernas bonitas y un grupo de mujeres medio desnudas. Las chicas lucían lentejuelas y abalorios, cortos calzones de raso y sombreros a juego, enormes boas de plumas y llamativos tocados. Una burda imitación de las prendas que lucían las chicas de Ziegfield. Zoya lamentó en silencio no haber sido lo suficientemente alta como para que la contratara el amable Florenz Ziegfield. Al terminar, devolvió la ropa a la chica que se la había prestado y regresó lentamente a casa, sin quitarse el maquillaje. Al pasar por delante de un portal, un hombre le ofreció cinco centavos para que le hiciera «lo que pudiera». Echó a correr con lágrimas en los ojos, pensando en el horrible destino que le esperaba en el Salón Fitzhugh.

Nicolás estaba profundamente dormido cuando Zoya regresó a casa. Le dio un beso y le manchó la mejilla de carmín. Mientras lo miraba con cariño, pensó que no era posible que Clayton la hubiera dejado en aquella situación. Si él lo supiera…, pero ya era tarde para lamentaciones. Regresó de puntillas a la salita donde dormía, se quitó el maquillaje y se puso el camisón. Ya no tenía prendas de seda, raso y encaje. Usaba gruesos camisones de franela para protegerse del frío.

A la mañana siguiente, le preparó el desayuno a Nicolás antes de que se fuera a la escuela. Solo pudo darle un vaso de leche, una rebanada de pan y una naranja comprada la víspera, pero el niño nunca se quejaba. La miró con una sonrisa, le dio una palmada en la mano y salió corriendo hacia la escuela tras darle un beso a Sasha.

Aquella noche, Zoya regresó al teatro y durante varias semanas hizo lo mismo hasta que las bailarinas se recuperaron del sarampión. Charlie le dijo que podía quedarse porque tenía buenas piernas y nunca causaba problemas. Para celebrarlo, Jimmy la invitó a una cerveza robada de una cercana taberna clandestina. Zoya le dio las gracias y para no ofenderlo tomó un sorbo. No le dijo que aquel día cumplía treinta y un años.

Jimmy era su único amigo y siempre se mostraba amable con ella. Los demás intuyeron inmediatamente que era «distinta», y nunca le contaban chistes ni le hablaban de sus novios ni de los hombres que las visitaban en los camerinos. Más de una vez se largaban con el primero que les ofrecía un poco de dinero. Eso era lo que más le gustaba a Charlie de ella. No era muy alegre, pero, por lo menos, podía contar con ella. Al cabo de un año, le aumentaron el sueldo. A Zoya le parecía imposible haber aguantado allí tanto tiempo, pero no tenía ningún otro sitio adonde ir. Le explicó a Nicolás que trabajaba en una modesta compañía de ballet y le dejó el número de teléfono del local por si ocurría algo. Por suerte, el niño nunca tuvo necesidad de llamarla. Intuyendo que su madre se avergonzaba de su trabajo, Nicolás nunca le pidió asistir a una función. Zoya le agradeció el detalle y el cariño que siempre le manifestaba. Una noche, Sasha se despertó con tos y mucha fiebre. Nicolás esperó a su madre despierto, pero no quiso llamarla al teatro para no asustarla. Su presencia fue un enorme consuelo para Sasha.

– ¿Volveremos a ver alguna vez a nuestros amigos? -preguntó Nicolás una tarde mientras ella le cortaba el cabello y Sasha jugaba con Sava.

– No lo sé, cariño.

La antigua niñera le había escrito hacía unos meses.

Estaba muy contenta en casa de los Van Alen y mencionaba la puesta de largo de Barbara Hutton el verano anterior, y de Doris Duke en Newport. A Zoya le pareció una ironía que la niñera aún formara parte de aquel mundo y ella ya no. Tal como sus amistades la evitaron en principio, creyéndola una antigua bailarina del Folies-Bergère, ahora Zoya los evitaba a ellos por ser justamente lo que creyeron en principio, es decir, una vulgar corista de un teatro de variedades. Por otra parte, ahora que lo había perdido todo, tampoco querían saber nada de ella. La condesa que tanto llamara la atención ya no existía. Ahora no era nadie. Una simple bailarina. Había desaparecido bajo las aguas. Como Clayton y tantas otras personas. Solo echaba de menos de vez en cuando a Serge Obolensky con su corte de aristócratas rusos. Pero ellos no hubieran podido entender lo que le ocurrió ni por qué hacía lo que hacía. El príncipe aún estaba casado con la acaudalada Alice Astor.

Para entonces, Elsa Maxwell ya se había convertido en una célebre cronista de sociedad. Cuando de vez en cuando Zoya echaba un vistazo a los periódicos y leía los comentarios de Cholly Knickerbocker sobre las personas que frecuentó durante su matrimonio con Clayton, casi le parecía imposible que alguna vez las hubiera conocido. Allí se hablaba de ruinas económicas, suicidios, bodas y divorcios. Zoya se alegraba de no pertenecer a ese mundo. Poco después se enteró por la prensa de la muerte de la Pavlova, en La Haya, a causa de una pleuresía. En mayo llevó a los niños a ver la inauguración del famoso rascacielos Empire State Building. Fue una preciosa tarde de mayo del año 1931. Nicolás contempló asombrado la impresionante estructura. Subieron en ascensor hasta la plataforma de observación del piso ciento dos y hasta Zoya tuvo la sensación de volar. Fue su tarde más feliz en mucho tiempo. Regresaron al apartamento a pie mientras Sasha correteaba y se reía alegremente a su alrededor. A los seis años, la niña se parecía mucho a Clayton y tenía un llamativo cabello dorado rojizo.

Había tenderetes de manzanas por las calles y más de una mujer contempló con admiración a los dos hermanos. Nicolás cumpliría diez años en agosto, pero la ciudad ya sufría desde hacía varios días una terrible ola de calor. El 2 de julio fue el día más caluroso que se recordaba. Ambos niños estaban todavía despiertos cuando Zoya se marchó a trabajar, luciendo un vestido blanco de algodón con florecitas azules. Nicolás sabía que trabajaba, pero ignoraba dónde y tampoco le importaba demasiado.

Zoya dejó preparado un jarro de limonada y le dijo a Nicolás que vigilara a Sasha. Las ventanas estaban abiertas de par en par para que corriera un poco de aire en el sofocante apartamento.

– No dejes que se acerque demasiado a las ventanas -le advirtió Zoya mientras el niño acompañaba a su hermana al dormitorio. La chiquilla iba descalza y llevaba solo unas bragas cuando se despidió de su madre agitando su manecita-. Os portaréis bien, ¿verdad?

Antes de salir de casa Zoya les preguntaba siempre lo mismo. Sentía tener que dejarlos solos, pero no podía evitarlo.

Hacía tanto calor que apenas podía dar un paso. Aunque era de noche, de las aceras parecía emanar vapor. Los agujeros en las suelas de los zapatos le causaban molestias al andar. Zoya se preguntó cómo podrían sobrevivir y hasta cuándo tendría que seguir brincando en un escenario, adornada con plumas y vestida con trajes ridículos.

Debido al calor agobiante aquella noche asistió muy poco público. Los que podían, se habían ido a Long Island y Newport, y los demás languidecían en sus casas o permanecían sentados en sus porches, confiando en que pronto refrescara. Cuando terminó el espectáculo, Zoya regresó a casa, muy fatigada. No se inquietó cuando oyó en la distancia sirenas de bomberos. Solo cuando se acercó a su calle y aspiró el acre olor del humo, sintió que todo su cuerpo se estremecía de miedo. Cuando dobló la esquina, vio toda la manzana en llamas. Echó a correr hacia su casa, frente a cuya fachada se encontraban estacionados los vehículos de los bomberos.

– ¡No! ¡No! -gritó mientras trataba de abrirse paso entre la multitud que ocupaba la calle, contemplando los tres edificios en llamas.

Al llegar a la puerta, los bomberos le impidieron la entrada.

– ¡Aquí no se puede entrar, señora!

Hablaban a gritos sobre un trasfondo de ruidos de derrumbamientos. Los cristales estallaban hacia todas partes y un fragmento le hizo un corte en el brazo. La sangre le empapó el vestido blanco y los bomberos la empujaron hacia atrás.

– ¡Le he dicho que no puede entrar!

– ¡Mis hijos! -gritó Zoya con voz entrecortada-. ¡Mis niños! -forcejeó con el bombero y, por un instante, se zafó e intentó huir, pero el hombre volvió a sujetarla-. ¡Suélteme! -El bombero la inmovilizó con sus poderosas manos, los vecinos contemplaban la escena horrorizados-. Mis hijos están ahí dentro… Oh, Dios mío…, déjeme entrar -dijo entre sollozos.

El humo le quemaba los ojos y la garganta cuando llamó a dos bomberos que en aquellos momentos entraban de nuevo en el edificio. Ya habían sacado a varias ancianas y un joven yacía inconsciente en la acera donde otros dos bomberos trataban de reanimarlo.

– ¡Oye, Joe! -gritó un bombero a uno de sus compañeros, volviéndose rápidamente a mirar a Zoya-. ¿Dónde están, señora? ¿En qué apartamento?

– El de arriba, un niño y una niña… -Zoya había visto que las escaleras de los bomberos solo llegaban al tercer piso-. Déjeme entrar, por favor…

El bombero transmitió la información a sus dos compañeros y estos entraron de nuevo en el edificio. Transcurrió una eternidad durante la cual Zoya pensó que si sus hijos morían no podría resistirlo. Eran lo único que le quedaba en el mundo, los únicos seres que amaba y por quienes vivía. Los bomberos no volvieron a salir, pero entraron otros tres, provistos de hachas. Cuando se vino abajo parte del tejado se oyó un terrible estruendo y una explosión de chispas y llamas. Zoya casi se desmayó al verlo. De repente, echó a correr hacia el portal, dispuesta a encontrarlos o a morir con ellos. Pasó como una exhalación por delante de los bomberos y, al entrar en el zaguán, vio algunos bomberos envueltos en una densa humareda. Dos de ellos llevaban algo en sus brazos. Fue entonces cuando oyó llorar a un niño en medio del rugido de las llamas. Era Nicolás, llorando y agitando los brazos hacia ella. El tercer bombero la levantó como si fuera una niña y los tres hombres salieron del edificio con sus preciosas cargas, mientras las lenguas de fuego trataban de engullirlos. Echaron a correr alejándose del muro de llamas mientras Nicolás tosía y lloraba. Zoya le besó repetidamente la cara y vio que Sasha estaba inconsciente. Se arrodilló a su lado en la acera, y la llamó por su nombre mientras los bomberos intentaban reanimarla. Poco a poco, la pequeña se movió y entonces Zoya le acarició los bucles y la estrechó emocionada en sus brazos.

– Mi niña…, mi niña…

Le pareció que era un castigo, por haberlos dejado solos todas las noches. Pensó en lo que hubiera ocurrido si al volver a casa… No quería ni imaginarlo. Permaneció sentada en la acera abrazando a sus hijos mientras el fuego consumía el edificio y, con él, todas sus pertenencias.

– Lo importante es que estáis vivos -dijo Zoya una y otra vez, recordando la noche en que murió su madre durante el incendio del palacio de Fontanka.

Los bomberos trabajaron hasta el amanecer a pesar del sofocante calor de julio. Luego informaron de que tendrían que pasar varios días antes de que pudieran entrar en la casa. Entretanto, tendrían que buscarse otro sitio donde vivir. Ya regresarían más tarde para buscar entre las cenizas los restos de sus pertenencias. Zoya recordó las fotografías de Clayton, los detalles que conservaba, las fotografías de sus padres, de sus abuelos, del zar…, pensó en el huevo de Pascua que guardaba por si alguna vez necesitaba venderlo, pero ahora no podía preocuparse por aquellas cosas. Lo importante era que Nicolás y Sasha estaban a salvo. De repente, se acordó de Sava y sintió una aguda punzada de dolor. La perrita que la acompañó desde San Petersburgo había muerto en el incendio.

– No conseguí hacerla salir, mamá, estaba escondida debajo del sofá cuando entraron los hombres -dijo Nicky entre sollozos-. Quería llevármela, mamá…, pero ellos no me dejaron…

– Chis, no llores, cariño. -Su larga melena pelirroja se le había soltado cuando forcejeó con los bomberos para que le permitieran entrar en la casa y ahora estaba desparramada sobre su desgarrado vestido blanco de algodón con florecitas azules. Tenía la cara tiznada de ceniza y la camisa de noche de Nicolás apestaba a humo-. Te quiero mucho… Era muy mayor, Nicky…, no llores, mi niño, no llores…

Sava tenía casi quince años y siempre había estado con ellos, pero, en aquel momento, Zoya solo podía pensar en sus hijos.

Un vecino los acogió en su casa y durmieron sobre unas mantas en el suelo de una salita. Zoya bañó a sus hijos y lavó repetidamente sus cabellos, pero no conseguía eliminar el olor del humo. Sin embargo, cada vez que miraba por la ventana y veía el carbonizado esqueleto en la otra acera, daba gracias a Dios por su suerte.

Al día siguiente, llamó al teatro y avisó que no podría ir a trabajar. Por la noche, acudió al local para cobrar la paga que le debían. Aunque desfallecieran de hambre, jamás volvería a dejar solos a sus hijos.

La paga les alcanzaría para un poco de comida y algunas ropas, pero no tenían dónde alojarse ni adónde ir. Muy fatigada, Zoya buscó a Jimmy para despedirse.

– ¿Nos dejas?

El negro lamentó que se fuera, pero comprendió sus razones cuando supo lo ocurrido.

– Ya no puedo seguir trabajando aquí. Si algo les pasara…

Podía volver a ocurrir y hubiera sido un pecado imperdonable dejarlos otra vez solos. Tendría que buscarse otra cosa. Jimmy asintió con la cabeza, sin sorprenderse demasiado.

– De todos modos, este no es tu sitio, nena. Nunca lo fue. -Se notaba en su forma de moverse que aquella chica tenía educación, aunque ella nunca le habló de su pasado. Jimmy sentía lástima cuando la veía pegar brincos en el escenario-. Búscate otra cosa. Un buen trabajo con gente fina como tú. Esto no está hecho para ti. -Sin embargo, le había servido para vivir durante un año y medio-. ¿No tienes familia ni amigos que puedan echarte una mano? -Zoya sacudió la cabeza y pensó en lo afortunada que era por no haber perdido a sus hijos-. ¿No tienes ningún sitio adonde ir? ¿A Rusia o algo así?

Zoya sonrió ante lo poco que sabía Jimmy sobre la devastación que había dejado a su espalda.

– Ya buscaré algo -dijo sin tener ni idea de lo que haría.

– ¿Dónde te alojas ahora?

– En casa de un vecino.

Jimmy la hubiera invitado gustosamente a vivir con él en su casa de Harlem, pero no era un lugar apropiado para ella. La gente de su clase iba al Cotton Club a bailar y armar jaleo, pero no se trasladaba a vivir a Harlem con el viejo pianista de un teatro de mala muerte.

– Bueno, pues ya me dirás qué tal te va. ¿De acuerdo?

Zoya se inclinó para darle un beso en la mejilla y él la miró extasiado mientras iba a buscar su cheque. Después, antes de irse, Zoya le estrechó cariñosamente la mano. Aquella noche Zoya los encontró: cinco billetes de veinte dólares que Jimmy introdujo en su bolso cuando ella fue a recoger el cheque. Los había ganado justo aquella tarde en una partida de cartas y se alegró de poder hacerle aquel regalo. Zoya comprendió que había sido Jimmy. Quiso regresar al teatro para devolvérselos, pero le hacían mucha falta. En su lugar, le escribió una nota de agradecimiento, prometiéndole pagar la deuda en cuanto pudiera. Tenía que encontrar enseguida un trabajo y un sitio donde vivir.

A finales de semana, el edificio ya se había enfriado y los antiguos ocupantes pudieron entrar. De dos apartamentos enteramente destruidos apenas se pudo recuperar nada. Zoya subió lentamente la escalera, preguntándose qué encontraría. Abrió la puerta con cuidado y tanteó el suelo con una pala. Aún se aspiraba un intenso olor a humo. La salita estaba destruida y todas las prendas de vestir y los juguetes habían desaparecido. Introdujo los platos en una caja ennegrecida por el humo y descubrió con asombro que la maleta de las fotografías aún estaba intacta. Gracias a Dios, pensó mientras rebuscaba entre los restos de una cómoda. De repente, lo vio…, el esmalte estaba ligeramente resquebrajado pero, por lo demás, el huevo imperial estaba intacto. Zoya lo contempló en silencio y se echó a llorar. Era la última reliquia de una vida perdida para siempre. Apenas quedaba nada más. Colocó en una caja algunas cosas de los niños, su vestido negro de Chanel, dos trajes de chaqueta, un vestido de hilo rosa y un par de zapatos. Tardó solo diez minutos. Cuando se volvió para echar un último vistazo, vio a Sava tendida bajo el sofá, inmóvil como si estuviera durmiendo. La observó en silencio y después cerró suavemente la puerta a su espalda. Bajó con las cajas a toda prisa por la escalera y se reunió con sus hijos que la aguardaban al otro lado de la calle.

33

Tras agradecerles a sus vecinos su hospitalidad, Zoya alquiló una pequeña habitación con parte del dinero de Jimmy. Compró unas pocas prendas de vestir para los niños y un sencillo vestido para ella, y le quedó menos de la mitad. Para colmo tenían que cenar todas las noches en un restaurante. Hablaban incesantemente de lo que harían y una noche, mientras examinaba las ofertas de empleo del periódico, se le ocurrió una idea. No hubiera querido hacerlo, pero no tenía más remedio. Debía echar mano de lo que pudiera, aunque la avergonzara. Al día siguiente, se puso su vestido nuevo, se peinó cuidadosamente y deseó poder lucir alguna joya, pero solo le quedaba la alianza de matrimonio y cierta elegancia innata.

– ¿Adónde vas, mamá? -preguntó Nicky mientras ella se acicalaba ante el espejo.

– A buscar trabajo.

Esta vez, mientras sus hijos la miraban, no se avergonzó.

– ¿Puedes hacer algo? -preguntó inocentemente Sasha mientras ella reía.

– No mucho.

Era una experta en vestidos, durante diez años había utilizado los mejores e, incluso en su infancia, ella y María estudiaban con interés todo lo que llevaban sus madres y las mujeres de la familia. Sabía arreglarse con estilo y tal vez podría enseñar a otras a hacer lo mismo. Muchas mujeres podrían permitirse aquel lujo. Tomó el autobús hasta la parte alta de la ciudad, tras encomendar a Sasha a los cuidados de su hermano, y se apeó cerca de la dirección que figuraba en el anuncio. Estaba en la calle Cincuenta y uno, a dos pasos de la Quinta Avenida. Al llegar, comprobó que era un sitio tan elegante como imaginaba. Un conserje con librea permanecía de pie junto a la puerta para ayudar a las damas a descender de sus vehículos. Una vez dentro, vio a varias mujeres y algunos hombres examinando los costosos artículos del establecimiento. Había toda clase de vestidos y sombreros, bolsos, abrigos y preciosos zapatos hechos a mano. Las dependientas iban todas muy bien vestidas y muchas tenían un aire decididamente aristocrático. Era lo que hubiera debido hacer desde un principio, pensó Zoya, procurando olvidarse del incendio y rezando para que no les ocurriera nada a sus hijos. No los había dejado solos ni un momento desde aquella noche y nunca más estaría tranquila si alguna vez volviera a dejarlos, pero tenía que hacer algo.

– ¿En qué puedo servirla, señorita? -preguntó una mujer de cabello gris, vestida de negro-. ¿Desea ver algo en especial?

Hablaba con marcado acento francés, pensó Zoya, mirándola con una sonrisa. Temblaba por dentro, pero rezó para que no se le notara mientras contestaba en el impecable francés aprendido en su infancia.

– ¿Podría ver al gerente, por favor?

– Ah…, cuánto me alegra oír a alguien hablar el francés -dijo la mujer. Parecía la refinada directora de una elegante escuela de señoritas-. Soy yo misma. ¿Desea usted algo en particular?

– Sí -contestó Zoya en voz baja para que nadie más pudiera oírla-. Soy la condesa Nikolaevna Ossupov y busco trabajo.

Ambas mujeres se miraron largamente a los ojos y, al final, la francesa asintió con la cabeza.

– Comprendo. -Se preguntó si la chica sería una impostora, aunque por su aire de serena dignidad no lo parecía. Señalándole discretamente una puerta cerrada, añadió-: ¿Le importa pasar a mi despacho, mademoiselle?

El título no tenía para ella la menor importancia, pero sería útil para clientas como Barbara Hutton, Eleanor Carson, Doris Duke y sus amigas. Tenía una clientela muy selecta que valoraba bastante los títulos. Muchas de ellas se casaban con príncipes y condes para entrar en la aristocracia.

Zoya la siguió a una salita muy bien amueblada en tonos blancos y negros. Era el lugar donde la modista solía mostrar sus trajes más caros. Su única competidora era Chanel, quien recientemente había introducido sus modelos en Estados Unidos, pero en Nueva York había espacio para las dos. La francesa se llamaba Axelle Dupuis y llegó a la ciudad desde París hacía varios años para montar un elegante salón conocido simplemente como Axelle. Zoya había sido clienta de la casa algunas veces, pero entonces no utilizaba su nombre ruso y, por suerte, madame Dupuis parecía no recordarla.

– ¿Tiene usted alguna experiencia en el campo de la moda? -preguntó la modista, estudiándola con detenimiento. Llevaba un vestido barato y unos zapatos gastados, pero la belleza de sus manos y su manera de moverse y peinarse revelaban su pertenencia a un medio muy distinguido. Se expresaba muy bien y hablaba el francés, aunque eso allí no importaba demasiado. A pesar de la sencillez de su atuendo, poseía un sentido innato del estilo. Axelle la miró, intrigada-. ¿Trabajó alguna vez en este ramo?

– No -contestó Zoya con toda sinceridad-. Me trasladé a París desde San Petersburgo después de la revolución.

Ahora ya podía pronunciar aquellas palabras: desde entonces le habían ocurrido cosas mucho peores y, además, tenía que pensar en Nicky y Sasha. Por ellos hubiera sido capaz de arrastrarse por el suelo con tal de conseguir trabajo. El rostro de la mujer no dejó traslucir la menor emoción mientras le ofrecía a Zoya una taza de té. Los cubiertos de plata eran muy finos, y la porcelana, francesa. Tomó un sorbo de té y miró a Zoya en silencio. Todos aquellos detalles revestían una enorme importancia, pues sus clientas eran las mujeres más elegantes y exigentes del mundo, y en modo alguno hubieran aceptado ser atendidas por personas de escasa educación. Sus perspicaces ojos grises miraron complacidos a Zoya.

– Cuando estaba en París, ¿hizo algo relacionado con la moda?

Axelle sentía curiosidad por aquella joven de aire inequívocamente aristocrático.

– Trabajé en el Ballet Russe -contestó Zoya, mirándola directamente a los ojos-. Fue lo único que pude hacer, lo habíamos perdido todo.

Quería sincerarse con ella, por lo menos, hasta cierto punto.

– ¿Y después?

– Me casé con un norteamericano y vine aquí en 1919 -explicó Zoya, sonriendo con tristeza. Le parecía increíble que hubieran transcurrido doce años-. Mi marido murió hace dos años. Era bastante mayor que yo. -No reveló todo lo que perdieron porque quería proteger la dignidad de Clayton, incluso en la muerte-. Tengo dos hijos que mantener y lo hemos perdido todo en un incendio, aunque en realidad ya no teníamos gran cosa… -dejó la frase inconclusa mientras recordaba el pequeño apartamento donde murió Sava, y miró de nuevo a Axelle-. Necesito un trabajo. No puedo bailar porque he perdido la práctica -apartó de su mente las imágenes del salón de variedades-, pero conozco algo sobre vestidos y telas. Antes de la guerra… -Dudó, pero decidió seguir adelante. Si quería aprovechar su título, tendría que dar algún detalle-. En San Petersburgo, las mujeres eran elegantes y hermosas… – añadió, sonriendo.

– ¿Está usted emparentada con los Romanov?

Muchos rusos sin título alguno lo afirmaban, pero algo en aquella chica le decía que podía ser verdad. Estaba dispuesta a creer cualquier cosa que le dijera, pensó Axelle mientras los verdes ojos de Zoya se fijaban en los suyos.

– Soy prima del difunto zar, madame -contestó Zoya, sosteniendo delicadamente la taza de té en la mano.

No dijo más y Axelle permaneció un buen rato en silencio. Valdría la pena probarlo. ¡Con lo que gustaban las condesas a sus clientas! Axelle estaba segura de que las halagaría enormemente que las atendiera una condesa.

– Podríamos hacer una prueba, mademoiselle… condesa, quiero decir. Aquí deberá usted utilizar su título.

– Naturalmente. -Zoya trató de aparentar indiferencia, pero sentía deseos de saltar y gritar como una chiquilla. ¡Había conseguido un empleo! ¡Y nada menos que en Axelle! Sería estupendo. Los niños irían a la escuela en otoño y ella ya estaría en casa a las seis de la tarde. El trabajo era respetable, pensó sin poder reprimir una sonrisa de alivio mientras Axelle la miraba con simpatía.

– Veremos qué tal lo hace -dijo la modista, levantándose para indicar que la audiencia había finalizado.

Zoya siguió su ejemplo y dejó cuidadosamente la taza de té en la bandeja.

– ¿Cuándo quiere empezar? -preguntó Axelle.

– ¿Le parece bien la semana que viene?

– Perfecto. A las nueve en punto. Por cierto, condesa -dijo Axelle, estudiando con toda naturalidad su sencillo vestido-, seguramente le gustará elegir algo que ponerse antes de marcharse…, algo de color negro o azul marino.

Zoya recordó su querido modelo negro de Chanel del que no había forma de eliminar el olor a humo.

– Muchas gracias, madame.

– No hay de qué.

Axelle inclinó majestuosamente la cabeza y cruzó la puerta para dirigirse al salón principal de la casa donde una mujer con una enorme pamela blanca estaba admirando unos zapatos. Zoya pensó que tendría que comprarse zapatos con el poco dinero que le quedaba y, de repente, se percató de que no había preguntado sobre el sueldo, pero no importaba. Tenía un trabajo y sería mucho mejor que vender manzanas por las calles.

Comunicó la noticia a los niños nada más volver a casa y salieron a dar un paseo por el parque. Pero regresaron pronto al hotel huyendo del sofocante calor. Nicolás estaba tan emocionado como ella. Sasha la miró con sus grandes ojos azules y le preguntó si allí vendían también vestidos para niñas.

– No, cariño, pero en cuanto pueda te compraré uno.

Les había comprado apenas lo imprescindible, tras perderlo todo en el incendio, pero ahora amanecía un nuevo día. Tenía un empleo respetable en el que esperaba ganar un sueldo decente. Jamás tendría que volver a bailar. Su vida empezaba a resurgir. De pronto, esbozó una sonrisa y se preguntó si vería en Axelle a alguna de sus antiguas amigas de la alta sociedad, aquellas que primero la esquivaron cuando llegó a Francia y que más tarde se prendaron de ella. La olvidaron por completo a la muerte de Clayton y se apartaron de su lado ante su desgracia. Qué mezquina era la gente, pensó Zoya sin preocuparse demasiado. Tenía a sus hijos y eso era lo único que le importaba. Lo demás iba y venía, pero a ella le daba igual. Con tal de que consiguieran sobrevivir… De repente, la vida volvió a parecerle infinitamente valiosa.

34

Sus jornadas en la tienda de modas eran largas y agotadoras, atendía a mujeres muy exigentes. Muchas eran impetuosas y mimadas y otras nunca acababan de decidirse, pero Zoya se mostraba siempre amable y tenía muy buen criterio para aconsejarles lo que mejor les sentaba. Tomaba un vestido, tiraba un poco de allí, remetía un poco de allá y, de repente, ante el espejo la mujer se veía como una princesa. Zoya sabía elegir el sombrero más adecuado para un vestido, las flores para la solapa, la chaqueta de piel y los zapatos más bonitos. Creaba imágenes que eran pura poesía y Axelle estaba muy satisfecha de ella. En Navidad, Zoya se había convertido en la estrella de la casa y vendía más que ninguna dependienta. Todo el mundo preguntaba por la condesa. Condesa esto, condesa lo otro… ¿no le parece a usted, condesa, que…? Ah, condesa, por cierto… Axelle la veía actuar con discreción y elegancia. Zoya vestía con un gusto exquisito y siempre se presentaba en la tienda con guantes inmaculadamente blancos y el cabello perfectamente peinado. Su leve acento francés contribuía a acrecentar el misterio que la envolvía. Axelle enseguida divulgó que era prima del zar por resultar lo más conveniente a su establecimiento. Un día, Serge Obolensky se presentó en la casa para ver quién era aquella «condesa» de quien todos hablaban y, al verla, se quedó de una pieza.

– ¡Zoya! Pero ¿qué haces aquí?

– Me divierto.

No le habló para nada de los terribles dos años que había pasado.

– ¡Qué tonta eres! Pero supongo que te lo debes pasar bien. Tienes que venir un día a cenar con nosotros.

Pero ella siempre rechazaba las invitaciones. No tenía tiempo ni ropa adecuada y tampoco le apetecía alternar con aquella gente. Todo había terminado para ella. Por las tardes regresaba junto a sus hijos que la aguardaban en el pequeño apartamento de la calle Treinta y nueve, cerca del East River, adonde consiguió mudarse antes de Navidad. Ambos iban a escuelas aceptables, y gracias a los aumentos de sueldo y las comisiones, podían vivir no con lujo pero sí con comodidad, lo cual era mucho comparado con los dos años que trabajó en el Salón Fitzhugh.

Zoya trabajaba en Axelle cuando el hijo de Lindbergh fue secuestrado y hallado muerto en mayo de 1932. En julio del mismo año leyó la noticia de la muerte de Florenz Ziegfield. Se preguntó qué tal hubiera sido bailar con él en lugar de hacerlo en el Salón Fitzhugh. Sentía también curiosidad por saber qué habría sido de Jimmy. Le había devuelto hacía mucho tiempo los cien dólares que deslizara en su bolso, pero nunca más supo de él. Pertenecía a otra vida y a un capítulo cerrado de su existencia. Zoya se emocionó cuando Eleanor Roosevelt visitó la casa y compró unos modelos para la campaña presidencial de su marido. Recordaba con especial cariño a los antiguos amigos de Clayton y les envió un telegrama de felicitación, aparte de un gracioso sombrero de piel que Eleanor le dijo que luciría en enero durante la ceremonia de inauguración del mandato. Axelle estaba encantada con ella.

– Hay que reconocer que sabe usted cómo tratarlos, ma chère -le dijo la elegante francesa.

Apreciaba a la joven y le tenía mucha simpatía al pequeño Nicolás con sus aires de principito. Ahora ya no le cabía la menor duda de que eran ciertos los relatos que una tarde le contó el príncipe Obolensky sobre Zoya y las hijas del zar. Era una muchacha extraordinaria, nacida en un desdichado período de la historia. Si las cosas hubieran ocurrido de otro modo, probablemente se hubiera casado con un príncipe y hubiera vivido en uno de los palacios que solía visitar en su infancia. Parecía injusto, pero no más que la depresión que estaba viviendo el país. Aquel año, todo el mundo pasaba hambre, menos las clientas de Axelle.

Por Navidad, Zoya llevó a Nicolás a ver una película de Tarzán y después fueron a un salón de té. El niño estaba muy contento. Iba a la Trinity School y era un alumno muy aplicado. A sus once años, ya decía que de mayor quería ser hombre de negocios como su padre. Sasha, en cambio, quería ser actriz de cine. Zoya le compró una muñeca con la cara de Shirley Temple, que la niña llevaba consigo a todas partes junto con Annabelle, la superviviente del incendio. A pesar de las dificultades pasadas, los niños eran muy felices. Al llegar la primavera, Zoya fue nombrada gerente adjunta de Axelle. Ganaría más dinero y prestigio, y Axelle podría disponer de un poco más de tiempo libre. Zoya la convenció de que encargara a Elsie de Wolfe la remodelación del establecimiento, y el volumen de negocios se multiplicó.

– ¡Bendito sea el día en que entraste por esta puerta! -le dijo Axelle y la miró con una sonrisa por encima de las cabezas de sus entusiasmados clientes el primer día de la inauguración. A la recepción asistió incluso el alcalde Fiorello La Guardia. Como premio a sus desvelos, Axelle le regaló a Zoya un precioso abrigo de visón con el que estaba muy elegante cuando tomaba cada día el autobús para regresar a casa. Al cabo de un año, Zoya se mudó a un nuevo apartamento, situado a solo tres manzanas de su lugar de trabajo y donde los niños tenían un dormitorio para cada uno. Nicolás estaba a punto de cumplir trece años y se alegraba de no tener a Sasha constantemente estorbando.

Dos años más tarde, cuando Sasha tenía once, Axelle invitó a Zoya a que la acompañara a París en su primer viaje de compras. Zoya dejó a Nicolás con una amiga y contrató a una niñera para Sasha durante las tres semanas de su ausencia, y zarpó con Axelle en el Queen Mary en medio de un revuelo de emoción y champán. Mientras el barco se alejaba lentamente de la dársena de Nueva York, Zoya contempló la estatua de la Libertad y pensó en lo lejos que había llegado desde la muerte de Clayton. Habían transcurrido siete años, ella contaba treinta y siete y tenía la sensación de haber vivido varias existencias distintas.

– ¿En qué piensas, Zoya? -preguntó Axelle, contemplándola de pie en la cubierta mientras el barco navegaba en alta mar.

Zoya lucía un elegante vestido verde esmeralda del mismo color que sus ojos, y un gracioso sombrerito de piel.

– Pienso en el pasado.

– Me parece que piensas demasiado en eso -dijo Axelle en voz baja. Respetaba mucho a Zoya y a menudo se preguntaba por qué no hacía más vida social. Oportunidades no le faltaban, desde luego. Sus clientes la adoraban y sobre su escritorio había siempre un montón de invitaciones, dirigidas simplemente a la «condesa Zoya», pero ella raras veces salía, alegando que «todo aquello ya lo conocía»-. Puede que París ponga algo más de emoción en tu vida.

– No, gracias, ya he tenido bastantes emociones en mi vida -contestó Zoya, riéndose. Revoluciones, guerras y una boda con un hombre al que amaba apasionadamente. Aún estaba enamorada de Clayton a pesar de los años transcurridos y sabía que regresar sin él a París sería muy doloroso. Era el único hombre al que había amado y nunca habría otro igual, exceptuando tal vez a su hijo… Sonrió al pensarlo y aspiró la brisa marina-. Voy a París a trabajar -anunció, y soltó una carcajada ante la respuesta de Axelle.

– No estés tan segura, querida.

Después, ambas regresaron al camarote. Zoya deshizo el equipaje y colocó las fotografías de sus hijos al lado de su cama. No necesitaba nada más y nunca lo necesitaría. Aquella noche, leyó un poco en la cama y después hizo una lista de las prendas que comprarían en París.

35

Axelle había reservado habitaciones en el Ritz de la Place Vendôme, en el que resplandecía todo el lujo que Zoya casi había olvidado. Llevaba años sin utilizar una bañera de mármol como la que tenía en su casa de Sutton Place. Cerró los ojos y permaneció inmóvil en la bañera llena de agua caliente. Iniciarían las compras a la mañana siguiente. Aquella tarde, Zoya salió a dar un paseo en solitario y se sintió abrumada por los recuerdos mientras vagaba por las calles, los bulevares y los parques que antaño compartiera con Clayton. Fue a tomar una copa al Café de Flore y, sin poder resistir la tentación, tomó un taxi y se dirigió al Palais Royal. Allí contempló en silencio la casa donde vivió con Eugenia. Habían transcurrido diecisiete años desde su muerte, diecisiete años de alegrías y tristezas y de duro esfuerzo en compañía de sus queridos hijos. Las lágrimas resbalaron lentamente por sus mejillas mientras recordaba a su abuela y a su marido muertos. Fue casi como si esperara que él le tocara el hombro tal como la noche en que ambos se conocieron. Aún podía oír su voz. Se volvió despacio, se dirigió a pie a las Tullerías y se sentó en un banco, sumida en sus pensamientos mientras contemplaba jugar a los niños en la distancia. Se preguntó qué tal le habría ido la vida si hubiera regresado a París con Nicolás y Sasha. Probablemente lo hubiera tenido todo más fácil que en Nueva York, pero allí su existencia se movía a un ritmo más rápido y su trabajo en Axelle confería una finalidad a su vida. Llevaba cinco años en Axelle y le encantaba encargarse de las compras, en lugar de atender a una interminable caterva de mujeres exigentes. Las comprendía muy bien y sabía manejarlas porque las conocía de toda la vida. Muchas veces le recordaban a su propia madre. Zoya era muy apreciada también por los hombres, porque era capaz no solo de vestir elegantemente a sus mujeres, sino también de equipar discretamente a sus amantes. Ni un solo chisme escapaba jamás de su boca, ni una sola crítica, únicamente sugerencias de buen gusto. Sin ella, Axelle sabía que su negocio jamás hubiera alcanzado el actual éxito. «La condesa», tal como todo el mundo la llamaba, aportaba un aire inequívocamente aristocrático a las vidas de los acaudalados neoyorquinos. Pero ahora de pronto Zoya se sentía lejos de todo aquello. Volvía a ser una adolescente y recordaba con dolor la nueva vida que inició al marcharse de París.

Tomó un taxi y regresó al hotel. El corazón le dio un vuelco al pensar que tal vez encontraría a Vladimir Markovsky. Buscó infructuosamente su nombre en la guía telefónica. Tal vez hubiera muerto. En aquellos momentos, el príncipe tendría casi ochenta años.

Aquella noche Axelle la invitó a cenar al Maxim’s, pero ella declinó la invitación, alegando que estaba cansada y deseaba acostarse temprano para iniciar al día siguiente su recorrido por las distintas tiendas de modas. No le confesó que los recuerdos de Clayton resultarían demasiado dolorosos para ella. En París, tenía que cerrar constantemente la puerta al pasado. Le parecía que se encontraba a solo un paso de San Petersburgo. Ya no estaba a medio mundo de distancia, sino en los lugares descubiertos con Eugenia y Vladimir y que solía visitar con Clayton. Quería ponerse a trabajar para olvidar el pasado y sumergirse en el presente.

Aquella noche, llamó a casa de su amiga y habló con Nicolás. Le contó todo lo que había visto y le prometió llevarlo a París algún día. Era una ciudad maravillosa que había desempeñado un importante papel en su vida. Nicolás dijo que se cuidara y le reiteró cuánto la quería. A pesar de que tenía casi quince años, el niño no se avergonzaba de sus emociones. «Es la sangre rusa que corre por tus venas», le decía Zoya en broma, pensando en lo mucho que a veces se parecía a Nicolai, sobre todo cuando le tomaba el pelo a Sasha. La llamada a su hija fue también muy típica. Sasha le había entregado una lista de cosas que quería, entre ellas un vestido rojo y varios pares de zapatos franceses. A su modo, estaba tan mimada como Natalia y era casi tan exigente como ella. Zoya se preguntó qué hubiera pensado Mashka de ellos y cómo hubieran sido los hijos de su prima si se hubiera casado.

Aquella noche se alegró de conseguir huir de los recuerdos cuando se fue a la cama. El viaje a París estaba resultándole más difícil de lo previsto en principio. Soñó con Alexis, María, Tatiana y los demás, y se despertó a las cuatro de la madrugada. No pudo conciliar el sueño hasta casi las seis. A la mañana siguiente, cuando pidió café solo y cruasanes, se sentía muy cansada.

Alors, ¿preparada? -preguntó Axelle cuando se presentó en su habitación con un precioso vestido rojo de Chanel, el cabello blanco impecablemente peinado y un bolso de bandolera de Hermès. Parecía muy francesa, pensó Zoya, con un vestido azul de seda y un abrigo a juego de Lanvin. Zoya llevaba la melena pelirroja recogida en un moño y estaba guapísima cuando el portero del hotel les abrió la portezuela del taxi. Sonrió al reconocer el acento del conductor. Era uno de los muchos ancianos rusos que aún conducían taxis en París. Le preguntó si conocía a Vladimir y el hombre sacudió la cabeza. No recordaba a nadie con ese nombre ni creía haberlo conocido jamás. Era la primera vez en muchos años que Zoya hablaba en ruso. Incluso con Serge Obolensky hablaba en francés. Axelle escuchó la musical cadencia de las palabras mientras el vehículo se detenía frente a la entrada de la casa Schiaparelli en la rue de la Paix. Zoya y Axelle se volvieron locas al entrar. Hicieron un importante pedido de jerséis para la tienda y mantuvieron una larga conversación con la diseñadora, explicándole las necesidades y preferencias de su clientela. Era una persona muy interesante solo tres años mayor que Zoya. Su éxito era por entonces casi tan grande como el de Gabrielle Chanel, cuya tienda se encontraba todavía en la rue Cambon, adonde se dirigieron aquel mismo día. Más tarde visitaron la casa Balenciaga, donde Zoya seleccionó varios vestidos de noche y se los probó para ver qué tal resultaban mientras Axelle admiraba su elegancia.

– Hubieras debido ser diseñadora -dijo Axelle con una sonrisa-. Tienes mucha intuición para la ropa.

– Siempre me gustaron los vestidos bonitos -confesó Zoya, contemplando las complejas creaciones del genio español-. Ya de niñas, María y yo analizábamos los vestidos de nuestras madres y sus amigas, y criticábamos los que nos parecían de mal gusto -añadió y rió al recordarlo.

– ¿Era tu hermana? -preguntó Axelle ante la nostálgica mirada de sus ojos.

– No. -Zoya apartó el rostro porque no solía abrir a nadie las puertas de su pasado, y tanto menos a Axelle con quien mantenía casi siempre una mera relación de trabajo. Sin embargo, allí se encontraba tan cerca de los acontecimientos que le resultaba difícil-. Era mi prima.

– ¿Una de las hijas del zar? -Zoya asintió en silencio-. Qué terrible fue todo aquello.

Aquella noche cenaron en sus habitaciones y examinaron las listas de lo ya comprado, de lo que más les gustaba y lo que pensaban comprar. A la mañana siguiente, fueron a ver los diseños de Dior. Axelle no pensaba comprar nada; solo quería verlos para trazar unos bocetos que más tarde su costurera pudiera copiar. De este modo, las ganancias se acrecentarían.

Tuvieron ocasión de conocer personalmente a Christian Dior, un hombre simpatiquísimo. Axelle le presentó a Zoya con su título completo. Allí coincidieron con lady Mendl, de soltera Elsie de Wolfe. Cuando se marcharon, Elsie le contó a Dior todos los detalles de la vida de Zoya con Clayton.

– Fue una lástima que lo perdieran todo en el veintinueve -comentó Elsie en el momento en que entraba Wallis Simpson, la futura duquesa de Windsor, con sus dos perros caniches. Dior era gran admirador suyo.

Aquella tarde, Zoya y Axelle visitaron de nuevo a Elsa Schiaparelli en su lujoso salón construido dos años antes en la place Vendôme y pudieron admirar el divertido sofá en forma de labios, diseñado para ella por Salvador Dalí. Axelle quería hacer un importante pedido de abrigos, a pesar de que ya se les estaba acabando el presupuesto. El mundo de la moda en París era irresistible.

Más tarde, Schiaparelli tuvo que dejarlas pues estaba citada con un fabricante norteamericano de abrigos. Era, como ellas, uno de sus mejores clientes extranjeros, explicó. En aquel momento, entró una de sus colaboradoras y le susurró algo en italiano.

– ¿Tendrán la amabilidad de disculparme, señoras? Mi ayudante les mostrará los tejidos con los que pueden confeccionarse los abrigos. El señor Hirsch me espera en mi despacho.

Ambas mujeres discutieron largo rato los detalles con la ayudante y, al final, pidieron que el modelo de abrigo se confeccionara en rojo, negro y gris paloma, el color que tanto gustaba a Zoya, que aquel día llevaba un vestido malva diseñado por Madame Grès y comprado en Axelle con un importante descuento.

Cuando abandonaron el establecimiento, vieron que las seguía un hombre moreno de elevada estatura, cuyo rostro parecía esculpido en mármol. Más tarde lo encontraron de nuevo en el ascensor del hotel.

– No las sigo, es que yo también vivo aquí -dijo, y miró a Zoya con una sonrisa infantil en los labios. Después añadió, tendiéndole la mano a Axelle-: Creo que ha comprado usted algunas cosas de mi línea. Soy Simon Hirsch.

– Ah, claro, yo soy Axelle Dupuis. Permítame presentarle a mi colaboradora, la condesa Nikolaevna Ossupov.

Fue la primera vez que Zoya se avergonzó de su título. Se sintió ridícula ante aquel hombre de apariencia tan sencilla y simpática, cuyos ojos castaños miraban directamente a los suyos con la mayor naturalidad del mundo.

– ¿Es usted rusa? -preguntó Hirsch cuando el ascensor se detuvo.

– Sí -contestó Zoya en un susurro e inevitablemente se ruborizó, tal como solía ocurrirle.

La habitación de Hirsch estaba casi al lado de la suya y, mientras caminaban con él por los anchos pasillos, ambas se sintieron diminutas. Tenía hombros de jugador de rugby y desprendía energía por todos sus poros.

– Yo también. Mejor dicho, mi familia. Yo nací en Nueva York -dijo Hirsch. Ambas mujeres se detuvieron frente a la puerta de la habitación de Zoya-. Les deseo muy buenas compras. Bonne chance! -añadió mientras abría la puerta de su habitación.

Una vez en la habitación de Zoya, Axelle se quitó los zapatos.

– Los pies me duelen terriblemente… Me alegro de haberlo conocido. Tiene una línea muy buena. Cuando volvamos, quiero echarle un vistazo. Necesitamos más abrigos para la temporada de otoño y, si no los llevamos todos de aquí, podríamos comprarle algunos modelos a él, siempre que nos haga buen precio.

Zoya pidió que les subieran un té y ambas repasaron juntas los pedidos del día. Quedaban solo cuatro días de estancia en París, antes de embarcar en el Queen Mary rumbo a Nueva York.

– Deberíamos comprar unos cuantos zapatos y sombreros más -dijo Zoya con aire pensativo-. Tenemos que ofrecer a nuestras clientas algo más que vestidos y trajes de noche. Esta ha sido siempre nuestra fuerza. Los complementos y accesorios que tanto agradan a las señoras.

– Y que tú sabes elegir tan sabiamente. -Mientras contemplaba a su bella colaboradora vestida de malva y con su cabello pelirrojo en cascada sobre su espalda, Axelle añadió-: Es guapo, ¿verdad?

– ¿Quién? -preguntó Zoya, visiblemente perpleja.

En aquel instante estaba pensando en los sombreros y las fabulosas joyas de Chanel, aunque sus clientas tenían tantas joyas que no sabía si comprenderían la originalidad de las creaciones de Chanel.

– El fabricante de abrigos de Nueva York, mujer. Si yo tuviera veinte años menos, lo cazaría sin pensarlo ni un minuto.

Zoya rió ante la imagen de la comedida Axelle cazando a alguien. Se imaginó al hombre huyendo de la habitación, perseguido por ella.

– Me gustaría que lo hicieras -le dijo.

– Tiene un aire un poco duro, pero simpático. Me gustan los hombre así. -Era casi tan alto como Clayton, pero con la espalda mucho más ancha, aunque Zoya apenas se había fijado en él-. Te llevaré conmigo cuando vaya a su salón de exposiciones. Quizá te invite a cenar. Al fin y al cabo, ambos sois rusos.

Axelle hablaba en broma, pero no del todo. Había advertido cómo miraba el hombre a Zoya y el brillo en sus ojos cuando supo su título.

– No seas tonta, Axelle. El pobrecillo solo quería ser amable.

Mon oeil! Tengo muy buen ojo. -Axelle agitó un dedo en dirección a Zoya-. Eres demasiado joven para comportarte como una monja. ¿Sales alguna vez con alguien?

Era la primera vez que Axelle se atrevía a preguntárselo. Lejos de casa, de la tienda y de sus clientas, resultaba mucho más fácil hacer preguntas de tipo personal.

– Nunca -contestó Zoya con serena sonrisa-. Nunca he salido con nadie desde que murió mi marido.

– ¡Pero eso es tremendo! ¿Cuántos años tienes?

– Treinta y siete. No puedo comportarme como una niña, tal como algunas de nuestras clientas.

Axelle entornó los ojos en gesto de amistosa desaprobación y Zoya le sirvió otra taza de té tomando la tetera de la bandeja de plata. Los lujos del Ritz eran casi una costumbre para ella.

– ¡No seas ridícula! -exclamó Axelle-. A tu edad yo tenía dos amantes -añadió y miró con picardía a su joven amiga-. Por desgracia, ambos estaban casados. -Sin embargo, uno de ellos le puso la tienda, según los rumores que Zoya nunca creyó, pero que tal vez fueran ciertos-. Te diré más, en estos momentos mantengo una relación muy agradable con un hombre de Nueva York. No puedes pasarte la vida entre la tienda y tus hijos. Un día crecerán y ¿qué harás entonces?

– Trabajar más que antes -contestó Zoya, riendo-. En mi vida no hay espacio para un hombre, Axelle. Estoy en la tienda hasta las seis de la tarde y después me ocupo de Sasha y Nicky hasta las nueve o las diez. Me doy un baño, echo un vistazo a los periódicos, leo algún libro y ya está. Si alguien me invitara a cenar, me dormiría sobre el plato.

Axelle sabía cuánto trabajaba Zoya, pero lamentaba que en su vida hubiera aquel doloroso vacío del que tal vez ni ella misma era consciente.

– Convendría que por tu bien te despidiera -dijo en broma.

Ambas sabían que no había peligro de tal cosa. Zoya era demasiado importante en aquel negocio donde, al fin, había encontrado un seguro refugio.

A la mañana, cuando regresaron a Dior para comprar algunos modelos de zapatos, se tropezaron de nuevo con Simon Hirsch, descendiendo de un taxi al mismo tiempo que ellas.

– Veo que volvemos a encontrarnos. ¡Como no me ande con cuidado, van ustedes a vender los mismos abrigos que yo! -dijo.

Pero no parecía preocupado. Miró de nuevo a Zoya, vestida esta vez con un juvenil modelo de hilo rosa.

– No se preocupe, señor Hirsch -respondió Axelle-, hemos venido a comprar zapatos.

– Loado sea Dios.

Entraron juntos en el salón y a la salida volvieron a coincidir.

– Convendría que combináramos nuestros programas -dijo Hirsch-. Así ahorraríamos tiempo y dinero en taxis. -Miró a Zoya y consultó su reloj. Llevaba zapatos ingleses hechos a mano, traje impecable y reloj de pulsera recién comprado en Cartier-. Señoras, ¿tienen tiempo para almorzar conmigo o están demasiado ocupadas?

Zoya iba a declinar la invitación, pero ante su sorpresa Axelle aceptó. Sin más preámbulos, Hirsch paró un taxi e indicó al taxista la dirección del recién inaugurado hotel George V.

– Tienen una cocina estupenda. La última vez que estuve en París me alojé allí. Eso fue hace un año, cuando viajé a Alemania, pero esta vez no pienso volver -añadió Hirsch, y súbitamente se puso muy serio-. Fue una experiencia muy desagradable.

Descendieron del taxi frente a la entrada del hotel situado a dos pasos de los Campos Elíseos y se dirigieron al comedor. El maître los acompañó a una mesa excelente. Tras pedir la comida, Hirsch les preguntó si planeaban ir a algún otro sitio.

Axelle contestó que solo tenían tiempo para visitar París.

– Antes de venir aquí, compré unos tejidos muy bellos en Inglaterra y Escocia -dijo Hirsch y pidió el vino mientras Zoya lo miraba en silencio-. Pero no volveré a poner los pies en Alemania, con todo este jaleo que hay con Hitler.

– ¿Piensa usted que hará de verdad las cosas que dice?

Zoya había oído hablar de su hostilidad hacia los judíos, pero no acababa de creérselo.

– Sin ninguna duda. Los nazis han creado una atmósfera de antisemitismo que invade todo el país. Los judíos tienen miedo de hablar con la gente. Estoy seguro de que se avecinan graves problemas.

– Parece increíble -dijo Zoya, pero también lo parecía la revolución.

– Estas locuras siempre lo parecen. Mi familia abandonó Rusia a causa de los pogromos. Ahora las persecuciones contra los judíos han llegado hasta aquí de forma un poco más sutil, pero no demasiado. Perseguir a los judíos nunca es sutil. -Los ojos de Hirsch se encendieron de cólera ante la atónita mirada de ambas mujeres. Después, como si quisiera cambiar de tema, se dirigió a Zoya y preguntó-: ¿Cuándo se fue usted de Rusia, señora condesa?

– Por favor -dijo Zoya, ruborizándose-, llámeme simplemente Zoya. En la vida real, mi nombre es Zoya Andrews -añadió y apartó el rostro un instante antes de responder-. Me fui de Rusia en 1917. Inmediatamente después de la revolución.

– Debió de ser muy doloroso para usted. ¿La acompañó su familia?

– Solo mi abuela. -Zoya ya podía hablar de ello, pero tardó casi veinte años en conseguirlo-. A casi todos los demás los mataron antes de que nos fuéramos. Y a algunos un año más tarde.

Hirsch no comprendió que se refería al zar porque no le pasó por la cabeza que fuera pariente suyo.

– ¿Y entonces se fue a Nueva York?

– No -contestó Zoya sonriendo mientras el camarero servía el exquisito vino de 1926 pedido por Simon-. Vinimos a París y vivimos aquí dos años, hasta que me casé y fui a Nueva York con mi marido.

Hirsch vio consternado que aún llevaba la alianza de matrimonio en el dedo.

Axelle también lo vio y comprendió que Zoya no iba a dar explicaciones.

– La condesa es viuda -explicó mientras Zoya le dirigía una mirada de reproche.

– Lo siento -dijo Hirsch cortésmente-. ¿Tiene usted hijos?

– Dos, un niño y una niña -contestó Zoya con orgullo-. Y usted, señor Hirsch, ¿tiene hijos?

Lo preguntó simplemente por educación mientras esperaban que los sirvieran. Axelle se alegró del giro que tomaba la conversación. Hirsch le gustaba mucho y este parecía muy interesado por Zoya.

– No -contestó Hirsch, sacudiendo la cabeza-. Nunca me casé y no tengo hijos. Me faltó tiempo porque pasé veinte años levantando el negocio. Casi toda mi familia trabaja conmigo. Mi padre se retiró el año pasado y creo que mi madre ya ha perdido la esperanza. Cree que, si no me he casado a los cuarenta, ya nunca lo haré. Antes me volvía loco con sus exigencias. Soy hijo único y esperaba por lo menos diez nietos, o algo por el estilo.

Zoya esbozó una sonrisa nostálgica, recordando sus conversaciones con Mashka sobre los hijos que tendrían. Ella quería seis y Mashka cuatro o cinco, pero sus vidas no discurrieron por los cauces previstos.

– Probablemente se casará dentro de unos años y sorprenderá a su madre con quintillizos.

Simon Hirsch fingió atragantarse con el vino.

– Tendré que decírselo para que me deje en paz. -La comida llegó por fin: deliciosas albóndigas de ave para Axelle y codorniz para Zoya. Simon había pedido bistec y se disculpó por su paladar norteamericano-. ¿Puedo preguntarles sobre sus compras, señoras, o acaso es un secreto?

Zoya miró sonriendo a su amiga.

– Creo que los secretos no son necesarios con usted, señor Hirsch, exceptuando tal vez los abrigos.

Zoya comentó algunas compras, especialmente los jerséis de Schiaparelli.

– Este nuevo modelo de jersey cerrado es magnífico -comentó-, y los zapatos que hoy hemos comprado a Dior son una maravilla.

– Tendré que ir a verlos cuando los reciban. ¿Han comprado algo de este nuevo Shocking Pink de Elsa?

Era un rosa tan acertado que Simon quería introducirlo en su línea.

– Aún no estoy muy segura -contestó Zoya-. Es un poco atrevido para algunas de nuestras clientas.

– Pues a mí me parece estupendo.

A Zoya le hizo gracia que aquel hombre con pinta de jugador de fútbol contara las alabanzas del Shocking Pink de Elsa Schiaparelli. Sin embargo, no cabía duda de que sus abrigos eran los mejores de Estados Unidos y de que tenía un gusto exquisito en cuestión de moda y tonalidades.

– Mi padre era sastre -explicó Hirsch- y mi abuelo también. Con sus dos hermanos, fundó la compañía Hirsch en el Lower East Side. Confeccionaban vestidos y abrigos para sus amigos hasta que alguien de la Séptima Avenida oyó hablar de ellos y empezó a hacerles pedidos. Entonces mi padre dijo qué demonios, se trasladó a la Séptima Avenida y abrió un taller. Más tarde, cuando yo entré en el negocio, cambié todo de arriba abajo e introduje el concepto de la moda. Tuvimos terribles peleas y, cuando mis tíos se retiraron, empecé a trabajar en serio con lanas inglesas y unos colores que a mi padre le erizaban los pelos. Comenzamos a fabricar abrigos de señora y, en los últimos diez años, venimos haciendo lo que soñé en un principio. Las perspectivas son muy buenas, sobre todo ahora que papá se ha retirado y yo adquiero los nuevos diseños en París.

– Es una historia muy interesante, señor Hirsch -dijo Axelle. Una de las típicas historias que habían configurado el éxito de su país de adopción-. Sus abrigos son fantásticos y en nuestra casa se venden muy bien.

– Me alegra mucho saberlo -dijo Simon, esbozando una sonrisa de satisfacción. Su negocio iba viento en popa y casi todo lo había hecho él solo-. Mi padre temió que lo llevara a la ruina. El año pasado me dio un voto de confianza cuando se retiró, y ahora finge que no le interesa. Pero siempre que salgo, mis sastres y cortadores me dicen que hace la ronda por los talleres. Y usted, señora condesa…, perdón, Zoya… ¿cómo llegó al salón de Axelle?

– Pues, siguiendo un camino muy largo -contestó Zoya, y rió-. Lo perdimos todo en el crac de la Bolsa. De la noche a la mañana, nos quedamos sin un céntimo, tuvimos que vender nuestras dos casas, los muebles, mis vestidos y pieles, e incluso la porcelana. -Era la primera vez que hablaba de todo aquello en presencia de Axelle, pero no le importó-. Tenía dos hijos que mantener y prácticamente no sabía hacer nada. Aquí en París había bailado en el Ballet Russe durante la guerra y también en otra compañía de ballet, pero, en 1929, había perdido la práctica y no podía dedicarme otra vez al baile clásico. -Axelle no estaba preparada para lo que Zoya reveló a continuación-. Me presenté para trabajar en las Follies de Ziegfield, pero no tenía suficiente estatura y entonces conseguí un empleo en un salón de variedades. -Axelle se quedó mirándola asombrada y Simon Hirsch sintió inmediatamente un profundo respeto por ella. Pocas mujeres hubieran pasado de la riqueza a la pobreza con tanta valentía, y pocas hubieran confesado su trabajo como coristas-. Probablemente te sorprenderás, Axelle, porque nadie lo sabe, ni siquiera mis hijos. Fue horrible. Estuve allí un año y medio hasta que una noche… -Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordarlo-. Hubo un terrible incendio mientras yo actuaba en el salón, y por poco pierdo a mis hijos. Son lo que más quiero en este mundo y comprendí que ya no podría dejarlos solos por las noches. Puse lo poco que me quedaba en dos cajas, me fui a un hotel con cien dólares que me prestó un amigo y llamé a la puerta de Axelle. No creo que ella adivinara lo desesperada que estaba yo en aquellos momentos -añadió y miró con gratitud a su amiga, mientras Axelle trataba de asimilar sus palabras-. Tuve la suerte de que me contratara. Allí estoy desde entonces y allí espero seguir. Y después fueron felices y comieron perdices -añadió sin darse cuenta de lo emocionados que estaban sus interlocutores, especialmente Simon.

– Qué historia tan extraordinaria -dijo mientras Axelle se secaba discretamente los ojos con un pañuelo de encaje.

– ¿Por qué no me lo dijiste entonces? -preguntó Axelle.

– Temía que no quisieras contratarme. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de conseguir el trabajo. Incluso saqué a relucir el título, cosa que hasta entonces jamás me había atrevido a hacer. De lo contrario, me hubieran obligado a brincar como una loca mientras desde detrás del telón alguien gritaba: «¡Y ahora, para ustedes, la actuación de nuestra condesa particular!». -Los tres se echaron a reír, y Zoya más que nadie. Ambos estaban muy impresionados por su relato. Solo Axelle sabía lo despiadada que hubiera sido la gente de haberse enterado alguien de que la condesa Nikolaevna Ossupov bailaba en un salón de variedades-. En la vida una tiene que hacer lo que pueda. Durante la guerra, aquí en París algunos de nuestros amigos cazaban palomas en el parque y las comían.

Simon se preguntó qué otras tragedias habría sufrido Zoya. La revolución debió de ser un golpe terrible. En ella había mucho más de lo que se apreciaba a primera vista. Y él quería averiguarlo todo. Lamentó que el almuerzo acabara y las acompañó al Ritz antes de reunirse con el representante de una fábrica francesa de tejidos.

Estrechó la mano de Zoya y luego la miró desde el taxi. Pensó que era una mujer extraordinaria. Quería saberlo todo sobre ella, cómo escapó, cómo sobrevivió, cuál era su color preferido, cómo se llamaba su perro y cuáles eran sus temores de infancia. Le parecía una locura, pero, en el breve lapso de una tarde, se había enamorado de la mujer de sus sueños. Tardó cuarenta años, pero un día en París, a cuatro mil kilómetros de su casa, acababa de encontrarla.

36

Zoya lamentó que su viaje finalizara. La última noche, cenaron en Cordon Bleu y regresaron a pie al hotel. Axelle le deseó que descansara y le dio las gracias por haberla ayudado a seleccionar la nueva línea de otoño. Aún no salía de su asombro al recordar la historia contada por Zoya durante el almuerzo en el George V.

No habían vuelto a ver a Simon y Zoya se preguntó si aún estaría en París. Le dejó una nota, dándole las gracias por el almuerzo y deseándole suerte para el resto del viaje. Al final, compraron más sombreros y algunas joyas de Chanel. El último día, Zoya lo dedicó a compras para sus hijos. Encontró el vestido rojo que quería Sasha y a Nicolás le compró una chaqueta, un abrigo, unos libros para que practicara el francés y un reloj de oro de Cartier, muy parecido al que tenía Clayton. A Sasha le compró también una muñeca preciosa y una fina pulsera de oro. Tenía las maletas llenas de cosas para ellos y ya había hecho el equipaje. A la mañana siguiente tenían que tomar el tren con destino a Le Havre, pero aquella noche quería hacer algo que no le había comentado a Axelle. Al día siguiente se celebraba la Pascua rusa y, tras pensarlo mucho, decidió asistir a la misa de medianoche en la catedral de San Alejandro Nevsky. Fue una decisión muy dolorosa porque había estado allí con Clayton, Eugenia y Vladimir, pero no podría abandonar París sin visitar aquel templo. Era como si una parte de sí misma estuviera todavía allí y ella no pudiera sentirse libre hasta enfrentarse con su pasado. Jamás podría volver a casa, San Petersburgo ya no existía, pero necesitaba tocar y sentir por última vez aquel retazo de su vida antes de regresar a Nueva York junto a sus hijos.

Dio las buenas noches a Axelle y, a las once y media, bajó, detuvo un taxi e indicó al taxista la dirección de la rue Daru. Al contemplar el majestuoso templo, contuvo la respiración. Estaba igual que siempre, nada había cambiado desde aquella Nochebuena tan lejana en el tiempo.

El oficio religioso fue tan bello y emocionante como lo recordaba y, en su transcurso, Zoya entonó los solemnes himnos y sostuvo la vela en sus manos, sintiendo más cerca que nunca a sus seres perdidos. Al concluir la ceremonia, experimentó una extraña sensación de paz mientras contemplaba a los rusos, charlando en voz baja en la acera. De pronto, vio un rostro conocido: Yelena, la hija de Vladimir. Bajó en silencio la escalinata sin decirle nada, levantó los ojos al cielo con una sonrisa y saludó a las almas de quienes antaño formaron parte de su vida. Regresó en taxi al hotel. Cuando se acostó, sintió deseos de llorar, pero fueron lágrimas de un dolor que el tiempo había mitigado y ahora solo recordaba de vez en cuando.

A la mañana siguiente, no le contó nada a Axelle. Tomaron el tren a Le Havre y embarcaron en el Queen Mary. Sus camarotes eran los mismos de la travesía de ida. Mientras el buque zarpaba, Zoya recordó la vez que zarpó con Clayton en el Paris, rumbo a Estados Unidos.

– La veo muy triste…

Zoya se sobresaltó. Se volvió y vio a Simon mirándola con dulzura. Mientras Axelle se quedaba en el camarote deshaciendo el equipaje, ella había decidido salir a cubierta para afrontar a solas sus pensamientos. Con el cabello alborotado por el viento, Simon parecía más apuesto que nunca.

– No estoy triste, simplemente recordaba.

– Habrá tenido usted una vida muy interesante, sospecho que mucho más de lo que contó en el almuerzo.

– El resto ya no importa -dijo Zoya con la mirada perdida en la inmensidad del mar. Simon hubiera querido acariciarle la mano, hacerla sonreír y devolverle la alegría-. El pasado solo interesa en la medida en que influye en nosotros, señor Hirsch. Me costó mucho regresar, pero ahora estoy contenta de haberlo hecho. París está lleno de recuerdos para mí.

– Lo debió de pasar usted muy mal aquí durante la guerra -dijo Simon-. Yo quise participar, pero mi padre no me dejó. Al final me enrolé, pero demasiado tarde. No salí de Estados Unidos. Me enviaron a una fábrica de Georgia, de tejidos, naturalmente. Al parecer estoy predestinado al negocio de los trapos. Lo debió de pasar muy mal cuando estaba aquí -repitió con expresión muy seria.

– Es cierto, pero nuestro destino fue mucho más fácil que el de quienes se quedaron en Rusia. -Zoya pensó en Mashka y en los demás. Simon no quiso hacerle más preguntas para no incomodarla-. Pero eso ya no importa -añadió Zoya, mirándolo con una sonrisa-. ¿Ha sido fructífero su viaje?

– Pues, sí. ¿Y el de ustedes?

– Estupendo. Creo que Axelle está muy contenta con los pedidos que hemos hecho.

Zoya hizo ademán de marcharse y Simon sintió el impulso de retenerla.

– ¿Cenará usted conmigo esta noche?

– Tendré que preguntarle a Axelle qué desea hacer. Pero se lo agradezco mucho. Le transmitiré su invitación -contestó Zoya.

Quería darle a entender con toda claridad que no estaba disponible. Le gustaba mucho aquel hombre, pero, a su lado, se sentía vagamente incómoda. Su mirada era tan intensa y su apretón de manos tan fuerte, e incluso tan poderoso el brazo con que la sostuvo cuando el barco empezó a balancearse, que Zoya tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para resistir. Casi lamentaba viajar con él en el mismo barco. No le apetecía verlo muy a menudo. Cuando le comunicó su invitación a Axelle, esta se mostró entusiasmada.

– Acéptala, por lo que más quieras. Yo misma le dejaré una nota.

Axelle lo hizo, pero, en el último momento, anunció que estaba mareada y dejó a Zoya con Simon en el comedor, contrariando los deseos de su amiga. A los pocos minutos, Zoya olvidó sus recelos y empezaron a conversar animadamente. Simon describió el año que pasó en la fábrica de tejidos de Georgia, y aseguró que como no entendía ni una palabra del acento sureño, en venganza, les hablaba en yiddish. Después le habló de su familia. Su madre debía de ser casi tan autoritaria como la de Zoya, a pesar de que ambos pertenecían a ambientes muy distintos.

– Quizá es que todas las mujeres rusas son así -dijo Zoya y rió-. Mi abuela era muy distinta, gracias a Dios. La mujer más tolerante y cariñosa que he conocido en mi vida. Le debo la vida en muchos sentidos. Creo que a usted le hubiera gustado mucho -añadió.

– Sin duda -convino Simon-. Es usted una mujer sorprendente. Ojalá la hubiera conocido hace mucho tiempo.

– Puede que entonces no le hubiera agradado tanto -dijo Zoya riéndose-. La adversidad humilla a las personas y yo entonces estaba demasiado mimada. -Recordó las comodidades de las que disfrutaba en Sutton Place-. Estos últimos diez años me han enseñado muchas cosas. Siempre pensé, durante la guerra, que si mi vida volvía a mejorar, nunca daría nada por descontado, pero lo hice. Ahora lo valoro todo mucho más… El salón de modas, mi trabajo, mis hijos, todo lo que tengo.

– Quisiera saber cómo fue su vida en Rusia -dijo Simon medio enamorado.

Al terminar la cena, salieron a dar un paseo por la cubierta. El suave balanceo del barco no incomodaba a Zoya, que lucía un vestido de noche de raso gris, creado por la modista de Axelle a partir de un diseño de madame Grès, y un chaquetón de zorro plateado que la favorecía sobremanera.

– ¿Por qué quiere saberlo? -preguntó Zoya, intrigada.

¿Qué podía importarle? ¿Sería simple curiosidad o algo más profundo? No estaba muy convencido de lo que buscaba en ella y, sin embargo, a su lado se sentía muy seguro.

– Quiero saber todo sobre usted porque está llena de belleza, fuerza y misterio.

Zoya sonrió. Nadie le había dicho jamás algo semejante, ni siquiera Clayton, aunque entonces era apenas una niña. Ahora tenía bastante experiencia.

– Ya sabe usted muchas más cosas que otras personas -dijo-. Nunca había revelado a nadie que fui corista. La pobre Axelle casi se muere del susto, ¿verdad?

– Y yo también -reconoció Simon-. Jamás había conocido a una corista de un salón de variedades.

– ¡Imagínese qué contenta se pondría su madre! -dijo Zoya y rió-. En cualquier caso, no creo que le hiciera mucha gracia. Si sus padres huyeron de Rusia escapando de los pogromos, dudo que tengan mucha simpatía hacia los rusos.

– ¿Los conoció usted de pequeña?

Simon no quería turbarla, diciéndole que estaba en lo cierto. Su madre hablaba del zar como de una figura odiosa, responsable de todos sus males, y su padre era apenas un poco más comprensivo.

Zoya lo miró como si sopesara algo mentalmente y después asintió muy despacio con la cabeza.

– Sí -dijo con una leve vacilación-. El zar y mi padre eran primos. Yo me crié con sus hijos. -Después le habló de Mashka, de los veranos en Livadia y de los inviernos en el palacio de Alejandro-. Era casi una hermana para mí. Sufrí mucho cuando me enteré de la noticia. Después vino Clayton y nos casamos -añadió con lágrimas en los ojos.

Simon le tomó la mano, asombrado de que hubiera sido tan fuerte y valiente. Era como si acabara de conocer a alguien de otro mundo, un mundo que siempre lo fascinó y desconcertó. En su infancia leyó libros sobre el zar, para gran disgusto de su madre, pero siempre sintió curiosidad por conocer mejor a aquel hombre. Zoya le comentó ahora su simpatía y su encanto. Era una faceta del zar que él ignoraba por completo.

– ¿Cree usted que habrá otra guerra?

Parecía increíble que pudieran producirse dos grandes guerras en su vida y, sin embargo, algo le decía que era posible.

– Creo que sí, aunque espero que no -contestó Simon, confirmando sus temores.

– Yo también. Fue terrible que murieran tantos jóvenes. Hace veinte años París estaba desierto. Todos habían marchado a la guerra. No quiero ni pensarlo.

Sobre todo, ahora que tenía un hijo, le dijo a Simon.

– Algún día me gustaría conocer a sus hijos.

– Son un encanto. Nicolás es muy serio y Sasha está bastante mimada. Era la preferida de su padre.

– ¿Se parece a usted?

– Pues, no. Más bien a su padre -contestó Zoya, sacudiendo la cabeza.

Pero no invitó a Simon a visitarla en Nueva York. Quería mantener las distancias. Era muy amable y simpático, pero se sentía tan a gusto con él que temía llegar demasiado lejos.

Simon la acompañó al camarote y se despidió junto a la puerta. A la mañana siguiente, cuando Zoya y Axelle salieron a dar un paseo por la cubierta, Simon estaba esperándolas. Jugó al tejo con Zoya, las invitó a almorzar y la tarde pasó volando. Aquella noche Zoya y Simon cenaron juntos y después bailaron. Notó que estaba un poco tensa, y cuando más tarde salieron a pasear por la cubierta le preguntó el motivo.

Zoya contempló su hermoso rostro en la oscuridad y decidió sincerarse.

– Tal vez porque tengo miedo.

– ¿De qué? -preguntó Simon, un poco ofendido. Él no pretendía causarle ningún daño. Muy al contrario.

– De usted. Y espero que no lo tome como una descortesía.

– No es una descortesía, pero estoy perplejo. ¿Yo la asusto?

Nadie lo había acusado jamás de semejante cosa.

– Un poco. Quizá tengo más miedo de mí misma que de usted. Hace mucho tiempo que no voy a ningún sitio con un hombre, y tanto menos a almorzar, cenar y bailar en un barco. -Zoya recordó su luna de miel con Clayton en el Paris-. No ha habido nadie desde que murió mi marido. Y no quiero que cambie la situación.

– ¿Por qué no? -preguntó Simon, sorprendido.

– Pues… -Zoya se detuvo a pensarlo-. Porque soy demasiado mayor y debo pensar en mis hijos…, porque amaba mucho a mi marido…, por todas estas cosas, supongo.

– No puedo discutirle el amor por su marido, pero es ridículo que se considere demasiado mayor. ¿Qué soy yo entonces? ¡Le llevo tres años!

– Bueno, su caso es distinto… -Zoya rió-. Nunca estuvo casado y yo sí. Todo eso forma parte de mi vida.

– ¡Qué tontería! ¿Cómo puede decir tal cosa a su edad? La gente se enamora y se casa todos los días, muchas personas son viudas o divorciadas, otras están casadas… ¡Y muchas le doblan la edad!

– Puede que yo no sea tan interesante como esas otras personas -dijo Zoya sonriendo.

– Se lo advierto, no pienso cruzarme de brazos. Usted me gusta mucho. -Simon la miró con sus cálidos ojos castaños y Zoya sintió que en su interior se agitaba algo latente desde hacía muchos años-. No me daré por vencido. ¿Sabe lo que hay por ahí para un hombre como yo? Chicas de veintidós años que cuando hablan ríen como estúpidas, chicas histéricas de veinticinco años, divorciadas de treinta años en busca de alguien que les pague el alquiler y otras de cuarenta que son auténticas zorras. No conozco a nadie como usted desde hace veinte años y no admitiré que me diga que es demasiado mayor, ¿está claro, condesa Nikolaevna Ossupov? -Zoya sonrió a su pesar-. Y le advierto que soy un hombre muy obstinado. La perseguiré aunque tenga que montar una tienda frente a la entrada del salón de Axelle. ¿Le parece razonable?

– En absoluto, señor Hirsch. Me parece absurdo.

– Muy bien, pues. Compraré la tienda en cuanto regrese a Nueva York. A no ser que acceda a cenar conmigo la noche de nuestra llegada.

– Llevo tres semanas sin ver a mis hijos.

Zoya no tuvo más remedio que reconocer en su fuero interno lo mucho que le gustaba aquel hombre. Tal vez más adelante aceptara su amistad.

– Bueno, pues -dijo Simon-, al día siguiente. Y puede llevar a sus hijos, si quiere. Quizá ellos sean más razonables que usted -añadió y contempló aquellos ojos verdes que le habían robado el corazón en cuanto los vio en el salón de Schiaparelli.

– No esté muy seguro -dijo Zoya, pensando en sus hijos-, son muy fieles al recuerdo de su padre.

– Eso está muy bien, pero usted tiene derecho a algo más en su vida, y ellos también. Por mucho que usted se esfuerce, no podrá dárselo todo. Su hijo necesita a un hombre en casa y probablemente su hijita también.

– Tal vez -dijo Zoya en tono evasivo. De pronto, Simon la pilló por sorpresa y la besó suavemente en los labios-. Por favor, no vuelva a hacer eso -susurró ella sin demasiada convicción.

– No lo haré -replicó, y volvió a besarla.

– Gracias -dijo Zoya, mirándolo con ojos soñadores.

Después cerró la puerta del camarote y él subió al suyo, sonriendo como un chiquillo.

37

Mientras navegaban rumbo a Nueva York el idilio floreció a pesar de Zoya. Cenaban, bailaban y se besaban sin cesar. Tenían los mismos intereses, los mismos gustos e incluso los mismos temores. Axelle los dejó solos y reía para sus adentros, observándolos de lejos. La última noche, Simon miró a su amada con tristeza.

– Te echaré terriblemente de menos, Zoya.

– Yo a ti también -confesó-, pero así debe ser. -Sabía que esto tenía que terminar, pero no comprendía exactamente por qué razón. La cosa hubiera tenido sentido hace muchos años, pero, en estos momentos, ya no. Deseaba estar a su lado tanto como él al suyo-. No hubiéramos tenido que empezar, Simon -dijo.

– Estoy enamorado de ti, Zoya Nikolaevna Ossupov.

Le encantaba el sonido de su nombre ruso y de vez en cuando le gastaba bromas sobre el título que utilizaba por motivos de trabajo.

– No lo digas, Simon. Solo servirá para dificultar las cosas.

– Quiero casarme contigo -dijo Simon sin la menor vacilación.

– Eso es imposible.

– No lo es. Cuando volvamos a casa, les diremos a tus hijos que estamos enamorados.

– Es una locura. Acabamos de conocernos.

Zoya ni siquiera aceptó hacer el amor. Tenía miedo y permanecía demasiado atada al recuerdo de su difunto marido.

– De acuerdo, pues. Esperaremos una semana.

Zoya rió mientras él la besaba.

– ¿Te casarás conmigo?

– No.

– ¿Por qué?

– Porque estás loco -contestó Zoya riéndose-. Incluso podrías ser peligroso.

– Seré muy peligroso si no te casas conmigo. ¿Has visto alguna vez a un judío ruso loco de atar en un barco inglés? ¡Podría causar un incidente internacional! Piensa en cuánta gente se llevaría un disgusto por tu culpa… Creo que es mejor que aceptes…

– Simon, por favor, sé razonable. Podrías odiarme cuando volviéramos a vernos en Nueva York.

– Mañana por la noche te lo diré. En caso de que no te odie, ¿te casarás conmigo?

– ¡No!

A veces, a Zoya le resultaba imposible ponerse seria con él. Otras, en cambio, Simon parecía capaz de llegar hasta el fondo de su alma.

– Nunca le había pedido a una mujer que se casara conmigo -dijo Simon, tomando sus manos en las suyas-. Soy un hombre responsable. Estoy enamorado de ti. Tengo un negocio. Mi familia me considera muy inteligente. Te lo suplico, Zoya, amor mío, cásate conmigo, por favor.

– No puedo, Simon. ¿Qué pensarían mis hijos? Dependen enteramente de mí, no están preparados para que un desconocido entre en sus vidas, ni yo tampoco. Llevo demasiado tiempo sola.

– Es cierto -dijo Simon en voz baja-. Demasiado. Pero no tienes por qué seguir así. ¿Lo pensarás?

– Lo haré -contestó Zoya, derritiéndose como la cera cuando él la miró-. Pero eso no significa que acaso lleguemos a un resultado.

Para Simon fue más que suficiente. Ambos pasaron varias horas conversando en cubierta.

A las siete en punto de la mañana siguiente, Simon llamó a la puerta de Zoya.

– Vayamos a ver la estatua de la Libertad.

– ¿A esta hora? -Zoya iba todavía en camisón y llevaba el cabello recogido en una larga trenza-. ¿Qué hora es?

– Hora de levantarse, perezosa -contestó y contempló con una sonrisa su camisón-. Ya te vestirás más tarde. Ahora ponte solo un abrigo y zapatos.

Zoya se puso el abrigo de visón regalo de Axelle hacía unos años, se calzó zapatos de tacón alto y salió con Simon a cubierta sin importarle demasiado su extraño atuendo.

– Si me viera alguna de mis clientas, jamás volvería a fiarse de mis consejos.

– Estupendo. En tal caso, Axelle te despediría y yo podría salvarte de tu terrible destino. -Ambos contemplaron en silencio la silueta de los rascacielos de Nueva York y la estatua de la Libertad mientras el barco se aproximaba lentamente al puerto-. Es bonito, ¿verdad?

– Sí -contestó Zoya, íntimamente feliz.

Rindió tributo al pasado y ahora volvía a mirar hacia el futuro. Todo le parecía nuevo y emocionante, y el solo hecho de contemplarlo le producía una inefable sensación de dicha. Simon la estrechó en sus brazos mientras el buque atracaba. Luego, Zoya bajó corriendo a su camarote para vestirse y cerrar los baúles. No volvió a verlo hasta el momento de desembarcar. Simon se ofreció a acompañarlas, pero rechazaron su invitación pues Axelle tenía un automóvil esperándola. No obstante, las acompañó por la escalerilla, llevando su equipaje de mano. De pronto, Zoya gritó y echó a correr. Nicolás la esperaba en el muelle, más guapo que nunca. Zoya lo llamó por su nombre y se arrojó a sus brazos mientras él la abrazaba con fuerza. El muchacho había decidido ir solo al puerto tras dejar a Sasha en la escuela. Simon contempló la escena con envidia mientras ayudaba a Axelle a llevar las maletas. Después se acercó a Zoya, estrechó solemnemente su mano y sonrió al muchacho. Le hubiera gustado tener un hijo como él.

– Hola, me llamo Simon Hirsch -dijo-. Tú debes de ser Nicolás.

Nicky sonrió tímidamente y después se echó a reír.

– ¿Cómo lo sabe?

– Tu madre habla constantemente de ti.

– Yo también hablo siempre de ella -dijo Nicolás, tomando del brazo a Zoya. Tenía casi quince años y ya era tan alto como Clayton-. ¿Lo pasaste bien? -preguntó mientras esperaban los baúles tras pasar por la aduana.

– Sí. Pero os eché mucho de menos -Zoya añadió algo en ruso y Nicolás rió. Al ver que Simon también reía, Zoya se dio cuenta de que la había entendido-. ¡Eso es jugar con ventaja! -exclamó.

Le había dicho a su hijo que llevaba el pelo demasiado largo y parecía un perro peludo.

– ¿Habla usted ruso, señor? -preguntó Nicolás, súbitamente interesado por Simon.

– Un poco. Mis padres son de Vladivostok. Mi madre también solía decirme cosas así en ruso, y a veces todavía me las dice -contestó Simon, riéndose.

Tras cumplimentar los trámites de aduana, Axelle y Zoya subieron al automóvil y Simon permaneció de pie en el muelle. Mientras el vehículo se ponía en marcha las despidió con la mano.

– ¿Quién es? -preguntó Nicolás a su madre en ruso.

– Un amigo de Axelle. Nos lo encontramos en el barco.

– Parece simpático.

– Lo es -dijo Zoya sin darle mayor importancia.

Después preguntó a su hijo cómo estaba Sasha.

– Tan insoportable como siempre. Ahora se ha empeñado en que quiere un perro. Un galgo ruso, a ser posible. Dice que causan furor y no parará hasta que le compres uno. A mí me parecen horribles. Si compramos un perro, que sea un dogo o un bóxer.

– ¿Y quién ha dicho que vamos a comprar un perro?

– Sasha, y lo que Sasha quiere, lo consigue.

Axelle sonrió sin entender sus palabras. Zoya le dijo a Nicolás que no fuera maleducado y prosiguieron su conversación en francés.

– Ah, ¿sí?

– ¿Acaso no es cierto?

– No siempre -contestó Zoya, ruborizándose. Pero Nicolás tenía razón. Sasha era una niña muy obstinada y a veces era mejor ceder a sus caprichos para que no diera la lata-. Aparte de eso, ¿qué tal se ha portado?

Sabía que Nicolás había ido a verla todos los días desde la casa donde se alojaba.

– Bastante mal. Ayer mismo le dio un berrinche porque le prohibí ir al cine con una amiga. Aún no había hecho los deberes y ya era muy tarde. Te lo contará en cuanto te vea.

– Hogar, dulce hogar -dijo Axelle sonriendo mientras Zoya reía.

Zoya había echado de menos a sus hijos, pero ahora estaba segura de que también echaría de menos a Simon.

– Tu amigo me ha parecido muy simpático -dijo cortésmente Nicolás a Axelle.

– Yo pienso lo mismo -contestó Axelle, mirando a Zoya con intención.

Confiaba en que ambos volvieran a verse.

Nada más llegar a casa, Zoya recibió un enorme ramo de rosas. La tarjeta solo decía: «No te olvides. Con cariño, S.». Zoya guardó la tarjeta en el escritorio y miró a su hija que, como era de esperar, estaba quejándose de su hermano.

– ¡Acabo de llegar a casa, concédeme un minuto para que me oriente! -dijo Zoya, entre risas.

– ¿Podríamos tener un perro?

La niña pasó dos horas pidiendo cosas y no se ablandó ni siquiera ante el nuevo vestido rojo. Nicolás se alegró mucho con el reloj, las prendas de vestir y los libros.

– Bienvenida a casa, mamá -dijo, abrazando y besando a su madre en la mejilla.

– Te quiero, cariño…, y a ti también -dijo Zoya, rodeando con sus brazos a Sasha.

– Y el perro, ¿qué? -preguntó la niña.

– Ya veremos, Sasha, ya veremos… -contestó su madre.

El teléfono acudió en su auxilio. Era Simon. Zoya le dio las gracias por las rosas y rió mientras Nicolás y Sasha discutían a causa del mítico galgo ruso.

– ¿Ya me echas de menos? -dijo él.

– Mucho. Creo que necesito un árbitro aquí.

– Estupendo. Me ofrezco para el puesto. ¿Qué tal si cenamos juntos mañana por la noche?

– ¿Qué tal un perro? -preguntó Zoya, riéndose sin que él comprendiera qué ocurría.

– ¿Quieres comerte un perro?

– Qué ocurrencia -exclamó Zoya, echándole súbitamente de menos.

– Pasaré a recogerte a las ocho.

Zoya se asustó. ¿Qué dirían los niños? ¿Qué pensaría Nicolás?

Quería llamar y decirle que había cambiado de idea, pero, por una extraña razón, no pudo hacerlo ni siquiera cuando sus hijos se fueron a la cama.

A la noche siguiente, Simon se presentó a las ocho en punto y tocó el timbre justo en el momento en que Zoya salía de su habitación. El apartamento era pequeño, pero sencillo y elegante. Había pocas cosas, pero de calidad. Zoya abrió la puerta y le franqueó la entrada mientras Sasha contemplaba con asombro la imponente figura del desconocido.

– ¿Ese quién es? -preguntó la niña, avergonzando a su madre con sus malos modales.

– Es el señor Hirsch. ¿Me permite que le presente a mi hija Alejandra?

– Encantado de conocerte -dijo Simon, estrechando solemnemente la mano de la niña.

En aquel momento entró Nicolás.

– Hola… ¿cómo está? -dijo el muchacho sonriendo. Cuando se marcharon, ambos hermanos reanudaron su discusión.

Zoya cerró la puerta y, mientras aguardaba el ascensor, pensó con inquietud en la expresión de Sasha al ver a Simon. Sin embargo, este no esperaba otra cosa.

Cenaron en el restaurante 21 y pasaron largas horas hablando, tal como solían hacer en el barco. Después, él la acompañó a casa y al llegar la besó dulcemente.

– No puedo soportar tu ausencia. He pasado todo el día como un chiquillo esperando la Navidad. ¿Por qué no vamos con los niños a algún sitio mañana por la tarde?

Era domingo y Zoya no tenía que ir al trabajo. Aunque la idea le gustaba, temía la reacción de Sasha e incluso del comprensivo Nicolás.

– ¿Qué pensarán los niños?

– Pensarán que tienen un nuevo amigo. ¿Tan horrible te parece eso?

– Podrían ser muy groseros contigo.

– Lo soportaré. Me parece que no lo entiendes, Zoya. Eso es lo único que yo quiero. Lo que te dije en el barco es cierto. Te amo.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar seguro?

Zoya tenía miedo, a pesar de lo mucho que lo echaba de menos. Hubiera querido permanecer constantemente a su lado. ¿Cómo era posible que le hubiera ocurrido tal cosa al cabo de tantos años? Estaba enamorada, pero aún no sabía qué hacer. Deseaba huir, aunque ya no estaba muy segura de poder hacerlo.

– Dame una oportunidad, amor mío -dijo Simon, besándola-. Pasaré a recogeros a mediodía.

– Eres un hombre muy valiente.

– No tanto como tú, cariño. Hasta mañana. Podríamos ir en automóvil a algún sitio.

– A los niños les encantará.

Cuando Simon apareció al día siguiente, Sasha protestó y dijo que se quedaría a jugar con sus muñecas, pero, una vez en Long Island, se lo pasó muy bien. Nicolás por poco se desmaya cuando vio el Cadillac verde oscuro con los costados de los neumáticos blancos y los accesorios más nuevos del mercado. Era el más bonito que jamás había visto, pensó mientras Simon lo invitaba a sentarse delante con él.

– ¿Te gustaría conducirlo, hijo?

Cuando llegaron a una carretera secundaria, Simon permitió que Nicolás se pusiera al volante y el muchacho se sintió como en el cielo. Sentada en el asiento trasero con Sasha, Zoya comprendió que Simon tenía razón. El chico necesitaba un hombre en su vida. Incluso Sasha se portó mejor y coqueteó descaradamente con Simon mientras regresaban a casa. Cenaron en un pequeño restaurante a base de ostras, gambas y helado de postre.

– Bueno, pues, condesa Nikolaevna Ossupov -dijo Simon en tono burlón, sentado en el salón con Zoya cuando los niños ya estaban en la cama-, ¿qué tal lo hice? ¿Aprobado o suspenso?

– ¿Tú qué piensas? Nicolás nunca ha sido más feliz en su vida, y creo que Sasha se ha enamorado de ti.

– ¿Y su madre? -preguntó Simon, mirándola muy serio a los ojos-. ¿Qué dices, Zoya, te casarás conmigo?

– Sí, Simon, sí -contestó Zoya en un susurro.

Simon la miró como a punto de perder el sentido y Zoya se preguntó si se habría vuelto loca. Apenas conocía a aquel hombre, pero sabía que no podría vivir sin él.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Simon, atrayéndola a sus brazos mientras ella lo miraba con una sonrisa temerosa.

– Sí, Simon, lo digo en serio.

38

Axelle se quedó de piedra cuando a la mañana siguiente Zoya le comunicó que se iba a casar. Ella esperaba que las relaciones fructificaran, pero nunca que las cosas pudieran precipitarse tanto.

– ¿Qué piensan los niños? -preguntó mientras Zoya la miraba, todavía sorprendida por su decisión.

Ambos acordaron esperar un poco hasta que los niños se acostumbraran a su presencia. Además, Zoya aún no estaba preparada. Después de tantos años sola, Simon sabía que necesitaba tiempo para acostumbrarse a la idea y estaba dispuesto a concederle un plazo razonable.

– Aún no les hemos dicho nada, pero parece que le tienen simpatía.

Zoya le describió a Axelle la excursión a Long Island. Había sido un idilio vertiginoso, se conocían tan solo de unas semanas. Sin embargo, Zoya sabía que Simon era bueno y honrado y estaba segura de amarlo.

Aquella tarde, Simon acudió al salón de modas con ramos de flores para Zoya y Axelle. La modista se emocionó ante este detalle. Él le dio las gracias por haber favorecido el romance.

– Pero no me la robe demasiado pronto, señor Hirsch -dijo Axelle.

Ambos la tranquilizaron diciéndole que harían las cosas con mucha prudencia. Simon aún no había presentado a Zoya a sus padres y tenía que resolver ciertos asuntos. Sabiendo que aquel fin de semana los niños lo pasarían en casa de unos amigos, Simon se presentó sin previo aviso el sábado por la mañana en el apartamento de Zoya, con un enorme ramo de lilas blancas y una misteriosa sonrisa que ella fingió no ver.

– Lo veo muy contento, señor Hirsch -dijo.

– ¿Y por qué no iba a estarlo? Me he comprometido con una bellísima y maravillosa mujer -contestó Simon, besándola.

Seguida por Simon, Zoya fue a la cocina a arreglar las flores. Eligió un jarrón de cristal tallado que había comprado en cierta ocasión porque le recordaba el que solía utilizar su madre para las flores del jardín del palacio de Fontanka.

– Son bonitas, ¿verdad? -dijo, retrocediendo para admirarlas.

Simon la rodeó con sus brazos y la besó.

– No tanto como tú. -Zoya se acurrucó en sus brazos en silencio, gozando de su dulzura y de su calor mientras él le acariciaba el cabello y le murmuraba al oído-: Vámonos en el coche a algún sitio. Hace un día estupendo.

Sin los niños en casa, Zoya no tendría que darse prisa en volver.

– Me parece una magnífica idea -contestó.

Simon regresó al salón mientras ella fue a cambiarse. Zoya se puso pantalones blancos y jersey blanco de cachemira. Simón contempló las numerosas fotografías en marcos de plata y se detuvo asombrado delante de una en la que las hijas de los Romanov aparecían como colgando boca abajo y haciendo divertidas muecas al fotógrafo. Examinándola con más detenimiento, vio que una de las niñas en atuendo de tenis era Zoya, y entonces dedujo que la de al lado debía de ser María y las otras sus hermanas. Le pareció increíble que Zoya hubiera sido protagonista de aquella historia. Pero todo pertenecía a un pasado tan descolorido como la fotografía. Había otras de Sasha y Nicolás, y varias de Clayton. Zoya parecía muy feliz al lado de aquel hombre tan distinguido.

– ¿Qué haces aquí tan callado? -preguntó Zoya, entrando sonriente en la estancia con su pantalón y su jersey blancos. Estaba tan hermosa que a veces a Simon le recordaba a Katharine Hepburn.

– Miraba estas fotografías. Nicolás se parece mucho a su padre, ¿verdad?

– A veces -contestó Zoya-. Y también un poco a mi padre. -Tomó una fotografía de gran tamaño de sus padres y se la mostró-. Y un poco a mi hermano -añadió, indicándole otra fotografía de la mesa.

– Tienen un aire muy distinguido -comentó Simon, impresionado ante las imágenes de sus aristocráticos parientes.

– Ya ha pasado mucho tiempo -dijo Zoya, sonriendo con tristeza. Le parecía increíble que hubieran transcurrido veinte años desde la muerte de sus padres-. A veces, pienso que solo debería vivir el presente. El pasado es una carga muy pesada y, sin embargo, es tan difícil desprenderse de ellos, olvidar, seguir adelante…

Por eso deseaba esperar un poco antes de casarse. Necesitaba soltar ciertas amarras. Tenía que dar un gran paso del pasado al presente y Simon no quería atosigarla. Sabía que necesitaba tiempo y estaba dispuesto a tener paciencia. Sobre todo, ahora que había accedido a casarse con él. Contando con aquella promesa, podría esperar y ayudarla en la transición.

– Creo que las cosas hay que soltarlas cuando uno está preparado para hacerlo. Por cierto, ¿ya estás lista para salir?

– Sí, señor.

Zoya se había puesto un blazer azul oscuro sobre el jersey. Minutos más tarde, ambos subieron al automóvil para dirigirse a lo que Simon calificó de destino secreto.

– ¿Significa eso que me ha secuestrado, señor Hirsch? -preguntó Zoya, riéndose.

El hecho de no tener que preocuparse por los niños la hacía sentirse feliz y despreocupada. Cuando estaba con ellos era más seria y menos romántica.

– La idea de secuestrarte es la mejor que se me ha ocurrido desde que te conozco -contestó Simon-. Pensándolo bien, hubiera tenido que hacerlo en París.

Sin embargo, se conformaba con Connecticut, pensó mientras circulaban por la carretera arbolada de Merritt. Por el camino, le habló a Zoya de su negocio y le expuso sus ideas sobre la colección de otoño. Le expresó también su esperanza de tener algún día una importante colección de pintura en la que ocuparían un lugar de honor los impresionistas. Zoya describió la colección de sus padres en Rusia.

– Ahora las «cosas» ya no me interesan tanto como antes. Es curioso, pero, en otros tiempos, solía dar por descontadas todas las cosas bonitas que me rodeaban, sin embargo ahora, tras haberlo perdido todo o vendido todo, ya no atribuyo tanto valor a los objetos. Lo más importante para mí son las personas de mi vida -añadió Zoya, y miró amorosamente a Simon.

Simon acarició sus dedos sobre la mesa del restaurante en que ahora estaban y ambos entrelazaron las manos.

Más tarde, abandonaron el restaurante e iniciaron el camino de vuelta atravesando la hermosa campiña. Zoya apoyó la cabeza contra el hombro de Simon.

– ¿Cansada?

– No, simplemente feliz -contestó Zoya, sacudiendo la cabeza.

– Regresaremos enseguida. Pero antes quiero enseñarte un sitio.

– ¿Dónde? -preguntó Zoya.

Su compañía le encantaba. A su lado se sentía a salvo.

– Es un secreto.

Media hora más tarde, Zoya pudo admirar una encantadora casita de estilo inglés al borde de una carretera secundaria, con una valla de estacas alrededor, frondosos árboles y muchos rosales en flor de los que emanaba una penetrante fragancia.

– ¿De quién es esta casa, Simon?

– Ojalá pudiera decir que es mía. Pertenece a una maravillosa dama inglesa que la convirtió en posada para pagar los gastos. La descubrí hace años y a veces vengo aquí para relajarme del ajetreo de Nueva York. Entra, te la presentaré.

Simon no se lo dijo a Zoya, pero aquella mañana había llamado a la señora Whitman, advirtiéndola de su llegada. Cuando pasaron a la acogedora salita con tapicería inglesa de cretona floreada, vieron sobre la mesa un típico té inglés. Había una resplandeciente tetera de plata y bandejas con bocadillos y pastas que la señora Whitman llamaba «galletas». Era una alta y delgada mujer de cabello blanco, acento muy cerrado, ojos risueños y largas manos estropeadas por las faenas del huerto.

– Cuánto me alegro de verlo, señor Hirsch -dijo, estrechando la mano de Simon sin apartar los ojos de Zoya.

Cuando Simon la presentó como su prometida, exclamó:

– ¡Qué buena noticia! Entonces, ¿son novios desde hace poco?

– Muy poco -contestaron al unísono mientras la señora Whitman servía el té y los invitaba a sentarse en su agradable salón.

En la estancia había una hermosa chimenea y varias piezas antiguas que la señora Whitman había traído consigo cuando se trasladó a Estados Unidos, hacía cincuenta años. Había vivido en Londres y Nueva York, pero, al morir su marido, se fue a vivir al campo. Reconoció inmediatamente el acento de Zoya y algo en su aspecto le hizo comprender que en aquella joven había bastante más de lo que se veía a primera vista. Pensó que Simon había hecho una buena elección y no tuvo reparo en decírselo. Para celebrar el compromiso, sacó una botella del mejor jerez.

El sol poniente iluminaba el jardín cuando brindó por ellos. Al poco rato, la señora Whitman tomó su copa y se retiró discretamente. Sus habitaciones estaban en la parte trasera de la casa y, cuando tenía huéspedes importantes, les permitía utilizar el salón y los dormitorios del piso de arriba. Había dos, comunicados por un amplio cuarto de baño victoriano, con unas elegantes camas inglesas con dosel.

– Ven a echar un vistazo -dijo Simon.

– ¿No le importará, Simon? -preguntó Zoya.

No sabía dónde se había metido la señora Whitman y parecía haber transcurrido una eternidad, pero se encontraba tan a gusto en aquel alegre salón, tomando jerez con él, que no le importaba en absoluto. Aun así, le parecía un poco raro subir arriba sin previa invitación.

– No seas tonta. Conozco este lugar como si fuera mi propia casa.

Simon la tomó de la mano y la acompañó a los dormitorios del piso de arriba. Zoya sonrió al verlos. Las luces estaban encendidas y las camas tenían los cobertores doblados hacia atrás como si la señora Whitman esperara invitados de un momento a otro. Cuando Zoya se volvió para bajar, Simon la atrajo riendo hacia sus brazos y la besó en la boca, dejándola casi sin aliento y con el cabello alborotado. La miró con una sonrisa pícara y la empujó hacia la cama.

– ¡Simon! -exclamó Zoya, tratando de zafarse de sus caricias-. ¡Qué pensará la señora Whitman! ¡Suéltame!…, vamos a desordenar la cama… ¡Simon!

Simon se tendió en la cama y rió.

– Eso espero.

– ¡Simon! ¿Te levantas o no? -dijo Zoya sin poder reprimir la risa.

Se lo veía completamente a sus anchas, tendido en uno de los dos dormitorios para invitados de la señora Whitman.

– No.

– ¡Estás borracho!

Sin embargo, Simon apenas bebió en todo el día, exceptuando la copita de jerez que tomó en la salita y que en modo alguno lo hubiera emborrachado. Extendió sus largos brazos y atrajo a Zoya hacia la cama.

– No estoy borracho, pero tenías razón esta mañana cuando dijiste que te había secuestrado. Pensé que te sentaría bien irte conmigo a algún sitio. Y aquí estamos, ocultos en mi escondrijo secreto. Por consiguiente, considérate secuestrada -añadió Simon, besándola cariñosamente en los labios.

– ¿Hablas en serio? ¿Nos quedaremos aquí?

– Pues claro -contestó Simon-. Incluso me he tomado la libertad de traer algunas cosas por si las necesitabas -dijo y sonrió tímidamente.

– ¡Simon, eres fantástico! -tendiéndose a su lado en la cama como una chiquilla, Zoya le arrojó los brazos al cuello y lo besó. Simon le había comprado un precioso camisón de raso con salto de cama y chinelas a juego, y toda clase de cremas, lociones y aceites de baño, dos barras de labios, un cepillo de dientes nuevo y un dentífrico de la marca que antes había visto en su cuarto de baño. Lo introdujo todo en un maletín que fue a buscar al piso de abajo y dejó en el dormitorio contiguo. Zoya lo examinó en medio de breves exclamaciones de alegría y preguntó-: ¿Qué pensará la señora Whitman de nuestra estancia aquí? Sabe que no estamos casados.

Simon sabía que aquella mujer de apariencia tan seria era, en realidad, mucho menos remilgada de lo que parecía y tenía un extraordinario sentido del humor. Además, hubiera sido difícil oponerse a los planes de dos personas tan visiblemente enamoradas.

– ¿Qué quieres que piense, Zoya? Tenemos dormitorios separados.

Zoya asintió en silencio y fue a la otra habitación para ordenar los tesoros que Simon le había comprado. Se emocionó al descubrir un gran frasco de su perfume preferido.

– Eres increíble, Simon, estás en todo.

– Eso espero.

Simon la abrazó de nuevo y bajó por el resto de los bocadillos y algo más de jerez. Después la invitó a cenar fuera, pero Zoya insistió en que no tenía apetito.

– Me encanta este sitio -dijo Zoya. Simon encendió la chimenea y ambos se sentaron frente a ella, saboreando los bocadillos de berros y las exquisitas galletas inglesas de la señora Whitman, exactamente iguales a las que le daba su abuela cuando era pequeña en Rusia-. Es estupendo, ¿verdad?

Simón se inclinó para besarla. Zoya era todo lo que siempre había deseado.

Hacia las nueve, Zoya se retiró a su habitación. Ambos estaban cansados. Simon intuyó su inquietud. La oyó abrir el grifo del baño y, al cabo de un buen rato, oyó ruido en la habitación y se preguntó qué estaría haciendo y qué tal le sentaría el camisón de raso color marfil. Era digno de una noche de bodas, tal como él imaginaba que sería su fin de semana secreto. Se acercó despacio a la puerta y llamó suavemente con los nudillos. Se le cortó la respiración al verla. El camisón de raso moldeaba perfectamente su cuerpo y la melena pelirroja caía sobre sus hombros, enmarcando la lechosa piel de su cuello.

– Santo cielo, estás preciosa.

Jamás había visto a una mujer más hermosa. Hubiera deseado estrecharla en sus brazos, pero no se atrevió porque parecía una delicada figura de porcelana inglesa como las que la señora Whitman tenía en su salón.

– Es un camisón muy bonito, Simon, te lo agradezco -dijo Zoya, mirándolo tímidamente.

– Zoya…

Ella esbozó una lenta sonrisa no de niña, sino de mujer profundamente enamorada de su dulzura, consideración y amabilidad. Al mirarlo, bendijo el día en que lo conoció.

– ¿Por qué no entras un momento? -preguntó, haciéndose a un lado.

Simon cruzó el umbral y, venciendo sus reservas, la estrechó en sus brazos. El camisón resbaló de los hombros de Zoya. Bastó un leve contacto para que la prenda resbalara hacia la cintura y se deslizara por sus finas caderas hasta el suelo.

– Te quiero mucho -dijo Simon, contemplando casi sin habla su cuerpo.

Después la besó en los labios y el cuello y, con un poderoso gesto, la levantó en brazos y la llevó a la cama, tendiéndose inmediatamente a su lado. Al final, permanecieron tendidos el uno junto al otro, unidos ya para siempre. Zoya era mucho más de lo que él se atrevía a soñar.

– Te quiero, Simon.

Zoya comprendió que lo amaba como jamás había amado a ningún otro hombre en su vida. Ahora ya era su mujer y siempre lo sería. El presente y el futuro eran suyos, y el pasado no era más que un vago recuerdo. Al cabo de un rato se dirigieron al dormitorio de Simon, apagaron las luces y se tendieron en la cama mientras el fuego se convertía en rescoldo. Después, hicieron de nuevo el amor y se durmieron el uno en brazos del otro, formando un solo cuerpo como si aquella fuera su noche de bodas. Fue una noche inolvidable. Por la mañana, el desayuno apareció como por ensalmo en el salón de la señora Whitman. Zoya se cubrió el cuerpo con el salto de cama y siguió a Simon al piso de abajo.

– Esto es totalmente pecaminoso, ¿no te parece? -dijo en un susurro mientras saboreaba unos panecillos de arándanos.

Ofreció uno a Simon y le sirvió una taza de café. Era como si jamás hubiera pertenecido a otro hombre. Había transcurrido mucho tiempo desde su matrimonio con Clayton. Ahora era una mujer distinta.

– Yo no me siento en pecado -contestó Simon, mirándola con una sonrisa-. Me siento simplemente casado.

– Yo también.

Zoya lo miró con dulzura y, sin mediar palabra, Simon la acompañó otra vez al piso de arriba, sin preocuparse de los panecillos y el café.

39

En cuestión de dos semanas, todo cambió entre ambos. Se pertenecían el uno al otro y lo sabían. El único obstáculo eran los padres de Simon, a quienes Zoya no conocía. Temía conocerlos, pero Simon la tranquilizó lo mejor que pudo. Un viernes por la noche le anunció por sorpresa que cenarían en casa de sus padres.

– ¿Qué ha dicho tu madre? -preguntó Zoya, preocupada.

Simon no la advirtió de antemano para no asustarla.

Y ahora, a pesar de lo ocurrido entre ambos hacía dos semanas en casa de la señora Whitman, Zoya se sentía una chiquilla atemorizada.

– ¿De veras quieres saberlo? -Simon se echó a reír-. Me ha preguntado si eras judía.

– Oh, no, ya verás cuando oiga mi acento. Cuando se entere de que soy rusa, será tremendo.

– No seas tonta.

Pero Zoya tenía razón. Tan pronto como Simon hizo las presentaciones, su madre miró a Zoya con los ojos entornados.

– ¿Zoya Andrews? Pero ¿qué clase de nombre es ese? ¿Acaso es usted de ascendencia rusa?

Pensó que le habrían puesto el nombre de una abuela o de alguna parienta lejana.

– No, señora Hirsch. -Zoya la miró con sus grandes ojos verdes, rezando para que no se abatiera sobre ella una tormenta-. Soy rusa.

– ¿Es usted rusa?

La señora Hirsch hizo la pregunta en su lengua materna y Zoya esbozó una leve sonrisa al oír su acento. Era el propio de los campesinos que había conocido en su infancia y, por un instante, le recordó a Fiodor y a su dulce esposa Ludmila.

– Soy rusa -volvió a reconocer Zoya, pero esta vez en su propia lengua; hablaba con la suave y elegante dicción de las clases altas.

Sabía que aquella mujer la identificaría inmediatamente.

– ¿De dónde?

La inquisición prosiguió implacablemente mientras Simon miraba con gesto impotente a su padre. Este constató que Zoya era muy atractiva y tenía excelentes modales y educación. Simon había elegido bien, pensó su padre, sabiendo que no podría impedir que su mujer, Sofía, prosiguiera su interrogatorio.

– De San Petersburgo -contestó Zoya con una serena sonrisa.

– ¿San Petersburgo? -preguntó Sofía, secretamente impresionada-. ¿Cuál es el apellido de su familia?

Por primera vez en su vida, Zoya se alegró de no llamarse Romanov, aunque su propio apellido no fuera mucho mejor. Estuvo a punto de soltar una risa nerviosa ante aquella gigantesca mujer de brazos quizá tan poderosos como los de un hombre. A su lado, se sentía casi una niña.

– Ossupov. Zoya Nikolaevna Ossupov.

– ¿Por qué no nos sentamos y hablamos tranquilamente? -sugirió Simon al ver que su madre no hacía el menor gesto hacia las sillas del salón de su pequeño apartamento de Houston Street.

– ¿Cuándo vino aquí? -preguntó bruscamente Sofía mientras Simon hacía una mueca de desagrado, adivinando lo que se avecinaba.

– Al finalizar la guerra, señora. Me fui a París en 1917, después de la revolución.

No tenía por qué ocultar lo que era. Zoya lo sintió por Simon, que estaba pasándolo muy mal debido a los ataques de su madre contra la mujer con quien iba a casarse. Sin embargo, sabía que nada ni nadie podría separarlo de ella.

– Conque la echaron después de la revolución.

– Más o menos -dijo Zoya sonriendo-. Me fui con mi abuela cuando mataron a todos los miembros de mi familia -añadió, poniéndose muy seria.

– También mataron a la mía -replicó Sofía Hirsch. Su verdadero apellido era Hirschov, pero el funcionario de inmigración de Ellis Island no se tomó la molestia de transcribirlo bien y, a partir de entonces, se llamaron Hirsch en lugar de Hirschov-. A mi familia la mataron los cosacos del zar en los pogromos.

En su infancia, Zoya había oído ciertos comentarios al respecto, pero nunca pensó que algún día se vería en la necesidad de defenderlos.

– Lo lamento.

– Mmm…

La madre de Simon la miró enfurecida y se fue a la cocina a terminar de preparar la cena. Cuando la tuvo lista, su marido encendió las velas y entonó la plegaria del sabat. Sofía solo preparaba platos kosher, es decir, con alimentos autorizados por la religión judía, y aquel día había guisado la tradicional challah, que se servía con un vino especial. Toda aquella experiencia era novedosa para Zoya.

– ¿Sabe usted qué es el kosher? -preguntó Sofía cuando ya se había sentado a cenar.

– No…, bueno, sí. En realidad, no mucho -contestó Zoya en ruso, avergonzada de su ignorancia-. Creo que no se puede beber leche cuando se come carne -añadió insegura.

Sofía miró a su hijo con mal disimulada rabia, llamándolo constantemente «Shimon» y hablando con él en yiddish en lugar de ruso.

– Todo hay que mantenerlo separado. Los derivados de la leche nunca deben entrar en contacto con la carne. -Todo tenía que estar separado. Gracias a su nueva prosperidad, Sofía disponía de dos cocinas. Mientras esta le explicaba orgullosamente su fidelidad a las leyes talmúdicas, Zoya pensó que todo aquello era muy complicado-. Es tan listo -añadió Sofía, mirando a su hijo- que hubiera podido ser rabino. En su lugar, ¿qué es lo que ha hecho? Irse a la Séptima Avenida y echar a su familia del negocio.

– Mamá, eso no es cierto -dijo Simon sonriendo-. Papá se retiró, y lo mismo hicieron tío Joe y tío Isaac.

Mientras lo escuchaba, Zoya se percató de que aquel era un aspecto de su vida que aún no conocía por entero. Una cosa era que él se lo contara, y otra muy distinta verlo directamente. De repente, temió no estar a la altura de lo que se esperaba de ella. No sabía nada de su religión ni de la importancia que tenía para él. Ni siquiera sabía si Simon era religioso, aunque sospechaba que no. La religión no era para ella demasiado importante, aunque creía en Dios. Solo en Pascua y Navidad visitaba el templo ortodoxo.

– ¿A qué se dedicaba su padre?

Sofía Hirsch disparó la pregunta a bocajarro mientras Zoya la ayudaba a quitar la mesa. Ya sabía que Zoya trabajaba en una tienda y que Simon la conoció en París.

– Mi padre pertenecía al ejército -contestó Zoya.

– ¿No sería un cosaco? -preguntó Sofía casi a gritos.

– No, mamá, por supuesto que no -terció Simon. De pronto, a Zoya le pareció todo muy gracioso. Las vidas de ambos, de comienzos tan distintos, se cruzaron en determinado momento y, tras pasar varios años beneficiándose de su título, ahora tenía que asegurarle a aquella mujer que su padre no era un cosaco. Con el rabillo del ojo vio que a Simon también le parecía divertido. Era como si hubiera adivinado sus pensamientos y quisiera tomarle un poco el pelo a su madre. Sabía que el detalle le causaría una favorable impresión aunque fingiera horrorizarse. Ya había adivinado que su padre aprobaba la elección y su madre también, aunque no quisiera reconocerlo-. Zoya es condesa, mamá. Lo que pasa es que su sencillez le impide utilizar el título.

– ¿Condesa de qué? -preguntó Sofía.

– Absolutamente de nada. En eso tiene usted razón -contestó Zoya, soltando una carcajada-. Todo terminó.

La revolución ocurrió hacía diecinueve años y, aunque ella no la había olvidado, era como si formara parte de otra vida.

Tras un largo silencio, Simon decidió marcharse con Zoya, pero justo en aquel momento, su madre dijo en tono quejumbroso:

– Lástima que no sea judía. -Simon sonrió. Era la manera que tenía Sofía de decirle que la chica le gustaba-. ¿Crees que querrá convertirse? -le preguntó su madre como si Zoya no estuviera presente.

– Pues claro que no, mamá. ¿Por qué iba a hacerlo?

El padre le ofreció otro vaso de vino y su madre la miró con renovado interés.

– Simon dice que tiene usted hijos.

Era una acusación más que una pregunta.

– Sí, tengo dos -contestó Zoya con orgullo.

– Es usted divorciada.

Simon hizo una mueca de desagrado.

– No, soy viuda -dijo Zoya sonriendo-. Mi marido murió hace siete años de un ataque al corazón.

Prefirió explicárselo para que no supusiera que lo había matado ella.

– Lástima. ¿Cuántos años tienen?

– Nicolás casi quince y Alejandra once.

Sofía asintió, aparentemente satisfecha por una vez. Simon aprovechó la ocasión para levantarse y Zoya lo imitó, agradeciéndole a Sofía la cena.

– He tenido mucho gusto en conocerla -dijo Sofía a regañadientes mientras su marido sonreía. El hombre apenas había abierto la boca en toda la noche. Era muy tímido y había pasado medio siglo a la sombra de su dominante esposa-. Venga a vernos otra vez -añadió la madre de Simon mientras Zoya estrechaba de nuevo su mano y le reiteraba su gratitud, hablando en su aristocrático ruso.

Simon sabía que su madre lo llamaría al día siguiente y le soltaría un sermón.

Acompañó a Zoya hasta el Cadillac aparcado en la calle. Cuando se sentó al volante suspiró de alivio y miró cariñosamente a su amada.

– Lo siento. No hubiera debido traerte aquí.

Zoya rió al ver la expresión de su rostro.

– No seas tonto -dijo besándolo-. Mi madre hubiera sido mucho peor. Agradece que no tengas que enfrentarte con ella.

– Hace preguntas increíbles y después se sorprende de que nunca lleve a nadie a casa. ¡Ni que estuviera loco! Meshurgge! -«Estúpido», añadió en yiddish, dándose unas palmadas en la frente para explicárselo a Zoya mientras ella reía.

– Ya verás cuando Sasha empiece a darte la lata -dijo Zoya mientras regresaban lentamente a casa-. Hasta ahora, ha sido un ángel.

– En tal caso, estamos empatados. Juro que nunca te volveré a hacer una cosa semejante.

– La harás, pero no me importa. Tenía miedo de que preguntara algo sobre el zar. No hubiera querido mentirle, pero tampoco me hubiera gustado decirle la verdad -dijo Zoya-. Me alegro de no llamarme Romanov. Se hubiera desmayado del susto.

Simon rió al pensarlo y la llevó un rato a la sala de fiestas Copacabana para tranquilizarse un poco y beber unas copas de champán. A su juicio, la noche había sido bastante movida. En cambio, a Zoya la sorprendió que todo hubiera transcurrido como la seda. Temía cosas mucho peores.

– ¿Qué otra cosa hubiera podido ser peor? -preguntó Simon, horrorizado.

– Hubiera podido decirme que me marchara. En determinado momento, pensé que lo haría.

– No se hubiera atrevido. No es tan mala como parece. Y hace una sopa de pollo exquisita -añadió Simon, esbozando una tímida sonrisa.

– Le pediré la receta -dijo Zoya. Súbitamente recordó algo que la intrigaba-. ¿Tendremos que preparar comida kosher? -Simon soltó una carcajada-. Pero, bueno, ¿sí o no?

– Mi madre estaría encantada de que lo hiciéramos, pero permíteme decirte, amor mío, que en tal caso, me negaría a comer en casa. No te preocupes por esas cosas, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes? -Simon se inclinó para darle un beso mientras la orquesta iniciaba los acordes de su melodía preferida, I’ve got you under my skin, de Cole Porter-. ¿Me concede este baile, señora Andrews, o acaso debo llamarla condesa Ossupov?

– ¿Qué tal simplemente Zoya? -dijo ella riéndose mientras lo acompañaba a la pista.

– ¿Qué tal Zoya Hirsch? ¿Te suena bien?

Zoya lo miró sonriendo mientras bailaba con él. Era ciertamente un nombre algo raro para una prima del zar.

40

Consiguieron ocultarles el secreto a los niños hasta el mes de junio, cuando un día Sasha los sorprendió besándose apasionadamente en la cocina. La niña los miró escandalizada y después se encerró en su habitación y no quiso salir hasta después de cenar, cuando Nicolás la amenazó con derribar la puerta si no salía y se comportaba como una persona. Estaba muy dolido por el comportamiento de su hermana. Le gustaba Simon y esperaba que albergara intenciones serias con respecto a su madre. Había sido muy cariñoso con ellos, llevándolos de paseo los domingos por la tarde, invitándolos a cenar siempre que podía y haciéndoles constantes y costosos regalos. Más de una vez había acudido a recogerlo a la escuela en su Cadillac e incluso les había regalado una radio con la que se divertían muchísimo.

– ¡Compórtate como es debido! -advirtió Nicolás a su hermana-. ¡Y ve a pedirle perdón a mamá!

– ¡No pienso hacerlo! Estaba besando a Simon en la cocina.

– Bueno, ¿y qué? Lo quiere.

– Pero así, no…, es repugnante.

– Tú sí que eres repugnante. Ve a disculparte.

Sasha se dirigió a regañadientes al salón y se negó a mirar a Simon. Aquella noche, cuando él se fue, Zoya decidió comunicarles la noticia.

– Estoy muy enamorada de él, Sasha.

La niña rompió a llorar mientras Nicolás escuchaba desde la puerta.

– ¿Y papá? ¿Es que no lo querías?

– Pues claro que sí…, pero, cariño, él murió. Hace mucho tiempo que se fue. Sería bonito tener a alguien que nos quisiera. Simon os quiere mucho a ti y a Nicolás.

– A mí me gusta -intervino Nicolás en defensa de Simon mientras Zoya lo miraba conmovida-. ¿Os vais a casar? -le preguntó a su madre.

Mirando a sus dos hijos, Zoya asintió en silencio con la cabeza.

– ¡Te odio! -gritó histéricamente Sasha-. ¡Me destrozaréis la vida!

– ¿Por qué, Sasha? -Zoya se inquietó ante la reacción de su hija-. ¿A ti no te gusta? Es un hombre muy simpático y será muy bueno con nosotros.

Trató de abrazar a la niña, pero esta no lo permitió.

– ¡Os odio a los dos! -gritó Sasha sin saber por qué lo decía, como no fuera para disgustar a su madre.

Nicolás se enfadó y se acercó de un salto a la sollozante figura de su hermana.

– ¡Pide perdón si no quieres que te suelte un tortazo!

– ¡Ya basta los dos! Esta no es manera de empezar una nueva vida.

– ¿Cuándo os casaréis? -preguntó Sasha, interrumpiendo sus gimoteos.

– Todavía no lo sabemos. Queremos esperar un poco.

– ¿Por qué no este verano para que podamos irnos todos juntos? -sugirió Nicolás.

Zoya sonrió. No le parecía una mala idea y estaba segura de que a Simon le gustaría. Sin embargo, Sasha no parecía muy de acuerdo.

– No iré a ningún sitio con vosotros.

– Irás aunque tengamos que encerrarte en una maleta. Así por lo menos no te oiremos -dijo Nicolás.

– ¡Te odio! -le gritó Sasha a su hermano-. No iré a ninguna parte con vosotros -añadió, mirando con rabia a su madre.

– ¿Sabes lo que te pasa? -preguntó Nicolás, dirigiéndole una mirada acusadora-. ¡Que estás celosa! ¡Estás celosa de mamá y de Simon!

– ¡No es verdad!

– ¡Sí lo es!

Ambos hermanos siguieron discutiendo mientras Zoya los miraba impotente. Al día siguiente, cuando le contó la escena a Simon, Sasha ya se había calmado, aunque se negaba ostensiblemente a dirigirle la palabra a su hermano.

– Me gusta la idea de Nick -dijo Simon. Sabía lo difícil que era a veces el trato con Sasha. Se llevaba bien con ella, pero la niña le exigía constantemente cosas a su madre, su atención, su tiempo, nuevos vestidos y nuevos zapatos, poniendo en todo momento a prueba su paciencia-. ¿Por qué no nos casamos en julio y nos vamos a Sun Valley con los niños?

– ¿No te importaría que vinieran en nuestro viaje de luna de miel?

Zoya estaba asombrada de que pudiera ser tan bueno y estuviera dispuesto a aceptar a sus hijos como si fueran suyos.

– Pues claro que no. ¿A ti te gustaría?

– Me encantaría.

– Entonces está hecho -dijo Simon, besándola antes de echar un vistazo al calendario-. ¿Qué tal si nos casáramos el 12 de julio? -preguntó abrazando cariñosamente a Zoya.

Zoya llevaba mucho tiempo sin sentirse tan dichosa. El período de espera antes de la boda le estaba resultando muy difícil. Quería ser suya para toda la vida.

– ¿Qué dirá tu madre?

– Le diremos que hable con Sasha -contestó Simon, tras pensarlo un momento-. Son tal para cual. Zoya rió y él la besó.

41

El 12 de julio de 1936 Simon Ishmael Hirsch y Zoya Alejandra Eugenia Nikolaevna Ossupov Andrews se casaron ante un juez en el jardín de la preciosa casa de piedra arenisca que tenía Axelle en la calle Cuarenta y nueve Este.

La novia lucía un vestido de Norell color crema y un sombrerito con velo color marfil. La madre de Simon optó por no asistir a la boda en señal de que no aprobaba el que Zoya no fuese judía. En cambio, asistieron su padre, dos chicas de la tienda, un puñado de amigos y, por supuesto, los hijos de Zoya. Nicolás actuó como padrino y Sasha permaneció de pie a su lado con el rostro enfurruñado. Zoya hubiera podido organizar una boda por todo lo alto e invitar a clientas importantes como Barbara Hutton o Doris Duke, que hubieran asistido encantadas, pero decidió no hacerlo porque aunque las conocía muy bien no eran íntimas amigas suyas. Prefirió que la boda tuviera un carácter más cálido y familiar.

El mayordomo de Axelle sirvió champán y, a las cuatro en punto de la tarde, Simon regresó en el Cadillac con su nueva familia al apartamento de Zoya. Decidieron quedarse allí de momento y buscarse una casa más grande a la vuelta de su luna de miel. Pasarían tres semanas en Sun Valley, la estación de vacaciones inaugurada precisamente aquel año. Cogieron un tren con destino a Idaho desde la estación Pennsylvania. Simon compró a los niños varios juegos para que se entretuvieran y, cuando llegaron a Chicago, Sasha ya parecía más contenta. Pasaron la noche en el hotel Blackstone y, al día siguiente, reanudaron el viaje. Al llegar a Ketcham, todos estaban de muy buen humor, sobre todo Simon y Zoya tras una noche de pasión desenfrenada. Ninguno de los dos había vivido nunca una relación física tan intensa.

Se conocían desde hacía apenas tres meses, pero era como si hubieran estado juntos toda la vida. Simon enseñó a Nicolás a pescar y todos practicaban a diario la natación. A finales de mes, regresaron bronceados y felices al apartamento de Zoya. La primera vez que vio a Simon afeitarse en el cuarto de baño, Zoya se echó a reír, acarició la piel que tanto amaba y le dio un cariñoso beso.

– ¿De qué te ríes? -preguntó Simon, mirándola con una sonrisa.

– Es que, de repente, parece todo real, ¿no crees?

– Porque lo es.

Simon se inclinó para besarla y le dejó la cara cubierta de espuma de afeitar. Zoya cerró la puerta del dormitorio y de nuevo hicieron el amor antes de ir al trabajo. Zoya prometió a Axelle que se quedaría en el salón de modas hasta finales de septiembre. Los días pasaron volando. Tres semanas después, encontraron un piso muy bonito en la esquina de Park Avenue y la calle Sesenta y ocho. Tenía habitaciones muy amplias y bien ventiladas, y el dormitorio principal se encontraba en el otro extremo con respecto a los que ocuparían los niños. Nicolás tenía una habitación muy grande y Sasha se empeñó en que pintaran la suya de color púrpura.

– Yo también tenía una habitación púrpura cuando era pequeñita…, más o menos cuando tenía tu edad -dijo Zoya, recordando el famoso tocador malva de tía Alix.

Sintió una punzada de dulce añoranza mientras se lo describía a Sasha.

Nicolás puso en su habitación una fotografía de Clayton y, a su lado, otra de Simon. Los dos hombres de la familia salían a dar largos paseos por la tarde cuando Simon volvía a casa del trabajo. Un día, cuando ya llevaban una semana en el nuevo apartamento, Simon se presentó en casa con un cachorro de cocker spaniel.

– ¡Mira, mamá! -gritó Nicolás, emocionado-. ¡Es como Sava!

A Zoya le sorprendió que todavía se acordara de la perrita. Sasha pasó todo el día haciendo pucheros porque no era un galgo ruso. La raza aún estaba muy de moda, aunque no tanto como a finales de los años veinte. Era un animalito muy cariñoso y le pusieron por nombre Jamie. Se encontraban muy a gusto en el nuevo apartamento en el que incluso había una habitación de invitados contigua a la biblioteca. Simon le dijo en broma a Zoya que sería para el primer hijo que tuvieran.

– Tuve a mis hijos hace mucho tiempo, Simon. -A los treinta y siete años, no le apetecía tener más-. Cualquier día de estos seré abuela -añadió riéndose mientras Simon sacudía la cabeza.

– ¿Querrás que te compre un bastón, abuelita? -preguntó y la abrazó mientras ambos permanecían sentados en la cama de matrimonio, conversando hasta altas horas de la noche tal como solía hacer Zoya con Clayton en otros tiempos.

Sin embargo, la vida con Simon era muy distinta. Ambos tenían intereses y amigos comunes y eran personas adultas unidas a partir de una situación de fuerza y no de debilidad. Zoya era apenas una niña cuando en 1919 Clayton la había rescatado de los horrores de su vida en París, llevándola consigo a Nueva York. Todo era muy diferente, pensó Zoya mientras se dirigía al trabajo, apurando al máximo sus últimos días en el salón de modas de Axelle.

– ¿Qué voy a hacer ahora? -dijo al llegar el último día, sentada junto a su escritorio Luis XV, mientras tomaba una taza de té con Axelle-. ¿En qué me voy a entretener todo el día?

– ¿Por qué no te vas a casa y tienes un hijo? -replicó Axelle, riéndose.

Zoya sacudió la cabeza, pensando que hubiera deseado seguir trabajando con Axelle, pero Simon quería que disfrutara de un poco más de libertad. Llevaba siete años trabajando allí y ahora no lo necesitaba para vivir. Podría gozar de sus hijos y su marido y concederse ciertos lujos y caprichos, pero aun así a Zoya le parecía que se aburriría muchísimo sin ir a la tienda cada día.

– Hablas como mi marido.

– Él tiene razón.

– Sin el trabajo, me aburriré muchísimo.

– Lo dudo, querida.

Pero a Axelle no pudo evitar las lágrimas cuando aquella tarde Simon acudió a recoger a Zoya. Ambas mujeres se abrazaron emocionadas y Zoya prometió pasar al día siguiente para almorzar con Axelle.

Simon rió y le hizo una advertencia a la mujer que fuera la defensora de su idilio desde un principio.

– Tendrás que cerrar las puertas bajo llave para que no entre. Yo le digo constantemente que ahí afuera tiene todo un mundo por descubrir.

En octubre, Zoya se dio cuenta de que no sabía cómo ocupar su ocio. Visitaba a Axelle casi a diario, iba a los museos y recogía a Sasha en la escuela. A veces se presentaba incluso en el despacho de Simon y escuchaba ávidamente sus planes y proyectos. Simon había añadido a su negocio una nueva línea de abrigos infantiles y le interesaban mucho los consejos de Zoya. Su infalible sentido del estilo lo ayudó a añadir ciertos detalles que, de otro modo, ni siquiera se le hubieran ocurrido.

– Simon, lo echo mucho de menos -confesó Zoya en diciembre mientras regresaban a casa en taxi tras asistir a una función de teatro. Simon la había llevado a la representación inaugural de la obra Te lo puedes llevar si quieres, con Frank Conlan y Josephine Hull en el Booth Theater. Fue una velada muy agradable, pero se sentía muy inquieta y aburrida. Llevaba muchos años trabajando y no sabía quedarse en casa sin hacer nada-. ¿Y si volviera una temporadita al salón de Axelle?

Simon lo pensó y, al llegar a casa, dijo:

– A veces es difícil retirarse a tiempo, cariño. ¿Por qué no pruebas otra cosa?

¿Cómo qué?, pensó Zoya. Sus conocimientos se limitaban al baile y la moda, y el baile estaba ciertamente excluido. Rió para sus adentros al llegar a casa y Simon se volvió a mirarla. Estaba guapísima con su piel lechosa, sus brillantes ojos verdes y su llamativo cabello pelirrojo. Era tan hermosa que con solo mirarla Simon se encendía de deseo. Nadie hubiera dicho que tenía un hijo de quince años. Zoya se sentó en un sillón y pensó que Simon estaba muy apuesto con esmoquin. Le habían confeccionado el traje en Londres, para gran disgusto de su madre. «Tu padre hubiera podido hacerte uno mucho mejor», le dijo.

– ¿De qué te ríes? -preguntó Simon.

– Una tontería. Recordaba mis tiempos de corista en el Fitzhugh. Fue horrible, Simon, no podía soportarlo.

– No te imagino meneando el trasero y agitando el collar de perlas -dijo Simon con una sonrisa. Sin embargo, admiraba su valentía. Ojalá la hubiera conocido en aquellos momentos. Se hubieran casado y la hubiera salvado de aquel horror. Ahora no necesitaba que nadie la salvara, era fuerte y sabía desenvolverse sola. Simon hubiera querido que se incorporara a su negocio, pero su familia no la hubiera aceptado. Ella no estaba hecha para la Séptima Avenida, sino para un mundo mucho más exquisito. De pronto, a Simon se le ocurrió una idea. Se sirvió un coñac, descorchó una botella de champán para ella, y se sentaron a conversar frente a la chimenea-. ¿Por qué no inauguras tu propio establecimiento?

– ¿Un salón como el de Axelle? -preguntó Zoya, intrigada.

Sin embargo, aunque la idea la entusiasmaba, pensó en su amiga y sacudió la cabeza.

– No sería justo. No quiero competir con Axelle.

Por nada del mundo hubiera querido hacerle daño. Simon tenía otras ideas.

– Pues, entonces, haz otra cosa.

– ¿Como qué?

– Abárcalo todo, ropa de mujer, de hombre, incluso ropa infantil, pero solo lo mejor, que a ti se te da tan bien. Accesorios de todas clases: zapatos, bolsos, sombreros… Enseña a vestirse a la gente en general, no solo a las mujeres de postín que visitan el salón de Axelle, sino también a las demás personas que tienen dinero pero no saben vestirse como es debido. -Las clientas de Axelle eran las mejor vestidas de Nueva York, pero casi todas vestían también en París, como, por ejemplo, lady Mendl, Doris Duke y Wallis Simpson-. Podrías poner un pequeño negocio e irlo ampliando poco a poco. ¡Podrías incluso vender mis abrigos!

Zoya tomó un sorbo de champán y miró en silencio a su marido. Le gustaba la idea, pero abrigaba ciertas dudas.

– ¿Nos lo podríamos permitir?

Sabía que a Simon le iban muy bien las cosas, pero ignoraba de cuánto capital disponía. Era algo sobre lo que nunca hablaban. Tenían más que suficiente para vivir, pero los padres de Simon aún vivían en Houston Street y él los mantenía no solo a ellos, sino también a los hermanos de su padre.

– Creo que ya es hora de que hablemos seriamente de este asunto -dijo Simon, sentándose a su lado.

Zoya sacudió la cabeza y se ruborizó. No quería saberlo, pero, si de verdad pensaba abrir una tienda, tal vez no tendría más remedio.

– Simon, no quiero fisgonear. El negocio es tuyo.

– No, amor mío. También es tuyo, y marcha viento en popa. Estupendamente.

Simon le dijo lo que había ganado el año anterior y Zoya lo miró asombrada.

– ¿Hablas en serio?

– Verás, hubiera podido obtener mayores beneficios de haber pedido más lana de cachemira a Inglaterra -contestó Simon, interpretando erróneamente la expresión de sus ojos-. No sé por qué no lo hice. La próxima temporada haré un pedido más grande.

– ¿Estás loco? -dijo Zoya, riéndose-. No creo que el Banco de Inglaterra manejara tanto dinero el año pasado. ¡Simon, es increíble! Yo pensé…, quiero decir, que tus padres…

Esta vez fue Simon quien rió.

– A mi madre no conseguirías sacarla de Houston Street ni a punta de pistola. Aquel barrio le encanta. -Todos sus intentos de trasladarlos a una vivienda más lujosa en la parte alta de la ciudad fracasaron. Sofía fue a vivir al East Side cuando llegó a Nueva York, y allí moriría-. Creo que a mi padre le gustaría vivir en la parte alta, pero a mi madre no.

La mujer utilizaba batas de estar por casa y se enorgullecía de tener un solo abrigo «bueno», pese a que hubiera podido comprar todos los que tenía Axelle en su tienda, de haberlo querido.

– ¿Y qué haces con todo eso? ¿Invertirlo?

Zoya se estremeció al recordar a su difunto marido y sus desdichadas aventuras en la Bolsa, pero Simon era mucho más hábil que Clayton y tenía un instinto infalible para ganar dinero.

– He invertido una parte en bonos y el resto lo he reinvertido en el negocio. El año pasado compré, además, dos fábricas de tejidos. Creo que si fabricamos nuestros propios artículos, obtendremos mayores beneficios que con las importaciones y podremos controlar mejor la calidad. Las fábricas están en Georgia, donde la mano de obra es baratísima. Tardaremos unos años, pero creo que, a la larga, las ganancias serán muy superiores. -A Zoya le daba vueltas la cabeza. Simon había construido su imperio de la nada en veinte años y ahora, a los cuarenta, ya era dueño de una inmensa fortuna-. Por consiguiente, amor mío, si quieres abrir una tienda, no te prives. No le quitarás a nadie la comida de la boca. En realidad, creo que sería una inmejorable inversión.

– Simon, ¿querrás ayudarme? -preguntó Zoya, dejando la copa.

– Tú no necesitas ayuda, cariño, como no sea en la firma de los cheques. -Simon se inclinó para darle un beso-. Conoces este negocio mejor que nadie y tienes un sentido innato para descubrir qué tendrá éxito y qué no. Hubiera tenido que hacerte caso a propósito del Shocking Pink, cuando estábamos en París.

Simon rió al recordar que casi tuvo que comerse aquel tejido color de rosa pues no recibió ningún pedido. Los neoyorquinos no estaban preparados para aquella extravagancia, a excepción de los que acudían directamente a Schiaparelli y lo compraban en París.

– ¿Por dónde podría empezar? -dijo Zoya, entusiasmándose de repente.

– En los próximos meses, podrías buscar el local. En primavera, podríamos ir a París a comprar algunos artículos para la temporada de otoño. Si te pones en marcha ahora mismo -Simon hizo un rápido cálculo-, podrías inaugurar el establecimiento en septiembre.

– Es muy pronto. -Solo faltaban nueve meses y tendrían que solucionarse muchos detalles-. Me gustaría encargarle la decoración a Elsie. Tiene una intuición infalible para adivinar lo que le gusta a la gente, aunque ni ella misma lo sepa.

– Eso podrías hacerlo tú -dijo Simon, mirándola con ternura.

– No lo creo.

– Bueno, no importa. De todos modos, no tendrías tiempo. Bastante ocupada estarás buscando local, contratando personal y haciendo compras. Deja que lo piense. En la búsqueda del local podrían ayudarte unos amigos míos.

– ¿Lo dices en serio? -Los ojos de Zoya se encendieron como un fuego verde-. ¿Crees de veras que debo hacerlo?

– Pues claro. Vamos a probarlo. Si no funciona, lo cerramos y cubriremos las pérdidas en cuestión de un año.

Ahora Zoya sabía que podían permitirse aquella aventura.

Durante tres semanas no habló de otra cosa. Cuando acudió con Simon a la misa de la Navidad rusa, pasó casi toda la ceremonia cuchicheando con él. Uno de los amigos de Simon había encontrado un local que parecía perfecto, y Zoya estaba deseando verlo.

– Tu madre se desmayaría del susto si te viera en esta iglesia -dijo Zoya sonriendo.

La función religiosa no la hizo llorar como otras veces; estaba demasiado emocionada con su proyecto.

En la iglesia se tropezó con Serge Obolensky por primera vez en muchos meses. El príncipe saludó cortésmente a Simon cuando Zoya se lo presentó y ambos conversaron un momento en inglés, en atención a Simon, aunque enseguida pasaron a su aristocrático ruso.

– Me sorprende que no te casaras con él -comentó Simon más tarde, tratando de disimular sus celos.

Zoya lo miró riéndose mientras ambos regresaban a casa en el Cadillac verde.

– Serge nunca me interesó, cariño. Es demasiado listo como para casarse con un pobre título ruso. A él le gustan mucho más los exponentes de la alta sociedad norteamericana.

– Pues no sabe lo que se pierde -dijo Simon y la atrajo para darle un beso.

Al día siguiente, Zoya invitó a Axelle a almorzar y le comentó emocionada sus planes. Quiso exponerle el proyecto a su amiga desde un principio, subrayándole su propósito de no competir directamente con ella.

– ¿Y por qué no? -dijo Axelle asombrada-. ¿Acaso no compite Chanel con Dior? ¿Y Elsa con todos los demás? No seas tonta. ¡Eso animará el sector!

Zoya no lo había pensado, pero contar con la bendición de Axelle la alegró.

Cuando vio el local encontrado por el amigo de Simon, quedó encantada. Se hallaba en la esquina de la calle Cincuenta y cuatro y la Quinta Avenida, a solo tres manzanas del salón de Axelle, y previamente había sido un restaurante. El estado de conservación era pésimo, pero Zoya comprendió de un vistazo que era justo lo que necesitaba. Por si fuera poco, podría alquilar el primer piso, situado directamente encima.

– Alquila la planta y el piso -le aconsejó Simon.

– ¿No te parece que será demasiado grande?

Precisamente, el restaurante había fracasado porque el local era demasiado grande para su exigua clientela. Simon sacudió la cabeza.

– En la planta baja puedes vender la ropa de mujer y arriba la de hombre. Y si el negocio marcha bien -añadió, guiñándole el ojo a su amigo-, compraremos todo el edificio. Es más, podríamos comprarlo ahora mismo antes de que abran los ojos y nos suban el alquiler. -Simon hizo unos rápidos cálculos en un bloc de notas y añadió-: Adelante, Zoya, puedes comprarlo.

– ¿Comprarlo? -preguntó Zoya, casi atragantándose con la palabra-. ¿Y qué haré con los tres pisos restantes?

– Alquílalos con contratos por un año. Si la tienda tiene éxito, podrás recuperarlos. Es posible que algún día te alegres de tener cinco pisos a tu disposición.

– ¡Simon, es una locura! -exclamó Zoya sin poder reprimir su entusiasmo.

Nunca había soñado con ser propietaria de una tienda. Contrataron los servicios de Elsie de Wolfe y de varios arquitectos y, en pocas semanas, Zoya se vio rodeada de planos, dibujos y proyectos. Tenía la biblioteca llena de muestras de mármol, tejidos y maderas para los revestimientos de las paredes. Al final, Simon le cedió un despacho y una secretaria para que la ayudara en su tarea. El comentarista de sociedad Cholly Knickerbocker publicó la noticia en su columna e incluso se escribió un artículo al respecto en el New York Times. «¡Cuidado, Nueva York! -decía el articulista-. Cuando en julio pasado Zoya Nikolaevna Ossupov, la célebre condesa del salón Axelle, y Simon Hirsch, propietario del imperio de la Séptima Avenida, unieron sus fuerzas, es muy posible que pusieran en marcha un proyecto de gran envergadura.» Fueron palabras proféticas.

En marzo, ambos embarcaron rumbo a Francia en el Normandie. Comprarían en París las líneas de Simon y seleccionarían los principales artículos de la primera colección de Zoya. Esta vez eligió lo que más le gustaba sin tener que consultarlo con Axelle. Se divirtió muchísimo comprando, pues Simon le había concedido un presupuesto ilimitado. Se alojaron en el hotel George V, donde disfrutaron de unos momentos de intimidad que fueron como una segunda luna de miel. Regresaron a Nueva York al cabo de un mes, más felices y enamorados que nunca. Su vuelta a casa solo fue empañada por la noticia de que Sasha había sido expulsada de la escuela. A los doce años, la niña se comportaba de una forma inadmisible.

– ¿Cómo pudo ocurrir eso, Sasha? -preguntó Zoya a su hija por la noche. Nicolás acudió a recibirlos al puerto en el nuevo automóvil Duesenberg adquirido por Simon poco antes de que dejaran de fabricarlo el año anterior. El muchacho se alegró mucho de verlos, pero no tuvo más remedio que informar a Zoya sobre el comportamiento de su hermana. La niña utilizaba carmín de labios y se pintaba las uñas para ir a la escuela, y un día la sorprendieron besando a uno de sus profesores. El profesor fue inmediatamente despedido y Sasha expulsada sin posibilidad de readmisión-. ¿Por qué? -preguntó Zoya-. ¿Cómo pudiste hacer eso?

– Porque me aburría -contestó Sasha, encogiéndose de hombros-, y me parece una tontería estudiar en una escuela solo de niñas.

Simon le había pagado la matrícula de la prestigiosa escuela Marymount y Zoya se alegraba mucho de que su hija pudiera estudiar en un centro de tanto prestigio. Nicolás seguía en el Trinity, donde se encontraba muy a gusto. Le quedaban dos años para terminar y después se matricularía en la Universidad de Princeton como su padre. Sasha solo duró seis meses en el Marymount, pero no se avergonzaba en absoluto de su comportamiento. Pese a que solo había dos profesores varones en la escuela, el de música y el de danza, siendo el resto todas monjas, Sasha se las arregló para provocar un escándalo. Zoya se preguntó si sería su manera de castigarla por haber permanecido ausente tanto tiempo y dedicar tanta atención a su nuevo negocio. Por primera vez, tuvo sus dudas, pero ya era demasiado tarde.

Antes de viajar había efectuado todos sus pedidos norteamericanos y ahora había comprado y pagado el resto en París. Tenía que inaugurar la tienda y no era un buen momento para que Sasha provocara conflictos. Pero Sasha no era la única preocupación que tenía Zoya.

– ¿No te avergüenzas? -preguntó Zoya a su hija-. Piensa en lo bueno que fue Simon enviándote a esta escuela.

Sasha se encogió de hombros. Zoya comprendió que no había logrado llegar hasta ella y regresó a su dormitorio, donde Simon estaba deshaciendo el equipaje.

– Lo siento, Simon. Ha sido una ingrata, comportándose de esa manera.

– ¿Qué te ha dicho? -Simon miró preocupado a su mujer. Algo en Sasha lo turbaba desde hacía unos meses. La niña lo miraba a menudo con una expresión que hubiera inducido a más de un hombre sin escrúpulos a tratarla como una mujer y no como una chiquilla, pero él jamás se lo comentó a Zoya y fingía no darse cuenta, lo que acrecentaba la irritación de Sasha. Aunque solo tenía doce años, la niña poseía la gélida belleza germánica de su abuela y el fuego ruso de su madre-. ¿Está arrepentida? -preguntó Simon.

– Ojalá lo estuviera -contestó Zoya, sacudiendo tristemente la cabeza.

Sasha no daba la menor muestra de remordimiento.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– Buscar otra escuela, supongo. Aunque es un poco tarde para eso -ya estaban a mediados de abril-. Podría ponerle un profesor particular hasta otoño, pero no estoy segura de que sea la mejor solución.

A Simon le gustaba la idea.

– Creo que deberías hacerlo, por lo menos, de momento. Eso la sosegaría un poco.

Siempre y cuando la encomendaran a una mujer y no a un hombre. Sin embargo, Zoya solo pudo encontrar a un nervioso joven, el cual le aseguró que controlaría a Sasha sin ninguna dificultad. Huyó aterrorizado al cabo de un mes sin decirle a Zoya que la víspera la niña lo recibió vestida con un camisón perteneciente sin duda a su madre, y le pidió que la besara.

– Eres una mocosa -la acusaba constantemente Nicolás.

Estaba a punto de cumplir dieciséis años y comprendía a su hermana mucho mejor que Zoya. La niña peleaba con él como una gata e incluso le arañaba la cara cuando se enfadaba. Simon estaba secretamente preocupado por ella, pero, cuando ya casi había perdido la esperanza, Sasha se mostraba súbitamente sumisa y encantadora.

La construcción de la tienda proseguía a buen ritmo y, en julio, comprendieron que podrían inaugurarla en septiembre, según lo previsto. Zoya y Simon celebraron su aniversario en una casa alquilada en Long Island, dos días después de que la aviadora Amelia Earhart desapareciera sobre el Pacífico. Nicolás la admiraba muchísimo y le había confesado a Simon en secreto su deseo de aprender a pilotar un avión. Charles Lindbergh era el héroe de su infancia y el Hindenburg, el famoso dirigible que estalló sobre Nueva Jersey a principios de mayo, le interesaba bastante. Por suerte, cuando el muchacho trató de convencer a Zoya y Simon de que lo utilizaran para viajar a Europa, Zoya tuvo miedo y ambos optaron por viajar en barco, en recuerdo de la travesía que hicieran el año anterior en el Queen Mary.

– Bueno, señora Hirsch, ¿qué le parece? -preguntó Simon, en la sección de zapatería femenina de la nueva tienda, a principios de septiembre-. ¿Es lo que tú querías?

Zoya miró a su alrededor con lágrimas en los ojos. Elsie de Wolfe había logrado crear una atmósfera de belleza y elegancia en sedas gris perla y pavimentos de mármol rosa. La iluminación era indirecta y, sobre las elegantes mesas Luis XV, se habían dispuesto unos bellísimos arreglos florales de seda.

– ¡Es como un palacio!

– No te merecías menos, amor mío -dijo Simon, besándola.

Aquella noche lo celebraron con champán. Pensaban inaugurar la tienda a la semana siguiente con una fastuosa fiesta a la que asistiría la flor y nata de Nueva York.

Zoya compró en Axelle el modelo que luciría en la fiesta.

– ¡Será bueno para el negocio! ¡Puede que, en mi próximo anuncio, diga que la condesa Zoya Nikolaevna Ossupov es cliente de mi casa! -dijo Axelle.

Ambas mujeres eran íntimas amigas y sabían que nada podría empañar su amistad.

Zoya y Simon discutieron bastante sobre el nombre de la tienda.

– ¡Ya lo tengo! -exclamó Simon al final con un brillo perverso en los ojos.

– Yo también -replicó orgullosamente Zoya-. Hirsch y Compañía.

– No. -A Simon le parecía un nombre muy poco romántico-. No comprendo cómo no se me ocurrió antes. ¡Condesa Zoya!

En principio Zoya pensó que sonaba un poco pretencioso, pero, al final, Simon consiguió convencerla. La gente quería sentir el misterio de la aristocracia, tener un título aunque hubiera que comprarlo o, en este caso concreto, adquirir los modelos previamente seleccionados por una condesa. Las columnas de sociedad se hicieron eco de la inauguración del salón Condesa Zoya y, por primera vez en muchos años, Zoya asistió a fiestas donde era presentada como la condesa Zoya y Simon como el señor Hirsch. Los miembros de la alta sociedad se morían de ganas de conocerlos y Zoya estaba guapísima con sus modelos de Chanel, Madame Grès o Lanvin. Todos querían visitar su tienda y las mujeres estaban convencidas de que saldrían de allí tan bellas como Zoya.

– Lo has conseguido, amiga mía -susurró Simon a su mujer la noche de la inauguración.

Estaban los nombres más importantes de Nueva York. Axelle le envió un ramo de diminutas orquídeas blancas con una tarjeta que rezaba: «Bonne chance, mon amie». Zoya la leyó con lágrimas en los ojos y miró agradecida a Simon.

– La idea se te ocurrió a ti.

– Es nuestro sueño -dijo Simon como si la tienda fuera en cierto modo una especie de hijo de ambos.

A la fiesta asistieron incluso los hijos de Zoya. Sasha con un precioso vestido de encaje blanco que su madre le compró en París, de estilo muy parecido a los que habían llevado las hijas del zar o ella misma en su infancia. Nicolás estaba muy guapo con su primer esmoquin y unos gemelos regalo de Simon, formados por pequeños zafiros engarzados en oro y rodeados de brillantes. Los fotógrafos dispararon numerosas instantáneas. Zoya posaba una y otra vez con las elegantes mujeres que sin duda serían sus clientas.

A partir del mismo día de la inauguración, la tienda nunca estuvo vacía. Las mujeres llegaban en Cadillac, Pierce Arrow y Rolls Royce. De vez en cuando, ante la puerta se detenía algún Packard o Lincoln, y hasta el mismísimo Henry Ford, el famoso fabricante de automóviles, se presentó un día personalmente a comprarle un abrigo de pieles a su mujer. Zoya solo tenía previsto vender unos cuantos abrigos, la mayoría de ellos pertenecientes a las colecciones de Simon, pero Barbara Hutton le encargó una estola de armiño y la señora Astor un abrigo de martas. El destino del salón Condesa Zoya quedó sellado a finales de año. El volumen de ventas de Navidad fue impresionante. La sección de hombres del primer piso tuvo un éxito extraordinario. Los hombres hacían sus compras en estancias con las paredes revestidas de madera mientras sus mujeres gastaban fortunas en los salones de la planta baja decorados en gris.

Era todo cuanto Zoya había soñado y mucho más. En su residencia de Park Avenue, al llegar la Nochevieja los Hirsch brindaron con champán el uno por el otro.

– ¡Por nosotros! -dijo Zoya y alzó su copa.

Lucía un modelo de noche en terciopelo negro de Dior.

– ¡Por Condesa Zoya! -contestó Simon sonriendo mientras alzaba de nuevo la suya.

42

A finales del siguiente año, Zoya tuvo que inaugurar otro piso, por lo que la compra del edificio por parte de Simon resultó profética. Trasladó la sección de hombres al segundo piso y dedicó el primero a los abrigos de pieles y los modelos más exclusivos, con una pequeña boutique para los hijos de sus clientas. Las niñas compraban vestidos de fiesta, y las mayorcitas, trajes de noche. La tienda vendía incluso vestidos de bautizo, casi todos franceses y tan bonitos como los que Zoya había visto en su infancia en la Rusia de los zares.

Sasha acudía a menudo a la tienda para elegir nuevos vestidos hasta que, al final, Zoya tuvo que llamarle la atención. La niña tenía una afición insaciable por las prendas caras y Zoya no quería mimarla en exceso.

– ¿Por qué no? -preguntó Sasha haciendo pucheros la primera vez que Zoya le advirtió que no podía comprar por simple capricho.

– Porque ya tienes muchas cosas bonitas en el armario y se te quedan pequeñas antes de que tengas ocasión de llevarlas.

A los trece años, la niña ya era tan alta y esbelta como su abuela Natalia, y superaba a su madre en casi veinte centímetros de estatura. Nicolás era el más alto de los tres y cursaba el último año de bachillerato antes de matricularse en la Universidad de Princeton.

– Me gustaría empezar a trabajar en el negocio ahora mismo, como tú -le decía muchas veces a Simon con admiración.

El muchacho apreciaba enormemente a su padrastro por lo bueno que era siempre con los tres.

– Ya lo harás algún día, hijo. No tengas tanta prisa. Si yo hubiera tenido ocasión de ir a la universidad, me hubiera encantado.

– A veces, me parece una pérdida de tiempo -confesaba Nicolás, pero sabía lo mucho que su madre deseaba que estudiara en Princeton.

Además, dado que aquella universidad no quedaba muy lejos de casa, tenía previsto regresar a la ciudad siempre que pudiera. Llevaba una intensa vida social, pero, a diferencia de su hermana, era un alumno muy aventajado. Sasha estaba muy guapa y aparentaba por lo menos dieciocho años, aunque solo tenía trece.

– ¡Eso es muy infantil! -exclamaba en tono despectivo, refiriéndose a los vestidos que le compraba su madre.

Estaba deseando crecer para ponerse los trajes de noche que se exhibían en la tienda.

Cuando Simon la invitó a ver la nueva película de Walt Disney Blancanieves y los siete enanitos, Sasha se ofendió muchísimo.

– ¡Ya no soy una niña!

– ¡Pues, entonces, no te comportes como si lo fueras! -replicó Nicolás.

Ella quería bailar la samba y la conga, tal como hacían Simon y Zoya cuando iban a El Morocco. Nicolás también hubiera querido acompañarlos, pero Zoya le decía que era demasiado joven. Para compensarlos, Simon los llevó a cenar al famoso restaurante 21, donde todos comentaron muy preocupados lo que estaba ocurriendo con los judíos en Europa. La política de Hitler a finales de 1938 le hizo temer a Simon que estallara una guerra. Sin embargo, en Nueva York nadie parecía preocuparse por eso. Se celebraban fiestas, recepciones y bailes, y los vestidos desaparecían de la tienda de Zoya en un santiamén. Zoya pensó que tendría que inaugurar otra planta, pero le parecía muy pronto. Temía que el negocio decayera.

– ¡Reconócelo, cariño, has alcanzado un triunfo sensacional! El negocio nunca decaerá -le dijo Simon, burlándose de sus temores-. Y, una vez se alcanza eso, ya no se vuelve a perder. Tu nombre es sinónimo de calidad y estilo. Y mientras sigas vendiendo esa mercancía, tus clientes no se irán.

Zoya se resistía a reconocerlo y trabajaba más duro que nunca. Hasta el punto de que tuvieron que ir a buscarla a la tienda cuando expulsaron de nuevo a Sasha, poco antes de las vacaciones de Navidad. La habían matriculado en el Liceo Francés, una pequeña escuela dirigida por un francés muy listo que no toleraba la menor transgresión. Él mismo mandó llamar a Zoya para exponerle el mal comportamiento de Sasha. Fue en taxi a la calle Noventa y cinco y suplicó al director que no expulsara a la niña. Al parecer, hacía novillos y había fumado en el salón de fiestas de la escuela.

– Debe usted castigarla, madame. Y debe seguir con ella una estricta disciplina; de otro modo, me temo que algún día tendremos que lamentarlo.

Tras una extensa conversación con Zoya, el director accedió a no expulsar a la niña. Le concedería un período de prueba pasadas las vacaciones de Navidad. Simon prometió llevarla a la escuela diariamente en coche para evitar que hiciera novillos.

– ¿Crees que debería dejar la tienda todas las tardes para estar en casa cuando ella vuelva de la escuela? -preguntó Zoya a Simon aquella noche.

Se sentía más culpable que nunca por dedicarle tantas horas a su negocio.

– No creo que debas hacerlo -contestó Simon con toda sinceridad-. Tiene casi catorce años y ya podría comportarse como es debido, por lo menos hasta las seis, cuando ambos volvamos a casa. -Por primera vez, Simon estaba enojado con Sasha. Sin embargo, sabía que muchas veces Zoya volvía a casa pasadas las siete. Siempre tenía cosas que hacer, quería comprobarlo todo, y ella misma hacía los pedidos especiales para evitar errores. Parte de su éxito estribaba en su disponibilidad para los clientes que exigían ser atendidos personalmente por la condesa Zoya-. No puedes hacerlo todo tú sola. -Simon se lo había dicho más de una vez, pero ella pensaba en secreto que sí, como pensaba también que hubiera debido estar en casa cuando regresaban sus hijos de la escuela. No obstante, Nicolás tenía casi dieciocho años y Sasha cuatro menos, ya no eran unos chiquillos-. Tendrá que aprender a comportarse como Dios manda -concluyó Simon.

Cuando aquella noche se lo dijo, la niña salió de la biblioteca y se encerró en su habitación dando un portazo. Su madre se echó a llorar.

– A veces, pienso que la niña paga el precio de la vida que llevé antes -dijo Zoya, sonándose la nariz con el pañuelo de Simon. Sasha le daba últimamente muchos quebraderos de cabeza y Simon estaba molesto con ella-. Siempre trabajaba cuando ella era pequeña y ahora… parece que ya es demasiado tarde para compensarla de todo aquello.

– No tienes que compensarla de nada, Zoya. Tiene todo lo que pueda desear, incluida una madre que la adora.

Lo malo era que estaba muy mimada, pero Simon no se consideraba con derecho a decirlo. Su padre la mimó desde pequeña, y después Nicolás y Zoya cedieron ante todos sus caprichos. Zoya también mimaba a Nicolás, pero este correspondía con más consideración y cariño, agradeciéndole a Simon todo lo que hacía por él. Sasha, al contrario, siempre pedía más y tenía berrinches casi a diario. Cuando no quería un vestido, quería unos zapatos o un viaje, o cualquier otra cosa; o se quejaba porque no iban a Saint Moritz o no tenían una casa en el campo. Sin embargo, considerando la inmensa fortuna acumulada por Simon, ni él ni Zoya sentían el menor interés por los lujos excesivos. Zoya ya había conocido todo aquello en otros tiempos y lo que ahora compartía con Simon era mucho más importante para ella.

Los temores de Zoya con respecto a Sasha estuvieron a punto de estropear las vacaciones de todos en Navidad. Pasada la Navidad rusa, Zoya se puso a trabajar más duro que nunca en la tienda, casi como si así quisiera ahogar sus tristezas. Para animarla un poco, Simon anunció que la llevaría a esquiar a la estación de Sun Valley, sin los niños. Sasha se enfureció cuando lo supo. Quería ir con ellos, pero Simon se mostró inflexible y le dijo que debía quedarse a estudiar en Nueva York. La niña hizo todo lo posible para fastidiarles la estancia en Sun Valley. Les llamó para comunicarles que el perro había enfermado, pero al día siguiente llamó Nicolás diciendo que era mentira; derramó tinta sobre la alfombra de su habitación y volvió a hacer novillos. Zoya estaba deseando regresar a casa para ponerla nuevamente en cintura. Pasó mareada todo el viaje en tren y, al llegar a Nueva York, Simon insistió en que fuera al médico.

– No seas tonto, Simon, simplemente estoy cansada -replicó Zoya en un tono desabrido e impropio de ella.

– No me importa. Tienes muy mala cara. Hasta mi madre me dijo ayer que está preocupada por ti.

Zoya rió, pensando que Sofía Hirsch solía preocuparse por su religión más que por su salud. Al final, accedió a ir al médico la semana siguiente, aunque le pareció una tontería. Trabajaba demasiado en la tienda y Sasha le daba muchos disgustos, si bien la niña se mostraba más dócil desde el regreso de su madre de Sun Valley.

Zoya no estaba preparada para lo que diagnosticó el médico tras haberla examinado.

– Está usted embarazada, señora Hirsch -dijo el doctor, sonriendo amablemente desde el otro lado del escritorio-, ¿o prefiere que la llame condesa Zoya?

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Zoya, asombrada. A los cuarenta años, no le apetecía tener un hijo, ni siquiera de Simon. Cuando ambos se casaron hacía dos años y medio, acordaron no tener hijos. Simon lo lamentaba, pero ahora ella tenía mucho trabajo en la tienda. Era ridículo, pensó, mirando al médico con incredulidad-. ¡No puede ser!

– Pues lo es. -El médico le formuló unas cuantas preguntas y calculó que el niño nacería alrededor del 1 de septiembre-. ¿Estará contento su marido?

– Yo…, es que él…

Zoya apenas podía hablar. Con los ojos llenos de lágrimas, prometió regresar al cabo de un mes y abandonó a toda prisa el consultorio.

Aquella noche, a la hora de cenar, se sentó en silencio a la mesa y Simon la miró varias veces, preocupado. Sin embargo, esperó a estar a solas con ella en la biblioteca para preguntarle qué dijo el médico.

– ¿Ocurre algo?

No hubiera podido vivir si algo le sucediera a Zoya, cuyos ojos reflejaban una gran inquietud.

– Simon… -dijo Zoya, mirándolo con angustia infinita-. Estoy embarazada.

Simon se quedó momentáneamente petrificado. Después, corrió hacia ella, la tomó en sus brazos y gritó de júbilo.

– ¡Oh, cariño, cariño! ¡No sabes cuánto te quiero!

Al verlo reír y llorar de alegría, Zoya no se atrevió a decirle que incluso había pensado en la posibilidad de abortar. Sabía lo peligrosos que eran los abortos, pero varias de sus clientas se habían sometido a ellos sin el menor contratiempo. ¡No le apetecía tener un hijo a los cuarenta años! Nadie en su sano juicio lo hubiera hecho, pensó, y miró con irritación a su marido.

– ¿Cómo puedes estar tan contento? Tengo cuarenta años y ya no estoy para hijos.

– ¿Eso es lo que dijo el médico? -preguntó Simon.

– No -contestó Zoya, sonándose la nariz-. Me dijo: «¡Felicidades!». -Simon rió mientras ella paseaba nerviosamente por la estancia-. ¿Y la tienda? Piénsalo, Simon. ¿Y los niños?

– Les sentará muy bien. -Se arrellanó en un sillón con expresión de haber conquistado el mundo-. Nicolás irá a la universidad el año que viene y creo que se alegrará mucho por nosotros. Puede que a Sasha le vaya muy bien eso de no ser la pequeña. En cualquier caso, tendrá que adaptarse. En cuanto a la tienda, podrás compaginarlo. Puedes ir unas cuantas horas cada día y cuando nazca contratar una niñera…

Ya lo tenía todo previsto. Zoya lo miró, pensando en su trabajo y en los cambiantes estados de ánimo de Sasha. Un nuevo hijo trastornaría el precario equilibrio de su vida.

– ¿Unas cuantas horas? ¿Crees que puedo dirigir la tienda en unas cuantas horas? ¡Estás loco, Simon!

– De ninguna manera. En todo caso, estoy loco por mi mujer… -Simon la miró con una radiante sonrisa de felicidad. A los cuarenta y tres años, ¡iba a ser padre!-. ¡Voy a ser papá! -exclamó.

Zoya se sentó en el sofá y se puso a llorar.

– Oh, Simon, ¿cómo ha podido ocurrir?

– Ven aquí. -Simon se acercó y le rodeó los hombros con sus brazos-. Yo te lo explicaré…

– ¡Ya basta, Simon!

– ¿Por qué? Ahora ya no hay peligro de que puedas quedar embarazada. -Le hacía gracia que hubiera ocurrido, siendo ella tan cuidadosa. Sin embargo, el destino barajaba a veces las cartas de otra manera y Simon no permitiría que Zoya modificara la situación. Ya le había sugerido de manera indirecta que había una «solución», pero él no quería ni oír hablar del asunto. No permitiría que Zoya pusiera en peligro su vida, abortando el hijo que él siempre quiso tener-. Zoya, cariño, cálmate un minuto y piénsalo bien. Podrás trabajar todo el tiempo que quieras. Seguramente podrás permanecer sentada en tu despacho hasta que nazca el niño, siempre y cuando no te muevas demasiado. Después, reanudarás tu trabajo y nada cambiará, excepto la presencia de un precioso hijo nuestro al que amaremos toda la vida. ¿Tan terrible te parece eso, cariño?

Tal y como él lo enfocaba, no lo parecía. Siempre había sido muy bueno con los hijos de Zoya y ahora ella no podía negarle el suyo propio. Zoya suspiró y volvió a sonarse la nariz.

– ¡Se reirá de mí cuando crezca, pensará que soy su abuela en lugar de su madre!

– Si sigues como ahora, ni hablar.

A los cuarenta años, Zoya estaba guapísima y parecía casi una niña. Solo el hecho de que tuviera un hijo de diecisiete años delataba su edad. De otro modo, nadie le hubiera puesto más de veintitantos años, o treinta como mucho.

– No sabes cuánto te quiero.

Zoya palideció de repente, pensaba en Sasha.

– ¿Qué le diremos?

– Una buena noticia -contestó Simon sonriendo-, que vamos a tener un hijo.

– Se llevará un disgusto espantoso.

Fue una suposición muy moderada. Ninguno de los dos estaba preparado para el vendaval que se desató en el apartamento de Park Avenue cuando Zoya le comunicó a la niña el futuro nacimiento de otro hijo.

– ¿Cómo? ¡Es lo más asqueroso que he oído en mi vida! ¿Qué les voy a decir a mis amigos? ¡Me tomarán tanto el pelo que tendré que dejar la escuela, y tú tendrás la culpa!

– Cariño, eso no modificará el amor que siento por ti. ¿Acaso no lo sabes?

– ¡No me importa! ¡Y no querré vivir aquí contigo si tienes un hijo!

Sasha se encerró en su habitación dando un portazo y más tarde salió de casa. Tardaron dos días enteros en descubrir que se alojaba en casa de una amiga. Zoya y Simon ya habían denunciado su desaparición a la policía y ella los recibió con actitud desafiante en el salón de su amiga. Zoya le pidió que volviera a casa con ellos, pero Sasha se negó.

De pronto, Simon se enfureció por primera vez.

– ¡Ve ahora mismo por tus cosas! ¿Entendido? -dijo, agarrándola por el brazo y sacudiéndola con fuerza. Jamás había hecho nada semejante y la niña lo consideraba un buenazo. Pero hasta Simon tenía sus límites-. Ahora, recoge el sombrero, el abrigo y todas tus cosas y vendrás a casa con nosotros tanto si te gusta como si no, y si no te portas bien, Sasha, te mandaré encerrar en un convento.

Por un instante, la niña lo creyó capaz de hacerlo. Simon no quería que su mujer sufriera un aborto por culpa de una mocosa malcriada. Al poco rato, Sasha regresó con sus cosas, un poco asustada de la reacción de Simon. Zoya se disculpó ante la madre de la amiga de Sasha y los tres bajaron a la calle. Volvieron en automóvil a casa, y en cuanto pusieron los pies en el apartamento Simon expuso las futuras normas.

– Como te atrevas a darle más disgustos a tu madre, Sasha Andrews, te daré una paliza de muerte, ¿entendido? -tronó.

Zoya sonrió para sus adentros. Sabía que Simon jamás le hubiera puesto la mano encima, ni a la niña ni a nadie. Sin embargo, estaba tan pálido que, de pronto, temió que sufriera un ataque al corazón como Clayton.

– Vete a tu habitación, Sasha -dijo fríamente.

La niña obedeció en silencio. En aquel momento, entró Nicolás en la estancia.

– Hubieras debido hacerlo hace tiempo -dijo-. Creo que es lo que necesita. Un buen puntapié en el trasero -añadió, riéndose mientras Simon lo miraba, ya más tranquilo-. Tendré mucho gusto de hacerlo en tu nombre, cuando tú quieras. -Después, Nicolás miró a su madre con la sonrisa que tanto le recordaba la de su hermano Nicolai-. Quiero que sepas que la noticia del niño me parece maravillosa.

– Gracias, cariño. -Zoya se acercó a su alto y apuesto hijo, lo abrazó y lo miró casi con timidez-. ¿No te avergonzarás de que tu anciana madre tenga un hijo?

– Si tuviera una anciana madre, puede que sí.

Nicolás la miró sonriendo y después sus ojos se fijaron en los de Simon y descubrieron en ellos todo el amor que aquel hombre le profesaba. Entonces se acercó a él y lo abrazó.

– Felicidades, papá -dijo mientras irremediablemente las lágrimas asomaban a los ojos de Simon.

Era la primera vez que el chico le dirigía aquel apelativo. Acababa de empezar una nueva vida, no solo para Simon y Zoya, sino para toda la familia.

43

En abril de 1939 se inauguró la Exposición Universal en Flushing Meadows. Zoya deseaba ir, pero a Simon no le pareció oportuno. Habría mucha gente y ella estaba embarazada de cuatro meses. Seguía trabajando en la tienda con plena dedicación, aunque con ciertas precauciones. Simon fue a la Exposición con sus hijastros, que se divirtieron muchísimo. Hasta Sasha se comportó, tal como venía haciendo desde la recordada ira de su padrastro. En cambio, con Zoya se portaba mal siempre que podía.

En junio se inauguraron los primeros vuelos transatlánticos de la compañía Pan Am. Nicolás anhelaba viajar a Europa en el Dixie Clipper, pero Simon lo consideraba excesivamente peligroso. Además, estaba muy preocupado por los acontecimientos de Europa. Él y Zoya habían embarcado de nuevo en el Normandie, en primavera, con el fin de comprar artículos para la tienda y tejidos para la línea de abrigos. Advirtieron tensión en todas partes, y Simon observó que la oleada de antisemitismo era más fuerte que otras veces. No le cabía la menor duda de que la guerra estallaría de un momento a otro, por lo que prefirió ofrecerle a Nicolás un viaje de graduación a California. El chico aceptó encantado, voló a San Francisco en viaje de ida y vuelta, se enamoró de todo lo que vio y ya de regreso se asombró de la voluminosa silueta de su madre. En agosto, Zoya dejó de ir a la tienda, pero llamaba a sus colaboradores cada media hora. Se aburría mucho sin trabajar. Simon le llevaba golosinas, libros y revistas, pero a ella solo le interesaba el cuarto infantil instalado en la habitación de invitados contigua a la biblioteca, donde su marido la sorprendía a menudo doblando y arreglando la ropa del niño. Era una faceta suya que Simon ignoraba. Incluso reorganizó los armarios y cambió de sitio el mobiliario de su dormitorio.

– A ver si te calmas un poco, Zoya -le dijo Simon en tono burlón-. Temo volver a casa por las noches y sentarme en una silla que ya no esté en su sitio correspondiente.

– No sé qué me pasa -dijo Zoya, ruborizándose-. Siento la constante necesidad de arreglar la casa.

Había cambiado también la habitación de Sasha, que en aquellos momentos se encontraba en un campamento femenino en los montes Adirondacks. Simon se alegraba de no tener que preocuparse por ella. Al parecer, Sasha se comportaba bastante bien allí y solo una vez escapó de la vigilancia de las monitoras para ir a bailar al pueblo cercano con sus amigas. La localizaron bailando la conga y la hicieron volver al campamento, pero, por una vez, no amenazaron con enviarla a casa. Simon deseaba que Zoya estuviera tranquila antes de dar a luz a su hijo.

A finales de agosto, Alemania y Rusia sorprendieron al mundo firmando un pacto de no agresión, pero a Zoya no le interesaban las noticias internacionales. Estaba ocupada telefoneando a la tienda y cambiando de sitio los muebles del apartamento. El 1 de septiembre, Simon volvió a casa y la invitó al cine. Sasha regresaría al día siguiente y Nicolás se marcharía a Princeton la próxima semana con el flamante automóvil regalo de Simon. Era un Ford Coupé recién salido de la cadena de montaje de Detroit, con todos los accesorios adicionales imaginables.

– Eres demasiado generoso con él -le dijo Zoya a su marido, sonriendo con gratitud.

Antes de volver a casa, Simon había pasado por la tienda para transmitirle a Zoya las noticias de mayor interés.

– ¿Te encuentras bien, cariño? -preguntó ahora, y observó que parecía más incómoda que por la mañana.

– Sí -contestó Zoya, e insinuó que estaba demasiado cansada para ir al cine.

Se acostaron sobre las diez. Una hora más tarde, Simon notó que Zoya se agitaba y emitía un leve gemido. Encendió la luz y la vio sosteniéndose el vientre con los ojos cerrados.

– ¿Zoya? -Simon saltó de la cama sin saber qué hacer y corrió por la habitación, buscando su ropa sin recordar dónde la había dejado-. No te muevas. Ahora mismo llamo al médico.

Ni siquiera recordaba dónde estaba el teléfono.

– Debe de ser una indigestión -dijo Zoya, sonriendo desde la cama.

Pero en las dos horas siguientes la indigestión se agravó. A las tres de la madrugada, Simon llamó al portero para que pidiera un taxi. Después, ayudó a Zoya a vestirse y la metió en el taxi que aguardaba en la calle. Zoya apenas podía hablar y tanto menos moverse. De pronto, Simon se asustó. El niño no le importaba, solo deseaba que a ella no le ocurriera nada. El miedo le atenazó el corazón cuando al llegar al hospital se la llevaron en camilla. Al amanecer, Simon estaba todavía dando vueltas por los pasillos. Una hora más tarde, una enfermera le tocó el hombro.

– ¿Cómo está mi mujer?

– Bien -contestó la enfermera, sonriendo-. Tiene usted un hijo precioso, señor Hirsch.

Simon rompió a llorar mientras la enfermera se alejaba en silencio. Al cabo de una hora, le permitieron ver a Zoya. Dormía tranquilamente con el niño en brazos. Simon entró de puntillas y contempló con asombro a su hijo. Tenía el cabello negro como el suyo y con su manita agarraba los dedos de su madre.

– ¿Zoya? -murmuró Simon en la soleada y espaciosa habitación del Doctors Hospital-. Qué bonito es -añadió mientras Zoya abría los ojos y lo miraba sonriendo.

Fue un parto difícil porque el niño pesaba mucho, pero, aun así, Zoya pensó que había merecido la pena.

– Se parece a ti -dijo con la voz todavía ronca debido a la anestesia.

– Pobrecillo. -Simon se inclinó para besar a su mujer. Era el momento más feliz de su vida. Zoya acarició con la mano el sedoso cabello negro del niño-. ¿Cómo lo llamaremos?

– ¿Qué tal Matthew? -preguntó Zoya en un susurro mientras Simon contemplaba con arrobo a su hijo.

– Matthew Hirsch.

– Matthew Simon Hirsch -dijo Zoya antes de caer nuevamente dormida con su hijo en brazos.

Simon la besó suavemente mientras sus lágrimas de alegría caían sobre la pelirroja cabellera de su mujer.

44

Matthew Simon Hirsch se encontraba todavía en el hospital y contaba un solo día de vida cuando estalló la guerra en Europa. Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania tras la invasión de las tropas alemanas a su aliada Polonia. Simon entró muy triste en la habitación de Zoya y le comunicó la noticia. Sin embargo, se olvidó de todo en cuanto tomó a su hijo en brazos y este emitió un saludable grito, llamando a su madre.

Cuando Zoya regresó al apartamento de Park Avenue, Sasha la recibió con cariño y contempló extasiada al precioso niño que tanto se parecía a Simon.

– Tiene la nariz de mamá -dijo, y lo tomó orgullosamente en sus brazos por vez primera. A los catorce años, no le permitieron visitarlo en el hospital. Nicolás, en cambio, tuvo oportunidad de conocer a su hermano antes de marcharse a Princeton-. Las orejas son como las mías -exclamó Sasha riendo-, pero lo demás es de Simon.

El 27 de septiembre, tras sufrir un brutal ataque, Varsovia se rindió con una enorme pérdida de vidas humanas. Simon quedó anonadado por la noticia y comentó con Zoya los terribles acontecimientos hasta muy entrada la noche. Ella recordó la revolución rusa, y él pensó con dolor en los judíos que morían por millares en toda Alemania y Europa Oriental. Hacía todo lo que estaba en su mano por quienes lograban escapar, había establecido un fondo de ayuda y trataba de conseguir documentación para muchos parientes de los que jamás había oído hablar. En Europa, muchos abrían las guías telefónicas y llamaban a personas en Nueva York con apellidos parecidos, suplicando una ayuda que Simon nunca negaba. Sin embargo, podía ayudar a muy pocos judíos. La gran mayoría eran conducidos a la muerte, encerrados en los campos de concentración o asesinados en las calles de Varsovia.

El día en que Matthew cumplió tres meses, Zoya regresó a la tienda y Rusia invadió Finlandia. Simon seguía ávidamente las noticias de Europa a través de las transmisiones de Edward R. Murrow desde Londres.

El 1 de diciembre, el salón de Zoya estaba lleno a rebosar de gente. Cuando Sasha volvió de la escuela, fueron todos a ver la película El mago de Oz. Nicolás había regresado de Princeton para pasar las vacaciones en casa, donde con Simon comentaban incesantemente las vicisitudes de la guerra.

El segundo año en Princeton le gustó todavía más que el primero. Antes de regresar a la universidad, el muchacho pasó las vacaciones de verano en California. Aquel año Zoya no pudo viajar a Europa debido a la guerra y tuvo que conformarse con los diseñadores norteamericanos. Le gustaron especialmente Norman Norrell y Tony Traina. En septiembre de 1941, Simon temió que el país entrara en guerra, pese a las insistentes negativas de Roosevelt. La guerra no influyó para nada en la tienda, cuyas ventas aquel año superaron todas las anteriores. A los cuatro años de su inauguración, Zoya utilizaba los cinco pisos del edificio que Simon había tenido el acierto de comprar. Entretanto también había adquirido otras cuatro fábricas de tejidos en el Sur, y el negocio marchaba viento en popa. En el establecimiento de Zoya había toda una sección dedicada a los abrigos de Simon y ella bromeaba con su marido llamándole su proveedor favorito.

El pequeño Matthew tenía dos años y era el preferido de todo el mundo, incluso de Sasha que, a sus dieciséis años, había adquirido una belleza impresionante. Era alta y delgada como la madre de Zoya, pero, en lugar del majestuoso porte de Natalia, tenía un toque de sensualidad que atraía a los hombres como la miel a las abejas. Zoya se alegraba de que estuviera aún en la escuela y llevase casi un año sin cometer ningún disparate. Como recompensa, Simon prometió llevarlos aquel invierno a esquiar a Sun Valley.

El 7 de diciembre, se encontraban reunidos en la biblioteca estudiando los planes cuando Simon encendió la radio. Le gustaba escuchar las noticias cuando estaba en casa. Sosteniendo a Matthew sobre sus rodillas, la cara se le petrificó. Dejó al pequeño en brazos de Sasha y corrió a la habitación contigua en busca de Zoya. Estaba pálido como la cera cuando la encontró en su dormitorio.

– ¡Los japoneses han bombardeado la base de Pearl Harbor, en Hawai!

– Oh, Dios mío…

Simon y Zoya fueron a la biblioteca, donde el locutor explicaba en tono sincopado lo ocurrido. Permanecieron todos en silencio mientras Matthew tiraba de la falda de su madre para llamar su atención. Zoya lo tomó en brazos y lo estrechó con fuerza. Nicolás tenía veinte años y ella no quería que muriera como su hermano en la Guardia Preobrajensky.

– Simon… ¿qué pasará ahora?

Pero ya lo sabía. Las predicciones de Simon se habían cumplido. Estados Unidos había entrado en guerra. El presidente Roosevelt lo anunció con profundo pesar. Al día siguiente Simon se alistó en el ejército. Tenía cuarenta y cinco años y Zoya le suplicó que no fuera, pero él la miró con tristeza.

– Debo ir, Zoya. Me remordería la conciencia si me quedara aquí sentado sin hacer nada por la defensa de mi patria.

Tenía que hacerlo no solo por su patria, sino también por todos los judíos de Europa. No podía permanecer ocioso cuando en el mundo estaban destruyendo la causa de la libertad.

– Por favor… -le suplicó Zoya-, por favor, Simon no podría vivir sin ti. -Había pasado por aquella prueba otras veces, perdiendo a los seres que amaba y sabía que no podría resistirlo nuevamente-. Te quiero demasiado. No te vayas, te lo ruego…

A pesar de las súplicas, no hubo modo de convencerlo.

– Debo ir, Zoya.

Aquella noche, mientras ambos permanecían tendidos el uno junto al otro en la cama, él la acarició con sus manos vigorosas y la estrechó contra sí. Zoya lloró desconsolada, temiendo perder al hombre al que tanto amaba.

– No pasará nada -dijo Simon.

– Eso no lo sabes. Te necesitamos demasiado como para que te vayas. Piensa en Matthew.

Hubiera sido capaz de decirle cualquier cosa con tal de que se quedara, pero ni así logró persuadirlo.

– Precisamente pienso en él. No merecerá la pena vivir en este mundo cuando él crezca si los demás no nos levantamos ahora y luchamos por la honradez y la justicia -dijo Simon.

Aún le dolían los sucesos que ocurrieron en Polonia dos años antes. Ahora que su propio país había sido atacado, no tenía más remedio que hacer algo. Ni siquiera la pasión con que Zoya lo amó aquella noche ni sus renovadas súplicas lo apartaron de su propósito. A pesar de lo mucho que la quería, debía ir. Su amor por Zoya solo era equiparable a su sentido del deber para con la patria, por muy alto que fuera el precio que tuviera que pagar.

Lo enviaron en tren a Fort Benning, en Georgia a los tres meses, y regresó a casa con un permiso de dos días, antes de marcharse a San Francisco. Zoya hubiera querido ir con él otra vez a la casita de la señora Whitman en Connecticut, pero Simon prefirió pasar sus últimos días en casa con la familia al completo. Nicolás se desplazó expresamente de Princeton para despedirlo, y ambos hombres se estrecharon solemnemente la mano en Grand Central Station.

– Cuida de tu madre por mí -dijo Simon en voz baja en medio de la algarabía que los rodeaba.

Hasta Sasha lloró. Y también lo hizo Matthew, aunque no comprendiera la razón. Él solo sabía que su papá se iba a un sitio y que su mamá y su hermana lloraban y Nicolás tenía la cara muy triste.

Nicolás abrazó a quien había sido su padre durante cinco años y las lágrimas le asomaron cuando escuchó las palabras de Simon.

– Cuídate, hijo.

– Yo también quiero ir -dijo Nicolás, bajando la voz para que no lo oyera su madre.

– Todavía no -le contestó Simon-. Primero procura terminar los estudios. De todos modos, es posible que te recluten.

Sin embargo, Nicolás no quería que lo reclutaran. Deseaba ir a Inglaterra y pilotar aviones. Llevaba muchos meses pensándolo y en marzo ya no pudo seguir conteniéndose. Por aquel entonces Simon se encontraba en el Pacífico. Comunicó la noticia a su madre al día siguiente del decimoséptimo cumpleaños de Sasha. Zoya lloró, se enfureció con su hijo y no quiso ni oír hablar del asunto.

– ¿No basta con que tu padre se haya ido, Nicolás?

Así solía referirse Zoya a Simon sin que Nicolás pusiera el menor reparo. El muchacho amaba a aquel hombre como a un padre.

– Mamá, tengo que ir. ¿Es que no lo entiendes?

– Pues, no. Mientras no te llamen a filas, ¿por qué no te quedas donde estás? Simon quiere que termines los estudios, él mismo te lo dijo.

Zoya trató desesperadamente de razonar con él, pero comprendió que no conseguiría disuadirlo de su propósito. Echaba mucho de menos a Simon y ahora no podía soportar la idea de que Nicolás también se fuera.

– Volveré a Princeton cuando termine la guerra.

Sin embargo, Nicolás pensó durante años que aquello era perder el tiempo. Princeton le gustaba mucho, pero él ansiaba entrar en el mundo real, trabajar como Simon y ahora luchar, tal como estaba haciendo su padrastro en el Pacífico. Simon les escribía siempre que podía, relatándoles todo lo que podía contarse. Zoya anheló que su marido estuviera en casa y pudiera convencer a Nicolás de que reanudara los estudios. Tras dos días de discusiones, Zoya comprendió que había perdido la batalla. Al cabo de tres semanas, Nicolás se marchó a Inglaterra para someterse a adiestramiento. Zoya se quedó sola en el apartamento, pensando en todo lo que había perdido y podía perder…, un padre, un hermano, un país… y ahora su marido y su hijo. Sasha había salido. Ni siquiera oyó el primer timbrazo. El timbre sonó una y otra vez, pero Zoya no quería abrir. Finalmente se levantó muy despacio. No quería ver a nadie. Solo deseaba el regreso a casa de los dos seres a quienes amaba, antes de que algo les ocurriera. Si les sucediera algo, no podría resistirlo.

– ¿Sí?

Había regresado de la tienda hacía una hora, pero ni eso conseguía distraerla de sus inquietudes. Pensaba constantemente en Simon y ahora tendría que preocuparse también por Nicolás, haciendo incursiones sobre Europa a bordo de un cazabombardero.

El muchacho uniformado parecía muy nervioso. Odiaba aquel trabajo desde hacía varios meses. Miró a Zoya y pensó por qué no habrían enviado a otro. Era una mujer muy guapa, con el cabello pelirrojo recogido en un complicado moño. Lo miraba sonriendo, sin comprender lo que se le venía encima.

– Un telegrama para usted, señora. -Y luego, mirándola como un niño triste, el soldado musitó-: Lo siento.

Le entregó el telegrama y apartó el rostro.

No quería ver sus ojos cuando lo abriera y lo leyera. La orla negra se lo anunció todo mientras Zoya contenía la respiración y rasgaba el telegrama. El ascensor acudió en auxilio del soldado y ya se había ido cuando ella leyó las palabras: «Lamentamos informarla de que su esposo, Simon Ishmael Hirsch, resultó muerto ayer…». El resto era todo borroso cuando Zoya cayó de rodillas en el recibidor, pronunciando su nombre entre sollozos y recordando de pronto a Nicolai, moribundo sobre el suelo de mármol del palacio de Fontanka.

Lloró tendida en el suelo varias horas, ansiando sus dulces caricias, su presencia, el perfume de su colonia, el fresco aroma del jabón que utilizaba para afeitarse, cualquier cosa… Nunca más volvería a verlo. Simon se había ido como los demás.

45

Cuando Sasha regresó a casa, encontró a su madre sentada en la oscuridad. Al averiguar el motivo, por una vez en su vida hizo lo que debía. Llamó a Axelle y esta acudió para ultimar los detalles del oficio religioso. Al día siguiente, el establecimiento de modas Condesa Zoya permaneció cerrado, con crespones negros en las puertas. Axelle se quedó en el apartamento con su amiga, la cual no podía pensar con coherencia y se limitaba a asentir con la cabeza. Axelle organizó en su nombre el servicio religioso, Zoya no estaba en condiciones de adoptar ninguna decisión.

Su último acto de valentía consistió en acudir a casa de los padres de Simon en Houston Street. La madre de Simon gritó y gimió en brazos de su marido. Zoya se retiró en silencio, asida al brazo de Sasha. Estaba cegada por el dolor de la pérdida del hombre al que amó más que a ningún otro.

La ceremonia religiosa fue una pesadilla, entre las extrañas salmodias y el incesante llanto de la madre de Simon. Axelle y Sasha tomaron las manos de Zoya y luego la llevaron de nuevo al apartamento.

– Tienes que volver al trabajo cuanto antes -dijo Axelle casi con aspereza.

Sabía por propia experiencia, cuando la muerte de su marido, lo fácil que sería para Zoya darse por vencida. Zoya no podía permitirse aquel lujo. Tenía tres hijos en quienes pensar y ya había sobrevivido a otras tragedias. Debía superar la situación. Zoya sacudió la cabeza y miró a Axelle mientras las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas. Le parecía que ya no le quedaba nada por lo que vivir.

– No puedo pensar en eso ahora. No me importa la tienda. Solo Simon.

– Pues tienes que pensar. Eres responsable de tus hijos, de ti misma, de tus clientes…, y ahora tienes que hacerlo por Simon. Debes seguir adelante en su memoria, seguir construyendo lo que él contribuyó a crear. No puedes dejarlo todo ahora. La tienda fue un regalo que te hizo, Zoya.

Era cierto, pero la tienda le parecía ahora una nimiedad sin importancia. Si no podía compartirla con Simon, ¿qué más daba?

– Debes ser fuerte. -Axelle le ofreció a su amiga pelirroja una copa de coñac e insistió en que tomara un sorbo-. Bébetelo todo. Te sentará bien. -Zoya miró sonriendo a su amiga y de nuevo rompió a llorar-. No sobreviviste a la revolución y a todo lo sucedido después para darte ahora por vencida, Zoya Hirsch.

Axelle la visitó cada día hasta que, al final, la convenció de que volviera a la tienda. Pareció un milagro que Zoya accediera a regresar, aunque solo fuera por unos minutos. Vestía de luto y llevaba medias negras, pero se encontraba de nuevo en su despacho. Al cabo de unos días, los minutos se convirtieron en horas. Al final, otra vez se sentó a su escritorio, aunque pasaba el rato con la mirada perdida en la distancia, recordando a Simon. Cada día iba a la tienda como una autómata. Por si fuera poco, Sasha empezaba a hacer de las suyas otra vez. Zoya se daba cuenta de que no podía controlarla. Solo podía sobrevivir día a día y hora a hora, escondida en su despacho, y regresar a casa por la noche para soñar con Simon. El solo hecho de ver al pequeño Matthew le destrozaba el corazón y le hacía recordar a su marido.

Los abogados de Simon la llamaban desde hacía varias semanas, pero ella evitaba recibirlos. Simon había dejado a dos leales colaboradores al frente de las fábricas de tejidos y la fábrica de confección de abrigos. Zoya sabía que el negocio marchaba como la seda y bastante trabajo le costaba dirigir la tienda para encima tener que preocuparse por lo otro. Además, el hecho de hablar con los abogados sobre la herencia significaría reconocer que Simon ya no estaba, cosa que ella no podía aceptar. Estaba recordando aquel fin de semana con él en Connecticut cuando una de sus colaboradoras llamó suavemente a la puerta del despacho.

– ¿Condesa?

La mujer le habló desde el otro lado de la puerta mientras Zoya se enjugaba nuevamente las lágrimas. Sentada junto a su escritorio, contempló una fotografía de Simon. La víspera había discutido otra vez con Sasha, pero ni eso le parecía ahora importante.

– Salgo enseguida.

Zoya se sonó la nariz, se miró al espejo y se retocó el maquillaje.

– Hay alguien aquí que desea verla.

– No recibo visitas -contestó Zoya, entreabriendo la puerta-. Dígale que no estoy. -Después lo pensó mejor y añadió-: ¿Quién es?

– Un tal señor Paul Kelly. Dice que es importante.

– No lo conozco, Christine. Dígale que he salido.

La chica parecía nerviosa. Le daba pena ver a Zoya tan triste desde la muerte de su marido, pero lo comprendía. Todo el mundo estaba preocupado por los maridos, los hermanos, los amigos y los temibles telegramas orlados de negro como el remitido a Zoya.

Zoya cerró la puerta y rezó para que aquel día ningún cliente importante visitara la tienda. No podía soportar las miradas compasivas y las palabras amables. Volvieron a llamar. Era Christine, nerviosa y arrebolada.

– Dice que esperará. ¿Qué hago?

Zoya suspiró. No acertaba a imaginar quién podía ser. Tal vez el marido de una clienta, alguien temeroso de que ella le comentara a alguna esposa acerca de cierta amante. A veces, recibía visitas de ese tipo y siempre les aseguraba discreción. Se acercó nuevamente a la puerta, la abrió y miró a su colaboradora con expresión muy triste. El vestido y las medias negras acrecentaban la palidez y crispación de su rostro.

– Muy bien. Dígale que pase.

De todos modos, no tenía otra cosa que hacer. No lograba distraerse con nada, ni en casa ni en la tienda. Christine hizo pasar a un alto y distinguido caballero de ojos azules y cabello blanco, vestido con un traje azul oscuro. El hombre se sorprendió ante la belleza de Zoya, con aquellos ojos verdes que parecían atravesarlo todo.

– ¿Señora Hirsch?

No era frecuente que la llamaran de esa forma. Zoya asintió con la cabeza, preguntándose quién sería el visitante, aunque, en realidad, le daba igual.

– ¿Sí?

– Me llamo Paul Kelly. Nuestra firma está tratando el asunto de la… herencia de su marido. -Zoya le estrechó la mano y lo invitó a sentarse en un sillón frente a su escritorio-. Necesitábamos ponernos en contacto con usted. -El hombre la miró con amable expresión de reproche y Zoya observó que tenía unos ojos interesantes, un rostro típicamente irlandés y un cabello que antes de encanecer debía de ser negro como el azabache-. No ha contestado usted a nuestras llamadas.

Al verla, el hombre comprendió el motivo y se compadeció de su dolor.

– Lo sé -dijo Zoya, apartando la mirada-. A decir verdad -añadió, lanzando un suspiro-, no quería oír hablar de ustedes. Me obligaban a ver la realidad. Ha sido… -su voz se trocó en un susurro-, ha sido muy difícil para mí.

El hombre la analizó en silencio. A pesar de su visible dolor, se intuía en ella una fuerza inusitada.

– Lo comprendo. Pero necesitamos conocer sus deseos sobre ciertos asuntos. Queríamos sugerirle una lectura oficial del testamento, pero, dadas las actuales circunstancias… -Su voz se perdió mientras ella lo miraba a los ojos-. Tal vez bastará con que le diga que su marido les ha dejado casi todo a usted y a su hijo. A sus padres y a sus tíos les corresponderá una parte importante, al igual que a los dos hijos de usted, señora Hirsch. Unos legados muy generosos, debo decir. Un millón de dólares a cada uno, cuyo capital principal no podrán tocar, como es lógico, hasta alcanzar la mayoría de edad. Hay algunas condiciones que me parecen muy razonables. Nuestro departamento de fideicomisos lo ayudó en todo eso. -El hombre se detuvo al ver la mirada de Zoya-. ¿Ocurre algo? -preguntó.

De pronto, lamentó haber efectuado la visita. Aquella mujer ni siquiera lo escuchaba.

– ¿Un millón de dólares a cada uno?

Era mucho más de lo que ella hubiera podido soñar, y eso que no eran hijos de Simon. Su amor por él volvió a atravesarla como un cuchillo.

– Exactamente. Además, quiso garantizar al hijo de usted un puesto en la empresa, cuando sea mayor, claro. Es una empresa enorme formada por las seis fábricas de tejidos y la de confección, cuyo volumen de negocios se ha incrementado ahora notablemente gracias a los contratos de guerra firmados tras su desaparición…

El hombre siguió hablando con voz monótona mientras Zoya trataba de asimilar los hechos. Era muy propio de Simon haber pensado en todos ellos, disponiendo que Nicolás tuviera parte en el negocio. Si hubiera vivido en lugar de legarles una fortuna…

– ¿Qué contratos? -La mente de Zoya regresaba poco a poco a la vida. Tenía muchas cosas en que pensar, tenía todo lo que Simon había construido de la nada. Lo menos que podía hacer era prestar atención-. Él no me comentó ningún contrato de guerra.

– Todavía no estaban concluidos cuando él se fue. Las fábricas suministrarán todos los tejidos para nuestros uniformes militares mientras dure la guerra.

El hombre la miró, subyugado por su belleza y elegancia.

– Oh, Dios mío… ¿Y eso qué significa en términos de ventas?

Por un instante, a Zoya le pareció que Simon estaba allí. Comprendió lo contento que hubiera estado por los contratos. Cuando el abogado facilitó una idea aproximada de lo que significaría, Zoya no pudo creerlo.

– Pero eso no es… posible.

Zoya esbozó un amago de sonrisa. A sus cuarenta y tres años estaba arrebatadoramente bella.

– Me temo que sí. Con franqueza, señora Hirsch, cuando termine la guerra usted y sus hijos serán inmensamente ricos. Y, si Nicolás se incorpora a la firma, el señor Hirsch previó un considerable porcentaje para él.

Simon estuvo en todo, pero eso no era ningún consuelo para Zoya. ¿Qué iban a hacer con todo aquello sin Simon? Sin embargo, mientras escuchaba las palabras del abogado, comprendió que Axelle tenía razón. En memoria de su marido, tenía que continuar lo que él había construido. Era el último regalo de él y ella tenía que llevarlo adelante.

– ¿Están capacitados para llevar estos asuntos los hombres que él dejó al frente del negocio? -preguntó Zoya, mirando a su interlocutor como si lo viera por primera vez.

Cuando sonreía estaba más guapa que nunca, pensó el hombre.

– Sí, creo que sí. Tendrán que responder de su actuación ante nosotros, claro, y ante usted -dijo el abogado, mirándola directamente a los ojos-. El señor Hirsch la designó directora de todas sus empresas. Tenía un gran respeto por su sentido comercial.

El hombre apartó la mirada mientras Zoya rompía a llorar e intentaba decir algo con una voz que era un mero susurro. Simon significaba para ella mucho más que todas sus empresas, pero eso nadie podría comprenderlo jamás.

– Lo quería mucho -dijo Zoya, levantándose para acercarse a la ventana que daba a la Quinta Avenida. No podía derrumbarse. Tenía que seguir adelante, por sus hijos y por él. Se volvió despacio y miró a Paul Kelly-. Gracias por venir -dijo entre lágrimas-. Quizá nunca hubiera contestado a sus llamadas.

No quería enfrentarse con la pérdida de Simon, pero entonces supo que debería hacerlo.

– Suponía el motivo -dijo el hombre, sonriendo con tristeza-. Por eso decidí venir personalmente. Espero que perdone mi osadía. Tiene usted una tienda muy bonita -añadió, mirando a su alrededor-. Mi mujer compra aquí siempre que puede.

Zoya asintió, pensando en todos los clientes a los que había descuidado, pero no olvidado.

– Dígale, por favor, que la próxima vez pregunte por mí. Podremos enseñarle lo que más le guste aquí en mi despacho.

– Quizá sería mejor para mí que cerrara usted las puertas -contestó el hombre sonriendo. Después hizo algunas preguntas sobre Nicolás. Zoya le explicó que estaba en Londres, pilotando cazabombarderos con las fuerzas norteamericanas adscritas a la RAF-. Tiene usted muchas cosas en que pensar, ¿no es cierto, señora Hirsch? -Ella asintió en silencio y el abogado se conmovió. Había levantado un imperio, con la ayuda de su marido, por supuesto, pero parecía tan delicada como una mariposa-. Si puedo ayudarla en algo, le suplico que me lo diga.

Pero ¿qué podía hacer él? Nadie podría devolverle a Simon, y eso era lo único que ella quería.

– Quiero pasar algún tiempo en las oficinas de mi marido -dijo Zoya, frunciendo levemente el ceño-. Si voy a ser directora de sus empresas, tendré que familiarizarme con todo eso.

Tal vez aquellas actividades la distraerían.

– Sería muy conveniente. De eso pensaba encargarme yo mismo, pero tendré mucho gusto en compartir toda la información con usted. -El abogado era uno de los socios de un importante bufete jurídico en Wall Street, y Zoya calculó que debía llevarle unos diez años porque el juvenil brillo de sus ojos le hacía aparentar menos edad. Ambos conversaron un rato hasta que, al final, el hombre se levantó a regañadientes-. ¿Quiere que nos reunamos la semana que viene en el despacho de Simon en la Séptima Avenida o prefiere que le traiga aquí todo el material que pueda?

– Me reuniré allí con usted. Quiero que sepan que los vigilamos, usted y yo -dijo Zoya y le estrechó la mano con una sonrisa en los labios-. Gracias, señor Kelly. Le agradezco que haya venido.

– Estoy deseando empezar a trabajar con usted -contestó Kelly, mirándola con sus risueños ojos irlandeses.

Zoya volvió a darle las gracias y, una vez sola, se sentó de nuevo en el sillón de su escritorio con la mirada perdida en el espacio. Las cifras de los contratos de guerra eran de vértigo. Para ser el hijo de un sastre del East End, Simon había llegado muy lejos. Contempló otra vez la fotografía de Simon y abandonó en silencio el despacho, recuperando de golpe su personalidad por primera vez desde que él muriera. Las dependientas se dieron cuenta de ello al pasar presurosas por su lado para atender a los clientes. Aquella tarde, Zoya tomó el ascensor y se detuvo en cada piso para ver qué tal iban las cosas. Ya era hora de que la vieran. Ya era hora de que la condesa Zoya siguiera adelante…, con el recuerdo de Simon siempre en su corazón… y con el de todas las personas a quienes amó. Sin embargo, ahora no podía pensar en ellas. Tenía mucho que hacer. Por Simon.

46

A finales de 1942, Zoya adquirió la costumbre de pasar un día entero a la semana en las oficinas de Simon en la Séptima Avenida, casi siempre con Paul Kelly. Al principio, se llamaban ceremoniosamente «señor Kelly» y «señora Hirsch». Ella lucía sencillos vestidos negros y él trajes azul oscuro a rayas. Con el paso de los meses, nació en aquella relación laboral un toque de humor. Paul contaba chistes muy divertidos y Zoya lo hacía reír con anécdotas de la tienda, y solía vestir prendas más desenfadadas. Paul, por su parte, se quitaba a menudo la chaqueta y se arremangaba la camisa. Estaba asombrado de la agudeza comercial de Zoya. Con razón la respetaba Simon. Al principio, a Paul le pareció una locura que la nombrara directora, pero Simon era tremendamente listo y ella lo superaba con creces, sin perder en ningún momento su feminidad. Aunque nunca levantaba la voz, todo el mundo sabía que no toleraría ninguna estupidez por parte de nadie. No se le escapaba el menor detalle y estudiaba siempre con gran detenimiento los libros de contabilidad.

– ¿Cómo llegaste a todo esto? -preguntó Paul un día mientras almorzaban en el despacho de Simon a base de bocadillos.

El bufete jurídico de Atherton, Kelly y Schwartz acababa de sustituir a uno de los dos gerentes principales de Simon, y tenían que reorganizar muchas cosas.

– Por error -contestó Zoya, y entre risas le describió su época de corista de variedades, su trabajo en el salón de Axelle y su actuación en el Ballet Russe hasta llegar finalmente a la tienda, cuyo éxito había traspasado los límites de la ciudad.

Por su parte, Paul había estudiado en Yale y después se había casado con una joven de la alta sociedad de Boston, llamada Allison O’Keefe. Tuvieron tres hijos en cuatro años. Él siempre se refería a ella con respeto, aunque sin el menor fulgor de emoción en los ojos. Zoya no se sorprendió lo más mínimo cuando una tarde, tras una agotadora jornada de trabajo, él le confesó que no le apetecía regresar a casa.

– Desde hace mucho tiempo Allison y yo somos unos extraños el uno para el otro.

Zoya no le envidiaba. Simon y ella siempre habían sido muy amigos, aparte de la mutua atracción física que sentían y que ella todavía recordaba con anhelo.

– ¿Por qué sigues casado con ella?

Todo el mundo se divorciaba a la primera de cambio. Zoya adivinó la respuesta antes de escucharla.

– Los dos somos católicos, Zoya. Ella nunca accedería a concederme el divorcio. Lo intenté hace unos diez años. Tuvo una crisis nerviosa, o eso dijo, y ya nunca volvió a ser la misma. No puedo dejarla ahora. Y, además… -Paul dudó un poco y después decidió sincerarse con ella. Eran muy amigos desde hacía un año y conocía su discreción-. Aunque me duela decirlo, mi mujer bebe. No podría perdonarme que le ocurriera algo.

– No te lo debes pasar muy bien. -Una gélida señorita de la alta sociedad de Boston que se emborrachaba y no quería concederle el divorcio. Zoya se estremeció al pensarlo, pese a que en la tienda trataba con muchas mujeres de aquella clase, que compraban porque se aburrían y nunca llegaban a ponerse lo que se llevaban a casa porque, en realidad, su aspecto no les preocupaba demasiado-. Te sentirás muy solo -añadió, mirándolo con dulzura.

Paul tuvo que hacer un esfuerzo para no revelarle más detalles. Tenía que trabajar con ella todas las semanas y sabía la lección desde hacía mucho tiempo. Hubo otras mujeres en su vida, pero ninguna significó demasiado. Eran simplemente mujeres con quienes charlaba o hacía el amor de vez en cuando. Nunca había conocido a nadie como Zoya y probablemente nunca sintió por nadie lo que sentía por ella.

– Me distraigo con el trabajo -dijo-, igual que tú.

Zoya desarrollaba una intensa actividad y solo vivía para el trabajo y los hijos a quienes tanto amaba.

En 1943 decidieron cenar juntos todos los lunes al salir de las oficinas de Simon. Era una ocasión para examinar con más detenimiento lo que habían hecho durante el día. Solían acudir a pequeños restaurantes en los alrededores de la Séptima Avenida.

– ¿Cómo está Matt? -preguntó Paul una noche de primavera.

– ¿Matthew? Pues muy bien. -El niño tenía tres años y medio y era un encanto-. Es la alegría de la casa.

Le pareció curioso que aquel niño en principio no deseado fuera ahora su mayor consuelo. Sasha no paraba nunca en casa y, a sus dieciocho años, era una joven muy guapa. Paul sospechaba que debía de causarle a Zoya muchos problemas. Más de una vez Zoya le había comentado sus temores de que no terminara los estudios. Nicolás estaba todavía en Londres y ella rezaba día y noche para que pronto regresara a casa sano y salvo.

– ¿Y tus hijos cómo están, Paul?

No solía hablar mucho de ellos. Sus dos hijas estaban casadas, una en Chicago y otra en la Costa Oeste, y su hijo andaba por la isla de Guam. Tenía dos nietos en California a los que apenas veía. A su mujer no le gustaba ir a California y él temía dejarla sola en casa.

– Mis hijos están bien, supongo -contestó con una leve sonrisa-. Hace tanto tiempo que abandonaron el nido que apenas sé nada de ellos. Su infancia no fue muy fácil que digamos, por culpa de la afición de Allison a la bebida. Esas cosas dejan huellas muy profundas. Por cierto, ¿qué tal van las cosas en la tienda? -preguntó, para cambiar de tema.

– No hay muchas novedades. Hemos inaugurado una sección para hombres y vamos a probar nuevas líneas. Será bonito viajar otra vez a Europa después de la guerra para adquirir modelos.

Sin embargo, los combates seguían arreciando en la otra orilla del Atlántico y el final no parecía muy cercano.

– Me gustaría regresar alguna vez a Europa. Yo solo -dijo Paul.

Cuidar de su mujer no era precisamente muy agradable. Allison iba de bar en bar o bien se encerraba en su habitación fingiendo fatiga para que no se le notara la borrachera. A Zoya la sorprendía que él pudiera soportar esa situación. Debía de ser una carga terrible, pensó una noche en que lo invitó a subir a tomar una copa a su casa tras haber cenado juntos. Paul solo había estado en su apartamento una vez y lo recordaba cálido y acogedor. Por eso aceptó de buen grado y se arrellanó en el sofá de la biblioteca mientras ella le servía una copa. La criada había salido y Sasha aún no había vuelto a casa. Solo estaba Matthew, durmiendo en su habitación con la niñera.

– Deberías tomarte unas vacaciones alguna vez, Paul. Vete solo a California y visita a tus hijos. ¿Por qué tienes que destrozarte la vida por culpa de tu mujer?

– Tienes razón, pero ir solo no me apetece.

Paul era muy sincero con ella. Tomó un sorbo de su bebida y contempló a Zoya, vestida de blanco y con el cabello recogido hacia atrás.

– No, no es muy divertido hacer solo las cosas -dijo Zoya sonriendo-. Pero yo me estoy acostumbrando.

Fue horrible tener que aprender a vivir sin Simon.

– No te acostumbres, Zoya. Es un asco. -Paul lo dijo con tal vehemencia que casi sobresaltó a Zoya-. Te mereces algo más.

Paul, que había pasado toda la vida solo, no quería que a ella le ocurriera lo mismo. Era vibrante y hermosa, y se merecía algo más que la soledad que él conocía tan bien.

– Tengo cuarenta y cuatro años y ya es tarde para volver a empezar -dijo Zoya riéndose.

Además, sabía que ningún hombre podría sustituir jamás a Simon.

– No digas tonterías, yo tengo casi cincuenta y cinco años y, si tuviera la ocasión de empezar de nuevo, lo haría de mil amores.

Era la primera vez que Paul le confesaba ese deseo. Zoya contempló sus largas piernas, su cabello blanco perfectamente peinado y sus brillantes ojos azules. Lo pasaba muy bien con Zoya y toda la semana aguardaba con ansia sus encuentros del lunes. Eran lo único que le permitía seguir adelante.

– Ya estoy bien así -dijo Zoya.

Se mentía más a sí misma que a Paul. No era feliz, pero tenía que conformarse con lo que tenía.

– No es cierto. ¿Cómo vas a estar bien?

– Porque no tengo otra cosa -contestó en voz baja.

Prefería resignarse en lugar de ansiar un pasado perdido para siempre. Lo intentó otras veces y no quería repetir el error. Tenía que conformarse con sus hijos, su trabajo y con sus charlas con Paul Kelly una vez a la semana.

Sin una palabra, Paul posó la copa y fue a sentarse al lado de Zoya, clavando en ella sus ojos intensamente azules.

– Quiero decirte una cosa. No puedo hacer nada al respecto y tampoco te puedo ofrecer nada en estos momentos, pero… te amo, Zoya. Desde el día en que nos conocimos. Eres lo mejor que me ha ocurrido en la vida. -Zoya lo miró perpleja. Después, él la tomó inesperadamente en sus brazos y la besó en la boca mientras todo su cuerpo se estremecía de pasión-. Eres tan hermosa y tan fuerte…

– No digas eso, Paul, por favor…

Zoya hubiera querido apartarlo, pero no pudo. Se sentía culpable por el hecho de desearlo. Le parecía una traición al recuerdo de Simon, pero tampoco pudo evitar besarlo y aferrarse a él como si estuviera a punto de ahogarse.

– Te quiero mucho -le susurró Paul, estrechándola en sus fuertes brazos sin poder contener su emoción-. Vámonos a algún sitio… -añadió sonriendo-, lejos…, nos sentará bien.

– No puedo.

– Pues claro que puedes… Los dos podemos.

Paul rebosaba entusiasmo. Los años parecieron esfumarse mientras miraba a Zoya. Se sentía joven y no permitiría que se le escapara de las manos. Si tenía que vivir con Allison el resto de su vida, por lo menos tendría a Zoya aunque solo fuera por un instante.

– Es una locura, Paul -dijo Zoya, apartándose.

Después se levantó y contempló las fotografías de Simon, sus trofeos, sus tesoros y sus libros de arte.

– No tenemos ningún derecho a hacer esto -dijo Zoya.

Sin embargo, Paul no estaba dispuesto a perderla. Si ella le hubiera abofeteado el rostro, le hubiera pedido disculpas y se hubiera marchado; pero acababa de comprender que ella le quería tanto como él a ella.

– ¿Por qué no? ¿Quién ha establecido las normas? Tú no estás casada. Yo lo estoy, pero no de una manera significativa. Hace años que no. Estoy atrapado en un matrimonio de apariencias con una mujer que ni siquiera sabe que estoy vivo y que desde hace años no me quiere, si alguna vez me quiso, cosa que dudo bastante… ¿Acaso no tengo derecho a algo más? Estoy enamorado de ti.

– ¿Por qué? -preguntó Zoya, mirándolo mientras él buscaba en sus ojos lo que tanto ansiaba encontrar-. ¿Por qué me quieres, Paul?

– Porque eres exactamente lo que siempre quise.

– No podría darte mucho -dijo Zoya, mostrándose tan sincera con él como antes lo fuera con Clayton y Simon.

– Lo sé, pero me bastará un poco de ti.

Paul volvió a besarla y, ante su asombro, Zoya no ofreció resistencia.

Después, ambos pasaron varias horas conversando tranquilamente en el salón. Pasaba la medianoche cuando Paul se fue, prometiendo llamarla al día siguiente.

Sentada en el salón de su apartamento, Zoya se sintió culpable. No estaba bien lo que había hecho, ¿verdad? ¿Qué pensaría Simon? Simon no pensaría nada porque ya no estaba. Ella, en cambio, se sentía viva y Paul Kelly no le era indiferente. Valoraba su amistad y había despertado en ella algo que ya creía olvidado. Se encontraba todavía en el salón, pensando en él, cuando oyó llegar a Sasha. La joven se dirigió a su habitación. Llevaba un llamativo vestido rojo, se le había corrido el maquillaje y tenía una cara muy rara. Zoya advirtió que llevaba unas copas de más. Ya había ocurrido otras veces y estaba harta de tener que discutir constantemente con ella.

– ¿Dónde estuviste?

– Por ahí -contestó Sasha, volviéndose de espaldas para que su madre no pudiera verle la cara. Zoya tenía razón. Había bebido, pero estaba preciosa.

– ¿Haciendo qué?

– Cenando con un amigo.

– Sasha, solo tienes dieciocho años, no puedes andar por ahí como si tal cosa.

– Me graduaré dentro de dos meses, ¿qué importa eso ahora?

– A mí me importa muchísimo. Tienes que comportarte como es debido. Si haces locuras, la gente nos criticará porque todo el mundo sabe quién eres tú y quién soy yo. No querrás que eso ocurra, Sasha. Ten un poco de juicio, por favor.

Pero no era probable que lo tuviera. Tras la muerte de Simon y la partida de su hermano, Sasha se desbocó. Zoya había perdido la esperanza de controlarla y temía perderla del todo. Más de una vez, la joven había amenazado con marcharse de casa, lo cual hubiera sido mucho peor. Estando en casa, por lo menos, Zoya tenía alguna idea de lo que hacía y adónde iba.

– Todo eso son idioteces anticuadas -dijo Sasha, arrojando el vestido al suelo y paseando en bragas por la habitación-. La gente ya no cree en esa basura.

– La gente sigue creyendo en lo mismo que antes. Este año te presentarás en sociedad. No querrás que digan cosas feas de ti, cariño. -Sasha se encogió de hombros sin responder. Cuando Zoya se acercó para darle el beso de buenas noches, aspiró el olor a alcohol de su aliento y el del humo que impregnada su cabello-. No quiero que bebas -dijo, y suspiró.

– ¿Por qué no? Soy mayor de edad.

– No se trata de eso.

Sasha se encogió nuevamente de hombros y se volvió de espaldas hasta que su madre se retiró. De nada servía hablar con la chica. Zoya estaba deseando que Nicolás regresara a casa. Tal vez él consiguiera convencerla. Solo él podría hacerlo. De pronto, Zoya se preguntó qué ocurriría cuando Sasha tomara posesión del dinero que Simon le había legado. Se volvería loca, si alguien no la hacía entrar primero en cintura. Todavía estaba pensando en ello cuando sonó el teléfono. Era la una de la madrugada. El corazón se le detuvo por un instante, temiendo alguna mala noticia. Pero era Paul. Estaba en casa y había decidido llamarla. Allison dormía en su habitación y él se sentía más solo que nunca.

– Quería decirte lo mucho que ha significado esta noche para mí. Me has dado algo muy hondo.

– No lo sé, Paul -contestó Zoya en un susurro.

En su opinión, le había dado muy poco. Unos cuantos besos y el calor de un instante.

– Mi vida vuelve a tener sentido gracias a ti. Nuestras noches de los lunes me ayudan a superar el resto de la semana.

En aquel momento Zoya se percató de lo mucho que a ella también le gustaban aquellas veladas. Paul era un hombre inteligente, amable y simpático.

– Te echaré de menos esta semana -dijo Paul-. ¿Crees que el mundo se derrumbaría si nos viéramos un martes? -preguntó con una sonrisa.

– ¿Y tú crees que deberíamos intentarlo? -replicó Zoya con audacia. Y ambos se echaron a reír como niños. -Vamos a almorzar mañana y lo averiguaremos.

Paul llevaba mucho tiempo sin sentirse tan feliz y alborozado.

– ¿Crees que debemos?

Zoya hubiera querido sentirse culpable, pero no podía. Tenía la extraña sensación de que Simon lo había comprendido.

– ¿Mañana a la una?

– Más bien a las doce -dijo Zoya.

Cuando colgó el auricular le tembló la mano. Era una locura y, sin embargo, no quería detenerse. Recordó el contacto de sus labios en la biblioteca y sintió que todo era dulce e inocente a la vez. Paul era su amigo, con independencia de lo que pudiera ocurrir después. Era alguien con quien podía trabajar y conversar, y comentar sus negocios y los asuntos de sus hijos. Paul la escuchaba con interés y parecía preocuparse por ella. Zoya se preguntó si habría algo de malo en ello, pero aquella noche vio en sueños a Simon, sonriendo de pie al lado de Paul Kelly.

47

Paul se presentó en la tienda poco antes de las doce. Llamó suavemente a la puerta del despacho y sonrió al verla sentada a su escritorio. La encontró repasando muy seria su trabajo, con un lápiz sujeto en el cabello.

– Qué imagen tan habitual -dijo sonriendo mientras ella levantaba la mirada de los papeles-. ¿Demasiado ocupada, Zoya? Si quieres, vuelvo más tarde.

– No, no te preocupes. No es urgente.

Zoya disfrutaba con aquella amistad y Paul había pasado todo el día soñando con ese momento. Cuando ella se levantó para recoger el bolso, Paul admiró su belleza.

– ¿Has tenido un día muy ajetreado? -preguntó con su cálida sonrisa irlandesa.

– No demasiado -contestó Zoya, alegrándose de que hubiera venido a verla. Le resultaba más fácil reunirse con él allí que en el despacho de Simon. Aquello era su terreno y en él Paul solo podría compartir su presente, no su pasado.

Almorzaron en el 21 y permanecieron conversando hasta las tres de la tarde. En la mesa de al lado vieron a Spencer Tracy con una mujer que llevaba un gran sombrero y gafas oscuras. Zoya se preguntó quién sería, pero a Paul no le interesaba en absoluto. No le quitaba a Zoya los ojos de encima ni un solo momento.

– ¿Por qué lo haces? -preguntó ella finalmente, buscando la respuesta en sus ojos.

Pero en ellos solo encontró dulzura, fortaleza y honradez de sentimientos.

– Porque te amo -contestó él en un susurro-. No quería enamorarme de ti, pero no pude evitarlo. ¿Tan mal te parece?

– No es que esté mal, Paul, pero… -Zoya vaciló antes de seguir adelante-. ¿Qué ocurrirá si cedemos a nuestras inclinaciones? Unos momentos robados de vez en cuando. ¿Es eso lo que quieres?

– Si no puede haber otra cosa, me daré por satisfecho. Las horas que paso contigo son muy valiosas para mí. -Paul había intuido instintivamente que ella no deseaba otra cosa de él. Tenía sus hijos, su tienda, los recuerdos de Simon-. No te pediré más. No tengo ningún derecho. Nunca te mentiré. Sabes que no puedo dejar a Allison, y, si lo que te ofrezco no es suficiente, lo comprenderé -añadió, tomando su mano en la suya bajo la mesa-. Quizá soy un egoísta.

Zoya sacudió la cabeza mientras Spencer Tracy reía a su lado. Se preguntó otra vez quién sería aquella mujer y por qué parecía tan dichosa.

– De todos modos, no creo que esté preparada para algo más que eso. Puede que nunca lo esté. Quería mucho a Simon.

– Lo sé.

– Pero creo que también te quiero a ti… -añadió Zoya en voz baja.

Nunca pensó que fuera posible, pero le gustaba la compañía de aquel hombre. Confiaba en él y lo respetaba.

– No te pediré más de lo que tú quieras darme. Lo comprenderé. -Zoya no podía exigirle más. Después, armándose de valor, Paul preguntó sonriendo-: ¿Te irás conmigo algún día, cuando estés preparada?

Zoya lo miró largo rato antes de asentir lentamente con la cabeza.

– No sé cuándo será, pero aún no estoy preparada.

No estaba preparada para ser infiel al recuerdo de su marido, a pesar de que los besos de Paul la habían turbado profundamente.

– No quiero atosigarte. Puedo esperar. Incluso toda una vida.

Ambos se miraron sonriendo. Paul no se parecía nada a Simon, con su impaciencia y entusiasmo vital, ni a Clayton, con sus pausados modales aristocráticos. Paul Kelly tenía su propio estilo.

– Gracias, Paul.

Zoya lo miró agradecida y se inclinó hacia él en silencio para besarlo.

– Cenaremos juntos siempre que podamos -dijo Paul, esperanzado.

– ¿Y qué dirá Allison?

– Ni siquiera se dará cuenta.

Zoya volvió a besarlo como si con ello quisiera borrar todos sus años de sufrimiento y soledad. Ambos estaban solos, pero los ratos que pasaban juntos eran siempre de alegría y felicidad. Juntos tomaban importantes decisiones sobre el negocio de Simon y comentaban las actividades de la tienda o el comportamiento del pequeño Matthew.

Cuando Paul la acompañó a la tienda, ambos se sorprendieron de que ya fueran casi las cuatro.

– ¿Quieres que cenemos juntos el viernes por la noche o lo dejamos para el lunes? -preguntó Paul.

Zoya sabía que Sasha pasaría el fin de semana fuera y deseaba ver otra vez a Paul antes de su habitual encuentro del lunes.

– Me encantaría cenar juntos el viernes -contestó fijando sus ojos verdes en los de Paul.

– Debo de haber hecho alguna buena obra en mi vida para que ahora tenga tanta suerte.

– No seas tonto.

Zoya lo besó en la mejilla y él prometió llamarla.

Zoya también pensaba llamarlo, aunque tuviera que utilizar la excusa del negocio.

Sin embargo, el ramo de rosas que recibió aquella tarde no tuvo nada que ver con el negocio. Eran dos docenas de rosas blancas; en una ocasión ella le había mencionado que le encantaban. Y Paul nunca se olvidaba de nada. La tarjeta decía: «Nada de momentos robados, mi querida Zoya, solo prestados. Gracias por el préstamo y por los maravillosos momentos. Con cariño, P.». Zoya leyó el texto de la tarjeta sonriendo, la guardó en el bolso y abandonó el despacho para atender a sus clientes. No cabía duda de que Paul había añadido una nueva emoción a su vida, algo que ella ya casi había olvidado…, el contacto de una mano y la mirada de un hombre que se preocupaba por ella y quería estar a su lado. No sabía adónde la conduciría la vida más adelante. Tal vez a ninguna parte. Pero, entretanto, sabía que necesitaba a Paul, de la misma manera que él la necesitaba a ella. Reanudó su trabajo como si caminara entre nubes y ni siquiera se sintió culpable.

– ¿A quién vio usted este mediodía a la hora del almuerzo? -le preguntó su encargada con curiosidad cuando ya se disponían a cerrar la tienda.

No era frecuente que Zoya dejara la tienda a la hora del almuerzo.

– A Spencer Tracy -contestó Zoya en tono confidencial.

– Ya -dijo la chica, sonriendo.

Sin embargo, era cierto. Vio a Spencer Tracy… y a Paul Kelly.

48

Paul y Zoya siguieron reuniéndose cada lunes por la tarde en las oficinas de Simon. Trabajaban duro, cenaban tarde y, siempre que podían, iban a pasar el fin de semana fuera y paseaban por la playa, hablaban de sus vidas y hacían el amor, pese a que para ellos su amistad era siempre mucho más importante que el sexo. Después regresaban a Nueva York, a sus vidas cotidianas y a las personas de su entorno habitual. Ambos estaban tremendamente ocupados y Zoya nunca se llamaba a engaño en cuanto a la posibilidad de casarse con Paul. No cabía esperar tal cosa. Paul era un amigo muy especial y, a lo largo de los años, mientras presidían juntos los consejos de administración, ambos pudieron enorgullecerse de que nadie conociera su íntima relación, ni siquiera los hijos de Zoya. Matthew apreciaba mucho a Paul y Sasha simplemente lo toleraba. La joven estaba demasiado ocupada en su propia vida y no se interesaba por su madre ni parecía darse cuenta de nada. Por su parte, Nicolás seguía combatiendo en Europa con la RAF.

El presidente Roosevelt murió el 12 de abril de 1945. Tres semanas más tarde terminó la guerra en Europa. Zoya recibió la noticia con lágrimas en los ojos. Su hijo estaba vivo y regresó a casa el mismo día en que cumplía veinticuatro años. Dos días después terminó también la guerra en el Pacífico. Hubo fiestas interminables y desfiles por la Quinta Avenida. Zoya cerró la tienda y, al regresar a casa, encontró a Nicolás, de pie junto a la ventana del salón, contemplando el júbilo de la gente en las calles mientras las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas.

– Ojalá papá viviera para ver este día -dijo en un susurro mientras Zoya lo miraba con cariño.

De uniforme se parecía más que nunca a su tío Nicolai. Estaba hecho todo un hombre y a Zoya no la sorprendió que no deseara regresar a Princeton. Quería aprender todo lo necesario sobre el imperio que Simon había dejado a su muerte. Paul le facilitó toda clase de explicaciones y Nicolás se llevó una sorpresa al saber que había heredado tanto dinero. Sasha también sabía que al año siguiente heredaría mucho dinero, aunque todavía no sabía cuánto. Nicolás se escandalizó ante el comportamiento de su hermana. Sasha volvía a casa a altas horas de la madrugada, casi siempre borracha como una cuba, y no admitía que nadie le hiciera el menor reproche. Una noche, la joven regresó a casa temprano y fue a dormir la borrachera a su habitación. La había acompañado un chico de uniforme tan borracho que apenas podía tenerse en pie.

– ¿No podrías hacer algo, mamá? -preguntó Nicolás a Zoya-. Ha perdido totalmente el control.

– Ya es mayor para que le dé una paliza, Nicolás, y no puedo encerrarla bajo llave en su dormitorio.

– Me gustaría intentarlo -dijo Nicolás con gesto sombrío.

A la mañana siguiente, cuando habló con su hermana, todo fue inútil. Aquella noche, Sasha volvió a salir y no regresó hasta pasadas las cuatro de la madrugada.

Estaba más guapa que nunca porque era demasiado joven para que sus excesos se reflejaran en su rostro, pero Zoya sabía que, a la larga, pagaría el precio. En diciembre, Sasha se fugó y se casó con un chico al que había conocido apenas tres semanas antes. El hecho de que fuera hijo de un conocido jugador de polo de Palm Beach no fue ningún consuelo para Zoya. El muchacho llevaba una vida tan alocada como Zoya, y ambos pasaban las noches bailando y bebiendo sin parar. La cosa se complicó cuando Sasha volvió a Nueva York en marzo y comunicó a su madre que para septiembre esperaba un hijo.

– Más o menos el día del cumpleaños de Matthew -dijo, sin concretar más detalles.

Matthew contaba seis años y medio y tenía los mismos grandes ojos castaños de Simon y su misma dulzura de carácter. Adoraba a Nicolás, pero procuraba mantenerse apartado de su hermana, que ante el niño solía mostrarse indiferente o bien abiertamente antipática. Sasha tenía veintiún años y la herencia de Simon solo sirvió para precipitar su destrucción.

En junio regresó a casa y dijo que Freddy la engañaba. Para vengarse, se compró un nuevo coche y dos pulseras de brillantes, se acostó con un amigo de su marido, a pesar de su estado, y regresó a Palm Beach. Zoya no podía hacer nada. Ya ni siquiera Nicolás quería hablar del asunto. Zoya le comentaba sus penas a Paul y este intentaba consolarla lo mejor que podía.

Los fines de semana Nicolás se llevaba a Matthew a pescar y algunos días iban al parque a jugar a pelota. Aunque tenía mucho trabajo, siempre intentaba buscar algún hueco para su hermano, lo cual le permitía a Zoya disfrutar de algunos momentos de intimidad con Paul Kelly. Las relaciones entre ambos se desarrollaban con total discreción, y Nicolás nunca supo lo que ocurría.

A finales de agosto, Sasha dio a luz a una preciosa niña de cabello pelirrojo. Zoya fue a verla a Florida. Era pequeña y encantadora, pero su madre no sentía el menor interés por ella. Casi inmediatamente después del parto, Sasha reanudó sus juergas y sus carreras en lujosos automóviles, con o sin la compañía del complaciente Freddy. Zoya nunca sabía dónde estaban y la pequeña era atendida únicamente por una niñera. Durante las escasas conversaciones telefónicas que mantuvieron, Zoya trató de convencer a su hija de que cambiara de vida, pero Sasha no le hacía el menor caso. Nicolás tampoco sabía nada de su hermana. La joven había desaparecido de sus vidas y Zoya lamentaba no poder ver a la pequeña Marina. Cuando sonó el teléfono en Nochebuena, Zoya confió en que fuera Sasha. Estaba cenando con Nicolás y Matthew se había ido a la cama, tras adornar el árbol navideño. Tenía siete años y aún creía en Papá Noel aunque Zoya sospechaba que aquel sería el último año. Era la alegría de su vida, pensó Zoya, y tomó con una sonrisa el teléfono.

– ¿Diga?

Era la policía del estado de Florida. A Zoya se le detuvo el corazón de golpe e intuyó el motivo de la llamada. Inmediatamente se confirmaron sus peores temores. Sasha y Freddy habían sufrido un accidente mortal cuando regresaban de una fiesta a casa. Zoya colgó el auricular y miró a Nicolás sin poder hablar. A los pocos minutos, llamó la niñera de la pequeña Marina, llorando histéricamente sin que Nicolás consiguiera calmarla. Cuando la niñera explicó los detalles, Nicolás miró horrorizado a su madre. Zoya se culpó de lo ocurrido e insistió en que no había hecho todo lo debido para ayudar a su hija, y ahora era demasiado tarde…

– De pequeña era tan bonita… -dijo con la voz ahogada por el llanto.

Pero Nicolás recordaba otras cosas. Por ejemplo, lo mimada que estaba Sasha y lo egoísta que siempre fue con su madre. A Zoya no le parecía justo. Sasha tenía solo veintiún años y se había desvanecido como una fulgurante estrella fugaz en una oscura noche estival. Había desaparecido para siempre.

Al día siguiente Nicolás voló a Florida y regresó con el cuerpo de su hermana y la pequeña Marina. Fueron unas Navidades muy tristes para Zoya, que abrió los regalos de Matthew con manos temblorosas, reprimiendo las lágrimas mientras se preguntaba si hubiera podido hacer algo más por su hija. Tal vez si se hubiera quedado en casa en lugar de ir a trabajar, si Clayton no hubiera muerto… o si no hubiera muerto Simon…, o tal vez si… La angustia era su peor enemiga, pensó, procurando concentrarse en Matthew. El niño estaba muy tranquilo y no parecía darse cuenta de nada. Pero Zoya se percató de que lo había comprendido todo muy bien cuando la miró con sus grandes ojos castaños y le preguntó en un susurro:

– ¿Estaba otra vez borracha, mamá?

Zoya se escandalizó ante las palabras de Matthew. Pero el chiquillo tenía razón. Sosteniendo a la hija de Sasha en brazos, no pudo negarlo. Aquella noche, Zoya contempló a la niña mientras abría los ojos y bostezaba medio dormida. Tenía cuatro meses y solo contaba con Zoya y con sus tíos Matthew y Nicolás.

– Soy demasiado mayor para eso -le dijo Zoya a Paul esa noche, cuando este telefoneó como de costumbre.

– Qué va, mujer. Estará mejor contigo de lo que hubiera estado con ellos. Es una niña afortunada.

Y él también se consideraba un hombre afortunado porque podía compartir su vida con ella. Las cualidades que adornaban a Zoya irradiaban a cuantos la rodeaban… menos a Sasha. Aquella noche Zoya volvió a reprocharse el no haber sabido ayudar a su hija. Pero ¿cómo hubiera podido hacerlo? Jamás averiguaría la respuesta. Lo único que podía hacer para compensar sus errores era amar a Marina como si fuera su propia hija. Colocó la cuna al lado de su cama y, contemplando a la chiquilla dormida, con sus ojos cerrados, su tibia piel y su cabello pelirrojo como el suyo, prometió cuidar de ella y hacer todo lo que pudiera. Un sollozo se ahogó en su garganta al recordar la noche en que Sasha y Nicolás casi perecieron en el incendio…, la pequeña Sasha tendida en la acera mientras los bomberos intentaban reanimarla hasta que, al final, la niña se movió y Zoya la estrechó en sus brazos, llorando tal como lloraba ahora al recordarla… ¿Cómo era posible que las cosas hubieran ido tan mal? Después de tantos esfuerzos, al final había perdido a Sasha cuando solo contaba veintiún años.

El funeral se celebró dos días más tarde. Asistieron algunas compañeras de escuela y varias personas que Sasha conoció en Nueva York. Todos compadecieron a Zoya cuando abandonó la iglesia entre Nicolás y Matthew. Zoya vio a Paul solemnemente de pie en el último banco, tratando de transmitirle con la mirada todo lo que sentía por ella. Lo miró un momento y siguió adelante, flanqueada por sus dos hijos. La pequeña Marina, con toda la vida por delante, esperaba en casa, durmiendo en su cuna junto a la cama de Zoya.

49

El año 1947 fue el del New Look de Dior, y Zoya viajó a París con Matthew y Marina para encargar los pedidos de las nuevas colecciones. Matthew tenía casi ocho años, pero Marina era todavía un bebé. Visitaron la torre Eiffel, pasearon por las orillas del Sena y vieron las Tullerías, donde ella solía ir con Eugenia en otros tiempos.

– Háblame de tu abuela -le dijo Matthew.

Zoya miró sonriendo a su hijo y le habló de las troikas en Rusia cuando ella era pequeña, de sus juegos y de las personas que conoció. Era una forma de compartir su historia con él. Más tarde, pasaron unos días en la Costa Azul, y al año siguiente Zoya viajó a Roma con los dos niños. Llevaba a Marina a todas partes, como si quisiera compensarla de la pérdida de su madre. Al verla dar sus vacilantes primeros pasos en la cubierta del barco durante la travesía de vuelta, la gente la tomaba por hija de Zoya, que poseía, a sus cuarenta y nueve años, una esplendorosa y juvenil belleza que cautivaba a todo el mundo.

– Eso me mantiene joven, supongo -solía decirle a Paul.

Aunque pareciera increíble, Zoya estaba más guapa que nunca. Para entonces, Nicolás ya dirigía la empresa y, en la primavera de 1951, tomó las riendas de las fábricas de tejidos. Estaba a punto de cumplir los treinta años y, cuando Zoya regresó de Europa con los pequeños, acudió a recibirlos al puerto, ansioso por conocer todos los detalles del viaje. Matthew tenía once años y Marina, pelirroja y de grandes ojos verdes, cuatro y medio. Por la noche, la niña se desgañitó de risa cuando Nicolás le hizo cosquillas. Después acostó a Matthew antes de regresar al salón para comunicarle sus planes a Zoya.

– Bueno, mamá…

El joven vaciló un momento y ella adivinó que se trataba de algo importante.

– ¿Sí, Nicolás? ¿Quieres que ponga una cara muy seria o simplemente intentas asustarme?

Lo esperaba desde hacía algún tiempo. Nicolás había sido visto muchas veces en compañía de una encantadora muchacha sureña que conoció cuando estuvo en Carolina del Sur visitando las fábricas. Era muy bonita y un poco mimada, pero Zoya nunca hizo el menor comentario. Nicolás ya era adulto y podía hacer con su vida lo que quisiera. Zoya respetaba su sentido común porque era un joven sensato y cariñoso, cuya mente se había templado en la dirección de los negocios de Simon.

– ¿Te sorprenderás mucho si te digo que me casaré en otoño? -preguntó Nicolás, mirando risueño a su madre mientras ella se echaba a reír.

– ¿Y por qué tendría que sorprenderme, amor mío?

– Elizabeth y yo nos vamos a casar -anunció orgullosamente Nicolás.

– Me alegro por ti, cariño -dijo Zoya, sonriendo. Era un muchacho honrado y responsable, y sus dos progenitores hubieran estado muy orgullosos de él-. Espero que te haga feliz.

– De eso no te quepa duda.

Zoya no hubiera podido pedir más. La siguiente vez que habló con su hijo se ofreció a ayudar a la novia en la elección del traje de boda. Recordó el interrogatorio a que la había sometido Sofía antes de que ella y Simon se casaran. Los padres de Simon habían muerto hacía algún tiempo y sus tíos también. Aunque nunca se sintió demasiado unida a ellos, Zoya procuró que Matthew los visitara con regularidad.

Tuvo que hacer un esfuerzo para no estallar cuando Elizabeth entró en la tienda y se mostró grosera y antipática con todo el mundo. El traje de novia fue lo de menos. La chica esperaba, al parecer, que Zoya le regalara todo el ajuar y les comprara un apartamento. Durante la boda, Zoya sintió que un estremecimiento le recorría la columna vertebral mientras Matthew sostenía el anillo sobre un cojín y Marina portaba un cestito de pétalos de rosa y la saludaba con la mano desde el primer banco.

Nicolás se comportó muy bien, atendiendo todas las necesidades de su mujer y accediendo a todas sus exigencias y caprichos hasta que, al final, ya no pudo más. Casi cuatro años después de que Zoya viera a Marina arrojando pétalos de rosa al paso de los novios, Nicolás envió a Elizabeth a casa de sus padres. Marina contaba entonces nueve años y Zoya la acompañaba cada día a sus clases de ballet. Esta era la mayor afición de la niña desde los cinco años. Esta vez Zoya estaba decidida a hacer todo lo posible por la niña, convencida en su fuero interno de que a Sasha le había fallado. Cada día abandonaba la tienda a las tres de la tarde, recogía a Marina en la escuela de miss Nightingale y la acompañaba a la clase de ballet donde la niña hacía los mismos tours jetés, los mismos pliés y los mismos ejercicios que ella hiciera antaño en San Petersburgo con madame Nastova.

Era curioso que las cosas volvieran a repetirse. Zoya le contó a la niña sobre la escuela del Marynsky, sus asombrosos bailarines y lo exigente que era madame Nastova. Cuando acudió con Nicolás a su recital, no pudo evitar las lágrimas. Nicolás miró a su madre y le cogió la mano mientras ella contemplaba emocionada la actuación de Marina.

– Es tan dulce e inocente -dijo Zoya.

Tenía toda la vida por delante y era una niña muy seria y aplicada. Matthew era para ella como un hermano aunque le llevara siete años, casi como Nicolai cuando Zoya vivía en Rusia. Era extraño que todo se repitiera generación tras generación, y que su afición al ballet hubiera renacido en Marina.

Aquella noche, Paul ofreció a la bailarina en ciernes un precioso ramillete de flores y, cuando la niña se fue a dormir, emocionada por su recital, le preguntó a Zoya lo que esta temía escuchar desde hacía varios años. La mujer de Paul había muerto de cirrosis unos meses antes y ahora Paul miró a Zoya en medio del silencio de la biblioteca, tras la marcha de Nicolás a su propio apartamento.

– Zoya, al cabo de doce años, ya te lo puedo preguntar. ¿Quieres casarte conmigo? -dijo, tomando su mano y mirándola a los ojos con la sonrisa del amor largo tiempo compartido, pero nunca llevado plenamente a término.

Llevaban doce años juntos y Zoya lo amaba y apreciaba su amistad, pero tras la muerte de Simon nunca sintió deseos de volver a casarse. Era feliz viendo crecer a Matthew y Marina, y seguía trabajando en la tienda con la misma energía de siempre. A los cincuenta y cinco años, no paraba un minuto, pero no le apetecía casarse.

– Paul, cariño, no puedo -dijo, sacudiendo la cabeza. Al ver que él la miraba ofendido, trató de explicárselo mejor-. Soy demasiado mayor y no me apetece casarme.

– Pero ¿qué dices, Zoya? ¡Mírate bien al espejo! No has cambiado ni un ápice desde la primera vez que te vi.

Era cierto. Zoya estaba radiante.

– Por dentro, sí -replicó-. Quiero ver crecer a Matthew y ayudar a Marina a convertirse exactamente en lo que ella quiera ser. Quiero ofrecerle el lujo de hacer y ser lo que quiera, ése es mi único deseo.

Paul temía aquella respuesta antes de formularle la pregunta. Llevaba muchos años deseando casarse con ella. Ahora que era libre, Zoya no quería. Se preguntó si la situación hubiera sido distinta en caso de que Allison hubiera muerto antes. Sus fines de semana con Zoya eran ahora menos frecuentes, aunque ambos solían ir de vez en cuando a su casa de Connecticut. Sin embargo, lo que más valoraba Zoya era su amistad, y en un matrimonio tenía que haber pasión. La única pasión de Zoya eran los niños y la tienda. Todo en memoria de Simon.

– No puedo volver a ser la esposa de nadie. Lo sé con absoluta certeza. Hace mucho tiempo ofrecí todo lo que tenía a Clayton y a Simon. Ahora tengo a los niños y mi trabajo, y te tengo a ti siempre que podemos reunirnos. No podría darte lo suficiente de mí misma como para justificar un matrimonio. Sería injusta contigo. Quiero disponer de un poco de tiempo para mí, Paul, aunque te parezca horrible que lo diga. Puede que ahora me haya tocado el turno de ser egoísta. Quiero viajar cuando los niños sean mayores, quiero ser libre otra vez. Puede que algún día vuelva a Rusia…, que visite San Petersburgo o Livadia… -Sabía que resultaría muy doloroso, pero era un sueño que cada vez le parecía más cercano. Solo necesitaba tiempo y valor para regresar. Con Paul no hubiera podido hacerlo. El tenía su vida, su casa, su trabajo, su afición a la jardinería y sus amigos-. Creo que, por fin, soy una persona adulta. -A los sesenta y seis años, Paul aparentaba más edad de la que tenía, pero eso Zoya no se lo dijo-. He pasado muchos años ocupada en sobrevivir. Ahora he descubierto que hay otras cosas. Si me hubiera dado cuenta antes… tal vez Sasha no habría muerto.

Todavía se culpaba de la muerte de su hija aunque, por mucho que lo pensara, no acertaba a imaginar qué otra cosa hubiera podido hacer, y, además, ahora ya no importaba. Era demasiado tarde para Sasha, pero no para Matthew, ni para Marina o ella misma. Aún le quedaba vida por delante y quería vivirla a su manera por mucho que amara a Paul Kelly.

– ¿Eso significa que todo ha terminado entre nosotros? -preguntó Paul, mirándola con tristeza mientras ella se inclinaba para besarlo dulcemente en los labios.

Sentía por ella el mismo fuego que había sentido el día en que ambos se conocieron.

– No, a menos que tú lo quieras. Si me aceptas así, yo te seguiré queriendo igual que siempre.

Como lo quiso durante los años en que él estuvo casado.

– Qué mala suerte tengo -dijo Paul, y sonrió con tristeza-. Ahora que el mundo ha alcanzado la mayoría de edad y la gente hace cosas que hace veinte años hubieran resultado escandalosas, acostándose por ahí y viviendo en pecado, yo te ofrezco la respetabilidad con doce años de retraso. -Ambos se echaron a reír, sentados cómodamente en la biblioteca-. Eres demasiado joven para mí, Zoya.

– Gracias, Paul.

Ambos se besaron de nuevo y, al cabo de un rato, Paul regresó a su casa algo más tranquilo. Zoya le había prometido pasar el fin de semana con él en Connecticut. Zoya se dirigió entonces al dormitorio de Marina y esbozó una sonrisa al contemplar a la niña dormida. Algún día el mundo sería suyo. Con lágrimas en los ojos, se inclinó para besarle suavemente la mejilla y la pequeña se agitó levemente bajo su amorosa mano.

– Baila, chiquitina…, mi pequeña bailarina…, sigue bailando.

50

Los años Kennedy fueron fabulosos para la tienda de Zoya. La esposa del joven senador imponía tendencias que todo el mundo imitaba. Zoya era gran admiradora suya e incluso en una ocasión fue invitada a cenar en la Casa Blanca, para gran alegría de su hijo mayor. Zoya seguía conservando la misma belleza y elegancia que tenía cuando Nicolás era pequeño. A los sesenta y un años, era una celebridad y entraba como una reina en su tienda, modificando la inclinación de un sombrero, frunciendo el ceño cuando algo no le gustaba o cambiando las flores con mano experta. Axelle había fallecido y su salón de modas no era más que un recuerdo, pero Zoya había aprendido bien sus lecciones.

Marina estaba entonces en Juilliard y de vez en cuando bailaba profesionalmente. Siempre que la veía bailar, Zoya sentía que el corazón le daba un vuelco como cuando ella había bailado para Diaghilev hacía más de cuarenta años. Matthew se graduó en la Universidad de Harvard en junio de 1961. Zoya lo aplaudió con entusiasmo, sentada en primera fila con Nicolás. Matthew era un muchacho estupendo y ella estaba muy orgullosa de él. Quería especializarse en ciencias empresariales para después trabajar en la tienda con su madre. Nicolás hubiera deseado que trabajara con él, pero Matthew le confesó que prefería el trato directo con el público.

Zoya prometió mantener la tienda en funcionamiento hasta que su hijo menor estuviera preparado.

– Tú no cerrarías la tienda ni que un incendio la destruyera por completo -dijo Matthew, riéndose con su hermano.

Durante el vuelo de regreso a Nueva York, a Zoya le pareció que Nicolás estaba como ausente. Conocía muy bien a sus hijos y, al final, ya no pudo resistir.

– Bueno, ¿de qué se trata, Nicolás? Me tienes en vilo -dijo.

– Qué bien me conoces -contestó Nicolás, soltando una carcajada nerviosa.

Después se arregló el nudo de la corbata y carraspeó.

– Faltaría más, al cabo de tantos años. -Nicolás acababa de cumplir los treinta y nueve-. ¿Qué me ocultas?

De repente, Zoya recordó un paseo a caballo con su hermano, en cuyo transcurso ella le había gastado bromas sobre su bailarina. Sabía, sin que él lo dijera, que el origen de la turbación de su hijo era una mujer.

– Voy a casarme otra vez.

– ¿Quieres que aplauda o que me eche a llorar? -preguntó Zoya, riéndose-. ¿Esta me gustará más que la otra?

– Es abogada -dijo Nicolás-. En realidad, trabajará en el bufete de Paul Kelly. Vive en Washington y ha trabajado en la Administración Kennedy. Es simpática y divertida y cocina muy mal, pero yo estoy loco por ella. Queríamos pedirte -añadió, mirando tímidamente a su madre- que esta noche cenaras con nosotros, si no estás muy cansada.

Llevaban más de un año haciendo viajes de ida y vuelta en avión.

Zoya miró a su hijo muy seria, confiando en que esta vez hubiera sabido elegir mejor.

– Pensaba quedarme a trabajar un poco en la tienda…, pero puedo dejarlo.

Nicolás dejó a Zoya en la puerta de su apartamento antes de dirigirse al suyo, donde Julie lo estaba esperando. Al decirle que había invitado a su madre a cenar, la joven lo miró horrorizada.

– ¡Oh, no! ¿Y si no le gusto? ¡Mira qué vestido! No me he traído nada decente de Washington.

– Estás maravillosa. Eso a ella no le importará en absoluto.

– ¿Cómo que no?

Julie la había visto en fotografía y siempre iba impecablemente vestida a la última moda.

Aquella noche, Zoya estudió detenidamente a la chica mientras cenaban en La Côte Basque. Estaba cerca de la tienda y era su restaurante preferido. La joven era exactamente tal y como Nicolás la había descrito, alegre, divertida y entregada a su trabajo, pero no hasta el extremo de excluir todo lo demás. Era diez años menor que Nicolás y Zoya estaba segura de que sería una buena esposa. Hasta el punto de que esa noche, cuando se despidió de ellos, tomó una importante decisión. Les ofrecería el huevo imperial como regalo de boda. Ya era hora de cederlo a sus hijos.

Después de la cena, Zoya regresó a pie a la tienda y utilizó la llave para entrar. El vigilante nocturno no se sorprendió al ver luz bajo la puerta de su despacho. Zoya tenía costumbre de ir por la noche a la tienda para hacer alguna comprobación o llevarse un poco de trabajo a casa. Mientras volvía a su apartamento, pensó en lo bonito que sería que un día Matthew trabajara con ella. Aquel niño en principio no deseado seguía siendo la luz de su vida. Simon tenía razón. Ese hijo la mantenía joven, pensó mientras apuraba el paso para reunirse con Marina que la esperaba despierta en casa.

Llegó a su apartamento a las doce de la noche y oyó que Marina la llamaba desde su dormitorio.

– Abuela, ¿eres tú?

– Yo creo que sí.

Zoya entró en la estancia, se quitó el sombrero que se había puesto para cenar con Nicolás y Julie y miró sonriendo a la niña que tanto se parecía a ella. Su melena pelirroja era tan larga como la suya, aunque ahora tuviera algunas hebras de plata.

– ¿A que no sabes una cosa? ¡Me han pedido que baile en el Lincoln Center!

– ¡Eso sí que es una bomba! Cuéntame cómo sucedió -dijo Zoya, sentándose en el borde de la cama de Marina mientras la muchacha la miraba emocionada. Vivía solo para el baile y, no porque fuera su nieta, la chica tenía un gran talento-. Ahora dime cuándo.

Marina le recitó los nombres de todos los componentes del reparto, el coreógrafo y el director, además de las historias de sus vidas y la música que iban a interpretar. El cuándo era para ella mucho menos importante.

– ¡Dentro de seis semanas! ¿Te imaginas? No sé si estaré preparada.

– Pues claro que sí.

Sus estudios habían sufrido un pequeño retraso en los últimos años, pero eso a Marina no le importaba demasiado. Zoya se preguntaba con frecuencia si esta vez las musas serían propicias y la joven algún día llegaría a ser una gran bailarina. Le había comentado en numerosas ocasiones su actuación en el Ballet Russe, donde una vez había bailado incluso con Nijinsky, y también su trabajo en el Salón de Variedades Fitzhugh. A Marina le encantaba contar aquellas historias a la gente porque conferían a su querida abuela un toque más exótico.

Seis semanas más tarde, la función fue todo un éxito y, por primera vez, la muchacha recibió atención de la crítica. A sus quince años, Marina ya era una profesional de la danza.

51

El primer fruto del matrimonio de Nicolás, una niña, nació en 1963, el mismo año del asesinato de John F. Kennedy. Aquel año Matthew empezó a trabajar en el lujoso establecimiento Condesa Zoya. Zoya se sintió muy halagada cuando Nicolás y Julie pusieron a la niña el nombre de Zoe, una americanización del suyo propio que, en realidad, le gustaba mucho más.

Marina, que entonces tenía diecisiete años, estaba completamente consagrada al ballet, donde había tomado el apellido de Zoya y era conocida como Marina Ossupov. Trabajaba muy duro y realizaba constantemente giras por todo el país. Nicolás quería que se matriculara en la universidad una vez finalizara sus estudios secundarios, pero Zoya no estaba de acuerdo.

– No todo el mundo sirve para eso, Nicolás. Ella ya tiene su vida. Ahora que eres padre, no seas tan pesado.

Zoya estaba siempre abierta a las nuevas ideas, rebosaba de vida y nunca se aburría. Paul seguía tan enamorado de ella como siempre. Se había retirado hacía varios años y vivía permanentemente en Connecticut. Zoya lo visitaba siempre que podía y él se quejaba de que estaba demasiado ocupada. El negocio de la tienda estaba más floreciente que nunca, sobre todo tras la incorporación de los modelos de Cardin, Saint Laurent y Courrèges. Ahora Matthew siempre la acompañaba a París, persiguiendo a todas las modelos y disfrutando de su estancia en el Ritz. A los veinticuatro años, el muchacho poseía una vitalidad semejante a la de su madre. En lugar de tomarse las cosas con más calma, tal como prometió cuando su hijo empezara a ayudarla en la tienda, Zoya trabajaba más que nunca.

– Tu madre es extraordinaria -le dijo un día Julie a Nicolás con toda sinceridad.

Ambas mujeres almorzaban juntas de vez en cuando como buenas amigas. Cuando la pequeña Zoe cumplió cinco años, Zoya le regaló su primer tutú y sus primeras zapatillas de ballet. Marina tenía veintidós años y era una estrella de primer orden. Bailaba por todo el mundo y suscitaba el entusiasmo de la crítica. Era la reina del ballet en todas partes y el año anterior había estado incluso en Rusia. Después le contó a Zoya su estancia en Leningrado, la antigua San Petersburgo, donde vio el Palacio de Invierno e incluso visitó el teatro Marynsky. Zoya la escuchó con lágrimas en los ojos. Era como un sueño convertido en realidad. Marina acababa de visitar los lugares que ella abandonara hacía más de cincuenta años, dejando en ellos una parte de sí misma. Zoya aún acariciaba la idea de ir a Rusia, pero decía que lo dejaría para cuando fuera vieja.

– ¿Y eso cuándo será, mamá? -preguntó Nicolás cuando cumplió los setenta-. Yo estoy más viejo que tú, y eso que solo tengo cincuenta. Lo que ocurre es que tú aparentas menos años, y yo más.

– ¡No digas tonterías, Nicolás, estoy hecha un carcamal!

Sin embargo, no era cierto en absoluto. Zoya estaba todavía muy guapa, con el cabello pelirrojo casi blanco, pero siempre exquisitamente peinado, y una encantadora figura realzada por los elegantes modelos que siempre llevaba. La envidiaba todo el mundo y era una fuente de inspiración para cuantos la conocían. En la tienda, muchos clientes pedían que los atendiera «la condesa», y Matthew contaba a menudo divertidas anécdotas sobre las personas que se empeñaban en verla a toda costa.

– Algo así como si yo fuera el Louvre, solo que en más pequeño -dijo Zoya con cierta amargura.

– No, mamá, no seas modesta. Sin ti, la tienda no sería nada.

La afirmación no era totalmente verdadera. Matthew había aplicado las nuevas técnicas de comercialización aprendidas en la escuela de ciencias empresariales y, durante los primeros cinco años, consiguió duplicar las ventas. Después lanzó al mercado un nuevo perfume, llamado naturalmente Condesa Zoya, y el éxito fue extraordinario. En 1974, el establecimiento Condesa Zoya y su homónima propietaria ya eran una leyenda viva.

Pero, junto con la leyenda, empezaron a surgir ofertas que interesaron mucho a Matthew, aunque aterrorizaron a su madre. La compañía Federated quería adquirir la tienda, cuyo volumen de negocios también había atraído a varias cadenas, una destilería y un fabricante de productos en conserva que deseaba diversificar sus inversiones. Matthew fue al despacho de Nicolás para discutir el asunto con él, y ambos hermanos pasaron varios días estudiándolo. A Nicolás lo sorprendía que las ofertas no se hubieran producido mucho antes.

– Es un tributo a tu actuación -dijo Nicolás, mirando cariñosamente a su hermano menor.

Matthew sacudió la cabeza y empezó a pasear por la estancia. Era un joven en constante movimiento. Tomó unos libros, echó un vistazo a la biblioteca de su hermano y después dijo:

– No, Nick, es un tributo a la de mamá. Yo solo lancé el perfume.

– No es verdad, Matthew. He visto las cifras.

– Eso no tiene la menor importancia. Pero ¿qué le diremos a mamá? Ya sé lo que va a pensar. Yo tengo treinta y cinco años y puedo buscarme otro trabajo. Mamá tiene setenta y cinco y, para ella, todo habrá terminado.

– No estoy muy seguro -contestó Nicolás.

Las ofertas eran demasiado tentadoras como para rechazarlas, sobre todo una que entusiasmaba a ambos especialmente. Mantendrían a Matthew durante cinco años como presidente y asesor, y les ofrecían a todos, incluida Zoya, una impresionante suma de dinero. Sin embargo, los dos sabían que a su madre no le interesaba el dinero. Ella disfrutaba con la actividad de la tienda y sus clientes.

– Creo que se dará cuenta del valor que eso tiene -dijo Nicolás, esperando.

Matthew se echó a reír, sentándose momentáneamente en un sillón de cuero.

– No conoces a nuestra madre. Le dará un ataque. Tenemos que inventarnos algo para que se entretenga. No quiero que se deprima. A su edad, eso podría ser fatal.

– Hay que pensarlo, desde luego -dijo Nicolás-. A los setenta y cinco años no podemos esperar que viva eternamente. Cuando ella no esté, la tienda ya no será la misma. Su presencia le confiere un sello especial.

Zoya iba diariamente a trabajar a la tienda, aunque se marchaba a las cinco y un chófer la acompañaba a casa. Nicolás había insistido en ello varios años antes y Zoya cedió de buen grado, aunque acudía sin falta al trabajo todos los días a las nueve en punto.

– Tendremos que hablar con ella -decidió Matthew al final.

Cuando llegó el momento, a Zoya le dio el ataque que con tanta clarividencia vaticinara Matthew.

– Por favor, mamá -dijo este-, fíjate bien en lo que nos ofrecen.

– ¿Acaso hay algo que yo ignoro? -preguntó Zoya, mirando a su hijo con ojos de hielo-. ¿Nos hemos vuelto pobres de repente o es que solo somos ambiciosos?

Matthew rió. Su madre era tremenda, pero él la amaba con todo su corazón. Llevaba cinco años viviendo con una mujer y estaba convencido de que solamente le gustaba porque era de origen ruso, tenía el cabello pelirrojo y se parecía vagamente a Zoya. Es una cosa de tipo freudiano, reconocía Matthew más de una vez. Sin embargo, su amiga era muy guapa, inteligente y atractiva. Como Zoya.

– ¿Querrás pensarlo, por lo menos? -le preguntó Nicolás a su madre.

– Sí, pero no esperes que lo acepte. No pienso venderle la tienda a un fabricante de comida para perros por el simple hecho de que vosotros dos estéis aburridos. ¿Por qué no lanzas un nuevo perfume? -dijo Zoya, mirando a su hijo menor.

– Mamá, jamás volveremos a tener ofertas como estas.

– ¿De qué nos sirven? -Mirando a sus dos hijos, Zoya lo comprendió de golpe-. Pensáis que soy demasiado vieja, ¿verdad? -Clavó la mirada en Matthew y Nicolás, y la conmovió ver el respeto y el amor que le demostraban-. Es cierto, no puedo negarlo. Pero disfruto de buena salud. Tenía previsto retirarme a los ochenta -añadió, entornando los ojos con picardía.

Los tres se echaron a reír y después Zoya se levantó y prometió pensarlo.

Durante cuatro meses, hubo una batalla de ofertas a cual mejor. Sin embargo, la cuestión no se centraba ahora en el cuánto, sino en el cuándo. En la primavera de 1975, cuando Paul murió serenamente mientras dormía, Zoya empezó a comprender que no viviría eternamente. Era injusto negarles a sus hijos el derecho a hacer lo que deseaban. Ella ya había vivido y no podía alterar el curso de la existencia de los demás. Pese a todas sus reticencias anteriores, una tarde decidió capitular al término de una reunión del consejo de administración, dejando boquiabierto a todo el mundo.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Nicolás, asombrado. Ya había perdido todas las esperanzas y se había resignado a conservar la tienda solo por su madre.

– Sí, Nicky, lo digo en serio -contestó Zoya en un susurro. Llevaba años sin utilizar aquel diminutivo-. Creo que ya es hora.

– ¿Estás segura?

Nicolás se inquietó de repente al verla tan apagada. Quizá no se encontraba bien o estaba deprimida. Sin embargo, al contemplar sus penetrantes ojos verdes, comprendió que no.

– Estoy segura, si vosotros dos lo queréis. Buscaré otra cosa con que entretenerme. Quiero viajar un poco.

Hacía unas semanas le había prometido a Zoe llevarla a París en verano.

Después, se levantó con gesto pausado y miró a todos los miembros del consejo de administración.

– Muchas gracias, señores, por su sabiduría y su paciencia y por los gratos momentos que me han deparado.

Había inaugurado la tienda hacía casi cuarenta años, antes de que algunos de ellos nacieran, y ahora quería saludarlos uno a uno. Rodeó la mesa, estrechándoles las manos, y después se retiró mientras Matthew se enjugaba las lágrimas de los ojos. Fue un momento muy emotivo.

– Bueno, pues, ya está -dijo Nicolás, mirando con tristeza a su hermano cuando ambos quedaron solos-. ¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en cerrar el trato?

Ya tenían elegido el comprador que más los satisfacía.

– Unos cuantos meses. Creo que en verano ya estará todo listo.

Nicolás asintió con expresión preocupada.

– Está empeñada en llevar a Zoe a Europa. Yo pensaba disuadirla, pero ahora me parece que no lo haré.

– No lo hagas. Les sentará bien a las dos.

Nicolás asintió en silencio y regresó a su despacho.

52

El día en que Zoya se sentó por última vez en el sillón de su escritorio amaneció brillante y soleado. Recogió sus cosas la víspera y Matthew le ofreció una fiesta extraordinaria a la que asistieron los personajes más famosos, los miembros de la alta sociedad e incluso dos miembros de la realeza. Todo el mundo la abrazó y la besó, recordando los felices momentos de antaño. Ahora, sentada en su despacho, Zoya evocó sus treinta y ocho años de actividad en aquel establecimiento, antes de marcharse definitivamente. El chófer la estaría aguardando en la calle, pero ella no tenía ninguna prisa. Se levantó y se acercó a la ventana para contemplar el tráfico de la Quinta Avenida. Cuántas cosas habían cambiado en cuarenta años, cuántos sueños cumplidos y cuántos frustrados. Recordó la emoción de Simon cuando la ayudó a inaugurar la tienda y lo felices que fueron durante su primer viaje de compras a Europa. El tiempo había pasado volando.

– ¿Señora condesa? -dijo una voz desde la puerta. Zoya se volvió a mirar a su nueva ayudante, una chica más joven que la mayor de sus nietas.

– ¿Sí?

– El coche la espera abajo. El chófer ha querido que lo supiera por si acaso lo esperaba.

– Gracias -contestó Zoya, irguiendo la espalda y mirándola con orgullo-, dígale, por favor, que bajo enseguida.

Sus palabras y sus gestos eran todavía más aristocráticos que su título. Nadie que hubiera trabajado con ella podría olvidarla jamás.

La puerta se cerró en silencio mientras Zoya miraba a su alrededor por última vez. Sabía que volvería para visitar a Matthew, pero ya no sería lo mismo. La tienda pertenecía ahora a sus hijos. Ella se la había cedido y ellos querían venderla. Sospechaba que Simon hubiera estado de acuerdo. Era un hombre de negocios tan astuto como Matthew.

Volvió la cabeza para contemplar por última vez su despacho, y cerró la puerta, vestida con un elegante modelo azul marino de Chanel y con el cabello cuidadosamente recogido en un moño. Al salir, casi tropezó con Zoe.

– ¡Abuela! Temía que te hubieras marchado. ¡Mira! ¡Mira lo que tengo!

Nicolás había accedido a que hicieran el viaje a París y faltaban dos semanas para la partida. Esta vez no irían en barco, sino en avión. A Zoya no le gustaban los barcos que había en aquel entonces, y a Zoe le daba igual. La niña brincaba arriba y abajo con toda la exuberancia de sus ocho años, sosteniendo en las manos un montón de folletos.

– ¿Qué tienes? -preguntó Zoya, riendo.

Zoe volvió la mirada hacia atrás y musitó en tono conspiratorio:

– No se lo digas a papá. Cuando estemos allí, no se enterará. -Los folletos que llevaba la niña no correspondían a París sino a Rusia. Desde las fotografías, las agujas del Palacio de Invierno miraron orgullosamente a Zoya. El palacio de Catalina…, el de Alejandro…, el Antichkov… Zoya miró a su nieta en silencio-. ¡Vamos a Rusia, abuela!

Zoya llevaba años soñando con aquel viaje. Tal vez ahora, con la pequeña Zoe, podría convertir su sueño en realidad.

– No sé qué decir. Quizá tu padre no querrá que… -De repente, Zoya esbozó una sonrisa. Se había ido de allí hacía más de medio siglo y ahora podría regresar con su nieta-. ¿Sabes una cosa? -dijo, rodeando los hombros de la niña con su brazo-, la idea me gusta bastante.

Tomaron el ascensor juntas y examinó los folletos mientras mentalmente empezaba a forjar planes.

Al llegar a la planta baja, Zoya se sorprendió al ver a todos sus empleados reunidos allí, muchos de ellos con lágrimas en los ojos. Estrechó manos, sonrió, repartió algunos besos y después todo terminó. Zoya salió con la niña a la Quinta Avenida y le indicó por señas al chófer que se marchara. No quería ir en coche a ninguna parte. Deseaba dar un largo paseo con Zoe para organizar el viaje.

– Después… ¡podríamos ir a Moscú! -dijo Zoe con los ojos tan brillantes de emoción como los de Zoya en aquellos momentos.

– No. Moscú siempre fue muy aburrido. San Petersburgo y, tal vez… ¿Sabes una cosa?, cuando yo era pequeña pasábamos el verano en el palacio de Livadia, en Crimea…

Mientras ambas bajaban por la calle tomadas de la mano, Nicolás acercó lentamente su automóvil al bordillo de la acera. No soportaba la idea de que su madre abandonara sola la tienda y había decidido acudir a recogerla y acompañarla a casa. De pronto las vio. La orgullosa dama con su vestido de Chanel y la niña con su melena oscura despeinada por el viento, comentando animadamente algo con su abuela. Lo viejo y lo nuevo. El pasado y el futuro tomados de la mano. Decidió no decirles nada y entró en la tienda para ver a Matthew.

– ¿Crees que podríamos ir allí, abuela? A Livadia, quiero decir… -preguntó la chiquilla, mirando amorosamente a Zoya.

– Lo intentaremos, cariño, puedes estar segura.

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